John Furia Zacharias, alias «Cortés», experto falsificador cuya vida se ha convertido en una sarta de mentiras; Judith Odell, cuyo poder para dominar a los hombres es mayor de lo que ella misma cree; y Pai'oh'Pah, un misterioso asesino procedente de otra dimensión, se ven envueltos en una compleja trama situada en Imajica. Un universo poliédrico y oscuro, regido por leyes más allá de nuestro conocimiento; lejano pero, a la vez, a nuestro alcance.

Prefacio

No dejamos de mirar hacia atrás una y otra vez en busca de razones; escudriñamos el pasado con la esperanza de descubrir algún fragmento de una explicación que nos ayude a comprendernos mejor, tanto a nosotros mismos como a nuestras circunstancias.

Para los psicólogos, esta búsqueda se produce quizás a raíz del acoso de un dolor básico. Para los físicos, no es más que un rastreo en busca de evidencias de la Primera Causa. Para los teólogos, por supuesto, es una cruzada para buscar las huellas de Dios en la Creación.

Y para un cuentacuentos (particularmente para un fabulista, un escritor de «fantásticos» como yo) muy bien puede tratarse de una búsqueda de las tres cosas a la vez, motivada por la vaga sospecha de que están relacionadas inextricablemente.

Imajica fue un intento de urdir estas búsquedas en una sola narración, de plegar mis escasos conocimientos de este trío de disciplinas (psicología, física y teología) en una aventura interdimensional. La novela resultante es caótica, no cabe duda. El libro es, sencillamente, demasiado complicado y demasiado heterogéneo para el gusto de algunos. Para otros, sin embargo, la absurda ambición de Imajica forma parte de su encanto. Estos lectores perdonarán la poca elegancia de la estructura de la novela y considerarán que, a pesar de que tiene sus caminos duros y sus callejones sin salida, el viaje merece la pena después de todo.

Mis editores, en cambio, se enfrentaron a un problema más práctico a la hora de preparar el libro para su edición de bolsillo. Si no se quería que el volumen pesara tanto que derribara la estantería, el tamaño de la letra debía reducirse de tal manera que muchas personas, entre las que me incluyo, lo considerarían muy por debajo del ideal. Cuando recibí los ejemplares para el autor, se me vino a la cabeza una Biblia de tamaño bolsillo que mi abuela me regaló cuando cumplí los ocho años, en la que las palabras estaban comprimidas de forma tan densa que los renglones bailaban ante mis saludables ojos. Aquella no fue (tengo que admitirlo) una asociación muy desagradable, ya que las raíces de la extraña florescencia de Imajica provienen de la poesía de Ezequiel, Mateo y el Apocalipsis; sin embargo, tenía plena consciencia, al igual que mis editores, de que el libro no era todo lo cómodo para el lector que nosotros deseábamos que fuese.

Y de esas tempranas inquietudes nació esta nueva edición en dos volúmenes. Tengo que admitir con toda honestidad que el libro no fue creado para publicarse de esta manera. El lugar que hemos elegido para dividir la historia carece de cualquier significado particular; se limita a partir el texto por la mitad, más o menos: un sitio en el que se puede dejar un tomo y, si la historia ha obrado su magia, coger el siguiente. Aparte de un tamaño de la letra mayor y de la adición de estas palabras a modo de explicación, la novela ha permanecido intacta.

Personalmente, nunca me han importado demasiado los detalles de una edición u otra. Si bien resulta muy agradable pasar las páginas de un libro hermosamente encuadernado e impreso de forma inmaculada sobre un papel libre de ácidos, lo que importa son las palabras. La primera copia de los relatos de Poe que cayó en mis manos fue una edición de bolsillo con una cubierta demasiado dorada; y lo mismo sucedió con Moby Dick. Sueño de una noche de verano y La duquesa de Malfi son libros que aparecieron en primer lugar como manoseadas ediciones escolares. No tenía la más mínima importancia que estuvieran impresas en papel burdo y manchado. Su potencial no se vio deslucido en absoluto. Yo tengo la esperanza de que ocurra lo mismo con la narración que sujetas entre las manos en este mismo momento: que la forma en la que se presenta sea finalmente irrelevante.

Una vez aclarado ese asunto, permite que te demore un poco más con unos cuantos pensamientos acerca de la historia en sí. Durante las firmas de libros y convenciones, me han hecho numerosas preguntas acerca del libro, y este parece un lugar tan bueno como cualquier otro para responderlas brevemente.

En primer lugar está la pronunciación. Imajica está plagada de nombres y términos inventados, algunos de los cuales son verdaderos trabalenguas: Yzordderrex, Patashoqua y Hapexamendios entre ellos. No existe ninguna regla que dicte cómo deben deslizarse, o salir a trompicones, de la boca. Después de todo, provengo de un país bastante pequeño en el que se puede atravesar un pequeño grupo de colinas y descubrir que, al otro lado, la gente utiliza el lenguaje de una forma totalmente distinta a las personas con las que se acababa de hablar pocos minutos antes. Esto ni es positivo ni negativo. El lenguaje no es un régimen fascista. Cambia de forma constantemente y desafía sin el menor esfuerzo cualquier intento de confinamiento o regulación. Si bien es cierto que tengo una pronunciación propia para las palabras que he utilizado en el libro, incluso estas sufren variaciones cuando, como ya ha ocurrido en varias ocasiones, me encuentro con personas que las pronuncian de una manera más interesante. Un libro pertenece por igual a sus lectores y a su autor, por eso te invito a que busques el sonido que más te guste y lo disfrutes.

La otra cuestión que me gustaría explicar es la motivación que me llevó a escribir esta novela. Por supuesto, una cuestión semejante no tiene una explicación sencilla, pero te proporcionaré todas las pistas que pueda. En primer lugar, siempre he sentido interés por la idea de las dimensiones paralelas y la influencia que puedan ejercer sobre la vida que llevamos en este mundo. No me cabe la menor duda de que la realidad que ocupamos es solo una de muchas, de que dar un paso a un lado podría llevarnos a un lugar diferente. Tal vez, nuestras vidas también discurran en esas otras dimensiones, modificadas en parte o por completo. O, tal vez, esos otros lugares nos sean totalmente ajenos: pueden ser reinos donde moren los espíritus, tierras de leyendas o infiernos. Puede que todo a la vez. Imajica es un intento de crear una narración que explore dichas posibilidades.

También trata sobre Cristo. A la gente no deja de causarle asombro que la figura de Jesús sea de vital importancia para mí. Echan un vistazo a The Hellhound Heart o a cualquiera de las historias que se incluyen en Los libros de sangre y me toman por un pagano que contempla el cristianismo como una mera distracción que nos hace olvidar las nociones del sufrimiento y la muerte. Esta observación encierra algo de verdad. Desde luego que los cánticos hipócritas y los dogmas sarcásticos de las religiones jerarquizadas me parecen grotescos y, en numerosas ocasiones, inhumanos. Tomemos el Vaticano como ejemplo, que se preocupa más de la autoridad que ostenta que del planeta y del rebaño que lo habita. Sin embargo, los retazos mitológicos que aún son visibles bajo capas y capas superpuestas a lo largo de los siglos por los juegos de poder y los rituales (como la historia de la crucifixión y resurrección de Jesús o la del sanador que caminó sobre las aguas y resucitó a Lázaro) me impresionan mucho más que cualquier otra historia que haya escuchado jamás.

Encontré a Jesús de la misma manera que encontré a Dionisio o al Coyote, a través del arte. Blake me lo mostró; como también lo hicieron Bellini y Gerard Manley Hopkins, junto con decenas de otros artistas, y cada uno me ofrecía su interpretación particular. Desde entonces, quise encontrar la manera de escribir sobre Jesús con mis propias palabras; de desplegar su presencia en una historia salida de mi imaginación. Una tarea que resultó ardua. La mayor parte de la literatura fantástica bebe de la inspiración que ofrece el mundo anterior al cristianismo; la obtiene de las hadas, la Atlántida o los sueños de criaturas del ocaso celta que jamás conocieron la comunión. Por supuesto, no hay nada de malo en ello, pero siempre me ha planteado la duda de si esos autores no se obstinaban por negar sus raíces cristianas, ya fuera por frustración o desengaño. Al no haber recibido una educación religiosa, carezco de dicho desengaño: la figura de Cristo me atrajo del mismo modo en que lo hicieran las de Pan o Shiva, porque las historias e imágenes me ilustraban y enriquecían. Cristo, después de todo, es la figura principal de la mitología occidental. Quería tener la sensación de que mi panteón particular podría darle cabida, de que mis invenciones no eran demasiado débiles como para derrumbarse bajo el peso de su presencia.

También espoleaba mi motivación el deseo de arrebatar este misterio, el más complejo y contradictorio de todos, de las avaras manos de aquellos hombres que lo habían reclamado como propio en los últimos tiempos, sobre todo en Estados Unidos. Hombres como Falwell y Robertson, que predican piedad y muestran odio, utilizando la Biblia para justificar sus tramas en contra de nuestros propios descubrimientos. Jesús no les pertenece. Y me apena que un gran número de personas imaginativas se hayan dejado persuadir por ese tipo de afirmaciones y hayan dado la espalda al conjunto del misticismo occidental en lugar de reclamar la figura de Cristo como propia. En una ocasión dije durante una entrevista (y lo dije muy en serio) que el Papa, o Falwell, o miles de individuos más, podían afirmar que Dios les hablaba, les daba instrucciones o los hacía partícipes de su Gran Plan, puesto que el Creador también me habla a mí igual de alto y con la misma convicción, pero a través de las ideas que Él, Ella o Ello siembra en mí imaginación.

Dicho esto, debo confesar que cuanto más avanzaba en la escritura de Imajica, más me convencía de que llegar a su fin no dependía en absoluto de mí. Jamás me he sentido tan tentado de abandonar una historia como me ha sucedido con este libro. Jamás he dudado tanto de mi capacidad de narrador, ni me he sentido tan perdido o asustado. Y, en la misma medida, jamás había estado tan obsesionado. Acabé tan inmerso en la narración que durante varias semanas, ya cerca de la finalización del proyecto original, me invadió una especie de locura. Solía despertarme tras haber soñado con los Dominios y, de inmediato, me sentaba a escribir sobre ellos hasta que me arrastraba de nuevo a la cama. Mi sencilla vida —la escasa que tenía— acabó siendo monótona y trivial en contraste con lo que me estaba sucediendo (tal vez debiera decir «lo que le estaba sucediendo a Cortés», pero me refiero a mí mismo) a medida que realizábamos el peregrinaje que nos llevaría hasta la revelación. No es casualidad que acabara el libro mientras realizaba los preparativos para mudarme de Inglaterra a listados Unidos. Cuando comenzaba las últimas páginas del libro, mi casa de la calle Wimpole ya estaba vendida y todos sus enseres habían sido empaquetados y enviados a Los Angeles, de modo que todo aquello que solía proporcionarme sensación de bienestar había desaparecido de mi lado. De algún modo, era la situación perfecta para acabar la novela: al igual que Cortés, me embarcaba en una vida totalmente distinta y, al hacerlo, dejaba atrás el país en el que había pasado cuarenta años de mi vida. En cierto sentido, Imajica se convirtió en un compendio de lugares conocidos y amados por mí: Highgate y Crouch End, donde había pasado más de una década escribiendo obras de teatro, historias cortas y, en último lugar, Sortilegio; Central London, donde viví durante una corta temporada en una magnífica mansión georgiana. En las páginas, describí los veranos de mi infancia y mis fantasías aristocráticas. Vertí mi amor sobre un peculiar Apocalipsis acaecido en Inglaterra: las visiones de Stanley Spencer, John Martin y William Blake, sueños de una resurrección doméstica y de la imagen de Cristo en la puerta de casa durante una mañana de verano. Reflejé la calle Gamut en Clerkenwell, un lugar que siempre me había obsesionado. Las escenas que narran el regreso de Cortés están localizadas en South Bank, lugar donde pasé incontables y maravillosas noches. En resumen, el libro se convirtió en el modo de despedirme de Inglaterra.

No desearlo la posibilidad de regresar algún día, por supuesto, pero de momento, rodeado por la bruma y el sol de Los Angeles, me parece un mundo muy distante. Es extraordinario el modo en que acabas dividido cuando has crecido en un país y lo abandonas por otro. Para un escritor como yo, mucho más preocupado por los viajes hacia lo desconocido y por la melancolía y las dichas que proporcionan, el cambio ha demostrado ser una experiencia educativa.

Espero que estas líneas autobiográficas iluminen la historia que sigue a continuación, como también espero que parte de los sentimientos que me impulsaron a escribir esta novela permanezcan contigo cuando llegues a la última página. Cristo e Inglaterra no han abandonado mi corazón, por supuesto —y jamás lo harán—, pero escribir sobre un tema concreto crea una magia especial. Magnifica las pasiones que han inspirado la historia y, una vez el trabajo está concluido, las entierra; las aleja de la vista y de la mente para permitir que el escritor pueda trasladarse. Sigo soñando con Inglaterra de vez en cuando, y hace poco escribí acerca de Jesús caminando sobre las aguas de la metafísica en Everville, cuando le dice a Tesla Bombeck que «las vidas son las hojas del árbol de la historia». Pero jamás volveré a experimentar los mismos sentimientos que me acompañaron mientras escribía Imajica. Esas emociones tan especiales han desaparecido entre sus páginas para ser redescubiertas por cualquiera que desee encontrarlas. Si te apetece hacerlo, conviértelas en algo tuyo.

—Clive Barker, Los Angeles, 1994

Capítulo 1

La lección esencial de Pluthero Quexos, el más famoso dramaturgo del Segundo Dominio, afirmaba que en cualquier obra de ficción, sin importar lo ambicioso que fuera su propósito o la profundidad de su temática, solo había sitio para tres actores. Entre dos reyes que están en guerra, un pacificador; entre dos cónyuges que se adoran, un seductor o un niño. Entre gemelos, el espíritu de la matriz. Entre amantes, la Muerte. En el drama podrían aparecer muchos, por supuesto —miles, en realidad—, pero solo servirían como fantasmas, agentes o, en raras ocasiones, como reflejos de los tres seres reales y obstinados que constituían el centro de la trama. Y así sería incluso en el caso de que este trío básico no permaneciera intacto; o eso era lo que él enseñaba. El número podía menguar de forma continua a medida que se desarrollaba la historia: tres que se convierten en dos y dos que se convierten en uno, hasta que el escenario se quedaba vacío.

Ni que decir tiene que este dogma generaba bastante controversia. Los escritores de fábulas y comedias eran particularmente escandalosos a la hora de manifestar su desprecio y de recordarle al honorable Quexos que ellos siempre ponían fin a sus propias obras con una boda y un banquete. Él no se daba por aludido. Era impermeable a sus chanzas y les decía que estaban estafando a sus espectadores al quitarles lo que él llamaba «la última gran procesión», que tenía lugar cuando, después de que las canciones de boda hubieran sido entonadas y los bailes bailados, los personajes se adentraban en la oscuridad, llevándose con ellos su melancolía, y se encaminaban uno detrás de otro hacia el olvido.

Era una filosofía dura, pero afirmaba que era a la vez inmutable y universal, tan válida en el Quinto Dominio, llamado Tierra, como lo era en el Segundo.

Y, de forma más significativa, tan cierta en la vida como lo era en el arte.

Al ser un hombre de emociones contenidas, Charlie Estabrook tenía poca paciencia con el teatro. Era, en su franca y manifiesta opinión, un desperdicio de aliento: indulgencia, pamplinas y mentiras. Sin embargo, si algunos alumnos le hubieran recitado la Primera ley del drama según Quexos aquella fría noche de noviembre, hubiera asentido para luego decir: «las verdades dolorosas suelen ser las únicas verdaderas». Y esa era, precisamente, su experiencia. Tal y como afirmaba la ley de Quexos, su historia había comenzado con un trío: él mismo, John Furia Zacharias y, entre ellos, Judith. Aquella disposición no había durado mucho. Transcurridas pocas semanas desde la primera vez que viera a Judith, había conseguido sustituir a Zacharias en sus afectos y el tres se había convertido en un dichoso dos. Judith y él se habían casado y habían sido felices durante cinco años, hasta que, por razones que aún no comprendía, su felicidad se había venido abajo y el dos se había convertido en un uno.

Él era ese uno, por supuesto, y la noche lo había sorprendido sentado en la parte trasera de un coche en marcha que atravesaba las calles congeladas de Londres en busca de alguien que lo ayudara a terminar la historia. Tal vez no de la forma que a Quexos le hubiera gustado —el escenario no quedaría vacío del todo—, pero sí de una que aliviaría el dolor de Estabrook.

No estaba solo en su búsqueda. Esa noche tenía la compañía de un alma en la que no se podía confiar del todo: su conductor, guía y procurador, el ambiguo señor Chant. No obstante, a pesar de las muestras de empatía de Chant, este no era más que otro sirviente, satisfecho de servir a su patrón en tanto en cuanto recibiera puntualmente su paga. No comprendía la profundidad del dolor de Estabrook; era demasiado álgido, demasiado distante. Y Estabrook tampoco podía buscar ayuda en su linaje, a pesar de la longitud de su historia familiar. Si bien podía seguir la línea de sus ancestros hasta el reinado de Jacobo I, no había sido capaz de encontrar a un solo hombre en ese árbol de indecencias (ni siquiera en la más sangrienta de las raíces) que hubiera hecho, ya fuera por propia mano o por mediación de otros, lo que él, Estabrook, pensaba llevar a cabo esa noche: el asesinato de su esposa.

Cuando pensaba en ella (¿y cuándo no lo hacía?) se le secaba la boca y le sudaban las manos; suspiraba; se estremecía. Ahora ocupaba todos sus pensamientos, como un fugitivo procedente de un lugar más adecuado. Su piel no tenía imperfección alguna, siempre fría, siempre pálida; su cuerpo era largo, al igual que su cabello, como sus dedos, como su risa; y sus ojos... Dios, sus ojos tenían todas las tonalidades de las hojas a lo largo de las estaciones: los verdes gemelos de la primavera y mitad del verano; los dorados del otoño; y, cuando se enfurecía, el negro de la descomposición del pleno invierno.

Él era, por el contrario, un hombre corriente: no mal parecido, pero corriente. Había conseguido su fortuna con la venta de bañeras, bidés e inodoros, lo que había dejado poco espacio para la mística. De este modo, cuando posó por primera vez los ojos en Judith —ella estaba sentada tras un escritorio en la oficina de su contable, y su belleza resultaba realzada por el deprimente entorno—, su primer pensamiento fue: quiero a esta mujer; y el segundo: ella no me querrá. Sin embargo, Judith le hacía sentir un impulso básico que no había sentido con ninguna otra mujer. La cosa era bastante simple: sentía que ella le pertenecía; y si ponía todo su empeño en conseguirlo, podría ganársela. Su cortejo comenzó el día que se conocieron, con la primera de muchas muestras de cariño entregadas sobre su escritorio. No obstante, pronto comprendió que semejantes chucherías y halagos no lo ayudarían en su propósito. Ella se lo agradeció con educación, pero le dijo que no podía aceptarlos. Obediente, dejó de mandarle obsequios y, en cambio, comenzó a realizar una investigación sistemática sobre sus circunstancias. Había muy poco que saber. Vivía de forma sencilla, y su pequeño círculo de amistades era algo bohemio. Sin embargo, entre ese círculo descubrió a un hombre cuyo reclamo sobre la mujer precedía al suyo propio; alguien a quien ella, al parecer, adoraba. Ese hombre era John Furia Zacharias, conocido por todos como «Cortés», y tenía una reputación como amante que habría hecho que Estabrook se retirara de la lucha de no haber sido por esa extraña premonición que lo invadía. Decidió ser paciente y aguardar su oportunidad. Ya llegaría.

Entretanto, contemplaba a su amada desde la distancia y se las arreglaba para encontrarse con ella accidentalmente de vez en cuando, al tiempo que investigaba el pasado de su antagonista. De nuevo, había poco que saber. Zacharias era un pintor de poca monta, cuando no estaba viviendo de alguna de sus amantes, y un afamado disoluto. Estabrook tuvo una prueba irrefutable sobre este particular cuando, por casualidad, conoció al tipo. Cortés era tan guapo como sugerían los rumores, pero parecía, en opinión de Charlie, un hombre que se acabara de levantar de la cama tras una enfermedad. Había algo tosco en él —su cuerpo exudaba su esencia, su rostro delataba una especie de hambre tras su simetría— que le daba un aspecto atormentado.

Tres o cuatro días después de ese primer encuentro, Charlie se enteró de que su amada se había separado de ese hombre en medio de un enorme dolor y de que necesitaba tiernos cuidados. Él se mostró presto a proporcionárselos; y ella recibió el consuelo de su devoción con una facilidad que sugería que los sueños de posesión de Estabrook estaban bien fundados.

Por supuesto, los recuerdos de ese triunfo se habían venido abajo cuando ella se marchó, y ahora era él quien tenía esa expresión hambrienta y anhelante que viera por primera vez en el rostro de la Furia. A él no le sentaba tan bien como a Zacharias. El suyo no era un rostro hecho para hechizar. A los cincuenta y seis años aparentaba sesenta o más, y sus rasgos eran tan sólidos como parcos eran los de Cortés, tan pragmáticos como enjutos los del otro hombre. Su única concesión a la vanidad era el elegante bigote rizado que crecía bajo su nariz patricia, para ocultar un labio superior que él siempre había considerado escasamente atractivo en su juventud y resaltar, en cambio, el labio inferior en detrimento de la barbilla.

En aquel momento, mientras atravesaba las oscuras calles, echó un vistazo a ese rostro que se reflejaba en la ventana y lo estudió con aflicción. ¡Menudo farsante había resultado ser! Se ruborizó al pensar con cuánto descaro se había paseado cuando llevaba a Judith del brazo; cómo había bromeado acerca de que ella lo amaba por su pulcritud y por su gusto a la hora de elegir bidés. Las mismas personas que habían escuchado esas bromas se reían ahora con todas sus ganas, lo consideraban un hombre ridículo. Eso le resultaba insoportable. La única forma que conocía de aliviar el sufrimiento de su humillación era castigarla por el crimen que había cometido al dejarlo.

Frotó la palma de la mano contra el cristal de la ventanilla y echó un vistazo fuera.

—¿Dónde estamos? — le preguntó a Chant.

—Al sur del río, señor.

—Sí, ¿pero dónde?

—En Streatham.

A pesar de que había conducido por esa zona en muchas ocasiones (tenía un almacén en ese barrio), no reconocía nada. La ciudad jamás le había parecido más extraña y menos acogedora.

—¿Qué sexo crees tú que tiene la ciudad de Londres? —musitó.

—Nunca me he parado a pensarlo —respondió Chant.

—Una vez fue una mujer —continuó Estabrook—. Uno llama a una ciudad «ella», ¿verdad? Pero ya no parece muy femenina.

—Volverá a ser una dama en primavera —replicó Chant.

—No creo que la aparición de unos cuantos crocos en Hyde Park vaya a suponer mucha diferencia —dijo Estabrook—. El encanto ha desaparecido. —Suspiró—. ¿Cuánto queda?

—Puede que otro kilómetro y medio.

—¿Estás seguro de que tu hombre estará allí?

—Por supuesto.

—Has hecho esto muchas veces, ¿no es cierto? Lo de ser intermediario, quiero decir. Cómo lo llamaste... ¿suministrador?

—Sí, desde luego —dijo Chant—. Lo llevo en la sangre.

Esa sangre no era del todo inglesa. La piel y la sintaxis de Chant portaban las huellas de la inmigración. Pero Estabrook había llegado a confiar un poco en él, a pesar de todo.

—¿No sientes curiosidad sobre todo este asunto? —le preguntó al hombre.

—No es asunto mío, señor. Usted paga por el servicio y yo se lo proporciono. Si usted desea contarme sus motivos...

—Tal y como están las cosas, no.

—Lo comprendo. Entonces sería inútil que sintiera curiosidad, ¿no le parece?

Eso era bastante cierto, pensó Estabrook. No desear lo que no se podía obtener sin duda simplificaba mucho las cosas. Tal vez debiera aprender el truco para hacer eso antes de cumplir más años; antes de que deseara un tiempo del que ya no podría disponer. Y no es que exigiera mucho en lo que se refería a las satisfacciones, la verdad. No se había mostrado sexualmente insistente con Judith, por ejemplo. De hecho, había obtenido un enorme placer con el mero hecho de mirarla mientras la poseía cuando hacían el amor. Esa visión lo había atravesado, había conseguido que fuera ella quien lo penetrara sin darse cuenta siquiera, convirtiéndolo a él en el penetrado. Quizá sí lo sabía, ahora que lo pensaba. Quizás había huido de su pasividad, de la facilidad con la que se desenvolvía bajo el aguijón de su belleza. Si era así, Estabrook lograría hacer que desapareciera su repugnancia con el asunto de esa noche. De ese modo, al contratar a un asesino le demostraría su valía. Y al morir, ella comprendería su error. Esa idea lo reconfortó. Se permitió esbozar una pequeña sonrisa que se desvaneció en cuanto sintió que el coche aminoraba la marcha y vislumbró, a través de la empañada ventana, el lugar al que lo había llevado el suministrador.

Una pared de láminas onduladas de hierro se alzaba ante él, cubierta en toda su longitud con pintadas. Más allá, visible a través de los huecos allí donde el hierro había sido atravesado y empujado, dejando unas rebabas irregulares, había un depósito de chatarra en el que estaban aparcadas algunas caravanas. Al parecer, aquel era su destino.

—¿Es que te has vuelto loco? —dijo al tiempo que se inclinaba hacia delante para agarrar el hombro de Chant—. Aquí no estamos seguros.

—Le prometí al mejor asesino de Inglaterra, señor Estabrook, y está aquí. Confíe en mí, está aquí.

Estabrook soltó un gruñido de furia y frustración. Había esperado un encuentro clandestino (ventanas con cortinas y puertas cerradas), no un campamento gitano. Aquello era demasiado público y demasiado peligroso a la vez. ¿No sería la ironía perfecta que lo asesinaran en mitad de una reunión con un asesino?

Se recostó sobre el crujiente cuero de su asiento y dijo:

—Me has decepcionado.

—Le prometo que este hombre es un individuo de lo más extraordinario —dijo Chant—. No hay nadie en toda Europa que pueda comparársele ni remotamente. Ya he trabajado antes con él.

—¿Te importaría nombrar a las víctimas?

Chant se giró para mirar a su patrón y, con un leve tono de reprimenda, le dijo:

—Yo no he hecho averiguaciones que pongan en peligro su intimidad, señor Estabrook. Por favor, no las haga usted conmigo.

Estabrook soltó un gruñido de reproche.

»¿Preferiría que regresáramos a Chelsea? —continuó Chant—. Puedo encontrarle a otra persona. No tan bueno, quizá, pero el ambiente sería más agradable.

A Estabrook no le pasó desapercibido el sarcasmo de Chant, ni pudo evitar darse cuenta de que no debería haber entrado en aquel juego si tenía la esperanza de permanecer tan inocente como un recién nacido.

—No, no —dijo—. Ya que estamos aquí, tendremos que verlo. ¿Cómo se llama?

—Solo lo conozco como Pai.

—¿Pai? ¿Pai qué más?

—Solo Pai.

Chant salió del coche y abrió la puerta de Estabrook. Una ráfaga de aire gélido penetró en el interior, llevando algunos copos de aguanieve. El invierno se presentaba muy crudo ese año. Subiéndose el cuello del abrigo para cubrirse la nuca e introduciendo las manos en las acogedoras profundidades de sus bolsillos, Estabrook siguió a su guía a través de un hueco en la pared de láminas onduladas. El viento traía el penetrante olor de la madera que ardía en una fogata casi consumida que había entre las caravanas; por no mencionar el olor de la grasa rancia.

—Manténgase cerca de mí —le advirtió Chant—, camine con rapidez y no demuestre mucho interés. Estas personas son muy reservadas.

—¿Qué está haciendo tu hombre aquí? —quiso saber Estabrook—. ¿Acaso lo busca la policía?

—Usted dijo que quería a alguien que no pudiese ser rastreado. «Invisible» fue la palabra que utilizó. Pai es ese hombre. No consta en ningún tipo de archivo. Ni en el de la policía ni en el de la Seguridad Social. Ni siquiera tiene partida de nacimiento.

—Eso lo encuentro bastante improbable.

—Estoy especializado en lo improbable —replicó Chant.

Hasta ese intercambio de palabras, la violencia contenida de la mirada de Chant nunca había incomodado a Estabrook, pero lo hizo en ese momento, motivo por el cual decidió no mirar al hombre directamente a los ojos. ¿Cómo era posible, en los tiempos que corrían, que alguien llegara a la edad adulta sin aparecer en un archivo en alguna parte? De todas formas, le intrigaba la idea de encontrarse con un hombre que creía que no constaba en ningún sitio. Asintió para que Chant continuara la marcha y juntos avanzaron sobre el suelo mugriento y mal iluminado.

Había basura por todas partes: armazones esqueléticos de coches oxidados; montones de desperdicios podridos cuyo hedor no disminuía ni siquiera con el frío e innumerables restos de hogueras apagadas. La presencia de intrusos había despertado cierta atención. Un perro con más razas en su sangre que pelos en el lomo echaba espuma por la boca mientras les ladraba desde el extremo de su cuerda; las cortinas de muchas de las caravanas fueron retiradas por espectadores ocultos entre las sombras; dos niñas recién entradas en la adolescencia, ambas con el pelo tan largo y rubio que parecía que hubieran sido bautizadas con oro (una belleza improbable en semejante lugar), se levantaron de su lugar junto al fuego: una para correr a alertar a los guardias y la otra para observar a los recién llegados con una sonrisa a medio camino entre lo angelical y lo estúpido.

—No los mire —lo reprendió Chant mientras caminaba con rapidez, pero Estabrook no podía evitarlo.

Un albino con rastas blancas había salido de uno de los camiones con la chica rubia a la zaga. Al ver a los extraños, soltó un grito y se encaminó hacia ellos.

En aquel momento, se abrieron dos puertas más y otras personas salieron de las caravanas, pero Estabrook no tuvo oportunidad de ver quiénes eran ni si estaban armados, ya que Chant dijo de nuevo:

—Limítese a caminar, no mire. Nos dirigimos a la caravana que tiene un sol pintado. ¿La ve?

—La veo.

Faltaban unos veinte metros para llegar. El de las rastas estaba dando órdenes a diestro y siniestro, la mayoría de ellas incoherentes, pero que con seguridad pretendían conseguir que se detuvieran al momento. Estabrook le echó un vistazo a Chant, que caminaba con la vista fija en su destino y los dientes apretados. El sonido de los pasos se hizo más evidente tras ellos. No tardarían en recibir un golpe en la cabeza o un navajazo en las costillas.

—No vamos a conseguirlo —dijo Estabrook.

A unos diez metros de la caravana, con el albino casi encima, se abrió la puerta delantera y se asomó una mujer vestida con una bata y con un niño en brazos. Ira pequeña y parecía tan frágil que uno se preguntaba cómo podía soportar el peso del niño, que había empezado a berrear en cuanto sintió el frío. El dolor que reflejaban sus quejas hizo que sus perseguidores entraran en acción. Rastas agarró el hombro de Estabrook y lo frenó en seco. Chant, como el desgraciado cobarde que era, no aminoró el paso ni un ápice, sino que se dirigió a grandes zancadas hacia la caravana mientras Estabrook se veía obligado a girar para enfrentarse al albino. Esa era la peor de sus pesadillas: tener que enfrentarse con unos tipos tiñosos y llenos de marcas de viruela como aquellos, que no tenían nada que perder si lo destripaban allí mismo. Mientras Rastas lo sujetaba con fuerza, otro hombre con brillantes incisivos de oro dio un paso adelante y abrió el abrigo de Estabrook para después vaciar sus bolsillos con la rapidez de un ilusionista. Aquello no era una simple cuestión de profesionalidad. Querían terminar sus asuntos antes de que los detuvieran.

Mientras la mano del carterista sacaba el billetero de su víctima, una voz llegó desde la caravana que había a las espaldas de Estabrook:

—Deja en paz al señor. Es real.

Fuera lo que fuese lo que significaba aquello último, la orden se obedeció de inmediato, pero el ladrón ya se había metido la cartera de Estabrook a toda prisa en el bolsillo y se había apartado con las manos en alto para demostrar que estaban vacías. Tampoco parecía muy acertado tratar de recuperar el billetero, a pesar de que quien había hablado (Pai, presumiblemente) acababa de extender su protección a su invitado. Estabrook se apartó de los ladrones, con los pies y el bolsillo más ligeros, pero contento de poder hacerlo.

Al girarse, vio a Chant junto a la puerta de la caravana, que estaba abierta. La mujer, el niño y el hombre que había hablado ya habían entrado.

—No le han hecho daño, ¿verdad? —preguntó Chant.

Estabrook echó un vistazo sobre el hombro para mirar a los gamberros, que se habían retirado hacia la fogata con la más que probable intención de repartir el botín a la luz del fuego.

—No —dijo—. Pero será mejor que vayas a vigilar el coche o no dejarán más que la carrocería.

—Primero me gustaría presentarle...

—Limítate a vigilar el coche —lo interrumpió Estabrook, y sintió cierta satisfacción al mandar a Chant de vuelta a la tierra de nadie que había entre aquel lugar y el perímetro de la zona—. Puedo presentarme yo mismo.

—Como quiera.

Chant se marchó y Estabrook subió los escalones de la caravana. Lo saludaron un aroma y un sonido, ambos dulces. Habían estado pelando naranjas y la fragancia se dispersaba en el ambiente del mismo modo que la nana que alguien tocaba con una guitarra. El músico, un hombre negro, estaba sentado en el extremo más alejado, en un lugar en penumbra junto a un niño que dormía. El bebé yacía al otro lado, sin dejar de emitir suaves gorgoteos en una sencilla cuna, con sus brazos regordetes levantados como si quisiera atrapar la música que flotaba en el aire con sus diminutas manos. La mujer estaba sentada a la mesa que había al otro extremo del vehículo, recogiendo las cascaras de naranja. Todo el interior estaba marcado por la misma pulcritud con la que ella realizaba su tarea, todas y cada una de las superficies estaban limpias y relucientes.

—Usted debe de ser Pai —dijo Estabrook.

—Por favor, cierre la puerta —dijo el hombre que tocaba la guitarra. Estabrook así lo hizo—. Y siéntese. ¿Theresa? ¿Hay algo para el caballero? Debe de tener frío.

La taza de porcelana con brandy que colocaron frente a él le pareció ambrosía. Se la bebió de dos tragos, y Theresa volvió a llenarla de inmediato. Bebió de nuevo con la misma rapidez, solo para que volvieran a llenarle la taza. Para cuando Pai hubo terminado de dormir a los niños con su música y se levantó para unirse a su invitado en la mesa, el licor había provocado un agradable zumbido en la cabeza de Estabrook.

En toda su vida, Estabrook solo había conocido a otros dos hombres negros. Uno era el gerente de una empresa de baldosas de Swindon; el otro, un compañero de su hermano. A ninguno de ellos había querido conocerlo mejor. Pertenecía a una época y a una clase social que, incluso a las dos de la madrugada, se alimentaba de los restos del colonialismo, y el hecho de que aquel hombre tuviese sangre negra (y suponía que otras muchas más) era otro punto en contra a tener en cuenta en lo referente al buen juicio de Chant. Y aun así, quizá por el brandy, encontraba al tipo que tenía enfrente bastante intrigante. Pai no tenía el rostro de un asesino. No poseía unos rasgos desapasionados, sino inquietantemente vulnerables; incluso (aunque Estabrook jamás habría expresado esta idea en voz alta) hermosos. Pómulos altos, labios carnosos, ojos rasgados. Su cabello, una mezcla de negro y rubio, caía al estilo italiano sobre sus hombros en anudadas y abundantes trenzas. Parecía mayor de lo que Estabrook habría esperado, dada la edad de los niños. Quizá solo tuviera treinta, pero su expresión cargaba con algún que otro exceso y el color sepia de su piel apenas ocultaba una enfermiza iridiscencia, como si hubiera un tinte mercurial en sus células. Aquello hacía que fuera difícil fijar la mirada en él, sobre todo para unos ojos ahogados en brandy, y el más mínimo movimiento de su cabeza producía sutiles olas sobre sus huesos; olas cuya espuma aportaba a su piel unos colores que Estabrook no había visto en persona alguna en toda su vida.

Theresa los dejó con el fin de que trataran sus asuntos, y se retiró para sentarse a un lado de la cuna. En parte como muestra de deferencia hacia los durmientes, y en parte debido a su reparo a decir en alto lo que tenía en mente, Estabrook comenzó a hablar entre susurros.

—¿Le ha dicho Chant por qué estoy aquí?

—Por supuesto —dijo Pai—. Quiere que alguien muera. —Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo delantero de su camisa vaquera y le ofreció uno a Estabrook, que declinó la oferta con un gesto de la cabeza—. Esa es la razón por la que está aquí, ¿no?

—Sí —replicó Estabrook—. Pero...

Me mira y piensa que no soy el adecuado para hacerlo —lo interrumpió Pai. Se llevó el cigarrillo a los labios—. Sea honesto.

—No es usted exactamente como me lo imaginaba —contestó Estabrook.

—Bien, eso es bueno — dijo Pai mientras encendía el cigarrillo—. Si hubiera sido lo que usted imaginaba, parecería un asesino y usted diría que resultaba demasiado obvio.

—Tal vez.

—Si no quiere contratarme, no pasa nada. Estoy seguro de que Chant puede encontrarle a otra persona. Si quiere contratarme, entonces será mejor que me diga qué es lo que necesita.

Estabrook observó cómo el humo se elevaba hasta los ojos grises del asesino y, antes de que pudiera evitarlo, estaba contándole su historia; las reglas que había trazado para aquel encuentro quedaron olvidadas. En lugar de interrogar al hombre con todo detalle, de ocultar su propia biografía para que el otro tuviese los menos datos posibles sobre su persona, vomitó su tragedia con todos y cada uno de los poco halagüeños detalles. En varias ocasiones estuvo a punto de detenerse, pero se sentía tan bien librándose de esa carga que dejó que su lengua desafiara su buen juicio. El otro hombre no interrumpió su letanía ni una vez, y Estabrook recordó que había alguien más vivo en el mundo esa noche, aparte de él mismo y su confesor, solo cuando unos golpes en la puerta, que anunciaban el regreso de Chant, detuvieron el flujo de sus palabras. Y, para entonces, el cuento había terminado.

Pai abrió la puerta, pero no dejó entrar a Chant.

—Caminaremos hasta el coche cuando hayamos terminado —le dijo al conductor—. No tardaremos mucho. —A continuación, cerró la puerta y regresó a la mesa—. ¿Quiere otro trago? —preguntó.

Estabrook declinó la oferta, pero aceptó un cigarrillo y continuaron con la charla; Pai le hizo preguntas detalladas sobre el paradero y los movimientos de Judith, y Estabrook le proporcionó las respuestas en tono monocorde. A la postre, el tema del pago. Diez mil libras, a pagar en dos veces: la primera mitad, al aceptar el encargo; la segunda, después de haberlo llevado a cabo.

—Chant tiene el dinero —dijo Estabrook.

—¿Nos ponemos en marcha, entonces?

Antes de salir de la caravana, Estabrook echó un vistazo a la cuna.

—Tiene unos hijos preciosos —dijo mientras salían al frío de la noche.

—No son míos —replicó Pai—. Su padre murió hará un año estas Navidades.

—Una tragedia —dijo Estabrook.

—Fue rápido —añadió Pai, que miró de reojo a Estabrook y confirmó con la mirada la sospecha de que él era quien había convertido a los niños en huérfanos—. ¿Está seguro de que quiere que la mujer acabe muerta? —dijo Pai—. Las dudas son malas en negocios como este. Si existe la más mínima duda en su interior...

—No hay ninguna —señaló Estabrook—. Vine aquí para encontrar a un hombre que matara a mi esposa. Usted es ese hombre.

—Aún la ama, ¿verdad? —preguntó Pai una vez que estuvieron fuera y de camino al coche.

—Por supuesto que la amo —confirmó Estabrook—. Por eso la quiero muerta.

—No existe la resurrección, señor Estabrook. Al menos, no para usted.

—No soy yo quien va a morir —respondió Charlie.

—Yo creo que sí —fue la respuesta. Estaban junto a la fogata, ahora desocupada—. Un hombre que mata aquello que ama muere también un poco. De eso no hay duda, ¿verdad?

—Si muero, pues muero —contestó Estabrook—. Siempre que ella lo haga primero. Me gustaría que fuera lo más rápido posible.

—Ha dicho que ella está en Nueva York. ¿Quiere que la siga hasta allí?

—¿Conoce la ciudad?

—Sí.

—Entonces hágalo allí y que sea rápido. Me encargaré de que Chant le proporcione dinero extra para pagar el vuelo. Y eso es todo. No volveremos a vernos de nuevo.

Chant aguardaba en el perímetro del campamento y sacó el sobre que contenía el dinero del bolsillo interior de su chaqueta. Pai lo aceptó sin preguntar ni dar las gracias, le dio la mano a Estabrook y dejó que los intrusos regresaran a la seguridad de su vehículo. Mientras se sentaba en el cómodo asiento de cuero, Estabrook se dio cuenta de que la mano que había estrechado la de Pai estaba temblando. Entrelazó los dedos con los de la otra mano con tanta fuerza que se le pusieron los nudillos blancos, y así los dejó durante el resto del viaje de vuelta a casa.

Capítulo 2

Hazlo por las mujeres del mundo, rezaba la nota que sujetaba John Furia Zacharias. Rebánate esa embustera garganta.

Además de la nota, Vanessa y su cohorte (tenía dos hermanos que habían sido, con toda seguridad, los que la ayudaron a vaciar la casa) habían dejado sobre las tablas de madera del suelo un pulcro montón de cristales rotos, por si acaso se sentía lo bastante conmovido por su súplica como para acabar con su vida allí mismo. Contempló la nota en una especie de estupor; la leyó una y otra vez, buscando —en vano, por supuesto— un poco de consuelo. El papel estaba ligeramente arrugado bajo el garabato de su firma. ¿Habrían caído sus lágrimas allí mientras escribía su despedida?, se preguntaba. Un pequeño consuelo si ese fuera el caso, aunque más pequeña aún era la posibilidad de que así hubiera sucedido. Vanessa no era de las que lloraban. Y tampoco podía imaginarse que una mujer con sentimientos tan poco contradictorios lo despojara de sus posesiones de un modo tan exhaustivo. A decir verdad, ni la casa de Mews ni una sola pata de los muebles que contenía le pertenecían según la ley, pero habían elegido muchos de los objetos juntos: ella se valía de su ojo de artista y él del dinero de ella para comprar cualquier cosa que lo impresionara. Y ya no quedaba nada, ni una sola alfombra persa ni la más mínima lámpara art déco. El hogar que habían construido juntos y del que habían disfrutado durante un año y dos meses estaba totalmente desnudo. Y, de hecho, así estaba él también: desnudo hasta la médula de los huesos. No tenía nada.

No es que fuese catastrófico. Vanessa no había sido la primera mujer en ocuparse de sus preferencias por las camisas hechas a medida y los chalecos de seda..., y no sería la última. Aunque sí había sido la primera, la única que recordaba (ya que para Cortés el pasado tenía la costumbre de evaporarse una vez que pasaban, más o menos, diez años) que había conspirado para quitarle absolutamente todo en tan solo medio día. Había cometido un error evidente. Esa mañana se había despertado junto a Vanessa con una erección de la que ella había querido disfrutar y él, estúpidamente, la había rechazado pensando en la cita que tenía con Marline esa misma tarde. Cómo había descubierto Vanessa dónde descargaba sus pelotas era mera especulación. Lo había hecho y punto. Él había salido de casa a mediodía con la convicción de que la mujer que dejaba atrás lo adoraba, y había vuelto, cinco horas más tarde, para encontrarse la casa tal y como la veía entonces. Era capaz de ponerse sentimental en los momentos más inesperados. Como le sucedía en aquel instante, por ejemplo, mientras vagaba por las habitaciones vacías recogiendo los objetos que ella se había visto obligada a dejarle: su agenda, la ropa que se había comprado con su propio dinero en lugar de usar el de ella, sus gafas de repuesto, sus cigarrillos. No había amado a Vanessa, pero había disfrutado de los catorce meses que habían pasado juntos en ese lugar. Ella había dejado varios desechos más en el suelo del comedor, recuerdos de esa época: un manojo de llaves que jamás habían utilizado puesto que no sabían qué puertas abrían; el manual de instrucciones de una licuadora que él mismo había quemado haciendo margaritas; un envase de plástico de aceite para masajes... En definitiva, una colección patética; pero no era tan iluso como para creer que su relación había sido mucho más que la suma de todas esas partes. La pregunta era —ahora que todo había acabado—: ¿adónde iba a ir y qué podía hacer? Marline era una mujer casada de mediana edad; su marido era un banquero que pasaba tres días a la semana en Luxemburgo, lo que le dejaba tiempo para flirtear. Profesaba a Cortés un amor intermitente, pero no lo bastante profundo como para hacerle pensar que podría arrebatársela a su marido en el caso de que lo deseara, cosa que, por otra parte, no estaba en absoluto convencido de querer hacer. La había conocido ocho meses atrás (de hecho, la había conocido en una cena que celebraba William, el hermano mayor de Vanessa) y habían discutido en una sola ocasión, si bien había sido un intercambio muy esclarecedor. Ella lo había acusado de pasarse la vida mirando a otras mujeres; mirando, mirando como si estuviese a la busca de la siguiente conquista. Tal vez por el hecho de que no la quería demasiado, le había respondido con honestidad al decirle que estaba en lo cierto. Era un estúpido en lo referente a las mujeres. Se sentía enfermo en su ausencia y su compañía era como estar en el paraíso: un enamorado del amor. Ella le había contestado que, a pesar de que su obsesión parecía ser más saludable que la de su marido, que no era otra que el dinero y el modo de manipularlo, su comportamiento no dejaba de ser neurótico. ¿A qué se debía esa eterna persecución?, le había preguntado. Él le había contestado con alguna tontería acerca de la búsqueda de la mujer ideal, pero conocía la verdad, incluso mientras le soltaba todas esas gilipolleces, y la verdad era amarga. De hecho, demasiado amarga para expresarla con palabras. En resumen, la verdad era algo así: su vida no tenía sentido, estaba vacío y se sentía invisible a menos que una o más mujeres lo mimaran. Sí, sabía que tenía un rostro elegante, con una frente amplia, una mirada evocadora y unos labios tan bien moldeados que hasta una mueca de desprecio les sentaba bien; el problema era que necesitaba un espejo viviente que se lo recordara. Más aún, vivía con la esperanza de que uno de esos espejos encontrara algo detrás de su aspecto físico que solo otro par de ojos podría descubrir: una faceta oculta de su personalidad que lo liberara de Cortés.

Como era su costumbre cada vez que se sentía abandonado, fue a ver a Chester Klein, mecenas de las artes en distintos aspectos; un hombre que afirmaba que, gracias a los malditos abogados, había sido excluido de más biografías que cualquier otro desde Byron. Vivía en Notting Hill Gate, en una casa que había adquirido por una ridícula cantidad de dinero a finales de los cincuenta y que ahora rara vez abandonaba, afectado como estaba por la agorafobia o, como él prefería llamarlo, «por un miedo de lo más racional hacia cualquier persona a la que no pueda chantajear».

Se las arreglaba para prosperar desde su pequeño ducado, ocupado como estaba en un negocio que requería de unos cuantos contactos bien elegidos, de un olfato muy agudo para los cambios de tendencia en el mercado y de cierta habilidad a la hora de camuflar la satisfacción que le provocaban los logros conseguidos. En resumen, se dedicaba a las falsificaciones y andaba bastante escaso en lo que al último requerimiento se refería. Entre el pequeño círculo de sus amistades íntimas no faltaban quienes afirmaban que esa sería la causa de su caída, pero tanto estos como sus antecesores llevaban vaticinando lo mismo desde hacía tres décadas y Klein había prosperado más que cualquiera de ellos. Las celebridades a las que había entretenido a lo largo de los años —bailarines disidentes, espías menores, debutantes fanáticas, estrellas del rock con tendencias mesiánicas, obispos que hacían ídolos de los repartidores jovencitos— habían tenido su momento de gloria y después habían desaparecido. Pero Klein seguía en el candelero. Y, cuando en alguna que otra ocasión, su nombre aparecía mezclado en algún escándalo en el periódico o en una biografía autorizada, su imagen no era otra que la del santo patrón de las almas descarriadas.

Lo que lo llevaba allí no solo era la seguridad de que, al ser una de esas almas, Cortés sería bien recibido en la residencia de Klein. Jamás había sabido de una época en la que Klein no hubiera necesitado dinero para un chanchullo u otro, y eso significaba que siempre andaba escaso de pintores. En la casa de Ladbroke Grove, podía encontrarse más que simple comodidad: también había trabajo. Habían pasado once meses desde que hablara o viera a Chester por última vez, pero fue recibido con la misma efusividad de siempre antes de hacerlo pasar.

—¡Rápido! ¡Rápido! —exclamó Klein—. ¡Gloriana está en celo otra vez! —Se las arregló para estampar la puerta antes de que la obesa Gloriana, una de sus cinco gatas, escapara en busca de pareja—. ¡No fuiste lo bastante rápida, cariñito! —le dijo. La gata soltó un maullido a modo de queja—. La mantengo gorda para que no sea muy rápida —confesó—. Y, de ese modo, yo mismo no me siento tan gordinflón.

Se dio unas palmaditas en una barriga que había aumentado considerablemente desde la última vez que Cortés lo viese, y que estaba poniendo a prueba las costuras de la camisa que, al igual que el dueño, era muy florida y había conocido tiempos mejores. El hombre aún llevaba el pelo recogido en una cola de caballo, con lazo y todo, y una cruz egipcia de la vida colgada del cuello mediante una cadena; pero bajo esa apariencia de niño hippie abandonado, era tan codicioso como una urraca. Hasta el vestíbulo en el que se abrazaban estaba saturado de objetos de colección: un perro tallado en madera, rosas de plástico en cantidades psicodélicas y calaveras de azúcar dispuestas en platos.

—¡Dios mío!, estás helado —le dijo a Cortés—. Y tienes un aspecto espantoso. ¿Quién te ha estado machacando?

—Nadie.

—Tienes ojeras.

—Es el cansancio, nada más.

Cortés se quitó el grueso abrigo y lo dejó en la silla situada junto a la puerta, consciente de que cuando regresara estaría calentito y lleno de pelos de gato. Klein ya estaba en el salón, sirviendo unas copas de vino. Siempre tinto.

—Espero que no te moleste la televisión —dijo—. Últimamente nunca la apago. El truco consiste en no subir el volumen. Es mucho más entretenido verla sin escucharla.

Aquella era una costumbre nueva, y bastante desconcertante. Cortés aceptó el vino y se sentó en un extremo del deformado sofá, donde era más fácil ignorar la atracción de la pantalla. Incluso allí, se sentía tentado.

—Bueno, Espurio mío —le dijo Klein—, ¿a qué desastre debo el honor de tu visita?

—No es un desastre, en realidad. Es solo que he pasado una mala racha. Necesito un poco de compañía que me alegre.

—Déjalas, Cortés —dijo Klein.

—¿Que deje qué?

—Ya sabes a qué me refiero. Al bello sexo. Déjalas. Yo lo he hecho y no veas qué alivio. Todas esas seducciones desesperadas... Todo ese tiempo malgastado pensando en la muerte para evitar correrte demasiado pronto... Te lo aseguro, parece que me haya quitado un peso de encima.

—¿Cuántos años tienes?

—La puta edad no tiene nada que ver. Dejé a las mujeres porque me estaban rompiendo el corazón.

—¿De qué corazón me estás hablando?

—Yo podría preguntarte lo mismo. Sí, tú gimoteas y te retuerces las manos y luego vas y vuelves a cometer los mismos errores. Es aburrido. Ellas son aburridas.

—Pues entonces, sálvame.

—¡Vaya! Ya llegamos al meollo de la cuestión.

—No tengo dinero.

—Ni yo.

—Pues consigamos algo juntos y así no tendré que volver a ser un hombre mantenido. Voy a regresar al estudio otra vez, Klein. Pintaré lo que necesites.

—El Espurio ha hablado.

—Ojalá dejaras de llamarme así.

—Es lo que eres. No has cambiado nada en ocho años. El mundo envejece pero el Espurio sigue siendo igual de perfecto, Y por cierto...

—Dame trabajo.

—No me interrumpas cuanto estoy cotilleando. Y por cierto, vi a Clem hace dos domingos. Me preguntó por ti. Está gordísimo. Y su vida sentimental es casi tan desastrosa como la tuya. Taylor es seropositivo. Te lo repito, Cortés, el celibato es lo mejor.

Bueno, pues dame trabajo.

—No es así de fácil. El mercado está muy flojo en este momento. Y, bueno, voy a decírtelo sin tapujos: tengo un nuevo niño prodigio. —Se puso en pie—. Déjame que te lo enseñe. —Condujo a Cortés a través de la casa en dirección al estudio—. El tío tiene veintidós años y te juro que, si tuviera algo de seso en la cabeza, sería un pintor excelente. Pero es como tú: tiene talento pero nada que decir.

—Gracias —respondió Cortés con acritud.

—Sabes que no digo más que la pura verdad.

Klein encendió la luz. Había tres lienzos en la habitación, todos sin marco. En uno se veía a una mujer desnuda al estilo de Modigliani. A su lado, un pequeño paisaje del estilo de Corot. Pero el tercero, el más grande de los tres, era el más brillante de todos. Una escena bucólica en la que aparecían un grupo de pastores ataviados al modo tradicional que contemplaban, sobrecogidos, el tronco de un árbol en el que había aparecido un rostro humano.

—¿Lo distinguirías de un Poussin auténtico?

—¿Está húmedo todavía? —preguntó Cortés.

—Qué ingenioso.

Cortés se acercó para examinar la pintura con más detenimiento. Pertenecía a un periodo que no conocía muy bien, pero del que sabía lo suficiente como para que el trabajo lo impresionara. El lienzo era de entramado muy fino y la pintura se extendía sobre él en unas cuidadosas y uniformes pinceladas; los tonos se habían ensalzado, al parecer, mediante veladuras.

—Minucioso, ¿verdad?

—Hasta el punto de resultar mecánico.

—Vaya, vaya, la envidia nos corroe...

—Lo digo en serio. Es demasiado perfecto para expresarlo con palabras. Si sacas esto al mercado se descubrirá el pastel. Ahora bien, el Modigliani es otra cuestión...

—No fue más que un ejercicio de técnica —explicó Klein—. No puedo vender eso. El tipo solo ha pintado una docena de cuadros. Mi apuesta es el Poussin.

—No lo hagas. Acabarán pillándote. ¿Te importa si bebo otra copa?

Cortés atravesó la casa de vuelta hacia el salón, seguido de un Klein que no dejaba de murmurar para sí mismo.

—Tienes buen ojo —dijo—. Pero eres muy informal. En cuanto encuentres a otra mujer, te irás detrás de ella.

—Esta vez no.

—Y yo no bromeaba con lo del mercado. No hay lugar para tonterías.

—¿Alguna vez has tenido problemas con uno de mis cuadros?

Klein meditó un instante.

—No —admitió.

—Tengo un Gauguin en Nueva York. Y aquellos bocetos de Fuseli que hice...

—Berlín. Sí, has hecho tu pequeña contribución.

—Nadie lo sabrá nunca, por supuesto.

—Lo harán. Dentro de cien años, tus Fuselis adquirirán el aspecto de un cuadro de un siglo y no el de la edad que deberían tener. La gente comenzará a investigar y tú, mi querido Espurio, serás descubierto. Y lo mismo sucederá con Kenny Soames y Gideon: todos mis falsificadores.

—Y tu nombre será difamado por habernos corrompido. Y, de ese modo, el siglo XX perderá toda su originalidad.

—A la mierda con la originalidad. Es un artículo sobrevalorado y tú lo sabes. Puedes ser un visionario pintando vírgenes.

—Pues eso haré, entonces. Vírgenes de cualquier estilo. Me entregaré al celibato y pintaré madonas todo el día. Con niño. Sin niño. Llorando. Felices. Me dejaré las pelotas, Kleiny, lo cual no tendrá la más mínima importancia, ya que no voy a necesitarlas.

—Olvida a las vírgenes. Están pasadas de moda.

—Están olvidadas.

—La decadencia es lo que mejor se te da.

—Lo que quieras. Dilo.

—Pero no se te ocurra joderme. Si encuentro un cliente y le prometo algo, serás tú quien tenga que encargarse de llevarlo a cabo.

—Esta noche vuelvo al estudio. Es un nuevo comienzo. Solo te pido un favor.

—¿Cuál?

—Quema el Poussin.

Había visitado el estudio de vez en cuando mientras estaba con Vanessa (incluso había quedado allí con Marline en dos ocasiones en las que su marido había cancelado un par de viajes a Luxemburgo y ella se había sentido demasiado ardorosa como para perderse una cita), pero lo había encontrado falto de encanto y de alegría, por lo que había regresado de buena gana a la casa de Wimpole Mews. No obstante, en esos momentos la austeridad del lugar le resultaba acogedora. Encendió la estufa eléctrica, se preparó una taza de café descafeinado con leche en polvo y, bajo la influencia de esos tres sucedáneos, meditó acerca del engaño.

Los últimos seis años de su vida, desde Judith, de hecho, habían sido una serie de engaños. No es que el hecho fuera desastroso en sí mismo —después de esa noche, su medio de vida consistiría nuevamente en eso—; pero si bien la pintura tenía un fin tangible (dos, si se tenía en cuenta la recompensa), la persecución y la seducción siempre lo dejaban desnudo y con las manos vacías. Esa noche le pondría fin. Hizo un juramento y brindó con el espantoso café por el Dios de los Falsificadores, quienquiera que fuera, por llegar a ser un éxito. Si el engaño era su fuerte, ¿por qué desaprovechar su talento con maridos y amantes? Lo canalizaría hacia un fin más profundo: crear obras de arte bajo el nombre de otro. El tiempo lo valoraría del modo en que Klein había pronosticado: descubriría sus innumerables trabajos y lo mostraría, a la postre, como el visionario en que estaba a punto de convertirse. Y si no lo hacía (si Klein estaba equivocado y su trabajo permanecía oculto para toda la eternidad), esa sería la visión más certera. Invisible, sería visto; desconocido, sería influyente. Era suficiente como para hacer que olvidara a las mujeres por completo. Al menos, por esa noche.

Capítulo 3

Al atardecer, las nubes que cubrían Manhattan y que habían amenazado con nieve durante todo el día se dispersaron para revelar un cielo prístino de un color tan ambiguo que bien podría haber alentado un debate filosófico acerca de la naturaleza del azul. Cargada como estaba con las compras del día, Jude eligió caminar de vuelta al apartamento de Marlin, en el cruce de Park Avenue con la 80. Le dolían los brazos, pero la caminata le proporcionaría el tiempo necesario para darle vueltas en la cabeza al extraordinario encuentro que había tenido lugar ese día, y así decidir si quería contárselo a Marlin o no. Por desgracia, el hombre tenía la mente de un abogado: fría y analítica en el mejor de los casos; reduccionista en el peor. Judith se conocía lo bastante bien como para saber que si él cuestionaba su historia desde la última de estas perspectivas, perdería los estribos casi con total seguridad; llegados a ese punto, el ambiente que reinaba entre ellos, y que hasta ese entonces había sido (con la excepción de sus proposiciones) tan cómodo y poco exigente, se iría al traste. Era mejor meditar bien lo que pensaba en realidad acerca de lo sucedido hacía apenas dos horas antes de compartirlo con Marlin. Después, él podría diseccionarlos cuanto le diera la gana.

Ya en aquel momento, después de repasar el encuentro unas cuantas veces, el asunto se estaba transformando en algo ambiguo, como el azul del cielo sobre su cabeza. A pesar de todo, se aferró con fuerza a los hechos de la cuestión. Había acudido al departamento de ropa de caballero de Bloomingdale's en busca de un suéter para Marlin. Estaba atestado, y no había nada a la vista que le pareciera adecuado. Había empezado a recoger las bolsas de la compra que tenía a los pies cuando pudo ver de reojo un rostro que conocía y que la miraba fijamente a través de la masa itinerante de gente. ¿Durante cuánto tiempo había visto ese rostro? ¿Un segundo? ¿Dos a lo sumo? Lo bastante para que le diera un vuelco el corazón y se ruborizara; lo bastante para quedarse con la boca abierta y susurrar la palabra «Cortés». En aquel instante aumentó el tráfico de personas entre ellos y el hombre desapareció. Tras ubicar el lugar donde él había estado, Jude se agachó para recoger las bolsas y lo siguió, sin dudar ni un instante que fuera él.

La multitud dificultaba su avance, pero pronto volvió a atisbarlo, de camino hacia la puerta. En aquella ocasión gritó su nombre, sin importarle una mierda quedar como una estúpida, y se lanzó en picado tras él. En pleno vuelo era todo un espectáculo; la multitud se abrió a su paso y, para cuando alcanzó la puerta, él estaba a escasos metros de distancia. La Tercera Avenida estaba tan abarrotada como los grandes almacenes, pero allí estaba él, a punto de cruzar la calle. Las luces del semáforo cambiaron cuando Jude llegó al bordillo de la acera. Lo siguió de todas formas, desafiando al tráfico. Cuando gritó de nuevo, un transeúnte, que posiblemente llevara las mismas prisas que ella, lo zarandeó, y el golpe hizo que él se girara, permitiendo así que Jude pudiera echarle otro vistazo. Podría haber soltado una carcajada ante lo absurdo de su error si este no la hubiera preocupado tanto. Una de dos: o estaba perdiendo la cabeza o había seguido al hombre equivocado. De cualquier forma, aquel hombre negro, con el pelo rizado que le caía hasta los hombros, no era Cortés. Mientras dudaba por un momento si seguir mirando o abandonar la caza en ese mismo instante, sus ojos se posaron en el rostro del desconocido; por un segundo, o incluso menos, sus rasgos se volvieron borrosos y, como el ala que una vez el sol fundió al llegar a la estratosfera, vio a Cortés: el pelo apartado de la frente alta y sus anhelantes ojos grises; su boca (que no supo cuánto había añorado hasta ese mismo momento) estaba a punto de esbozar una sonrisa. Pero esta nunca llegó. El ala cayó; el desconocido se dio la vuelta; Cortés se había desvanecido. Jude se quedó de pie entre la multitud un rato, mientras él desaparecía en el centro de la ciudad. Acto seguido, cuando recuperó la compostura, dio la espalda al misterio y caminó de vuelta a casa.

Claro que el asunto no se le había ido de la cabeza. Era una mujer que confiaba en sus sentidos, y descubrir que eran tan engañosos la ponía nerviosa. Sin embargo, más humillante todavía era preguntarse por qué, de entre todos los que había en el catálogo de su memoria, tenía que haber sido ese rostro en particular el que eligiera ver en la cara de un completo desconocido. El Espurio de Klein estaba fuera de su vida, y ella fuera de la de él. Habían pasado seis años desde que cruzara el puente de su relación, y el río que fluía entre ellos era como un torrente. Su matrimonio con Estabrook había comenzado y finalizado a lo largo de ese río, y junto a él, una buena cantidad de dolor. Cortés estaba todavía en la otra orilla, como parte de su historia: irrecuperable. Así que, ¿por qué lo había conjurado en aquel momento?

Cuando estuvo a una manzana de distancia del edificio de Marlin, recordó algo que había desterrado de su memoria durante ese intervalo de seis años. Había sido una visión de Cortés, no muy distinta de la que acababa de tener, la que la impulsara a la relación casi suicida que había mantenido con él. Lo había conocido en una de las fiestas de Klein, un encuentro casual, y había pensado muy poco en él después de aquello. Tres noches más tarde había regresado el sueño erótico que la acosaba con regularidad. El escenario era el mismo de siempre. Estaba tumbada desnuda sobre el suelo de madera de una habitación vacía; no estaba atada pero sí sujeta de alguna forma, y un hombre, cuyo rostro jamás podía ver y con una boca tan dulce que resultaba como un caramelo al besarlo, le hacía el amor de forma violenta. Salvo que en aquella ocasión, el fuego que ardía tras la rejilla de la chimenea que había cerca le mostró el rostro de su amante de ensueño, y era el rostro de Cortés. Después de tantos años de no saber quién era ese hombre, el asombro la despertó; pero sufrió tal sensación de pérdida ante ese coito interrumpido que no pudo dormirse de nuevo debido al deseo. Al día siguiente descubrió su paradero gracias a Klein, que le advirtió de forma inequívoca acerca de que John Zacharias era un mal asunto para los corazones tiernos. Ella ignoró la advertencia y fue a verlo esa misma tarde al estudio de Edgware Road. Apenas salieron de allí durante las dos semanas siguientes, y la pasión que compartieron dejó su sueño a la altura del betún.

Solo un tiempo después, cuando ya estaba enamorada de él y era demasiado tarde para que el sentido común pusiera en orden sus sentimientos, supo algo más de Cortés. Tenía tal reputación de mujeriego que, incluso en el caso de haber sido inventada en un noventa por ciento tal y como ella pensaba, resultaba prodigiosa. Si mencionaba su nombre en cualquier círculo, por hastiado que estuviese este de los rumores, siempre había alguien que tenía un chisme sobre él. Incluso se lo conocía por una gran variedad de nombres. Algunos se referían a él como «La Furia»; otros como Zach, Zacho o señor Zee; por supuesto, otros lo llamaban Cortés, que era el nombre por el que ella lo conocía; y otros lo llamaban John el Divino. Nombres más que suficientes para media docena de vidas. No estaba tan loca por él como para no reconocer que había algo de verdad en todos aquellos rumores. Tampoco es que él hiciera mucho por acallarlos. Le gustaba el tinte de leyenda que había a su alrededor. Afirmaba, por ejemplo, que no sabía la edad que tenía. Al igual que ella misma, se aferraba muy poco al pasado. Y admitía con franqueza que estaba obsesionado con el sexo femenino. Algunas de las cosas que escuchó hacían referencia a su actitud como asaltacunas; otras, a su afición por las ancianas... Por lo visto, no sentía predilección por ningún tipo.

De modo que así era su Cortés: un hombre conocido por los porteros de todos los clubes de lujo y de todos los hoteles de la ciudad; un hombre que, después de diez años de vivir a lo grande, había sobrevivido a los estragos de todo tipo de excesos; que aún estaba lúcido, aún guapo y aún vivo. Y ese mismo hombre, ese Cortés, le dijo que estaba enamorado de ella y concatenó esas palabras de modo tan perfecto que Jude hizo caso omiso de todo lo que no fuera lo que él decía.

Podría haber seguido escuchando para siempre de no haber sido por su propia furia, que era la leyenda que ella misma arrastraba. Un ente volátil, pronto a fermentar en su interior sin que ni ella misma se diera cuenta. Eso era lo que había ocurrido con Cortés. Después de seis meses de relación, cuando aún disfrutaba de su afecto, había comenzado a preguntarse cómo era posible que un hombre cuya historia contenía una infidelidad tras otra hubiera enderezado su camino; y ese pensamiento la condujo a la posibilidad de que quizá no lo hubiera hecho. En realidad, no tenía motivos para sospechar de él. En algunos sentidos, su devoción rayaba en la obsesión, como si viera en Jude a una mujer que ella misma desconocía, una antigua alma gemela. Comenzó a creer que era distinta a cualquier otra mujer que él hubiera conocido y que el amor había cambiado su vida. ¿Cómo había sido posible que, mientras se unían de una forma tan íntima, no se hubiera dado cuenta de que la engañaba? No cabía duda alguna de que debería haber notado a la otra mujer. Debería haberla saboreado en su lengua, haberla olido en su piel. Y si no allí, en las sutilezas de sus intercambios. En cambio, lo había subestimado. Cuando, por mera casualidad, descubrió que no solo estaba con otra mujer, sino que eran dos en realidad, estuvo a punto de volverse loca. Comenzó por destrozar las cosas del estudio, a rasgar sus lienzos (estuvieran pintados o no), y después salió en busca del traidor y lo atacó de tal forma que lo obligó, literalmente, a postrarse de rodillas por miedo a perder las pelotas.

La furia no la abandonó durante toda una semana, tras la cual guardó un silencio absoluto durante tres días: un silencio roto por un dolor como nunca había experimentado. Si no hubiera sido por su encuentro casual con Estabrook, que supo ver a la mujer que llevaba dentro a pesar de su conducta derrocada y perturbada, bien podría haberse quitado la vida.

Y esa es la historia de Judith y Cortés; una muerte carente de tragedia y un matrimonio sin sainete.

Descubrió que Marlin ya estaba en casa, e inusualmente nervioso.

—¿Dónde has estado? —quiso saber él—. Son las seis y treinta y nueve.

Se dio cuenta al instante de que aquel no era el momento apropiado para contarle lo que la visita a Bloomingdale's había supuesto para su paz mental. Y, por tanto, mintió:

—No pude coger un taxi. Tuve que venir andando.

—Si te vuelve a pasar, llámame y punto. Ordenaré que una de nuestras limusinas vaya a recogerte. No quiero que andes por las calles. No es seguro. De cualquier forma, llegamos tarde. Tendremos que cenar antes de la actuación.

—¿Qué actuación?

—El espectáculo del Village sobre el que Troy estuvo cotorreando anoche, ¿no lo recuerdas? ¿La Neo-Natividad? Dijo que era lo mejor desde Belén.

—No hay entradas.

—Tengo mis contactos. —Estaba resplandeciente.

—¿Vamos a ir esta noche?

—No si no mueves el culo.

—Marlin, algunas veces eres encantador —dijo, soltando las bolsas en el suelo antes de salir corriendo para cambiarse.

—¿Y qué soy el resto de las veces? —gritó a sus espaldas—. ¿Sexy? ¿Irresistible? ¿Perfecto para echar un polvo?

Si de verdad había reservado las entradas como un modo de llevársela a la cama, se vio obligado a sufrir por su lujuria. Ocultó su aburrimiento durante el primer acto, pero en el descanso ya estaba impaciente por reclamar su premio.

—¿De verdad tenemos que quedarnos hasta que termine? —preguntó mientras se tomaban un café en el diminuto vestíbulo—. Me refiero a que no tiene ningún misterio. El niño nace, crece y lo crucifican.

—A mí me está gustando.

—Pero no tiene ningún sentido —se quejó él con profundo desprecio. El eclecticismo del espectáculo ofendía profundamente su racionalismo—. ¿Por qué los ángeles tocaban jazz?

—¿Quién sabe lo que hacen los ángeles?

Él meneó la cabeza.

—Ni siquiera sé si es una comedia, una sátira o qué coño es —dijo—. ¿Tú sabes lo que es?

—Yo creo que es muy divertido.

—¿Así que quieres quedarte?

—Quiero quedarme.

La segunda mitad fue incluso más embrollada que la primera, y las sospechas se despertaron en Jude a medida que se daba cuenta de que la parodia y el plagio eran una pantalla de humo para ocultar el azoramiento de los creadores ante su propia sinceridad. Al final, con los ángeles de Charlie Parker sollozando sobre el tejado del establo y Papá Noel cantando una nana en el pesebre, la obra cayó en la afectación. Pero incluso aquello fue curiosamente conmovedor. El niño había nacido. La luz había llegado al mundo de nuevo, aunque fuera con el acompañamiento de unos elfos que bailaban claqué.

Cuando salieron, el viento traía aguanieve.

—Frío, frío, frío —dijo Marlin—. Será mejor que eche una meada.

Volvió dentro para ponerse a la cola de los aseos y dejó a Jude en la puerta, observando cómo los copos de nieve aguada atravesaban la luz de la farola. El teatro no era muy grande, por lo que la gran mayoría de los espectadores salió en un par de minutos, con los paraguas en alto y las cabezas agachadas, y abandonó el Village en busca de sus coches o de un lugar en el que pudieran introducir algo de alcohol en sus organismos y ejercer de críticos. La luz que había sobre la puerta principal se apagó. Un hombre del servicio de limpieza salió del teatro con una bolsa de basura de plástico negro y un cepillo, y comenzó a barrer el vestíbulo sin prestar la más mínima atención a Jude (que era, obviamente, su último ocupante) hasta que llegó a donde se encontraba, momento en que le dirigió una mirada tan venenosa que ella decidió abrir su paraguas y esperar en las oscuras escaleras. Marlin se estaba tomando su tiempo para vaciar la vejiga. Solo esperaba que no se estuviera acicalando, alisándose el pelo y refrescando su aliento, con la esperanza de llevarla a la cama.

Lo primero que percibió del ataque fue un movimiento que apreció por el rabillo del ojo: una forma borrosa que se aproximaba a ella a toda velocidad a través de los cada vez más abundantes copos de nieve. Asustada, se giró hacia el asaltante. Tuvo tiempo de reconocer el rostro de la Tercera Avenida; para entonces, el hombre ya estaba casi encima de ella.

Abrió la boca para gritar mientras se giraba para volver a entrar al teatro. El hombre de la limpieza había desaparecido. Y lo mismo había sucedido con su grito, atrapado en la garganta gracias a las manos del desconocido. Eran unas manos expertas. Hacían un daño terrible e impedían que pasara la más nimia cantidad de aire a sus pulmones. Le entró el pánico; se vino abajo; se desplomó. Él sostuvo su peso y controló sus movimientos. En medio de la desesperación, lanzó el paraguas al vestíbulo con la esperanza de que hubiese alguien fuera de la vista, en la taquilla, al que pudiera alertar del riesgo que corría. Entonces la arrastraron desde la penumbra hasta la oscuridad casi total, y se dio cuenta de que ya era casi demasiado tarde. Estaba empezando a marearse; sus pesados miembros ya no le respondían. En semejantes tinieblas, el rostro de su asaltante volvió a convertirse en un borrón con dos oscuros agujeros. Se zambulló en ellos con el deseo de tener la fuerza suficiente para apartar la mirada de ese vacío; sin embargo, a medida que él se acercaba más, un destello de luz se posó sobre la mejilla del hombre y Jude vio, o creyó ver, las lágrimas que se derramaban de sus oscuros ojos. Justo entonces la luz desapareció, no solo de su mejilla sino de todo el mundo. Y, mientras todo se desvanecía, solo podía aferrarse a la idea de que su asesino la conocía...

—¿Judith?

Alguien la abrazaba. Alguien le gritaba. No el asesino, sino Marlin. Se acomodó en sus brazos y vislumbró la imagen borrosa de su asaltante corriendo a lo largo de la acera y perseguido por otro hombre que le pisaba los talones. Volvió su mirada hacia Marlin, que le estaba preguntando si estaba bien, y de nuevo hacia la calle cuando sonó un chirrido de frenos y el fallido asesino fue derribado por un coche que pasaba a toda velocidad; el automóvil hizo unas cuantas eses, con las ruedas bloqueadas, mientras se deslizaba sobre el asfalto cubierto de nieve y arrojaba el cuerpo del hombre por encima de su capó hacia un coche aparcado. El perseguidor se hizo a un lado cuando el vehículo se montó en la acera y se estrelló contra una farola.

Jude estiró un brazo en busca de otro punto de apoyo que no fuera Marlin, y sus dedos encontraron la pared. Ignoró las advertencias de que se quedara quieta y comenzó a dar tumbos hacia el lugar en el que había caído su asesino. Alguien ayudaba al conductor a salir de su destrozado vehículo entre una retahíla de obscenidades. Apareció más gente en escena para sumarse a la creciente multitud, pero Jude ignoró sus miradas y cruzó la calle, con Marlin a su lado. Estaba decidida a llegar hasta el cuerpo antes que cualquier otro. Quería verlo antes de que lo tocaran; quería ver sus ojos abiertos y grabar su expresión moribunda; conocerlo, por el bien de su memoria.

Lo primero que descubrió fue la sangre, rociada sobre el barro grisáceo del suelo y, a continuación, un poco más allá, al propio asesino, reducido a una masa informe sobre la cuneta. Sin embargo, cuando se encontraba a pocos metros de él, un estremecimiento sacudió la columna vertebral del cadáver y lo hizo girar, de modo que su rostro dio la bienvenida a los copos que caían. Acto seguido, por imposible que pareciera dado el golpe que había recibido, la silueta comenzó a ponerse en pie. Jude vio que el hombre estaba cubierto de sangre, pero también se dio cuenta de que estaba casi entero. No es humano, pensó mientras el hombre se ponía de pie; sea lo que sea, no es humano. Marlin soltó un gruñido de repugnancia a sus espaldas, y una de las mujeres que estaban en la acera gritó. La mirada del hombre se giró hacia la señora de la acera que había gritado, titubeó y regresó a Jude.

Ya no era un asesino. Como tampoco era Cortés. Si tenía una identidad propia, quizá fuera su rostro: desgarrado por las heridas y las dudas, patético, perdido. Observó que su boca se abría y se cerraba, como si tratara que decirle algo. En ese momento, Marlin hizo ademán de seguirlo y el hombre echó a correr. Que después de semejante accidente sus piernas consiguieran moverse, fuera a la velocidad que fuera, era todo un milagro, y sin embargo desapareció con una rapidez que Marlin no tenía esperanza alguna de igualar. Llevó a cabo un amago de persecución, pero se rindió en el primer cruce y regresó junto a Jude sin aliento.

—Drogas —dijo, y era obvio que estaba furioso por haber perdido su oportunidad de convertirse en un héroe—. El cabrón está drogado y no siente ningún dolor. Ya verás cuando le dé el bajón, va a caerse muerto. ¡Qué cabrón! ¿De qué te conocía?

—¿Me conocía? —respondió ella; le temblaba todo el cuerpo, y el alivio de haber escapado, sumado al terror que le producía haber estado tan cerca de perder su vida, le llenó los ojos de lágrimas.

—Te llamó Judith —dijo Marlin.

En su mente, vio cómo los labios del asesino se abrían y se cerraban, y leyó en ellos las sílabas de su nombre.

—Drogas —repetía Marlin una y otra vez, y ella no desperdició el aliento en discusiones, a pesar de que no le cabía duda de que estaba equivocado. La única droga que había en el organismo del asesino había sido la determinación, y esa no le provocaría un bajón, ni esa noche ni nunca.

Capítulo 4

1

Once días después de haber llevado a Estabrook al campamento de Streatham, Chant se dio cuenta de que pronto tendría una visita. Vivía solo y de forma anónima en un apartamento de una sola habitación en un edificio que pronto sería derrumbado, cerca de Elephant y Castle, una dirección que no le había dado a nadie, ni siquiera al hombre para el que trabajaba. Por supuesto, todo ese insignificante secretismo no evitaría que sus perseguidores dieran con él. Al contrario que el homo sapiens, una especie a la que su largamente fallecido amo Sartori tenía la costumbre de llamar «la flor del árbol de los simios», los de la raza de Chant no podían ocultarse de los agentes del olvido cerrando una puerta y bajando las persianas. Eran como balizas de señales para aquellos que les daban caza.

Los seres humanos lo tenían mucho más fácil. Las criaturas que se alimentaron de ellos en épocas anteriores eran ahora especímenes de zoológico, criados en jaulas para diversión del simio que había salido victorioso. Ellos, esos simios, no tenían la menor idea de lo cerca que estaban de acabar en un estado en el que las bestias devoradoras de la infancia de la Tierra no serían más que diminutos mosquitos. Ese estado era conocido como el «In Ovo», y más allá de él había cuatro mundos, los así denominados «Dominios reconciliados». Esos reinos estaban llenos de maravillas: individuos bendecidos con atributos que, de haber estado en aquel Quinto Dominio, los habrían convertido en santos, en mártires de la hoguera o en ambas cosas; cultos que poseían secretos capaces de destronar en un instante tanto los dogmas de fe como las leyes físicas; una belleza que dejaría ciego al sol y obligaría a la luna a soñar con la fertilidad. Todo esto estaba separado de la Tierra (el irreconciliable Quinto Dominio) por el abismo del In Ovo.

Por supuesto, no era una distancia insalvable. Sin embargo, el poder para cruzarla (al que por lo general llamaban «magia» llenos de desprecio) había menguado en el Quinto desde que Chant llegara allí por primera vez. Había visto cómo los muros de la razón se alzaban contra él, ladrillo a ladrillo. Había visto cómo sus practicantes eran atrapados y convertidos en objetos de escarnio; había visto cómo sus teorías se desintegraban en la decadencia y la parodia; cómo sus objetivos eran olvidados con el tiempo. El Quinto se estaba ahogando en sus propias certezas, y sin bien a él no le proporcionaba placer alguno la idea de perder la vida, no lamentaría alejarse de aquel duro y nada poético Dominio.

Fue hasta la ventana y contempló el patio desde la quinta planta en la que se encontraba. Estaba vacío. Todavía le quedaban algunos minutos para escribirle la carta a Estabrook. Volvió a su mesa y comenzó de nuevo, por novena o décima vez. Quería decirle muchísimas cosas, pero sabía que Estabrook desconocía por completo la implicación de su familia, a cuyo nombre él había renunciado, en el destino de los Dominios. Ya era demasiado tarde para ilustrarlo. Una advertencia tendría que ser suficiente. Sin embargo, ¿cómo plasmarla en palabras de modo que no parecieran los desvaríos de un chiflado? Empezó a escribir de nuevo y expuso los hechos de la forma más sencilla que pudo, aunque dudaba mucho que aquellas palabras pudieran salvar la vida de Estabrook. Si los poderes que rondaban en ese mundo aquella noche querían acabar con él, nada que no fuera la intervención del Propio Invisible, Hapexamendios, el Todopoderoso Ocupante del Primer Dominio, lo salvaría.

Una vez terminada la nota, se la metió en el bolsillo y se dispuso a salir a la oscuridad de la calle. Justo a tiempo. En el gélido silencio, pudo escuchar el sonido de un motor demasiado silencioso para pertenecer a cualquiera de los vecinos y, al asomarse por encima del antepecho, vio a unos hombres que salían del coche más abajo. No había la menor duda de que eran sus visitantes. Los únicos vehículos tan brillantes que había visto por allí eran los coches fúnebres. Se maldijo. El cansancio lo había vuelto perezoso y había dejado que sus enemigos se acercaran peligrosamente. Bajó agachado las escaleras traseras (contento, por una vez, de que hubiera tan pocas luces en los descansillos) mientras sus visitantes caminaban a grandes pasos hacia la entrada. Los sonidos de la vida llegaban desde los apartamentos que dejaba atrás: villancicos en la radio; discusiones; la risa de un bebé que más tarde se transformó en llanto, como si presintiera que se acercaba el peligro... Chant no conocía a ninguno de sus vecinos, salvo como elusivos rostros entrevistos a través de las ventanas, y ahora, aunque ya era demasiado tarde para eso, se arrepentía de ello.

Llegó ileso a la planta baja y, una vez descartada la idea de recoger su coche del patio, se encaminó a la calle que soportaba más tráfico a esa hora de la noche: Kennington Park Road. Si tenía suerte, allí podría encontrar un taxi, aunque a esa hora de la noche no pasaban con mucha frecuencia. Era más difícil encontrar clientes en esa zona que en Covent Garden o en la calle Oxford, y mucho más probable que dichos clientes dieran problemas. Se permitió echar una mirada atrás y después se giró en redondo para echar a volar.

2

Aunque, por norma general, era la luz del día lo que mostraba al pintor los defectos de su obra, Cortés trabajaba mejor de noche: los instintos de un amante se trasladaban a un arte más simple. En la semana aproximadamente que había transcurrido desde que regresara a su estudio, el lugar se había convertido de nuevo en un lugar de trabajo: en el ambiente se entremezclaban el aroma penetrante de la pintura y la trementina con el de las colillas consumidas de los cigarrillos que había dejado en cada estante y plato disponible. A pesar de que había hablado con Klein a diario, todavía no había señal de un encargo, por lo que había pasado el tiempo reeducándose. Como Klein había señalado de forma tan clara, era un técnico sin una visión, y eso hacía que aquellos días de vagancia resultaran difíciles. Hasta que no tuviese un estilo que forjar, se sentiría apático, como un moderno Adán que hubiera nacido con el poder de encarnar a alguien pero que careciera de modelos. Así que se impuso un ejercicio. Pintaría un lienzo con cuatro estilos radicalmente diferentes: un Norte cubista, un Sur impresionista, un Este al estilo de Van Gogh y un Oeste al estilo de Dalí. Como modelo tomaría la Cena en Emaús, de Caravaggio. El desafío le supuso una saludable distracción, y todavía seguía con ello a las tres y media de la madrugada, cuando sonó el teléfono. La línea tenía interferencias, y la voz al otro lado sonaba dolida y nerviosa, pero era sin duda la de Judith.

—¿Eres tú, Cortés?

—Soy yo. —Se alegraba de que la línea funcionara tan mal. El sonido de su voz lo había alterado y no quería que ella se diera cuenta—. ¿Desde dónde me llamas?

—Desde Nueva York. Solo estoy de visita por unos días.

—Me alegra saber algo de ti.

—No estoy segura de por qué te estoy llamando. Lo que pasa es que hoy ha sido un día muy extraño y creí que quizá, bueno...—Se detuvo. Se rió de sí misma; tal vez estuviera un poco borracha—. No sé qué es lo que creí —añadió—. Soy una estúpida. Lo siento.

—¿Cuándo vuelves?

—Tampoco lo sé.

—¿Sería posible que nos viéramos?

—No lo creo, Cortés.

—Solo para hablar.

—La línea está cada vez peor. Siento haberte despertado.

—No me has...

—Cuídate mucho, ¿vale?

—Judith...

—Lo siento, Cortés.

La línea se quedó en silencio. Pero el ruido de las interferencias, a través del cual la había escuchado, seguía sonando, como el ruido del mar en una caracola. No era el ruido del océano, por supuesto; tan solo una ilusión. Colgó el teléfono y, con la seguridad de que ya no se dormiría, apretó el tubo para sacar un poco más de pintura con la que seguir trabajando y prosiguió con su tarea.

3

Fue el silbido que llegó desde la oscuridad a sus espaldas lo que le confirmó a Chant que su huida no había pasado desapercibida. No era un silbido que pudiera provenir de labios humanos, sino el escalofriante chirrido de un escalpelo que solo había escuchado en una ocasión anterior en el Quinto Dominio, cuando, unos doscientos años atrás, su dueño por aquel entonces, el maestro Sartori, conjuró a un secuaz desde el In Ovo que había emitido un silbido semejante. Aquel sonido había provocado lágrimas de sangre en los ojos de su invocador, lo que obligó a Sartori a liberarlo con premura. Más tarde, Chant y el maestro comentaron el suceso, por lo que ahora identificó a la criatura. Era conocida en los Dominios reconciliados como «anulador», una de las especies salvajes que rondaban las ruinas del norte del Vía Crucis. Los anuladores adoptaban muchas formas, ya que habían sido creados, según decían algunos, a partir del deseo colectivo; un hecho que, al parecer, impresionó profundamente a Sartori.

—Debo invocar a uno de nuevo —había dicho— y hablar con él.

A lo que Chant había replicado que si iban a intentar llevar a cabo semejante invocación tendrían que estar preparados, porque los anuladores eran letales y no podía domesticarlos sino un maestro de indescriptibles poderes.

El conjuro planteado jamás se llevó a cabo, ya que Sartori desapareció poco tiempo después. A lo largo de los años que habían transcurrido desde aquello, Chant se había preguntado si el maestro habría caído víctima de un anulador, tras haber tratado de convocar por sí solo a una de estas criaturas. Tal vez la criatura que ahora perseguía a Chant hubiera sido la responsable. Si bien Sartori había desaparecido doscientos años atrás, la vida de los anuladores, al igual que la de muchas especies de otros Dominios, era más larga que la del más longevo de los humanos.

Chant echó un vistazo por encima del hombro. El silbador estaba a la vista. Parecía completamente humano, vestido con un traje gris de buen corte y corbata negra, con el cuello vuelto hacia arriba para contrarrestar el frío y las manos metidas en los bolsillos. No corría, es más, casi podría decirse que se acercaba dando un paseo; su silbido confundió los pensamientos de Chant e hizo que se tambaleara. Cuando se giró, el segundo de sus perseguidores apareció sobre la acera justo delante de él y sacó la mano de uno de sus bolsillos. ¿Una pistola? No. ¿Un cuchillo? No. Algo diminuto se arrastraba sobre la palma de la mano del anulador, algo parecido a una pulga. Chant apenas había podido echarle un vistazo cuando la cosa saltó hacia su rostro. Asqueado, levantó un brazo para impedir que le entrara en los ojos o en la boca, de modo que la pulga se posó en su mano. Le dio un manotazo con la otra mano, pero ya se había introducido bajo la uña del pulgar antes de que pudiera atraparla. Levantó el brazo para ver el movimiento del insecto bajo la carne y apretó la base del dedo con la otra mano con la esperanza de detener su avance, jadeando como si lo hubieran sumergido en agua helada. El dolor estaba más allá de toda proporción con el tamaño del artrópodo, pero apretó el pulgar y contuvo los sollozos, decidido a no perder la dignidad frente a sus ejecutores. Acto seguido, fue dando tumbos desde la acera a la calle y echó un vistazo hacia las brillantes luces que había en el cruce. La seguridad que ofrecían era cuestionable, pero si las cosas empeoraban todavía más, se lanzaría debajo de un coche e impediría que los anuladores se divirtieran a costa de una muerte lenta. Empezó a correr de nuevo sin dejar de apretarse la mano. Esta vez no volvió la vista atrás. No tenía que hacerlo. El sonido de los silbidos se apagó y fue sustituido por el ronroneo del coche. Echó a correr con todas las fuerzas que le quedaban y alcanzó la calle iluminada para descubrir que estaba desierta de tráfico. Giró en dirección Norte y dejó atrás la estación de metro que se dirigía hacia Elephant y Castle. En aquel momento sí miró atrás para ver que el coche lo seguía a velocidad constante. Llevaba a tres ocupantes: los dos anuladores y un tercer individuo, que iba sentado en el asiento trasero. Entre sollozos y casi sin aliento, siguió con su carrera y (¡alabado fuera el Señor!) un taxi dobló la esquina más próxima, con la luz amarilla que indicaba que estaba disponible. Ocultó su dolor lo mejor que pudo, ya que sabía que el conductor pasaría de largo si pensaba que el posible cliente estaba herido, y se dirigió a la calle para levantar la mano y pedirle al taxista que se detuviera. Ese gesto implicaba dejar de apretar la otra mano, cosa que el insecto aprovechó de inmediato para abrirse camino hacia su muñeca. Pero el vehículo aminoró la marcha.

—¿Adónde, compañero?

Él mismo se quedó atónito con su respuesta, ya que no le dio la dirección de Estabrook, sino otra completamente distinta.

—Clerkenwell —dijo—. En la calle Gamut.

—No la conozco —replicó el taxista, y por un inquietante momento Chant pensó que iba a pasar de largo.

—Yo lo guiaré —dijo.

—Suba, entonces.

Chant así lo hizo; cerró la puerta del taxi con bastante satisfacción y apenas pudo sentarse antes de que el coche cogiera velocidad.

¿Por qué había nombrado la calle Gamut? No había nada allí que pudiera curarlo. En realidad, nada podría hacerlo. La pulga (o cualquier otra variedad de esa especie que se arrastraba dentro de él) ya había llegado al codo, y la parte del brazo que quedaba por debajo de ese dolor estaba ahora completamente insensible; tenía la piel de la mano arrugada y despellejada. Sin embargo, la casa que había en la calle Gamut fue un lugar milagroso en otro tiempo. Hombres y mujeres de gran autoridad habían paseado por ella y quizá hubieran dejado algún fantasma de sí mismos que lo calmara cuando llegara la hora de la muerte. Ninguna criatura, le había ensañado Sartori, pasaba por aquel Dominio sin dejar rastro, ni siquiera el ser más insignificante; hasta el niño que moría un instante después de abrir los ojos, o el que moría en el útero de su madre, ahogado en el líquido amniótico, incluso esos seres sin nombre dejaban sus rastros y sus consecuencias. De modo que ¿cómo no iba a dejar esa criatura poderosa que una vez habitara en la calle Gamut intensas reminiscencias?

Le latía el corazón a toda máquina y todo el cuerpo le temblaba a causa del miedo. Temía perder pronto el control de sus funciones, así que sacó la carta para Estabrook del bolsillo y se inclinó hacia delante para correr a un lado la ventanilla que le separaba del conductor.

—Una vez que me deje en Clerkenwell, me gustaría que entregara esta carta por mí. ¿Sería usted tan amable?

—Lo siento, compañero —dijo el conductor—. Después de esto me voy a casa. Mi mujer me está esperando.

Chant rebuscó en el bolsillo interior de su chaqueta, sacó el billetero y lo introdujo a través de la ventanilla para dejarlo caer en el asiento de al lado del conductor.

—¿Qué es eso?

—Todo el dinero que tengo. Esta carta debe ser entregada.

—Todo el dinero que tiene, ¿eh?

El taxista cogió el billetero y lo abrió, alternando la mirada entre su contenido y la carretera.

—Aquí hay un montón de pasta.

—Quédesela. A mí no me sirve de nada.

—¿Está enfermo?

—Y cansado —dijo Chant—. Cójala, ¿por qué no iba a hacerlo? Disfrútela.

—Nos está siguiendo un Daimler. ¿Alguien que usted conozca?

No tenía sentido mentirle al hombre.

—Sí —contestó Chant—. Supongo que no podría poner algo de distancia entre nuestro coche y el suyo, ¿verdad?

El hombre se guardó el monedero y apretó el acelerador a fondo. El taxi se abalanzó sobre la carretera como un caballo de carreras desde la salida, con la carcajada del jinete escuchándose por encima del tintineo gutural del motor. Motivado por el dinero que ahora tenía en el bolsillo o, tal vez, por el desafío de dejar atrás a un Daimler, el hombre llevó el taxi a toda la velocidad que le permitía y demostró que tenía más maniobrabilidad de lo que sugería su volumen. En poco menos de un minuto, habían hecho dos giros abruptos a la izquierda y un chirriante giro a la derecha, e iban echando humo por una calle tan estrecha que el más mínimo error de cálculo habría arrancado los tiradores, los tapacubos y los espejos retrovisores. El laberinto no acabó ahí. Hicieron otro giro y después otro más que los condujo en poco tiempo a Southwark Bridge. En algún lugar del camino, habían perdido al Daimler. Chant habría aplaudido con ganas de haber tenido dos manos que funcionaran, pero el mensaje de corrupción de la pulga se estaba extendiendo con angustiosa velocidad. Dado que aún contaba con el control de al menos cinco dedos, se acercó de nuevo a la ventanilla y dejó caer al otro lado la carta de Estabrook mientras murmuraba la dirección con una lengua que parecía deforme dentro de su boca.

—¿Qué es lo que le ocurre? —inquirió el taxista—. Espero que no sea una de esas mierdas contagiosas, la verdad, porque si lo es...

—No... —dijo Chant.

—Joder, tiene un aspecto horrible —añadió el hombre tras echar un vistazo al espejo retrovisor—. ¿Está seguro de que no quiere que vayamos a un hospital?

—No. A la calle Gamut. Quiero ir a la calle Gamut.

—Tendrá que guiarme a partir de aquí.

Las calles estaban muy cambiadas. Los árboles habían desaparecido; las paredes de ladrillo habían sido demolidas; la austeridad había sustituido a la elegancia, la función a la belleza; no obstante, la sustitución de lo antiguo por lo nuevo disminuía la cotización. Había pasado más de una década desde que estuviera allí por última vez. ¿Habría caído la calle Gamut y se habría erigido un falo de acero en su lugar?

—¿Dónde estamos? —le preguntó al conductor.

—En Clerkenwell. Es aquí donde quería venir, ¿verdad?

—Me refiero al lugar exacto.

El conductor buscó un cartel.

—La calle Flaxen. ¿Le suena de algo?

Chant echó un vistazo a través de la ventana.

—¡Sí! ¡Sí! Siga calle abajo hasta el final y luego gire a la derecha.

—Vivía por aquí, ¿no es cierto?

—Hace mucho tiempo.

—Este lugar ha conocido días mejores. —Giró a la derecha—. Y ahora, ¿hacia dónde?

—La primera a la izquierda.

—Aquí es —dijo el hombre—. La calle Gamut. ¿A qué número?

—Veintiocho.

El taxi se detuvo a un lado de la carretera. Chant buscó a tientas el tirador, abrió la puerta y a punto estuvo de caerse sobre la acera. Sin dejar de tambalearse, se apoyó sobre la puerta para cerrarla y, por primera vez, el taxista y él se encontraron cara a cara. Fuera lo que fuese lo que la pulga estaba llevando a cabo en su organismo, debía de tener una apariencia horrible, a juzgar por la expresión de asco que apareció en el rostro del hombre.

—Entregará la carta, ¿verdad?

—Puede confiar en mí, compañero.

—Cuando lo haya hecho, debería irse a casa —dijo Chant—. Dígale a su esposa que la quiere. Rece una oración de agradecimiento.

—¿Y qué tengo que agradecer?

—Que es humano —dijo Chant.

El taxista no cuestionó aquella pequeña locura.

—Lo que usted diga, compañero —replicó—. Se lo diré a mi señora y daré las gracias al mismo tiempo, ¿le parece bien? Y usted no haga nada que yo no hiciera, ¿de acuerdo?

Una vez que le dio semejante consejo, arrancó el coche y dejó a su pasajero en medio del silencio de la calle.

Con unos ojos que apenas veían, Chant examinó la oscuridad. Las casas, construidas a mediados del siglo de Sartori, parecían en su mayoría desiertas; firmes candidatas para la demolición, quizá. No obstante, Chant sabía que los lugares sagrados (y la calle Gamut era sagrada a su manera) sobrevivían en ocasiones gracias a que pasaban desapercibidos, incluso a plena vista. Barnizados con la magia, desviaban las miradas amenazadoras y encontraban aliados involuntarios en hombres y mujeres que, sin saberlo siquiera, reconocían su santidad; se convertían en santuarios secretos de unos cuantos.

Subió los tres escalones que había hasta la puerta y la empujó, pero estaba bien cerrada, así que se acercó a la ventana más próxima. Había un repugnante sudario de telarañas por delante, pero ninguna cortina detrás. Apretó la cara contra el cristal. A pesar de que su visión se debilitaba por momentos, todavía era más aguda que la del simio floreciente. La habitación que contemplaba carecía de todo tipo de muebles y decoración; si alguien había ocupado aquella casa después de Sartori, y lo más probable era que no hubiese estado vacía durante doscientos años, se había marchado, llevándose consigo todo rastro de su presencia. Levantó el brazo sano y golpeó el cristal con el codo; un solo golpe que hizo añicos la ventana. A continuación, y sin prestar atención al daño que pudiera hacerse, se encaramó como pudo al alféizar, apartó con la mano los restos de cristal que quedaban y se dejó caer al interior de la habitación.

La disposición de la casa aún estaba clara en su mente. En sueños, había vagado por esas habitaciones y había escuchado la voz del maestro llamándolo desde el piso de arriba («¡Sube! ¡Sube!»), desde la habitación del ático en la que Sartori había llevado a cabo su trabajo. Allí era donde Chant quería llegar en aquel momento, pero su cuerpo presentaba nuevos signos de atrofia con cada paso que daba. La mano que había invadido la pulga en primer lugar estaba como marchita: se le habían caído las uñas y se veían los huesos a la altura de los nudillos y de la muñeca. Sabía que, por debajo de la chaqueta, la parte de su cuerpo que se extendía del torso a la cadera presentaría un aspecto semejante; sentía cómo se le caían trozos de carne en el interior de la camisa cada vez que se movía. Aunque no se movería durante mucho más tiempo. Sus piernas parecían cada vez menos dispuestas a sostenerlo, y sus sentidos estaban cerca de colapsarse. Como un hombre a quien sus hijos estuvieran abandonando, rezó mientras subía las escaleras.

—Quedaos conmigo. Solo un poco más. Os lo suplico...

Sus ruegos lo llevaron hasta el primer descansillo, pero allí sus piernas se rindieron y, por tanto, tuvo que valerse de su brazo sano para arrastrarse hacia delante.

Estaba a mitad del último tramo de escaleras cuando escuchó el silbido del anulador desde la calle, con su penetrante e inequívoco estrépito. Lo habían encontrado antes de lo que esperaba; habían seguido su rastro a través de las oscuras calles. El miedo a no alcanzar el santuario que había al final de las escaleras lo espoleó a seguir, y su zarrapastroso cuerpo hizo todo lo posible por llevar a cabo su cometido.

Pudo oír cómo forzaban la puerta de abajo y, a continuación, escuchó de nuevo el silbido, más alto que antes, cuando sus perseguidores entraron en la casa. Comenzó a regañar a sus miembros, aunque su lengua apenas era capaz de articular las palabras.

—¡No me decepcionéis! Tenéis que funcionar, ¿de acuerdo? ¡Tenéis que hacerlo!

Y lo complacieron. Subió los últimos escalones de forma espasmódica, pero alcanzó el tramo de escaleras que conducía al ático en el mismo momento que le llegó el sonido de las pisadas de los anuladores desde abajo. Allí arriba estaba oscuro, aunque no habría sabido discernir qué parte de esa oscuridad se debía a su ceguera y cuál a la noche. No tenía la menor importancia. El camino hasta la puerta del santuario le era tan familiar como los miembros que había perdido. Se arrastró a gatas a través del descansillo y los antiguos tablones de madera crujieron bajo su peso. Lo invadió un temor repentino: que la puerta estuviese cerrada y que tuviera que consumir las pocas fuerzas que le quedaban tratando de abrirla sin llegar a conseguirlo. Levantó la mano hacia el picaporte, lo agarró y trató de girarlo una vez; no hubo manera. Lo intentó de nuevo y, en esa ocasión, cayó de bruces sobre el umbral cuando la puerta se abrió de golpe.

Fue como un banquete para sus débiles ojos. Los rayos de la luz de la luna se derramaban desde las ventanas del tejado. A pesar de haber creído que, de algún modo, había sido el sentimentalismo lo que lo había llevado de vuelta a ese lugar, en ese momento se dio cuenta de que estaba equivocado. Al volver allí había cerrado un círculo completo: había regresado a la habitación en la que había visto por primera vez el Quinto Dominio. Aquella era su cuna y la habitación en la que había aprendido. Allí pudo oler el aire de Inglaterra por primera vez, el aire vivificante de octubre; allí se había alimentado y bebido por vez primera; allí fue donde tuvo motivos para reír por primera vez y, más tarde, para llorar. Al contrario que en las habitaciones inferiores, cuyo vacío era un signo de abandono, este espacio siempre había estado poco amueblado y, en ocasiones, completamente vacío. Allí había bailado con las mismas piernas que ahora yacían muertas bajo su cuerpo, mientras Sartori le contaba cómo planeaba conquistar ese miserable Dominio y construir en su centro una ciudad que haría avergonzarse a la misma Babilonia; había bailado por el mero placer de la danza, con la seguridad de que su maestro era un gran hombre que tenía en sus manos el poder de cambiar el mundo.

Ambiciones perdidas; todo se había perdido. Antes de que aquel octubre diera paso a noviembre, Sartori desapareció, desvanecido en la noche o asesinado por sus enemigos. Se había ido y había dejado a su sirviente varado en una ciudad que apenas conocía. Cómo deseó Chant entonces poder regresar al espacio cósmico del que había sido invocado, escapar del cuerpo en el que Sartori lo había confinado y marcharse de ese Dominio. Pero la única voz capaz de ordenar semejante liberación era la que lo había conjurado, y como Sartori ya no estaba, se encontraba exiliado en la Tierra para siempre. Sin embargo, no había odiado a su invocador por ese motivo. Sartori se había mostrado indulgente durante las semanas que habían pasado juntos. Si hubiese aparecido allí en aquel momento, en aquella habitación iluminada por la luz de la luna, Chant no lo habría acusado de negligencia, al contrario, habría hecho las reverencias apropiadas y se habría alegrado de que su inspiración hubiera regresado.

—Maestro... —murmuró con el rostro pegado a los tablones mohosos.

—No está aquí —dijo una voz a sus espaldas. Sabía que no era uno de los anuladores. Podían silbar, pero no hablar—. Eras la criatura de Sartori, ¿no es cierto? No me acordaba de ese detalle.

El que hablaba era preciso, cauto y arrogante. Puesto que era incapaz de girarse, Chant tuvo que esperar a que el hombre pasara por encima de su cuerpo para poder echarle un vistazo. Sabía muy bien que no debía juzgar a nadie por las apariencias: él, cuya carne no era suya, sino una que el maestro había esculpido. A pesar de que el hombre que estaba ante él ofrecía un aspecto bastante humano, venía acompañado de los anuladores y hablaba con conocimiento de causa sobre unas cosas a las que pocos humanos tenían acceso. Su rostro era un queso demasiado pasado, con las mejillas caídas y profundos pliegues alrededor de los ojos; su expresión era la de un tebeo lúgubre. La autosuficiencia que había mostrado su voz también estaba reflejada allí, en la forma estudiada con que se lamía los labios con la lengua antes de hablar, en el modo en que unía las yemas de los dedos de ambas manos, como si juzgara al hombre que yacía a sus pies. Vestía un impecable traje a medida de tres piezas, hecho de un tejido de color melocotón. A Chant le habría encantado romperle la nariz a ese cabrón para que la sangre le estropeara el atuendo.

—En realidad, jamás conocí a Sartori —dijo—. ¿Qué fue lo que le ocurrió? — El hombre se puso en cuclillas frente a Chant y le agarró de pronto un mechón de cabello—. Te he preguntado qué fue lo que le ocurrió a tu maestro —dijo—. Por cierto, soy Dowd. Tú nunca conociste a mi amo, lord Godolphin, y yo jamás conocí al tuyo. Pero ya no están, y tú te arrastras por ahí en busca de trabajo. Bien, ya no tendrás que volver a hacerlo, si entiendes lo que quiero decir.

—¿Fuiste tú...? ¿Fuiste tú quien me lo envió?

—Me ayudaría mucho que fueras un poco más específico.

—Estabrook.

—Ah, sí. Él.

—Fuiste tú. ¿Por qué?

—Es difícil de explicar, pichoncito —dijo Dowd—. Te contaría toda la amarga historia, pero no tienes tiempo de escucharla y yo no tengo la paciencia para explicarla. Conocí a un hombre que necesitaba a un asesino. Conocía a otro hombre que negociaba con ellos. Dejémoslo así.

—¿Pero cómo te enteraste de mi existencia?

—No eres muy discreto —replicó Dowd—. Te emborrachaste el día del cumpleaños de la Reina y parloteaste como un irlandés en un entierro. Pichoncito, eso atrae la atención tarde o temprano.

—Algunas veces...

—Lo sé, te pones melancólico. Nos pasa a todos, pichoncito, nos pasa a todos. Pero algunos de nosotros lloramos en privado, mientras que otros... —dejó caer la cabeza de Chant— montamos un puto espectáculo público. Hay consecuencias, pichoncito, ¿acaso no te lo explicó Sartori? Siempre hay consecuencias. Has iniciado algo con ese asunto de Estabrook, por ejemplo, y yo tendré que vigilarlo de cerca o, antes de que nos demos cuenta las consecuencias se extenderán a través de Imajica.

—... Imajica...

—Exacto. Desde aquí hasta el límite del Primer Dominio. Hasta la misma región del Propio Invisible.

Chant comenzó a jadear y Dowd, al darse cuenta de que había tocado una fibra sensible, se inclinó hacia su víctima.

—¿Detecto un poco de inquietud? —preguntó—. ¿Tienes miedo de encontrarte con la gloria de Nuestro Señor Hapexamendios?

La voz de Chant ya era muy débil.

—Sí... —murmuró.

—¿Por qué? —quiso saber Dowd—. ¿A causa de tus crímenes?

—Sí.

—¿Y cuáles son tus crímenes? Dímelo. No te molestes con las pequeñas cosillas. Solo las cosas realmente pecaminosas.

—Hice algunos tratos con un eurhetemec.

—¿De verdad? —preguntó Dowd—. ¿Y de qué forma regresarte a Yzordderrex para hacerlo?

—No lo hice —replicó Chant—. Mis tratos... tuvieron lugar aquí, en el Quinto.

—Vaya —dijo Dowd en voz baja—. No sabía que hubiera algún eurhetemec aquí. Todos los días se aprende algo nuevo. Pero pichoncito, eso no es un gran pecado. El Invisible perdonará una minúscula infracción como esa. A menos que... —Se detuvo un momento para meditar una nueva posibilidad—. A menos que el eurhetemec fuera un místico... —Dejó caer la idea, pero Chant permaneció en silencio—. Ay, paloma mía —añadió Dowd—. No lo era, ¿verdad? —Otra pausa—. Ay, sí que lo era. Sí que lo era. —Parecía casi encantado—. Hay un místico en el Quinto y... ¿Qué? ¿Te enamoraste de él? Será mejor que me lo digas antes de quedarte sin aliento, pichoncito. Dentro de unos minutos, tu alma eterna estará aguardando a las puertas de Hapexamendios.

Chant se estremeció.

—El asesino... —dijo.

—¿Qué pasa con el asesino? —fue la respuesta. Entonces, al darse cuenta de lo que acababa de escuchar, Dowd soltó un largo y lento suspiro—. ¿El asesino era un místico? —preguntó.

—Sí.

—¡Por el amor de Hyo! —exclamó—. ¡Un místico! —El embeleso había desaparecido de su voz. Ahora tenía un tono frío y seco—. ¿Sabes lo que son capaces de hacer? ¿Las artimañas de las que disponen? Se supone que esto no debía ser otra cosa que un caso anónimo de alguien que se había dedicado a remover la mierda, ¡y mira lo que has hecho! —Su voz se suavizó de nuevo—. ¿Era hermoso? —preguntó—. No, espera. No me lo digas. Deja esa sorpresa para cuando le vea el rostro. —Se giró hacia los anuladores—. Levantad a este capullo —dijo.

Las criaturas dieron un paso adelante y levantaron a Chant agarrándolo por los brazos rotos. Ya no tenía fuerza suficiente en el cuello, de modo que su cabeza cayó hacia delante y un torrente de fluido bilioso se derramó desde su boca y su nariz.

—¿Cuántas veces produce un místico la tribu Eurhetemec? —musitó Dowd, casi para sí mismo—. ¿Una vez cada diez años? ¿Cada cincuenta? Desde luego, no son muy frecuentes. Y aquí estás tú, contratando alegremente a una de esas pequeñas divinidades como asesino. ¡Imagínate! Es patético que haya caído tan bajo. Debería preguntarle cómo ha sucedido. —Se acercó a Chant y, a la orden de Dowd, uno de los anuladores le levantó la cabeza agarrándolo del pelo—. Necesito saber por dónde se mueve el místico —dijo Dowd—. Y su nombre.

Chant sollozó a través de la bilis.

—Por favor —dijo—. No pretendía... no quería...

—Sí, sí, no querías hacer daño. Solo cumplías con tu deber. El Invisible te perdonará, te lo garantizo. Pero volvamos al místico, pichoncito; necesito que me hables del místico. ¿Dónde puedo encontrarlo? Solo tienes que pronunciar esas palabras y no tendrás que volver a pensar en ello nunca más. Te mostrarás en presencia del Invisible tan inocente como un bebé.

—¿De verdad?

—Claro que sí, confía en mí. Lo único que tienes que hacer es darme su nombre y decirme dónde puedo encontrarlo.

—Nombre... y... lugar.

—Exacto. Pero date prisa, pichoncito, ¡antes de que sea demasiado tarde!

Chant aspiró todo el aire que le permitieron sus colapsados pulmones.

—Lo llaman Pai'oh'pah —dijo.

Dowd se apartó del moribundo como si lo hubieran abofeteado.

—¿Pai'oh'pah? ¿Estás seguro?

—Estoy seguro...

—¿Pai'oh'pah está vivo? ¿Y Estabrook lo contrató?

—Sí.

Dowd dejó a un lado su imitación de padre confesor y murmuró una preocupada pregunta para sí mismo.

—¿Qué significa esto? —dijo.

Chant emitió un doloroso y diminuto quejido cuando su organismo se vio atormentado por las oleadas de la desintegración. Al darse cuenta de que ya le quedaba muy poco tiempo, Dowd presionó al hombre de nuevo.

—¿Dónde está este místico? ¡Rápido, dímelo! ¡Rápido!

El rostro de Chant se estaba descomponiendo: los trozos de carne se desprendían de los resbaladizos huesos. Cuando respondió, ya solo le quedaba media boca. Pero acabó por hacerlo para librarse del pecado.

—Gracias —le dijo Dowd una vez que le hubo proporcionado la información—. Te lo agradezco mucho. —Y después les dijo a los anuladores—: Soltadlo.

Dejaron caer a Chant sin más ceremonias. Al golpear contra el suelo, se le rompió la cara y algunos fragmentos se depositaron sobre el zapato de Dowd, que contempló aquella asquerosidad con repugnancia.

—Limpiadlo —dijo.

Los anuladores se arrodillaron junto a sus pies al instante y limpiaron obedientemente los trozos de tejido que ensuciaban los caros zapatos de Dowd.

—¿Qué significa esto? —murmuró Dowd de nuevo.

Estaba seguro de que había algún tipo de sincronización en ese giro de los acontecimientos. En algo más de seis meses, se celebraría el aniversario de la Reconciliación en Imajica. Habían pasado doscientos años desde que el maestro Sartori intentara (y fracasara en su empeño) llevar a cabo el más grandioso acto de magia conocido en este y en cualquier otro Dominio. Los planes para aquella ceremonia habían sido trazados allí, en el número 28 de la calle Gamut, y el místico, entre otros, había estado allí para presenciar los preparativos.

La ambición de aquellos embriagadores días había acabado en tragedia, por supuesto. Los rituales llevados a cabo con la intención de restañar las heridas en Imajica y de reconciliar el Quinto Dominio con los otros cuatro habían acabado siendo un completo desastre. Muchos grandes teúrgos, chamanes y teólogos habían sido asesinados. Con la determinación de que semejante calamidad no volviera a repetirse, muchos de los supervivientes se habían agrupado con el fin de erradicar todo conocimiento mágico del Quinto Dominio. Sin embargo, por mucho que intentaran borrar el pasado, una pizarra jamás puede borrarse del todo. Quedaron trazos de lo que se había soñado y también esperado; fragmentos de poemas dedicados a la Unión, escritos por personajes cuyos nombres habían sido sistemáticamente eliminados de cualquier registro. Mientras todos esos retazos permanecieran, el espíritu de la Reconciliación sobreviviría.

Sin embargo, el espíritu no era suficiente. Se necesitaba un maestro, un mago lo bastante arrogante para creer que podría tener éxito allí donde Christos y otra innumerable cantidad de hechiceros, la mayoría perdidos en la historia, habían fracasado. Aunque aquellos eran tiempos aciagos, Dowd no descartaba la posibilidad de que apareciera un alma semejante. Aún encontraba en su vida diaria a unos cuantos que pasaban por alto los vacíos oropeles que distraían a las mentes inferiores y anhelaban una revelación que aniquilara semejantes baratijas, un Apocalipsis que mostrara al Quinto las glorias que anhelaba en sueños.

No obstante, si iba a aparecer un maestro, tendría que ser rápido. No podría planearse otro intento de Reconciliación de la noche a la mañana; y, si el próximo solsticio de verano iba y venía sin pena ni gloria, Imajica pasaría otros dos siglos dividida: tiempo más que suficiente para que el Quinto Dominio se destruyera a sí mismo por aburrimiento o frustración y evitara que la Reconciliación tuviera lugar.

Dowd examinó sus brillantes zapatos.

—Perfecto —dijo—. Y eso es más de lo que puedo decir del resto de este asqueroso mundo.

Se encaminó hacia la puerta. Los anuladores se demoraron junto al cadáver, sin embargo, lo bastante inteligentes como para saber que todavía tenían un deber que cumplir con él. No obstante, Dowd les dijo que se apartaran.

—Lo dejaremos aquí —dijo—. ¿Quién sabe? Puede que despierte a unos cuantos fantasmas.

Capítulo 5

1

Dos días después de la vespertina llamada de Judith (durante los cuales el calentador de agua del estudio se había estropeado, dejando a Cortés dos opciones: o bañarse con agua helada o no bañarse, opción por la que se decantó al final), Klein le dijo que fuera a su casa. Tenía buenas noticias. Se había enterado de que había un comprador cuyos apetitos no podían ser satisfechos a través de los canales convencionales, y Klein se había asegurado de que le llegaran rumores acerca de que quizá pudiera conseguir algo muy atractivo. Cortés había reproducido con éxito un Gauguin en otra ocasión, un cuadro pequeño que se introdujo en el mercado libre y fue comprado sin más preguntas. ¿Podría hacerlo de nuevo? Cortés replicó que podría crear un Gauguin tan perfecto que el propio artista lloraría de la emoción. Klein le dio un anticipo de cinco mil libras para pagar el alquiler del estudio y lo dejó allí para que se pusiera manos a la obra, señalando solo que Cortés tenía mucho mejor aspecto que antes, pero que olía mucho peor.

A Cortés no le importó en lo más mínimo. El hecho de no bañarse durante dos días no representaba mayor problema cuando no se tenía compañía; y no afeitarse le parecía perfecto cuando no tenía a ninguna mujer que se quejara de la barba. Además, había redescubierto los clásicos del erotismo: saliva, mano e imaginación. Le bastaba. Un hombre podría acostumbrarse a vivir de esa manera: podría llegar a gustarle tener un poco de tripa, las axilas sudorosas y las pelotas también. No fue hasta llegado el fin de semana que comenzó a languidecer por la falta de otro entretenimiento que no fuera su propia imagen en el espejo del cuarto de baño. Durante el último año, ningún viernes ni sábado por la noche había estado exento de alguna reunión social en la que relacionarse con los amigos de Vanesa. Sus números seguían apareciendo en su agenda, a una llamada de teléfono de distancia, pero se resistía a establecer contacto. Sin importar lo mucho que los hubiera impresionado, eran los amigos de Vanessa, no los de él, así que habían tomado partido por ella en aquel fiasco.

Por lo que se refería a los suyos, a los amigos que tuviera antes de conocer a Vanesa, la mayoría se había esfumado. Formaban parte de su pasado y eran, al igual que muchos otros recuerdos, de lo más escurridizos. Mientras que las personas como Klein podían recordar sucesos que se remontaban a treinta años atrás con todo lujo de detalles, Cortés tenía dificultades pata acordarse de dónde y con quién estuvo hacía apenas diez años. Si se remontaba más tiempo atrás, su mente se quedaba en blanco por completo. Era como si su cerebro fuera proclive a conservar únicamente los detalles justos sobre su historia, de modo que el presente resultara verosímil. El resto quedaba descartado. Mantenía oculta esta extraña falibilidad a los ojos de casi todas las personas a quienes conocía, e inventaba algunos detalles solo si lo presionaban mucho. Tampoco le quitaba el sueño. Como no sabía lo que era tener un pasado, no lo echaba en falta. Y, por lo que pudo averiguar en sus charlas con los demás, a pesar de que la gente hablaba en confidencia sobre cómo había sido su infancia y su adolescencia, la mayor parte de esas cosas no eran más que rumores y conjeturas, y algunas puras invenciones.

Tampoco estaba solo en su ignorancia. Judith le había confesado una vez, borracha, que ella también tenía lagunas sobre su pasado, aunque después lo negara vehementemente cuando Cortés sacó de nuevo el tema a colación. De modo que, entre amigos perdidos y amigos olvidados, estaba más que solo aquel sábado por la noche, de modo que descolgó el teléfono con gratitud cuando este comenzó a sonar.

—Furia al habla —contestó. Se sentía como Furia esa noche. La línea no se había cortado, pero no obtuvo respuesta—. ¿Quién es? —preguntó. Siguió el silencio. Irritado, colgó el auricular.

Segundos más tarde, volvió a sonar.

—¿Quién coño es? —preguntó; y, esta vez, un hombre con acento impecable respondió, si bien lo hizo con otra pregunta.

—¿Hablo con John Zacharias?

A Cortés no solían llamarlo por ese nombre con demasiada frecuencia.

—¿Con quién hablo? —volvió a preguntar.

—Nos vimos en una sola ocasión. Es muy probable que no me recuerde. ¿Le suena de algo Charles Estabrook?

Algunas personas perduraban en su memoria más que otras. Estabrook era una de ellas. El hombre que había recogido a Jude cuando esta cayó de la cuerda floja. El clásico caballero inglés, procedente de una familia endogámica, miembro de la aristocracia menor, pomposo, condescendiente y...

»Me gustaría verlo, si fuera posible.

—No creo que tengamos nada que decirnos.

—Se trata de Judith, señor Zacharias. Un asunto que me obliga a mantener la más estricta confidencialidad y que, no obstante, es a la vez de la más extrema importancia, si bien no estoy seguro de poder hacer el suficiente hincapié en este detalle.

La enrevesada sintaxis desconcertó a Cortés.

—Suéltelo, entonces —dijo.

—No por teléfono. Me doy cuenta de que esta petición le llega sin previo aviso, pero le ruego que la considere.

—Ya lo he hecho. Y no, no me interesa reunirme con usted.

—¿Ni siquiera para regodearse?

—¿Sobre qué?

—Sobre el hecho de que la he perdido —respondió Estabrook—. Me ha dejado, señor Zacharias, tal y como lo dejó a usted. Hace treinta y tres días. —La precisión hablaba por sí sola. ¿Habría contado también los días? ¿Tal vez también los minutos?—. No tiene que venir a la casa si no lo desea. De hecho, para serle franco, preferiría que no lo hiciera.

Hablaba como si Cortés hubiera accedido a encontrarse con él, cosa que haría, a pesar de no haberlo dicho aún.

2

Sin duda, era cruel hacer que un hombre de la edad de Estabrook saliera en un gélido día y escalara una colina, pero Cortés sabía por propia experiencia que uno debía aprovechar todas las ocasiones que se presentaran para disfrutar. Además, Parliament Hill ofrecía una vista preciosa de Londres, incluso en un día de nubes bajas. El viento soplaba con fuerza y, como era habitual los domingos, la colina estaba llena de personas que iban a volar cometas; sus juguetes parecían caramelos de colores suspendidos en el cielo invernal. La caminata había dejado a Estabrook sin aliento, pero parecía contento de que Cortés hubiera escogido aquel lugar.

—Hacía años que no subía hasta aquí. A mi primera esposa le gustaba venir a este sitio para ver las cometas.

Sacó una petaca con brandy del bolsillo y se la ofreció en primer lugar a Cortés, que declinó el ofrecimiento.

»El frío te cala hasta la médula estos días. Uno de los inconvenientes de la edad. Todavía tengo que descubrir las ventajas. ¿Cuántos años tiene?

En vez de confesar que no lo sabía, Cortés respondió:

—Casi cuarenta.

—Parece más joven. De hecho, apenas ha cambiado desde la primera vez que nos conocimos. ¿Se acuerda? En la subasta. Estaba con ella. Yo no. Eso marcaba la diferencia entre nosotros. Con. Sin. Lo envidié aquel día como nunca he envidiado a otro hombre, por el mero hecho de tenerla a su lado. Más tarde, por supuesto, vi la misma expresión en el rostro de otros hombres...

—No he venido hasta aquí para escuchar esto —interrumpió Cortés.

—No, ya lo sé. Solo necesito hacer patente lo valiosa que era para mí. Considero los años que pasó conmigo como los mejores de mi vida. Aunque, obviamente, los mejores años no pueden ser eternos, ¿no es así? Porque, de serlo, ¿seguirían siendo los mejores? —Volvió a beber—. Sabe, ella nunca habló sobre usted. Intenté obligarla a que lo hiciera, pero dijo que lo había desterrado de su mente por completo. Dijo que lo había olvidado. Una estupidez, por supuesto.

—Yo me lo creo.

—No lo haga —añadió Estabrook con rapidez—. Usted era su más oscuro secreto.

—¿Por qué intenta dorarme la píldora?

—Es la verdad. Todavía lo amaba, incluso durante todo el tiempo que estuvo conmigo. Esa es la razón de esta charla. Porque yo lo sé y creo que usted también.

Ni una sola vez se había pronunciado el nombre de ella, como si se tratara de una especie de tabú. Era «ella», una mujer: un poder absoluto e invisible. Sus hombres parecían tener los pies bien plantados en el suelo, pero, en realidad, iban a la deriva como las cometas, atados a la realidad solo por su recuerdo.

»Hice algo terrible, John —dijo Estabrook. La petaca volvía a estar contra sus labios. Tomó varios sorbos antes de taparla y devolverla al bolsillo—. Y me arrepiento de todo corazón.

—¿El qué?

—¿Le importa que caminemos un poco? —propuso Estabrook a la par que lanzaba una mirada de soslayo a la gente de las cometas, que estaba demasiado lejos y demasiado absorta en sus cosas como para prestar atención a lo que decían. Sin embargo, no se sentiría cómodo para compartir sus secretos hasta que no pusiera el doble de distancia entre sus confesiones y los oídos de la gente. Cuando llegó el momento, habló sin rodeos—. No sé qué locura me poseyó —dijo—, pero hace poco contraté a alguien para que la matara.

—¿Que hizo qué?

—¿Se ha escandalizado?

—¿Qué cree usted? Por supuesto que sí.

—¿Sabe? No hay devoción más sublime que el deseo de poner fin a la existencia de otra persona antes que permitir que se aleje de nuestras vidas. El amor elevado a su máximo exponente.

—Eso es una asquerosidad.

—Sí, por supuesto, eso también. Pero no podía soportar... Sencillamente, no podía soportar... la idea de que siguiera con vida pero no estuviera conmigo... — Su declaración se hacía cada vez más ininteligible a medida que las palabras se convertían en lágrimas—. La quería tanto...

Los pensamientos de Cortés se centraron en la última conversación con Judith: la llamada con las interferencias desde Nueva York, que había terminado sin haber resuelto nada. ¿Sabría en aquel momento que su vida estaba en peligro? Si no era así, ¿estaría al tanto ahora? Por Dios, ¿estaba aún con vida? Aferró las solapas de Estabrook con la misma fuerza con la que el miedo lo aferraba a él.

—No me habrá traído aquí para decirme que está muerta...

—No. ¡No! —protestó sin hacer gesto alguno por liberarse de Cortés—. Contraté a un hombre y ahora quiero cancelar el trato.

—Pues hágalo —replicó Cortés al tiempo que soltaba el abrigo.

—No puedo.

Estabrook hurgó en sus bolsillos y sacó una hoja de papel. A juzgar por lo arrugado que estaba, lo había tirado para recuperarlo más tarde.

—Esto procede del hombre que me procuró al asesino —prosiguió—. Me la llevaron a casa hace dos noches. A todas luces, estaba borracho o drogado cuando la escribió, pero da a entender que esperaba estar muerto para cuando yo la recibiera. Supongo que tenía razón, ya que no se ha vuelto a poner en contacto conmigo desde entonces. Era mi única vía de comunicación con el asesino.

—¿Dónde conoció a este hombre?

—Fue él quien me localizó.

—¿Y el asesino?

—Me encontré con él en algún lugar al sur del río. No sé dónde. Estaba oscuro y yo estaba perdido. Además, no estará allí. Habrá ido detrás de ella.

—Avísela.

—Lo he intentado, pero rechaza mis llamadas. Ahora tiene otro amante. Es tan codicioso con ella como yo lo fui en mi tiempo. Mis cartas, mis telegramas..., me lo devuelven todo sin abrir. Pero no será capaz de mantenerla a salvo. El hombre al que contraté, se llama Pai...

—¿Qué es eso, algún tipo de código?

—No lo sé —respondió Estabrook—. Lo único que sé es que he hecho algo imperdonable y que tiene que ayudarme a deshacerlo. Debe ayudarme. Este hombre, Pai, es letal.

—¿Qué le hace creer que ella me recibirá a mí cuando a usted no ha querido verlo?

—No hay garantía alguna. Pero usted es un hombre más joven, está en forma y tiene cierta... experiencia con ¡a mente criminal. Tiene muchas más probabilidades que yo de lograr interponerse entre Pai y ella. Le daré dinero para que pague al asesino. Puede dárselo para que se olvide del trato. Pagaré lo que usted me pida. Soy rico. Solo avísela, Zacharias, y haga que vuelva a casa. No soportaría tener su muerte sobre mi conciencia.

—Un poco tarde para pensar eso.

—Intento redimirme en la medida de lo posible. ¿Trato hecho? —Se quitó el guante de piel para estrecharle la mano a Cortés.

—Me gustaría tener la carta de su contacto —pidió Cortés.

—Apenas tiene sentido —dijo Estabrook.

—Si en realidad está muerto y ella también muere, esa carta será una prueba, tanto si tiene sentido como si carece de él. Démela o no hay trato.

Estabrook se llevó la mano al bolsillo interior, como si fuera a sacar la carta; pero cuando la tocó con los dedos, dudó. A pesar de toda la palabrería acerca de tener la conciencia tranquila, acerca de que Cortés era el hombre ideal para salvarla, se sentía más que reacio a separarse de aquel trozo de papel.

—Ya me lo figuraba —dijo Cortés—. Quiere hacerme parecer culpable si la cosa va mal. Bueno, pues se puede ir a la mierda.

Le dio la espalda a Estabrook y comenzó a descender la colina. Estabrook lo siguió, sin dejar de gritar su nombre, pero Cortés no aminoró el paso. Dejaría que el hombre corriera.

—¡Está bien! —oyó a su espalda—. ¡De acuerdo, aquí la tiene! ¡Aquí la tiene!

Cortés redujo la marcha, pero no se detuvo. Cuando Estabrook lo alcanzó, estaba pálido por el esfuerzo.

»La carta es suya —dijo.

Cortés la cogió y se la metió en el bolsillo sin abrirla. Tendría tiempo de sobra para estudiarla durante el vuelo.

Capítulo 6

1

El cuerpo de Chant fue descubierto al día siguiente por Albert Burke, un anciano de noventa y tres años de edad que buscaba a su chucho errante, Kipper. El animal había olido desde la calle lo que su propietario solo comenzó a percibir mientras subía las escaleras, silbando a su perro entre maldiciones: el olor a descomposición que provenía de la parte superior del edificio. En el otoño de 1916, Albert había luchado por su país en la batalla del Somme y se había visto obligado a compartir trincheras con camaradas muertos durante días. La vista y el olor de la muerte no lo impresionaban. De hecho, la sangre fría que demostró ante su descubrimiento confirió otro matiz a la historia cuando salió en las noticias de la tarde, y le aseguró una cobertura mayor que la que hubiera merecido de otro modo; y ese enfoque, a su vez, levantó un tremendo interés sobre todo lo relacionado con la identidad del cadáver. En menos de un día, se distribuyó un retrato del aspecto que podría tener el muerto en vida y, para el miércoles, una mujer que vivía en un condado al sur del río ya lo había identificado como su vecino de al lado, el señor Chant. El registro de su apartamento trajo consigo un segundo retrato, esta vez no del cadáver de Chant, sino de su cuerpo en vida. La policía llegó a la conclusión de que el muerto practicaba algún tipo de culto siniestro. Se informó de que un pequeño altar dominaba su dormitorio; estaba decorado con cabezas disecadas de unos animales que los forenses no habían podido identificar, y su pieza central era un ídolo tan explícitamente sexual que ningún periódico se atrevió a publicar un bosquejo, y mucho menos una fotografía. La prensa sensacionalista disfrutó mucho con la historia, sobre todo porque los artefactos habían pertenecido a un hombre supuestamente asesinado. Publicaron editoriales cargados de connotaciones racistas apenas encubiertas sobre la influencia de las pervertidas religiones extranjeras. Esto, combinado con las historias que Burke contó sobre la batalla del Somme, hizo que la muerte de Chant ocupara un buen número de largas columnas. Y ese hecho tuvo varias consecuencias: se produjo una serie de ataques de corte fascista sobre las mezquitas de Londres; se solicitó la demolición de la propiedad en la que había vivido Chant; y, por último, condujo a Dowd a cierta torre de Highgate Hill, donde había sido convocado para ocupar el lugar de su señor ausente, Oscar Godolphin, el hermano de Estabrook.

2

En la década de 1780, cuando la colina que dominaba Highgate Hill era mucho más abrupta y los caminos estaban tan llenos de surcos que los carruajes rara vez terminaban el trayecto (por no hablar de que el trayecto hacia la ciudad era lo bastante peligroso como para que un hombre inteligente llevara pistolas), un mercader llamado Thomas Roxborough construyó una hermosa mansión en Hornsey Lane, diseñada para él por un tal Henry Holland. En aquella época se alzaba sobre unas bellas vistas: al Sur, la vista llegaba hasta el río; al Norte y al Oeste, estaban los exuberantes pastos de la región que se extendían hacia la diminuta aldea de Hampstead. Los turistas aún podían disfrutar de este paisaje desde el puente que cruzaba Archway Road. Sin embargo, la hermosa casa de Roxborough ya no estaba; había sido reemplazada a finales de los años treinta por una anónima torre de diez plantas que quedaba apartada de la calle. Había una hilera de árboles bien distribuidos entre la torre y la carretera, que si bien no era lo bastante densa como para ocultar toda la construcción, ayudaba a conferirle un aspecto casi invisible al ya de por sí anodino edificio. La única clase de correspondencia que se recibía allí eran circulares y diversos tipos de documentos oficiales. No había inquilinos, ni de viviendas ni de oficinas. Sin embargo, los actuales propietarios conservaban bien la Torre Roxborough y, más o menos una vez al mes, se reunían en la única sala del piso superior del edificio en memoria del hombre que poseyó aquel pedazo de tierra doscientos años atrás y que lo cedió a la sociedad que había fundado. Estos hombres y mujeres (once en total), que se encontraban allí y charlaban durante unas cuantas horas para luego continuar con sus vidas ordinarias, eran los descendientes de aquellas pocas personas apasionadas de las que Roxborough se había rodeado en los oscuros días que siguieron al fracaso de la Reconciliación. Ya no quedaba pasión entre ellos; apenas un vago conocimiento acerca de los motivos de Roxborough para formar lo que llamó la «Sociedad de la Tabula Rasa» o «Nuevo comienzo». A pesar de todo, seguían reuniéndose; en parte, porque en su tierna infancia uno de sus progenitores (con frecuencia el padre, aunque no era siempre así) los había llevado aparte con el fin de comunicarles que una gran responsabilidad recaería sobre sus hombros, la de perpetuar un secreto familiar celosamente protegido; y, en parte, porque la Sociedad cuidaba de los suyos. Roxborough había sido un hombre de gran fortuna e intuición. Había adquirido grandes parcelas de terreno mientras vivió y los beneficios derivados de dichas inversiones se habían multiplicado conforme Londres se expandía. La única beneficiaría de ese dinero era la Sociedad, aunque los fondos se desviaban con tanto ingenio, a través de empresas y agentes que desconocían su propio papel en el sistema, que ninguno de los empleados de la Sociedad, fuera cual fuese la función que realizara, sabía siquiera de su existencia.

Así fue como la Tabula Rasa floreció con su particular estilo, sin gozar de propósito alguno que no fuera el de reunirse para hablar de los secretos que ocultaban, tal y como Roxborough había decretado, y disfrutar de las vistas de la ciudad que se contemplaban desde Highgate Hill.

Kuttner Dowd había estado allí en varias ocasiones, aunque nunca mientras la Sociedad estaba reunida, como sucedía aquella noche. Su jefe, Oscar Godolphin, era uno de los once a los que se había traspasado la llama que simbolizaba el objetivo de Roxborough; si bien, con toda seguridad, los demás no eran ni la mitad de hipócritas que Godolphin, que era miembro de una Sociedad cuya misión era reprimir cualquier actividad mágica y, a la vez, jefe (Godolphin utilizaría la palabra «propietario») de una criatura convocada por la magia el mismo año en que se produjo la tragedia que provocó la creación de la Sociedad.

La criatura era, por supuesto, Dowd, de cuya existencia tenía conocimiento la Sociedad, que no así de sus orígenes. De haberlo tenido, nunca lo hubieran convocado ni le hubieran dado acceso a la sacrosanta torre. Muy al contrario, el edicto de Roxborough los habría obligado a destruirlo a cualquier precio, ya fuera el de sus cuerpos, sus almas o su cordura. Por descontado, tenían la experiencia necesaria para llevarlo a cabo o, al menos, los medios para adquirirla. Según se decía, la torre albergaba una biblioteca llena de tratados, grimorios, enciclopedias y un conjunto de ensayos sin parangón, recopilados por Roxborough y el grupo de sabios del Quinto Dominio que, supuestamente, fueron los primeros que apoyaron el intento de Reconciliación. Uno de aquellos hombres fue Joshua Godolphin, conde de Bellingham. Tanto Roxborough como él habían sobrevivido a los desastrosos acontecimientos que tuvieron lugar durante aquel solsticio de verano de hacía doscientos años; aunque no se podía decir lo mismo de sus amigos más queridos. Según contaba la historia, después de la tragedia Godolphin se había retirado a sus propiedades y nunca había vuelto a salir de sus confines. En cambio, Roxborough, como siempre el más pragmático del grupo, se había encargado, pocos días después del cataclismo, de proteger las bibliotecas ocultas de sus colegas muertos y de esconder los miles de tomos en el sótano de su casa, donde ya no podrían, citando las palabras Roxborough en una carta dirigida al conde, «tentar con ambiciones anticristianas las mentes de hombres buenos como nuestros queridos amigos. A partir de este momento, debemos evitar la llegada de esta magia tan detestable a nuestras costas». No obstante, el hecho de que no destruyera los libros, sino que se limitara a esconderlos, era una clara prueba de que existía cierta ambigüedad en él. A pesar de los horrores que había presenciado y de la ferocidad de su repulsa, una pequeña parte de su ser aún conservaba la fascinación que los atrajera a él, a Godolphin, y al resto de sus compañeros de investigación desde un principio.

Dowd temblaba, nervioso, mientras esperaba en el sencillo vestíbulo de la torre, a sabiendas de que en algún lugar, muy cerca, se hallaba la mayor colección de escritos mágicos jamás reunida fuera del Vaticano; y de que entre ellos habría un sinfín de rituales para crear y destruir a criaturas como él. Dowd no estaba hecho del mismo material que los sirvientes, por supuesto. La mayoría de ellos no era otra cosa que meros funcionarios de sonrisa perpetua y mente vacía, arrancados del In Ovo (el abismo que existía entre el Quinto Dominio y los Dominios reconciliados) por aquellos que los invocaban, como si fueran langostas en el acuario de un restaurante. Él, además, había sido actor profesional en su época, y uno muy reconocido. No fue la estupidez congénita lo que lo hizo vulnerable a la jurisdicción humana, sino la angustia. Había contemplado la mismísima cara de Hapexamendios y, medio loco por la visión, se había visto incapaz de resistirse al llamamiento y a la vinculación cuando esta se produjo. Por supuesto, fue Joshua Godolphin quien lo invocó y quien le ordenó servir a todo su linaje hasta el fin de los tiempos. De hecho, el retiro de Joshua a la seguridad de su extensa propiedad en el campo había permitido a Dowd ir y venir a su antojo hasta la muerte del anciano, momento en que volvió a ser requerido para servir a Nathaniel, el hijo de Joshua. No mostró su verdadera naturaleza hasta que se hizo indispensable, por miedo a verse atrapado entre su obligación de servirlo y el fervor de un cristiano.

De hecho, Nathaniel se había convertido en todo un disoluto para cuando Dowd entró a su servicio, y no podría haberle importado menos el tipo de criatura que fuera siempre que le procurara el tipo adecuado de compañía. Y así había continuado, generación tras generación; Dowd cambiaba su rostro de vez en cuando (un mero truco, uno de sus lances), para así ocultar su longevidad al decadente mundo humano. Sin embargo, la posibilidad de que llegara el día en el que la Tabula Rasa descubriera su doble juego y buscara en la biblioteca algún hechizo horrendo para destruirlo nunca había abandonado del todo su cabeza: sobre todo en aquel momento, cuando esperaba a que lo convocaran ante su presencia.

La llamada se demoró una hora y media, tiempo que empleó para pensar en los espectáculos que comenzaban la semana siguiente. El teatro seguía siendo su gran amor, y eran muy pocas las producciones de cierta importancia a las que no asistía. El martes tenía entradas para la aclamada versión de El rey Lear en el Teatro Nacional, y después, dos días más tarde, un asiento en el patio de butacas para ver el reestreno de Turandot en el London Coliseum. Estaba ansioso por asistir a ambas obras, aunque primero debía pasar por aquella funesta entrevista.

Por fin, el ascensor cobró vida y apareció uno de los miembros más jóvenes de la Sociedad, Giles Bloxham. A sus cuarenta años, Bloxham aparentaba el doble de edad. «Se requiere cierto toque de genialidad para aparentar tanta disipación sin tener nada de lo que poder arrepentirse», había dicho una vez Godolphin refiriéndose a Bloxham (le gustaba regodearse en las contradicciones de la Sociedad, sobre todo cuando estaba borracho).

—Ya estamos listos para recibirte —anunció Bloxham, indicándole a Dowd que debía subir en el ascensor junto a él—. ¿Te das cuenta de que si alguna vez se te ocurre decir una sola palabra acerca de lo que veas aquí, la Sociedad te eliminará con tanta rapidez y de forma tan efectiva que ni tu propia madre sabrá que una vez exististe? —le dijo mientras subían.

La acalorada amenaza sonó ridícula, pronunciada con la vocecilla nasal de Bloxham; aun así, Dowd representó el papel de un funcionario que acabara de ser reconvenido.

—Me doy perfecta cuenta —respondió.

—Convocar a alguien ajeno a la Sociedad —prosiguió Bloxham— es una medida extraordinaria; pero también corren tiempos extraordinarios. Claro que eso no es de tu incumbencia.

—Por supuesto —asintió Dowd, la viva imagen de la inocencia.

Aquella noche, aceptaría sus aires de superioridad sin rechistar, pensó, cada día más seguro de que estaba a punto de suceder algo que sacudiría aquella torre hasta sus cimientos. Y cuando eso ocurriera, obtendría su venganza.

Se abrió la puerta del ascensor y Bloxham le ordenó que lo siguiera. Los corredores que conducían a la suite principal eran sombríos y no estaban enmoquetados; al igual que la habitación a la que fue conducido. Los cortinajes cubrían las ventanas; la enorme mesa de mármol que dominaba la estancia quedaba iluminada por unas lámparas de techo, cuyos haces de luz caían sobre los cinco miembros, dos de ellos mujeres, que se sentaban a la mesa. A juzgar por el amasijo de botellas, copas y ceniceros a rebosar, por no mencionar las expresiones cansadas y meditabundas, llevaban debatiendo unas cuantas horas. Bloxham se sirvió un vaso de agua antes de ocupar su lugar. Había un asiento vacío: el de Godolphin. A Dowd no se le invitó a que ocupara ese lugar, sino a permanecer de pie en el extremo de la mesa, ligeramente incómodo por las miradas que le dirigían sus interrogadores. Ninguno de esos rostros sería jamás conocido por la plebe. A pesar de que todos provenían de familias tradicionalmente influyentes y adineradas, ninguno de ellos ocupaba cargos públicos. La Sociedad prohibía tanto ocupar un puesto de trabajo como casarse con una persona que atrajera el interés o la curiosidad de la prensa. Trabajar en la sombra para derrocar a las sombras. Tal vez fuera esa paradoja, más que cualquier otro aspecto de su naturaleza, lo que acabaría con ella.

Al otro extremo de la mesa, sentado delante de un montón de periódicos que sin duda contenían información acerca de Burke, se encontraba un hombre de unos sesenta años con aspecto de profesor y cabello cano engominado; Dowd sabía su nombre por la descripción de Godolphin: Hubert Shales, al que Oscar había apodado «El Vago». Se movía y hablaba con la precaución de un teólogo de huesos frágiles.

—¿Sabes por qué estás aquí? —preguntó.

—Lo sabe —intervino Bloxham.

—¿Algún problema con el señor Godolphin? —aventuró Dowd.

—No está aquí —dijo una de las mujeres que había a la derecha de Dowd. Su rostro se veía demacrado bajo una peluca de cabello negro. Alice Tyrwhitt, supuso—. Ese es el problema.

—Ya entiendo —asintió Dowd.

—¿Dónde coño está? —exigió Bloxham.

—Está de viaje —replicó Dowd—. No creo que previera una reunión.

—Ni nosotros tampoco —acotó Lionel Wakeman, con el rostro sonrojado por el whisky que había consumido. La botella yacía acunada en el hueco de su brazo.

—¿Adónde ha ido? —preguntó Tyrwhitt—. Es de suma importancia que demos con él.

—Me temo que no lo sé —respondió Dowd—. Sus negocios lo reclaman por todo el mundo.

—¿Negocios respetables? —preguntó Wakeman con voz apenas inteligible.

—Tiene varias inversiones en Singapur —fue la respuesta de Dowd—. También en la India. ¿Desean que prepare un informe? Estoy seguro de que él...

—¡A tomar por culo el informe! —exclamó Bloxham—. ¡Queremos que venga! ¡Ya!

—Me temo que no puedo asegurarles cuál es su paradero. Solo sé que está en algún lugar del Lejano Oriente.

La mujer de semblante adusto, aunque no carente de cierto encanto, que había a la izquierda de Wakeman entró en acción y aplastó el cigarrillo en el cenicero cuando comenzó a hablar. Solo podía tratarse de Charlotte Feaver: Charlotte la Escarlata, como Oscar la llamaba. Sería la última descendiente del linaje de Roxborough, le había dicho, a menos que encontrara la manera de fecundar a alguna de sus novias.

—Esto no es uno de esos putos clubes a los que puede asistir cuando le venga en gana —dijo la mujer.

—Muy cierto —apuntilló Wakeman—. Esto es un espectáculo lamentable.

Shales tomó uno de los periódicos que tenía delante y lo lanzó sobre la mesa, en dirección a Dowd.

—Supongo que has leído la historia del cadáver que encontraron en Clerkenwell —le dijo.

—Sí, así es.

Shales permaneció en silencio unos instantes en los que se dedicó a mirar a los miembros con ojos entrecerrados. Fuera lo que fuese lo que iba a decir, había sido debatido en profundidad antes de la entrada de Dowd.

—Tenemos motivos para creer que este hombre, Chant, no es originario de este Dominio.

—¿Cómo dice? —preguntó Dowd, aparentando confusión—. No lo entiendo. ¿Dominio?

—Ahórranos tus muestras de prudencia —lo interrumpió Charlotte Feaver—. Sabes muy bien de lo que estamos hablando. Es imposible que hayas estado veinticinco años trabajando para Oscar sin que este te haya hecho alguna confesión.

—Apenas sé nada —protestó Dowd.

—Lo suficiente como para saber que tenemos un aniversario en ciernes —dijo Shales.

Vaya, vaya, pensó Dowd, no son tan estúpidos como parecen.

—¿Se refiere a la Reconciliación? —preguntó.

—A eso es exactamente a lo que me refiero. El próximo solsticio de verano...

—¿Tenemos que contárselo todo? —inquirió Bloxham—. Ya sabe más de lo que debería.

Shales ignoró la interrupción. Estaba a punto de continuar con su discurso cuando intervino una voz que hasta el momento había permanecido en silencio y que provenía de una voluminosa figura sentada lejos del alcance de la luz. Dowd había estado esperando a que este hombre, Matthias McGann, recitara su papel. Si la Tabula Rasa tenía un líder, sin duda era él.

—¿Hubert? —pidió—. ¿Me permites?

—Por supuesto —murmuró Shales.

—Señor Dowd —dijo McGann—, no me cabe la menor duda de que Oscar ha sido indiscreto. Todos tenemos nuestras debilidades. Tú debes ser la suya. Ninguno de los presentes en esta sala te culpa por escuchar. Sin embargo, esta Sociedad fue creada con un propósito específico y, en ocasiones, se ha visto obligada a actuar con severidad extrema para alcanzar dicho propósito. No voy a entrar en detalles. Como ha dicho Giles, ya sabes más de lo que nos gustaría. Pero créeme cuando te digo que silenciaremos a cualquiera, sin excepción, que ponga en peligro este Dominio.

Se inclinó hacia delante. Su rostro hablaba de un hombre con buen humor, pero poco contento con su destino en el momento presente.

»Hubert ha mencionado que se avecina un aniversario, como así es. Y es posible que algunas fuerzas, cuyo interés no es otro que el de derrocar la cordura de este Dominio, se estén alistando para celebrar el aniversario. Hasta el momento, esta... —señaló el periódico— es la única prueba que hemos encontrado de dichos preparativos; pero si hay otros, pronto serán eliminados por esta Sociedad y por sus agentes. ¿Lo has comprendido? —No esperó una respuesta—. Este tipo de asuntos es peligroso —prosiguió—. La gente comienza a investigar. Estudiosos. Esotéricos. Empiezan a hacer preguntas y empiezan a soñar.

—Comprendo el peligro que eso entraña —dijo Dowd.

—Deja de lamernos el culo, cabrón presuntuoso —explotó Bloxham—. Sabemos muy bien lo que Godolphin y tú habéis estado haciendo. ¡Díselo, Hubert!

—Le he seguido la pista a algunos artefactos de... origen extraterrestre... que se cruzaron en mi camino. Y la pista conduce hasta Oscar Godolphin.

—No estamos seguros de eso —intervino Lionel—. Esos capullos mienten.

—Estoy más que convencida de la culpabilidad de Godolphin —aseveró Alice Tyrwhitt—. Y de la de este también.

—Debo protestar —dijo Dowd.

—Has estado traficando con magia —aulló Bloxham—. ¡Confiesa! —Se levantó y golpeó la mesa—. ¡Te digo que confieses!

—Siéntate, Giles —lo exhortó McGann.

—Miradlo —siguió Bloxham al tiempo que señalaba a Dowd con el pulgar—. Es culpable hasta la médula.

—He dicho que te sientes —repitió McGann, sin apenas alzar la voz. Acobardado, Bloxham se sentó—. No te estamos juzgando —le dijo McGann a Dowd—. Es a Godolphin a quien queremos.

—Así que encuéntralo —intervino Feaver.

—Y cuando lo hagas, dile que tengo unos cuantos aparatos que tal vez reconozca —concluyó Shales.

La mesa quedó en silencio. Varias cabezas se volvieron hacia Matthias McGann.

—Creo que eso es todo —dijo—. A menos que quieras hacer algún comentario.

—Me parece que no —replicó Dowd. Entonces, puedes retirarte.

Dowd se marchó sin más comentarios y fue escoltado hasta el ascensor por Charlotte Feaver, que lo dejó para que bajara solo. Estaban mejor informados de lo que había imaginado, pero aún se encontraban muy lejos de averiguar la verdad. Repasó varios fragmentos de la entrevista mientras conducía de vuelta hacia Regent's Park Road, y los memorizó para recitarlos con posterioridad. Las improcedencias de un Wakeman borracho; la indiscreción de Shales; la actitud de McGann, suave como una vaina de terciopelo... Lo repetiría todo para beneficio de Godolphin, sobre todo el interrogatorio cruzado acerca del paradero del miembro ausente.

En algún lugar de Oriente, había dicho Dowd. Al este de Yzordderrex, tal vez, en el kesparate cercano al puerto donde a Oscar le gustaba adquirir piezas de contrabando procedentes de Hakaridek o de las islas. Tanto si estaba allí como en cualquier otro lugar, Dowd no tenía forma de hacerlo regresar. Volvería cuando le viniera en gana, y la Tabula Rasa tendría que aguardar su turno; aunque cuanto más tiempo estuviera lejos, más posibilidades habría de que creciera el número de miembros que expresaran las sospechas que algunos de ellos ya alimentaban: que los negocios de Godolphin con los talismanes y su trato con personas licenciosas eran solo la punta del iceberg. Quizá incluso sospecharan que viajaba.

Por supuesto, no era la única criatura oriunda del Quinto Dominio que se daba una vuelta por el resto de los Dominios. Existían muchas rutas que llevaban de la Tierra a los Dominios reconciliados, algunas más seguras que otras, pero todas se acababan usando, y no siempre por magos. Los poetas habían hallado un camino de ida (y a veces de vuelta, para así contar sus vivencias), así como también, a lo largo de los siglos, lo había conseguido un buen número de sacerdotes y ermitaños, quienes, absortos en la meditación de sus esencias, habían sido tragados por el In Ovo para luego ser arrojados a otro mundo. Cualquier alma que estuviera lo bastante desesperada o inspirada podría tener acceso. No obstante, según la experiencia de Dowd, eran muy pocos los que lo convertían en algo tan cotidiano como Godolphin.

Corrían tiempos peligrosos para llevar a cabo semejantes paseos, tanto a uno como a otro lado. Los Dominios reconciliados llevaban casi un siglo bajo el control del Autarca de Yzordderrex y cada vez que Godolphin regresaba de uno de sus viajes, traía consigo noticias acerca del malestar reinante. Desde los confines del Primer Dominio hasta Patashoqua y sus ciudades satélite, en el Cuarto Dominio, se alzaban voces que incitaban a la rebelión. Todavía no se había establecido un consenso acerca de cuál era el mejor método para liberarse de la tiranía del Autarca, solo existía un malestar que bullía a fuego lento y que acababa estallando esporádicamente en revueltas y ataques; al final, los líderes de estos motines terminaban, sin remedio, atrapados y ejecutados. De hecho, la represión del Autarca había demostrado ser aún más draconiana. Comunidades enteras habían sido arrasadas en nombre del Imperio de Yzordderrex. Las tribus y naciones pequeñas habían sido despojadas de sus dioses, sus tierras e, incluso, de su derecho a procrear; otras habían sido erradicadas mediante pogromos supervisados por el mismísimo Autarca. Sin embargo, ninguno de estos horrores había disuadido a Godolphin de viajar a los Dominios reconciliados. Tal vez lo consiguieran los acontecimientos de esa noche, al menos hasta que se apaciguaran las sospechas de la Sociedad.

Por más cansado que estuviera, Dowd sabía exactamente dónde tenía que acudir aquella noche: a la finca de Godolphin y a la capilla erigida en sus campos yermos, que constituía el lugar de partida de Oscar. Allí tendría que esperar, como un perro solitario en ausencia de su amo, hasta que Godolphin regresara. Oscar no era el único que debería inventar excusas en un futuro inmediato; también él tendría que hacerlo. Matar a Chant le había parecido una maniobra inteligente en su momento (y, por supuesto, una distracción agradable para una noche en la que no tenía espectáculo alguno al que acudir), pero no había previsto el revuelo que causaría. Al echar la vista atrás, se daba cuenta de que eso había sido muy ingenuo por su parte. Inglaterra adoraba el asesinato, preferiblemente con un croquis explicativo. Además, había tenido muy mala suerte, ya que el omnipresente señor Burke de la batalla del Somme y el bajo cupo de escándalos políticos habían conspirado para convertir a Chant en alguien famoso a título póstumo. Debía prepararse para enfrentar la ira de Godolphin. Con todo, le quedaba la esperanza de que dicha ira se viera atenuada por la ansiedad que provocarían las sospechas de la Sociedad. Godolphin necesitaría a Dowd para que lo ayudara a acallar estas sospechas; y un hombre que necesitaba a su perro sabría que no debía pegar demasiado fuerte.

Capítulo 7

1

Cortés llamó a Klein desde el aeropuerto pocos minutos antes de coger el vuelo. Le contó a Chester una versión muy resumida de la verdad, sin mencionar el complot de Estabrook para llevar a cabo el asesinato, pero explicándole que Jude estaba enferma y que había requerido su presencia. Klein no le había soltado la diatriba que se esperaba. Se limitó a decir, si bien con voz cansada, que si la palabra de Cortés valía tan poco después de todo el esfuerzo que había invertido en encontrar trabajo para él, quizá fuera mejor que dejaran de hacer negocios juntos en aquel mismo momento. Cortés le suplicó que fuera un poco más clemente, a lo que Klein contestó que llamaría a su estudio pasados dos días, y que si no recibía respuesta asumiría que ya no había trato.

—Tu polla será tu muerte —comentó antes de colgar.

El vuelo le dio tiempo a Cortés para pensar tanto en ese comentario como en la conversación que había tenido lugar en la colina de las cometas, cuyo recuerdo aún lo avergonzaba. Durante esa charla, había pasado de la sospecha a la incredulidad y de esta a la aversión, para acabar aceptando la proposición de Estabrook. Sin embargo, a pesar del hecho de que el hombre había cumplido su palabra y le había proporcionado fondos más que suficientes para hacer el viaje, cuantas más vueltas le daba Cortés a la conversación, más se despertaba su primera reacción: la sospecha. Sus dudas giraban en torno a dos elementos de la historia de Estabrook: el propio asesino (ese tal Pai al que había contratado como caído del cielo) y, sobre todo, en torno al hombre que había presentado a ese asesino a sueldo a Estabrook, Chant, cuya muerte había sido la comidilla de la prensa durante los últimos días.

La carta del muerto era virtualmente incomprensible, tal y como Estabrook le había advertido, a camino entre la retórica del púlpito y la improvisación opiácea. El hecho de que Chant, a sabiendas de que iban a asesinarlo (hasta ahí sí resultaba convincente), hubiera elegido escribir semejantes tonterías como si constituyeran una información vital, era la prueba de un trastorno mental importante. ¿Cuánto más trastornado estaría entonces un hombre que, como Estabrook, hacía negocios con aquel loco? Y, de la misma manera, ¿no estaría Cortés más loco todavía al aceptar un empleo por parte de un lunático?

Sin embargo, en medio de todas aquellas fantasías y ambages, se encontraban dos factores indiscutibles: la muerte y Judith. La primera le había llegado a Chant en una casa abandonada de Clerkenwell; sobre eso no había duda alguna. La última, inconsciente de la maldad de su marido, era, con toda probabilidad, el próximo objetivo. La tarea de Cortés era simple: interponerse entre las dos.

Se registró en su hotel habitual en el cruce de la 52 con Madison un poco después de las cinco de la tarde, según la hora de Nueva York. Desde su ventana en la decimocuarta planta se divisaba el centro de la ciudad, pero la escena estaba lejos de resultar acogedora. Había comenzado a caer una masa de agua que amenazaba con espesarse hasta convertirse en nieve mientras viajaba desde el aeropuerto Kennedy, y las previsiones del tiempo aseguraban frío y más frío. En cualquier caso, aquello le convenía. La oscuridad grisácea, sumada al claxon de los coches y a los chirridos de los frenos que llegaban desde el cruce de abajo, encajaba con la sensación de discontinuidad que sentía. Al igual que ocurría con Londres, Nueva York era una ciudad en la que había tenido amigos en una época, pero los había perdido. El único rostro que buscaría allí sería el de Judith.

No tenía sentido demorar esa búsqueda. Pidió un café al servicio de habitaciones; se duchó; bebió; se puso su suéter más abrigado, una chaqueta de cuero, unos pantalones de pana, unas botas fuertes y salió a la calle. Era difícil coger un taxi, y tras diez minutos de espera en la cola que aguardaba bajo el toldo del hotel, decidió caminar unas cuantas manzanas y coger cualquier taxi que pasara, si es que tenía suerte. Si no, el frío le despejaría la cabeza. Cuando alcanzó la calle 70, el aguanieve se había convertido en llovizna y formaba un reguero a sus pies. A diez manzanas de allí, Judith estaría a punto de enzarzarse en cualquier ocupación de media tarde: darse un baño, quizá; o vestirse para pasar la noche en la ciudad. Diez manzanas, a minuto por manzana. Diez minutos para llegar al lugar en el que ella se encontraba.

2

Marlin se había estado comportando desde el ataque de forma tan solícita como un marido que hubiera cometido un error; la llamaba desde la oficina casi cada hora y le sugería en repetidas ocasiones que quizá debiera hablar con un psicoanalista o, al menos, con uno de los muchos amigos suyos que habían sufrido una agresión o a los que habían atracado en las calles de Manhattan. Ella rechazó la oferta. Físicamente se encontraba bastante bien; y psicológicamente, también. Aunque había oído que las víctimas de un ataque a menudo sufrían repercusiones tardías (depresiones e insomnio, entre ellas), Jude todavía no padecía ninguna. Era la intriga en sí de lo ocurrido lo que la mantenía despierta por las noches. ¿Quién era él? ¿Quién era ese hombre que conocía su nombre, que se había levantado después de una colisión que debería haberlo matado en el acto y que, aun así, había conseguido correr más deprisa que un hombre sano? ¿Y por qué había proyectado sobre su rostro un parecido semejante con John Zacharias? Dos veces había comenzado a contarle a Marlin el encuentro que había tenido lugar dentro y fuera de Bloomingdale's; dos veces había reconducido la conversación en el último momento, incapaz de encarar su bienintencionada condescendencia. Ese enigma tenía que aclararlo ella sola, y si lo contaba demasiado pronto, incluso pudiera ser que si lo contaba sin más, tal vez le resultara imposible resolverlo.

Mientras tanto, el apartamento de Marlin parecía bastante seguro. Había dos porteros: Sergio de día y Freddy por las noches. Marlin les había dado a los dos una descripción detallada del asaltante, así como instrucciones de que no dejaran pasar a nadie a la segunda planta sin el permiso de la señora Odell y de que, incluso entonces, acompañaran a los visitantes hasta la puerta del apartamento y los escoltaran a la salida en caso de que su invitada no deseara verlos. Nada podría hacerle daño en tanto en cuanto se quedara tras esas puertas cerradas. Esa noche, como Marlin trabajaba hasta las nueve y tenía planes para una cena tardía, había decidido pasar las primeras horas de la noche asignando y envolviendo los regalos que había acumulado en sus salidas a la Quinta Avenida, al tiempo que endulzaba esos quehaceres con vino y música. La colección de discos de Marlin constaba sobre todo de baladas de su adolescencia durante los sesenta, lo que le venía muy bien. Puso soul romántico y dio un sorbo al Sauvignon frío mientras hacía esto y lo otro, más que contenta con su propia compañía. De tanto en tanto, se levantaba del caos de lazos y papeles y se acercaba a la ventana para observar el frío. El cristal estaba empañado. No lo limpió. Que el mundo siguiera borroso. No tenía ganas de verlo aquella noche.

Había una mujer de pie frente a una de las ventanas de la segunda planta cuando Cortés llegó al cruce. Se limitaba a contemplar la calle. Él la observó durante algunos segundos antes de que el movimiento casual de una mano que se alzaba hasta la nuca y recorría su largo pelo identificara la figura como la de Judith. No volvió la vista atrás para señalar la presencia de alguien más en la habitación. Se limitó a dar un sorbo de su copa y a frotarse el cuero cabelludo mientras contemplaba la lóbrega noche. Había creído que sería fácil acercarse a ella; pero en ese momento, mientras la observaba desde la distancia, supo que no sería así.

La primera vez que la vio, tantos años atrás, había sentido algo parecido al pánico. Todo su organismo se había estremecido hasta la náusea mientras él perdía las fuerzas al contemplarla. La seducción que llevó a cabo a continuación había sido a la vez un homenaje y una venganza: un intento por controlar a alguien que ejercía sobre él una autoridad que desafiaba cualquier tipo de análisis. Y, a pesar de todo el tiempo transcurrido desde entonces, aún no acababa de comprender esa autoridad. Ciertamente, era una mujer fascinante; si bien había conocido a otras igual de fascinantes y no había sucumbido al pánico. ¿Qué tenía Judith que lo dejaba tan confuso, tanto en ese instante como en el pasado? La observó hasta que se apartó de la ventana y, después, siguió mirando hacia la ventana que acababa de quedar vacía; pero al final se cansó de eso y del frío que sentía en los pies. Necesitaba refuerzos: contra el frío y contra la mujer. Abandonó la esquina y pasó de largo frente a varios edificios hasta que encontró un bar, donde se tragó dos vasos de bourbon y deseó con toda su alma que el alcohol, y no el sexo opuesto, hubiera sido su adicción.

Al escuchar la voz del desconocido, Freddy, el portero de noche, se levantó de su silla, situada en el recodo que había junto al ascensor, sin dejar de mascullar algo entre dientes. Se adivinaba una figura oscura a través de la filigrana de hierro forjado y el cristal a prueba de balas de la puerta principal. No podía distinguir bien el rostro, pero estaba seguro de que no conocía al visitante, cosa bastante rara. Llevaba trabajando en ese edificio cinco años y conocía los nombres de la mayoría de los visitantes que recibían los inquilinos. Refunfuñando, cruzó el vestíbulo lleno de espejos y encogió la tripa al verse reflejado en uno de ellos. Acto seguido, con los dedos helados, quitó el cerrojo a la puerta. Solo al abrirla se dio cuenta de su error. A pesar de que una ráfaga de viento hizo que le lloraran los ojos y que los rasgos del visitante se volvieran borrosos, los conocía bastante bien. ¿Cómo no iba a reconocer a su propio hermano? Había estado a punto de llamarlo para ver qué tal le iba en Brooklyn cuando escuchó la voz y el golpeteo en la puerta.

—¿Qué estás haciendo aquí, Fly?

Fly sonrió con esa boca sin dientes.

—Pensé que podía pasarme por aquí —dijo.

—¿Tienes algún problema?

—No, todo va bien —respondió Fly.

A despecho de todas las evidencias que le proporcionaban sus sentidos, Freddy no se sentía tranquilo. La sombra en la escalera, el viento en los ojos, el mismo hecho de que Fly estuviera allí cuando nunca iba a la ciudad entre semana: todo se sumaba para dar un resultado que no alcanzaba a comprender del todo.

—¿Qué es lo que quieres? —le preguntó—. No deberías estar aquí.

—Pues aquí estoy, ya ves —replicó Fly al tiempo que pasaba junto a Freddy para entrar en el vestíbulo—. Creí que te alegrarías de verme.

Freddy permitió que la puerta se cerrara, aún luchando contra sus pensamientos. Pero le llegaban de igual modo que en los sueños. No podía engarzar la presencia de Fly y sus dudas el tiempo suficiente para saber qué hacer con el uno y con las otras.

—Creo que echaré un vistazo por aquí —dijo Fly mientras se dirigía hacia el ascensor.

—¡Espera! No puedes hacer eso.

—¿Y qué es lo que voy a hacer? ¿Prender fuego al edificio?

—¡He dicho que no! —gritó Freddy y, sin hacer caso de su visión borrosa, fue tras Fly y se colocó delante de él para interponerse entre su hermano y el ascensor. El movimiento hizo desaparecer las lágrimas de sus ojos y, en cuanto se detuvo, pudo ver al visitante de forma clara.

—¡Tú no eres Fly! —exclamó.

Retrocedió hacia el recodo que había junto al ascensor, donde guardaba su arma, pero el extraño fue demasiado rápido. Estiró un brazo para sujetar a Freddy y, con lo que no pareció más que un golpecito en la muñeca, lo envió al otro lado del vestíbulo. Freddy soltó un alarido, pero ¿quién iba a acudir en su ayuda? No había nadie que guardara al guardia. Era hombre muerto.

Al otro lado de la calle, protegiéndose lo mejor que podía de las ráfagas de viento que bajaban por Park Avenue, Cortés (que había regresado a su base apenas un minuto antes) pudo ver cómo forcejeaba el portero en el suelo del vestíbulo. Cruzó la calle sorteando el tráfico y alcanzó la puerta justo a tiempo para ver cómo una figura se metía en el ascensor. Le pegó un puñetazo a la puerta y gritó para tratar de sacar al portero de su estupor.

—¡Déjeme entrar! Por el amor de Dios, ¡déjeme entrar!

Dos plantas más arriba, Jude escuchó lo que pensó que era una pelea doméstica y, como no quería que la refriega matrimonial de nadie le estropeara el buen humor, se disponía a cruzar la habitación para subir el volumen de la música cuando alguien llamó a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó.

Los golpes volvieron a sonar, pero no llegaron acompañados de respuesta alguna. Bajó el volumen en lugar de subirlo y se acercó a la puerta que, de forma obediente, había cerrado con llave después de echar la cadena. No obstante, el vino que había en su organismo la había vuelto incauta; forcejeó para quitar la cadena y, en el momento de abrir la puerta, se vio asaltada por las dudas. Demasiado tarde. El hombre que había al otro lado se aprovechó de inmediato. La puerta se abrió de par en par y el desconocido llegó hasta ella a la velocidad del vehículo que debería haberlo matado dos noches antes. Solo había señales casi imperceptibles de las heridas que le habían cubierto la cara de sangre, y en sus movimientos no se percibía el menor rastro de daño corporal. Se había curado milagrosamente. Solo su expresión reflejaba un eco de aquella noche. Estaba tan dolorida y perdida (incluso ahora, que había venido a matarla) como lo estaba cuando se enfrentaron el uno al otro en la calle. Sus manos se acercaron a ella, silenciando un grito tras las palmas.

—Por favor... —dijo él.

Si lo que le pedía era que muriera en silencio, lo llevaba claro.

Levantó la copa para rompérsela en la cara, pero el hombre interceptó el movimiento y se la quitó de la mano.

—¡Judith! —gritó.

Ella dejó de forcejear al escuchar su nombre, y él retiró la mano de su cara.

—¿Cómo cojones sabes quién soy?

—No quiero hacerte daño —dijo.

Tenía una voz suave y le olía el aliento a naranjas. Un deseo de lo más perverso le vino a la mente, pero lo desterró al instante. Aquel hombre había tratado de matarla, y esa charla no era más que un intento de acallarla hasta que lo intentara de nuevo.

—Apártate de mí.

—Tengo que contarte...

No se apartó, pero tampoco terminó la frase. Jude atisbo un movimiento detrás del hombre y él se percató de su expresión, con lo que giró la cabeza justo a tiempo para detener el golpe. Se tambaleó pero no cayó, y, convirtiendo su movimiento en un ataque con la elegancia propia de un bailarín, se abalanzó sobre el otro hombre con una fuerza tremenda. No era Freddy, según pudo comprobar Jude. Era Cortés, nada menos. El golpe del asesino lo mandó contra la pared y lo sacudió con tanta fuerza que hizo que los libros se cayeran de las estanterías; pero, antes de que los dedos del asesino se cerraran sobre su garganta, Cortés le dio un puñetazo en el vientre que debió de tocar un punto sensible, porque detuvo el ataque del desconocido e hizo que este lo soltara, con los ojos clavados por primera vez en el rostro de Cortés.

La expresión de dolor de su rostro se convirtió en otra cosa completamente distinta: en parte horror, en parte asombro, pero en su mayoría un sentimiento para el que ella no tenía nombre. Jadeando para recuperar el aliento, Cortés registró pocas o ninguna de esas emociones y se apartó de la pared con el fin de retomar su ataque. De todas formas, el asesino era rápido: estaba junto a la puerta y la había atravesado antes de que Cortés pudiera ponerle las manos encima. Cortés se tomó un momento para preguntar si Judith se encontraba bien (como así era) y corrió en su persecución.

Había comenzado a nevar de nuevo, y el velo de nieve se interponía entre Cortés y Pai. El asesino era rápido a pesar del daño que le habían causado, pero Cortés estaba decidido a no permitir que el cabrón se escapara. Siguió a Pai a lo largo de Park Avenue y al oeste por la 80; sus talones resbalaban sobre el suelo cubierto de aguanieve. En dos ocasiones su antagonista volvió la vista atrás, y la segunda vez pareció aminorar la velocidad, como si tuviera intenciones de detenerse y declarar una tregua; sin embargo, al parecer se lo pensó mejor y siguió corriendo todavía más deprisa. Lo llevó por Madison hacia Central Park. Cortés estaba seguro de que, si alcanzaba su refugio, desaparecería. Poniendo todas las fuerzas que le quedaban en la carrera, se colocó a una distancia mínima. Sin embargo, cuando extendió el brazo para atrapar al hombre se tropezó y cayó de bruces, agitando los brazos; se golpeó contra el suelo con fuerza suficiente como para perder la consciencia durante unos segundos. Cuando abrió los ojos, con el regusto de la sangre en la boca, esperaba ver cómo el asesino desaparecía entre las sombras del parque, pero el extraño señor Pai estaba de pie en el bordillo de la acera, mirándolo fijamente. No dejó de observarlo mientras Cortés se ponía en pie, y su rostro reflejaba una triste simpatía por sus magulladuras. Antes de que la persecución pudiese comenzar de nuevo habló, y su voz fue tan suave y fluida como el aguanieve.

—No me sigas —dijo.

—Déjala... en paz... de una puta... vez —jadeó Cortés e, incluso mientras pronunciaba las palabras, sabía que no tenía forma alguna de obligarle a cumplir esa orden en el estado en que se encontraba.

No obstante, la respuesta del hombre fue afirmativa.

—Lo haré —dijo—. Pero por favor, te lo ruego..., olvida que me has visto.

Mientras hablaba, comenzó a caminar de espaldas y, por un instante, el aturdido cerebro de Cortés casi creyó posible que el hombre desapareciera sin más, que probara ser un espíritu y no materia sólida.

—¿Quién eres? —se descubrió preguntando.

—Pai'oh'pah —respondió el hombre; su voz encajaba a la perfección con las suaves exhalaciones de esas sílabas.

—¿Pero quién eres?

—Nadie y nada —respondió una segunda vez, y acompañó sus palabras con otro paso atrás.

Dio otro y otro más, y cada paso añadía más capas de nieve entre ellos. Cortés comenzó a seguirlo, pero la caída había conseguido que le dolieran todas las articulaciones del cuerpo, por lo que sabía que la persecución estaría perdida antes de que hubiera recorrido tres metros. Se obligó a seguir adelante de todas formas, y llegó a una acera de la Quinta Avenida mientras que Pai'oh'pah alcanzaba la opuesta. La calle entre ellos estaba vacía, pero el asesino habló desde el otro extremo como si los separara un rugiente río.

—Vuelve —dijo—. O si vienes, prepárate...

Por absurdo que pareciera, Cortés respondió como si hubiese rápidos entre ellos.

—¿Que me prepare para qué? —gritó.

El hombre sacudió la cabeza e, incluso desde el otro lado de la calle, con la nieve entre ellos, Cortés se dio cuenta de la desesperanza y la confusión que reflejaba su rostro. No estaba seguro de por qué esa expresión le provocó un nudo en el estómago, pero así fue. Empezó a cruzar la calle, hundiendo un pie en el imaginario río. La expresión del rostro del asesino cambió: la desesperanza dio paso a la incredulidad, y la incredulidad a una especie de terror, como si el hecho de que Cortés vadeara la corriente resultara algo increíble, insoportable. Cuando estuvo a medio camino, el coraje del hombre se desvaneció. Los movimientos de negación de su cabeza se convirtieron en violentas sacudidas, y, echando la cabeza hacia atrás, dejó escapar un extraño sollozo. Entonces retrocedió, al igual que había hecho antes, y se alejó del protagonista de sus miedos —Cortés— como si temiera perder su consistencia. Si existía una magia semejante en el mundo (y aquella noche Cortés estaba dispuesto a creerlo), el asesino no era un experto. No obstante, sus pies pudieron hacer lo que la magia no había logrado. Cuando Cortés alcanzó la otra orilla del río, Pai'oh'pah se giró y huyó, trepando sobre la pared del parque sin que al parecer le importara lo que hubiera al otro lado: cualquier cosa con tal de desaparecer de la vista de Cortés.

Ya no tenía sentido seguirlo. El frío había empezado a conseguir que los magullados huesos le dolieran enormemente y, en semejantes condiciones, las dos manzanas que lo separaban del apartamento de Jude serían un camino largo y doloroso. Para cuando lo hubo recorrido, la nieve le había empapado todas las capas de ropa que llevaba. Le castañeaban los dientes, le sangraba la boca y tenía el cabello pegado al cráneo, de modo que no podría haber presentado un aspecto menos atractivo cuando se plantó ante la puerta principal. Jude lo estaba esperando en el vestíbulo, junto al avergonzado portero. Acudió en ayuda de Cortés tan pronto como este apareció, y el intercambio de palabras que mantuvieron fue corto y práctico: ¿estaba muy malherido? No. ¿El hombre había conseguido escapar? Sí.

—Ven arriba —le dijo—. Necesitas atención médica.

3

Ya se había producido demasiado dramatismo en el encuentro de Jude y Cortés esa noche para que ellos añadieran un poco más, de modo que no hubo arrebatos emocionales por parte de ninguno de los dos. Jude atendió a Cortés con su pragmatismo habitual. Él declinó una ducha, pero se enjuagó la cara y las extremidades heridas, y se lavó con cuidado las manos para quitarse la arena. A continuación, se puso una selección de ropa seca que ella había encontrado en el armario de Marlin, a pesar de que Cortés era más alto y más delgado que el ausente prestamista. Mientras lo hacía, Jude le preguntó si quería que llamara a un médico para que lo examinara. Se lo agradeció pero le dijo que no, que estaría bien. Y lo estuvo, una vez seco y limpio: dolorido, pero bien.

—¿Llamaste a la policía? —le preguntó desde la puerta de la cocina mientras observaba cómo Judith preparaba un té darjeeling.

—No merece la pena —le respondió—. Ya conocen al tipo ese de la última vez. Tal vez le diga a Marlin que llame más tarde.

—¿Es la segunda vez que lo intenta? —Ella asintió—. Bueno, si te sirve de consuelo, no creo que vuelva a hacerlo de nuevo.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Parecía dispuesto a lanzarse bajo un coche.

—No creo que eso le hiciera mucho daño —respondió Jude, que pasó a contarle el incidente del Village para terminar con la milagrosa recuperación del asesino—. Debería estar muerto —añadió—. Tenía la cara destrozada... Es increíble que pudiera ponerse en pie siquiera. ¿Quieres leche o azúcar?

—Mejor un chorrito de whisky. ¿Marlin bebe?

—No es un experto como tú.

Cortés se echó a reír.

—¿Así es como me describes? ¿Cortés, el alcohólico?

—No. A decir verdad, no te describo en absoluto —contestó, un poco avergonzada—. Lo que quiero decir es que estoy segura de haberle mencionado tu nombre a Marlin de pasada, pero tú eres... No sé... Eres un oscuro secreto.

Esa reminiscencia de la colina de las cometas le trajo a la memoria al hombre para quien trabajaba.

—¿Has hablado con Estabrook?

—¿Por qué debería hacerlo?

—Ha tratado de ponerse en contacto contigo.

—No quiero hablar con él.

Dejó su té sobre la mesa del salón, buscó el whisky escocés y lo colocó junto a la taza.

—Sírvete tú mismo —le dijo.

—¿Tú no vas a tomarte una copita?

—Té, pero whisky no. Mi cerebro ya está bastante confuso en estos momentos. —Se dirigió de nuevo a la ventana con la taza de té en las manos—. Hay demasiadas cosas que no comprendo sobre todo esto —dijo—. Para empezar, ¿por qué estás aquí?

—Odio sonar melodramático, pero de verdad creo que deberías sentarte antes de empezar esta discusión.

—Limítate a decirme lo que está ocurriendo —añadió; su voz estaba cargada de acusaciones——. ¿Desde cuándo me vigilas?

—Desde hace unas horas.

—Creí verte siguiéndome hace un par de días.

—No era yo. He estado en Londres hasta esta mañana.

Jude pareció confusa al escuchar aquello.

—Entonces, ¿qué sabes de ese hombre que está tratando de matarme?

—Dijo que se llamaba Pai'oh'pah.

—Me importa una puta mierda cómo se llame —dijo Jude, y su fachada de desapego cayó por fin—. ¿Quién es? ¿Por qué quiere hacerme daño?

—Porque lo contrataron.

—¿Cómo dices?

—Lo contrataron. Estabrook.

El té se derramó de la taza cuando un estremecimiento atravesó su cuerpo.

—¿Para matarme? —preguntó—. ¿Contrató a alguien para matarme? No te creo. Esto es una locura.

—Está obsesionado contigo, Jude. Es su manera de asegurarse de que no perteneces a nadie más.

Judith alzó la taza hasta su rostro, aferrándola con ambas manos; tenía los nudillos tan blancos que resultaba un milagro que la porcelana no se cascara como un huevo. Dio un sorbo con expresión sombría. En ese momento soltó la misma negativa, si bien de forma más tajante:

—No te creo.

—Ha tratado de hablar contigo para avisarte. Contrató a ese hombre y después cambió de idea.

—¿Cómo sabes todo eso? —Ahí estaba de nuevo la acusación.

—Me envió para detenerlo.

—¿También te contrató a ti?

No resultaba agradable escucharlo de sus labios, pero sí, no era más que otro al que había contratado. Era como si Estabrook hubiese contratado a dos perros para que siguieran el rastro de Judith (uno que le diera muerte y otro que asegurara su vida) y dejara que el destino decidiera quién la atrapaba primero.

»Tal vez me tome un buen trago —dijo y se dirigió hacia la mesa para coger la botella.

Cortés se levantó para servírselo, pero el movimiento fue suficiente para que ella se detuviera en seco, y él se dio cuenta de que le tenía miedo. Le tendió la botella desde lejos. Ella no la cogió.

—Creo que deberías marcharte —dijo—. Marlin volverá pronto. No quiero que estés aquí cuando...

Él comprendía su nerviosismo, pero se sintió un poco dolido por ese cambio de actitud. Mientras había renqueado sobre la nieve de regreso al apartamento, una diminuta parte de él había tenido la esperanza de que la gratitud de Jude incluyera un abrazo o, al menos, unas cuantas palabras que le permitieran saber si sentía algo por él. Sin embargo, estaba manchado por la culpa de Estabrook. No estaba allí como su campeón, sino como el agente de su enemigo.

—Si eso es lo que quieres... —dijo.

—Es lo que quiero.

—Solo una petición: si le cuentas a la policía lo de Estabrook, ¿te importaría dejarme fuera del asunto?

—¿Por qué? ¿Has vuelto a tus antiguos negocios con Klein?

—Dejemos las razones a un lado. Limítate a fingir que ni siquiera me has visto.

Ella se encogió de hombros.

—Supongo que podría hacerlo.

—Gracias —replicó—. ¿Dónde has puesto mi ropa?

—No estarán secas. ¿Por qué no te dejas puesto lo que llevas?

—Será mejor que no —respondió, incapaz de reprimir un pequeño aguijonazo—. Quién sabe lo que podría pensar Marlin.

Ella no mordió el anzuelo; al contrario, dejó que fuera a cambiarse. Había colgado la ropa en la barra del calentador de toallas del cuarto de baño y gracias a eso se había secado un poco; no obstante, cuando empezó a ponérsela, la humedad casi fue suficiente para que se retractara de lo dicho y se quedara con la ropa del amante ausente. Casi, pero no lo bastante. Una vez que se hubo cambiado, volvió al salón y se la encontró de nuevo frente a la ventana, como si esperara el regreso del asesino.

—¿Cómo has dicho que se llamaba? —preguntó.

—Algo así como Pai'oh'pah.

—¿Qué idioma es ese? ¿Árabe?

—No lo sé.

—Bien, ¿le dijiste que Estabrook ha cambiado de opinión? ¿Le dijiste que me dejara en paz?

—No tuve oportunidad —dijo en voz baja.

—¿Así que puede volver e intentarlo de nuevo?

—Como te he dicho, no creo que lo haga.

—Lo ha intentado dos veces. Tal vez esté ahí fuera pensando: «a la tercera va la vencida». Hay algo... sobrenatural en él, Cortés. ¿Cómo coño ha podido curarse tan rápido?

—Tal vez no estuviera tan malherido como parecía.

Ella no estaba muy convencida.

—Un nombre como ese... no puede ser difícil de rastrear.

—No lo sé, creo que los hombres como él... son casi invisibles.

—Marlin sabrá qué hacer.

—Cuánto me alegro por él.

Jude inspiró profundamente.

—Supongo que debería agradecértelo —le dijo; su tono no reflejaba la más mínima gratitud.

—No te molestes —replicó—. Solo soy un asalariado. Solo lo hice por el dinero.

4

Desde las sombras de un portal en la calle 79, Pai'oh'pah contempló cómo John Furia Zacharias salía del edificio de apartamentos, se subía el cuello de la chaqueta alrededor de la nuca y examinaba la calle de arriba abajo en busca de un taxi. Habían pasado muchos años desde que los ojos del asesino disfrutaran del placer que obtenían en aquel momento, al verlo. Durante ese intervalo de tiempo, el mundo había cambiado en muchos sentidos. Pero aquel hombre parecía intacto. Era una constante, libre de alteraciones debido a su propia falta de memoria; siempre nuevo para sí mismo y, por tanto, intemporal. Pai lo envidiaba. Para Cortés, el tiempo era un gas que disolvía las heridas y la conciencia de sí mismo. Para Pai, era un saco en el que cada día, cada hora, se colocaba otra piedra, un saco que iba doblando su espalda hasta romperla. Y, hasta esa misma noche, no se había atrevido a albergar ninguna esperanza de que su peso fuera a disminuir. Pero allí, caminando calle abajo por Park Avenue, había un hombre en cuyo poder yacía la fuerza para recomponer todas las cosas rotas, incluso el espíritu de Pai. Especialmente, el espíritu de Pai. Estaba claro que su encuentro tenía algún tipo de significado, ya fuese producto de la casualidad o de los inescrutables designios del Invisible.

Minutos antes, aterrado por las implicaciones de lo que estaba ocurriendo, Pai había tratado de conseguir que Cortés se alejara y, debido a su fracaso, había huido. Ahora, ese miedo le parecía estúpido. ¿Qué era lo que tenía que temer? ¿Los cambios? Esos serían bienvenidos. ¿La revelación? Lo mismo podría decirse. ¿La muerte? ¿Qué le importaba la muerte a un asesino? Si llegaba, llegaba; no había razón para dar la espalda a semejante oportunidad. Sintió un estremecimiento. Hacía frío allí en el portal; y también en ese siglo. Sobre todo para un alma como la suya, que adoraba la primavera, cuando la subida de la savia y el sol hacían que todas las cosas parecieran posibles. Hasta ese momento, había renunciado a la esperanza de que semejante época de florecimiento pudiera regresar alguna vez. Se había visto obligado a cometer demasiados crímenes en ese mundo sin alegría. Había roto demasiados corazones. Ambos lo habían hecho, al parecer. Pero, ¿qué ocurriría si se vieran obligados a buscar esa elusiva primavera por el bien de aquellos a los que habían dejado huérfanos y angustiados? ¿Qué ocurriría si su deber consistiera en tener esperanza? En ese caso, su negativa a esa reunión, su huida, era otro crimen que añadir a su carga. ¿Acaso todos esos años en soledad lo habían convertido en un cobarde? Nunca.

Se enjugó las lágrimas, abandonó el umbral y siguió a la figura desaparecida; mientras caminaba, no podía dejar de albergar la osada esperanza de que hubiese otra primavera, seguida por un verano de reconciliaciones.

Capítulo 8

Cuando regresó al hotel, el primer impulso de Cortés fue llamar a Jude. Ella había dejado muy claro lo que sentía por él, por supuesto, y el sentido común decretaba que dejara aquel pequeño drama tal y como estaba, pero había vislumbrado demasiados enigmas esa noche como para pasar por alto la inquietud que sentía y olvidar el asunto. A pesar de que las calles de aquella ciudad eran grandes, con edificios bien identificados y numerados; a pesar de que las avenidas estaban lo bastante iluminadas incluso durante la noche como para desvanecer la ambigüedad, se sentía como si estuviese en la frontera de alguna tierra desconocida, a punto de cruzarla sin ser consciente siquiera de que lo estaba haciendo. Y si la cruzaba, ¿no sería posible que Jude también lo hiciera? Sin embargo, si bien Jude parecía decidida a que sus vidas tomaran caminos diferentes, en el interior de Cortés aún se alzaba la oscura sospecha de que sus destinos estaban entrelazados.

No tenía una explicación lógica para aquello. La sensación era un misterio, y los misterios no eran su especialidad. Eran el tema de conversación de sobremesa, cuando, bajo los efectos del brandy y la luz de las velas, la gente confesaba ciertas obsesiones que no hubieran sacado a colación una hora antes. Bajo semejante influencia, había oído a los racionalistas confesar su devoción por los horóscopos de las revistas; había escuchado a los ateos afirmar que presenciaban apariciones divinas; había escuchado cuentos acerca de la comunicación psíquica entre hermanos y pronunciamientos proféticos en el lecho de muerte. Todos habían sido bastante divertidos a su manera. Pero aquello era algo completamente diferente. Aquello le estaba ocurriendo a él, y eso lo asustaba.

Al final, se rindió a la inquietud. Buscó el número de Marlin y llamó al apartamento. El amiguito cogió el teléfono.

Parecía nervioso, y se puso aun peor cuando Cortés se identificó.

—No sé a qué coño está jugando —dijo.

—Esto no es un juego —replicó Cortés.

—Manténgase apartado de este apartamento...

—No tengo la menor intención...

—... porque si veo su cara por aquí, le juro...

—¿Puedo hablar con Jude?

—Judith no...

—Estoy en el otro teléfono —dijo Judith.

—¡Judith, cuelga el teléfono! No querrás hablar con este capullo...

—Tranquilízate, Marlin.

—Ya lo ha oído, Mervin. Tranquilícese.

Marlin colgó el auricular con un fuerte golpe.

»Un poco suspicaz, ¿no te parece? —preguntó Cortés.

—Cree que todo ha sido cosa tuya.

—Entonces, ¿le has hablado de Estabrook?

—No, todavía no.

—Vas a limitarte a culpar al recadero, ¿no es eso?

—Mira, siento mucho algunas cosas de las que dije. No pensaba con claridad. Si no hubiera sido por ti, quizás ahora estaría muerta.

—No hay «quizás» que valga —dijo Cortés—. Nuestro amigo Pai iba muy en serio.

—Desde luego, quería algo —replicó ella—. Pero no estoy segura de que ese algo fuese cometer un asesinato.

—Trataba de estrangularte, Jude.

—¿De verdad? ¿O solo trataba de acallarme? Tenía una mirada de lo más extraña...

—Creo que deberíamos hablar esto cara a cara —dijo Cortés—. ¿Por qué no te escapas de tu queridito para tomar una copa tardía? Puedo recogerte justo a la puerta del edificio. Estarás bastante a salvo.

—No creo que sea una buena idea. Tengo que hacer el equipaje. He decidido regresar a Londres mañana.

—¿Lo tenías planeado?

—No, lo que pasa es que me sentiría más segura si estuviera en casa.

—¿Mervin va contigo?

—Se llama Marlin. Y no, no viene conmigo.

—Menudo imbécil.

—Mira, será mejor que me vaya. Gracias por pensar en mí.

—No ha sido muy difícil —dijo—. Y si te sientes sola entre esta noche y mañana por la mañana...

—Eso no ocurrirá.

—Nunca se sabe. Estoy en el Omni. Habitación uno-cero-tres. Hay una cama doble.

—En ese caso, tendrás mucho sitio.

—Pensaré en ti —dijo. Hizo una pausa y añadió—: Me alegro de haberte visto.

—Me alegro de que te alegres.

—¿Eso significa que tú no?

—Eso significa que tengo que hacer el equipaje. Buenas noches, Cortés.

—Buenas noches.

—Pásalo bien.

Cortés hizo el poco equipaje que tenía que hacer y a continuación pidió una pequeña cena: un sándwich vegetal de pollo, helado, bourbon y café. El calor de la habitación, después del frío gélido de la calle y los esfuerzos que había hecho, lo hacía sentirse un poco perezoso. Se desvistió y cenó desnudo frente al televisor, mientras se quitaba las migas del vello púbico como si fueran ladillas. Cuando le tocó el turno al helado, estaba demasiado cansado para comer, de modo que se bebió el bourbon (que al instante le pasó factura) y se fue a la cama, dejando la televisión encendida en la habitación de al lado, después de haberle bajado el volumen hasta que no fue más que un soporífero murmullo.

Su cuerpo y su mente fueron por distintos derroteros. El primero, libre de las instrucciones de la conciencia, respiró, rodó, sudó e hizo la digestión. La segunda se puso a soñar. Primero con Manhattan servida en un plato, esculpida al más mínimo detalle. Después, con un camarero que hablaba en susurros y le preguntaba si el señor quería «noche»; y la noche llegó en forma de un sirope de arándano derramado por encima del plato que caía en viscosos regueros sobre las calles y los edificios. Entonces, de repente, Cortés se encontró caminando por esas calles, entre esos edificios, de común acuerdo con una sombra en cuya compañía se encontraba muy a gusto y que giró cuando llegaron a un cruce y le pasó un dedo ligero como una pluma por la mitad de la frente, como si fuera Miércoles de Ceniza.

A Cortés le agradó el contacto y abrió ligeramente la boca para lamer la yema del dedo de la sombra, que volvió a acariciarlo en el mismo lugar. Se estremeció de placer y deseó distinguir algo en la oscuridad que envolvía la silueta para poder verle la cara. En un esfuerzo por vislumbrar algo, abrió los ojos y volvió a reunir cuerpo y mente en un mismo punto. Estaba de vuelta en su habitación del hotel y la única luz provenía del parpadeo de la televisión, que se reflejaba en el barniz de una puerta medio abierta. A pesar de que estaba despierto, la sensación continuaba; pero ahora había que añadirle un sonido: un débil suspiro que lo excitaba. Había una mujer en la habitación.

—¿Jude? —dijo.

Ella le apretó la palma de la mano contra la boca abierta para silenciar su pregunta, si bien ya la había respondido. No podía distinguirla en la oscuridad, pero cualquier reminiscencia de duda que pudiera albergar sobre si ella pertenecía al sueño del que acababa de despertar desapareció en cuanto su mano se apartó de la boca para dirigirse al pecho. Cortés se incorporó en la oscuridad para atrapar su rostro y acercarlo hasta su boca, contento de que la penumbra ocultara la expresión de satisfacción que tenía. Había venido a él. Después de todas las señales de rechazo que le había enviado en el apartamento (a pesar de Marlin, a pesar de las calles peligrosas, a pesar de la hora, a pesar de la amarga historia que compartían), había venido y había llevado consigo el milagro de su cuerpo hasta la cama.

Si bien no podía verla, la oscuridad era como un lienzo negro y él la dibujó allí a la perfección; un despliegue de belleza que lo contemplaba. Cortés le acarició las perfectas mejillas. Estaban más frías que las palmas de sus manos, que en ese momento notaba sobre su vientre y que lo apretaban con más fuerza mientras se colocaba sobre él. Una exquisita sincronía envolvía cada paso de su mutuo intercambio. Pensó en su lengua y la saboreó; imaginó sus pechos y ella llevó sus manos hasta ellos; deseó que ella dijera algo y ella lo hizo (Dios, qué cosas dijo), palabras que él no se habría atrevido a admitir que quería escuchar.

—Tengo que hacer esto... —dijo ella.

—Lo sé. Lo sé.

—Perdóname.

—¿Qué es lo que hay que perdonar?

—No puedo vivir sin ti, Cortés. Nos pertenecemos el uno al otro, como marido y mujer.

Al estar allí con ella, tan cerca después de una ausencia tan larga, la idea del matrimonio no le parecía tan descabellada. ¿Por qué no reclamarla de una vez por todas?

—¿Quieres casarte conmigo? —murmuró.

—Pídemelo de nuevo otra noche —replicó ella—. Ahora te lo estoy pidiendo yo.

Volvió a colocarle la mano sobre ese ungido lugar en mitad de su frente.

»No digas nada —susurró—. Es posible que lo que desees ahora no sea lo que desees mañana...

Él abrió la boca para mostrar su desacuerdo, pero el pensamiento se perdió entre el cerebro y la lengua, demorado por los movimientos que ella estaba realizando sobre su frente. Desde ese lugar irradiaba una calma que se extendía hacia abajo, a través de su torso, y que le llegaba hasta la punta de los dedos. Gracias a esa calma, el dolor de sus magulladuras se desvaneció. Elevó las manos sobre su cabeza y se estiró para permitir que esa bendición lo atravesara sin dificultades. Libre de los dolores a los que ya se había acostumbrado, su cuerpo se sintió como si acabaran de crearlo: resplandeciente e invisible.

—Quiero estar dentro de ti —dijo.

—¿Hasta dónde?

—Hasta el fondo.

Trató de apartar la oscuridad para vislumbrar su respuesta, pero su vista resultó ser un pobre explorador y regresó de lo desconocido sin noticias. El simple parpadeo de la televisión, reflejado en el brillo del ojo de Jude y devuelto de nuevo hacia la negra oscuridad, le hizo imaginar que un destello de luz recorría el cuerpo de la mujer con un brillo opalescente. Comenzó a sentarse para ver su rostro, pero ella ya se deslizaba hacia abajo sobre la cama; momentos después, sintió sus labios sobre el vientre y, más tarde, sobre la punta de la polla, que se metió en la boca poco a poco, jugueteando con la lengua a medida que lo hacía, hasta que Cortés creyó que perdería el control. Se lo advirtió en un murmullo; ella lo liberó para, un segundo más tarde, tragársela de nuevo.

La falta de visión potenciaba las caricias. Sintió todos y cada uno de los movimientos de su lengua y sus dientes jugueteando sobre él, sobre su polla alzada ante su apetito; su miembro se convirtió en algo enorme, algo que creció hasta alcanzar el mismo tamaño que su cuerpo: un torso venoso y una cabeza ciega que yacía sobre la cama de su vientre, húmedo de principio a fin, y que se estiraba y se estremecía mientras ella, la oscuridad, se lo tragaba hasta el fondo. Ahora era todo sensaciones y era ella quien se las proporcionaba; su cuerpo estaba esclavizado por el placer, incapaz de recordar nada y de ocultar que se estaba deshaciendo. Dios, qué bien sabía lo que le gustaba; ponía mucho cuidado en no hacerle perder los nervios con las repeticiones y colmó de esperma células que ya estaban llenas a reventar, hasta que Cortés estuvo listo para correrse hasta desangrarse y morir gracias a sus caricias, y de buena gana.

Otro rayo de luz rompió el trance en el que lo habían sumido las sensaciones; estaba entero una vez más (su polla con su modesta longitud) y ella ya no era oscuridad, sino un cuerpo a través del cual parecían pasar oleadas de iridiscencia. Solo lo «parecía», claro. Aquello no era más que una invención de su visión hambrienta. Pero sucedió de nuevo: una luz sinuosa la atravesó para después desaparecer. Invención o no, le hizo desearla aún más, de modo que colocó los brazos bajo sus hombros, la levantó y la apartó de él. Ella rodó hasta su costado y Cortés estiró la mano para desvestirla. Ahora que yacía contra las sábanas blancas, su silueta era visible, aunque vagamente. Ella se movió bajo su mano, arqueando el cuerpo hacia sus caricias.

—Dentro de ti —le dijo Cortés, mientras se abría paso a través de los húmedos pliegues de su ropa.

Judith se quedó inmóvil junto a él; su respiración perdió la irregularidad. Cortés dejó al descubierto sus pechos, llevó la lengua hasta ellos y bajó la mano hasta la cintura de su falda para descubrir que se había cambiado para el viaje y llevaba vaqueros. Tenía las manos colocadas sobre el cinturón, casi como si quisiera impedirle que avanzara. Pero no estaba dispuesto a que lo retrasaran o le impidieran nada. Bajó los vaqueros alrededor de sus caderas y notó una piel tan suave que casi parecía líquida bajo sus dedos; todo su cuerpo era una ligera curva, una especie de ola a punto de romper sobre él.

Por primera vez desde que apareciera, pronunció su nombre, con vacilación, como si en aquella oscuridad dudara de repente de que él fuese real.

—Estoy aquí —dijo Cortés—. Siempre.

—¿Esto es lo que quieres? —preguntó.

—Por supuesto que sí. Por supuesto —respondió él y colocó la mano sobre su sexo.

En aquella ocasión, cuando llegó la iridiscencia resultó casi brillante y grabó en la mente de Cortés la imagen de su entrepierna mientras él deslizaba los dedos por encima y entre sus labios. Cuando la luz desapareció, dejando atrás la reminiscencia del resplandor, lo distrajo un poco el sonido de un timbre, al principio remoto, pero más cercano con cada repetición. ¡El teléfono, joder! Hizo lo que pudo por ignorarlo, pero fracasó; de modo que estiró la mano hacia la mesilla donde se encontraba y arrancó el auricular de la base para lanzarlo lejos y volver a ella en un mismo y elegante movimiento. El cuerpo que había bajo él volvía a estar completamente inmóvil. Se subió encima de ella y se introdujo en su interior. Era como estar enfundado en seda. Jude le colocó ¡os brazos alrededor del cuello, sus dedos resultaron ser fuertes, y alzó un poco la cabeza de la almohada para buscar sus besos. A pesar de que sus bocas estaban unidas, pudo oírla pronunciar su nombre («¿... Cortés? ¿Cortés...?») con el mismo tono interrogante que había utilizado antes. No permitió que su memoria lo apartara del placer del presente, sino que encontró su ritmo: largas y lentas embestidas. Recordaba que era una mujer a la que le gustaba que él se tomara su tiempo. En la cima de su relación, habían hecho el amor desde el anochecer al alba en muchas ocasiones, entre juegos y bromas, deteniéndose solo para bañarse y poder tener el placer de cubrirse de sudor de nuevo. Le clavaba los dedos con fuerza en la espalda, apretándolo contra ella en cada embestida, Y todavía podía escuchar su voz, amortiguada por los velos de su propio agotamiento:

—¿Cortés? ¿Estás ahí?

—Estoy aquí —murmuró.

Una nueva oleada de luz se alzó a través de ellos, y el placer se convirtió en una hazaña visionaria mientras contemplaba cómo se deslizaba sobre sus pieles y cómo se intensificaba su brillo con cada embestida.

De nuevo le preguntó:

—¿Estás ahí?

¿Cómo podía dudarlo? Jamás había estado tan presente como en aquel acto; jamás tan compenetrado consigo mismo como cuando estaba enterrado en el otro sexo.

—Estoy aquí—dijo.

No obstante, ella volvió a preguntárselo y, en esa ocasión, aunque su mente estaba obcecada en el placer, la diminuta voz de la razón murmuró que no era su dama la que estaba haciendo esa pregunta, sino la mujer al otro lado del teléfono. Había descolgado el auricular, pero ella le hacía preguntas al vacío de la línea y exigía una respuesta. En esa ocasión sí prestó atención. No había cometido ningún error al identificar su voz. Era la de Jude. Y si Jude estaba al otro lado de la línea, ¿a quién coño se estaba follando?

Fuera quien fuese, sabía que el engaño había terminado. Le apretó con más fuerza en la parte baja de la espalda y las nalgas, y elevó las caderas para introducirlo aún más en su funda, al tiempo que el sexo de la mujer se contraía alrededor de la polla como si quisiera evitar que abandonara su guarida. Pero él sabía controlarse lo suficiente como para resistirse y salir de su interior, con el corazón latiendo como un loco encerrado en la cárcel de su pecho.

—¿Quién cojones eres tú?

Ella todavía tenía las manos sobre él. Su calidez y sus exigencias, que tanto lo habían excitado momentos antes, ahora lo enervaban. La apartó de él de un manotazo y comenzó a estirar el brazo hacía la lámpara que había en la mesilla. Entretanto, ella agarró su erección y deslizó la palma a lo largo del miembro. Su caricia era tan persuasiva que a punto estuvo de sucumbir a la idea de introducirse en ella de nuevo, a tomar su anonimato como carte blanche y complacer en la oscuridad cada uno de los deseos que pudiese imaginar. Ella estaba colocando los labios en el lugar que acababa de abandonar su mano, succionándolo hacia el interior de su boca. En dos segundos, recuperó la dureza que había perdido.

En aquel momento, el pitido de la línea alcanzó sus oídos. Jude se había rendido y había dejado de intentar establecer contacto. Puede que hubiera escuchado sus jadeos y las promesas que había hecho en la oscuridad. Aquella idea le produjo una nueva oleada de furia. ¿Qué lo había poseído para desear a alguien que ni siquiera podía ver? ¿Y qué clase de puta se ofrecía a sí misma de aquella manera? ¿Una enferma? ¿Una deformada? ¿Una psicótica? Tenía que descubrirlo. Por repulsiva que fuera, ¡tenía que verla!

Estiró el brazo hacia la lámpara por segunda vez y notó cómo se agitaba la cama cuando la zorra se preparó para hacer su huida. Manoteando en busca del interruptor, tiró la lámpara al suelo. No se rompió, pero la luz apuntaba al techo y proporcionaba un resplandor apagado a la habitación. De pronto, con temor a que ella lo atacara, se giró sin colocar la lámpara y descubrió que la mujer ya había recuperado su ropa del barullo de sábanas y se retiraba hacia la puerta del dormitorio. Sus ojos se habían alimentado de sombras y proyecciones durante demasiado tiempo y, en aquel momento, cuando se encontraron con la sólida realidad, estaban atolondrados. Medio oculta por las sombras, la mujer era un compendio de formas cambiantes: el rostro borroso; el cuerpo cubierto de manchas; pulsos de iridiscencia, ahora lentos, que la atravesaban desde la coronilla hasta la punta de los pies. El único elemento fijo en ese devenir eran sus ojos, que lo contemplaban de forma implacable. Cortés se pasó la mano de la frente a la barbilla con la esperanza de hacer desaparecer la ilusión y, en esos segundos, ella abrió la puerta para escapar. Él saltó de la cama, todavía decidido a ir más allá de la confusión para conocer la grotesca verdad y saber con quién había estado echando un polvo, pero ella casi había atravesado la puerta y la única forma de detenerla fue agarrarla del brazo.

Fuera cual fuese el poder que había aturdido sus sentidos, el engaño se vino abajo en cuanto la tocó. Las formas cambiantes de su rostro se estabilizaron como las piezas de un rompecabezas que no pararan de girar hasta encontrar su lugar, y ocultaron todas las restantes e innumerables configuraciones (extrañas, maltrechas, bestiales, fascinantes) tras el caparazón de una realidad congruente. Conocía esos rasgos ahora que se habían detenido. Ahí estaban las rastas, enmarcando un rostro de simetría exquisita. Ahí estaban las cicatrices que se habían curado a una velocidad sobrenatural. Ahí estaban los labios que horas antes habían descrito a su poseedor como un don nadie. ¡Era un embuste! Ese don nadie tenía al menos dos trabajos: asesino y puta. Ese don nadie tenía un nombre.

—Pai'oh'pah.

Cortés soltó el brazo del hombre como si fuera venenoso. Sin embargo, la silueta que había ante él no volvió a diluirse y Cortés se sintió casi agradecido. Ese caos alucinatorio le había resultado estresante, pero la solidez que ocultaba lo aturdía aún más. Todas las imágenes a las que había dado forma en la oscuridad (el rostro de Judith, los pechos de Judith, su vientre, su sexo), todas habían sido una ilusión. La criatura con la que había copulado, con la que casi se había corrido, ni siquiera era del mismo sexo que ella.

Cortés no era ni un hipócrita ni un puritano. Le gustaba demasiado el sexo como para condenar cualquier expresión de lujuria y, aunque desalentaba los cortejos de los homosexuales que se sentían atraídos hacia él, lo hacía por indiferencia, no por repulsión. Así pues, el asombro que sentía se debía a la fuerza del engaño con el que lo habían atrapado, no al sexo que ostentaba el embaucador.

—¿Qué es lo que me has hecho? —Fue todo lo que pudo decir—. ¿Qué has hecho?

Pai'oh'pah no se movió de su sitio, a sabiendas quizá de que su desnudez era su mejor defensa.

—Quería curarte —dijo. Aunque temblorosa, había música en su voz.

—Me has dado alguna droga.

—¡No! —dijo Pai.

—¡No me digas que no! ¡Creí que eras Judith! ¡Me dejaste creer que eras Judith! —Se miró las manos y luego el cuerpo grande y esbelto que tenía ante él—. La acaricié a ella, no a ti. —De nuevo, la misma queja—: ¿Qué es lo que me has hecho?

—Te di lo que querías —dijo Pai.

Cortés no tenía réplica para aquello. A su manera, era cierto. Frunció el ceño y se olió las palmas de las manos, como si pudiera haber restos de alguna droga en su sudor. Pero solo pudo distinguir el hedor del sexo, del calor de la cama que había a sus espaldas.

»Se te pasará mañana.

—Vete a tomar por culo de aquí —replicó Cortés—. Y si te acercas a Judith de nuevo, te juro... te juro... que te descuartizaré.

—Estás obsesionado con ella, ¿verdad?

—¿Y a ti qué coño te importa?

—Te hará daño.

—Cierra la boca.

—Lo hará, ya lo verás.

—¡Te he dicho —gritó Cortés— que cierres la puta boca!

—Su lugar no está a tu lado —fue la respuesta.

Esas palabras provocaron la erupción de una nueva oleada de furia en el interior de Cortés. Estiró un brazo hacia Pai y atrapó su garganta. El montón de ropa cayó de los brazos del asesino y lo dejó desnudo. No trató de defenderse; lo único que hizo fue levantar las manos y colocarlas con suavidad sobre los hombros de Cortés. Aquel gesto solo consiguió ponerlo más furioso. Dejó escapar una retahíla de improperios, pero el rostro plácido que tenía frente a él aceptó sin inmutarse tanto las salpicaduras de saliva como la ira. Cortés lo sacudió y clavó los pulgares en la garganta del hombre para aplastarle la tráquea. Aun así, Pai ni se resistió ni se desplomó; se limitó a permanecer de pie frente a su atacante, como un santo que aguardara su martirio.

A la postre, sin aliento debido a la rabia y los esfuerzos, Cortés soltó la garganta de Pai y se apartó de la criatura con la sospecha reflejada en los ojos. ¿Por qué aquel tipo no había tratado de defenderse ni había caído? Cualquier cosa era mejor que aquella enfermiza pasividad.

—Lárgate —le ordenó Cortés.

Pai siguió sin moverse y lo contempló con ojos compasivos.

»¿Quieres largarte ya? —dijo Cortés de nuevo, pero en esta ocasión lo hizo en un tono más suave y, esta vez, el mártir respondió.

—Si eso es lo que quieres...

—Lo es.

Observó cómo Pai'oh'pah se agachaba para recoger las ropas esparcidas en el suelo. Al día siguiente, todo se aclararía, pensó. Habría purgado aquel delirio de su organismo y aquellos sucesos (Jude, la persecución, la casi violación que él mismo había estado a punto de padecer a manos del asesino) serían un cuento que narrarle a Klein, a Clem y a Taylor cuando regresara a Londres. Les gustaría mucho. Al darse cuenta de que ahora estaba más desnudo que el otro hombre, se giró hacia la cama y arrancó la sábana para cubrirse.

Entonces se produjo un momento extraño, cuando supo que el cabrón todavía estaba en la habitación, que todavía lo miraba, y que lo único que podía hacer era esperar a que se marchara. Fue extraño porque le recordó otras salidas de otros dormitorios: sábanas arrugadas, el frescor del sudor en la piel, la confusión y la sensación de culpa que mantenían las miradas a raya. Esperó y esperó, hasta que al final escuchó que la puerta se cerraba. Incluso entonces no se dio la vuelta, se limitó a escuchar los sonidos de la habitación para estar seguro de que no había más que una respiración: la suya. Cuando finalmente miró hacia atrás y vio que Pai'oh'pah se había marchado, se envolvió en la sábana como si fuera una toga con la que ocultarse del vacío de la habitación, que lo contemplaba con algo demasiado parecido a la reflexión para su paz mental. A continuación, cerró con llave la puerta de la habitación y se tambaleó hacia la cama, donde escuchó el interior de su aturdida mente como si fuera el vacío de una línea telefónica.

Capítulo 9

1

Oscar Esmond Godolphin tenía por costumbre recitar una pequeña oración de alabanza a la democracia cuando, después de uno de sus viajes a los Dominios, volvía a pisar suelo inglés. Siendo esas visitas extraordinarias (y por muy calurosa que fuese la bienvenida que recibía en los distintos kesparates de Yzordderrex), la ciudad—estado era una autocracia llevada al extremo y sus excesos eclipsaban las represiones acaecidas en el país donde había nacido. En especial, de un tiempo a esta parte. Incluso su gran amigo y socio comercial del Segundo Dominio, Hebbert Nuits-St-Georges, llamado «Pecador» por aquellos que lo conocían bien y cuyos negocios le habían procurado pingües beneficios gracias a los supersticiosos y a los desconsolados del Segundo Dominio, solía afirmar con frecuencia que el orden de Yzordderrex era cada día más inestable, por lo que no tardaría mucho en sacar a su familia de la ciudad (es más, pensaba sacarlos de ese Dominio) y en buscar un nuevo hogar donde no tuviera que soportar el hedor a cadáveres incinerados cuando abriera las ventanas por la mañana. Hasta el momento solo era palabrería. Godolphin conocía a Pecador hasta el punto de saber con certeza que el hombre se quedaría donde estaba mientras no hubiera agotado todas sus existencias de ídolos, reliquias y amuletos procedentes del Quinto Dominio y, por tanto, no pudiese obtener más beneficios. Y puesto que era el mismo Godolphin quien lo proveía de tales objetos (la mayoría no era más que simples baratijas terrestres veneradas en los diferentes Dominios a causa de su lugar de origen), y dado que no pensaba dejar de suministrárselos hasta que no lo abandonara la fiebre por coleccionar objetos y pudiera, de ese modo, intercambiar tales baratijas por artilugios de Imajica, el negocio de Pecador seguiría prosperando. Era un intercambio de talismanes y no era probable que ninguno de los hombres se hartara de él a corto plazo.

Como tampoco era previsible que Godolphin se hartara de ser un inglés en una de las ciudades más radicalmente opuestas a todo lo británico. En el pequeño, si bien influyente, círculo en el que se movía, era reconocido al instante. Un hombre grande en todos los sentidos: alto y barrigón; beligerante cuando actuaba movido por la vanidad y cordial en caso contrario. A los cincuenta y dos años, hacía mucho que había encontrado su propio estilo, con el que se sentía más que a gusto. Cierto es que escondía su enorme papada bajo una barba castaña veteada de gris, que solo quedaba bien recortada tras pasar por las manos de la hija mayor de Pecador, Pueblo Llano. Cierto es que trataba de mostrar un aspecto de hombre más cultivado mediante unas gafas de montura plateada que acababan eclipsadas por su enorme rostro, pero que lo ayudaban, en su opinión, a conseguir una imagen más intelectual gracias a su sencillez. Sin embargo, todo esto no eran más que pequeños engaños que utilizaba para obtener una imagen inconfundible, cosa que le encantaba. Llevaba muy corto el escaso cabello que le quedaba, utilizaba cuellos enormes y mostraba una clara preferencia hacia el contraste de los trajes de cuadros con camisas de rayas; siempre iba con corbata; nunca dejaba atrás el chaleco. En definitiva, una imagen difícil de ignorar, hecho que lo satisfacía en gran medida. No había nada como decirle que hablaban de él para que una sonrisa apareciera en su rostro. Y, por regla general, era una sonrisa afectuosa.

Sin embargo, no se veía ninguna sonrisa en su rostro cuando salió del emplazamiento de la Reconciliación (conocido por el eufemismo de «el Retiro») y descubrió a Dowd encaramado en un taburete a pocos metros de la puerta. Eran las primeras horas de la tarde, pero el sol ya estaba bastante bajo en el horizonte y el aire resultaba tan frío como el saludo de Dowd. Casi lo suficiente como para darse la vuelta y regresar a Yzordderrex, con revolución o sin ella.

—¿Por qué tengo la sensación de que no has venido para darme unas noticias maravillosas? —preguntó.

Dowd se puso en pie con su habitual teatralidad.

—Me temo que está en lo cierto —contestó.

—Déjame adivinar: ¡El gobierno ha sido derrocado! Mi casa se ha incendiado. —Su rostro adquirió una expresión más seria—. No se tratará de mi hermano, ¿verdad? —prosiguió—. Esto no tiene nada que ver con Charlie, ¿no? —Intentó sacar algo en claro de la expresión de Dowd—. ¿Qué?, ¿está muerto? Ha tenido un infarto fulminante. ¿Cuándo es el entierro?

—No, está vivo. Pero el problema está relacionado con él.

—Como siempre. Como siempre. ¿Te importaría recoger mis pertenencias de la capilla? Hablaremos mientras caminamos. Entra, ¿quieres? No te va a morder nadie.

Dowd había permanecido en el exterior del Retiro mientras aguardaba a Godolphin (tres agotadores días), a pesar de que el edificio le habría proporcionado cierta protección frente al intenso frío. No es que su cuerpo fuera susceptible a semejantes incomodidades, pero le gustaba imaginarse a sí mismo como un alma empática; la estancia en la Tierra le había enseñado a sentir el frío como concepto intelectual, ya que no físico, y tal vez le hubiera gustado encontrar abrigo. En cualquier lugar salvo en el Retiro. No era solo el hecho de que allí hubieran muerto innumerables esotéricos (y no le gustaba nada la presencia de la muerte a menos que él fuera su portador), sino también que era un lugar de paso entre el Quinto Dominio y los otros cuatro, incluyendo, por supuesto, el hogar del que se veía alejado en permanente exilio. Estar tan cerca de esa puerta tras la cual se extendía su hogar, y verse imposibilitado para abrirla a causa de los encantamientos de su primer guardián, Joshua Godolphin, resultaba doloroso. Prefería el frío.

No obstante, en esa ocasión sí cruzó la entrada, ya que no le quedaba otra opción. El Retiro había sido construido al estilo neoclásico: doce columnas de mármol sostenían una bóveda que pedía a gritos un poco de decoración, si bien carecía de ella. La sencillez del conjunto confería al lugar un aspecto severo y cierto funcionalismo que no resultaba del todo inapropiado. Después de todo, no era más que una estación construida para dar servicio a incontables pasajeros y que, en esos momentos, era utilizada por uno solo. En el suelo, en mitad del complicado mosaico que parecía ser la única concesión al embellecimiento, pero que era en realidad la evidencia del verdadero propósito del edificio, se encontraban varios montones de artilugios que Godolphin había traído de sus viajes, empaquetados con todo cuidado por Pueblo Llano Nuits-St-Georges y con los nudos cubiertos por el sello de cera escarlata. Esa era la más reciente fascinación de la muchacha: el trabajo con la cera. Dowd lo odiaba, puesto que le tocaba a él desempaquetar todos esos tesoros. Avanzó hasta el centro del mosaico a paso ligero. Se encontraba en tierras movedizas y no se fiaba ni un pelo. Pero, momentos después, volvió a salir con su carga y descubrió que Godolphin ya emergía del bosquecillo que ocultaba el Retiro tanto de la casa (vacía, por supuesto, y ruinosa) como de cualquier espía ocasional que quisiera echar un vistazo por encima del muro. Respiró hondo y siguió a su jefe, a sabiendas de que la explicación que se avecinaba no sería nada fácil.

2

—Entonces, me han «convocado», ¿es eso? —preguntó Oscar de camino a Londres, inmersos en el tráfico que empeoraba al anochecer—. Bueno, pues que esperen.

—¿No va a decirles que está aquí?

—Cuando yo lo estime conveniente, no cuando ellos lo digan. Esto es un embrollo, Dowdy. Un maldito embrollo.

—Me dijo que ayudase a Estabrook si lo necesitaba.

—Ayudarlo a contratar a un asesino no es precisamente a lo que me refería.

—Chant fue muy discreto.

—La muerte te obliga a serlo, según yo mismo he descubierto. La has cagado pero bien con todo esto.

—Debo protestar —contestó Dowd—. ¿Qué se suponía que debía hacer? Usted sabía que quería ver muerta a la mujer y se lavó las manos.

—Muy cierto —dijo Godolphin—. Supongo que estará muerta, ¿no?

—No lo creo. He estado mirando los periódicos y no hay mención alguna.

—Y en ese caso, ¿por qué mataste a Chant?

Llegados a ese punto, el relato de Dowd asumió un talante más cauteloso. Si su explicación resultaba demasiado vaga, Godolphin sospecharía que le estaba ocultando algo. Si hablaba demasiado, podría componer el cuadro al completo. Cuanto más tiempo consiguiera mantener a su jefe en la ignorancia acerca de la naturaleza de los riesgos que habían corrido, mejor. Le ofreció dos explicaciones, ambas ya preparadas y ensayadas.

—En primer lugar, el hombre resultó ser menos fiable de lo que pensaba. Pasaba la mitad del tiempo borracho y entregado al sentimentalismo. Y, en segundo, creí que sabía más de lo que les convenía a usted y a su hermano. Podría haber acabado por averiguar lo de sus viajes.

—Y, en lugar de eso, ahora es la Sociedad la que sospecha.

—Es desafortunado el giro que han tomado los acontecimientos.

—¿Desafortunado? Y una mierda. Es una putada, eso es lo que es.

—Lo siento mucho.

—Lo sé, Dowdy —respondió Oscar—. Pero la cuestión es: ¿dónde encontramos un chivo expiatorio?

—¿Su hermano?

—Tal vez —contestó Godolphin a la par que disimulaba astutamente el grado de satisfacción que esa sugerencia le había provocado.

—¿Cuándo debo informarles de su regreso? —preguntó Dowd.

—Cuando me invente una mentira que yo mismo sea capaz de creer —fue su respuesta.

De vuelta en la casa situada en Regent's Park Road, Oscar se tomó su tiempo para estudiar los reportajes de los periódicos que informaban de la muerte de Chant antes de retirarse a su sala de los tesoros del tercer piso, acompañado tanto de sus nuevos artilugios como de un buen número de asuntos en los que pensar. En parte, quería abandonar ese Dominio de una vez por todas y para siempre. Marcharse a Yzordderrex y establecer un negocio con Pecador; casarse con Pueblo Llano a pesar de su estrabismo; tener una buena carnada de niños y retirarse a las Colinas de la Bruma Consciente, en el Tercer Dominio, donde se dedicaría a la cría de loros. Pero sabía que, tarde o temprano, acabaría añorando Inglaterra, y un hombre en esas circunstancias podía ser cruel. Acabaría pegando a su esposa, intimidando a sus hijos y comiéndose a los loros. Por tanto, dado que siempre tendría que tener un pie en Inglaterra, aunque solo fuese para la temporada de criquet, y dado que durante el tiempo que estuviera presente tendría que responder ante la Sociedad, no le quedaba más remedio que enfrentarse a ella.

Cerró con llave la puerta de su sala de los tesoros, se sentó en medio de su colección y esperó a que le llegara la inspiración. Las estanterías que lo rodeaban se alzaban hasta el techo y estaban inclinadas a causa del peso de sus tesoros. La procedencia de los objetos se extendía desde el extremo del Segundo Dominio hasta los límites del Cuarto. Le bastaba con coger uno de ellos para ser transportado al momento y al lugar de su adquisición. La estatua de Etook Ha'chiit que había conseguido en una pequeña localidad llamada Ciénaga y que, en la actualidad y por desgracia, no era más que un lugar maldito, después de que sus ciudadanos hubiesen sido víctimas de una purificación, sin otro motivo que una canción escrita en el dialecto de su comunidad y que sugería que el Autarca de Yzordderrex no tenía testículos.

Otro de sus tesoros, el séptimo tomo de la Enciclopedia de los Indicios Celestiales de Gaud Maybellome (escrita originalmente en la lengua académica del Tercer Dominio, pero que había sido traducida por todas partes para deleite del proletariado), se lo había comprado a una mujer en la ciudad de Jassick. La mujer se le había acercado en una sala de juegos, donde intentaba explicar los fundamentos del criquet a un grupo de habitantes de la localidad, y había dicho reconocerlo por las historias que le contaba su marido, miembro del ejército del Autarca en Yzordderrex.

—Usted es el hombre inglés —le dijo la mujer; cosa que, al parecer, no merecía la pena negar.

Y entonces fue cuando le enseñó el libro; un volumen excepcional a decir verdad. Sus páginas jamás habían dejado de fascinarlo, ya que la intención de Maybellome había sido la de crear una enciclopedia que enumerara toda la flora, la fauna, las lenguas, las ciencias, las ideas y las nociones morales (en resumen, todo lo que se le había pasado por la mente) que habían encontrado el modo de pasar desde el Quinto Dominio, la Región de la Roca Acuosa, hasta el resto de los mundos. Una tarea hercúlea donde la hubiera. La autora había muerto justo cuando comenzaba el décimo noveno tomo sin haber pronosticado todavía un final a su obra, pero el libro que Godolphin tenía en sus manos era suficiente para garantizar la búsqueda de los restantes hasta el día de su muerte. Se trataba de un libro extraño, casi surrealista. Si tan solo la mitad de las entradas eran ciertas, o casi ciertas, la Tierra había influido prácticamente en todos los aspectos de los mundos de los que estaba apartada. La fauna, por ejemplo. Había incontables animales detallados en el tomo que, según Maybellome, habían invadido otros mundos. En el caso de algunos, no había la menor duda: la cebra, el cocodrilo o el perro. Otras especies eran una mezcla de genes terrestres con otros que no lo eran. Pero muchas de ellas (descritas en el libro como fugitivos de un bestiario medieval) resultaban tan insólitas que no podía sino dudar de su misma existencia. Por ejemplo: los lobos de tamaño bolsillo con alas de canario; en otro lugar se describía a un elefante que vivía dentro de una caracola enorme; o un gusano letrado que escribía augurios con su cuerpo, delgado como un hilo y de casi un kilómetro de largo. Una maravilla tras otra. Godolphin no tenía más que coger la enciclopedia y al instante se sentía preparado para ponerse las botas y marcharse de nuevo a los Dominios.

Lo que era evidente, incluso con solo echar un vistazo al libro, era que el Dominio no reconciliado había influido enormemente sobre el resto. Las lenguas de la Tierra (en particular el inglés, el italiano, el indostaní y el chino) se conocían en todos lados, en alguna de sus variantes; aunque según parecía el Autarca, que se había hecho con el poder en el periodo de confusión que siguió a la fallida Reconciliación, se inclinaba por el inglés, considerada lengua franca en casi todos los sitios. Se creía de buen agüero utilizar un término inglés como nombre para un niño, si bien no importaba en absoluto el significado real de la palabra en cuestión. Por ejemplo: Pueblo Llano, que era uno de los nombres menos rebuscados entre los miles que Godolphin se había encontrado.

Se halagaba a sí mismo al pensar que, en parte, había sido responsable de esas dichosas rarezas, dado que, durante años, había ejercido todo tipo de influencias desde la Roca Acuosa. La voracidad que despertaban los periódicos y revistas (que por regla general se preferían a los libros) no decaía, y había llegado hasta sus oídos que en Patashoqua se bautizaba a los niños utilizando una página del London Times y un alfiler, imponiéndole al niño las tres primeras palabras que resultaran atravesadas sin importar la falta de armonía de la combinación. Sin embargo, él no era la única influencia. No había sido él quien había llevado las cebras, los cocodrilos o los perros (si bien no podía decir lo mismo de los loros). No, siempre habían existido rutas que unían la Tierra con los Dominios, además de la que partía del Retiro. Algunas, no había duda, habían sido abiertas por maestros y esotéricos de todas las culturas con el propósito expreso de poder moverse de un mundo a otro. Otras, presumiblemente, se habían abierto por algún tipo de accidente y quizá todavía permanecieran abiertas, otorgándoles a esos lugares la consideración de sagrados o malditos; lugares que se rehuían o que estaban protegidos en exceso. Sin embargo, otras, en un número mucho más reducido, habían sido creadas por las ciencias de los demás Dominios como método para asegurarse un camino hacia el cielo de la Roca Acuosa.

En uno de esos lugares, situado cerca de los muros de Iahmandhas, en el Tercer Dominio, había adquirido Godolphin su posesión más sagrada: un cuenco de Boston con sus cuarenta y una piedras de colores. Aunque no lo había usado nunca, se decía que el cuenco era la herramienta profética más precisa que se conocía en todos los mundos, y en ese momento, sentado entre sus tesoros y con la sensación cada vez más intensa de que los acontecimientos sucedidos en el mundo durante los últimos días se precipitaban hacia un fin concreto, bajó el cuenco del lugar que ocupaba en el estante más alto, le quitó el envoltorio y lo colocó sobre la mesa. Acto seguido, sacó las piedras de la bolsa y las dejó en el fondo del cuenco. A decir verdad, aquello no resultaba excesivamente prometedor: el recipiente parecía un simple utensilio de cocina, hecho de vulgar cerámica cocida, lo bastante grande como para batir huevos para un par de suflés. En cambio, las piedras tenían colores más vivos y tanto su forma como su tamaño variaban desde los guijarros planos y pequeños hasta unas esferas perfectas del tamaño de un ojo.

Cuando todo estuvo dispuesto, Godolphin comenzó a reflexionar. ¿Creía siquiera en las profecías? Y si así era, ¿era sensato conocer el futuro? Probablemente no. La muerte aparecería por allí tarde o temprano. Solo los maestros y las deidades vivían para siempre; y, para un hombre, el hecho de conocer el momento en que su vida llegaría a su fin podía desestabilizar el equilibrio de su existencia. Pero, puestos a suponer, ¿y si encontraba en el cuenco algún indicio acerca del modo de hacerle frente a la Sociedad? Si así fuera, se quitaría un peso enorme de los hombros.

—Sé valiente —se dijo antes de colocar el dedo corazón de ambas manos sobre el borde del cuenco, tal y como Pecador (quien tuvo tiempo atrás un artilugio semejante que su mujer acabó haciendo pedazos en el transcurso de un altercado doméstico) le había aleccionado.

En un principio, no sucedió nada; pero Pecador le había advertido que los cuencos suelen necesitar cierto tiempo de calentamiento. Esperó y esperó. El primer indicio de actividad fue una especie de traqueteo que se produjo en el fondo del recipiente cuando las piedras comenzaron a chocar entre sí; el segundo fue el inconfundible olor ácido que asaltó sus fosas nasales; el tercero, y el más asombroso, fue ver cómo un guijarro, y luego dos más, seguidos de una docena, comenzaban a rebotar contra el cuenco; algunos de ellos incluso se alzaron por encima del borde. El movimiento se aceleró por momentos, hasta que las cuarenta y una piedras estuvieron danzando de un modo violento; tan violento que el cuenco comenzó a desplazarse sobre la superficie de la mesa y Oscar tuvo que sujetarlo con fuerza para evitar que volcara. Las piedras le golpearon en los dedos y en los nudillos, pero el dolor quedó suavizado por la visión de lo que sucedió a continuación, cuando el movimiento y la velocidad de las piedras de múltiples formas y colores comenzaron a describir ciertas imágenes en el aire, justo encima del recipiente.

Como en todas las profecías, las señales están en el ojo de quien las interpreta; y quizá cualquier otro testigo hubiera visto algo totalmente diferente en mitad de aquel torbellino. Pero lo que Godolphin vio le resultó muy evidente. El Retiro, por un lado, medio oculto tras el bosquecillo; él mismo, de pie en el centro del mosaico, recién llegado de Yzordderrex o bien preparándose para marcharse. Las imágenes se detuvieron un breve instante antes de cambiar. El Retiro se vino abajo en la vorágine de las piedras y se alzó una nueva estructura en medio del remolino: la torre de la Tabula Rasa. Clavó los ojos en la profecía con renovada atención, negándose el consuelo de parpadear por temor a perderse algo. La imagen se trasladó del exterior de la torre al interior de la misma. Allí estaban los sabios, sentados alrededor de una mesa y reflexionando sobre su divina misión. No eran más que unos engreídos inútiles y egocéntricos. Pensó que ninguno de ellos sería capaz de sobrevivir una hora en uno de los callejones del este de Yzordderrex, una zona del puerto donde hasta las gatas tenían un chulo. En aquel momento, volvió a verse a sí mismo aparecer en la imagen, y algo de lo que hizo o dijo consiguió que los hombres y las mujeres saltaran de sus asientos, incluido Lionel.

—¿Qué es esto? —murmuró Oscar.

Todos ellos, sin excepción, tenían los rostros desencajados. ¿Se estaban riendo? ¿Qué había hecho? ¿Les habría contado un chiste? ¿Se habría tirado un pedo? Observó la profecía con más atención. No, no había rastro de humor en sus rostros. Estaban horrorizados.

—¿Señor?

La voz de Dowd, procedente del otro lado de la puerta, rompió su concentración. Apartó ¡a vista del cuenco un instante, lo justo para mascullar:

—Lárgate.

Pero Dowd tenía noticias importantes.

—McGann está al teléfono —le dijo.

—Dile que no sabes dónde estoy —resopló Oscar mientras volvía a mirar el cuenco.

Algo terrible había sucedido en el lapso de tiempo que había apartado los ojos. Los rostros seguían mostrando expresiones horrorizadas pero, por algún motivo, él había desaparecido de la escena. ¿Lo habrían despachado sin más? Dios, ¿acaso estaba muerto en el suelo? Tal vez. Había algo que brillaba sobre la mesa, algo que parecía sangre derramada.

—¡Señor!

—Vete a tomar por culo, Dowdy.

—Saben que está aquí, señor.

Lo sabían; lo sabían de algún modo. Estaban vigilando la casa y lo sabían.

—De acuerdo —contestó—. Dile que bajaré en un momento.

—¿Qué ha dicho, señor?

Oscar alzó la voz por encima del fragor de las piedras y volvió a apartar la mirada, esta vez con menos renuencia.

—Que te diga dónde localizarlo. Yo lo llamaré.

Una vez más volvió a mirar al cuenco, pero su concentración había disminuido y le resultó imposible interpretar las imágenes ocultas tras el movimiento de las piedras. Salvo una. Al tiempo que las piedras disminuían la velocidad, le pareció ver, apenas vislumbrar, el rostro de una mujer en la confusión. Tal vez su sustituía en la mesa de la Sociedad; o su asesina.

3

Necesitaba beber algo antes de hablar con McGann. Dowd, siempre tan previsor, ya le había preparado un whisky con soda, pero lo dejó por temor a que le soltara la lengua. De forma paradójica, lo que el cuenco de Boston le había revelado grosso modo lo ayudó en la conversación que mantuvo. En circunstancias extremas solía responder con un desapego casi patológico; ese era uno de sus rasgos más británicos. No podía recordar otra ocasión en la que hubiese estado más sereno y comedido que mientras le contestaba a McGann que sí, que había estado de viaje y que no, que no eran incumbencia de la Sociedad ni el motivo ni el destino del mismo. Por supuesto, estaría encantado de asistir a una reunión en la torre al día siguiente, pero ¿era McGann consciente (¿le importaba, de hecho?) de que el día siguiente era Nochebuena?

—Nunca falto a la Misa del Gallo en St. Martin in the Field —le informó Oscar—, por eso agradecería enormemente que la reunión concluyera a tiempo para poder llegar hasta allí y encontrar un banco desde donde pueda tener una buena vista.

Expuso todo esto sin que le temblara la voz. McGann intentó presionarlo con el fin de que le informara sobre cuál había sido su paradero durante los días pasados, a lo que Oscar preguntó que qué coño importaba eso.

—Yo no te pregunto por tus asuntos personales, ¿cierto? —dijo con un tono ligeramente ofendido—. Ni, por cierto, estoy pendiente de tus idas y venidas. No me vengas con monsergas, McGann. No te fías de mí y yo no me fío de ti. Me tomaré el encuentro de mañana como un foro donde debatir acerca de la intimidad de los miembros de la Sociedad, así como una oportunidad para recordar a los asistentes que el nombre de Godolphin es una de sus piedras angulares.

—Razón de más para que seas franco —dijo McGann.

—Seré absolutamente franco —fue la respuesta de Oscar—. Tendrás abundantes pruebas de mi inocencia. —En ese momento, una vez ganada la batalla dialéctica, aceptó el whisky con soda que Dowd le había preparado—. Abundantes y definitivas.

Mientras hablaba, alzó el vaso a modo de silencioso brindis en dirección a Dowd, sabiendo a la perfección que habría un derramamiento de sangre antes de que amaneciera el día de Navidad. Por deprimente que fuera ese futuro, ya no había vuelta de hoja.

Cuando colgó el teléfono, le dijo a Dowd:

—Creo que mañana me pondré el traje de espiga. Y una camisa sencilla. Blanca. Con el cuello almidonado.

—¿Y la corbata? —preguntó Dowd, que reemplazó el vaso vacío de Oscar por otro lleno.

—Desde allí iré directamente a la Misa del Gallo —respondió Oscar.

—Negra, en ese caso.

—Negra.

Capítulo 10

1

La tarde que siguió a la irrupción del asesino en el apartamento de Marlin, se abatió sobre Nueva York una tormenta de nieve de bastante intensidad que se alió con el inevitable ajetreo de aquellas fiestas, complicando la tarea de encontrar un billete de avión de vuelta a Inglaterra. Sin embargo, Jude no era una persona a la que se le pudiera disuadir de algo con facilidad, sobre todo cuando se había fijado un objetivo; y estaba convencida, a pesar de las protestas de Marlin, de que dejar Manhattan era lo más sensato.

La razón estaba de su parte. El asesino había intentado matarla en dos ocasiones y todavía no lo habían atrapado. Mientras permaneciera en Nueva York, seguiría en peligro. De todas formas, incluso cuando no fuera ese el caso (y parte de ella aún creía que, en la segunda ocasión, el hombre no había pretendido otra cosa que explicarse o disculparse), habría encontrado otra excusa para regresar a Inglaterra con el simple propósito de librarse de la compañía de Marlin. Sus atenciones rayaban en lo empalagoso; sus conversaciones le resultaban tan almibaradas como los diálogos de los clásicos navideños que emitían en televisión, y sus miradas le provocaban arcadas. Era una enfermedad que Marlin había padecido desde un principio, por supuesto, pero los síntomas habían empeorado desde la visita del asesino; y la tolerancia de Jude, tras salir reforzada del encuentro fortuito con Cortés, se había reducido a la nada. Después de colgarle el teléfono la noche anterior, se arrepintió de haberse comportado de un modo tan ridículo con él y decidió (tras la conversación que tuvo con Marlin, en la cual le informó de que quería regresar a Inglaterra, a lo que él le contestó que por la mañana todo le parecería distinto y le sugirió que se tomara un somnífero y se fuera a dormir) devolverle la llamada. Para entonces, Marlin estaba profundamente dormido. Salió de la cama y se dirigió al salón, donde encendió una lámpara antes de descolgar el teléfono. Tenía la sensación de que estaba haciendo algo a escondidas, lo que, en cierto modo, no era del todo falso. A Marlin no le había hecho mucha gracia que uno de sus ex amantes hubiera intentado hacerse el héroe en su propio apartamento, y tampoco le gustaría descubrir que estaba hablando con él a las dos de la mañana. De todos modos, todavía no sabía lo que había sucedido cuando el recepcionista pasó la llamada a la habitación. La persona que cogió el auricular lo había dejado caer, permitiéndole escuchar con creciente furia y frustración cómo Cortés hacía el amor. En lugar de colgar el teléfono en ese mismo instante, se había quedado a la escucha, casi deseando poder unirse a la aventura. Finalmente, y tras fallar en el intento de distraer a Cortés de sus labores, colgó y volvió sin muchas prisas y de un humor pésimo a la frialdad de su cama.

Cortés había llamado al día siguiente y Marlin había contestado. Jude permitió que le dijera que si alguna vez volvía a ver su sombra en el edificio haría que lo arrestaran como cómplice de un intento de asesinato.

—¿Qué te ha dicho? —le preguntó en cuanto la conversación hubo terminado.

—No mucho. Parecía borracho.

No volvió a sacar el tema. Marlin ya estaba bastante malhumorado después de haberle anunciado durante el desayuno que regresaba a Inglaterra ese mismo día. No había dejado de hacerle preguntas una y otra vez: ¿Por qué? ¿Había algo que él pudiese hacer para que se sintiera más cómoda? ¿Quería que añadiera más cerrojos a la puerta? ¿Una promesa de que no se apartaría de su lado? Nada de eso, por supuesto, había renovado su interés por quedarse. Le había dicho una y mil veces que era el anfitrión perfecto y no debía tomárselo como algo personal, pero que quería regresar a su propia casa, a su ciudad natal, donde se sentiría más a salvo del asesino. Llegados a ese punto, él se ofreció a acompañarla con el fin de que no tuviese que regresar sola a una casa vacía; momento en el que le había explicado, agotadas todas sus expresiones apaciguadoras, así como su paciencia, que precisamente se trataba de eso: quería estar sola.

Y allí se encontraba, tras un viaje a paso de tortuga hasta el aeropuerto Kennedy bajo la ventisca, un retraso de cinco horas y un vuelo en el que la habían colocado entre un monja que comenzaba a rezar cada vez que encontraban una turbulencia y un niño que necesitaba que le echaran un buen sermón... más tarde. Y allí estaba, consigo misma como única compañía en un piso vacío en Nochebuena.

2

El cuadro realizado con cuatro estilos diferentes estaba allí para darle la bienvenida cuando Cortés regresó al estudio. Su retorno se había visto demorado por la misma tormenta de nieve que había estado a punto de impedir que Judith abandonara Manhattan y que había provocado que él mismo incumpliera el plazo de entrega que le había dado Klein. Pero, durante el viaje, sus pensamientos no se detuvieron más que un instante en sus negocios con Klein. Su mente se empeñaba en dar vueltas al encuentro con el asesino. Fuera lo que fuese lo que Pai'oh'pah le había dado, los efectos desaparecieron a la mañana siguiente: sus ojos funcionaban con normalidad y estaba lo bastante lúcido como para encargarse de las cuestiones prácticas del viaje; sin embargo, aún le quedaban reminiscencias de lo que había experimentado. Mientras echaba una cabezadita en el avión, pudo sentir la suavidad del rostro del asesino en las puntas de los dedos o el mechón de cabello que había creído de Jude sobre el dorso de sus manos. Todavía podía oler el aroma de la piel húmeda y sentir el peso del cuerpo de Pai'oh'pah presionando sobre sus caderas; la sensación era tan real que le provocó una erección bastante evidente como para llamar la atención de alguno de los pasajeros del avión. Llegó a la conclusión de que tal vez debiera crear sensaciones nuevas que separaran esas reminiscencias de lo que las había creado: follar hasta olvidarlas y sudar hasta desintoxicar su cuerpo. La idea lo tranquilizó. Cuando volvió a adormilarse y los recuerdos regresaron no luchó contra ellos, puesto que ya sabía el modo de arrancarlos de su memoria una vez regresara a Inglaterra.

En aquel momento, estaba sentado delante del cuadro pintado con cuatro estilos y hojeando la agenda en busca de una compañera para pasar la noche. Hizo unas cuantas llamadas, pero le quedó claro que no habría podido elegir peor momento para una cita esporádica. O bien los maridos estaban en casa o había reuniones familiares en perspectiva. No era temporada de caza.

Al final, habló con Klein y lo convenció, tras emplear un poco de persuasión, de que aceptara sus disculpas; a continuación, su jefe le informó de que Taylor y Clem daban una fiesta en su casa el día siguiente y de que Cortés sería bienvenido, sin lugar a dudas, si no tenía otros planes.

—Todos dicen que será la última de Taylor —le dijo Chester—. Sé que le gustaría verte.

—En ese caso, supongo que debería ir —contestó Cortés.

—Deberías. Está muy enfermo. Tuvo una neumonía y, ahora, cáncer. Siempre te ha tenido mucho cariño, ya lo sabes.

La asociación de ideas dejó a Cortés con la sensación de que el cariño que le profesaba Taylor no era más que otra enfermedad a los ojos de Klein, pero no quiso comentar nada al respecto y se limitó a quedar con él a una hora para pasar a recogerlo la noche siguiente. Cuando colgó el teléfono, se zambulló en la depresión más profunda que jamás hubiese experimentado. Sabía que Taylor era seropositivo, pero no se había dado cuenta de que la gente estaba contando los días que quedaban para su muerte. Sí que eran tiempos sombríos. Allí donde mirara, todo parecía venirse abajo. Parecía que el futuro estaba lleno de sombras, unas sombras plagadas de formas borrosas y atisbos patéticos. Tal vez fuese la Era de Pai'oh'pah. La época del asesino.

A pesar de estar cansado, no durmió; permaneció sentado durante toda la noche con un objeto digno de estudio que anteriormente había catalogado como un disparate fantasioso: la carta de despedida de Chant. La primera vez que la había leído, durante el vuelo a Nueva York, le pareció de un sentimentalismo absurdo. Sin embargo, desde entonces habían sucedido unas cuantas cosas extrañas que le habían procurado el estado de ánimo necesario para estudiarla con detenimiento. Esas páginas, que pocos días atrás le habían parecido inútiles, fueron analizadas minuciosamente con la esperanza de que en ellas se ocultara, entre la extravagante desmesura de la originalidad de Chant y su prosa tan mal puntuada, algún tipo de pista codificada que lo ayudara a entender los momentos pasados y los personajes que los habían protagonizado. Por ejemplo: ¿quién adoraba a ese dios, ese tal «Hapexamendios» al que Chant aconsejaba que Estabrook suplicase y alabase? Y toda esa cantidad de sinónimos que utilizaba para referirse a él: el Invisible, el Primigenio, el Peregrino... ¿Y cuál era ese grandioso plan del cual Chant esperaba poder formar parte en sus últimos momentos?

«ESTOY preparado para afrontar la muerte en este DOMINIO si sé que el Invisible me ha utilizado como su INSTRUMENTO. Alabad todos a HAPEXAMENDIOS. Porque Él estuvo en la Región de la Roca Acuosa y dejó que sus hijos SUFRIERAN aquí, y yo he sufrido aquí y YA HE ACABADO con el sufrimiento».

Al menos eso era cierto. El hombre había sabido que su muerte era inminente, lo que sugería que también conocía a su asesino. ¿Habría estado esperando a Pai'oh'pah? No parecía muy probable. Había una mención al asesino, pero no como ejecutor de Chant. De hecho, la primera vez que leyó la carta, Cortés ni siquiera había caído en la cuenta de que ese párrafo se refería a Pai'oh'pah. Sin embargo, al volver a leerlo le resultó del todo evidente.

«Usted ha hecho un pacto con algo EXTRAÑO en este DOMINIO o en cualquier otro, y no sé si esta muerte que está a punto de caer sobre mí es el castigo o la recompensa por mi mediación. Pero sea cauteloso siempre que trate con esa criatura, porque semejante poder es caprichoso, no siendo más que una cocción de posibilidades y géneros diversos; no es algo CONCRETO, todos los aspectos de su naturaleza son presuntuosos y polifacéticos; un traidor hasta la médula.

Nunca fui amigo de semejante poder —solo tiene ADORADORES Y ANULADORES—, pero confió en mí como su representante y le he hecho tanto daño con este asunto como le he hecho a usted. Creo que todavía más; porque está solo y sufre en este DOMINIO igual que yo. Usted tiene amigos que lo conocen como el hombre que es y no tiene que ocultar su VERDADERA NATURALEZA. Aférrese a ellos y al amor que le profesan, porque la Región de la Roca Acuosa está a punto de agitarse y temblar y, en épocas semejantes, lo único que tiene un alma es la compañía de sus seres queridos. Le digo esto porque lo he vivido y me ALEGRA pensar que si algo así vuelve a suceder en el QUINTO DOMINIO, yo ya estaré muerto y mi rostro estará contemplando la gloria del INVISIBLE.

Alabad todos a HAPEXAMENDIOS.

Y señor, a usted, en estos momentos, solo puedo ofrecerle mi arrepentimiento y mis oraciones».

Había unas cuantas líneas más, pero tanto la escritura corno la sintaxis se deterioraban desde ese punto en adelante, como si Chant hubiera sido presa del pánico y hubiera garabateado el resto mientras se ponía el abrigo. Sin embargo, los párrafos más coherentes contenían suficientes pistas como para que el sueño rehuyera a Cortés... Las descripciones acerca de Pai'oh'pah eran particularmente inquietantes: «... algo EXTRAÑO... una cocción de posibilidades y géneros diversos».

¿De qué modo podía interpretarse eso sino como una verificación de lo que los sentidos de Cortés habían atisbado en Nueva York? Y si eso fuera cierto, ¿qué tipo de criatura era esa que se había mostrado ante él, desnuda y única, pero tras la que se ocultaba una multitud? ¿Qué era esa criatura poderosa que, según Chant, no tenía amigos («solo tiene ADORADORES Y ANULADORES») y a la que le habían hecho tanto daño con el asunto en cuestión (de nuevo en palabras de Chant) como a Estabrook? ¿Qué era ese ser a quien Chant le ofrecía su arrepentimiento y sus oraciones? Estaba claro que no se trataba de un ser humano. No pertenecía a ninguna tribu o país que Cortés conociera. Leyó la carta una y otra vez y, tras cada lectura, la posibilidad de creer lo que decía se le antojaba más cercana. Sentía la proximidad de la fe como recién llegada de los bordes de esa tierra de cuya existencia comenzó a sospechar en Nueva York. En aquel entonces, la idea de estar allí lo había atemorizado. Pero ahora no tenía miedo; quizá porque era el día de Navidad, un momento propicio para que sucediera algo milagroso que cambiara el mundo.

Cuanto más se acercaban, tanto la mañana como la fe, más se arrepentía de haber rehuido al asesino cuando era tan obvio que este deseaba su compañía. No tenía más pistas que las que contenía la carta de Chant y, después de haberla leído unas cien veces, las había agotado todas. Quería más. Había únicamente otra fuente que podría proporcionarle más pistas: los recuerdos que tenía del cambiante rostro de la criatura; y, dada su tendencia al olvido, habían empezado a borrarse demasiado pronto. ¡Tenía que fijar esos recuerdos! Esa era la prioridad en esos momentos: guardar aquella imagen antes de que se desvaneciera.

Arrojó la carta a un lado y fue a contemplar su Cena en Emaús. ¿Sería capaz de plasmar lo que había visto en alguno de aquellos estilos? Lo dudaba. Tenía que inventar una nueva tendencia. Entusiasmado con semejante objetivo, decidió poner fin a la Cena y comenzó a extender una capa de color parduzco directamente sobre el lienzo con la ayuda de una paleta, hasta que la escena quedó totalmente oculta bajo la pintura. En su lugar, quedó una extensión oscura sobre la que comenzó a trazar los contornos de una figura. Nunca había prestado mucha atención a la anatomía. A su parecer, el cuerpo masculino tenía poca atracción estética; y el femenino era demasiado mutable, variaba demasiado en función del movimiento y de la luz, de modo que, en su opinión, cualquier representación estática estaba condenada al fracaso desde el comienzo. No obstante, en ese momento quería representar una forma proteica, por muy imposible que fuera; quería encontrar el modo de fijar lo que había visto en la puerta de la habitación del hotel, cuando los diferentes rostros de Pai'oh'pah pasaran por delante de él como una baraja de cartas sobre la mesa de un ilusionista. Si era capaz de plasmar esa imagen, o tan solo de empezar a hacerlo, tal vez pudiese encontrar el modo de controlar la sensación que lo atormentaba.

Trabajó con frenesí durante dos horas, exigiéndole a la pintura lo que jamás le había exigido, aplicando distintas capas con las paletas y los dedos en un intento por capturar, al menos, la forma y las proporciones de la cabeza y el cuello de la criatura. Podía ver con toda claridad la imagen en su mente (desde aquella noche, los recuerdos lo asaltaban a cada minuto), pero hasta el esbozo más simple se negaba a que su mano lo plasmara. Estaba muy mal equipado para la tarea. No había sido más que un parásito durante demasiado tiempo, un simple imitador que copiaba las visiones de otros hombres. Ahora que finalmente tenía la suya propia (solo una, pero eso era lo que la hacía tan valiosa), no era capaz de reflejarla en el lienzo. Sentía ganas de echarse a llorar y admitir así su derrota, pero se encontraba demasiado cansado. Con las manos aún cubiertas de pintura, se tumbó sobre las heladas sábanas y esperó a que el sueño se llevara su confusión.

A medida que el sueño se apoderaba de él, lo asaltaron dos ideas. La primera, que con semejante cantidad de pintura pardusca en las manos parecía haber estado jugando con su propia mierda. La segunda, que el único modo de solucionar el problema con el lienzo consistía en volver a ver en carne y hueso al modelo; idea que acogió de buen grado antes de entregarse al sueño, liberado de sus engaños y ortodoxias y con una sonrisa en los labios al pensar en la posibilidad de contemplar de nuevo el extraño rostro de ese ser.

Capítulo 11

A pesar de que el viaje desde la casa de Godolphin en Primrose Hill hasta la Torre de Tabula Rasa era corto, y de que Dowd había llegado a Highgate a las seis en punto, Oscar sugirió que condujeran a través de Crouch End para después atravesar Muswell Hill y regresar a la torre, de modo que llegaran diez minutos tarde.

—No debemos parecer demasiado ansiosos por humillarnos —comentó mientras se aproximaban a la torre por segunda vez—. Eso solo conseguiría aumentar su arrogancia.

—¿Debo esperar aquí abajo?

—¿Aterido y solo? Mi querido Dowdy, de ninguna de las maneras. Subiremos juntos y llevaremos nuestros dones.

—¿Qué dones?

—Nuestro ingenio, nuestro buen gusto en lo que a trajes se refiere, bueno, mi buen gusto... En resumen, nosotros mismos.

Salieron del coche y se dirigieron al porche; cada uno de sus pasos era registrado por las cámaras que había instaladas encima de la puerta. El dispositivo de cierre emitió un chasquido cuando se aproximaron, permitiéndoles pasar al interior. Al cruzar el vestíbulo de camino al ascensor, Godolphin susurró:

—Dowdy, pase lo que pase esta noche, por favor, recuerda...

No dijo más. Las puertas del ascensor se abrieron y apareció Bloxham, tan pulcro como siempre.

—Bonita corbata —le dijo Oscar—. El amarillo te sienta bien. —La corbata era azul—. No te importará que haya venido con Dowd, ¿verdad? No voy a ninguna parte sin él.

—No será bien recibido esta noche —dijo Bloxham.

Una vez más, Dowd se ofreció a esperar abajo, pero Oscar no estuvo de acuerdo.

—¡Que Dios nos proteja! —dijo—. Puedes esperar arriba. Disfruta de la vista.

A Bloxham le irritó muchísimo todo aquello, pero no resultaba fácil negarle algo a Oscar. Subieron en silencio. Una vez arriba, dejaron a Dowd solo y Bloxham acompañó a Godolphin hasta la sala. Estaban todos esperando y todos y cada uno de los rostros mostraba una expresión acusatoria. Unos cuantos (Shales, sin duda alguna, y Charlotte Feaver) ni siquiera trataron de ocultar el placer que les producía ver que finalmente llamaban al orden al miembro más vehemente e incorregible de la Sociedad.

—Vaya, lo siento —dijo Oscar mientras cerraban las puertas tras él—. ¿Habéis tenido que esperar mucho?

Fuera, en una de las antesalas desiertas, Dowd escuchaba su diminuta radio y meditaba. A las siete, el boletín de noticias emitió un informe sobre una colisión en la autopista que había acabado con la vida de una familia entera que viajaba al norte para pasar las Navidades; también de los motines producidos en las cárceles de Bristol y Manchester, cuyos presidiarios reclamaban que los regalos de sus seres queridos habían sido saboteados y destruidos por los oficiales de la prisión. Dieron la colección habitual de partes de guerra y después la previsión meteorológica, que prometía una Navidad gris, seguida de un brote primaveral. A la vista de pasadas experiencias, aquello haría florecer los crocos de Hyde Park solo para que las heladas los marchitaran en pocos días. A las ocho, cuando todavía aguardaba junto a la ventana, escuchó un segundo boletín que corregía uno de los informes del primero. Había un superviviente del choque de vehículos de la autopista: un bebé de tres meses que se había quedado huérfano, pero que había aparecido ileso entre el amasijo de hierros. Sentado en la fría penumbra, Dowd comenzó a llorar en silencio, si bien semejante experiencia quedaba tan lejos de su verdadera capacidad emocional como el frío de sus terminaciones nerviosas. No obstante, se había entrenado en el arte del sufrimiento con la misma dedicación que había puesto en fingir su humanidad, y por ello había aprendido a temblar. Su maestro: el Bardo; El rey Lear, su lección favorita. Lloró por el niño y por los crocos, y aún tenía los ojos húmedos cuando escuchó que las voces en el interior de la habitación se alzaban de repente, movidas por la furia. La puerta se abrió de golpe y Oscar le dijo que entrara, a pesar de los gritos de protesta de algunos de los restantes miembros.

—¡Esto es un ultraje, Godolphin! —aulló Bloxham.

—¡Me habéis obligado a hacerlo! —fue la respuesta de Oscar, en el punto álgido de su actuación. Estaba claro que lo estaba pasando mal. Los tendones del cuello parecían cuerdas anudadas; el sudor brillaba en las bolsas que había bajo sus ojos; cada palabra venía acompañada de una rociada de saliva—. ¡No sabéis ni la mitad! —dijo—. Ni la mitad. Fuerzas que apenas podemos imaginar están conspirando en nuestra contra. Ese hombre, Chant, era sin duda uno de sus agentes. ¡Pueden tomar forma humana!

—Godolphin, esto es absurdo —dijo Alice Tyrwhitt.

—¿No me crees?

—No, no te creo. Y te aseguro que no quiero que tu amiguito esté aquí escuchando cómo discutimos. ¿Harías el favor de sacarlo fuera de la sala?

—Él posee las evidencias que apoyan mi teoría —insistió Oscar.

—Vaya, ¿de verdad? —dijo Shales.

—Tendrá que mostrároslas él mismo —respondió Oscar al tiempo que se giraba hacia Dowd—. Me temo que vas a tener que enseñárselas —le dijo y, mientras hablaba, se metió la mano en el interior de la chaqueta.

Un instante antes de que apareciera el cuchillo, Dowd se dio cuenta de las intenciones de Godolphin y trató de darse la vuelta, pero Oscar tenía ventaja y el arma salió de su escondite con un destello. Dowd sintió la mano de su amo en el cuello y escuchó los gritos de horror procedentes de todas partes de la sala. A continuación, lo lanzaron sobre la mesa y lo tumbaron bajo las luces como a un paciente poco dispuesto. La cirugía vino acto seguido en forma de una rápida cuchillada que golpeó a Dowd en medio del pecho.

—¿Queréis pruebas? —aulló Oscar por encima de los alaridos de Dowd y el estrépito que había alrededor de la mesa—. ¿Queréis pruebas? ¡Pues aquí las tenéis!

Utilizó todo su peso para impulsar la hoja primero a la derecha y luego a la izquierda, sin encontrar costillas o esternón que obstaculizaran su avance. Tampoco había sangre; solo un fluido del color del agua sucia que manaba de las heridas y se deslizaba por la mesa. La cabeza de Dowd se sacudía de un lado al otro mientras le causaban semejante humillación, y solo en una ocasión alzó la vista para dedicarle a Godolphin una mirada condenatoria, pero el hombre se hallaba demasiado absorto con su tarea como para devolvérsela. A pesar de las protestas que llegaban de todos lados, no detuvo sus acciones hasta que el cuerpo que tenía ante él estuvo abierto desde el ombligo a la garganta y los forcejeos de Dowd hubieron cesado. El hedor del cadáver impregnaba la habitación: una penetrante mezcla de aguas residuales y vainilla que consiguió que dos de los espectadores corrieran hacia la puerta; uno de ellos, Bloxham, se vio sacudido por los vómitos antes de que pudiera llegar al pasillo. Pero sus arcadas y sus gemidos no retrasaron ni un ápice a Godolphin; sin dudarlo ni un momento, introdujo el brazo en la apertura corporal, rebuscó en el interior y sacó un puñado de entrañas. Era una masa nudosa de tejido azul y negro: la prueba final de la falta de humanidad de Dowd. Triunfante, lanzó las pruebas sobre la mesa al lado del cuerpo y después se separó de su obra de arte tras lanzar el cuchillo a la herida que había abierto. La representación completa no había durado más de un minuto, pero durante ese tiempo había logrado convertir la mesa de la sala en el mostrador de una pescadería.

—¿Satisfechos? —preguntó.

Habían cesado todas las protestas. Lo único que se oía era el siseo rítmico del fluido que manaba de una arteria seccionada.

En voz muy baja, McGann dijo:

—Eres un puto psicópata.

Oscar introdujo una mano en el bolsillo del pantalón con mucho cuidado y sacó un pañuelo limpio. Una de las últimas tareas que había realizado el pobre Dowd había sido plancharlo. Estaba inmaculado. Lo agitó hasta desdoblarlo y procedió a limpiarse las manos.

—¿De qué otro modo iba a demostrar que tengo razón? —dijo—. Vosotros me habéis obligado a hacer esto. Aquí tenéis las pruebas, en toda su gloria. No sé qué le ha ocurrido a Dowd, a mi amiguito, creo que lo llamaste, Alice, pero donde quiera que esté, esta cosa tomó su lugar.

—¿Cuánto hace que lo sabes? —preguntó Charlotte.

—Lo he sospechado durante las dos últimas semanas. Todo este tiempo estuve aquí, en la ciudad, para observar cada uno de sus movimientos mientras él, al igual que vosotros, creía que estaba retozando en climas más cálidos.

—¿Qué coño es este capullo? —quiso saber Lionel mientras daba un golpecito con el dedo a las entrañas alienígenas.

—Solo Dios lo sabe —respondió Godolphin—. Pero no es algo de este mundo, eso está claro.

—¿Qué quería? —inquirió Alice—. Eso es lo único que importa.

—Supongo que acceso a esta sala, lo que... —contempló uno a uno a los que estaban reunidos alrededor de la mesa— imagino que le procurasteis hace tres días. Confío en que ninguno de vosotros cometiera alguna indiscreción. —Hubo un intercambio de miradas furtivas—. Vaya, ya veo que sí —dijo—. Es una lástima. Esperemos que no tuviera tiempo de comunicar ninguno de sus descubrimientos a sus jefes.

—Lo hecho, hecho está —dijo McGann—; todos tendremos que cargar con parte de la responsabilidad. Y eso te incluye a ti, Oscar. Deberías haber compartido tus sospechas con nosotros.

—¿Acaso me habríais creído? —replicó Oscar—. Al principio no lo creía ni yo mismo, hasta que empecé a notar pequeños cambios en Dowd.

—¿Por qué tú? —preguntó Shales—. Eso es lo que me gustaría saber. ¿Por qué te asignarían a ti esta vigilancia a menos que fueras más susceptible que el resto de nosotros? Tal vez creyeran que te unirías a ellos. Tal vez ya lo hayas hecho.

—Como siempre, Hubert, eres demasiado arrogante como para ver tus propias debilidades —respondió Godolphin—. ¿Cómo sabes que yo soy el único objetivo? ¿Podrías jurarme que todos los que te rodean están libres de sospecha? ¿Cuán de cerca vigilas a tus amigos? ¿Y a tu familia? Cualquiera de ellos podría formar parte de esta conspiración.

A Oscar le proporcionó una perversa satisfacción sembrar aquellas dudas. Vio cómo echaban raíces; contempló cómo esos rostros, que media hora antes habían estado hinchados con su propia infalibilidad, se deshinchaban bajo el peso de la duda. Merecía la pena el riesgo que había corrido con semejante espectáculo tan solo para ver su miedo. Pero Shales no podía dejar las cosas como estaban.

—El hecho es que esta cosa era uno de tus empleados —dijo.

—Ya hemos oído bastante, Hubert —dijo McGann con suavidad—. Este no es el momento adecuado para dejar que las discusiones nos dividan. Tenemos una lucha entre manos y, tanto si estamos de acuerdo con los métodos de Oscar como si no, y, para que conste, yo no lo estoy, está claro que ninguno de nosotros puede dudar de su integridad. —Echó un vistazo alrededor de la mesa. Se produjeron murmullos de aprobación por todos lados—. Dios sabe qué habría sido capaz de hacer una criatura como esta si se hubiera dado cuenta de que su estratagema había sido descubierta. Godolphin ha corrido un riesgo considerable por nuestro bien.

—Estoy de acuerdo —dijo Lionel. Se acercó al lugar de la mesa donde se encontraba Oscar y colocó una copa de exquisito whisky de malta sobre los dedos que el ejecutor acababa de limpiarse—. A mí me ha parecido bien —apostilló—. Yo hubiera hecho lo mismo. Bébetelo.

Oscar aceptó el vaso.

Salut —dijo, y se bebió el whisky de un trago.

—Yo no veo que haya motivos de celebración —dijo Charlotte Feaver, que fue la primera en volver a sentarse a la mesa a pesar de lo que había sobre ella. Encendió un nuevo cigarrillo y soltó el humo a través de los labios fruncidos—. Asumiendo que Godolphin tenga razón y que esta cosa estuviera tratando de tener acceso a la Sociedad, lo que deberíamos preguntarnos es por qué.

—Pregunta lo que quieras —dijo Shales con sequedad mientras señalaba el cadáver—. No va a decirnos mucho. Lo que para algunos es muy conveniente, sin duda.

—¿Durante cuánto tiempo más tendré que soportar esas insinuaciones? — preguntó Oscar.

—He dicho que ya es suficiente, Hubert —advirtió McGann.

—Esta es una reunión democrática —dijo Shales al tiempo que se levantaba para desafiar la tácita autoridad de McGann—. Si tengo algo que decir...

—Ya lo has dicho —recalcó Lionel con renovado vigor—. Ahora, ¿por qué no cierras la boca de una vez?

—La cuestión es: ¿qué hacemos ahora?—dijo Bloxham. Había regresado a la mesa con la barbilla limpia y estaba decidido a reafirmar su posición después de un despliegue tan poco masculino—. Esta es una época peligrosa.

—Esa es la razón de que estemos aquí —dijo Alice—. Saben que se acerca el aniversario y quieren comenzar esa maldita Reconciliación de nuevo.

—¿Y por qué iban a tratar de infiltrarse en la Sociedad? —indagó Bloxham.

—Para ponernos trabas —respondió Lionel—. Si saben lo que planeamos, pueden interceptar nuestras maniobras. A propósito, ¿la corbata era muy cara?

Bloxham bajó la mirada para descubrir que la corbata de seda estaba completamente manchada de vómito. Le dirigió a Lionel una mirada rencorosa y se la arrancó del cuello.

—De cualquier forma, no entiendo qué es lo que pueden averiguar acerca de nosotros, la verdad —dijo Charlotte Feaver con la irritación que la caracterizaba—. Ni siquiera sabemos qué es la Reconciliación.

—Sí, sí que lo sabemos —intervino Shales—. Nuestros ancestros trataron de colocar la Tierra en la misma órbita que el Paraíso.

—Muy poético —recalcó Charlotte—. Pero, ¿qué significa eso en términos concretos? ¿Lo sabe alguien? —Se hizo el silencio—. Yo creo que no. Y así están las cosas: hemos jurado evitar que suceda algo que ni siquiera comprendemos.

—Fue algún tipo de experimento —dijo Bloxham—. Y fracasó.

—¿Es que estaban todos chiflados? —preguntó Alice.

—Esperemos que no —señaló Lionel—. Por lo general, la locura se transmite a la descendencia.

—Bueno, pues yo no estoy loca —añadió Alice—. Y estoy completamente segura de que mis amigos son humanos, tan normales y corrientes como yo. Sí fueran otra cosa, lo sabría.

—Godolphin —dijo McGann—, estás muy callado, algo raro en ti.

—Estoy absorbiendo vuestra sabiduría —replicó Oscar.

—¿Has llegado a alguna conclusión?

—Las cosas se mueven en ciclos —dijo, tomándose su tiempo para responder. Tenía toda la atención de su audiencia, sin duda alguna—. Estamos llegando al final del milenio. La razón será suplantada por la sinrazón. El desapego por el sentimentalismo. Creo que si yo fuera un principiante esotérico con cierto olfato para la historia, no me resultaría difícil desvelar los detalles de lo que se intentó, del «experimento», tal y como lo ha llamado Bloxham..., y puede que se me metiera en la cabeza que ha llegado el momento propicio para intentarlo de nuevo.

—Es muy posible —dijo McGann.

—¿Dónde conseguiría alguien semejante la información necesaria? —inquirió Shales.

—Puede tratarse de un autodidacta.

—¿Cómo? Todos los tomos que tienen algún valor están enterrados bajo nuestros pies.

—¿Todos? —dijo Godolphin—. ¿Cómo podemos estar tan seguros?

—Porque no se ha realizado ningún acto de magia importante en el mundo desde hace dos siglos —fue la réplica de Shales—. Los esotéricos no tienen poder alguno; lo han perdido. Si hubiera habido la menor señal de actividad mágica, nos habríamos enterado.

—No sabíamos nada del amiguito de Godolphin —señaló Charlotte para negarle a Oscar el placer de pronunciar ese comentario con sus propios labios —. ¿Podemos siquiera estar seguros de que la biblioteca está intacta? —continuó Charlotte—. ¿Cómo sabemos que los libros no han sido robados?

—¿Quién iba a robarlos? —preguntó Bloxham.

—Dowd, por ejemplo. Jamás han sido catalogados como es debido. Sé que esa mujer, Leash, lo intentó, pero todos sabemos lo que le ocurrió.

La leyenda de la señora Leash, que había sido un miembro de la Sociedad, formaba parte de sus pecadillos menores: una serie de accidentes que culminaron en tragedia. En esencia, la obsesiva Clara Leash se había echado sobre los hombros la responsabilidad de realizar un cómputo de los volúmenes que estaban en posesión de la Sociedad y había sufrido un síncope mientras lo hacía. Había yacido sobre el suelo del sótano durante tres días. Cuando la descubrieron, apenas estaba con vida y había perdido por completo la cabeza. Sobrevivió, no obstante, y once años después aún vivía en un asilo de Sussex, tan chiflada ramo siempre.

—Aun así, no debería ser tan difícil descubrir si alguien ha entrado en el lugar —dijo Charlotte.

Bloxham se mostró de acuerdo.

—Habrá que comprobarlo —dijo.

—Supongo que te estás ofreciendo como voluntario —intervino McGann.

—Y si no han conseguido la información que hay abajo —añadió Charlotte—, hay otras fuentes. No creeréis que tenemos en nuestras manos hasta el último libro que trata sobre Imajica, ¿verdad?

—No, por supuesto que no —dijo McGann—. Pero la Sociedad ha soportado el peso de las tradiciones a lo largo de los años. Los cultos de este país no valen una mierda, y todos lo sabemos. Se unen en una búsqueda común con el fin de acumular todos los fragmentos que son capaces de conseguir. Pero no son más que remiendos. Tonterías. Ninguno de ellos posee los recursos necesarios para concebir la Reconciliación. La mayoría de ellos ni siquiera sabe qué es Imajica. Se limitan a lanzar hechizos a sus jefes en los bancos.

Godolphin había escuchado comentarios semejantes durante años. Charlas acerca de que la magia en el mundo occidental era una fuerza agotada; anécdotas autocomplacientes sobre gente que se había infiltrado en los cultos solo para descubrir que se trataba de grupos de pseudo-científicos que intercambiaban teorías arcanas en un idioma sobre el que ni siquiera un par de ellos se ponía de acuerdo; u obsesos sexuales que utilizaban la excusa de la adoración para exigir favores que no podían obtener de sus compañeros de otra manera; o, en su mayoría, desquiciados en busca de algún tipo de mitología, por ridícula que fuese, que los ayudara a mantenerse alejados de la auténtica psicosis. Sin embargo, entre los embaucadores, los obsesos y los lunáticos, ¿había tal vez algún hombre que instintivamente conociera el camino hacia Imajica? ¿Un maestro innato, nacido con algo en sus genes que lo capacitara para reinventar las condiciones de la Reconciliación? A Godolphin no se le había ocurrido semejante posibilidad hasta esos momentos (había estado demasiado preocupado por el secreto con el que había vivido la mayor parte de su vida adulta), pero resultaba una idea intrigante y perturbadora.

—Creo que deberíamos tomarnos este problema muy en serio —dijo—. Por remota que creamos semejante posibilidad.

—¿Qué problema? —preguntó McGann.

—El de la existencia de un maestro ahí fuera. Alguien que comprende la ambición de nuestros predecesores y está dispuesto a descubrir su propia forma de repetir el experimento. Puede que no quiera los libros. Puede que ni siquiera necesite los libros. Puede que esté sentado en su casa ahí fuera, incluso en estos mismos momentos, solucionando los problemas por sí mismo.

—En ese caso, ¿qué vamos a hacer? —dijo Charlotte.

—Una purificación —dijo Shales—. Me apena decirlo, pero Godolphin tiene razón. No sabemos lo que está ocurriendo ahí fuera. Hemos vigilado las cosas desde la distancia y, en ocasiones, nos las hemos arreglado para mantener a alguien bajo una sedación permanente, pero nunca hemos hecho una purificación. Creo que es momento de que nos pongamos manos a la obra.

—¿Y cómo la llevaremos a cabo? —quiso saber Bloxham. Tenía un brillo fanático en los ojos llorosos.

—Contamos con nuestros aliados. Los utilizaremos. Miraremos hasta debajo de las piedras y, si descubrimos algo que no nos guste, lo exterminaremos.

—No somos un escuadrón de asesinos.

—Poseemos los fondos para contratar a uno —señaló Shales—. Y amigos para cubrir las evidencias si fuera necesario. Tal y como yo lo veo, tenemos una responsabilidad: prevenir a toda costa otro intento de Reconciliación. Para eso es para lo que hemos nacido.

Habló con una falta total de dramatismo, como si estuviese recitando la lista de la compra. Su desapego impresionó a la sala. Al igual que la última opinión, por suave que hubiera sido a la hora de exponerla. ¿Quién no se sentiría abrumado con la idea de semejante propósito, que se remontaba generaciones atrás hasta los hombres que se habían reunido en este mismo lugar dos siglos antes? Unos cuantos supervivientes emparentados que juraban que ellos, sus hijos, los hijos de sus hijos y así hasta el final del mundo, vivirían y morirían con una única ambición en sus corazones: la prevención de otro Apocalipsis.

Llegados a ese punto, McGann sugirió que se hiciera una votación, a la que se procedió de inmediato. No hubo votos en contra. La Sociedad se mostró unánime acerca de que el camino a seguir era una purificación integral de todos los elementos (inocentes o no) que pudieran llevar a cabo en poco tiempo una manipulación (o que pudieran sentirse tentados de hacerlo) de los rituales con la pretensión de tener acceso a los así llamados Dominios reconciliados. Todas las estructuras religiosas convencionales serían excluidas de esta sanción, ya que eran completamente ineficaces y suponían una distracción útil para las almas que pudieran sentirse atraídas por las prácticas esotéricas. Los farsantes y los usureros también se pasarían por alto. Los quirománticos callejeros y los falsos psíquicos, los espiritistas que escribían nuevos conciertos para compositores muertos y sonetos para poetas largo tiempo fallecidos... Todos saldrían ilesos. Solo aquellos que tuvieran la oportunidad de tropezar con algo perteneciente a Imajica y de influir sobre ello serían aniquilados. Se trataría de un asunto de gran alcance, brutal en ocasiones, pero la Sociedad estaba preparada para el desafío que suponía. No era la primera purificación que había organizado (aunque sí sería la primera a semejante escala); ya se habían establecido con anterioridad las bases para una limpieza invisible pero de gran amplitud. Los cultos serían el primer objetivo: dispersarían a sus acólitos; sus líderes serían sobornados o encarcelados. Inglaterra ya había sido limpiada de todos los esotéricos y taumaturgos importantes en ocasiones anteriores. Y estaba a punto de volver a ocurrir.

—¿Hemos acabado ya con el orden del día? —preguntó Oscar—. La Misa del Gallo me espera.

—¿Qué vamos a hacer con el cadáver? —preguntó Alice Tyrwhitt.

Godolphin ya tenía la respuesta preparada.

—Este desastre lo he provocado yo, así que yo me encargaré de limpiarlo —dijo con la debida humildad—. Puedo disponer que lo entierren al lado de cualquier autopista esta noche, a menos que alguien tenga una idea mejor.

No hubo objeciones.

—A mí me da igual, con tal de que desaparezca de aquí —dijo Alice.

—Necesitaré ayuda para envolverlo y bajarlo hasta el coche. Bloxham, ¿te importaría?

Como no quería negarse, Bloxham fue en busca de algo con lo que envolver el cadáver.

—No veo razón alguna por la que tengamos que quedarnos a mirar —dijo Charlotte mientras se levantaba de su asiento—. Si los asuntos de esta noche ya se han dado por concluidos, yo me marcho a casa.

Mientras se encaminaba hacia la puerta, Oscar utilizó ese comentario para lanzar una última y triunfante réplica.

—Supongo que todos pensaremos en lo mismo esta noche —dijo.

—¿En qué? —preguntó Lionel.

—Bueno, en que si a esas cosas se les da tan bien imitar como parece, a partir de ahora no podremos confiar por completo los unos en los otros. Supongo que todos somos humanos hasta el momento, pero ¿quién sabe lo que nos deparará la Navidad?

Media hora más tarde, Oscar estaba listo para salir hacia la Misa del Gallo. A pesar de todos los remilgos que había mostrado con anterioridad, Bloxham se había comportado muy bien: había metido las entrañas de Dowd dentro del cadáver y había momificado el cuerpo con plástico y cinta adhesiva. A continuación, Oscar y él habían arrastrado el cadáver hasta el ascensor y lo habían sacado de la torre para llevarlo al coche. Hacía una buena noche; la luna era una esquirla virtuosa en un cielo cuajado de estrellas. Como siempre, Oscar disfrutó de la belleza allí donde se encontraba y, antes de partir, se demoró para admirar el espectáculo.

—¿No te parece espléndido, Giles?

—¡Desde luego que sí! —replicó Bloxham—. Hace que me dé vueltas la cabeza.

—Todos esos mundos...

—No te preocupes —le dijo Bloxham—. Nos aseguraremos de que jamás suceda.

Confundido por su respuesta, Oscar miró al otro hombre y descubrió que no estaba mirando las estrellas, sino que todavía se dedicaba a observar el cuerpo. Era la idea de la próxima purificación lo que le parecía espléndido.

—Esto debería bastar —dijo Bloxham al tiempo que cerraba el maletero y le ofrecía la mano.

Contento de que las sombras ocultaran su desagrado, Oscar se la estrechó y espetó al muy bruto un seco «buenas noches». Muy pronto, estaba seguro, tendría que decidir de qué lado estaba y, a pesar del éxito de la misión de esa noche y de la certeza de que había ganado mucho con ella, no estaba ni mucho menos seguro de que su lugar estuviera entre las filas de los purificadores, aun en el caso de que ellos disfrutaran de la certeza de resultar vencedores. Sin embargo, si su lugar no estaba allí, ¿dónde entonces? Era un rompecabezas, y le alegró poder valerse del relajante espectáculo de la Misa del Gallo para distraerse.

Veinticinco minutos después, mientras subía las escaleras de la iglesia de St. Martin in the Fields, se descubrió rezando una pequeña plegaria con un sentido no muy diferente al de los villancicos que la congregación presente estaría cantando en aquel momento. Rogó que la esperanza se hallara en algún lugar de la ciudad aquella noche, y que pudiera llegarle al corazón y librarlo de las dudas y confusiones; como una luz que no solo purificaría, sino que se extendería por los Dominios e iluminaría Imajica de un extremo al otro. Pero, en el caso de que dicha divinidad estuviera cerca, rogaba que las canciones se equivocaran, porque, a pesar de ser los dulces cuentos de Navidad que eran en realidad, quedaba muy poco tiempo y, en el caso de que la esperanza no fuese más que un recién nacido esa noche, cuando alcanzara la edad suficiente para redimir, los mundos que había venido a salvar ya estarían más que muertos.

Capítulo 12

1

Taylor Briggs le había dicho a Judith en una ocasión que llevaba la cuenta de los años que tenía en veranos. Cuando su vida llegara a su fin, decía, recordaría todos esos veranos y, contándolos, se sentiría bendecido por haberlos vivido. Desde los idilios de su juventud hasta las últimas grandes orgías celebradas en las habitaciones traseras y en las casas de baño de Nueva York y San Francisco, podía recordar su carrera amorosa con tan solo olisquear el sudor de sus axilas. Judith sintió envidia al escucharlo. Al igual que le sucedía a Cortés, ella también tenía dificultad para recordar lo acaecido más de diez años atrás. No tenía ni una sola imagen de su adolescencia, ni de su infancia; no podía evocar a sus padres, ni siquiera nombrarlos. Esta incapacidad de aferrarse a la historia no la preocupaba demasiado (no conocía otra cosa), hasta que se topaba con alguien como Taylor, que parecía obtener una enorme satisfacción con sus recuerdos. Esperaba que aún siguiera haciéndolo; ese era uno de los pocos placeres que le quedaban.

Había escuchado por primera vez los rumores de su enfermedad el pasado mes de julio de boca del amante de Taylor, Clem. A pesar de que ambos habían compartido el mismo estilo de vida, el sida había pasado de largo junto a este último; Jude había pasado unas cuantas noches con él, charlando sobre la culpa que sentía ante lo que él pensaba que era una evasión inmerecida. No obstante, sus caminos se habían separado durante los meses de otoño y le sorprendió mucho encontrar una invitación para asistir a la fiesta de Navidad de la pareja cuando volvió de Nueva York. Puesto que aún estaba demasiado sensible por todo lo que había sucedido, llamó para decir que no podría asistir; fue entonces cuando Clem le confesó que no era muy probable que Taylor viese otra primavera, y menos aún otro verano. ¿No pensaba ir, aunque fuera por Taylor? Por supuesto, aceptó. Si entre su círculo de amistades había alguien que sabía sacar partido de los malos tiempos, esos eran Taylor y Clem; y tanto el uno como el otro merecían que ella se esforzara por poner lo mejor de su parte. ¿El hecho de sentirse tan cómoda rodeada de hombres que no veían su sexo como un terreno que debían conquistar se debería a las dificultades que le habían provocado los heterosexuales que habían pasado por su vida?

La noche de Navidad, cuando pasaban unos minutos de las ocho, Clem abrió la puerta y la invitó a entrar; reclamó un beso al pasar por debajo del ramillete de muérdago que estaba colgado en el pasillo antes de que, en sus propias palabras, «los bárbaros cayeran sobre ella». La casa estaba decorada exactamente igual que lo habría estado un siglo atrás: las cintas de oropel, la falsa nieve y las tiras de lucecillas habían sido descartadas en favor de las ramas de abeto, que colgaban en tal profusión de las paredes y repisas que las habitaciones parecían haber sido medio invadidas por el bosque. Clem, cuya juventud había quedado olvidada mucho tiempo atrás bajo el peso de los años, no compartía esa imagen tan saludable. Cinco meses antes, su aspecto había sido el de un treintañero entrado en carnes, si se lo miraba con buenos ojos. En ese momento, parecía al menos diez años más viejo, y ni su alegre bienvenida ni los halagos que le dedicaba lograban disimular su cansancio.

—Vas de verde —le dijo mientras la acompañaba al salón—. Se lo dije a Taylor. Ojos verdes, vestido verde.

—¿Das el visto bueno?

—¡Por supuesto! Estas Navidades estamos celebrando unas festividades paganas. Dies Natalis Solis Invictus.

—¿Y eso qué es?

—El Nacimiento del Sol Invicto —contestó—. La Luz del Mundo. En estos momentos, necesitamos que nos ilumine un poco.

—¿Conozco a alguna de las personas que están aquí? —preguntó antes de llegar al centro de la fiesta.

—Todos te conocen, querida —le dijo con cariño—. Incluso aquellos que nunca te han visto.

Muchos de los rostros que los esperaban le resultaban familiares, de modo que le llevó cinco minutos llegar hasta el lugar donde Taylor estaba sentado, como el señor del castillo, en un sillón bien provisto de cojines y situado muy cerca del crepitante fuego de la chimenea. Intentó ocultar la impresión que le produjo su aspecto. Había perdido casi todo lo que una vez fuera una melena leonina y la práctica totalidad de la carne superflua del rostro que había por debajo. Sus ojos, que siempre habían sido su rasgo más impresionante (una de las muchas cosas que ambos tenían en común), parecían enormes, como si quisiera devorar durante el tiempo que le restaba todas esas imágenes que la muerte le arrebataría. Abrió los brazos para saludarla.

—¡Cariño! —le dijo—. Dame un abrazo. Disculpa que no me levante.

Ella se inclinó y lo abrazó. No era más que piel y huesos; y estaba helado a pesar de la proximidad del fuego.

»¿Te ha traído Clem un poco de ponche?

—A eso iba —dijo Clem.

—Sírveme otro vodka a mí, ya que vas —ordenó Taylor con la misma autoridad de siempre.

—Creía que habíamos quedado... —protestó Clem

—Ya sé que es malo para mí. Pero estar sobrio es mucho peor.

—Se trata de tu funeral —dijo Clem con una franqueza tal que dejó a Jude atónita. Pero la pareja se miró con una especie de adoración salvaje y Jude se dio cuenta, al observar el intercambio, de que la crueldad de Clem no era más que una parte del mecanismo de defensa que utilizaba para poder soportar la tragedia.

—Como quieras —accedió Taylor—. Tráeme un zumo de naranja. Espera, llamémoslo Virgen María[1]. Para no desentonar con la época.

—Pensaba que celebrábamos una fiesta pagana —dijo Jude, mientras Clem se alejaba en busca de las bebidas.

—No sé por qué los cristianos deberían quedarse con la Santa Madre —dijo Taylor—. Nunca han sabido qué hacer con ella. Coge una silla, cariño. Me dijeron que te habías ido a tierras lejanas.

—Sí, pero regresé a última hora. He tenido algunos problemas en Nueva York.

—¿A quién le rompiste el corazón esta vez?

—No se trata de ese tipo de problema.

—¿Entonces? —preguntó él—. Sé una chismosa. Cuéntaselo a Taylor.

Era un chiste malo que se remontaba mucho tiempo atrás y que consiguió arrancar una sonrisa de los labios de Judith. También consiguió que comenzara a narrar una historia que había jurado no revelar a nadie.

—Alguien intentó asesinarme —dijo.

—Estás bromeando —contestó Taylor.

—Ojalá.

—¿Qué sucedió? —preguntó—. Desembucha. Últimamente me gusta escuchar las malas noticias de los demás. Cuanto peores sean, mejor.

Jude acarició el dorso de la huesuda mano de Taylor.

—Primero dime cómo estás tú.

—Fatal —contestó—. Clem es maravilloso, por supuesto, pero ni todos los mimos del mundo podrán devolverme la salud. Tengo días buenos y días malos, Casi todos malos de un tiempo a esta parte. No me queda, como mi madre solía decir, mucho tiempo en este mundo. —Alzó la mirada—. Mira, aquí viene San Clemente del Orinal. Cambio de tema. Clem, ¿te ha contado Judy que han intentado matarla?

—No. ¿Dónde?

—En Manhattan.

—¿Un ladrón?

—No.

—No será algún conocido, ¿verdad? —preguntó Taylor.

Ahora que estaba a punto de contar toda la historia, no estaba muy segura de querer hacerlo. Pero Taylor tenía los ojos brillantes por la emoción y no podía soportar decepcionarlo. Comenzó a narrar lo sucedido y su historia se vio salpicada con las complacidas exclamaciones de incredulidad de Taylor, lo que provocó que se entregara a su audiencia como si su relato no fuese más que una invención descabellada en lugar de la lúgubre verdad. Solo perdió el ímpetu en una ocasión, cuando salió a relucir el nombre de Cortés y Clem aprovechó para informar de que estaba invitado a la fiesta. El corazón le dio un vuelco a Judith y lardó un momento en recuperar el ritmo normal.

—Cuéntanos el resto —la instó Taylor—. ¿Qué sucedió entonces?

Ella siguió con la historia, pero a partir de ese punto, y puesto que estaba de espaldas a la puerta, se descubrió pensando a cada instante si él estaría atravesándola en ese mismo momento. Semejante distracción hizo mella en su capacidad narrativa, si bien era bastante posible que el relato de un asesinato contado por la víctima estuviera condenado a caer en la previsibilidad. Así que le puso fin con una premura inmerecida.

—El caso es que estoy viva —dijo.

—Brindo por eso —contestó Taylor al tiempo que le pasaba el vaso de Virgen María aún intacto a Clem—. ¿Unas gotas de vodka, tal vez? —le imploró—. Asumiré las consecuencias.

Clem se encogió de hombros con un gesto renuente y, tras tomar el vaso vacío de Jude, se abrió camino entre la multitud hasta la mesa de las bebidas, lo cual le dio una excusa a la misma Jude para girarse y examinar la habitación. Habían aparecido al menos media docena de rostros nuevos desde que se sentara. Cortés no estaba entre ellos.

—¿Estás buscando al «hombre adecuado»? —preguntó Taylor—. Todavía no ha llegado.

Ella volvió a mirarlo, dispuesta a enfrentar su diversión.

—No sé de quién estás hablando —le contestó.

—Del señor Zacharias.

—¿Y qué es lo que te resulta tan gracioso?

—Él y tú. El idilio más comentado de la pasada década. No sé si sabes que cuando hablas de él te cambia la voz. Se vuelve...

—¿Venenosa?

—Jadeante. Deseosa.

—Yo no jadeo por Cortés.

—Me lo habrá parecido a mí, entonces —dijo taimadamente—. ¿Era bueno en la cama?

—Los he conocido mejores.

—¿Quieres saber algo que nunca le he dicho a nadie?

Taylor se inclinó hacia delante y su sonrisa dejó entrever parte de su dolor. Ella creyó que ese ceño fruncido se debía a los dolores físicos, hasta que escuchó sus palabras.

»Me enamoré de Cortés en el mismo momento que lo conocí. Intenté por todos los medios llevármelo a la cama. Lo emborraché, hice que se colocara... Nada funcionó. Pero no se me pasó, hasta que hace unos seis años...

Clem apareció en ese momento, entregó los vasos nuevamente llenos a Taylor y Jude, y volvió a marcharse para dar la bienvenida a un grupo de recién ¡legados.

—¿Te acostaste con Cortés? —preguntó Jude.

—No exactamente. Me explico: lo convencí de que me dejara hacerle una mamada. Él estaba muy colocado. Y sonreía con esa sonrisa tan suya. Me encantaba esa sonrisa. De modo que allí estaba yo —continuó, con ese tono lascivo que siempre utilizaba cuando hablaba de sus conquistas—, intentando ponerlo duro cuando él empezó... No sé cómo explicarlo... Supongo que podría decirse que empezó a hablar en otro idioma. Estaba tendido en mi cama, con los pantalones por los tobillos, y empezó a hablar en otro idioma. Ninguno que me resultara lejanamente conocido. No era español, ni francés. No sé lo que era. Pero, ¿sabes una cosa? Mi erección desapareció al mismo tiempo que él conseguía una. —Soltó una escandalosa carcajada, pero no tardó en recuperar la compostura. La sonrisa desapareció y volvió a retomar la narración—. De repente, me dio miedo. Mucho miedo. No fui capaz de acabar lo que había empezado. Me levanté y lo dejé allí tumbado en la cama con la polla tiesa y hablando en esa lengua. —Le hizo un gesto para que le diera el vaso y bebió una buena cantidad. El recuerdo lo había perturbado de modo visible. En su cuello había aparecido un sarpullido y le brillaban los ojos—. ¿Lo has visto hacer eso alguna vez?

Jude negó con la cabeza.

—Te lo pregunto porque sé que rompisteis de repente, y me preguntaba si él te habría asustado de algún modo.

—No. Lo único que sucedió es que tenía por costumbre pasar demasiado tiempo follando por ahí.

Taylor emitió un gruñido evasivo antes de volver a hablar.

—Desde hace muy poco me dan unos sudores nocturnos, ¿sabes? A veces tengo que levantarme a las tres de la mañana para que Clem cambie las sábanas. La mitad del tiempo no sé si estoy dormido o despierto. De repente, me asaltan todo tipo de recuerdos. Cosas en las que hace años que no pienso. Una de ellas es esa. Lo escucho hablar mientras estoy bañado en sudor. Lo escucho hablar como si estuviese poseído.

—Y no te gusta, ¿verdad?

—No lo sé —contestó—. En este momento veo los recuerdos de un modo diferente. Sueño con mi madre y es como si quisiera volver a meterme en su vientre para nacer de nuevo. Sueño con Cortés y me pregunto por qué dejé escapar todos esos misterios de mi vida. Cosas que ya no pueden resolverse porque es demasiado tarde. Estar enamorado. Hablar en otra lengua desconocida. Al final todo se resume en una cosa: no logro entender nada. —Agitó la cabeza y luchó contra las lágrimas al mismo tiempo—. Lo siento —se disculpó—. La Navidad me pone sensible. ¿Puedes ir en busca de Clem? Necesito ir al baño,

—¿Puedo ayudarte yo?

—Todavía hay ciertas cosas para las que necesito a Clem, pero gracias de todos modos.

—De nada.

—Gracias también por escucharme.

Jude se abrió camino hacia el lugar donde Clem hablaba con otros invitados y le informó discretamente del encargo de Taylor.

—Conoces a Simone, ¿verdad? —preguntó Clem, que lo utilizó como pie a su escapada y dejó allí a Jude para que conversara en su lugar.

La verdad era que Jude conocía a Simone, pero de modo muy superficial y, tras la conversación que acababa de tener con Taylor, le resultó muy difícil integrarse en el barullo social. Sin embargo, las respuestas de Simone eran excesivamente coquetas; dejaba escapar una risilla burbujeante a la más mínima oportunidad, y se acariciaba el cuello como si quisiera señalar el lugar donde quería que la besaran. Jude estaba ensayando una negativa educada cuando se dio cuenta de que la mirada de Simone, mal disimulada con una excesiva carcajada, revoloteaba hacia otra persona inmersa en la multitud. Molesta ante la idea de que pudieran tomarla como cómplice en la caza de ligues de aquella mujer, preguntó:

—¿Quién es él?

—¿Quién es quién? —preguntó Simone, sonrojada y nerviosa—. ¡Huy, lo siento! No es más que un tipo que no deja de mirarme.

La mirada de la chica volvió a posarse sobre su admirador y, en ese instante, Jude tuvo la absoluta certeza de que si se giraba en ese momento la mirada que interceptaría no sería otra que la de Cortés. Estaba allí, totalmente entregado a sus viejos trucos, enlazando una cadena de miraditas y preparado para atrapar a la más guapa en cuanto se cansara del juego.

—¿Por qué no te acercas y hablas con él? —le dijo.

—No sé si debería hacerlo.

—Siempre puedes pensártelo mejor si encuentras otra oferta más interesante.

—Quizá lo haga —contestó Simone y, sin hacer esfuerzo alguno por seguir conversando, se llevó su risa a otro lado.

Durante dos segundos, Jude luchó contra la tentación de mirarla mientras se alejaba. Al final, se dio la vuelta. El tipo interesado en Simone estaba de pie junto al árbol de Navidad, dándole la bienvenida al objeto de su deseo con una sonrisa mientras ella se abría camino entre la multitud para llegar hasta él. Después de todo, no se trataba de Cortés, sino de otro hombre que le resultaba familiar; quizá fuera el hermano de Taylor. Extrañamente aliviada, e irritada consigo misma por sentirse de esa manera, se encaminó hacia la mesa de las bebidas para volver a llenarse el vaso y, una vez hecho esto, salió al pasillo en busca de un poco de aire fresco. En el descansillo de las escaleras había un violonchelista que tocaba In the Bleak Midwinter; la melodía se sumaba al instrumento que la interpretaba y el efecto resultaba del todo melancólico. La puerta principal se abrió y la ráfaga de aire le puso la carne de gallina. Se acercó para cerrarla y, en ese momento, otro de los invitados que también escuchaba al intérprete le susurró muy discretamente:

—Hay alguien vomitando ahí fuera.

Ella echó un vistazo al exterior. Así era, había alguien sentado en el bordillo de la acera, con esa postura de aquel que se ha resignado a ser gobernado por los dictados del estómago: la cabeza agachada y los codos sobre las rodillas en espera de la siguiente arcada. Tal vez ella hiciera ruido al acercarse. Tal vez él percibió que lo estaba mirando. El hombre alzó la cabeza y miró a sus espaldas.

—Cortés, ¿qué estás haciendo ahí fuera?

—¿A ti qué te parece?

La última vez que lo vio no gozaba de muy buen aspecto, pero en esos momentos estaba hecho un desastre: demacrado, sin afeitar y pálido a causa de las náuseas.

—Hay un cuarto de baño en la casa.

—Con una silla de ruedas —contestó Cortés con una mirada casi supersticiosa—. Prefiero vomitar aquí fuera.

Se limpió la boca con el dorso de la mano. Estaba prácticamente cubierta de pintura. Igual que la otra, según comprobó Jude, así como sus pantalones y su camisa.

—Has estado ocupado.

Él lo malinterpretó.

—No debería haber bebido nada —fue su respuesta.

—¿Quieres que te traiga un poco de agua?

—No, gracias. Me voy a casa. Despídete de Clem y Taylor por mí, ¿vale? No puedo volver a entrar ahí. Me pondría en ridículo. —Se puso en pie, tambaleándose un poco—. Parece ser que nunca nos encontramos en circunstancias agradables, ¿no es verdad? —comentó.

—Creo que debería llevarte a casa. Si conduces, acabarás matándote o matando a otra persona.

—No pasa nada —respondió, alzando las manos cubiertas de pintura—. Las carreteras están vacías. Estaré bien. —Metió la mano en el bolsillo, en busca de las llaves del coche.

—Me salvaste la vida. Déjame que te devuelva el favor.

Él levantó la mirada para observarla con los párpados medio entornados.

—Tal vez no sea una mala idea.

Jude regresó al interior para despedirse en su nombre y en el de Cortés. Taylor estaba de vuelta en su sillón. Lo vio antes de que él la viese a ella. Tenía la mirada perdida y vidriosa. Sin embargo, no era dolor lo que se leía en sus ojos, sino una extenuación tan inmensa que había borrado el resto de los sentimientos salvo, quizá, el arrepentimiento que sentía por no haber investigado esos misterios de su pasado. Se acercó a él y le explicó que acababa de encontrarse con Cortés, que estaba enfermo y que necesitaba que alguien lo llevara a casa.

—¿No va a entrar a despedirse? —preguntó Taylor.

—Creo que le da miedo vomitar en la alfombra, o encima de ti, bueno, o en los dos sitios...

—Dile que me llame. Dile que quiero verlo pronto. —Tomó la mano de Jude y la sujetó con una fuerza sorprendente—. Dile que sea pronto.

—Lo haré.

—Quiero ver esa sonrisa suya una vez más.

—Habrá muchas oportunidades —le dijo.

Él negó con la cabeza.

—Tendré que conformarme con una —contestó en voz baja.

Jude le dio un beso y prometió que lo llamaría para decirle que había llegado bien a casa. De camino hacia la puerta se encontró con Clem y, una vez más, se disculpó y se despidió.

—Llámame si necesitas cualquier cosa —se ofreció.

—Gracias, pero creo no queda más que esperar.

—En ese caso, podemos esperar juntos.

—Es mejor que solo seamos él y yo —contestó Clem—. Pero te llamaré.—Miró de soslayo a Taylor que, de nuevo, tenía la mirada perdida—. Está decidido a aguantar hasta la primavera. «Una primavera más», dice una y otra vez. En su puta vida le habían importado los crocos hasta ahora. —Sonrió—. ¿Sabes qué es lo que resulta más increíble? —le preguntó—. Que me he vuelto a enamorar de él.

—Eso es maravilloso.

—Y ahora voy a perderlo, justo cuando me he dado cuenta de lo que significa para mí. No cometas ese mismo error, ¿quieres? —Le dedicó una mirada penetrante—. Y ya sabes a lo que me refiero.

Ella asintió.

—Bien. Entonces será mejor que lo lleves a casa.

2

Las carreteras estaban tan vacías como él había predicho, por lo que no tardaron más de quince minutos en llegar al estudio de Cortés. No paraba de decir incoherencias. Durante el viaje, la conversación entre ellos había estado plagada de saltos y silencios, como si su cerebro funcionara más deprisa que su lengua o, tal vez, más despacio. La culpa no la tenía la bebida. Ella lo había visto consumir todo tipo de alcohol; según la ocasión, lo hacía gemir, lo ponía cachondo o lo convertía en un santurrón. Pero jamás lo había visto así, con la cabeza apoyada en el asiento, los ojos cerrados y hablando como si se encontrara en el fondo de una fosa. Tan pronto le daba las gracias por cuidarlo como le decía que no creyera que la pintura que le manchaba las manos era mierda. No era mierda, decía una y otra vez. Era una mezcla de pardo rojizo oscuro, con azul de Prusia y amarillo cadmio; pero, por alguna razón, cuando se mezclaban los colores, cualquier color, el resultado siempre se parecía a la mierda. El monólogo fue apagándose hasta caer en el silencio, del cual surgió otro nuevo tema un par de minutos después.

—No puedo verlo. Entiéndeme, así como está...

—¿A quién? —preguntó Jude.

—A Taylor. No puedo verlo tan enfermo. Tú sabes cómo odio las enfermedades.

Lo había olvidado. Era casi una paranoia, tal vez avivada por el hecho de que, aunque Cortés trataba su propio cuerpo con escasa consideración, no solo no enfermaba jamás, sino que tampoco parecía envejecer. Si duda, cuando llegase el colapso sería catastrófico: los excesos, las locuras y el correr de los años le pasarían factura de golpe. Pero hasta que llegara ese momento, no quería que nada le recordara su propia fragilidad física.

»Taylor va a morir, ¿verdad? —preguntó.

—Clem cree que no tardará mucho.

Cortés dejó escapar un enorme suspiro.

—Debería pasar algún tiempo con él. Hubo un tiempo en que fuimos grandes amigos.

—Despertasteis algunos rumores.

—Fue él quien los extendió, no yo.

—Pero solo fueron rumores, ¿no?

—¿Tú qué crees?

—Creo que has probado, al menos en una ocasión, todo tipo de experiencias.

—No es mi tipo —contestó Cortés, sin abrir los ojos.

—Deberías verlo de nuevo —le dijo ella—. Tienes que enfrentarte al hecho de que el cuerpo se desgasta tarde o temprano. Nos sucede a todos.

—A mí no. Cuando empiece a encontrarme mal, pienso suicidarme. Lo juro. —Apretó los puños llenos de pintura y se los llevó a la cara para frotarse las mejillas con los nudillos—. No permitiré que eso me suceda —dijo.

—Pues que tengas buena suerte —contestó ella.

El resto del camino transcurrió en silencio. La distante presencia de Cortés en el asiento del copiloto acabó por ponerla nerviosa. No dejaba de pensar en la historia que le había contado Taylor, y a cada momento esperaba que él se pusiera a hablar y dejara escapar un torrente de idioteces. No se dio cuenta de que Cortés estaba dormido hasta que anunció que habían llegado al estudio. Lo observó durante un instante: la suave curva de su frente y la delicada plenitud de sus labios. Aún sentía ganas de mimarlo, no había duda. Pero, ¿qué le esperaba al final de ese camino? Nada más que decepción y una rabia frustrante. A pesar de las palabras de ánimo de Clem, estaba totalmente segura de que lo suyo era una causa perdida.

Lo zarandeó para despertarlo y le preguntó si podía utilizar el baño antes de marcharse. Tenía pinchazos en la vejiga. Él dudó, cosa que la sorprendió. De repente, comenzó a sospechar que ya tenía compañía femenina en el estudio, algún ave de paso con la que haría un relleno en Navidad y a la que tiraría a la basura en Año Nuevo. La curiosidad ¡a obligó a insistir. Incapaz de decirle que no, Cortés accedió de mala gana. Subió las escaleras tras él, preguntándose a cada paso cuál sería el aspecto de su nueva conquista y, sin embargo, una vez arriba, descubrió que el estudio estaba vacío. La única compañía de Cortés era el cuadro con el que se había manchado tanto las manos. Pareció molestarle bastante que ella posara los ojos en el lienzo y la acompañó al cuarto de baño; aquello la desconcertó mucho más que si su primera suposición hubiese resultado acertada y una de sus conquistas hubiera estado divirtiéndose consigo misma sobre el raído sofá. Pobre Cortés. Cada día se comportaba de un modo más extraño.

Tras aliviarse, salió del aseo y descubrió que el lienzo había sido cubierto con una sábana manchada. Cortés se comportaba de un modo huidizo y nervioso, y estaba claro que se moría de ganas de que se fuera de allí. Jude no encontró razón alguna para no ser directa con él.

—¿Estás trabajando en algo nuevo?

—Bueno... —le contestó.

—Me gustaría verlo.

—No está acabado.

—Me da igual que se trate de una falsificación —dijo ella—. Sé a lo que os dedicáis Klein y tú.

—No es una falsificación —contestó con una fiereza en la voz y en el semblante que hasta ese momento no había mostrado—. Es mío.

—¿Un Zacharias original? —recalcó ella—. Esto sí que tengo que verlo.

Alargó el brazo para tirar de la sábana antes de que él pudiera impedírselo. Solo había atisbado una breve imagen del lienzo al entrar al estudio, y desde lejos. Al verlo de cerca, era patente que había trabajado en él con no poca intensidad. Había lugares con marcas, como si hubiese hundido la paleta o el pincel; mientras que, en otros sitios, la pintura había sido aplicada con un generoso abandono antes de extenderla con los dedos a su antojo. Y todo eso para plasmar... ¿qué? Al parecer, eran dos personas cara a cara, recortadas sobre un cielo salvaje; tenían la piel blanca, aunque presentaban trazos de color morado.

—¿Quiénes son? —preguntó.

—¿Son, en plural? —repitió él, casi sorprendido al ver que ella había interpretado la imagen de modo tan claro; se encogió de hombros para camuflar su reacción—. Nadie —contestó—. Solo es un experimento. —Y volvió a tapar el cuadro con la sábana.

—¿Un encargo?

—Preferiría no hablar del tema —le dijo.

Su incomodidad resultaba, en cierto modo, entrañable. Era como un niño al que habían pillado haciendo un ritual secreto.

—Estás lleno de sorpresas —le dijo ella, con una sonrisa.

—Qué va.

A pesar de que el lienzo estaba cubierto, seguía pareciendo inquieto, y Jude se dio cuenta de que la conversación sobre esa pintura y lo que significaba no iba a llegar más allá.

—Me voy, entonces —le informó.

—Gracias por traerme —contestó él mientras la acompañaba a la puerta.

—¿Todavía sigue en pie lo de esa copa? —le preguntó.

—¿No vas a regresar a Nueva York?

—De momento, no. Te llamaré dentro de un par de días. No te olvides de Taylor.

—¿Qué eres, la voz de mi conciencia?—preguntó con un leve atisbo de humor para aligerar la brusquedad del comentario—. No lo olvidaré.

—Siempre dejas huella en la gente, Cortés. Y esa es una responsabilidad de la que no puedes desentenderte.

—Intentaré ser invisible de ahora en adelante —contestó.

No la acompañó hasta la puerta principal, sino que dejó que bajara las escaleras sola y cerró la puerta del estudio antes de que hubiese descendido media docena de escalones. Mientras bajaba, Jude se preguntó qué instinto espurio la había empujado a sugerir lo de las copas. Bueno, de todos modos, siempre podría cancelarlo, aun cuando Cortés recordara que habían quedado, lo cual dudaba mucho.

De nuevo en la calle, alzó la vista hacia el piso con el fin de verlo por la ventana. Para hacerlo, tuvo que cruzar la calle, pero una vez en la acera opuesta, lo vio de pie frente al lienzo que volvía a estar al descubierto. Cortés miraba la pintura fijamente, con la cabeza inclinada. No estaba segura, pero le parecía que estaba moviendo los labios, como si hablara con la imagen del cuadro. ¿Qué le estaría diciendo?, se preguntó. ¿Estaría intentando extraer alguna imagen concreta del caos de pintura? Y si fuera cierto, ¿cuál de las muchas lenguas que conocía estaría utilizando?

Capítulo 13

1

Ella había visto dos personas donde él solo había pintado una. No un hombre ni una mujer ni un ente indefinido, sino dos personas. Jude había mirado el lienzo y había visto más allá de la intención de su propia conciencia hasta llegar al propósito subyacente; propósito que incluso se había ocultado a sí mismo. Regresó junto al cuadro y lo observó de nuevo con los ojos entrecerrados; allí estaban las dos personas que ella había visto. En su afán por captar algún rasgo de Pai'oh'pah, había plasmado al asesino mientras surgía de la oscuridad (o regresaba a ella), con una serie de sombras que ocultaban la mitad de su rostro y de su torso. Estas sombras conseguían dividir la figura de la cabeza a los pies, y los contornos, irregulares y exuberantes, describían las formas recíprocas de dos perfiles destacados en blanco en las mitades de lo que él había pretendido que fuese un solo rostro. Ambas figuras se miraban la una a la otra como si fueran amantes, con los ojos orientados al frente al estilo egipcio y la parte posterior de sus cabezas oculta en las sombras. La pregunta era: ¿quiénes eran aquellos dos?, ¿qué había querido expresar al pintar esos rostros de aquel modo, nariz con nariz?

Examinó la pintura durante varios minutos después de que Jude se fuera, preparándose mientras tanto para volver a atacar el lienzo. Pero, cuando llegó el momento de hacerlo, descubrió que le flaqueaban las fuerzas. Le temblaban las manos y tenía las palmas sudorosas; sus ojos contemplaban la imagen sin entusiasmo alguno... Retrocedió unos pasos, temeroso de tocarla en semejante estado de debilidad, ya que cabía la posibilidad de deshacer lo poco que había conseguido. Una pintura podía desvanecerse con mucha facilidad. Unas cuantas pinceladas inapropiadas podrían lograr que una semejanza (a un rostro, a la obra de otro pintor) desapareciera del lienzo para siempre. Esa noche sería mejor dejarlo tal y como estaba; sería mejor descansar y esperar que, por la mañana, se sintiera con más fuerzas.

Soñó con la enfermedad. Estaba tumbado en la cama, desnudo bajo una delgada sábana blanca, y temblaba tanto que le castañeteaban los dientes. La nieve caía del cielo de modo intermitente y no se derretía al tocar su carne porque él estaba más helado que los copos. Había varias personas en la habitación y trataba de decirles que tenía mucho frío; pero, al parecer, su voz carecía de fuerza y las palabras salían en forma de jadeos, como si estuviese luchando por exhalar su último aliento. Comenzó a temer que aquel estado onírico resultase letal; que la nieve y la incapacidad para respirar acabaran siendo la causa de su muerte. Tenía que reaccionar. Tenía que levantarse de esa cama tan dura y demostrar a todos esos dolientes que se habían adelantado al momento.

Con una lentitud casi dolorosa, acercó las manos al borde del colchón con la esperanza de poder incorporarse, pero las sábanas estaban resbaladizas a causa de su propio sudor y no pudo agarrarse con firmeza. El miedo se transformó en pánico y la desesperación le arrancó otra nueva andanada de jadeos, más desaforados que los anteriores. Intentó que se dieran cuenta de su situación, pero la puerta de su habitación estaba abierta y los dolientes habían desaparecido tras ella. Podía escucharlos en otra sala: reían y hablaban. Pudo ver un rayo de sol junto a la puerta. En la otra habitación era verano. Allí, donde él se encontraba, no había más que un frío helado que le paralizaba el corazón y se lo apretaba cada vez con más fuerza. Abandonó su intento de imitar a Lázaro y apoyó las palmas de las manos sobre las sábanas y cerró los ojos. El sonido de las voces que llegaban de la habitación contigua fue disminuyendo hasta que se convirtió en un murmullo. Los latidos de su corazón se hicieron menos evidentes. Sin embargo, en su lugar aparecieron otros sonidos. En el exterior, soplaba el viento y las ramas de los árboles chocaban contra las ventanas. Escuchó cómo se elevaba la voz de alguien en una plegaria; otra de las voces solo sollozaba. ¿A qué se debía tanta tristeza? No a su muerte, estaba claro. Era demasiado insignificante como para merecer semejantes lamentos. Volvió a abrir los ojos. La cama había desaparecido, junto con la nieve. La luz de un relámpago dibujó la silueta de un hombre que estaba en pie, observando la tormenta.

—¿Puedes hacerme olvidar? —se descubrió diciendo—. ¿Conoces algún truco para hacerme olvidar?

—Por supuesto —fue la queda respuesta—. Pero en realidad no lo deseas.

—No, lo que deseo es la muerte, pero esta noche tengo demasiado miedo para enfrentarme a ella. Esa es la verdadera enfermedad: el miedo a la muerte. Pero puedo vivir con el olvido. Dámelo.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Hasta el fin del mundo.

Otro relámpago hizo desaparecer la figura que se alzaba frente a él y, al instante, el resto de la escena. Desvanecido; olvidado. Cortés parpadeó para borrar la imagen de la ventana y la silueta que se había quedado grabada en su retina y, al hacerlo, traspasó el límite entre el sueño y la vigilia.

La habitación estaba fría, pero no tan helada como su lecho de muerte. Se incorporó hasta quedar sentado, mirándose primero las manos manchadas antes de desviar la vista hacia la ventana. Todavía no había amanecido, pero ya se escuchaba el ruido del tráfico en Edgware Road, un sonido que resultaba reconfortante. La pesadilla se desvanecía, gracias a la distracción que proporcionaban los ruidos y la vista, y se alegraba mucho de que fuera así.

Apartó las sábanas con un movimiento brusco y fue a la cocina en busca de algo para beber. En el frigorífico había un cartón de leche. Bebió el contenido, aunque estaba a punto de agriarse, consciente de que su agitado estómago no tardaría mucho en rechazarlo. Una vez que hubo saciado la sed se limpió la boca y la barbilla, luego se acercó al lienzo con el fin de contemplarlo de nuevo. Sin embargo, la intensidad del sueño del que acababa de despertar se burlaba de sus esfuerzos. No iba a conjurar al asesino con esa especie de magia tosca. Podría pintar una decena de cuadros, cientos, y aun así no sería capaz de plasmar la ambigüedad de Pai'oh'pah. Eructó y hasta su boca llegó el sabor de la leche agria. ¿Qué iba a hacer? ¿Encerrarse y dejar que las ganas de vomitar (provocadas por la visión del asesino) lo consumieran? ¿O darse un baño, mejorar su aspecto y salir en busca de algunos rostros que se interpusieran entre él y sus recuerdos? Cualquiera de las dos cosas sería inútil. Por tanto, solo quedaba una tercera opción, si bien no resultaba menos inquietante: encontrar a Pai'oh'pah en carne y hueso; enfrentarse a él; interrogarlo; hartarse de él hasta que se desvaneciera todo rastro de ambigüedad.

No dejó de estudiar el lienzo mientras analizaba la última posibilidad. ¿Qué tendría que hacer para encontrar al asesino? Interrogar a Estabrook, en primer lugar; eso no sería una labor muy ardua. Después, tendría que peinar la ciudad para encontrar ese sitio que Eastbrook afirmaba no poder recordar. Otra cosa que tampoco resultaría demasiado difícil. Mucho mejor que la leche agria y unos sueños más agrios aún.

A sabiendas de que era muy probable que a la luz del día perdiera su presente claridad mental y de que era mejor cortar al menos una de las vías de escape, apretó el tubo de pintura para ponerse en la mano un grueso gusano de amarillo cadmio y comenzó a extenderlo sobre el lienzo, todavía húmedo. El color borró al instante a los amantes, pero no estuvo satisfecho hasta haber cubierto la superficie de lado a lado. El color luchó por mantener su intensidad, pero no tardó en deteriorarse, contaminado por la oscuridad que trataba de ocultar. Cuando hubo terminado, no quedaba rastro alguno de su intento de plasmar a Pai'oh'pah.

Satisfecho, retrocedió y volvió a eructar. Las náuseas habían desaparecido. Se sentía extrañamente ligero. Tal vez le sentara bien la leche agria.

2

Pai'oh'pah estaba sentado en el escalón de la caravana, contemplando el cielo nocturno. Su mujer adoptiva y sus hijos dormían en las camas, a sus espaldas. Sobre él, en el cielo, las estrellas ardían tras el velo de una nube plateada. Rara vez se había sentido tan solo como en esos momentos. Desde que regresó de Nueva York había permanecido en un estado de inquietud constante. Algo iba a suceder, a él y a su mundo, pero no sabía qué. La ignorancia lo atormentaba, no solo porque se encontraba totalmente indefenso ante el inminente acontecimiento, sino porque la imposibilidad de predecir la naturaleza del suceso era una señal más que evidente del deterioro de sus habilidades.

La época en la que podía predecir acontecimientos futuros había llegado a su fin. Cada vez era más prisionero del presente. Ese presente, el cuerpo que ocupaba, también era mucho menos glorioso de lo que solía ser. Hacía tanto tiempo que no se entregaba del modo en que lo había hecho con Cortés, conformando su cuerpo según la voluntad de otro, que temía haber olvidado cómo se hacía. No obstante, el deseo de Cortés había sido lo bastante potente como para recordárselo, y su cuerpo aún se estremecía con las reverberaciones del tiempo que habían pasado juntos. Aunque no hubiera acabado bien, no se arrepentía de haber robado esos minutos. Era bastante posible que jamás volviera a vivir un encuentro semejante. Caminó desde la caravana hasta el perímetro del campamento. Las primeras luces del alba comenzaban a devorar las tinieblas. Uno de los chuchos del campamento, de vuelta tras una noche de aventura, se arrastró bajo dos planchas de hierro ondulado y se acercó a él meneando el rabo. Pai acarició el hocico del perro y le hizo cosquillas tras las orejas, mutiladas por un sinfín de peleas, deseando poder encontrar el camino de regreso a su hogar y a su amo con la misma facilidad.

3

Esmond Bloom Godolphin, el padre fallecido de Oscar y Charles, creía a pie juntillas que un hombre nunca podía tener suficientes refugios y, de los incontables proverbios de E.B.G., ese era el único que había ejercido alguna influencia sobre Oscar. Tenía nada menos que cuatro viviendas en Londres. La casa de Primrose Hill era su residencia principal, pero también tenía una segunda vivienda en Maida Vale, un piso pequeño en Notting Hill y la dirección que él ocupaba en esos momentos: un almacén sin ventanas, oculto entre un laberinto de ruinas y propiedades abandonadas cerca del río.

No era un lugar que le gustase visitar especialmente, y menos aún el día después de Navidad, pero había demostrado a lo largo de los años ser un sitio seguro para los asociados de Dowd, los anuladores, y ahora servía como capilla de descanso para el propio Dowd. Su cadáver desnudo yacía en el frío suelo de hormigón, cubierto por un sudario y rodeado de hierbas aromáticas; dichas hierbas habían sido recogidas y secadas en las mismas laderas del Jokalaylau, y ahora se quemaban en unos cuencos situados a los pies y a la cabeza del cuerpo, una vez cumplidos los rituales prohibidos en esa región. Los anuladores habían demostrado un escaso interés por la llegada del cadáver de su jefe. Solo eran funcionarios, incapaces de ir más allá de los procesos mentales más rudimentarios. Carecían de todo tipo de apetito físico: no conocían el deseo, el hambre, la sed ni la ambición. Se limitaban a pasar días y noches sentados en la oscuridad del almacén, a la espera de las instrucciones de Dowd. Oscar estaba lejos de sentirse cómodo en su compañía, pero le resultaba imposible marcharse antes de que todo hubiese concluido. Había traído un libro para leer: un almanaque sobre criquet cuya lectura le resultaba relajante. De vez en cuando se levantaba para volver a llenar los cuencos. No había otra cosa más que hacer aparte de esperar.

Ya había pasado un día y medio desde que convirtiese el asesinato de Dowd en un espectáculo: una actuación de la cual estaba orgulloso. Sin embargo, la víctima que tenía delante era una pérdida real. Dowd llevaba dos siglos al servicio de los Godolphin, pasando de padres a hijos, y estaría unido a ellos hasta que llegase el fin del mundo o bien el de la estirpe de Joshua, lo que sucediera en primer lugar. Y había sido un sirviente magnífico. ¿Quién podía preparar un whisky con soda mejor que él? ¿Quién podía secar y extender los polvos de talco con tanto cuidado entre los dedos de los pies de Oscar para evitar las frecuentes infecciones por hongos que padecía? Dowd era irremplazable y a Oscar le había costado muchísimo tener que tomar las brutales y necesarias medidas exigidas por las circunstancias. Pero lo había hecho a sabiendas de que, a pesar de que existía una diminuta posibilidad de que perdiera a su criado para siempre, una entidad como Dowd podía sobrevivir a ser destripado en tanto en cuanto los rituales de resurrección se llevaran a cabo de modo rápido y preciso. Oscar conocía dichos rituales. Había pasado muchas de las lánguidas noches yzordderrexianas encaramado sobre el tejado de la casa de Pecador para observar cómo se ocultaba la cola del cometa tras las torres del palacio del Autarca mientras ambos hablaban acerca de la teoría y la práctica de lances, edictos, pneumas, uredos y demás asuntos de Imajica. Conocía los aceites que debía introducir en el cuerpo de Dowd, así como las hierbas que debía quemar a su alrededor. Incluso tenía en la sala del tesoro una transcripción fonética del ritual, realizada por el mismo Pecador, por si acaso Dowd resultaba malherido en alguna ocasión. No sabía cuánto duraría el proceso, pero tenía muy claro que no debía alzar la sábana para ver si el pan de la vida se estaba horneando bien. Lo único que podía hacer era aguardar con la esperanza de haber hecho todo lo necesario.

Pasaban cuatro minutos de las cuatro cuando obtuvo la prueba de su buen hacer. Bajo la sábana se escuchó un jadeo y, un minuto después, Dowd se incorporó. El movimiento fue tan repentino e inesperado después de la larga espera que Oscar sucumbió al pánico; al levantarse, volcó la silla donde había estado sentado y el almanaque salió despedido de sus manos. A lo largo de su vida había sido testigo de muchas cosas que la gente del Quinto Dominio tomaría por milagrosas, pero nunca en un lugar tan siniestro como ese, mientras el mundo normal y corriente seguía su curso al otro lado de la puerta. Tras recuperar la compostura, trató de decir algo para darle la bienvenida, pero tenía la boca tan reseca que bien podía haber utilizado la lengua como papel secante. Se limitó a clavar la vista en Dowd, con la boca abierta, totalmente maravillado.

Dowd se había apartado la sábana de la cara y estaba observando la mano con la que lo había hecho. Su rostro parecía tan inexpresivo como los ojos de los anuladores que estaban sentados contra la pared de enfrente.

He cometido un terrible error, pensó Oscar. He traído de vuelta el cuerpo pero no el alma, ¡Dios mío! ¿Qué hago ahora?

Dowd siguió observándolo todo con una mirada vacía. Después, al igual que una muñeca a la que le hubieran insertado una mano en la espalda para recrear la ilusión de la vida e infundir un propósito a lo que no era más que un objeto inerte, alzó la cabeza y su semblante se desfiguró. Por la ira. Entrecerró los ojos y enseñó los dientes mientras hablaba.

—Se comportó mal conmigo —le dijo—. Muy mal.

Oscar tragó saliva, tan espesa como el lodo.

—Hice lo que consideré necesario —contestó, decidido a no acobardarse ante la criatura. Esta había jurado a Joshua que jamás causaría daño alguno a un Godolphin, por mucho que deseara hacerlo en el estado en que se encontraba.

—¿Qué le he hecho para que me humillara de esa manera? —preguntó Dowd.

—Tenía que demostrar mi lealtad a la Tabula Rasa. Ya conoces el motivo.

—¿Y es necesario que continúe humillándome? —dijo—. ¿Puedo, al menos, ponerme algo de ropa?

—Tu traje está manchado.

—Es mejor que no tener nada —replicó Dowd.

La ropa yacía en el suelo, a unos metros del lugar donde Dowd estaba sentado, pero este no hizo gesto alguno de acercarse a cogerla. Consciente de que el criado estaba comprobando hasta dónde llegaban los remordimientos de su jefe, pero dispuesto a seguirle el juego al menos por el momento, Oscar cogió la ropa y la dejó al alcance de Dowd.

—Sabía que un cuchillo no podría acabar contigo —le dijo.

—Pues ya sabía más que yo —contestó Dowd—. Pero esa no es la cuestión. Le habría seguido el juego si me hubiera informado de sus planes. De buena gana. Sumiso, de hecho. Le habría seguido el juego y habría muerto por usted. —Su tono era el de un hombre profunda e inconsolablemente agraviado—. En lugar de eso, usted conspiró contra mí. Me hizo sufrir como a un vulgar criminal.

—No podía permitir que pareciese una actuación. Si hubieran sospechado que todo estaba acordado...

—¡Vaya, ya entiendo! —contestó Dowd. De forma inconsciente, Oscar lo había agraviado en mayor medida con su justificación—. No se fiaba de mis dotes de actor. He interpretado todos los géneros que Quexos escribiera: comedias, tragedias, farsas... ¡Y usted no me creía capaz de salir airoso de una ridícula escena de muerte!

—De acuerdo. Me equivoqué.

—Pensé que lo del cuchillo ya era suficientemente doloroso. Pero esto...

—Por favor. Acepta mis disculpas. Fue un acto cruel y doloroso. ¿Qué puedo hacer para reparar el daño? Dónelo, Dowdy. Tengo la sensación de haber violado la confianza que existía entre nosotros y necesito subsanar ese error. Haré lo que quieras, solo tienes que pedirlo.

Dowd meneó la cabeza.

—No es tan sencillo.

—Lo sé, pero es un comienzo. Dilo.

Dowd reflexionó durante un minuto, con la vista clavada en la pared desnuda en lugar de en Oscar. Al final, dijo:

—Comenzaré con el asesino, Pai'oh'pah.

—¿Qué interés tienes en un místico?

—Quiero atormentarlo. Humillarlo. Y por último, matarlo.

—¿Por qué?

—Me ha ofrecido lo que quisiera. «Dilo», me ha dicho hace un momento. Pues ya lo he hecho.

—En ese caso, tienes carte blanche para hacer lo que desees —contestó Oscar—. ¿Eso es todo?

—Por ahora —respondió Dowd—. Estoy seguro de que se me ocurrirá algo más. La muerte me ha llenado la cabeza de unas ideas muy extrañas. Pero ya las iré exponiendo conforme llegue la hora.

Capítulo 14

1

Por muy difícil que le resultara a Cortés sonsacarle a Estabrook los detalles del viaje nocturno que lo había conducido hasta Pai'oh'pah, no podría ser más complicado que conseguir hablar con el tipo, para empezar. Fue a su casa alrededor del mediodía y se encontró con que las cortinas de todas las ventanas estaban meticulosamente corridas. Tocó el timbre varias veces e incluso llamó a la puerta, pero no obtuvo respuesta. Supuso que Estabrook había salido a dar un paseo, de modo que abandonó el intento y fue a echarse algo al estómago que, tras haber sido vilmente despreciado la noche anterior, rugía con el eco de su vacío. Era el día posterior al de Navidad y, ya que era fiesta nacional, ni los restaurantes ni las cafeterías estaban abiertos, pero encontró un pequeño supermercado regentado por una familia paquistaní que estaba haciendo su agosto vendiendo pan duro a los cristianos. Aunque muchas de las estanterías se encontraban vacías, la tienda aún contaba con un tentador muestrario de artículos ideales para provocar caries, así que Cortés salió de allí con chocolate, galletas y un pastel que satisfarían su goloso apetito. Se sentó en un banco para saciar el hambre. El pastel resultó ser demasiado empalagoso para su gusto, así que lo troceó y se lo arrojó a las palomas que se habían acercado atraídas por su comida. No tardó en correrse la voz de que había comida a disposición, y lo que comenzara como un picnic privado pronto se convirtió en una reyerta callejera. A falta de panes y peces con los que contentar a la multitud, Cortés arrojó lo que quedaba de las galletas a los comensales y volvió a casa de Estabrook conformándose con el chocolate. Cuando se acercaba al lugar, un movimiento en una de las ventanas de la planta de arriba llamó su atención. En esa ocasión, no se molestó en llamar al timbre ni en golpear la puerta, sino que gritó directamente hacia la ventana.

—¡Solo quiero hablar con usted, Charlie! Sé que está ahí. ¡Abra!

Cuando se convenció de que Estabrook no estaba por la labor de darle gusto, levantó la voz un poco más. El tráfico no le hizo la competencia en demasía, puesto que era un día festivo. Su voz se alzó, clara y potente.

—¡Venga, Charlie! Abra a menos que quiera que sus vecinos se enteren de nuestro pequeño negocio.

La cortina se apartó en esa ocasión y Cortés consiguió ver por primera vez a Estabrook. Tan solo fue un vistazo, ya que la cortina volvió a su lugar un momento después. Cortés esperó; justo cuando estaba a punto de comenzar con la arenga de nuevo, escuchó que alguien abría la puerta principal. Estabrook apareció, descalzo y calvo. Esto último fue una conmoción, porque Cortés no tenía ni idea de que el hombre llevara bisoñé. Sin pelo, su rostro tenía el mismo aspecto redondo y blanco de un plato, con los rasgos dispuestos como el desayuno de un niño: un par de huevos por ojos, un tomate por nariz y un par de salchichas para los labios; todo ello, nadando en el aceite del miedo.

—Ha llegado el momento de que hablemos —le dijo Cortés, que entró en la casa sin esperar invitación alguna.

No se anduvo por las ramas con el objetivo de la entrevista y dejó claro desde el principio que no se trataba de una visita social. Necesitaba saber el paradero de Pai'oh'pah y no estaba dispuesto a dejarse engañar con una sarta de excusas. Para refrescar la memoria de Estabrook, había llevado consigo un destrozado callejero de Londres. Lo colocó en la mesa, entre ellos.

—Bien —dijo—. Vamos a estar aquí sentados hasta que me diga adónde fue esa noche. Y si me miente, le juro que volveré y le romperé el cuello.

Estabrook no fingió confusión alguna. Su comportamiento era el de un hombre que se hubiera pasado muchos días temiendo escuchar el más mínimo ruido y que se sentía aliviado al descubrir que, una vez llegado dicho ruido, su causante fuera simplemente un humano. Los huevos que tenía por ojos estaban a punto de reventar y le temblaban las manos al pasar las páginas del callejero, mientras murmuraba que no estaba seguro de nada, pero que intentaría recordar. Cortés no lo presionó demasiado y dejó que el hombre recreara el recorrido en su memoria al tiempo que movía el dedo sobre el mapa.

Habían pasado por Lambeth, dijo, Kennington y Stockwell. No recordaba haber visto Clapham Common, por lo que asumía que se habían alejado por el este, en dirección a Streatham Hill. Recordaba haber visto una iglesia, de modo que buscó en el mapa hasta localizar el lugar.

Había varias, pero solo una que quedase lo bastante cerca del otro punto de referencia que recordaba: la estación del ferrocarril. Llegados a ese punto, afirmó no poder ofrecer nada más en lo que a direcciones se refería, solo una descripción del lugar en sí mismo: una valla de hierro ondulado, las caravanas y las hogueras.

—Lo encontrará —le dijo.

—Eso espero —contestó Cortés.

Hasta el entonces, no le había contado nada sobre las circunstancias que lo habían llevado de vuelta, si bien el hombre le había preguntado en varias ocasiones si Judith estaba sana y salva. En aquel momento, volvió a preguntárselo.

—Por favor, dígamelo —le pidió—. He sido sincero, lo juro. ¿No me va a decir cómo está, por favor?

—Está vivita y coleando —contestó Cortés.

—¿Le ha hablado a Jude de mí? Debe de haberlo hecho. ¿Qué le ha dicho? ¿Le ha dicho que todavía la amo?

—Yo no soy su recadero —replicó él—. Si consigue convencerla de que hable con usted, dígaselo usted mismo.

—¿Qué voy a hacer? —preguntó Estabrook mientras agarraba a Cortés del brazo—. Usted es un experto en lo que se refiere a las mujeres, ¿no es cierto? Todo el mundo lo sabe. ¿Qué puedo hacer para enmendar mis errores?

—Es probable que se sintiera satisfecha si le enviase sus pelotas en una bandeja —contestó Cortés—. Cualquier otra cosa resultaría del todo inapropiada.

—Cree que esto es divertido.

—¿El intento de asesinato de su esposa? No, no creo que tenga mucha gracia. ¿Que haya cambiado de opinión y quiera que todo vuelva a ser de color de rosa? Eso sí que es para descojonarse.

—Espere a querer a alguien como yo quiero a Judith. En el caso de que sea capaz de hacerlo, cosa que dudo. Espere a desear a alguien con tanta intensidad que esté a punto de perder la razón. Entonces lo comprenderá.

Cortés no hizo ningún comentario al respecto. Aquello se asemejaba demasiado a su estado actual como para confesarlo abiertamente, incluso ante sí mismo. No obstante, una vez fuera de la casa y con el callejero en la mano, no pudo reprimir una sonrisa de satisfacción por haber encontrado una forma de seguir adelante. La tarde de pleno invierno cerraba su mano sobre la ciudad, y la oscuridad comenzaba a extenderse. Pero la oscuridad amaba a los amantes, por mucho que el mundo los hubiera olvidado.

2

A mediodía, sin que la inquietud que sintiera la noche anterior hubiera disminuido un ápice, Pai'oh'pah había sugerido a Theresa la posibilidad de abandonar el campamento. La sugerencia no fue recibida con mucho entusiasmo. La niña estaba resfriada y no había parado de llorar desde que se despertara; el otro niño también tenía fiebre. Theresa había afirmado que no era momento de marcharse ni siquiera aunque tuviesen otro lugar adonde ir, que no era el caso.

—Nos llevaremos la caravana. Nos marcharemos de la ciudad. Hacia la costa, tal vez, donde los niños podrán beneficiarse de un aire más puro —había sugerido Pai.

A Theresa le había gustado la idea.

—Mañana —había respondido—. Mañana, o pasado. Pero hoy no.

No obstante, Pai insistió hasta que ella le preguntó por el motivo de su nerviosismo. No encontró respuesta alguna que darle; al menos, no una que a ella le hubiera gustado escuchar. La mujer no sabía nada acerca de su verdadera naturaleza y tampoco le había preguntado sobre su pasado. Él no era más que alguien que sustentaba a su familia, alguien que llevaba comida a las bocas de sus hijos y que la abrazaba por la noche. Pero su pregunta aún flotaba en el aire, de modo que la contestó lo mejor que pudo.

—Tengo miedo de que nos pase algo —contestó.

—Se trata de ese viejo, ¿verdad? —replicó Theresa—. Ese que vino a buscarte. ¿Quién era?

—Quería que le hiciera un trabajo.

—¿Y lo hiciste?

—No.

—Entonces, ¿crees que va a volver? —dijo—. Le echaremos a los perros.

Era reconfortante escuchar una solución tan sencilla aunque no solucionara nada, como en ese caso. Su alma de místico se veía atraída, en ocasiones con demasiada celeridad, hacia las ambigüedades que reflejaban su verdadera naturaleza. Pero su alma siempre lo castigaba y le echaba una reprimenda para recordarle que había adoptado un rostro y una función y, en la esfera humana, un sexo; para recordarle que, en lo que a ella se refería, él pertenecía a un mundo integrado por dos niños, unos perros y unas cascaras de naranja. No había lugar para la poesía en unas circunstancias tan difíciles, ni tiempo que perder en dudas o especulaciones entre el duro amanecer y el incierto crepúsculo.

Otro de esos crepúsculos había llegado y Theresa estaba acostando a sus adorados hijos en la caravana. Ambos dormían sin sobresaltos. Todavía le quedaba un hechizo, que había mantenido en perfecto estado desde los días en los que aún tenía poder; consistía en un modo de recitar oraciones sobre una almohada con el fin de que dulcificara los sueños del durmiente. Su maestro le había pedido ese consuelo en numerosas ocasiones y Pai aún seguía utilizándolo doscientos años después. En ese mismo momento, Theresa había tendido las cabezas de sus hijos sobre un estanque de canciones de cuna que habían sido dispuestas allí en secreto, para guiarlos desde la oscuridad del mundo hacia la luz.

El chucho que saliera a su encuentro junto a los límites del campamento bajo la grisácea luz del amanecer comenzó a ladrar con furia y Pai se acercó con el fin de calmarlo. Al ver que se aproximaba, el animal tiró de la cadena y escarbó en la tierra para acercarse a él. Su dueño era un hombre con el que Pai tenía poco contacto, un escocés temperamental que maltrataba al perro cuando lograba atraparlo. Pai se puso en cuclillas para silenciar al animal, por temor a que el ruido de sus ladridos distrajera al dueño de su cena. El perro obedeció, aunque continuó golpeándolo con las patas sin descanso, en un claro intento de que lo liberara de la cadena.

—¿Qué te pasa, colega? —le preguntó mientras le rascaba tras las destrozadas orejas—. ¿Es que tienes a una dama esperándote ahí fuera?

Miró a la valla al tiempo que le hablaba y captó la fugaz imagen de alguien que se ocultaba entre las sombras, detrás de una de las caravanas. El perro también había visto al intruso, lo que provocó otra nueva ronda de ladridos. Pai volvió a ponerse en pie.

—¿Quién anda ahí? —preguntó.

Un ruido que provenía del otro lado del campamento reclamó momentáneamente su atención: alguien estaba arrojando agua al suelo. No, no se trataba de agua. El olor ya había alcanzado sus fosas nasales: gasolina. Giró la cabeza hacia su caravana. La sombra de Theresa se perfilaba tras la persiana; tenía la cabeza agachada mientras apagaba la lamparita colocada junto a la cama de los niños. El olor también provenía de esa dirección. Alargó el brazo y soltó al perro.

—Vamos chico, ¡corre!, ¡corre!

Sin dejar de ladrar, el animal comenzó a correr en dirección a la figura que acababa de deslizarse por un hueco de la valla. Al mismo tiempo, Pai comenzó a correr hacia la caravana, llamando a gritos a Theresa.

A sus espaldas, alguien le gritó que se callara, pero las voces quedaron amortiguadas por el estallido del fuego en dos focos simultáneos que iluminaron el campamento de un extremo a otro. Escuchó los gritos de Theresa y vio que las llamas emergían de uno de los laterales de su caravana. El combustible derramado no había sido más que la mecha. Antes de que pudiera cubrir los diez metros que lo separaban del lugar, la carga principal explotó justo debajo del vehículo con la fuerza necesaria para levantarlo del suelo y volcarlo sobre uno de los laterales.

Una oleada de calor sofocante lanzó por los aires a Pai. Cuando consiguió ponerse en pie, la caravana se había convertido en una bola de fuego. A medida que atravesaba el calor abrasador camino de semejante pira, escuchó otro sollozo y se dio cuenta de que era él mismo quien lo emitía; no recordaba siquiera que su garganta fuera capaz de emitir un sonido semejante, pero aquello no cambiaba nada: era como echar sal sobre la herida.

Cortés acababa de avistar la iglesia que Estabrook había señalado como última referencia, cuando un repentino amanecer se alzó frente a él: una llamarada tan intensa que le hizo pensar que el sol había aparecido para quemar a la noche. El coche que iba delante dio un giro brusco; Cortés consiguió evitar la colisión subiéndose a la acera y frenando a escasos centímetros de uno de los muros de la iglesia.

Salió del vehículo y corrió en la dirección del fuego. En cuanto giró una esquina, se adentró en una cortina de humo que se arremolinaba más y más a medida que avanzaba, de modo que apenas podía vislumbrar lo que tenía delante. Vio una valla de hierro ondulado y, tras ella, un grupo de caravanas, la mayoría presa de las llamas. Aun sin la descripción de Estabrook, que confirmaba sin duda alguna que ese era el hogar de Pai'oh'pah, el simple hecho de su destrucción habría bastado para señalarlo como tal. La muerte lo precedía, al igual que hacía su sombra en esos momentos, que se proyectaba delante de él a causa de una llama que se alzaba a sus espaldas y que era aún más brillante que el incendio al que se encaminaba. El conocimiento que tenía de ese otro cataclismo, el que sucedía a sus espaldas, había formado parte del asunto que los uniera a él y al asesino desde el principio. Se había dejado entrever cuando intercambiaron las primeras palabras en la Quinta Avenida; había avivado la furia que lo impulsó a batirse con el lienzo; y había sido mucho más luminoso en sus sueños, en aquella habitación que él había imaginado (o quizá recordado), donde suplicó a Pai el olvido. ¿Qué era lo que habían experimentado juntos? ¿Qué podía ser tan terrible como para hacerle desear sumir su propia vida en el olvido antes que vivir con la realidad de lo que había sucedido? Fuera lo que fuese, era algo que reverberaba en esta nueva calamidad, y rogaba a Dios poder recordar de nuevo con el fin de saber qué crimen había cometido que traía un castigo semejante a tantos inocentes.

El campamento era un infierno. El viento avivaba las llamas que, a su vez, provocaban nuevas rachas de aire, y la carne de los humanos era el juguete de ambos. Lo único que podía hacer para detener el incendio era mear y escupir (¡menuda gilipollez!), pero siguió corriendo de todos modos, con los ojos llenos de lágrimas a causa del humo y sin saber las posibilidades que tenía de sobrevivir. Lo único que sabía con certeza era que Pai estaba en algún lugar de ese incendio, y que perderlo en aquel momento sería el equivalente a perderse a sí mismo.

Había unos cuantos supervivientes; muy pocos, por desgracia. Los dejó atrás para dirigirse hacia la brecha de la valla por la que acababan de escapar. Su ruta se veía despejada o intransitable por momentos, según el viento arrastrara el humo en otra dirección o lo trajera de nuevo consigo. Se quitó la chaqueta de cuero y se la colocó sobre la cabeza a modo de protección rudimentaria contra el calor y, acto seguido, traspasó la valla. Delante de él se extendía un muro de fuego que hacía que le resultase imposible ir más allá. Lo intentó por el flanco izquierdo y encontró un pasadizo entre dos vehículos en llamas. Pasó entre ambos y hasta él llegó el fuerte olor del cuero quemado. De repente se encontró en mitad del campamento, un lugar relativamente libre de material inflamable y, por tanto, del fuego. En cambio, el resto del lugar estaba ardiendo. Solo tres caravanas habían resistido al ataque de las llamas, pero el viento no tardaría en llevar el fuego hasta allí. No sabía cuántas personas habrían logrado escapar antes de que las llamas se extendieran, pero estaba seguro de que todos los que no hubieran logrado salir hasta ese momento ya no podrían hacerlo. El calor era insoportable. Lo golpeaba por todos lados, horneando sus pensamientos hasta convertirlos en meras incoherencias. Sin embargo, logró concentrarse en la imagen de la criatura que había venido a buscar, decidido a no abandonar la pira hasta no tener ese rostro en sus manos o hasta saber con absoluta certeza que había quedado reducido a cenizas.

De entre el humo, apareció un perro que no cesaba de ladrar.

Cuando pasó a su lado, una nueva llamarada obligó al animal a regresar por donde había venido, más asustado que antes. Puesto que no tenía una ruta mejor, Cortés decidió seguir al perro a través del caos sin dejar de llamar a gritos a Pai mientras corría; como cada bocanada de aire que respiraba era más caliente que la anterior, su voz quedó reducida a un ronco susurro tras gritar unas cuantas veces. Había perdido el rastro del animal entre el humo, junto con todo sentido de la orientación. Aunque el camino estuviera despejado, no habría sabido dónde se encontraba. El mundo se alzaba en llamas a su alrededor.

Escuchó que el perro volvía a ladrar en algún lugar por delante de él y, al pensar que tal vez la única vida que podría salvar de semejante horror era la del animal, corrió en su busca. Las lágrimas le caían por las mejillas; apenas podía ver dónde ponía los pies. Los ladridos se detuvieron de nuevo, dejándolo sin faro alguno que lo guiara. No había vuelta atrás, solo podía seguir hacia delante y rezar porque el silencio no significara que el perro había caído. No, no estaba muerto. Lo localizó justo delante de él, encogido por el miedo.

Cuando se disponía a tomar una bocanada de aire para llamarlo, se dio cuenta de que una figura surgía del humo un poco más allá del lugar donde estaba el perro. El fuego había hecho mella en Pai'oh'pah, pero al menos estaba vivo. Sus ojos, al igual que los de Cortés, no dejaban de llorar. Tenía sangre en la boca y en el cuello, y llevaba un bulto en los brazos. Un bebé.

—¿Queda alguno más? —gritó Cortés.

Por toda respuesta, Pai miró por encima del hombro hacia el montón de escombros que poco antes había sido una caravana. En lugar de aspirar otra bocanada de aire asfixiante, Cortés hizo ademán de acercarse a la hoguera, pero fue interceptado por Pai, quien le colocó a la pequeña en los brazos.

—Sostenla —le dijo.

Cortés arrojó a un lado la chaqueta y cogió a la niña.

»¡Y ahora, lárgate! —gritó Pai—. Yo te seguiré.

Y en lugar de esperar para comprobar que seguía sus instrucciones, se dirigió de nuevo hacia los escombros.

Cortés miró a la niña que sostenía. Estaba cubierta de sangre y ennegrecida, probablemente muerta. Aunque quizá podría insuflarle de nuevo vida si actuaba con celeridad. ¿Cuál era la ruta más rápida hacia un lugar seguro? El camino por el que había llegado era una vía cortada, y delante de él no había más que restos chamuscados. Puestos a elegir entre girar a la derecha o a la izquierda, se decidió por la izquierda porque escuchó que alguien silbaba más allá del humo: una prueba de que al menos allí se podía respirar.

El perro lo acompañó, si bien solo un pequeño trecho. Se dio la vuelta poco después, a pesar de que el aire era mucho más respirable a cada paso que daban y de que un poco más adelante se distinguía un hueco entre las llamas. Un hueco que, no obstante, no estaba vacío. A medida que Cortés se acercaba, una figura apareció por detrás de una de las hogueras. Se trataba del silbador, que aún entonaba su melodía a pesar de que tenía el cabello en llamas y de que sus manos, alzadas delante de él, no eran más que huesos humeantes. Mientras caminaba, ladeó la cabeza y miró a Cortés. La canción que silbaba era desagradable pero resultaba encantadora si se la comparaba con su mirada. Sus ojos eran dos espejos que reflejaban el fuego: también ardían y humeaban. Había sido él quien había iniciado el fuego, comprendió Cortés, o uno de los que lo hicieron. Por eso silbaba mientras ardía, porque aquel era el paraíso que había creado. No intentó posar sus manos carbonizadas sobre la niña ni sobre Cortés, sino que se encaminó hacia el humo, dirigiendo su mirada de nuevo hacia las llamas y dejando así libre el camino de Cortés hacia la valla. El aire fresco resultó más sofocante, si eso era posible; tanto que le provocó un mareó y lo hizo tropezar. Sujetó con fuerza a la niña y se concentró únicamente en llegar a la calle, algo a lo que le ayudaron dos bomberos que lo habían visto acercarse y que salieron a su encuentro con los brazos extendidos. Uno de ellos cogió a la niña; el otro cargó con él en el mismo momento en que las piernas le flaqueaban.

—¡Hay gente con vida ahí dentro! —exclamó, girando la cabeza para mirar el incendio—. ¡Tienen que entrar ahí y sacarlos!

El bombero que lo había rescatado no se apartó de su lado hasta que lo dejó al otro lado de la valla, en la calle. Una vez allí, otras manos se hicieron cargo de él. Los sanitarios de una ambulancia se acercaron con camillas y mantas, y le dijeron que ya se encontraba a salvo y que todo iba a salir bien. Pero él sabía que no era cierto, no lo sería mientras Pai siguiera allí dentro. Se quitó la manta con un movimiento de hombros y rechazó la mascarilla de oxígeno que se disponían a colocarle en la cara, sin dejar de insistir en que no necesitaba ayuda. Con el número de personas que necesitaban atención, no perdieron el tiempo en un vano intento por convencerlo y se alejaron para ayudar a aquellos que sollozaban y gritaban por todos lados. Esos eran los afortunados, los que aún tenían una voz que alzar. Vio cómo llevaban a otras personas en brazos, demasiado graves como para quejarse siquiera, y aún había más tumbadas sobre el asfalto, envueltas con unos sudarios improvisados que en ocasiones dejaban ver los miembros carbonizados.

Le dio la espalda a semejante horror y comenzó a rodear el perímetro del campamento. Estaban doblando la valla para permitir que las mangueras, que atestaban la calle como serpientes en pleno ritual de apareamiento, se abrieran camino hasta el fuego. Los motores bombeaban y rugían, pero los destellos azules de sus luces no eran rival para el intenso brillo del fuego. A la luz del incendio vio que una considerable multitud se había congregado para observar lo que ocurría. Se escucharon unos vítores cuando los bomberos volcaron la valla que, al caer, levantó una nube de chispas semejantes a luciérnagas. Continuó avanzando mientras los bomberos dirigían las mangueras hacia el foco principal del incendio en un intento de sofocarlo. Una vez que hubo recorrido la mitad del perímetro y llegó al lado opuesto a la brecha que los bomberos habían conseguido abrir, las llamas ya habían retrocedido en algunas zonas, si bien el humo y el vapor habían tomado el relevo de su fiereza. Desde la privilegiada posición en la que se encontraba, observó cómo los hombres ganaban terreno en busca de cualquier asomo de vida, hasta que la aparición de otras dos máquinas de bombeo y de otro retén de bomberos lo obligó a apartarse y tuvo que retroceder al lugar donde iniciara el recorrido.

No había rastro alguno de Pai'oh'pah. Los bomberos no lo habían rescatado del incendio y tampoco se encontraba entre los pocos supervivientes que, como Cortés, se habían negado a que los alejaran de allí para ser atendidos. El humo que se alzaba del ya derrotado incendio se hacía cada vez más espeso y, para cuando llegó al lugar donde los cadáveres habían sido dispuestos en una fila (a esas alturas el número se había multiplicado por dos), era imposible ver lo que sucedía en el interior. Echó un vistazo a los cuerpos envueltos en los sudarios. ¿Sería Pai'oh'pah uno de ellos? Cuando se aproximaba al bulto más próximo, alguien le puso una mano en el hombro; al darse la vuelta, se encontró con un policía cuyo semblante le recordó al de un niño soprano, terso y angustiado.

—¿No es usted el que sacó a la niña? —le preguntó.

—Sí, ¿está bien?

—Lo siento, amigo. Me temo que ha muerto. ¿Era su hija?

Cortés negó con la cabeza.

—Había otra persona. Un hombre negro con el pelo largo y rizado. Tenía la cara llena de sangre. ¿Sabe si ha salido?

En aquella ocasión, el policía empleó un lenguaje más formal.

—No he visto a nadie que se ajuste a esa descripción.

Cortés giró la cabeza y echó un vistazo a los cuerpos tumbados sobre el asfalto.

—No tiene sentido buscarlo por el color de piel —dijo el policía—. Ahora son todos negros, fuera cual fuese su color inicial.

—Tengo que mirar —contestó Cortés.

—Le estoy diciendo que no merece la pena. No lo reconocería. ¿Por qué no me deja que lo acompañe a una de las ambulancias? Necesita que lo atiendan.

—No. Tengo que seguir buscando —replicó Cortés.

Estaba a punto de alejarse cuando el policía lo agarró del brazo.

—Creo que será mejor que se aleje de la valla, señor —le dijo—. Hay riesgo de explosiones.

—Pero puede que todavía esté ahí dentro.

—Si está ahí, supongo que estará muerto, señor. No hay muchas posibilidades de encontrar a alguien más con vida. Déjeme acompañarlo al perímetro de seguridad. Desde allí, podrá observar cuanto quiera.

Cortés se zafó de la mano del hombre.

—Iré yo solo —le dijo—. No necesito escolta.

Fue necesaria toda una hora para controlar el incendio y, cuando por fin lo lograron, el fuego había dejado poca cosa sin consumir. Durante esa hora, lo único que pudo hacer Cortés fue esperar tras el cordón policial y observar las idas y venidas de las ambulancias que trasladaban a los últimos heridos antes de comenzar a llevarse los cadáveres. Tal y como había predicho el niño soprano, no aparecieron más víctimas, ni vivas ni muertas, si bien Cortés esperó hasta que casi toda la gente se hubo marchado, salvo aquellos que habían llegado más tarde, y el fuego estuvo prácticamente extinguido. Solo cuando el último de los bomberos salió del crematorio y se enrollaron las mangueras, perdió la esperanza. Eran casi las dos de la mañana. Sus miembros cargaban con el peso de la fatiga; sin embargo, en comparación con lo que sentía en el pecho, podía decirse que la carga era ligera. Ser víctima de un corazón afligido no era la invención de un poeta: uno tenía la sensación de que el corazón se hubiera convertido en plomo y de que su peso magullaba la carne blanda de sus entrañas.

De camino hacia su coche, escuchó otra vez el silbido, la misma melodía discordante que flotaba de nuevo en el aire maloliente. Dejó de andar y se giró en todas las direcciones en busca del origen del sonido, pero el hombre ya estaba fuera de su vista y él se encontraba demasiado cansado como para perseguirlo. Aun cuando lo hubiera hecho, pensó, ¿de qué le habría servido agarrarlo por las solapas y amenazarlo con romperle sus carbonizados huesos? Asumiendo que su amenaza hubiera surtido efecto (y no había duda de que el dolor sería el alimento para una criatura que silbaba mientras ardía), no habría sido capaz de interpretar su respuesta, al igual que le había sucedido con la carta de Chant, y por las mismas razones. Ambos eran refugiados de la misma tierra desconocida; una tierra cuyos límites Cortés había acariciado durante su estancia en Nueva York; el mismo mundo en el que existía el Dios Hapexamendios y donde había nacido Pai'oh'pah. Tarde o temprano conseguiría encontrar el modo de entrar en ese lugar y, cuando lo hiciera, todos los misterios serían resueltos: el hombre que silbaba, la carta, el amante. Incluso podría resolver el misterio con el que se encontraba casi todas las mañanas frente al espejo: ese rostro que hasta hace poco había creído conocer a la perfección y cuyo código, según se daba cuenta en aquel momento, había olvidado y no podría volver a recuperar sin la ayuda de esos dioses que estaban aún por descubrir.

3

De vuelta en su domicilio de Primrose Hill, Godolphin pasó la noche sentado, escuchando los boletines informativos que narraban la tragedia. El número de muertos se elevaba a cada hora que pasaba; dos heridos acababan de fallecer en el hospital. Por todos sitios se aventuraban teorías acerca del origen del incendio. Los expertos aprovechaban el suceso para comentar la falta de seguridad que existía en lugares tales como los campamentos itinerantes, y exigían que el Parlamento iniciara una investigación exhaustiva para establecer las causas e impedir que se repitiera algo semejante.

Los informes lo dejaron horrorizado. Aunque le había dado carta blanca a Dowd para que se encargara del místico (y quién sabía qué intenciones ocultas yacían tras ese deseo), la criatura había sobrepasado los límites. Tendría que imponerle un castigo por el abuso que había cometido, si bien en esos momentos no se encontraba de humor como para decidir en qué consistiría. Aguardaría la ocasión propicia. Ya llegaría. Mientras tanto, la violencia de Dowd le parecía una evidencia más que suficiente de la alteración en su conducta. Cosas que él había dado por inmutables comenzaban a cambiar. El poder se escapaba de las manos de aquellos que lo habían ostentado tradicionalmente y ahora lo esgrimían sus subordinados (organizadores, secuaces y funcionarios), que no estaban preparados para ponerlo en práctica. El desastre que acababa de ocurrir era tan solo una muestra. Pero la enfermedad apenas si había empezado a incubarse. Una vez se extendiera por los Dominios, no habría modo de detenerla. Ya habían comenzado las insurrecciones en Vanaeph y en L'Himby; había rumores de rebelión en Yzordderrex; y en el Quinto Dominio iba a comenzar una purificación organizada por la Tabula Rasa, lo que proporcionaría un trasfondo perfecto para la venganza de Dowd y sus sangrientas consecuencias. Había signos de desintegración por todas partes.

Paradójicamente, a simple vista la señal más atemorizante era una imagen de reconstrucción: la imagen de Dowd mientras remodelaba su rostro, de modo que si algún miembro de la Sociedad se cruzaba con él, no pudiera reconocerlo. Era un proceso que llevaba a cabo generación tras generación, pero había sido la primera vez que un Godolphin asistiera a dicho proceso. En ese momento, cuando Oscar reflexionaba sobre aquel instante, sospechaba que Dowd había desplegado su capacidad de transformación delante de él con toda deliberación, como una muestra más de su recién adquirida autoridad. Y había funcionado. Contemplar cómo ese rostro que había llegado a conocer tan bien mutaba a voluntad de su poseedor había resultado ser el acontecimiento más angustioso que Oscar había presenciado jamás. El nuevo rostro que Dowd había conjurado no tenía ni bigote ni cejas, su cabello era más lustroso que antes y su apariencia era más juvenil: el rostro del nacionalsocialista ideal. Dowd debió de haber pensado lo mismo porque, poco después, se decoloró el cabello y se compró unos cuantos trajes nuevos, todos de color albaricoque, pero con un corte mucho más severo que los que solía llevar en su anterior encarnación. Percibía la inestabilidad que se avecinaba con la misma claridad que lo hacía Oscar; sentía la podredumbre en la clase política y se estaba preparando para la llegada de una Nueva Austeridad.

¿Y qué mejor instrumento que el fuego? El fuego era el gozo del censurador de libros, la dicha del purificador de almas. Oscar se estremecía al pensar en el placer que habría obtenido Dowd con su trabajito nocturno, tras haber asesinado de un modo tan cruel a familias enteras en su afán por perseguir al místico. Sin duda, regresaría a casa con el rostro bañado por las lágrimas y afirmando estar arrepentido por el daño que había causado a tantos niños. Pero no sería más que una actuación, una farsa. La criatura carecía de la capacidad de sentir dolor o arrepentimiento, y Oscar lo sabía. Dowd era el engaño personificado y, a partir de ese momento, tendría que estar en guardia. Los años placenteros habían llegado a su fin. En lo sucesivo, dormiría con la puerta de su habitación bien cerrada con llave.

Capítulo 15

1

Debido a la furia que sentía por el complot que el hombre había tramado contra ella, Jude había barajado distintos modos de vengarse de Estabrook; modos que iban desde un acercamiento sanguinario a la clásica indiferencia. Pero su naturaleza jamás dejaba de sorprenderla. Cualquier idea sobre podadoras y enjuiciamientos perdió fuerza en poco tiempo, y llegó a comprender que lo peor que podía hacerle (dado que el daño que él pretendiera causarle había quedado en agua de borrajas) era ignorarlo. ¿Por qué darle la satisfacción de mostrar el más mínimo interés en él? A partir de ese momento, por lo que a ella se refería, le prestaría la misma atención que a un ser invisible. Después de haberles contado a Taylor y a Clem toda la historia, se había quitado el peso de encima y no necesitaba más audiencia. A partir de ese momento, no pronunciaría su nombre ni permitiría que sus pensamientos se demoraran en él más de dos segundos. Al menos, ese era el pacto que había hecho consigo misma. Demostró ser bastante difícil de cumplir. El 26 de diciembre recibió la primera de las muchas llamadas que Estabrook le hizo, situación que resolvió al colgar en cuanto reconoció su voz. No era el Estabrook autoritario que estaba acostumbrada a escuchar, por lo que tardó tres frases en darse cuenta de quién estaba al otro lado de la línea, instante en el cual soltó el auricular para dejarlo descolgado durante el resto del día. La mañana siguiente volvió a llamar y, en esa ocasión, solo por si a él le quedaba alguna duda, le dijo; «no quiero volver a escuchar tu voz en toda mi vida», y colgó de nuevo.

Nada más colgar el teléfono, se dio cuenta de que él había estado sollozando mientras hablaba, lo que no le produjo satisfacción alguna, y deseó que no lo intentara de nuevo. Una esperanza vana; llamó dos veces esa tarde y dejó mensajes en el contestador mientras ella estaba en la fiesta que daba Chester Klein. Allí tuvo noticias de Cortés, con quien no había hablado desde su extraña despedida en el estudio. Chester, que estaba bastante achispado por el vodka, le dijo claramente que no le extrañaría que Cortés tuviera una depresión nerviosa en poco tiempo. Había hablado con el Espurio en dos ocasiones desde el día de Navidad y lo había encontrado cada vez más incoherente.

—¿Qué es lo que os pasa a los hombres? —le dijo—. Os desmoronáis por cualquier cosa.

—Eso es porque somos el más trágico de los sexos —replicó Chester—. Dios, mujer, ¿es que no ves cuánto sufrimos?

—Para serte sincera, no.

—Bueno, pues sufrimos mucho. Créeme, es cierto.

—¿Y es por alguna razón en particular o es una forma de sufrimiento libre?

—Todos somos herméticos —dijo Klein—. No hay nada que pueda entrar.

—A las mujeres les pasa lo mismo. ¿Cuál es el...?

—A las mujeres las follan —la interrumpió, pronunciando la palabra con tono ebrio—. Bueno, os quejáis continuamente de eso, pero en realidad os encanta. Venga, admítelo. Te encanta.

—Así que lo que quieren los hombres es que los follen, ¿no? —preguntó Jude—. ¿O estamos hablando en el ámbito personal?

El comentario arrancó unas cuantas carcajadas a aquellos que habían abandonado sus conversaciones en favor de los fuegos artificiales.

—No en sentido literal —le espetó Klein—. No me estás escuchando.

—Te estoy escuchando, lo que pasa es que lo que dices no tiene sentido.

—La Iglesia, por ejemplo...

—¡Que le den por culo a la Iglesia!

—¡No, escucha! —exclamó Klein con los dientes apretados—. Te voy a decir la puta verdad. ¿Por qué crees que los hombres inventaron la Iglesia, eh? ¿Por qué?

Su grandilocuencia había enfurecido a Jude hasta tal punto que se negó a responder. Impertérrito, él continuó hablando de forma condescendiente, como si ella fuera una alumna retrasada.

»Los hombres inventaron la Iglesia para poder sangrar por Cristo. Para poder ser penetrados por el Espíritu Santo y, de esa manera, ser liberados de su hermetismo. —Su lección había finalizado, de modo que se reclinó en la silla y levantó su copa—. In vodka veritas.

In vodka mierda —replicó Jude.

—Bueno, eso es típico de ti, ¿verdad? —A Klein se le trababa la lengua—. Siempre que pierdes recurres a los insultos.

Judith le dio la espalda y meneó la cabeza con desdén. Pero a Klein todavía le quedaba una bala en la recámara.

»¿Es así como volviste loco al Espurio? —preguntó.

Volvió a darse la vuelta para observarlo, dolida.

—No lo metas en esto —le espetó.

—¿Te gustaría ver algo hermético? —inquirió Klein—. Pues ahí tienes un ejemplo. Ese hombre ha perdido la cabeza, ¿lo sabías?

—¿Y a quién le importa? —respondió—. Si quiere tener una depresión, es muy libre de hacerlo.

—Qué altruista de tu parte.

Ella se mantuvo en sus trece, a sabiendas de que estaba peligrosamente cerca de perder la compostura por completo.

»Conozco la excusa del Espurio —continuó Klein—. Es anémico. Solo tiene sangre suficiente para el cerebro o la polla. Si se le pone dura, no recuerda ni su propio nombre.

—No sabría decirte —dijo Jude al tiempo que hacía girar el hielo de su copa.

—¿También es tu excusa? —añadió Klein—. ¿Tienes algo ahí abajo que no nos hayas contado?

—Si lo tuviera —le contestó—, serías el último en saberlo.

Y, dicho esto, vació la copa (con hielo y todo) en la pechera abierta de su camisa.

Después se arrepintió, por supuesto, y condujo de vuelta a casa tratando de idear alguna manera de hacer las paces con él sin tener que disculparse. Puesto que no se le ocurrió ninguna, decidió dejarlo estar. Había discutido con Klein en otras ocasiones, tanto sobrio como borracho. Las había olvidado al cabo de un mes; dos, a lo sumo.

Entró en casa y descubrió que la aguardaban más mensajes de Estabrook. Ya no sollozaba. Su voz era una pálida elegía y provenía sin duda alguna de la más auténtica desesperación. La primera llamada volvía a reiterar las súplicas que ya había oído antes. Le decía que se estaba volviendo loco sin ella y que la necesitaba a su lado. ¿Es que no podía ni siquiera hablar con él, dejar que se explicara? La segunda llamada era menos coherente. Dijo que ella no comprendía cuántos secretos debía guardar, que estaba asfixiado por los secretos y que eso lo estaba matando. ¿No podía volver a verlo, aunque solo fuera para recoger la ropa que había dejado allí?

Aquella era probablemente la única parte de su mutis que Jude reescribiría si pudiera representarla de nuevo. A causa de la furia, había dejado una buena cantidad de objetos personales, joyas y ropa en manos de Estabrook. En aquel momento, podía imaginarlo sollozando sobre ellos, oliéndolos; quién sabía si no se los pondría también. Sin embargo, por más que le molestara no haberlos llevado consigo, no iba a regatear para recuperarlos ahora. Tal vez llegara un momento en el que se sintiese lo bastante serena como para volver a la casa y vaciar los armarios y las cómodas, pero aún no.

No hubo más llamadas después de esa noche. Con el Año Nuevo a las puertas, había llegado el momento de centrar toda su atención en fabricarse una coraza para cuando llegara enero. Había dejado el trabajo en Vandenburgh's cuando Estabrook le propuso el matrimonio y había gastado alegremente el dinero de su esposo mientras estaban juntos, con la seguridad (había sido una ingenua, sin duda) de que si alguna vez se acababa, él la mantendría de forma respetable. No había previsto ni la profunda inquietud que finalmente la había apartado de su lado (la sensación de que era casi una posesión y de que, si se quedaba con él un segundo más, jamás sería capaz de liberarse) ni la vehemencia con la que él intentaría llevar a cabo su venganza. De nuevo, llegaría el momento en que se sintiera capaz de enfrentarse con el tira y afloja de un divorcio; sin embargo, al igual que con el asunto de la ropa, todavía no estaba preparada para ese jaleo, ni siquiera aunque pudiera conseguir algo de dinero con semejante arreglo. Entretanto, tendría que pensar en buscarse un trabajo.

Poco después, el 30 de diciembre, recibió una llamada del abogado de Estabrook, Lewis Leader, un hombre al que solo había visto en una ocasión, pero que resultaba inolvidable gracias a su locuacidad. No fue tan grandilocuente esa vez. De un modo que rayaba en la grosería, dejó claro lo que ella suponía que era su desagrado por el hecho de haber abandonado a su cliente. ¿Acaso no sabía, le había preguntado, que Estabrook había estado hospitalizado? Cuando le dijo que no, replicó que aunque estaba seguro de que a ella le importaba un pimiento, le habían encargado la responsabilidad de informarla. Jude le preguntó qué había ocurrido y el hombre le explicó brevemente que habían encontrado a Estabrook en la calle, a primeras horas de la mañana del día veintiocho, y que solo llevaba puesta una prenda de ropa. No dijo cuál.

—¿Está herido? —le preguntó.

—Físicamente, no —replicó Leader—. Pero se encuentra en un estado mental lamentable. Creí que debería saberlo, a pesar de que estoy seguro de que no querrá verla.

—No me cabe duda de que tiene razón —aseguró Jude.

—Si sirve de algo que se lo diga —añadió Leader—, ese hombre se merece algo mejor.

Una vez pronunciada esa perogrullada, colgó el teléfono y dejó a Jude meditando acerca del motivo por el cual todos los hombres con los que se había emparejado acababan volviéndose locos. Tan solo dos días antes, había predicho que Cortés no tardaría en caer en una depresión nerviosa; y ahora era Estabrook el que estaba sedado. ¿Era la presencia de ella en sus vidas lo que los conducía a la locura, o ya llevaban el trastorno mental en la sangre? Pensó en llamar a Cortés al estudio para comprobar si se encontraba bien, pero decidió no hacerlo. Lo más probable es que estuviese haciéndole el amor a sus pinturas, y estaba claro que no pensaba competir con un trozo de lienzo por su atención.

De las noticias que le había dado Leader surgió una oportunidad aprovechable. Ya que Estabrook estaba en el hospital, no había nada que le impidiera ir a su casa y recoger sus pertenencias. Era un proyecto de lo más apropiado para el último día de diciembre. Recogería de la guarida de su marido los vestigios de su vida y se prepararía para comenzar el Año Nuevo sola.

2

No había cambiado la cerradura, quizá con la esperanza de que ella regresara una noche y fuera directamente a meterse en la cama con él. Sin embargo, cuando Jude entró en la vivienda no pudo evitar sentirse como una ladrona. Estaba oscuro dentro, así que encendió todas las luces; no obstante, las habitaciones parecían rechazar la iluminación, como si el olor de la comida estropeada que inundaba la casa hubiese espesado el aire. Se adentró en la cocina con la idea de beber algo antes de empezar a hacer el equipaje y se encontró con platos llenos de comida en mal estado en todas las superficies, la mayoría de ellos casi sin tocar. Abrió primero una ventana y después la nevera, donde encontró más alimentos rancios. También había hielo y agua. Echó un poco de ambos en un vaso limpio y se dispuso a hacer su trabajo.

Había tanto desorden arriba como abajo. Al parecer, Estabrook había vivido en la inmundicia desde su marcha: la cama que habían compartido era un pantano de sábanas mugrientas y el suelo estaba lleno de ropa interior sucia. No había señal de ninguna de sus propias prendas entre aquel hacinamiento, sin embargo, y cuando se dirigió al vestidor adyacente las encontró todas colgadas en su lugar, intactas. Decidida a terminar con ese desagradable asunto lo antes posible, buscó un juego de maletas y empezó a guardar las cosas. No le llevó mucho tiempo. Cuando terminó, vació los objetos que tenía en los cajones y los guardó. Sus joyas estaban en la caja fuerte de abajo y allí fue donde se dirigió una vez que hubo acabado en el dormitorio; dejó las maletas junto a la puerta principal para cogerlas al salir. Aunque sabía dónde guardaba Estabrook la llave de la caja, jamás la había abierto ella misma. Era un ritual que él había exigido llevar a cabo con todo rigor, de tal forma que, cuando una noche ella necesitaba llevar una de las piezas, primero le decía cuál había elegido y después él la sacaba de la caja fuerte y se la colocaba en persona alrededor del cuello, de la muñeca o en el lóbulo de la oreja. A posteriori, aquello le resultaba un obvio juego de poderes. Jude se preguntó qué clase de trastorno mental habría padecido mientras compartía su vida con él para soportar semejantes gilipolleces durante tanto tiempo. Sin duda, los lujos con los que la había agasajado habían resultado agradables, pero ¿por qué había aceptado ese juego con tanta pasividad? Era algo grotesco.

La llave de la caja estaba donde ella pensaba, en un compartimento secreto del cajón del escritorio que había en el estudio. La propia caja fuerte se encontraba detrás de una pintura de tema arquitectónico que se encontraba sobre la pared del estudio: varios dibujos a escala de una capilla de estilo neoclásico que el artista había titulado El Retiro. Tenía un marco mucho más recargado de lo que se merecía, y que le dio algunas dificultades para descolgarlo. No obstante, al final lo consiguió y pudo tener acceso a la caja de caudales que ocultaba.

Había dos estantes: el inferior estaba atiborrado de papeles; el superior tenía pequeños paquetes entre los cuales, supuso, encontraría sus pertenencias. El deseo de recuperar lo que era suyo para marcharse con rapidez fue eclipsado polla curiosidad, de modo que lo sacó todo y lo dejó sobre el escritorio. Estaba claro que dos de los paquetes contenían sus joyas, pero los otros tres resultaban mucho más intrigantes, y el hecho de que estuvieran envueltos en un tejido tan fino como la seda y de que tuvieran una penetrante fragancia dulzona, casi empalagosa, en lugar del típico olor de la caja fuerte, no les restaba atractivo precisamente. Primero abrió el más grande. Contenía un manuscrito fabricado con páginas de pergamino cosidas con unas elaboradas puntadas. No tenía cubierta que ilustrara el tema sobre el que versaba, pero parecía ser una colección arbitraria de páginas que trataban sobre ensayos anatómicos o, al menos, eso creyó en un principio. Al observarlo mejor, se dio cuenta que no se trataba en absoluto de un manual de cirugía, sino de un libro de cabecera que describía técnicas y posiciones para hacer el amor. Después de echarle una ojeada, deseó sinceramente que hubiesen encerrado al artista en algún sitio, de forma que no pudiese tratar de llevar a cabo esas fantasías. El cuerpo humano no era ni tan maleable ni tan plástico corno para recrear lo que su pincel y su tinta habían plasmado sobre aquellas páginas. Había parejas entrelazadas como calamares en plena lucha; otras parecían haber sido bendecidas (o maldecidas) con órganos y orificios de tal rareza, y en semejante profusión, que apenas eran reconocibles como humanos.

Pasó una y otra vez las hojas y su interés se concentró en la ilustración a doble página que marcaba el centro del libro, trazada de forma secuencial. La primera imagen mostraba a un hombre y a una mujer desnudos, con una apariencia completamente normal; la mujer yacía con la cabeza sobre la almohada mientras que el hombre estaba arrodillado entre sus piernas y acariciaba con la lengua su planta del pie. A partir de ese principio inocente, se producía una unión caníbal en la que el hombre empezaba a devorar a la mujer, comenzando por las piernas, mientras su compañera lo complacía con la misma muestra de devoción. Aquella payasada desafiaba tanto lo físico como lo psíquico, por supuesto, pero el artista había conseguido plasmarlo sin que resultara una ridiculez, sino más bien como si se tratara de las instrucciones para realizar alguna extraordinaria proeza mágica. Sin embargo, no fue consciente de que las imágenes la inquietaban hasta que cerró el libro y descubrió que seguía viéndolas en la cabeza; de modo que, para deshacerse de ellas, transformó esa inquietud en una rabia dirigida hacia Estabrook, no solo por haber adquirido semejantes aberraciones, sino por habérselas ocultado. Una nueva razón para alejarse cuanto pudiera de él.

El resto de los paquetes contenía artículos mucho más inofensivos. En uno de ellos encontró lo que parecía ser un fragmento de un estatuario del tamaño de su puño. Una de las caras había sido groseramente tallada con lo que podría haberse tomado por un ojo lleno de lágrimas, el pezón de una madre lactante o una gota de savia. Las otras caras revelaban la estructura del bloque sobre el que se habían esculpido las imágenes. Predominaba sobre todo un azul grisáceo, pero veteado con elegantes franjas de negro y rojo. Le gustaba la sensación de tenerlo en la mano y solo lo soltó de mala gana para coger el último paquete. El contenido de este era el más hermoso de todos: media docena de cuentas del tamaño de guisantes que habían sido profusamente talladas. Había contemplado marfil procedente de Oriente trabajado con ese nivel de detalles, pero siempre se encontraban tras las vitrinas de los museos. Se llevó una de ellas a la ventana del estudio para examinarla más de cerca. El artista había tallado la cuenta para dar la impresión de que realmente estaba tejida a partir de hilo de telaraña, enrollado sobre sí mismo. Resultaba fascinante, de una forma curiosa y extraña. Mientras la giraba entre los dedos una y otra vez, descubrió que su atención se concentraba cada vez más en el exquisito entramado de las hebras, casi como si tuviera la necesidad de encontrar el extremo en la bola y, en caso de que lograra descubrirlo, pudiera desenredarlo y desentrañar el misterio que se ocultaba en su interior. Tuvo que obligarse a apartar la vista, ya que, de otro modo, estaba segura de que la bolita la habría absorbido por completo y habría acabado observando cada uno de sus detalles hasta desplomarse.

Regresó al escritorio y colocó la cuenta entre las demás. Contemplarla con tanta intensidad la había desequilibrado de alguna manera. Se sentía un poco marcada y las cosas que había dejado sobre el escritorio parecían colocarse y desenfocarse según rebuscaba entre ellas. Sin embargo, sus manos sabían lo que ella quería, a pesar de que la conciencia creyera que no. Una de ellas cogió el fragmento de piedra azul, mientras que la otra regresó a la cuenta que había soltado. Dos recuerdos, ¿por qué no? Un trozo de piedra y una bolita. ¿Quién podría culparla por desposeer a Estabrook de semejantes minucias cuando él había pretendido quitarle la vida? Se guardó ambos objetos en el bolsillo sin más dilación y se dispuso a envolver el libro y las cuentas restantes para devolverlos a la caja fuerte, cerrarla y colocar el cajón y la llave de nuevo en su lugar. A continuación, cogió el tejido en el que estaba envuelto el fragmento, lo guardó en el bolsillo, recogió las joyas y se dirigió a la puerta principal, apagando las luces a su paso. Cuando estaba junto a la puerta, recordó que había abierto la ventana de la cocina y fue a cerrarla. No quería que los ladrones invadieran el lugar en su ausencia. Solo había un ladrón que tuviera derecho a entrar allí, y esa era ella.

3

Se sentía muy satisfecha con el trabajo de esa mañana, de modo que se sirvió una copa de vino con su escaso almuerzo y, a continuación, comenzó a desempaquetar su botín. Mientras dejaba las ropas «secuestradas» sobre la cama, sus pensamientos regresaron al libro de cabecera. En aquel momento se arrepintió de haberlo dejado atrás; podría haber sido el regalo perfecto para Cortés, quien sin duda imaginaba que había llevado a cabo todos los excesos físicos conocidos por el hombre. No pasaba nada. Ya encontraría la oportunidad para describirle su contenido y dejarlo atónito con la depravación de semejantes recuerdos. Una llamada de Clem interrumpió su trabajo. Habló con voz tan baja que tuvo que esforzarse mucho para escucharlo. Eran malas noticias. Taylor estaba a las puertas de la muerte, ya que dos días atrás había vuelto a darle otro ataque repentino de neumonía. Sin embargo, se negaba a que lo hospitalizaran. Su último deseo, según había dicho, era morir donde había vivido.

—Sigue preguntando por Cortés —le explicó Clem—. He tratado de telefonearlo, pero no contesta. ¿Sabes si se ha marchado?

—No lo creo —respondió Jude—. Pero no he hablado con él desde la noche de Navidad.

—¿Podrías localizarlo por mí? Mejor dicho, por Taylor. ¿Te importaría pasarte por el estudio y despertarlo? Iría yo mismo, pero no me atrevo a salir de casa. Me da miedo que en cuanto ponga un pie en la calle... —Hizo una pausa y al hablar lo hizo con voz llorosa—. Quiero estar aquí si ocurre algo.

—Desde luego que sí, y por supuesto que iré. Ahora mismo.

—Gracias. No creo que quede mucho tiempo, Judy.

Antes de salir, trató de llamar a Cortés pero, como ya le había advertido Clem, nadie respondió al teléfono. Se rindió después de dos intentos, se puso la chaqueta y se dirigió al coche. Cuando rebuscaba en los bolsillos en busca de las llaves, se dio cuenta de que había traído consigo la piedra y la cuenta, y una especie de premonición hizo que vacilase y se preguntara si debería regresar a dejarlas en casa. Pero el tiempo era esencial. Mientras se quedaran en su bolsillo, ¿quién iba a verlas? E, incluso si las veían, ¿qué importaba? Ahora que la muerte flotaba en el ambiente, ¿quién iba a preocuparse por un par de rosillas robadas?

La noche que dejó a Cortés en el estudio había descubierto que podía verlo a través de la ventana si se colocaba al otro lado de la calle, así que cuando no contestó a la puerta, se dirigió allí para espiarlo. La habitación parecía vacía, pero la bombilla desnuda del techo estaba encendida. Aguardó más o menos un minuto hasta que él apareció a la vista, sin camisa y hecho un desastre. Judith tenía buenos pulmones y los utilizó en ese mismo momento para gritar su nombre. Al principio, no pareció escucharla. Pero lo intentó de nuevo y, en esa ocasión, el hombre volvió la mirada en su dirección y se acercó a la ventana.

—¡Déjame entrar! —gritó—. ¡Es una emergencia!

La misma renuencia que había reflejado su rostro cuando se apartara de la ventana estaba presente en su expresión cuando abrió la puerta. Si había tenido mal aspecto en la fiesta, ahora estaba mucho peor.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Taylor está muy enfermo y Clem dice que no deja de preguntar por ti.

Cortés parecía confuso, como si tuviese dificultades para recordar quiénes eran Taylor y Clem.

—Tienes que lavarte y vestirte —le dijo—. Furia, ¿me estás escuchando?

Siempre lo llamaba Furia cuando estaba enfadada con él, y el apodo pareció obrar el mismo efecto mágico en aquel momento. Aunque esperaba alguna objeción por su parte, dada su fobia a las enfermedades, no recibió ninguna. Parecía demasiado exhausto para discutir; su mirada presentaba un aspecto de algún modo inconcluso, como si tratara de posarse en algún lugar pero no pudiera encontrarlo. Lo siguió escaleras arriba hacia el estudio.

—Será mejor que me lave —dijo, y la dejó en medio del caos para dirigirse al baño.

Jude escuchó el ruido de la ducha. Como siempre, había dejado la puerta abierta de par en par. No había función corporal, ni siquiera las más básicas, respecto a la cual hubiese mostrado el más mínimo reparo en su vida; una actitud que la había asombrado en un principio, pero a la que se había acostumbrado después de un tiempo, de modo que había tenido que reaprender las leyes del decoro cuando fue a vivir con Estabrook.

—¿Te importaría buscarme una camisa limpia? —le preguntó—. ¿Y algo de ropa interior?

Al parecer, aquel día estaba destinada a rebuscar entre las pertenencias de otras personas. Para cuando encontró una camisa vaquera y un par de gastados calzoncillos, él había salido de la ducha y estaba de pie frente al espejo del cuarto de baño, peinándose el cabello húmedo hacia atrás. Su cuerpo no había cambiado desde la última vez que lo viera desnudo. Estaba tan esbelto como siempre, con las nalgas y el vientre duros y el pecho sin vello. Su polla le llamó la atención: aquella era la parte que revelaba en realidad la falacia del apodo de «Cortés». No era muy grande en estado de relajación, pero incluso así era bastante hermosa. Si él se dio cuenta de que lo estaban examinando tan detenidamente, no dio muestras de ello. Continuó mirándose al espejo con indiferencia y meneó la cabeza.

—¿Crees que debería afeitarme? —preguntó.

—Yo no me preocuparía por eso —contestó Jude—. Aquí tienes la ropa.

Se vistió en un santiamén y se detuvo en el dormitorio para coger un par de botas, dejando a Jude en el estudio mientras tanto. La pintura que vio la noche de Navidad había desaparecido, y su equipo (las pinturas, el caballete y los lienzos imprimados) había sido colocado sin muchas ceremonias en una esquina. En su lugar había periódicos, muchas de cuyas páginas mostraban reportajes sobre una tragedia de la que ella solo tenía una vaga idea: la muerte de veintiuna personas, hombres, mujeres y niños, en un incendio provocado al sur de Londres. No le dio a los reportajes mayor importancia. Esa sombría tarde ya tenía bastante pesar.

Clem estaba pálido, pero no lloraba. Los abrazó a ambos en la puerta principal y los instó a que entraran en la casa. La decoración navideña seguía en su lugar, esperando a la Noche de Reyes, y el perfume de las agujas de pino impregnaba el aire.

—Antes de que lo veas, Cortés —dijo Clem—, debería advertirte que ha consumido un montón de narcóticos, así que no es del todo coherente. Eso sí, tiene muchísimas ganas de verte.

—¿Ha dicho por qué? —preguntó Cortés.

—No necesita razón alguna, ¿o sí? —preguntó Clem con suavidad—. ¿Te quedarás, Judith? Si quieres verlo cuando Cortés esté...

—Me encantaría.

Mientras Clem guiaba a Cortés hacia el dormitorio, Judith se dirigió a la cocina para preparar una taza de té; mientras tanto, deseó haber tenido la previsión de contarle a Cortés en el coche lo que Taylor había dicho acerca de él la semana anterior, sobre todo eso de que hablaba en un idioma desconocido. Eso le habría dado a Cortés alguna pista acerca del motivo por el que Taylor necesitaba hablar con él en aquel momento. La resolución de misterios había estado muy presente en la mente de Taylor la noche de Navidad. Quizás ahora, tanto si estaba drogado como si no, esperara conseguir algún alivio para sus incertidumbres. Dudaba mucho que Cortés tuviera alguna respuesta. La expresión que le había visto mientras Cortés se contemplaba en el espejo del cuarto de baño era la de un hombre para quien su propio reflejo resultaba un misterio.

Los dormitorios solo estaban tan bochornosos cuando había alguien enfermo o mientras se hacía el amor: debido al sudor de la pasión o a la infección, pensaba Cortés mientras Clem lo precedía al interior. No siempre era así en cualquiera de ambos casos, por supuesto, pero al menos en el caso del amor, tenía sus compensaciones. Había comido muy poco desde que abandonara el espectáculo de Streatham, y aquel calor enrarecido hizo que se sintiera un poco mareado. Tuvo que examinar la habitación un par de veces hasta que su mirada se fijó en la cama donde yacía Taylor, casi oculto como estaba por los modernos y desalmados sirvientes de la Muerte: un tanque de oxígeno con sus tubos y su mascarilla; una mesa cargada de gasas y paños; otra, con una palangana para los vómitos, un orinal y toallas; y, al lado, una tercera llena de medicinas y ungüentos. En medio de todo aquel alarde estaba el imán que había atraído todas aquellas cosas hasta allí, aunque ahora parecía ser su prisionero. Taylor estaba apoyado sobre unas almohadas cubiertas de plástico, con los ojos cerrados. Parecía un anciano. Su cabello era frágil; su silueta, más delgada que de costumbre; la vida de su cuerpo (todo huesos, tendones y venas) resultaba penosamente visible a través de una piel del color de las sábanas. Cortés se las vio y se las deseó para no darse la vuelta y huir antes de que el hombre abriera los ojos. Allí estaba la muerte de nuevo, tan pronto. Era un calor diferente esa vez, una escena distinta, pero se vio asaltado por la misma mezcla de miedo e ineptitud que había sentido en Streatham.

Se quedó en la puerta y dejó que Clem se acercara a la cama primero para que despertara con suavidad al durmiente.

Taylor se removió y su rostro reflejó una expresión irritada hasta que su mirada encontró a Cortés. En aquel momento, la ira que había sentido por haber sido despertado de nuevo al dolor desapareció de su semblante y dijo:

—Lo has encontrado.

—Ha sido Judy, no yo —dijo Clem.

—Ah, Judy. Es maravillosa —murmuró Taylor.

Trató de colocarse mejor sobre las almohadas, pero aquella proeza era demasiado para sus fuerzas. Su respiración se volvió laboriosa al instante, y se encogió ante algún dolor provocado por el movimiento.

—¿Quieres un analgésico? —le preguntó Clem.

—No, gracias —respondió—. Quiero tener la cabeza despejada para poder hablar con Cortés. —Miró a su visitante, que aún seguía junto a la puerta—. ¿Te importaría que hablásemos un rato, John? —preguntó—. ¿Los dos a solas?

—Claro que no —contestó Cortés.

Clem se apartó de la cama y le hizo señas a Cortés para que se acercara. Había una silla, pero Taylor dio unos golpecitos en la cama y allí se sentó Cortés, haciendo crujir el plástico que había bajo las sábanas al hacerlo.

—Llámame si necesitas cualquier cosa —dijo Clem, y el comentario iba dirigido a Cortés, no a Taylor. Acto seguido, los dejó a solas.

—¿Podrías darme un vaso de agua? —pidió Taylor.

Cortés así lo hizo y, cuando se lo pasaba a Taylor, se dio cuenta de que su amigo carecía de las fuerzas necesarias para sostenerlo, por lo que acercó el vaso a los labios de Taylor. Los tenía cubiertos con un bálsamo que los suavizaba un poco, pero aun así estaban agrietados y llenos de heridas. Después de unos cuantos sorbos, Taylor murmuró algo.

—¿Es suficiente? —preguntó Cortés.

—Sí, gracias —respondió Taylor. Cortés dejó el vaso en su lugar—. Ya he tenido suficiente de casi todo. Es hora de que todo termine.

—Te pondrás bien de nuevo.

—No quería verte para intercambiar mentiras —dijo Taylor—. Quería verte para decirte lo mucho que he pensado en ti. Noche y día, Cortés.

—No creo que me lo merezca.

—Mi subconsciente sí lo cree —replicó Taylor—. Y, ya que estamos siendo sinceros, también el resto de mi persona. No parece que últimamente duermas muy bien, Cortés.

—He estado trabajando, eso es todo.

—¿Pintando?

—Parte del tiempo. A la caza y captura de inspiración, ya sabes.

—Tengo que hacerte una confesión —le dijo Taylor—. Pero, primero, tienes que prometer que no te enfadarás conmigo.

—¿Qué has hecho?

—Le hablé a Judith de la noche que estuvimos juntos —contestó Taylor. Observó a Cortés como si esperara algún tipo de arrebato. Al darse cuenta de que no habría ninguno, continuó—: Sé que para ti no fue gran cosa —añadió—. Pero yo pienso en ello a menudo. No te importa, ¿verdad?

Cortés se encogió de hombros.

—Estoy seguro de que no ha sido una gran sorpresa para ella.

Taylor colocó la palma de la mano hacia arriba sobre la sábana y Cortés se la cogió. Los dedos del hombre ya no tenían energía, pero los apretó alrededor de la mano de Cortés con la poca fuerza que le quedaba. Estaban fríos.

—Estás temblando —señaló Taylor.

—Hace bastante que no pruebo bocado —fue la respuesta de Cortés.

—Deberías conservar las fuerzas. Eres un hombre muy ocupado.

—Algunas veces necesito flotar un poco —replicó Cortés.

Taylor sonrió y en sus rasgos enfermos hubo un asomo de la belleza que poseyera en otra época.

—Desde luego que sí —dijo—. Yo floto continuamente. He estado en todos los rincones de esta habitación. He estado por fuera de la ventana, observándome a mí mismo. Así será cuando me vaya, Cortés. Flotaré lejos y, en esa ocasión, no regresaré. Sé que Clem va a echarme de menos, hemos pasado juntos media vida, pero Judy y tú seréis cariñosos con él, ¿verdad? Hazle entender cómo son las cosas, si es que puedes. Dile cómo me he alejado flotando. No quiere oírme hablar así, pero tú me entiendes.

—No estoy seguro de eso.

—Eres un artista —le dijo.

—Soy un falsificador.

—No, en mis sueños no lo eres. En mis sueños quieres curarme y, ¿sabes lo que te digo entonces? Te digo que no quiero ponerme bien. Digo que quiero ir hacia la luz.

—Ese parece un buen lugar —dijo Cortés—. Puede que vaya contigo.

—¿Tan mal están las cosas? Cuéntamelo, quiero saberlo.

—Mi vida es una puta mierda, Tay.

—No deberías ser tan duro contigo mismo. Eres un buen hombre.

—Has dicho que no habría mentiras.

—No es mentira. Lo eres. Solo necesitas que alguien te lo recuerde de vez en cuando. Le pasa a todo el mundo. De otra forma, nos hundimos en la miseria, ¿sabes?

Cortés apretó con más fuerza la mano de Taylor. Había muchas cosas en su interior que no tenía forma ni conocimientos para expresar. Allí estaba Taylor, hablándole con el corazón en la mano sobre el amor y los sueños y sobre cómo serían las cosas cuando muriera y, ¿qué le daba él a cambio? Como mucho, confusión y olvido. Así pues, ¿quién de los dos era el enfermo?, pensó. ¿Taylor, que estaba débil pero hablaba con el corazón? ¿O él, que estaba entero pero permanecía en silencio? Decidido a no apartarse de ese hombre sin tratar de compartir algo de lo que le había ocurrido, meditó en busca de las palabras apropiadas para explicarlo.

—Creo que he encontrado a alguien —dijo—. Alguien que puede ayudarme... a recordar quién soy.

—Eso es bueno.

—No estoy tan seguro —respondió con un hilo de voz—. He visto algunas cosas estas últimas semanas, Tay..., cosas que no quise creer hasta que no me quedó más remedio. Algunas veces creo que voy a volverme loco.

—Cuéntamelo.

—Había alguien en Nueva York que trató de matar a Jude.

—Lo sé, me lo contó. ¿Qué pasa con él? —Sus ojos se abrieron de par en par—. ¿Acaso es ese alguien? —preguntó.

—No es «él».

—Creí que Judy había dicho que era un hombre.

—No es un hombre —dijo Cortés—. Tampoco es una mujer. Ni siquiera es humano, Tay.

—¿Y entonces qué es?

—Maravilloso —dijo en voz baja.

Jamás se había atrevido a usar una palabra semejante, ni siquiera para sus adentros. Pero cualquier otra cosa habría sido una mentira, y allí no se aceptaban las mentiras.

»Ya te he dicho que creo que me estoy volviendo loco. Pero te juro que si hubieras visto la manera en que se trasforma... No hay nada parecido en este mundo.

—¿Y dónde se encuentra ahora?

—Creo que está muerto —replicó Cortés—. He tardado demasiado tiempo en salir a buscarlo. He tratado de olvidar que lo conocí alguna vez. Tenía miedo de las sensaciones que despertaba en mí. Y después, cuando eso no funcionó, traté de pintarlo para eliminarlo de mi organismo. Pero tampoco sirvió de nada. Por supuesto que no sirvió de nada. En aquel momento era una parte de mí. Y cuando finalmente salí a buscarlo... era demasiado tarde.

—¿Estás seguro? —inquirió Taylor. Habían aparecido signos de incomodidad en su rostro mientras Cortés hablaba, y cada vez eran más evidentes.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, sí —le dijo—. Me gustaría escuchar el resto de la historia.

—No hay nada más que escuchar. Puede que Pai esté en algún sitio, pero no sé dónde.

—¿Por eso quieres flotar? ¿Tienes la esperanza...? —Se detuvo, ya que de pronto su respiración se había convertido en jadeos—. ¿Sabes?, tal vez deberías llamar a Clem —dijo.

—Por supuesto.

Cortés se encaminó hacia la puerta pero, antes de que la alcanzara, Taylor dijo:

—Tienes que descubrirlo, Cortés. Sea cual sea el misterio, tendrás que desvelarlo por nuestro bien, el de los dos.

Con una mano en la puerta y muchas razones para realizar una rápida retirada, Cortés tenía muy claro que todavía podía elegir quedarse callado, que podía dejar al anciano sin aceptar esa cruzada. Pero si respondía y la aceptaba, estaría atado por su promesa.

—Lo descubriré —le dijo al tiempo que enfrentaba la desesperada mirada de Taylor—. Ambos lo haremos. Te lo juro.

Taylor consiguió esbozar una sonrisa como respuesta, pero fue efímera. Cortés abrió la puerta y corrió hasta el descansillo. Clem estaba esperando.

—Te necesita —dijo Cortés.

Clem entró y cerró la puerta del dormitorio. Sintiéndose exiliado de pronto, bajó las escaleras. Jude estaba sentada junto a la mesa de la cocina, jugueteando con un trozo de piedra.

—¿Cómo está? —quiso saber.

—No muy bien —respondió Cortés—. Clem ha ido a cuidarlo.

—¿Te apetece un poco de té?

—No, gracias. Lo que de verdad necesito es algo de aire fresco. Creo que daré un paseo alrededor del edificio.

Cuando salió al exterior, caía una fina llovizna a la que le dio la bienvenida después del calor sofocante de la habitación del enfermo. Apenas conocía el barrio, de modo que decidió quedarse cerca de la casa; no obstante, la falta de atención destruyó enseguida la mayor parte de ese plan y se dedicó a vagar sin rumbo, perdido en sus pensamientos y en el laberinto de calles. Había una especie de frescura en el viento que le hizo desear huir. Aquel no era el lugar adecuado para resolver ningún misterio. Después del cambio de año, todo el mundo se esforzaría por tomar una nueva ronda de decisiones y ambiciones y planearía su futuro basándolo en fáciles mentiras. Él no quería hacer eso.

Cuando retomó el camino de vuelta a la casa, se dio cuenta de que regresaba con las manos vacías a pesar de que Jude le había pedido que comprara leche y cigarrillos. Se dio la vuelta para comprar ambas cosas, lo que le llevó más tiempo del que esperaba. Cuando al fin dobló la esquina con las cosas en la mano, había una ambulancia en el exterior del edificio. La puerta principal estaba abierta. Jude estaba en el umbral, absorta en la lluvia. Tenía lágrimas en los ojos.

—Ha muerto —dijo.

Cortés se detuvo en seco, a un metro de ella.

—¿Cuándo? —preguntó, como si de verdad importara.

—Justo después de que te fueras.

No quería llorar, no mientras ella estuviera delante. Había demasiadas cosas que no quería hacer en su presencia. Con rostro pétreo, dijo:

—¿Dónde está Clem?

—Arriba, con él. No subas. Ya hay demasiada gente.

Vio los cigarrillos que él tenía en las manos y estiró el brazo para cogerlos. Cuando sus manos se rozaron, el dolor se propagó entre ellos. A pesar de la decisión que había tomado Cortés, las lágrimas inundaron sus ojos, se lanzó a los brazos de Jude y ambos lloraron sin reservas, como enemigos unidos ante una pérdida común o amantes que estuvieran a punto de separarse. O bien como almas incapaces de recordar si eran amantes o enemigos, y lloraran ante su propia desorientación.

Capítulo 16

1

Desde la reunión en la que se tratara por primera vez el asunto de la biblioteca de la Tabula Rasa, Bloxham había planeado en varias ocasiones llevar a cabo la tarea para la que se había ofrecido voluntario, y descender así a las entrañas de la torre con el fin de comprobar la seguridad de la colección. No obstante, ya lo había retrasado en dos ocasiones con la excusa de que tenía asuntos mucho más importantes en los que emplear su tiempo: en especial, la organización de la Gran Purificación de la Sociedad. Lo hubiera pospuesto una tercera vez de no ser porque salió de nuevo a colación gracias a un aparte de Charlotte Feaver, que se había mostrado igual de preocupada acerca de la seguridad de los libros y que ahora se ofrecía a acompañarlo en la investigación. Las mujeres desconcertaban a Bloxham; la atracción que ejercían sobre él siempre había quedado relegada por la incomodidad que experimentaba en su compañía; pero, de un tiempo a esa parte, experimentaba una necesidad sexual tan intensa como rara vez había sentido, si es que había llegado a hacerlo. Ni siquiera en la intimidad de sus oraciones se atrevía a confesar el motivo. La Purificación lo excitaba, aumentaba su presión sanguínea y despertaba su virilidad, y no le cabía duda alguna de que Charlotte había respondido a su pasión, aunque él no hiciera nada por mostrarla. Aceptó presto su oferta y, por sugerencia de ella, acordaron encontrarse en la torre la última noche del año saliente. Llevó una botella de champaña.

—Bien podemos divertirnos —dijo mientras descendían a través de los restos de la casa original de Roxborough, una planta que se había conservado y escondido entre las paredes más sencillas de la torre.

Ninguno de los dos se había aventurado en aquel inframundo desde hacía muchos años. Era más primitivo de lo que recordaban. Se había instalado luz eléctrica de forma rudimentaria (los pasillos estaban adornados con amasijos de cables de los que colgaban bombillas desnudas), pero aparte de eso el lugar conservaba el aspecto que había tenido en los inicios de la Tabula Rasa. Las bodegas se habían edificado con el propósito expreso de albergar la colección de la Sociedad y, por tanto, para durar hasta el fin de los tiempos. Un abanico de corredores idénticos se abría desde el pie de las escaleras, todos ellos flanqueados con estantes a ambos lados que ascendían por los muros de ladrillos hasta el techo. Las intersecciones tenían unas bóvedas muy elaboradas, pero esa era la única decoración.

—¿Abrimos la botella antes de empezar? —sugirió Bloxham.

—¿Por qué no? ¿Cómo lo bebemos?

Por toda respuesta se sacó dos copas de flauta del bolsillo. La mujer las sostuvo mientras él abría la botella, cuyo corcho apenas emitió un decoroso suspiro que se alejó por el laberinto sin atreverse a resonar. Con las copas llenas, bebieron a la salud de la Purificación.

—Ahora que estamos aquí —dijo Charlotte arrebujándose en su abrigo de piel—, ¿qué buscamos?

—Cualquier indicio de sabotaje o robo —explicó Bloxham—. ¿Nos dividimos o continuamos juntos?

—Mejor juntos —replicó ella.

Roxborough había proclamado que aquellas estanterías contenían todos y cada uno de los tomos importantes en ese hemisferio; mientras paseaban juntos, admirando las decenas de miles de manuscritos y libros, resultaba muy fácil tragarse esa baladronada.

—¿Cómo coño crees que reunieron todo esto? —preguntó Charlotte mientras caminaban.

—Me atrevería a decir que el mundo era más pequeño por aquel entonces — señaló Bloxham—. Todo el mundo conocía a todo el mundo, ¿no? Casanova, Sartori, el conde de Saint-Germain... Un grupo de capullos y farsantes.

—¿Farsantes? ¿De verdad lo crees?

—La mayoría, sí —respondió Bloxham, recreándose en el poco merecido papel de experto—. Supongo que habría uno o dos que supieran lo que estaban haciendo.

—¿Te has sentido tentado alguna vez? —le preguntó Charlotte al tiempo que enlazaba su brazo con el de él mientras proseguían la marcha.

—¿Tentado de hacer qué?

—De comprobar si algo de esto merece la pena. Intentar convocar a un sirviente o viajar a los Dominios.

La miró con total y auténtica sorpresa.

—Eso va en contra de todos los preceptos de la Sociedad —fue su respuesta.

—Eso no responde a mi pregunta —replicó, casi con brusquedad—. Te he preguntado si te has sentido tentado alguna vez.

—Mi padre me enseñó que cualquier relación con Imajica haría peligrar mi alma.

—El mío dijo lo mismo, pero creo que se arrepintió al final de no haberlo descubierto por él mismo. Quiero decir que si no es verdad, entonces no habría ningún peligro.

—Bueno, yo creo que es verdad —dijo Bloxham.

—¿Crees que existen otros Dominios?

—Ya viste a la puñetera criatura que Godolphin diseccionó delante de nosotros.

—Me descubierto una especie que no había visto antes, eso es todo. —Charlotte se detuvo y tomó al azar un libro de la estantería—. Pero a veces me pregunto si la fortaleza que protegemos no estará vacía. —Abrió el libro y de él cayó un mechón de cabello—. Tal vez todo sea una mera invención —agregó—. Sueños provocados por las drogas y fantasías. —Devolvió el libro a su lugar y se giró para enfrentarse a Bloxham—. ¿De verdad me invitaste a este lugar para comprobar su seguridad? —murmuró—. Porque me sentiría muy decepcionada si fuera así.

—No solo por eso —respondió.

—Bien —replicó y continuó, adentrándose cada vez más en el laberinto.

2

A pesar de que Jude había recibido muchas invitaciones para distintas fiestas de Año Nuevo, no se había comprometido con ninguna; hecho por el cual, después de las penalidades que el día había traído consigo, se sentía muy agradecida. Se ofreció a quedarse con Clem después de que se llevaran el cadáver de Taylor de la casa; pero él había rechazado la oferta con tranquilidad, argumentando que necesitaba estar a solas. No obstante, se sintió mejor al saber que Jude estaría al otro lado del teléfono por si la necesitaba, y dijo que la llamaría en caso de ponerse demasiado sentimental.

Una de las fiestas a la que la habían invitado se celebraba en la casa que estaba enfrente de su apartamento, y, a juzgar por lo acaecido en años anteriores, se convertiría en un caos. Ella misma había asistido varias veces, pero aquella noche no supondría ningún problema quedarse sola. No se sentía de humor para confiar en el futuro, si es que el Año Nuevo traía algo diferente de lo que había ofrecido el viejo.

Cerró las cortinas con la esperanza de que su presencia pasara desapercibida, prendió algunas velas, puso de fondo un concierto de flauta y comenzó a preparar una cena ligera. Mientras se lavaba las manos, se dio cuenta de que estas habían quedado impregnadas con un poco de polvo procedente de la piedra. Esa tarde se había sorprendido a sí misma jugando con la piedra varias veces; la guardaba al instante en uno de los bolsillos, pero al cabo de unos minutos volvía a estar en sus manos. ¿Por qué no había advertido el color que le dejaba hasta ese momento? No tenía respuesta para eso. Se frotó las manos bajo el grifo para quitarse el polvo, pero cuando fue a secárselas se dio cuenta de que el color era incluso más brillante. Fue al cuarto de baño para examinar aquel fenómeno con más luz. No era polvo, como había creído en un principio. El pigmento parecía estar en su propia piel, como un tinte de henna. Se extendía hacia sus muñecas, lugar que no había entrado en contacto con la piedra, de eso estaba segura. Se quitó la camisa y, para su sorpresa, descubrió también manchas irregulares de color en los codos. Comenzó a hablar consigo misma, algo que solía hacer cuando estaba confundida.

—¿Qué coño es esto? ¿Me estoy volviendo azul? Es ridículo.

Tal vez ridículo, pero nada divertido. El pánico le hizo un nudo en el estómago. ¿Le habría pegado la piedra alguna enfermedad? ¿Sería esa la razón por la que Estabrook la había envuelto con tanto cuidado y la había escondido?

Abrió el grifo de la ducha y se desnudó. No encontró más marcas en su cuerpo, cosa que le deparó cierto consuelo. Una vez que el agua cayó casi hirviendo, se metió en la bañera, agarró una esponja y comenzó a frotar las manchas de color. La combinación de calor y pánico que le atenazaba el estómago la estaba mareando y temió desmayarse, de modo que cuando no se había frotado más que la mitad del cuerpo tuvo que salir de la bañera y abrir la puerta del cuarto de baño para que entrara un poco de aire fresco. Sin embargo, su palma resbalaba sobre el picaporte circular de la puerta y, entre maldiciones, se dedicó a buscar una toalla para quitarse el jabón de las manos. Al hacerlo, captó su reflejo en el espejo. Tenía el cuello azul. La piel que rodeaba sus ojos era azul. Su frente estaba azul, justo hasta la raíz del cabello. Se alejó de aquella imagen tan grotesca y se apretó contra los azulejos empañados de vapor.

—Esto no es real —dijo en voz alta.

Buscó de nuevo el tirador y lo agarró con la fuerza suficiente para abrir la puerta. El frío le puso la piel de gallina de pies a cabeza, pero le dio la bienvenida. Tal vez eso disipara la alucinación. Temblando de frío, huyó de aquel reflejo hacia el refugio iluminado por las velas de la sala de estar. Allí, en mitad de la mesa auxiliar, yacía el trozo de piedra azul cuyo ojo le devolvía la mirada. Ni siquiera recordaba haberla sacado del bolsillo, y mucho menos haberla dejado sobre la mesa de aquella forma tan estudiada, con las velas alrededor. Su presencia le hizo vacilar en la puerta. De repente le tenía miedo, como si poseyera la mirada de un basilisco y tuviera el poder de convertirla en piedra. Si lo que le ocurría se debía a aquel objeto, era demasiado tarde para evitarlo. Cada vez que había girado la piedra se había encontrado con su mirada. Guiada por el fatalismo se acercó a la mesa, cogió la piedra y, sin darle tiempo a que volviera a obsesionarla, la arrojó contra la pared con todas sus fuerzas.

En cuanto salió disparado de su mano, el artefacto le otorgó el lujo de saber que había cometido un error. La piedra se había apoderado de la estancia en su ausencia, se había convertido en algo más real que la mano que la había lanzado y que la pared contra la que estaba a punto de estrellarse. El tiempo era su lugar de recreo, así como el espacio era su juguete, y al buscar su destrucción ella haría que el tiempo y el espacio se dispersaran.

Ya era demasiado tarde para deshacer la equivocación. La piedra impactó contra la pared con un ruido sordo y seco; y, en ese mismo instante, se vio arrancada de su cuerpo, con tanta certeza como si alguien hubiera metido una mano en su cabeza, hubiera agarrado su conciencia y la hubiese tirado por la ventana. Su cuerpo permaneció en la habitación que acababa de dejar, ajeno al viaje que ella estaba a punto de emprender. El único sentido que le quedaba era la vista. Y era suficiente. Se deslizó por encima de la sombría calle, que parecía húmeda a la luz de las farolas, hacia los escalones de la casa que había frente a la suya. Cuatro asistentes a la fiesta (tres hombres jóvenes con una jovencita achispada en el centro) esperaban a que les abrieran, al tiempo que uno de ellos golpeaba con insistencia la puerta. Mientras aguardaban, el más fornido besaba a la chica y le manoseaba los pechos. Jude advirtió los destellos de incomodidad que subyacían bajo las risas de la muchacha; vio cómo sus puños se cerraban en vano mientras su pretendiente presionaba la lengua contra sus labios; después la vio abrir la boca para él, con más resignación que lujuria. Cuando la puerta se abrió y los cuatro se adentraron en el caos de la celebración, volvió a emprender la marcha; se alzó por encima de las azoteas mientras volaba y caía en picado una y otra vez para vislumbrar los demás dramas que se desarrollaban en las casas que dejaba atrás.

Al igual que la piedra que la había enviado a aquella misión, todos eran fragmentos: trocitos de dramas que apenas si podía adivinar. Una mujer en una habitación del piso superior, con la mirada fija en un vestido que yacía sobre una cama deshecha; otra junto a una ventana, llorando con los ojos cerrados mientras se mecía al ritmo de una música que Jude no podía oír; y otra más que se levantó de una mesa repleta de invitados, de repente enferma por algo. No conocía a ninguna de esas mujeres, pero todas le resultaban familiares. Aun a pesar de que apenas recordaba su vida, se había sentido como alguna de ellas en algún momento: abandonada, impotente, anhelante. Fue entonces cuando empezó a entrever de qué iba todo aquello. Pasaba de atisbo a atisbo como si fueran fragmentos de su propia vida y encontraba su propio reflejo en mujeres de todas clases y tipos.

En una oscura callejuela a las espaldas de King's Cross vio a mujer trabajándose a un hombre en el asiento delantero de su coche; estaba inclinada para meterse la dura verga rosada entre los labios, del color de la sangre menstrual. Ella también había hecho eso, o algo parecido, porque deseaba ser amada. Y la mujer que pasó con el coche a toda velocidad, la que contempló el desfile de putas y se sintió enferma al verlas, esa también era ella. Y aquella belleza que provocaba a su amante para que saliera bajo la lluvia. Y la virago que aplaudía desde arriba, borracha. Ella había hecho acto de presencia en todas esas vidas, o esas vidas lo habían hecho en la suya propia.

Su viaje se acercaba al final. Había alcanzado un puente desde el que habría sido posible admirar una panorámica de la ciudad si no fuera porque la lluvia en aquella zona era más intensa que en Notting Hill y no se veía nada a lo lejos. Su mente no se detuvo, sino que continuó a través del aguacero —sin sentir frío, sin mojarse— hacia una torre oscura que se alzaba escondida tras una línea de árboles. Perdió velocidad y se enredó en el follaje como un pajarillo ebrio, cayó al suelo y se hundió en una absoluta y húmeda oscuridad.

Sintió un momento de pánico al creer que iba a quedar enterrada en vida en aquel lugar; después, la oscuridad cedió ante la luz y atravesó el techo de una especie de bodega. Sin embargo, las paredes no estaban cubiertas con toneles de vino, sino repletas de estanterías. Había bombillas colgadas del techo de los pasillos, pero el aire seguía siendo denso; no a causa del polvo, sino debido a algo que ella apenas conseguía comprender. El lugar emanaba espiritualidad, emanaba poder. No había sentido nada parecido en toda su vida: ni en la basílica de San Pedro, ni en la catedral de Chartres ni en el duomo de Milán. Le hizo desear volver a materializarse, dejar de ser una mente ambulante y poder caminar por allí. Poder tocar los libros, los ladrillos. Poder oler el aire. Olería a polvo, pero qué polvo... Cada mota contendría la sabiduría de todo un planeta por el mero hecho de flotar en aquel espacio sagrado.

Una sombra en movimiento llamó su atención, de modo que se desplazó hacia ella por el pasillo, preguntándose entretanto qué libros serían los que allí se almacenaban por todos sitios. La sombra de más adelante, que había tomado por la de una persona, era en realidad la de dos seres enlazados apasionadamente. La mujer estaba de espaldas a los libros, con los brazos alzados para sujetarse al estante que tenía más arriba. Él, con los pantalones bajados hasta los tobillos, emitía cortos jadeos que acompasaban las acometidas de sus caderas. Los dos tenían los ojos cerrados. Desde luego, ninguno consideraría muy afrodisíaco mirar al otro. ¿Sería ese polvo lo que había ido a ver? Bien sabía Dios que no había nada en su desempeño que pudiera excitarla o enseñarle algo. Con toda seguridad, el ojo azul no la había transportado por toda la ciudad recopilando historias de mujeres para acabar presenciando aquel patético interludio. Debía de haber algo que se escapaba a su comprensión. ¿Tal vez algo oculto en la conversación? No. Solo eran jadeos. ¿En los libros que se apilaban en las estanterías detrás de ellos? Quizá.

Se acercó más para inspeccionar los títulos, pero su mirada pasó de largo por los lomos para fijarse en la pared contra la que reposaban. Los ladrillos eran del mismo material sencillo que los del pasillo. No obstante, en el cemento lucía una mancha que ella reconoció: un azul inconfundible. Nerviosa, hizo avanzar su mente más allá de los amantes y los libros, a través de los ladrillos. Estaba oscuro al otro lado, mucho más oscuro que la tierra que había atravesado para llegar a aquel lugar secreto. No se trataba de oscuridad por mera falta de luz, sino de desesperación y pesar. Su primera reacción instintiva fue retroceder, pero otra presencia la hizo detenerse: una forma, apenas reconocible en la oscuridad, que yacía sobre el suelo de aquella mugrienta celda. Se encontraba envuelta casi como en un capullo, con la cabeza tapada por completo. Las cuerdas eran tan finas como hebras de hilo y habían sido enrolladas alrededor del cuerpo con un cuidado obsesivo; sin embargo, su silueta era lo bastante discernible como para que Jude supiera con certeza que aquel cadáver, al igual que los espíritus atrapados en cada una de las estaciones de su viaje, pertenecía a una mujer.

Habían sido muy meticulosos al envolverla. Ni siquiera habían dejado un mechón de cabello o una uña al descubierto. Jude sobrevoló el cuerpo para estudiarlo. Eran casi complementarias: como cuerpo y esencia, separados eternamente; con la salvedad de que ella sí tenía un cuerpo al que regresar. Al menos, eso esperaba. Tenía la esperanza de que una vez realizado aquel estrafalario peregrinaje, y después de ver la reliquia de la pared, se le permitiera regresar a su piel tintada. A pesar de todo, algo seguía reteniéndola en aquel lugar. No eran ni la oscuridad ni las paredes, sino la sensación de que quedaba algún asunto pendiente. ¿Sería necesaria algún tipo de veneración por su parte? Y en ese caso, ¿qué tenía que hacer? Carecía de rodillas para prosternarse, y lo mismo se podría decir de sus labios para recitar hosannas. No podía inclinarse. No podía tocar la reliquia. ¿Qué más le quedaba? A menos que (y que Dios la ayudara) se metiera en esa cosa.

En el momento en que ese pensamiento tomó forma, supo que esa era la razón por la que había acabado en aquel lugar. Se había desprendido de su carne para entrar en esa prisionera del ladrillo, la cuerda y la putrefacción, en un cuerpo triplemente envuelto del que bien podría no salir nunca. Aquella idea le revolvía el estómago, pero no había llegado tan lejos para abandonar en ese momento tan solo porque aquel rito final la incomodara en demasía. Incluso si pudiera desafiar a las fuerzas que la habían llevado hasta allí y regresar a su casa y a su cuerpo en contra de la voluntad de esas fuerzas, ¿dejaría alguna vez de preguntarse a qué aventura le había dado la espalda? No era una cobarde: entraría en la reliquia y afrontaría las consecuencias.

Dicho y hecho. Su mente se lanzó hacia las cuerdas y se deslizó entre sus hebras para alcanzar el cuerpo. Había anticipado oscuridad, pero se encontró con luz en el interior; el contorno de las vísceras del cuerpo estaba claramente delineado por el brillo azulado que había llegado a reconocer como el color de todo aquel misterio. No había ni inmundicia ni corrupción. La fuente de la espiritualidad de aquel lugar, supuso, se parecía más a una catedral que a un tanatorio. No obstante, al igual que le ocurriría a una basílica, hacía mucho tiempo que su esencia estaba muerta. La sangre no corría por sus venas, el corazón no latía, los pulmones no inhalaban aire. Desplegó su mente sobre aquella anatomía inmóvil para comprobar sus dimensiones. La mujer muerta había sido voluminosa en vida, con caderas anchas y busto generoso. Sin embargo, el vendaje se había clavado en su plenitud, distorsionando las curvas de su cuerpo. Qué horribles últimos momentos habría pasado allí tendida, ciega en aquella inmundicia, mientras escuchaba cómo se erigía, ladrillo a ladrillo, su mausoleo. ¿Qué clase de crimen habría cometido para que se la condenara a semejante muerte?, se preguntó Jude. ¿Y quiénes habrían sido sus ejecutores, las personas que habían construido esa pared? ¿Habrían cantado mientras trabajaban? ¿Se habrían apagado sus voces a medida que colocaban los ladrillos? ¿O se habrían mantenido en silencio, avergonzados de su propia crueldad?

Había muchas cosas que hubiese querido saber, pero no iba a recibir ninguna respuesta. Terminó su viaje de la misma manera en que lo había empezado: con miedo y confusión. Ya era hora de salir de la momia y volver a casa. Deseó salir de aquel cuerpo azulado. Para su horror, no sucedió nada. Seguía atada a aquel lugar, prisionera dentro de otra prisionera. Que Dios la ayudara, ¿qué había hecho? Obligándose a no sucumbir a un ataque de pánico, concentró su mente en el problema y se imaginó la celda que había al otro lado de los vendajes, así como la pared que había atravesado sin esfuerzo alguno, los amantes y el pasillo que conducía a cielo abierto. Sin embargo, imaginarlo no fue suficiente. Había permitido que la abrumara la curiosidad y había desplegado su espíritu sobre el cadáver, y ahora este reclamaba el espíritu como propio.

Sintió que la inundaba la ira y dejó que se manifestara. Era una parte de ella tan reconocible como la nariz en su cara; necesitaba todo su ser, cada detalle, para darle fuerzas. Si hubiera tenido su propio cuerpo, se habría sonrojado en cuanto su corazón acompasara sus latidos al ritmo de su furia. Incluso le pareció escucharlo (el primer sonido del que fuera consciente desde que dejara la casa) latiendo desaforado. No era producto de su imaginación. Podía oírlo en el cuerpo que la rodeaba, en el temblor que recorrió el organismo que tanto tiempo llevaba inerte mientras su rabia lo devolvía a la vida. En la sala del trono de su cabeza, una mente dormida se despertó y se dio cuenta de la invasión.

Para Jude, el momento en que aquella mente desconocida (aunque dulcemente familiar) rozó la suya fue un exquisito instante de conciencia compartida. Acto seguido, fue expulsada por la psique despierta. Oyó un grito de pánico a su espalda, un sonido proveniente de la mente más que de la garganta, que la siguió mientras salía de la celda, a través del muro, más allá de los amantes (sacados de su interludio por la suciedad que cayó sobre ellos) hacia el exterior y la lluvia, hacia una noche que ya no era azul, sino negra como la boca de un lobo. El alarido de terror de la mujer la acompañó todo el camino de regreso a su casa, donde, para su inmenso alivio, la esperaba su propio cuerpo en la habitación iluminada por velas. Se deslizó en él con facilidad y permaneció en el centro de la estancia durante un par de minutos, sollozando, hasta que comenzó a temblar de frío. Buscó un camisón y se lo puso; mientras lo hacía, se dio cuenta de que sus muñecas y codos ya no estaban manchados. Fue al cuarto de baño y se miró en el espejo. Su rostro también estaba limpio.

Sin dejar de temblar, volvió a la sala de estar para buscar la piedra azul. Había un agujero considerable allá donde el impacto había roto la escayola de la pared. La piedra en sí no había sufrido daños y se encontraba en el suelo, frente a la chimenea. No la recogió. Ya había tenido bastante de aquel delirio por una noche. Evitando su funesta mirada lo mejor que pudo, la cubrió con un cojín. Al día siguiente pensaría en algo para deshacerse de esa cosa. Esa noche necesitaba contarle a alguien lo que le había sucedido antes de que ella misma lo pusiera en duda. Alguien lo bastante loco como para no descartar de buenas a primeras su relato; alguien que ya tuviera cierta fe. Cortés, por supuesto.

Capítulo 17

Hacia la medianoche, el ruido del tráfico que llegaba hasta el estudio de Cortés había quedado reducido prácticamente al silencio. Cualquiera que tuviese planeado asistir a una fiesta esa noche ya habría llegado al lugar de la celebración. Todos estarían muy ocupados bebiendo, discutiendo o entregados al arte de la seducción, decididos, mientras celebraban, a obtener en el año venidero lo que el anterior les había negado. Feliz en su soledad, Cortés estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas; tenía una botella de bourbon entre ellas y estaba rodeado por los lienzos que se apoyaban sobre los muebles. La mayoría de ellos estaba en blanco, pero eso lo ayudaba a meditar, ya que el futuro también se presentaba así.

Llevaba sentado allí unas dos horas, rodeado por el vacío y sin dejar de beber de la botella, de modo que necesitaba vaciar la vejiga. Se levantó y fue al cuarto de baño, usando la luz del salón para no tener que enfrentarse a su propio reflejo. Mientras sacudía las últimas gotas en el inodoro, la luz se apagó. Se subió la cremallera y volvió al estudio. La lluvia azotaba los cristales, pero las farolas de la calle proporcionaban luz suficiente para ver que la puerta del descansillo de las escaleras estaba ligeramente abierta.

—¿Quién anda ahí? —preguntó.

El silencio se adueñó de la habitación por un momento e, instantes después, distinguió una forma recortada contra la ventana y el olor de algo quemado y frío asaltó su nariz. ¡El hombre del silbido! ¡Dios mío, me ha encontrado!

El miedo lo hizo moverse con rapidez. Salió de su estado de estupor y corrió hacia la puerta. Habría conseguido atravesarla y bajar los escalones si no hubiera estado a punto de atropellar al perro que esperaba obedientemente al otro lado. Al verlo, el animal movió el rabo con alegría y así detuvo su huida. El tipo del silbido no era un amante de los perros. Entonces, ¿quién estaba en su salón? Se dio la vuelta y alargó el brazo para encender la luz, pero escuchó la inconfundible voz de Pai'oh'pah segundos antes de encontrar el interruptor.

—Por favor, no lo hagas. Prefiero la oscuridad.

El dedo de Cortés se alejó del interruptor y su corazón se aceleró, pero en esa ocasión por un motivo muy diferente al miedo.

—¿Pai? ¿Eres tú?

—Sí, soy yo —fue la respuesta—. He oído que querías verme, me lo ha dicho un amigo tuyo.

—Creía que estabas muerto.

—Estaba con los muertos. Con Theresa y los niños.

—¡Dios mío! ¡Dios mío!

—Tú también perdiste a alguien —dijo Pai'oh'pah.

Parecía razonable que un interludio semejante tuviera lugar en la oscuridad: era preferible mantener entre sombras una conversación sobre la tumba y sobre los corderos que esta había reclamado.

»Estuve con los espíritus de mis hijos durante un tiempo. Tu amigo me encontró en ese lugar de lamentación, me habló y me dijo que querías volver a verme. Eso me sorprendió, Cortés.

—Tanto como a mí me sorprende que hablaras con Taylor —contestó Cortés, si bien no debía sorprenderle después de la charla que habían tenido—. ¿Es feliz? —le preguntó, consciente de que la pregunta podría parecer una frivolidad, pero necesitaba saberlo.

—Ningún espíritu es feliz —respondió Pai—. No hay liberación para ellos, ni en este Dominio ni en ningún otro. Frecuentan los portales con la esperanza de poder atravesarlos, pero no hay lugar alguno al que puedan marcharse.

—¿Por qué?

—Esa pregunta ha sido formulada durante generaciones, Cortés. Y se ha quedado sin respuesta. Cuando era niño me enseñaron que, antes de que el Invisible penetrara en el Primer Dominio, había un lugar allí donde recibían a todos los espíritus. En aquella época, mi gente vivía en ese Dominio y vigilaba ese lugar, pero el Invisible expulsó tanto a mi pueblo como a los espíritus.

—¿Y los espíritus no tienen ahora un lugar adonde ir?

—Exacto. Su número aumenta, a la par que su sufrimiento.

Pensó en Taylor, tumbado en su lecho de muerte, soñando con la liberación del último vuelo hacia lo Absoluto. Y, en lugar de eso, si creía lo que le contaba Pai, su espíritu había acabado en un lugar lleno de almas perdidas a las que se les negaba tanto la carne como la revelación. ¿Qué precio tenía la comprensión en esos momentos, cuando el final de todo era el limbo?

—¿Quién es ese Invisible? —preguntó Cortés.

—Hapexamendios, el Dios de Imajica.

—¿También es un dios de este mundo?

—Lo fue en una ocasión. Pero abandonó el Quinto Dominio, atravesó los otros mundos y arrojó a la basura a sus divinidades hasta que alcanzó la Esfera de los Espíritus. Una vez allí, cubrió ese Dominio con un velo...

—Y se convirtió en el Invisible.

—Eso fue lo que me enseñaron.

La formalidad y la simpleza del relato de Pai'oh'pah conferían veracidad a la historia; pero, a pesar de toda su elegancia, no dejaba de ser un cuento sobre dioses y otros mundos que quedaba muy lejos de esa habitación oscura y de la fría lluvia que se deslizaba por los cristales.

—¿Cómo puedo saber si todo esto es cierto? —preguntó Cortés.

—No lo sabrás, a menos que lo veas con tus propios ojos —contestó Pai'oh'pah. Su voz había adquirido un tono sensual. Hablaba del mismo modo en que lo haría un seductor.

—¿Y cómo lo hago?

—Hazme preguntas directas y yo intentaré responderlas. No puedo contestar preguntas tan ambiguas.

—De acuerdo, contéstame a esto: ¿puedes llevarme a los Dominios?

—Puedo hacerlo.

—Quiero seguir los pasos de Hapexamendios. ¿Puedo?

—Podemos intentarlo.

—Quiero ver al Invisible, Pai'oh'pah. Quiero saber por qué Taylor y tus hijos están en el Purgatorio. Quiero entender por qué están sufriendo.

En esa última ocasión, no se formuló pregunta alguna, por lo que no obtuvo más respuesta que la respiración agitada de Pai.

»¿Puedes hacerlo ahora? —preguntó Cortés.

—Si eso es lo que deseas...

—Es lo que deseo, Pai. Demuéstrame que lo que has dicho es cierto, o déjame de una vez y para siempre.

Faltaban dieciocho minutos para las doce de la noche cuando Jude se metió en su coche, dispuesta a ir a casa de Cortés. El trayecto no entrañó dificultad alguna ya que apenas había tráfico, y en varias ocasiones estuvo tentada de saltarse algún que otro semáforo; pero la policía estaba especialmente atenta en noches como esa y cualquier infracción los habría sacado de su escondite. Aunque no había ni gota de alcohol en su organismo, no estaba muy segura de estar libre de otras influencias extrañas. Por tanto, condujo con tanto cuidado como si fuera pleno día y tardó quince minutos en llegar al estudio. Cuando lo hizo, se encontró con que las luces estaban apagadas. ¿Habría decidido Cortés olvidar las penas entregándose a una noche alocada?, se preguntó. ¿O estaría ya dormido? Si se trataba de esto último, las noticias que traía bien se merecían que lo despertara.

—Hay ciertas cosas que debes entender antes de que nos marchemos —le advirtió Pai al tiempo que unía las muñecas de ambos, la derecha de uno con la izquierda del otro, con la ayuda de un cinturón—. No es un viaje agradable, Cortés. Este Dominio, el Quinto, no está reconciliado, lo que significa que entrar al Cuarto supone un riesgo. No es como cruzar un puente. Atravesarlo requiere un poder considerable. Y si algo sale mal, las consecuencias serán inmediatas.

—¿Qué es lo peor que puede suceder?

—Entre los Dominios reconciliados y el Quinto hay un lugar llamado el In Ovo. Es un lugar etéreo en el que son retenidos los seres que se han aventurado a dejar sus mundos. Algunos de ellos son inocentes y están allí por accidente. Sin embargo, otros fueron enviados allí en cumplimiento de una sentencia y son letales. Espero que podamos pasar a través del In Ovo antes de que alguno de ellos perciba siquiera nuestra presencia. Pero si nos separásemos...

—Ya me hago una idea. Será mejor que aprietes ese nudo. Podría aflojarse.

Pai se afanó en la tarea mientras Cortés intentaba ayudarlo en la oscuridad.

»Supongamos que conseguimos atravesar el In Ovo —dijo Cortés—, ¿qué hay al otro lado?

—El Cuarto Dominio —respondió Pai—. Si no me desvío de la ruta, llegaremos cerca de la ciudad de Patashoqua.

—¿Y si te desvías?

—¿Quién sabe? Al mar. A una ciénaga...

—Mierda.

—No te preocupes. Tengo un buen sentido de la orientación. Y entre los dos ostentamos mucho poder. No podría hacer esto solo, pero juntos...

—¿Este es el único modo de cruzar?

—Desde luego que no. Aquí en el Quinto hay un buen número de plataformas desde las que partir: círculos de piedra que están bien ocultos. El problema es que la mayoría de ellos fue creada para llevar a los viajeros a lugares concretos. Nosotros queremos pasar como entes libres. Invisibles. Sin levantar sospechas.

—¿Y por qué has elegido Patashoqua?

—Tiene... ciertas asociaciones sentimentales —respondió Pai—. Muy pronto lo entenderás por ti mismo. —El místico hizo una pausa—. ¿Todavía quieres ir?

—Por supuesto.

—No puedo apretar más el cinturón sin cortar la circulación.

—¿Y a qué estamos esperando?

Los dedos de Pai acariciaron el rostro de Cortés.

—Cierra los ojos.

Cortés obedeció. Los dedos de Pai encontraron su mano libre y la alzaron hasta que quedó entre sus cuerpos.

»Tienes que ayudarme —dijo el místico.

—Dime qué debo hacer.

—Cierra la mano. No con mucha fuerza. Deja espacio suficiente para que pase el aliento. Bien, eso es. Toda la magia procede del aliento. Recuérdalo.

Y lo hizo, de alguna manera.

»Ahora —continuó Pai— acércate la mano a la cara y apoya el pulgar sobre la barbilla. Hay muy pocos encantamientos que podamos realizar. No hay palabras bonitas. Solo exhala el aliento, el pneuma, y la voluntad que lo empuja.

—Ya tengo la voluntad, si es a eso a lo que te refieres —dijo Cortés.

—En ese caso, solo necesitamos que soples con fuerza. Expulsa el aire hasta que te resulte doloroso. Yo me encargaré del resto.

—¿Podré tomar otra bocanada de aire cuando acabe?

—No en este Dominio.

Con esa respuesta, Cortés comprendió de golpe la enormidad de lo que iban a realizar. Estaban dejando la Tierra. Iban a traspasar las fronteras de la única realidad que había conocido hasta entonces para internarse en otro lugar totalmente diferente. Sonrió en la oscuridad y entrelazó los dedos de la mano que estaba unida a Pai con los de su libertador.

—¿Nos vamos? —preguntó.

El brillo blanco de los dientes de Pai apareció en las tinieblas que se extendían frente a él cuando este correspondió a su sonrisa.

—¿Por qué no?

Cortés aspiró.

En algún lugar de la casa, escuchó que una puerta se cerraba y que alguien subía la escalera que llevaba al estudio. Pero era demasiado tarde para cualquier interrupción. Exhaló el aire a través de su puño; un soplo constante que Pai'oh'pah pareció aspirar al otro lado de su mano. Algo ardió en el puño que el místico acababa de levantar, con un brillo tan intenso que atravesó sus dedos.

Desde la puerta, Jude vio la misma imagen del cuadro de Cortés convertida en realidad: dos figuras, casi nariz con nariz, con los rostros iluminados por una luz sobrenatural que se extendía con una especie de lenta combustión hasta rodearlos. Tuvo tiempo de reconocer a ambas figuras, de ver las sonrisas en sus rostros, las miradas entrelazadas, y entonces, para su horror, fue como si el interior de sus cuerpos comenzara a quedar expuesto, como si se dieran la vuelta como un calcetín. Observó unas superficies húmedas y rojizas que se plegaron sobre sí mismas, no una vez sino en tres ocasiones que se sucedieron con gran rapidez; cada doblez consiguió que sus cuerpos menguaran hasta que no fueron más que un par de trocitos de materia que seguían plegándose una y otra vez hasta que, al final, acabaron por desaparecer.

Jude se apoyó contra el marco de la puerta con los nervios destrozados a causa de la conmoción. El perro que había encontrado esperando en el rellano de la escalera se acercó sin temor alguno al lugar donde habían estado las figuras. No quedaba magia alguna que pudiera llevarlo tras ellos. El lugar estaba muerto. Los cabrones se habían largado adondequiera que acabara la ruta que habían tomado.

La compresión hizo que dejara escapar un grito de rabia lo bastante potente como para que el perro buscase refugio. Esperaba que Cortés pudiera escucharla, allí donde estuviera. ¿No había venido para compartir con él sus revelaciones de modo que ambos pudiesen investigar juntos lo desconocido? Y, mientras tanto, él había preparado su partida sin contar con ella. ¡Sin ella!

—¿Cómo te atreves? —le gritó al vacío.

El perro gimoteó de miedo y, al verlo así, Jude se calmó un poco. Se puso en cuclillas.

—Lo siento —se disculpó con el animal—. Ven aquí. No estoy enfadada contigo, sino con ese cabrón de Cortés.

En un primer momento el perro no parecía muy dispuesto a acercarse, pero acabó por obedecer; se arrimó a ella meneando el rabo a un lado y a otro a medida que se convencía de que no estaba loca. Judith le acarició la cabeza y el contacto de su mano lo tranquilizó. No todo estaba perdido. Si Cortés lo había hecho, también podría hacerlo ella. El no tenía la exclusiva de las aventuras. Ya encontraría el modo de ir allí donde él estuviera, aunque para ello tuviera que comerse aquel ojo azul trozo a trozo.

Las campanas de las iglesias comenzaron a sonar, anunciando con sus desiguales repiqueteos la llegada de la medianoche mientras ella rumiaba sus pensamientos. El clamor de las campanas se vio acompañado de inmediato por el sonido de las bocinas de los coches en la calle y por los alegres gritos de los asistentes a una fiesta que se celebraba en la casa contigua.

—¡Fiesta! —exclamó en voz baja, con la misma expresión distraída en su rostro que había obsesionado a muchos miembros del sexo opuesto a lo largo de su vida.

Había olvidado a la mayoría de ellos. A los que habían luchado por conseguirla; a los que habían perdido a sus esposas por conquistarla; incluso a aquellos que habían perdido la razón al intentar encontrar a alguien como ella. Los había olvidado a todos. Nunca había estado interesada en la historia. Era el futuro lo que refulgía en su mente y en ese momento más que nunca.

El pasado había sido escrito por los hombres. Pero el futuro, preñado de posibilidades, el futuro tenía nombre de mujer.

Capítulo 18

1

Hasta la creación de Yzordderrex, planificada por el Autarca más por razones políticas que geográficas, la ciudad de Patashoqua (que se encontraba junto a la frontera del Cuarto Dominio, cerca de donde el In Ovo marcaba el perímetro de los mundos reconciliados) había afirmado ser la ciudad más importante de los Dominios. Sus orgullosos habitantes la llamaban «casje au casje», que no era otra cosa que «colmena de colmenas», un lugar de intenso y fructífero trabajo. Su proximidad con el Quinto Dominio la hacía particularmente propensa a las influencias de ese mundo e, incluso después de que Yzordderrex se convirtiera en el centro de poder de los Dominios, era Patashoqua el lugar al que aquellos que estaban a la última en lo referente al estilo y las invenciones acudían en busca de las últimas tendencias. Patashoqua tuvo en sus calles una variación de los vehículos a motor mucho antes que Yzordderrex. Tuvo rock and roll en sus clubes mucho antes que Yzordderrex. Tuvo hamburguesas, cines, pantalones vaqueros y otras incontables pruebas de modernidad mucho antes que la gran ciudad del Segundo. Y no eran solo trivialidades en lo tocante a la moda lo que Patashoqua reinventaba a partir de los modelos del Quinto Dominio. También lo hacía con las filosofías y las distintas creencias. De hecho, se decía en Patashoqua que uno podía reconocer a un nativo de Yzordderrex porque tenía el mismo aspecto y creía lo mismo que un individuo de Patashoqua el día anterior. Sin embargo, al igual que sucedía con la mayoría de las ciudades enamoradas de la modernidad, Patashoqua tenía unas raíces profundamente conservadoras. Mientras que Yzordderrex era la ciudad del pecado, notoria por los excesos que se sucedían en sus oscuros kesparates, las calles de Patashoqua quedaban en silencio cuando caía la noche y sus ciudadanos se encontraban en la cama con sus respectivas esposas, ideando nuevas modas. Esa mezcla de innovación y conservadurismo tenía su máximo exponente en la arquitectura. Emplazada como estaba en una región templada, tan distinta a la semitropical de Yzordderrex, no era necesario que los edificios se diseñaran atendiendo a los extremos climáticos. O bien poseían una elegancia clásica que permanecería en pie hasta el Día del Juicio o bien se erigían en función de la última moda y daban la apariencia de poder derrumbarse a la semana siguiente.

No obstante, era en los límites de la ciudad donde se encontraban las vistas más extraordinarias, ya que era allí donde se había creado una segunda ciudad parásita, habitada por ciudadanos de los Cuatro Dominios que habían huido de las persecuciones y que habían visto en Patashoqua un lugar donde la libertad de obra y de pensamiento todavía eran posibles. Cuánto tiempo más duraría aquello era una discusión que salía a la luz en todas las reuniones sociales que se llevaban a cabo en la ciudad. El Autarca había tomado represalias contra otros pueblos, ciudades y estados que sus consejeros y él habían considerado semilleros para el pensamiento revolucionario. Algunas de esas ciudades habían sido asoladas; otras habían caído bajo el dominio del edicto de Yzordderrex, y cualquier rastro de ideas independientes había sido aplastado. La ciudad universitaria de Hezoir, por ejemplo, había quedado reducida a escombros y los cerebros de sus estudiantes arrancados literalmente de sus cabezas y esparcidos por las calles. En Azzimulto, los habitantes de toda una provincia habían sido diezmados, o eso aseguraban los rumores, gracias a una enfermedad introducida en la región por los representantes del Autarca. Se escuchaban narraciones acerca de atrocidades de tan diversa naturaleza que la gente casi se mostraba indiferente ante los nuevos horrores hasta que, por supuesto, alguien se preguntaba cuánto tardaría el Autarca en volver sus implacables ojos hacia la colmena de colmenas. Momento en el cual sus rostros se quedaban pálidos y la gente comenzaba a hablar en susurros acerca de cómo pensaban escapar o defenderse si alguna vez llegaba ese día, antes de girarse para contemplar la magnífica ciudad que se erguía a su alrededor, construida para durar hasta el Día del Juicio mientras se preguntaban cuan cerca estaría ese día.

2

A pesar de que Pai'oh'pah había descrito brevemente las fuerzas que rondaban el In Ovo, Cortés no percibió más que una vaga impresión del oscuro estado proteico que había entre los Dominios, ocupado como estaba en contemplar un espectáculo mucho más cercano a su corazón: el del cambio que tenía lugar en ambos viajeros mientras sus cuerpos eran trasladados hacia la circulación habitual del pasaje.

Mareado por la falta de oxígeno, no estaba seguro de si aquello se trataba de un fenómeno real o no. ¿De verdad podían los cuerpos abrirse como si fueran flores y esparcir el polen de su esencia vital tal y como su mente le decía que estaba ocurriendo? ¿Y podían esos mismos cuerpos recomponerse al final del viaje y llegar enteros a pesar del trauma que habían sufrido? Al parecer, sí. El mundo que Pai había llamado «el Quinto» se replegaba ante los ojos de los viajeros, que se trasladaban como si fueran sueños hacia otro lugar completamente distinto. Tan pronto como vio la luz, Cortés sintió sus rodillas apoyadas sobre la dura roca y aspiró el aire de ese Dominio con gratitud.

—No ha estado nada mal —escuchó decir a Pai—. Lo conseguimos, Cortés. Por un momento creí que no lo lograríamos, ¡pero lo hemos hecho!

Cortés levantó la cabeza mientras Pai tiraba de la correa que los unía para levantarlo.

—¡Arriba, venga! —dijo el místico—. No está bien empezar un viaje de rodillas.

Allí hacía un día espléndido, notó Cortés; no había ni una nube en el cielo y este resplandecía como la pluma dorada de la cola de un pavo real. No había ni sol ni luna, pero el mismo aire parecía luminoso, y gracias a eso Cortés tuvo la primera visión verdadera de Pai desde que se encontraran en el incendio. Quizá en memoria de los seres a quienes había perdido, el místico todavía llevaba la misma ropa que luciera aquella noche, ennegrecida y ensangrentada como estaba. Pero se había lavado la suciedad de la cara y su piel resplandecía bajo la claridad de la luz.

—Me alegro de verte —dijo Cortés.

—Y yo de verte a ti.

Pai comenzó a desatar el cinturón que los unía mientras Cortés volvía la mirada hacia el Dominio. Estaban cerca de la cima de una colina, a unos cuatrocientos metros de los límites de un suburbio desde el que se elevaban los sonidos propios del ajetreo de sus moradores. Se extendía más allá de los pies de la colina, casi hasta la mitad de una llanura de tierra ocre sin árboles, atravesada por una atestada autopista que condujo la mirada de Cortés hasta las cúpulas y chapiteles de una ciudad fulgurante.

—¿Patashoqua?

—¿Qué otro sitio podría ser?

—Fuiste bastante preciso, entonces.

—Más de lo que me atrevía a esperar. Se supone que la colina sobre la que nos encontramos es el lugar en el que Hapexamendios descansó por primera vez cuando llegó del Quinto. Se llama «Monte de Ola Bayak». No me preguntes poiqué.

—¿La ciudad está sitiada? —preguntó Cortés.

—No lo creo. Parece que las puertas están abiertas.

Cortés examinó los distantes muros y, de hecho, las puertas estaban abiertas de par en par.

—En ese caso, ¿quién es toda esa gente? ¿Refugiados?

—Lo preguntaremos dentro de un momento —dijo Pai.

El nudo ya se había deshecho. Cortés se frotó la muñeca, que estaba marcada por la correa, mientras echaba un vistazo colina abajo. Al moverse entre los habitáculos improvisados atisbó seres que no se parecían mucho a los humanos. Y, mezclándose a voluntad entre ellos, muchos que sí lo hacían. Al menos, no sería muy difícil hacerse pasar por un lugareño.

—Tendrás que enseñarme, Pai —dijo—. Necesito saber quién es quién y qué es qué. ¿Aquí hablan inglés?

—Antes era una lengua bastante común —replicó Pai—. No creo que se haya pasado de moda. Pero, antes de que vayamos más lejos, creo que deberías saber con qué estás viajando. La forma en que la gente responde ante mi presencia podría confundirte si no lo supieras.

—Dímelo mientras bajamos —dijo Cortés, ansioso por contemplar a los desconocidos de abajo más de cerca.

—Como quieras. —Comenzaron el descenso—. Soy un místico; mi nombre es Pai'oh'pah. Eso ya lo sabes. Pero no conoces mi género.

—Puedo hacerme una idea —señaló Cortés.

—¿Ah, sí? —dijo Pai con una sonrisa—. ¿Y qué es lo que crees?

—Eres andrógino. ¿Me equivoco?

—En parte es cierto.

—Pero tienes talento para el ilusionismo. Pude comprobarlo en Nueva York.

—No me gusta la palabra «ilusionismo». Me hace parecer un farsante, y no lo soy.

—¿Entonces qué?

—En Nueva York tú deseabas a Judith, y eso fue lo que viste. Fue tu invención, no la mía.

—Pero tú me seguiste el juego.

—Porque quería estar contigo.

—¿Y ahora estás haciendo lo mismo?

—No te estoy engañando, si es a eso a lo que te refieres. Lo que ves es lo que soy para ti.

—¿Y para las demás personas?

—Puede que sea algo diferente. Un hombre, en algunas ocasiones. Una mujer en otras.

—¿Podrías ser blanco?

—Puedo conseguirlo durante un breve instante, poco más. Pero si hubiera tratado de meterme en tu cama a la luz del día, te habrías dado cuenta de que no era Judith. O si hubieses estado enamorado de una niña, o de un perro..., no podría haber adoptado esa forma, salvo si... —la criatura miró alrededor de Cortés— me encontrara en circunstancias muy particulares.

Cortés luchó contra esa idea; las cuestiones biológicas, filosóficas y libidinosas le llenaban la cabeza. Se detuvo un momento y se giró hacia Pai.

—Déjame decirte lo que veo —dijo—. Solo para que lo sepas.

—Está bien.

—Si pasara a tu lado por la calle creo que pensaría que eres una mujer... — Ladeó la cabeza—, aunque puede que no. Supongo que dependería de la luz y de lo deprisa que caminaras. —Se echó a reír—. Vaya, mierda —dijo—. Cuanto más te miro, más cosas veo; y cuantas más cosas veo...

—... menos comprendes.

—Exacto. No eres un hombre, eso está bastante claro. Pero... —Sacudió la cabeza—. ¿Te estoy viendo tal y como eres en realidad? Me refiero a si esta es la versión original.

—Por supuesto que no. Hay distintas y extrañas versiones en nuestro interior. Ya lo sabes.

—No, hasta ahora no lo sabía.

—No podemos ir demasiado desnudos por el mundo; desilusionaríamos a los demás.

—Pero tú eres así...

—Por el momento.

—Por si te sirve de algo, me gusta —dijo Cortés—. No sé qué te diría si te viera por la calle, pero giraría la cabeza. ¿Qué te parece?

—¿Qué más podría pedir?

—¿Me encontraré a otros como tú?

—A algunos, quizá —respondió Pai—. Pero los místicos no son comunes. El nacimiento de uno es motivo de grandes celebraciones por parte de mi gente.

—¿Quién es tu gente?

—Los eurhetemec.

—¿Estarán ahí? —preguntó Cortés mientras señalaba el campamento de abajo.

—Lo dudo. Pero seguro que hay alguno en Yzordderrex. Tienen un kesparate allí.

—¿Qué es un kesparate?

—Un distrito. Mi gente tiene una ciudad dentro de la ciudad. O, al menos, así era en otro tiempo. Han pasado doscientos veintiún años desde la última vez que estuve allí.

—¡Dios mío! Pero, ¿cuántos años tienes?

—Unos ciento diez más. Sé que suena un poco raro, pero el tiempo obra muy despacio en la carne tocada por los lances.

—¿Los lances?

—Los hechizos mágicos. Lances, lacras, ecos. Obran sus milagros incluso en una puta como yo.

—¡Venga ya! —exclamó Cortés.

—Claro que sí. Eso es otra cosa que deberías saber sobre mí. Me dijeron, hace mucho tiempo, que debía pasar mi vida como puta o como asesino, y eso es lo que he hecho.

—Puede que hasta ahora sí. Pero ya se acabó.

—¿Y qué seré a partir de ahora?

—Mi amigo —dijo Cortés sin vacilar.

El místico sonrió.

—Gracias por eso.

La ronda de preguntas terminó ahí, y juntos descendieron colina abajo.

—No muestres demasiado interés por nada —le advirtió Pai cuando se aproximaron al borde de aquella conurbación improvisada—. Finge que ves este tipo de cosas todos los días.

—Eso va a resultar un poco difícil —predijo Cortés.

Como así fue. Caminar a través de los estrechos espacios que separaban las chabolas era como atravesar una zona en la que el propio aire tenía cometidos evolutivos y respirar significaba, por tanto, cambiar. Un centenar de ojos diferentes los observaban a través de puertas y ventanas; un centenar de extremidades de formas distintas trajinaba con las tareas del día (cocinar, acunar, trasplantar, confabular, encender hogueras, pactar tratos y hacer el amor), y todas se vislumbraban durante un instante tan breve que, después de un rato, Cortés se obligó a apartar la mirada y a contemplar el sendero embarrado sobre el que caminaban con el fin de evitar sobrecargar su mente con tal profusión cíe imágenes. También había olores: fragantes, empalagosos, amargos y dulces; y sonidos que lograron que le estallara la cabeza y se le revolvieran las tripas.

No había experimentado nada en toda su existencia hasta la fecha, ni dormido ni despierto, que lo hubiera preparado para aquello. Había estudiado las obras cumbre de los grandes pintores (había pintado un Goya pasable en una ocasión y, en otra, había vendido un Ensor por una pequeña fortuna), pero la diferencia entre la pintura y la realidad era muy grande, un abismo cuya medida no había podido, por definición, conocer hasta ese momento, cuando lo rodeaba la otra mitad de la ecuación. Aquel no era un lugar inventado, y sus habitantes no eran criaturas resultantes de algún experimento. Era completamente independiente de cualquier tipo de referencia: un lugar en y por él mismo.

Cuando levantó la vista de nuevo, desafiando el asalto de lo desconocido, agradeció que Pai y él estuviesen en ese momento en un barrio ocupado por seres de apariencia más humana, aunque también allí había sorpresas. Lo que había parecido un niño de tres piernas se colocó de un salto en mitad de su camino solo para mirar hacia atrás con un rostro tan reseco como un cadáver en el desierto; su tercera pierna era un rabo. Una mujer sentada en un portal, cuyo compañero le trenzaba el cabello, se colocó mejor la ropa cuando Cortés miró en su dirección, pero no con la suficiente rapidez como para ocultar el hecho de que un segundo consorte, con la piel de un arenque y un ojo que ocupaba toda la superficie de su cráneo, estaba arrodillado frente a ella mientras escribía jeroglíficos en su vientre con la afilada palma de su mano. Cortés escuchó un montón de idiomas diferentes, aunque el inglés parecía ser la lengua más utilizada, si bien con un acento muy marcado o degenerado por la anatomía labial del hablante. Algunos parecían cantar su entonación; otros, vomitarla.

Sin embargo, la voz que los llamó desde una de las transitadas callejuelas que había a su derecha podría haberse escuchado en cualquier calle de Londres: un vociferador de acento cerrado y pomposo que les exigió que se detuvieran donde estaban. Los dos giraron la cabeza hacia él. La multitud se había dividido para permitir que quien había hablado y su comitiva de tres seguidores pudieran pasar sin dificultad.

—Hazte el tonto —murmuró Pai mientras el tipo de acento fuerte, una gárgola con sobrepeso, calvo salvo por un ridículo mechón de caracolillos grasientos, se aproximaba.

Vestía con elegancia, con unas brillantes botas negras hasta la rodilla y una chaqueta amarillo canario profusamente bordada, según lo que Cortés imaginaba que sería la moda del momento en Patashoqua. Lo seguía un hombre vestido de un modo mucho menos llamativo; este llevaba un ojo cubierto con un parche hecho de plumas de la cola de un pájaro escarlata, como si quisiera rememorar con ese color el momento de su mutilación. Sobre los hombros llevaba a una mujer vestida de negro, cuya piel estaba formada por escamas plateadas y que portaba un bastón en sus diminutas manos, con el que daba golpecitos en la cabeza de su montura para instarle a que acelerara el paso. Un poco más atrás, se encontraba el más extraño de los cuatro.

—Un nullianac —escuchó murmurara Pai.

No necesitaba preguntar si eran buenas o malas noticias. La criatura en sí misma era su mejor estandarte y anunciaba peligro. Su cabeza se asemejaba a unas manos en actitud orante, con los pulgares hacia el frente y coronados con unos ojos de langosta; el hueco entre las palmas era lo bastante ancho como para que se viese el cielo a través de él, pero de forma intermitente, ya que unos arcos de energía saltaban de un lado a otro a intervalos. Era, sin duda, la criatura más espantosa que Cortés hubiera visto jamás. Si Pai no le hubiera sugerido que obedeciesen la orden y se detuvieran, Cortés habría echado correr en aquel mismo instante, antes de que el nullianac se acercara un paso más a ellos.

El hombre de acento marcado se había detenido y en aquel momento se dirigió de nuevo a ellos:

—¿Qué es lo que os trae a Vanaeph? —quiso saber.

—Solo estamos de paso —respondió Pai; a Cortes le pareció que semejante respuesta no era muy imaginativa.

—¿Quiénes sois? —exigió saber el hombre.

—¿Quiénes sois vosotros? —contraatacó Cortés.

La montura del parche en el ojo resopló y consiguió que le dieran un golpe en la cabeza por su comportamiento.

—Loitus Hammeryock —replicó el tipo.

—Me llamo Zacharias —dijo Cortés—, y este es...

—Casanova —intervino Pai, cuyo comentario mereció una mirada interrogante de Cortés.

—¡Bestial! —dijo la mujer—. ¿Hablas glosa?

—Por supuesto que hablo glosa —contestó Cortés.

—Ten cuidado —susurró Pai a su lado.

—¡Bien! ¡Bien! —continuó la mujer, y procedió a decirles (en una lengua que era dos cuartas partes inglés, o una variante al menos, una cuarta parte latín y la parte restante algún dialecto del Cuarto Dominio que consistía en chasqueos de la lengua y castañeteos de los dientes) que todos los extranjeros de aquella ciudad, Neo Vanaeph, tenían que registrar sus orígenes e intenciones antes de que se les concediera la entrada e, incluso, el permiso para partir. A pesar de su ruinosa apariencia, Vanaeph no era una pocilga sin leyes, al parecer, sino un municipio con un estricto control policial, y aquella mujer (que se presentó a sí misma como la pontífice Farrow entre aquel frenesí de términos) era una de las autoridades principales del lugar.

Una vez que hubo acabado, Cortés dirigió una mirada confundida a Pai. Aquello se complicaba por momentos. Del discurso de la pontífice se deducía, sin lugar a dudas, una amenaza de ejecución inminente si no respondían a sus preguntas a su plena satisfacción. El verdugo de aquella comitiva no era difícil de localizar: el de la cabeza orante, el nullianac, que esperaba en la retaguardia a la espera de órdenes.

—Así pues —dijo Hammeryock—, necesitamos algún tipo de identificación.

—No tengo ninguna —informó Cortés.

—¿Y tú? —le preguntó al místico, que también negó con la cabeza.

—Espías —siseó la pontífice.

—No, solo somos... turistas —dijo Cortés.

—¿Turistas? —repitió Hammeryock.

—Hemos venido a ver los monumentos de Patashoqua. —Se giró hacia Pai en busca de apoyo—. Sean cuales sean.

—Las tumbas del Vehemente Loki Lobb... —dijo Pai, que sin duda recitaba las glorias que Patashoqua tenía para ofrecer—, y Merrow Ti' Ti'.

Aquello sonó como música en los oídos de Cortés. Fingió una radiante sonrisa de entusiasmo.

—¡Merrow Ti' Ti'! —exclamó—. ¡Desde luego! No me perdería Merrow Ti' Ti' ni por todo el té de China.

—¿China? —preguntó Hammeryock.

—¿He dicho China?

—Eso has hecho.

—Quinto Dominio —murmuró la pontífice—. Espías del Quinto Dominio.

—Debo oponerme enérgicamente a semejante acusación —dijo Pai'oh'pah.

—Y lo mismo —dijo una voz a las espaldas del acusado— debo hacer yo.

Tanto Pai como Cortés se giraron para ver a un individuo escabroso y con barba, vestido con lo que podría describirse (siendo magnánimo) como poco menos que harapos y que guardaba el equilibrio sobre una pierna mientras se quitaba la mierda incrustada en el talón de su otro zapato con un palo.

»Es la hipocresía lo que me revuelve el estómago, Hammeryock —dijo, con una expresión que traslucía su naturaleza engañosa—. Vosotros dos pontificáis — continuó, sin dejar de observar a los dos objetivos de sus juegos de palabras mientras hablaba— acerca de mantener las calles libres de los indeseables, ¡pero no hacéis nada con las cagadas de perro!

—Esto no es asunto tuyo, Acaro Bronco —dijo Hammeryock.

—Vaya, claro que lo es. Estos son amigos míos y los insultáis con vuestras calumnias e insinuaciones.

—¿Amigos has dicho? —murmuró la pontífice.

—Sí, señora. Amigos. Algunos de nosotros todavía conocemos la diferencia entre una conversación y una diatriba. Tengo amigos con los que charlo e intercambio ideas. ¿Recuerda lo que son las ideas? Es lo que hace que la vida merezca la pena.

Hammeryock no podía ocultar su incomodidad al escuchar cómo se dirigían a su señora, pero quienquiera que fuera el tal Acaro Bronco, ostentaba la suficiente autoridad para silenciar cualquier objeción ulterior.

—Queridos míos —les dijo a Cortés y a Pai—, ¿partimos ya para mi casa?

Como gesto de despedida, lanzó el palo en dirección a Hammeryock; el objeto aterrizó en el barro que había entre las piernas del hombre.

—Limpia esto, Loitus —dijo Acaro Bronco—. No queremos que el Autarca se resbale en la mierda, ¿verdad?

A continuación, las dos comitivas siguieron caminos diferentes; Acaro condujo a Pai y a Cortés fuera del laberinto.

—Querríamos agradecerle lo que ha hecho por nosotros —dijo Cortés.

—¿El qué? —le preguntó el hombre mientras apartaba de una patada a una cabra que se había colocado en su camino.

—Que nos haya sacado de ese lío —replicó Cortés—. Ahora podemos seguir con nuestro camino.

—Pero tenéis que venir conmigo —dijo Acaro Bronco.

—No hay ninguna necesidad.

—¿Necesidad? ¡Es lo más necesario del mundo! ¿Acaso no tengo razón? —le preguntó a Pai—. ¿Es o no es necesario?

—A decir verdad, nos beneficiaríamos bastante de tus instintos —dijo Pai—. Aquí somos extranjeros. Los dos. —El místico hablaba con un curioso estilo artificioso, como si quisiera decir algo más pero no pudiera—. Necesitamos que nos reeduquen —dijo.

—Vaya —dijo el hombre—. ¿De verdad?

—¿Quién es ese Autarca? —preguntó Cortés.

—El que rige en los Dominios reconciliados desde Yzordderrex. Ostenta el poder supremo en Imajica.

—¿Y viene hacia aquí?

—Eso se rumorea. Ha perdido el control sobre el Cuarto y lo sabe. Así que ha decidido hacer una aparición personal. Oficialmente será una visita a Patashoqua, pero es en esa misma ciudad donde se están gestando los problemas.

—¿Crees que al final vendrá? —quiso saber Pai.

—Si no lo hace, toda Imajica descubrirá que tiene miedo de dar la cara. Por supuesto, eso siempre ha formado parte de su misterio, ¿verdad? Ha gobernado en los Dominios todos estos años sin que nadie sepa realmente qué aspecto tiene. Pero ese glamour ha desaparecido. Si quiere evitar la revolución, va a tener que demostrar que es un hombre con carisma.

—¿Va a causarte algún problema haberle dicho a Hammeryock que éramos tus amigos? —preguntó Cortés.

—Es probable, pero ya me han acusado de cosas peores. Además, es más o menos cierto. Aquí, cualquier extranjero es mi amigo. —Echó un vistazo a Pai—. Incluso un místico —dijo—. La gente de este montón de estiércol no es muy poética, la verdad. Sé que debería ser más compasivo con ellos; casi todos son refugiados. Han perdido sus tierras, sus hogares, sus tribus. Sin embargo, están tan preocupados con sus diminutas penurias personales que no son capaces de ver la composición al completo.

—¿Y cuál es esa composición? —preguntó Cortés.

—Creo que será mejor que discutamos eso a puertas cerradas —dijo Acaro Bronco, y no pronunció una palabra más sobre el tema hasta que estuvieron a salvo en su choza.

El lugar no hubiera podido ser más espartano: sábanas sobre un tablón que oficiaba de cama; otro tablón como mesa; y algunos cojines apolillados para sentarse.

—A esto es a lo que me he visto reducido —le dijo Acaro Bronco a Pai, como si el místico comprendiera e incluso compartiera su sensación de humillación—. Si hubiera continuado avanzando, tal vez hubiera sido distinto. Pero no podía, por supuesto.

—¿Por qué no? —inquirió Cortés.

Acaro Bronco le dirigió una mirada interrogante; echó un vistazo a Pai y volvió a mirar a Cortés.

—Creía que era obvio —dijo—. Tenía que mantener mi posición. Estaré aquí hasta que amanezca un día mejor.

—¿Y cuándo será eso? —preguntó Cortés.

—Dímelo tú —replicó Acaro con cierto tono de amargura en la voz—. Mañana no estaría mal. Esta no es vida para un creador de ecos. No tienes más que mirar a tu alrededor. —Recorrió la estancia con la mirada—. Y déjame que te diga algo: esto es el colmo del lujo comparado con algunas de las chabolas que podría enseñaros. La gente vive entre sus propios excrementos, rebuscando a la caza de comida. Y a las puertas de una de las ciudades más ricas de los Dominios. Es repugnante. Al menos, yo tengo con qué llenarme la barriga. Y me he ganado algo de respeto, como podrás observar. Nadie se interpone en mi camino. Saben que soy un evocador y mantienen las distancias. Incluso Hammeryock. Me odia con toda su alma, pero no se atreve a enviar al nullianac a matarme por miedo a que falle y yo vaya tras él. Cosa que haría. Vaya, desde luego que sí. Gustosamente. Menudo cabrón pomposo.

—Deberías marcharte sin más —dijo Cortés—. Vete a vivir a Patashoqua.

—Por favor... —respondió Acaro Bronco con un tono ligeramente dolido—. ¿Es que vamos a andar con jueguecitos? ¿No os he dado pruebas de mi integridad? Os he salvado la vida.

—Y te estamos agradecidos —replicó Cortés.

—No quiero gratitud —añadió Acaro Bronco.

—Entonces, ¿qué quieres? ¿Dinero?

En este punto, Acaro Bronco abandonó la discusión y se levantó de su cojín con el rostro enrojecido, no por el rubor, sino por la furia.

—No me merezco esto.

—¿No te mereces qué? —quiso saber Cortés.

—He vivido entre la mierda —dijo Acaro Bronco—, ¡pero que me condenen si voy a comérmela! De acuerdo, sé que no soy un gran maestro. ¡Ojalá lo fuera! Ojalá Uter Musgoso estuviera vivo y fuera él quien hubiese esperado todos estos años aquí en mi lugar. Pero ya no está, ¡y yo soy todo lo que queda! ¡Lo tomas o lo dejas!

Aquel estallido dejó a Cortés completamente desconcertado. Miró a Pai en busca de alguna ayuda, pero el místico tenía la cabeza gacha.

—Será mejor que nos vayamos —dijo Cortés.

—¡Sí! ¿Por qué no lo hacéis? —aulló Acaro Bronco—. ¡Largaos a tomar por culo de aquí! Puede que encontréis la tumba de Musgoso y lo resucitéis. Está ahí fuera, en el monte. ¡Lo enterré con estas dos manos! —En aquel momento, su voz estuvo a punto de quebrarse. Estaba cargada de dolor, además de furia—. ¡Podéis desenterrarlo de la misma forma!

Cortés comenzó a ponerse en pie, a sabiendas de que pronunciar una palabra más sería colocar a Acaro Bronco más cerca de un estallido o de un colapso nervioso, y no quería contemplar ninguna de las dos cosas. Pero el místico levantó una mano y lo agarró del brazo.

—Espera —dijo Pai.

—Este hombre quiere que nos vayamos —replicó Cortés.

—Déjame hablar con Acaro unos momentos —dijo Pai.

El evocador dirigió al místico una mirada iracunda.

—No estoy de humor para seducciones —le advirtió.

El místico sacudió la cabeza y miró a Cortés.

—Yo tampoco.

—¿Quieres que me vaya de aquí? —preguntó Cortés.

—No tardaré mucho.

Cortés se encogió de hombros, a pesar de que no se sentía tan cómodo con la idea de dejar a Pai en compañía del evocador como sugerían sus gestos. Había algo en la forma en que esos dos se miraban y se estudiaban que le hacía pensar que allí ocurría algo. Si así era, lo más probable es que fuese de índole sexual, a pesar de sus negativas.

—Estaré fuera —dijo Cortés y, acto seguido los dejó para que trataran sus asuntos.

No había terminado de cerrar la puerta cuando los escuchó comenzar a hablar en el interior. Se escuchaba mucho jaleo en la choza de enfrente (un bebé que berreaba, una madre que trataba de acallarlo con una nana desafinada), pero aun así pudo captar fragmentos de la conversación. Acaro Bronco todavía estaba furioso.

—¿Esto es alguna especie de castigo? —preguntó una vez; y, después, unos momentos más tarde—: ¿Paciente? ¿Cuánta paciencia más tengo que tener, joder?

La nana eclipsó buena parte del intercambio que siguió a continuación y, cuando se acalló de nuevo, la conversación que tenía lugar en el interior de la choza de Acaro había tomado un giro muy diferente.

—Tenemos un largo camino por delante... —escuchó decir a Pai— y mucho que aprender...

Acaro Bronco efectuó una réplica inaudible, a lo que Pai respondió:

—El es un extranjero aquí.

De nuevo, el evocador murmuró algo.

—No puedo hacer eso —contestó Pai—. Él es mi responsabilidad.

En aquel momento, las persuasiones de Acaro Bronco aumentaron de volumen lo suficiente para que Cortés las escuchara.

—Estás perdiendo el tiempo —dijo el evocador—. Quédate aquí conmigo. Echo de menos un cuerpo cálido por las noches.

Ante eso, la voz de Pai se convirtió en un susurro. Cortés dio medio paso hacia atrás para acercarse a la puerta y consiguió captar algunas de las palabras del místico. Dijo «corazón roto», estaba seguro; y luego algo sobre «fe». Pero el resto fue un murmullo demasiado suave como para que lo entendiera. Decidió que ya les había dado tiempo suficiente a solas y anunció que iba a entrar de nuevo. Ambos alzaron la mirada hacia él con algo parecido a la culpa, en su opinión.

— Quiero largarme de aquí —anunció.

La mano de Acaro Bronco estaba en el cuello de Pai y allí se quedó, como si fuera algún tipo de reclamo.

—Si te vas —le dijo Acaro al místico— no podré garantizar tu seguridad. Hammeryock querrá tu sangre.

—Podemos defendernos nosotros mismos —dijo Cortés, sorprendido de algún modo ante su propia certeza.

—Tal vez no deberíamos mostrarnos tan apresurados —señaló Pai.

—Nos espera todo un viaje por delante —replicó Cortés.

—Deja que piense lo que quiera —sugirió el evocador—. Ella no es de tu propiedad.

Ante semejante comentario, una curiosa expresión atravesó el rostro de Pai'oh'pah. En aquella ocasión, no fue una expresión culpable, sino preocupada y de resignación. La mano del místico se alzó hasta su cuello para apartar la de Acaro Bronco.

—Tiene razón —le dijo al evocador—. Tenemos un viaje por delante.

El hombre frunció los labios, como si estuviese considerando la posibilidad de insistir más en aquel asunto o no. Al final, dijo:

—Está bien, pues. Será mejor que os vayáis.

Le dirigió a Cortés una mirada mordaz.

—Que todo sea lo que parece, extranjero.

—Gracias —replicó Cortés, y escoltó a Pai fuera de la choza hacia el barro y el ajetreo de Vanaeph.

—Eso que ha dicho es muy raro —observó Cortés mientras se alejaban con dificultad de la chabola de Acaro—. «Que todo sea lo que parece».

—Es la maldición más poderosa que conoce un creador de ecos —le dijo Pai.

—Ya entiendo.

—Todo lo contrario —señaló Pai—. No creo que entiendas mucho.

Había un tono de acusación en las palabras de Pai que enfadó a Cortés.

—Desde luego sí entiendo lo que pensabas hacer —dijo—. Estabas a punto de quedarte con él. Agitabas las pestañas como una... —Se detuvo en ese momento.

—Continúa —lo instó Pai—. Dilo. Como una puta.

—No era eso lo que quería decir.

—No, por favor —añadió Pai con amargura—. Puedes seguir con los insultos. ¿Por qué no? Puede ser muy excitante.

Cortés le dirigió una mirada de asco.

»Dijiste que querías aprender, Cortés. Bueno, vamos a empezar con «que todo sea lo que parece». Es una maldición porque, si ese fuera el caso, todos viviríamos únicamente para morir, y el barro sería el rey de los Dominios.

—Lo he pillado —dijo Cortés—. Y tú no serías más que una puta.

—Y tú solo serías un falsificador que trabaja para...

Antes de que la frase saliera de sus labios, una manada de animales se lanzó a la carrera entre dos de las chozas; gruñían como cerdos, aunque se parecían más a diminutas llamas andinas. Cortés giró la cabeza hacia la dirección de la que habían aparecido y vio, avanzando entre las barracas, una visión que le dio escalofríos.

—¡El nullianac!

—¡Ya lo he visto! —gritó Pai.

A medida que el ejecutor se acercaba, las manos orantes de su cabeza se abrían y se cerraban, como si estuviesen reuniendo energía entre sus palmas para un ataque letal. Hubo gritos de alarma en las casas colindantes. Las puertas se cerraron de golpe. Se echaron los cerrojos. Retiraron a toda prisa de las escaleras a un niño que no dejaba de chillar. Cortés tuvo tiempo de ver cómo el ejecutor sacaba dos armas cuyas hojas reflejaron la luz lívida de los arcos eléctricos; a continuación, obedeció la orden de Pai de huir y siguió al místico a la carrera.

La calle en la que habían estado no era más que un estrecho canal de desagüe, pero parecía una autopista bien iluminada en comparación con la angosta callejuela en la que se habían introducido. Pai tenía los pies ligeros; Cortés no. En dos ocasiones, el místico hizo un giro que Cortés no pudo seguir. La segunda vez lo perdió de vista por completo entre la oscuridad y la porquería, y estaba a punto de desandar sus pasos cuando escuchó la hoja del ejecutor deslizarse sobre algo a sus espaldas; echó un vistazo atrás para ver cómo una de las frágiles casas se desplomaba entre una nube de polvo y gritos. La silueta del demoledor, con la cabeza rodeada de relámpagos, surgió de súbito entre todo ese caos y fijó su mirada en Cortés. Una vez hubo localizado a su objetivo, comenzó a avanzar a toda velocidad, por lo que Cortés se escurrió por la primera esquina en busca de refugio, una ruta que lo condujo hacia un cenagal de aguas residuales que a duras penas logró atravesar sin caerse, y después hasta unos pasadizos incluso más estrechos.

Sabía que solo era cuestión de tiempo que eligiese un camino sin salida. Cuando lo hiciera, el juego se habría acabado. Sintió un hormigueo en la nuca, como si las cuchillas ya estuviesen allí. ¡Aquello no era justo! Apenas había salido del Quinto hacía una hora y ya le restaban escasos segundos para la muerte. Volvió la vista atrás. El nullianac había reducido la distancia entre ellos. Cortés aceleró el paso y giró en una esquina para introducirse en un túnel de chapa ondulada que no tenía salida al otro lado.

—¡Mierda! —exclamó, adoptando la queja favorita de Acaro Bronco—. Furia, ¡acabas de sentenciarte a muerte!

Las paredes de aquel callejón sin salida estaban resbaladizas a causa de la porquería, y además eran bastante altas. A sabiendas de que jamás conseguiría escalarlas, corrió hacia el extremo opuesto y se lanzó contra la pared con la esperanza de que se resquebrajara. Pero los constructores (¡malditos fueran!) habían sido mejores artesanos que los de la mayoría de la vecindad. La pared se sacudió y algunos trozos de su fétido cemento cayeron sobre él, pero todo lo que consiguieron sus esfuerzos fue atraer al nullianac directamente hacia donde se encontraba, alertado por el ruido de sus embestidas.

Al ver cómo se aproximaba su ejecutor, lanzó de nuevo su cuerpo contra la pared con la esperanza de conseguir un indulto de última hora. Lo único que obtuvo fueron magulladuras. En aquel momento el hormigueo de la nuca se convirtió en dolor, pero a través de esa nube de dolor se le ocurrió la desagradable idea de que aquella sería, con toda probabilidad, la más ignominiosa de las muertes: ser descuartizado entre aguas residuales. ¿Qué había hecho para merecer aquello? Repitió la pregunta en voz alta.

—¿Qué es lo que he hecho? ¿Qué coño he hecho?

La pregunta no obtuvo respuesta..., ¿o sí? En cuanto cesaron sus gritos, se encontró llevándose la mano a la cara, sin saber muy bien mientras lo hacía por qué. Sentía la necesidad de abrir la palma y escupir sobre ella. La saliva parecía fría, o tal vez su mano estaba caliente. Ni a un metro de distancia, el nullianac levantó las cuchillas por encima de su cabeza. Cortés formó un puño en ese instante y se lo llevó a los labios. Cuando las cuchillas trazaron la parte más alta del arco, soltó el aire.

Sintió cómo el aliento resplandecía sobre su palma y, un segundo antes de que las cuchillas alcanzaran su cabeza, el pneuma salió de su puño como una bala. Golpeó al nullianac en el cuello con tal fuerza que lo lanzó hacia atrás; un chorro de cárdena energía se desprendió del hueco de la cabeza de la criatura y se elevó hacia lo alto, como un relámpago nacido en la tierra que se alzara hacia el cielo. El nullianac cayó sobre la porquería y sus manos soltaron las cuchillas para dirigirse hacia la herida. Jamás alcanzaron ese lugar. La vida lo abandonó con un espasmo y su cabeza orante fue silenciada de forma permanente.

Casi tan desconcertado por la muerte del otro como por lo cerca que había estado de la suya propia, Cortés se puso en pie y paseó la mirada desde el cuerpo que yacía sobre el barro hasta su puño. Abrió la mano. La saliva había desaparecido para transformarse en un dardo letal. Una línea de decoloración trazaba una senda desde la base del pulgar hasta el otro lado de la mano. Esa era la única señal del paso del pneuma.

—La madre que me parió —dijo.

Una pequeña multitud se había reunido al final del callejón sin salida, a lo que se sumaron unas cuantas cabezas que aparecieron sobre la pared por detrás de él. Desde todos lados se escuchaba un agitado murmullo que no tardaría, o eso creía él, en llegar hasta Hammeryock y la pontífice Farrow. Sería una ingenuidad suponer que gobernaban Vanaeph con un único ejecutor entre sus tropas. Habría otros, y pronto estarían allí. Pasó por encima del cadáver sin pararse a estudiar de cerca el daño que le había causado; le había bastado un simple vistazo para darse cuenta de que era bastante considerable.

La muchedumbre, al ver que el vencedor se aproximaba, se apartó. Algunos hicieron una reverencia, otros huyeron. Uno dijo «¡bravo!» y trató de besarle la mano. Apartó a su admirador y examinó las callejuelas en todas las direcciones con la esperanza de dar con alguna señal de Pai'oh'pah. Al no encontrar ninguna, meditó sus opciones. ¿Adónde habría ido Pai? A la cima de la montaña no. A pesar de que aquel era un punto de encuentro evidente, sus enemigos podrían localizarlos en la cima. ¿Dónde si no? ¿Tal vez a las puertas de Patashoqua que el místico había señalado en cuanto llegaron? Era un lugar tan bueno como cualquier otro, así que se encaminó hacia allí y siguió el laberinto de Vanaeph hacia la gloriosa ciudad.

Sus peores expectativas (que las noticias de su crimen hubiera alcanzado los oídos de la pontífice y su séquito) se vieron confirmadas muy pronto. Se encontraba casi a las afueras del municipio, justo delante del campo abierto que se extendía entre sus límites y las murallas de Patashoqua, cuando la algarabía de las calles que había dejado atrás le anunció la presencia de una partida de caza. Con su atuendo del Quinto Dominio, vaqueros y camisa, sería fácilmente reconocible si empezaba a correr hacia las puertas; pero si trataba de permanecer en los confines de Vanaeph, solo sería cuestión de tiempo el que lo atraparan. Mejor arriesgarse a salir a la carrera en ese momento, decidió, mientras todavía tenía cierta distancia de ventaja. Aun cuando no consiguiera llegar hasta las puertas antes de que lo atrapasen, lo más probable es que no lo mataran a la vista de las resplandecientes murallas de Patashoqua.

Echó a correr a toda velocidad y consiguió salir del municipio en menos de un minuto, mientras el griterío de la muchedumbre a sus espaldas aumentaba de volumen. A pesar de que era difícil determinar la distancia que lo separaba de las puertas bajo una luz que le confería semejante iridiscencia al suelo, estaba seguro de que al menos había kilómetro y medio; quizá el doble. No había llegado muy lejos cuando el primero de sus perseguidores emergió de los aledaños de Vanaeph; era alguien que llevaba menos tiempo corriendo que él, que lo hacía más rápido y que, por lo tanto, redujo rápidamente la distancia entre ellos. Había muchos viajeros que iban de un lado para otro en el camino que conducía a las puertas: algunos peatones, la mayoría en grupo y vestidos como peregrinos; otras figuras, más elegantes, iban montadas sobre caballos que tenían la cabeza y los flancos pintados con llamativos diseños; otros montaban en peludos sucedáneos de las muías. De cualquier forma, los más envidiados y menos abundantes eran aquellos que se desplazaban en vehículos a motor que, aunque básicamente se parecían a sus equivalentes del Quinto (un chasis que se desplazaba sobre ruedas), en todo lo demás eran artilugios totalmente innovadores. Algunos eran tan recargados como retablos barrocos, y cada centímetro de carrocería estaba tallado y adornado con filigranas. Otros, cuyas frágiles ruedas tenían una altura dos veces superior a la de sus capotas, poseían la descabellada delicadeza de los insectos tropicales. Además, había otros que, encaramados sobre una docena de ruedas más pequeñas y con tubos de escape que soltaban un humo denso y amargo, parecían escombros móviles: unos asimétricos fárragos de cristal y herraje carentes de toda elegancia. Arriesgándose a una muerte entre cascos y ruedas, Cortés se unió al tráfico y dio un nuevo acelerón mientras se escurría entre los vehículos. Los líderes de la jauría que lo perseguía también llegaron a la carretera. Estaban armados, según pudo comprobar, y no mostraron el menor reparo a la hora de enseñar sus armas. La idea de que no lo matarían en presencia de tantos testigos le pareció de pronto una estupidez. Quizá la ley de Vanaeph también era válida a las puertas de Patashoqua. En ese caso, era hombre muerto. Lo alcanzarían mucho antes de que llegara a un lugar seguro.

Sin embargo, en aquel momento, escuchó otro sonido sobre el estrépito de la vía y se atrevió a echar una mirada a su izquierda, para ver un pequeño y sencillo vehículo con el motor mal afinado que se dirigía hacia él. No tenía capota, de modo que su conductor era bien visible: Pai'oh'pah (¡bendito fuera!), que conducía como un hombre —o un místico— poseído. Cortés cambió de dirección al instante; salió de la carretera y pasó entre un grupo de peregrinos para lanzarse a la carrera hacia el ruidoso carruaje de Pai.

Un coro de alaridos a su espalda le avisó de que sus perseguidores también habían cambiado de dirección, pero ver a Pai había dado alas a sus piernas. Su cambio de aceleración fue un desperdicio, no obstante. En lugar de aminorar la velocidad para permitir que Cortés se subiera, Pai pasó de largo y se dirigió hacia los cazadores. Los líderes se dispersaron cuando el vehículo se lanzó contra ellos, pero el verdadero objetivo del místico era una figura subida en una silla de manos que Cortés no había visto hasta entonces. Hammeryock, sentado en lo alto para ver la ejecución, se convirtió a su vez en la víctima. Gritó a sus portadores que se retiraran, pero con el pánico los hombres no se pusieron de acuerdo sobre la dirección hacia la que girar. Dos tiraron hacia la izquierda, mientras que los otros dos lo hicieron hacia la derecha. Uno de los brazos de la silla se rompió, con lo que Hammeryock salió despedido y golpeó con fuerza el suelo. No se levantó. La silla de manos quedó inutilizada y sus portadores huyeron, dejando que Pai girara para dirigirse hacia Cortés. Una vez que su líder hubo caído, los dispersos perseguidores (la mayoría de los cuales, para empezar, se habían visto obligados a alistarse para servir a la pontífice), abandonaron su propósito. No se sentían lo bastante motivados como para arriesgarse a sufrir el destino de Hammeryock, de modo que mantuvieron las distancias mientras Pai giraba y recogía a su jadeante pasajero.

—Pensé que habías vuelto con Acaro Bronco —dijo Cortés una vez que hubo subido.

—No me habría aceptado —replicó Pai—. Estoy relacionado con un asesino.

—¿Quién?

—¡Tú, amigo mío! ¡Tú! Ahora ambos somos asesinos.

—Supongo que es cierto.

—Y me temo que no seremos muy bien recibidos en esta región.

—¿Dónde encontraste el vehículo?

—Hay unos cuantos aparcados en las afueras. Dentro de poco los habrán cogido y estarán pisándonos los talones.

—En ese caso, cuanto antes lleguemos a la ciudad, mejor.

—No creo que estemos a salvo allí por mucho tiempo —replicó el místico.

Había maniobrado con el vehículo de forma que el morro agudo apuntaba hacia la carretera. La elección se presentaba ante ellos. A la izquierda, las puertas de Patashoqua; a la derecha, seguirían carretera abajo por el camino que se abría paso a través del Monte de Ola Bayak en dirección a un horizonte que se elevaba, por lo menos hasta donde alcanzaba la vista, hacia una cordillera de montañas.

—Tú decides —dijo Pai.

Cortés miró con anhelo hacia la ciudad, tentado por sus chapiteles. Pero sabía que había algo de razón en la advertencia de Pai.

—Volveremos algún día, ¿verdad? —preguntó.

—Desde luego, si eso es lo que quieres.

—Entonces vayamos por el otro camino.

El místico giró el vehículo sobre la carretera en sentido contrario a la mayor parte del tráfico y, con la ciudad a sus espaldas, empezaron a ganar velocidad.

—Adiós a mis ilusiones de ver Patashoqua —dijo Cortés cuando las murallas se convirtieron en un espejismo.

—No te has perdido mucho —señaló Pai.

—Pero yo quería ver Merrow Ti' Ti'... —dijo Cortés.

—No hubiera sido posible —replicó Pai.

—¿Por qué?

—Porque no era más que una invención —le explicó Pai—. Como todas mis cosas favoritas, incluyéndome a mí. ¡Pura invención!

Capítulo 19

1

A pesar de que Jude había hecho una promesa con toda seriedad, la de seguir a Cortés allí donde fuera, sus planes de persecución se vieron obstaculizados por una serie de demandas que requerían su atención, y la mayor parte de ellas procedía de Clem. Este necesitaba de sus consejos, su consuelo y su habilidad para la organización en esos días aciagos y lluviosos que siguieron al Año Nuevo y, a pesar de lo apretado de su agenda, no podía volverle la espalda. El funeral de Taylor tuvo lugar el 9 de enero, con una misa que a Clem le costó un enorme esfuerzo perfeccionar. Fue un éxito melancólico: un momento para que los amigos y los parientes de Taylor se relacionaran y expresaran su afecto por el hombre fallecido. Jude se encontró con personas a quienes no había visto desde hacía años y muy pocos, si es que alguno lo hizo, pasaron por alto una ausencia obvia: Cortés. Ella le dijo a todo el mundo lo que le había dicho a Clem: que Cortés estaba pasando por un mal momento y que las últimas noticias que tenía de él eran que estaba planeando salir de vacaciones. Clem, por supuesto, no se dejó embaucar por una excusa tan vaga. Cortés se había ido sabiendo que Taylor estaba muerto, y Clem consideraba su partida como algo parecido a la cobardía. Jude no trató de defender al vagabundo. Se limitó a nombrar a Cortés lo menos posible en presencia de Clem.

Sin embargo, el tema siguió surgiendo de una forma u otra. Al ordenar las pertenencias de Taylor después del funeral, Clem se encontró con tres acuarelas pintadas por Cortés al estilo de Samuel Palmer, pero firmadas con su propio nombre y dedicadas a Taylor. Eran pinturas sobre paisajes idealizados, y lo único que lograron fue que Clem volviera a pensar en el amor no correspondido que sentía Taylor por el hombre desaparecido, así como que Jude se preguntara dónde se encontraba. Estaban entre las pocas cosas que Clem, tal vez como represalia, quería destruir; pero Jude le convenció de que no lo hiciera. Al final, el hombre se quedaría una en recuerdo de Taylor; le daría otra a Klein y la tercera a Jude.

Su deber para con Clem no solo le llevó bastante tiempo, sino también gran parte de su concentración. Cuando, a mitad de mes, Clem anunció de pronto que salía al día siguiente hacia Tenerife, donde se broncearía para olvidar sus problemas durante quince días, Jude se alegró de verse liberada de sus obligaciones diarias como amiga y consoladora, pero descubrió que era incapaz de reavivar el ardor de la ambición que había sentido a principios de mes. No obstante, tenía un punto de referencia que antes no había considerado: el perro. Lo único que tenía que hacer era mirar al chucho y recordaba, como si hubiese sucedido una hora antes, haber estado de pie ante la puerta del apartamento de Cortés, viendo cómo los dos hombres se disolvían ante sus atónitos ojos. Y, al hilo de semejantes recuerdos, llegaban otras ideas acerca de las noticias que llevaba a Cortés esa lejana noche: el viaje onírico inducido por la piedra que ahora estaba envuelta y escondida en su armario. No era una gran amante de los perros, pero se había llevado al chucho a casa aquella noche a sabiendas de que moriría si no lo hacía. Se había convertido rápidamente en un adulador: movía la cola con frenesí para darle la bienvenida cuando regresaba a casa cada noche después de visitar a Clem; se colaba en su dormitorio muy temprano y se acurrucaba entre su ropa sucia. Lo había llamado Piel porque tenía muy poco pelo y, a pesar de que no le tenía el mismo cariño que el animal a ella, le agradaba su compañía. Más de una vez se había sorprendido hablándole durante mucho rato mientras él se lamía las patas o las pelotas, y esos monólogos la ayudaban a reenfocar sus ideas sin preocuparse por estar perdiendo la cabeza. Tres días después de la partida de Clem hacia climas más cálidos, mientras discutía con Piel cuál sería la mejor opción, salió a relucir el nombre de Estabrook.

—No conoces a Estabrook —le dijo a Piel—, pero te garantizo que no te gustaría. Trató de matarme, ¿sabes?

El perro dejó de acicalarse por un momento y levantó la mirada.

—Sí, yo también me quedé asombrada —siguió Jude—. Me refiero a que eso es ser algo mucho peor que un animal, ¿verdad? No te lo tomes a mal, pero es así. Yo era su esposa. Soy su esposa, a decir verdad, y aun así trató de matarme. ¿Qué harías tú si estuvieras en mi lugar? Sí, lo sé, debería ir a verlo. Tenía el ojo azul en su caja fuerte. ¡Y ese libro! Recuérdame que te hable de ese libro alguna vez. No, tal vez no debería hacerlo. Podría darte malas ideas.

Piel apoyó la cabeza sobre sus patas cruzadas, lanzó un pequeño suspiro de alegría y se dispuso a echar un sueñecito.

—Eres una gran ayuda —dijo Jude—. Necesitaba un consejo a ese respecto. ¿Qué le dirías a un hombre que ha contratado a alguien para que te mate?

Los ojos de Piel estaban cerrados, de modo que se vio obligada a proporcionarse su propia respuesta:

—Yo le diría: «Hola, Charlie, ¿por qué no me cuentas la historia de tu vida?».

2

Llamó a Lewis Leader al día siguiente para saber si Estabrook seguía hospitalizado. El abogado le dijo que sí, pero que lo habían trasladado a una clínica privada de Hampstead. Leader le proporcionó los detalles de su paradero y Jude telefoneó para interesarse por el estado de Estabrook y por el horario de visitas. Le informaron de que todavía estaba en observación, pero que parecía tener mejor ánimo que antes, y la instaron a visitarlo siempre que quisiera. No tenía sentido retrasar el encuentro. Condujo hasta Hampstead esa misma noche a través de otra tumultuosa tormenta y fue recibida por el enfermero de Psiquiatría encargado de cuidar a Estabrook, un joven parlanchín llamado Maurice cuyo labio superior desaparecía al sonreír, cosa que sucedía a menudo, y que habló con un entusiasmo que resultaba casi indiscreto sobre el estado mental de su paciente.

—Tiene días buenos —dijo Maurice de forma jovial. Y, después, casi con la misma jovialidad—: Pero no muchos. Está muy deprimido. Trató de suicidarse antes de que nos lo trajeran, pero se ha tranquilizado mucho desde entonces.

—¿Está sedado?

—Lo ayudamos a mantener la ansiedad a un nivel tolerable, pero no está completamente sedado. No podríamos ayudarlo a llegar a la raíz del problema si lo estuviera.

—¿Les ha dicho cuál es? —preguntó Jude, que casi esperaba que el hombre se pusiera a lanzarle acusaciones.

—Resulta bastante confuso —señaló Maurice—. Habla de usted con mucho cariño, y estoy seguro de que su visita le vendrá muy bien. Pero está claro que el problema viene de sus parientes. Lo he incitado a hablar un poco sobre su padre y su hermano, pero es muy escueto. Su padre está muerto, claro está, pero puede que usted logre averiguar algo sobre su hermano.

—Jamás lo he conocido.

—Una lástima. Es obvio que Charlie siente una enorme furia hacia su hermano, pero no he conseguido averiguar la razón. Lo haré, es solo cuestión de tiempo. Se le da muy bien guardar secretos, ¿verdad? Pero seguro que usted ya sabía eso. ¿Quiere que la acompañe a verlo? Le dije que había telefoneado, así que supongo que la está esperando.

A Jude no le hizo ninguna gracia que la hubiesen despojado del elemento sorpresa, que Estabrook hubiera tenido tiempo para preparar excusas y patrañas. Pero lo hecho, hecho estaba, y en lugar de reprender al alegre Maurice por su indiscreción, se guardó el enfado. Podría necesitar la sonriente ayuda del hombre en algún momento.

La habitación de Estabrook era bastante agradable. Espaciosa y confortable, sus paredes estaban adornadas con reproducciones de Monet y Renoir, por lo que resultaba una estancia relajante. Incluso el concierto de piano que sonaba de suave música de fondo parecía ayudar a relajar una mente atormentada. Estabrook no estaba en la cama, sino sentado junto a la ventana, con una de las cortinas descorrida para poder contemplar la lluvia. Iba vestido con un pijama y su mejor bata, y estaba fumando. Tal y como había dicho Maurice, era obvio que aguardaba una visita. No hubo la menor señal de sorpresa en su rostro cuando ella apareció en la puerta. Y, como había previsto, ya tenía su bienvenida preparada:

—Al fin, un rostro familiar.

No abrió los brazos para abrazarla, pero Jude se acercó a él y le dio un breve beso en ambas mejillas.

—Una de las enfermeras te traerá algo para beber, si quieres —dijo Charlie.

—Sí, me gustaría tomar un poco de café. Hace mucho frío ahí fuera.

—Puede que Maurice te lo consiga si prometo descargar mi alma.

—¿Lo harías? —preguntó Maurice.

—Lo haré, te lo prometo. Mañana a estas horas sabrás hasta el modo en que uso el orinal.

—¿Leche y azúcar? —preguntó Maurice.

—Solo leche —le informó Charlie—, a menos que sus gustos hayan cambiado.

—No.

—Por supuesto que no. Judith no cambia. Judith es eterna.

Maurice se retiró para que hablaran. No se produjo ningún silencio embarazoso. Él ya tenía su discurso preparado y, mientras lo desarrollaba (una perorata acerca de lo contento que estaba de que hubiese ido y las muchas esperanzas que albergaba de que eso significara que había empezado a perdonarlo), ella estudió los cambios que había sufrido su rostro. Había perdido peso y no llevaba su bisoñé, cosa que revelaba características de su fisonomía que jamás había visto con anterioridad. Su larga nariz y su boca fruncida hacia abajo, con un prominente labio superior, le daban el aspecto de un aristócrata que hubiera caído en la desgracia. Dudaba mucho de que consiguiera amarlo de nuevo alguna vez, si bien era cierto que consiguió sentir una pizca de lástima al verlo tan apocado.

—Supongo que quieres el divorcio —dijo Charlie.

—Podemos hablar de eso en otra ocasión.

—¿Necesitas dinero?

—De momento, no.

—Si así fuera...

—Yo haré las preguntas.

Un enfermero trajo el café para Jude, chocolate caliente para Estabrook y bizcochos. Una vez que se hubo marchado, ella se lanzó de lleno a la confesión. Una confesión que, según suponía, acabaría por arrancarle otra a él.

—He ido a casa a recuperar mis joyas —le dijo.

—Y no pudiste abrir la caja fuerte.

—Oh, sí, claro que pude.

Estabrook no la miró, pero sorbió ruidosamente su chocolate.

»Y encontré algunas cosas de lo más extrañas, Charlie. Me gustaría hablar sobre ellas.

—No sé a qué te refieres.

—Algunos recuerdos. Un trozo de estatua. Un libro.

—No —replicó, y siguió sin mirarla—. Esas cosas no son mías. No sé lo que son. Oscar me las dio para que las guardara.

Allí había una conexión misteriosa.

—¿Dónde las consiguió Oscar? —preguntó.

—No se lo pregunté —respondió Estabrook con tono indiferente—. Viaja mucho, ya sabes.

—Me gustaría conocerlo.

—No, no te gustaría —se apresuró a decir—. No te caería bien en absoluto.

—Los trotamundos siempre resultan interesantes —añadió Jude, y trató de preservar la ligereza de su tono.

—Ya le he dicho que no te caería bien —fue la respuesta.

—¿Ha venido a verle?

—No, y no se lo permitiría si lo hiciera. ¿Por qué me haces estas preguntas? Jamás te habías interesado por Oscar.

—Es tu hermano —respondió—. Tiene algún tipo de responsabilidad filial.

—¿Oscar? No le importa nadie que no sea él mismo. Solo me dio esos regalos como soborno.

—De modo que sí que eran regalos. Creí que habías dicho que solo te encargabas de guardarlos.

—¿Acaso tiene importancia? —dijo alzando un poco la voz—. Limítate a no tocarlos, son peligrosos. Los dejaste donde estaban, ¿verdad?

Le mintió y le dijo que así lo había hecho, al darse cuenta de que seguir discutiendo sobre el tema solo conseguiría enfurecerlo más.

—¿Hay buenas vistas al otro lado de la ventana? —le preguntó.

—Se ve el brezal —dijo él—. Es muy hermoso durante los días soleados, al parecer. Encontraron un cadáver allí el lunes. Una mujer que había sido estrangulada. Vi cómo registraban los arbustos durante todo el día de ayer y también hoy; supongo que en busca de pruebas. Con este clima... Es espantoso estar fuera con este clima, rebuscando por los alrededores en busca de ropa interior sucia o algo así. ¿Te lo imaginas? Lo único que se me ocurre es lo afortunado que soy de estar aquí dentro, cómodo y calentito.

Si hubo alguna indicación del cambio en sus procesos mentales fue aquella extraña divagación. El Estabrook de antes no habría tenido paciencia para cualquier tipo de conversación que no tuviera un propósito claro. Los rumores y la gente que los proveía se habían ganado su desprecio como pocas cosas, sobre todo cuando sabía que él era el tema de los chismes. Eso de mirar por la ventana y preguntarse cómo trajinaban los demás por ahí con aquel frío habría sido literalmente impensable dos meses atrás. A Jude le agradaba el cambio, de la misma forma que le agradaba la recién descubierta nobleza de su perfil. Ver al hombre que estaba oculto en su interior le devolvió la fe en su propio juicio. Tal vez aquel era el Estabrook que había amado desde un principio.

Hablaron durante un rato más, sin regresar a ningún tema personal, y se separaron en términos amistosos, con un abrazo que fue genuinamente cálido.

—¿Vendrás otra vez? —preguntó Charlie.

—Dentro de un par de días —respondió Jude.

—Estaré esperando.

De modo que las cosas que había encontrado en la caja fuerte eran regalos de Oscar Godolphin. Oscar el misterioso, el que había conservado el apellido de su familia cuando su hermano Charles lo rechazó; Oscar el enigmático; Oscar el trotamundos. Jude se preguntó hasta dónde habría viajado para regresar con semejantes trofeos. A algún lugar fuera de ese mundo, tal vez al mismo lugar remoto al que había visto dirigirse a Cortés y a Pai'oh'pah. Empezó a sospechar que había algún tipo de conspiración en el aire. Si dos hombres que no se conocían entre sí, como Oscar Godolphin y John Zacharias, tenían conocimiento de ese otro mundo, ¿cuántos más de su círculo sabían de su existencia? ¿Acaso la información solo estaba disponible para los hombres? ¿Te la proporcionaban junto con el pene y una fijación con la maternidad, como parte del equipamiento masculino? ¿Lo había sabido Taylor? ¿Lo sabía Clem? ¿O era algún tipo de secreto familiar y la parte del rompecabezas que no conocía era el enlace entre Godolphin y Zacharias?

Fuera cual fuese la explicación, lo que estaba claro era que no conseguiría respuestas por parte de Cortés, lo que significaba que tendría que buscar al hermano Oscar. Primero lo intentó de la forma más directa: la guía telefónica. No aparecía. Después trató de localizarlo por medio de Lewis Leader, pero el abogado afirmó no saber nada del paradero ni de la suerte del hombre, y le dijo que los asuntos de los dos hermanos estaban bastante separados y que jamás lo habían llamado para que se encargara de resolver cualquier cuestión que tuviese que ver con Oscar Godolphin.

—Por lo que sé —dijo—, el hombre podría estar muerto.

Ya que no había conseguido nada por los caminos directos, se lanzó de lleno a los indirectos. Regresó a la casa de Estabrook y la revisó de arriba abajo en busca de la dirección de Oscar o de su número de teléfono. No encontró ninguna de las dos cosas, pero descubrió un álbum de fotos que Charlie jamás le había enseñado; en las imágenes aparecían los que ella suponía que eran los dos hermanos. No era muy difícil distinguir al uno del otro. Incluso en esas fotografías a tan corta edad, Charlie tenía el aspecto preocupado que la cámara siempre sacaba a relucir, mientras que Oscar, que era unos años más joven, era sin duda el más seguro de sí mismo de la pareja: tenía un poco de sobrepeso, pero lo sobrellevaba sin problemas y esbozaba una sonrisa radiante mientras colocaba el brazo sobre los hombros de su hermano. Quitó las fotografías más recientes del álbum, que reflejaban a un Charlie que rondaba la adolescencia, y las guardó. La repetición, según pudo observar, hacía que el hecho de robar fuera más fácil. Sin embargo, aquella fue la única información sobre Oscar que consiguió llevarse. Si quería encontrar al viajero y descubrir en qué mundo había comprado aquellos recuerdos, tendría que preguntarle a Estabrook sobre ello. Le llevaría tiempo, y su impaciencia crecía más y más con cada corto y lluvioso día. A pesar de que podía comprar un billete a cualquier parte del planeta, le había entrado una especie de claustrofobia. Había otro mundo al que quería tener acceso. Hasta que lo obtuviera, la Tierra no sería más que una prisión.

3

Leader llamó a Oscar la mañana del 17 de enero para contarle que la esposa separada de su hermano estaba pidiendo información sobre su paradero.

—¿Ha dicho por qué?

—No, no exactamente. Pero está claro que anda tras la pista de algo. Al parecer, ha visitado a Estabrook tres veces en la última semana.

—Gracias, Lewis. Te agradezco que me hayas llamado.

—Agradécemelo en efectivo, Oscar —replicó Leader—. Mis Navidades han sido muy caras.

—¿Cuándo te has quedado con las manos vacías? —dijo Oscar—. Mantenme informado.

El abogado prometió hacerlo, pero Oscar dudaba mucho de que le proporcionara más información útil. Solo las almas verdaderamente desesperadas confiaban en los abogados, y le extrañaba que Judith fuese de ese tipo de alma. Nunca la había conocido (Charlie se había encargado de eso), pero si había salido ilesa después de pasar tanto tiempo en compañía de su hermano, debía de tener una voluntad de acero. Y eso le llevaba a otra cuestión: ¿por qué una mujer que sabía (o eso era lo más probable) que su marido había conspirado para asesinarla buscaba su compañía a menos que tuviese un propósito ulterior? ¿Acaso sería posible que dicho propósito fuera el de encontrar al bueno del hermano Oscar? En caso afirmativo, había que cortar de raíz semejante curiosidad. Ya había suficientes variables en juego con la purificación de la Sociedad en marcha y la inevitable investigación policial que le seguía los pasos, por no mencionar a su nuevo mayordomo Augustine ( Dowd), que se estaba comportando de una forma bastante engreída. Y, por supuesto, sentada en su asilo frente a la chimenea estaba la más inestable de todas aquellas variables: el propio Charlie, al borde de la locura y ciertamente impredecible, con toda clase de chismes en su cabeza que podrían hacerle mucho daño a Oscar. Tal vez fuera solo cuestión de tiempo el que comenzara a soltársele la lengua y, cuando lo hiciera, ¿quién mejor para escuchar sus confidencias que su indagadora esposa?

Esa tarde envió a Dowd (no era capaz de acostumbrarse al gazmoño Augustine) a la clínica con una cesta de fruta para su hermano.

—Búscate un amigo allí, si puedes —le dijo a Dowd—. Necesito saber sobre qué balbucea Charlie durante el baño.

—¿Por qué no se lo pregunta directamente?

—Porque me odia, por eso. Cree que le robé su parte del pastel cuando papá me introdujo en la Tabula Rasa en su lugar.

—¿Por qué hizo eso su padre?

—Porque sabía que Charlie era inestable y que le haría a la Sociedad más mal que bien. Lo he mantenido bajo control hasta ahora. Tiene sus pequeños regalos de los Dominios. Te ha tenido a sus pies cuando ha necesitado algo fuera de lo normal, como su asesino. ¡Todo esto empezó con ese puto asesino! ¿Por qué no mataste a la mujer tú mismo?

—¿Por quién me toma? —dijo Dowd con repugnancia—. No puedo poner las manos sobre una mujer. Sobre todo si es una belleza.

—¿Cómo sabes que es una belleza?

—He oído hablar sobre ella.

—Bueno, no me importa el aspecto que tenga. No quiero que se entrometa en mis asuntos. Descubre qué está tramando y después discutiremos qué hay que hacer.

Dowd regresó unas cuantas horas después con noticias alarmantes.

—Al parecer, lo ha convencido de que la lleve a la propiedad.

—¿Qué? ¿Qué has dicho? —Oscar se levantó de la silla de un salto. Los loros alzaron el vuelo y chillaron como muestra de solidaridad—. Sabe mucho más de lo que debería. ¡Mierda! Todo aquel espectáculo para quitarnos a la Sociedad de encima y ahora viene esta zorra y nos causa más problemas que nunca.

—Todavía no ha ocurrido nada.

—Pero ocurrirá, ¡ocurrirá! Se lo meterá en el bolsillo y él le contará todo.

—¿Qué quiere hacer al respecto?

Oscar trató de acallar a los loros.

—¿Lo ideal? —preguntó mientras les acariciaba las plumas encrespadas—. Lo ideal sería hacer desaparecer a Charlie de la faz de la tierra.

—Eso mismo pretendía hacer él con ella —observó Dowd.

—¿Y eso qué significa?

—Solo que ambos son capaces de matar.

Oscar soltó un gruñido de desprecio.

—Charlie solo jugaba con la idea de hacerlo —dijo—. ¡No tiene cojones! ¡No tiene un objetivo! —Regresó a su silla de respaldo alto con expresión malhumorada—. No voy a poder arreglarlo, ¡maldita sea! —añadió—. Me da en la nariz. Hasta ahora hemos mantenido las cosas limpias y ordenadas, pero no seguirán así. Charlie tiene que ser eliminado de la ecuación.

—Es su hermano.

—Es una carga.

—Lo que quiero decir es que, como es su hermano, deberá ser usted quien se encargue de eliminarlo.

Oscar abrió los ojos de par en par.

—Por Dios Santo... —exclamó.

—Piense en lo que dirían en Yzordderrex si lo contara.

—¿Qué? ¿Que he matado a mi propio hermano? No creo que sea algo fascinante.

—Pero hará lo que tenga que hacer para guardar el secreto, por desagradable que sea. —Dowd hizo una pausa para dejar que la idea floreciera—. Eso me parece heroico. Y creo que lo mismo pensarán ellos.

—Estoy pensando.

—Es su reputación en Yzordderrex lo que le preocupa tanto, ¿verdad?, y no lo que ocurra en el Quinto. Ya ha dicho en otras ocasiones que este mundo se hace cada día más aburrido.

Oscar meditó aquello durante un rato.

—Tal vez debería desaparecer. Matarlos a ambos para asegurarme de que nadie sepa nunca a dónde voy...

—A dónde nos vamos los dos.

—... y después desaparecer y entrar a formar parte de las leyendas. Oscar Godolphin, que dejó a su hermano muerto junto a su mujer y desapareció. Sí, eso es. Será un titular estupendo en Patashoqua. —Meditó unos momentos más—. ¿Cuál es el arma típica de asesinato entre parientes? —preguntó por fin.

—La quijada de un burro.

—Qué ridiculez.

—Tendrá que pensar en algo mejor usted mismo.

—Lo haré. Prepárame una copa, Dowdy. Y sírvete otra para ti. Beberemos para olvidar.

—¿No lo hace todo el mundo? —replicó Dowd, pero Godolphin se perdió el comentario, ensimismado ya en sus tramas de asesinato.

Capítulo 20

1

Cortés y Pai llevaban seis días en la carretera de Patashoqua; días que no se medían por el reloj de Pai, sino por la luz y la oscuridad que dominaban el colorido cielo. Durante el quinto día el reloj pasó a mejor vida, enloquecido por el campo magnético que rodeaba una ciudad de pirámides que dejaron atrás, o eso supuso Pai. A partir de entonces, aunque Cortés deseaba conservar cierta conciencia del tiempo transcurrido en el Dominio que habían abandonado, fue del todo imposible. En cuestión de días, sus cuerpos se acostumbrarían al ritmo de ese nuevo mundo, de modo que Cortés dejó que su curiosidad se saciara con asuntos mucho más importantes: sobre todo, el paisaje por el que viajaban.

Era muy heterogéneo. Durante aquella primera semana habían abandonado la llanura para adentrarse en la región de los lagos (Cosacosa), lo que les llevó dos días; y de allí pasaron a una región de antiguas coníferas, tan altas que las nubes colgaban de las ramas más altas como nidos de aves etéreas. Al otro lado de ese increíble bosque aparecieron a la vista las montañas que Cortés había vislumbrado unos días antes. La cordillera se llamaba Jokalaylau, informó Pai, y, según la leyenda, aquellas cimas habían sido el segundo lugar de descanso de Hapexamendios, después del Monte de Ola Bayak, en su camino a través de los Dominios. Al parecer, no era una casualidad que los paisajes que habían atravesado se parecieran a los del Quinto Dominio: habían sido escogidos precisamente por esa similitud. El Invisible había caminado por Imajica dejando semillas de humanidad a su paso, incluso en el extremo más alejado de su santuario, para así presentarles nuevos retos a las especies a las que favorecía; y, como buen jardinero, las diseminaba allí donde tenían más posibilidades de arraigar. Donde se pudiera conquistar o asimilar la cosecha autóctona; donde la vida fuera lo bastante dura como para asegurar solo la supervivencia de los más fuertes, pero donde la tierra fuera lo bastante fértil como para alimentar a sus hijos; donde llegara la lluvia; donde alcanzara la luz; donde tuvieran lugar todas aquellas vicisitudes que fortalecían a cualquier especie mediante desastres ocasionales, como tormentas, terremotos o riadas.

No obstante, a pesar de que cualquier viajero terrestre habría reconocido la mayor parte de las cosas, no había nada, ni la más nimia piedrecilla del camino, que fuese del todo idéntica a su réplica en el Quinto Dominio. Algunas de esas diferencias eran demasiado grandes como para pasarlas por alto: por ejemplo, el verde con tintes dorados del cielo o los caracoles gigantes que pastaban bajo los árboles que rozaban las nubes. Otras, en cambio, eran menos evidentes pero igual de extrañas, como los perros salvajes que cruzaban la carretera de vez en cuando, sin pelo alguno y tan brillantes como el charol; o grotescas, como los milanos con cuernos que se alimentaban de los animales muertos, o moribundos, que hubiera en la carretera, y que solo se alejaban de sus almuerzos, con las alas púrpuras extendidas como capas, cuando el vehículo estaba a punto de echárseles encima; o absurdas, como los lagartos blancos que se congregaban por millares a las orillas de las lagunas y cuyo impulso de dar volteretas recorría sus colonias en oleadas.

Tal vez, encontrar alguna respuesta nueva para aquellas experiencias estaba fuera de toda discusión cuando la mera proliferación de las historias de viajeros se había encargado de agotar el léxico del descubrimiento. De todas formas, Cortés se sintió molesto al descubrir que las sensaciones que experimentaba no eran más que clichés. El viajero que resultaba conmovido por una belleza indómita o sorprendido por el salvajismo autóctono. El viajero asombrado por la sabiduría primitiva o abrumado por avances inimaginables. El viajero condescendiente. El viajero al que el paisaje hacía sentir humilde. El viajero que ansiaba llegar a la siguiente frontera o aquel que añoraba sin remedio el hogar. De todas estas sensaciones, la única que no salió de los labios de Cortés fue la última. Solo pensaba en el Quinto Dominio cuando aparecía en la conversación con Pai, y eso sucedía cada vez con menos frecuencia a medida que los asuntos prácticos de su aventura iban requiriendo su atención. Al principio, había sido fácil encontrar comida y alojamiento para pasar la noche, al igual que combustible para el coche. Había pueblos y hostales diseminados a lo largo de la carretera, donde Pai, a pesar de la carencia de efectivo, siempre se las ingeniaba para procurarles sustento y un lugar en el que dormir. Según advirtió Cortés, el místico tenía bastantes lances menores a su disposición: formas de utilizar sus poderes de seducción que doblegaban incluso al más feroz de los hosteleros. Sin embargo, en cuanto dejaron atrás el bosque, las cosas se complicaron. La mayoría de los vehículos se había desviado en los cruces, y la carretera había pasado de ser una vía de primer orden en perfecto estado a ser un camino de dos carriles con más agujeros en el asfalto que tránsito. El vehículo que Pai había robado no estaba diseñado para resistir los rigores de los viajes largos y comenzaba a acusar el cansancio. Cuando empezaron a divisarse las montañas más adelante, decidieron parar en el siguiente pueblo e intentar conseguir un modelo más fiable.

—Quizá uno al que le quede un poco de vida —sugirió Pai.

—Lo que me recuerda —dijo Cortés— que nunca me has preguntado acerca del nullianac.

—¿Qué tendría que preguntar?

—Cómo lo maté.

—Supuse que usaste un pneuma.

—No pareces muy sorprendido.

—¿De qué otra forma podrías haberlo hecho? —preguntó Pai en un tono más que razonable—. Querías hacerlo y disponías del poder necesario para ello.

—Pero, ¿de dónde ha salido ese poder? —fue la respuesta de Cortés.

—Siempre lo tuviste —replicó Pai.

Aquello dejó a Cortés con tantas preguntas como antes, si no más. Comenzó a formular una, pero cierto movimiento del coche hizo que le entraran náuseas.

—Me parece que sería mejor que paráramos unos minutos. Creo que voy a vomitar.

Pai detuvo el coche y Cortés salió. El cielo se estaba oscureciendo y alguna flor nocturna perfumaba el aire fresco. En las laderas que se alzaban ante ellos, hordas de bestias con lomos pálidos (parientes de los yak que en aquel lugar recibían el nombre de «doekis») descendían a través del crepúsculo sin dejar de balar hacia los pastos en los que pasaban la noche. Los peligros de Vanaeph y la atestada carretera de las afueras de Patashoqua parecían muy lejanos. Cortés respiró profundamente y las náuseas, al igual que sus preguntas, dejaron de atosigarlo. Alzó la vista para contemplar las primeras estrellas. Algunas eran rojas, como Marte; otras eran doradas: fragmentos del cielo del mediodía que se negaban a desaparecer.

—¿Este Dominio es otro planeta? —le preguntó a Pai—. ¿Estamos en otra galaxia?

—No. No es el espacio lo que separa el Quinto Dominio del resto, sino el In Ovo.

—Entonces, ¿todo el planeta Tierra conforma el Quinto Dominio o se trata solo de una parte?

—No lo sé —respondió—. Supongo que es todo. Pero cada cual tiene una teoría diferente.

—¿Cuál es la tuya?

—Bueno, a medida que nos traslademos entre los Dominios reconciliados, te darás cuenta de que es muy fácil. Hay incontables caminos entre el Cuarto y el Tercero, y entre el Tercero y el Segundo. Nos adentraremos en una neblina y saldremos de ella en otro mundo. Sencillo. Pero no creo que los límites sean fijos. Creo que varían a lo largo de los siglos y que las fronteras de los Dominios cambian. De modo que es muy posible que suceda lo mismo con el Quinto Dominio. Si estuviera reconciliado, las fronteras se expandirían hasta que todo el planeta tuviera acceso al resto de los Dominios. La verdad es que nadie sabe a ciencia cierta el aspecto que tiene Imajica, porque nadie ha trazado jamás su mapa.

—Pues alguien debería hacerlo.

—Tal vez tú seas el hombre indicado —le dijo Pai—. Eras artista antes de convertirte en viajero.

—Era un falsificador, no un artista.

—Pero tus manos son hábiles —replicó Pai.

—Hábiles —repitió Cortés en voz baja—, pero sin inspiración.

Durante un momento, ese pensamiento melancólico le recordó a Klein y al resto del círculo que había dejado en el Quinto Dominio: Jude, Clem, Estabrook, Vanessa y los demás. ¿Qué estarían haciendo en una noche tan hermosa como aquella? ¿Se habrían dado cuenta de su partida? Lo dudaba.

—¿Te sientes mejor? —inquirió Pai—. Me parece ver algunas luces un poco más adelante. Tal vez se trate del último puesto antes adentrarnos en las montañas.

—Estoy bien —respondió Cortés, que volvió a subirse al coche.

Habían avanzado unos quinientos metros y ya tenían el pueblo a la vista, cuando se vieron obligados a detenerse por una muchacha que apareció de la nada para cruzar la carretera con su rebaño de doekis. Tenía la apariencia normal y corriente de una chiquilla de trece años, a excepción de una cosa: su cara y las partes de su cuerpo que no quedaban ocultas por el sencillo vestido estaban recubiertas por una pelusa amarillenta. En los codos y las sienes, donde se hacía más larga, la llevaba trenzada, mientras que en la nuca la llevaba sujeta con varios lazos.

—¿Cómo se llama este pueblo? —preguntó Pai cuando el último doeki se demoró en la carretera.

—Beatrix —respondió la joven y, sin necesidad de que la animaran, añadió—: No encontraréis ningún lugar mejor en cualquiera de los cielos. —Y, después de instar a todas las bestias a que siguieran su camino, se desvaneció en el crepúsculo.

2

Las calles de Beatrix no eran tan estrechas como las de Vanaeph, aunque tampoco estaban diseñadas para el tráfico de vehículos a motor. Pai aparcó el coche en las afueras, y ambos pasearon hasta el pueblo desde allí. Las casas eran construcciones humildes, levantadas con piedras ocres y rodeadas por macizos de un tipo de vegetación que era una mezcla entre abedul y bambú. Las luces que Pai había visto a lo lejos no provenían de las ventanas, sino de los farolillos que colgaban de estos árboles y arrojaban su tenue luz sobre las calles. Casi todos los setos tenían su propio farolero: niños de rostros vellosos como la pastora; algunos se agazapaban bajo los árboles y otros se sostenían precariamente en las ramas. La mayoría de las puertas de las casas permanecían abiertas, y salía música de algunas, melodías que los faroleros repetían y bailaban bajo las luces y sombras que creaban. Puestos a suponer, Cortés habría dicho que la vida en ese lugar resultaba agradable. Tal vez tranquila, pero agradable.

—No podemos estafar a estas personas —dijo Cortés—. No sería justo.

—Estoy de acuerdo —contestó Pai.

—En ese caso, ¿qué hacemos para conseguir dinero?

—Tal vez podamos acordar el trueque de las piezas del vehículo por una buena comida y uno o dos caballos.

—No veo caballos por aquí. Un doeki servirá. Parecen lentos.

A instancias de Pai, Cortés dirigió la mirada hacia las alturas de la cordillera del Jokalaylau. Los últimos vestigios del día sobrevolaban los campos nevados, pero a pesar de toda su belleza, las montañas se antojaban vastas e inhóspitas.

—Allá arriba, lo mejor es ser lento y fiable —fue la respuesta de Pai. Cortés captó el sentido—. Voy a ver si encuentro a alguien que esté al mando —prosiguió el místico a la par que se apartaba de Cortés para interrogar a uno de los faroleros.

Atraído por el sonido de unas clamorosas carcajadas, Cortés se alejó un poco y dobló una esquina para toparse con una docena de aldeanos, la mayoría hombres y niños, sentados delante de un teatro de marionetas que se había instalado en el porche de una de las casas. El espectáculo que contemplaban contrastaba enormemente con el ambiente afable del pueblo. A juzgar por los chapiteles pintados en el telón de fondo, la historia se desarrollaba en Patashoqua; en el momento en que Cortés se unió a los espectadores, dos de los personajes (una mujer más que oronda y un hombre del tamaño de un feto con los atributos de un burro) se encontraban en mitad de una trifulca doméstica tan alocada que los chapiteles temblaban. Los titiriteros, tres jóvenes escuálidos con bigotes idénticos, se veían claramente por encima de la caseta y se encargaban de proporcionar tanto el diálogo como los efectos de sonido. Estos últimos quedaban reforzados por extrañas obscenidades. En aquel instante apareció otro personaje, un pariente jorobado de Polichinela, y le cortó la cabeza al portador de aquella monstruosidad de pene. La cabeza cayó al suelo, donde se arrodilló la gorda para sollozar sobre ella. Mientras la mujer se postraba, a la cabeza le salieron unas alas angelicales por detrás de las orejas y alzó el vuelo, acompañada por el grito en falsetto de los titiriteros. Los espectadores recompensaron la escena con una ovación, momento en el que Cortés avistó a Pai en la calle. Al lado del místico se encontraba un muchacho con orejas de soplillo y el cabello largo hasta media espalda. Cortés se acercó a ellos.

—Te presento a Efrit Espléndido —dijo Pai—. Me ha dicho, no te lo vas a creer, me ha dicho que su madre tiene sueños con hombres blancos sin vello y que le gustaría conocerte.

La sonrisa que se abrió paso a través del vello facial de Efrit era a la vez picara y encantadora.

—A ella le caerá bien —anunció.

—¿Estás seguro? —preguntó Cortés.

—¡Pues claro!

—¿Nos dará de comer?

—Por un blanco sin pelo, haría cualquier cosa —contestó Efrit.

Cortés le dedicó a Pai una mirada dubitativa.

—Espero que sepas lo que vamos a hacer —le dijo.

Efrit les mostró el camino sin dejar de parlotear y de hacer un montón de preguntas, la mayoría sobre Patashoqua. Según dijo, alimentaba la secreta ambición de contemplar la gran ciudad. En lugar de desilusionar al chico diciéndole que no había pasado de las puertas de la urbe, Cortés le contó que era un lugar de una magnificencia indescriptible.

—Sobre todo Merrow Ti' Ti' —dijo.

El chico sonrió y les dijo que le contaría a todos que había conocido a un blanco sin pelo que había visto Merrow Ti' Ti'. Las leyendas surgían de ese tipo de mentiras inocentes, pensó Cortés. Cuando llegaron a la puerta de la casa, Efrit se hizo a un lado para permitirle a Cortés que fuera el primero en traspasar el umbral. Su aspecto sorprendió a la mujer que había en el interior, la cual dejó caer el gato que estaba peinando y se arrodilló al instante. Avergonzado, Cortés le pidió que se levantara, pero le costó bastante convencerla de que lo hiciera y, a pesar de todo, la mujer mantuvo la cabeza gacha y se dedicó a mirarlo a hurtadillas con sus pequeños ojos oscuros. Era baja (de hecho, apenas un poco más alta que su hijo), y su rostro poseía una estructura elegante bajo el vello. Se llamaba Larumday, le dijo, y estaría encantada de extender la hospitalidad de su casa a Cortés y su dama (ya que dedujo que Pai era eso mismo). Su hijo menor, Emblema, se vio obligado a ayudarla a cocinar mientras Efrit les decía dónde encontrar a un posible comprador para el coche. Según les contó, ningún habitante de la aldea encontraría de utilidad semejante vehículo, pero en las colinas quizá hubiera un hombre a quien le interesara. Se llamaba Coaxial Tasko y a Efrit le asombró mucho que ni Cortés ni Pai hubieran oído hablar de él.

—Todo el mundo conoce a Tasko el Miserable —les dijo—. Antes era rey en el Tercer Dominio, pero su tribu desapareció.

—¿Me lo presentarás por la mañana? —le preguntó Pai.

—Para eso falta mucho —fue la respuesta de Efrit.

—Pues que sea esta noche —replicó Pai, sellando así el acuerdo.

Cuando llegó la comida, se dieron cuenta de que era menos elaborada que la que habían probado a lo largo de la carretera, pero no por ello menos sabrosa: carne de doeki marinada con vino de jengibre, acompañada por pan, una serie de alimentos en adobo (entre los que se encontraban huevos del tamaño de pequeñas hogazas) y una salsa que abrasaba la garganta como el chili y que hizo que a Cortés se le saltaran las lágrimas, para la manifiesta diversión de Efrit. Mientras comían y bebían (a pesar de que el vino era fuerte, los muchachos lo bebían como si fuera agua), Cortés hizo varias preguntas acerca del espectáculo de marionetas que había visto. Ansioso por demostrar su conocimiento, Efrit explicó que los titiriteros estaban de camino hacia Patashoqua para la vanguardia del invitado del Autarca, que cruzaría las montañas en los próximos días. Los titiriteros eran muy famosos en Yzordderrex, les dijo, y fue en ese momento cuando Larumday lo mandó callar.

—Pero, mamá... —comenzó.

—He dicho que te calles. No permitiré que se hable de ese lugar en esta casa. Tu padre fue allí y no regresó. Tenlo siempre presente.

—Quiero ir allí después de ver Merrow Ti' Ti', como el señor Cortés —replicó Efrit desafiante, lo que le valió un fuerte manotazo en la cabeza por su comportamiento.

—Ya basta —dijo Larumday—. Ya hemos tenido bastante charla por esta noche. Un poco de silencio sería de agradecer.

La conversación decayó después de eso; no fue hasta que se terminó la comida y Efrit empezó a prepararse para llevar a Pai a la colina, para su encuentro con

Tasko el Miserable, que el chico recuperó su buen humor y el caudal de su entusiasmo apareció de nuevo. Cortés estaba listo para acompañarlos, pero Efrit le explicó que su madre, que no estaba en ese momento en la estancia, deseaba que se quedara.

—Deberías complacerla —le recalcó Pai cuando el chico salió—. Si Tasko no compra el coche, tal vez tengamos que vender tu cuerpo.

—Creía que tú eras el experto en ese campo, no yo —replicó Cortés.

—Vamos, vamos —dijo Pai con una sonrisa—, pensé que habíamos acordado olvidar mi turbio pasado.

—Vete, entonces —fue la respuesta de Cortés—. Déjame a merced de sus tiernos cuidados. Pero serás tú quien me limpie la pelusa de entre los dientes.

Encontró a mamá Espléndido en la cocina, amasando el pan para el día siguiente.

—Ha honrado nuestra morada al entrar en ella y compartir nuestra mesa — le dijo mientras trajinaba—. Y, por favor, no piense mal de mí por preguntar, pero... —su voz se convirtió en un susurro atemorizado—, ¿qué quiere?

—Nada —replicó Cortés—. Ya ha sido más que generosa.

La mujer lo miró con tristeza, como si fuera cruel de su parte el jugar con ella de aquella forma.

—He soñado con que alguien venía —le dijo—. Blanco y sin pelo, como usted. No estaba segura de si era hombre o mujer, pero ahora que está usted aquí, sentado a mi mesa, sé que se trataba de usted.

Primero, Acaro Bronco; ahora, mamá Espléndido, pensó Cortés. ¿Qué tenía su cara que hacía creer a la gente que lo conocían? ¿Es que tenía a un doble dando vueltas por el Cuarto Dominio?

—¿Quién cree que soy? —le preguntó.

—No lo sé —fue su respuesta—. Pero sabía que, cuando llegara, todo cambiaría.

De repente, sus ojos se llenaron de lágrimas a medida que hablaba; lágrimas que corrieron por sus mejillas de sedoso vello. Contemplar su angustia provocó la misma reacción en Cortés, no tanto porque él fuera el causante, sino porque desconocía la razón. No cabía la menor duda de que había soñado con él (la mirada desconcertada de reconocimiento en su rostro cuando traspasó el umbral había sido prueba suficiente), ¿pero qué quería decir eso? Pai y él se encontraban en aquel lugar por casualidad. Por la mañana ya se habrían marchado, habrían abandonado el oasis de Beatrix sin apenas dejar huella. Su presencia no tendría importancia alguna en la vida de los Espléndido, sería tan solo otro tema de conversación una vez que se hubieran ido.

—Espero que su vida no cambie —le dijo Cortés—. Parece que este lugar es muy agradable.

—Lo es —respondió al tiempo que se secaba las lágrimas—. Es un lugar seguro. Un buen lugar para criar hijos. Sé que Efrit se marchará pronto. Quiere ver Patashoqua y no seré capaz de detenerlo. Pero Emblema se quedará. A él le gustan las colinas y cuidar de los doeki.

—¿Y usted también se quedará?

—Claro que sí. Yo ya he visto mundo —contestó—. Viví en Yzordderrex, cerca de Oke T'Noon, cuando era joven. Allí fue donde conocí a Alejo. Nos mudamos en cuanto contrajimos matrimonio. Es una ciudad horrible, señor Cortés.

—Si es tan mala, ¿por qué volvió su marido?

—Su hermano se alistó en el ejército del Autarca, y cuando Alejo se enteró, regresó para intentar que desertara. Dijo que era una vergüenza para la familia que un hermano se uniera a las huestes de un creador de huérfanos.

—Un hombre de principios.

—Desde luego que sí —dijo Larumday con cariño—. Es un buen hombre. Tranquilo, como Emblema, pero con la curiosidad de Efrit. Todos los libros que hay en la casa son suyos. Lee todo lo que cae en sus manos.

—¿Cuánto lleva fuera?

—Demasiado —respondió—. Me temo que es posible que lo matara su hermano.

—¿Hermanos que se matan entre sí? —comentó Cortés—. No, no puedo creerlo.

—Yzordderrex tiene efectos extraños sobre las personas, señor Cortés. Incluso los buenos hombres pierden el norte,

—¿Solo los hombres? —inquirió Cortés.

—Fueron los hombres quienes crearon este mundo —respondió—. Las Diosas han desaparecido y los hombres hacen lo que les da la gana en todas partes.

No era una acusación, sino la mera constatación de un hecho; y Cortés no tenía pruebas para refutarlo. La mujer le preguntó si deseaba un poco de té, pero rechazó el ofrecimiento y le dijo que tenía que salir para tomar el aire, quizá para encontrar a Pai'oh'pah.

—Es muy hermosa —dijo Larumday—. ¿También es inteligente?

—Sí —contestó—, sí que lo es.

—Eso no es muy habitual en las bellezas, ¿verdad? —le preguntó—. Es extraño que en mi sueño no apareciera ella también sentada a la mesa.

—Puede que lo hiciera y lo haya olvidado.

La mujer negó con la cabeza.

—No, de verdad; he tenido ese sueño muchas veces y siempre es el mismo; alguien blanco y sin pelo sentado a mi mesa y comiendo con mis hijos y conmigo.

—Me hubiera gustado ser un invitado más rutilante —le dijo.

—Pero usted es solo el principio, ¿no es así? —inquirió—. ¿Qué vendrá después?

—No lo sé —respondió—. Tal vez su marido, de vuelta de Yzordderrex.

Ella lo miró con expresión dubitativa.

—Algo —dijo ella—. Algo que nos cambiará a todos.

3

Efrit había dicho que el ascenso sería sencillo y, en términos de inclinación, así fue. Sin embargo, la oscuridad convertía una ruta sencilla en una difícil, incluso para alguien tan ágil como Pai'oh'pah. No obstante, Efrit era un guía comprensivo que aminoraba el ritmo cada vez que se daba cuenta de que Pai se quedaba rezagado y le señalaba aquellas zonas en las que el terreno era inestable. No tardaron mucho en encontrarse bastante por encima de la aldea, con los picos nevados de la cordillera del Jokalaylau visibles más allá de las colinas en las que se asentaba Beatrix. A pesar de lo altas y majestuosas que parecían estas montañas, las laderas de las cumbres más bajas, si bien más impresionantes, se veían al otro lado, con las cimas perdidas entre los cúmulos. Ya no quedaba muy lejos, dijo el muchacho, y en aquella ocasión sus palabras sí fueron acertadas.

A pocos metros, Pai divisó una construcción recortada contra el cielo, con una luz encendida en el porche.

—¡Oye, Miserable! —comenzó a gritar Efrit—. ¡Hay alguien que quiere verte! ¡Alguien quiere verte!

Sin embargo, no recibió respuesta alguna, y cuando llegaron a la casa el único ocupante vivo era la llama del farol. La puerta estaba abierta y había comida en la mesa; pero no había ni rastro de Tasko. Efrit salió a buscarlo por los alrededores y dejó a Pai en el porche. Los animales del corral que había tras la casa comenzaron a moverse de un lado a otro y a bufar en la oscuridad. La inquietud del ambiente era palpable.

Efrit regresó poco después.

—Lo he visto subir la colina. Casi ha llegado a la cima.

—¿Y qué está haciendo? —preguntó Pai.

—Observar las estrellas, tal vez. Vamos a subir. No le importará.

Así que continuaron el ascenso, solo que en esa parte de la subida su presencia fue detectada por una figura que permanecía en la cima de la colina.

—¿Quién es? —les preguntó.

—Soy yo, Efrit, señor Tasko. Me acompaña un amigo.

—Hablas demasiado alto, chico —le respondió el hombre—. Baja la voz, ¿quieres?

—Quiere que no hagamos ruido —susurró Efrit.

—Entendido.

A esa altura soplaba un fuerte viento que le recordó al místico que ni Cortés ni él mismo contaban con ropas adecuadas para el viaje que tenían por delante. Era evidente que Coaxial tenía la costumbre de subir allí: vestía un abrigo de pelo largo y un sombrero con orejeras. A todas luces, no era un lugareño. Harían falta tres aldeanos para igualar tanto su volumen como su fuerza, y su piel era casi tan oscura como la de Pai.

—Este es Pai'oh'pah, un amigo —le musitó Efrit cuando llegaron a su altura.

—Eres un místico —dijo Tasko de inmediato.

—Sí.

—Ah. ¿Así que eres un extranjero?

—Sí.

—¿De Yzordderrex?

—No.

—Una cosa buena, al menos. Pero son ya demasiados extranjeros en una sola noche. ¿Qué podemos sacar en conclusión?

—¿Hay más? —preguntó Efrit.

—Escucha... —le indicó Tasko, que dejó vagar la vista por el valle hacia las cimas que había más allá—. ¿No escuchas las máquinas?

—No, solo el viento.

Por toda respuesta, Tasko agarró al muchacho y lo obligó a situarse en la dirección de donde provenía el ruido.

—¡Escucha bien! —le dijo torvamente.

El viento traía el eco de un rumor sordo que bien podría haber sido un trueno lejano, pero que se mantenía constante. Con toda seguridad, su origen no se hallaba en la aldea de más abajo, ni tampoco parecía provenir de alguna construcción en las colinas. Se trataba del sonido de unos motores que avanzaban por la noche.

—Se acercan al valle.

Efrit dio un grito de alegría, pero Tasko lo acalló al instante al taparle la boca con una mano.

—¿De qué te alegras tanto, chico? —le dijo—. ¿Nunca has aprendido a tener miedo? No, supongo que no. Pues ahora lo aprenderás. —Sujetaba a Efrit con tanta fuerza que el muchacho comenzó a luchar para liberarse—. Esas máquinas proceden de Yzordderrex. Del Autarca. ¿Lo entiendes ahora?

Gruñó su descontento y lo dejó ir. Efrit se apartó de él, tan asustado de Tasko como lo estaba de las máquinas de la lejanía. El hombre carraspeó para eliminar una flema y la escupió hacia el sonido.

—Tal vez pasen de largo —comentó—. Hay muchos otros valles que podría elegir. Tal vez no crucen el nuestro. —Volvió a escupir—. Demonios, no tiene sentido quedarnos aquí arriba. Si van a venir, vendrán. —Se giró hacia Efrit—. Me disculpo si fui brusco, chico —le dijo—. Pero es que ya he escuchado esas máquinas antes. Son las mismas que asesinaron a mi gente. Confía en mí, no hay motivo alguno para alegrarse. ¿Lo comprendes?

—Sí —contestó Efrit, a pesar de que Pai dudaba que lo hiciera.

Al chico no le daba ningún miedo la idea de una visita por parte de esas cosas atronadoras; más bien, le resultaba divertida.

—Dime lo que quieres, místico —le pidió Tasko cuando empezaron a bajar la colina—. No has subido hasta aquí solo para observar las estrellas. O tal vez sí. ¿Estás enamorado?

Efrit se rió en la oscuridad, tras ellos.

—Si así fuera, no hablaría de ello —replicó Pai.

—¿De qué se trata entonces?

—He llegado hasta aquí con un amigo desde... una distancia considerable, y nuestro vehículo está a punto de capitular. Necesitamos cambiarlo por unos animales.

—¿Hacia dónde os dirigís?

—Hacia las montañas.

—¿Estáis preparados para semejante viaje?

—No, pero debemos hacerlo.

—Cuanto más rápido dejéis el valle, más seguros estaréis, o eso creo. Los extranjeros atinen a otros extranjeros.

—¿Nos ayudará?

—Esta es mi oferta, místico —expuso Tasko—: si dejáis Beatrix ahora mismo, me encargaré de que os den provisiones y dos doekis. Pero tenéis que daros prisa. —Entiendo. —Si os vais ahora, tal vez las máquinas pasen de largo.

4

Sin nadie que le sirviera de guía, Cortés no tardó en perderse en la oscura colina. Sin embargo, en lugar de dar la vuelta y regresar a Beatrix para esperar a Pai, siguió con la subida, atraído por la promesa de una magnífica vista desde las alturas y de aire fresco que despejara su cabeza. Ambas cosas le robaron el aliento: el viento porque era helado y la vista panorámica porque era impresionante. Delante de él, una cordillera tras otra desaparecían entre la neblina y la distancia; y las cimas más lejanas eran tan vastas que dudaba que tuvieran réplica en el Quinto Dominio. Detrás de él, apenas visibles entre las siluetas más suaves de los pies de las colinas, se encontraban los bosques a través de los que habían viajado.

Una vez más, deseó tener un mapa de la región, de forma que pudiera tomar alguna conciencia de la importancia del viaje en el que se hallaban inmersos. Como si estuviera trazando el bosquejo para un cuadro, intentó plasmar el paisaje en una página en su mente, con aquella vista de las montañas, colinas y planicies como modelo. Sin embargo, la realidad de la escena que se desarrollaba ante él se imponía a sus intentos por simbolizarla, por reducirla y atraparla. Se desentendió del asunto y dejó vagar su vista por la cordillera del Jokalaylau. Antes de que su mirada llegara a su destino, se detuvo a las cimas de las colinas que estaban justo enfrente de él. De repente, se dio cuenta de la perfecta simetría del valle, con las colinas que se alzaban a la misma altura a izquierda y derecha. Estudió las cimas que se enfrentaban. Tratar de descubrir cualquier signo de vida a semejante distancia era una búsqueda sin sentido, pero cuanto más oteaba la colina, más seguro estaba de que se trataba de un espejo oscuro y de que alguien a quien aún no veía escudriñaba las sombras que rodeaban a Cortés en busca de alguna señal de su persona, de la misma forma en que Cortés lo hacía. Aquella idea lo intrigó al principio, pero después comenzó a asustarlo. El frío de su piel se fue filtrando hacia sus entrañas. Empezó a temblar, temeroso de moverse por miedo a que aquel ser, quien quiera que fuese, pudiera verlo y, por tanto, atrajera sobre él algún desastre. Permaneció inmóvil largo rato, y las gélidas rachas de viento le trajeron sonidos que hasta entonces no había percibido: el fragor de la maquinaria, el quejido de animales que no habían sido alimentados, sollozos. Los sonidos llegaban de la mano del ser que buscaba en la colina de enfrente, estaba seguro. Ese ser no había llegado solo: traía motores y bestias. Traía lágrimas.

Cuando el frío lo caló hasta la médula, escuchó a Pai'oh'pah gritar su nombre mientras bajaba la colina. Rezó para que el viento no cambiara y transportara la llamada, y por lanío su localización, hacia el observador. Pai continuó llamándolo, su voz se acercaba a medida que el místico se abría paso en la oscuridad. Soportó aquello cinco horribles minutos, con el cuerpo desgarrado por deseos contradictorios: una parte de él quería tener a Pai junto a sí, que lo abrazara y le dijera que el miedo que sentía era ridículo; la otra parte se consumía por el pánico al pensar que Pai lo encontraría y revelaría así su localización a la criatura de la otra colina.

Al final, el místico abandonó la búsqueda y volvió sobre sus pasos hacia las seguras calles de Beatrix. No obstante, Cortés no dejó su escondite. Esperó otro cuarto de hora hasta que sus ojos, ya doloridos, descubrieron movimiento en el cerro de enfrente. Al parecer, el observador abandonaba su puesto y regresaba al otro lado de la colina. Cortés atisbó su figura cuando desaparecía por la cima, lo justo para confirmar que era humano, al menos de forma si bien no de espíritu. Esperó otro minuto antes de comenzar a descender la colina. No sentía las extremidades, sus dientes castañeaban y tenía el torso rígido por el frío, pero bajó muy deprisa, lo que lo hizo caer y descender varios metros sobre el trasero, para asombro de un grupo de adormilados doekis. Pai estaba un poco más abajo, lo esperaba en la puerta de la casa de mamá Espléndido. Había dos bestias ensilladas en la calle, una de las cuales comía pienso de las manos de Efrit.

—¿Dónde te has metido? —quiso saber Pai—. Te estuve buscando.

—Luego te cuento —dijo Cortés—. Tengo que entrar en calor.

—No hay tiempo —replicó Pai—. El trato consiste en marcharnos de inmediato a cambio de los doekis, comida y abrigos.

—Parece que de repente estén deseosos de deshacerse de nosotros.

—Desde luego que sí —dijo una voz que provenía de los árboles al otro lado de la casa. Apareció un hombre negro, con pálidos e hipnóticos ojos—. ¿Usted es Zacharias?

—Sí, así es.

—Yo soy Coaxial Tasko, me llaman Miserable. Los doekis son suyos. Le he dado al místico provisiones para que puedan ponerse en marcha, pero, por favor, no le cuenten a nadie que han estado aquí.

—Cree que traemos mala suerte —explicó Pai.

—Puede que tenga razón —contestó Cortés—. ¿Me permite estrecharle la mano, señor Tasko, o también le daría mala suerte?

—Puede estrecharme la mano —replicó el hombre.

—Le agradezco el transporte. Juro que no le revelaremos a nadie que estuvimos aquí. Aunque tal vez quiera mencionarlo en mis memorias.

Una sonrisa se dibujó en las facciones austeras de Tasko.

—Tiene mi permiso para eso también —le dijo al tiempo que le daba la mano a Cortés—. Pero no antes de que muera, ¿de acuerdo? No me gustan los curiosos.

—Me parece justo.

—Y ahora, por favor, cuanto antes se vayan, antes podremos fingir que nunca les hemos puesto la vista encima.

Efrit se adelantó con un abrigo entre las manos y Cortés se lo puso. Le llegaba hasta las pantorrillas y olía tan fuerte como los animales a partir de los cuales había sido creado, pero se agradecía.

—Madre les envía sus saludos —le dijo el muchacho a Cortés—. No saldrá para despedirse. —El chico bajó la voz hasta convertirla en un murmullo avergonzado—. Está llorando mucho.

Cortés hizo ademán de dirigirse a la puerta, pero Tasko se lo impidió.

—Por favor, señor Zacharias, nada de retrasos —le dijo—. Váyanse ahora con nuestra bendición, o no se irán nunca.

—Habla en serio —intervino Pai al tiempo que montaba en su doeki. El animal le dirigió una mirada a su jinete cuando lo montó—. Tenemos que irnos.

—¿Ni siquiera vamos a discutir la ruta?

—Tasko me ha dado una brújula y algunas indicaciones. —El místico señaló un estrecho sendero que partía de la aldea—. Tomaremos ese camino.

A regañadientes, Cortés metió el pie en el estribo de piel del doeki y se impulsó hacia la silla. Solo Efrit consiguió decirles adiós, desafiando la ira de Tasko para estrecharle la mano a Cortés.

—Nos veremos en Patashoqua algún día —le dijo.

—Eso espero —replicó Cortés.

Con aquello como única despedida, Cortés tuvo la sensación de haber dejado un discurso a la mitad y, desde aquel momento, inacabado para siempre. Al menos, se alejaban de la aldea mejor equipados para el terreno que los aguardaba de lo que habían estado al entrar en ella.

—¿De qué iba eso? —le preguntó Cortés a Pai una vez que llegaron al cerro que se alzaba sobre Beatrix, donde el sendero trazaba una curva que ocultaba las tranquilas e iluminadas calles.

—Un batallón del ejército del Autarca se abre paso a través de las colinas de camino a Patashoqua. Tasko temía que la presencia de extranjeros en la aldea les proporcionara a los soldados una excusa para saquearla.

—Así que eso fue lo que escuché en la colina.

—Eso fue lo que escuchaste, sí.

—También vi a alguien en la colina opuesta. Juro que me buscaba. No, eso no es verdad. No me buscaba a mí, buscaba a alguien. Por eso no respondí cuando fuiste a buscarme.

—¿Tienes idea de quién podía ser?

Cortés negó con la cabeza.

—Solo sentí su mirada. Después lo atisbé al trasponer el pico. ¿Quién sabe? Ahora que lo digo en voz alta, suena absurdo.

—No había nada absurdo en los ruidos que escuché. Lo mejor que podemos hacer es abandonar esta región lo antes posible.

—De acuerdo.

—Tasko me habló de un lugar al nordeste de aquí, donde la frontera del Tercer Dominio se adentra un buen trecho en éste..., puede que más de mil quinientos kilómetros. Acortaríamos el viaje si atajamos por ahí.

—Tiene buena pinta.

—Pero eso significa atravesar el Paso Alto.

—Eso no pinta bien.

—Será más rápido.

—Será mortal —replicó Cortés—. Quiero ver Yzordderrex, no morir congelado en la cordillera del Jokalaylau.

—¿Tomamos entonces el camino más largo?

—Voto por esa opción.

—Eso alargará el viaje dos o tres semanas.

—Y también nuestras vidas unos cuantos años —contestó Cortés.

—Como si no hubiéramos vivido bastante —comentó Pai.

—Siempre he sido de los que creen que uno nunca puede vivir demasiado ni amar a demasiadas mujeres —concluyó Cortés.

5

Los doeki eran monturas obedientes y con patas firmes; se adaptaban al camino tanto si era de pringoso fango como si consistía en polvo y piedras, indiferentes al parecer a los precipicios que se abrían a escasos centímetros de sus pezuñas en un momento, o a las blancas aguas que resonaban bajo ellas al siguiente. Todo esto sucedía en la oscuridad, ya que a pesar de que pasaban las horas y daba la sensación de que el amanecer ya debería haber hecho su aparición sobre las colinas, el cielo escondía su colorida gloria en una penumbra sin estrellas.

—¿Es posible que las noches sean más largas aquí arriba que en la carretera? —se preguntó Cortés.

—Eso parece —contestó Pai—. Algo en mis tripas me dice que el sol debería haber salido hace horas.

—¿Siempre calculas el paso del tiempo por lo que te dicen las tripas?

—Son más fiables que tu barba —replicó Pai.

—¿Desde qué dirección vendrá la luz cuando se digne aparecer? —inquirió Cortés, que se giró en la silla para otear el horizonte.

Cuando estiró el cuello para mirar el camino por donde habían venido, se escapó de sus labios un murmullo de angustia.

—¿Qué pasa? —preguntó el místico, que detuvo su montura para seguir la mirada de Cortés.

No necesitó decírselo. Una columna de humo negro se alzaba desde el valle que se extendía entre las colinas; la parte más baja estaba formada por una lengua de fuego. Cortés ya se había apeado de la silla y en aquel momento trepaba por la roca que había a junto a ellos para conseguir localizar mejor el foco del incendio. Se demoró apenas unos segundos allí arriba antes de descender, sudoroso y con la respiración agitada.

—Tenernos que volver —anunció.

—¿Por qué?

—Beatrix está en llamas.

—¿Cómo puedes estar seguro desde tan lejos? —preguntó Pai.

—¡Porque lo sé, joder! ¡Beatrix está en llamas! Tenemos que volver. —Montó en su doeki y comenzó a azuzarlo para que diera la vuelta en el estrecho sendero.

—Espera —le pidió Pai—. ¡Por el amor de Dios, espera!

—Tenemos que ayudarlos —dijo Cortés contra la pared de piedra—. Se portaron bien con nosotros.

—¡Solo porque querían que nos fuéramos! —replicó Pai.

—Bueno, pues ahora ha sucedido lo peor y tenemos que hacer lo que podamos.

—Antes eras más razonable.

—¿Qué quieres decir con eso de «antes»? No sabes nada sobre mí, así que no empieces a juzgarme. Si no vienes conmigo, ya te puedes ir a la mierda.

El doeki se había girado por completo, de modo que Cortés le clavó los talones en los flancos para que se lanzara al galope. Solo habían pasado por tres o cuatro lugares en los que el sendero se bifurcaba; estaba convencido de que podría seguir sus pasos de vuelta a Beatrix sin ningún problema. Y si estaba en lo cierto y era la ciudad lo que ardía a lo lejos, la columna de humo sería una especie de guía grotesca.

Pasado un tiempo, el místico lo siguió, tal y como Cortés sabía que haría. A Pai le hacía feliz que lo consideraran un amigo, pero, en algún lugar de su alma, el místico era un esclavo.

No pronunciaron palabra alguna durante el trayecto, algo nada sorprendente dada la última conversación. Solo en una ocasión, mientras subían un cerro desde el que se divisaba el pie de las colinas, con el valle en el que yacía Beatrix oculto pero señalado sin posibilidad de error como el foco del humo, Pai'oh'pah murmuró:

—¿Por qué siempre se trata de fuego?

En este momento, Cortés se dio cuenta de lo insensible que se había mostrado con la renuencia de su compañero a regresar. La devastación que sin duda se extendía ante ellos era una repetición del fuego en el que se había consumido su familia adoptiva, un asunto que no habían vuelto a tratar desde entonces.

—¿Sigo desde aquí solo? —le preguntó.

El místico negó con la cabeza.

—Si no vamos juntos, ninguno irá.

A partir de ese punto, la ruta se hizo más fácil de seguir. Las cuestas eran menos pronunciadas y el sendero estaba mejor cuidado; además, había luz en el cielo, ya que el amanecer tan largamente retrasado llegaba por fin. Para cuando posaron sus ojos en lo que quedaba de Beatrix, la gloria radiante que admirara por primera vez en los cielos que cubrían Patashoqua se alzaba sobre ellos, y su elegancia hacía que la escena de más abajo fuera todavía más horrenda. Beatrix aún tenía focos de llamas, pero el fuego ya había consumido la mayoría de las casas y sus emparrados de abedules y bambú. Detuvo a su doeki y escrutó el lugar desde aquel otero. No había indicios de los asoladores de Beatrix.

—¿Seguimos a pie desde aquí? —preguntó Cortés.

—Será lo mejor.

Dejaron las bestias atadas y se encaminaron hacia la aldea. El sonido de los lamentos les llegó antes de que se adentraran en el perímetro; los sollozos, que emergían desde la oscuridad del humo, le recordaron a Cortés el sonido que escuchó mientras estaba de vigilia en la colina. Supo que, de alguna manera, la destrucción que los rodeaba era consecuencia de aquel encuentro a ciegas. A pesar de que había logrado evitar el ojo del observador, este había advertido su presencia y eso había bastado para atraer la desgracia a Beatrix.

—Yo tengo la culpa... —dijo—. Que Dios me ayude, pero yo tengo la culpa.

Se volvió hacia el místico, que permanecía en medio de la calle con el rostro inexpresivo y pálido.

—Quédate aquí —le ordenó con amabilidad—. Voy a buscar a esa familia.

A pesar de que Pai no emitió respuesta alguna, Cortés dio por sentado que lo había comprendido y se encaminó hacia la casa de los Espléndido. Lo que había destruido Beatrix no era mero fuego. Algunas de las casas habían sido derrumbadas sin fuego alguno, y los setos que las rodeaban estaban arrancados de cuajo. No obstante, no había indicios de muertes, por lo que Cortés albergó la esperanza de que Coaxial Tasko hubiera convencido a los aldeanos de que se escondieran en las colinas antes de que los saqueadores de Beatrix hubieran salido de la noche. Aquella esperanza se hizo añicos cuando llegó al lugar donde se encontrara el hogar de los Espléndido. Al igual que los demás, estaba reducido a escombros; hasta entonces, el humo que brotaba de sus cimientos quemados había ocultado el horror que ahora se amontonaba delante de él. Las buenas gentes de Beatrix yacían apiladas en una pira sangrienta que se alzaba por encima de su cabeza. Había unos cuantos supervivientes junto a la pira que, entre sollozos, buscaban a sus seres queridos en el montón de cuerpos destrozados; algunos se aferraban a miembros que creían reconocer, otros se limitaban a arrodillarse en el polvo lleno de sangre para entonar un canto fúnebre.

Cortés rodeó la pila en busca de una cara conocida entre aquellos que lloraban por sus muertos. Uno de los parroquianos a los que había visto reírse durante el espectáculo acunaba a una esposa o una hermana, cuyo cuerpo yacía tan inerte como las marionetas con las que tanto había disfrutado. Otro, una mujer, escarbaba entre los cuerpos mientras gritaba el nombre de alguien. Hizo ademán de ayudarla, pero la mujer le gritó que se alejara. Cuando retrocedió, vio a Efrit. El muchacho estaba en el montón de cuerpos, con los ojos abiertos. Su boca, que había sido el vehículo de su irrefrenable entusiasmo, había sido golpeada por la culata de un rifle o una bota. En aquel instante Cortés deseó por encima de todo, incluso de su propia vida, tener delante al cabrón que le había hecho aquello. Sintió el aliento letal en su garganta, instándolo a mostrarse implacable.

Le dio la espalda al montón para buscar algún objetivo, aunque no fuera el propio asesino. Alguien con un arma o un uniforme, un hombre al que pudiera llamar «enemigo». No era capaz de recordar otra ocasión en la que se hubiera sentido de esa forma. Claro que jamás había poseído el poder que tenía ahora; o más bien, si creía las palabras de Pai, lo había tenido pero jamás lo supo. Y por más agonizantes que fueran aquellos horrores, su dolor se veía mitigado al saber que tenía la capacidad de limpiarse a sí mismo: que sus pulmones, su garganta y sus manos podrían deshacerse de la culpa con suma facilidad. Se alejó del monumento de cuerpos, dispuesto a convertirse en ejecutor a la primera oportunidad.

La calle serpenteaba y siguió sus curvas; al girar en una esquina se encontró con una de las máquinas de guerra de los invasores. Se detuvo en seco, a la espera de que la máquina posara sus ojos de acero en él. Era la portadora perfecta de la muerte: acorazada como un cangrejo, sus ruedas disponían de guadañas ensangrentadas y su torreta estaba equipada con armamento. Sin embargo, la muerte se había cruzado en el camino del asesino. El humo se elevaba desde la torreta y el conductor yacía donde el fuego lo había encontrado: mientras salía a gatas de debajo de la panza de la máquina. Una pequeña victoria, cierto, pero una que al menos demostraba que las máquinas tenían puntos débiles. Cuando llegara el momento, aquel conocimiento bien podría significar la diferencia entre la esperanza y la desesperación. Iba a darle la espalda a la máquina cuando escuchó que alguien lo llamaba, y Tasko apareció por detrás del armazón humeante. Sin duda tenía un aspecto miserable, con la cara empapada de sangre y la ropa llena de polvo.

—No tiene el don de la oportunidad, Zacharias —le dijo—. Se fue demasiado tarde y ahora vuelve también demasiado tarde.

—¿Por qué hicieron esto?

—El Autarca no necesita motivos.

—¿Estuvo aquí? —le preguntó Cortés.

La idea de que el Carnicero de Yzordderrex hubiera estado en Beatrix le aceleró el pulso.

No obstante, Tasko respondió:

—¿Quién sabe? Nadie le ha visto la cara. Tal vez estuviera aquí ayer contando a los niños y nadie se diera cuenta.

—¿Sabe dónde está mamá Espléndido?

—En algún lugar del montón.

—Dios...

—No hubiera sido una buena testigo. Estaba demasiado destrozada por el dolor. Solo dejan con vida a aquellos que puedan contar mejor la historia. Las atrocidades necesitan testigos, Zacharias. Gente que divulgue la palabra.

—¿Hicieron esto como advertencia? —inquirió Cortés.

Tasko negó con su enorme cabeza.

—No sé cómo funcionan sus mentes —respondió.

—Puede que tengamos que aprender para poder detenerlos.

—Preferiría morir a comprender a esos cerdos —replicó el hombre—. Si tiene ganas, vaya a Yzordderrex. Allí aprenderá lo que necesita.

—Quiero ayudar aquí —le dijo Cortés—. Debe haber algo que yo pueda hacer.

—Puede dejarnos llorar en paz.

Si había alguna despedida más radical, Cortés no la conocía. Intentó pronunciar alguna palabra de consuelo o disculpa, pero ante semejante devastación, el silencio era lo único que parecía adecuado. Inclinó la cabeza y dejó a Tasko la tarea de ser un testigo. Regresó calle arriba, más allá del montón de cadáveres, hasta el lugar en el que se encontraba Pai'oh'pah. El místico no se había movido ni un milímetro. Incluso cuando Cortés llegó a su altura y le dijo que debían ponerse en marcha, pasó bastante tiempo antes de que levantara la vista hacia él.

—No deberíamos haber vuelto —dijo.

—Esto volverá a suceder cada día que desperdiciemos...

—¿Crees que puedes detenerlo? —le preguntó Pai con un deje de sarcasmo.

—Atravesaremos las montañas en lugar de tomar el camino más largo. Así ahorraremos tres semanas.

—De verdad lo crees, ¿no es así? —inquirió Pai—. Crees con total seguridad que puedes detener esto.

—No moriremos —le dijo Cortés, que rodeó a Pai'oh'pah con los brazos—. No permitiré que eso ocurra. Vine aquí para comprender y eso es lo que pienso hacer.

—¿Cuánto más podrás soportar?

—Tanto como sea necesario.

—Tal vez te lo tenga que recordar.

—Lo recordaré —aseguró Cortés—. Después de esto, lo recordaré todo.

Capítulo 21

1

El Retiro de la propiedad Godolphin había sido construido en una época en la que estaba de moda la construcción de edificios inservibles, cuando los herederos de los ricos y poderosos, sin guerras que los distrajesen, se divertían malgastando las riquezas de las generaciones pasadas mediante la construcción de edificios cuya única función era la de inflar aún más sus propios egos. La mayoría de estas edificaciones ridículas, diseñadas sin tener en cuenta los principios básicos de la arquitectura, se convirtieron en polvo antes incluso que sus propios diseñadores. Unas cuantas, sin embargo, alcanzaron cierto prestigio (aun cuando fueran víctimas del abandono), ya fuese porque alguna persona relacionada con el edificio había vivido o muerto con cierto grado de notoriedad o por haber sido el escenario de algún tipo de drama. El Retiro se encuadraba en ambas categorías. Su arquitecto, Geoffrey Light, había muerto seis meses después de haber concluido su obra, ahogado por un vergajo en los páramos de West Riding en Yorkshire. Semejante atrocidad atrajo cierto grado de atención, al igual que la desaparición del patrón de Light, lord Joshua Godolphin, de la escena pública. El deterioro de la salud mental de Godolphin fue tema de conversación en la corte y en los cafés durante muchos años. Ya en el apogeo de su fama, había sido fuente de constantes cotilleos, sobre todo porque solía buscar la compañía de ciertos magos. Cagliostro, el Conde de Saint-Germain e, incluso, Casanova (que, según decían, era un taumaturgo sin igual) habían pasado temporadas en su propiedad, como también lo había hecho una infinidad de practicantes mucho menos conocidos.

Su Señoría no mostraba intención alguna de mantener en secreto esas oscuras investigaciones, aunque el trabajo que en realidad estaba desarrollando nunca llegó a oídos de los chismosos. Todos suponían que se relacionaba con esos charlatanes por el simple entretenimiento que le proporcionaban. Cualquiera que fuese el motivo, el hecho de que se retirara de la vida pública de un modo tan precipitado atrajo más atención sobre su último capricho: la capilla que Light había construido siguiendo sus instrucciones. Un año después del fallecimiento del ahogado arquitecto, salió a la luz un diario que supuestamente le había pertenecido y que contenía numerosas notas acerca de la construcción del Retiro. Fuera o no auténtico, la lectura resultó ser de lo más extraña. Los cimientos se habían dispuesto, según allí se decía, bajo la influencia de ciertas estrellas que se creían especialmente propicias; los albañiles, que habían sido contratados en decenas de ciudades diferentes, habían prometido guardar silencio con un juramento solemne. Las propias piedras habían sido bautizadas una por una con una mezcla de leche y olíbano; y, además, se había permitido que un cordero vagara en tres ocasiones por el edificio a medio construir, con el fin de emplazar tanto el altar como la pila bautismal en aquellos lugares donde el animal posara su inocente cabeza.

Como no podía ser de otro modo, todos estos detalles no tardaron en ser corrompidos por las innumerables repeticiones que sufrió la historia, de la misma manera que el edificio acabó adquiriendo un carácter satánico. Se llegó a decir que se había usado la sangre de varios niños para ungir el altar y que la tumba de un perro rabioso había marcado el emplazamiento de este. Era bastante improbable que lord Godolphin, encerrado tras los altos muros de su santuario, llegara a enterarse de semejantes rumores hasta que, un mes de septiembre dos años después de su retiro, los habitantes de Yoke (el pueblo más cercano a la propiedad), que necesitaban un chivo expiatorio al que culpar de las malas cosechas y a quienes habían enardecido desde el pulpito de la parroquia con un pasaje de Ezequiel, se tomaron la tarde del domingo para organizar una cruzada en contra del trabajo del Diablo y saltaron los muros de la propiedad con el fin de echar abajo el Retiro. No encontraron ni una sola de las blasfemias prometidas: ni cruces invertidas ni altares cubiertos con sangre virginal. No obstante, ya que habían traspasado sin permiso los límites de la propiedad, y debido a la frustración, se dispusieron a inflingir todo el daño posible, hasta que, finalmente, prendieron un fardo de heno en el centro del gran mosaico. Lo único que consiguieron las llamas fue teñir de negro el lugar, y así fue cómo el Retiro se ganó el apelativo que recibiría a partir de entonces: la Capilla Negra... o el Pecado de Godolphin.

2

Si Jude no hubiera tenido idea alguna acerca de la historia de Yoke, podría haber buscado reminiscencias de esta en el pueblo mientras lo atravesaba en coche. Tendría que haber mirado con atención, pero los signos estaban ahí. Se podían contar con los dedos de la mano las casas que no tenían una cruz grabada en la piedra central del arco de entrada o la marca de una herradura sobre el umbral. Si hubiera tenido tiempo para demorarse en el cementerio, habría descubierto apelaciones a Dios inscritas en las lápidas para que mantuviese apartado al Diablo de los vivos al tiempo que acogía las almas de los muertos en su Regazo; y, en el tablón situado junto a las puertas de la iglesia, habría visto un cartel que anunciaba el sermón del próximo domingo: «El Cordero en nuestras vidas», como si así pudieran desvanecer cualquier pensamiento acerca del macho cabrío de los infiernos.

Sin embargo, no vio ninguna de estas señales. Su atención se dividía entre el hombre que iba a su lado y la carretera, y también, de tanto en tanto, en alguna que otra palabra de consuelo dirigida al perro que los acompañaba en el asiento trasero. Llevar a Estabrook para que la guiara hasta ese lugar había sido una inspiración repentina, aunque la idea no carecía de cierta lógica: ella le proporcionaría libertad durante un día, lo sacaría de la rancia y sofocante atmósfera de la clínica para que pudiera disfrutar del aire de enero. Esperaba que, una vez que salieran de allí, el hombre le hablara con más libertad de su familia y, en especial, de su hermano Oscar. ¿Y qué mejor lugar para preguntar de forma inocente acerca de los Godolphin y su historia que los terrenos de la casa que habían construido los antepasados de Charlie?

La propiedad quedaba más o menos a un kilómetro del pueblo, al final de un camino privado que conducía a una verja cubierta, aun en esa época del año, por un ejército verde de arbustos y enredaderas. Las puertas en sí habían desaparecido mucho tiempo atrás y en su lugar se había alzado una protección mucho menos elegante contra los intrusos; tablones y planchas onduladas de hierro, cubierto todo por un amasijo de alambre de púas. No obstante, las tormentas de principios de diciembre habían echado abajo parte de la barricada; por lo que, en cuanto aparcó el coche y se acercaron a la puerta de entrada (con Piel a la cabeza, saltando y ladrando alegremente), resultó evidente que tendrían el acceso garantizado siempre y cuando estuvieran dispuestos a apartar zarzas y ortigas.

—Qué panorama más triste —comentó ella—. Debió de ser un lugar magnífico.

—Yo siempre lo he visto así —contestó Estabrook.

—¿Despejo el camino? —sugirió ella al tiempo que cogía una rama caída y le quitaba las ramitas más pequeñas para apartar las zarzas.

—No, déjame a mí —se ofreció Charlie, y le quitó el palo de la mano para comenzar a abrirse camino entre las ortigas sin compasión alguna.

Jude siguió el sendero verde que él iba abriendo; la euforia cobraba más fuerza en su interior a medida que se acercaban a las verjas, si bien achacó la sensación al espectáculo que ofrecía Estabrook tan metido de lleno en la aventura. No se parecía en nada al cascarón que había visto desplomado en una silla dos semanas atrás. Mientras trepaba sobre los montones de ramas caídas, él le ofreció la mano y, como dos amantes que fueran en busca de un lugar íntimo, sortearon la valla destrozada y se adentraron en la propiedad.

Jude esperaba encontrarse con una perspectiva despejada: un camino que atrajera la atención hacia la propia casa. De hecho, en otra época tal vez hubiera sido así. Sin embargo, tras doscientos años de locura ancestral, de negligencia y de una administración desastrosa, el caos se había adueñado de la simetría y el parque se había convertido en un terreno agreste. Lo que una vez fuesen bosquecillos estratégicamente distribuidos para disfrutar de unos románticos encuentros a la sombra se habían extendido para transformarse en densos bosques. Lo que otrora fueran parterres de césped recortados a la perfección se habían convertido en un amasijo de malezas. Algunas familias pertenecientes a la nobleza terrateniente, ante la incapacidad de mantener económicamente las casas señoriales, habían transformado sus propiedades en parques de safari y habían importado animales salvajes desde los lugares exóticos del desaparecido Imperio Británico, que ahora vagaban allí donde pastaran los ciervos en tiempos mejores. A ojos de Jude, el efecto de semejantes esfuerzos no dejaba de ser absurdo. Los parques estaban demasiado bien cuidados, y los robles y los sicomoros no eran el fondo más adecuado para los leones o los babuinos. Sin embargo, reflexionó, en aquel lugar sí era posible imaginarse a las bestias salvajes deambulando. Era una especie de paisaje extranjero colocado en mitad de Inglaterra.

Había un largo trecho hasta llegar a la casa, pero Estabrook ya se había puesto en marcha, con Piel a la vanguardia en papel de explorador. ¿Qué imágenes habría en la mente de Charlie que lo impulsaban con semejante entusiasmo?, se preguntó Jude. Tal vez fuese el pasado, ¿habría visitado el lugar cuando era niño? ¿O acaso se remontara a mucho tiempo atrás, a la época gloriosa de High Yoke, cuando el camino que pisaban en esos momentos estaba cubierto de grava rastrillada y la casa que los esperaba era un lugar de reunión para los ricos y los poderosos?

—¿Venías mucho cuando eras pequeño? —le preguntó, mientras se abrían camino entre la hierba.

Él se dio la vuelta con una especie de desconcierto momentáneo, como si hubiera olvidado que había alguien detrás.

—No mucho —le dijo—. Aunque me gustaba. Era como un patio de recreo. Después pensé en venderlo, pero Oscar nunca me lo permitió. Pero, por supuesto, tenía sus razones...

—¿Y cuáles eran? —le preguntó a la ligera.

—Si te digo la verdad, me alegro de haberlo dejado desatendido. Así es mucho más hermoso.

Y continuó la marcha, blandiendo la rama como si de un machete se tratara. A medida que se acercaban a la casa, Jude comprobó el lamentable estado en el que se encontraba el edificio: no había ventanas, el tejado había quedado reducido al armazón de las vigas de madera y las puertas se balanceaban en sus goznes con la misma inestabilidad que un borracho. Aquel cúmulo de circunstancias resultaría triste en cualquier casa, pero, en un lugar que antes fuese tan magnífico, el efecto rayaba en la tragedia. El sol ganaba fuerza según se retiraban las nubes y, para cuando atravesaron el porche, sus rayos ya atravesaban la celosía del tejado y las sombras geométricas que creaba en el piso inferior realzaban el estado lamentable del interior de la casa. La escalera, a pesar de no ser más que un montón de escombros, aún se alzaba hasta la altura del primer descansillo que antaño estuviera dominado por una vidriera digna de una catedral. Ahora estaba destrozada por las ramas de un árbol que cayó muchos inviernos atrás y cuyas blanquecinas extremidades seguían esparcidas en el lugar donde el señor y su dama se habrían detenido mientras bajaban las escaleras para recibir a sus invitados. El revestimiento de madera del vestíbulo y de los pasillos seguía intacto, y las tablas del parqué parecían sólidas bajo sus pies. A pesar del ruinoso estado del tejado, la estructura no parecía inestable. La mansión había sido construida para servir eternamente a los Godolphin, y la fertilidad, tanto de la tierra como de sus varones, debía ser la encargada de preservar el apellido hasta que el sol se extinguiera. Era la carne la que había fallado, no la tierra.

Estabrook y Piel se alejaron en dirección al comedor, que tenía el tamaño de un restaurante. Jude los siguió durante un trecho, pero descubrió que la escalera reclamaba su atención. Los datos que conocía acerca del periodo durante el cual la casa había gozado de su máximo esplendor eran los que había adquirido de las películas y de la televisión, pero su imaginación aceptó el desafío con un entusiasmo asombroso y comenzó a recrear escenas tan vividas que acabaron por desplazar a la deprimente realidad, Cuando subió las escaleras y cedió a sus sueños aristocráticos, no sin cierto sentimiento de culpa, vio el recibidor iluminado por el resplandor de las velas, escuchó las risas del piso superior y, mientras descendía, oyó el susurro de la seda provocado por el roce de su vestido sobre la alfombra. Alguien la llamó desde la puerta de entrada y se dio la vuelta esperando encontrarse con Estabrook, pero la voz debió de ser imaginaria, de igual forma que lo era el nombre. Nadie la había llamado nunca «Nectarina».

El incidente la asustó un poco, por lo que se marchó en busca de Estabrook, no solo porque deseaba regresar a la sólida realidad, sino también por el simple hecho de estar acompañada. Lo encontró en mitad de lo que tal vez fuese en otra época un salón de baile. Una hilera de ventanas, que se alzaba desde el suelo hasta el techo, ofrecía una panorámica de las diferentes terrazas y jardines, incluido un ruinoso mirador. Jude se acercó a Estabrook y entrelazó su brazo con el de él. Sus alientos se convirtieron en una única nube de vapor que el sol tiñó de dorado a través de los cristales hechos añicos.

—Debió de ser muy hermoso —dijo ella.

—Estoy seguro de ello. —Charlie aspiró el aire por la nariz con brusquedad—. Pero nunca volverá a serlo.

—Puede restaurarse.

—Costaría una fortuna.

—Pero tú tienes una fortuna.

—No tan grande como la que haría falta.

—¿Y Oscar?

—No. Esto es mío. Él puede ir y venir, pero la propiedad es mía. Esa condición fue parte del trato.

—¿Qué trato? —preguntó ella. Él no respondió, así que lo presionó, echando mano tanto de las palabras como de la proximidad—. Cuéntamelo —lo instó—. Comparte ese secreto conmigo.

Charlie respiró hondo antes de contestar.

—Oscar es más joven que yo y, según una tradición familiar que se remonta a la época en la que la casa estaba intacta, es el primogénito o la hija mayor, en caso de que no haya ningún varón, quien debe convertirse en miembro de una sociedad llamada «Tabula Rasa».

—Nunca había oído hablar de ella.

—Y estoy convencido de que hubiesen querido que siguiera siendo así. No debería contarte nada de esto, pero ¿qué coño importa? Ya me da igual. Todo es agua pasada. Bueno..., se suponía que era yo el que debía unirme a la Tabula Rasa, pero mi padre me pasó por alto en favor de Oscar.

—¿Por qué?

Charlie le dedicó una pequeña sonrisa.

—Lo creas o no, me tacharon de inestable. ¡A mí! ¿Te lo puedes creer? Temían que cometiera una indiscreción. —La sonrisa se convirtió en una carcajada—. Bueno, pues que les den por culo a todos. Ahora sí que voy a ser indiscreto.

—¿Y a qué se dedica la Sociedad?

—Se fundó para prevenir..., a ver si recuerdo las palabras exactas..., para prevenir «que el suelo de Inglaterra sea contaminado». Joshua amaba a Inglaterra.

—¿Joshua?

—El Godolphin que construyó esta casa.

—¿Y a qué contaminación se refería?

—¿Quién sabe? ¿A los católicos? ¿A los franceses? Estaba loco, como la mayoría de sus amigos. Las sociedades secretas estaban de moda en aquellos tiempos.

—¿Y todavía sigue funcionando?

—Supongo que sí. No suelo hablar mucho con Oscar, y cuando lo hago no hablamos de la Tabula Rasa. Es un hombre extraño. De hecho, está mucho más loco que yo. Lo que ocurre es que sabe disimularlo mejor.

—Tú lo disimulabas muy bien, Charlie —le recordó ella.

—He sido un imbécil. Debería haberte demostrado lo loco que estaba. Puede que así hubiera logrado mantenerte a mi lado. —Alzó las manos hacia el rostro de Jude—. Fui un estúpido, Judith. Me considero afortunado por haber obtenido tu perdón, aún no me lo puedo creer.

A Jude le provocó una punzada de culpabilidad ver a su ex marido tan conmovido a causa de sus maquinaciones. Aunque, al menos, su plan había dado fruto. Ahora tenía dos nuevas piezas del rompecabezas: la Tabula Rasa y su raison d'être.

—¿Crees en la magia? —preguntó ella.

—¿Le preguntas al viejo Charlie o al nuevo?

—Al nuevo. Al loco.

—En ese caso, sí, me parece que creo en ella. Cuando Oscar me traía sus regalitos solía decirme: «para que disfrutes de un trocito del milagro». Y yo solía deshacerme de casi todos ellos, salvo de esos que tú encontraste. No quería saber de dónde los sacaba.

—¿Nunca le preguntaste? —siguió ella.

—Al final lo hice. Una noche que estaba borracho, después de que me abandonaras, vino a verme con ese libro que encontraste en la caja fuerte y le pregunté sin rodeos de dónde sacaba todas esas porquerías. No estaba preparado para creer lo que me contó. ¿Sabes qué me hizo enfrentarme a la verdad?

—No. ¿Qué fue?

—El cadáver de los brezales. Te lo he contado, ¿no es cierto? Los observé durante dos días cavando en el lodo bajo la lluvia mientras pensaba: «¡vaya mierda de vida! No hay modo de escapar de ella a no ser que la abandones con los pies por delante». Estaba preparado para cortarme las venas, probablemente lo habría hecho si tú no hubieses aparecido, y entonces recordé lo que sentí la primera vez que te vi. Recordé esa sensación que tuve de que estaba ocurriendo un milagro, de que realmente estaba reclamando algo que había perdido. Y pensé que si creía en ese milagro, bien podía creer en todos. Incluso en los de Oscar. Incluso en sus cuentos sobre Imajica, los Dominios de Imajica, sus habitantes y sus ciudades. Me limité a pensar: «¿por qué no... aceptarlo todo antes de que sea demasiado tarde? Antes de convertirme en un cadáver abandonado bajo la lluvia».

—No morirás bajo la lluvia.

—No me importa dónde muera, Jude; me importa dónde vivo y quiero vivir con un poco de esperanza. Quiero vivir contigo.

—Charlie —lo reprendió con suavidad—, no deberíamos hablar de eso ahora.

—¿Y por qué no? ¿Es que habrá un momento mejor que este? Sé que me trajiste aquí porque tienes muchos interrogantes para los que buscas respuestas, y no te culpo. Si hubiese visto que ese puto asesino venía a por mí, en estos momentos sería yo el que estaría haciendo las preguntas. Pero piénsalo, Jude, eso es todo lo que te pido. Piensa si el nuevo Charlie se merece un poco de tu tiempo. ¿Lo harás?

—Sí, lo haré.

—Gracias —le contestó y, acto seguido, alzó la mano de Jude que descansaba sobre su brazo y le besó los dedos—. Ya has oído casi todos los secretos de Oscar —continuó—. También puedes enterarte del resto. ¿Ves ese bosquecillo que hay allí, cerca del muro? Es su diminuta estación de ferrocarril, donde coge el tren adondequiera que vaya.

—Me gustaría verla.

—¿Le apetece dar un paseo hasta allí, señora? —le preguntó—. ¿Dónde se ha metido el perro? —Silbó y Piel llegó dando saltos y alzando nubes de polvo dorado—. Perfecto, vayamos a tomar el aire.

3

La tarde era tan brillante que no resultaba difícil imaginarse lo maravilloso que sería ese lugar, incluso a pesar de su estado de deterioro, cuando llegase la primavera o a mitad de verano, con las semillas de diente de león y el canto de los pájaros flotando en el aire, y esas noches largas y fragantes. Si bien estaba ansiosa por ver el lugar que Estabrook había descrito como «la estación de ferrocarril de Oscar», no apresuró el paso. Tal y como Charlie había sugerido, se limitaron a pasear, tomándose su tiempo para echar una mirada apreciativa a la casa. Parecía mucho más grandiosa desde esa perspectiva, gracias a las terrazas que ascendían en suave pendiente hacia las cristaleras del salón de baile. Aunque el bosque que aparecía ante ellos no era demasiado extenso, la maleza y la densidad de los árboles les impidieron ver su destino hasta que estuvieron bajo el dosel de las ramas, sobre los restos húmedos y podridos de las últimas hojas de septiembre. Solo entonces comprendió Jude a qué edificio se acercaba. Lo había visto innumerables veces, dibujado a escala y colgado delante de la caja fuerte.

—El Retiro —dijo.

—¿Lo has reconocido?

—Por supuesto.

Sobre sus cabezas, los pájaros cantaban en las ramas, desorientados por la agradable temperatura que los invitaba a entregarse al cortejo. Cuando Jude alzó la mirada, le pareció que las ramas formaban una bóveda decorativa sobre el Retiro, como si imitaran la cúpula del edificio. La bóveda, sumada a los trinos, confería al lugar un ambiente casi sagrado.

—Oscar lo llama la «Capilla Negra» —le explicó Charlie—. No me preguntes por qué.

No tenía ventanas y, desde ese lado, no se veía ninguna puerta. Tuvieron que caminar unos metros a su alrededor para dar con la entrada. Piel jadeaba en el escalón de la puerta, pero cuando Charlie la abrió, el animal se negó a pasar.

»Cobarde —le dijo Charlie, que traspasó el umbral por delante de Jude—. Es un lugar bastante seguro.

La sensación de espiritualidad que había percibido en el exterior era mucho más intensa allí dentro; sin embargo, a pesar de todo lo que había experimentado desde que Pai'oh'pah tratara de matarla, no estaba preparada para enfrentarse con el misterio. Su propia contemporaneidad era una carga. Deseaba poder recurrir a alguna parte de sí misma que hubiera quedado olvidada en la frustrante historia de su vida y que estuviese mucho mejor preparada para enfrentarse al presente. Charlie tenía a sus parientes, aunque hubiera renunciado a su apellido. Los zorzales que cantaban en las ramas eran idénticos a los que habían cantado en ese mismo lugar desde que las ramas fueron lo bastante fuertes como para sostenerlos. Sin embargo, ella iba a la deriva, no se parecía a nadie; ni siquiera a la mujer que había sido seis semanas antes.

—No te pongas nerviosa —le dijo Charlie, invitándola a pasar.

El volumen de su voz no parecía ser apropiado para el lugar; sus palabras resonaron por la amplia estancia circular y regresaron a su dueño amplificadas. Él no le dio importancia alguna. Tal vez, esa indiferencia se debiera a la familiaridad con el lugar, pero Jude no lo creía así. A pesar de todo, a pesar de ese discurso sobre los milagros y lo de creer en ellos, Charlie seguía siendo un hombre pragmático, centrado en los hechos concretos. Jude podía sentir con claridad las fuerzas que se movían allí, fueran cuales fuesen, pero Estabrook parecía totalmente ajeno a su presencia.

Cuando se aproximaba al Retiro, había creído que el lugar carecía de ventanas, pero se había equivocado. En la intersección entre el muro y la cúpula se abría un anillo de ventanas, como un halo que rodeara a la perfección el cráneo de la capilla. A pesar de su pequeño tamaño, dejaban pasar la suficiente luz del sol como para que los rayos llegasen hasta el suelo y se reflejaran en mitad de la estancia, cubriendo así el mosaico con una bruma luminosa. Si de verdad la capilla era un punto de partida, el andén debía de ser ese lugar sublime.

—No tiene nada de especial, ¿verdad? —comentó Charlie.

Estaba a punto de expresar su desacuerdo y explicarle de algún modo lo que sentía, cuando Piel comenzó a ladrar en el exterior. No se trataba de los ladridos alegres con los que había anunciado el descubrimiento de cada nuevo lugar que marcar con una meada a lo largo del camino, sino de un aviso de peligro. Judith corrió hacia la puerta, pero el trance en que la había sumido la capilla aminoró su respuesta y Charlie salió antes de que ella pudiera llegar al escalón de entrada. Gritó al perro para que se callara y este lo obedeció al instante.

—¿Charlie? —lo llamó ella.

No obtuvo respuesta. Sin los ladridos de Piel se dio cuenta de que estaba rodeada por un absoluto silencio. Los pájaros habían dejado de cantar.

De nuevo lo llamó:

—¿Charlie?

Y, en cuanto acabó de pronunciar el nombre, alguien subió el escalón. Pero no se trataba de Charlie; ese hombre, fornido y con barba, era un completo extraño. No obstante, su cuerpo respondió ante él con una sensación de reconocimiento, exactamente igual que lo haría ante un amigo largo tiempo perdido. Podría haber comenzado a dudar de su propia cordura de no haber visto que sus sentimientos encontraban eco en el rostro del desconocido. El hombre la miraba con los párpados entornados y la cabeza ligeramente inclinada.

—¿Tú eres Judith?

—Sí. ¿Quién eres tú?

—Oscar Godolphin.

Ella tomó una honda bocanada de aire, intentando normalizar la respiración.

—¡Vaya, gracias a Dios! —exclamó—. Me has asustado. Creí que... No sé lo que me imaginé. ¿Es que el perro ha intentado atacarte?

—Olvídate del perro —le dijo mientras entraba en la capilla—. ¿Nos hemos visto antes?

—No lo creo —contestó ella—. ¿Dónde está Charlie? ¿Le ha pasado algo?

Godolphin continuó acercándose sin aminorar el paso.

—Esto lo lía todo —dijo.

—¿Cómo?

—El hecho de... conocerte. Seas quien seas. Lo embrolla todo.

—No veo por qué —respondió—. Siempre he querido conocerte y le he pedido a Charlie en varias ocasiones que nos presentara, pero nunca se mostró muy inclinado a hacerlo... —Continuó parloteando, tanto para defenderse de la evaluación a la que la estaba sometiendo el hombre como con fines comunicativos. Tenía la impresión de que si guardaba silencio, se olvidaría de sí misma por completo y se convertiría en una posesión de ese hombre—. Me alegra muchísimo poder hablar contigo al fin. —Oscar estaba tan cerca que, si alargaba el brazo, podría tocarla. Ella le tendió la mano a modo de saludo—. Es un verdadero placer —concluyó.

En el exterior, el perro comenzó a ladrar de nuevo y, en esa ocasión, su algarada fue seguida de un grito.

—¡Ay, Dios, le ha mordido a alguien! —dijo Jude, antes de moverse hacia la puerta.

Oscar la agarró del brazo y el contacto, ligero pero posesivo, la detuvo. Se giró para enfrentarlo y, de repente, todos los ridículos clichés de la ficción romántica se hicieron reales y mortalmente serios. Sentía que el corazón le latía en la garganta, le ardían las mejillas y la tierra parecía agitarse bajo sus pies. La cosa no tenía nada de agradable; todo lo contrario, le provocaba una sensación de desamparo contra la que no tenía defensa alguna. Su único consuelo, y tampoco es que fuese nada del otro mundo, era el hecho de que su compañero en esa especie de danza de deseo parecía estar tan angustiado por su mutua atracción como ella.

Los ladridos del perro se acallaron de repente, poco antes de que Charlie gritara su nombre. Oscar miró hacia la puerta, al igual que hizo Jude, para ver a Estabrook allí plantado, jadeando y armado con un palo. Tras él, e intentando darle alcance, había una abominación: una criatura medio quemada, con el rostro lleno de agujeros (por culpa de Charlie, según comprobó Jude, ya que había restos de carne carbonizada en el palo), que intentaba atraparlo a ciegas.

Ella dejó escapar un grito ante la aparición y Charlie se hizo a un lado en el mismo momento en que la criatura se abalanzaba contra él. Aquel ente perdió el equilibrio al tropezarse con el escalón y cayó al suelo. Una de las manos, con los huesos visibles bajo la carne quemada, se alzó en busca de la jamba de la puerta, pero, antes de que lograra asirse, Charlie le golpeó con su arma en la maltrecha cabeza. Los fragmentos de cráneo volaron por todos lados al tiempo que un chorro de sangre plateada precedía a la cabeza en su caída hacia el escalón. La mano se desvió de su objetivo y se derrumbó sobre el umbral.

Judith escuchó que Oscar lanzaba un gemido.

—¡Tú, pedazo de cabrón! —exclamó Charlie.

Su ex marido jadeaba y estaba cubierto de sudor, pero sus ojos brillaban con una determinación de la que Judith nunca había sido testigo con anterioridad.

»Suéltala —le dijo a Oscar.

Ella sintió que la mano de Oscar se alejaba de su brazo y que la pérdida le provocaba una punzada de dolor. Lo que una vez sintió por Charlie no había sido más que un presagio de lo que la embargaba en esos momentos; como si lo hubiera amado en recuerdo de un hombre al que jamás había conocido. Y ahora que lo conocía, ahora que había escuchado su verdadera voz y no solo un eco, Estabrook se le antojaba un pobre sustituto, a pesar de su tardía muestra de heroísmo.

No podía identificar la fuente de esos sentimientos, pero los guiaba la fuerza del instinto y no podía permitir que ambos hombres la dejaran al margen. Observó a Oscar con atención. Tenía sobrepeso, iba demasiado arreglado y, sin duda, sería en exceso arrogante: el tipo de individuo que jamás elegiría si le dieran la oportunidad. Pero, por alguna razón que no acababa de comprender, le habían negado la oportunidad de elegir. Un impulso más profundo que el mero deseo físico había reclamado su voluntad. El miedo que sintiera por su propia seguridad y por la de Charlie parecía haberse esfumado de súbito, como si no hubiera sido más que una abstracción.

—No te preocupes por él —le dijo Charlie—. No va a hacerte daño.

Ella le echó una ojeada. Al lado de su hermano parecía un cascarón, atormentado por continuas convulsiones y temblores. ¿Cómo podía haberlo amado alguna vez?

»Ven —le dijo para atraerla a su lado.

Ella no se movió hasta que Oscar así se lo dijo.

—Ve con él.

Judith comenzó a caminar hacia Charlie, movida más por el deseo de obedecer a Oscar que por las ganas de acercarse a su ex marido. A medida que se acercaba a él, otra sombra apareció en la entrada: un joven vestido con un traje de corte austero y el pelo teñido de rubio. Los rasgos de su rostro eran tan perfectos que parecían estereotipados.

—No te metas, Dowd —advirtió Oscar—. Esto es entre Charlie y yo.

Dowd miró el cadáver que estaba en el escalón antes de volver a posar los ojos en Oscar y ofrecerle dos palabras de advertencia.

—Es peligroso.

—Sé perfectamente lo que es —contestó Oscar—. Judith, ¿por qué no vas afuera con Dowd?

—No te acerques a ese cabrón de mierda —le ordenó Charlie—. Ha matado a Piel. Y todavía hay otra de esas criaturas ahí fuera.

—Se llaman «anuladores», Charles —informó—. Y no van a tocar un pelo de su hermosa cabecita. Judith, mírame. —Ella se dio la vuelta para hacerlo—. No estás en peligro. ¿Me entiendes? Nadie va a hacerte daño.

Ella lo entendió y lo creyó. Sin mirar siquiera a Charlie, continuó alejándose hacia la puerta. El asesino de Piel se hizo a un lado y le ofreció la mano para ayudarla a saltar por encima del cadáver del anulador, pero ella la ignoró y salió bajo el sol con una bochornosa ligereza tanto en el corazón como en los pies. Dowd la siguió mientras se alejaba de la capilla. Podía sentir su mirada en la espalda.

—Judith... —la llamó con una especie de incredulidad en la voz.

—Esa soy yo —contestó ella, a sabiendas de que reclamar dicha identidad era algo de vital importancia.

Acuclillado sobre el suelo, a cierta distancia de ellos, vio al otro anulador. Observaba con indiferencia el cuerpo de Piel sin dejar de acariciar el costado del perro con los dedos. Ella apartó la mirada, renuente a que la extraña dicha que sentía fuese empañada por la morbosidad.

Judith y Dowd llegaron a la linde del bosque, desde donde ella consiguió echarle un vistazo al cielo sin obstáculos que la estorbaran. El sol se hundía en el horizonte y sus colores se intensificaban a medida que lo hacía, confiriendo una magia especial al parque, a las terrazas y a la casa.

—Tengo la sensación de haber estado aquí antes —dijo ella.

La idea era peculiarmente reconfortante: al igual que los sentimientos que albergaba hacia Oscar, surgía de algún lugar en su interior que no recordaba poseer; sin embargo, identificar la fuente de todos esos sentimientos no era tan importante en ese instante como aceptar su presencia. Cosa que ella hacía, y de muy buena gana además. Había pasado una buena parte de su vida más reciente inmersa en una serie de acontecimientos que escapaban a su control, y suponía un placer acariciar un puñado de sentimientos con raíces tan profundas e instintivas que ni siquiera tenía que analizar su razón de ser. Formaban parte de ella y, por tanto, eran buenos en sí mismos. Al día siguiente, o tal vez el día después, intentaría analizar el significado de todas aquellas emociones con más atención.

—¿Recuerda algo en concreto acerca de este lugar? —le preguntó Dowd.

Ella meditó durante un instante antes de contestar.

—No. Es solo una sensación de... que pertenezco a este lugar.

—En ese caso, tal vez sea mejor no recordar nada —fue la respuesta de Dowd—. Ya sabe lo que sucede con la memoria. Puede ser muy traicionera.

A Judith no le gustaba nada ese hombre, pero su observación tenía cierto mérito. Apenas podía recordar lo sucedido en su vida diez años atrás; pensar en un periodo posterior a ese lapso sería casi imposible. Si los recuerdos llegaban con el paso del tiempo, les daría la bienvenida. Pero, en esos momentos, tenía una copa a rebosar de sentimientos que, tal vez, resultaban aún más atractivos debido al misterio que los envolvía.

Desde la capilla, llegaron las voces de los dos hombres, aunque la distorsión que provocaban el eco y la distancia hacía que la conversación resultara del todo incomprensible.

—Una pequeña rivalidad filial —comentó Dowd—. ¿Qué se siente al ser una mujer por la que luchan dos hombres?

—No hay ninguna lucha —contestó ella.

—Ellos no parecen estar de acuerdo con usted —dijo Dowd.

Las voces se habían convertido en gritos que llegaron a un punto álgido y, súbitamente, se apagaron. Uno de los dos hombres continuaba hablando (Oscar, según le parecía a Judith), pero las reprimendas del otro lo interrumpían de modo constante. ¿Estarían regateando por ella, pujando hasta llegar a un acuerdo? Comenzó a pensar que sería necesaria su intervención. Tal vez debiera volver a la capilla y dejar claro a quién debía su fidelidad, por muy irracional que fuese. Mejor decir la verdad en ese momento que permitir que Charlie negociara con sus posesiones solo para descubrir que no iba a quedarse con el premio. Se dio la vuelta y comenzó a desandar el camino hacia la capilla.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Dowd.

—Tengo que hablar con ellos.

—El señor Godolphin le ordenó...

—Ya lo sé. Tengo que hablar con ellos.

A su derecha, vio que el anulador se ponía en pie, pero la criatura no la miraba a ella, sino a la puerta de la capilla que permanecía abierta. Olisqueó el aire y dejó escapar un silbido parecido a un gimoteo antes de salir corriendo hacia la entrada del edificio con unas zancadas casi animales. Llegó allí antes que Jude, y con las prisas pisó el cadáver de su hermano. En cuanto Jude estuvo a un par de metros de la puerta, distinguió el olor que había hecho gimotear a la criatura. Una brisa (demasiado cálida para la estación del año y en la que flotaban unos aromas demasiado extraños para ser de este mundo) salió de la capilla y llegó hasta ella. Para su completo horror, se dio cuenta de que la historia se repetía. Los pasajeros subían allí dentro al tren que comunicaba los Dominios, y el movimiento de la máquina por la vía era el origen del viento que ella percibía.

—¡Oscar! —gritó, tropezando con el cadáver en su afán por irrumpir en el interior.

Los pasajeros ya se habían evaporado. Los vio desaparecer de la vista de la misma forma en que lo hicieran Cortés y Pai'oh'pah, con la diferencia de que en este caso el anulador, desesperado por acompañarlos, se arrojó al flujo que los llevaría al otro lado. Puede que ella hubiera debido hacer lo mismo, pero al instante comprendió que esa cosa había cometido un error. La criatura había quedado atrapada en el flujo, pero había llegado demasiado tarde como para acompañar a los viajeros adondequiera que estos hubiesen ido. Su silbido se convirtió en un grito agudo mientras se desintegraba. Sus brazos y su cabeza, inmersos en el vórtice de poder que señalaba el lugar de partida, comenzaron a darse la vuelta como un calcetín. La mitad inferior de su cuerpo, que aún no estaba dentro del flujo, comenzó a contorsionarse mientras las piernas intentaban encontrar un apoyo estable sobre el mosaico del suelo al tiempo que intentaba liberarse. Demasiado tarde. Jude vio cómo su cabeza y su tronco se descubrían antes de que los brazos fueran despojados de la piel, que fue absorbida al instante.

El poder que lo había atrapado desapareció de súbito. Sin embargo, la criatura no tuvo tanta suerte. Con los brazos aún extendidos para atrapar el mundo que quizá sus ojos habían contemplado antes de desintegrarse junto a la cabeza, cayó al suelo y el líquido azul negruzco de sus entrañas se extendió sobre el mosaico. Pero aun así, ciego y con las entrañas abiertas, su cuerpo se negaba a morir. Seguía moviéndose de un lado a otro, como las víctimas del grand mal.

Dowd pasó junto a ella y se acercó al lugar de partida con pasos precavidos, por temor a que aún quedaran reminiscencias del flujo; sin embargo, al no encontrar ninguna, sacó un arma del bolsillo interno de su chaqueta y, tras buscar un punto vulnerable en la masa informe que se revolvía junto a sus pies, disparó. Los movimientos del anulador se hicieron más lentos, hasta que acabaron por detenerse. Con un profundo suspiro, Dowd se alejó del cuerpo y regresó junto a Jude.

—No debería estar aquí —le dijo—. No debería haber contemplado esto.

—¿Por qué no? Sé adónde han ido.

—Vaya, ¿de verdad? —preguntó al tiempo que alzaba una ceja en un gesto burlón—. ¿Y dónde es, si puede saberse?

—A Imajica —le contestó, como si el nombre le resultara del todo familiar, por más que todavía le pareciera asombroso.

El hombre esbozó una leve sonrisa, aunque Jude no pudo asegurar si se debía a la aprobación o a una actitud sutilmente irónica. Dowd la observaba; parecía disfrutar con el escrutinio al que ella lo sometía, confundiéndolo, tal vez, con simple admiración.

—¿Y cómo es que sabe de la existencia de Imajica? —inquirió.

—¿Acaso no es del conocimiento de todo el mundo?

—Creo que usted sabe más que el resto —contestó—. Aunque no estoy muy seguro de cuánto más es eso.

Ella representaba un enigma para el hombre, sospechaba Jude, y mientras lo siguiera siendo podría encontrar una actitud amigable en él.

—¿Cree que lo han conseguido? —le preguntó ella.

—¿Quién sabe? El anulador puede haber arruinado su viaje al intentar acompañarlos. Tal vez no hayan llegado a Yzordderrex.

—Entonces, ¿dónde están?

—En el In Ovo, por supuesto. En algún lugar entre este Dominio y el Segundo.

—¿Y cómo regresarán?

—Muy sencillo —contestó—. No lo harán.

4

Así pues, esperaron. O, más bien, ella esperó mientras observaba cómo el sol desaparecía tras los árboles moteados por las bandadas de grajos para ser sustituido por las primeras estrellas que comenzaban a brillar en el cielo. Dowd se mantuvo ocupado con los cadáveres de los anuladores; los arrastró hasta el exterior de la capilla y, tras hacer una sencilla pira con madera seca, los quemó. No demostró la más mínima preocupación por el hecho de que ella lo estuviera observando todo. Tal vez quisiera darle una lección o lanzarle una advertencia. El hombre parecía haber asumido que ella formaba parte del mundo secreto del que procedían tanto él como los anuladores; un mundo que no estaba encorsetado por las leyes y las reglas de moralidad que ataban al resto del universo. Al ser testigo de lo ocurrido y hacerse pasar por una experta conocedora de los asuntos de Imajica, Jude se había convertido en cómplice. Ya no había marcha atrás. No podría regresar con sus amigos, no podría retomar la vida que había llevado hasta entonces. Ahora pertenecía a ese mundo secreto, en la misma medida en que ese mundo secreto le pertenecía a ella.

En realidad, no sería tan grave si Godolphin regresaba. Él podría ayudarla a encontrar el camino a través de todos los misterios. Si no lo hacía, las consecuencias serían menos apetitosas. El hecho de estar obligada a soportar la compañía de Dowd, por la simple razón de que ambos fueran un par de exiliados, le iba a resultar insoportable. Acabaría por marchitarse y morir. Pero claro, si Godolphin no regresaba a su vida, ¿qué más daba morir? Había recorrido el camino del éxtasis a la desesperación en tan solo una hora. ¿Era mucho pedir que el péndulo volviera a oscilar hacia el otro extremo antes de que acabara el día?

El frío era un añadido más a sus miserias y, puesto que no tenía otra fuente de calor, se acercó a la pira, preparándose para retroceder en caso de que el hedor o la imagen fueran demasiado ofensivos. Había esperado que oliera igual que la carne quemada, pero el humo resultaba casi aromático y las formas que el fuego rodeaba eran irreconocibles. Dowd le ofreció un cigarrillo que ella aceptó y encendió con una ramita que había saltado del borde de la pira.

—¿Qué tipo de seres eran? —le preguntó mientras observaba los restos.

—¿No ha oído hablar de los anuladores? —preguntó él a su vez—. Son las más ínfimas de las criaturas. Yo mismo los traje del In Ovo, y eso que no soy ningún maestro. Eso debería darle una idea de lo pardillos que son.

—Cuando olisqueó el viento...

—Sí, fue enternecedor, ¿no es cierto? —dijo Dowd—. Olió Yzordderrex.

—Quizá naciera allí.

—Es muy posible. He oído decir que proceden del deseo colectivo, pero no es cierto. Son hijos de la venganza. Nacen de aquellas mujeres que se abren camino por sí solas.

—¿Y abrirse camino en solitario está mal?

—Para las de tu sexo no solo está mal: está absolutamente prohibido.

—Entonces, si una mujer infringe la ley, ¿la dejan embarazada como venganza?

—Exacto. No se puede abortar a un anulador, ya ve. Son estúpidos, pero luchan hasta en el vientre de sus madres. Y matar a una criatura que ha nacido de sus entrañas va en contra del código de una mujer. Por eso, con el fin de librarse de ellos, pagan a alguien que los arroje al In Ovo. Son capaces de sobrevivir allí mucho más que cualquier otra criatura. Se alimentan de cualquier cosa que encuentran, incluso de sus semejantes. Y, a la larga, si tienen suerte, alguien los invoca y acaban en este Dominio.

Le quedaban muchas cosas que aprender, pensó Jude. Tal vez debería cultivar la amistad de Dowd, por poco encanto que este tuviese. El hombre parecía disfrutar cada vez que alardeaba de sus conocimientos y, cuanto más conociera acerca de ese otro mundo, más preparada estaría cuando llegase el momento de cruzar el portal hacia Yzordderrex. Estaba a punto de preguntar a Dowd acerca de esa ciudad cuando una bocanada de viento procedente de la capilla arrojó una nube de chispas entre ellos.

—Ya vuelven —dijo ella, y comenzó a andar hacia el edificio.

—Tenga cuidado —le aconsejó Dowd—. Puede que no sean ellos.

La advertencia cayó en saco roto. Jude corrió hasta la puerta y la alcanzó al tiempo que la olorosa brisa veraniega desaparecía. El interior de la capilla estaba envuelto en las sombras, pero pudo distinguir una figura en el centro del mosaico. Se tambaleó hacia ella, con la respiración entrecortada. La luz del fuego lo iluminó en cuanto estuvo a dos metros de Jude. Era Oscar Godolphin, que taponaba con la mano la hemorragia que tenía en la nariz.

—Ese cabrón... —dijo.

—¿Dónde está?

—Muerto —contestó sin más—. Tuve que hacerlo, Judith. Estaba loco. Dios sabe qué podría haber dicho, o hecho... —Le tendió el brazo a Jude—. ¿Me ayudas? Estuvo a punto de romperme la nariz, joder.

—Yo lo ayudaré —dijo Dowd con actitud celosa.

Pasó junto a Jude al tiempo que se sacaba un pañuelo del bolsillo para colocarlo sobre la nariz de Oscar. Este lo apartó de un empellón.

—Sobreviviré —dijo Godolphin—. Vámonos a casa.

Habían salido de la capilla y Oscar estaba contemplando el fuego.

—Los anuladores —explicó Dowd.

Oscar miró a Judith de soslayo.

—¿Te ha obligado a mirarlo mientras hacía la pira? —le preguntó—. Lo siento mucho. —Devolvió la vista a Dowd, sin ocultar su irritación—. Ese no es modo de tratar a una dama —lo reprendió—. Tendremos que hacerlo mejor en el futuro.

—¿Qué quiere decir?

—Se viene a vivir con nosotros. ¿Verdad, Judith?

Ella dudó un instante, tan fugaz que fue casi vergonzoso, antes de contestar.

Satisfecho con la respuesta, Oscar siguió contemplando la pira.

—Vuelve mañana —escuchó Jude que ordenaba a Dowd—. Esparce las cenizas y entierra los huesos. Tengo un pequeño libro de oraciones que me dio Pecador. En él encontraremos algo apropiado para la ocasión.

Mientras hablaba, Judith se dedicó a observar las tinieblas que envolvían la capilla e intentó imaginarse el camino que unía el lugar donde se encontraba en esos momentos con la ciudad del otro lado, el lugar del que partiera esa brisa tan seductora. Algún día iría a esa ciudad. Había perdido a un marido en el intento, pero, desde la nueva perspectiva en la que se encontraba, la pérdida resultaba insignificante. Sus sentimientos habían alcanzado un orden nuevo, cimentado en el mismo instante en que viera a Oscar Godolphin. No sabía con certeza qué importancia adquiriría el hombre en su vida, pero tal vez pudiese persuadirlo de que la dejara acompañarlo al otro lado, algún día, muy pronto.

Ansiosa como estaba por recrear en su imaginación los misterios que yacían tras el velo del Quinto Dominio, la mente de Jude jamás habría podido conjurar la realidad de semejante travesía, a pesar de toda su pasión. Movida por las pocas pistas que Dowd le había proporcionado, se imaginaba el In Ovo como una especie de tierra baldía donde los anuladores colgaban como hombres ahogados en unas profundas zanjas que llegaban hasta el fondo del mar, mientras que unas criaturas que jamás verían el sol se arrastraban hacia ella, su camino iluminado por su propia y verdosa luminiscencia. Pero los habitantes del In Ovo excedían cualquier tipo de rareza que pudiera encontrarse en las profundidades del océano. Tenían formas y apetitos que jamás habían sido expuestos en libro alguno. Llevaban siglos consumidos por la ira y la frustración.

Y las escenas que Judith se había imaginado al otro lado de esa prisión también eran muy diferentes a las que podría encontrarse en realidad. Si hubiera viajado en el Expreso de Yzordderrex, no habría llegado al centro de una ciudad veraniega, sino a un sótano enmohecido donde se alineaban los alijos de amuletos y petrificaciones de Pecador. Para poder llegar al aire libre, Judith habría tenido que subir las escaleras y atravesar la casa. Una vez en la calle, habría visto satisfechas algunas de sus expectativas. El aire era cálido y lleno de aromas pungentes, y el cielo era brillante. Pero la luz que provenía de encima de su cabeza no era la de un sol, sino la de un cometa que paseaba su gloria por el cielo del Segundo Dominio. Si hubiera podido contemplarlo en aquel preciso instante para luego volver a fijar su mirada en el suelo la calle, habría visto que el cometa se reflejaba en un charco de sangre. Allí había finalizado la pelea entre Oscar y Charlie, y allí había quedado abandonado el hermano perdedor.

De todos modos, Charlie no había permanecido mucho rato en ese lugar. Las noticias de que un hombre ataviado con extrañas vestiduras yacía tirado en la cuneta se habían extendido con rapidez y, antes de que la última gota de sangre hubiera abandonado su cuerpo, tres individuos jamás vistos en aquel kesparate habían aparecido para reclamarlo. Eran carestes, a juzgar por sus tatuajes, y si Jude hubiese estado observándolo todo desde la entrada de la casa de Pecador, le habría enternecido contemplar la reverencia con la que los tres individuos trataban su carga mientras se lo llevaban; las sonrisas que le dedicaban a ese rostro amoratado, a esa cabeza que se inclinaba hacia un lado; las lágrimas que uno de ellos derramaba. También habría percibido (aunque, tal vez, dada la conmoción que había en la calle bien podría no haberse dado cuenta) que, aunque el hombre derrotado yacía inmóvil en los brazos de sus portadores, con los ojos cerrados y los miembros lasos a ambos lados de su cuerpo hasta que se los cruzaron encima del pecho, ese pecho no estaba del todo inmóvil.

Charles Estabrook, al que habían dado por muerto en medio de la inmundicia de Yzordderrex, abandonó las calles de la ciudad con suficiente salud en su cuerpo como para que lo consideraran un perdedor, pero no un cadáver.

Capítulo 22

1

Los días que siguieron a la segunda partida de Pai y Cortés de Beatrix parecieron acortarse a medida que ascendían, lo que apoyaba la sospecha de que las noches en la cordillera del Jokalaylau eran más largas que en las llanuras. Era imposible comprobar esa teoría, ya que sus dos medidores temporales (la barba de Cortés y las tripas de Pai) se hacían menos fiables a medida que subían. La primera porque Cortés dejó de afeitarse; la segunda, porque el hambre de los viajeros, y por tanto su necesidad de defecar, decrecía a medida que iban ascendiendo. En lugar de contribuir a aumentar el apetito, el aire enrarecido se convirtió en sustento, y así viajaron hora tras hora sin acordarse ni una sola vez de sus necesidades físicas. Claro que contaban con la compañía del otro para evitar olvidarse por completo de sus cuerpos y de su objetivo, si bien los lanudos lomos de las bestias que montaban eran mucho más efectivos en ese sentido. Cada vez que los doekis tenían hambre, los animales se paraban sin más y les resultaba imposible azuzarlos u obligarlos a que se movieran del arbusto o la maleza que estuvieran comiendo, hasta que se saciaban. Al principio, esto supuso una molestia; los jinetes lanzaban maldiciones al tiempo que desmontaban, ya que sabían que tenían una hora por delante hasta que las bestias terminaran de pastar. Sin embargo, conforme pasaron los días y el aire se hizo menos respirable, llegaron a depender del ritmo del tracto intestinal de los doekis y tomaron por costumbre aprovechar sus paradas para alimentarse ellos también.

Pronto se hizo evidente que los cálculos de Pai acerca de la duración de su viaje habían sido más que optimistas. La única parte de las predicciones del místico que había confirmado la experiencia era la referente a la dureza del camino. Incluso antes de alcanzar la cota de nieve, tanto los jinetes como sus monturas mostraban ya síntomas de cansancio; además, el sendero se hacía cada vez menos visible a medida que la tierra blanda se congelaba poco a poco, y quedaban así ocultas las huellas de aquellos que los precedieran. Ante la perspectiva de campos nevados y glaciares que se extendía delante de ellos, permitieron que los doekis descansaran un día entero y animaron a las bestias para que se cebaran con lo que podrían ser las últimas briznas de pasto disponibles hasta que alcanzaran el otro extremo de la cordillera.

Cortés llamó Chester a su montura, en honor al querido Klein, con quien compartía cierto encanto meditabundo. No obstante, Pai se negó a ponerle nombre a la otra bestia, ya que alegó que traía mala suerte comerse cualquier cosa que tuviese nombre, y las circunstancias bien podrían obligarlos a comerse a un doeki antes de llegar a la frontera del Tercer Dominio. Aparte de ese pequeño desacuerdo, mantuvieron una conversación sin sobresaltos una vez que reemprendieron la marcha, y se guardaron de discutir los sucesos acaecidos en Beatrix o su importancia. El frío pronto se hizo persistente; los abrigos que les habían dado apenas resultaban una defensa adecuada contra el azote del viento, que les arrojaba paredes de nieve en polvo tan densa que, en ocasiones, se desviaban del camino. Cuando eso sucedía, Pai sacaba la brújula (que parecía más una carta astrológica a los ojos inexpertos de Cortés) y corregía su rumbo en consecuencia. Solo en una ocasión expresó Cortés su esperanza de que el místico supiera lo que hacía, comentario que le valió una mirada tan desdeñosa por sus quejas que no volvió a pronunciar una palabra al respecto a partir de ese momento.

A pesar de que el tiempo empeoraba día a día, cosa que hacía que Cortés añorara un mes de enero en Inglaterra, la buena suerte no los abandonó del todo. Llevaban cinco días viajando por las cumbres nevadas cuando, en un momento de calma entre dos ráfagas de viento, Cortés oyó un repicar de campanas; al seguir el sonido, descubrieron a media docena de montañeses que cuidaban de un rebaño de unas cien primas de las cabras terrestres, aunque estas eran mucho más peludas y moradas como los crocos. Ninguno de los montañeses hablaba inglés y solo uno de ellos, un hombre llamado Kuthuss, que lucía una barba tan desgreñada y morada como sus bestias (lo que llevó a Cortés a preguntarse qué tipo de matrimonios de conveniencia se realizaban en aquellas solitarias montañas), poseía unas pocas palabras en su vocabulario que Pai pudiera entender. Y lo que le dijo no era bueno. Los pastores bajaban sus rebaños del Paso Alto antes de tiempo porque la nieve había cubierto los pastos de los que las bestias podrían haberse alimentado durante otros veinte días si el clima hubiera sido normal. Según repitió en varias ocasiones, aquella no era una estación como las demás. Nunca antes la nieve había llegado tan pronto ni había caído de forma tan copiosa; él nunca había vivido vientos tan fuertes. En resumen, les advertía que no intentaran seguir por esa ruta. Sería un suicidio si lo hacían. Pai y Cortés debatieron esa advertencia. El viaje ya duraba más de lo previsto. Si retrocedían para viajar por debajo de la cota de nieve, por muy tentados que se sintieran ante la posibilidad de una temperatura relativamente cálida y comida fresca, perderían más tiempo todavía. Días que podrían conllevar una miríada de horrores: cien aldeas destruidas, como Beatrix, e innumerables vidas perdidas.

—¿Recuerdas lo que dije cuando dejamos Beatrix? —preguntó Cortés.

—Para serte sincero, no, no me acuerdo.

—Dije que no moriríamos y lo dije en serio. Encontraremos la forma de cruzar.

—No creo que me guste esa convicción mesiánica —respondió Pai—. La gente con buenas intenciones también muere, Cortés. Si lo piensas bien, te darás cuenta de que suelen ser los primeros en hacerlo.

—¿Qué quieres decir? ¿Que no vas a venir conmigo?

—Ya te dije que donde tú fueras, allí iría yo. Pero las buenas intenciones no tienen nada que hacer contra el frío.

—¿Cuánto dinero tenemos?

—No mucho.

—¿Lo suficiente para comprarles a esta gente algunas pieles de cabra? ¿Tal vez algo de carne?

A continuación, se produjo una compleja conversación en tres idiomas: Pai traducía las palabras de Cortés a la lengua que Kuthuss entendía, y este, a su vez, traducía para sus compañeros pastores. Pronto se alcanzó un acuerdo. Los pastores parecieron contentos con la idea de conseguir dinero en efectivo. No obstante, en vez de darles sus propios abrigos, dos de ellos se dedicaron a matar y despellejar a cuatros de sus animales. Acto seguido, cocinaron la carne y la compartieron con el grupo. Tenía demasiada grasa y estaba casi cruda, pero ni Cortés ni Pai la rechazaron; bajaron la carne con un brebaje que preparaban a partir de nieve hervida, hojas secas y unas gotas de licor que, según entendió Pai, Kuthuss había llamado «meado de cabra». A pesar de todo, lo bebieron. Era fuerte y, tras un sorbo —bajaba como el vodka—, Cortés señaló que si tomar aquel brebaje lo convertía en bebedor de meado, que así fuera.

Al día siguiente, tras recibir las pieles, la carne y varias botellas del brebaje de los pastores, además de una sartén y un par de vasos, pronunciaron sus despedidas incomprensibles y se marcharon. El tiempo empeoró poco después y, de nuevo, se vieron perdidos en mitad de una región agreste cubierta de nieve. Sin embargo, sus ánimos se habían reforzado con el encuentro, por lo que consiguieron avanzar a buen paso durante los siguientes dos días y medio; hasta que, con las primeras luces del atardecer del tercer día, el animal que montaba Cortés comenzó a mostrar indicios de agotamiento: era incapaz de mantener la cabeza en alto y sus pezuñas apenas podían librarse de la nieve que atravesaban.

—Creo que será mejor que lo dejemos descansar —dijo Cortés.

Encontraron una abertura entre dos peñascos tan grandes que casi se podían considerar colinas, y allí encendieron un fuego para calentar un poco del licor de los pastores. Había sido este, más que la carne, lo que los había ayudado a continuar durante las jornadas más agotadoras del viaje hasta ese momento; no obstante, a pesar de que intentaban racionarlo, ya casi habían agotado sus escasas reservas. Mientras bebían, hablaron de lo que los esperaba. Las predicciones de Kuthuss se estaban revelando como verdaderas. El tiempo empeoraba por momentos, y las probabilidades de encontrarse con otro ser vivo allí arriba, en caso de encontrarse en problemas, eran inexistentes. Pai se tomó un segundo para recordarle a Cortés su creencia de que no iban a morir; ya lloviera, tronara o la voz del mismísimo Hapexamendios bajara por la montaña.

—Lo dije en serio —replicó Cortés—. Pero puedo seguir preocupándome, ¿no? —Acercó las manos al fuego—. ¿Queda más meado en la botella?

—Me temo que no.

—Ya verás, cuando volvamos por aquí... —Pai compuso una expresión irónica—, lo haremos. Cuando volvamos por este camino conseguiremos la receta. Así podremos prepararlo allá en la Tierra.

Habían dejado a los doekis un poco apartados y, en ese momento, oyeron un sonido apagado.

¡Chester! —gritó Cortés antes de dirigirse hacia las bestias.

El animal estaba tendido de costado, con el flanco hinchado. Manaba sangre de su hocico; sangre que derretía la nieve sobre la que caía.

—Joder, Chester, no te mueras —suplicó Cortés.

Sin embargo, tan pronto como colocó lo que esperaba que fuera una mano consoladora sobre el flanco del doeki, este desvió sus brillantes ojos castaños hacia él, exhaló un último gemido y dejó de respirar.

—Acabamos de perder el cincuenta por ciento de nuestro medio de transporte —le dijo a Pai.

—Míralo por el lado positivo: acabamos de conseguir carne para una semana.

Cortés volvió a mirar al animal y deseó haber seguido el consejo de Pai de no ponerle nombre a la bestia. Ahora, cada vez que chupara sus huesos pensaría en Klein.

—¿Te encargas tú o debería hacerlo yo? —le preguntó—. Supongo que debo hacerlo yo. Ya que le puse un nombre, también debo despellejarlo.

El místico no discutió, solo sugirió que debería alejar al otro animal para que no viera el espectáculo, por si acaso perdía la voluntad de vivir al ver que su camarada era destripado. Cortés estuvo de acuerdo, y mantuvo la vista fija en ellos mientras Pai alejaba a la nerviosa criatura. Empuñando el cuchillo que les habían dado al partir de Beatrix, comenzó su carnicería particular. Al momento, descubrió que ni el cuchillo ni él mismo estaban a la altura de su cometido. El pellejo del doeki era grueso; su grasa, elástica; y su carne, dura. Tras una hora de cortes y desgarros, solo había conseguido retirar la piel de la parte superior de los cuartos traseros y de un pequeño trozo de su flanco. Estaba cubierto de la sangre del animal y sudaba debajo de su abrigo de piel.

—¿Quieres que siga yo? —le propuso Pai.

—No —respondió Cortés, malhumorado—, puedo hacerlo yo. —Y continuó el trabajo con la misma ineptitud; si bien la hoja ya temblaba y los músculos que la blandían estaban cada vez más cansados.

Esperó un tiempo decente antes de levantarse y regresar al fuego donde se sentaba Pai, que tenía la vista fija en las llamas. Contrariado por su derrota, arrojó el cuchillo en la nieve que se derretía junto al fuego.

—Me rindo —le dijo—. Es todo tuyo.

Un poco reticente, Pai recogió el cuchillo, lo afiló contra las rocas y comenzó con la tarea. Cortés no miró. Asqueado a causa de la sangre que le había caído encima, decidió enfrentarse al frío y lavarse. Encontró un lugar un poco alejado del fuego, donde la superficie del terreno era regular, se quitó el abrigo y la camisa y se arrodilló para lavarse con nieve. Su piel se erizó por el frío, pero satisfizo cierta tendencia a la automortificación al poner a prueba tanto su determinación como su cuerpo; cuando terminó de lavarse las manos y la cara, se restregó la nieve por el pecho y el estómago, a pesar de que las secreciones del doeki no se habían adherido a esos lugares. El viento había cesado de soplar hacía poco y el cielo que se veía entre las rocas era más dorado que verde. Sintió la necesidad perentoria de verse libre bajo su luz, por lo que, sin volver a ponerse el abrigo, trepó por las rocas para hacer precisamente eso. Las manos se le quedaron insensibles y la subida fue más difícil de lo que había previsto, pero el paisaje que se abría por encima y por debajo de él cuando llegó a la cumbre bien había valido el esfuerzo. No era de extrañar que Hapexamendios hubiera parado en aquel lugar en su camino hacia su lugar de descanso. Incluso los dioses debían de verse inspirados por semejante esplendor. Los picos de la cordillera del Jokalaylau se perdían, al parecer en una procesión infinita, más allá del horizonte; sus blancas cimas nevadas estaban teñidas por una delgada capa de oro debido al cielo contra el que se recortaban. El silencio no podía ser más extremo.

Aquel punto estratégico servía tanto a fines prácticos como para disfrutar de unas buenas vistas. El Paso Alto se veía a la perfección. Además, a lo lejos hacia la derecha, se divisaba una escena lo bastante sorprendente como para que Cortés obligara al místico a dejar su trabajo y a subir también. A unos dos kilómetros de la roca yacía un glaciar de brillante superficie. Sin embargo, no fue el espectáculo de su congelada magnitud lo que atrajo la atención de Cortés, sino la presencia de varias formas más oscuras dentro del hielo.

—¿Quieres que nos acerquemos para descubrir lo que son? —le preguntó el místico, al tiempo que se limpiaba la sangre de las manos en la nieve.

—Creo que deberíamos hacerlo —respondió Cortés—. Si estamos siguiendo los pasos del Invisible, deberíamos preocuparnos por ver lo que Él vio.

—O lo que Él provocó —apostilló Pai.

Descendieron y Cortés se volvió a poner la camisa y el abrigo. Las ropas estaban calientes, puesto que las había dejado junto al fuego, y agradeció esa comodidad; sin embargo, también apestaban a su propio sudor y al de los animales de cuyos lomos habían sido arrancados; casi deseó poder ir desnudo en lugar de sentir el peso de otra piel.

—¿Terminaste de despellejarlo? —le preguntó Cortés a Pai mientras continuaban la marcha a pie, ya que preferían eso a malgastar las energías del medio de transporte que les quedaba.

—He hecho lo que he podido —replicó Pai—, pero de modo tosco. No soy un carnicero.

—¿Y eres cocinero? —le preguntó Cortés.

—En realidad, no. ¿Por qué lo preguntas?

—Es que he estado pensado mucho en la comida, nada más. ¿Sabes?, creo que después de este viaje no volveré a probar la carne. ¡Esa grasa! ¡Y los tendones! Se me revuelve el estómago solo de pensarlo.

—Tienes un paladar sensible.

—No me digas... Mataría por un plato de profiteroles bañados con crema de chocolate. —Se rió—. ¿Pero tú me oyes? La gloria de la cordillera del Jokalaylau se extiende ante nosotros y yo no puedo dejar de pensar en profiteroles. — Después, con total seriedad, preguntó—: ¿Tienen chocolate en Yzordderrex?

—A estas alturas, estoy seguro de que sí. Pero mi gente come cosas sencillas, así que nunca desarrollé una adicción al azúcar. Al pescado, en cambio...

—¿Pescado? —preguntó Cortés—. No me gusta.

—Ya cambiarás de opinión cuando lleguemos a Yzordderrex. Hay restaurantes a lo largo de todo el puerto... —La charla de místico se convirtió en una sonrisa—. Ahora me parezco a ti. Creo que los dos estamos hartos de la carne de doeki.

—Sigue —lo instó Cortés—, quiero ver cómo babeas.

—Hay restaurantes a lo largo de todo el puerto en los que el pescado es tan fresco que todavía salta cuando lo meten en la cocina.

—¿Y eso es una recomendación?

—No hay nada comparable al pescado fresco —replicó Pai—. Si las capturas son buenas, puedes elegir entre cuarenta o cincuenta platos distintos. Desde jepas diminutas hasta squeffah de mi tamaño, o más grandes incluso.

—¿Hay algo que yo pudiera reconocer?

—Unas cuantas especies. Así que, ¿para qué recorrer esta distancia para comerte un filete de merluza cuando podrías conseguir un squeffah? O mejor aún, me acabo de acordar de otro plato que debes probar. Es otro tipo de pescado, ugichee, casi tan pequeño como un jepa, pero que vive dentro del estómago de otro pez.

—Eso parece suicida.

—Calla, que hay más. Este segundo pescado suele acabar siendo tragado de una pieza por un arenque llamado «coliácico». Son muy feos, pero su carne se derrite como la mantequilla, así que, si tienes suerte, te preparan a la parrilla los tres pescados juntos, tal y como fueron capturados...

—¿Uno dentro de otro?

—Cabeza y cola, todo el paquete.

—Eso es asqueroso.

—Y si tienes mucha suerte...

—Pai...

—... y el ugichee resulta ser una hembra, cuando atravieses las tres capas de pescado te encontrarás...

—... con que su estómago está lleno de caviar.

—Lo has adivinado. ¿No te suena tentador?

—Creo que me quedaré con mi mousse de chocolate y mi helado.

—¿Cómo es que no estás gordo?

—Vanessa solía decirme que tenía el paladar de un niño, la libido de un adolescente y la... bueno, puedes imaginarte lo que sigue. Lo elimino todo haciendo el amor. O al menos, antes lo hacía.

Ya estaban cerca del extremo del glaciar, por lo que su charla acerca de pescados y chocolate cesó y fue reemplazada por un silencio sombrío cuando la identidad de las figuras encerradas en el hielo se hizo patente. Eran cuerpos humanos, al menos una docena. A su alrededor, atrapados en el hielo, se encontraba una serie de despojos: fragmentos de piedra azul, unos cuencos enormes de metal batido y restos de vestimentas en las que aún brillaba la sangre. Cortés se encaramó al glaciar y caminó por él hasta que estuvo justo encima de los cuerpos. Algunos estaban enterrados demasiado profundamente como para verlos bien, pero aquellos que su encontraban más cerca de la superficie, con los rostros alzados y las extremidades en petrificadas poses de desesperación, eran casi demasiado visibles. Todos eran mujeres: la más joven apenas si había salido de la niñez, mientras que la mayor era una vieja bruja desnuda de enormes pechos que había muerto con los ojos abiertos, por lo que su mirada quedaría conservada durante un milenio. Allí había tenido lugar algún tipo de masacre, o tal vez en la cumbre de la montaña, tras lo cual habían arrojado las pruebas a aquel río cuando todavía fluía. Según parecía, no había tardado mucho en congelarse alrededor de las víctimas y sus pertenencias.

—¿Quiénes son? —preguntó Cortés—. ¿Tienes alguna idea?

Aunque estaban muertas, no le parecía apropiado utilizar el pasado para referirse a unos cuerpos tan bien conservados.

—Cuando el Invisible atravesó los Dominios, derrocó a los demás cultos que se antojaron indignos a sus ojos. La mayoría de ellos estaban consagrados a las Diosas. Sus oráculos y adeptos eran mujeres.

—¿Crees que Hapexamendios hizo esto?

—Si no Él, sí sus enviados, sus justicieros. Aunque, pensándolo bien, se supone que llegó aquí solo, así que es posible que esto sea obra suya.

—En ese caso, quien quiera que sea —dijo Cortés con la mirada fija en la niña del hielo—, es un asesino. No es mejor que tú o que yo.

—Yo que tú no lo diría muy alto —le advirtió Pai.

—¿Por qué no? No está aquí.

—Si esto es obra suya, bien puede haber dejado a seres para que lo vigilen.

Cortés miró a su alrededor. El aire no podía ser más diáfano. No había señales de movimiento en las cimas ni en los campos nevados que brillaban por debajo de estas.

—Pues si están aquí, yo no los veo.

—Esos son los peores, los que no puedes ver —replicó Pai—. ¿Regresamos a la hoguera?

2

Con el ánimo por los suelos después de lo que habían visto, el viaje de regreso les llevó más que el de ida. Para cuando llegaron a la seguridad de la gruta entre las rocas y escucharon los gruñidos de bienvenida del doeki que había sobrevivido, el cielo ya perdía su brillo dorado y se acercaba el anochecer. Discutieron la posibilidad de reemprender la marcha de noche, pero decidieron no hacerlo. A pesar de que el viento había amainado por el momento, sabían por experiencia que las condiciones meteorológicas a esa altura eran impredecibles. Si intentaban viajar de noche y bajaba una tormenta desde la cumbre, se verían cegados por partida doble y correrían el riesgo de desviarse de su camino. Con la proximidad del Paso Alto y la esperanza de que el viaje fuese mucho más fácil una vez lo atravesaran, no merecía la pena correr el riesgo.

Dado que habían gastado las provisiones de leña que recogieran antes de llegar a la zona cubierta de nieve, se vieron forzados a alimentar el fuego con la silla y el arnés del doeki muerto, que ardió con una llama vacilante y un humo espeso, si bien era mejor que nada. Cocinaron un poco de la carne fresca y, mientras masticaba, Cortés se dio cuenta de que comer algo a lo que había puesto nombre no le resultaba tan difícil como creyera en un principio. Preparó una pequeña cantidad del brebaje de meado de los pastores y, entre sorbo y sobro, hizo que la conversación volviera a las mujeres congeladas.

—¿Por qué un dios tan poderoso como Hapexamendios masacraría a unas mujeres indefensas?

—¿Quién dijo que estuvieran indefensas? —replicó Pai—. En realidad, creo que es muy posible que fuesen extremadamente poderosas. Sus oráculos debieron de presentir lo que se avecinaba, por lo que alistarían a sus ejércitos...

—¿Ejércitos de mujeres?

—Sin duda. Cientos de miles de guerreras. Hay lugares al norte de la Vía Crucis en los que la tierra solía temblar cada cincuenta años y descubrir una de sus tumbas de guerra.

—¿Todas fueron masacradas? Los ejércitos, los oráculos...

—O se escondieron tan a conciencia que olvidaron quiénes eran pasadas unas pocas generaciones. No te sorprendas tanto. Sucede a veces.

—¿Un solo dios puede derrotar a tantas diosas? Diez, veinte...

—Incontables.

—¿Cómo?

—Era único, y estaba solo. Ellas eran muchas y diferentes.

—La singularidad es fuerza...

—Al menos, a corto plazo. ¿Quién te lo dijo?

—Intento recordarlo. Alguien que no me gustaba mucho, tal vez Klein.

—Quien quiera que fuese, tenía razón. Hapexamendios llegó a los Dominios con una idea muy atractiva: fueras donde fueses, sin importar la naturaleza de los infortunios que te hubieran sucedido, solo necesitabas pronunciar un nombre, rezar una plegaria, arrodillarte ante un altar, y estarías bajo su cuidado. Y así trajo consigo a una especie para mantener el orden una vez que lo hubo establecido: la tuya.

—Esas mujeres me parecían bastante humanas.

—También lo parezco yo —le recordó Pai—, pero no lo soy.

—No..., tú eres muy heterogéneo, ¿no es así?

—Una vez lo fui...

—Eso te pone de lado de las Diosas, ¿no? —susurró Cortés.

El místico lo acalló con un dedo en los labios.

Cortés musitó una palabra en respuesta:

»Hereje.

La noche había caído por completo y ambos se dedicaron a observar el fuego, cuya intensidad disminuía a medida que se iba consumiendo la silla de Chester.

—Tal vez debamos quemar un poco de piel —sugirió Cortés.

—No —respondió Pai—. Dejemos que se consuma, pero sigue mirando.

—¿A qué?

—A cualquier cosa.

—Solo puedo mirarte a ti.

—Entonces mírame.

Así lo hizo. Las privaciones de los últimos días no parecían haber hecho mella en el místico. Carecía de vello facial que desfigurara la simetría de sus facciones; además, la dieta espartana no había hundido sus mejillas ni había creado bolsas bajo sus ojos. Estudiar sus facciones era como volver a contemplar el cuadro preferido que colgara en un museo. De eso se trataba: algo que hablaba de tranquilidad y belleza. No obstante, a diferencia de un cuadro, el rostro que había ante él, que en apariencia era tan sólido, tenía una capacidad infinita para cambiar. Habían pasado meses desde la noche en que presenciara por primera vez aquel fenómeno. Sin embargo, en ese momento, mientras el fuego se consumía y las sombras se espesaban a su alrededor, se dio cuenta de que el mismo milagro estaba a punto de producirse. El parpadeo de la llama que se apagaba hizo que la simetría cambiara; la carne que estaba delante de él pareció perder su fijeza mientras la miraba con atención, y el místico comenzaba a excitarse.

—Quiero mirar —murmuró.

—Pues mira.

—Pero el fuego se está apagando...

—No necesitamos luz para vernos —susurró el místico—. Aférrate a la visión.

Cortés se concentró y estudió el rostro que tenía enfrente. Los ojos comenzaron a dolerle cuando intentó clavar la mirada en él, pero no podían competir con la creciente oscuridad.

—Deja de mirar —le indicó Pai con un tono de voz que parecía proceder del corazón de las ascuas—. Deja de mirar para así poder ver.

Cortés luchó por comprender el significado de sus palabras, pero estas eran tan poco proclives a ser analizadas como la oscuridad que se abría ante él. Le fallaban dos sentidos, el físico y el lingüístico, dos formas de abrazar ese mundo que se le escapaba en el mismo instante. Era como morir un poco, y el pánico comenzó a apoderarse de él, un miedo muy similar al que sentía algunas noches, cuando se despertaba en su cama y en su cuerpo sin reconocer ninguna de las dos cosas: sus huesos eran una celda; su sangre, espesa; la única certeza era su disolución. En esos momentos, solía encender todas las luces tan solo por el consuelo que le proporcionaban. Pero no había luces allí, solo cuerpos que se enfriaban cada vez más a medida que el fuego moría.

—Ayúdame —le pidió.

El místico no respondió.

—¿Estás ahí, Pai? Tengo miedo. Tócame. ¿Lo harás? ¿Pai?

El místico no se movió. Cortés comenzó a buscar en la oscuridad y recordó la imagen de Taylor recostado contra una almohada de la que ambos sabían que no se iba a volver a levantar, mientras le pedía a Cortés que le sostuviera la mano. Con ese recuerdo, el pánico se transformó en pesar: por Taylor, por Clem, por cada una de las almas unidas a sus seres queridos por unos sentidos destinados a fallar, y también por él mismo. Cortés deseaba lo mismo que un niño: la certeza de que había otro ser cerca y que el tacto lo pudiera confirmar. A pesar de todo, sabía que no había una solución real. Podría encontrar al místico en la oscuridad, pero no podría aferrarse a su cuerpo para siempre, de la misma manera que no podría aferrarse a los sentidos que ya había perdido. Con los nervios destrozados, al final sus dedos rozaron otros dedos.

A sabiendas de que aquel pequeño solaz albergaba tan poca esperanza como cualquier otro, retiró la mano y dijo:

—Te quiero.

¿O se limitó a pensarlo? Quizá fue solo un pensamiento, porque fue la idea, más que las sílabas, lo que se formó delante de él; la iridiscencia que recordaba de la transformación de Pai brillaba en la oscuridad que no era, si bien no acababa de comprenderlo, la oscuridad propia de una noche sin estrellas, sino la oscuridad de su mente; de la misma forma que aquella súbita visión no era producto de sus ojos, sino de un interludio con la criatura a la que amaba y que, a su vez, lo amaba a él.

Dejó que sus sentimientos se encaminaran hasta Pai, si es que había un camino, cosa que dudaba. El espacio, al igual que el tiempo, pertenecía a otro mundo: a la tragedia de la separación que habían dejado atrás. Despojado de sus sentidos y de las necesidades de ambos, como si hubiera vuelto al momento antes de nacer, conoció el consuelo del místico tan bien como el propio, como también fue consciente de que la disolución que lo había despertado lleno de pavor tantas veces se revelaba como el comienzo del éxtasis.

Una ráfaga de aire que sopló entre las rocas rozó las ascuas y consiguió que su brillo se convirtiera en llama durante un momento. La luz iluminó el rostro que tenía ante él y la visión lo hizo abandonar su estado nonato. No le costó trabajo volver. El lugar que habían encontrado juntos estaba fuera del tiempo y no podía corromperse; además, la cara que tenía ante él, a pesar de su fragilidad (o, tal vez, gracias a ella), era una belleza digna de contemplarse. Pai le sonrió, pero no dijo nada.

—Deberíamos dormir —dijo Cortés—. Mañana nos espera un largo camino por delante.

Sopló otra ráfaga de aire, acompañada por unos copos de nieve que golpearon el rostro de Cortés. Se echó la capucha del abrigo por encima de la cabeza y fue a comprobar si el doeki se encontraba bien. El animal estaba semienterrado en la nieve, pero estaba dormido. Cuando regresó junto al fuego, que había encontrado un poco de combustible y lo consumía con avidez, el místico también se había dormido, con la capucha del abrigo cubriéndole la cabeza. Mientras contemplaba la media luna visible del rostro de Pai, se le ocurrió algo muy simple: que a pesar de que el viento rugía contra las rocas dispuesto a enterrarlos, de que había un valle de muerte detrás de ellos y de que había una ciudad llena de atrocidades por delante, era feliz. Se acostó en la dura tierra junto al místico. Su último pensamiento antes de dormirse fue para Taylor, que yacía sobre una almohada que se convertía en un campo nevado mientras exhalaba su último aliento; su rostro se hizo cada vez más translúcido hasta que acabó desapareciendo; así que cuando Cortés se sumió en la inconsciencia no cayó en la oscuridad, sino en la blancura de ese lecho de muerte que se convirtió en nieve virgen.

Capítulo 23

1

Cortés soñó que el viento soplaba con más fuerza y que traía nieve recién caída desde las cumbres. De todos modos, se levantó de la relativa comodidad de su lugar junto a las brasas; se quitó el abrigo y la camisa; las botas y los calcetines; los pantalones y la ropa interior y se introdujo desnudo en el estrecho pasillo de piedra, más allá del doeki dormido, para enfrentarse a las ráfagas de viento. Incluso en sus sueños, el viento amenazó con congelarle hasta la médula de los huesos, pero había puesto la mira en el glaciar y tenía que acercarse con toda humildad, desnudo de la cabeza a los pies, para mostrar el debido respeto a las almas que habían sufrido allí. Habían soportado siglos de dolor y el crimen que se había cometido contra ellas permanecía sin venganza. Al lado del suyo, el sufrimiento de Cortés era una minucia.

Había suficiente luz en el enorme cielo para mostrarle el camino, pero los páramos parecían interminables; las ráfagas de viento empeoraban a medida que avanzaba y, en varias ocasiones, lo arrojaron sobre la nieve. Tenía calambres musculares y se le cortaba el aliento, que salía de entre sus labios insensibles en densas y pequeñas nubes. Quería echarse a llorar de dolor, pero las lágrimas se cristalizaban en la comisura de los ojos y no caían.

Se detuvo en dos ocasiones porque tenía la sensación de que había algo más que nieve detrás de la tormenta. Recordaba lo que había dicho Pai sobre los agentes que habían dejado en aquel territorio para que vigilaran el lugar del asesinato y, aunque solo estaba soñando y era consciente de ello, tenía miedo. Si esas entidades estaban al cargo de mantener a los testigos apartados del glaciar, no se limitarían sencillamente a alejar a los despiertos, sino también a los dormidos; y aquellos que llegaran como lo había hecho él, con profundo respeto, conseguirían despertar su ira todavía más. Examinó el aire cargado de humedad en busca de alguna señal de ellos y creyó atisbar fugazmente una silueta a lo lejos, que habría resultado invisible de no haber desplazado la nieve que caía: un cuerpo de anguila con una diminuta cabeza en forma de bola. Sin embargo, apareció y desapareció demasiado rápido como para que Cortés tuviese la certeza de haberla visto en realidad. No obstante, el glaciar estaba a la vista y sus miembros se movieron a fuerza de voluntad para trasladarlo hasta el borde. Se llevó las manos a la cara y retiró la nieve de su frente y sus mejillas para, después, dar un paso hacia el hielo. Las mujeres alzaron la mirada de la misma forma en que lo hicieran cuando estuvo allí con Pai'oh'pah, pero en aquel momento, a través de la nieve en polvo que flotaba sobre el hielo, lo veían desnudo, con su virilidad encogida y el cuerpo tembloroso; sobre su rostro y labios había reflejada una pregunta a la que él mismo casi había respondido. ¿Por qué, si de verdad aquello era obra de Hapexamendios, no había erradicado el Invisible, con sus inmensos poderes de destrucción, todo rastro de sus víctimas? ¿Tal vez porque eran mujeres o, mejor dicho, mujeres poderosas? ¿Había hecho todo lo posible por destrozarlas mediante la asolación de sus altares y desubicando sus templos para, al final, ser incapaz de hacerlas desaparecer? Y si eso fuera cierto, ¿sería aquel hielo una tumba o una simple prisión?

Se dejó caer de rodillas y apoyó las palmas de las manos sobre el glaciar. En aquel momento escuchó sin lugar a dudas un sonido en el viento, un aullido desgarrado que procedía de algún lugar en lo alto. Los invisibles ya habían tolerado su presencia onírica durante demasiado tiempo. Se daban cuenta de lo que quería hacer y volaban en círculos con el fin de prepararse para el descenso. Cortés sopló contra su palma y formó un puño antes de que el aliento pudiera escaparse; a continuación, alzó el brazo, batió la mano contra el hielo y este se abrió.

El pneuma se extendió como un trueno. Antes de que las vibraciones se hubieran apagado, tomó un segundo aliento y lo lanzó contra el hielo; después un tercero y un cuarto en rápida sucesión, que golpearon la superficie con una fuerza tal que si el pneuma no hubiese amortiguado el golpe, se habría roto todos los huesos desde la muñeca a la punta de los dedos. Pero sus esfuerzos surtieron efecto. Había grietas del grosor de un cabello que se extendían a partir del punto de impacto.

Alentado por el éxito, comenzó una segunda ronda de golpes, pero solo había conseguido asestar tres cuando sintió que algo lo agarraba del pelo y le echaba la cabeza hacia atrás. De inmediato, también lo agarraron del brazo. Tuvo tiempo de sentir cómo el hielo se hacía añicos bajo sus piernas antes de que lo alejaran del glaciar, arrastrándolo por la muñeca y el cabello. Forcejeó para soltarse a sabiendas de que si sus asaltantes lo llevaban demasiado alto, su muerte sería algo seguro; se limitarían a tirar de él hasta descuartizarlo o, sencillamente, lo dejarían caer. Aquel que lo sujetaba por la cabeza no lo había agarrado con bastante firmeza y sus giros fueron suficientes para soltarse, aunque la sangre le chorreaba por la frente. Una vez libre, contempló a aquellos seres. Había dos: medían un metro ochenta de altura y sus cuerpos no eran más que unas enjutas columnas vertebrales de las que surgían innumerables costillas, con doce miembros carentes de huesos y una cabeza rudimentaria. Solo sus movimientos reflejaban alguna belleza: un sinuoso anudamiento que se deshacía una y otra vez. Cortés alzó el brazo y trató de alcanzar la más cercana de las dos cabezas. Aunque no tenía rasgos discernibles parecía tierna, y su propia mano conservaba suficientes reminiscencias de los pneumas que había descargado como para infligir daño. Hundió los dedos en la carne de esa cosa y, al instante, la criatura comenzó a retorcerse y a enrollarse todo lo larga que era alrededor de su compañero, en busca de apoyo, mientras sus miembros se sacudían salvajemente. Cortés giró su cuerpo a derecha e izquierda, y el movimiento fue lo bastante violento como para liberarse. En ese momento, cayó; la altura apenas llegaba a los dos metros, pero el impacto sobre el hielo agrietado fue bastante fuerte. Se quedó sin aliento cuando llegó el dolor. Tuvo tiempo de ver cómo los agentes descendían sobre él, que no así para escapar. Dormido o despierto, aquel sería su final, no le cabía duda; una muerte a manos de aquellos miembros larguiruchos tenía jurisdicción en ambos estados de conciencia.

Sin embargo, antes de que pudiesen alcanzar su carne para cegarlo y castrarlo, sintió cómo temblaba el agrietado glaciar bajo su cuerpo y, con un rugido, el hielo se alzó y lo arrojó de espaldas a la nieve. Le cayó encima una lluvia de esquirlas, pero pudo atisbar entre el pedrisco cómo las mujeres emergían de sus tumbas con atuendos de hielo. Consiguió ponerse en pie mientras las sacudidas se incrementaban y el tintineo de los temblores resonaba a lo largo y ancho de las montañas. A continuación, se dio la vuelta y echó a correr.

A pesar de que la tormenta no fue muy fuerte, derramó rápidamente su velo sobre la resurrección, de modo que Cortés huyó sin saber cómo terminaban los acontecimientos que había iniciado. A decir verdad, los agentes de Hapexamendios no lo persiguieron; o, si lo hicieron, no lograron encontrarlo. Su ausencia solo lo reconfortó un poco. Sus proezas le habían hecho daño, y la distancia que tenía que cubrir para regresar al campamento era sustancial. Su carrera pronto se convirtió en tropezones y tambaleos, mientras la sangre dejaba huella de su paso. Había llegado el momento de terminar aquel sueño y de abrir los ojos, pensó; de girarse y colocar los brazos alrededor de Pai'oh'pah; de besar la mejilla del místico y compartir su visión con él. No obstante, sus pensamientos eran demasiado confusos como para permitirle aferrarse al estado de vigilia el tiempo necesario para excitarse, y no se atrevía a tumbarse en la nieve por miedo a que la muerte lo visitara en sueños antes de despertarse por la mañana. Lo único que podía hacer era obligarse a seguir adelante, más débil a cada paso, y sacar de su cabeza la posibilidad de perderse y de que el campamento no estuviese más adelante, sino en una dirección completamente distinta.

Estaba contemplando sus pies cuando escuchó el grito, y su primer impulso fue levantar la mirada hacia la nieve que caía sobre él, esperando ver a una de las criaturas del Invisible. Pero antes de que los ojos alcanzaran su cénit, descubrieron una silueta que se acercaba por la izquierda. Se detuvo y estudió la figura. Parecía peluda y encapuchada, pero sus brazos estaban abiertos a modo de invitación. No malgastó las pocas energías que le quedaban pronunciando el nombre de Pai. Sin más, cambió de dirección y se dirigió hacia el místico, que a su vez se acercaba a él. Pai fue el más rápido de los dos y, según se aproximaba, se quitó el abrigo y lo sostuvo abierto, de forma que Cortés pudo encontrarse de lleno con su calor. No podía sentirlo; de hecho, no sentía casi nada excepto alivio. Apoyado sobre el místico, dejó que todo pensamiento consciente se dispersara y el resto del viaje se convirtió en un borrón de nieve y más nieve que en ocasiones se sumaba a la voz de Pai, a su lado, diciéndole que todo acabaría pronto.

—¿Estoy despierto? —Abrió los ojos y se sentó mientras se aferraba al abrigo de Pai—. ¿Estoy despierto?

—Sí.

—¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios! Creí que iba a morir congelado.

Dejó que su cabeza cayera hacia atrás. El fuego ardía en la hoguera, alimentado con pieles, y podía sentir su calor sobre el rostro y el cuerpo. Le llevó unos segundos darse cuenta de lo que eso significaba. Entonces, se sentó de nuevo y se dio cuenta de que estaba desnudo; desnudo y cubierto de cortes.

—No estoy despierto —dijo—. ¡Mierda! ¡No estoy despierto!

Pai retiró la cazuela con el brebaje de los pastores del fuego y llenó una taza.

—No lo has soñado —explicó el místico. Le pasó la taza a Cortés—. Fuiste al glaciar y por poco no lo cuentas.

Cortés cogió la taza con los dedos en carne viva.

—Debo de haberme vuelto loco —dijo—. Recuerdo que pensaba: «estoy soñando esto», y después me quité el abrigo y la ropa... ¿Por qué coño haría algo así?

Aún podía recordar lo que sintió al luchar contra la nieve para llegar al glaciar. Recordaba el dolor y el hielo hecho añicos, pero el resto se había alejado tanto que no podía recordarlo. Pai se dio cuenta de su expresión perpleja.

—No trates de recordar ahora —dijo el místico—. Lo harás cuando llegue el momento adecuado. Si te presionas demasiado, te romperás el corazón. Debes dormir un rato.

—No me hace gracia la idea de dormirme —dijo—. Se parece demasiado a la muerte.

—Yo estaré a tu lado —le dijo Pai—. Tu cuerpo necesita descansar. Dejemos que haga lo que precisa.

El místico había estado entibiando la camisa de Cortés frente al fuego y en aquel momento le ayudó a ponérsela, lo que fue una tarea delicada. Las articulaciones de Cortés todavía estaban rígidas. Sin embargo, se puso los pantalones sin la ayuda de Pai, aunque sus piernas eran un amasijo de cardenales y quemaduras.

—Fuera lo que fuese lo que hiciera allí, he acabado hecho una mierda —señaló.

—Tú te curas rápido —dijo Pai. Era cierto, si bien Cortés no recordaba habérselo dicho al místico—. Túmbate. Te despertaré cuando haya luz.

Cortés apoyó la cabeza sobre el pequeño montón de pieles que Pai había colocado como almohada y dejó que el místico lo arropara con el abrigo.

—Sueña que duermes —dijo Pai al tiempo que posaba una mano sobre el rostro de Cortés—. Y despierta de una pieza.

2

Cuando Pai lo sacudió para despertarlo, cosa que pareció ocurrir pocos minutos después, el cielo visible entre las rocas aún estaba oscuro, pero se parecía más a la oscuridad de una nube cargada de nieve que al negro violáceo de la noche jokalaylauriana. Se sentó y se sintió hecho polvo; le dolían todos los huesos.

—Mataría por un café —dijo mientras trataba de no torturar sus articulaciones al desperezarse—. Y por un paine au chocolat tibio.

—Si no lo tienen en Yzordderrex, lo inventaremos —dijo Pai.

—¿Has preparado algo?

—No quedaba nada para quemar.

—¿Y cómo se presenta el tiempo?

—No preguntes.

—¿Tan malo es?

—Deberíamos emprender la marcha. Cuanta más nieve caiga, más difícil será encontrar el camino.

Despertaron al doeki, que dejó claro su descontento por tener que desayunar palabras de aliento en lugar de heno, y, una vez que hubieron cargado la comida que Pai había preparado el día anterior, abandonaron el refugio de roca y se dirigieron hacia la nieve. Habían tenido una pequeña discusión antes de salir acerca de si debían cabalgar o no; Pai insistía en que Cortés debía hacerlo, dado su presente estado de debilidad, pero Cortés arguyó que podrían necesitar la fuerza del doeki para llevarlos a ambos si se veían en mayores dificultades, y que deberían preservar sus energías todo lo posible en caso de que surgiera semejante emergencia. Sin embargo, pronto comenzó a tambalearse en la nieve, que en algunos lugares le llegaba hasta la cintura, y su cuerpo, si bien algo recuperado gracias al sueño, dejó patente que no se encontraba a la altura de las circunstancias.

—Avanzaríamos más rápido si cabalgaras —le dijo Pai.

No necesitó mucha persuasión, de modo que montó en el doeki; su cansancio era tal que apenas podía mantenerse erguido debido a la ferocidad del viento, así que decidió agacharse sobre el cuello del animal. Solo se incorporaba de vez en cuando y, cada vez que lo hacía los alrededores apenas habían variado.

—¿No deberíamos haber llegado ya al paso? —le susurró a Pai una vez, y la mirada del místico fue respuesta suficiente.

Estaban perdidos.

Cortés luchó por incorporarse y, con los ojos entrecerrados para poder ver algo a través de la ventisca, estudió el terreno en busca de algún refugio, por pequeño que fuera. El mundo era blanco en todas las direcciones salvo por sus propias figuras; e incluso ellos estaban comenzando a fundirse con el ambiente a medida que el hielo cubría las pieles de sus abrigos y la capa de nieve sobre la que caminaban se hacía más profunda. Hasta ese momento, por arduo que se hubiera vuelto el viaje, no había contemplado la posibilidad de fracasar. Él mismo se había erigido como el mejor predicador de su invulnerabilidad. Sin embargo, en aquel instante dicha confianza le parecía un engaño. El mundo blanco podría arrebatarles todo rastro de color, llegar hasta la médula de sus huesos.

Estiró el brazo para aferrarse al hombro de Pai, pero calculó mal la distancia y se cayó del lomo del doeki. Aliviado de la carga, la bestia se desplomó sobre el suelo; estaba claro que las patas no la sostenían. Si Pai no hubiese apartado rápidamente a Cortés, bien podría haber quedado aplastado bajo el peso del animal. Se echó hacia atrás la capucha y se quitó la nieve de la nuca para ponerse en pie y descubrir la mirada exhausta de Pai.

—Creí que estábamos siguiendo el camino correcto —dijo el místico.

—No me cabe duda.

—Pero, de alguna forma, hemos pasado por alto el paso. La pendiente se está volviendo más pronunciada. No sé dónde coño estamos, Cortés.

—Estamos metidos en un buen lío, ahí es donde estamos; y demasiado cansados como para pensar en una forma de salir de él. Tenemos que descansar.

—¿Dónde?

—Aquí —dijo Cortés—. Esta ventisca no puede durar siempre. Solo cabe cierta cantidad de nieve en el cielo, y la mayoría ya ha caído, ¿verdad? ¿No es cierto? De modo que si podemos aguantar hasta que amaine la tormenta, cuando podamos ver dónde nos encontramos...

—¿Y si para entonces es de noche otra vez? Nos congelaremos, amigo mío.

—¿Nos queda alguna otra opción? —inquirió Cortés—. Si seguimos adelante mataremos al animal y, probablemente, también moriremos nosotros. Podríamos caminar directamente hacia un desfiladero y no saberlo nunca. Pero si nos quedamos aquí... juntos... puede que tengamos alguna oportunidad.

—Creí que conocía el camino.

—Puede que lo conocieras. Puede que la tormenta lo haya hecho desaparecer y que nos encontremos al otro lado de la montaña. —Cortés colocó sus manos sobre los hombros de Pai y los deslizó hasta la nuca del místico—. No nos queda otro remedio —dijo con lentitud.

Pai asintió y juntos se establecieron lo mejor que pudieron en el relativo refugio que proporcionaba el cuerpo del doeki. La bestia aún respiraba, pero no continuaría haciéndolo durante mucho más tiempo, pensó Cortés. Trató de desterrar de su mente lo que ocurriría si el animal muriera y la tormenta no amainara, pero, ¿por qué dejar esos planes para el final? Si la muerte era inevitable, ¿no sería mejor para Pai y para él mismo enfrentarla juntos, abrirse las muñecas y desangrarse uno al lado del otro, que congelarse lentamente y fingir hasta el final que sería posible sobrevivir? Estaba a punto de expresar en alto esa sugerencia, mientras aún le quedaran fuerzas para concentrarse y hacerlo, cuando se giró hacia el místico y sintió un temblor que no se debía a la invectiva del viento, sino a una voz que subyacía bajo su arenga y que lo instaba a levantarse. Así lo hizo.

Las ráfagas de viento podrían haberlo arrojado al suelo si Pai no se hubiera puesto en pie con él, y sus ojos habrían pasado por alto las figuras que había más allá si el místico no lo hubiera agarrado del brazo y, acercando su cabeza a la de Cortés, le hubiera dicho:

—¿Cómo coño han logrado salir?

Las mujeres permanecían a unos cien metros de donde ellos estaban. Sus pies tocaban la nieve, pero no dejaban huellas sobre ella. Sus cuerpos estaban envueltos en ropas de hielo, que se hinchaban a su alrededor cuando el viento las impulsaba. Algunas portaban tesoros arrancados del glaciar: trozos de su templo, un arca y un altar. Una de ellas, la joven cuyo cadáver había conmovido tanto a Cortés, llevaba en brazos la cabeza de una diosa esculpida en una piedra azul. Había sido saqueada de malas maneras. Tenía grietas en las mejillas, y parte de su nariz y sus ojos habían desaparecido. Pero, de alguna forma, conseguía reflejar la luz y transmitir una especie de resplandor sereno.

—¿Qué es lo que quieren? —preguntó Cortés.

—¿A ti, quizá? —aventuró Pai.

La mujer que se encontraba más cerca de ellos, con el cabello alzado sobre su cabeza debido al viento, los llamó por señas.

—Creo que quieren que vayamos —dijo Cortés.

—Eso parece, sí —señaló Pai, pero no movió un músculo.

—¿A qué esperamos?

—Creí que estaban muertas —dijo el místico.

—Puede que lo estuvieran.

—¿Entonces vamos a aceptar la guía de unos fantasmas? No tengo nada claro que eso sea muy inteligente.

—Han venido a buscarnos, Pai —le dijo Cortés.

Una vez que los hubo llamado, la mujer se giró muy despacio sobre los dedos de los pies, como la Virgen mecánica que Clem le había regalado a Cortés y que entonaba el Ave María mientras giraba.

—Las perderemos si no nos damos prisa. ¿Qué problema tienes, Pai? Ya has hablado con espíritus en otras ocasiones.

—No como estos —dijo Pai—. No todas las diosas eran madres misericordiosas, ¿sabes? Y sus ritos no eran todo miel sobre hojuelas. Algunas de ellas eran crueles. Sacrificaban hombres.

—¿Crees que nos quieren para eso?

—Es posible.

—Pues ponderemos esa posibilidad contra la absoluta certeza de morir congelados si nos quedamos donde estamos —dijo Cortés.

—Es decisión tuya.

—No, esta la tomaremos juntos. En ti recae el cincuenta por ciento del voto y el cincuenta por ciento de la responsabilidad.

—¿Tú qué quieres hacer?

—Ya estamos otra vez. Toma tus propias decisiones por una vez.

Pai observó a las mujeres que se alejaban; sus figuras ya casi habían desaparecido tras el velo de nieve. Y después a Cortés. Y después al doeki. Y de nuevo a Cortés.

—He oído decir que se comen las pelotas de los hombres.

—¿Y entonces qué es lo que te preocupa?

—¡De acuerdo! —gruñó el místico—. Voto por que vayamos.

—Entonces hay unanimidad.

Pai comenzó a tirar del doeki para que se levantara. El animal no quería moverse, pero el místico tenía bastante genio cuando se sentía presionado y comenzó a reprenderlo con severidad.

—¡Date prisa o las perderemos! —exclamó Cortés.

La bestia ya estaba en pie y Pai tiró de las bridas para salir tras Cortés, que seguía avanzando para no perder de vista a sus guías. La nieve ocultaba por completo a las mujeres en ocasiones, pero pudo observar que la que los había llamado se giraba para ver por dónde iban de vez en cuando, por lo que supo que no dejaría que sus hijos adoptivos se perdieran de nuevo. Después de un tiempo, su destino quedó a la vista. Una ladera de roca, escarpada y del color del granito, se alzaba desde las tinieblas, con la cima perdida entre la bruma.

—Si quieren que escalemos eso, ya pueden esperar sentadas —gritó Pai sobre el aullido del viento.

—No, hay una puerta —vociferó Cortés por encima del hombro—. ¿La ves?

La abertura así llamada no era más que una grieta zigzagueante, idéntica a la forma de un relámpago que hubiese quedado grabado en la pared. Sin embargo, aquello representaba, al menos, una esperanza de refugio.

Cortés se giró hacia Pai.

—¿La ves, Pai?

—La veo —fue la respuesta—. Pero no veo a las mujeres.

Una mirada hacia la cara de piedra confirmó la observación del místico. O bien habían entrado en el acantilado o bien habían flotado hasta su rostro oculto entre las nubes. Fuera lo que fuera, habían desaparecido con mucha rapidez.

—Fantasmas —dijo Pai con inquietud.

—¿Y qué si lo son? —replicó Cortés—. Nos han traído hasta un refugio. — Tomó las riendas del doeki de las manos de Pai y animó a la bestia a continuar diciendo—: ¿Ves ese agujero en la pared? Ahí dentro estaremos calentitos. ¿Te acuerdas de lo que es el calor?

La tormenta de nieve se hizo más densa mientras recorrían los últimos centenares de metros, y al final los cubrió de nuevo hasta la cintura. Pero los tres, hombre, animal y místico, consiguieron salvar la distancia con vida. El interior era más que un refugio: había luz. El estrecho pasadizo, con sus negras paredes cubiertas de hielo, estaba iluminado con la parpadeante luz de un fuego que procedía de algún lugar en las profundidades de la caverna.

Cortés había soltado las riendas del doeki y el avispado animal ya se dirigía hacia el pasadizo, dejando que el sonido de sus cascos resonara contra las resplandecientes paredes. Para el momento en que Cortés y Pai lo alcanzaron, un pequeño recodo en el pasadizo había revelado la fuente de la luz y calor que había más adelante. Un cuenco de bronce batido, amplio pero poco profundo, estaba colocado en el lugar donde se ensanchaba el pasadizo, y el fuego ardía con vigor en su interior. Sin embargo, había dos cosas curiosas: primero, que la llama no era dorada, sino azul; y segundo, que ardía sin combustible y con llamas que se alzaban al menos a unos quince centímetros del fondo del cuenco. Pero no cabía duda de que irradiaba calor, Los carámbanos de hielo que había en la barba de Cortés se deshicieron y empezaron a gotear; los copos de nieve se convirtieron en gotas sobre las suaves mejillas y la frente de Pai. El calor provocó que un alarido de puro placer saliera de los labios de Cortés, que abrió sus doloridos brazos hacia Pai'oh'pah.

—¡No vamos a morir! —gritó—. ¿No te lo había dicho? ¡No vamos a morir!

El místico lo abrazó a su vez, presionando los labios primero contra el cuello de Cortés y luego contra su rostro.

—De acuerdo, estaba equivocado —dijo—. ¡Está bien, lo admito!

—Entonces vamos a buscar a las mujeres, ¿no?

—¡Sí! —exclamó.

Un sonido los aguardaba cuando los ecos de su entusiasmo se apagaron. Un tintineo, como el de unas campanillas de hielo.

—Nos están llamando —dijo Cortés.

El doeki había encontrado un diminuto paraíso junto al fuego y no estaba dispuesto a moverse a pesar de todos los esfuerzos de Pai por lograr que se pusiera en pie.

—Deja que se quede ahí un rato —dijo Cortés antes de que el místico comenzara una nueva retahíla de improperios—. Nos ha prestado un buen servicio. Deja que descanse. Podemos regresar a buscarlo después.

El pasadizo que seguían en aquel momento no solo tenía muchas curvas, sino que también se dividía en ocasiones, y todas las rutas estaban iluminadas por cuencos de fuego. Eligieron el camino a seguir guiándose por el sonido de las campanillas, que no parecía acercarse nunca. Con cada bifurcación, por supuesto, la posibilidad de volver a encontrar al doeki se hacía más improbable.

—Este lugar es un laberinto —dijo Pai con un toque de su antiguo nerviosismo reflejado de nuevo en la voz—. Creo que deberíamos detenernos y evaluar con exactitud lo que estamos haciendo.

—Buscamos a las Diosas.

—Y perdemos nuestro medio de transporte al mismo tiempo. No nos encontramos en muy buen estado para seguir a pie mucho tiempo más.

—Yo no me encuentro tan mal. Salvo las manos. —Se las colocó delante de la cara, con las palmas hacia arriba. Estaban hinchadas y llenas de magulladuras, con las heridas amoratadas—. Supongo que tengo el mismo aspecto por todos sitios. ¿Has oído las campanillas? ¡Están a la vuelta de la esquina, lo juro!

—Llevan estando a la vuelta de la esquina los últimos tres cuartos de hora. No se escuchan más cerca que antes, Cortés. Es algún tipo de truco. Deberíamos volver atrás a por el animal antes de que nos maten.

—No creo que aquí derramaran sangre —replicó Cortés. Las campanillas volvieron a escucharse—. Escucha eso. Están más cerca. —Se acercó a la siguiente esquina deslizándose sobre el hielo—. Pai, ven a ver.

Pai se unió a él en la esquina. Por delante, el pasadizo se estrechaba hasta convertirse en una puerta.

—¿Qué te dije? —le dijo Cortés, que se encaminó hacia la puerta y la atravesó.

El santuario que había al otro lado no era muy amplio (tenía el tamaño de una iglesia modesta, nada más), pero había sido esculpido de forma tan artificiosa que daba una impresión de magnificencia. No obstante, había sufrido grandes daños. A pesar de la miríada de pilares, elaborados por el más hábil de los artesanos, y de sus bóvedas de piedra relucientes a causa del hielo, sus paredes estaban cubiertas de agujeros y el suelo lleno de surcos. No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que los objetos que habían sido enterrados en el glaciar formaron parte alguna vez de su mobiliario. El altar se encontraba destrozado en el centro de la estancia, y entre los escombros había fragmentos de piedra azul que encajaban con la estatua que llevaba la niña. En ese momento, con más seguridad que nunca, se encontraban en un lugar que llevaba la marca del paso de Hapexamendios.

—Tras sus pasos —murmuró Cortés.

—Sí, desde luego —susurró Pai—. Ha estado aquí.

—Y también las mujeres —dijo Cortés—. Pero no creo que se comieran las pelotas de los hombres. Creo que sus ceremonias eran algo más cariñosas. —Se puso en cuclillas y pasó los dedos sobre la superficie de los fragmentos tallados—. Me pregunto a qué se dedicaban. Me gustaría haber visto los rituales.

—Te habrían descuartizado miembro a miembro.

—¿Por qué?

—Porque sus ceremonias no podían presenciarlas los hombres.

—Tú sí habrías podido entrar, ¿verdad? —preguntó Cortés—. Habrías sido un espía perfecto. Podrías haberlo visto.

—No es cuestión de verlo —dijo Pai con suavidad—, sino de sentirlo.

Cortés se incorporó y miró al místico con una nueva comprensión.

—Creo que te envidio, Pai —dijo—. Tú sabes lo que se siente al ser ambas cosas, ¿no es cierto? Jamás había pensado en ello. ¿Me dirás lo que se siente uno de estos días?

—Será mejor que lo descubras tú mismo —dijo Pai.

—¿Y cómo lo hago?

—Este no es el momento...

—Dímelo.

—Bueno, los místicos tienen sus rituales, igual que los hombres y las mujeres. No te preocupes, no tendrás que espiarme. Serás mi invitado, si eso es lo que quieres.

Un lejano sentimiento de miedo acarició a Cortés al escuchar aquello. Se había mostrado casi apático ante las muchas maravillas que habían contemplado mientras viajaban, pero en ese momento se percató de que aún no conocía del todo a la criatura que había permanecido a su lado durante todos esos días. No había vuelto a verlo desnudo desde su primer encuentro en Nueva York; no lo había besado de la forma en que besa un amante; no se había permitido sentir deseo sexual hacia él. Tal vez se debiera a que había estado pensando en las mujeres de allí, en sus rituales secretos; pero en ese momento, le gustara o no, estaba mirando a Pai'oh'pah y estaba excitado.

El dolor lo apartó de semejantes pensamientos y se miró las manos para ver que, en su inquietud, las había convertido en puños y había vuelto a abrir los cortes de las palmas. La sangre goteó sobre el suelo junto a sus pies, increíblemente roja. Al verla, le vino a la memoria un recuerdo que había enterrado al fondo de su mente.

—¿Qué pasa? —preguntó Pai.

Sin embargo, Cortés no tenía aliento para responder. Todavía podía escuchar el río congelado agrietándose bajo su cuerpo y el aullido de los agentes del Invisible que volaban en círculos sobre su cabeza. Podía sentir sus manos golpeando una y otra vez el glaciar y las esquirlas de hielo que volaban hacia su rostro.

El místico se colocó a su lado.

»Cortés —dijo con inquietud—. Dime algo, ¿quieres? ¿Qué pasa?

Rodeó con los brazos los hombros de Cortés y su contacto consiguió que este último recuperara el aliento.

—Las mujeres... —dijo.

—¿Qué pasa con ellas?

—Fui yo quien las liberó.

—¿Cómo?

—Con el pneuma, ¿cómo si no?

—¿Conseguiste deshacer la obra del Invisible? —preguntó el místico con una voz que apenas se oía—. Por nuestro bien, espero que las mujeres fueran los únicos testigos.

—Había también agentes, tal y como dijiste. Casi me matan. Pero yo también conseguí herirlos.

—Eso son malas noticias.

—¿Por qué? Si yo tengo que sangrar, que sangre Él también un poco.

—Hapexamendios no sangra.

—Todo sangra, Pai. Incluso Dios. Puede que sobre todo Dios. De otra forma, ¿por qué se habría ocultado?

Mientras hablaba, el tintineo de las campanillas comenzó a sonar de nuevo, más cerca que nunca, y al mirar por encima del hombro de Cortés, Pai dijo:

—Debe de haber estado esperando un poco de herejía.

Cortés se giró y descubrió a la mujer que lo había llamado, medio oculta entre las sombras, de pie al fondo del santuario. El hielo que rodeaba su cuerpo no se había derretido, cosa que sugería que, al igual que las paredes, la carne en la que estaba incrustado todavía se encontraba por debajo de los cero grados. Había carámbanos de hielo en su cabello, y cuando movía la cabeza un poco, como en aquel momento, chocaban unos contra otros y tintineaban como diminutas campanillas.

—Yo te he sacado del hielo —dijo Cortés, que se separó un poco de Pai para acercarse a ella.

La mujer no dijo nada.

»¿Comprendes lo que te digo? —continuó Cortés—. ¿Nos sacarás de aquí? Queremos encontrar el camino para atravesar la montaña.

La mujer dio un paso atrás, retirándose hacia las sombras.

»No tengas miedo —dijo Cortés—. ¡Pai, ayúdame!

—¿Cómo?

—Puede que no entienda el inglés.

—Te entiende bastante bien.

—Limítate a hablar con ella, ¿quieres?

Siempre obediente, Pai comenzó a hablar en una lengua que Cortés no había oído jamás; su musicalidad resultaba relajante, a pesar de que las palabras eran ininteligibles. Pero ni la música ni el significado parecieron hacer mella en la mujer. Continuó su retirada hacia la oscuridad y Cortés la siguió con cautela; temía asustarla, pero temía más aún perderla por completo. Sus comentarios a las persuasiones de Pai se habían apagado hasta convertirse en el más simple de los regateos.

—Un favor merece otro —dijo.

Pai tenía razón: ella lo entendía muy bien. A pesar de que se quedó en las sombras, podía ver que sus labios esbozaban una pequeña sonrisa. Maldita fuera, pensó, ¿por qué no le respondía? Las campanillas aún sonaban en su cabello, no obstante, y continuó siguiéndola incluso cuando la oscuridad se hizo tan densa que, virtualmente, la mujer se fundió con ella. Cortés echó un vistazo atrás para observar al místico, que ya había abandonado cualquier intento de comunicarse con la mujer y, en su lugar, se dirigía a Cortés.

—No avances más —dijo.

Aunque no había más de cincuenta metros hasta el lugar donde estaba Pai, su voz sonaba muy lejana, como si alguna otra ley, además de la distancia y la luz, rigiera en el espacio que los separaba.

—Todavía estoy aquí. ¿No me ves? —dijo Cortés y, contento al escuchar al místico responder que sí podía, volvió a dirigir la mirada hacia las sombras. Sin embargo, la mujer había desaparecido. Soltó una maldición y se abalanzó sobre el lugar donde la había visto por última vez; la sensación de que aquella era una zona ambigua se intensificaba por momentos. La oscuridad tenía una cualidad huidiza, como si fuera un perverso trapacero que tratara de quitárselo de encima encogiéndose de hombros. No se iría. Cuanto más se sacudiera, más decidido se mostraría a ver qué era lo que ocultaba. A pesar de que no podía ver nada, no se adentraba a ciegas en el peligro. Minutos antes le había dicho a Pai que todo era vulnerable. Pero nadie, ni siquiera el Invisible, podía hacer sangrar a la oscuridad. Si se cerraba en torno a él, podría tratar de arañarla durante una eternidad y no dejar ni una sola marca sobre su espalda carente de piel. En aquel momento, escuchó a Pai llamándolo a sus espaldas:

—¿Dónde coño estás?

El místico lo había seguido a las sombras, según pudo comprobar.

—No te acerques más —le dijo.

—¿Por qué no?

—Puede que necesite algún tipo de señal para encontrar el camino de vuelta.

—Vuelve aquí y déjate de tonterías.

—No hasta que la encuentre —replicó Cortés, que avanzó con los brazos extendidos.

El suelo estaba resbaladizo y tenía que proceder con mucho cuidado. Pero sin que la mujer los guiara a través de la montaña, aquel laberinto podría resultar tan letal como la nieve de la que habían escapado. Tenía que encontrarla.

—¿Aún puedes oírme? —le gritó a Pai.

La voz que le contestó de forma afirmativa fue tan débil como si se tratara de una llamada a larga distancia con la línea telefónica en mal estado.

—Sigue hablando —gritó.

—¿Qué quieres que diga?

—Cualquier cosa. Canta una canción.

—No tengo oído para la música.

—Habla sobre comida, entonces.

—De acuerdo —dijo Pai—. Ya te he hablado sobre el ugichee y el vientre del pescado lleno de huevos...

—Es la cosa más nauseabunda que he oído jamás —replicó Cortés.

—Te gustará cuando lo pruebes.

—Le dijo la actriz al obispo.

Escuchó la risa amortiguada de Pai. Acto seguido, el místico dijo:

—Me odiaste casi tanto como odias el pescado, ¿recuerdas? Y te convertí.

—Jamás te he odiado.

—En Nueva York sí.

—Ni siquiera entonces. Solo me sentía confuso. Jamás me había acostado con un místico antes.

—¿Te gustó?

—Fue mejor que el pescado, pero no tanto como el chocolate.

—¿Qué has dicho?

—He dicho que...

—¿Cortés? Apenas puedo oírte.

—¡Estoy aquí! —replicó con un grito—. Me gustaría hacerlo de nuevo, Pai.

—¿Hacer qué?

—Acostarme contigo.

—Tendré que pensarlo.

—¿Qué es lo que quieres, una propuesta de matrimonio?

—No estaría mal.

—¡De acuerdo! —respondió Cortés—. ¿Quieres casarte conmigo?

Se hizo el silencio. Se detuvo para girarse. La silueta de Pai era una sombra borrosa contra la luz distante del santuario.

»¿Me has oído? —gritó.

—Me lo estoy pensando.

Cortés se echó a reír, a pesar de la oscuridad y de la inquietud que lo agobiaba.

—No puedes pensártelo para siempre, Pai —voceó—. Necesito una respuesta... —Se detuvo cuando sus dedos entraron en contacto con algo sólido y congelado—. ¡Vaya mierda!

—¿Qué ocurre?

—¡Es un puto callejón sin salida! —dijo; se movió hacia la derecha contra la superficie que acababa de encontrar y recorrió el hielo con las palmas—. No es más que una pared.

Sin embargo, eso no era todo. La sospecha de que aquella era una zona nebulosa se hizo más fuerte que nunca. Había algo al otro lado del muro, si es que era capaz de alcanzarlo.

—Vuelve aquí —suplicó Pai.

—Todavía no —dijo para sí, a sabiendas de que el místico no podría escuchar sus palabras. Levantó una mano hasta su boca y soltó una ráfaga de aliento.

—¿Me has oído, Cortés? —gritó Pai.

Sin responder, lanzó el pneuma contra el muro, una técnica en la que su mano ahora era experta. Las tinieblas se tragaron el sonido del golpe, pero la fuerza que llevaba hizo que se desprendiera un trozo de hielo del techo. No esperó a que las reverberaciones se asentaran, sino que descargó un segundo golpe, y un tercero, y cada impacto abría más las heridas de su mano, lo que añadía sangre a la violencia de los golpes. Tal vez aquello les concediera fuerza. Si su aliento y su saliva eran tan útiles, ¿qué poderes poseería su sangre? ¿Y su semen?

Mientras se detenía a coger aire para una nueva exhalación, escuchó los gritos del místico y se giró para ver cómo avanzaba hacia su posición a través de un abismo de sombras frenéticas. Su asalto no solo había sacudido el muro y el techo: el mismo aire estaba enfurecido y agitaba la silueta de Pai hasta hacerla añicos. Mientras sus ojos trataban de fijar la imagen, una enorme esquirla de hielo dividió el espacio que había entre ellos y, tras golpear en el suelo, se hizo añicos. Tuvo tiempo de colocarse los brazos delante de la cara antes de que las esquirlas lo azotaran, pero el impacto lo lanzó contra la pared.

—¡Vas a hacer que todo el lugar se venga abajo! —escuchó gritar a Pai cuando cayeron nuevas lanzas de hielo.

—Es demasiado tarde para echarse atrás —replicó Cortés—. ¡Date prisa, Pai!

Con la ligereza de pies que lo caracterizaba, incluso sobre aquel suelo letal, el místico se abrió paso a través del hielo en dirección a la voz de Cortés. Antes de que consiguiera llegar a su lado, Cortés se giró y comenzó su ataque de nuevo, a sabiendas de que si se rendía demasiado pronto, quedarían enterrados allí. Soltó otra exhalación y la lanzó contra la pared y, en esta ocasión, las sombras no lograron amortiguar el sonido. Resonó como una campana atronadora. La onda expansiva lo habría arrojado al suelo si los brazos del místico no hubieran estado allí para atraparlo.

—¡Es un lugar de paso! —gritó.

—¿Qué significa eso?

—Dos exhalaciones esta vez —fue su respuesta—. La tuya y la mía, en una mano. ¿Comprendes?

—Sí.

No podía ver al místico, pero sintió cómo le levantaba la mano hacia su boca.

—Cuando cuente tres —dijo Pai—. Uno...

Cortés inspiró aire con fuerza.

—Dos...

Inspiró de nuevo, con más fuerza todavía.

—¡Tres!

Entonces soltó el aire, mezclado con el de Pai, sobre su mano. La carne humana no estaba diseñada para controlar semejante energía. Si Pai no hubiese estado junto a él para sujetar su hombro y su muñeca, el poder habría estallado en su palma y se la habría arrancado. Pero ambos se abalanzaron hacia delante al unísono y abrió la mano un instante antes de que chocara contra la pared. El rugido se duplicó, pero acabó consumido momentos después por el caos que habían creado sobre sus cabezas. Si hubiera habido algún lugar al que retirarse, lo habrían hecho, pero el techo se estaba derrumbando en una fusilería de estalactitas y lo único que pudieron hacer fue protegerse la cabeza y quedarse en el suelo mientras el muro los lapidaba por su crimen, obligándolos a postrarse de rodillas a medida que estallaba y se venía abajo. La conmoción duró lo que parecieron minutos; el suelo se estremeció con tanta violencia que los hizo caer de nuevo, de bruces esta vez. Entonces, las convulsiones comenzaron a aminorar de forma gradual. La lluvia de hielo y piedra se convirtió en llovizna y se detuvo en el momento en que una milagrosa ráfaga de aire cálido rozó sus rostros.

Ambos levantaron la mirada. El ambiente estaba oscuro, pero la luz arrancaba destellos de las dagas sobre las que yacían y su fuente se encontraba en algún lugar allí arriba. El místico fue el primero en ponerse en pie y tiró de Cortés para colocarlo a su lado.

—Un lugar de paso —dijo de nuevo.

Colocó un brazo alrededor de los hombros de Cortés y, juntos, se tambalearon hacia delante, hacia el lugar del que procedía el calor que los había reanimado. Si bien la oscuridad era todavía bastante densa, pudieron distinguir la vaga presencia de una pared. A pesar de la escala del terremoto, la fisura que habían provocado apenas tenía la altura de un hombre. Al otro lado había niebla, pero cada paso los acercaba un poco más hacia la luz. Cuando hundieron los pies en la blanda arena, que tenía el color de la bruma, escucharon las campanillas de hielo una vez más y miraron hacia atrás con la esperanza de ver que la mujer los seguía. Sin embargo, la niebla ya había ocultado tanto la fisura como el santuario que había más allá, y cuando el campanilleo se detuvo, al igual que ellos poco después, ambos habían perdido el sentido de la orientación.

—Hemos salido al Tercer Dominio —dijo Pai.

—¿Se acabaron las montañas? ¿Se acabó la nieve?

—A menos que quieras regresar para agradecérselo.

Cortés trató de escudriñar algo entre la niebla.

—¿Es este el único camino que existe para salir del Cuarto?

—No, por Dios —dijo Pai—. Si hubiéramos seguido la ruta turística, habríamos tenido la posibilidad de elegir entre un centenar de lugares. Pero este debía de ser el camino secreto de esas mujeres antes de que el hielo lo sellara.

La luz le mostró la cara del místico a Cortés, por lo que pudo ver que esta reflejaba una sonrisa.

—Has hecho un buen trabajo —dijo Pai—. Creí que te habías vuelto loco.

—Creo que así fue, al menos un poco —replicó Cortés—. Debo de tener una faceta destructiva. Hapexamendios estaría orgulloso de mí. —Se detuvo para darle a su cuerpo un momento de descanso—. Espero que haya algo más que niebla en el Tercero.

—Vaya que sí, lo hay, créeme. Es el Dominio que más deseaba visitar mientras estaba en el Quinto. Está lleno de luz y de vida. Descansaremos, nos alimentaremos y recuperaremos las fuerzas. Puede que incluso nos acerquemos a L'Himby para visitar a mi amigo Scopique. Nos merecemos un poco de gratificación durante unos cuantos días antes de dirigirnos hacia el Segundo y unirnos a la Vía Crucis.

—¿Esa nos llevará a Yzordderrex?

—Por supuesto —dijo Pai al tiempo que instaba a Cortés a moverse de nuevo—. La Vía Crucis es la carretera más larga de Imajica. Debe de tener la misma longitud que las dos Américas, incluso más.

—¡Un mapa! —exclamó Cortés—. Debo empezar a hacer un mapa.

La niebla comenzaba a dispersarse y, con el aumento de luz, aparecieron las plantas: las primeras que veían desde las faldas de las colinas del Jokalaylau. Siguieron el camino mientras la vegetación se volvía más exuberante y fragante, atrayéndolos hacia el sol.

—Recuerda, Cortés —dijo Pai cuando avanzaron un poco—. He aceptado.

—¿Aceptar el qué? —preguntó Cortés.

En aquel momento, la niebla era apenas visible; podían ver el mundo cálido que los aguardaba.

—Tu proposición, amigo mío, ¿no la recuerdas?

—No te oí aceptarla.

—Pues lo hice —replicó el místico en el instante en que el paisaje verde se reveló ante ellos—. Aunque sea lo único que hagamos en este Dominio, ¡al menos deberíamos casarnos!

Capítulo 24

1

Inglaterra disfrutó de una primavera temprana ese año; los últimos días de febrero fueron inusualmente templados y, para mediados de marzo, el clima era tan cálido que bien podría haber engatusado a las plantas que florecen en abril y mayo para que lo hicieran de inmediato. Los expertos aseguraban que si las heladas no regresaban para acabar tanto con los capullos como con los pajarillos que crecían en los nidos, se produciría una nueva explosión de vida en mayo, cuando los padres permitieran a sus retoños volar y así poder encargarse de una nueva puesta cuyos frutos llegarían en junio. Las almas más pesimistas predecían una sequía, si bien sus dotes adivinatorias se fueron al traste cuando, a comienzos de marzo, los cielos se abrieron sobre la isla.

Cuando, en ese primer día de lluvia, Jude miró hacia atrás para analizar las semanas que habían pasado desde que había dejado la propiedad de los Godolphin junto a Oscar y Dowd, le pareció que había aprovechado bien los días; no obstante, los detalles en los que había ocupado su tiempo eran, a lo sumo, imprecisos. Se había sentido bien recibida en la casa de Oscar desde el primer día y se le había permitido salir y entrar a su antojo, aun cuando no lo hubiera hecho con frecuencia. La sensación de pertenencia que la inundó la primera vez que posara los ojos en Oscar no se había desvanecido, aunque todavía no había descubierto la fuente de tales sentimientos. Era un anfitrión generoso, no cabía duda, pero no era la primera vez que un hombre la trataba bien, y no por ello había sentido con anterioridad la devoción que la embargaba en esos momentos. Sin embargo, esa devoción no era correspondida, al menos no de forma evidente, lo cual representaba una experiencia nueva para ella. Había cierta reserva en los modales de Oscar (la causante de la formalidad que regía las conversaciones entre ambos) que provocaba que sus sentimientos hacia él se intensificaran. Cada vez que estaban solos, Jude se imaginaba que era una amante que acababa de regresar de forma milagrosa con su amado después de un largo tiempo de separación, si bien se conocían tan íntimamente que las expresiones explícitas de afecto les resultaban algo superfluo; cuando estaban en compañía de otras personas (en el teatro o en una cena con los amigos de él), solía pasar la mayor parte del tiempo en silencio y disfrutaba haciéndolo. Cosa que resultaba demasiado extraña en ella. Estaba acostumbrada a la volubilidad, a expresar sus opiniones acerca de cualquier tema que se estuviera discutiendo, ya fueran respuestas de cortesía o porque creyera firmemente en sus palabras. En cambio, junto a Oscar, no le importaba guardar silencio en esas situaciones. Se limitaba a escuchar los chismes y la conversación (sobre política, economía o cotilleos de sociedad) como si fuesen los diálogos de una obra de teatro. Pero no era su obra. Ella no tenía obra alguna, tan solo la felicidad de encontrarse justo donde quería estar. Y con la satisfacción que le proporcionaba el simple hecho de observar, no veía razón alguna para exigir nada más.

Godolphin era un hombre ocupado, y si bien pasaban parte del día juntos, Jude estaba sola casi siempre. En esos momentos de soledad la invadía una placentera languidez que contrastaba drásticamente con la confusión que sintiera en la época precedente a su estancia en casa de Oscar. De hecho, intentaba por todos los medios olvidar esos días y, solo cuando regresaba a su piso en busca de alguna de sus pertenencias, o de las facturas que había que pagar (de lo que se encargaba Dowd, cumpliendo las órdenes de Oscar), recordaba a esos amigos cuya compañía no se sentía muy dispuesta a buscar. Había mensajes en el contestador, por supuesto; de Klein, de Clem y de otra media docena de amigos más. Poco después, incluso encontró cartas (algunas de ellas interesándose por su salud) y notas, que habían introducido por debajo de la puerta, pidiéndole que se pusiera en contacto con ellos. Así lo hizo en el caso de Clem, movida por los remordimientos de no haber hablado con él desde el funeral. Almorzaron juntos cerca de la oficina de Clem, en Marylebone, y Jude le contó que había conocido a un hombre con el que se había ido a vivir de modo temporal. Como no podía ser de otro modo, Clem se mostró muy interesado. ¿Quién era el afortunado? ¿Lo conocía él? ¿Qué tal el sexo, sublime o simplemente maravilloso? ¿Lo amaba? Y volvió a hacer hincapié, ¿lo amaba? Ella contestó lo mejor que pudo: le dijo su nombre y lo describió; le explicó que todavía no habían tenido relaciones sexuales, aunque la idea se le había pasado por la cabeza en varias ocasiones; y, con respecto al amor, era muy pronto para saberlo. Conocía a Clem demasiado bien, por lo que estaba segura de que la información sería de conocimiento público en menos de veinticuatro horas, cosa que no le importaba en absoluto. Al menos, de ese modo, aquellos amigos que estaban preocupados por su salud se tranquilizarían.

—Bueno, ¿y cuándo vamos a conocer a este dechado de virtudes? —le preguntó Clem en el momento de la despedida.

—Dentro de poco —contestó ella.

—Te ha dado fuerte, ¿verdad?

—¿Tú crees?

—Tienes un aspecto... no sé cómo decirlo exactamente, ¿relajado, tal vez? Nunca te había visto así.

—No estoy segura de haber sentido antes lo que siento ahora.

—Bueno, pues asegúrate de que no perdemos a la Jude que todos conocemos y queremos, ¿vale? —le advirtió Clem—. Demasiada tranquilidad no es buena para la circulación. Todo el mundo necesita un ataque de ira de vez en cuando.

El significado real de aquella conversación no caló en Jude hasta esa misma noche, cuando se dio cuenta, mientras esperaba a Oscar en la planta baja y disfrutaba, entretanto, de la tranquilidad de la casa, del ser tan pasivo en el que se había convertido. Era como si la mujer que había sido, esa Jude repleta de arrebatos de furia y opiniones, hubiera mudado la piel y hubiese aparecido una nueva Jude, mucho más sensible, que se encontraba en periodo de espera. Las instrucciones no tardarían en llegar, suponía ella; no podía pasarse el resto de la vida en ese estado de serenidad. Y tenía muy claro a quién tenía que pedir las instrucciones; al hombre que acababa de entrar en el recibidor y cuya voz le aceleraba el corazón y hacía que comenzara a darle vueltas la cabeza: Oscar Godolphin.

Sin embargo, si Oscar era la buena noticia que esas semanas habían traído consigo, Kuttner Dowd era la mala. Era lo bastante astuto como para haberse percatado, en muy poco tiempo, de que Jude apenas tenía conocimiento alguno sobre los Dominios, a pesar de que la conversación que habían mantenido en el Retiro sugiriera lo contrario; y, en lugar de convertirse en la fuente de información que ella había esperado que fuera, se había transformado en un ser taciturno, receloso y brusco en ocasiones, si bien se cuidaba mucho de comportarse de ese modo en presencia de Oscar. De hecho, cuando los tres estaban juntos la colmaba de atenciones, ironía que Oscar no captaba, puesto que estaba tan acostumbrado a los agasajos de Dowd que apenas le prestaba atención.

Jude no tardó mucho en responder a las sospechas con sospechas, y estuvo a punto de discutir el tema de Dowd con Oscar en un par de ocasiones. Que no lo hubiera hecho se debía a lo que había contemplado en el Retiro. Dowd se había ocupado con una enorme frialdad de los cadáveres, y su eficiencia era prueba más que suficiente de que no era la primera vez que asistía a su señor en semejantes circunstancias. Como tampoco había buscado alabanza alguna por su trabajo, al menos no en presencia de ella. Cuando la relación entre señor y empleado estaba tan arraigada como para que un acto criminal, la desaparición de dos cadáveres, no fuera más que una simple tarea sin importancia, lo mejor era no inmiscuirse entre ellos, en opinión de Jude. Ella era la intrusa, la niña que soñaba con haber pertenecido al señor desde el principio de los tiempos. No podía competir con Dowd a la hora de ganar la atención de Oscar; además, cualquier intento de sembrar la discordia entre ellos podría acabar redundando en su contra con suma facilidad. Por tanto, guardó silencio y dejó que las cosas siguieran funcionando con suavidad, sin sobresaltos. Hasta ese primer día de lluvia.

2

Habían planeado asistir a la ópera el 2 de marzo, de modo que Jude había pasado la mayor parte de la tarde preparándose tranquilamente para la velada; se demoró algo más de tiempo en la elección del vestido y los zapatos, pero le gustaba recrearse en la indecisión. Dowd había salido a la hora del almuerzo, ocupado con un asunto urgente de Oscar sobre el cual ella no tenía intención alguna de preguntar. Se le había advertido nada más llegar a la casa que no sería bienvenida ninguna pregunta acerca de los negocios de Oscar, y no había incumplido ese decreto hasta el momento; no entraba dentro de las funciones de una amante. Sin embargo, ese día, tras haber visto a Dowd inusualmente nervioso en el momento de su partida, Jude se descubrió preguntándose acerca de la naturaleza de los negocios de Godolphin mientras se bañaba y se vestía. ¿Estaría en Yzordderrex? Estaba segura de que Cortés pisaba en aquel momento las calles de esa ciudad, junto a su compañero del alma, el asesino. Tan solo dos meses atrás, mientras las campanas de Londres anunciaban la llegada del Año Nuevo, había jurado seguirlo a Yzordderrex. No obstante, el mismo hombre cuya compañía había buscado con el fin de que la guiara hasta esa ciudad había acabado por distraerla de su propósito. Si bien sus pensamientos volvían con frecuencia a esa misteriosa urbe, ya no despertaba en ella el mismo interés que antes. Le habría gustado saber si Cortés estaba sano y salvo en esas calles veraniegas, y podría haber disfrutado de una descripción de sus barrios más sórdidos, pero el hecho de que hubiese jurado contemplarla se le antojaba un tanto absurdo en ese momento. En casa de Oscar tenía todo lo que deseaba.

Y no solo era su curiosidad acerca del resto de los Dominios lo que había deslustrado su estado de felicidad; también se había enfriado la curiosidad por los sucesos que tenían lugar en su propio planeta. Aunque la televisión, con su soporífera presencia, murmuraba sin cesar en uno de los rincones de su habitación, apenas prestaba atención a los detalles, y habría hecho caso omiso del noticiario de media tarde de no ser porque un pequeño detalle hizo que se acordara de Charlie.

Habían encontrado tres cuerpos semienterrados en Hampstead Heath, y el estado mutilado de los cadáveres, continuaba la noticia, parecía indicar que se trataba de un asesinato ritual. Las investigaciones preliminares sugerían que los fallecidos se movían en los círculos del grupo de practicantes de magia negra y ocultismo que existía en la ciudad, algunos de los cuales creían que se estaba llevando a cabo algún tipo de vendetta contra ellos, a la luz de las restantes muertes y desapariciones que estaba sufriendo su grupo. Para redondear la noticia, se mostraba una grabación de los miembros de la policía rastreando entre los arbustos y la maleza de Hampstead Heath, bajo una lluvia incesante que dificultaba su tarea. La noticia la inquietó por dos razones, cada una de ellas relacionada con un hermano diferente: la primera, porque le trajo recuerdos de Charlie, sentado en el viciado cuartucho de la clínica, con la vista clavada en la estufa y rumiando la posibilidad del suicidio; la segunda, porque tal vez esa vendetta pudiera poner en peligro a Oscar, dado que estaba más implicado en la práctica del ocultismo que cualquier otra persona.

Pasó el resto de la tarde preocupada por esas cuestiones, situación que se agravó cuando Oscar no regresó a casa a las seis. Dejó de arreglarse para la noche en la ópera y se dispuso a esperarlo abajo, con la puerta principal abierta para observar cómo la lluvia golpeaba los arbustos que se alineaban junto a los escalones. Regresó a las siete menos veinte junto a Dowd, que apenas había puesto un pie en el recibidor cuando anunció que no habría ópera esa noche. Godolphin lo contradijo de inmediato, para disgusto de su empleado, y ordenó a Jude que subiera a arreglarse, ya que se marcharían en veinte minutos.

A medida que subía por las escaleras, Jude escuchó a Dowd decir:

—¿Sabe que McGann quiere verlo?

—Podemos ocuparnos de los dos asuntos a la vez —contestó Oscar—. ¿Has sacado el traje negro? ¿No? ¿Qué has estado haciendo todo el día? No, no me lo digas. Al menos, no con el estómago vacío.

A Oscar le sentaba bien el negro y así se lo hizo saber Jude cuando, veinticinco minutos después, se reunió con ella en la planta baja. En respuesta al cumplido, él sonrió y le dedicó una pequeña reverencia.

—Y tú jamás has estado más encantadora —le contestó—. ¿Sabes que no tengo ni una sola fotografía tuya? Me gustaría tener una para llevarla en la cartera. Le diré a Dowd que se encargue de ese detalle.

Para entonces, la ausencia de Dowd resultaba más que notable. La mayoría de las noches ejercía de chófer, pero esa noche tenía otras cosas de las que ocuparse, según parecía.

—Nos perderemos el primer acto —informó Oscar, una vez en el coche—. Tengo que hacer un pequeño recado en Highgate, si no te importa esperarme.

—En absoluto —contestó ella.

Él le dio unas palmaditas en la mano.

—No me llevará mucho tiempo —le dijo.

Tal vez por el hecho de que no conducía a menudo, Oscar se concentró en la tarea y Jude resistió la tentación de distraerlo con una conversación, si bien la cuestión de las noticias que había escuchado seguía preocupándola. No tardaron mucho en llegar, ya que condujeron por calles secundarias con el fin de evitar los atascos que la lluvia habría causado en las vías principales, pero, cuando lo hicieron, los aguardaba todo un chaparrón.

—Ya hemos llegado —informó Oscar, aunque la lluvia torrencial caía con tanta fuerza que Jude apenas distinguía lo que había a diez metros por delante de ellos—. Quédate aquí dentro, estarás calentita. No tardaré.

Oscar la dejó en el coche y atravesó con presteza el jardín en dirección a un edificio de aspecto corriente. Nadie lo recibió en la puerta principal; esta se abrió de forma automática y se cerró una vez que él estuvo dentro. No fue hasta que Oscar hubo desaparecido en el interior del edificio y el clamoroso tamborileo de la lluvia sobre el techo del coche se hubo apaciguado un tanto, que ella se inclinó hacia delante para observar el edificio a través del agua que se deslizaba sobre el parabrisas. A pesar de la lluvia, reconoció de inmediato el lugar: la torre del sueño del ojo azul. Con la respiración acelerada y de modo inconsciente, su mano se dirigió a la puerta y la abrió al tiempo que expresaba su negativa.

—¡No! ¡No...!

Salió del coche y alzó el rostro hacia la fría lluvia para recibir un recuerdo aún más helado. Había dejado que aquel lugar (como también el viaje que la había llevado hasta allí, un viaje en el que su mente se había aventurado por las calles, rozando el sufrimiento de una mujer anónima aquí y la ira de otra más allá) se deslizara hacia el incierto territorio que separaba los recuerdos del mundo real de aquellos pertenecientes a los sueños. En principio, se había negado a creer que hubiera sucedido. Sin embargo, ahí estaba el lugar, hasta la última ventana y el último ladrillo. Y si el exterior era exactamente igual que en su sueño, ¿por qué debería dudar acerca del interior?

Había un sótano de pasadizos laberínticos, según recordada, cuyas paredes estaban cubiertas por estanterías repletas de libros y manuscritos. También recordaba un muro (y una pareja echando un polvo contra él) y, detrás, oculta a la vista de todos salvo a la suya, una celda en la que una mujer atada había yacido sumida en total oscuridad durante una dolorosa eternidad. En ese momento, volvió a recrear en su mente el grito de la prisionera: ese aullido que dejaba entrever su locura y que la había sacado del subsuelo para llevarla de vuelta a través de las calles oscuras, hasta la seguridad de su casa y su propia cabeza. Se preguntó si aquella mujer seguiría gritando o si habría caído en ese estado comatoso del que había sido despertada de un modo tan cruel. La idea del sufrimiento que debía de estar soportando le llenó los ojos de lágrimas, que se mezclaron con la lluvia.

—¿Qué estás haciendo?

Oscar había salido de la torre y corría sobre la gravilla de vuelta al coche, con la chaqueta alzada sobre la cabeza para protegerse de la lluvia.

»Cariño, vas a coger una pulmonía. Entra en el coche. Por favor, por favor... Métete en el coche.

Jude hizo lo que le pedía, mientras la lluvia se deslizaba por su cuello.

—Lo siento —se disculpó—. Yo... me preguntaba dónde habrías ido, nada más. Y, después..., no lo sé. Ese lugar me pareció familiar.

—No es un sitio relevante —le dijo él—. Estás temblando. ¿Te gustaría que dejáramos lo de la ópera?

—¿No te importa?

—Ni lo más mínimo. El placer no debería ser una molestia. Estás empapada, tienes frío y no podemos permitir que pilles un resfriado. Con un enfermo tenemos más que de sobra...

Jude no pidió explicaciones acerca del último comentario, ya tenía demasiado; al menos, en la cabeza. Sentía ganas de llorar, si bien no sabía si de alegría o de tristeza. El sueño que había descartado como una simple fantasía estaba enraizado en un hecho sólido, y a ese hecho sólido que se encontraba a su lado, Godolphin, le preocupaba algo crucial. Ella se había dejado engatusar por su estudiada moderación a la hora de referirse a las cosas: el modo en que hablaba de viajar a los Dominios, como si no fuese más que coger un tren; o la descripción de sus expediciones a Yzordderrex, como si fueran simples excursiones turísticas que todavía no estaban disponibles para la gran mayoría de los mortales. No obstante, su modo de simplificar las cosas solo era una fachada, ya fuera consciente o inconsciente, una táctica que empleaba para ocultar la verdadera importancia de sus negocios. La ignorancia dé Oscar, o su arrogancia, podrían arrastrarlo a la muerte; o eso era lo que Jude comenzaba a sospechar y, de ahí, el motivo de su tristeza. ¿Y la alegría? Esta provenía de la posibilidad de salvarlo y de que él, gracias a la sensación de gratitud, aprendiera a amarla.

Una vez en casa, ambos se quitaron el atuendo formal. Cuando Jude salió de su habitación en la planta alta, descubrió que Oscar la esperaba en las escaleras.

—Me preguntaba si no deberíamos tener una charla.

Bajaron las escaleras y se dirigieron al meticuloso desorden que presentaba el salón. La lluvia golpeaba la ventana. Oscar corrió las cortinas y sirvió dos copas de brandy para entrar en calor. Una vez le dio la copa, se sentó frente a Jude.

—Tú y yo tenemos un problema.

—¿En serio?

—Hay muchas cosas que debemos decirnos el uno al otro. Al menos... creo que es mutuo; pero por mi parte, es cierto que..., es cierto que hay muchas cosas que quiero decirte, aunque no sé por dónde narices empezar. Soy consciente de que te debo unas cuantas explicaciones: sobre lo que viste en la propiedad Godolphin; sobre Dowd y los anuladores; y sobre lo que sucedió con Charlie. Y eso es solo el principio. Y lo he intentado, de verdad; he intentado encontrar el modo de explicártelo todo. Pero, para serte sincero, yo tampoco estoy muy seguro de cuál es la verdad. La memoria suele jugar malas pasadas... —Jude dejó escapar un murmullo de aprobación ante ese comentario—, especialmente cuando estás tratando con personas y lugares que parecen pertenecer en parte a tus sueños. O a tus pesadillas. —Apuró el brandy de un trago y cogió la botella que había dejado en la mesita situada junto a él.

—No me gusta Dowd —confesó ella, de súbito—. Y tampoco me fío de él.

Oscar levantó la mirada de la copa que estaba llenando.

—Una percepción muy aguda —dijo él—. ¿Quieres un poco más de brandy? —Jude le acercó la copa y él vertió una generosa cantidad—. Estoy de acuerdo contigo —declaró—. Es una criatura peligrosa, por innumerables razones.

—¿No puedes deshacerte de él?

—Me temo que sabe demasiado. Sería mucho más peligroso si no trabajara para mí.

—¿Tiene algo que ver con esos asesinatos? Hoy, en las noticias...

Oscar hizo un gesto con la mano para descartar su pregunta.

—No necesitas saber nada de eso, cariño —le dijo.

—Pero si te encuentras en peligro...

—No, no. Al menos puedes estar tranquila a ese respecto.

—¿Así que estás enterado de todo?

—Sí —dijo con cansancio—. Sé algo. De la misma manera que Dowd. De hecho, él sabe más de toda esta situación que tú y yo juntos.

Jude meditó acerca de todo aquello. ¿Sabía Dowd, por ejemplo, de la existencia de la prisionera encerrada tras la pared, o era un secreto que solo ella había descubierto? Si ese fuera el caso, tal vez sería mucho más sensato que siguiera manteniéndolo como tal. Con tantos jugadores en posesión de información de la que ella carecía, compartir lo más mínimo, aun cuando fuera con Oscar, podría debilitar su posición; o, tal vez, amenazar su vida. Parte de su naturaleza, la que no se dejaba ablandar por las lisonjas ni por la necesidad de ser amada, estaba enterrada tras ese muro con la mujer a la que había despertado. La dejaría allí, segura en la oscuridad. El resto, todo lo que sabía, podía compartirlo.

—No eres el único que viaja a los Dominios —dijo—. También fue un amigo mío.

—¿En serio? —preguntó él—. ¿Quién?

—Se llama Cortés. En realidad su nombre es Zacharias, John Furia Zacharias. Era un conocido de Charlie.

—Charlie... —dijo Oscar, meneando la cabeza—, pobre Charlie. —Y añadió—: Háblame de Cortés.

—Es complicado —comenzó ella—. Cuando dejé a Charlie, se convirtió en una persona muy vengativa. Contrató a una persona para matarme...

Y continuó contándole a Oscar acerca del intento de asesinato que tuvo lugar en Nueva York, así como la posterior intervención de Cortés; y después pasó a narrarle los acontecimientos de Año Nuevo. A medida que su explicación avanzaba, Jude tuvo la impresión de que Oscar ya sabía parte de lo sucedido; sospecha que vio confirmada cuando acabó de describirle el modo en que Cortés había abandonado el Dominio en que se encontraban.

—¿El místico lo llevó al otro lado? —preguntó él—. ¡Por Dios, menudo riesgo!

—¿Qué es un místico? —inquirió ella.

—Una criatura de lo más inusual. Pertenecen a la tribu Euthermec, y solo nace uno de ellos en cada generación. Se los considera amantes extraordinarios. Según tengo entendido, no poseen identidad sexual alguna, salvo aquella que desee su compañero.

—Eso sería el paraíso para Cortés.

—En tanto en cuanto se sepa lo que se quiere —explicó Oscar—. Si no es así, me atrevo a decir que la cosa puede ser un tanto complicada.

Ella soltó una carcajada.

—Créeme, él tiene muy claro lo que quiere.

—¿Lo dices por experiencia?

—Por una amarga experiencia.

—Tal vez el místico sea un bocado demasiado grande para él, por decirlo de algún modo. Mi amigo de Yzordderrex, Pecador, tuvo una amante por un tiempo que había regentado un burdel con anterioridad. El establecimiento había sido de los más lujosos de Patashoqua, y ella y yo congeniamos estupendamente. No dejaba de decirme que debería convertirme en un tratante de blancas; yo le llevaría chicas procedentes del Quinto y ella montaría un nuevo negocio en Yzordderrex. Estaba segura de que haríamos una fortuna. Nunca lo hicimos, por supuesto. Pero los dos disfrutábamos hablando sobre temas «venéreos». Es una pena que la palabra esté tan estigmatizada, ¿no te parece? Dices «venéreo» y al instante la gente piensa en una enfermedad en lugar de pensar en Venus... —Hizo una pausa, al parecer perdido en sus pensamientos, tras la cual prosiguió—: De todos modos, en una ocasión me contó que había dado trabajo en su burdel a un místico durante un tiempo, y lo único que consiguió fue un sinfín de problemas. Estuvo a punto de verse obligada a cerrar el negocio a causa de la mala reputación que trajo consigo. Lo normal sería pensar que una criatura semejante sería la puta perfecta, ¿no es cierto? Sin embargo, al parecer había muchos clientes que no querían ver sus deseos hechos realidad. —Mientras hablaba, observó a Jude con una sonrisa juguetona en los labios—. No entiendo por qué.

—Tal vez los asustara verse tal y como eran en realidad.

—Y presumo que eso a ti te parece una idiotez.

—Sí, por supuesto. Cada uno es lo que es y punto.

—Una dura filosofía con la que convivir.

—Pero no es peor que practicar la huida.

—Bueno, no estoy tan seguro. Últimamente he pensado mucho en la posibilidad de huir. En desaparecer para siempre.

—¿De verdad? —preguntó ella, que intentaba suprimir cualquier indicio de inquietud—. ¿Por qué?

—A todo cerdo le llega su San Martín.

—Pero no te vas, ¿verdad?

—Aún no me he decidido. Inglaterra es muy agradable en primavera. Y, además, me perdería la temporada de criquet en verano.

—¿Pero el criquet no se juega en todas partes?

—En Yzordderrex no.

—¿Te irías allí para siempre?

—¿Y por qué no? Nadie me encontraría, puesto que nadie podría imaginarse dónde estoy.

—Pero yo lo sabría.

—En ese caso, tal vez debiera llevarte conmigo —le dijo con voz indecisa; tenía la misma actitud insegura que adoptaría en caso de estar haciendo la proposición con total seriedad y temer una respuesta negativa—. ¿Podrías soportarlo? —le preguntó—. Me refiero a abandonar el Quinto.

—Sí.

Oscar hizo una pausa. Al momento, añadió:

—Creo que es hora de enseñarte algunos de mis tesoros —le dijo, al tiempo que se ponía en pie—. Ven.

Gracias a los retorcidos comentarios de Dowd, Jude había averiguado que la habitación de la segunda planta que permanecía cerrada con llave contenía una colección de objetos de algún tipo, si bien su naturaleza consiguió sorprenderla por completo cuando por fin Oscar abrió la puerta y la dejó entrar.

»Todos estos objetos proceden de los Dominios —le explicó Oscar— y han sido traídos desde allí en persona.

La guió alrededor de la estancia, al tiempo que le hacía un breve resumen de la naturaleza de los objetos más extraños y le señalaba los más minúsculos, escondidos entre el resto de tal modo que, de no haber sido por él, los hubiera pasado por alto. En la primera categoría, entre muchos otros, estaban el cuenco de Boston y la Enciclopedia de los Indicios Celestiales de Gaud Maybellome; a la segunda pertenecía un brazalete hecho con escarabajos que habían sido sacados del frasco en plena cópula, para la cual se disponían en cadena; catorce generaciones, explicó Oscar, en cadena. El macho penetraba a la hembra que tenía delante y esta, a su vez, devoraba al macho que estaba delante de ella. El círculo lo unían la hembra más joven y el macho más viejo, quienes, mediante las acrobacias suicidas de este último, acababan cara a cara.

Jude tenía muchas preguntas que formular, por supuesto, y a Oscar le encantó asumir el papel de profesor. No obstante, hubo varios interrogantes para los que no tenía respuesta. Al igual que el imperio de saqueadores del que descendía, él había reunido su colección ateniéndose por partes iguales a la dedicación, al placer estético y a la ignorancia. Aun así, cuando hablaba de los artilugios, entre los que se incluían aquellos cuya finalidad ignoraba, había una especie de reverencia en su voz que procedía del hecho de conocer hasta el más minúsculo detalle de la pieza más diminuta.

—Le regalabas algunos objetos a Charlie, ¿verdad? —le preguntó.

—De vez en cuando. ¿Te los enseñó?

—Sí, por supuesto —contestó ella, con el efecto del licor instándola a confesar el sueño del ojo azul mientras su cerebro se resistía a hacerlo.

—Si las cosas hubieran sido diferentes —prosiguió Oscar—, Charlie podría haber sido quien viajara por los Dominios. Sentía que debía mostrarle parte de ellos de algún modo; se lo debía.

—«Un trocito del milagro» —citó ella textualmente.

—Exacto. Pero estoy seguro de que tenía sentimientos contradictorios hacia ellos.

—Así era Charlie.

—Cierto, cierto. Era demasiado inglés para su propio bien. Jamás tuvo la valentía de ceder a sus sentimientos, salvo en lo referente a ti. ¿Y quién podría culparlo?

Jude alzó la mirada de la baratija que estaba observando y descubrió que también ella estaba siendo objeto de estudio; la expresión de Oscar era de lo más elocuente.

»Es un problema de familia —confesó—, en lo tocante a... los asuntos del corazón.

Una vez hecha la confesión, su rostro mostró cierto desconcierto y se llevó la mano a las costillas.

»Dejaré que eches un vistazo a todo esto, si te apetece —le dijo—. No hay nada que sea volátil en realidad.

—Gracias.

—Cierra cuando salgas, ¿de acuerdo?

—Claro.

Jude observó a Oscar mientras este se alejaba, incapaz de pensar en algo que pudiera detenerlo, y sintiéndose abandonada en cuanto desapareció. Lo escuchó entrar en su habitación, situada pasillo abajo en el mismo piso, y cerrar la puerta tras él. Tras eso, volvió a prestar atención a los tesoros dispuestos en las estanterías. Sin embargo, no consiguieron distraerla lo suficiente. Quería tocar y ser tocada por algo mucho más cálido que todas esas reliquias. Después de un instante de vacilación, los dejó en la oscuridad y cerró la puerta al salir. Le devolvería la llave a Oscar, decidió. Si sus palabras de admiración no eran simples y huecas lisonjas, en caso de que tuviera en mente llevársela a la cama, lo sabría muy pronto. Y, si la rechazaba, al menos pondría punto y final al tormento de la duda.

Dio unos golpecitos en la puerta de la habitación de Oscar. No obtuvo respuesta. De todas formas se veía luz por debajo de la puerta, de modo que llamó de nuevo antes de girar el picaporte y, después de llamarlo en voz baja, entró al dormitorio. Había una lamparita encendida al lado de la cama que iluminaba el retrato ancestral que colgaba sobre ella. A través de su marco dorado, un hombre de aspecto severo y piel cetrina contemplaba las sábanas vacías. Al escuchar el ruido del agua que corría en el baño adyacente, Jude recorrió la habitación mientras absorbía decenas de detalles del lugar más privado de Oscar: las almohadas mullidas y las sábanas de lino; la botella de licor y el vaso que había en la mesita de noche; los cigarrillos y el cenicero ubicados encima de un montón de libros de edición rústica, bastante manoseados. Sin delatar su presencia, Jude abrió la puerta del baño. Oscar estaba sentado en el borde de la bañera, vestido tan solo con los calzoncillos, y se limpiaba, con la ayuda de una toalla, la herida del costado que aún no había cicatrizado del todo. Un hilillo de agua ensangrentada caía por la curva de su barriga, que estaba cubierta de vello. Al escucharla, alzó la cabeza. Su rostro reflejaba el dolor que sentía.

Jude ni siquiera intentó ofrecer una excusa que explicase su presencia allí y él tampoco exigió que lo hiciera. Se limitó a decirle:

—Charlie me hirió.

—Deberías ir al médico.

—No confío en los médicos. Además, ya está mejor. —Arrojó la toalla al lavabo—. ¿Tienes por costumbre entrar en los cuartos de baño sin llamar? —le preguntó—. Podrías haber entrado en un momento bastante menos...

—¿Venéreo? —sugirió.

—No te burles de mí —contestó él—. Ya sé que soy un desastre como seductor. Es la consecuencia de haber estado años pagando para conseguir compañía.

—¿Te sentirías más cómodo si me pagaras? —le dijo ella.

—¡Dios mío! —exclamó, horrorizado—. ¿Por quién me tomas?

—Por un amante —le contestó sin más—. ¿Mi amante, quizá?

—Me pregunto si eres consciente de lo que estás diciendo.

—Aprenderé todo aquello que todavía no sepa —contestó—. He estado escondiéndome de mí misma. Lo he sacado todo de mi cabeza con la esperanza de no sentir nada. Pero siento muchas cosas. Y quiero que lo sepas.

—Lo sé —contestó él—. Lo sé, más de lo que te imaginas. Y me da miedo, Judith.

—No hay nada de lo que asustarse —lo tranquilizó, perpleja al darse cuenta de que era ella la que pronunciaba esas palabras de aliento sin dejar que lo hiciera él, que por el mero hecho de ser mayor debería ser también el más fuerte y sabio de los dos.

Jude se inclinó hacia delante y colocó una mano sobre su enorme torso. Él se agachó para besarla; no había separado los labios y, al encontrarse con los de Jude, descubrió que ella sí lo había hecho. Le colocó una mano en la espalda y la otra sobre un pecho, a lo que ella respondió con un murmullo placentero que se escapó de entre sus bocas unidas. Las caricias de Oscar descendieron y una mano pasó sobre el abdomen de Jude, obviando su entrepierna, para alzarle la falda y volver hacia arriba. Sus dedos descubrieron que estaba empapada (lo había estado desde el mismo momento en que entró en la sala de los tesoros); deslizó la mano bajo la humedecida tela de su ropa interior para presionar la palma contra la parte superior de su sexo, al tiempo que exploraba el ano con el dedo corazón, acariciando con la uña los diminutos pliegues de la entrada.

—En la cama —dijo ella.

Él no la dejó escapar. Salieron del cuarto de baño con torpeza; él la guiaba mientras ella caminaba de espaldas, hasta que sintió el borde de la cama contra los muslos. Allí se sentó y, al instante, sus manos se cerraron sobre la cinturilla de los calzoncillos manchados de sangre de Oscar, para bajárselos al tiempo que dejaba un reguero de besos sobre su barriga. Cediendo a un súbito ataque de pudor, él se inclinó para detenerla, pero Jude siguió bajando la prenda hasta que su pene quedó a la vista. Tenía una forma curiosa. Apenas estaba erecto y había sido privado del prepucio, lo que hacía que su morado glande, inusualmente grande, pareciera más inflamado que la herida que su dueño tenía en el costado. La base del pene era bastante más delgada y pálida, y podían verse las venas que lo recorrían para llevar la sangre hacia su corona. Si el motivo de su azoramiento era semejante desproporción, no tenía de qué preocuparse; y, para demostrar la satisfacción que sentía, ella acercó los labios al glande. La mano que momentos antes expresara su protesta desapareció. Jude lo escuchó emitir un gemido y alzó la mirada para descubrir que él la contemplaba con una expresión que rayaba en el asombro. Deslizó los dedos por debajo de los testículos, alzó el falo y se introdujo el curioso objeto en la boca; acto seguido se llevó ambas manos a la camisa y comenzó a desabrocharse los botones. Sin embargo, tan pronto como el pene de Oscar comenzó a endurecerse en su boca, él murmuró una negativa, se alejó de ella y comenzó a subirse los calzoncillos.

—¿Por qué estás haciendo esto? —le preguntó.

—Porque me gusta.

Su agitación era sincera, según pudo comprobar Jude; meneó la cabeza y se cubrió la erección con los calzoncillos en un nuevo ataque de pudor.

—¿No lo estarás haciendo por mí? —insistió él—. No es necesario que lo hagas, ¿sabes?

—Lo sé.

—Me sorprende —dijo él, con el asombro reflejado en la voz—. No quiero utilizarte.

—Ni yo te lo permitiría.

—Pero tal vez no te dieras cuenta.

El comentario la irritó. La ira bulló en su interior como hacía tiempo que no le sucedía. Se puso en pie.

—Sé lo que quiero —le dijo—, pero no estoy dispuesta a suplicar para conseguirlo.

—Eso no es lo que te estoy diciendo.

—Entonces, ¿qué es lo que me estás diciendo?

—Que yo también te deseo.

—Pues haz algo al respecto —lo instó ella.

Oscar pareció encontrar estimulante su arrebato, puesto que se acercó de nuevo a ella, murmurando su nombre con voz cargada de deseo.

—Me gustaría desnudarte —le dijo—. ¿Me dejas?

—Sí.

—No quiero que hagas nada...

—En ese caso, no lo haré.

—... salvo tumbarte en la cama.

Jude lo obedeció. Oscar fue a apagar la luz del baño antes de regresar junto a la cama y contemplarla. Su erección destacaba mucho más con la luz de la lamparita, que proyectaba su sombra en el techo. La gordura nunca le había parecido una cualidad atrayente en sí misma; sin embargo, en el caso de Oscar le resultaba más que apetecible, ya que era la señal de los excesos y apetitos del hombre. Tenía enfrente a un hombre que no se veía constreñido ni por los límites del mundo ni por un puñado de vivencias y que a pesar de ello se arrodillaba delante de ella como un esclavo y lucía una expresión que encajaría mejor en un obseso.

Comenzó a desnudarla haciendo gala de una ternura exquisita. Jude había conocido a algún que otro fetichista; tipos para los que ella no había sido un ser humano, sino una percha en la que colgar un objeto con el fin de adorarlo. Si en la cabeza de ese hombre que contemplaba había algo parecido al fetichismo, el objeto de su deseo sería, sin lugar a dudas, el cuerpo que había comenzado a desvestir con tal meticulosidad que tan solo su enfebrecido adorador podría encontrar lógica. En primer lugar, le quitó las bragas; después, acabó de desabotonarle la camisa pero no se la quitó. Acto seguido, apartó el sujetador de sus pechos de modo que estuvieran disponibles para sus caricias, pero, en lugar de detenerse ahí, deslizó su atención hacia los zapatos y, tras quitárselos, los dejó junto a la cama antes de alzarle la falda con el fin de poder ver su sexo. La mirada de Oscar se detuvo en ese lugar y sus dedos ascendieron por el muslo hasta llegar a la ingle, antes de retirarse de inmediato. No la miró a los ojos en ningún momento. No obstante, ella sí lo hacía y disfrutaba del fervor y la adoración que veía en ellos. A la postre, Oscar se premió con unos cuantos besos. Para comenzar, la besó en la parte inferior de las piernas y, después, ascendió hasta las rodillas; desde allí se dirigió al vientre y a los pechos, antes de regresar a los muslos y trepar hacia el lugar que les había estado vetado a ambos hasta ese momento. Jude estaba preparada para el placer y él se lo dio, acariciándole un pecho con su enorme mano mientras pasaba la lengua por su entrepierna. Ella cerró los ojos en el instante en que él separaba sus labios, atento a cada gota de flujo que hubiera en su vulva o que hubiese resbalado por sus muslos. Cuando por fin alzó la cabeza para acabar de desvestirla (en primer lugar, la falda; después la camisa y, por último, el sujetador), el rostro de Jude estaba enrojecido y tenía la respiración agitada. Oscar arrojó la ropa al suelo y volvió a ponerse en pie. Alzó las piernas de Jude, que estaban dobladas por las rodillas, y las echó hacia atrás de modo que quedara totalmente expuesta para su deleite.

—Acaríciate tú misma —le dijo, sin soltarla.

Ella introdujo las manos entre las piernas y se tocó para él. Oscar la había acariciado bien con la lengua, pero sus dedos penetraban mucho más y la preparaban mucho mejor para su curioso objeto. Mientras tanto, Oscar la miraba con avidez, alzando los ojos hacia su rostro de vez en cuando para regresar sin pérdida de tiempo al espectáculo que se desarrollaba más abajo. Todo rastro de la duda que mostrara con anterioridad había desaparecido. La animó con su adoración y con un sinfín de apelativos cariñosos; el abultamiento de sus calzoncillos era prueba suficiente de su excitación, si es que Jude necesitaba alguna. Ella comenzó a alzar las caderas al ritmo de sus dedos y Oscar la sujetó con más fuerza, separándole las piernas antes de llevarse la mano derecha a los labios y humedecerse el dedo corazón para acercarlo después a los pliegues de su otra entrada y acariciarla con cuidado.

—¿Me la chuparás ahora? —le preguntó—. ¿Un poquito?

—Enséñamela —contestó ella.

Oscar se separó un poco para quitarse los calzoncillos. El objeto curioso había adoptado un color morado y estaba erecto en esa ocasión. Jude se sentó en la cama y volvió a metérselo en la boca, sujetándolo por la palpitante base con una mano, al tiempo que la otra seguía el flirteo con su propio sexo. Nunca había sido buena a la hora de predecir el momento exacto en el que la leche hervía, de modo que apartó sus labios para que Oscar se enfriara un poco sin dejar de mirarlo a los ojos. Ya fuese por la extracción o por el hecho de mirarlo, él pasó del punto sin retorno.

—¡Joder! —exclamó—. ¡Joder! —Y se alejó de ella mientras se agarraba con fuerza el objeto curioso con la mano.

Por un momento, pareció que había tenido éxito, ya que solo se deslizaron un par de gotas por el glande. Sin embargo, al instante, sus testículos liberaron la carga que portaban, y esta surgió con una extraordinaria abundancia, acompañada de un gemido que no solo era de placer sino también de amonestación hacia sí mismo, en opinión de Jude; una opinión que se vio confirmada en cuanto acabó de vaciar sus testículos en el suelo.

—Lo siento... —le dijo—. Lo siento.

—No tienes por qué disculparte —lo tranquilizó ella, que abandonó la cama y se inclinó para besarlo en los labios.

No obstante, él continuó murmurando sus disculpas.

—Hacía mucho que no me sucedía algo así —le dijo—. Es una reacción tan inmadura...

Jude guardó silencio, consciente de que cualquier cosa que dijera conseguiría tan solo provocar otra nueva tanda de autorreproches. Oscar entró al baño en busca de una toalla. Cuando regresó, Jude estaba recogiendo su ropa.

—¿Te vas? —le preguntó.

—A mi habitación.

—¿Es necesario? —dijo él—. Ya sé que no ha sido una actuación muy sobresaliente que digamos, pero... la cama es lo bastante grande para los dos. Y no ronco.

—La cama es enorme.

—Entonces... ¿te quedas? —insistió él.

—Me encantaría.

Él respondió con una sonrisa seductora.

—Me siento honrado —confesó—. ¿Me perdonas un momento?

Regresó al baño y encendió la luz antes de entrar y cerrar la puerta. Jude permaneció tendida en la cama, asombrada por el giro que habían tomado los acontecimientos. Lo extraño de la situación parecía apropiado. Después de todo, el viaje había comenzado con un acto de amor desubicado: un amor que se convirtió en asesinato. En esos momentos, acababa de producirse una nueva perturbación. Allí estaba ella, acostada en la cama de un hombre con un cuerpo que distaba mucho de ser hermoso y cuyo peso anhelaba sentir sobre ella; cuyas manos eran capaces de cometer un fratricidio, si bien la excitaban como jamás lo habían hecho otras. Un hombre que había recorrido más mundos que un poeta adicto al opio, pero que era incapaz de hablar de amor sin tartamudear; un hombre que era un titán, pero que cedía al miedo. Jude se acurrucó entre los almohadones de plumas y allí esperó a que le contara una historia de amor.

Él se tomó su tiempo y, cuando por fin volvió, se deslizó entre las sábanas junto a ella. Tal y como Jude esperaba, le dijo a la postre que la amaba, pero solo cuando la luz estuvo apagada y la oscuridad le impidió mirarlo a los ojos.

Cuando se durmió, lo hizo profundamente y, cuando volvió a despertarse, fue como seguir durmiendo: igual de oscuro y placentero; oscuro porque las cortinas aún estaban corridas y porque, a través del hueco que quedaba entre ellas, pudo ver que el cielo aún seguía sumido en la oscuridad; placen tero porque Oscar la penetraba por detrás. Una de sus manos le acariciaba un pecho y la otra le alzaba la pierna para facilitar el movimiento de sus caderas. La había penetrado con habilidad y tacto, según pudo darse cuenta Jude. No solo no la había despertado hasta estar dentro de ella, sino que había elegido el pasaje virginal que, de haber estado despierta, habría intentado hacerle olvidar por temor a una posible incomodidad. Sin embargo, no sentía incomodidad alguna, a pesar de que la sensación no se parecía a nada que hubiera experimentado con anterioridad. Oscar depositó unos cuantos besos ligeros como plumas en su cuello y en su hombro, como si se hubiera percatado de que estaba despierta. Ella lo hizo patente con un suspiro. Sus envites se ralentizaron hasta detenerse, pero ella echó las nalgas hacia atrás, instándolo a seguir con el movimiento a la par que lo ayudaba a satisfacer su curiosidad acerca de la profundidad a la que la podría penetrar, y descubrió que podría hacerlo hasta donde le resultara físicamente posible. Jude se sentía feliz de aceptarlo en toda su longitud y le indicó con un apretón en la mano que le acariciaba el pecho que intensificara sus caricias, mientras la otra mano bajaba hacia el lugar donde estaban unidos. Demostrando que era un hombre previsor, Oscar se había puesto un condón antes de penetrarla, lo que decía a las claras (sumado al hecho de que ya se había corrido una vez esa noche) que rayaba en la definición del amante perfecto: pausado y seguro.

Jude no utilizó la oscuridad para dar una nueva forma al cuerpo de Oscar. El hombre que presionaba la cara sobre su pelo y que le mordía el hombro no era, al contrario del místico que poco antes describiera, la representación de un ideal imaginado. Se trataba de Oscar Godolphin, con su barriga, su objeto curioso y todo lo demás. Sin embargo, sí dio una nueva forma a su propio cuerpo, de modo que en su mente se convirtió en un pictograma de sensaciones: del mismo lugar donde su cuerpo estaba siendo penetrado surgía una línea que ascendía a través de su abdomen y, tras pasar por encima de sus pezones, le rodeaba la nuca; allí se encontraba con la línea que dividía la espalda en dos, y la intersección de ambas formaba una espiral bajo los huesos de su cráneo. Su imaginación añadió una nueva modificación: alrededor de esa espiral, que ardía como una visión en la oscuridad reinante tras sus labios, apareció un círculo. El éxtasis que alcanzó fue perfecto: era un ser abstracto en brazos de Oscar, pero, al mismo tiempo, experimentaba el placer de la carne. No podía existir nada mejor.

Él le preguntó si podían cambiar de posición, con un escueto «la herida» a modo de explicación.

Jude se incorporó hasta quedar apoyada sobre los codos y las rodillas y, entretanto, Oscar abandonó su cuerpo durante un angustioso instante, antes de volver a poner a trabajar al objeto curioso. El ritmo de sus embestidas no tardó en incrementarse, al tiempo que sus dedos penetraban el sexo de Jude y su voz se introducía en su cerebro, ambos expresando el placer que sentía. El pictograma brillaba en la mente de Jude, su resplandor era deslumbrante de un extremo a otro. Ella comenzó a gritar, en un principio un simple «sí, sí», para después expresar sus demandas de modo conciso, con lo que consiguió que Oscar se excitara todavía más y su inventiva alcanzara nuevas cotas. El pictograma adquirió un brillo cegador y arrasó todo pensamiento consciente acerca del lugar donde se encontraba o del tipo de ser que era; todos los recuerdos de las uniones pasadas quedaron incorporados a esa perpetuidad.

Jude no fue consciente de que Oscar había acabado hasta que lo sintió apartarse de ella; alargó el brazo para indicarle que no lo hiciera y lo retuvo, tras ella y en su interior, un poco más. Él la complació. Jude disfrutó de la sensación de tenerlo dentro mientras su erección menguaba e, incluso, del momento en el que la abandonó, cuando el delicado músculo que lo mantenía prisionero lo dejó marchar con cierta renuencia. Oscar se tumbó en la cama y rodó de costado para encender la luz. El resplandor era suave, pero aun así les resultó brillante en exceso y Jude estaba a punto de protestar cuando vio que él se llevaba la mano al costado. Su encuentro había abierto la herida. La sangre manaba en dos direcciones: hacia abajo, camino del objeto curioso que todavía seguía enfundado en el condón, y hacia el lado, sobre las sábanas.

—No pasa nada —dijo él en cuanto se dio cuenta de que Jude hacía ademán de levantarse—. No es tan grave como parece.

—De todos modos necesitas contener la hemorragia —protestó ella.

—No es más que buena sangre de los Godolphin —contestó, poniendo una mueca de dolor al tiempo que sonreía. Sus ojos abandonaron el rostro de Jude para posarse en el retrato colgado sobre la cama—. Siempre ha manado con libertad — prosiguió.

—No tiene aspecto de aprobar nuestra unión —dijo Jude.

—Al contrario —contestó Oscar—. Sé de buena tinta que te adoraría. Joshua sabía lo que era la devoción.

Jude volvió a fijarse en la herida. La sangre se escapaba entre los dedos de Oscar.

—¿Por qué no me dejas que la cubra? —le preguntó—. Me estoy mareando.

—Haría cualquier cosa por ti.

—¿Tienes vendas?

—Es posible que Dowd tenga algunas, pero no quiero que se entere de lo nuestro. Al menos, no tan pronto. Dejemos que sea nuestro secreto.

—Tuyo, mío y de Joshua —replicó ella.

—Ni siquiera Joshua sabe lo que hemos estado haciendo —contestó sin rastro alguno de ironía en la voz—. ¿Por qué crees que apagué la luz?

Jude fue al baño en busca de una toalla que utilizar a modo de venda. Entretanto, Oscar le hablaba desde la cama.

—Por cierto, lo que te he dicho es verdad —le dijo.

—¿A qué te refieres?

—A que haría cualquier cosa por ti. Al menos, todo lo que esté en mi mano. Te daría cualquier cosa. Quiero que te quedes conmigo, Judith. Sé que no soy ningún Adonis. Pero he aprendido mucho de Joshua... con respecto a la devoción, quiero decir. —Ella salió del baño con la toalla y, de nuevo, recibió la misma oferta—. Lo que quieras.

—Muy generoso por tu parte.

—El placer es mío —le dijo él.

—Creo que ya sabes lo que más deseo.

Oscar negó con la cabeza.

—No se me dan muy bien las adivinanzas. Lo mío es el criquet. Dímelo.

Ella se sentó en el borde de la cama y le apartó la mano de la herida con mucho cuidado, para proceder a limpiarle la sangre que le manchaba los dedos.

»Dilo —insistió.

—Muy bien —accedió Jude—. Quiero que me saques de este Dominio, quiero que me enseñes Yzordderrex.

Capítulo 25

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Veintidós días después de haber pasado de los gélidos páramos del Jokalaylau a los climas más cálidos del Tercer Dominio (días que habían sido testigos del espectacular aumento de la fortuna de Pai y Cortés a medida que atravesaban los distintos territorios del Tercero), los viajeros se encontraban en el andén de la estación situada a las afueras de la diminuta ciudad de Mai-Ké, esperando el tren que pasaba por allí una vez a la semana procedente de la ciudad de Iahmandhas, en el nordeste, y con destino a L'Himby, a medio día de camino hacia el sur.

Estaban ansiosos por marcharse. De todos los pueblos y ciudades que habían visitado en las últimas tres semanas, Mai-Ké había sido la menos acogedora. Y tenía sus razones. Era una comunidad bajo el asedio de los dos soles del Dominio y llevaba sufriendo seis años la ausencia de las lluvias que hacían crecer las cosechas de la región. Las terrazas y los campos de cultivo deberían haber lucido un verde brillante y estar cubiertos de brotes, pero en la realidad no eran más que extensiones de polvo. Las reservas que se habían almacenado para subsistir en caso de que se produjera una situación semejante se encontraban prácticamente reducidas a la nada. La hambruna era inminente y el pueblo no estaba de humor para entretener a los forasteros. La noche anterior, todos los vecinos se habían echado a las deslustradas calles para rezar en voz alta, dirigidos en semejantes imprecaciones por sus líderes espirituales, a quienes les rodeaba el aura de aquellos hombres cuya capacidad de improvisación está a punto de agotarse. El ruido, tan poco armónico que según Cortés conseguiría irritar hasta a la más comprensiva de las deidades, había continuado hasta la llegada de las primeras luces del alba, lo que impidió que pudieran conciliar el sueño. Como consecuencia, las conversaciones entre Pai y Cortés esa mañana fueron un tanto tensas.

No eran los únicos viajeros que esperaban el tren. Un granjero de Mai-Ké había llegado al andén acompañado de un rebaño de ovejas, algunas de las cuales estaban tan escuálidas que era un milagro que pudieran mantenerse en pie; el rebaño había traído consigo unas cuantas nubes del incordio local: un insecto llamado «zarzi», con la misma envergadura de una libélula y el cuerpo tan gordo y peludo como el de un abejorro. Se alimentaba de las garrapatas de las ovejas, a menos que pudiese encontrar algo más apetecible. La sangre de Cortés entraba dentro de esta última categoría, por lo que el perezoso zumbido de los insectos no se alejó de él en ningún momento mientras esperaba bajo el bochornoso calor del mediodía. Su única fuente de información en Mai-Ké, una mujer llamada Piedrapelambre Diminuta, había predicho que el tren llegaría con puntualidad, pero ya llevaba bastante retraso, lo cual no arrojaba una luz muy favorecedora sobre el resto de la información que les había proporcionado la mujer la noche anterior.

Alejando a manotazos a los zarzis, Cortés salió de la sombra del andén para echar un vistazo a la vía. Esta se extendía hasta el horizonte sin una sola curva o inclinación, y estaba totalmente desierta. A unos metros de donde él se encontraba, unas cuantas ratas (de una variedad de aspecto repulsivo llamada «gravillera») correteaban de aquí para allá en busca de hierba seca con la que construir sus nidos entre los raíles y la gravilla en la que estos se asentaban. Su diligencia aumentó aún más la irritabilidad de Cortés.

—Vamos a quedarnos aquí toda la eternidad —le dijo a Pai, que estaba acuclillado en el andén haciendo marcas en el suelo con un guijarro afilado—. Esta es la venganza de Piedrapelambre sobre un par de hoopreos.

Había escuchado cómo les aplicaban ese apelativo entre susurros incontables veces. Su significado abarcaba un amplia gama de posibilidades, desde «extraño exótico» a «leproso repugnante», dependiendo de la expresión facial de la persona que lo murmurara. Los habitantes de Mai-Ké eran personas expresivas y, cuando usaban la palabra en presencia de Cortés, no cabía duda del calificativo que en sus mentes daban a su persona.

—Ya vendrá —dijo Pai—. No somos los únicos que estamos esperando.

En los últimos minutos, habían llegado dos nuevos grupos de viajeros al andén; una familia de maikeanos (con miembros que pertenecían a tres generaciones diferentes) que había arrastrado consigo todas sus posesiones hasta la estación; además de tres mujeres ataviadas con unas voluminosas túnicas, con las cabezas rapadas y untadas con una especie de lodo blanco: monjas del Goetic Kicaranki, una orden que gozaba en Mai-Ké del mismo odio que cualquier hoopreo bien alimentado. Cortés se sintió algo aliviado con la llegada de esos viajeros, pero la vía seguía desierta y las gravilleras, que con toda probabilidad serían las primeras en percibir cualquier perturbación en los raíles, continuaban en su afán de construir sus nidos sin que, al parecer, nada las inmutara. La contemplación de los animales no tardó mucho en aburrirlo, y desvió su atención hacia los garabatos de Pai.

—¿Qué estás haciendo?

—Estoy intentado averiguar cuánto tiempo llevamos aquí.

—Dos días en Mai-Ké, día y medio en el camino desde Hagan Juego...

—No, no —contestó el místico—. Estoy intentado contabilizarlo en días terrestres. Desde el momento en que llegamos a los Dominios.

—Ya lo intentamos en las montañas y no conseguimos nada.

—Porque nuestros cerebros seguían congelados.

—¿Y ya lo has averiguado?

—Dame un poco más de tiempo.

—Tenemos todo el del mundo —replicó Cortés, que devolvió la mirada a las cabriolas de las gravilleras—. Esas asquerosas tendrán nietos para cuando haya llegado el puto tren.

El místico siguió enfrascado en sus cálculos y dejó que Cortés regresara a la relativa comodidad del vestíbulo de la estación que, a juzgar por los excrementos de oveja que había en el suelo, había hecho las veces de redil en un pasado no muy remoto. Los zarzis lo siguieron, zumbando alrededor de su frente. Del bolsillo de su chaqueta (que le sentaba fatal y había comprado con el dinero que él y Pai habían ganado apostando en Hagan Juego) sacó una copia de Fanny Hill con las esquinas de las páginas dobladas, el único volumen que había conseguido comprar en inglés además de El progreso del peregrino, y que utilizó para espantar a los insectos, aunque no tardó en desistir. O bien los bichos se cansarían de él en un momento dado, o bien él se haría inmune a sus ataques. Lo que sucediera primero, le importaba un comino.

Se apoyó contra la pared cubierta de pintadas y bostezó. Estaba aburrido. ¡Aburrido! Parecía imposible. Si, cuando llegaron a Vanaeph, Pai hubiera pronosticado que unas cuantas semanas más tarde sus viajes por los Dominios reconciliados le resultarían tediosos, se habría reído ante semejante idea por considerarla una idiotez. Con ese cielo verde—dorado sobre su cabeza y los chapiteles de Patashoqua resplandecientes en la distancia, la extensión de sus aventuras le había parecido infinita. Sin embargo, para cuando llegaron a Beatrix (los buenos recuerdos pasados allí no habían perecido del todo bajo la memoria de sus ruinas) viajaba exactamente igual que cualquier hombre que atravesara tierras extrañas: preparado para afrontar descubrimientos ocasionales, pero convencido de que la naturaleza de esos seres bípedos, conscientes y curiosos, era la misma bajo cualquier cielo. Habían visto muchas cosas en los últimos días, por supuesto, pero nada que no hubiera podido imaginar de haberse quedado en casa y haber cogido una buena borrachera.

Sí, había presenciado verdaderas maravillas. Pero también había pasado momentos plagados de incomodidad, aburrimiento y normalidad. De camino a Mai-Ké, por ejemplo, los habían convencido para que se quedaran en una aldea dejada de la mano de Dios con el fin de asistir a los festejos de la comunidad: el ahogamiento anual de un burro. Los orígenes de semejante ritual, según les contaron, estaban envueltos en las brumas del misterio. Declinaron la invitación y Cortés comentó que, sin duda, aquel era el punto más deprimente de su recorrido. Siguieron el viaje en la parte de atrás de una carreta cuyo conductor les informó de que su familia llevaba seis generaciones utilizando el vehículo para el transporte de estiércol. Acto seguido, el hombre procedió a explicar con todo detalle la vida del antiquísimo enemigo de su familia: el pensanu o gallo defecador, un animal que con una sola cagada podía conseguir que todo un cargamento de estiércol resultara incomestible. Ni Pai ni él presionaron al hombre con el fin de que les comunicara la parte de la región en la que cenaban semejante manjar, pero ambos prestaron mucha atención a sus platos durante los días que siguieron al encuentro.

Allí sentado, mientras se dedicaba a girar con los talones los duros excrementos de las ovejas, Cortés dirigió sus pensamientos al punto álgido de su viaje por el Tercer Dominio: su estancia en la ciudad de Effatoi, que él mismo había rebautizado como Hagan Juego. No era un lugar muy grande, tal vez igualara a Ámsterdam en tamaño y en encanto, pero sí era el paraíso de los jugadores y atraía a las almas de todos aquellos residentes en los distintos Dominios que estaban dispuestos a tentar a la suerte. Allí se podía jugar a cualquier juego que existiera en Imajica. Si no te admitían en los casinos o en las peleas de gallos, siempre se podía buscar a un hombre desesperado que quisiera apostar por el color de la siguiente meada, si ese era el único juego disponible en ese momento. Gracias al trabajo de equipo, en lo que posiblemente podría calificarse como «eficiencia telepática», Cortés y el místico se habían hecho con una pequeña fortuna en la ciudad (nada más y nada menos que en ocho monedas distintas) con la que podían comprar ropa, comida y billetes de tren para llegar a Yzordderrex. No obstante, cuando Cortés estuvo a punto de ceder a la tentación de buscarse un domicilio en la ciudad, no fue pensando en los posibles beneficios económicos. En realidad, se debió a la existencia de una exquisitez local: una tarta rellena con una suave mezcla de melocotón, granada y miel que solía comerse antes de apostar como método para aumentar la vitalidad; entre apuesta y apuesta, para calmar los nervios; y, finalmente, para celebrar la victoria. No fue hasta que Pai le aseguró que podría encontrarla en cualquier sitio (y si no fuera así, tenían los fondos suficientes para disponer de su propio repostero) que Cortés se decidió a abandonar el lugar. L'Himby los llamaba.

—Tenemos que continuar —le había dicho el místico—. Scopique nos espera.

—Lo dices como si supiera que vamos a llegar.

—Hace mucho que me esperan —contestó Pai.

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que estuviste en L'Himby?

—Pues... unos doscientos treinta años.

—En ese caso, estará muerto.

—Imposible —replicó Pai—. Es muy importante que lo veas, Cortés. Sobre todo en este momento, cuando se respiran tantos cambios en el aire.

—Si eso es lo que quieres, así lo haremos —había dicho Cortés—. ¿Queda muy lejos L'Himby?

—A un día de camino, si viajamos en tren.

Esa había sido la primera vez que Cortés había oído hablar de la vía de hierro que unía las ciudades de Iahmandhas y L'Himby, es decir, la que unía la ciudad de los hornos y la de los templos.

—Te gustará L'Himby —le había dicho Pai—. Es un lugar de meditación.

Descansados y con bastantes fondos a su disposición, abandonaron Hagan Juego a la mañana siguiente y, durante todo un día viajaron a lo largo del río Fefer para llegar a la provincia Ched Lo Ched, a través de Happi y Omootajive; allí se detuvieron en el Enclave de las Flores (donde no quedaba flor alguna) y, al fin, llegaron a Mai-Ké, un lugar atrapado entre los igualmente nocivos extremos de la pobreza y el puritanismo.

Cortés oyó que Pai hablaba en el andén.

—Bien —dijo.

Se puso en pie, abandonando la comodidad que ofrecían las paredes, y salió de nuevo al sol.

—¿Es el tren? —le preguntó a Pai.

—No. Los cálculos. Los he acabado. —El místico estaba observando las marcas que había dejado a sus pies, en el andén—. No es más que una aproximación, por supuesto, pero creo que solo hay un margen de error de un par de días. Tres a lo sumo.

—Entonces, ¿qué día es hoy?

—Adivina.

—El diez de... marzo.

—Frío, frío —contestó Pai—. Según mis cálculos, y recuerda que no es más que una aproximación, estamos a diecisiete de mayo.

—Imposible.

—Es cierto.

—La primavera está a punto de llegar a su fin.

—¿Te gustaría estar allí? —le preguntó Pai.

Cortés meditó la respuesta un instante antes de contestar.

—No mucho, la verdad. Lo que me gustaría es que los putos trenes no se retrasaran.

Se acercó al borde del andén y volvió a otear el horizonte.

—Ni rastro —dijo Pai—. Habríamos llegado antes en doeki.

—Como sigas haciendo eso...

—¿El qué?

—Diciendo justo lo que tengo en la punta de la lengua. ¿Me estás leyendo la mente?

—No —contestó el místico mientras borraba sus cálculos con la suela del zapato.

—¿Y cómo es que ganamos todo ese dinero en Hagan Juego?

—No necesitas que te enseñen a hacerlo —contestó.

—No me digas que es un talento natural —replicó Cortés—. Me he pasado toda la vida sin ganar absolutamente nada y, de repente, cuando estás conmigo no fallo ni una sola vez. No creo que sea fruto de la coincidencia. Dime la verdad.

—Esa es la verdad: no necesitas aprender. Recordar, tal vez... —Pai le dedicó una ligera sonrisa.

—Esa es otra —replicó Cortés, al tiempo que intentaba atrapar un zarzi.

Para su sorpresa, lo atrapó. Abrió la mano. Lo había aplastado y el líquido azulado de sus entrañas le manchaba la palma, pero aún seguía con vida. Asqueado, giró la muñeca y dejó que el insecto cayera al andén, justo a sus pies. No examinó los restos, al contrario, cogió un puñado de la hierba de aspecto enfermizo que crecía entre las losas del andén y comenzó a limpiarse la mano.

—¿De qué estábamos hablando? —preguntó. Pai no contestó—. ¡Ah! Sí, de las cosas que he olvidado. —Echó un vistazo a su mano, ya limpia—. El pneuma — siguió—. ¿Por qué se me iba a olvidar que poseo un poder semejante como el pneuma?

—Porque ya no era importante para ti...

—Cosa que dudo.

—... o porque querías olvidar.

La voz del místico adquirió un tono extraño al responder la pregunta de Cortés y, a pesar de que a este no le gustó demasiado, volvió a insistir.

—¿Y por qué iba a querer olvidar? —le preguntó.

Pai volvió a observar la vía. La distancia se veía ensombrecida por unas nubes de polvo, pero a través de ellas se veían pedacitos de cielo.

—¿Y bien? —insistió Cortés.

—Tal vez porque los recuerdos te resultan muy dolorosos —le contestó sin desviar la mirada.

Para Cortés, esta respuesta resultó aún más desagradable que la anterior. Captó el sentido, pero no le resultó nada fácil.

—Deja de hacer eso —le dijo.

—¿El qué?

—Hablar de ese modo tan horrible. Me revuelve las tripas.

—No estoy haciendo nada —dijo el místico con la voz aún distorsionada, aunque en menor medida—. Confía en mí. No estoy haciendo nada.

—Entonces háblame del pneuma —lo instó Cortés—. Quiero saber cómo conseguí un poder semejante.

Pai comenzó a hablar, pero, en esa ocasión, su voz sonó tan distorsionada y horrible que a Cortés le pareció que le hundían un puño en el estómago y le removían las tripas.

—¡Dios! —exclamó, frotándose el abdomen, en un vano intento de aliviar el malestar—. Sea lo que sea a lo que estés jugando...

—No soy yo —protestó Pai—. Eres tú. No quieres escuchar lo que te voy a decir.

—Sí quiero, joder —afirmó Cortés, mientras se limpiaba las gotas de sudor helado que tenía alrededor de los labios—. Quiero respuestas. ¡Quiero respuestas sinceras!

Pai comenzó a hablar de nuevo de esa forma tan asquerosa y, de inmediato, las oleadas de náuseas azotaron el estómago de Cortés con renovada fiereza. El dolor bastaba para doblarlo en dos, pero que lo colgaran si permitía que el místico le escondiera algo. Ya se trataba de una cuestión de principios. Observó los labios de Pai con los ojos entrecerrados, pero, tras unas cuantas palabras más, el místico guardó de nuevo silencio.

»¡Dímelo! —exclamó Cortés, decidido a conseguir que Pai lo obedeciera, aun cuando no pudiera entender ni una sola palabra—. ¿Qué es lo que he hecho para desear tanto el olvido? ¡Dímelo!

El místico comenzó a mover los labios otra vez, si bien su renuencia era palpable. Sus palabras fueron tan ininteligibles que Cortés apenas pudo comprender una mínima parte de su significado. Algo acerca del poder. Acerca de la muerte.

Una vez convencido, hizo un ademán para que la fuente de todas sus molestias escatológicas guardara silencio y desvió la mirada en busca de una vista con la que calmar sus intestinos. Pero la escena que lo rodeaba era una convención de pequeños horrores: una gravillera que construía su miserable nido bajo los raíles; la vía que se perdía en el horizonte entre nubes de polvo; el zarzi muerto junto a sus pies, con la cavidad donde guardaba la próxima puesta de huevos abierta y todas sus crías nonatas esparcidas sobre la piedra. Esa última visión, a pesar de ser repugnante, le trajo a la cabeza la comida. El puerto donde se almacenaba la comida en Yzordderrex: peces dentro de otros peces que estaban, a su vez, dentro de otros peces y, los más pequeños de todos, rellenos de huevos. La imagen lo derrumbó. Se tambaleó hasta el extremo del andén y vomitó sobre los raíles mientras sus tripas se agitaban con violentos espasmos. No es que tuviese mucho en el estómago, pero las arcadas siguieron y siguieron hasta que el dolor fue tan fuerte que lo hizo llorar. Por fin, se alejó temblando del borde de la vía. Aún tenía el olor de su propio estómago en la nariz, pero, al menos, los espasmos estaban remitiendo. Por el rabillo del ojo, vio que Pai se acercaba.

—¡No te acerques a mí! —le ordenó—. ¡No quiero que me toques!

Le dio la espalda tanto al vómito como a aquel que lo había provocado y volvió a retirarse a la sombra del vestíbulo de la estación. Allí se sentó en un duro banco de madera, apoyó la cabeza contra la pared y cerró los ojos. A medida que el dolor disminuía hasta remitir del todo, sus pensamientos regresaron a los motivos que encerraban el ataque de Pai. Había interrogado al místico acerca del problema del poder varias veces a lo largo de los últimos cuatro meses y medio: cómo se obtenía y, más específicamente, cómo lo había conseguido él, Cortés. Las respuestas que había obtenido fueron confusas al máximo, si bien no sintió la necesidad imperiosa de presionar a Pai para llegar al fondo del asunto. Tal vez, en su subconsciente, no quería saber la respuesta. Por norma general, ese tipo de don conllevaba consecuencias negativas, y estaba disfrutando demasiado con su papel de poseedor y portador de un poder semejante como para echarlo a perder por culpa de una conversación acerca de la arrogancia. Se había dado por satisfecho con que Pai lo embaucara con equívocos y verdades a medias, y así hubiera continuado de no haber sido por culpa de la irritación y el aburrimiento provocados tanto por el zarzi como por el retraso del tren a L'Himby, que habían preparado el terreno para comenzar una discusión. Pero eso solo era la mitad del problema. Había presionado al místico, cierto, pero apenas se había regodeado. El ataque parecía ser desproporcionado para la ofensa. Había formulado una pregunta inocente y como castigo lo habían vuelto del revés. Y todo eso después de la conversación de amor que tuvieran en las montañas...

—Cortés...

—Que te den por culo.

—El tren, Cortés...

—¿Qué pasa con el tren?

—Que ya viene.

Cortés abrió los ojos. El místico estaba de pie en la puerta de vestíbulo, con aspecto abatido.

»Siento mucho lo que ha ocurrido antes —le dijo.

—Yo no he tenido la culpa —respondió Cortés—. Has sido tú.

—No, de verdad que no.

—Entonces, ¿qué ha sido? ¿Me ha sentado mal la comida?

—No. Pero hay ciertas preguntas...

—Que me dan ganas de vomitar.

—... cuyas respuestas no quieres escuchar.

—¿Por quién me tomas? —preguntó Cortés, con la voz cargada de desdén—. Te hago una pregunta y, como respuesta, me llenas la cabeza con tal cantidad de mierda que acabo vomitando y, para colmo, la culpa es mía por haber hecho la pregunta. ¿Qué tipo de lógica retorcida es esa?

El místico alzó las manos en un gesto de fingida rendición.

—No voy a discutir —le dijo.

—De puta madre —contestó Cortés.

De todos modos, cualquier intento de profundizar en el tema habría resultado inútil con el sonido del tren cada vez más cerca, que se sumaba a los vítores y aplausos lanzados por la audiencia congregada en el andén. Aunque todavía no estaba del todo repuesto, Cortés se puso en pie y siguió a Pai para reunirse con la multitud.

Era más que probable que la mitad de los habitantes de Mai-Ké estuviese en esos momentos en la estación. Muchos de ellos, supuso, no eran más que curiosos sin intención alguna de viajar; el tren era una simple distracción con la que olvidar el hambre y la falta de respuesta a sus oraciones. No obstante, había familias que tenían pensado marcharse y que se afanaban por moverse entre la multitud con el equipaje en las manos. Las privaciones que habrían tenido que soportar para poder adquirir los billetes con los que escapar de Mai-Ké eran inimaginables. Hubo muchos sollozos mientras abrazaban a aquellos que dejaban atrás, la mayoría ancianos, y que, a juzgar por sus expresiones de sufrimiento, no esperaban volver a ver nunca más ni a sus hijos ni a sus nietos. El viaje a L'Himby, que para Pai y él no era más que un paseo, suponía para ellos un viaje hacia el olvido.

A pesar de lo anterior, era improbable que en toda Imajica hubiese una forma más espectacular de emprender un viaje que esa colosal locomotora que acababa de emerger de una nube de vapor. Fuera quien fuese el diseñador de esa ensordecedora y reluciente máquina, conocía sus equivalentes en la Tierra a la perfección: era el tipo de locomotora antigua que se utilizaba en el Oeste, pero que aún seguía en funcionamiento en China y en la India. Su imitación no carecía de originalidad, gracias a la decoración que expresaba a voz en grito la joie de vivre: la habían pintado con unos tonos tan brillantes que bien parecía el macho de la especie en busca de una compañera; sin embargo, bajo la capa de pintura había una máquina que podría haber echado vapor en King's Cross o en Marylebone durante los años posteriores a la Primera Guerra Mundial. Tras ella, se alineaban seis vagones de pasajeros y otros tantos de carga; en dos de estos últimos estaban cargando el rebaño de ovejas.

Pai ya se había acercado a los vagones y, en esos momentos, volvía de nuevo junto a Cortés.

—El segundo. Los del otro extremo están más abarrotados.

Subieron al vagón. El interior habría sido suntuoso en otra época, pero el uso le había pasado factura. La mayoría de los asientos habían sido despojados tanto del relleno de espuma como de los reposa—cabezas, y algunos habían perdido por completo los respaldos. El suelo estaba cubierto de polvo y las paredes, que alguna vez estuvieron decoradas con el mismo brillo que la locomotora, necesitaban con urgencia una buena mano de pintura. Solo había otros dos ocupantes, dos hombres, ambos gordos hasta el punto de resultar grotescos, y ambos ataviados con unos hábitos de los que emergían unas tiras entrelazadas con unos nudos elaborados y que les conferían la apariencia de un par de clérigos recién escapados de un manicomio. Sus rasgos eran minúsculos y se encontraban apelotonados en el centro de sus rostros, como si se hubieran congregado allí por temor a perderse entre tanta grasa. Ambos estaban comiendo nueces; las partían con sus rechonchos puños y dejaban caer una lluvia de cáscaras desmenuzadas al suelo.

—Hermanos del Bulevar —informó Pai mientras Cortés tomaba asiento tan lejos de los cascanueces como le resultó posible.

Pai se sentó al otro lado del pasillo y, entre ellos, colocó la bolsa que contenía las pocas pertenencias que habían acumulado hasta la fecha. Se vieron obligados a soportar una larga espera antes de que el tren se pusiera de nuevo en marcha debido a que hubo que golpear a las ovejas, esos recalcitrantes animales, con el fin de persuadirlas de que subieran a los vagones de carga para emprender lo que ellas tal vez intuyeran como un viaje hacia el matadero, y también porque los pasajeros que aún estaban en el andén seguían atareados con las despedidas. A través de las ventanas no solo les llegaban las promesas y los sollozos, también lo hacían el olor de los animales y los ineludibles zarzis, si bien fueron los Hermanos y su comida los que atrajeron la atención de los insectos en esa ocasión, en lugar de la carne de Cortés.

Cansado por las horas de espera y reventado por las náuseas, Cortés se adormiló y, por último, cayó en un sueño tan profundo que la largamente retrasada partida del tren no lo molestó en absoluto; cuando se despertó, ya habían transcurrido dos horas desde que se pusieran en marcha. Al otro lado de la ventana, el paisaje había cambiado muy poco. En ese lugar se extendían las mismas llanuras de color marrón grisáceo que rodeaban Mai-Ké. Unos grupos de viviendas, construidas con barro en la época en la que había agua, se alzaban aquí y allá sin que apenas se las pudiera distinguir del suelo. De vez en cuando pasaban por una parcela de tierra en la que se apreciaba cierta vida, bien porque hubiera sido bendecida por la primavera, bien porque hubiera disfrutado de un riego mejor que el de los terrenos que la circundaban. Y, de modo aún más ocasional, aparecían algunos trabajadores con las espaldas dobladas mientras recogían los frutos de una productiva cosecha. No obstante, por regla general el paisaje era tal y como Piedrapelambre Diminuta había anunciado. Tendrían que contemplar extensiones de tierras yermas durante muchas horas, les había dicho; y después atravesarían las Estepas antes de cruzar los Tres Ríos y llegar a la provincia de Berna, de la que L'Himby era capital. Cortés había dudado de la competencia de la mujer mientras esta hablaba (estaba fumando una hierba de olor excesivamente fuerte para resultar placentera y, además, era la portadora de algo inédito en la ciudad: una sonrisa), pero la mujer sabía de geografía, ya fuese una yonqui o no.

A medida que viajaban, los pensamientos de Cortés volvieron de nuevo a los orígenes del poder que Pai había conseguido despertar en él. Si, tal y como sospechaba, el místico había tocado una parte de su mente que hasta ese momento había permanecido inerte y le había dado acceso a unas habilidades que permanecían latentes en el ser humano, ¿por qué coño se mostraba tan renuente a admitir su intervención? ¿No le había demostrado él en las montañas que estaba más que dispuesto a aceptar la idea de que una mente pudiera abrazar a otra? ¿O es que esa fusión se había convertido en un tema embarazoso para el místico, y el asalto del andén había sido el modo de volver a establecer las distancias entre ellos? Si esta posibilidad era cierta, había tenido éxito. Llevaban viajando medio día y no habían intercambiado ni una sola palabra.

Bajo el calor de media tarde, el tren se detuvo en una pequeña localidad y esperó hasta que el rebaño que había subido en Mai-Ké hubo descendido. No menos de cuatro vendedores de refrigerios subieron al tren durante ese intervalo; uno llevaba exclusivamente dulces y golosinas, entre las que Cortés encontró una variante de la tarta de miel y semillas de granada que había estado a punto de atarlo a Hagan Juego para siempre. Adquirió tres porciones y, más tarde, le compró dos tazas de café muy dulce a otro vendedor. La mezcla no tardó en revitalizar a su aletargado organismo. Por su parte, el místico compró pescado seco para comer, cuyo olor alejó aún más a Cortés de su lado.

Cuando escucharon el grito que anunciaba la inminente partida del tren, Pai se puso súbitamente en pie y corrió hacia la puerta. A Cortés se le pasó por la cabeza la idea de que el místico intentaba abandonarlo, pero descubrió que Pai había visto a un vendedor de periódicos en el andén y, tras hacer una apresurada compra, subió de nuevo al tren al tiempo que este se ponía en movimiento. Ya de vuelta, se sentó junto a los restos del pescado de la cena y, tan pronto como desdobló el periódico, dejó escapar un pequeño silbido.

—Cortés. Será mejor que le eches un vistazo a esto.

Dicho eso, pasó el periódico al otro lado del pasillo. El titular estaba escrito en un idioma que Cortés no comprendía y que ni siquiera pudo reconocer, pero poco importaba. Las fotografías que acompañaban a la noticia hablaban por sí solas: un patíbulo con seis cuerpos colgados e, intercaladas, las imágenes de los individuos ejecutados; entre ellas estaban las de Hammeryock y la pontífice Farrow, los legisladores de Vanaeph. Bajo la galería de granujas se encontraba un grabado muy fiel de Acaro Bronco, el evocador chiflado.

—Entonces —dijo Cortés— han recibido el castigo que merecían. Son las mejores noticias que he tenido en mucho tiempo.

—No, no lo son —contestó Pai.

—Intentaron matarnos, ¿recuerdas? —replicó Cortés con voz razonable, decidido a no permitir que la actitud hostil del místico lo enfureciera—. ¡Si los han colgado no pienso llorar por ellos! ¿Qué hicieron, robar Merrow Ti' Ti'?

—Merrow Ti' Ti' no existe.

—Era una broma, Pai —contestó Cortés, con rostro impasible.

—No le veo la gracia, lo siento —se disculpó el místico con semblante serio—. Su delito... —Se quedó en silencio, cruzó el pasillo para sentarse enfrente de Cortés y le quitó el periódico de las manos antes de continuar—. Su crimen fue mucho más serio —prosiguió en voz más baja. Comenzó a leer en susurros, resumiendo el resto de la noticia—. Fueron ejecutados hace una semana, acusados del intento de del intento de asesinato del Autarca mientras este y su séquito se encontraban en misión de paz en Vanaeph...

—¿Estás bromeando?

—En absoluto. Eso es lo que dice.

—¿Y tuvieron éxito?

—Por supuesto que no. —El místico permaneció en silencio mientras ojeaba las columnas—. Dice que mataron a tres de sus consejeros con una bomba y que once soldados resultaron heridos. El artefacto era..., espera, mi omootajivaciano está un poco oxidado..., el artefacto fue introducido en las cercanías del séquito por la pontífice Farrow. Todos fueron capturados con vida, según dice aquí, aunque los colgaron una vez muertos; lo que significa que fueron torturados hasta morir, pero que el Autarca quiso hacer un espectáculo de la ejecución de todos modos.

—Joder, menuda barbarie.

—Es de lo más normal, sobre todo en los procesamientos políticos.

—¿Y qué pasa con Acaro Bronco? ¿Por qué está ahí su foto?

—Fue acusado como cómplice, pero, según parece, logró escapar. El muy imbécil...

—¿Por qué lo insultas?

—Por meterse en cuestiones políticas cuando hay muchas más cosas en peligro. No es la primera vez, por supuesto, y tampoco será la última...

—Me he perdido.

—La gente acaba frustrada por la espera y se rebaja a meterse en política. Eso denota su falta de visión de futuro. Muchacho imbécil.

—¿Lo conoces mucho?

—¿A quién? ¿A Acaro Bronco?—El relajado semblante del místico reflejó por un momento la confusión que sentía antes de contestar—. Tiene... cierta reputación, se podría decir. Lo encontrarán sin lugar a dudas. No habrá cloaca en Dominio alguno en la que pueda esconderse.

—¿Y a ti qué más te da?

—Baja la voz.

—Contéstame —replicó Cortés, que bajó la voz al hablar de todos modos.

—Era un maestro, Cortés. Él decía ser un evocador, pero para el caso es lo mismo: tenía poder.

—¿Y qué hacía viviendo en mitad de un basurero como Vanaeph?

—No todo el mundo valora las riquezas y las mujeres, Cortés. Algunas almas tienen ambiciones más elevadas.

—¿Como por ejemplo?

—El conocimiento. ¿Recuerdas el motivo inicial de nuestro viaje? Querías comprender las cosas. Esa es una buena ambición. —Pai miró a Cortés a los ojos por primera vez desde que tuviera lugar el episodio del andén—. Tu ambición, amigo mío. Acaro Bronco y tú tenéis mucho en común.

—¿Y él lo sabe?

—Desde luego que sí.

—¿Por eso se enfadó tanto cuando no me senté a hablar con él?

—Es posible.

—¡Mierda!

—Hammeryock y Farrow debieron de tomarnos por espías que trataban de descubrir posibles conjuras en contra del Autarca.

—Pero Acaro Bronco descubrió la verdad.

—Así es. Una vez fue un gran hombre, Cortés. Por lo menos... eso se rumoreaba. Ahora supongo que estará muerto o lo estarán torturando, y eso son malas noticias para nosotros.

—¿Crees que les dará nuestros nombres?

—¿Quién sabe? Los maestros conocen muchas formas de protegerse contra la tortura, pero hasta el hombre más fuerte puede venirse abajo bajo la presión adecuada.

—¿Me estás diciendo que tenemos al Autarca en los talones?

—Creo que si ese fuera el caso, ya lo sabríamos. Hemos recorrido un largo trecho desde Vanaeph. Nuestro rastro debe de haberse enfriado a estas alturas.

—Y tal vez no hayan arrestado a Acaro, ¿verdad? Tal vez haya escapado.

—Aun así, arrestaron a Hammeryock y a la pontífice. Creo que podemos afirmar que a estas alturas ya tienen una descripción detallada de nosotros dos.

Cortés apoyó la cabeza en el asiento.

—Mierda —dijo—. No estamos haciendo muchos amigos, ¿cierto?

—Razón de más para no perdernos el uno al otro —contestó el místico. La sombra de las cañas de bambú que pasaron junto a la ventanilla oscureció momentáneamente su rostro, pero él siguió mirando a Cortés sin parpadear—. Sea cual sea el daño que creas que te he inflingido, ahora o en el pasado, te pido perdón. Nunca te he deseado mal alguno, Cortés. Por favor, créeme. Ni el más mínimo.

—Lo sé —murmuró Cortés—. Yo también te pido perdón. De verdad.

—¿Estamos de acuerdo entonces en que debemos posponer nuestra discusión hasta que los únicos enemigos que tengamos en Imajica seamos nosotros mismos?

—Puede que tengamos que esperar mucho tiempo.

—Mejor que mejor.

Cortés soltó una carcajada.

—De acuerdo —accedió, al tiempo que se inclinaba hacia delante y cogía una de las manos del místico—. Juntos hemos visto cosas sorprendentes, ¿no es verdad?

—En efecto.

—Casi perdí la noción de lo maravilloso que es todo esto mientras estuvimos en Mai-Ké.

—Todavía nos quedan muchas maravillas que contemplar.

—Prométeme solo una cosa, ¿quieres?

—Dime.

—No vuelvas a comer pescado crudo en mi presencia. Es más de lo que un hombre puede soportar.

2

Dada la actitud anhelante con la que Piedrapelambre Diminuta había deseado L'Himby, Cortés había esperado encontrarse con una especie de Katmandú: una ciudad llena de templos, peregrinos y drogas gratis. Tal vez hubiera sido así en otra ocasión, durante la juventud (perdida largo tiempo atrás) de la mujer. Sin embargo, cuando Pai y él bajaron del tren poco después de que cayera la noche, no llegaron a una atmósfera de tranquilidad espiritual precisamente. Había soldados apostados en las puertas de la estación, la mayoría desocupados, fuman do y conversando; sin embargo, había unos cuantos que inspeccionaban a los pasajeros que desembarcaban. Por suerte, otro tren acababa de llegar minutos antes a una vía contigua y las puertas estaban atestadas de personas, muchas de las cuales llevaban a cuestas las únicas pertenencias que aún les quedaban. Para Cortés y Pai no fue difícil abrirse camino hasta el centro de la multitud y atravesar las puertas por las barras rotatorias para salir de la estación sin llamar la atención.

Había muchos más soldados en las amplias calles iluminadas por la luz de las farolas. La actitud indiferente que reinaba entre ellos no menguaba la inquietud que provocaba su presencia. Los soldados rasos iban vestidos con uniformes de color gris parduzco, en contraste con los oficiales que vestían de blanco, color que parecía ser más que apropiado en el ambiente de la noche subtropical. Todos hacían alarde de sus armas. Cortés puso mucho cuidado en no observar más de la cuenta ni a los hombres ni a sus armas, por temor a que su curiosidad llamara la atención, pero bastó un breve vistazo para confirmar que, tanto el armamento como los vehículos aparcados en todos y cada uno de los callejones, llevaban el mismo emblema que había visto en las calles de Beatrix y cuya simple presencia ya resultaba intimidatoria. Los señores de la guerra de Yzordderrex eran maestros curtidos en las artes de la muerte, y su tecnología iba muy por delante de aquella que había creado la locomotora en la que los viajeros habían llegado hasta allí.

Sin embargo, a los ojos de Cortés lo más fascinante de todo no eran los tanques ni las ametralladoras, sino la presencia entre esas tropas de una subespecie desconocida para él hasta esos momentos: oethaques, como los había llamado Pai. No eran más altos que sus compañeros, pero sus cabezas suponían un tercio o más de esa altura, y sus encorvados cuerpos tenían una apariencia grotesca y ancha para poder sostener el peso de ese cargamento de huesos. Unos objetivos fáciles, señaló Cortés, pero Pai le había comentado entre susurros que sus cerebros eran pequeños, sus cráneos gruesos y su resistencia al dolor, heroica, Las evidencias de esta última quedaban patentes en la extraordinaria cantidad de cicatrices blanquecinas y deformidades que desfiguraban su piel, de un color tan blanco como el de los huesos que esta ocultaba.

Parecía que esa considerable presencia militar llevaba un tiempo en el lugar, dado que el populacho continuaba con sus quehaceres nocturnos como si esos hombres y sus máquinas de matar no fuesen en absoluto algo fuera de lo común. Apenas había signos de confraternización, pero tampoco se veían evidencias de hostilidad.

—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Cortés a Pai, una vez que se alejaron de la muchedumbre que rodeaba la estación.

—Scopique vive en la parte nordeste de la ciudad, cerca de los templos. Es doctor. Un hombre muy respetado.

—¿Crees que todavía ejercerá su profesión?

—No es médico, Cortés. Es doctor en teología. Le gustaba la ciudad porque parecía sumida en una especie de letargo.

—En ese caso, ha cambiado.

—Me temo que sí. Parece que también ha prosperado.

Las evidencias de la riqueza recién adquirida que experimentaba la ciudad de L'Himby se encontraban por doquier: los edificios relucientes, cuyas puertas aún parecían estar recién pintadas; la gran variedad de estilos en el vestir que los transeúntes habían adoptado; o el número de elegantes automóviles que circulaba por las calles. Sin embargo, aún quedaban ciertas reminiscencias de la cultura que se había desarrollado allí antes de que la riqueza prosperara: las bestias de carga que circulaban todavía entre el tráfico, sufriendo pitidos y maldiciones; y unos cuantos edificios antiguos cuyas fachadas habían sido preservadas e incorporadas (por regla general de un modo muy tosco) a las construcciones de estilo más reciente. Por no mencionar las fachadas vivas: los rostros de la gente con la que Cortés y Pai se mezclaban. Los oriundos del lugar compartían una peculiaridad única en la región: unos ramilletes de pequeños brotes cristalinos de color amarillo y morado que les crecían en la cabeza. Algunos los llevaban dispuestos como si fuesen una especie de corona o sombrerillo, pero no era nada extraño que otros los tuvieran en mitad de la frente o colocados de forma irregular cerca de la boca. Hasta donde Pai sabía, no tenía función alguna; no obstante, estaba claro que los más sofisticados lo consideraban una deformidad y muchos de ellos llegaban a extremos insospechados para ocultar su similitud con los aldeanos menos favorecidos. Algunos de estos estilistas llevaban sombreros, velos y capas de maquillaje con los que ocultaban las evidencias. Otros habían recurrido a la cirugía para hacer desaparecer el tejido y mostraban orgullosos sus cabezas sin necesidad de recurrir a tocado alguno, exhibiendo sus cicatrices como prueba de su elevado nivel económico.

—Es ridículo —comentó Pai cuando Cortés le señaló la tendencia—. Pero no es más que la perniciosa influencia de lo que vosotros llamáis «moda». Esta gente quiere parecerse a los modelos que ven en las revistas de Patashoqua, y los estilistas de esa ciudad siempre han buscado su inspiración en el Quinto. ¡Serán imbéciles! ¡Míralos! Te aseguro que si extendiéramos el rumor de que en París se ha puesto de moda cortarse el brazo derecho, andaríamos pisando miembros cercenados de aquí a casa de Scopique.

—¿Esto no pasaba cuando tú estabas aquí?

—En L'Himby no. Tal y como te he explicado, era un lugar de meditación. Sin embargo, en Patashoqua sí. Siempre ha sido así, dado que al estar tan cerca del Quinto Dominio la influencia que este ejerce sobre la ciudad es muy fuerte. Además, siempre ha habido unos cuantos maestros menores, ya sabes, que pasaban de un lado a otro y traían estilos y nuevas ideas. Unos cuantos acabaron haciendo negocio de ese modo y atravesaban el In Ovo cada cierto tiempo, con el fin de ponerse al día de las noticias del Quinto y vender las nuevas tendencias a las casas de moda, a los arquitectos y demás. Una puta decadencia. Me revuelve el estómago.

—Pero tú hiciste lo mismo, ¿no es así? Acabaste formando parte del Quinto Dominio.

—Nunca aquí —replicó el místico con el puño sobre el pecho—. Jamás en el corazón. Mi error fue perderme en el In Ovo y acudir ante aquel que me convocó en la Tierra. Durante mi estancia allí me sumergí en el juego de los humanos, pero solo cuando me resultó necesario.

A pesar de sus ropas holgadas, y en esos momentos bastante arrugadas, tanto Pai como Cortés llevaban la cabeza descubierta y sus cráneos carecían de protuberancia alguna, con lo cual atrajeron una gran cantidad de miradas envidiosas por parte de todos aquellos presumidos que se pavoneaban en la calle. Estaba muy lejos de ser una bienvenida, claro está. Si la teoría de Pai era correcta y Hammeryock o la pontífice Farrow habían dado sus descripciones a los torturadores del Autarca, sus retratos podrían haber salido a esas alturas en los periódicos de L'Himby. Si semejante posibilidad fuera cierta, cualquier petimetre envidioso podría hacer que los retiraran de la competición con unas cuantas palabras susurradas al oído de cualquier soldado. Cortés preguntó si no sería más sensato pedir un taxi y moverse de un modo un poco más discreto. El místico no parecía estar muy conforme con la idea, dado que no recordaba la dirección de Scopique y la única esperanza que tenían de llegar allí era ir a pie y confiar en su instinto. No obstante, estuvieron de acuerdo en evitar las zonas más ajetreadas de la calle, allí donde los clientes de las cafeterías se sentaban en las terrazas para disfrutar del aire de la tarde o se reunían los soldados, aunque esto último no se daba con mucha frecuencia. Si bien continuaron atrayendo el interés y la admiración de los transeúntes, nadie se enfrentó a ellos y, veinte minutos después, habían dejado atrás la calle principal. Los edificios bien cuidados dieron paso a unas estructuras mugrientas, y los mequetrefes de las terrazas a otras almas más sombrías.

—Esto parece más seguro —dijo Cortés, lo que no dejó de ser una paradoja, puesto que las calles por las que se movían se parecían a cualquiera de las que hubieran evitado de modo instintivo en el Quinto Dominio: callejones mal iluminados en los que la mayoría de las casas se encontraba en muy mal estado.

No obstante, la mayoría de las viviendas estaban iluminadas, incluso las más ruinosas, y los niños jugaban en la sombría calzada a pesar de lo tardío de la hora. Sus juegos eran los mismos que los de la Tierra, quizá con alguna que otra variación. No los habían copiado, habían sido inventados por las mentes jóvenes con los mismos elementos básicos: un bate y una pelota; un trozo de tiza y el hormigón del suelo; una cuerda y una cancioncilla. Cortés se sintió reconfortado mientras caminaba entre ellos y escuchaba sus risas, que no eran diferentes a las de los niños humanos.

Por fin, las casas habitadas dieron paso a una zona del todo abandonada y, pollos refunfuños de Pai, estuvo claro que el místico no tenía ni idea de dónde se encontraban. De repente, en cuanto se percató de la existencia de una estructura distante, emitió una risilla alegre.

—Ese es el templo —informó Pai, que señalaba con un dedo a un monolito situado a varios kilómetros del lugar donde se encontraban. No estaba iluminado y parecía abandonado; a su alrededor todo había sido demolido—. Desde la ventana del baño de Scopique se veía ese templo, si no recuerdo mal. En los días de sol, según afirmaba, tenía por costumbre abrir la ventana y contemplar el templo mientras cagaba.

El místico sonrió ante el recuerdo y dio la espalda al lejano edificio.

—El baño estaba justo frente al templo y no hay más calles entre la casa y el edificio sagrado. Eran terrenos comunales donde los peregrinos podían instalar sus tiendas.

—En ese caso vamos en la dirección correcta —dijo Cortés—. Solo tenemos que tomar la última calle que gire hacia la derecha.

—Eso parece lógico —afirmó Pai—. Estaba empezando a dudar de mi memoria.

No tuvieron que buscar mucho. Dos edificios más adelante, las calles cubiertas de escombros llegaron a un abrupto final.

—Aquí está.

No había triunfo alguno en la voz del místico, hecho nada sorprendente dada la devastación que se extendía ante ellos. Al contrario que en las calles que habían dejado atrás, en las que había sido el tiempo el que hiciera estragos, allí había tenido lugar un asalto mucho más sistemático. Varias casas habían sido incendiadas. Otras parecían haber sido utilizadas como blancos en las prácticas de tiro de una división de tanques.

—Alguien se nos ha adelantado —dijo Cortés.

—Eso parece —respondió Pai—. Debo decir que no me sorprende en absoluto.

—¿Y por qué coño nos has traído hasta aquí entonces?

—Tenía que verlo con mis propios ojos —contestó el místico—. No te preocupes, el rastro no acaba aquí. Habrá dejado un mensaje.

Cortés no señaló lo poco probable que se le antojaba aquella idea mientras seguía a Pai por la calle; el místico se detuvo delante de un edificio que, si bien no había sido reducido a un montón de piedras renegridas, parecía estar a punto de sucumbir al derrumbamiento. El fuego había salido por las ventanas y la que una vez fuese una elegante puerta había sido sustituida por unos trozos de madera parcialmente podridos; el lugar estaba iluminado por un puñado de estrellas, ya que la calle carecía de farolas.

—Será mejor que te quedes aquí fuera —le aconsejó Pai'oh'pah—. Scopique puede haber dejado alguna que otra defensa.

—¿Como qué?

—El Invisible no es el único que puede conjurar guardianes —fue la respuesta de Pai—. Por favor, Cortés... Preferiría hacer esto solo.

Cortés se encogió de hombros.

—Como quieras —le dijo, antes de añadir—: De todos modos, eso es lo que haces siempre.

Cortés observó cómo Pai ascendía por los escalones cubiertos de escombros, apartaba unos cuantos tablones de la entrada y se deslizaba en el interior hasta quedar fuera de su vista. En lugar de esperar allí, se alejó por la acera con el fin de echarle otro vistazo al templo mientras meditaba acerca de la posibilidad de que ese Dominio, al igual que sucediera con el Cuarto, no solo hubiera echado por tierra sus propias expectativas, sino también las de Pai. El refugio que se suponía iba a ser Vanaeph no había resultado más que un lugar donde habían estado a punto de ejecutarlos, mientras que los escombros letales de la montaña les habían otorgado la resurrección. Y ahora le tocaba el turno a L'Himby: una ciudad que una vez fuese centro de meditación y que había quedado reducida a ruinas y oropeles. ¿Qué sería lo siguiente?, se preguntaba. ¿Llegarían a Yzordderrex solo para descubrir que se había convertido en la Nueva Jerusalén, desdeñando su papel como la Babilonia de los Dominios?

Desde el lugar donde se encontraba, contempló el sombrío templo y dejó que su mente vagara hacia un tema que había meditado en varias ocasiones desde su llegada al Tercero: el mejor modo de trazar un mapa de los Dominios con el fin de poder explicar a sus amigos del Quinto el emplazamiento de los mismos cuando regresara; no obstante, la tarea representaba todo un desafío. Habían viajado por todo tipo de caminos, desde la autopista de Patashoqua, hasta las polvorientas sendas que unían Happi con Mai-Ké; habían seguido sinuosas rutas que atravesaban verdes valles y habían escalado hasta llegar a alturas donde ni siquiera el musgo más resistente podría sobrevivir; habían disfrutado del lujo de los carruajes y de la lealtad de los doeki; habían sudado y se habían congelado y habían vagado en sueños, al igual que lo hacen los poetas en el reino de la fantasía, dudando tanto de sus sentidos como de ellos mismos. Era necesario escribir todo aquello: las rutas, las ciudades, las cordilleras y los llanos debían plasmarse en dos dimensiones, debían ser analizados a conciencia. A su tiempo, pensó, volviendo a posponer el desafío una vez más. A su debido tiempo.

Volvió a contemplar la casa de Scopique. No había señal alguna de que Pai hubiese salido y comenzó a preguntarse si le habría sucedido algo al místico allí dentro. Regresó hasta los escalones de la entrada, los subió y, no sin sentirse un poco culpable, se deslizó por la abertura de los tablones hacia el interior. La luz de las estrellas tenía más dificultad para penetrar en el edificio de la que había tenido él, y la ceguera le provocó un escalofrío en cuanto recordó la absoluta oscuridad que reinaba en la catedral de hielo. En aquella ocasión el místico había estado tras él; en esos momentos, Pai se hallaba en algún lugar allí delante. Esperó unos segundos junto a la entrada para permitir que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. Era una casa angosta, llena de estancias estrechas, pero escuchó una voz al fondo, apenas un susurro, y decidió seguirla mientras se abría paso a traspiés entre las tinieblas. Ya había dado unos cuantos pasos cuando se dio cuenta de que no era Pai el que hablaba, sino otra persona de voz ronca y asustada. ¿Se trataría de Scopique, que había hecho de las ruinas su refugio?

Un destello de luz, no más brillante que la más tenue de las estrellas, lo guió hasta una puerta a través de la cual pudo echarle un vistazo al extraño. Pai estaba de pie en mitad de la ennegrecida habitación, de espaldas a Cortés. Sobre el hombro del místico, Cortés vio de dónde procedía la luz: una forma que flotaba en el aire, una especie de tela tejida por una araña con aspiraciones de retratista, que se sostenía por la más ligera de las brisas. Sin embargo, su movimiento no era arbitrario. La telaraña abrió la boca y dio rienda suelta a su sabiduría entre susurros.

—... no hay mejor prueba que estos cataclismos. Debemos aferrarnos a esa idea, amigo mío. Aferrarnos y rezar... No, será mejor que no recemos... En estos momentos desconfío de todos los dioses y, sobre todo, del Primigenio. Si los hijos son la imagen del Padre, entonces Él no es amante de la justicia ni la bondad.

—¿Qué hijos? —preguntó Cortés.

El aliento en el que flotaron sus palabras pareció agitar los hilos de la telaraña. El rostro se hizo más alargado y la boca se desgarró.

El místico echó un vistazo por encima del hombro e indicó al intruso, con un movimiento de cabeza, que guardara silencio. Scopique, puesto que no había duda de que era un mensaje suyo, comenzaba a hablar de nuevo.

—Créeme cuando te digo que solo conozco la décima parte de la décima parte de las conspiraciones que hay detrás de todo esto. Mucho antes de la Reconciliación se pusieron en marcha fuerzas que intentaron impedirla; estoy seguro de eso. Y es razonable asumir que esas fuerzas no han desaparecido. Están trabajando en este Dominio, y en el Dominio del que has venido. Trazan planes con siglos de antelación, al igual que nos hemos visto obligados a hacer nosotros. Y sus agentes están muy bien soterrados. No confíes en nadie, Pai, ni siquiera en ti mismo. Sus confabulaciones comenzaron antes de que naciéramos. Cualquiera de nosotros pudo ser concebido con el fin de servirlos de algún modo retorcido y sin tener siquiera conocimiento de que lo está haciendo. No tardarán en venir a por mí, posiblemente con algunos anuladores. Si estoy muerto, lo sabrás. Si puedo convencerlos de que no soy más que un lunático inofensivo, me llevarán a la Cuna y me encerrarán en la maison de santé. Búscame allí, Pai'oh'pah. O, si tienes algo más urgente que hacer, olvídame; no te culparé. Pero sé consciente, amigo mío, de que vengas o no a rescatarme, pensaré en ti con una sonrisa, que no deja de ser el más excepcional de los consuelos en los tiempos que corren.

Aun antes de acabar de hablar, la telaraña perdió el poder de recrear el rostro de Scopique; las facciones se difuminaron y la forma se replegó sobre sí misma hasta que, cuando hubo pronunciado la última palabra de su mensaje y cumplido su misión, cayó al suelo.

El místico se puso en cuclillas y pasó los dedos sobre las hebras inertes.

—Scopique —musitó.

—¿De qué cuna estaba hablando?

—De la Cuna del Chzercemit. Es un mar interior que se encuentra a dos o tres días de viaje de aquí.

—¿Has estado allí alguna vez?

—No. Es el lugar donde envían a los exiliados. En la Cuna hay una isla que solían usar como prisión. Allí se encerraba a los criminales que habían cometido las peores atrocidades, pero que resultaban demasiado peligrosos como para arriesgarse a ejecutarlos.

—No lo entiendo.

—Pregúntamelo en otra ocasión. La cuestión es que, al parecer, lo han transformado en un manicomio. —Pai se puso en pie—. Pobre Scopique. Siempre le ha dado pánico la locura...

—Sé lo que se siente —señaló Cortés.

—... y ahora lo han encerrado en un manicomio.

—En ese caso, debemos sacarlo de ahí —contestó Cortés sin más.

No pudo ver la expresión de Pai, pero se dio cuenta de que el místico se cubría el rostro y, acto seguido, escuchó un sollozo amortiguado por sus manos.

»Ya está —dijo Cortés en voz baja mientras lo abrazaba—. Lo encontraremos. Sé que no debería haberte espiado de ese modo, pero pensé que tal vez te había ocurrido algo.

—Al menos lo has oído por ti mismo. Así sabrás que no es una mentira.

—¿Y por qué iba a creer que era una mentira?

—Porque no confías en mí —respondió Pai.

—Creía que habíamos llegado a un acuerdo —dijo Cortés—. Nos tenemos el uno al otro y esa es nuestra única esperanza de mantenernos sanos y salvos. ¿No hemos quedado en eso?

—Sí.

—Pues vamos a cumplir nuestro pacto.

—Puede que no sea tan fácil. Si las suposiciones de Scopique son ciertas, cualquiera de nosotros podría estar trabajando para el enemigo sin ser siquiera consciente.

—¿Te refieres al Autarca cuando hablas del enemigo?

—Es uno de ellos, no hay duda. Pero creo que él no es más que el indicio de una corrupción mucho mayor. Imajica está enferma, Cortés, de cabo a rabo. Con solo ver cómo ha cambiado L'Himby me dan ganas de rendirme.

—¿Sabes una cosa? Deberías haberme obligado a tener esa charla con Acaro Bronco. Él podría habernos dado algunas pistas.

—No puedo obligarte a hacer nada, no es mi papel. Además, no estoy seguro de que hubiera tenido más datos que Scopique.

—Tal vez sepa más cosas la próxima vez que hablemos con él.

—Esperemos que sea así.

—Y, en esa ocasión, no me haré el resentido ni me marcharé a la carrera como un idiota.

—Si llegamos a la isla, no habrá lugar donde marcharse a la carrera.

—Cierto. Por tanto, necesitamos un medio de transporte.

—Algo que no llame la atención.

—Algo rápido.

—Algo fácil de robar.

—¿Sabes cómo llegar hasta la Cuna? —preguntó Cortés.

—No, pero puedo hacer unas cuantas preguntas mientras tú robas el coche.

—Bien. ¡Ah! Y Pai... De paso, compra algo para beber que tenga alcohol y unos cuantos cigarrillos, ¿vale?

—Todavía es posible que me conviertas en alguien decadente.

—Debo de estar confundido. Pensaba que era todo lo contrario.

3

Se marcharon de L'Himby justo antes del amanecer, en un coche que Cortés eligió por su color (gris) y su aspecto completamente anodino. Les vino de perilla. Durante dos días viajaron sin sufrir percance alguno a través de carreteras cada vez menos transitadas a medida que se alejaban de la ciudad, del templo y de sus diseminados suburbios. Se toparon con cierta presencia militar más allá del perímetro urbano, pero estaba compuesta por escasos efectivos y no hicieron ademán alguno de detenerlos. Tan solo vieron a un contingente completo en plena faena en una ocasión, a lo lejos, que maniobraba con los vehículos para disponer la artillería pesada tras las barricadas, con L'Himby en el punto de mira. El trabajo se llevaba a cabo a la vista de todos con el fin de hacer saber a los ciudadanos a quién debían agradecer que siguieran con vida.

Sin embargo, a mitad del tercer día de viaje, descubrieron que la carretera estaba desierta casi por completo y que las llanuras sobre las que se asentaba L'Himby habían dado paso a unas suaves colinas. Junto con este cambio de paisaje también llegó un cambio de clima. El cielo se llenó de nubes y, puesto que no había viento que las desplazara, estas se hicieron cada vez más espesas. Un paisaje que podría haber resultado asombroso bajo la luz del sol y la sombra de las nubes, se convirtió en un lugar deprimente e incluso nocivo. Toda señal de ocupación despareció. De vez en cuando, pasaban por alguna casa solariega que llevaba mucho tiempo en ruinas. Sin embargo, lo realmente raro era ver a una persona; las pocas que encontraron eran seres solitarios y de aspecto desaliñado, como si el territorio se hubiese dado por perdido.

Y, entonces, pudieron divisar la Cuna. Apareció de súbito una vez subieron el promontorio desde el cual era posible contemplar la extensión grisácea del mar plateado y sus costas. Cortés no había sido del todo consciente del intenso agobio que las colinas le provocaban hasta que vio el paisaje despejado. En cuanto posó los ojos en él, sintió que su ánimo mejoraba.

Había ciertas singularidades, no obstante; en especial los millares de pájaros silenciosos posados sobre la rocosa playa que se extendía a sus pies, como una extraña audiencia en espera de que el espectáculo que aguardaban comenzara en el escenario del mar, ni en el aire ni en el agua.

Pai y Cortés no descubrieron la razón de semejante reunión hasta que llegaron al borde de esta silenciosa multitud y salieron del coche. Los pájaros y el cielo no eran los únicos que permanecían inmóviles, también lo estaba la propia Cuna. Cortés se abrió camino entre las entremezcladas naciones de aves (predominaba una cierta especie relacionada con la gaviota, pero también había gansos, ostreros y unos cuantos loros) y llegó hasta el borde del lago para comprobar, primero con el pie y luego con los dedos, el estado del agua. No estaba congelada, sabía muy bien cuál era el tacto del hielo tras su amarga experiencia, sino simplemente solidificada. Aún era visible la última ola que rompiera contra la orilla; cada uno de sus remolinos y sus pequeñas crestas habían quedado paralizadas.

—Al menos no tendremos que nadar —dijo el místico.

Pai oteaba el horizonte en busca de la prisión de Scopique. La orilla opuesta no quedaba a la vista, pero la isla sí: una afilada roca gris que se alzaba desde el borde del agua a varios kilómetros del lugar donde ellos se encontraban. La maison de santé, tal y como Scopique la había llamado, no era más que un grupo de edificios que parecían columpiarse en la cima.

—¿Vamos ahora o esperamos a que se haga de noche? —preguntó Cortés.

—Jamás lo encontraríamos en la oscuridad —contestó Pai—. Debemos ir ahora.

Regresaron al coche y pasaron entre los pájaros, que no estaban más dispuestos a moverse ante la vista de las ruedas de lo que lo estuvieran al ver los pies. Unos cuantos se alzaron en el aire momentáneamente, pero no tardaron en volver a posarse en el suelo. La gran mayoría permaneció en la arena y murió a causa de su estoicismo.

El mar resultó ser la mejor carretera que habían tomado desde la autopista de Patashoqua; al parecer, debía de haber estado en calma cuando se solidificó. Pasaron junto a los cuerpos de varios pájaros que habían quedado atrapados en el proceso y que todavía tenían restos de carne y plumas sobre los huesos, lo que sugería que la solidificación se había producido recientemente.

—Había oído lo de caminar sobre el agua —comentó Cortés mientras se adentraban en el mar—. Pero «conducir» sobre el agua..., esto sí que es un milagro.

—¿Tienes alguna idea de lo que vamos a hacer cuando lleguemos a la isla? — preguntó Pai.

—Les decimos que queremos ver a Scopique y, cuando lo encontremos, nos marchamos con él. Si se niegan a que lo veamos, usaremos la fuerza. Así de simple.

—Puede que haya guardias armados.

—¿Ves estas manos? —le preguntó Cortés, al tiempo que apartaba las manos del volante para mostrárselas a Pai—. Estas manos son letales. —La expresión en el rostro del místico le arrancó una carcajada—. No te preocupes, las usaré con cuidado. —Volvió a aferrar el volante—. No obstante, me gusta tener poder. Me encanta. La idea de usarlo me excita de algún modo. Oye, mira eso. Los soles están saliendo.

Las nubes se separaron, permitiendo que unos cuantos rayos las atravesaran e iluminaran la isla, que en esos momentos se encontraba a algo más de un kilómetro de distancia. La llegada de los visitantes no había pasado desapercibida. Podían verse unos cuantos guardias en la cima del acantilado y sobre el parapeto de la prisión. Unas cuantas figuras se apresuraban a bajar los sinuosos escalones que descendían por la pared del acantilado, camino de las barcas amarradas en la base. En ese momento, escucharon el clamor de los pájaros de la orilla que quedaba a sus espaldas.

—Por fin se han despertado —dijo Cortés.

Pai echó un vistazo por encima del hombro. El sol iluminaba la playa y las alas de los pájaros mientras estos se alzaban en una estridente nube.

—Dios mío... —exclamó Pai.

—¿Qué pasa?

—El mar...

No fue necesario que Pai explicara nada más, ya que el mismo fenómeno que tenía lugar tras ellos se producía también por delante: sobre la superficie del lago se extendía lentamente una ola que cambiaba la naturaleza del agua a medida que pasaba. Cortés aumentó la velocidad y disminuyó la distancia que los separaba de tierra firme, pero el camino hacia la orilla ya se había licuado por completo cerca de la isla y el mensaje de su transformación se extendía a toda velocidad.

—¡Para el coche! —gritó Pai—. Si no salimos de aquí, acabaremos en el fondo.

Cortés detuvo el coche, que derrapó, y ambos salieron a toda carrera. El suelo bajo sus pies aún estaba lo bastante sólido como para correr, pero, según avanzaban, percibieron los primeros temblores que presagiaban la fusión.

—¿Sabes nadar? —gritó Cortés a Pai.

—Cuando es necesario —respondió, con los ojos fijos en la cada vez más cercana marea. El agua tenía el mismo aspecto que el mercurio y parecía estar atestada de peces en movimiento—. Pero no creo que queramos bañarnos aquí, Cortés.

—No creo que tengamos otra opción.

Al menos había alguna esperanza de rescate. Desde la orilla de la isla se acercaban unas cuantas embarcaciones; el sonido de los remos y los rítmicos gritos de los hombres que los movían se alzaban sobre el violento fragor del agua. Sin embargo, el místico no albergaba esperanza alguna por esa parte. Sus ojos habían encontrado un paso estrecho, una especie de camino helado a punto de derretirse, que llevaba desde el lugar donde se encontraban hasta tierra. Agarró a Cortés del brazo y señaló el camino.

—¡Ya lo veo! —contestó Cortés, antes de dirigirse a la zigzagueante ruta, sin dejar de comprobar el avance de las barcas mientras tanto.

Los remeros habían percibido su estrategia y cambiaron de dirección para interceptarlos. Aunque la marea se acercaba por ambos lados, la posibilidad de escapar seguía pareciendo totalmente real hasta que el sonido del coche al volcarse y hundirse sacó a Cortés de su concentración. Se giró y, al hacerlo, chocó con Pai. El místico siguió hacia delante y cayó de bruces al suelo. Cortés lo ayudó a ponerse en pie de nuevo, pero el místico se encontraba demasiado aturdido en ese momento para darse cuenta del peligro que corrían.

Desde las barcas les llegaban los gritos de alarma de los guardias y a sus espaldas se escuchaba el furor de las aguas. Cortés se echó a Pai sobre el hombro antes de proseguir con la carrera. De todos modos, habían perdido unos segundos preciosos. El bote que iba a la cabeza estaba a unos veinte metros de ellos, pero la marea se encontraba tan solo a diez a metros por detrás y a unos cinco por delante. Si se quedaba quieto, el agua los alcanzaría antes que el bote. Si trataba de echar a correr con el místico a cuestas, que aún seguía semiinconsciente, no llegaría a su cita con sus salvadores.

El desenlace de los acontecimientos no le dio elección. El agua solidificada comenzó a resquebrajarse bajo su peso combinado con el del místico, y las plateadas aguas del Chzercemit empezaron a burbujear bajo sus pies. Escuchó un grito de alarma procedente de la criatura que iba en el bote más cercano (un oethac de cabeza enorme, cubierto de cicatrices), y al instante su pierna derecha se hundió unos quince centímetros bajo la quebradiza masa de hielo. En aquel momento fue Pai quien trató de rescatarlo, pero el intento fue en vano: la capa solidificada no soportaría el peso de ninguno de los dos.

Desesperado, miró al agua en la que pronto tendría que nadar. Las criaturas que antes viera moviéndose no estaban «en» el agua, sino que «eran» el agua. Las pequeñas olas poseían espaldas y cuellos; el brillo de la espuma no era otra cosa que el centelleo de un sinfín de ojos diminutos. La barca seguía acercándose a ellos y, por un instante, pareció que podría cruzar la distancia con un golpe de remos.

—¡Vete! —le gritó a Pai, empujándolo mientras lo hacía.

Aunque el místico perdió el equilibrio, sus piernas aún tenían la suficiente fuerza como para saltar, en lugar de dejarse caer. Sus dedos atraparon el borde de la embarcación, pero la violencia del salto hizo que Cortés perdiera su precario punto de apoyo. Tuvo tiempo de ver cómo el místico era alzado al interior del bamboleante bote, y también de pensar en la posibilidad de haber alcanzado las manos tendidas en su dirección. Pero el mar no estaba dispuesto a dejar escapar a los dos bocados. A medida que se hundía en su plateada espuma y esta comenzaba a presionar a su alrededor como si fuese un ente con vida, alzó las manos sobre la cabeza con la esperanza de que el oethac lo ayudara. En vano. La consciencia lo abandonó y, una vez perdido el timón, se hundió.

Capítulo 26

1

Cortés se despertó con el sonido de una plegaria. Sabía, antes de que la vista se uniese al oído, que las palabras eran una súplica, a pesar de que el idioma le resultaba desconocido. Las voces se elevaban y descendían con la misma cadencia melodiosa con la que lo hacían en las congregaciones de la Tierra; uno o dos de la media docena de oradores iban una sílaba rezagados, con lo que los versos parecían desiguales. Pero, en cualquier caso, era un sonido al que daba la bienvenida: se había acostado con la idea de que no volvería a levantarse.

La luz acarició sus ojos, pero fuera lo que fuese lo que tenía delante, era oscuro. La oscuridad tenía una textura vaga, sin embargo, y trató de concentrarse en ella. No fue hasta que su frente, sus mejillas y su barbilla informaron de su irritación al cerebro que se dio cuenta de por qué sus ojos no podían encontrarle sentido a lo que veían. Estaba tumbado de espaldas, y tenía una tela sobre el rostro. Le ordenó a su brazo que se alzara y la retirara, pero la extremidad yacía inútil a su lado. Se concentró, exigiéndole que obedeciera; su irritación aumentó a medida que el timbre de las súplicas variaba y estas se cargaban de una especie de perentoriedad angustiante. Notó que el lecho sobre el que se encontraba comenzaba a sacudirse y trató de pedir ayuda a gritos, pero había algo en su garganta que no le permitía emitir ningún sonido. La irritación se convirtió en inquietud. ¿Qué le pasaba? Cálmate, se dijo. Todo se aclarará; limítate a no ponerte nervioso. Pero... ¡coño, estaban levantando su cama! ¿Adónde lo llevaban? A la mierda con la calma. No podía quedarse quieto sin hacer nada mientras lo paseaban por ahí. ¡No estaba muerto, por el amor de Dios!

¿O sí lo estaba? El pensamiento despedazó toda esperanza de equilibrio. Estaba siendo alzado y portado, inerte sobre un tablero duro, con la cara cubierta por un sudario. ¿Qué significaba aquello, si no estaba muerto? Estaban rezando plegarias por su alma con la esperanza de alzarla hacia los cielos mientras acarreaban los restos que quedaban... ¿Hacia dónde? ¿A un agujero en el suelo? ¿A una pira? Tenía que detenerlos: levantar una mano, emitir un gemido, cualquier cosa que demostrara que aquella despedida era prematura. Mientras se concentraba en hacer una señal, por primitiva que fuera, una voz se elevó entre las plegarias. Tanto los oradores como los portadores se detuvieron al momento y la misma voz (¡era la de Pai!) se escuchó de nuevo.

—¡Todavía no! —dijo.

Alguien a su derecha murmuró algo en un idioma que Cortés no reconoció: palabras de consuelo, quizá. El místico respondió en el mismo idioma, con la voz desgarrada por el dolor.

Una tercera persona intervino en aquel momento en la conversación y su propósito era, sin duda, el mismo que el de su compatriota: convencer a Pai de que dejara el cuerpo en paz. ¿Qué estaban diciendo? ¿Que el cadáver no era más que una carcasa, la sombra vacía de un hombre cuyo espíritu había partido hacia un lugar mejor? Cortés deseó que Pai no escuchara. ¡El espíritu estaba allí! ¡Allí!

Y entonces, ¡alegría de alegrías!, retiraron el sudario de su rostro y Pai apareció en su campo de visión y bajó la mirada hacia él. El místico parecía medio muerto, con los ojos rojos y su belleza amoratada por el dolor.

Estoy salvado, pensó Cortés. Pai se dará cuenta de que tengo los ojos abiertos, que en mi cráneo hay algo más que putrefacción. Pero semejante comprensión no se reflejó en el rostro del místico. La visión no hizo más que traer un nuevo torrente de lágrimas a sus ojos. Un hombre se colocó al lado de Pai; su cabeza era una aglomeración de brotes cristalinos y tenía las manos apoyadas sobre los hombros del místico mientras le susurraba algo al oído y lo apartaba con delicadeza. Los dedos de Pai se posaron sobre el rostro de Cortés unos segundos, cerca de sus labios. Pero su aliento, el mismo que había utilizado para echar abajo el muro que separaba los Dominios, era tan fútil en aquel momento que pasó inadvertido, y los dedos fueron retirados por la mano del que consolaba a Pai que, acto seguido, volvió a colocar el sudario sobre el rostro de Cortés.

Los oradores retomaron su endecha y los portadores su carga. Ciego una vez más, Cortés sintió que la chispa de esperanza se extinguía y era sustituida por el pánico y la furia. Pai siempre había afirmado que poseía mucha sensibilidad. ¿Cómo era posible que en aquel momento, cuando la empatía era esencial, el místico fuera inmune al peligro que corría el hombre al que consideraba su amigo? Algo más que eso: su alma gemela; alguien para quien había reconfigurado su cuerpo.

El pánico de Cortés disminuyó por un instante. ¿Había alguna esperanza enterrada entre aquellas increpaciones? Las estudió en busca de una pista. ¿Alma gemela? ¿Cuerpo reconfigurado? Sí, por supuesto: mientras pensara en el deseo, el deseo alcanzaría al místico; cambiaría al místico. Si podía sacarse la muerte de la cabeza y concentrar sus pensamientos en el sexo, podría alcanzar el núcleo proteico de Pai: provocar algún tipo de metamorfosis, por pequeña que fuera, que demostrara su estado consciente.

Como si tratara de confundirlo, un comentario de Klein le vino entonces a la cabeza; un recuerdo de otro mundo. «Todo ese tiempo malgastado», había dicho Klein, «pensando en la muerte para evitar correrte demasiado pronto...».

El recuerdo no pareció más que una simple distracción hasta que se dio cuenta de que eso era precisamente el reflejo de su situación actual. El deseo era su única defensa contra una extinción prematura. Concentró sus pensamientos en los pequeños detalles que siempre habían supuesto un estímulo para su imaginación erótica: una nuca descubierta por rizos alzados; labios humedecidos por los movimientos lentos de la lengua; miradas; caricias; gestos atrevidos. Pero Tánatos tenía a Eros cogido por el cuello. El terror eclipsaba el deseo. ¿Cómo podría mantener pensamientos sexuales en su cabeza el tiempo suficiente para influenciar a Pai cuando las llamas o la tumba yacían a sus pies? No estaba preparado para ninguna de las dos cosas. Una era demasiado caliente, la otra demasiado fría; una demasiado brillante, la otra demasiado oscura. Lo que deseaba eran unas cuantas semanas más, unos días... Horas, incluso; se sentiría agradecido por vinas cuantas horas en la distancia que separaba esos dos polos. Allí donde se encontraba la carne; donde se encontraba el amor. A sabiendas de que no podría controlar las ideas sobre la muerte, trató de llevar a cabo una estratagema final: acogerlas, envolverlas con la textura de sus fantasías sexuales.

¿Llamas? Serían el calor del cuerpo del místico mientras lo apretaba contra él; y el frío, el sudor en su espalda mientras follaban. La oscuridad sería la noche que ocultaba sus excesos; y el resplandor de la hoguera, su mutua consunción.

Notó que el truco funcionaba cuanto más lo pensaba. ¿Por qué la muerte debía resultar algo tan poco erótico? Si ardían o se pudrían juntos, ¿no les mostraría su disolución nuevas formas de amor, descubriéndolos capa a capa y uniendo sus fluidos y médulas hasta quedar fundidos por completo?

La propuesta de matrimonio que le había hecho a Pai había sido aceptada. La criatura era suya para siempre, suya para cambiarla una y otra vez según la imagen de sus más profundos y prohibidos deseos. Y así lo hizo en aquel momento. Vio a la criatura desnuda y a horcajadas sobre él, cambiando mientras la acariciaba, quitándose la piel como si de ropa se tratase. Jude era una de esas pieles; Vanessa otra; y Marline, otra más. Todas lo estaban montando: la belleza del mundo empalada en su polla.

Perdido en sus fantasías, ni siquiera era consciente de que las plegarias se hubieran acallado hasta que las andas se detuvieron una vez más. Los susurros llegaban desde todas partes y, en mitad de los susurros, se escuchó una risa suave y asombrada. Le arrancaron el sudario de un tirón y su amado lo observó con una sonrisa dibujada en unos rasgos borrosos por las lágrimas y la influencia de Cortés.

—¡Está vivo! ¡Dios, está vivo!

Se alzaron voces que expresaban sus dudas, pero el místico se rió de todas ellas.

—¡Puedo sentirlo en mi interior! —exclamó—. ¡Os lo juro! Todavía está con nosotros. ¡Bajadlo! ¡Bajadlo ahora mismo!

Los anderos hicieron lo que les habían solicitado y Cortés vio por primera vez a los desconocidos que casi lo habían enterrado. No parecía una panda muy feliz, ni siquiera en esos momentos. Contemplaban el cuerpo aún con incredulidad. Pero el peligro había pasado, al menos por lo pronto. El místico se inclinó sobre Cortés y lo besó en los labios. Sus rasgos se habían fijado una vez más y resultaban exquisitos en su felicidad.

—Te amo —le susurró a Cortés—. Te amaré hasta que el amor perezca.

2

Estaba vivo, sí, pero no curado. Lo trasladaron a una pequeña habitación de ladrillo gris y lo tumbaron sobre una cama que apenas era más cómoda que el tablero sobre el que había yacido como cadáver. Había una ventana, pero como era incapaz de moverse tuvo que permitir que Pai'oh'pah lo levantara y le mostrara lo que se veía a través de ella, que no era mucho más interesante que las paredes: una simple extensión de mar (sólida una vez más) bajo un cielo nublado.

—El mar solo cambia cuando sale el sol —le explicó Pai—, cosa que no sucede muy a menudo. Tuvimos muy mala suerte. Sin embargo, todo el mundo está atónito ante el hecho de que hayas sobrevivido. Nadie había sobrevivido con anterioridad tras caer a la Cuna.

Que era algo así como una curiosidad resultaba evidente por el número de visitantes que tenía, tanto guardianes como prisioneros. El régimen parecía ser bastante laxo, por lo poco que podía ver. Había barrotes en las ventanas y la puerta se abría y se cerraba de nuevo cuando alguien entraba o salía, pero los oficiales, sobre todo el oethac que regentaba el manicomio, llamado Vigor N'ashap, y su segundo (un pavo real militar llamado Aping, cuyas botas y botones brillaban mucho más que sus ojos y cuyos rasgos se arrugaban sobre su rostro como si estuviesen abotargados de agua), eran bastante educados.

—No tienen noticias de fuera —explicó Pai—. Se limitan a vigilar a los prisioneros que les envían. N'ashap está al tanto de que hubo una conspiración contra el Autarca, pero no creo que sepa si tuvo éxito o no. Me han interrogado durante horas, pero en realidad no han preguntado nada sobre nosotros. Lo único que les dije es que éramos amigos de Scopique, que nos habíamos enterado de que había perdido la cordura y por eso vinimos a hacerle una visita. Todo inocencia, en otras palabras. Al parecer, se lo han tragado. Sin embargo, les envían suministros de comida, revistas y periódicos cada ocho o nueve días, siempre atrasados, según Aping, así que nuestra suerte no durará mucho. Entretanto, hago lo que puedo para mantenerlos felices. Se encuentran muy solos.

A Cortés no se le pasó por alto el significado de ese último comentario, pero lo único que pudo hacer fue escuchar y abrigar la esperanza de que su curación no se prolongara demasiado. Sus músculos se habían relajado ligeramente, de modo que podía abrir y cerrar los ojos, tragar e incluso mover un poco las manos, pero su torso estaba aún inmóvil por completo.

Otro de sus visitantes asiduos, y de lejos el más entretenido de todos los que venían a curiosear, era Scopique, que tenía una opinión sobre todo, incluyendo la rigidez del paciente. Era un hombre diminuto, con el perpetuo ceño fruncido de un relojero y la nariz tan respingona y minúscula que sus fosas nasales eran casi dos agujeros en medio del rostro, el cual estaba marcado por unas arrugas tan profundas que habrían servido para sembrar. Cada día venía y se sentaba al borde de la cama de Cortés, con su atuendo gris del asilo tan arrugado como su cara y con su brillante peluca negra cambiando de lugar sobre su cabeza a cada hora. Sentado, mientras le daba sorbos a su café, pontificaba: sobre política y las psicosis varias que sufrían sus compañeros internos; sobre la subyugación de L'Himby por el comercio; sobre las muertes de sus amigos, especialmente debido a lo que él llamaba «la lenta espada de la desesperación»; y, por supuesto, sobre el estado de Cortés. Afirmaba haber visto gente igual de rígida en otras ocasiones. La razón no era fisiológica, sino psicológica; una teoría que parecía compartir con Pai. En una ocasión, cuando Scopique se hubo marchado después de una sesión de teorías, dejando a Pai y a Cortés a solas, el místico confesó su culpa. Nada de aquello habría ocurrido, dijo, si se hubiera mostrado más sensible con la situación de Cortés desde el principio. En cambio, había sido grosero y cruel. El incidente del andén de Mai-Ké era un buen ejemplo. ¿Podría perdonarlo? ¿Llegaría a creer alguna vez que sus actos habían sido producto de la ineptitud y no de la crueldad? Durante años se había preguntado qué ocurriría si alguna vez iniciaban el viaje que llevaban a cabo en aquel momento, se había esforzado por prever las posibles respuestas, pero había estado sin compañía en el Quinto Dominio, incapaz de confesar sus miedos y de compartir sus esperanzas, y las circunstancias de su encuentro y su separación habían sido tan fortuitas que aquellas pocas normas que se había propuesto habían sido arrastradas por el viento.

—Perdóname —dijo una y otra vez—. Te amo y te he hecho daño, pero, por favor, perdóname.

Cortés expresó lo poco que podía con sus ojos, y deseó que sus dedos tuvieran la fuerza suficiente para sostener un bolígrafo, de manera que pudiera escribir «te perdono», pero las pequeñas mejoras que había hecho desde su resurrección parecían ser el límite de su curación y, a pesar de que Pai lo bañaba y lo alimentaba y de que masajeaba sus músculos, no había síntoma de avance en su mejoría. A pesar de las constantes palabras de aliento del místico, no cabía duda de que la muerte aún lo tenía agarrado. Los tenía agarrados a ambos, de hecho, ya que la devoción que Pai le profesaba parecía haber hecho mella en él, y más de una vez Cortés se preguntaba si el apocamiento del místico se debía solo a la fatiga o si se habían unido de forma simbiótica después del tiempo que habían pasado juntos. Si ese era el caso, su fallecimiento los enviaría a ambos al olvido.

Estaba solo en su celda el día que el sol salió de nuevo, pero Pai lo había dejado sentado para que contemplara la vista a través de los barrotes, de modo que fue capaz de observar el lento despliegue de las nubes y la aparición del más sutil de los rayos, que se deslizó hasta el mar sólido. Era la primera vez que el sol aparecía sobre el Chzercemit desde su llegada; este fenómeno le trajo un coro de bienvenida que procedía de las demás celdas, seguido por el sonido de los pies de los guardias, mientras corrían hacia el parapeto para observar la transformación. Podía ver la superficie de la Cuna desde donde estaba sentado, y sintió una especie de euforia ante el inminente espectáculo; sin embargo, mientras los rayos brillaban, también sintió un estremecimiento que se extendía por su cuerpo desde la punta de los pies; una sacudida que iba reuniendo fuerza a lo largo del trayecto, de modo que, cuando le llegó a la cabeza, tuvo la energía suficiente para arrancar los sentidos de su cráneo. Al principio creyó que se había levantado y había corrido hacia la ventana (estaba mirando a través de los barrotes el mar que había debajo), pero un sonido en la puerta atrajo su mirada y descubrió a Scopique, con Aping a su lado, que atravesaban la celda hacia el pálido y barbudo derrelicto que estaba sentado con mirada vidriosa junto a la pared del fondo. Él era ese hombre.

—¡Tienes que venir a ver esto, Zacharias! —Scopique estaba tan entusiasmado que colocó un brazo alrededor del derrelicto y tiró de él para levantarlo.

Aping le echó una mano y, juntos, comenzaron a llevar a Cortés hasta la ventana de la que su mente ya se estaba alejando. Los dejó con sus amabilidades, la euforia que sentía en su interior era como un motor. Fue mucho más allá del lúgubre corredor y dejó atrás las celdas en las que los prisioneros clamaban por ser liberados para poder ver el sol. No tenía información sobre la distribución del edificio, así que, por unos instantes, su alma veloz se perdió en el laberinto de paredes de ladrillo gris hasta que encontró a dos guardias que corrían en dirección a un tramo de escaleras de piedra y los acompañó, como una mente invisible, hasta un conjunto de habitaciones mejor iluminadas. Allí había más guardias, que habían abandonado el juego de cartas para dirigirse al exterior.

—¿Dónde está el capitán N'ashap? —preguntó uno de ellos.

—Iré a avisarlo —dijo otro, y se apartó de sus camaradas para dirigirse a una puerta cerrada.

Otro lo detuvo al decirle:

—Está en una conferencia... con el místico. —La respuesta fue seguida por el coro de carcajadas de sus compañeros.

Cortés volvió a girar su espíritu en el aire y flotó hacia la puerta, que atravesó sin vacilación y sin sufrir daño alguno. La habitación que había más allá no era, como había esperado, la oficina de N'ashap, sino una antecámara ocupada por dos sillas vacías y una mesa desnuda. En la pared que se alzaba junto a la mesa había colgado un cuadro de un niño, tan pobremente representado que resultaba imposible determinar el género. A la izquierda de la pintura, que estaba firmada por Aping, había otra puerta igual de cerrada que la que acababa de atravesar. Pero se escuchaba una voz al otro lado: la de Vigor N'ashap en pleno éxtasis.

»¡Otra vez! ¡Otra vez!», decía y, a continuación, soltó una retahíla de términos en una lengua desconocida para finalizar con gritos de «¡sí!» y «¡eso es, eso es!»

La rapidez con la que Cortés se acercó a la puerta le impidió prepararse para lo que había al otro lado. Incluso si lo hubiera hecho (incluso si hubiera conjurado la imagen de N'ashap con las calzas bajadas y su morada polla oethac) no habría podido imaginarse el estado de Pai'oh'pah, dado que en todos los meses que habían pasado juntos no había visto nunca al místico desnudo. Lo vio en aquel momento, y el asombro que le produjo su belleza solo fue eclipsado por el de la humillación que estaba sufriendo. Tenía un cuerpo tan plácido como su rostro, e igual de ambiguo incluso a plena vista. No tenía vello por ningún sitio; ni pezones; ni ombligo. Entre sus piernas, sin embargo, que en aquel momento tenía separadas al estar de rodillas delante de N'ashap, se encontraba la fuente de su transformación, el núcleo que sus compañeros de cama alcanzaban con el pensamiento. No era ni fálico ni vaginal, sino un tercer tipo de genitales completamente diferente que revoloteaba en su entrepierna como una paloma nerviosa y, con cada aleteo, reconfiguraba su núcleo brillante de tal modo que Cortés, hipnotizado, descubrió un nuevo eco en cada movimiento. Allí estaba reflejada su propia carne, desplegándose a medida que pasaba entre los Dominios. Y también el cielo sobre Patashoqua y el mar más allá de la ventana cerrada, perdiendo su solidez para convertirse en agua de nuevo. Y el aliento, soplado dentro de un puño cerrado; y su poder para destruir: todo estaba allí, allí mismo.

N'ashap no prestaba atención a semejante imagen. Quizá, en su ardor, ni siquiera lo había visto. Tenía la cabeza del místico atrapada entre sus manos llenas de cicatrices y empujaba el puntiagudo extremo de su verga en la boca de Pai. El místico no ponía objeciones. Tenía los brazos colgando a los costados hasta que N'ashap exigió que colocara las manos sobre su miembro. Cortés no pudo soportar verlo por más tiempo. Lanzó su mente a través de la habitación hacia la espalda del oethac. ¿No decía Scopique que el pensamiento era poder? Si eso es cierto, pensó Cortés, soy una molécula dura como el diamante. Escuchó cómo N'ashap jadeaba de placer mientras embestía la garganta del místico y, en aquel momento, golpeó el cráneo del oethac. La habitación desapareció y la carne cálida lo presionó desde todos lados; sin embargo, la inercia lo llevó hasta el otro lado y se giró para ver que las manos de N'ashap se apartaban de la cabeza del místico para dirigirse a la propia y que su boca sin labios emitía un alarido de dolor.

El rostro de Pai, que hasta ese momento había permanecido inexpresivo, compuso una expresión de alarma cuando a N'ashap comenzó a salirle sangre de la nariz. Cortés sintió una oleada de satisfacción al contemplarlo, pero el místico se levantó y fue a ayudar al oficial, cogiendo una de las prendas que se había quitado para tratar de contener la hemorragia. Al principio N'ashap rechazó, en dos ocasiones, su ayuda de un manotazo, pero la voz sumisa de Pai lo tranquilizó y, después de un rato, el capitán se sentó en la silla acolchada y permitió que lo atendiera. Los arrullos y caricias del místico le resultaron a Cortés tan enervantes como la escena que acababa de interrumpir, de modo que se retiró, confundido y asqueado, primero hacia la puerta y después hacia la antecámara.

Allí se demoró con la vista fija en el cuadro de Aping. En la habitación que había tras él, N'ashap había empezado a gemir de nuevo. El sonido hizo que Cortés se fuera, atravesando de nuevo el laberinto de vuelta a su habitación. Scopique y Aping habían tendido su cuerpo de nuevo en la cama. Su rostro carecía de expresión y uno de sus brazos había resbalado desde su pecho y colgaba por el borde del tablero. Ya parecía muerto. No era de extrañar que la devoción de Pai se hubiera vuelto tan mecánica, cuando lo único que tenía delante que pudiera inspirarle una esperanza de recuperación era aquel maniquí descarnado, día tras día. Se acercó más al cuerpo, casi tentado de no volver a entrar en él jamás, de dejar que se marchitara y muriera. Pero eso conllevaba demasiado riesgo. ¿Debía asumir que su condición presente estaba supeditada a la permanencia de su yo físico? A pesar de que un yo sin carne era ciertamente posible (había oído a Scopique hablar sobre ese tema en esa misma celda), suponía que eso no se aplicaba a espíritus tan poco evolucionados como él. La piel, la sangre y los huesos eran la escuela en la que alma aprendía a volar, y él todavía era demasiado novato como para atreverse a hacer novillos. Tenía que volver a ver a través de sus ojos, por desagradable que le resultara la idea.

Se acercó una vez más a la ventana y contempló el mar resplandeciente. La vista de las olas que rompían contra las rocas que había más abajo le devolvió al horror de su ahogamiento. Sintió cómo las aguas vivientes se retorcían en torno a él y presionaban sus labios de la misma forma que la polla de N'ashap, y le exigían que la abriera y tragara. Aterrorizado, apartó la vista del mar y cruzó la habitación a toda velocidad, golpeando su propia frente como una bala. Al regresar a su carne con las imágenes de N'ashap y el mar en su mente, comprendió al instante la naturaleza de su enfermedad. Scopique se había equivocado, ¡se había equivocado completamente! Había una razón fisiológica sólida (¡y tan sólida!) para su inmovilidad. En aquel momento la sentía en su vientre, desesperadamente real. Había tragado agua del mar y todavía estaba en su interior, viva, prosperando a sus expensas.

Antes de que el intelecto pudiera aconsejarle lo contrario, dejó que la repugnancia se extendiera por su cuerpo; lanzó sus demandas a cada una de sus extremidades. ¡Moveos!, les dijo, ¡moveos! Alimentó su furia con la imagen de N'ashap usándolo como había usado a Pai, imaginándose el semen del oethac en su estómago. Su mano izquierda encontró fuerza suficiente para agarrarse al tablero de la cama y le proporcionó el apoyo necesario para ponerse de lado. Cayó sobre su costado para después hacerlo de la cama, golpeando el suelo con fuerza. El impacto soltó algo en la base de su vientre. Sintió cómo esa cosa se esforzaba por aferrarse a sus entrañas de nuevo y sus movimientos fueron lo bastante violentos como para arrojarlo de un lado a otro, como si fuese un saco lleno de peces; cada sacudida desbancaba más al parásito y liberaba su cuerpo de su tiranía. Le crujían las articulaciones como cáscaras de nueces; sus tendones se contraían y estiraban. Era una agonía; deseaba soltar un grito de dolor, pero lo único que pudo emitir fue el ruido de las náuseas. Aun así, fue como música para sus oídos: el primer ruido que había emitido desde el grito que había proferido cuando la Cuna se lo tragaba. Fue muy corto, sin embargo. Su arruinado organismo estaba expulsando el parásito de su estómago. Lo sentía en el pecho, como un almuerzo de anzuelos que deseaba vomitar sin poder hacerlo por miedo a darse la vuelta corno un calcetín en el intento. La cosa parecía darse cuenta de que habían llegado a un punto muerto, porque disminuyó sus forcejeos y Cortés tuvo tiempo de dar una desesperada bocanada de aire a través de unas vías aéreas casi colapsadas debido a aquella presencia. Con los pulmones tan llenos de aire como cabía esperar, se levantó del piso apoyándose en la cama y, antes de que el parásito tuviese tiempo de retomar un nuevo asalto, se puso en pie y se lanzó de bruces al suelo. Cuando golpeó contra la dura superficie, la cosa subió hasta su garganta y después hasta su boca, y Cortés se llevó una mano hacia los dientes para tratar de sacarlo. Salió en dos impulsos, sin dejar de luchar para regresar hacia sus tripas. Fue seguido inmediatamente de su último almuerzo.

Jadeando en busca de aire, se puso en pie y se inclinó sobre la cama, con los regueros de vómito colgándole de la barbilla. La cosa del suelo se agitaba y se sacudía, y Cortés dejó que sufriera. A pesar de que le había parecido enorme cuando lo tenía dentro, no era más grande que su mano: un trozo amorfo de carne blanquecina y venas plateadas con miembros no más gruesos que un cordel, aunque en un número no inferior a veinte. No emitía sonido alguno, excepto los chasquidos que sus espasmos producían sobre el revoltijo bilioso que había en el suelo de la celda.

Demasiado débil para moverse, Cortés estaba todavía desplomado sobre la cama cuando, minutos después, Scopique regresó en busca de Pai. El asombro del anciano no conoció límites. Gritó para pedir ayuda y después colocó a Cortés sobre la cama, sin dejar de hacerle una pregunta tras otra a tal velocidad que Cortés apenas tenía energía o aliento para responder. Sin embargo, le comunicó lo suficiente a Scopique para que el hombre se recriminara por no haber dado con el problema antes.

—Creí que el problema residía en tu mente, Zacharias, y todo este tiempo... todo este tiempo ha estado en tu estómago. ¡Esa cosa repugnante!

Cuando llegó Aping, se produjo una nueva ronda de preguntas; fue Scopique quien las respondió en esta ocasión y, a continuación, salió a buscar a Pai y dejó que el guardia se encargara de hacer que se limpiara la porquería del suelo y de que trajeran al paciente agua y ropas limpias.

—¿Necesita algo más? —quiso saber Aping.

—Comida —dijo Cortés. Jamás había tenido el estómago tan vacío.

—Me encargaré de ello. Me resulta raro oír su voz y ver cómo se mueve. Me había acostumbrado a lo otro. —Esbozó una sonrisa—. Cuando se sienta mejor —añadió—, me gustaría que hablásemos un rato. El místico me ha dicho que usted es pintor.

—Lo era, sí —dijo Cortés y, de forma inocente, añadió una pregunta—: ¿Por qué? ¿Usted también lo es?

Aping resplandeció.

—Así es —afirmó.

—Entonces, tendremos que hablar —dijo Cortés—. ¿Qué es lo que pinta?

—Paisajes. Algunas personas.

—¿Desnudos? ¿Retratos?

—Niños.

—Ah, niños... ¿Tiene algún hijo?

El rostro de Aping reflejó una pizca de ansiedad.

—Más tarde —musitó al tiempo que echaba un vistazo al pasillo; después, volvió a mirar a Cortés—. En privado.

—Estoy a su disposición —replicó Cortés.

Se escucharon voces fuera de la habitación. Scopique regresó con N'ashap, que bajó la mirada para contemplar el cubo que contenía el parásito en cuanto entró. Hubo más preguntas; mejor dicho, las mismas preguntas planteadas de distinta forma, y en aquella tercera ocasión fueron Scopique y Aping quienes respondieron. N'ashap no prestó demasiada atención; estudió a Cortés mientras le narraban el drama y después lo felicitó con una peculiar formalidad. Cortés percibió con satisfacción las manchas de sangre seca que había en su nariz.

—Debemos enviar un informe completo sobre este incidente a Yzordderrex — señaló N'ashap—. Estoy seguro de que los intrigará tanto como a mí.

Dicho esto, salió de la habitación y le dio a Aping la orden de que lo siguiera de inmediato.

—Nuestro comandante no tiene muy buen aspecto —observó Scopique—. Me pregunto por qué.

Cortés se permitió esbozar una sonrisa, pero esta desapareció de su rostro cuando vio a su último visitante. Pai'oh'pah apareció en la puerta.

—Vaya, menos mal —dijo Scopique—. Aquí estás. Os dejaré a los dos a solas.

El anciano se retiró y cerró la puerta tras él. El místico no se acercó para abrazar a Cortés, ni siquiera para darle la mano. En cambio, se dirigió a la ventana y contempló el mar sobre el que todavía seguía brillando el sol.

—Ahora sabemos por qué llaman a esto la Cuna —dijo.

—¿Qué quieres decir?

—¿Dónde si no podría un hombre dar a luz?

—Eso no fue dar a luz —dijo Cortés—. No digas bobadas.

—Puede que para nosotros no —afirmó Pai—. Pero, ¿quién sabe cómo se hacían los niños aquí en épocas remotas? Puede que los hombres se sumergieran de forma voluntaria, bebieran el agua, dejaran que creciera...

—Te he visto —dijo Cortés.

—Lo sé —replicó Pai, que no se apartó de la ventana—. Y has estado a punto de hacernos perder un aliado.

—¿N'ashap? ¿Un aliado?

—Aquí es la autoridad.

—Es un oethac. Y es escoria. Y tendré la satisfacción de matarlo.

—¿Ahora eres mi campeón? —preguntó Pai, que por fin se había girado para mirar a Cortés.

—Vi lo que te estaba haciendo.

—Eso no fue nada —replicó Pai—. Sabía lo que me hacía. ¿Por qué crees que nos han dado el trato que hemos recibido? Me han permitido visitar a Scopique siempre que he querido. A ti te han alimentado y te han dado de beber. Y N'ashap no hacía preguntas acerca de ninguno de nosotros. Ahora sí lo hará. Ahora se mostrará suspicaz. Tenemos que largarnos de aquí antes de que obtenga una respuesta a sus preguntas.

—Mejor eso a que tengas que servirlo.

—Ya te he dicho que no fue nada.

—Para mí lo fue —dijo Cortés, y las palabras rasparon su dolorida garganta.

Le costó algo de esfuerzo, pero logró ponerse en pie para poder mirar al místico a los ojos.

»Al principio, me hablabas acerca de lo que creías que me había hecho daño, ¿recuerdas? No dejabas de hablar de la estación de Mai-Ké y de decir que querías que te perdonara; yo creía que jamás habría algo entre nosotros dos que no pudiera perdonar u olvidar y que, en cuanto pudiera recuperar el habla, te lo diría. Pero ahora no estoy seguro. Ese tipo te vio desnudo, Pai. ¿Por qué él y no yo? Creo que eso sí puede ser imperdonable, que le hayas permitido contemplar el misterio y a mí no.

—El no vio misterio alguno —replicó Pai—. Me miraba y veía a una mujer que amó y perdió en Yzordderrex. Una mujer que se parecía a su madre, de hecho. Está obsesionado con eso. Con un eco del eco de su madre. Y mientras yo le proporcionara esa ilusión de forma discreta, él se mostraría complaciente. Eso me parece más importante que mi dignidad.

—Ya no —dijo Cortés—. Si vamos a seguir juntos de aquí en adelante, entonces quiero que seas mío, seas lo que seas. No te compartiré, Pai. Ni por obediencia ni por la propia vida.

—No sabía que pensabas así. Si me lo hubieras dicho...

—No podía. Ya me sentía así incluso antes de que llegáramos aquí, pero no era capaz de decir nada al respecto.

—Me disculpo, si sirve de algo.

—No quiero una disculpa.

—¿Qué quieres, entonces?

—Una promesa. Un juramento. —Hizo una pausa—. Un matrimonio.

El místico sonrió.

—¿De verdad?

—Más que nada en este mundo. Ya te lo pedí una vez y tú aceptaste. ¿Es necesario que te lo pida de nuevo? Lo haré si quieres.

—No es necesario —dijo Pai—. Será el mayor de los honores para mí. ¿Pero quieres que sea aquí? ¿Aquí nada menos? —El ceño fruncido del místico se convirtió en una sonrisa—. Scopique me habló sobre un careste que está encerrado en el sótano. Él podría hacer los honores.

—¿Qué religión profesa?

—Está aquí porque cree que es Jesucristo.

—Entonces puede demostrar que lo es obrando un milagro.

—¿Qué milagro?

—Puede hacer de John Furia Zacharias un hombre honesto.

El matrimonio entre el místico eurhemetec y el fugitivo John Furia Zacharias, alias Cortés, tuvo lugar esa misma noche en los sótanos del manicomio. Por fortuna, su sacerdote atravesaba un periodo de lucidez y estaba dispuesto a que se dirigieran a él por su verdadero nombre: padre Atanasio. Sin embargo, las pruebas de su demencia eran bien visibles: cicatrices en la frente, donde se había colocado repetidamente la corona de espinos y se la había calado hasta los huesos; y costras en la zona de las manos donde se había hincado los clavos en la carne. Era tan aficionado a fruncir el ceño como Scopique a sonreír, a pesar de que la apariencia de filósofo no le sentaba bien a un rostro más dotado para la comedia: con una nariz informe que moqueaba continuamente, dientes demasiado separados entre sí y cejas como orugas peludas que se arrugaban cuando fruncía la frente. Lo mantenían, junto al menos una veintena de prisioneros a los que se creía especialmente rebeldes, en la parte más profunda del hospicio, y su celda sin ventanas se vigilaba con más ahínco que las de los prisioneros de las plantas superiores. Debido a esto, Scopique había necesitado excusas más imaginativas para que le permitieran verlo, y el guardia al que habían sobornado, un oethac, solo se mostró dispuesto a hacer la vista gorda durante unos minutos. La ceremonia, por tanto, fue corta, y se llevó a cabo en una mezcla improvisada de latín e inglés, con unas cuantas frases pronunciadas en la lengua de los carestes, la orden del Segundo Dominio de Atanasio; la musicalidad de dicho idioma fue una compensación más que suficiente para su ininteligibilidad. Fue necesario obviar los juramentos, dado el escaso tiempo del que disponían y lo redundante de la mayoría del vocabulario tradicional.

—Esto no se ha llevado a cabo a los ojos de Hapexamendios —dijo Atanasio—, ni a los de ningún dios o cualquiera de sus secuaces. Sin embargo, rogamos que la presencia de Nuestra Señora pueda bendecir esta unión con su infinita compasión y que vosotros dos entréis juntos a la gran unión en una época más propicia. Hasta entonces, solo puedo ser el recipiente que sostenga vuestro sacramento, que se lleva a cabo ante vuestros ojos y por vuestro bien.

Cortés no comprendió el significado completo de aquellas palabras hasta más tarde, cuando, una vez que los juramentos fueron hechos y la ceremonia hubo acabado, se tumbó en su celda junto a su compañero.

—Siempre dije que jamás me casaría —le susurró al místico.

—¿Ya te estás arrepintiendo?

—Claro que no. Pero es extraño estar casado y no tener una esposa.

—Puedes llamarme «esposa». Puedes llamarte como quieras. Reinvéntame. Para eso estoy.

—No me he casado contigo para usarte, Pai.

—Pues parte del asunto consiste en eso, no obstante. Debemos ser funciones el uno del otro. Reflejos, tal vez. —Acarició el rostro de Cortés—. Yo sí voy a usarte, puedes estar seguro.

—¿Para qué?

—Para todo. Consuelo, discusiones, placer.

—Quiero aprender cosas de ti.

—¿Sobre qué?

—Sobre cómo volver a salir de mi cuerpo, tal y como lo hice esta tarde. Sobre cómo viajar con la mente.

—Como molécula —dijo Pai, haciendo eco del modo en que Cortés se había sentido cuando atravesó con el pensamiento el cráneo de N'ashap—. Quiero decir: una partícula de pensamiento, como las que se ven a la luz del sol.

—¿Solo puede hacerse a la luz del sol?

—No, pero es más fácil de esa manera. Casi cualquier cosa es más fácil a la luz del sol.

—Salvo esto —dijo Cortés al tiempo que besaba al místico—. Siempre he preferido la noche para esto...

Se había casado decidido a hacerle el amor al místico tal y como era, sin permitir que las fantasías se interpusieran entre sus sentidos y la imagen que había vislumbrado en la oficina de N'ashap. Ese juramento lo ponía tan nervioso como una novia virgen, ya que exigía una revelación doble. De la misma forma en que desabotonaba y descartaba las ropas que cubrían el sexo esencial del místico, tenía que arrancar de sus ojos el consuelo otorgado por las ilusiones que se interponían entre su visión y el objetivo. ¿Qué sentiría entonces? Era muy fácil excitarse con una criatura que se reconfiguraba según los deseos de forma tan completa que resultaba indistinguible de la cosa deseada. Pero, ¿qué ocurriría si era el propio metamórfico lo que veía desnudo ante sus ojos?

En las sombras, su cuerpo resultaba casi femenino: planos elegantes, superficies suaves; pero había una austeridad en los tendones que no podía tomar como femenina; como tampoco eran femeninas sus nalgas, que carecían de exuberancia, o su pecho, que parecía inmaduro. No era su esposa y, a pesar de que a Pai le hiciera feliz creerse tal cosa, y su mente vacilara una y otra vez al borde de semejante intención, Cortés se resistía y exigía a sus ojos que no se apartaran de su visión, de igual manera que exigía a sus dedos que no se apartaran de los hechos. Comenzó a desear que hubiese más luz en la celda para que no fuera tan fácil caer en la ambigüedad. Cuando colocó la mano en las sombras de su entrepierna y sintió el calor y el movimiento que había allí, dijo: «quiero verlo», y Pai, obediente, se puso de pie a la luz de la ventana de modo que Cortés pudiera tener una imagen más clara. El corazón le latía a toda máquina en el pecho, pero ni un mililitro de la sangre que bombeaba se dirigió a las ingles. Estaba llenando su cabeza y haciendo que se le sonrojara el rostro. Agradeció estar sentado en las sombras, donde su incomodidad era menos visible, aunque sabía que las sombras solo ocultaban el exterior y que el místico era muy consciente del miedo que él sentía. Respiró hondo, se levantó de la cama y permaneció a cierta distancia de aquel enigma.

—¿Por qué te haces esto? —preguntó Pai con suavidad—. ¿Por qué no dejas que te envuelvan los sueños?

—Porque no quiero soñarte —respondió—. Empecé este viaje para comprender. ¿Cómo puedo comprender algo si lo que veo no son más que ilusiones?

—Puede que no haya más que eso.

—Eso no es cierto —contestó sin más.

—Mañana, entonces —dijo Pai con vacilación—. Míralo tal y como es mañana. Esta noche limítate a pasarlo bien. Yo no soy la razón de que estés en Imajica. No soy el rompecabezas que tienes que resolver.

—Todo lo contrario —dijo Cortés, y una sonrisa se coló en su voz—. En realidad, creo que lo más probable es que tú seas la razón de que esté aquí. Y el rompecabezas. Creo que si nos quedáramos aquí, encerrados juntos, podríamos curar Imajica con lo que ocurre entre nosotros. —En aquel momento, la sonrisa apareció en su rostro—. No me había dado cuenta de eso hasta ahora. Esa es la razón de que quiera verte bien, Pai, para que no haya mentiras entre nosotros. — Puso la mano sobre el sexo del místico—. Con esto puedes follar y ser follado, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y puedes dar a luz?

—No lo he hecho, pero se han dado casos.

—¿Y fertilizar?

—Sí.

—Eso es maravilloso. ¿Y hay algo más que puedas hacer?

—¿Como qué?

—No es todo hacer o dejar que te hagan, ¿verdad? Sé que eso no es todo. Hay algo más.

—Sí, lo hay.

—Una tercera forma.

—Sí.

—Entonces, hazlo conmigo.

—No puedo. Tú eres masculino, Cortés. Tienes un género fijo. Es un hecho físico. —El místico colocó la mano sobre la polla de Cortés, aún fláccida dentro de los pantalones—. No puedo quitar esto. Tú no querrías que lo hiciera. —Frunció el ceño—. ¿O sí?

—No lo sé. Tal vez.

—No lo dices en serio.

—Si eso significara encontrar otro camino, puede que lo hiciera. He usado mi polla de todas las formas que conozco. Puede que esté aburrido.

En esa ocasión fue Pai quien sonrió, pero fue una sonrisa débil, como si la inquietud que había sentido Cortés se hubiera transferido al místico. Entrecerró sus brillantes ojos.

—¿En qué estás pensando? —dijo Cortés.

—En que me das un poco de miedo.

—¿Por qué?

—Me da miedo el dolor que sufriré más adelante. Tengo miedo de perderte.

—No vas a perderme —replicó Cortés, colocando la mano de nuevo alrededor del cuello de Pai para acariciarle la nuca con el pulgar—. Ya te he dicho que podríamos curar Imajica desde aquí. Somos fuertes, Pai.

La ansiedad no abandonó el rostro del místico, de modo que Cortés atrajo su cara hacia la de él y lo besó, al principio de forma tentativa y después con un ardor que la criatura parecía reacia a igualar. Solo unos momentos antes, cuando estaba sentado en la cama, había sido él quien dudaba. Ahora ocurría todo lo contrario. Cortés bajó la mano hasta la entrepierna de Pai con la esperanza de hacerle olvidar la tristeza con sus caricias. La carne que encontraron sus dedos, cálida y acanalada, mojaba el hueco de la palma de su mano con una humedad que su piel absorbía como si de licor se tratara. Presionó más profundamente y sintió cómo crecía bajo sus caricias. Ya no había duda alguna; ni vergüenza ni pesar en su carne que impidiera a Pai mostrar su necesidad, y la necesidad nunca había dejado de excitar a Cortés. Verla en el rostro de una mujer era un afrodisíaco infalible, y aquello no lo era menos.

Apartó la mano de allí para llevársela al cinturón y trató de desabrocharlo con una mano. Pero antes de que pudiera sacar la polla, que se estaba poniendo dolorosamente dura, lo hizo el místico y lo condujo hasta su interior con una urgencia que su rostro aún no era capaz de dejar traslucir. El baño de su sexo calmó el dolor de Cortés, que se hundió hasta el fondo, incluyendo las pelotas. Dejó escapar un largo gemido de placer; sus terminaciones nerviosas, hambrientas de semejante sensación durante meses, estaban alborotadas. El místico había cerrado los ojos y tenía la boca abierta. Cortés introdujo la lengua con fuerza entre sus labios y la criatura respondió con una pasión que nunca antes había manifestado. Pai colocó las manos sobre sus hombros y, de esta manera, se apoyó contra la pared con tanta fuerza que su aliento pasó a la garganta de Cortés. Este lo introdujo en sus pulmones y comenzó a desear más; el místico lo comprendió sin necesidad de palabras, inhaló el aire cálido que había entre ellos y llenó los pulmones de Cortés como si fuera un hombre medio ahogado al que le estuvieran devolviendo la vida. Cortés respondió a su regalo con embestidas mientras el fluido de Pai chorreaba por la parte interior de sus muslos. El místico le dio otra bocanada de aire, y después otra. Cortés las tragó todas, devorando el placer que revelaba su rostro entre ellas, recibiendo el aliento de Pai mientras él le daba su polla. En aquel intercambio, ambos daban y recibían: una pequeña pista, tal vez, de lo que sería aquella tercera forma de la que Pai había hablado, de la cópula entre dos entes de género indefinido que no podría llevarse a cabo hasta que le arrebataran su masculinidad. En aquel momento, mientras enterraba la verga en la calidez del sexo del místico, la idea de renunciar a ella para obtener otro tipo de sensación le pareció ridícula. No podía haber nada mejor que aquello; solo diferente.

Cerró los ojos, ya sin temor a que su imaginación colocara un recuerdo o alguna perfección inventada en el lugar de Pai; lo único que ocurría era que si seguía contemplando el placer del místico más tiempo, perdería por completo el control. Lo que imaginó su mente, sin embargo, fue más potente todavía: la imagen de ellos dos juntos tal y como estaban, el uno dentro del otro, aliento y polla llenando el interior de ambos cuerpos hasta que ninguno pudiese aguantarlo más. Quería advertirle al místico que no aguantaría mucho más, pero al parecer ya lo sabía. Pai agarró su cabello y le apartó el rostro; el dolor que eso le produjo no fue más que otro aliciente, al igual que los jadeos que emitían ambos. Dejó que sus ojos se abrieran porque quería ver su cara mientras se corría y, en el tiempo que tardó en separar las pestañas, la belleza que tenía delante de él se convirtió en un espejo. Era su propio rostro el que contemplaba, su cuerpo el que sujetaba. La visión no lo enfrió; más bien todo lo contrario. Antes de que el espejo se convirtiera en carne, y el cristal en las gotas de sudor que bañaban el rostro de Pai, llegó al punto crítico de no retorno y esa fue la imagen que se quedó grabada en su retina, su rostro mezclado con el del místico, cuando su cuerpo descargó su pequeño torrente. Fue, como siempre, una agonía exquisita, un breve delirio seguido de una sensación de pérdida a la que jamás se había acostumbrado.

El místico se echó a reír casi antes de que acabara, y cuando Cortés tomó su primer aliento fue para preguntar:

—¿Qué te resulta tan gracioso?

—El silencio —dijo Pai, y dejó de reír para que Cortés pudiera compartir el chiste.

Había yacido en esa celda hora tras hora, incapaz de emitir un solo gemido, pero jamás había escuchado un silencio como aquel. Era como si el hospicio entero estuviese escuchando, desde las profundidades en las que el padre Atanasio tejía sus coronas de espino hasta la oficina de N'ashap, con su alfombra manchada polla sangre que se había derramado de su nariz. No había un alma viviente que no los hubiera escuchado hacer el amor.

—Menudo silencio —dijo el místico.

Mientras lo decía, dicho silencio fue roto por el sonido de alguien que chillaba en su celda, un alarido de rabia y tristeza que se extendió sin obstáculos durante el resto de la noche, como si quisiera borrar de los muros de ladrillo gris la alegría que los había manchado momentáneamente.

Capítulo 27

1

Si se estrujaba la cabeza, Jude podría ser capaz de nombrar a una docena de hombres (amantes, pretendientes y esclavos) que le habrían ofrecido cualquier cosa que hubiera exigido a cambio de que ella les concediera su amor. Había aceptado la generosidad de unos cuantos. Sin embargo, sus demandas, aunque extravagantes en ocasiones, no eran nada en comparación con lo que le había pedido a Oscar Godolphin. «Enséñame Yzordderrex», le había dicho; tras lo cual observó cómo el miedo inundaba el rostro del hombre. Él no había rechazado de plano la petición. De haberlo hecho, habría aplastado el creciente afecto que los unía y Oscar jamás se habría perdonado esa pérdida. Escuchó su ruego y no volvió a mencionar el tema, con la esperanza de que ella lo olvidara. Sin embargo, no lo hizo. La relación física que había florecido entre ellos la había curado de la extraña apatía que había sentido la primera vez que lo vio. En esos momentos conocía la vulnerabilidad de Godolphin. Lo había visto herido. Lo había visto avergonzado por su falta de autocontrol. Lo había visto inmerso en el acto físico del amor, tierno y deliciosamente depravado a la vez. Aunque los sentimientos que albergaba hacia él seguían siendo igual de intensos, esta nueva perspectiva apartaba el velo de aceptación irreflexiva que había cubierto sus ojos. Cuando veía el deseo que despertaba en él (y había mostrado ese deseo en varias ocasiones a lo largo de los días que siguieron a la primera consumación) volvía a ser la vieja Judith, autosuficiente e intrépida; la misma Judith que observaba el mundo tras una sonrisa; que observaba y aguardaba, a sabiendas de que la devoción que Oscar le profesaba acrecentaba su poder sobre él día tras día. La tensión que había existido entre esas dos mitades (los restos de la amante dócil que su presencia había conjurado en cuanto se conocieron y la mujer voluntariosa y decidida que una vez fuera, y que volvía a ser de nuevo) agitó los últimos posos de ese estado de ensueño que se había apoderado de su organismo, y su apetito por saltar a los Dominios regresó con renovada intensidad. Así pues, según pasaban los días no dejó de recordarle a Oscar la promesa que le había hecho; sin embargo, en las dos primeras ocasiones él se valió de cualquier falso pretexto con el fin de no seguir hablando del tema.

En la tercera ocasión, su insistencia le valió un suspiro y una mirada de resignación.

—¿Por qué es tan importante para ti? —le preguntó él—. Yzordderrex es una sentina superpoblada. No conozco a un solo hombre o mujer decente de allí que no prefiera vivir aquí, en Inglaterra.

—Hace una semana hablabas de marcharte allí para siempre. Pero dijiste que no lo hacías porque echarías de menos el criquet.

—Tienes buena memoria.

—Escucho con atención cada una de tus palabras —contestó ella, no sin cierto resentimiento.

—Bueno, pues la situación ha cambiado. Parece ser que hay una revolución en ciernes. Si nos marchamos ahora, es más que probable que seamos ejecutados de inmediato.

—En el pasado, ibas y venías con frecuencia —le recordó—. Exactamente igual que muchos otros, ¿no es cierto? No eres el único. Para eso sirve la magia: para viajar entre los Dominios.

Oscar no contestó.

»Quiero ver Yzordderrex, Oscar —dijo—, y si tú no me llevas, buscaré a un mago que lo haga.

—No te atrevas a bromear con esto.

—Lo digo en serio —le contestó con ferocidad—. No creo que seas el único que conoce el camino.

—No, pero casi.

—Habrá otros. Los encontraré si es necesario.

—Todos están locos —dijo él—. O muertos.

—¿Los han asesinado? —quiso saber, antes de comprender por completo las implicaciones de su pregunta.

La expresión del rostro de Oscar (o más bien la falta de esta) fue suficiente para confirmar las sospechas de Jude. Había visto en el noticiario cómo retiraban los cadáveres del escenario de sus macabros juegos; pero esos cuerpos no pertenecían ni a un grupo de hippies incinerados ni a unos adoradores del diablo enloquecidos por el sexo. En realidad, eran los poseedores de un poder verdadero, hombres y mujeres que quizá hubieran caminado hacia donde ella anhelaba ir: Imajica.

—¿Quién está detrás, Oscar? Es alguien que tú conoces, ¿verdad?

Él se puso en pie y cruzó la estancia hasta llegar a su lado. Sus movimientos fueron tan rápidos que Judith pensó por un instante que tenía intención de golpearla. Pero, en lugar de hacer eso, cayó de rodillas frente a ella, le sostuvo las manos con fuerza y la miró a los ojos con una intensidad casi hipnótica.

—Escúchame bien —le pidió—. Tengo ciertas obligaciones familiares de las cuales desearía que Dios me librara. Ellos me exigen ciertas cosas que yo me negaría a hacer de buena gana si pudiera...

—Todo esto está relacionado con la torre, ¿verdad?

—Preferiría no hablar del tema.

—Pero es que ya lo estamos haciendo, Oscar.

—Es un asunto privado y muy espinoso. Trato con individuos que carecen de moralidad alguna. Si supieran que estoy hablando contigo de esto, tanto tu vida como la mía correrían peligro. Te lo ruego, no vuelvas a hablar de este tema con nadie. No debería haberte llevado a la torre.

Si de verdad sus ocupantes eran la mitad de peligrosos de lo que Oscar aseguraba, ¿qué harían si supieran la cantidad de secretos que había contemplado cuando estuvo en la torre?

»Prométeme que no hablarás de esto con nadie —insistió él.

—Quiero ver Yzordderrex, Oscar.

—Prométemelo. No más conversaciones sobre la torre, ni en esta casa ni fuera de ella. Prométemelo, Judith.

—Muy bien. No hablaré sobre la torre.

—En esta casa...

—... ni fuera de ella. Pero, Oscar...

—¿Qué, cariño?

—Todavía quiero ver Yzordderrex.

2

La mañana posterior a esa conversación, Judith se acercó a Highgate. Era otro día lluvioso y, como resultaba imposible encontrar un taxi libre, se decidió por coger el metro. Fue un error. Nunca le había gustado viajar en el suburbano ni en el mejor de los casos (sacaba a la luz su latente claustrofobia); además, mientras estaba allí recordó que dos de los asesinatos ocurridos en la última oleada de crímenes habían tenido lugar en esos túneles: una persona había sido arrojada a la vía al paso de un tren cargado de pasajeros en la estación de Piccadilly, y a la otra la habían apuñalado hasta morir en algún lugar de Jubilee Line, a medianoche. Aquel no era el método de transporte más seguro para alguien que había contemplado indicios de los prodigios ocultos a los ojos del mundo; y ella era una de esas escasas personas. Por tanto, cuando salió al aire libre en la estación de Archway sintió algo más que alivio. El cielo se había despejado y decidió ir a Highgate Hill a pie. No le resultó difícil dar con la torre, si bien su aspecto corriente, sumado al escudo de árboles cargados de hojas que crecían delante del edificio, conseguía que muy pocos ojos repararan en ella.

A pesar de las claras advertencias de Oscar, era difícil sentirse amenazada por el lugar: brillaba un cálido sol primaveral que la obligó a quitarse la chaqueta, y el césped estaba cubierto de gorriones que se esforzaban por atrapar las lombrices que habían salido con la lluvia. Judith inspeccionó las ventanas en busca de algún indicio que le mostrara que el lugar estaba ocupado, pero no vio nada. Evitó la puerta principal, con la cámara colocada en el escalón de entrada, y se dirigió hacia uno de los laterales del edificio sin que nada la detuviese, ni muros ni alambradas. Estaba claro que los dueños habían decidido que la mejor defensa de la torre radicaba en su capacidad de pasar desapercibida y que, cuantas menos medidas tomaran para evitar la entrada de intrusos, menos atención despertaría el lugar. Desde la parte de atrás no se veía nada en absoluto que resultara interesante. La mayoría de las ventanas tenía las persianas bajadas, y las pocas que estaban sin cubrir pertenecían a habitaciones vacías. Dio una vuelta completa a la torre en busca de otra vía de entrada, pero no localizó ninguna.

De camino a la fachada principal intentó imaginarse los pasadizos enterrados bajo sus pies, los libros apilados en la penumbra y el alma que yacía aprisionada en una oscuridad aún más absoluta, con la esperanza de que su mente fuera capaz de ir allí donde su cuerpo no podía. Sin embargo, el ejercicio resultó ser tan infructuoso como la inspección de las ventanas. El mundo real era implacable: no movería ni una sola partícula de tierra para dejarla pasar. Desalentada, rodeó el edificio por última vez antes de desistir en el empeño. Tal vez debiera regresar por la noche, pensó, cuando el asalto de la realidad no fuese tan brutal. O, tal vez, debiera decidirse por hacer otro viaje inducido por el ojo azul, por mucho que esa opción la pusiera un poco nerviosa. A decir verdad, no tenía control sobre el mecanismo gracias al cual el ojo provocaba semejante vuelo, y temía que la piedra adquiriera poder sobre ella. Ya tenía suficiente con Oscar en ese sentido.

Volvió a ponerse la chaqueta y comenzó a alejarse de la torre. A juzgar por la ausencia de vehículos en Hornsey Lane, la colina, que había estado congestionada a causa del tráfico, todavía debía de estar bloqueada, lo que evitaba que los conductores pasaran por el lugar. De todos modos, el silencio provocado por la ausencia de los coches no estaba vacío. El sonido de unos pasos que se acercaban la alertó de que había alguien tras ella antes de que escuchara la voz.

—¿Quién eres?

Judith se dio la vuelta, no muy convencida de que la pregunta estuviera dirigida a ella, pero descubrió que la mujer que había hablado (de unos sesenta años y aspecto andrajoso y enfermizo) y ella misma eran las únicas personas a la vista. Además, la desconocida la observaba con una expresión casi demente. Volvió a hacerle la misma pregunta de nuevo y, al fijarse en sus labios, Jude descubrió que sufrían de una cierta asimetría y que estaban cubiertos de saliva, lo que indicaba que la desconocida había sufrido una apoplejía en el pasado.

—¿Quién eres?

Aún irritada por su fracaso en la torre, Judith no estaba de humor para aguantar a la que, sin duda alguna, era la esquizofrénica del vecindario; estaba a punto de darse la vuelta para seguir caminando cuando la mujer habló de nuevo.

—¿No sabes que te harán daño?

—¿Quiénes? —le preguntó ella.

—La gente de la torre. La Tabula Rasa. ¿Qué estabas buscando?

—Nada.

—Pues parecías observar todo con demasiado interés para no estar buscando algo.

—¿Usted espía para ellos?

La desconocida dejó escapar un horrible sonido que Judith interpretó como una carcajada.

—Ni siquiera saben que estoy viva —contestó. Y, entonces, por tercera vez volvió a preguntar—; ¿Quién eres?

— Me llamo Judith.

—Yo soy Clara Leash —dijo la señora, al tiempo que echaba un vistazo a la torre por encima del hombro—. Sigue andando —le ordenó—. Hay una iglesia de camino a la colina. Nos encontraremos allí.

—¿De qué va todo esto?

—Aquí no, en la iglesia.

Y dicho esto, la mujer le dio la espalda y se alejó visiblemente agitada, lo que la disuadió de seguirla. Dos de las palabras de la breve conversación que se había producido entre ellas la convencieron de que debía esperarla en la iglesia y descubrir qué tenía que decir Clara Leash. Las palabras eran «Tabula Rasa». No había vuelto a escucharlas desde que hablara con Charlie en la casa de los Godolphin, cuando este le contó que lo habían pasado por alto en favor de Oscar. Él no le había dado mucha importancia y ella no recordaba los detalles de la conversación, dado que la violencia y las revelaciones que siguieron habían ocupado su mente. En ese momento se afanó por extraer de la memoria lo que Charlie le había contado sobre la organización. Había comentado algo acerca de la contaminación del suelo de Inglaterra y ella le había preguntado a qué contaminación se refería; pero Charlie había contestado medio en broma. No obstante, ya sabía qué era la «contaminación»: la magia. En esa insulsa torre, la vida de los hombres y mujeres cuyos cuerpos se habían hallado semienterrados o aplastados en las vías del metro de Piccadilly Line habían sido juzgadas y tachadas de corruptas. No era de extrañar que Oscar estuviera perdiendo peso y que llorara en sueños. Formaba parte de una Sociedad fundada con el firme propósito de erradicar una segunda sociedad, cada vez más exigua, de la que también era miembro. A pesar de todo su carácter, no era más que el sirviente de dos amos: la magia y sus detractores. Sobre ella recaía la responsabilidad de ayudarlo, fuera como fuese. Era su amante y, sin su ayuda, Oscar acabaría aplastado entre esas dos voluntades enfrentadas. Y, a cambio, él sería su billete a Yzordderrex, sin el cual jamás podría contemplarlas maravillas de Imajica. Se necesitaban el uno al otro, sanos y salvos.

Aguardó a las puertas de la iglesia durante media hora, antes de que Clara Leash apareciera con aspecto nervioso.

—Aquí fuera no —le dijo—. Dentro.

Se adentraron en el sombrío interior del edificio y tomaron asiento cerca del altar, con el fin de no ser escuchadas por las personas que rezaban sus oraciones de mediodía en la parte de atrás. No era el lugar más apropiado para mantener una conversación entre susurros; el eco de la nave transportaba el sonido de sus palabras, aunque no su significado, y las paredes desnudas las traían de vuelta. Y tampoco es que hubiera demasiada confianza entre ellas, para empezar. Con el fin de evitar la mirada fría de Clara, Judith le dio la espalda parcialmente al inicio de su conversación, y solo la miró cara a cara cuando hubieron acabado con los rodeos preliminares y se sintió lo bastante segura como para formular la pregunta que rondaba su mente.

—¿Qué sabe sobre la Tabula Rasa?

—Todo lo que hay que saber —respondió Clara—. Fui miembro de la Sociedad durante muchos años.

—¿Y creen que está muerta?

—No están muy desencaminados. Solo me quedan un par de meses de vida, y esa es la razón de que sea tan importante que deje constancia de lo que sé.

—¿A mí?

—Depende —contestó—. Antes tengo que saber lo que estabas haciendo en la torre.

—Estaba buscando el modo de entrar.

—¿Alguna vez has estado dentro?

—Sí y no.

—¿Y eso qué significa?

—Mi mente ha estado dentro, aunque no mi cuerpo —le explicó Judith, a la espera de volver a escuchar la extraña risa de la mujer en respuesta.

En lugar de reírse, le contestó:

—La noche del 31 de diciembre.

—¿Cómo coño lo sabe?

Clara acarició con sus manos la cara de Judith. La mujer tenía los dedos helados.

—Antes de nada, deberías saber cómo abandoné la Tabula Rasa.

Aunque le relató la historia sin florituras, le llevó bastante tiempo, puesto que muchas de las cosas que contaba requerían ciertas explicaciones para que Judith las comprendiera a fondo. Clara, al igual que Oscar, era la descendiente de uno de los miembros fundadores de la Sociedad y había sido educada para creer en sus principios básicos: Inglaterra, que en una ocasión había sido corrompida por la magia casi hasta el borde de la destrucción, necesitaba ser protegida de cualquier culto o individuo cuyo fin fuera el de educar a las futuras generaciones en la práctica de sus enseñanzas depravadas. Cuando Judith preguntó qué había sucedido para que el país quedara al borde de la destrucción, obtuvo una respuesta que era la historia en sí misma. El próximo solsticio de verano se cumplirían doscientos años de la puesta en práctica de un ritual que había acabado siendo un trágico desastre, explicó la mujer. Su fin había sido el de reconciliar la realidad de la Tierra con la de las restantes cuatro dimensiones.

—Los Dominios —dedujo Judith, bajando la voz que ya era apenas un murmullo.

—Dilo en voz alta —la reprendió Clara—. ¡Dominios! ¡Dominios! —No alzó el volumen en exceso pero, como llevaban un buen rato hablando en susurros, ambas quedaron sorprendidas por la exclamación—. Ha permanecido en secreto demasiado tiempo —dijo—. Y eso le da poder al enemigo.

—¿Quién es el enemigo?

—Hay muchos —explicó—. En este Dominio, son la Tabula Rasa y sus sirvientes. Y tienen muchos, créeme, y con cargos de la mayor importancia.

—¿Cómo es posible?

—No es difícil cuando los miembros de tu sociedad son los descendientes de aquellos que proclamaban a los reyes de antaño. Y, si la influencia falla, siempre puedes abrirte camino en la democracia con dinero. Sucede muy a menudo.

—¿Y en el resto de los Dominios?

—Cada vez resulta más difícil obtener información, sobre todo ahora. Conozco a dos mujeres que viajaban cada cierto tiempo a los Dominios reconciliados. Una de ellas fue encontrada muerta hace una semana. La otra ha desaparecido. Es posible que también la hayan asesinado...

—... por orden de la Tabula Rasa.

—Sabes muchas cosas, ¿no es cierto? ¿Quién es tu fuente?

Judith sabía desde un principio que Clara acabaría formulando esa pregunta, y llevaba un buen rato tratando de decidir el modo de contestarla. Su confianza en la integridad de Clara Leash crecía a pasos agigantados, pero ¿no sería de algún modo precipitado compartir con una mujer a la que había tomado por una mendiga tan solo un par de horas antes, un secreto que podría condenar a Oscar a muerte si llegara a oídos de la Tabula Rasa?

—No puedo decírselo —contestó—. Esta persona ya corre un grave peligro.

—Y no confías en mí —dijo, y alzó las manos para acallar cualquier posible protesta—. ¡No me vengas con zalamerías! —exclamó—. No confías en mí, ¿por qué iba a culparte? Pero déjame que te diga algo: ¿se trata de un hombre?

—Sí. ¿Por qué?

—Antes me preguntaste quién era el enemigo y te contesté que era la Tabula Rasa. Pero tenemos un enemigo aún más obvio: el sexo opuesto.

—¿Cómo?

—¡Los hombres, Judith! Los destructores.

—Ah, no, espere un momento...

—Hace mucho tiempo había diosas en los Dominios; poderes que aseguraban que nuestro sexo formara parte del drama cósmico. Están todas muertas. Y no murieron precisamente a causa de su avanzada edad. Fueron erradicadas de forma sistemática por el enemigo.

—Los hombres normales y corrientes no exterminan diosas.

—Los hombres normales y corrientes sirven a hombres que se salen de lo común. Esos hombres obtienen sus visiones de los dioses. Y los dioses matan a las diosas.

—Eso es demasiado simplista. Parece una lección escolar.

—En ese caso, memorízala. Y si puedes, refútala. Me encantaría que lo hicieras. Me encantaría descubrir que todas las diosas están escondidas en algún lugar...

—¿Como la mujer que había bajo la torre?

Por primera vez desde que comenzara su conversación, Clara se quedó sin palabras. Se limitó a mirar a Judith fijamente y dejó que fuese ella la que cubriera el silencio provocado por su asombro.

»Cuando le dije que había entrado en la torre con la mente, no estaba siendo del todo sincera —confesó Jude—. Solo he estado debajo de la torre. Allí hay un sótano, una especie de laberinto. Todo lleno de libros. Y tras uno de esos muros, hay una mujer. Al principio pensé que estaba muerta, pero no es así. Aunque sigue aferrándose a la vida, no le queda mucho.

Resultaba obvio que la mujer estaba conmocionada por su relato.

—Creía que yo era la única que sabía de su existencia —le dijo.

—Explíquese, ¿sabe quién es?

—Tengo una idea bastante aproximada —confesó Clara, que volvió a retomar la historia que había interrumpido antes: su abandono de la Tabula Rasa.

La biblioteca que había bajo la torre, explicó, era la colección más completa de manuscritos relacionados con las ciencias ocultas, más concretamente con los mitos y leyendas de Imajica, que había en el mundo. Había sido reunida por los hombres que fundaron la Sociedad, dirigidos por Roxborough y Godolphin, de modo que las mentes y las manos de los inocentes ingleses jamás resultaran contaminadas con todo lo relacionado con Imajica; sin embargo, en lugar de catalogar la colección, en lugar de hacer un índice de todos esos libros prohibidos, las diferentes generaciones de la Tabula Rasa se habían limitado a dejarlos que se pudrieran.

»Decidí comenzar con la tarea de catalogar los libros. Lo creas o no, en una ocasión fui una mujer muy ordenada; lo heredé de mi padre, que era militar. En un principio me vigilaban otros dos miembros de la Sociedad. Esa es la ley: ningún miembro de la Sociedad tiene permiso para permanecer a solas en la biblioteca y, si cualquiera de las tres personas descubriera que alguno de ellos, incluyendo a los dos vigilantes, desarrolla un cierto interés o se ve influido de alguna manera por los tomos, dicha persona acabaría siendo juzgada por la Sociedad y, finalmente, ejecutada. No creo que eso haya sucedido jamás. La mitad de los libros está en latín, ¿quién lee latín? La otra mitad... bueno, ya has visto en persona que tienen los lomos podridos, igual que nos sucede a todos. No obstante, a mí me encantaba el orden, igual que a mi padre. Todo debía estar limpio y ordenado. Mis compañeros no tardaron en cansarse de mis obsesiones y me dejaron sola con la tarea. Y, en mitad de la noche, sentí algo... o a alguien... que tiraba de mis pensamientos y los arrancaba de mi cabeza uno a uno, como si se tratara de mis cabellos. Como no podía ser de otro modo, en un principio lo achaqué a los libros. Pensé que las palabras habían conseguido ejercer algún tipo de poder sobre mí. Intenté marcharme, pero, si te soy sincera, en el fondo no quería hacerlo. Durante cincuenta años no había sido más que la hija reprimida de mi padre y estaba a punto de venirme abajo. Celestine también lo sabía...

—¿Celestine es la mujer de la pared?

—Creo que sí.

—Pero, ¿usted no la conoce?

—Ahora te lo explico —siguió Clara—. La casa de Roxborough se alzaba en el mismo lugar donde ahora se encuentra la torre. El sótano de la torre actual es el sótano de aquella mansión. Celestine era, de hecho, lo sigue siendo, la prisionera de Roxborough. La emparedó porque no se atrevía a matarla. La mujer había visto el rostro de Hapexamendios, el Dios Supremo. Estaba loca, pero había sido iluminada por la divinidad y Roxborough no se atrevía a ponerle un dedo encima.

—¿Cómo se enteró de todo esto?

—Roxborough redactó una confesión pocos días antes de morir. Sabía que la mujer que había encerrado tras la pared sobreviviría varios cientos de años después de que él muriera, de la misma manera que tenía claro que tarde o temprano alguien la encontraría. Por lo tanto, la confesión era también una advertencia para cualquier pobre desgraciado que pasara por allí, al que aconsejaba que no se le ocurriera tocarla. «Entiérrala de nuevo», recuerdo que decía con exactitud, «entiérrala de nuevo en las profundidades del abismo que conjure tu mente».

—¿Dónde encontró esa confesión?

—En la pared. La noche que me dejaron sola. Creo que fue Celestine la que me guió hasta ella, arrancándome los pensamientos para introducir otros nuevos. Sin embargo, tiró con demasiada fuerza y mi mente se rindió. Sufrí una apoplejía allí mismo. Tardaron tres días en encontrarme.

—Eso es horrible...

—Mi sufrimiento no es nada comparado con el de ella. Roxborough descubrió a esa mujer en Londres, o sus espías lo hicieron por él, y supo que era una criatura de inmenso poder. Probablemente entendió su poder mejor que ella, ya que, de hecho, en su confesión dice que la mujer era una extraña para sí misma. Pero había contemplado cosas que el resto de los humanos jamás había visto. La habían sacado por la fuerza del Quinto Dominio y la habían escoltado a través de toda Imajica hasta la presencia de Hapexamendios.

—¿Por qué?

—Es extraño. Cuando Roxborough la interrogó, ella le dijo que había vuelto embarazada al Quinto Dominio.

—¿Iba a dar a luz al hijo de Dios?

—Eso es lo que ella le contó a Roxborough.

—Pero pudo haberlo inventado todo para evitar que le hiciera daño.

—No creo que él hubiera hecho eso. Es más, creo que estaba medio enamorado de ella. En su confesión dice que se siente igual que su amigo Godolphin: «Me ha derrocado la mirada de una mujer», citándolo textualmente.

Una frase extraña, pensó Jude al recordar la piedra, al recordar su autoridad y su mirada penetrante.

—Bueno, Godolphin murió obsesionado con una amante a la que había amado y perdido, afirmando que ella lo había destruido. Los hombres siempre son las víctimas, ya sabes. Las víctimas de las confabulaciones que urdimos las mujeres. Me atrevo a decir que Roxborough se convenció a sí mismo de que emparedar a Celestine era una demostración de amor. De ese modo, la tendría bajo control para toda la eternidad.

—¿Y qué pasó con el niño? —preguntó Judith.

—Tal vez ella pueda decírnoslo —contestó Clara.

—En ese caso, tendremos que sacarla de allí.

—Exacto.

—¿Tiene alguna idea de cómo hacerlo?

—Todavía no —replicó Clara—. Estaba a punto de ceder a la desesperación cuando apareciste. Pero, entre las dos, se nos ocurrirá el modo de salvarla.

Se estaba haciendo tarde y a Jude comenzaba a inquietarle la posibilidad de que descubrieran su ausencia, así que los planes que trazaron no fueron más que simples esbozos. Estaba claro que era necesario examinar la torre más a fondo, pero Clara propuso que esa vez lo hicieran al abrigo de la oscuridad.

—Esta noche —sugirió la mujer.

—No, es demasiado precipitado. Deme un día para buscar una excusa que justifique mi ausencia durante la noche.

—¿Quién es el perro guardián? —inquirió la mujer.

—Un hombre.

—¿Celoso?

—En ocasiones.

—Bien, Celestine lleva esperando mucho tiempo a que alguien la libere. No creo que le importe esperar veinticuatro horas más. Pero, por favor, no lo dilatemos más. No gozo de buena salud.

Jude colocó la mano sobre la de Clara, el primer contacto físico entre ellas desde que la mujer le tocara la mejilla con sus helados dedos.

—No va a morir —le dijo.

—Por supuesto que sí. La situación no es extrema, pero quiero ver el rostro de Celestine antes de macharme.

—Y así se hará —afirmó Judith—. Si no es mañana por la noche, será pronto.

3

Jude no creía que lo que Clara había dicho acerca de los hombres se pudiera aplicar a Oscar. Él no era ningún destructor de diosas, ni bajo las órdenes de otro ni por su propia voluntad. Dowd, en cambio, era harina de otro costal. A pesar de su aspecto civilizado, en ocasiones incluso remilgado, jamás podría olvidar la facilidad con la que se había encargado de los cadáveres de los anuladores y la actitud tan indiferente con la que se había calentado las manos en la pira, como si fueran ramas y no huesos lo que chisporroteaba en el fuego. No obstante tuvo mala suerte, y cuando llegó a casa era Dowd quien estaba allí y no Oscar, de modo que tuvo que responder las preguntas del hombre para no levantar sospechas con su silencio. Cuando Dowd le preguntó dónde había pasado el día, le dijo que había ido a dar un largo paseo por el Embankment. Tras eso, quiso saber si el metro había estado muy concurrido, si bien ella no había hecho mención del medio de transporte que había utilizado. Le contestó afirmativamente.

—La próxima vez debería coger un taxi —le había aconsejado—. O, mejor aún, yo mismo la llevaré a donde quiera. Estoy seguro de que el señor Godolphin preferiría que viajara de ese modo —concluyó.

Ella le dio las gracias por su amabilidad.

»¿Tiene pensado volver a salir en breve? —preguntó él,

Ya tenía preparada la excusa que cubriría su ausencia la noche siguiente, pero la actitud de Dowd siempre lograba desconcertarla, y llegó a la conclusión de que cualquier mentira que le contara en esos momentos sería descubierta de inmediato. Por tanto, resolvió decirle que todavía no había hecho ningún plan, tras lo cual Dowd decidió cambiar de tema.

Oscar no llegó hasta la medianoche, momento en que se deslizó entre las sábanas a su lado con todo el sigilo que su volumen le permitía. Ella fingió despertarse en ese instante. El murmuró unas cuantas palabras de disculpa por haberla molestado y, acto seguido, unas cuantas de amor. Fingiendo un tono de voz somnoliento, Jude le dijo que tenía pensado hacer una visita a su amigo Clem la noche siguiente y le preguntó si le importaba. Él le contestó que podía hacer lo que le viniera en gana, siempre y cuando reservara ese hermoso cuerpo para su uso personal. Después, Oscar la besó en el hombro y en el cuello, antes de quedarse dormido.

Había quedado con Clara al día siguiente a las ocho de la tarde en la puerta de la iglesia, pero salió hacia el punto de encuentro con dos horas de antelación con el fin de pasar antes por su antiguo piso. No sabía qué lugar ocupaba el ojo azul en el esquema general, pero la noche anterior había llegado a la conclusión de que debía tenerlo consigo cuando trataran de liberar a Celestine.

Hacía frío en el apartamento y el lugar tenía un aspecto desatendido; solo se entretuvo allí un par de minutos, lo justo para sacar el ojo del armario y, acto seguido, echar una ojeada al correo (la mayoría basura) que se había acumulado desde la última vez que estuvo allí. Una vez llevó a cabo su cometido, se marchó rumbo a Highgate en taxi, siguiendo la advertencia de Dowd. Llegó a la iglesia veinticinco minutos antes de la hora prevista y descubrió que Clara ya estaba allí.

—¿Has comido, niña? —quiso saber Clara. Jude le contestó afirmativamente—. Bien —respondió la mujer—. Esta noche vamos a necesitar de todas nuestras fuerzas.

—Antes de marcharnos, quiero enseñarle una cosa —dijo Jude—. No sé si nos servirá de algo, pero creo que debería verlo. —Sacó de su bolso el bulto envuelto en un trozo de tela—. ¿Recuerda lo que dijo acerca de que Celestine le arrancó los pensamientos?

—Claro.

—Esta cosa hizo lo mismo conmigo.

Comenzó a desenvolver el ojo con un ligero temblor en los dedos. Habían pasado poco más de cuatro meses desde que lo escondiera con una especie de veneración supersticiosa, pero el recuerdo de los efectos que el ojo provocara en ella seguía siendo igual de vivido. En ese momento, casi esperaba que volviera a ejercer algún tipo de poder; sin embargo, no ocurrió nada. El ojo permaneció en los pliegues de la tela con un aspecto tan anodino que sintió una pequeña punzada de vergüenza al recordar el modo tan teatral con el que lo había desenvuelto. Clara, no obstante, lo contempló con una sonrisa en los labios.

—¿De dónde lo has sacado? —le preguntó.

—Preferiría no decírselo.

—No es momento de guardar secretos —la reprendió Clara—. ¿Cómo lo has conseguido?

—Se lo regalaron a mi marido. Bueno, a mi ex marido.

—¿Quién?

—Su hermano.

—¿Y quién es su hermano?

Jude tomó una honda bocanada de aire, sin saber muy bien si cuando lo soltara sería para decir la verdad o una mentira.

—Se llama Oscar Godolphin —contestó.

Clara retrocedió al escuchar la respuesta, como si la simple mención de ese nombre atrajera alguna enfermedad.

—¿Conoces a Oscar Godolphin? —volvió a preguntarle, con voz aterrada.

—Sí.

—¿Es él el perro guardián? —quiso saber.

—Sí.

—Tápalo —le dijo, evitando mirar al ojo—. Tápalo y guárdalo. —Le dio la espalda a Judith mientras se pasaba las manos nudosas por el cabello—. ¿Tú y Godolphin? —preguntó, si bien parecía estar hablando sola—. ¿Qué significa esto? ¿Qué significa esto?

—Nada —contestó Jude—. Lo que siento por él y lo que estamos haciendo son dos cosas distintas por completo.

—No seas tan ingenua —replicó Clara, mirando a Jude de soslayo—. Godolphin es miembro de la Tabula Rasa, además de ser un hombre. Celestine y tú sois mujeres; las dos sois sus prisioneras...

—Yo no soy su prisionera —protestó Jude, indignada por el aire de condescendencia de Clara—. Hago lo que quiero y cuando quiero.

—Hasta que desafíes a la historia —dijo Clara—. Entonces te darás cuenta de lo convencido que está de ser tu dueño. —Se acercó de nuevo a Judith y bajó la voz, hasta que no se escuchó más que un susurro apenado—. Ten una cosa muy clara — prosiguió—: no puedes salvar a Celestine y disfrutar del amor de Godolphin al mismo tiempo. Vas a excavar en los cimientos, literalmente hablando, de su familia y de su fe, y cuando por fin lo descubra, y lo hará en cuanto la Tabula Rasa comience a desmoronarse, cualquier cosa que exista entre vosotros dejará de importarle. No somos solo otro sexo, Judith, somos dos especies distintas. Lo que sucede en nuestros cuerpos y en nuestras mentes no se parece ni por asomo a lo que sucede en los suyos. Nuestros infiernos son distintos, al igual que nuestros paraísos. Somos «enemigos», y no puedes estar en ambos bandos durante una guerra.

—Esto no es una guerra —contradijo Jude—. Si lo fuera me sentiría inquieta, y nunca me he sentido tan tranquila.

—Ya veremos lo calmada que estás cuando te des cuenta de cómo son en realidad las cosas.

Jude volvió a respirar hondo.

—Tal vez deberíamos acabar la discusión y ponernos manos a la obra —dijo. Clara la miró con cierto resentimiento—. Creo que el apelativo que está buscando es «zorra testaruda» —puntualizó Jude.

—Nunca he confiado en la gente pasiva —contestó Clara, que no consiguió ocultar cierto grado de admiración—. No lo olvidaré.

La Torre estaba sumida en la oscuridad y las copas de los árboles obstruían la luz de las farolas, lo que dejaba el jardín delantero en penumbra y privaba de luz el camino que rodeaba el edificio. No había duda de que Clara había deambulado por el lugar en numerosas ocasiones durante la noche, dada la seguridad con la que se movía; Jude avanzaba tras la mujer, tropezando con las zarzas y pinchándose con las ortigas que tan sencillas de evitar resultaran a la luz de día. Cuando llegaron a la parte posterior de la torre, sus ojos se habían adaptado a la oscuridad y descubrió que Clara estaba a unos veinte metros del edificio, mirando al suelo.

—¿Qué está haciendo aquí atrás? —le preguntó Jude—. Ya sabemos que solo hay una entrada.

—Cerrada a cal y canto —contestó—. Es posible que haya otra entrada, aquí en el jardín, que lleve directamente al sótano, aunque solo se trate de una rejilla de ventilación. Lo primero que deberíamos hacer es localizar la celda donde se encuentra Celestine.

—¿Y cómo lo hacemos?

—Con el ojo que llevas encima —respondió Clara—. Venga, vamos, sácalo.

—Creía que era demasiado impuro para tocarlo siquiera.

—En absoluto.

—Pero el modo en que usted lo miró...

—Es producto del saqueo, niña. Eso es lo que me da asco. Es un trozo de la historia de las mujeres que han intercambiado dos hombres.

—Estoy segura de que Oscar no sabía lo que era —dijo; no obstante, a pesar de que lo había defendido, creía que era bastante probable que eso no fuera cierto.

—Perteneció a un gran templo...

—Sin lugar a dudas, él no se dedica a saquear templos —contestó Jude, antes de sacar el polémico objeto del bolsillo.

—No estoy diciendo que lo haga —replicó Clara—. Los templos fueron destruidos mucho antes de que se fundara siquiera la familia Godolphin. Bueno, ¿vas a dejármelo o no?

Jude desenvolvió el ojo y se descubrió extrañamente reacia a compartirlo, cosa con la que no había contado. Ya no era un objeto de aspecto normal y corriente. En esos momentos lo rodeaba una pálida luminiscencia, un halo azul gracias al cual ella y Clara podían verse, aunque de modo impreciso.

Sus miradas se encontraron y el resplandor del ojo brilló entre ellas como si fuera la mirada de una tercera conspiradora, de una mujer mas sabia que cualquiera de ellas, cuya mera presencia engrandecía el momento a pesar del monótono ruido del tráfico y de los aviones que sobrevolaban las nubes. Jude se descubrió preguntándose cuántas mujeres se habrían congregado alguna vez alrededor de esa luz, o de otra semejante, a lo largo de los siglos. Reunidas para rezar o para hacer algún sacrificio, o en busca de un refugio en el que esconderse de los destructores. Innumerables mujeres, no cabía duda; todas muertas y olvidadas. Sin embargo, en ese breve lapso de tiempo que las aislaba de la corriente de la historia habían abandonado el anonimato. No se pronunciaron sus nombres, pero su existencia fue reconocida por dos nuevas creyentes. Apartó la mirada de Clara y se concentró en el ojo. El mundo que la rodeaba, con su presencia sólida, le pareció de súbito irrelevante: se convirtió, en el mejor de los casos, en un juego de disfraces, y en el peor en una trampa en la que forcejeaba el espíritu que, con su lucha, daba credibilidad a la farsa. No había necesidad alguna de sentirse atada por sus reglas. Podía volar más allá de sus límites con solo proponérselo. Volvió a alzar la vista para asegurarse de que Clara también estaba preparada para el siguiente movimiento, pero descubrió que su compañera miraba más allá del círculo de luz, hacia una de las esquinas de la torre.

—¿Qué pasa? —preguntó Jude, antes de seguir la dirección de la mirada de Clara. Alguien se acercaba a ellas, sorteando la oscuridad. Sus movimientos traslucían una indiferencia con nombre propio—: Dowd.

—¿Lo conoces? —dijo Clara.

—Un poco —contestó Dowd, con la misma indolencia en la voz que desprendían sus pasos—. Pero, en realidad, le queda mucho por conocer.

La mano de Clara se apartó de la de Jude y así rompió la ilusión del trío.

—No se acerque más —le dijo Clara.

Dowd se detuvo en seco a unos cuantos metros de ellas, para sorpresa de Jude. La luz procedente del ojo bastaba para distinguir el rostro del hombre. Había algo que parecía moverse alrededor de sus labios, como si acabara de comerse un puñado de hormigas y unas cuantas hubieran escapado de su boca.

—Me encantaría poder mataros a las dos —confesó y, al hablar, unos cuantos insectos más escaparon entre sus labios y comenzaron a corretear por su rostro y su barbilla—. Pero ya llegará tu hora, Judith. Muy pronto. De momento, le toca a Clara... Es Clara, ¿verdad?

—¡Vete a la mierda, Dowd! —exclamó Jude.

—Aléjate de la anciana —contestó Dowd.

La respuesta de Jude consistió en aferrarse al brazo de Clara.

—No vas a hacerle daño a nadie, hijo de puta —le dijo.

En su interior sentía que la furia se alzaba como no lo había hecho durante meses. El ojo comenzaba a resultarle pesado en la mano; estaba decidida a abrirle la cabeza con él a ese cabrón si daba un solo paso más hacia ellas.

—¿Es que no me has entendido, zorra? —preguntó, acercándose a ella—. ¡Te he dicho que te apartes!

Presa de la furia, se acercó a él al tiempo que alzaba la mano que sostenía el ojo pero, en el mismo instante en que soltó el brazo de Clara, Dowd se hizo a un lado y ella lo perdió de vista. Al darse cuenta de que había hecho exactamente lo que él quería, se giró como pudo con la intención de regresar junto a Clara. Sin embargo, Dowd había sido más rápido. Escuchó el grito de terror de Clara mientras se alejaba de su asaltante. Los insectos habían invadido el rostro de la mujer y le impedían ver. Jude se apresuró a sostenerla antes de que cayera al suelo, pero en esa ocasión Dowd se acercó en lugar de alejarse y le arrebató la piedra de la mano de un solo golpe. Ella ni siquiera se giró para reclamar el ojo, estaba decidida a ayudar a Clara. Los gemidos de la mujer eran horribles, al igual que los temblores que sacudían su cuerpo.

—¿Qué le has hecho? —le gritó a Dowd.

—Di mejor deshecho, pichoncito. Deshecho. Déjala. Ya no puedes ayudarla.

El cuerpo de Clara apenas pesaba; no obstante, cuando sus rodillas se doblaron, arrastró a Jude con ella hasta el suelo. Sus gemidos se habían convertido en aullidos; en aquel momento se llevó las manos a la cara, como si quisiera arrancarse los ojos, lugar donde los insectos ejecutaban alguna labor de resultados agónicos. Desesperada, Jude intentó apartar a las criaturas, si bien la oscuridad le impedía verlas; pero o bien eran demasiado rápidas para sus manos, o bien se habían escondido allí donde sus dedos no podían seguirlas. Lo único que le restaba por hacer era rezar para que dejara de sufrir.

—Haz que se detengan —le pidió a Dowd—. Haré lo que me pidas, haz que se detengan, por favor.

—Son unos cabroncetes de lo más voraces, ¿verdad? —le dijo.

Dowd estaba agachado delante del ojo y la luz azulada le iluminaba el rostro, cubierto por una máscara de gélida serenidad. Mientras ella lo observaba, el hombre cogió unos cuantos insectos de los que aún correteaban alrededor de su boca y los dejó caer al suelo.

—Me temo que carecen de oídos, así que no puedo hacer que regresen —le contestó—. Lo único que saben hacer es «deshacer». Y lo deshacen todo excepto a su creador que, en este caso, soy yo. Por tanto, yo me apartaría de ella si estuviera en tu lugar. No hacen distinción alguna.

Jude volvió a mirar a la mujer que sostenía entre sus brazos. Clara había dejado de arañarse la cara y los temblores disminuían con rapidez.

—Hábleme —le dijo Jude.

Acercó la mano a la cara de la mujer, un poco avergonzada de sí misma por la actitud indecisa que había provocado la advertencia de Dowd.

No hubo respuestas por parte de Clara, a menos que esos gemidos agónicos ocultaran alguna palabra. Jude escuchó atentamente con la esperanza de encontrar algo que tuviera sentido, pero le resultó imposible. Sintió que un estremecimiento recorría la espalda de la mujer, como si la espina dorsal se hubiera partido, y al instante su cuerpo quedó inmóvil. Lo más probable era que no hubieran pasado más de noventa segundos desde el momento en que Dowd hiciera su aparición. En ese corto lapso de tiempo, todo rastro de esperanza que pudiera haberse congregado en el lugar había desaparecido. Se preguntaba si Celestine habría escuchado el desarrollo de semejante tragedia, y si ese sufrimiento se sumaría a los que ya soportaba.

—Ha muerto, pichoncito —le dijo Dowd.

Jude dejó que el cuerpo de Clara resbalara de sus brazos y cayera al suelo.

»Deberíamos marcharnos —continuó el hombre con el mismo tono de voz que habría utilizado si, en lugar de estar abandonando un cadáver, estuviera anunciando el fin de un picnic—. No te preocupes por Clara. Ya recogeré lo que quede de ella más tarde.

Jude se puso en pie en cuanto escuchó el sonido de los pasos a sus espaldas, decidida a no permitir que la tocara. Sobre sus cabezas, otro avión surcaba el cielo. Miró hacia el ojo, pero este también había acabado deshecho.

—Destructor —dijo.

Capítulo 28

1

Cortés había olvidado la breve conversación con Aping acerca de su mutuo entusiasmo por la pintura, pero Aping no lo había hecho. La mañana posterior a la boda en la celda de Atanasio, el sargento fue a buscar a Cortés y lo escoltó hasta una habitación que había convertido en un estudio, al otro lado del edificio. Disponía de numerosas ventanas, por lo que la luz era toda la que aquella región podía proporcionar; además, a lo largo de los meses que llevaba en aquel puesto, había recopilado una envidiable colección de lienzos. No obstante, los productos de aquel lugar de trabajo eran los propios del diletante menos inspirado. Diseñados sin habilidades para la composición y pintados sin sentido del color alguno, el único elemento digno de mención era su persistencia. Allí se reunían, le comunicó con orgullo Aping a Cortés, ciento cincuenta y tres cuadros con un único tema invariable: su hija, Hurra, cuya mera mención había causado al cuidadoso retratista un gran nerviosismo. En esos momentos, en la intimidad de su lugar de inspiración, le explicó los motivos. Su hija era pequeña, le dijo, y su madre había muerto; se había visto obligado a llevarla a aquel lugar cuando recibió órdenes de Iahmandhas de trasladarse a la Cuna.

—Podría haberla dejado en L'Himby —le confesó a Cortés—. Pero quién sabe la clase de peligros que le esperaban si lo hubiera hecho. Es solo una niña.

—Así que está en la isla.

—Sí, pero no abandona su habitación durante el día. Tiene miedo de contraer la locura, o eso es lo que dice. La quiero muchísimo. Como puede ver, es muy hermosa —dijo, señalando los cuadros.

Cortés no tuvo más remedio que confiar en la palabra del hombre.

—¿Dónde está ahora? —le preguntó.

—Donde siempre —le contestó—. En su habitación. Tiene unos sueños muy extraños.

—Sé lo que siente —replicó Cortés.

—¿De verdad? —inquirió Aping, y en su voz se adivinó cierta pasión que sugería que el arte no era, después de todo, el asunto que el hombre tenía en mente cuando convocó a Cortés—. Así que usted también sueña.

—Todo el mundo lo hace.

—Eso solía decirme mi esposa. —Bajó el tono de voz—. Tenía sueños proféticos. Sabía cuándo iba a morir, incluso la hora exacta. Pero yo no tengo sueños. Por eso no puedo compartir lo que siente Hurra.

—¿Está sugiriendo que tal vez yo sí pueda?

—Se trata de un asunto muy delicado —dijo Aping—. La ley de Yzordderrex prohíbe cualquier tipo de propiedad.

—No lo sabía.

—Sobre todo mujeres, por supuesto —continuó Aping—. Esa es la verdadera razón por la que la mantengo oculta. Es verdad que ella teme a la locura, pero yo temo todavía más a lo que hay dentro de mi hija.

—¿Por qué?

—Temo que se le pueda escapar algo si se relaciona con alguien que no sea yo, y N'ashap se dará cuenta de que tiene visiones como su madre.

—Y eso sería...

—¡Un desastre! Mi carrera se iría al traste. Nunca debí traerla. —Levantó la vista hacia Cortés—. Le digo esto únicamente porque ambos somos artistas, y los artistas deben confiar entre ellos como si fueran hermanos, ¿no estoy en lo cierto?

—Sí, claro que sí —confirmó Cortés, quien vio que las grandes manos de Aping temblaban. El hombre parecía estar al borde del colapso—. ¿Quiere que hable con su hija? —le preguntó.

—Más que eso...

—Dígame.

—Quiero que se la lleve con usted cuando se vaya con el místico. Llévela a Yzordderrex.

—¿Qué le hace pensar que vamos hacia allí? O hacia cualquier otro sitio, ya que estamos.

—Tengo mis espías, al igual que N'ashap. Sus planes son más conocidos de lo que le gustaría. Llévesela con usted, señor Zacharias. Sus abuelos paternos todavía viven. Cuidarán de ella.

—Hacerse cargo de una niña durante un viaje tan largo es una enorme responsabilidad.

Aping frunció los labios.

—Por supuesto, podría facilitar su marcha de la isla si aceptara mi propuesta.

—Supongamos que la niña no quiera venir —le preguntó Cortés.

—Tendrá que convencerla —le dijo sin rodeos, como si supiera que Cortés tenía una larga experiencia en convencer a las jovencitas para que estas hicieran lo que él quería.

La Naturaleza le había jugado a Hurra tres malas pasadas. La primera: le había otorgado poderes expresamente prohibidos en el régimen del Autarca; la segunda: le había concedido un padre que, a pesar de sus muestras de sentimentalismo, se preocupaba más por su carrera militar que por ella; y la tercera: la había dotado con un rostro que solo un padre podría describir como hermoso. Era una criatura delgada de nueve o diez años, con el cabello negro cortado de un modo bastante cómico y una boca diminuta y apretada. Cuando, después de muchos halagos, aquellos labios se dignaron hablar, su voz sonó desvalida y sin esperanza. Solo cuando Aping le contó que su visitante era el hombre que había caído al mar y que estuvo a punto de morir se despertó su interés.

—¿Te caíste a la Cuna? —le preguntó.

—Sí —contestó Cortés, que se acercó a la cama donde la niña estaba sentada con los brazos alrededor de las rodillas.

—¿Viste a la Dama de la Cuna? —inquirió.

—¿A quién? —Aping intentó hacerla callar, pero Cortés le hizo un gesto con la mano para impedírselo—. ¿Si vi a quién? —volvió a preguntar.

—Vive en el mar —respondió Hurra—. Sueño con ella, y también la oigo a veces, pero todavía no la he visto. Quiero verla.

—¿Sabes cómo se llama? —inquirió Cortés.

—Tishalullé —replicó Hurra, que pronunció las sílabas sin vacilación—. Es el sonido que hicieron las olas cuando nació —explicó—. Tishalullé.

—Es un nombre muy bonito.

—Yo también lo creo —dijo la niña con seriedad—. Más bonito que Hurra.

—Hurra también es muy bonito —replicó Cortés—. De donde yo procedo, «Hurra» es el sonido que hace la gente cuando es feliz.

La niña lo miró como si la idea de la felicidad le fuera totalmente extraña, algo que no sorprendió a Cortés en modo alguno. Ahora que veía a Aping en presencia de su hija, comprendía mejor la reacción paradójica que provocaba en el hombre. Tenía miedo de ella. Le preocupaban los efectos que pudieran tener los poderes ilegales de la niña sobre su reputación, eso estaba claro, pero además le recordaban que había un poder sobre el que él no tenía dominio alguno. Tal vez el hombre pintara una y otra vez el frágil rostro de Hurra como un perverso acto de devoción, aunque también como un exorcismo. Aquel don tampoco le hacía ningún favor a la pequeña. Sus sueños la condenaban a permanecer en aquella celda y la llenaban de oscuros anhelos. En lugar de verse ensalzada por ellos, no era más que su víctima.

Cortés hizo cuanto pudo por sonsacarle más información acerca de esa mujer, Tishalullé, pero o bien sabía muy poco o no estaba preparada para ofrecer más detalles en presencia de su padre. Cortés se inclinaba por lo segundo. No obstante, mientras salía de la habitación, la pequeña le preguntó en voz baja si volvería a visitarla, a lo que él respondió que sí.

Encontró a Pai en la celda que compartían, con un guardia en la puerta. El místico no tenía muy buen aspecto.

—La venganza de N'ashap —le dijo al tiempo que señalaba al guardia con la cabeza—. Creo que hemos extralimitado la duración de nuestra estancia.

Cortés le contó la conversación que había mantenido con Aping y el encuentro con Hurra.

»Así que la ley prohíbe la propiedad, ¿no? Ese es un fragmento de legislación que no había escuchado nunca.

—La forma en que hablaba acerca de la Dama de la Cuna...

—Posiblemente sea su madre.

—¿Por qué dices eso?

—Está asustada y quiere a su madre. ¿Quién puede culparla? ¿Y qué es una Dama de la Cuna sino una madre?

—No lo había visto desde esa perspectiva —comentó Cortés—. Había supuesto que sus palabras encerraban cierta verdad.

—Lo dudo mucho.

—¿Vamos a llevarla con nosotros o no?

—Tú decides, por supuesto, pero yo me opongo.

—Aping dijo que nos ayudaría si nos la llevamos.

—¿Y de qué nos serviría su ayuda si nos vemos retrasados por una niña? Recuerda, no vamos solos. También tenemos que llevarnos a Scopique, y se encuentra encerrado en una celda al igual que nosotros. N'ashap ha decretado un confinamiento general.

—Debe de estar languideciendo por ti.

La expresión de Pai se agrió.

—Estoy seguro de que nuestras descripciones van de camino a su cuartel general. Y cuando consiga una respuesta, va a ser un oethac muy feliz al saber que tiene a una pareja de forajidos bajo llave. En cuanto sepa quiénes somos, nos resultará imposible salir de aquí.

—En ese caso tendremos que escapar antes de que lo sepa. Agradezco a Dios que el teléfono no se haya impuesto en este Dominio.

—Quizá el Autarca lo prohibiera. Cuanto menos hable la gente, menos podrá conspirar. Se me ha ocurrido que tal vez pueda intentar un acercamiento a N'ashap. Estoy seguro de que podría convencerlo para que nos diera algo más de margen si consiguiera hablar con él un par de minutos.

—No le interesa la conversación, Pai —le dijo Cortés—. Lo que quiere es mantener tu boca ocupada con otros menesteres.

—¿Así que propones que nos abramos paso a la fuerza? —replicó Pai—. ¿Utilizar un pneuma contra los hombres de N'ashap?

Cortés se detuvo para considerar aquella opción a fondo.

—No creo que eso sea muy sensato —dijo al fin—. No mientras yo siga tan débil. Tal vez pudiéramos enfrentarnos a ellos en un par de días, pero todavía no.

—No tenemos tanto tiempo.

—Ya lo sé.

—Incluso si lo tuviéramos, nos convendría evitar un enfrentamiento cara a cara. Puede que las tropas de N'ashap sean más bien apáticas, pero son bastante numerosas.

—En ese caso, tal vez sí debieras entrevistarte con él e intentar ablandarlo un poco. Yo hablaré con Aping y alabaré sus cuadros de nuevo.

—¿Es bueno?

—Digámoslo de esta forma: en su faceta de artista ha conseguido ser un padre de lo más fantástico. Pero el tipo confía en mí, por eso de ser colegas artistas y todo ese rollo.

El místico se levantó y llamó al guardia, al que le pidió una entrevista personal con el capitán N'ashap. El hombre murmuró una obscenidad y dejó su puesto después de golpear los cerrojos de la puerta con la culata del rifle para asegurarse de que estaban en su sitio. El sonido hizo que Cortés se dirigiera hacia la ventana para contemplar el cielo abierto. El brillo del manto de nubes sugería que el sol se abriría camino entre ellas. El místico se unió a él y le rodeó el cuello con los brazos.

—¿En qué piensas? —le preguntó.

—¿Te acuerdas de la madre de Efrit, en Beatrix?

—Por supuesto.

—Me contó que había soñado que yo me sentaba a su mesa, aunque no estaba segura de si era un hombre o una mujer.

—Naturalmente, aquello te ofendió sobremanera.

—En otro tiempo lo hubiera hecho —le contestó—. Pero cuando ella lo dijo ya no era una cuestión tan importante. Tras pasar unas cuantas semanas contigo, me importa una mierda cuál sea mi sexo. ¿Te das cuenta de cómo me has corrompido?

—Ha sido un placer. ¿Tiene moraleja esta historia o solo se trataba de eso?

—No, hay más. La mujer comenzó a hablarme acerca de las Diosas, de eso me acuerdo. De cómo se habían tenido que esconder...

—¿Y crees que Hurra encontró a una?

—Vimos a sus adoradoras en las montañas, ¿no es cierto? ¿Por qué no una deidad? Tal vez Hurra empezara a soñar para buscar a su madre...

—... pero encontró a una Diosa en su lugar.

—Sí. Tishalullé, ahí fuera en la Cuna, a la espera de alzarse.

—Te gusta la idea, ¿verdad?

—¿De diosas ocultas? Sí, claro. Tal vez se trate solo del cazador de mujeres que hay en mí. O quizá es que soy como Hurra y estoy la espera de alguien que no puedo recordar, deseando ver algún rostro que venga a por mí y me lleve lejos.

—Yo estoy aquí —dijo Pai, que besó la nuca de Cortés—. Puedo ser cualquier rostro que desees.

—¿Incluso el de una diosa?

—... bueno...

El sonido de los cerrojos al descorrerse los acalló. El guardia había regresado y les comunicó que el capitán N'ashap había consentido en recibir al místico.

—Si ves a Aping —le dijo Cortés cuando se iba—, ¿le dirás que me encantaría sentarme con él para hablar de pintura?

—Lo haré.

Cuando se fueron, Cortés regresó junto a la ventana. Las nubes habían redoblado sus defensas contra los soles y la Cuna yacía una vez más en calma y vacía bajo su manto. Volvió a pronunciar el nombre que Hurra había compartido con él, la palabra que había sido formada a partir del sonido de una ola rompiente.

—Tishalullé.

El mar permaneció en calma. Las Diosas no acudían cuando las invocaban. Al menos, no cuando lo hacía él.

Estaba intentando calcular el tiempo que Pai llevaba fuera (y decidiendo si había pasado una hora o más), cuando Aping apareció en la puerta de la celda y despidió al guardia mientras hablaban.

—¿Desde cuándo están bajo arresto? —le preguntó a Cortés.

—Desde esta mañana.

—¿Pero por qué? Según entendí al capitán, tanto usted como el místico eran invitados, en cierto sentido.

—Y lo éramos.

Las facciones de Aping se crisparon por la ansiedad.

—Si son prisioneros —dijo con rigidez—, eso lo cambia todo.

—¿Se refiere a que ya no podremos charlar sobre pintura?

—Me refiero a que no se irán.

—¿Y qué pasa con su hija?

—Ahora eso es irrelevante.

—La dejará languidecer, ¿no es así? ¿La dejará morir?

—No morirá.

—Pues yo creo que sí.

Aping le dio la espalda al culpable de la tentación que sentía.

—La ley es la ley —declaró.

—Entiendo —replicó Cortés en voz baja—. Supongo que incluso los artistas tenemos que inclinarnos ante ese amo.

—Sé lo que intenta hacer —le dijo Aping—. No crea que no me doy cuenta.

—Es una niña, Aping.

—Sí, lo sé. Pero tendré que encargarme de ella lo mejor que pueda.

—¿Por qué no le pregunta si ha visto su propia muerte?

—¡Dios mío! —gimió Aping, angustiado. Comenzó a sacudir la cabeza—. ¿Por qué me tiene que suceder esto a mí?

—No tiene por qué. Puede salvarla.

—No es tan sencillo —replicó Aping, que le dirigió a Cortés una mirada hostil—. Tengo un deber que cumplir.

Se sacó un pañuelo del bolsillo de los pantalones para frotarse la boca de uno a otro lado, como si le quedara algún resquicio de culpabilidad en ella y tuviera miedo de que se le escapara.

—Tengo que pensar —le dijo al tiempo que retrocedía hasta la puerta—. Parecía tan sencillo... Pero ahora... Tengo que pensar.

El guardia volvía a estar en su puesto cuando la puerta se abrió, por lo que Cortés se vio obligado a dejar marchar al sargento sin haber tenido la oportunidad de abordar el tema de Scopique.

No obstante, la frustración aumentó con el regreso de Pai. N'ashap había hecho esperar al místico durante dos horas y al final decidió no concederle la entrevista prometida.

—Lo oí, aunque no tuve oportunidad de verlo —explicó Pai—. Parecía tener una buena borrachera.

—Así que ninguno de los dos tuvo suerte. No creo que Aping vaya a ayudarnos. Si tiene que elegir entre su hija y su deber, elegirá lo último.

—Así que estamos atrapados aquí. —Hasta que se nos ocurra otro plan.

—Mierda.

2

La noche cayó sin que los soles volvieran a aparecer; el único sonido que se escuchaba en el edificio era el de los guardias que recorrían los pasillos en su tarea de llevar la comida a las celdas, tras lo cual cerraban de un golpe las puertas y echaban la llave hasta el amanecer. No se alzó ni una sola voz para protestar por el hecho de que los privilegios de la tarde (las tabas, los recitales de versos de Quexos y el Numbubo de Malbaker, obras que muchos conocían de memoria) hubieran sido cancelados. Hubo una tendencia generalizada a mantenerse fuera de la vista, como si cada hombre en su celda se preparara para renunciar a cualquier consuelo, incluso al de rezar en voz alta, con el fin de evitar ser detectado.

—N'ashap debe de ser peligroso cuando está borracho —dijo Pai como posible explicación al crispado silencio.

—Tal vez tenga predilección por las ejecuciones a medianoche.

—Me atrevería a apostar sobre quién es el primero de su lista.

—Ojalá estuviera más fuerte. Si vienen a por nosotros, pelearemos, ¿de acuerdo?

—Por supuesto —contestó Pai—. Pero hasta ese momento, ¿por qué no duermes un poco?

—Debes de estar bromeando.

—Al menos deja de pasearte de un lado a otro.

—Nunca antes me habían encerrado. Me provoca claustrofobia.

—Con un pneuma ya estarías fuera de aquí —le recordó Pai.

—Quizá sea eso lo que debamos hacer.

—Si nos presionan. Pero todavía no lo han hecho. Por el amor de Dios, túmbate.

Cortés lo obedeció a regañadientes y, pese a que las inseguridades se tumbaron junto a él para susurrarle al oído, su cuerpo estaba más interesado en descansar que en prestarles atención, por lo que se durmió con rapidez.

Pai lo despertó con un murmullo:

—Tienes una visita.

Cortés se sentó. La luz de la celda estaba apagada y, de no haber sido por el olor de la pintura al óleo, no hubiera reconocido la identidad del hombre que estaba en la puerta.

—Zacharias. Necesito su ayuda.

—¿Qué sucede?

—Hurra está... Creo que se está volviendo loca. Tiene que venir. —Hablaba en susurros y le temblaba la voz, al igual que la mano que colocó sobre el brazo de Cortés—. Creo que se está muriendo —le dijo.

—Si yo voy, Pai viene conmigo.

—No, no puedo asumir ese riesgo.

—Y yo no puedo asumir el riesgo de dejar a mi amigo aquí —replicó Cortés.

—Y yo no puedo asumir el riesgo de que me descubran. Si no hay nadie en la celda cuando el guardia haga la ronda...

—Tiene razón —asintió Pai—. Ve y ayuda a la pequeña.

—¿Te parece inteligente?

—La compasión siempre lo es.

—De acuerdo, pero mantente despierto. Aún no hemos rezado nuestras oraciones. Y necesitamos de nuestros alientos para hacerlo.

—Entendido.

Cortés se deslizó al pasillo junto a Aping, que dio un respingo con cada uno de los sonidos que provocó la llave al cerrar la puerta. Al igual que Cortés. La mera idea de dejar a Pai solo en la celda lo ponía enfermo. Pero, al parecer, no tenían otra opción.

—Tal vez necesitemos la ayuda de un doctor —le dijo Cortés mientras avanzaban por los pasillos en penumbra—. Le sugiero que saque a Scopique de su celda.

—¿Es un doctor?

—Desde luego que sí.

—Pero ella pregunta por usted —replicó Aping—. No sé por qué. Se despertó sollozando y pidiéndome que fuera a buscarlo. ¡Está tan fría!

Con la ayuda de Aping, que sabía a qué hora se patrullaba por cada planta y pasillo, alcanzaron la celda de Hurra sin toparse con ningún guardia. La niña no yacía en su cama, como había esperado Cortés, sino que estaba acurrucada en el suelo, con la cabeza y las manos apoyadas contra una de las paredes. Una vela ardía en un cuenco en el centro de la celda, pero la calidez de la luz no alcanzaba su rostro. A pesar de que alzó la mirada cuando los vio entrar, no se apartó de la pared, por lo que Cortés se acercó adonde la niña se agazapaba y se colocó junto a ella. Su cuerpo se estremecía con continuos temblores, si bien tenía el flequillo pegado a la frente por el sudor.

—¿Qué oyes? —le preguntó Cortés.

—Ya no está en mis sueños, señor Zacharias —le respondió, pronunciando su nombre con total precisión, como si nombrar correctamente a las fuerzas que tenía a su alrededor le confiriera cierto poder sobre ellas.

—¿Dónde está? —inquirió Cortés.

—Está fuera. Puedo oírla. Escuche.

Él acercó la cabeza a la pared. En efecto, se escuchaba un murmullo a través de la piedra, aunque supuso que su origen se encontraba en el generador del asilo o en el horno, y no en la Dama de la Cuna.

»¿La oye?

—Sí, la oigo.

—Quiere entrar —dijo Hurra—. Intentaba entrar a través de mis sueños pero, como no ha podido, ahora viene a través de la pared.

—Entonces... tal vez debamos apartarnos —propuso Cortés, que alargó la mano hasta ponerla sobre el hombro de la niña. Estaba helada—. Vamos, déjame que te lleve otra vez a la cama. Estás helada.

—Estaba en el mar —le confesó a Cortés, tras permitirle que la rodeara con los brazos y la pusiera en pie.

Cortés miró a Aping y murmuró la palabra «Scopique». Al ver la fragilidad de su hija, el sargento salió por la puerta con la misma obediencia que un buen perro y dejó que Hurra se aferrara a Cortés. Este la depositó en la cama y la arropó con una manta.

»La Dama de la Cuna sabe que estás aquí —le dijo la niña, dejando a un lado las formalidades.

—¿De veras?

—Me dijo que estuvo a punto de ahogarte, pero que no se lo permitiste.

—¿Por qué querría hacer eso?

—No lo sé. Tendrás que preguntárselo cuando venga.

—¿Le tienes miedo?

—Claro que no. ¿Y tú?

—Bueno, si trató de ahogarme...

—No volverá a hacerlo si te quedas conmigo. A ella le gusto, y si sabe que tú me gustas, no te hará daño.

—Me alegro de saberlo —le dijo Cortés—. ¿Y qué pensaría si tuviéramos que irnos de aquí esta noche?

—No podemos hacer eso.

—¿Por qué no?

—No quiero subir —le respondió—. No me gusta.

—Todos están durmiendo —le explicó Cortés—. Podríamos huir a hurtadillas. Tú, yo y mis amigos. No sería tan malo, ¿verdad? —La niña no parecía muy convencida—. Creo que a tu papá le gustaría que fuéramos a Yzordderrex. ¿Has estado alguna vez allí?

—Cuando era muy pequeña.

—Podríamos ir de nuevo.

Hurra negó con la cabeza.

—La Dama de la Cuna no nos dejará —respondió.

—Lo haría si supiera que eso es lo que tú quieres. ¿Por qué no subimos y echamos un vistazo?

Hurra miró de soslayo la pared, como si esperara que la marea de Tishalullé la derribara en aquel preciso instante. Al ver que no sucedía nada, dijo:

—Yzordderrex está muy lejos de aquí, ¿verdad?

—Sí, es un viaje muy largo.

—Lo leí en mis libros.

—¿Por qué no te pones otra ropa más abrigada? —le pidió Cortés.

Las dudas de la niña se desvanecieron gracias a la aprobación tácita de la Diosa, así que Hurra se levantó para escoger algunas prendas de su exiguo vestuario, que colgaba de unas perchas situadas en la pared opuesta. Cortés aprovechó la ocasión para echarle un vistazo a la pequeña colección de libros que había a los pies de la cama. Varios eran cuentos para niños, tal vez recuerdos de tiempos más felices; otro era una voluminosa enciclopedia escrita por una tal Maybellome, que habría podido resultar una lectura educativa en otras circunstancias, pero cuya escritura resultaba demasiado densa como para hojearla, y que pesaba demasiado como para llevársela. Había un tomo de poesía con rimas sin sentido, además de lo que tenía el aspecto de ser una novela con una hoja de papel que marcaba el punto de lectura de Hurra. Se la metió en el bolsillo mientras ella le daba la espalda, tanto por el bien de la niña como por el suyo propio, y después se acercó a la puerta con la esperanza de que Aping y Scopique estuvieran a la vista. No había ni rastro de ellos y, entretanto, Hurra ya había terminado de vestirse.

—Estoy lista —anunció—. ¿Nos vamos? Papá nos encontrará.

—Eso espero —replicó Cortés.

Con toda seguridad, quedarse en la celda les haría perder un tiempo precioso. Hurra le preguntó a Cortés si podía cogerle la mano, a lo que él respondió que por supuesto que sí; y así, juntos, comenzaron su recorrido por unos pasillos que en la penumbra resultaban asombrosamente parecidos. Se detuvieron en varias ocasiones, cada vez que el sonido de las botas contra el suelo anunciaba la cercanía de los guardias, pero Hurra estaba tan alerta ante el peligro como Cortés y los salvó de ser descubiertos en dos ocasiones.

En un momento dado, mientras subían el último tramo de escaleras que los llevaría a cielo abierto, se produjo un estrépito no lejos de ellos. Ambos se quedaron paralizados y retrocedieron hacia las sombras, pero no habían sido ellos los causantes de la conmoción. Era la voz de N'ashap la que reverberaba por el corredor, acompañada por un martilleo espeluznante. El primer pensamiento de Cortés fue para Pai y, antes de que el sentido común se impusiera, ya había abandonado su escondite y se dirigía hacia la fuente del sonido; miró hacia atrás para indicarle a Hurra que debía quedarse donde estaba, pero la niña ya estaba pegada a sus talones. Cortés reconoció el pasillo que tenía delante. La puerta que se encontraba abierta a unos veinte metros de distancia era la de la celda en la que había dejado a Pai. Y de allí provenía el sonido de la voz de N'ashap, un confuso torrente de insultos y acusaciones que había atraído a los guardias de inmediato. Cortés inspiró con fuerza, preparándose para la violencia que ya era inevitable.

—No sigas —le dijo a Hurra para luego correr hacia la puerta abierta.

Tres guardias, dos de ellos oethaques, se acercaban desde el lado contrario, pero solo uno de ellos miraba a Cortés. El hombre le gritó una orden que Cortés no pudo entender debido a la cacofonía de ruidos de N'ashap, aunque, de todas formas, levantó los brazos con las manos abiertas por temor a que fuera de los que apretaban el gatillo con facilidad; al mismo tiempo, dejó de correr y continuó caminando. Estaba a unos diez pasos de la puerta, pero los guardias llegaron antes que él. Se produjo una breve conversación con N'ashap, durante la cual Cortés tuvo tiempo de reducir la distancia que lo separaba de la puerta; sin embargo, una segunda orden, en esta ocasión una orden muy explícita de que se quedara quieto, respaldada por el arma del guardia que apuntaba directamente a su corazón, lo detuvo en el acto.

Tan pronto como se quedó inmóvil, N'ashap salió de la celda arrastrando del pelo a Pai con una mano, mientras que con la otra empuñaba su espada, una brillante extensión de acero, contra el abdomen del místico. Las cicatrices de la enorme cabeza de N'ashap estaban inflamadas por el alcohol que había ingerido; el resto de su piel tenía una palidez cadavérica, como si estuviera hecho de cera. Al llegar al umbral de la puerta se tambaleó, algo mucho más peligroso debido a su incapacidad para mantener el equilibrio. El místico ya había demostrado en Nueva York que podía sobrevivir a traumatismos que hubieran causado la muerte instantánea a cualquier humano. No obstante, la espada de N'ashap estaba preparada para ensartarlo como a un pescado, y no había forma de que sobreviviera a eso. Los ojillos del comandante estaban clavados en Cortés, si bien le costaba trabajo mantener la mirada fija.

—Tu místico se ha vuelto muy fiel de repente —le dijo entre jadeos—. ¿A qué se debe? Primero viene a buscarme y después no deja que me acerque. Tal vez necesite tu permiso, ¿se trata de eso? Pues dáselo. —Apretó la hoja contra el abdomen de Pai—. Vamos. Ordénale que sea amable, o dalo por muerto.

Cortés bajó las manos un poco, muy despacio, como si tratara de atraer la atención de Pai.

—No creo que tengamos otra opción —le dijo.

Su mirada vagó del rostro inexpresivo del místico hasta la espada que apuntaba a su vientre, mientras calculaba las probabilidades que tendría de volarle la cabeza a N'ashap con un pneuma antes de que este pudiera utilizar su espada.

Claro que N'ashap no era el único factor a tener en cuenta. Había tres guardias más, todos armados, y sin duda habría más refuerzos en camino.

—Será mejor que hagas lo que quiere —le indicó Cortés, que inspiró con fuerza cuando terminó de hablar.

N'ashap vio cómo cogía aire y se dio cuenta de que también se llevaba la mano a la boca. Incluso borracho, presintió el peligro y dejó escapar un grito para alertar a los hombres que permanecían tras él en el pasillo, al tiempo que se apartaba de su línea de fuego y de la de Cortés.

Al verse privado de un objetivo, Cortés dirigió su aliento contra los que restaban. El pneuma voló hacia los guardias cuando los dedos de estos se disponían a apretar el gatillo, y golpeó al más cercano con tanta fuerza que reventó su pecho. El tremendo impacto arrojó el cuerpo contra los otros dos guardias. Uno cayó en el acto y el arma se le escapó de entre las manos. El otro se vio cegado un momento por la sangre y los restos de órganos, pero se recuperó con prontitud y le hubiera volado la cabeza a Cortés si este no se hubiera movido para abalanzarse sobre el cadáver. El guardia disparó una vez de modo indiscriminado, pero antes de que pudiera volver a hacerlo de nuevo, Cortés cogió el arma que habían dejado caer y abrió fuego. El guardia poseía la suficiente sangre de oethac como para ser inmune a las balas que le llovían, hasta que una de ellas lo alcanzó en el ojo, que aún tenía la visión borrosa, y se lo destrozó. El oethac dejó escapar un alarido y retrocedió, soltando el arma para así poder llevarse las manos a la herida.

Sin hacer caso del tercer hombre, que aún gemía en el suelo, Cortés se dirigió a la puerta de la celda. Dentro, el capitán N'ashap permanecía cara a cara con Pai'oh'pah. La mano del místico agarraba la espada y la sangre se deslizaba por su palma, pero el comandante no parecía pretender causarle más daño. Miraba fijamente el rostro de Pai y tenía una expresión de perplejidad.

Cortés se detuvo, a sabiendas de que cualquier acción por su parte provocaría que N'ashap despertara de su estado de estupor. Fuera quien fuese la persona que veía en lugar de Pai (¿tal vez la puta que se parecía a su madre? ¿Otra reminiscencia de Tishalullé en aquel sitio lleno de madres perdidas?), era más que suficiente para evitar que la espada cercenase los dedos del místico.

Los ojos de N'ashap se llenaron de lágrimas. El místico no se movió, de la misma forma que su mirada no abandonó nunca el rostro del capitán. Parecía estar ganando la batalla entre el deseo de N'ashap y sus intenciones asesinas. Los dedos del oethac se relajaron alrededor de la espada. El místico soltó la hoja, que cayó por su propio peso desde la mano del capitán al suelo. No obstante, el ruido que provocó al chocar contra el suelo no pasó desapercibido para N'ashap a pesar del trance en el que se encontraba; el oethac sacudió la cabeza con violencia y su vista pasó rápidamente del rostro de Pai al arma que había caído entre ambos.

El místico se movió con rapidez y alcanzó la puerta en dos zancadas. Cortés cogió aire, pero cuando se disponía a llevarse la mano a la boca escuchó gritar a Hurra. Desvió la vista por el pasillo hacia la niña, que huía de dos guardias oethaques; uno de ellos intentaba atraparla al vuelo, mientras que el otro tenía la vista clavada en Cortés. Pai estiró el brazo y lo apartó del vano de la puerta, ya que N'ashap, que se había incorporado mientras avanzaba, corría hacia ellos espada en mano. La oportunidad de deshacerse de él con un pneuma había pasado. Cortés solo tuvo tiempo de agarrar el pomo de la puerta y cerrarla de un portazo. La llave se encontraba en la cerradura. La giró al tiempo que el enorme cuerpo de N'ashap se estrellaba contra la hoja desde el otro lado.

En ese momento, Hurra corría con su perseguidor pegado a los talones, justo por delante del segundo guardia. Cortés le lanzó el arma a Pai y se adelantó para coger a Hurra antes de que el oethac la atrapara. La pequeña se lanzó a sus brazos sin pensarlo y Cortés se echó a un lado para proporcionar a Pai un campo de tiro limpio. El oethac que la perseguía se dio cuenta del peligro e hizo ademán de coger su arma. Cortés echó la vista atrás, en dirección a Pai.

—¡Mata a esos cabrones! —le gritó, pero el místico miraba el arma que sostenía como si no supiera qué hacía allí—. ¡Pai! ¡Por el amor de Dios! ¡Mátalos!

El místico ya había levantado el arma, pero todavía no parecía capaz de apretar el gatillo.

»¡Hazlo de una vez! —aulló Cortés.

Sin embargo, Pai negó con la cabeza, y hubiera dejado que los mataran a todos si dos disparos limpios no hubieran atravesado la nuca de los guardias y los hubieran derribado.

—¡Papá! —gritó Hurra.

Era el sargento, desde luego, seguido por Scopique, quien apareció a través del humo. No miró a su hija, a la que acababa de salvar la vida, sino a los soldados a los que había matado. Parecía traumatizado por el suceso. Incluso cuando Hurra se acercó a él, sollozando por el alivio y el miedo, el sargento apenas si se percató. No fue hasta que Cortés lo hizo emerger de la neblina de culpabilidad que lo envolvía, al comentar que deberían salir de allí mientras tuvieran una mínima posibilidad de escapar, que el sargento habló:

—Eran mis hombres —dijo.

—Y esta es su hija —replicó Cortés—. Tomó la decisión correcta.

N'ashap aporreaba la puerta de la celda y gritaba pidiendo ayuda. No pasaría mucho tiempo antes de que esta llegara.

—¿Cuál es el camino más rápido para salir de aquí? —le preguntó Cortés a Scopique.

—Antes de eso, me gustaría sacar a los demás —respondió Scopique—. Al padre Atanasio, Izaak, Squalling...

—No tenemos tiempo —le dijo Cortés—. ¡Díselo, Pai! O nos vamos ahora o nunca lo haremos. ¿Pai? ¿Estás con nosotros?

—Sí...

—Pues deja de soñar y pongámonos en marcha.

Scopique condujo al quinteto por un camino lateral hacia el aire de la noche, aunque no dejaba de protestar acerca de dejar a los demás bajo arresto. Cuando salieron a la superficie, no lo hicieron en el parapeto, sino en plena roca.

—Y ahora, ¿en qué dirección? —preguntó Cortés.

Más abajo se escuchaba una serie de gritos. Sin duda, N'ashap ya habría sido liberado y estaría ordenando un estado de alerta máxima.

—Tenemos que dirigirnos al puerto más cercano.

—Entonces, a la península —respondió Scopique, e hizo un gesto para que Cortés mirara hacia un brazo de tierra, apenas visible en la oscuridad de la noche, que se extendía más allá de la Cuna.

En ese momento, la propia oscuridad era su mejor aliado. Si se movían con la suficiente rapidez, los envolvería antes de que sus perseguidores supieran siquiera la dirección que habían tomado. Había un sendero serpenteante que bajaba por uno de los acantilados de la isla hasta la orilla, y Cortés abrió la marcha, consciente de que las cuatro personas que lo seguían eran de poca ayuda: Hurra era una niña; su padre seguía desolado por la culpa; Scopique no dejaba de lanzar miradas hacia atrás; y Pai estaba conmocionado por el baño de sangre. Esto último resultaba muy extraño en una criatura a la que había conocido en el papel de asesino, pero aquel viaje los había cambiado a ambos.

Cuando llegaron a la orilla, Scopique dijo:

—Lo siento, no puedo continuar. Seguid vosotros. Voy a tratar de entrar de nuevo para liberar a los demás.

Cortés no intentó disuadirlo.

—Si es lo que quieres, buena suerte —le contestó—, Nosotros tenemos que irnos.

—Por supuesto que debéis hacerlo. Pai, amigo mío, lo siento mucho, pero si les doy la espalda a los demás los remordimientos acabarían conmigo. Hemos sufrido juntos demasiado tiempo. —Apretó la mano del místico—. Antes de que lo digas tú, lo haré yo: seguiré con vida. Sé cuál es mi deber, así que estaré preparado para cuando llegue el momento.

—Sé que lo estarás —replicó el místico, que cambió el apretón de manos por un abrazo.

—Será pronto —le dijo Scopique.

—Antes de lo que me gustaría —replicó Pai; después, una vez hubo dejado que Scopique se encaminara de nuevo hacia el acantilado, el místico se unió a Cortés, Hurra y Aping, que ya se hallaban a diez metros de la orilla.

La conversación entre Pai y Scopique, con la insinuación de ciertos planes conjuntos que mantenían en secreto, no pasó desapercibida para Cortés que, por supuesto, decidió interrogar al místico al respecto. Pero aquel no era el momento apropiado. Tenían por delante al menos unos veinte kilómetros hasta la península; además, el ruido a sus espaldas aumentaba, señal de que los perseguían. Los haces de luz de las linternas iluminaron la orilla cuando las primeras tropas de N'ashap aparecieron para comenzar la caza. Del interior del asilo emergieron los rugidos de los prisioneros, que por fin expresaban su rabia. Aquello, al igual que la oscuridad, confundiría a los perseguidores, pero no por mucho tiempo.

Las linternas habían encontrado a Scopique y los haces de luz rastreaban en aquel instante la orilla desde la que había ascendido, y cada barrido era más amplio que el anterior. Aping llevaba en brazos a Hurra, lo que les daba algo más de velocidad; Cortés había comenzado a creer que tendrían una posibilidad de sobrevivir cuando una de las linternas dio con ellos. A esa distancia, la luz era un poco débil, pero tenía la intensidad suficiente para revelar su ubicación. Empezaron a disparar de inmediato. No obstante, no eran objetivos claros, por lo que las balas se perdieron.

—Nos atraparán —jadeó Aping—. Deberíamos rendirnos. —Dejó a su hija en el suelo y arrojó su arma; después se giró para escupirle a Cortés sus acusaciones a la cara —. ¿Por qué tuve que escucharle? Ha sido una locura.

—Si nos detenemos aquí nos matarán de un disparo —replicó Cortés—. A Hurra también. ¿Eso es lo que quiere?

—No nos dispararán —le dijo al tiempo que agarraba a Hurra con una mano, mientras alzaba la otra hacia los haces de luz—. ¡No disparen! —gritó—. ¡No disparen! ¿Capitán? ¡Capitán! ¡Señor! ¡Nos rendimos!

—A la mierda —gruñó Cortés, que se adelantó para apartar a Hurra de su padre.

La niña acudió presta a los brazos de Cortés, pero Aping no estaba dispuesto a soltarla con tanta facilidad. Se giró para agarrarla por la espalda, pero al hacerlo una bala se incrustó en el hielo, a sus pies. El sargento dejó ir a su hija y se dio la vuelta para volver a suplicar. Dos disparos lo atravesaron al punto: el primero le dio en la pierna; el segundo, en el pecho. Hurra dejó escapar un gritó y se zafó del abrazo de Cortés para arrodillarse junto a la cabeza de su padre.

Los segundos que habían perdido entre la rendición de Aping y su muerte supusieron la diferencia entre la más somera esperanza de huida y la imposibilidad de intentarlo siquiera. Cualquiera de los más de veinte soldados que avanzaban hacia ellos podría dispararles a esa distancia. Incluso N'ashap, que encabezaba el grupo, sería incapaz de fallar a pesar de la inestabilidad de su paso.

—¿Y ahora qué? —preguntó Pai.

—Tenemos que defender nuestra posición —replicó Cortés—. No nos queda otro remedio.

Sin embargo, aquella posición era tan insegura como los pasos de N'ashap. A pesar de que los soles de ese Dominio se encontraban en otro hemisferio y de que solo era medianoche entre un horizonte y otro, un temblor se abría paso por el mar congelado que tanto Pai como Cortés reconocieron debido a la experiencia, casi mortal, que sufrieran. Hurra también lo sintió. La niña alzó la cabeza y sus sollozos se acallaron de repente.

—La Dama —murmuró.

—¿Qué pasa con ella? —le preguntó Cortés.

—Está cerca.

Cortés extendió la mano y la niña se la tomó. Mientras se levantaba, escudriñó el suelo. Cortés también lo hizo. Su corazón comenzó a latir desbocado a medida que los recuerdos de la licuación de la Cuna regresaban.

—¿Puedes detenerla? —le murmuró a Hurra.

—No viene a por nosotros —respondió la niña. Su mirada se desvió desde el suelo, todavía sólido bajo sus pies, hasta el grupo que N'ashap seguía comandando hacia ellos.

—Oh, por todas las Diosas... —gimió Cortés.

Un grito de alarma comenzó a brotar del interior del grupo que se acercaba. Una de las linternas comenzó a moverse de modo frenético, seguida de otra y de otra más conforme los soldados, uno a uno, se iban percatando del peligro en el que se encontraban. N'ashap gritó también y exigió a sus soldados que mantuvieran el orden, si bien todos lo desobedecieron. Aunque era difícil saber lo que sucedía, Cortés podía imaginárselo a la perfección. El suelo se hacía cada vez más blando y las aguas plateadas de la Cuna comenzaban a burbujear alrededor de sus pies. Uno de los hombres disparó al aire cuando la superficie endurecida del mar se abrió bajó él; otros dos o tres comenzaron a retroceder hacia la isla, solo para descubrir que su pánico aceleraba la disolución. Se sumergieron como si un tiburón los hubiera atrapado, y allí donde habían estado se alzaron unos cuantos chorros de espuma plateada. N'ashap aún intentaba mantener cierto grado de control, pero todo era en vano. Al darse cuenta comenzó a disparar contra el trío, pero con el temblor del suelo bajo sus pies y sin los haces de las linternas que iluminaran sus objetivos, estaba disparando prácticamente a ciegas.

—Tenemos que salir de aquí —urgió Cortés, pero Hurra ofreció un consejo mejor.

—No nos hará daño si no le tenemos miedo —explicó.

Cortés estuvo tentado de decirle que él sí que tenía miedo, pero mantuvo la boca cerrada y los pies firmes, a pesar de que lo que presenciaban sus ojos le decía que la Diosa no poseía la paciencia necesaria para diferenciar a los malvados de los descarriados, o a los impenitentes de los devotos. Todos sus perseguidores salvo cuatro, entre los que se encontraba N'ashap, ya habían sido reclamados por el mar; a algunos ya se los había tragado la marea, mientras que otros todavía intentaban alcanzar algún lugar firme. Cortés vio que uno de los hombres conseguía gatear fuera del agua, pero el pedazo de suelo al que había llegado se licuó con tanta rapidez que la Cuna se había vuelto a cerrar sobre él sin que le diera tiempo de gritar. Otro se hundió gritándole al agua que burbujeaba a su alrededor, y lo último que se vio de él fue su arma, bien en alto y todavía disparando.

Ya habían caído todos los que portaban las linternas, por lo que la única luz procedía de la cima del acantilado, donde los soldados que habían tenido la fortuna de quedarse atrás barrían la escena de la masacre con sus haces; enfocaron las figuras de N'ashap y los otros tres supervivientes, uno de los cuales intentó correr hacia el suelo firme en el que se encontraban Cortés, Pai y Hurra. El miedo fue su perdición. Apenas había dado cinco pasos cuando una ola de espuma plateada surgió delante de él. Se giró para retroceder, pero el camino ya se había convertido en plata en ebullición. En su desesperación, arrojó el arma e intentó saltar hacia un lugar seguro, pero el impulso fue insuficiente y desapareció de inmediato.

Uno de los supervivientes del trío, un oethac, se había arrodillado y rezaba; lo único que consiguió fue que su asesino se acercara todavía más y que lo hundiera en mitad de una angustiosa maldición; solo le dio tiempo a aferrarse a la pierna de su compañero y arrastrarlo con él. El lugar por el que habían desaparecido no dejó de bullir; al contrarío, su furia pareció incrementarse. N'ashap, el último superviviente, se volvió para enfrentar la ola y, al hacerlo, el mar se alzó como una fuente hasta que alcanzó casi el doble de su estatura.

—La Dama —murmuró Hurra.

Allí estaba. Tallada en el agua, con el cuerpo erguido, poseía un rostro que cambiaba entre destellos y brillos: la diosa, o su imagen, recreada en su materia de origen. No obstante, desapareció en el mismo instante en que la ola se desintegró y cayó sobre N'ashap. El oethac desapareció tan rápido, y la Cuna dejó de temblar con tal presteza, que fue como si su madre nunca lo hubiera engendrado.

Hurra se volvió hacia Cortés muy despacio. A pesar de que su padre yacía muerto a sus pies, esbozaba una sonrisa de oreja a oreja; la primera sonrisa verdadera que Cortés le había visto.

—La Dama de la Cuna ha venido —dijo la niña.

Esperaron un poco, pero no se produjo ninguna otra visita. Lo que la Diosa había hecho (ya fuera para salvar a la pequeña, como siempre creería Hurra, o porque el destino había puesto a su alcance a las fuerzas que habían mancillado su Cuna con su crueldad) lo había llevado a cabo con tal economía de movimientos que estaba claro que no tenía la intención de desperdiciar su tiempo en regodeos ni sentimentalismos. La diosa había cerrado el mar con la misma eficiencia que demostrara para abrirlo, y abandonó aquel lugar como si nada hubiera sucedido.

No se produjeron más intentos de persecución por parte de los guardias que quedaban en el acantilado, a pesar de que seguían en sus puestos y las linternas perforaban la oscuridad.

—Nos queda un buen trecho de mar por cruzar antes de que amanezca —dijo Pai.

—Y no queremos que los soles salgan antes de que alcancemos la península.

Hurra cogió la mano de Cortés.

—¿Te dijo papá adónde teníamos que ir cuando llegáramos a Yzordderrex?

—No —le respondió—, pero encontraremos la casa.

La pequeña no miró el cuerpo de su padre, sino que fijó la vista en la mole grisácea que el continente formaba en la distancia. Prosiguió la marcha sin quejarse y, de tanto en tanto, sonreía para sí al recordar que la noche le había brindado la visión de un padre que jamás volvería a defraudarla.

Capítulo 29

1

El territorio que se extendía entre las orillas de la Cuna y las fronteras del Tercer Dominio fue, hasta la intervención del Autarca, el lugar que albergaba una maravilla natural, universalmente conocida por señalar el centro de Imajica: una columna de piedra labrada y pulida a la que se le adjudicaban tantos nombres y poderes como chamanes, poetas y cuentacuentos habían pasado por allí. No había comunidad en los Dominios reconciliados que no la consagrara en su mitología o le otorgara un calificativo con el que apropiarse de ella. Sin embargo, su verdadero nombre era el más sencillo: el Eje. A lo largo de los siglos se había alimentado la controversia entre dos teorías: una consideraba la posibilidad de que el Invisible lo hubiese erigido sobre las humeantes cenizas de Kwem para señalar el punto intermedio entre las fronteras de Imajica; la otra, en cambio, postulaba que tal vez hubiese existido todo un bosque de esas columnas que, por obra y gracia de alguien (guiado, tal vez, por la sabiduría de Hapexamendios), había quedado más tarde reducido a esa única columna.

Sin importar las diferencias de opinión acerca de sus orígenes, nadie puso en duda jamás el poder que había acumulado gracias a su posición en el centro de los Dominios. Las líneas de pensamientos habían atravesado Kwem desde hacía siglos; líneas que portaban una carga de fuerza que el Eje había atraído hacia sí con un magnetismo que era casi imposible de resistir. En el momento en el que el Autarca llegó al Tercer Dominio, después de haber establecido su modelo particular de dictadura en Yzordderrex, el Eje era el objeto individual más poderoso de Imajica. El Autarca trazó sus planes con inteligencia: regresó al palacio que se estaba construyendo en Yzordderrex y añadió varios cambios, aunque su propósito no se hizo evidente hasta dos años más tarde, cuando, tras actuar con la rapidez propia de cualquier ataque sorpresa, ordenó que el Eje fuera desmantelado, transportado y recolocado en una torre en su palacio antes de que la sangre de aquellos que se hubieran opuesto a tamaño sacrilegio se hubiera secado siquiera.

De la noche a la mañana, el mapa de Imajica había cambiado. Yzordderrex se convirtió en el corazón de los Dominios. A partir de entonces no quedó ningún pudor, ya fuera secular o sagrado, que no tuviera su origen en esa ciudad; no quedó un solo cruce de caminos que no indicara su dirección en los Dominios reconciliados, como tampoco hubo carretera que no albergara a algún penitente con la mirada vuelta hacia Yzordderrex con la esperanza de obtener la salvación. Todavía se rezaban oraciones en nombre del Invisible, así como se murmuraban bendiciones en nombre de las Diosas prohibidas, pero Yzordderrex era el verdadero Señor, el Autarca era su mente y el Eje era su falo.

Habían pasado ciento setenta y nueve años desde que Kwem perdiera su gran maravilla, pero el Autarca todavía peregrinaba a sus ruinas cuando sentía la necesidad de estar solo. Algunos años después de que se llevara el Eje, mandó construir un palacete cerca del lugar en el que había estado, bastante espartano en comparación con los excesos arquitectónicos del absurdo palacio que coronaba Yzordderrex. Era su lugar de retiro en las épocas de confusión, un sitio en el que podía meditar acerca de las amarguras del poder absoluto tras dejar al cargo a su alto mando militar, los generales que gobernaban los Dominios en su nombre, bajo la atenta supervisión de la que una vez fuera su amada reina, Quaisoir. En los últimos tiempos, la mujer había desarrollado cierto gusto por la represión que contrastaba con su apatía en ese aspecto, por lo que había pensado ya en varias ocasiones retirarse a vivir al palacio de Kwem y dejar que ella gobernara en su lugar, dado que parecía depararle más placer que a él. Sin embargo, sabía que esos sueños no eran más que una mera complacencia. A pesar de que gobernaba Imajica sin ser visto (ni una sola alma que no perteneciera al círculo de unas veinte personas con las que trabajaba a diario podría diferenciarlo de cualquier otro hombre blanco al que le gustara la ropa de calidad), era su sombra la que había levantado Yzordderrex, y nadie podría reemplazarlo nunca con eficiencia.

Sin embargo, en días como ese en los que el frío aire de la Vía Crucis silbaba a través de los chapiteles del palacio de Kwem, sentía el deseo de poder enviar el espejo que miraba por las mañanas a Yzordderrex para que su reflejo pudiera gobernar en su lugar. Así podría permanecer en ese sitio y pensar en su pasado distante: Inglaterra en pleno verano. Las calles de Londres que brillaban por la lluvia cuando se despertaba, los campos a las afueras de la ciudad donde la tranquilidad solo era interrumpida por el zumbido de las abejas... Imágenes que conjuraba con anhelo cuando se encontraba de humor elegiaco. No obstante, ese estado de ánimo rara vez duraba mucho. Era demasiado realista y exigía recuerdos fieles. Sí, había lluvia, pero caía con tanta fuerza que destrozaba cualquier fruta que no hubiera sido arrancada ya de las ramas. Y el rumor de esos campos era el de los campos de batalla; el murmullo no provenía de los árboles, sino de las moscas que buscaban un lugar en el que posarse.

Su vida comenzó aquel verano; sus primeros años no habían estado llenos de amor y bienestar, sino de Apocalipsis. No había predicador en el parque que no hubiera tenido una revelación aquel año, como tampoco quedaba puta en Drury Lane que no hubiera visto al Diablo bailar sobre los tejados a medianoche. ¿Cómo no iban a influir esos años en él, a llenarlo de tal pavor ante la inminente destrucción, a otorgarle el ansia de ordenar, regir y construir su propio Imperio?

Era un hijo de su tiempo, y si este lo había vuelto cruel a la hora de perseguir sus fines, ¿era culpa suya o de la época?

La tragedia no radicaba en el sufrimiento que causaba, inevitablemente, cualquier movimiento social, sino en el hecho de que sus logros se veían amenazados en esos momentos por fuerzas que, si salían victoriosas, llevarían de vuelta a Imajica el caos del que él la había sacado, deshaciendo su trabajo en muchísimo menos tiempo del que le había costado llevarlo a cabo. Si tenía que eliminar esas fuerzas subversivas, se le presentaba un número muy limitado de alternativas y, tras los sucesos de Patashoqua y el descubrimiento de los planes en su contra, se había retirado a la quietud del palacio de Kwem para escoger la más adecuada. Podía seguir tratando las rebeliones, las revueltas y los levantamientos como molestias menores, limitando sus represalias a pequeñas pero elocuentes muestras de represión, como fue el caso del incendio de aquella aldea, Beatrix, y el de los juicios y ejecuciones de Vanaeph. Esa opción presentaba dos grandes desventajas. El atentado más reciente contra su vida, a pesar de que fue fallido, se acercó demasiado al éxito para su tranquilidad y, hasta que se silenciara a todos y cada uno de los radicales y revolucionaros, seguiría en peligro. Más aún: ya que todo su reino se había visto salpicado de episodios que habían requerido de algún tipo de brutalidad deliberada, ¿supondría esa nueva oleada de purificaciones y represiones alguna diferencia? Quizá hubiera llegado el momento de tener una visión más ambiciosa: declarar la ley marcial en las ciudades; encarcelar a los Tetrarcas, de manera que su corrupción quedase expuesta en nombre de una Yzordderrex justa; derribar los gobiernos; y hacer que la resistencia se enfrentara a los ejércitos del Segundo Dominio al completo. Quizá Patashoqua debiera arder como Beatrix. O tal vez L'Himby y sus maltrechos templos.

En el caso de que esa posibilidad se llevara a cabo con éxito, cortaría el problema de raíz. Si no fuera así, si sus consejeros habían subestimado la magnitud del problema o la calidad de los líderes de esa chusma, podría cerrarse el cerco y el Apocalipsis en el que había nacido aquel lejano verano volvería a rodearlo allí, en el corazón de su tierra prometida.

¿Qué ocurriría si ardía Yzordderrex en lugar de Patashoqua? ¿Dónde podría ir en busca de consuelo? ¿A Inglaterra, quizá? Se preguntó si la casa de Clerkenwell seguiría en pie y, en ese caso, si sus habitaciones seguirían consagradas al placer o si la destrucción del maestro las habría derrumbado. Las preguntas lo atormentaban. Mientras se sentaba para meditar sobre ellas, descubrió que sentía en lo más profundo cierta curiosidad (no, no era curiosidad, era deseo) por descubrir el aspecto del Dominio no reconciliado casi doscientos años después de su propia creación.

Su meditación quedó interrumpida por Rosengarten[2]; le había dado ese nombre con toda ironía, ya que era el ser más yermo que jamás hubiese existido. Con manchas blancas y negras causadas por una enfermedad que había contraído en los pantanos de Loquiot, y cuyos delirios lo habían llevado a castrarse, Rosengarten vivía para cumplir con su deber. De entre los generales, era el único que no llevaba ningún exceso a la austeridad de aquellas habitaciones. Hablaba y se movía con tranquilidad; no apestaba a perfume; nunca bebía; nunca consumía kreauchee. Era el vacío perfecto y el único hombre en el que el Autarca confiaba plenamente.

Le llevaba noticias que transmitió sin adornos. El manicomio de la Cuna del Chzercemit había sido el escenario de una rebelión. Casi toda la guarnición había sido asesinada en circunstancias que todavía se investigaban, y el grueso de los prisioneros había escapado, liderados por un individuo llamado Scopique.

—¿Cuántos eran? —preguntó el Autarca.

—Tengo una lista, señor —replicó Rosengarten, abriendo la carpeta que llevaba consigo—. Faltaban cincuenta y un individuos a la hora de hacer el cómputo, aunque la mayoría eran disidentes religiosos.

—¿Alguna mujer?

—Ninguna.

—Deberíamos haberlos ejecutado en lugar de encarcelarlos.

—Algunos hubieran recibido con agrado el martirio, señor. La decisión de encarcelarlos se tomó con esa consideración en mente.

—Así que ahora regresan a sus rebaños para predicar de nuevo la revolución. Debemos evitar eso. ¿Cuántos operaban en Yzordderrex?

—Nueve. Entre ellos, el padre Atanasio.

—¿Atanasio? ¿Quién es?

—El careste que proclamaba ser Cristo. Su congregación está cerca del puerto.

—En ese caso, es probable que sea allí donde regrese.

—Eso parece.

—Tarde o temprano, todos regresarán a sus congregaciones. Debemos prepararnos para enfrentarnos a ellos. Nada de arrestos. Nada de juicios. Limitémonos a eliminarlos con el menor ruido posible.

—Sí, señor.

—No quiero que Quaisoir se entere de esto.

—Creo que ya lo sabe, señor.

—Pues entonces hay que prohibirle que haga cualquier cosa que llame la atención.

—Entendido.

—Debemos llevar este asunto con discreción.

—Me temo que hay algo más, señor.

—¿De qué se trata?

—Había dos individuos más en la isla antes de la rebelión...

—¿Qué pasa con ellos?

—Es difícil sacar conclusiones útiles a partir del informe. Al parecer, uno era un místico. La descripción del otro podría ser de interés.

Le tendió el informe al Autarca, que lo ojeó al principio para después leerlo con más atención.

—¿Podemos fiarnos de esto? —le preguntó a Rosengarten.

—En este punto, no lo sé. Las descripciones fueron corroboradas, pero no he entrevistado a los hombres en persona.

—Hazlo.

—Sí, señor.

Le devolvió el informe a Rosengarten.

—¿Cuántas personas lo han visto?

—Destruí las restantes copias en cuanto lo leí. Creo que tan solo los oficiales que llevaron a cabo el interrogatorio, su comandante y yo mismo conocemos esta información.

—Quiero que todos los supervivientes sean silenciados. Somételos a un consejo de guerra y elimínalos para siempre. Que los oficiales y su comandante sean informados de que serán castigados por cualquier indiscreción sobre este asunto, sea cual sea el origen. Las filtraciones serán penadas con la muerte.

—Sí, señor.

—Por lo que se refiere al místico y al extranjero, debemos suponer que viajan hacia el Segundo Dominio. Primero, Beatrix; ahora, la Cuna. Está claro que su destino es Yzordderrex. ¿Cuántos días han pasado desde el levantamiento?

—Once, señor.

—Entonces llegarán a Yzordderrex en cuestión de días, incluso si viajan a pie. Que les sigan la pista. Me gustaría saber todo lo posible acerca de ellos.

Contempló las ruinas de Kwem a través de la ventana.

»Lo más probable es que tomaran la Vía Crucis. Es posible que pasaran a pocos kilómetros de aquí. —En su voz se atisbaba cierto deje de agitación—. Eso querría decir que nuestros caminos han estado a punto de cruzarse en un par de ocasiones. Y ahora lo de esos testigos que lo describen con tanta exactitud... ¿Qué quiere decir eso, Rosengarten? ¿Qué sentido tiene?

Cuando el comandante se quedaba sin respuestas, como en aquel momento, solía guardar silencio: un rasgo admirable.

»Yo tampoco lo sé —le dijo el Autarca—. Quizá deba salir y tomar el fresco. Hoy me siento viejo.

Todavía podía contemplarse el agujero en el lugar de donde había sido arrancado el Eje, a pesar de que los fuertes vientos que azotaban la región casi habían cicatrizado la herida. El Autarca había descubierto que los bordes del agujero era un buen lugar donde meditar en soledad. Eso intentaba hacer en esos instantes, con la cara cubierta por un pañuelo de seda que protegía su boca y su nariz de las embestidas del viento, el largo abrigo de piel abotonado de arriba abajo y las manos hundidas en los bolsillos a pesar de que llevaba guantes. Sin embargo, la tranquilidad que siempre le reportaba esa meditación se le escapaba en esos momentos. La soledad era un buen ejercicio para el espíritu cuando la mayor de las recompensas estaba al alcance de la mano, y resultaba infinita. Pero no era así en esa ocasión. Ahora le recordaba un vacío que temía, pero que al mismo tiempo también temía llenar, como la presencia invisible que ronda junto al gemelo que ha perdido a su otra mitad en la matriz. No importaba cuán altas fueran las murallas de su fortaleza, no importaba cuán herméticamente sellara su alma, siempre habría una persona que podría entrar; y esa idea le causaba palpitaciones. Esa persona lo conocía tan bien como él mismo: sus debilidades, sus deseos, sus más secretas aspiraciones. Los asuntos que habían llevado a cabo juntos, la mayoría de ellos sangrientos, habían permanecido en secreto y sin venganza durante dos siglos, pero nunca logró convencerse de que podrían seguir de esa forma para toda la eternidad. Por fin, todo terminaría, y en cuestión de poco tiempo.

A pesar de que el frío no podía penetrar el abrigo hasta llegar a su piel, el Autarca se estremeció ante la idea. Había vivido durante demasiado tiempo como un hombre que caminara siempre bajo el sol del mediodía, cuya sombra no se proyecta ni delante ni detrás de él. Los profetas no podían predecir sus acciones, como tampoco podían los acusadores achacarle sus crímenes. Era inviolable. No obstante, eso estaba a punto de cambiar. Cuando se encontrara con su sombra, algo inevitable, el peso de un millar de profecías y acusaciones caería sobre ambos.

Se apartó la seda del rostro y dejó que el viento erosivo lo azotara. No tenía sentido quedarse allí por más tiempo. Para cuando el viento hubiera remodelado sus facciones, ya habría perdido Yzordderrex; y aunque eso parecía una minucia en aquel instante, con el paso de las horas tal vez fuese el único trofeo que pudiera salvarse de la destrucción.

2

Si los ingenieros divinos que habían construido la cordillera del Jokalaylau hubieran creado en una noche su cima más perfecta entre un desierto y un océano, para luego volver a la noche siguiente, y así todas las noches a lo largo de un siglo, con el fin de dar forma a humildes residencias y magníficas plazas, calles, bastiones y pabellones que se extendieran desde las laderas de sus precipicios hasta las alturas cubiertas de nubes de sus cimas; y si, después de darles forma, hubieran colocado en el centro de la montaña un fuego que calentara pero que nunca ardiera; entonces, y solo entonces, su obra maestra podría compararse con Yzordderrex, rebosante de cualquier forma de vida. Sin embargo, dado que semejante obra de artesanía jamás se había ideado siquiera, la ciudad no tenía parangón en toda Imajica.

El primer atisbo que obtenían los viajeros se vislumbraba al cruzar la calzada que serpenteaba como piedra pulida a través del delta del río Noy, que se bifurcaba en doce torrentes blancos para desembocar en el mar. Llegaron a primeras horas de la mañana. La bruma que brotaba del río conspiraba con la titubeante luz del amanecer para mantener oculta la ciudad hasta que estuvieron tan cerca que, para cuando la neblina se alzó, el cielo apenas resultaba visible, el desierto y el mar quedaban en segundo plano y el mundo se convirtió de pronto en Yzordderrex.

Mientras caminaban por la Vía Crucis y traspasaban la frontera del Tercer Dominio para entrar en el Segundo, Hurra estuvo recitando todo lo que había leído acerca de la ciudad en los libros de su padre. La niña les contó que uno de los escritores había descrito Yzordderrex como un dios, una noción que Cortés había creído ridícula hasta que contempló la ciudad. En aquel momento, comprendió lo que había querido decir el teólogo urbanista al deificar aquel termitero. Yzordderrex merecía esa adoración; y millones de personas llevaban a cabo diariamente el acto de veneración suprema: vivir sobre el cuerpo de su Señor o dentro de él. Sus moradas colgaban de las colinas que había por encima del puerto como un millón de escaladores aterrados, y parecían balancearse en los altiplanos que se extendían, terraza tras terraza, hasta la cumbre; algunos estaban tan atestados de casas que se habían visto obligados a apuntalar las más cercanas al borde desde abajo; y los propios puntales vibraban repletos de nidos, de seres alados, tal vez, o quizá con tendencias suicidas. La montaña estaba atestada por todos sitios. Sus calles escalonadas, de pendientes mortales, hacían que la vista vagara de un estante repleto a otro; desde bulevares desiertos de vegetación y decorados con hermosas mansiones, hasta las puertas que conducían a unas arcadas en penumbra; y, más allá, hacia las seis cimas de la ciudad. En la más alta se alzaba el palacio del Autarca de Imajica. En aquel lugar la abundancia era de otro tipo, ya que el palacio contaba con más cúpulas y torres que Roma, y su recargada construcción podía apreciarse incluso a aquella distancia. Por encima de todas se encontraba la Torre del Eje, tan sencilla como barrocas eran sus compañeras. Y más alto aún, colgado en el blanco cielo por encima de la ciudad, se hallaba el cometa que dictaba los largos días y los lánguidos atardeceres en el Dominio: la estrella de Yzordderrex, llamada Giess, la Marchitadora.

Se permitieron apenas un minuto para contemplar la vista. El tráfico diario de trabajadores, que al no haber encontrado vivienda en los suburbios o en las entrañas de la ciudad entraban y salían todos los días, había comenzado. Para cuando los recién llegados alcanzaron el otro lado de la calzada, se vieron inmersos en una marea polvorienta de vehículos, bicicletas, carros de culi y peatones que se dirigían hacia Yzordderrex. No eran más que tres entre cientos de miles: una niña escuálida con una enorme sonrisa; un hombre blanco que otrora fuera guapo pero que ahora parecía algo enfermo, con medio rostro escondido por una desaseada barba castaña; y un místico eurhetemec, cuyos ojos, al igual que les ocurría a todos los de su raza, apenas lograban ocultar una gran pena interior. La multitud los arrastró y ellos se dejaron llevar hacia donde innumerables multitudes ya habían estado: al estómago de la ciudad—dios de Yzordderrex.

Capítulo 30

1

Cuando Dowd llevó a Judith de vuelta a casa de Godolphin tras el asesinato de Clara Leash, no lo hizo en calidad de persona libre, sino como prisionera. Fue confinada en el dormitorio que ocupó en un principio y allí esperó el regreso de Oscar. Cuando este llegó, antes de acudir a verla mantuvo una charla de media hora con Dowd (Judith escuchó el murmullo, pero no pudo entender su contenido); lo primero que le dijo en cuanto la vio fue que no deseaba discutir con ella lo que había sucedido. Judith había obrado en contra de los intereses de él, lo que era en resumidas cuentas como obrar en contra de sus propios intereses, ¿acaso no se había dado cuenta todavía? También le dijo que necesitaría cierto tiempo para evaluar las consecuencias que eso acarrearía para ambos.

—Confié en ti más de lo que nunca he confiado en una mujer —le dijo—. Me traicionaste, tal y como Dowd predijo que harías. Me siento estúpido y dolido.

—Deja que te lo explique —le pidió.

El hombre levantó las manos para hacerla callar.

—No quiero escucharlo —le respondió—. Puede que hablemos en un par de días, pero no en este momento.

El sentimiento de pérdida que le había causado su distanciamiento estuvo a punto de verse abrumado por la furia que sintió ante el rechazo. ¿Acaso creía que sus sentimientos por él eran tan nimios que no le preocupaban las consecuencias que sus propias acciones habían tenido sobre ambos? O peor: ¿lo habría convencido Dowd de que había planeado traicionarlo desde el principio y de que lo había orquestado todo (la seducción, las confesiones de devoción) con el fin de debilitarlo? Esta última posibilidad era la más probable, pero seguía sin eximir a Oscar, puesto que se había negado a darle la oportunidad de justificarse.

Estuvo tres días sin verlo. Era Dowd quien le llevaba la comida a la habitación, y allí tuvo que esperar Jude mientras escuchaba las idas y venidas de Oscar y, a veces, retazos de alguna conversación en las escaleras; lo suficiente para llegar a la conclusión de que la purificación de la Tabula Rasa estaba a punto de alcanzar su punto crítico. En más de una ocasión barajó la posibilidad de que lo que había tramado en su momento con Clara Leash la había convertido en una víctima en potencia, y de que, día a día, Dowd estaba debilitando la renuencia de Oscar a deshacerse de ella. Paranoia, quizá; pero, si sentía un mínimo de afecto por ella, ¿por qué no iba a verla? ¿Acaso no languidecía como ella? ¿No deseaba tenerla en su cama, aunque solo fuera por sentir el consuelo carnal? En varias ocasiones había pedido a Dowd que le dijera a Oscar que necesitaba hablar con él; Dowd, que fingía sentir el desapego de un carcelero que tuviese a su cargo cientos de prisioneros más a los que atender día a día, le dijo que haría todo lo posible, pero que dudaba de que el señor Godolphin quisiera tener cualquier tipo de relación con ella. Tanto si se entregó el mensaje como si no, Oscar la dejó en su solitario confinamiento; Judith se dio cuenta de que, si no tomaba medidas más drásticas, jamás volvería a ver la luz del sol.

Su plan de fuga fue sencillo. Forzó la cerradura de su habitación con un cuchillo que había ocultado tras una de sus comidas (la cerradura no era lo que la mantenía encerrada, sino la advertencia de Dowd de que los insectos que habían matado a Clara estaban más que dispuestos a reclamarla a ella si intentaba marcharse), y se escabulló hacia el descansillo de las escaleras. Había esperado de forma deliberada a que Oscar estuviera en casa para intentarlo, creyendo, si bien tal vez fuese una suposición inocente, que a pesar de que le hubiera retirado su afecto, la protegería de Dowd en caso de que su vida se viera amenazada. Se sentía muy tentada de ir a buscarlo en aquel momento. No obstante, quizá fuera más fácil tratar con él una vez que se encontrara lejos de la casa y se sintiera más dueña de su propio destino. Si, cuando estuviera a salvo lejos de la casa, Oscar optaba por no tener más contacto con ella, el temor de que Dowd hubiera minado los sentimientos que tenía hacia ella se vería confirmado para siempre y tendría que buscar otra forma de llegar a Yzordderrex.

Bajó por las escaleras con la mayor de las cautelas y, al escuchar voces provenientes de la parte delantera de la casa, decidió salir por la cocina. Como de costumbre, estaban todas las luces encendidas. La cocina estaba desierta. Se acercó sin demora a la puerta, que tenía los cerrojos echados tanto en la parte superior como en la inferior, y se agachó para descorrer el de abajo.

Cuando se levantaba, Dowd dijo:

—No saldrás por ahí.

Judith se giró y descubrió que se encontraba junto a la mesa de la cocina, con una bandeja de platos de la cena. Al ver que estaba cargado, Judith se abalanzó hacia el pasillo con la esperanza de poder dejarlo atrás. Sin embargo, Dowd era más ágil de lo que pensaba, ya que dejó la bandeja y se movió para cortarle el paso con tanta rapidez que se vio obligada a retroceder de nuevo y, en el proceso, golpeó uno de los vasos que había en la mesa. El cristal se hizo añicos contra el suelo con un estruendo.

—Mira la que has armado —le dijo él con un tono que parecía verdaderamente angustiado. Se acercó a los trozos de cristal y se inclinó para recogerlos—. Ese vaso ha estado con esta familia durante generaciones. Creí que le tendrías cierto cariño.

Judith le contestó, a pesar de que no se encontraba de humor para hablar acerca de vasos rotos, porque sabía que su única oportunidad radicaba en conseguir que Godolphin se percatara de su presencia.

—¿Por qué tendría que importarme un vaso? —le preguntó.

Dowd levantó un trozo y lo sostuvo contra la luz.

—Tenéis mucho en común, pichoncito —le contestó—. Los dos os regodeáis en la ignorancia. Hermosos y frágiles a un tiempo. —Se puso en pie—. Tú siempre fuiste hermosa. Las modas van y vienen, pero Judith siempre será hermosa.

—No sabes una mierda sobre mí —replicó ella.

Dejó los trozos de cristal en la mesa junto al resto de los platos sucios y la cubertería.

—Te equivocas —fue su respuesta—. Nos parecemos más de lo que crees.

Volvió a coger un fragmento brillante y, mientras hablaba, se lo llevó a la muñeca. Judith apenas tuvo tiempo de averiguar lo que iba a hacer antes de ver cómo se cortaba. Apartó la mirada, pero al oír que el trozo de cristal caía sobre el montón volvió a mirar. La herida estaba abierta, pero no sangraba, solo exudaba un líquido parecido al agua sucia. De la misma forma que la expresión de Dowd no demostraba dolor. No era más que una simulación.

—Tú posees un solo recuerdo del pasado —le contó—, yo tengo demasiados. Tú tienes calor, yo no. Tú estás enamorada, yo nunca he comprendido ese concepto. Pero, Judith, la cuestión es que somos iguales: los dos somos esclavos.

Ella contempló alternativamente el rostro de Dowd y la herida y, con cada movimiento de sus ojos, el pánico de Judith se acrecentaba. No quería escuchar ni una sola palabra más que proviniera de él. Lo despreciaba. Cerró los ojos y lo visualizó en la pira del anulador, y también a la sombra de la torre, mientras los bichos le recorrían el rostro; no obstante, por muchos horrores que interpusiera entre ellos, las palabras de Dowd conseguían atravesarlos. Hacía mucho tiempo que había dejado de intentar resolver el rompecabezas que era en sí misma; y, sin embargo, allí estaba él, arrojándole piezas que se veía obligada a recoger.

—¿Quién eres? —le preguntó Judith.

—La pregunta sería: ¿quién eres tú?

—No somos iguales —replicó—. Ni en lo más mínimo. Yo sangro. Tú no. Yo soy humana. Tú no.

—¿Pero se trata de tu sangre? —le preguntó a su vez—. Medita ese punto.

—Brota de mis venas. Por supuesto que es mía.

—Entonces ¿quién eres? —repitió.

La pregunta se formuló sin malicia evidente, pero Judith no dudó de su propósito destructivo. De alguna manera, Dowd sabía que ella no recordaba su pasado y la presionaba para que confesara.

—Sé lo que no soy —contestó, con el fin de conseguir tiempo para inventar una respuesta—: No soy un vaso; tampoco soy frágil ni ignorante; y tampoco soy...

¿Qué otra cualidad mencionó además de belleza y fragilidad? Había dejado de recoger los trozos de cristal roto y la había descrito de alguna manera.

—¿No eres qué? —inquirió él mientras la observaba debatirse contra su propia renuencia a aferrarse al recuerdo.

Judith repasó la escena en su mente y volvió a verlo cruzando la cocina. «Mira la que has armado», había dicho. Acto seguido, se había agachado (en su cabeza, lo vio hacerlo) y había empezado a hablar mientras recogía los pedazos. Entonces, Judith lo recordó.

«Ese vaso ha estado con esta familia durante generaciones», había dicho. «Creí que le tendrías cierto cariño».

—No —dijo Judith en voz alta, al tiempo que sacudía la cabeza para no perder la sensación de que todo empezaba a cobrar sentido. Sin embargo, el movimiento solo consiguió traer a su memoria otros recuerdos: el de su viaje a la propiedad Godolphin con Charlie, cuando aquel placentero sentimiento de pertenencia la desbordó y unas voces la llamaran con un dulce apodo sacado del pasado; el de la reunión con Oscar en el umbral del Retiro y la instantánea certeza de que su lugar estaba al lado de ese hombre, sin ningún tipo de duda y sin interés alguno por cuestionarse las que pudiera sentir; el del retrato que había sobre la cama de Oscar, que la contemplaba con tanta posesividad que este había apagado las luces antes de hacer el amor.

A medida que los pensamientos fluían, comenzó a mover la cabeza como si estuviese sufriendo un ataque de histeria. Las lágrimas acudieron a sus ojos. Extendió las manos en busca de ayuda, aun cuando su garganta era incapaz de solicitarla. De forma borrosa captó la figura de Dowd, que la miraba impasible de pie junto a la mesa, con la mano encima de la muñeca herida. Le dio la espalda, aterrada por la posibilidad de ahogarse con su propia lengua o de romperse la cabeza si se caía, ya que tenía plena conciencia de que él ni siquiera trataría de ayudarla. Quiso gritar para llamar a Oscar, pero lo único que brotó de sus labios fue un gemido entrecortado. Se tambaleó hacia delante, con la cabeza todavía a punto de estallar, y, al hacerlo, vio a Oscar que atravesaba el pasillo para ir a su encuentro. Extendió los brazos hacia él y sintió sus manos tratando de impedir que cayera. No lo consiguió.

2

Estaba a su lado cuando se despertó. Judith no se encontraba en la estrecha cama que le habían asignado las pasadas noches, sino en el enorme lecho de cuatro postes de la habitación de Oscar; una cama que ella había llegado a considerar también como suya. No lo era, por supuesto. Su verdadero dueño era el hombre cuyo retrato al óleo había recordado en medio de su ataque de histeria: lord Godolphin, el Loco, que colgaba por encima de las almohadas sobre las que Judith descansaba y que se hallaba sentado a su lado, en una versión posterior, acariciando su mano y diciéndole cuánto la amaba. Tan pronto como recuperó la consciencia y sintió su tacto, se alejó de él.

—No soy... un cachorro —se esforzó por decir—. No puedes limitarte a... acariciarme... cuando te conviene.

Oscar pareció horrorizarse por sus palabras.

—Te ofrezco mis más sinceras disculpas —le dijo con la mayor formalidad—. No tengo excusa. Permití que los asuntos de la Sociedad se impusieran a la necesidad de comprenderte y cuidarte. Fue un error imperdonable. También ha sido culpa de

Dowd, por supuesto, que no dejaba de susurrarme todo tipo de cosas... ¿Ha sido muy cruel?

—El cruel has sido tú.

—No hice nada de forma intencionada. Por favor, al menos créeme en ese punto.

—Me mentiste una y otra vez —le contestó mientras intentaba sentarse en la cama—. Sabes cosas sobre mí que yo desconozco. ¿Por qué no las compartiste conmigo? No soy una niña.

—Acabas de sufrir un ataque de histeria —le dijo Oscar—. ¿Te había pasado alguna vez?

—No.

—Como ves, es mejor dejar ciertas cosas en paz.

—Demasiado tarde —replicó—. He sufrido un ataque y he sobrevivido. Estoy más que preparada para conocer el secreto, sea cual sea. —Levantó la vista hacia Joshua—. Tiene que ver con él, ¿verdad? Tiene algún tipo de poder sobre ti.

—No sobre mí...

—¡Embustero! ¡Eres un embustero! —le gritó al tiempo que apartaba las sábanas y se ponía de rodillas para poder mirar a la cara a aquel mentiroso—. ¿Cómo puedes decir que me amas y luego mentirme? ¿Por qué no confías en mí?

—Te he contado más de lo que jamás le he dicho a nadie y, sin embargo, luego descubro que has tramado algo contra la Sociedad.

—He hecho algo más que tramar —dijo al recordar el viaje al sótano de la torre.

Una vez más, se planteó la posibilidad de contarle lo que había visto, pero la advertencia de Clara evitó que fuera más allá. «No puedes salvar a Celestine y disfrutar del amor de Godolphin al mismo tiempo», le había dicho, «vas a escarbar en los cimientos de su familia y su fe». Tenía razón. En aquel instante, lo comprendió con mayor claridad que nunca. Si le contaba lo que sabía, por más placentera que fuera la confesión, ¿podría tener la certeza de que, a la postre, Oscar no se pondría de parte de sus antepasados y utilizaría ese conocimiento contra ella? ¿Acaso la muerte de Clara y el sufrimiento de Celestine tendrían entonces algún valor? Ella era el único ser que las representaba en el mundo de los vivos, y no tenía derecho a jugar con sus sacrificios.

—¿Qué has hecho además de tramar? —inquirió Oscar—. ¿Qué has hecho?

—No has sido sincero conmigo —replicó—. ¿Por qué debería decírtelo?

—Porque todavía puedo llevarte a Yzordderrex —le respondió.

—¿Ahora recurres al soborno?

—¿Es que ya no quieres ir?

—Tengo más deseos de conocer la verdad sobre mí misma.

Aquello pareció entristecerlo mucho.

—Ya veo —suspiró—. He mentido durante tanto tiempo que ya no estoy seguro de poder reconocer la verdad aunque me la topara de frente. Salvo...

—¿Sí?

—Lo que sentimos el uno por el otro —murmuró—, al menos lo que yo siento por ti... Eso era de verdad, ¿no es así?

—Ya no estoy tan segura —replicó Jude—. Me encerraste. Me dejaste en manos de Dowd.

—Ya te he explicado...

—Sí, que distrajeron tu atención. Que tenías que atender otros asuntos. Así que me olvidaste.

—No —protestó—. Nunca me olvidé de ti. Nunca, te lo juro.

—¿Qué pasó entonces?

—Tenía miedo.

—¿De mí?

—De todo. De ti, de Dowd, de la Sociedad. Empecé a ver intrigas por todas partes. De repente, la idea de tenerte en mi cama me pareció un riesgo demasiado elevado. Temía que me asfixiaras o que...

—Eso es ridículo.

—¿Tú crees? ¿Cómo puedo saber con certeza a quién perteneces?

—Me pertenezco a mí misma.

Oscar sacudió la cabeza y desvió la vista desde el rostro de Judith al retrato de Joshua Godolphin que colgaba sobre la cama.

—¿Cómo puedes saberlo? —le preguntó—. ¿Cómo puedes saber a ciencia cierta que lo que sientes por mí proviene de tu corazón?

—¿Qué importancia tiene su procedencia? Está aquí. Mírame.

El hombre se negó a complacerla y siguió con la vista clavada en el lord Loco.

—Está muerto —le dijo Judith.

—Pero su legado...

—¡A la mierda su legado! —gritó ella, poniéndose de repente en pie para agarrar el retrato por el pesado marco dorado y arrancarlo de la pared.

Oscar se levantó para oponerse, pero la vehemencia de Judith ganó la partida. El retrato se desprendió del gancho con un leve tirón y Judith lo arrojó sin ceremonias al otro lado de la estancia. Después, se dejó caer de nuevo en la cama, delante de Oscar.

—Ya está muerto y enterrado —le dijo—. No puede juzgarnos. No puede controlarnos. Sea lo que sea lo que sintamos el uno por el otro, y no pretendo saber qué es, es solo asunto nuestro. —Le rodeó la cara con las manos; los dedos se enredaron en su barba—. Dejemos atrás los miedos —le pidió—. Aférrate a mí en su lugar.

Oscar la rodeo con los brazos.

»Vas a llevarme a Yzordderrex, Oscar. No dentro de una semana, ni dentro de unos días: mañana. Quiero ir mañana. En caso contrario —sus manos le soltaron el rostro— déjame ir ahora. Deja que me vaya de aquí. Que salga de tu vida. No seré tu prisionera, Oscar. Tal vez las amantes de ese hombre consintieran eso, pero yo no. Me suicidaría antes de dejar que volvieras a encerrarme.

Dijo todo aquello sin derramar una sola lágrima. A sentimientos sencillos, actos sencillos. Oscar le tomó las manos y volvió a llevárselas a las mejillas, como si la invitara a poseerlo. El rostro del hombre estaba plagado de pequeñas arrugas que no había visto antes, arrugas humedecidas por las lágrimas.

—Nos iremos —le dijo.

3

Cuando dejaron Londres al día siguiente, caía una apacible llovizna; sin embargo, para cuando llegaron a la propiedad el sol ya se había abierto camino entre las nubes, y el parque resplandecía a su alrededor cuando lo cruzaron. No se acercaron a la casa, sino que se dirigieron directamente hacia el bosquecillo que ocultaba el Retiro. Una ligera brisa se filtraba entre las ramas, agitando sus livianas hojas. Se podía oler la vida por todas partes, un aroma que hacía latir su sangre ante el inminente viaje.

Oscar le había aconsejado que se vistiera pensando en la comodidad y el calor. La ciudad, le dijo, se veía afectada por súbitos cambios de temperatura, según la dirección en que soplara el viento. Si provenía del desierto, el calor de las calles era capaz de hornear la carne como si se tratara de un pan ácimo. En cambio, si viraba de repente y soplaba del océano, traía nieblas frías y densas, acompañadas de súbitas heladas. Por supuesto, nada de aquello la desanimó. Nunca había deseado nada en toda su vida como embarcarse en aquella aventura.

—Sé que he repetido una y otra vez los peligros que puede entrañar la ciudad —le dijo Oscar mientras se agachaban para pasar bajo unas ramas bajas—, y sé que estás cansada de oírme, pero no es una ciudad civilizada, Judith. Creo que el único hombre en el que confío allí es Pecador. Si nos separáramos por cualquier motivo, o si algo me ocurriera, puedes acudir a él en busca de ayuda.

—Entendido.

Oscar se detuvo para admirar el hermoso paisaje que tenía por delante, con la luz del sol moteando las pálidas paredes y la cúpula del Retiro.

—¿Sabes? Antes venía aquí solo de noche —le comentó—. Creía que era una hora sagrada, cuando la magia tenía más poder. Pero no es verdad. La Misa del Gallo y la luz de la luna están bien, pero los milagros también se producen a plena luz; exactamente igual de intensos y de misteriosos.

Alzó la mirada hacia las copas de los árboles.

»En ocasiones, se debe huir del mundo para poder verlo —explicó—. Hace unos años, fui a Yzordderrex y me quedé allí... no sé, dos meses o dos meses y medio; cuando regresé al Quinto Dominio, lo vi como si fuera un niño. Lo juro, igual que un niño. Este viaje no solo te mostrará el resto de los Dominios. Si volvemos sanos y salvos...

—Lo haremos.

—Menuda fe... Como te decía, si volvemos, este mundo también será diferente. Todo será distinto porque tú habrás cambiado.

—Pues que así sea —replicó.

Judith le cogió la mano, y así se encaminaron hacia el Retiro. Sin embargo, algo la ponía nerviosa. No eran las palabras de Oscar, su charla acerca del cambio no había hecho sino acrecentar su excitación, sino, tal vez, el silencio que se había instalado entre ellos y que le resultaba, de pronto, demasiado profundo.

—¿Algo va mal? —le preguntó al sentir que su mano lo aferraba con más fuerza.

—El silencio...

—En este lugar siempre hay una atmósfera extraña. Ya lo he sentido con anterioridad. Claro que muchas almas buenas perecieron aquí.

—¿Durante la Reconciliación?

—Así que lo sabes, ¿no es cierto?

—Gracias a Clara. Hará doscientos años este verano, o eso dijo ella. Quizá los espíritus hayan regresado para comprobar si alguien vuelve a intentarlo.

El hombre se detuvo y tiró de su brazo.

—No digas eso, ni siquiera en broma. Por favor. No habrá Reconciliación, ni este verano ni ningún otro. Los maestros están muertos. Todo este asunto...

—De acuerdo —le aseguró—. Tranquilízate, no volveré a mencionarlo.

—Una vez que pase el verano no tendrá importancia —dijo él con fingida ligereza—, al menos durante otro par de siglos. Estaré bien muerto y enterrado antes de que todo este barullo empiece de nuevo. Tengo mi propio hogar, ¿sabes? Lo elegí con Pecador. Está en los límites del desierto, con una maravillosa vista de Yzordderrex.

Su cháchara nerviosa ocupó el silencio hasta que llegaron a la puerta, momento en que guardó silencio. Judith se alegró de que lo hiciera. Aquel lugar merecía cierto respeto. Allí, junto a la entrada, no resultaba difícil creer que los fantasmas se reunían en aquel lugar; los muertos de los siglos pasados se mezclaban con aquellos que Jude había visto con vida en aquel mismo lugar: Charlie el primero, por supuesto, quien la obligó a entrar mientras le decía con una sonrisa que aquel sitio no tenía nada de especial, que se trataba tan solo de unas cuantas piedras; y también los anuladores, uno quemado, otro con la cara destrozada, ambos rondando el umbral.

—A menos que se te ocurra algún impedimento —dijo Oscar—, me parece que deberíamos hacerlo ya.

La condujo al interior, al centro del mosaico.

—Cuando llegue el momento —le indicó— tenemos que aferramos el uno al otro. Aunque creas que no hay nada a lo que agarrarse, lo hay; solo que ha cambiado durante un instante. No quiero perderte entre este lugar y aquel. El In Ovo no es un buen sitio para darse un paseo.

—No me perderás —le aseguró.

Se puso en cuclillas y escarbó en el mosaico, extrayendo del diseño una docena de piezas de piedra con forma piramidal del tamaño de dos puños, que habían sido diseñadas de tal forma que resultaban casi invisibles cuando estaban en su lugar.

—No comprendo del todo el mecanismo que nos trasladará al otro lado — comentó mientras trabajaba—. No estoy seguro de que alguien lo entienda. Pero, según Pecador, hay una especie de lenguaje común al que todos podemos ser traducidos. Y todos los procesos mágicos están relacionados con esta traducción.

Estaba colocando las piedras alrededor de la circunferencia mientras hablaba. La disposición parecía arbitraria.

»Una vez que la materia y el espíritu se hallan en el mismo idioma, pueden influir el uno sobre el otro de incontables maneras. La carne y los huesos pueden ser transformados, trascendidos...

—¿O transportados?

—Eso es.

Jude recordaba el aspecto que presentaba un viajero cuando pasaba de este mundo a otro: la carne plegada sobre sí misma, el cuerpo distorsionado más allá de cualquier reconocimiento posible.

—¿Duele? —preguntó.

—Al principio sí, pero no demasiado.

—¿Cuándo comenzará? —inquirió. Oscar se puso en pie.

—Ya lo ha hecho —contestó.

Mientras él hablaba, Judith lo sintió: cierta presión en sus entrañas y en la vejiga, la opresión en el pecho que le hizo contener el aliento.

—Respira despacio —le aconsejó él, colocándole la palma de la mano contra el esternón—. No luches contra ello. Deja que suceda. No te va a pasar nada malo.

Judith paseó la mirada desde la mano de él hasta el círculo que los encerraba y más allá, a través de la puerta del Retiro, hacia la hierba iluminada por el sol que se extendía a pocos pasos de donde ella se hallaba. Por muy cerca que se encontrara, no podía volver allí. El tren al que se había subido estaba cogiendo velocidad. Era demasiado tarde para tener dudas o querer echarse atrás. Estaba atrapada.

—Todo va bien —oyó que decía Oscar, pero ella no estaba de acuerdo en absoluto.

El dolor de su estómago era tan agudo que parecía que la hubieran envenenado; también le dolía la cabeza; y la picazón de su piel era tan profunda que no habría podido aliviarla rascándose. Miró a Oscar. ¿Sentiría los mismos dolores? Si era así, los sobrellevaba con una fortaleza encomiable, ya que le dedicaba una sonrisa digna de un anestesista.

»Pronto habrá pasado —seguía diciendo—. Aguanta un poco..., pronto habrá pasado.

La acercó más a él, y, al hacerlo, Judith sintió que un hormigueo recorría su cuerpo, como si una tormenta estallara en su interior y se llevara el dolor.

»¿Mejor? —preguntó él, y la palabra era más una forma que un sonido.

—Sí —respondió y, con una sonrisa, alzó los labios hacia los de él y cerró los ojos con placer cuando sus lenguas se tocaron.

La oscuridad tras sus párpados se vio iluminada de repente por brillantes líneas que caían como meteoritos en su mente. Abrió los ojos, pero el espectáculo salió de su cabeza y cubrió el rostro de Oscar con franjas de luz. Una docena de vividos colores rellenaron las arrugas y grietas de su piel; otra docena, los huesos que yacían bajo la superficie cutánea; y una tercera, la distribución de nervios, venas y tendones con todos y cada uno de sus detalles. Después, como si la mente hubiera interpretado que su cuerpo ya había terminado con la traducción literal y podía empezar a convertirse en poesía, los mapas estratificados que se habían trazado en su carne se simplificaron. Las redundancias y repeticiones se eliminaron; las formas que emergieron en su lugar eran tan sencillas y puras que hacían que la materia que representaban pareciera vana en comparación, obligándola a retroceder ante ellas. Al contemplar semejante espectáculo, Judith recordó el pictograma que había imaginado la primera vez que hizo el amor con Oscar: la espiral y la curva de su placer que yacían sobre el terciopelo que había tras sus propios ojos. Y en aquel momento se repetía el mismo proceso de nuevo, solo que la mente que lo imaginaba era la del círculo, cuyo poder procedía de las piedras y de los viajeros que pedían paso.

Un movimiento en la puerta hizo que desviara la vista un momento. El aire que los rodeaba estaba a punto de dejar caer todas sus falsas visiones, y lo que había más allá del círculo estaba borroso. Sin embargo, aún quedaba el suficiente color en el traje del hombre que estaba en el umbral como para reconocerlo, aunque no pudiera verle la cara. ¿Quién sino Dowd llevaría un tono melocotón tan ridículo? Judith pronunció su nombre y, a pesar de que de su garganta no salió sonido alguno, Oscar entendió su alarma y se giró hacia la puerta.

Dowd se acercaba al círculo a toda prisa con una intención muy clara: conseguir un viaje al Segundo Dominio. Judith ya había comprobado, en aquel preciso lugar, las horribles consecuencias que conllevaba semejante interferencia, y se abrazó a Oscar con el fin de prepararse para el golpe. No obstante, en lugar de dejar que el círculo se encargara de aquella amenaza, Oscar se alejó de ella y se dispuso a atacar a Dowd. El flujo del círculo multiplicó su violencia por diez, y el grabado de su cuerpo se convirtió en un galimatías sin sentido; sus colores se desdibujaron al instante. El dolor que creía desterrado regresó a ella. La sangre comenzó a manar desde su nariz hasta su boca, que permanecía abierta. Le picaba tanto la piel que también se habría hecho sangre al rascarse, de no ser porque el dolor de las articulaciones le impedía moverse.

No pudo identificar el borrón que tenía delante hasta que su mirada se clavó en el rostro de Oscar, salpicado de manchas y en carne viva, que le gritaba mientras salía del círculo. A pesar del terrible dolor que le provocaban los movimientos, Judith extendió las manos para atraparlo y lo aferró del brazo, decidida a compartir el destino que los esperaba, ya fuera Yzordderrex o la muerte. El hombre se agarró a ella, sujetándose a las manos que extendía e impulsándose de nuevo hacia el Expreso. En cuanto su rostro emergió del borrón que lo ocultaba todo más allá de su sonrisa, Judith comprendió su error: era a Dowd a quien había subido a bordo.

Lo soltó de golpe, movida más por el asco que por la rabia. Su rostro estaba desfigurado en extremo, le sangraban los ojos, los oídos y la nariz. Sin embargo, la mente del traslado ya trabajaba de nuevo en el texto de aquella carne y se preparaba para traducirla y transportarla. Judith no tenía forma de frenar el proceso, y abandonar el círculo en aquel momento sería un suicidio. Más allá, la escena se desfiguraba y oscurecía, pero pudo vislumbrar cómo Oscar se levantaba del suelo, y agradeció a cualquier deidad que protegiera esos círculos que al menos siguiera con vida. Oscar se acercaba de nuevo al círculo, pero pareció darse cuenta de que el tren se movía ya demasiado deprisa, porque retrocedió cubriéndose el rostro con los brazos. Segundos más tarde, todo aquello desapareció; la luz del sol que se filtraba por el umbral brilló por un instante con más intensidad que todo lo demás, pero después también se perdió en la oscuridad.

Lo único que podía ver en esos momentos era el entramado de líneas con las que el traductor había representado a su compañero de viaje; como no tenía otro punto de referencia, mantuvo la vista clavada en él, a pesar de que lo aborrecía hasta lo indecible. Cualquier sensación corporal había desaparecido. No tenía ni idea de si flotaba, caía o respiraba siquiera, si bien sospechaba que nada de eso estaba sucediendo. Se había convertido en una señal que se transmitía entre los Dominios, codificada en la mente del traslado. La escena que tenía delante (el brillante pictograma de Dowd) no era captada por el sentido de la vista, sino por el pensamiento, que resultaba ser la única moneda de curso legal en aquel viaje. Y, en ese instante, cuando su poder adquisitivo comenzaba a aumentar gracias a la familiaridad, el vacío que la rodeaba empezó a llenarse de detalles. El In Ovo, así había llamado Oscar a aquel lugar. Su oscuridad se inflaba en un millar de lugares cuya superficie se estiraba al máximo y estallaba para dar lugar a una serie de formas viscosas que, a su vez, brillaban y volvían a dividirse, como frutos cuyas semillas se plantaran unas dentro de otras y se alimentaran de la corrupción nacida de los desechos de sus predecesoras. A pesar de lo repulsivo que resultaba todo aquello, no podía compararse con lo que vino a continuación: unas entidades nuevas que no eran más que los despojos de la mesa de un caníbal, descarnadas y carentes de sangre; parecían ridículos bosquejos de vida que no pudieran llevar a cabo la traducción a materia sólida alguna. Por muy primitivos que fueran, sintieron la presencia de formas de vida evolucionadas en sus dominios y se alzaron hacia los viajeros como los condenados al paso de los ángeles. Sin embargo, no se movieron con la suficiente rapidez. Los visitantes siguieron su camino y se alejaron; la oscuridad se cerró sobre sus inquilinos y retrocedió.

Jude podía ver el cuerpo de Dowd en medio de su pictograma, aún sin sustancia pero con un brillo que aumentaba por momentos. Junto con aquella visión regresó la agonía del traslado, pero no con tanta fuerza como al comienzo del viaje. Se alegraba de sentir el dolor si eso significaba que sus nervios volvían a pertenecerle; porque, con toda seguridad, eso indicaba que el viaje estaba a punto de finalizar. Los horrores del In Ovo casi habían desaparecido por completo cuando volvió a sentir un ligero calor en el rostro. Sin embargo, el aroma que aquel calor llevó a sus fosas nasales fue una prueba más evidente de que la ciudad estaba cerca: una mezcla de olores dulces y amargos que había olido por primera vez en el aire que había brotado del Retiro, meses atrás.

Vio que una sonrisa aparecía en el rostro de Dowd: una sonrisa que cuarteó la sangre que ya se le había secado; una sonrisa que se convirtió en carcajada en cuestión de segundos, y que reverberó contra las paredes del sótano del mercader Pecador a medida que la estancia se materializaba a su alrededor. Judith no quería sentir lo mismo que él, no después de los daños que Dowd había provocado, pero no pudo evitarlo. La sensación de alivio que experimentó al saber que el viaje no la había matado, y la pura euforia de estar por fin en aquel lugar después de tanto tiempo, hicieron que la risa aflorara a su rostro y que el aire del Segundo Dominio entrara en sus pulmones con cada aliento.

Capítulo 31

1

A ocho kilómetros ladera arriba de la casa donde Jude y Dowd respiraban sus primeras bocanadas del aire de Yzordderrex, el Autarca de los Dominios reconciliados se sentaba en una de sus torres de vigilancia mientras escrutaba la ciudad a la que había guiado hacia tan notorios excesos. Había regresado del palacio de Kwem tan solo tres días atrás, pero, a cada hora que pasaba, alguien (por regla general Rosengarten) le traía noticias frescas sobre los actos de rebelión civil. Algunos de ellos tenían lugar en regiones tan remotas de Imajica que las noticias habían tardado semanas en llegar a sus oídos; otros, que no dejaban de ser los más inquietantes, se producían prácticamente al otro lado de los muros del palacio. Mientras meditaba masticaba un poco de kreauchee, una droga a la que era adicto desde hacía unos setenta años. Sus efectos secundarios eran graves y poco predecibles en aquellos que no estuvieran acostumbrados. Los periodos letárgicos se alternaban con ataques de priapismo y con alucinaciones psicóticas. En ocasiones, los dedos de las extremidades se hinchaban hasta alcanzar proporciones grotescas. No obstante, el organismo del Autarca llevaba tantos años empapado de kreauchee que la droga no tenía efecto alguno sobre sus facultades físicas ni mentales, por lo que podía disfrutar de la evasión del dolor que la sustancia le proporcionaba sin tener que soportar sus inconvenientes.

O, al menos, ese había sido el caso hasta poco tiempo atrás. En esos momentos la droga se negaba a proporcionarle alivio, como si se hubiera aliado con las fuerzas que se empeñaban en destruir su sueño allí abajo. Había exigido que lo reabastecieran con un suministro fresco mientras meditaba en el Eje, pero se había visto obligado a regresar a Yzordderrex para descubrir que sus proveedores del kesparate Scoriae habían sido asesinados. Supuestamente, sus asesinos eran miembros de la Carestía, una orden de shammistas renegados (adoradores de la Madona, según se rumoreaba) que llevaban años fomentando la revolución, pero que, hasta esos momentos, no habían representado amenaza alguna para el status quo. Por tanto, los había dejado vivir en aras del entretenimiento. Sus panfletos, una mezcla de fantasías castradoras y teología barata, no eran más que ridículos sainetes y, con su líder Atanasio en prisión, muchos de ellos se habían replegado hacia el desierto con el fin de proseguir sus cultos en los márgenes del Primer Dominio, en un lugar llamado Mácula, donde la sólida realidad del Segundo languidecía hasta desvanecerse. No obstante, Atanasio había logrado escapar de su custodia y había regresado a Yzordderrex con nuevas llamadas a las armas. Su primer acto de desafío, según los indicios, había sido el asesinato de los traficantes de kreauchee. Un hecho insignificante, si bien causaba alguna que otra inconveniencia calculada de antemano por el rebelde. Sin duda, Atanasio estaría pregonando que había sido un acto de sanación civil realizado en nombre de la Madona. El Autarca escupió la bola de kreauchee que estaba mascando y se marchó de la torre de vigilancia camino de las habitaciones de Quaisoir (para lo cual tenía que atravesar el monumental laberinto de los corredores del palacio), con la esperanza de poder sisarle a la mujer un poco de droga, por insignificante que resultara el alijo. Tanto a su derecha como a su izquierda se extendían pasillos tan inmensos que ninguna voz humana podría resonar en ellos; en cada uno se abría una hilera de habitaciones, todas rematadas con un gusto exquisito y todas exquisitamente vacías, y cuyos techos eran tan altos que bien podrían formarse nubes allá arriba. A pesar de que sus iniciativas arquitectónicas se habían considerado en su día cómo la maravilla de los Dominios, la enormidad de su ambición y sin duda también la de sus logros, se burlaba de él en esos momentos. Había malgastado sus energías con esas construcciones inútiles, cuando debería haberse volcado en las consecuencias que la creación de su imperio había causado en la inmensidad de Imajica. Los problemas a los que se enfrentaba no estaban provocados por los pogromos que él mismo había instigado, según decían los informes de sus analistas. El malestar no era más que la consecuencia de una serie de cambios menos violentos que estaban teniendo lugar en la estructura de los Dominios, de los cuales, tal vez, la construcción de Yzordderrex y del resto de las ciudades hermanadas fuese el más significativo. Todos los ojos se habían vuelto para contemplar la deslumbrante gloria de las nuevas ciudades, y se había creado un nuevo panteón para aquellas tribus y comunidades que habían dejado de creer mucho tiempo atrás en las deidades de las rocas y los árboles. Cientos de miles de campesinos habían abandonado sus polvorientos y yermos valles para reclamar su trocito de milagro, aunque habían acabado fermentando su envidia y desesperación en agujeros malsanos como Vanaeph. Ese era uno de los caldos de cultivo de los revolucionarios, en palabras de los analistas; nada que ver con la ideología, sino con la frustración y la ira. Por otra parte, estaban aquellos que habían visto la oportunidad de obtener beneficios en la anarquía, como esa nueva especie de nómadas que había hecho del todo imposible transitar por ciertos tramos de la Vía Crucis; bandidos locos e implacables que se recreaban en su propia notoriedad. Y, por último, los nuevos ricos; dinastías creadas por la explosión del consumismo que la construcción de Yzordderrex había traído consigo. Durante los primeros tiempos, habían buscado la protección del régimen para defenderse de la codicia de los pobres. El problema era que el Autarca había estado muy ocupado construyendo su palacio y no les había ayudado, por lo que las dinastías habían creado sus propios ejércitos privados para controlar sus tierras, y habían jurado lealtad al Imperio al mismo tiempo que conspiraban contra él. En esos momentos, tales conspiraciones no eran solo teóricas. Con los ejércitos preparados para defender sus propiedades, los barones de la explosión económica anunciaban su independencia tanto de Yzordderrex como de sus impuestos.

De todos modos, siempre según los analistas, no había evidencia alguna de confabulación entre todos esos elementos disidentes. ¿Cómo iba a haberla? No tenían ni un solo principio filosófico en común. Eran neofeudalistas, neocomunistas y neoanarquistas; enemigos entre ellos. El hecho de que se hubieran alzado al unísono era pura coincidencia. O, tal vez, la influencia de una conjunción astral desafortunada.

El Autarca no prestaba demasiada atención a semejantes afirmaciones. El escaso placer que le había procurado la política en los inicios de su régimen no había tardado en desvanecerse. Esa habilidad no era su fuerte; la política le resultaba tediosa e insípida. Había nombrado a sus Tetrarcas para que gobernaran los cuatro Dominios reconciliados (el Tetrarca del Quinto lo hacía in absentia, por supuesto), y eso le había permitido concentrarse en su obsesión por convertir Yzordderrex en la ciudad que ridiculizaría al resto de las ciudades, con el palacio como su gloriosa corona. No obstante, lo que había creado era un monumento al despropósito que, en cuanto se encontraba bajo la influencia del kreauchee, atacaba como si de algún enemigo se tratara.

Un día, sin ir más lejos, sumido en uno de sus ataques visionarios, había ordenado que destrozaran todas las ventanas del ala del palacio que daba al desierto, y que se extendieran toneladas de carne en mal estado sobre los mosaicos del suelo. Al día siguiente, unas enormes bandadas de aves carroñeras habían abandonado las ardientes corrientes de aire del desierto para comer y anidar sobre las mesas y las camas que se habían dispuesto para la realeza de los Dominios. En otro de esos episodios, había hecho traer peces desde el delta para echarlos en las bañeras. Con agua templada y abundante comida, demostraron ser tan fecundos que en pocas semanas podría haber caminado sobre sus lomos. Poco después, las bañeras acabaron superpobladas y pasó innumerables horas observando las consecuencias: parricidios, fratricidios e infanticidios. Pero la venganza más cruel que había inflingido a sus estancias era la más privada de todas. Una a una, utilizaba las altas paredes de sus habitaciones, en las que siempre caía una fina llovizna desde la capa de nubes que se formaba en sus techos, como escenarios en los que representar obras cuyos actores no fingían nada, ni siquiera la muerte; y, cuando la última escena llegaba a su fin, ordenaba sellar la puerta de cada teatro con la misma minuciosidad con la que se sellaría la cámara funeraria de un rey, para luego trasladarse a otra estancia. El glorioso palacio de Yzordderrex se convertía así, poco a poco, en un mausoleo.

La suite a la que entraba en esos momentos se encontraba exenta, no obstante, de ese proceso. Los baños, dormitorios, salas de estar y la capilla que conformaban los aposentos de Quaisoir eran un estado en sí mismo, y le había jurado, hacía mucho tiempo, que jamás violaría su morada. Ella había decorado las diferentes estancias con toda la exuberancia y todos los objetos lujosos que satisfacían su gusto ecléctico. Él mismo había favorecido esa estética antes de caer en su presente estado de melancolía. Había llenado los dormitorios que en esos momentos ocupaban las aves de carroña con impecables copias de muebles de estilo barroco y rococó, había ordenado que sus paredes fueran un reflejo de las de Versalles y había revestido los cuartos de baño con oro. Pero había perdido el gusto por semejantes extravagancias mucho tiempo atrás y, en esos momentos, la simple visión de las habitaciones de Quaisoir le provocaba tales náuseas que, si no se viera obligado a visitarla por necesidad, se habría dado la vuelta horrorizado ante semejante despliegue de opulencia.

Llamó a su esposa a gritos según atravesaba las distintas habitaciones. En primer lugar pasó por los vestíbulos, cubiertos con los restos de una docena de almuerzos; todos estaban vacíos. Después dejó atrás la sala de audiencias, decorada aun con más grandiosidad que los restantes salones, pero también vacía. Y, por fin, llegó al dormitorio. Nada más acercarse a la puerta, escuchó las pisadas de la sirvienta de Quaisoir, Concupiscencia, sobre el suelo de mármol. La criatura apareció ante él completamente desnuda, como era habitual; de su espalda surgía una multitud de extremidades multicolores que eran tan ágiles como el rabo de un mono; sus patas delanteras eran unos apéndices marchitos y carentes de huesos que habían involucionado a lo largo de las generaciones hasta quedar reducidas a un par de miembros vestigiales. Sus enormes ojos verdes lloraban constantemente y las extremidades aladas que tenía a ambos lados del rostro se veían obligadas a enjugar la humedad que descendía por sus arreboladas mejillas.

—¿Dónde está Quaisoir? —exigió saber.

Ella hizo un coqueto movimiento con uno de sus apéndices para cubrirse la parte inferior del rostro y soltó una risilla semejante a la de una geisha. El Autarca había dormido con ella en una ocasión, durante uno de los trances provocados por el kreauchee, y la criatura jamás dejaba pasar la oportunidad de flirtear con él.

»Ahora no, por amor de Dios —la reprendió, asqueado ante el coqueteo—. ¡Quiero ver a mi esposa! ¿Dónde está?

Concupiscencia meneó la cabeza al tiempo que se alejaba tanto de sus gritos como de su puño. Él pasó a su lado y entró en el dormitorio. Si su esposa tenía alguna brizna de kreauchee, por pequeña que fuera, debía de estar allí, en su tocador, puesto que ese era el lugar donde holgazaneaba días y días mientras escuchaba los himnos y nanas que entonaba Concupiscencia. La habitación olía como un burdel del puerto: en el ambiente flotaba una docena de empalagosos perfumes, al igual que lo hacían los velos que rodeaban la cama.

—¡Quiero kreauchee! —exclamó—. ¿Dónde está?

Concupiscencia volvió a agitar la cabeza y, en esa ocasión, el movimiento estuvo acompañado de un gimoteo.

»¿Dónde? —gritó él—. ¿Dónde?

Tanto el perfume como los velos le daban náuseas y, en un ataque de ira, comenzó a rasgar las sedas y los delicados tejidos. La criatura no intervino hasta que el Autarca cogió una Biblia que yacía abierta sobre los almohadones y amenazó con romper sus delgadas páginas.

—¡No, ze lo zuplico! —exclamó ella con voz aguda—. ¡Ze lo zuplico! Me dará una zomanta de paloz zi ze carga el Libro. Quaizoir adora eze Libro.

El Autarca no escuchaba el colorido y chapurreado inglés de las islas con frecuencia, y su sonido, tan deformado como aquella que lo hablaba, lo enfureció aún más. Desgarró unas cuantas páginas de la Biblia con el simple propósito de hacerla chillar otra vez. Ella le dio el gusto.

—¡Quiero kreauchee! —gritó.

—¡Ahora lo buzco! ¡Ahora lo buzco! —contestó la criatura, y lo precedió desde la habitación hasta el enorme vestidor contiguo, donde comenzó a rebuscar entre las cajas doradas que había sobre el tocador de Quaisoir.

Al ver el reflejo del Autarca en el espejo, le dedicó una sonrisilla muy similar a la de un niño al que hubieran pillado con las manos en la masa, y sacó un paquete de la caja más pequeña. Él se la arrebató de las manos antes de que la criatura tuviera oportunidad de ofrecérsela. Por el olor que asaltó su nariz supo que era mercancía de primera calidad y, sin dudarlo un instante, desenvolvió el paquete y se llevó toda la cantidad a la boca.

—Buena chica —le dijo a Concupiscencia—. Buena chica. Ahora dime, ¿sabes dónde lo ha conseguido tu señora?

La criatura negó con la cabeza.

Ze largó zola a loz kezparatez, como hace muchaz nochez. A vecez ze vizte de mendiga, otraz de...

—Puta.

—No, no. Quaizoir no ez puta.

—¿Eso es lo que está haciendo ahora? —preguntó el Autarca—. ¿Prostituyéndose? Un poco temprano para eso, ¿no crees? ¿O es que cobra menos por las tardes?

El kreauchee era mejor de lo que había esperado; sentía cómo comenzaba a hacerle efecto mientras hablaba, alejando su melancolía y reemplazándola con un intenso zumbido. Si bien no había penetrado a su esposa desde hacía cuatro décadas (ni tenía deseo alguno de hacerlo), las noticias de sus infidelidades todavía eran capaces de sumirlo en un estado depresivo según el humor en que se encontrara. Pero la droga se llevó todo su dolor. Quaisoir podía acostarse con cincuenta hombres al día y, aun así, no se apartaría ni un centímetro de su lado. No tenía la más mínima importancia que se odiaran o se sintieran unidos por la pasión. La historia los había hecho inseparables y los mantendría juntos hasta que el Apocalipsis los separara.

—Ella no hace de puta —protestó Concupiscencia, decidida a defender el honor de su señora—. Ze ha largao a Zcoriae.

—¿Al kesparate Scoriae? ¿Para qué?

—Ejecuciones —contestó Concupiscencia, que había aprendido esa palabra de labios de su señora y la pronunciaba a la perfección.

—¿Ejecuciones? —repitió el Autarca, sintiendo que una leve inquietud se abría paso entre el sosiego que le proporcionaba el kreauchee—. ¿Qué ejecuciones?

Concupiscencia meneó la cabeza.

—Ni idea —contestó—. Ejecuciones y punto. Ejecuciones permitidaz. Ella reza.

—Seguro que sí.

To'z nozotroz rezamoz por ezaz almaz, azí van al Invizible purificaoz....

Y siguieron más frases que repetía cual loro: el mismo tipo de jerigonza cristiana que le resultaba tan nauseabunda como la decoración. Y, al igual que sucedía con la decoración, aquello era a lo que se dedicaba Quaisoir. Había abrazado la fe del Hombre de los Pesares unos cuantos meses atrás, y no había tardado mucho en afirmar que era su prometida. Otra infidelidad, no tan sifilítica como las otras tantas que la habían precedido, pero igual de patética.

El Autarca dejó que Concupiscencia siguiera con su cháchara y ordenó a su guardaespaldas que fuese en busca de Rosengarten. Había algunas preguntas que necesitaban respuestas, y rápidas, o las cabezas de los scoriae no serían las únicas en rodar.

2

A medida que avanzaban por la Vía Crucis, Cortés había llegado a creer que la presencia de Hurra era una bendición en lugar de una carga, como pensara en un principio. Estaba seguro de que si no hubiera estado con ellos en la Cuna, la diosa Tishalullé no habría intercedido en su favor; así como tampoco habría resultado tan fácil viajar haciendo dedo si no hubieran tenido a una niña encantadora que atrajera a los coches con su pulgar. A pesar de los meses que había pasado escondida en lo más recóndito del asilo (o tal vez gracias a ellos), Hurra estaba ansiosa por entablar conversación con todo el mundo y, gracias a las respuestas de sus inocentes preguntas, tanto él como Pai recabaron una enorme cantidad de información que Cortés dudaba mucho que hubieran podido obtener de otro modo. Mientras cruzaban la calzada que llevaba a la ciudad, se había enzarzado en una conversación con una mujer que le había proporcionado con toda despreocupación una lista de los kesparates, e incluso había señalado aquellos que resultaban visibles desde el lugar por donde caminaban. Había demasiados nombres y direcciones para que Cortés los retuviera en la memoria, pero un vistazo a Pai le confirmó que el místico estaba escuchando con atención y que sería capaz de recitarlos de memoria para cuando estuvieran al otro lado.

—Maravilloso —le dijo Pai a Hurra cuando la mujer se separó de ellos—. No estaba seguro de poder encontrar el camino que me llevara al kesparate de mi gente. Ahora ya sé cómo hacerlo.

—Subimos hasta Oke T'Noon y de allí vamos a Caramess, donde fabrican las golosinas del Autarca —dijo Hurra, repitiendo las indicaciones como si las estuviera leyendo de una pizarra—. Seguimos el muro de Caramess hasta llegar a la calle Smooke y luego subimos hasta el Viático, desde donde podremos ver las puertas.

—¿Cómo eres capaz de recordar todo eso? —preguntó Cortés, y Hurra replicó, con un tono ligeramente desdeñoso, que cómo podía haberlo olvidado él.

—No debemos perdernos —dijo la niña.

—No lo haremos —la tranquilizó Pai—. Habrá gente en mi kesparate que nos ayudará a buscar a tus abuelos.

—Si no lo hacen, no importa —respondió Hurra, mirando alternativamente a Cortés y a Pai de modo solemne—. Os acompañaré al Primer Dominio. Me da igual. Me gustaría ver al Invisible.

—¿Y cómo sabes que es allí adónde vamos? —dijo Cortés.

—Os he oído hablar de eso —le contestó la niña—. Es lo que vais a hacer, ¿no? No os preocupéis, no estoy asustada. Hemos visto a una Diosa, ¿verdad? Pues Él será igual, solo que un poco más feo.

Esa opinión tan poco halagüeña hizo mucha gracia a Cortés.

—Eres un ángel, ¿lo sabes? —le dijo al tiempo que se ponía en cuclillas y la rodeaba con sus brazos.

Hurra había cogido varios kilos de peso desde que comenzaron su viaje, por lo que cuando le devolvió el abrazo a Cortés, este notó su fuerza.

—Tengo hambre —le dijo la niña al oído.

—En ese caso, buscaremos un lugar donde comer —le contestó él—. No podemos permitir que nuestro ángel pase hambre.

Caminaron por las empinadas calles del Oke T'Noon hasta que se vieron libres de la aglomeración de viajeros procedentes de la carretera. Encontraron un buen número de establecimientos que ofrecían desayunos muy variados, desde puestecillos donde se vendía pescado a la brasa hasta cafés que bien podrían haber sido sacados de las calles de París; no obstante, la clientela que sorbía su café era mucho más extraordinaria de lo que jamás podría alardear la mencionada ciudad del exotismo. Muchos de ellos pertenecían a ciertas especies cuyas características Cortés ya daba por sentadas: oethaques y herateos; algunos parientes lejanos de mamá Espléndido y de Hammeryock; incluso unos cuantos que le recordaban a aquel crupier de un solo ojo de Hagan Juego. No obstante, por cada miembro de una tribu cuyos rasgos le resultaran familiares, había dos o tres que no reconocía. Al igual que sucediera en Vanaeph, Pai le había advertido que no les convendría demasiado que se quedara mirando a la gente más de la cuenta y, por tanto, hizo lo que pudo para disimular lo mucho que disfrutaba de la colección de cortesías, bromas, locuras, andares, pieles y gritos que llenaba las calles. Pero era difícil. Tras caminar un rato, encontraron un pequeño café cuyo aroma a comida les resultó bastante tentador y Cortés se sentó a una mesa situada junto a una de las ventanas, desde donde podía observar el desfile sin que su interés llamara la atención.

—Tenía un amigo llamado Klein en el Quinto Dominio —dijo mientras comían—. Le gustaba preguntar a la gente lo que harían si supieran que solo les quedaban tres días de vida.

—¿Y por qué tres? —preguntó Hurra.

—No lo sé. ¿Por qué no? Es un número sin más.

—«En cualquier obra de ficción solo hay espacio para tres actores» —puntualizó el místico—. «El resto debe ser...» —su voz se perdió a mitad de la cita—... «procuradores» y bla, bla, bla. Es una cita de Pluthero Quexos.

—¿Quién es?

—Da igual.

—¿Por dónde iba?

—Hablabas de Klein —contestó Hurra.

—Cuando me hizo esa pregunta, le dije: «si solo me quedaran tres días iría a Nueva York, porque allí es donde hay más oportunidades de poder vivir los sueños más salvajes». Pero ahora que he visto Yzordderrex...

—Y no has visto casi nada —señaló Hurra.

—Lo suficiente, ángel. Si me pregunta otra vez, le responderé: me encantaría morir en Yzordderrex.

—Mientras desayuno con Pai y Hurra —dijo la niña.

—Perfecto.

—Perfecto —repitió ella, imitando la entonación de Cortés.

—¿Hay algo que no se pueda encontrar aquí?

—Un poco de paz y tranquilidad —recalcó Pai.

El bullicio que llegaba desde el exterior era bastante ruidoso, aun dentro del local.

—Estoy seguro de que encontraremos algún que otro patio en el palacio —dijo Cortés.

—¿Allí vamos? —quiso saber Hurra.

—Escúchame bien —dijo Pai—. En primer lugar, el señor Zacharias no tiene ni idea de qué coño está hablando...

—Esa lengua, Pai —lo interrumpió Cortés.

—Y en segundo lugar, te hemos traído hasta aquí para buscar a tus abuelos, y esa es nuestra prioridad. ¿Está claro, señor Zacharias?

—¿Y si no los encontráis? —preguntó Hurra.

—Lo haremos —respondió Pai—. Mi gente conoce esta ciudad de cabo a rabo.

—¿Tú crees que eso es posible? —dijo Cortés—. No sé por qué, pero me parece bastante improbable.

—Cuando te hayas bebido el café —le dijo Pai— dejaré que te demuestren lo equivocado que estás.

En cuanto llenaron los estómagos se pusieron en marcha a través de las calles, siguiendo la ruta que les habían marcado: de Oke T'Noon a Caramess y, desde allí, siguieron el muro hasta que llegaron a la calle Smooke. A decir verdad, las indicaciones no demostraron ser del todo fiables. La calle Smooke, que era una carretera estrecha y estaba mucho menos transitada que las que acaban de dejar atrás, no los llevó al Viático como les habían dicho, sino a un laberinto de edificios tan sencillos que parecían barracones. Se veían niños que jugaban en la tierra y, entre ellos, unos cuantos ragemy salvajes, un desafortunado cruce entre cerdo y perro que Cortés había visto asado y servido en Mai-Ké, pero que parecía ser tratado como mascota en Yzordderrex. Ya fuese por el lodo, por los niños o por el hedor de los ragemy, había legiones de zarzis amontonadas sobre ellos.

—Nos habremos desviado en un cruce —dijo el místico—. Será mejor que...

Se detuvo a mitad de la frase al escuchar un grito, procedente de un lugar cercano, que había logrado que los niños se pusieran en pie y salieran corriendo en busca de su origen. Entre la algarabía destacaba un chillido bastante desagradable que se alzaba y decaía como el grito de un guerrero. Antes de que Pai o Cortés pudieran siquiera comentar ese detalle, Hurra echó a correr tras el resto de los niños, sorteando charcos y ragemys. Cortés miró a Pai, que se encogió de hombros. Ambos se pusieron en marcha detrás de la niña, y el rastro los guió hasta un callejón que desembocaba en una calle ancha y transitada, pero que se vaciaba a una velocidad vertiginosa a medida que transeúntes y conductores por igual buscaban refugio de aquello que se avecinaba colina abajo.

El hombre que gritaba llegó en primer lugar: un tipo el doble de alto que Cortés que iba ataviado con una armadura y que sujetaba en las manos sendas banderas escarlatas, cuyos extremos se arrastraban a su paso mientras corría. El volumen y el tono de su grito no quedaban ensombrecidos por la velocidad a la que se movía. A su espalda avanzaba un batallón de soldados engalanados con armaduras similares a la del vociferador (ninguno de ellos medía menos de dos metros y medio de altura), seguido por un vehículo que había sido diseñado sin ningún género de duda para subir y bajar las empinadas calles de la ciudad con la mínima molestia para sus pasajeros. Las ruedas eran de la misma altura que el soldado que gritaba, y el chasis del vehículo estaba dispuesto entre ellas. Su carrocería era oscura y brillante, pero aún más oscuras eran las ventanas. Una gaviota había quedado apresada entre los radios de las ruedas en el camino de descenso de la colina. El pájaro aleteaba y sangraba al compás del movimiento de las ruedas; sus gritos, si bien lastimeros, complementaban a la perfección la cacofonía provocada por las ruedas, el motor y los gritos.

Aunque la niña no corría peligro de ser golpeada, Cortés agarró a Hurra mientras el vehículo pasaba a gran velocidad por delante de ellos. Ella se dio la vuelta para mirarlo con una enorme sonrisa.

—¿Quién va ahí dentro? —preguntó la niña.

—No lo sé.

Una mujer que había buscado refugio en el portal que había junto a ellos les proporcionó la respuesta:

—Quaisoir —contestó—. La mujer del Autarca. Están arrestando gente en Scoriae. Más carestes.

Hizo un pequeño gesto con los dedos, moviéndolos de ojo a ojo y de allí a la boca, para acabar presionando los nudillos de los dedos índice y anular contra la nariz al tiempo que el dedo corazón tiraba del labio inferior. Realizó el movimiento con la rapidez propia de alguien que está más que acostumbrado a hacer la señal incontables veces al cabo del día. Al instante, se dio la vuelta y bajó por la calle manteniéndose siempre pegada a la pared.

—Atanasio era un careste, ¿no es cierto? —preguntó Cortés—. Deberíamos ir a ver qué está ocurriendo.

—Hay demasiada gente —dijo Pai.

—Nos quedaremos atrás —replicó Cortés—. Quiero ver cómo se las gasta el enemigo.

Y sin darle tiempo a Pai para protestar, Cortés tomó la mano de Hurra y se dispuso a correr en pos de la tropa de Quaisoir. No resultó difícil seguir su rastro. A lo largo del recorrido, no dejaban de asomarse rostros en puertas y ventanas, como anémonas que volvieran a salir después de que la barriga de un tiburón las hubiese rozado: temerosas y preparadas para volver a ocultar sus delicadas cabezas ante el más leve indicio de una sombra. Tan solo un par de niños, que aún no comprendían lo que era el terror, tomaron la misma decisión que los tres extraños que recorrían la calle y se echaron al centro de la calzada, donde el brillo del cometa era más fuerte. Los niños no tardaron mucho en ser devueltos a la relativa seguridad de los portales en los que se ocultaban sus guardianes.

El océano apareció ante ellos a medida que descendían la colina, así como el puerto, que podía verse entonces entre los tejados de las casas, mucho más antiguas en ese vecindario que las que se alzaban en Oke T'Noon o en la parte alta, en el Caramess. El aire era limpio y soplaba la brisa, lo que avivó sus pasos. Poco después, los edificios de viviendas dieron paso a las construcciones portuarias y se encontraron rodeados por almacenes, grúas y silos. Sin embargo, la zona no estaba ni mucho menos desierta. Los trabajadores no se asustaban con la misma facilidad que los ocupantes del kesparate adyacente al puerto, y muchos de ellos habían hecho un alto en su labor para averiguar de qué iba todo aquel alboroto. Componían un grupo bastante más homogéneo del que Cortés había visto hasta el momento; la mayoría eran híbridos de oethac y horno sapiens, hombres enormes de aspecto rudo que, en número suficiente, podrían dar una buena paliza al batallón de Quaisoir, sin duda alguna. Cortés alzó a Hurra sobre su espalda en cuanto se unieron a la multitud, por temor a que la niña resultara pisoteada. Algunos de los trabajadores de los muelles miraron a Hurra con una sonrisa mientras que otros les dejaron paso con el fin de que se encaramaran a un lugar más seguro entre el gentío. Cuando volvieron a ver el batallón, la muchedumbre los ocultaba por completo.

A un pequeño contingente de soldados se le había asignado la misión de mantener a los espectadores alejados del perímetro donde iba a desarrollarse la acción; y en esas estaban cuando fueron superados en número y la multitud, que cada vez era más numerosa, sobrepasó la zona acordonada camino del escenario de la batalla: un almacén situado a unos treinta metros calle abajo, que parecía haber sido sitiado. Sus muros presentaban señales de disparos y las ventanas del piso inferior estaban ennegrecidas por el humo. Las tropas que llevaban a cabo el asedio (que no estaban pertrechadas de modo tan llamativo como los soldados de Quaisoir, sino con el uniforme monocromo que Cortés había visto en L'Himby) estaban en esos momentos sacando cuerpos del almacén. Algunos soldados se encontraban en el piso superior del edificio, arrojando a los muertos, y a un par a quienes todavía les quedaba un resquicio de vida, por las ventanas, hacia el sangriento montón que se apilaba en la calle. Cortés se acordó de Beatrix. ¿Era ese ruinoso edificio otra de las huellas de la mano del Autarca?

—No deberías ver esto, ángel —le dijo Cortés a Hurra al tiempo que intentaba bajarla de sus hombros. Sin embargo, la niña se aferró con rapidez al cabello de Cortés para evitarlo.

—Quiero ver —contestó—. Lo he visto con papá muchas veces.

—Bueno, pero no vayas a vomitarme en la cabeza —le advirtió Cortés.

—No lo haré —replicó la niña, indignada ante semejante insinuación.

Más abajo tenían lugar nuevas muestras de brutalidad. Habían sacado a un superviviente del edificio y los soldados le estaban dando patadas a pocos metros del vehículo de Quaisoir, cuyas ventanas y puertas seguían cerradas. Otro hombre se defendía como podía de los ataques de las bayonetas, desafiando a gritos a sus atacantes mientras estos lo rodeaban. Pero la acción se detuvo súbitamente cuando un hombre, ataviado con lo que no parecían ser más que unos cuantos harapos, apareció en el tejado del almacén y extendió los brazos como un alma en busca del martirio, tras lo cual comenzó a arengar a los congregados al pie del edificio.

—¡Es Atanasio! —murmuró Pai, atónito.

El místico gozaba de una vista mucho más aguda que la de Cortés, que tuvo que entornar los ojos y esforzarse mucho para poder confirmar la identidad del hombre. Ciertamente, se trataba del padre Atanasio. Llevaba la barba y el cabello más largos que nunca, y sangraba por las manos, la frente y uno de los costados.

—¿Qué coño está haciendo ahí arriba? —preguntó Cortés—. ¿Dando un sermón?

El sermón de Atanasio no iba dirigido en exclusiva a las tropas y a las víctimas reunidas a los pies del edificio. En varias ocasiones, dirigió su mirada hacia la multitud y gritó algo. Si estaba lanzando acusaciones, oraciones o una llamada a las armas, solo el viento lo supo, ya que sus palabras se perdieron en la brisa. Sin sonido alguno, su actuación resultaba ligeramente absurda y, por descontado, suicida. Por debajo, comenzaban a levantarse los rifles para ponerlo en el punto de mira.

No obstante, antes de que sonara un solo disparo, el primer prisionero, al que habían obligado a base de patadas a arrodillarse muy cerca del vehículo de Quaisoir, se escapó. Los soldados que lo retenían, distraídos por la representación de Atanasio, tardaron en reaccionar y, para cuando lo hicieron, su víctima corría hacia la multitud, ignorando cualquier otra vía de escape que tal vez resultara más rápida. La muchedumbre comenzó a apartarse, anticipándose a la llegada del hombre, pero el batallón que lo perseguía ya estaba apuntándolo con los rifles. Al darse cuenta de que tenían toda la intención de abrir fuego en dirección al gentío, Cortés se puso en cuclillas y, con un grito, ordenó a Hurra que bajara de sus hombros. La niña no protestó en esa ocasión. Mientras obedecía, sonaron los primeros disparos. Cortés echó un vistazo a la masa de cuerpos y vio fugazmente que Atanasio caía hacia atrás, como si lo hubieran golpeado, y desaparecía tras el antepecho que rodeaba el tejado.

—Menudo imbécil —dijo para sí mismo. Estaba a punto de alzar en brazos a Hurra y alejarla de allí cuando una segunda andanada de disparos lo detuvo en seco.

Uno de los trabajadores del muelle, que se encontraba a menos de un metro del lugar donde él estaba arrodillado, fue alcanzado por una bala y cayó como un árbol derribado. Al tiempo que se incorporaba, Cortés escudriñó el gentío en busca de Pai. El careste fugado también había sido abatido, pero seguía tambaleándose hacia delante, camino de una muchedumbre que, en esos momentos, no salía de su asombro. Algunos comenzaban a escapar; oíros permanecían donde estaban como señal de desafío, y unos cuantos se acercaron al trabajador caído para prestarle ayuda.

Era poco probable que el careste viera lo que estaba sucediendo. A pesar de que el ímpetu de su carrera le hacía seguir avanzando, su rostro, demasiado joven para poder presumir de barba, carecía de expresión alguna y sus pálidos ojos tenían un aspecto vidrioso. Comenzó a mover los labios como si quisiera pronunciar unas palabras finales, pero uno de los tiradores apostados tras él le negó ese último deseo. Otra bala impactó en su nuca y salió por la garganta, exactamente por el lugar donde tenía tatuadas tres delgadas líneas azules, la segunda de las cuales dividía en dos su nuez. La fuerza del impacto lo impulsó hacia delante, por lo que los hombres que se interponían entre él y Cortés se apartaron. Su cuerpo cayó al suelo a un metro de Cortés, sin apenas señales de vida. A pesar de que tenía el rostro sobre el suelo, el muchacho movió las manos sobre la arena en dirección a los pies de Cortés, como si supiera exactamente hacia dónde se dirigía. El brazo izquierdo perdió fuerza antes de alcanzar su objetivo, pero el derecho tuvo la suficiente voluntad como para rozar la puntera de uno de sus desgastados zapatos.

Cortés escuchó el murmullo de Pai que le pedía que se alejara, pero no podía abandonar al chico, no en sus últimos momentos. Comenzó a inclinarse para darle un apretón a los moribundos dedos, pero llegó unos segundos tarde. El brazo perdió fuerza y la mano cayó al suelo, inerte.

—¿Quieres venir de una vez? —le dijo Pai.

Cortés apartó los ojos del cadáver y miró a su alrededor. La escena había logrado que tuviese toda una audiencia que lo observaba con una inquietante expectación pintada en el rostro; el respeto y el asombro se mezclaban en los espectadores junto con el anhelo evidente de que se produjera algún tipo de declaración. Cortés no tenía ninguna que ofrecer, así que extendió los brazos para que vieran que tenía las manos vacías. La muchedumbre siguió observándolo sin parpadear, y él estuvo a punto de creer que si no hablaba lo lincharían; pero, en ese momento, una nueva ráfaga de disparos procedentes del almacén sitiado rompió el silencio y los espectadores abandonaron su escrutinio, algunos de ellos sacudiendo la cabeza como si acabaran de salir de un trance. El segundo prisionero acababa de ser fusilado contra el muro del almacén y, en esos momentos, los soldados comenzaban a disparar a la pila de cuerpos amontonados en el suelo con el fin de silenciar a cualquier posible superviviente. Algunos miembros del batallón habían subido al tejado, posiblemente para coronar el montón de cadáveres con el cuerpo de Atanasio. Aunque se les negó tal satisfacción. O había fingido que lo herían, o había sobrevivido a duras penas a la herida y había conseguido ponerse a salvo mientras el drama seguía su curso abajo. Fuera como fuese, había dejado a sus perseguidores con tres palmos de narices.

Tres de los soldados encargados de contener a la multitud, que habían abandonado sus posiciones en cuanto se percataron de que sus compañeros comenzaban a disparar en dirección al gentío, reaparecieron para reclamar el cuerpo del fugitivo. Sin embargo, se encontraron con una resistencia pasiva, ya que los trabajadores rodearon el cadáver y dificultaron su tarea a base de empellones. Tuvieron que abrirse paso con las bayonetas y las culatas de los rifles, pero Cortés había tenido tiempo de apartarse del cuerpo del muchacho antes de que los soldados llegaran hasta él.

También tuvo tiempo de echar un vistazo por encima del hombro al escenario plagado de cuerpos que se veía por encima de las cabezas de los congregados. La puerta del vehículo de Quaisoir se había abierto y la esposa del Autarca había salido por fin a la luz del día, rodeada por un escuadrón de su guardia de élite a modo de escudo. Aquella era la consorte del tirano más vil de toda Imajica, y Cortés se arriesgó a detenerse un instante con la intención de atisbar la huella que habría dejado esa relación tan íntima con el mal.

En cuanto tuvo a la mujer a la vista, aun cuando su visión estaba lejos de ser perfecta, se quedó sin respiración. Era humana, y toda una belleza. No, no era una simple belleza. Era Judith.

Pai lo había agarrado del brazo y tiraba de él para salir de la multitud, pero Cortés no tenía la menor intención de moverse.

—¡Mírala! Dios. ¡Mírala, Pai! ¡Mírala!

El místico echó una ojeada a la mujer.

»Es Judith —le dijo Cortés.

—Eso es imposible.

—¡No! Es ella, ¡mírala con tus putos ojos! ¡Es Judith!

Y, en ese instante, como si su grito hubiera sido la chispa que incendiara la ira de la multitud que los rodeaba, la violencia estalló alrededor del trío de soldados, que aún no había conseguido sacar el cadáver del muchacho. Uno de ellos acabó en el suelo de un golpe, mientras que otro comenzó a disparar al tiempo que se retiraba. La erupción fue instantánea. Las navajas salieron de sus fundas y los machetes de los cinturones. En un lapso de cinco segundos la muchedumbre se había convertido en un ejército y, otros cinco segundos después, se había cobrado ya sus tres primeras vidas. Judith quedó eclipsada por la batalla y Cortés no tuvo más remedio que seguir a Pai, pensando más en la seguridad de Hurra que en la suya propia. Por extraño que pareciera, tenía la sensación de que no corría peligro, como si ese círculo de miradas expectantes hubiera lanzado una especie de hechizo protector sobre él.

—Era Judith, Pai —volvió a decirle una vez estuvieron lo bastante lejos de los gritos y los disparos como para poder mantener una conversación.

Hurra lo había cogido de la mano y le tiraba del brazo con nerviosismo.

—¿Quién es Judith? —preguntó.

—Una mujer que conocemos —contestó Cortés.

—¿Cómo es posible que sea ella? —El tono del místico reflejaba su ansiedad a la par que su irritación—. Hazte esa misma pregunta: ¿cómo es posible que sea ella? Si tienes alguna respuesta, estaré encantado de oírla. En serio. Dímelo.

—No lo sé —dijo Cortés—. Pero confío en mis ojos.

—La dejamos en el Quinto, Cortés.

—Pero si yo pude pasar, ¿por qué no ella?

—¿Y en tan solo dos meses se iba convertir en la esposa del Autarca? Una ascensión meteórica, ¿no te parece?

Se produjo una nueva andanada de disparos en el almacén, seguida de un griterío tan intenso que el eco de las voces reverberó en las piedras que había bajo sus pies. Cortés se detuvo, dio la vuelta y echó un vistazo desde la parte superior de la colina que descendía hasta el puerto.

—Va a haber una revolución —dijo sin más.

—Creo que ya ha comenzado —contestó Pai.

—La matarán —dijo Cortés, que había comenzado de nuevo a bajar la colina.

—¿Adónde coño vas? —gritó Pai.

—Yo voy contigo —dijo Hurra a voz en grito, pero el místico la detuvo antes de que pudiera seguir a Cortés.

—Tú no vas a ningún sitio —le advirtió Pai—, salvo a casa de tus abuelos. Cortés, ¿no vas a escucharme? Esa no es Judith.

Cortés se giró para mirar al místico e intentó convencerlo mediante el razonamiento.

—Si no es ella, es su doble; es su eco. Otra parte de ella que vive aquí en Yzordderrex.

El místico no contestó. Se limitó a observar a Cortés como si, con su silencio, lo alentara a seguir profundizando su teoría.

»Tal vez la gente pueda estar en dos sitios a la vez —prosiguió Cortés. Hizo una mueca de frustración—. Sé que era ella, y nada de lo que me digas va cambiar mi opinión. Id los dos al kesparate. Esperadme allí, yo...

Antes de poder finalizar las instrucciones, el pregonero que había anunciado con anterioridad el descenso de Quaisoir de la parte alta de la ciudad volvió a gritar de nuevo, esta vez mucho más alto, pero su voz fue ahogada casi al instante por una nueva oleada de vítores.

—Eso me suena a retirada —dijo Pai.

Veinte segundos más tarde quedó claro que estaba en lo cierto, ya que el vehículo de Quaisoir hizo una nueva aparición, rodeado por lo que quedaba de su destrozado séquito.

El trío tuvo tiempo de sobra para apartarse del camino de las ruedas y las botas mientras la comitiva subía la cuesta, dado que no se estaban retirando con la misma velocidad con la que llegaron. La lentitud no solo se debía a lo abrupto de la ascensión, sino también al hecho de que la mayoría de los soldados de élite había sufrido heridas en su intento por defender el vehículo del asalto, e iba dejando un rastro de sangre a su paso.

—Está claro que habrá represalias después de esto —comentó Pai.

Cortés murmuró su acuerdo mientras contemplaba fijamente la colina por la que había desaparecido el vehículo.

—Tengo que verla de nuevo —dijo.

—Eso va a ser difícil —replicó Pai.

—Ella querrá verme —alegó Cortés—. Si yo sé quién es, ella también sabrá quién soy yo. Te apuesto lo que quieras.

El místico hizo caso omiso de la apuesta y se limitó a añadir:

—¿Y ahora qué?

—Vamos a tu kesparate y reunimos un grupo de búsqueda que localice a la familia de Hurra. Después nos vamos a... —hizo un gesto con la cabeza en dirección al palacio— y echamos un vistazo más de cerca a Quaisoir. Tengo algunas preguntas que hacerle. Quienquiera que sea.

3

El viento cambió de dirección al mismo tiempo que el grupo desandaba sus pasos, y la fresca brisa del océano dio paso a un repentino y abrasador asalto procedente del desierto. Los ciudadanos estaban bien preparados para semejante variación climática y, al primer indicio de cambio en el viento, la eficiencia de los preparativos (que resultaron bastante cómicos por su mecánica ejecución) se apoderó de la calle. Las coladas y las macetas se recogieron de los alféizares de las ventanas; los ragemys y los gatos abandonaron sus lugares al sol y se introdujeron en los edificios; los toldos se recogieron y se cerraron las contraventanas. En cuestión de minutos, la calle se quedó vacía.

—Ya me he enfrentado antes a estas dichosas tormentas —dijo el místico—. No creo que nos haga mucha gracia caminar en mitad de una de ellas.

Cortés le dijo que no se preocupara y, tras alzar a Hurra y colocarla sobre sus hombros, comenzó a andar mientras la tormenta azotaba las calles. Unos minutos antes de que el viento arreciara, habían preguntado de nuevo por la dirección a un tendero y sus indicaciones revelaron que el hombre sabía por dónde andaba, ya que resultaron ser acertadas, si bien no podía decirse lo mismo de las condiciones en las que caminaban. El viento olía a flatulencia e iba acompañado de una cegadora carga de arena, por no mencionar el insoportable calor; pero, al menos, podían moverse libremente por las calles. Los únicos individuos que atisbaron fueron criminales, locos o vagabundos; categorías en las que ellos mismos podrían ser catalogados.

Llegaron al Viático sin equivocarse ni sufrir incidente alguno y, una vez allí, el místico afirmó conocer el camino. Algo más de dos horas después de haber dejado atrás el asedio del puerto, llegaron al kesparate Eurhetemec. La tormenta comenzaba a mostrar signos de fatiga, igual que ellos, pero la voz de Pai resonó con fuerza cuando hizo su anuncio:

—Aquí está. Este es el lugar donde nací.

El kesparate al que habían llegado estaba rodeado por una muralla, pero las puertas se encontraban abiertas y oscilaban con el viento.

—Guíanos —le dijo Cortés, al tiempo que dejaba a Hurra en el suelo.

El místico empujó la puerta de entrada y los precedió a través de las calles que el viento iba desvelando ante ellos, a medida que dejaba caer la arena a sus pies. Las calles subían hasta el palacio, exactamente igual que sucedía con casi todas las calles de Yzordderrex, pero los edificios que se habían construido en esa zona eran muy diferentes de los que había en cualquier otro punto de la ciudad. Estaban separados los unos de los otros, y eran altos y de aspecto lustroso; cada uno de ellos disponía de una única ventana que se abría desde la parte superior de la puerta de entrada hasta e! alero, lugar donde la estructura se dividía en cuatro tejados colgantes que conferían a los edificios que estaban muy próximos el aspecto de un bosquecillo de árboles petrificados. Los verdaderos árboles se encontraban en las calles, delante de los inmuebles; sus ramas seguían oscilando al compás de las mortales ráfagas de viento, y se asemejaban a algas moviéndose bajo la marea. De todos modos, sus ramas eran tan flexibles y sus ramilletes de flores blancas tan resistentes que la tormenta no los había dañado en modo alguno.

Cortés se dio cuenta del peso de las emociones que cargaba Pai en cuanto observó el semblante del místico, que contemplaba con aspecto aterrado, después de tantos años, el lugar donde había nacido. Con la mala memoria que lo caracterizaba, él nunca había sufrido una carga semejante. No atesoraba recuerdos de las costumbres de la infancia, ni escenas navideñas ni canciones de cuna. Solo podía imaginarse lo que Pai estaba sintiendo desde un punto de vista racional, lo cual, estaba convencido, sería un pálido reflejo del sentimiento real.

—El hogar de mis padres estaba entre el chianculi... —informó el místico al tiempo que señalaba hacia la derecha, donde los últimos vestigios de las ráfagas cargadas de arena seguían ocultando el horizonte— y el hospicio. —Señaló a su izquierda, hacia un edificio de muros blancos.

—Entonces debe de estar cerca —dijo Cortés.

—Eso creo —contestó Pai, con un aspecto claramente apenado por la mala pasada que la memoria le estaba jugando.

—¿Por qué no le preguntamos a alguien? —sugirió Hurra.

Pai aceptó la proposición de inmediato y se dirigió hacia la casa más próxima para llamar a la puerta. No obtuvo respuesta. Se trasladó a la casa contigua y repitió la operación. También estaba vacía. Al sentir el nerviosismo del místico, Cortés alzó a Hurra y ambos acompañaron a Pai hasta a la puerta de la tercera casa. La respuesta fue idéntica a las dos anteriores: un silencio que se vio intensificado por el aplacamiento del viento.

—No hay nadie —dijo Pai, que, según intuyó Cortés, se refería no solo a las casas vacías, sino a todo el silencioso vecindario.

La tormenta había pasado. La gente debería estar asomándose a las puertas para barrer la arena y mirar sus tejados, con el fin de comprobar que seguían en su lugar. Pero no había nadie. Las elegantes calles, trazadas con una impresionante precisión, estaban desiertas de un extremo a otro.

—Tal vez se hayan reunido todos en algún sitio —sugirió Cortés—. ¿Hay algún lugar de reunión? ¿Una iglesia o un senado?

—El chianculi es el edificio más cercano —respondió Pai y señaló hacia un cuarteto de cúpulas de color amarillo pálido que se alzaban entre un grupo de árboles muy parecidos a los cipreses, pero con copas de color azul de Prusia. Los pájaros alzaban el vuelo desde sus ramas hacia el cielo, de modo que sus sombras eran los únicos movimientos que se apreciaban en el pavimento.

—¿Para qué se usa el chianculi? —preguntó Cortés, camino de las cúpulas.

—¡Ah! En mi juventud —dijo el místico, intentando contestar con una alegría que no sentía—, en mi juventud era el lugar donde se representaban los espectáculos circenses.

—No sabía que provenías de una familia de artistas.

—No tenían nada que ver con los circos del Quinto Dominio —replicó Pai—. Eran nuestro modo de recordar el Dominio del que nos habían expulsado.

—¿No había payasos ni ponis? —preguntó Cortés.

—Ni uno solo —respondió el místico, pero no explicó nada más.

A medida que se acercaban al chianculi, el tamaño de la construcción (y el de los árboles que rodeaban el edificio) se hizo evidente. Tenía una altura de cinco pisos desde el suelo hasta la cúspide de la más alta de las cúpulas. Los pájaros, que ya habían completado el recorrido festivo por encima del kesparate, volvían a posarse en las ramas en esos momentos, y sus trinos parecían la cháchara de unos arrendajos orientales a los que hubieran enseñado a hablar japonés.

A Cortés lo distrajo un instante el espectáculo, pero volvió a la realidad en cuanto escuchó a Pai.

—No todos están muertos.

Un grupo de cuatro individuos pertenecientes a la tribu del místico surgía de entre los árboles azules; eran negros e iban ataviados con unas túnicas sin teñir, semejantes a las de los nómadas del desierto. Sujetaban un extremo de la túnica con los dientes para ocultar la parte inferior del rostro. No había nada en su aspecto ni en su modo de andar que ofreciera pista alguna acerca de su sexo, pero era evidente que estaban preparados para expulsar a los intrusos, dado que iban armados con unos elegantes báculos plateados, de un metro de longitud, que sostenían por delante de sus caderas.

—No te muevas ni hables, pase lo que pase —ordenó el místico a Cortés cuando el cuarteto se colocó a unos diez metros del lugar donde estaban ellos.

—¿Por qué no? —preguntó Cortés.

—Esto no es un comité de bienvenida.

—¿Y qué es entonces?

—Una patrulla de ejecución.

Y, dicho esto, alzó las manos por delante del pecho con las palmas hacia fuera y dio un paso hacia delante, haciendo caso omiso de su propio consejo, para atraer de ese modo la atención de la patrulla. No utilizó el inglés para dirigirse a los individuos, sino un idioma que poseía la misma cadencia oriental que Cortés había escuchado en los pájaros cuando estos se aposentaron en las ramas. Tal vez las aves hubieran estado hablando, después de todo, el lenguaje de sus dueños.

Uno de los miembros del cuarteto dejó caer el manto que le ocultaba la cara, revelando el rostro de una mujer de mediana edad con una expresión más sorprendida que agresiva. Tras escuchar a Pai un momento, murmuró algo al individuo que estaba a su derecha, a lo que este respondió con un escueto movimiento de cabeza. La patrulla siguió acercándose a Pai con paso decidido mientras el místico hablaba. Pero, en cuanto escucharon de labios del propio Pai las sílabas «Pai'oh'pah», la mujer dio orden de que se detuvieran. Otros dos individuos dejaron caer el manto; en esa ocasión eran dos hombres que compartían las elegantes facciones de su líder. Uno de ellos llevaba un pequeño bigote, pero, al igual que sucedía con Pai, las semillas de la ambigüedad sexual también florecían allí. Sin necesidad de que la mujer que estaba al mando diera orden alguna, su acompañante reveló una segunda ambigüedad, bastante menos atractiva: una de sus manos abandonó el báculo plateado que llevaba y, en cuanto el viento lo rozó, el bastón se vio sacudido por un estremecimiento de un extremo a otro, como si estuviese hecho de seda en lugar de acero. El hombre se lo llevó a la boca y lo enrolló alrededor de su lengua, desde donde cayó para extenderse en forma de tirabuzón más allá de sus labios y sus dedos, emitiendo destellos como si de una hoja de acero de tratase, aun cuando podía doblarse y revolotear.

Cortés no pudo decidir si el gesto era una amenaza o no, pero en respuesta el místico cayó de rodillas e indicó con un gesto de la mano que tanto él como Hurra debían imitarlo. La niña lanzó una mirada lastimera a Cortés en busca de confirmación. Él se encogió de hombros y asintió con la cabeza, tras lo cual los dos se arrodillaron; no obstante, en opinión de Cortés, era la peor posición que podían adoptar frente a una patrulla de ejecución.

—Prepárate para echar a correr —le susurró a Hurra, a lo que esta respondió con un breve movimiento de cabeza.

Entretanto, el hombre del bigote había comenzado a hablar con Pai empleando la misma lengua que el místico había utilizado poco antes. Ni sus gestos ni su voz resultaban especialmente amenazadores, aunque ninguna de las dos cosas podía tomarse como prueba infalible de que no fueran a hacerles daño, al menos según Cortés. Sin embargo, el hecho de que estuviesen dialogando era de algún modo tranquilizador y, en un momento dado, el cuarto individuo dejó caer el manto de su rostro. Otra mujer, más joven que la primera y mucho menos amigable, se hizo cargo de la conversación con un tono de voz bastante más estridente, sin dejar de agitar su peligrosa cinta a unos cuantos centímetros por encima de la cabeza inclinada de Pai. La capacidad letal de semejante arma era evidente: silbaba al cortar el viento y zumbaba al ascender, pero sus movimientos parecían estar controlados al milímetro a pesar de sus ondulaciones. Cuando la mujer hubo acabado de hablar, la líder los instó, al menos en apariencia, a que se pusieran en pie. Pai así lo hizo, antes de mirar hacia atrás e indicar a Cortés y a Hurra que debían hacer lo mismo.

—¿Van a matarnos? —preguntó la niña en un murmullo.

Cortés le dio la mano.

—No —le contestó—. Y si lo intentan, tengo un par de trucos en mis pulmones.

—Por favor, Cortés —dijo Pai—. Ni se te ocurra...

Una palabra de la mujer que lideraba la patrulla puso fin a la conversación, y el místico contestó la siguiente pregunta dirigida a él diciendo el nombre de sus compañeros: Hurra Aping y John Furia Zacharias. Tras esto, siguió un breve diálogo entre los cuatro individuos que Pai aprovechó para explicarles lo que estaba sucediendo.

—Estamos en una situación muy delicada —les dijo.

—Creo que hasta ahí llego.

—La mayoría de mi gente ha abandonado el kesparate.

—¿Adónde han ido?

—Algunos han sido torturados hasta la muerte. Otros son ahora esclavos.

—Pero el hijo pródigo ha regresado, ¿por qué no se alegran de verte?

—Creen posible que sea un espía o que esté loco. En cualquier caso, soy un peligro. Van a retenerme para interrogarme. La otra opción era una ejecución sumaria.

—Menudo regreso a casa...

—Al menos, unos cuantos han logrado sobrevivir. Al llegar creí que...

—Sé lo que pensaste. Lo mismo que yo. ¿Hablan inglés?

—Por supuesto. Pero no lo hacen por una cuestión de orgullo.

—Pero, ¿pueden entenderme?

—No lo hagas, Cortés.

—Quiero que sepan que no somos sus enemigos —explicó Cortés antes de dirigirse hacia la patrulla—. Ya conocen mi nombre —les dijo—. Estoy aquí con Pai'oh'pah porque creímos que podríamos encontrar amigos. No somos espías. No somos asesinos.

—Déjalo, Cortés —le pidió Pai.

—Pai y yo hemos recorrido un largo camino para llegar hasta aquí. Todo el camino desde el Quinto Dominio. Y, desde el principio, Pai ha soñado con volver a ver a su gente. ¿No lo entienden? Son el sueño por el que Pai ha hecho este largo viaje.

—No les importa, Cortés —le dijo el místico.

—Tiene que importarles.

—Estamos en su kesparate —le recordó Pai—. Dejémosles que lo hagan a su manera.

Cortés meditó un instante la respuesta de Pai.

—Pai tiene razón —dijo—. Es su kesparate y nosotros no somos más que visitantes, pero quiero que comprendan una cosa. —Miró directamente a la mujer cuya cinta había oscilado cerca de la coronilla del místico—. Pai es mi amigo — le informó—. Protegeré a mi amigo con mi vida.

—Estás empeorando las cosas —le dijo el místico—. Por favor, cállate.

—Pensé que iban a recibirte con los brazos abiertos —siguió Cortés mientras observaba los inconmovibles rostros de los cuatro individuos—. ¿Qué les pasa?

—Están protegiendo lo poco que les queda —contestó Pai—. El Autarca ha enviado a sus espías en otras ocasiones. Ha habido purificaciones y secuestros. Se han llevado a los niños. Y solo han devuelto sus cabezas.

—¡Dios mío! —exclamó Cortés, que hizo un pequeño encogimiento de hombros a modo de disculpa—. Lo siento —les dijo, dirigiéndose no solo al místico sino a todos en general—. Solo quería decir lo que pensaba.

—Pues ya lo has hecho. ¿Vas a dejar que sea yo el que hable ahora? Dame un par de horas y los convenceré de que digo la verdad.

—Claro, si va a ser tan rápido no hay problema. Hurra y yo esperaremos por aquí mientras tú les explicas.

—Aquí no —le dijo Pai—. No creo que sea muy sensato.

—¿Por qué no?

—Porque no —replicó Pai sin querer presionar demasiado.

—Temes que quieran matarnos a todos, ¿no es cierto?

—Hay... probabilidades de que eso suceda, sí.

—En ese caso, nos vamos los tres.

—Eso no es posible. Yo me quedo y vosotros os vais. Eso es lo que nos están ofreciendo. No hay negociación posible.

—Ya veo.

—No me pasará nada, Cortés —lo tranquilizó Pai—. ¿Por qué no regresáis a la cafetería donde desayunamos? ¿Seréis capaces de encontrarla otra vez?

—Yo sí —afirmó Hurra.

No había alzado la mirada desde que comenzara la conversación entre Cortés y Pai. Ahora que los miraba, tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Espérame allí, ángel —le dijo Pai, llamándola por primera vez con el mismo apodo que utilizaba Cortés—. Mis dos ángeles.

—Si no te reúnes con nosotros antes del crepúsculo, volveremos a por ti —le dijo Cortés antes de contemplar a la patrulla con una sonrisa en los labios y una mirada amenazadora.

Pie extendió la mano para despedirse. Cortés la tomó y lo atrajo hacia él.

—Esto es muy formal —le dijo.

—No sería muy sensato despedirse de un modo más afectuoso —informó el místico—. Confía en mí.

—Siempre lo he hecho. Y siempre lo haré.

—Somos muy afortunados, Cortés —dijo Pai.

—¿Por qué?

—Por haber disfrutado del tiempo que hemos pasado juntos.

Cortés miró al místico a los ojos y se dio cuenta de que, tras toda esa formalidad, se escondía una despedida que no estaba preparado para escuchar. A pesar de sus alegres palabras, Pai tenía la certeza de que no volverían a verse.

—Nos veremos en un par de horas, Pai —le dijo Cortés—. Cuento con eso. ¿Lo entiendes? Hemos hecho una promesa.

El místico asintió con la cabeza y apartó su mano de la de Cortés. Los dedos de Hurra, pequeños y cálidos, estaban allí, preparados para reemplazar los del místico.

—Será mejor que nos pongamos en marcha, ángel —dijo Cortés, y la precedió de camino a la puerta, dejando a Pai bajo la custodia de la patrulla.

La niña miró dos veces hacia atrás según se alejaban, pero Cortés resistió la tentación. A Pai no le ayudaría mucho que se pusiera sentimental en esos momentos. Era mejor seguir pensando que volverían a reunirse en cuestión de horas y que compartirían un café en Oke T'Noon. Sin embargo, al llegar a las puertas no pudo evitar echar un vistazo a la calle flanqueada por los árboles en flor, en busca de una última imagen de la criatura a la que amaba. No obstante, la patrulla ya había desaparecido en el interior del chianculi, llevándose al hijo pródigo con ellos.

Capítulo 32

1

Cuando aún faltaban varias horas para que cayera el crepúsculo sobre Yzordderrex, el Autarca se encontraba en una habitación cerca de la Torre del Eje donde el día no llegaría. Allí la luz no estropeaba el consuelo que proporcionaba el kreauchee. Era fácil creer que todo era un sueño y, siendo un sueño, no merecía la pena sentir dolor si todo acababa; o mejor dicho, cuando todo acabara. Sin embargo, con su método infalible Rosengarten había descubierto el escondite y le había traído noticias más inquietantes que cualquier tipo de luz. Un silencioso intento de erradicar la célula de Carestía liderada por el padre Atanasio se había convertido en un espectáculo público debido a la llegada de Quaisoir. Había estallado la violencia, y todavía continuaba extendiéndose. Se creía que las tropas que habían llevado a cabo el asedio inicial habían sido masacradas por un solo hombre, aunque eso no podía verificarse, ya que se había sellado la zona de los puertos mediante barricadas provisionales.

—Esta es la señal que aguardaban las facciones —señaló Rosengarten—. Si no acabamos con esto, todos los pequeños cultos del Dominio van a decir a sus discípulos que el día ha llegado.

—La hora del juicio, ¿eh?

—Eso es lo que dirán.

—Quizá tengan razón —replicó el Autarca—. ¿Por qué no les dejamos proseguir la reyerta durante un rato? No se llevan bien entre ellos. Los radiantes odian a los carestes; los carestes odian a los zenéticos. Es posible que se rebanen el pescuezo los unos a los otros.

—Pero la ciudad, señor...

—¡La ciudad! ¡La ciudad! ¿Qué pasa con la puñetera ciudad? Es una capitulación, Rosengarten. ¿No te das cuenta? Llevo un buen rato aquí sentado, pensando. Si pudiera hacer que el cometa cayera sobre ella, lo haría. Deja que muera tal y como ha vivido: de forma hermosa. ¿Por qué convertirlo en una tragedia, Rosengarten? Puedo construir otra Yzordderrex.

—Entonces es posible que deba abandonarla ahora, antes de que las reyertas se extiendan.

—Estamos a salvo aquí, ¿no es cierto?—preguntó el Autarca. La respuesta fue el silencio. —No pareces muy seguro.

—Hay un fuerte estallido de violencia ahí fuera.

—¿Y dices que ella lo inició?

—La cosa estaba en el aire.

—¿Pero ella fue la chispa que lo hizo estallar? —Suspiró—. Dios, maldita sea... Maldita sea esa mujer. Será mejor que traigas a los generales.

—¿A todos?

—A Mattalaus y a Racidio. Ellos pueden convertir este lugar en una fortaleza. —Se puso en pie—. Iré a hablar con mi encantadora esposa.

—¿Debemos reunimos allí con usted?

—No, a menos que quieras presenciar un asesinato.

Al igual que antes, encontró las habitaciones de Quaisoir vacías, pero en esta ocasión Concupiscencia, que ya había dejado a un lado los coqueteos pero que temblaba y tenía los ojos secos, lo que para su escurridizo clan era similar al llanto, sabía dónde estaba su señora: en su capilla privada. Entró allí en tromba y descubrió a Quaisoir encendiendo las velas del altar.

—Te he estado llamando —le dijo.

—Sí, ya lo he oído —replicó ella. Su voz, que una vez convirtiera cada palabra en un encantamiento, parecía deslustrada; al igual que su dueña.

—¿Por qué no has respondido?

—Estaba rezando —contestó.

Sopló la cerilla con la que había encendido las velas y le dio la espalda para colocarse frente al altar. La estancia era, como sus aposentos, una oda al exceso. Un Cristo tallado y pintado colgaba de una cruz dorada, rodeado de querubines y arcángeles.

—¿Por quién rezabas? —le preguntó.

—Por mí —respondió ella sin más.

La agarró del hombro y le dio la vuelta.

—¿Y qué pasa con los hombres a los que ha destrozado la muchedumbre? ¿No rezas por ellos?

—Esos hombres ya tienen gente que rece por ellos. Gente que los ama. Yo no tengo a nadie.

—Me rompes el corazón —dijo el Autarca.

—No, no es cierto —replicó Quaisoir—. Pero el corazón del Hombre de los Pesares sí sangra por mí.

—Lo dudo mucho, señora —dijo, más divertido que irritado por su devoción.

—Lo he visto hoy —señaló.

Aquello era nuevo. Lo meditó un momento.

—¿Dónde estaba? —preguntó con sinceridad.

—En el puerto. Apareció en un tejado, justo encima de mí. Trataron de dispararle para que cayera y lo hirieron. Yo vi que estaba herido. Pero cuando buscaron el cuerpo, había desaparecido.

—¿Sabes? Deberías bajar al Bastión con el resto de las chilladas —le dijo—. Puedes esperar allí el Segundo Advenimiento. Haré que trasladen todo esto, si así lo deseas.

—Vendrá a buscarme aquí —replicó—. No tiene miedo. Eres tú quien está asustado.

El Autarca se miró las manos.

—¿Acaso estoy sudando? No. ¿Me he postrado de rodillas para suplicarle que sea misericordioso conmigo? No. Puedes acusarme de prácticamente todos los crímenes, y lo más probable es que sea culpable de ellos. De todos salvo de tener miedo. Ya deberías saberlo.

—Está aquí, en Yzordderrex.

—Entonces déjalo que venga. Yo no me iré. Me encontrará, si es eso lo que tanto desea; pero no me encontrará rezando, te lo aseguro. Meando, tal vez, si es que puede soportar esa visión. —El Autarca tomó la mano de Quaisoir y la apretó contra su entrepierna—. Puede que descubra que es él quien debe sentirse humillado. —Soltó una carcajada—. Antes rezabas a este amigo mío, señora. ¿Lo recuerdas? Di que lo recuerdas.

—Lo confieso.

—No es ningún crimen. Así es como somos. ¿Qué otra cosa podemos hacer sino sufrirlo? —De pronto, la a trajo hacia él—. No creas que puedes abandonarme por Él. Nos pertenecemos el uno al otro. Todo el daño que me hagas, te lo harás a ti misma. Piensa en eso. Si prenden fuego a nuestros sueños, nosotros arderemos con ellos.

Su mensaje iba calando poco a poco. Quaisoir no se retorció entre sus brazos, sino que temblaba de puro terror.

—No deseo arrebatarte tus consuelos. Quédate con tu Hombre de los Pesares si Él te ayuda a dormir. Pero recuerda que nuestra carne está unida. Sean cuales sean los pequeños ecos que hayas aprendido en el Bastión, no cambian lo que eres.

—Las plegarias no son suficiente... —replicó ella casi para sí misma.

—Las plegarias son inútiles.

—En ese caso, debo encontrarlo. Ir con Él. Demostrarle mi devoción.

—No vas a ir a ninguna parte.

—Tengo que hacerlo. Es el único modo. Está en la ciudad, esperándome. —Lo empujó para apartarse—. ¡Iré con Él vestida con harapos! —gritó al tiempo que empezaba a arrancarse la ropa—. ¡O desnuda! ¡Mejor desnuda!

El Autarca no trató de sujetarla de nuevo, al contrario, se apartó de ella como si la locura fuera contagiosa; dejó que se desgarrara la ropa y se hiciera sangre con la violencia de su repugnancia. Mientras lo hacía, comenzó a rezar en alto, y sus plegarias estaban llenas de promesas de ir a Él de rodillas y suplicarle perdón. Cuando se dio la vuelta para derramar sus súplicas sobre el altar, el Autarca perdió la paciencia y la agarró del cabello, dos mechones gemelos de pelo, para arrastrarla hacia él.

—¡No estás escuchando! —exclamó; tanto la compasión como el desagrado habían sido eclipsados por una furia de tal magnitud que ni siquiera el kreauchee podía mitigarla—. ¡Solo hay un Señor en Yzordderrex!

La arrojó a un lado y subió los escalones del altar de tres zancadas para quitar de en medio las velas con un golpe del dorso del brazo. Después, se encaramó al propio altar para arrancar el crucifijo. Quaisoir se había puesto en pie para detenerlo, pero ni sus ruegos ni sus puños lograron frenarlo. El arcángel dorado fue el primero en caer: lo arrancó de sus nubes de madera tallada y lo lanzó a su espalda, al suelo. Acto seguido, colocó las manos sobre la cabeza del Salvador y tiró. La corona que llevaba estaba meticulosamente tallada, y las espinas se le clavaron en los dedos y en las palmas de las manos, pero los pinchazos solo alimentaron su fuerza y un crujido de la madera al estallar anunció su victoria. El crucifijo se separó de la pared, y lo único que tuvo que hacer fue echarse a un lado y dejar que la gravedad hiciera su trabajo. Por un instante creyó que Quaisoir trataría de colocarse debajo para sujetarlo; sin embargo, la dama se retiró de los escalones un segundo antes de que cayera, y la cruz se desplomó entre las astillas del desmembrado arcángel con un fuerte golpe al hacerse añicos contra el suelo de piedra.

Por supuesto, semejante conmoción atrajo espectadores. Desde su posición sobre el altar, el Autarca pudo ver a Rosengarten, que corría por el pasillo con el arma preparada.

—No ocurre nada, Rosengarten —dijo entre jadeos—. Lo peor ya ha pasado.

—Está sangrando, señor.

El Autarca se chupó la mano.

—¿Te importaría escoltar a mi esposa hasta sus aposentos? —dijo al tiempo que escupía la sangre con restos de pintura dorada—. No tiene permiso para poseer objetos punzantes, ni cualquier otro instrumento con el que pueda hacerse daño a sí misma. Me temo que está muy enferma. Tendremos que vigilarla noche y día de ahora en adelante.

Quaisoir estaba arrodillada entre los fragmentos del crucifijo, sin dejar de sollozar.

—Por favor, señora —dijo el Autarca, que saltó del altar y se acercó para levantarla—. ¿Por qué malgastas tus lágrimas con un hombre muerto? La veneración no sirve para nada, señora mía, excepto la adoración... —Se detuvo un momento, confundido por las palabras; entonces, retomó lo que estaba diciendo—: Excepto la adoración de tu Verdadero Yo.

Ella alzó la cabeza y se enjugó las lágrimas con las manos para observarlo con atención.

»Haré que te proporcionen un poco de kreauchee —dijo—. Te calmará un poco.

—No quiero kreauchee —murmuró la mujer; su voz carecía de toda inflexión—. Quiero el perdón.

—Entonces te perdono —replicó él con toda sinceridad.

—El tuyo no.

El Autarca estudió el dolor de la mujer por un momento.

—Íbamos a amarnos y a vivir para siempre —dijo con suavidad—. ¿Cuándo envejeciste tanto?

Quaisoir no respondió, de modo que la dejó allí, arrodillada sobre los escombros. El subalterno de Rosengarten, Seidux, ya había llegado para hacerse cargo de ella.

—Muéstrate considerado —le dijo a Seidux cuando se cruzaron en la puerta—. Una vez fue una gran dama.

No aguardó a ver cómo la retiraban, sino que se fue con Rosengarten para reunirse con los generales Mattalaus y Racidio. Se sentía mejor después de haber empleado la fuerza. A pesar de que todo gran maestro era inmune a la edad, su organismo aún se volvía un poco perezoso de vez en cuando y necesitaba un poco de acción. ¿Y qué mejor forma de hacerlo que derrocar ídolos?

Sin embargo, cuando pasó junto a una ventana que daba a la ciudad, aminoró el paso al ver los signos de destrucción que había más abajo. A pesar de todas sus fanfarronadas acerca de construir otra Yzordderrex, sería doloroso contemplar cómo destruían esta, kesparate a kesparate. Media docena de columnas de humo se elevaban de las conflagraciones que había repartidas a lo largo y ancho de la ciudad. Algunos barcos ardían en el puerto, y también se quemaban varios burdeles alrededor de la calle Lujuria. Tal y como Rosengarten había predicho, todos los apocalípticos de la ciudad verían sus profecías cumplidas ese día. Aquellos que habían vaticinado que la corrupción llegaría a través del mar estaban quemando los barcos; aquellos que se mostraban contrarios al sexo habían preparado sus antorchas para los lupanares. Volvió la vista atrás para contemplar la capilla de Quaisoir, mientras los sollozos de su consorte se alzaban de nuevo.

—Es mejor que la dejemos llorar —dijo—. Tiene buenos motivos.

2

La extensión del daño que Dowd se había provocado a sí mismo con su rezagado embarco en el Expreso de Yzordderrex no se hizo aparente hasta que llegaron al sótano cuajado de iconos que había bajo la casa del mercader. Aunque había conseguido no acabar vuelto del revés, su entrada forzosa le había inflingido heridas de cierta consideración. Parecía que lo hubieran arrastrado boca abajo sobre una carretera recién cubierta de grava; la piel de su rostro y sus manos estaba hecha jirones, y los tendones que había por debajo exudaban la exigua porquería que tenía en las venas. La última vez que Jude lo vio sangrar, él mismo se había provocado la herida y no parecía sufrir mucho; en ese momento, en cambio, no era así. A pesar de que le sujetaba la muñeca de forma implacable y la amenazaba con una muerte que habría hecho que la de Clara pareciera misericordiosa si trataba de escapar, era un secuestrador vulnerable que se encogía mientras tiraba de ella escaleras arriba, camino de la casa.

No se había imaginado su llegada a Yzordderrex de aquella manera. Claro que la escena que se encontró al final de las escaleras tampoco era la que había previsto. O, mejor dicho, era demasiado previsible. La casa, que estaba desierta, era amplia y estaba bien iluminada, pero el diseño y la decoración le resultaban tristemente conocidos. Se recordó a sí misma que aquella era la casa de Pecador, el socio de Oscar, y que era muy probable que la influencia estética del Quinto Dominio fuera muy fuerte en una morada que tenía una puerta a la Tierra en el sótano. Pero la visión de felicidad doméstica que conjuraba ese interior resultaba patéticamente insulsa. El único toque exótico lo daba el loro que se movía inquieto sobre su percha junto a la ventana; aparte de eso, aquel nido era arrabalero sin remisión, desde la hilera de fotografías que había junto al reloj sobre la repisa de la chimenea hasta los tulipanes encorvados del jarrón que había sobre la brillante mesa del salón.

Estaba segura de que había cosas mucho más interesantes en la calle, pero Dowd no estaba de humor (ni, por supuesto, en condiciones) para ir a explorar un poco. Le dijo que esperarían allí hasta que se sintiera mejor y que, si alguien de la familia regresaba entretanto, tendría que guardar silencio. Él se encargaría de hablar, dijo, o de lo contrario no solo pondría en peligro su propia vida, sino la de todo el clan de Pecador.

Jude estaba segura de que Dowd era perfectamente capaz de desplegar una violencia semejante, más aún siendo víctima del dolor. No dejaba de exigirle que aliviara dicho dolor y ella, obediente, le lavó la cara usando agua y unos paños de cocina. Por desgracia, las heridas eran más superficiales de lo que había creído en un principio y, una vez limpias, comenzaron a mostrar signos inmediatos de recuperación. Ahora se le presentaba un nuevo dilema. Dado que Dowd se curaba a la velocidad de un superhombre, tendría que aprovecharse pronto de su vulnerabilidad si quería escapar. El problema era que si lo hacía, si huía de la casa en aquel mismo momento, le estaría dando la espalda al único guía que tenía en la ciudad. Y, lo más importante, se apartaría del lugar adonde aún esperaba que llegara Oscar, tras seguirla a través del In Ovo. No podía permitirse el lujo de que llegara y descubriera que ella había desaparecido en una ciudad que, según lo que había oído, era tan enorme que podrían buscarse el uno al otro durante diez vidas y no encontrarse jamás.

Al cabo de un rato comenzó a soplar un viento que trajo a la puerta a un miembro de la familia de Pecador. Era una muchacha delgaducha de alrededor de veinte años, vestida con una capa larga y un vestido con estampado de flores, que no se sorprendió mucho al descubrir a dos extraños en la casa, a pesar de que era más que evidente que uno de ellos se recuperaba de sus heridas con una obvia sangre fría.

—¿Sois amigos de papá? —preguntó al tiempo que se quitaba las gafas para revelar unos ojos que sufrían de un exagerado estrabismo.

Dowd dijo que sí y comenzó a explicarle cómo habían llegado allí, pero la chica le pidió de forma educada que esperase a que la casa estuviese preparada para afrontar la tormenta que se avecinaba antes de relatar su historia. Acto seguido, hizo un gesto a Jude para que la ayudara, a lo cual Dowd no puso objeciones, ya que asumió correctamente que su cautiva no se aventuraría en una ciudad desconocida sobre la que iba a desatarse un temporal. De modo que, cuando las primeras ráfagas de viento empezaron a sacudir la puerta, Jude siguió a Pueblo Llano alrededor de la casa con el fin de cerrar todas las ventanas que estuviesen abiertas, aunque fuera un dedo, y a atrancar las contraventanas por si acaso estallaban los cristales.

Aun a pesar de que el viento cargado de arena estaba oscureciendo el horizonte, Jude pudo atisbar una imagen de la ciudad. Fue una imagen breve y frustrante, pero suficiente para asegurarle que, cuando al fin caminara por las calles de Yzordderrex, sus meses de espera se verían recompensados con muchas y variadas maravillas. Había miríadas de calles asentadas en el cerro que quedaba por encima de la casa; dichas calles se dirigían hacia las descomunales murallas y torres de lo que Pueblo Llano identificó como el palacio del Autarca; y, apenas visible desde la ventana del ático, estaba el océano, resplandeciente a pesar de la tormenta. No obstante, todas aquellas vistas (océano, tejados y torres) podría haberlas contemplado en el Quinto. Lo que marcaba aquel lugar como perteneciente a otro Dominio era la gente de la calle, algunos humanos y otros muchos no, que se refugiaba del viento y de la conmoción que este provocaba. Una criatura con una cabeza enorme se tambaleó avenida arriba con lo que parecían ser dos cerdos de hocico afilado que no dejaban de ladrar, uno bajo cada brazo. Un grupo de jóvenes, calvos y con túnicas, corrían en otra dirección al tiempo que balanceaban sus incensarios sobre sus cabezas como si fueran boleadoras. Un hombre con una barba de color amarillo canario y piel semejante a la de una muñeca de porcelana fue acarreado, herido pero sin dejar de gritar, a una casa que había al otro lado de la calle.

—Hay reyertas por todos lados —dijo Pueblo Llano—. Ojalá papá estuviera en casa.

—¿Dónde está? —preguntó Jude.

—En el puerto. Espera la llegada de un cargamento procedente de las islas.

—¿No puedes llamarlo por teléfono?

—¿Teléfono? —dijo Pueblo Llano.

—Sí, ya sabes, es esa cosa...

—Sé lo que es —dijo Pueblo Llano de mal humor—. El tío Oscar me enseñó uno. Pero están prohibidos por la ley.

—¿Por qué?

La muchacha se encogió de hombros.

—La ley es la ley —dijo. Echó un vistazo a la tormenta antes de cerrar la última ventana—. Papá es un hombre razonable —añadió—. Siempre se lo digo: «tienes que ser razonable», y él siempre me hace caso.

La guió escaleras abajo, donde encontraron a Dowd delante de la entrada, con la puerta abierta de par en par. Soplaba un aire caliente y cargado de arena que olía a especias y a lejanía. Pueblo Llano ordenó a Dowd que volviera dentro con una sequedad que hizo a Jude temer por la joven, pero Dowd pareció contento de jugar al huésped desatinado e hizo lo que le pedían. Ella cerró la puerta dando un portazo, echó los cerrojos y, a continuación, preguntó si alguien quería un té. Dado que las luces titilaban en todas las habitaciones y que el viento sacudía las contraventanas sueltas, resultaba difícil fingir que no sucedía nada malo, pero Pueblo Llano hizo todo lo posible por mantener una charla insustancial mientras preparaba una tetera de darjeeling y les pasaba unos trozos de pastel de Madeira. Lo absurdo de la situación comenzó a divertir a Jude. Allí estaban todos, tomándose un té mientras una ciudad de incalculable rareza se hacía pedazos gracias a una tormenta y a una revolución. Si Oscar aparecía en aquel momento, pensó, estaría de lo más entretenido. Se sentaría, mojaría la tarta en el té y hablaría sobre el criquet como un perfecto caballero inglés.

—¿Dónde se encuentra el resto de tu familia? —le preguntó Dowd a Pueblo Llano cuando la conversación giró una vez más alrededor del tema de su padre ausente.

—Mi madre y mis hermanos se han ido al campo —dijo—, para alejarse de los problemas.

—¿No querías ir con ellos?

—No si papá se quedaba aquí. Alguien tiene que cuidar de él. Se muestra razonable la mayor parte de las veces, pero siempre tengo que recordárselo. — Una ráfaga particularmente fuerte hizo que las tejas traquetearan como disparos en el tejado. La joven dio un respingo—. Si papá estuviera aquí, creo que sugeriría que tomáramos algo para calmar los nervios —dijo.

—¿Y qué es lo que tienes, pichoncito? —dijo Dowd—. ¿Un poco de brandy, tal vez? Eso es lo que trae Oscar, ¿no es cierto?

Ella le dijo que sí, trajo una botella y echó un poco en tres diminutos vasos.

—También nos trajo a Chorlito Carambolo —dijo.

—¿Quién es Chorlito Carambolo? —preguntó Jude.

—El loro. Fue un regalo que me hizo cuando era pequeña. Tenía una compañera, pero se la comió el ragemy del vecino. ¡Ese bruto! Ahora Chorlito se siente solo y no es feliz. Pero Oscar va a traerme otro loro muy pronto. Dijo que lo haría. Una vez le trajo perlas a mamá. Y para papá siempre trae periódicos. A papá le encantan los periódicos.

Parloteó de forma similar sin apenas detenerse. Entretanto los tres vasos se llenaron, se vaciaron y volvieron a llenarse en varias ocasiones, y el alcohol empezó a hacer mella en la concentración de Jude. De hecho, encontraba el monólogo y el sutil movimiento de las luces en lo alto decididamente soporíferos, y, al final, preguntó si podía echarse un rato. Una vez más, Dowd no puso objeciones y dejó que Pueblo Llano acompañara a Jude hasta la habitación de invitados sin decir otra cosa que «dulces sueños, pichoncito» cuando se retiraba.

Mareada, Jude apoyó la cabeza con agradecimiento, pensando mientras se desvanecía que tenía sentido dormir en aquel momento, cuando la tormenta impedía que saliera a la calle. En cuanto acabara comenzaría su expedición, con o sin Dowd. Oscar no iba a ir a buscarla, eso parecía haber quedado claro. O bien estaba demasiado herido o bien el Expreso había resultado dañado de alguna manera por el abordamiento tardío de Dowd. Fuera lo que fuese, no podía retrasar sus aventuras allí por más tiempo. Cuando se despertara, emularía a las fuerzas de la naturaleza que sacudían las contraventanas y tomaría Yzordderrex por asalto.

Soñó que estaba en un lugar en el que se sufría un enorme dolor. Una habitación oscura, con las contraventanas cenadas para protegerse de la misma tormenta que azotaba el exterior de la habitación en la que ella dormía y soñaba (y sabía que dormía y soñaba mientras lo hacía), y en esa habitación se encontraba una mujer que no dejaba de sollozar. Su dolor era tan evidente que hacía daño a Jude, que sentía la necesidad de aliviarlo, tanto por su bien como por el de la sufridora. Avanzó a través de la oscuridad guiándose por el sonido, y se encontró una cortina tras otra en el camino, todas tan finas como telarañas, como si los ajuares de cientos de novias hubieran sido colgados en aquella estancia. Sin embargo, antes de que pudiese alcanzar a la mujer que lloraba, una silueta se movió entre las sombras más adelante y se acercó a dónde estaba la mujer para susurrarle algo.

—... kreauchee... —dijo la otra y, a través de los velos, Jude pudo atisbar a la figura que susurraba.

En sus sueños jamás había aparecido una figura tan extraña. La criatura era pálida, incluso en la oscuridad, y estaba desnuda, con una espalda de la que brotaba un jardín de colas. Jude avanzó un poco para poder verla mejor y la criatura, a su vez, la vio, o al menos vio el efecto que tenía sobre los velos, porque echó un vistazo alrededor de la habitación como si supiera que había alguien allí. Su voz sonó alarmada cuando volvió a escucharse.

—Aquí hay arguien, señora —dijo.

—No veré a nadie; especialmente a Seidux.

—No ez Zeidux. No veo a nadie, pero ziento a arguien aquí entodavía.

Los sollozos disminuyeron un poco. La mujer levantó la cabeza. Había bastantes velos entre Jude y el rostro de la durmiente; además, la estancia estaba muy oscura, pero Jude reconoció sus propios rasgos en cuanto los vio, a pesar de que sus cabellos estaban adheridos a la sudorosa cabeza y de que sus ojos estaban hinchados por las lágrimas. No huyó al verlos; al contrario, se quedó tan quieta como los espíritus eran capaces de hacerlo entre las telarañas y contempló cómo la mujer que tenía su mismo rostro se levantaba de la cama. Su expresión reflejaba una dicha absoluta.

—Él ha enviado un ángel —le dijo a la criatura que tenía al lado—. Concupiscencia... Ha enviado un ángel para convocarme.

¿Uzté cree?

—Sí, seguro. Esto es una señal. Voy a ser perdonada.

Un ruido en la puerta atrajo la atención de la mujer. Un hombre de uniforme, con el rostro iluminado tan solo por el cigarrillo que traía, estaba de pie contemplando la escena.

—Fuera —ordenó la mujer.

—Solo he venido a asegurarme de que se encuentra cómoda, lady Quaisoir.

—He dicho que te vayas, Seidux.

—Si necesitara cualquier cosa...

Quaisoir se levantó de pronto y atravesó los velos que la separaban de Seidux. Lo repentino de su asalto tomó a Jude por sorpresa, al igual que a su objetivo. A pesar de que Quaisoir era una cabeza más baja que su captor, no le tenía miedo. Le quitó el cigarrillo de los labios de un manotazo.

—No quiero que me vigiles —dijo—. ¡Fuera! ¿Me has oído? ¿O debo gritar como si me estuvieras violando?

Comenzó a desgarrarse la ropa, que ya estaba bastante destrozada, dejando sus pechos expuestos. Seidux se alejó, confundido, y apartó la mirada.

—¡Como quiera! —exclamó mientras salía de la habitación—. ¡Como quiera!

Quaisoir cerró la puerta de golpe y se giró de nuevo hacia la habitación encantada.

—¿Dónde estás, espíritu? —preguntó al tiempo que se movía entre los velos—. ¿Te has marchado? No, no te vayas. —Se giró hacia Concupiscencia—. ¿Sientes su presencia? —La criatura parecía demasiado asustada para hablar—. No siento nada —dijo Quaisoir, que ahora estaba de pie en medio de los ondulantes velos—. ¡Maldito Seidux! ¡Debe de haber espantado al espíritu!

Sin ánimo de contradecir aquello, lo único que pudo hacer Jude fue quedarse junto a la cama y esperar a que el efecto de la interrupción de Seidux (que, al parecer, la había vuelto invisible a sus ojos) se debilitara ahora que el hombre había sido expulsado de la habitación. Mientras aguardaba, recordó lo que había dicho Clara sobre el poder de destrucción de los hombres. ¿Acababa de presenciar un ejemplo de dicho poder? ¿La simple presencia de Seidux había sido suficiente para envenenar el contacto entre un espíritu durmiente y uno despierto? De ser así, el hombre lo había conseguido sin darse cuenta: ignorante de su poder, aunque no menos culpable por ello. ¿En cuántas ocasiones de un día cualquiera él y el resto de esa especie (¿no había dicho Clara que pertenecían a otra especie?) malograban, mutilaban e impedían de esa forma involuntaria la unión de naturalezas más sutiles?, se preguntó Jude.

Quaisoir se hundió de nuevo en la cama, cosa que le proporcionó a Jude tiempo para reflexionar sobre el enigma que representaba. Desde que había llegado a aquella habitación, no había dudado ni por un momento de que había viajado allí de la misma forma que lo había hecho hasta la torre por primera vez: usando la libertad de un estado onírico para trasladarse sin ser vista a través del mundo real. Que ya no necesitara el ojo azul para hacerlo era un misterio que resolvería en otra ocasión. Lo que ahora le preocupaba era descubrir por qué esa mujer tenía su mismo rostro. ¿Acaso era aquel Dominio un espejo del mundo que había abandonado? Y en caso de que no lo fuera, si ella era la única mujer del Quinto que tenía una auténtica sosias, ¿qué significaba aquella imitación?

El viento comenzó a amainar y Quaisoir envió a su sirvienta hacia la ventana para que retirara las contraventanas. Todavía flotaba un polvo rojo en la atmósfera, pero, al dirigirse hacia el alféizar que había junto a la criatura, Jude se encontró con una imagen que, de haber tenido aliento en semejante estado, se lo habría robado. Estaban situadas muy por encima de la ciudad, en una de las torres que había avistado brevemente mientras se movía por la casa de Pecador con Pueblo Llano para echar los cerrojos y afianzar las contraventanas. No era solo Yzordderrex lo que se encontraba más abajo, sino las señales de una ciudad que se hundía. El fuego ardía en una docena de lugares más allá de las murallas del palacio y, en el interior de dichas murallas, las tropas del Autarca se reunían en los patios. Al girar su onírica mirada de nuevo hacia Quaisoir, Jude pudo contemplar por primera vez la suntuosidad de la estancia en la que se encontraba aquella mujer. Las paredes eran tapices, y no había ni un solo mueble que no rivalizara con su brillo. Si aquello era una prisión, era una celda digna de la realeza.

En aquel momento, Quaisoir se acercó a la ventana y observó el panorama que representaban los incendios.

—Tengo que encontrarlo —dijo—. Me envió un ángel para llevarme con Él y Seidux lo espantó. Ahora tendré que encontrarlo yo misma. Esta noche...

Jude escuchó, pero de forma distraída; su mente estaba mucho más interesada en la opulencia de la habitación y en lo que esta dejaba traslucir sobre su gemela. Al parecer, compartía el rostro con una mujer de cierta importancia, una poseedora de poder (ahora desposeída) que planeaba romper las ataduras que se habían dispuesto sobre ella. El romance parecía ser la causa. Había un hombre allí abajo, en la ciudad, con el que quería reunirse desesperadamente; un amante que enviaba ángeles para susurrarle tonterías al oído. ¿Qué clase de hombre era ese?, se preguntó. ¿Un maestro, quizá? ¿Alguien que controlaba la magia?

Después de contemplar la ciudad durante un rato, Quaisoir se apartó de la ventana y se dirigió al vestidor.

—No debo presentarme ante Él así —dijo al tiempo que comenzaba a quitarse la ropa—. Sería una vergüenza.

La mujer se miró en uno de los espejos y se sentó delante, contemplando su reflejo con desagrado. Las lágrimas habían convertido el maquillaje que rodeaba sus ojos en un borrón, y tenía las mejillas y el cuello llenos de manchas. Cogió un trozo de lino del tocador, lo empapó con una especie de aceite aromático y comenzó a limpiarse la cara con rudeza.

—Me presentaré ante Él desnuda —dijo, y sonrió al imaginarse semejante placer—. Preferirá verme de esa manera.

Jude se sentía cada vez más intrigada por aquel misterioso amante. Se sentía hipnotizada al escuchar su propia voz ronca hablando de desnudez. ¿No sería estupendo poder ver la consumación? La idea de verse a sí misma echando un polvo con un maestro yzordderrexiano no estaba entre las maravillas que esperara descubrir en aquella ciudad, pero semejante noción le producía un estremecimiento erótico que no podía negar. Estudió el reflejo de su reflejo. Si bien había unos cuantos cosméticos de diferencia de por medio, lo esencial era suyo, hasta las marcas y lunares más diminutos. No era un rostro parecido al suyo, sino que se trataba exactamente del mismo; algo que, de hecho, la excitaba de una forma peculiar. Tenía que descubrir una forma de hablar con aquella mujer esa noche. Aunque su parecido no fuese más que una casualidad de la naturaleza, también era más que probable que pudieran aclarar sus vidas si intercambiaban sus historias. Lo único que necesitaba era que su doble le proporcionara una pista acerca del lugar de la ciudad en el que tenía pensado reunirse con su amante maestro.

Una vez que tuvo la cara limpia, Quaisoir se apartó del espejo y regresó al dormitorio. Concupiscencia estaba sentada junto a la ventana. Quaisoir aguardó hasta que estuvo a escasos centímetros de su sirvienta para hablar e, incluso así, sus palabras resultaron prácticamente inaudibles.

—Necesitaremos un cuchillo —dijo.

La criatura meneó la cabeza.

Ze loz han llevao to'z —replicó—. Ya vio cómo lo regiztraron to d'arriba abajo.

—En ese caso, tendremos que fabricarnos uno —afirmó Quaisoir—. Seidux tratará de impedir nuestra huida.

¿Quié matarlo?

—Sí.

A Jude le produjo escalofríos aquella conversación. Si bien Seidux se había retirado antes, cuando Quaisoir lo había amenazado con gritar que la estaba violando, Jude dudaba mucho que se mostrara tan pasivo si lo desafiaba físicamente. De hecho, ¿qué mejor excusa para recuperar su control que verla acercarse a él con un cuchillo? Si dispusiera de los medios necesarios, Jude habría actuado como portavoz de Clara y habría repetido los sentimientos de la mujer sobre la desolación causada por el hombre, con la esperanza de evitar cualquier tipo de daño a Quaisoir. Habría sido una tremenda ironía perder a esa mujer en aquel momento, cuando se había abierto camino (no por casualidad, probablemente, a pesar de que en el presente pudiera parecerlo) a través de media Imajica hasta llegar a su misma habitación.

cómo jasé un cuchillo —decía Concupiscencia.

—Entonces, hazlo —replicó Quaisoir, que se inclinó hacia su conspiradora, acercándose a ella.

Jude no pudo escuchar el siguiente intercambio de palabras porque alguien pronunció su nombre. Sorprendida, miró alrededor de la estancia, pero antes de que pudiera examinar siquiera la mitad, reconoció la voz. Era Pueblo Llano, y trataba de despertarla una vez pasada la tormenta.

—¡Ha vuelto papá! —le escuchó decir—. ¡Despierta, papá está aquí!

No hubo tiempo para despedirse de la escena. En un momento estaba allí y, al siguiente, se encontraba frente al rostro de la hija de Pecador, que se inclinaba sobre ella para tratar de despertarla.

»Papá... —repitió.

—Sí, ya te he oído —dijo Jude con brusquedad, con la esperanza de que la muchacha se marchara sin interponer más palabras entre ella y las visiones que le había proporcionado el sueño.

Sabía que tenía escasos momentos para traer aquel sueño de vuelta a la vigilia con ella; de lo contrario, se apagaría poco a poco y los detalles se harían más confusos a cada segundo que pasara.

Tuvo suerte. Pueblo Llano se retiró a toda prisa para reunirse de nuevo con su padre y dejó a Jude para que recitara en alto todo lo que había visto y oído. Quaisoir y su sirvienta Concupiscencia; Seidux y la conspiración contra él. Y el amante, por supuesto. No debía olvidar al amante, que se encontraba presumiblemente en algún lugar de la ciudad en ese mismo momento, languideciendo por su amante encerrada en su prisión dorada. Una vez que hubo grabado esos detalles en la cabeza, se dirigió primero al baño y después abajo para reunirse con Pecador.

Bien vestido y mejor alimentado, Pecador tenía un rostro al que no le sentaba bien la ira que demostraba en esos momentos. Tenía un aspecto bastante ridículo en mitad del arrebato de furia, con esos rasgos demasiado redondos y esa boca demasiado pequeña para la retórica que estaba soltando. Se hicieron las presentaciones de rigor, pero no hubo tiempo para galanterías. La furia de Pecador necesitaba airearse y, al parecer, al hombre no le importaba mucho quién fuera su audiencia mientras se mostrara de acuerdo con él. Además, tenía un motivo para estar tan furioso. El almacén que poseía en el puerto había sido quemado hasta los cimientos y él había escapado a duras penas de la muerte a manos de una muchedumbre que ya se había apoderado de tres kesparates y los había declarado ciudades—estado independientes, con el desafío al Autarca que eso suponía. Hasta ese momento, dijo, el palacio había hecho bien poco. Se habían enviado pequeños contingentes de tropas hacia Caramess, Oke T'Noon y los siete kesparates que había al otro lado de la colina con el fin de suprimir cualquier señal de revuelta que hubiera allí; pero no se había realizado ninguna ofensiva contra los insurrectos que habían tomado el puerto.

—No son más que chusma —dijo el mercader—. No tienen ningún respeto por la propiedad ni por las personas. ¡Para lo único que sirven es para la destrucción indiscriminada! No soy muy partidario del Autarca, pero debería ser él quien actuara en representación de la gente decente como yo en momentos como este. Tendría que haber vendido el negocio hace un año. Hablé con Oscar al respecto. Teníamos pensado marcharnos de esta asquerosa ciudad, pero lo retrasé una y otra vez porque tenía fe en la gente. Ese fue mi error —añadió al tiempo que elevaba la mirada al techo como un hombre martirizado por su propia decencia—. Tengo demasiada fe. —Miró a Pueblo Llano—. ¿No es cierto?

—Claro que sí, papá, claro que sí.

—Bien, pues se acabó. Ve a recoger tus cosas, cariño. Nos vamos esta misma noche.

—¿Y qué pasa con la casa? —preguntó Dowd—. ¿Y con todos los artículos que hay abajo?

Pecador miró de reojo a Pueblo Llano.

—¿Por qué no empiezas ahora mismo a hacer el equipaje? —le dijo. Estaba claro que le resultaba incómodo discutir sobre sus actividades en el mercado negro delante de su hija.

Le dirigió una mirada similar a Jude, pero ella fingió no comprender su significado y se quedó sentada donde estaba. De cualquier forma, el hombre siguió hablando.

—Cuando abandonemos esta casa, será para siempre —señaló—. No dejaremos nada por lo que regresar, eso tenlo por seguro. —Toda la perorata indignada que había soltado minutos antes, en la que apelaba a la estabilidad civil, fue sustituida por otra apocalíptica—. Estaba claro que esto sucedería tarde o temprano. No pueden controlar los cultos para siempre.

—¿Quiénes? —preguntó Jude.

—El Autarca y Quaisoir.

El sonido del nombre fue como si le estrujaran el corazón.

—¿Quaisoir? —inquirió.

—Su esposa. Su consorte. Nuestra señora de Yzordderrex: lady Quaisoir. Ella ha sido su perdición, si quieres saber mi opinión. Él siempre se ha mantenido oculto, algo muy inteligente por su parte; nadie pensaba en él mientras el comercio fuera bien y las calles estuvieran bien iluminadas. Los impuestos, por supuesto: los impuestos han sido una carga para todos, especialmente para los hombres de familia como yo; pero deja que te diga que estamos bastante mejor que los de Patashoqua o Iahmandhas. No, no creo que se haya comportado muy mal con nosotros. Tendrías que haber oído las historias acerca del estado de las cosas cuando él se hizo cargo por primera vez: ¡era el caos! La mitad de los kesparates estaba en guerra con la otra mitad. El Autarca nos proporcionó estabilidad. La gente prosperó. No, no ha sido su política, ha sido ella; ella ha sido su perdición. Las cosas iban bien hasta que esa mujer empezó a interferir. Supongo que ella cree que nos está haciendo un favor al dignarse aparecer en público.

—Entonces... ¿la has visto alguna vez? —quiso saber Jude.

—No, en persona no. Se mantiene apartada, incluso cuando asiste a las ejecuciones. Sin embargo, he oído que hoy se ha mostrado en público. Alguien me ha dicho que le han visto la cara de verdad. Es muy fea, según dicen. Tosca. No me sorprende. Todas esas ejecuciones fueron idea suya; al parecer, le divierten. Bueno, pues a la gente no le gustan. Impuestos, vale. Una purificación ocasional, algunos juicios políticos..., bueno, sí, eso también podemos aceptarlo. Pero no puedes convertir la ley en un espectáculo público. Eso es una burla, y en Yzordderrex jamás nos hemos burlado de la ley.

Siguió hablando sobre el mismo tema, pero Jude dejó de prestar atención. Estaba tratando de ocultar la multitud de sensaciones que la atravesaban. Quaisoir, la mujer que tenía su rostro, no era un peón cualquiera en la vida de Yzordderrex, sino uno de sus dirigentes y, por tanto, uno de los grandes soberanos de Imajica. ¿Cómo podría dudar ahora de que había un propósito en su viaje a aquella ciudad? Tenía un rostro que ostentaba poder. Un rostro que había sido mantenido oculto al resto del mundo, pero que había conseguido manejar al Autarca de Yzordderrex a pesar de los velos que lo cubrían. La cuestión era saber qué significado encerraba todo aquello. Después de una vida tan poco notoria en la Tierra, ¿había sido convocada a ese Dominio para saborear un poco del poder que su otro yo daba por sentado? ¿O acaso allí era una distracción, convocada para sufrir en lugar de Quaisoir por los crímenes que supuestamente había cometido? Y, en caso de que fuera así, ¿quién la había convocado? Era obvio que debía de haber sido un maestro con acceso al Quinto Dominio y con secuaces allí con los que conspirar. ¿Formaba Godolphin parte de aquel complot? ¿O Dowd, quizá? Eso parecía más probable. ¿Y qué pasaba con Quaisoir? ¿Ignoraba los planes que se habían trazado para ella o formaba parte de la conspiración?

Esa noche lo descubriría, se prometió Jude. Esa noche encontraría una manera de interceptar a Quaisoir mientras se dirigía al encuentro de ese amante que le enviaba ángeles y, antes de que amaneciera otro día, Jude sabría si había sido traída del Quinto con el fin de ser una hermana o un chivo expiatorio.

Capítulo 33

Cortés mantuvo la promesa que había hecho a Pai y esperó junto a Hurra en la cafetería donde habían desayunado, hasta que la órbita del cometa hizo que este se ocultara tras la montaña y la luz del día dio paso a la penumbra del crepúsculo. La espera hizo estragos no solo en su paciencia sino también en sus nervios, dado que, según avanzaba la tarde, se había hecho evidente que el malestar acaecido en los kesparates del perímetro de la ciudad se había extendido por las calles y que el establecimiento se encontraría en mitad de un campo de batalla a la caída de la noche. Grupo tras grupo, los clientes abandonaron sus mesas a medida que los sonidos del motín y de los disparos se acercaban. Comenzó a caer una lluvia de hollín que bajaba en espiral desde el cielo, oscurecido de tanto en tanto por el humo que se alzaba desde los kesparates incendiados.

Cuando comenzaron a transportar los primeros heridos calle arriba, señal inequívoca de que la lucha se acercaba, los dueños de varios establecimientos cercanos se reunieron en la cafetería para celebrar un breve concilio y debatir, presumiblemente, el modo más acertado de defender sus propiedades. La reunión acabó con el lanzamiento de acusaciones y de insultos desconocidos tanto para Hurra como para Cortés. Dos de los hombres regresaron armados minutos más tarde, ante lo cual el dueño del café, que se había presentado como Silbido Bunyan, le preguntó a Cortés si él y su hija no tenían un hogar al que regresar. Cortés le contestó que habían prometido esa misma tarde esperar a alguien allí, y que estarían más que agradecidos si pudieran quedarse en el establecimiento hasta que esa persona regresara.

—Lo recuerdo —contestó Silbido—. Usted vino esta mañana, ¿verdad? Acompañado de una mujer.

—Sí, es a ella a quien esperamos.

—Me recordó a alguien a quien conocía —prosiguió el hombre—. Espero que no le haya sucedido nada ahí afuera.

—Eso mismo esperamos nosotros —contestó Cortés.

—En ese caso, será mejor que aguarden aquí. Pero tendrán que echar una mano en la construcción de la barricada.

Bunyan confesó que, como sabía que la revuelta iba a tener lugar tarde o temprano, se había preparado para cuando llegara el momento. Había almacenado tablones con los que cubrir las ventanas y un contingente de armas cortas, para estar prevenido en caso de que el populacho tratara de saquear sus provisiones.

No obstante, sus precauciones demostraron ser innecesarias. La calle se convirtió en un corredor seguro por el que evacuar a los heridos desde la zona de combate, que en esos momentos se había trasladado a una calle al este del emplazamiento de la cafetería y que seguía avanzando colina arriba. Sin embargo, transcurrieron dos horas angustiosas durante las que el fragor de la lucha, los gritos y los disparos llegaron de todos lados; las botellas que se alineaban en las estanterías de Silbido tintineaban cada vez que la tierra se agitaba, cosa que sucedía con bastante frecuencia. El dueño de uno de los restantes establecimientos de la calle, que había abandonado el café en un ataque de furia tras la reunión, llegó durante dicho asedio y comenzó a golpear la puerta. Cuando traspuso el umbral con la cabeza cubierta de sangre, trajo consigo un buen número de relatos de destrucción. El ejército había echado mano de la artillería pesada durante la última hora, según informó el hombre, y había arrasado el puerto de punta a punta tras dejar impracticable la carretera que salía de la ciudad, consiguiendo así que fuese imposible entrar o salir de Yzordderrex. El tipo decía que todo formaba parte del plan del Autarca. ¿Por qué si no se permitía que barrios enteros ardieran libremente? El Autarca estaba dejando que la ciudad acabara con sus propios habitantes porque sabía que la conflagración no derribaría los muros del palacio.

—Va a dejar que la muchedumbre destruya la ciudad —prosiguió el hombre—, y le trae sin cuidado lo que nos suceda a los demás en el proceso. ¡Cabrón egoísta! Vamos a acabar incinerados y no piensa levantar un dedo para ayudarnos.

El escenario, sin lugar a dudas, se ajustaba a los hechos. Cuando, siguiendo la sugerencia de Cortés, subieron al tejado con el fin de obtener una vista más aproximada de la situación, todo resultó ser tal y como el hombre lo había descrito. Una espesa cortina de humo, que se alzaba desde las cenizas de lo que fuera el muelle, ocultaba el océano; aquí y allí podían verse las llamaradas que arrasaban decenas de barrios; y, a través de las oleadas de calor cargadas de hollín procedentes de la pira de Oke T'Noon, se atisbaban los escombros de la carretera que se habían quedado estancados en el delta. Oculto por el humo, el cometa iluminaba tenuemente la ciudad y la oscuridad se incrementaba a medida que el prolongado crepúsculo llegaba a su fin.

—Es hora de marcharnos —dijo Cortés a Hurra.

—¿Adónde vamos a ir?

—En busca de Pai'oh'pah —contestó él—. Ahora que todavía podemos.

En el tejado le había quedado claro que no había una sola ruta segura que pudiera llevarlos de vuelta al kesparate del místico. Las diferentes facciones que se enfrentaban en las calles se movían de forma impredecible. Una calle vacía en un instante determinado podía acabar abarrotada y no ser más que un montón de escombros al siguiente. Tendrían que guiarse por el instinto, y rezar para tomar la ruta más corta posible de vuelta al lugar donde habían dejado a Pai'oh'pah. El atardecer en ese Dominio se prolongaba tanto como la duración de un día de invierno en Inglaterra, cinco o seis horas, ya que la cola del cometa seguía dejando un rastro de luz en el cielo mucho después de que su ardiente cabeza se hubiera ocultado bajo el horizonte. Sin embargo, a medida que Cortés y Hurra avanzaban, el humo se espesaba y eclipsaba la tenue luz al tiempo que sumía la ciudad en unas inmundas tinieblas. El reflejo de las llamas compensaba la carencia de luz, por supuesto, pero en aquellas calles donde las farolas estaban apagadas y los ciudadanos habían cerrado sus puertas y ventanas a cal y canto, de modo que no hubiese señal alguna de que estuvieran ocupadas, la oscuridad era casi impenetrable. En esos lugares, Cortés alzaba a Hurra hasta sus hombros y, desde allí, la niña podía ver lo suficiente como para guiarlo.

De todos modos no avanzaban muy deprisa, dado que tenían que detenerse en cada cruce para estimar cuál era la ruta menos peligrosa a seguir, o buscar refugio al paso tanto de las tropas gubernamentales como de las insurrectas. No obstante, por cada soldado que participaba en esa guerra podía contarse al menos una docena de curiosos, gente que se atrevía a seguir la marea de la batalla como si de buscadores de conchas se tratara: gente que se alejaba ante la llegada de una nueva oleada para volver a avanzar hacia sus posiciones en cuanto esta se replegaba. En ocasiones, el juego resultaba letal. Cortés y Hurra tuvieron que poner en práctica una danza similar. Obligados una y otra vez a cambiar de rumbo, no les quedó más remedio que confiar en su instinto para encontrar la dirección y, como no podía ser de otro modo, el instinto acabó por abandonarlos.

En un insólito silencio entre gritos y bombardeos, Cortés dijo:

—¿Ángel? No tengo ni idea de dónde estamos.

Una andanada exhaustiva había echado abajo la mayor parte del kesparate en el que se encontraban y quedaban pocos escondites entre los escombros, si bien Hurra insistió en buscar uno: la llamada de la naturaleza no podía hacerse esperar. Cortés la dejó en el suelo y la niña se encaminó hacia la protección relativa de una casa medio derrumbada, unos metros calle arriba. Él montó guardia en la puerta, al tiempo que alzaba la voz para decirle que no se aventurara demasiado lejos. Tan pronto hubo gritado su advertencia, apareció un reducido grupo de hombres armados que lo obligó a internarse en las sombras del portal. Excepto por sus armas, que habían robado con toda seguridad a los muertos, no tenían aspecto de revolucionarios. El mayor del grupo, un hombre inmenso y bien entrado en años, aún llevaba la corbata y el sombrero con los que, probablemente, habría ido a trabajar esa misma mañana, mientras que dos de sus acompañantes eran apenas mayores que Hurra. De los dos restantes miembros del grupo, uno era una mujer oethac y el otro un miembro de la tribu a la que perteneciera el verdugo de Vanaeph: un nullianac de cabeza semejante a dos manos unidas en oración.

Cortés echó un vistazo a la oscuridad que se extendía tras él con la esperanza de poder advertir a Hurra para que guardara silencio antes de salir a la calle, pero no había ni rastro de la niña. Dejó el portal y se adentró en el edificio en ruinas. El suelo estaba resbaladizo bajo sus pies, si bien no podía ver cuál era la causa. No obstante, atisbó a Hurra, o al menos su figura, en cuanto esta se levantó tras aliviarse. Ella también lo vio, y emitió un ruidillo de protesta que él sofocó sin atreverse a alzar demasiado la voz. Otro bombardeo, procedente de no muy lejos, trajo consigo una nueva andanada de temblores y de fogonazos, gracias a los cuales pudieron echar un vistazo a su refugio: una escena hogareña en la que la cena se había dispuesto en la mesa, bajo la cual yacía muerta la cocinera. Su sangre era la sustancia resbaladiza que había pisado Cortés.

Hizo señas a Hurra con el fin de que se acercara a él y, en cuanto la tuvo al lado, la abrazó con fuerza antes de aventurarse de nuevo hacia la puerta, justo en el momento en que comenzaba otro nuevo bombardeo. Los saqueadores se vieron obligados a buscar refugio en el portal y la oethac vio a Cortés antes de que este pudiera refugiarse en las sombras. La mujer dejó escapar un grito y uno de los más jóvenes disparó hacia la oscuridad donde Cortés y Hurra se habían refugiado segundos antes. Las balas hicieron saltar el yeso y la madera en todas direcciones. Mientras se alejaba de la puerta por la que entrarían sus atacantes, Cortés empujó a la niña hacia el rincón más oscuro y respiró hondo. Apenas había acabado de hacerlo cuando el muchacho que había apretado el gatillo llegó a la entrada y volvió a abrir fuego de forma indiscriminada. Cortés exhaló un pneuma desde la oscuridad y este flotó hasta la puerta. Sin embargo, había subestimado su fuerza. El pistolero resultó aniquilado al instante, pero, al mismo tiempo, el pneuma se llevó por delante tanto el marco de la puerta como la mayor parte de la pared a un lado y a otro de esta.

Antes de que el polvo se asentara y los supervivientes vinieran a por ellos, Cortés se apresuró a ir en busca de Hurra; no obstante, la pared contra la que la había dejado agachada estaba agrietada e inclinada, como si de la cresta de una ola se tratara. La llamó a gritos al mismo tiempo que el muro se venía abajo. El chillido de la niña fue su respuesta. Le llegó desde su izquierda. El nullianac la había atrapado y, por un horrible instante, Cortés pensó que iba a matarla; sin embargo, la apretó contra él como si fuera una muñeca y desapareció entre la polvareda.

Cortés comenzó a perseguirlo sin mirar atrás, un error que acabó postrándolo de rodillas antes de haber avanzado un par de metros, cuando la oethac le asestó una puñalada en la parte baja de la espalda. La herida no era profunda, pero el impacto lo dejó sin aliento y cayó al suelo; el segundo ataque bien podría haberlo dejado sin coronilla de no haber rodado hacia un lado. La pequeña pica que blandía la mujer, que estaba cubierta por la sangre de Cortés, se hundió en el suelo, y antes de que pudiera liberarla él ya se había puesto en pie y corría en pos de Hurra y su secuestrador. El segundo muchacho corría detrás del nullianac, expresando a gritos su alegría (ya fuese etílica o provocada por alguna droga), y fue ese sonido el que sirvió de guía a Cortés cuando los perdió de vista. La persecución lo sacó de la zona derruida y lo adentró en un kesparate al que el conflicto había dejado relativamente intacto.

Había una buena razón: en esa zona se comerciaba con favores sexuales y el negocio estaba en auge. Aunque las calles eran mucho más estrechas que en cualquier otro distrito por el que Cortés hubiera pasado, había mucha luz procedente de las ventanas y puertas, ya que las lámparas y las velas se habían dispuesto de tal modo que iluminaran bien la mercancía repantigada en los umbrales y alféizares. Con un simple vistazo, se podía confirmar que allí se ofrecían anatomías y placeres que excedían los límites de lo habitual en las regiones más disolutas de Bangkok o Tánger. Y no podía decirse que hubiera escasez de clientela. La inminencia de la muerte parecía haber estimulado la libido consensual. Aun cuando los chulos y prostitutas que ofrecían sus servicios al paso de Cortés no llegaran a ver la luz de un nuevo día, morirían siendo ricos. Ni que decir tiene que el paso de un nullianac que llevaba a una niña pataleando su disconformidad no suscitó ni una sola mirada en una calle consagrada a la depravación; y, por tanto, los gritos de Cortés, que exigía que detuvieran al secuestrador, fueron ignorados.

La multitud se hizo más densa a medida que bajaba por la calle y, a la postre, dejó de ver y escuchar a aquellos a quienes perseguía. A ambos lados de la vía principal (calle Lujuria, según podía leerse escrito de mala manera en uno de los muros del burdel) se abrían callejones cuya oscuridad bien podía ocultar al nullianac. Comenzó a llamar a gritos a Hurra, pero entre las invitaciones y los regateos, las dos sílabas del nombre acabaron ahogadas. Estaba a punto de proseguir con la carrera cuando atisbo a un hombre que retrocedía con rostro angustiado desde uno de los callejones. Cortés se abrió camino hasta llegar junto a él y lo agarró del brazo, pero el tipo se zafó de su mano y huyó antes de que tuviera la oportunidad de preguntarle qué había visto. En lugar de volver a llamar a Hurra, reservó su aliento y se adentró en el callejón.

A unos veinte metros de la entrada había una inmensa hoguera atendida por una mujer enmascarada, y cuyo combustible no era otra cosa que un montón de colchones. Algunos insectos habían anidado en el terliz, pero se veían obligados a huir a causa de las llamas; unos cuantos trataron de volar, aun cuando sus alas estaban ardiendo, para acabar aplastados por un manotazo de la mujer. Agachándose para evitar una de sus embestidas, Cortés le preguntó por el nullianac y la mujer le indicó con un movimiento de cabeza que siguiera calle abajo. El suelo hervía con los insectos que habían huido de los colchones, por lo que pisó cientos de caparazones antes de alejarse de la hoguera de la fumigadora. La calle Lujuria había quedado demasiado atrás como para disponer de un poco de luz que iluminara el panorama; sin embargo, el bombardeo que había resultado indiferente a la multitud congregada a sus espaldas aún seguía en los barrios colindantes, y las explosiones que tenían lugar en las empinadas calles de la ciudad iluminaban brevemente el callejón, aunque no estaban cerca. El lugar era estrecho y asqueroso; las ventanas y puertas de los edificios se habían tapado con ladrillos o tablones; el paso entre ellos no era más que un canal de desagüe, obstruido con desechos y verduras podridas. El hedor era nauseabundo, pero Cortés respiró hondo con la esperanza de poder expulsar el pneuma y de que este fuera mucho más potente gracias a la propia inmundicia de ese aire fétido. El mero secuestro de Hurra ya había sentenciado a muerte a sus captores, pero si le habían hecho daño, por mínimo que fuera, Cortés juró devolvérselo multiplicado por cien antes de ejecutarlos.

El callejón giraba y se retorcía, estrechándose tanto que apenas daba cabida a un hombre en algunos puntos, pero la sensación de que estaba cerca de ellos se acrecentó cuando escuchó el grito de júbilo del más joven de los secuestradores un poco más adelante. Aminoró el paso un poco y avanzó hasta una zona iluminada, en donde la basura le llegaba a la espinilla. El callejón acababa unos metros por delante del lugar donde él se encontraba, y allí, agachado en el suelo con la espalda contra la pared, estaba el nullianac. La fuente de luz no era ni una farola ni una hoguera, sino la cabeza de la criatura, en la que se arqueaban unos rayos de energía que cruzaban de lado a lado.

A la luz de su parpadeo, Cortés vio a su ángel tendido en el suelo frente a su captor. Hurra estaba totalmente inmóvil y parecía carecer de fuerza alguna. Cortés agradeció que la niña tuviera los ojos cerrados, dadas las actividades a las que estaba entregado el nullianac. La criatura había desnudado a Hurra de cintura para abajo, y sus largas y pálidas manos estaban muy ocupadas manoseándola. El muchacho de los alaridos permanecía a cierta distancia de la escena. Se había desabrochado la cremallera de los pantalones y sostenía su pistola en una mano y su miembro, medio erecto, en la otra. De vez en cuando, apuntaba el arma hacia la cabeza de Hurra y dejaba escapar otro grito.

Nada le habría proporcionado más satisfacción a Cortés en ese momento que exhalar un pneuma contra ambos desde donde estaba, pero aún no controlaba el poder y temía hacer daño a la niña de modo accidental; por tanto, se acercó un poco más en el mismo instante en que una nueva explosión en la colina iluminaba la escena con su potente descarga de luz. Gracias a ella, Cortés vislumbró las maniobras del nullianac y, al instante, escuchó el jadeo de Hurra, lo que hizo que se le encogiera el estómago todavía más. La luz se desvaneció mientras Hurra se quejaba, dejando que fuese el parpadeo de la cabeza de la criatura la que iluminara el sufrimiento de la niña. El muchacho guardaba silencio, con los ojos fijos en la violación. El nullianac alzó la cabeza y murmuró unas palabras que parecieron salir del hueco que se abría entre sus dos cráneos, tras lo que el joven retrocedió un poco, obedeciéndolo. Se avecinaba algún tipo de crisis. Los arcos de energía que cruzaban la cabeza del nullianac brillaban con más intensidad y sus dedos comenzaron a moverse como si quisieran exponer a la niña a la descarga energética. Cortés tomó una honda bocanada de aire al darse cuenta de que tendría que arriesgarse a hacer daño a Hurra si quería evitarle un daño mayor. El muchacho escuchó cómo Cortés inspiraba y se dio la vuelta para escudriñar la oscuridad. En ese momento, otro nuevo estallido de luz les llegó desde las alturas, dejando expuesto a Cortés.

El chico apretó el gatillo al instante pero falló, ya fuese por su ineptitud o por su estado de excitación. Los disparos salieron desviados. Cortés no le dio una segunda oportunidad. Reservando el pneuma para el nullianac, se arrojó sobre el muchacho y le quitó el arma de la mano al tiempo que le golpeaba las piernas desde atrás. El chico cayó a escasos centímetros de la pistola, pero antes de que pudiera reclamarla Cortés le pisó los dedos, provocando un nuevo tipo de aullido muy diferente a los anteriores.

Sin perder un solo instante, se giró para enfrentar al nullianac y tuvo tiempo de ver cómo este alzaba la cabeza mientras los arcos restallaban como látigos. El puño de Cortés fue directo a su boca, y estaba a punto de exhalar el pneuma cuando el chico de los aullidos le agarró la pierna. La sentencia de muerte abandonó la mano de Cortés, pero golpeó el costado del nullianac en lugar de su cabeza, dejándolo herido en vez de muerto. El muchacho volvió a tirar de la pierna de Cortés y, en esa ocasión, consiguió hacerlo caer de espaldas al fango, al igual que le había sucedido a él momentos antes, con lo que se golpeó con fuerza la herida de la puñalada. El dolor lo cegó y, para cuando volvió a recuperar la vista, su asaltante estaba en pie y rebuscaba algo en el arsenal que llevaba a la cintura. Cortés echó un vistazo al nullianac. La criatura se había dejado caer contra la pared y tenía la cabeza echada hacia atrás mientras escupía bocanadas de fuego. No es que estas iluminaran mucho, pero sí lo suficiente como para permitirle ver que la pistola seguía en el suelo, a su lado. Cortés estiró la mano para cogerla al mismo tiempo que la mano del delincuente sacaba a ciegas otra de sus armas, y ya lo tenía en el punto de mira antes de que el muchacho hubiera llevado siquiera el dedo machacado al gatillo. Apuntó no a su cabeza ni a su corazón, sino directamente a la entrepierna. Un objetivo diminuto, si bien consiguió que el muchacho dejara caer la pistola de inmediato.

—¡No lo haga, señor! —le suplicó.

—El cinturón... —contestó Cortés, que se puso en pie mientras el delincuente se quitaba el cinturón y se deshacía del arsenal robado.

Gracias a otro nuevo resplandor, vio que el chico había quedado reducido a una masa temblorosa, lastimera e incapaz de hacer daño. No habría honor alguno en matarlo en ese estado, fueran cuales fuesen los crímenes que hubiera cometido.

—Vete a casa —le ordenó—. Si vuelvo a ver tu cara otra vez...

—¡No lo hará, señor! —contestó el chico—. ¡Lo juro! ¡Le juro que no volverá a verme!

Ni siquiera dio tiempo a que Cortés cambiara de opinión, ya que salió corriendo mientras la luz que había revelado su flaqueza se desvanecía. Cortés se dio la vuelta y apuntó al nullianac. Este se había levantado del suelo y se había deslizado por la pared hasta ponerse en pie; sus dedos, cuyas puntas estaban manchadas con la sangre delatora de su hazaña, presionaban el lugar donde lo había golpeado el pneuma. Cortés esperaba que estuviera sufriendo, pero no tenía modo de saberlo si el nullianac no hablaba. Cuando lo hizo, las palabras que abandonaron su destartalada cabeza no fueron más que un murmullo apenas comprensible.

—¿Quién va a ser...? —preguntó—. ¿Tú o ella? Mataré a uno de los dos antes de morir. ¿Quién va a ser?

—Yo te mataré primero —le respondió Cortés, que apuntaba con la pistola a la cabeza del nullianac.

—Podrías hacerlo —le dijo—. Lo sé. Mataste a uno de mis hermanos en las afueras de Patashoqua.

—Tu hermano, ¿eh?

—Somos muy pocos, y estamos al tanto de la vida de los demás —continuó.

—Pues no hagas nada que reduzca más vuestro número —le advirtió Cortés, que se acercó a Hurra mientras hablaba sin apartar la vista del violador.

—Está viva —dijo la criatura—. No mataría a una cosita tan joven. No con tanta rapidez. Los jóvenes merecen que uno se tome su tiempo.

Cortés se arriesgó a apartar la mirada del nullianac un instante. Hurra tenía los ojos abiertos de par en par y lo miraba presa del pánico.

—No pasa nada, ángel —la tranquilizó—, no te va a pasar nada. ¿Puedes moverte?

Al tiempo que hablaba, volvió a observar a la criatura y deseó poder interpretar de algún modo los movimientos de sus pequeñas lenguas de fuego. ¿Sería su herida más grave de lo que él había supuesto y trataba de conservar sus energías para curarse? ¿O estaba ganando tiempo, a la espera del momento preciso para atacar?

Hurra estaba incorporándose para sentarse y el movimiento le arrancó unos cuantos quejidos de dolor. Cortés anhelaba poder acunarla y consolarla, pero solo se atrevió a ponerse en cuclillas, sin apartar los ojos del violador, con el fin de poder darle a la niña la ropa que le habían arrancado.

—¿Puedes andar, ángel?

—No lo sé —sollozó ella.

—Por favor, inténtalo. Yo te ayudaré.

Le tendió la mano para hacerlo, pero la niña la rechazó y le dijo que no entre lágrimas, al tiempo que se ponía en pie sin su ayuda.

—Muy bien, preciosa —la animó. En la cabeza del nullianac se produjo una especie de despertar y los arcos comenzaron a danzar de nuevo—. Quiero que empieces a andar, ángel —le ordenó a la niña—. No te preocupes por mí, no tardaré en seguirte.

Ella hizo lo que Cortés le pedía, pero muy despacio y sin dejar de sollozar. El nullianac comenzó a hablar de nuevo, a medida que la niña se alejaba.

—¡Ah! Verla así despierta mi deseo. —Los arcos habían comenzado a resonar de nuevo, como el ruido de unos petardos en la lejanía—. ¿Qué harías para salvar su pequeña alma? —le preguntó.

—Cualquier cosa —contestó Cortés.

—Te engañas a ti mismo —le dijo—. Cuando mataste a mi hermano, el resto de mis hermanos y yo estuvimos indagando sobre ti. Sabemos qué tipo de salvador inmundo eres. ¿Qué crimen he cometido yo al lado de los tuyos? Una minucia provocada por la exigencia de mis apetitos. Pero tú... tú... tú has echado por tierra la esperanza de generaciones enteras. Tú has destruido la fruta de los árboles sembrados por los hombres más grandes. Y, aun así, ¿te atreves a afirmar que darías tu vida para salvar a esa pequeña alma?

La elocuencia de la criatura dejó perplejo a Cortés, pero quedó aún más sorprendido por la esencia de sus palabras. ¿De dónde habría sacado el nullianac todas esas conjeturas, arrojadas con semejante facilidad? No había duda de que se trataba de simples invenciones, pero lo confundieron de todos modos, y sus pensamientos se desviaron por un instante vital del peligro en el que se encontraba. La criatura lo vio bajar la guardia y atacó de inmediato. Si bien estaban separados por apenas dos metros, escuchó el diminuto silencio que se produjo entre la intensa luz y su respuesta, un vacío que confirmaba qué tipo de salvador era. La muerte iba de camino hacia la niña antes de que el grito de advertencia abandonara su garganta.

Cortés se dio la vuelta para ver a su ángel en mitad del callejón, a cierta distancia de él. Hurra se había girado, bien por un presentimiento, bien porque hubiese escuchado las palabras del nullianac, ya que estaba de cara al golpe que la criatura le había lanzado. De todos modos, el tiempo pareció detenerse y Cortés pudo contemplar, atormentado por el dolor, los ojos de Hurra fijos en él; lo miraba sin lágrimas y sin parpadear. Tuvo tiempo también para lanzar su grito de advertencia, ante el cual ella cerró los ojos. Su rostro se convirtió en una máscara carente de expresión en la que Cortés habría podido leer cualquier acusación que su culpabilidad tuviese a bien inventar.

Y, entonces, la descarga del nullianac la golpeó. El impacto fue brutal pero no destrozó su cuerpo y, en consecuencia, Cortés se atrevió a creer durante un instante que Hurra había erigido algún tipo de defensa. Pero la herida de semejante ataque era mucho más atroz que la de cualquier bala o golpe; la luz se extendió por el cuerpo de la niña y ascendió desde el lugar del impacto hasta su rostro, donde se introdujo por todos aquellos resquicios que se lo permitieron, y también descendió hacia el lugar que los dedos del violador habían forzado.

Cortés dejó escapar otro grito, en esa ocasión de revulsión, y se giró para enfrentar al nullianac alzando la pistola, que había quedado olvidada tras las palabras de la criatura, para dispararle en el corazón. El violador se desplomó contra la pared, con los brazos caídos a ambos lados del cuerpo y la hendidura de su cabeza aún iluminada por su letal descarga. Cuando volvió a mirar a Hurra, vio que el ataque la había consumido desde el interior y que la niña flotaba a lo largo del rayo de energía que aún la unía a la mirada de su asesino, acercándose al lugar desde donde había surgido la descarga. Bajo la mirada de Cortés, el rostro de Hurra se desmoronó y sus extremidades, que ya no tenían sustancia alguna, desaparecieron del mismo modo. No obstante, antes de que fuera consumida por completo, el disparo que Cortés había asestado al nullianac pasó factura. La descarga de energía flaqueó y el rayo acabó por desaparecer. Al hacerlo, la oscuridad cayó sobre el callejón y, por un instante, Cortés ni siquiera fue capaz de ver el cuerpo de la criatura. Cuando los bombardeos de la colina comenzaron de nuevo, su luz, por breve que fuera, fue suficiente para que contemplara el cadáver del violador desmadejado en el suelo, allí donde antes se había agachado.

Lo observó durante un tiempo a la espera de la venganza final, pero no sucedió nada. La luz se desvaneció y dejó que Cortés retrocediera por el callejón, cargando no solo con el peso de la culpa por la muerte de Hurra, sino también con el de la incapacidad de entender lo sucedido. Hablando claro, habían violado y asesinado a una niña que estaba a su cargo y él no había sido capaz de evitarlo. Sin embargo, llevaba demasiado tiempo vagando por los Dominios como para conformarse con unos hechos tan simples. Además de la lujuria frustrada y de una súbita muerte, había mucho más. Se habían pronunciado unas palabras más apropiadas para un púlpito que para una alcantarilla. ¿No había llamado él mismo a Hurra «su ángel»? ¿No la había visto alcanzar un estado seráfico en los últimos instantes de su vida, cuando tuvo plena conciencia de que iba a morir y había aceptado su destino a pesar de todo? Y, a cambio, ¿no había interpretado él el así llamado papel de salvador inútil y demostrado lo acertada que era semejante acusación al fallar en su tarea de rescatarla? Eran palabras grandilocuentes, pero necesitaba con desesperación creer que eran ciertas. No porque quisiera sucumbir ante semejantes fantasías mesiánicas sino porque, de ese modo, el dolor que lo invadía se veía disminuido por la esperanza de que tras esos acontecimientos subyaciera un propósito mucho más elevado; propósito que acabaría por descubrir y comprender con el paso del tiempo.

Una explosión iluminó el callejón y la sombra de Cortés cayó sobre algo que se retorcía entre la basura. Le llevó un momento comprender lo que estaba viendo, pero, cuando lo hizo, dejó escapar un grito. Hurra no había desaparecido por completo. Unos pequeños restos de su piel y sus músculos, arrojados al suelo en el momento en que el nullianac cesó en su intento de reclamarla, se movían sobre los desperdicios. No había nada reconocible en esos restos; de hecho, si no hubieran estado moviéndose entre las ensangrentadas ropas de la niña, Cortés ni siquiera habría caído en la cuenta de que se trataba de su carne. Alargó el brazo para tocarlos con los ojos llenos de lágrimas, pero la escasa vida que los animaba desapareció antes de que sus dedos pudieran rozarlos.

Cortés se puso en pie hirviendo de furia. Se sentía horrorizado por la basura que pisaban sus pies, por las casas vacías y muertas que la flanqueaban, y también asqueado de sí mismo; asqueado por haber sobrevivido cuando su ángel no lo había hecho. Posó sus ojos sobre la pared más cercana, respiró hondo y se llevó a los labios no una mano, sino a las dos, con el fin de hacer lo que pudiera para enterrar los restos de Hurra.

Sin embargo, la ira y la revulsión avivaban su pneuma y, cuando lo expulsó de su cuerpo no solo echó abajo la pared que tenía delante, sino varias más, antes de continuar atravesando las inestables construcciones, que se vinieron abajo como un castillo de naipes al que se hubiera disparado una bala. Los fragmentos de roca pulverizada salieron volando en cuanto los edificios se colapsaron; la caída de uno provocaba el derrumbe del más cercano y, así, la nube de polvo fue creciendo a medida que cada casa se sumaba a la anterior.

Comenzó a seguir el pneuma calle arriba, temiendo que, en su hastío, le hubiera conferido más propósito del que en un principio pensara. El aliento se encaminaba hacia la calle Lujuria, donde la multitud seguía deambulando ajena a su proximidad. No se trataba de que toda esa gente caminara por la calle ignorante de la corrupción que allí existía, por supuesto; pero el hecho de estar allí no era suficiente para condenarlos a muerte. Deseó poder aspirar de nuevo el pneuma, pero este tenía voluntad propia y lo único que pudo hacer fue correr tras él mientras derrumbaba casa tras casa, con la esperanza de que perdiera poder antes de que alcanzara a la multitud.

A través de las piedras que se derrumbaban, podían verse las luces de la calle Lujuria. Tomó velocidad en un intento de adelantar al pneuma, e incluso había logrado ponerse en cabeza justo cuando volvió a contemplar a la muchedumbre, mucho más numerosa que antes. Algunos habían interrumpido la contemplación de los escaparates con el fin de presenciar semejante espectáculo de destrucción. Cortés observó sus rostros boquiabiertos, sus sonrisillas y sus movimientos de asombro; vio que no caían en la cuenta, ni por asomo, de lo que se les avecinaba. Consciente de que cualquier intento de advertirlos verbalmente se perdería en el fragor, corrió hacia la entrada del callejón y se sumergió en la marea humana con la esperanza de que se dispersaran; sin embargo, sus aspavientos solo consiguieron atraer a una audiencia mayor, que ya estaba intrigada con el colapso del callejón. Uno o dos de los presentes habían comprendido, por fin, el peligro en que se encontraban, y en sus rostros la curiosidad había dado paso al miedo. A la postre, si bien demasiado tarde, su malestar acabó contagiándose al resto y hubo una estampida generalizada.

No obstante, el pneuma se movía a demasiada velocidad. Irrumpió a través de la última pared y esparció una devastadora lluvia de rocas y astillas de madera que golpeó a la multitud allí donde era más numerosa. Si Hapexamendios, movido por un ataque de ira purificadora, hubiera enviado su juicio sobre la calle Lujuria, no habría podido hacerlo mejor. Lo que segundos antes fuera una masa de espectadores perplejos se había convertido, en un abrir y cerrar de ojos, en un montón de sangre y huesos.

A pesar de estar en el centro del área devastada, Cortés no sufrió daño alguno. Tuvo la oportunidad de contemplar su arma en acción; su poder no parecía desvanecerse a pesar de que ya hubiese derribado toda una hilera de casas. Y, tras haber abierto un camino a través de la multitud, siguió la trayectoria que habían trazado sus labios. Había descubierto carne fresca y tenía intención de mantenerse ocupado con todo ese material viviente, hasta que no quedara ni una sola persona por destrozar.

La posibilidad lo dejó aterrado. Esa no había sido ni mucho menos su intención. Solo le quedaba una opción viable, y esa fue la que tomó al instante: se colocó en la trayectoria del pneuma. En esos momentos ya había utilizado su poder un número suficiente de ocasiones (primero, contra el hermano del nullianac en Vanaeph; después, dos veces en las montañas; y, finalmente, en la isla, mientras escapaban del manicomio de Vigor N'ashap), pero tan solo había podido vislumbrar un atisbo de su apariencia. ¿Se parecería al eructo de un tragafuegos o a una bala hecha de voluntad y aire, casi invisible hasta que llevaba a cabo su propósito?

Tal vez, en un principio, su apariencia fuera la de la segunda opción, pero cuando se interpuso en su camino vio que había acumulado polvo y sangre a lo largo de la ruta, elementos esenciales que le dieron el aspecto de su hacedor. Era su propio rostro el que se acercaba a él, aunque estuviera esculpido de modo muy tosco: sus cejas, sus ojos, su boca abierta que exhalaba el aliento con el que había comenzado el mismo pneuma. Su velocidad no disminuyó a medida que se aproximaba a su creador, al contrario, golpeó a Cortés en el pecho con la misma fuerza con que había embestido previamente a todos los demás. Sintió el impacto, pero este no lo derrumbó. Al contrario, el poder reconoció la fuente de la que procedía y se descargó en su organismo hasta llegar a las puntas de los dedos y recorrer el cuero cabelludo. La oleada llegó y se marchó en un abrir y cerrar de ojos, dejándolo allí plantado, en mitad de aquella devastación, con los brazos extendidos y una nube de polvo alrededor.

El silencio cayó sobre Cortés. Sin ser del todo consciente de ellos, podía escuchar los sollozos de los heridos y el estruendo de los muros medio derrumbados que cedían y caían, pero él estaba envuelto en un silencio casi reverencial. Alguien se arrodilló cerca de él para atender a algún herido, según supuso. Al instante, comenzó a escuchar los aleluyas que el hombre entonaba y vio que sus manos se acercaban a él. Otro hombre salió de entre la multitud para imitarlo y luego otro, como si la escena de su salvación hubiera sido la señal que habían estado esperando y una riada de devoción largamente suprimida se traspasara de corazón a corazón.

Víctima de las náuseas, Cortés apartó la mirada de sus agradecidos rostros y la paseó por la polvorienta calle Lujuria. Solo le quedaba un objetivo: encontrar a Pai y buscar refugio en sus brazos para olvidar la locura que había presenciado. Se apartó del círculo de devotos y comenzó a alejarse calle arriba, ignorando las manos que le tendían y las lágrimas de adoración. Sentía deseos de reprenderlos a gritos por su candidez, pero ¿de qué iba a servir? Cualquier declaración que hiciese entonces, por muy condenatoria que fuera hacia su persona, se vería como una cita extraída de un evangelio. En lugar de decir nada, guardó silencio y se abrió camino entre las piedras y los cadáveres, siempre con la cabeza gacha. Los hosannas seguían sus pasos, pero hizo caso omiso y reconoció que, a pesar de su reticencia, su postura sería vista como una prueba de humildad divina, por mucho que le hubiera resultado imposible escapar a las circunstancias en las que se había visto inmerso.

La desolación que se extendía delante de él era tan sobrecogedora como lo fuera momentos antes, pero comenzó a sortearla sin importarle los fuegos que tuviera que atravesar. El miedo que le provocaba no era nada comparado con lo que había sentido al ver los restos de Hurra retorciéndose en el fango, o los aleluyas que aún podía escuchar a sus espaldas y que se alzaban sumidos en la ignorancia de que él, el salvador de la calle Lujuria, había sido también su destructor, hecho que no le restaba atractivo.

Capítulo 34

1

Cualquier signo de alegría que hubieran albergado alguna vez los vastos salones del chianculi (nada que ver con payasos o ponis, sino con otro tipo de circo por el que los organizadores de espectáculos del Quinto llorarían de envidia) hacía mucho que había desaparecido. Los salones donde antes reverberaba la alegría eran en ese momento lugar de llanto y veredicto. Ese día, el acusado era el místico Pai'oh'pah; su denunciante, uno de los pocos abogados que las purificaciones del Autarca habían dejado con vida: un individuo asmático y tacaño llamado Thes'reh'ot. El hombre tenía una audiencia de dos personas en ese proceso judicial: Pai'oh'pah y la jueza; pero pronunció la letanía de los delitos del acusado como si el salón hubiera estado lleno a rebosar. El místico era tan culpable como para merecer una docena de ejecuciones, según dijo. Que se supiera, era un traidor y un cobarde y, con toda probabilidad, también un espía y un soplón. Lo peor, tal vez, había sido que se marchara de ese Dominio para irse a otro sin haber contado con el consentimiento de su familia ni de sus maestros, con lo que había negado a su tribu el beneficio de su inusual naturaleza. ¿Acaso había olvidado, sumido en su arrogancia, que su condición era sagrada y que prostituirse en otro mundo (en el Quinto nada menos, ¡un lodazal de almas insignificantes!) no solo era un pecado cometido contra su persona sino contra toda su especie? Se había marchado de ese lugar en un estado puro y se atrevía a regresar manchado por la corrupción y el vicio, y acompañado de una criatura del Quinto, la cual, según había confesado, resultaba ser su esposo.

Pai había esperado encontrarse con ciertas recriminaciones tras su regreso (los recuerdos de los eurhetemec eran muchos e iban íntimamente ligados a las tradiciones, ya que era el único contacto que les quedaba con el Primer Dominio), pero la vehemencia de semejante listado de crímenes no dejaba de ser sorprendente. La jueza, Culus'su'erai, era una mujer de edad avanzada y diminuta presencia, que permanecía sentada y envuelta en un número indeterminado de mantos tan descoloridos como su piel, mientras escuchaba la letanía de acusaciones sin mirar ni una sola vez ni al acusado ni a la acusación. Cuando Thes'reh'ot hubo acabado su monólogo, la mujer ofreció al místico la posibilidad de defenderse y Pai hizo lo que pudo.

—Admito haber cometido muchos errores —confesó Pai—. Pero no soy culpable de haber abandonado a mi familia, y mi tribu era mi familia, sin comunicarles dónde iba o por qué. La razón es simple: no lo sabía. Tenía toda la intención de regresar en un año, más o menos. Pensé que sería acertado tener unas cuantas historias de otras tierras que contar a mi regreso. Y, cuando por fin logro volver, me encuentro con que no hay nadie a quien contárselas.

—¿Qué te poseyó para que quisieras viajar al Quinto? —preguntó Culus.

—Otro error —contestó Pai—. Fui a Patashoqua y conocí a un teúrgo que afirmaba poder trasladarme al Quinto. Solo para dar un paseo. Dijo que regresaríamos en un día. ¡Un día! Pensé que era una buena idea; podría volver a casa y contar que había estado en el Quinto Dominio. Así pues le pagué...

—¿Qué moneda usaste? —preguntó Thes'reh'ot.

—Pagué en metálico, y también le hice un par de favores sin importancia. No me prostituí, si eso es lo que está sugiriendo. De haberlo hecho, tal vez el tipo hubiera mantenido sus promesas. En lugar de eso, el ritual me trasladó al In Ovo.

—¿Cuánto tiempo estuviste allí? —inquirió Culus'su'erai.

—No lo sé —respondió el místico—. En ese lugar el sufrimiento parece interminable e insoportable, pero tal vez no pasaran más que unos días.

Thes'reh'ot resopló al escuchar la respuesta.

—Sus sufrimientos fueron consecuencia de sus propias acciones, señora. ¿Tienen alguna relevancia?

—Probablemente, ninguna —admitió Culus'su'erai—. Pero fuiste liberado del In Ovo por un maestro del Quinto, ¿estoy en lo cierto?

—Sí, señora. Se llamaba Sartori. Era el representante del Quinto en el Sínodo que preparaba la Reconciliación.

—¿Y entraste a su servicio?

—Así fue.

—¿De qué modo?

—Hacía cualquier cosa que me pidiera. Era su sirviente.

Thes'reh'ot chasqueó la lengua, disgustado. A Pai, ese gesto no le pareció fingido. El hombre estaba sinceramente horrorizado ante la idea de que uno de los suyos se pusiera al servicio de la voluntad de un homo sapiens, sobre todo si el eurhetemec en cuestión era una criatura con las bendiciones de un místico.

—¿Era Sartori, en tu opinión, un buen hombre? —preguntó Culus a Pai.

—Era un ejemplo de la paradoja habitual: compasivo cuando menos lo esperabas y cruel en ocasiones. Su ego tenía proporciones extraordinarias, pero no creo que sin un ego semejante pudiera haber llevado sobre sus hombros la responsabilidad de la Reconciliación.

—¿Fue cruel contigo? —preguntó Culus.

—¿Cómo dice, señora?

—¿Es que no entiendes la pregunta?

—Sí, pero no su relevancia.

Culus refunfuñó su descontento.

—Es posible que este tribunal se haya visto reducido en cuanto a pompa y ceremonia —explicó— y que sus funcionarios estén un tanto ajados, pero la autoridad de ambos sigue siendo incuestionable. ¿Me entiendes, místico? Cuando haga una pregunta, espero que sea respondida con rapidez y sinceridad.

Pai murmuró sus disculpas.

»Por tanto... —prosiguió Culus—. Repetiré la pregunta. ¿Fue Sartori cruel contigo?

—En ocasiones —respondió Pai.

—¿Y aun así seguiste con él en lugar de regresar a este Dominio cuando la Reconciliación fracasó?

—Me había convocado mientras estaba en el In Ovo. Me había vinculado a él. Yo carecía de autoridad.

—Insólito —comentó Thes'reh'ot—. ¿Esperas que creamos...?

—¿Me he perdido el momento en que pedías permiso para volver a interrogar al acusado? —preguntó, irritada, la jueza.

—No, señora.

—¿Solicitas ese permiso?

—Sí, señora.

—Denegado —contestó Culus antes de volver a centrarse en Pai—. Creo que has aprendido mucho en el Quinto, místico —le dijo—. Y no para bien. Eres arrogante. Eres taimado. Y, posiblemente, seas tan cruel como tu maestro. Pero no creo que seas un espía. Eres algo mucho peor. Eres un idiota. Le diste la espalda a los que te amaban y te dejaste esclavizar por un hombre que resultó ser el culpable de la muerte de muchas almas sublimes en toda Imajica. Me da la impresión de que tienes algo que decir, Thes'reh'ot. Escúpelo antes de que emita mi veredicto.

—Tan solo que el místico no está siendo juzgado únicamente por el delito de espionaje, señora. Al negar a su gente el beneficio de su naturaleza, cometió una grave afrenta contra nosotros.

—No lo pongo en duda —replicó Culus—. Y, con toda honestidad, me repugna mirar a alguien tan mancillado cuando tuvo la perfección al alcance de su mano. Pero, ¿debo recordarte, Thes'reh'ot, la escasez de nuestro número? La tribu ha quedado reducida prácticamente a la nada. Y este místico, perteneciente a una raza poco común, es el último de su linaje.

—¿El último?—repitió Pai.

—Sí, ¡el último! —exclamó Culus, con la voz temblorosa a causa de la ira—. Mientras tú te dedicabas a jugar en el Quinto Dominio, nuestra gente ha sido aniquilada de modo sistemático. Apenas quedamos cincuenta almas en la ciudad. El resto ha sido asesinado o se ha dispersado. Tu propio linaje ha sido destruido, Pai'oh'pah. Todos y cada uno de los miembros de tu clan han muerto asesinados o a causa del sufrimiento. —El místico se cubrió la cara con las manos, pero la jueza no se guardó lo que restaba de su informe—. Otros dos místicos sobrevivieron a las purificaciones —prosiguió—, hasta hace un año. Uno fue asesinado aquí, en el chianculi, mientras curaba a un niño. El otro se fue al desierto (los carestes se ocultan en la frontera del Primero y a las tropas del Autarca no les gusta acercarse a la Mácula), pero le dieron alcance antes de que pudiera llegar a los campamentos. Trajeron su cuerpo de vuelta y lo colgaron en las puertas. —Bajó de la silla y se acercó a Pai, que a esas alturas estaba llorando—. Así que ya ves, tal vez hicieras lo correcto aunque tus premisas no fuesen las adecuadas. Si te hubieras quedado, ahora estarías muerto.

—Señora, debo protestar —dijo Thes'reh'ot.

—¿Qué preferirías que hiciera? —le preguntó Culus—. ¿Añadir la sangre de esta estúpida criatura al mar que ya se ha derramado? No. Será mejor que utilicemos su deshonra en nuestro favor. —Pai alzó la mirada, perplejo—. Tal vez hayamos sido demasiado puros. Demasiado predecibles. Nuestras estratagemas, previsibles; y nuestras intrigas, fácilmente descifrables. Pero tú vienes de otro mundo, místico, y tal vez eso te haga poderoso. —Se detuvo para tomar aliento antes de proseguir—. Este es mi veredicto: llévate a todos aquellos de los nuestros a los que puedas convencer y usa tus artimañas impuras para acabar con el enemigo. Si nadie quiere acompañarte, márchate solo. Pero no regreses a este lugar mientras el Autarca siga respirando, místico.

Thes'reh'ot dejó escapar una carcajada que resonó por la amplia estancia.

—¡Perfecto! —exclamó—. ¡Perfecto!

—Me alegra que mi veredicto te resulte tan divertido —replicó Culus—. Lárgate, Thes'reh'ot. —El hombre hizo ademán de protestar, pero Culus'su'erai le respondió con un grito tan estentóreo que su efecto fue el mismo que si le hubiera golpeado—. ¡He dicho que te largues!

Su semblante perdió todo rastro de diversión. Hizo una pequeña reverencia al tiempo que murmuraba una gélida despedida y abandonó el salón. Culus no apartó la vista de él hasta que desapareció.

—Todos nos hemos convertido en seres crueles —dijo—. Tú a tú modo, nosotros al nuestro. —Sus ojos volvieron a posarse en Pai'oh'pah—. ¿Sabes por qué se ha reído, místico?

—¿Por qué cree que su veredicto es una ejecución disfrazada?

—Sí, exacto. Eso es lo que cree. Y quién sabe, tal vez tenga razón. No obstante, puede que esta sea la última noche de este Dominio, y hay cosas que llegan a su fin gozando de un poder como el que jamás han tenido.

—Yo soy una de esas cosas.

—Sí.

El místico asintió.

—Entiendo —dijo—. Y me parece justo.

—Bien —contestó ella. Aunque el juicio había terminado, ninguno de los dos hacía ademán alguno de marcharse—. ¿Tienes alguna pregunta? —le dijo Culus.

—Sí.

—Será mejor que la hagas ahora.

—¿Sabe si un chamán llamado Arae'ke'gei sigue aún con vida?

Culus compuso una pequeña sonrisa.

—Me preguntaba cuándo sacarías el tema —replicó ella—. Fue uno de los supervivientes de la Reconciliación, ¿no es cierto?

—Sí.

—No lo conocí tanto como tú, pero le escuché hablar de ti. Se aferró a la vida durante mucho más tiempo que cualquier otro, porque decía que tú acabarías regresando. No se enteró de que estabas vinculado a tu maestro, por supuesto —le comentó con malicia, pero sus ojos legañosos tenían una mirada penetrante que no se apartó de él ni un instante—. ¿Por qué no regresaste, místico? —le preguntó—. Y no intentes marearme con una historia acerca de la autoridad. Podrías haberte desligado de tu vínculo si hubieras querido, más aún si tenemos en cuenta la confusión que se creó tras el fallido intento de Reconciliación. Pero no lo hiciste. Elegiste permanecer junto a ese mísero Sartori sin importarte que otros miembros de tu propia tribu hubieran sido víctimas de su ineptitud.

—Era un hombre devastado. Y yo era mucho más que un simple secuaz para él, era su amigo. ¿Cómo iba a abandonarlo?

—Hay mucho más —replicó Culus. Llevaba demasiado tiempo ejerciendo como juez para dejar pasar una simplificación semejante sin cuestionarla—. ¿Qué hay detrás de todo eso, místico? Esta es la noche del punto final, recuérdalo. Si no lo dices en este momento, tal vez te arriesgues a no poder hacerlo nunca.

—Muy bien —capituló Pai—. Siempre abrigué la esperanza de que hubiera, al menos, otro intento de Reconciliación. Y no era el único que se aferraba a ella.

—Arae'ke'gei también lo hacía, ¿eh?

—Sí.

—Por eso se aferraba a tu nombre. Y a la vida, también, con la esperanza de que volvieras. —Sacudió la cabeza—. ¿Por qué os complacíais con semejantes fantasías? No habrá Reconciliación. En todo caso, ocurrirá todo lo contrario. Imajica se fragmentará y cada uno de los Dominios acabará aislado en su propia miseria.

—Una visión sombría.

—Pero honesta. Y racional.

—Todavía hay gente dispersa por los Dominios que desea volver a intentarlo. Han esperado doscientos años y no están dispuestos a perder la esperanza en estos momentos.

—Arae'ke'gei la perdió —contestó Culus—. Murió hace dos años.

—Yo... estaba preparado para afrontar esa posibilidad —confesó Pai—. Era un anciano la última vez que nos vimos.

—Si te sirve de consuelo, pronunció tu nombre con su último aliento. Jamás dejó de creer.

—Hay otros que pueden llevar a cabo las ceremonias en su lugar.

—Yo estaba en lo cierto —dijo Culus—. Eres un estúpido, místico. —Comenzó a alejarse hacia la puerta—. ¿Estás haciendo esto en memoria de tu maestro?

Pai la acompañó, abrió la puerta y ambos salieron a un crepúsculo oscurecido por el humo.

—¿Y por qué iba a hacer eso? —preguntó Pai.

—Porque lo amabas —fue la respuesta de Culus, que lo observaba con una mirada condenatoria—. Y esa es la verdadera razón de que jamás regresaras. Lo amabas más que a los tuyos.

—Tal vez sea cierto —cedió Pai—. ¿Pero por qué iba a hacer algo en memoria de un ser vivo?

—¿De un ser vivo?

El místico sonrió e hizo una reverencia a la jueza mientras se alejaba de la luz y volvía a traspasar la puerta para internarse en la oscuridad como un fantasma.

—Le he dicho que Sartori era un hombre devastado, no que hubiera muerto — prosiguió al tiempo que se alejaba—. El sueño sigue vivo, Culus'su'erai. Al igual que mi maestro.

2

Quaisoir lo esperaba tras los velos cuando Seidux entró. Las ventanas estaban abiertas y, junto con la calidez del atardecer, llegaba un clamor que resultaba afrodisíaco a oídos de un soldado como Seidux. Echó un vistazo a las colgaduras de la cama para tratar de distinguir la figura que se ocultaba tras ellos. ¿Estaba desnuda? Eso parecía.

—Debo disculparme —le dijo ella.

—No es necesario.

—Lo es. Estabas haciendo tu trabajo al vigilarme. —Guardó silencio. Cuando volvió a hablar, su voz tenía un matiz sinuoso—. Me gusta que me observen, Seidux...

—¿Sí?

—Ciertamente. Siempre y cuando mis espectadores sean capaces de apreciar el regalo.

—Yo lo aprecio —contestó, al tiempo que arrojaba el cigarrillo con disimulo al suelo para aplastarlo con el tacón de una de sus botas.

—Si es así, ¿por qué no cierras la puerta? —preguntó Quaisoir—. Como precaución, por si la cosa se pone ruidosa. Tal vez debieras decirles a los guardias que vayan a emborracharse.

Y así lo hizo. Cuando regresó junto a los velos, Seidux vio que Quaisoir estaba arrodillada en la cama con una mano entre las piernas. Y sí, estaba desnuda. Al moverse, los visillos la imitaron y algunos de ellos se quedaron adheridos al aceite con el que se cubría la piel. Seidux contempló cómo sus pechos se alzaban cuando levantó los brazos, incitándolo a depositar sus besos en ellos. Alargó la mano para apartar las colgaduras, pero eran tantas que no fue capaz de encontrar separación alguna, por lo que se limitó a acercase a ella, medio cegado por la suntuosidad de los velos.

Quaisoir volvió a introducirse la mano entre las piernas y él fue incapaz de reprimir un gemido de anticipación al pensar en remplazar esa mano con la suya. Ella sostenía algo entre los dedos y Seidux dedujo que era bastante probable que fuera algún tipo de objeto con el que había estado dándose placer: una forma de aguardar su llegada y de abrirse para recibir toda la longitud de su miembro cuando llegara el momento. Haciendo honor a su naturaleza sumisa y condescendiente, se lo ofrecía en esos mismos instantes como si estuviese confesando su pecadillo. Tal vez ella pensaba que le gustaría sentir su calor y su humedad. Quaisoir le acercó el objeto a través de las colgaduras y él se aproximó más a ella, murmurando unas cuantas promesas de las que les gustaban a las mujeres.

Entre promesa y promesa, escuchó el sonido de la tela al desgarrarse y, tras decidir que ella estaba rompiendo los velos en su afán por apartarlos de su camino para poder acercarse a él, comenzó a imitarla hasta que sintió un tremendo dolor en el abdomen. Miró hacia abajo, a través de los velos que le ocultaban el rostro, y vio una mancha rojiza que se extendía sobre el tejido. Dejó escapar un grito antes de librarse de las colgaduras, y se dio cuenta de que le había clavado el objeto con el que se daba placer. Quaisoir retiró la hoja para asestarle de inmediato una segunda puñalada y, al instante, una tercera justo en el corazón, donde dejó el cuchillo incrustado mientras Seidux caía de espaldas, arrastrando las colgaduras con él.

De pie junto a una ventana del piso superior en casa de Pecador, Jude estaba contemplando las llamas que se extendían en todas direcciones cuando comenzó a temblar y, al mirarse las manos, se dio cuenta de que brillaban, cubiertas de sangre. La visión fue muy breve, pero no tenía duda alguna acerca de lo que había visto, así como tampoco de su significado. Quaisoir había cometido el crimen que había planeado.

—Todo un espectáculo, ¿verdad? —escuchó que Dowd comentaba, por lo que se giró para mirarlo, momentáneamente desorientada. ¿Habría visto la sangre él también? No, imposible. Se refería a las luces.

—Sí, desde luego —contestó ella.

Dowd se reunió con ella junto a la ventana, que no dejaba de temblar con cada nueva descarga.

—La familia de Pecador está a punto de marcharse. Sugiero que hagamos lo mismo. Me siento como nuevo.

De hecho, se había curado con una rapidez sorprendente. Las heridas de su rostro casi habían desaparecido.

—¿Adónde iremos? —le preguntó Jude.

—Al otro lado de la ciudad —contestó él—. Donde pisé las tablas por primera vez. Según Pecador, el teatro sigue en pie. El Ipse, se llama. Construido por el mismo Pluthero Quexos. Me gustaría volver a verlo.

—¿Quieres hacer de turista en una noche como esta?

—Tal vez el teatro no siga en pie por la mañana. De hecho, es posible que todo Yzordderrex no sea más que una ciudad en ruinas cuando llegue el alba. Creí que eras tú la que tenía tantas ganas de verlo todo.

—Si se trata de una visita sentimental, tal vez deberías ir solo —replicó ella.

—¿Por qué? ¿Acaso tienes otros planes? —se interesó él—. No creo que sea así, ¿verdad?

—¿Y cómo iba a tenerlos? —protestó sin mucho entusiasmo—. Nunca había puesto un pie aquí con anterioridad.

Dowd la estudió con una expresión cargada de sospecha.

—Pero siempre has querido venir, ¿no es cierto? Desde el principio. Godolphin solía preguntarse el origen de semejante obsesión. Ahora soy yo el que se lo pregunta. —Su mirada siguió a la de Jude, al otro lado de la ventana —. ¿Qué hay ahí fuera, Judith?

—Puedes verlo tú mismo —fue su respuesta—. Es muy probable que nos maten antes de llegar al otro lado de la calle.

—No —dijo él—. A nosotros no. Nosotros hemos sido bendecidos.

—¿Ah, sí?

—Somos iguales, ¿recuerdas? La pareja perfecta.

—Lo recuerdo —le contestó.

—Nos iremos en diez minutos.

—Estaré lista.

Jude escuchó que la puerta se cerraba a sus espaldas y volvió a mirarse las manos. Todo rastro de su visión había desaparecido. Echó un vistazo a la puerta con el fin de asegurarse de que Dowd se había marchado y, acto seguido, colocó ambas manos sobre el cristal de la ventana y cerró los ojos. Disponía de diez minutos para encontrar a la mujer que compartía su mismo rostro; diez minutos antes de que Dowd y ella se internaran en el tumulto de las calles y cualquier esperanza de tomar contacto desapareciera.

—Quaisoir —murmuró.

Jude sintió que el cristal vibraba de nuevo contra las palmas de sus manos y escuchó el griterío de los moribundos, procedente del otro lado de los tejados. Pronunció el nombre de su doble dos veces más al tiempo que dirigía sus pensamientos hacia las torres que podrían haberse avistado desde esa misma ventana si el humo no hubiera sido tan espeso. La imagen de esa cortina de humo inundó su mente, a pesar de no haberla conjurado de modo consciente, y sintió que se alzaba sobre las nubes y flotaba sobre el fragor de la destrucción.

A Quaisoir le había resultado muy difícil encontrar algo discreto entre todos aquellos atuendos que había adquirido precisamente por su falta de modestia; no obstante, tras arrancar todos los adornos a una de sus túnicas más sencillas, había logrado una vestimenta casi decorosa. En esos momentos, salía de sus aposentos y se preparaba para atravesar el palacio por última vez. Ya había planeado qué ruta seguiría una vez dejara atrás las puertas: regresaría al puerto donde había visto por primera vez al Hombre de los Pesares encaramado al tejado. Si no se hallaba allí, encontraría a alguien que supiera de su paradero. Era imposible que hubiese viajado a Yzordderrex para desaparecer sin más. Tenía que haber dejado un rastro con el fin de que sus acólitos lo siguieran; como también habría dejado retos, sin duda, para que los superaran y demostraran a través de su estoicismo lo mucho que deseaban estar en su presencia. Aunque primero tendría que salir del palacio, y para hacerlo se vería obligada a atravesar pasillos y bajar escaleras que llevaban décadas en desuso, lugares que solo habían utilizado ella misma, el Autarca y los albañiles que se habían encargado de levantar las frías piedras; hombres que compartían ese mismo frío en sus tumbas. Solo los maestros y sus amantes conservaban la juventud; no obstante, seguir siendo joven ya no era tan maravilloso como antaño. Le habría gustado que cuando se arrodillara a los pies del Nazareno su rostro reflejara el paso de los años, para que Él supiera los sufrimientos que había padecido y lo mucho que merecía su perdón. No obstante, tendría que confiar en la posibilidad de que Él vislumbrara el dolor que subyacía bajo el velo de su perfección.

Iba descalza y el frío ascendía por su cuerpo desde las plantas de los pies, razón polla que, cuando salió al aire húmedo del exterior, le castañeteaban los dientes. Se detuvo un instante con el fin de orientarse en el laberinto de patios que rodeaba el palacio y, en cuanto sus pensamientos abandonaron las cuestiones prácticas para centrarse en las abstractas descubrió que una idea la esperaba al fondo de su mente. No dudó ni un solo instante acerca de su procedencia. El ángel que Seidux había expulsado de su habitación esa misma tarde la había estado esperando en el portal todo el tiempo, a sabiendas de que volvería a necesitar su ayuda. Los ojos se le llenaron de lágrimas al darse cuenta de que no la habían abandonado. El Hijo de David era consciente de su agonía y había enviado a su mensajera para que le susurrara en la mente.

Ipse, murmuraba. Ipse.

Sabía lo que significaba esa palabra. Había acudido al Ipse en numerosas ocasiones, enmascarada, como era la costumbre entre las mujeres del haut monde cuando visitaban lugares de dudosa moral. Había asistido a todas las representaciones de las obras de Quexos; y también a las traducciones de Plotter; e, incluso, a los sainetes de Koppocovi, tan obscenos como eran. Que el Hombre de los Pesares hubiese escogido semejante lugar era bastante extraño, pero ¿quién era ella para poner en duda sus propósitos?

—Lo he escuchado —contestó en voz alta.

Antes incluso de que la voz se alejara de su mente, se había puesto en marcha a través de los distintos patios y estaba de camino hacia la puerta más cercana al kesparate Deliquium, donde Pluthero Quexos había emplazado su altar al artificio; un altar que pronto se vería bendecido de nuevo bajo el auspicio de la Verdad.

Jude apartó las manos de la ventana y abrió los ojos. El contacto no había sido tan claro como el que había tenido en mitad del sueño (a decir verdad, ni siquiera estaba segura de haber contactado), pero no quedaba tiempo para volver a intentarlo. Dowd la estaba llamando, al igual que lo hacían las calles de Yzordderrex, a pesar de estar en llamas. Desde la ventana, había visto derramamientos de sangre; numerosas agresiones y palizas; regimientos que atacaban y retrocedían; civiles que luchaban en jaurías rabiosas y otros que avanzaban en formación, armados y en perfecto orden. El caos entre las distintas facciones era tal que le resultaba imposible juzgar la legitimidad de cualquiera de sus causas, aunque tampoco es que le importara demasiado. Su misión era descubrir a su hermana en esa vorágine y esperar que ella estuviera buscándola a su vez.

Sin duda, Quaisoir sufriría una decepción cuando la viera (si es que llegaba a hacerlo). Jude no era la mensajera del Señor que ella quería encontrar a toda costa. Pero claro, los señores (ya fueran divinos o seglares) no eran ni los redentores ni los salvadores en los que las leyendas los habían convertido. Eran destructores, simple y llanamente. Y la evidencia estaba ahí fuera, en las mismas calles que estaba a punto de pisar. Si fuera capaz de hacer entender esa visión a Quaisoir, tal vez no resultara del todo inapropiado que sacara a colación la cuestión de su parentesco en ese encuentro, que no podía dejar de contemplar como una reunión entre hermanas.

Capítulo 35

1

A Cortés le llevó varias horas llegar desde los hosannas de la calle Lujuria hasta el kesparate del místico; tuvo que ir preguntando la dirección, por lo general a hombres heridos, a medida que avanzaba, y en el tiempo que tardó en atravesar la ciudad el declive de la urbe hacia el caos se aceleró de tal modo que casi esperaba que las calles de enhiestos edificios y los árboles cuajados de flores hubiesen quedado reducidos a cenizas y escombros para cuando llegara. Sin embargo, cuando por fin alcanzó la ciudad dentro de la ciudad, descubrió que los demoledores y saqueadores la habían dejado intacta, ya fuera porque sabían que allí no había mucho que mereciera la pena o, más probablemente, porque el miedo irracional que le tenían a la gente que una vez había ocupado el Dominio del Invisible no les había dejado llevar a cabo sus maldades.

Al entrar, se dirigió en primer lugar a la chiancula, preparado para hacer lo que fuera necesario (amenazar, suplicar, seducir) con el fin de que lo llevaran junto al místico. No obstante, la chiancula y todos los edificios adyacentes estaban desiertos, de modo que empezó a realizar una búsqueda sistemática por las calles. Estas, al igual que la chiancula, estaban vacías y la desesperación empezó a eclipsar a la discreción, por lo que terminó gritando el nombre de Pai a las calles vacías, como un borracho a medianoche.

A la postre, esta táctica produjo resultados. Apareció uno de los miembros del cuarteto que le había ofrecido una bienvenida tan fría la primera vez que pisó el kesparate: el joven del bigote. No llevaba el manto sujeto con los dientes en aquella ocasión, y cuando habló se dignó hacerlo en inglés. Pero la cinta letal todavía aleteaba en sus manos y su advertencia era clara.

—Has vuelto —dijo.

—¿Dónde está Pai?

—¿Dónde está la niña?

—Muerta. ¿Dónde está Pai?

—Pareces diferente.

—Lo soy. ¿Dónde está Pai?

—Aquí no.

—¿Entonces dónde?

—El místico ha subido al palacio —replicó el hombre.

—¿Por qué?

—Así se decretó en el juicio.

—¿Que subiera, nada más? —preguntó Cortés al tiempo que daba un paso hacia el hombre—. Seguro que hay algo más.

Aunque la espada de seda protegía al hombre, el poder que contenía Cortés excedía en mucho al suyo y, al percibirlo, el eurhetemec decidió responder con menos florituras.

—La sentencia fue que matara al Autarca —dijo.

—¿Lo han enviado allí solo?

—No. Se llevó a algunos miembros de nuestra tribu con él y dejó a otros cuantos aquí para proteger el kesparate.

—¿Cuánto tiempo hace que se marcharon?

—No mucho. Pero no serás capaz de entrar en el palacio. Ni ellos tampoco. Es un suicidio.

Cortés no se detuvo a discutir; se encaminó de vuelta a la entrada, dejando al hombre para que protegiera las flores y las calles vacías. Según se aproximaba a la puerta, no obstante vio a dos individuos, un hombre y una mujer, que acababan de entrar y miraban en su dirección. Ambos estaban desnudos de cintura para arriba y tenían la garganta pintada con las tres bandas azules que recordaba del asedio del puerto, lo que los señalaba como miembros de la Carestía. Cuando se aproximó, ambos lo saludaron juntando las palmas e inclinando la cabeza. La mujer era casi el doble de grande que su compañero; su cuerpo era una máquina gloriosa; su cabeza, afeitada por completo salvo en la zona de la coleta, se asentaba sobre un cuello más ancho que su cráneo y que, al igual que su vientre y sus brazos, era tan musculoso que el más mínimo movimiento resultaba un espectáculo.

—¡Te dije que estaría aquí! —le dijo al mundo.

—No sé qué es lo que quieres —respondió Cortés—, pero no puedo proporcionártelo.

—¿De verdad eres John Furia Zacharias?

—Sí.

—¿Al que llaman Cortés?

—Sí, pero...

—Entonces, tienes que venir. Por favor. El padre Atanasio nos ha enviado a buscarte. Nos hemos enterado de lo que ha ocurrido en la calle Lujuria y sabíamos que habías sido tú. Soy Nikaetomaas —dijo la mujer—. Este es Floccus Dado. Hemos estado esperándote desde que llegó Estabrook.

—¿Estabrook? —preguntó Cortés. No había pensado en él ni una sola vez durante meses—. ¿De qué lo conoces?

—Lo encontramos en la calle. Creíamos que era el elegido, pero estábamos equivocados. Él no sabe nada.

—¿Y crees que yo sí? —inquirió Cortés, desesperado—. Déjame decirte una cosa: ¡no sé una puta mierda! No sé quién crees que soy, pero no soy tu hombre.

—Eso fue lo que dijo el padre Atanasio. Dijo que ignorabas...

—Bien, pues tenía razón.

—Pero te casaste con la criatura mística.

—¿Y qué? —dijo Cortés—. La amo, y no me importa que todo el mundo se entere.

—Nos hemos dado cuenta de eso —dijo Nikaetomaas, como si fuera la cosa más obvia del mundo—. De esa forma te hemos localizado.

—Sabíamos que vendrías aquí —dijo Floccus—. Que allí donde fuera la criatura, tú la seguirías.

—No está aquí —señaló Cortés—. Ha subido al palacio.

—¿Al palacio? —repitió Nikaetomaas al tiempo que alzaba la vista hacia los menguados muros—. ¿Y tienes intención de seguirla?

—Sí.

—Entonces iré contigo —añadió la mujer—. Señor Dado, vuelve con Atanasio. Dile a quién hemos encontrado y hacia dónde nos dirigimos.

—No quiero compañía —dijo Cortés—. Ni siquiera confío en mí mismo.

—¿Cómo conseguirás entrar al palacio sin nadie a tu lado? —quiso saber Nikaetomaas—. Yo conozco las puertas. Conozco los patios.

Cortés le dio vueltas a las posibilidades en su cabeza. Parte de él quería ir como un rufián, sembrando el mismo caos que había llevado a la calle Lujuria como emblema. Pero era cierto que su ignorancia acerca del trazado del palacio podría retrasarlo, y unos minutos podrían marcar la diferencia entre encontrar al místico con vida o hallarlo muerto. Asintió para dar su consentimiento y el grupo se dividió a la entrada: Floccus Dado volvió con el padre Atanasio, y Cortés y Nikaetomaas subieron hacia la fortaleza del Autarca.

En lo único que pensaba mientras viajaban era en Estabrook. Preguntó cómo estaba el hombre, y si todavía estaba loco.

—Estaba casi muerto cuando lo encontramos —respondió Nikaetomaas—. Su hermano lo dejó aquí dándolo por muerto. Pero lo llevamos a nuestras tiendas en la Mácula y lo curamos. O, mejor dicho, la estancia allí lo curó.

—¿Hicisteis todo eso creyendo que era yo?

—Sabíamos que alguien iba a llegar desde el Quinto para comenzar la Reconciliación de nuevo. Y, por supuesto, sabíamos que no tardaría mucho. Lo único que ignorábamos era su aspecto.

—Bueno, siento decepcionarte, pero os habéis equivocado por segunda vez. Al igual que Estabrook, yo no soy el hombre que buscáis.

—Entonces, ¿por qué has venido?

Aquella era una pregunta que merecía una respuesta seria, si no por el bien de ella, por el suyo propio.

—Había preguntas cuya respuesta no podía conseguir en la Tierra —dijo—. Un amigo mío murió muy joven. Una mujer que conocía casi fue asesinada...

—Judith.

—Sí, Judith.

—Hemos hablado muchísimo sobre ella —dijo Nikaetomaas—. Estabrook estaba obsesionado con esa mujer.

—¿Todavía?

—Hace mucho que no hablo con él. Pero, como ya sabes, trataba de traerla a Yzordderrex cuando su hermano intervino.

—¿Ha venido?

—Al parecer, no —dijo Nikaetomaas—. Pero Atanasio cree que al final vendrá. Dice que ella es parte de la historia de la Reconciliación.

—¿Y de dónde ha sacado eso?

—De la obsesión de Estabrook por ella, supongo. De la forma en que habla de Judith, como si ella fuera algo sagrado, y Atanasio adora a las mujeres sagradas.

—Deja que te diga algo: conozco a Judith muy bien, y no es ninguna Virgen.

—Hay distintos tipos de santidad entre nuestro sexo —replicó Nikaetomaas, un poco irritada.

—Lo siento, no pretendía ofender. Pero si hay algo que Judith siempre ha odiado es que la coloquen en un pedestal.

—En ese caso, puede que no sea el ídolo lo que debamos estudiar, sino al adorador. Atanasio dice que la obsesión es la madre de nuestra fortaleza.

—¿Y eso qué significa?

—Que tenemos que lograr que las murallas que nos rodean ardan hasta las cenizas, pero que se necesita una llama muy grande para hacerlo.

—Una obsesión, en otras palabras.

—Ese es un tipo de llama, sí.

—¿Pero por qué íbamos a querer quemar esas murallas, para empezar? ¿No sirven para protegernos?

—Porque si no lo hacemos moriremos dentro, besando nuestros propios reflejos —afirmó Nikaetomaas; una respuesta demasiado profunda para ser improvisada.

—¿Otra frase de Atanasio? —preguntó Cortés.

—No —respondió Nikaetomaas—. De una tía mía. Estuvo encerrada en el Bastión durante años, pero aquí... —la mujer señaló su sien— es libre.

—¿Y qué pasa con el Autarca? —quiso saber Cortés al tiempo que giraba la cabeza hacia la fortaleza.

—¿Qué pasa con él?

—¿Está allí arriba besando su reflejo?

—¿Quién sabe? Puede que muriera hace años y que el lugar se gobierne solo.

—¿De verdad lo crees?

Nikaetomaas meneó la cabeza.

—No. Está vivo, tras sus murallas.

—¿Y por qué no sale?

—¿Quién sabe? Sea lo que sea a lo que le tiene miedo, no creo que respire el mismo aire que nosotros.

Antes de que abandonaran la calle principal llena de escombros del kesparate Hittahitte, que se extendía entre las puertas del kesparate Eurhemetec y las amplias calzadas romanas del distrito burocrático de Yzordderrex, Nikaetomaas escarbó entre las ruinas de una buhardilla en busca de algún tipo de disfraz. Encontró un montón de ropas sucias que insistió en que Cortés se pusiera y después dio con algunas igual de asquerosas para ella. Debían ocultar sus rostros y sus cuerpos, le explicó, para poder mezclarse sin problemas con los miserables que se encontrarían reunidos a las puertas. A continuación empezaron a avanzar, y el ascenso los llevó hacia unas calles flanqueadas por edificios de arquitectura y altura clásicas, que todavía no habían sido tocados por las antorchas que pasaban de mano en mano, de tejado en tejado, en los kesparates de más abajo. No permanecerían prístinos durante mucho tiempo, predijo Nikaetomaas. Cuando el fuego de los rebeldes alcanzara aquellos edificios (las Cortes de Tributación y los Departamentos de Justicia), no dejaría un pilar sano. Pero, por el momento, los viajeros se movían entre los monolitos tan silenciosos como mausoleos.

Al otro lado, la razón de que vistieran esa ropa apestosa y harapienta se hizo evidente. Nikaetomaas no les había conducido a una de las puertas grandes, sino a una puerta secundaria alrededor de la cual se había reunido un grupo de personas vestidas con ropas idénticas a las que ellos habían conseguido. Algunos llevaban velas, y su caprichosa luz le permitió distinguir a Cortés que ni uno de los cuerpos allí reunidos estaba entero.

—¿Están esperando para entrar? —le preguntó a su guía.

—No. Esta es la puerta de San Sumidero y San Neto. ¿No has oído hablar de ellos en el Quinto? Creía que fue allí donde se convirtieron en mártires.

—Es muy posible.

—Están por todos lados en Yzordderrex. En las rimas infantiles, en los espectáculos de marionetas...

—Entonces, ¿qué pasa aquí? ¿Es que los santos se aparecen?

—Más o menos.

—¿Y qué es lo que espera esta gente? —preguntó Cortés, y echó un vistazo a la patética asamblea—. ¿Curarse?

Desde luego, necesitaban muchísimo milagros de ese tipo. Tullidos y enfermos, supurantes y quebrados, algunos de ellos parecían tan débiles que no llegarían a la mañana siguiente.

—No —replicó Nikaetomaas—. Vienen aquí en busca de sustento. Solo espero que los santos no estén demasiado ocupados con la revolución para aparecerse.

No había terminado de pronunciar esas palabras cuando el sonido de un motor que cobraba vida al otro lado de las puertas levantó un revuelo entre la multitud. Las muletas se convirtieron en armas, voló la saliva de los enfermos y los inválidos lucharon por conseguir un lugar cerca de la gratificación que sabían inminente. Nikaetomaas empujó a Cortés hacia la reyerta, donde se vio obligado a luchar, a pesar de que se sentía avergonzado de hacerlo, para que no le arrancaran las extremidades aquellos que tenían menos que él. Con la cabeza gacha y sin dejar de sacudir los brazos, se abrió camino a la fuerza hacia las puertas que comenzaban a abrirse.

Lo que apareció al otro lado arrancó jadeos de devoción a todos los asistentes y uno de incredulidad a Cortés. Rodando hacia delante para llenar la amplitud de las puertas había una representación barata de cuatro metros y medio: una escultura que representaba a San Sumidero y a San Neto hombro con hombro, con los brazos extendidos hacia la multitud anhelante, mientras que sus ojos se movían hacia abajo en sus esculpidas cuencas (como los de los muñecos de las carrozas del Carnaval) para contemplar a su grupo de adoradores como si los temieran, antes de volver a alzarlos hacia los cielos un segundo después. Pero fue su apariencia lo que dejó atónito a Cortés. Estaban vestidos con sus dádivas: cubiertos de comida de la garganta a los pies. Una túnica de comida recién salida del horno cubría sus torsos; las salchichas colgaban en humeantes lazos alrededor de sus cuellos y muñecas; de su entrepierna colgaban sacos llenos de pan, mientras que los mantos de sus faldas estaban hechos a base de fruta y pescado. De inmediato la multitud avanzó para desnudarlos, implacables en su hambre, golpeándose los unos a los otros mientras escalaban en busca de su parte.

Los santos no estaban indefensos, sin embargo; había penalizaciones por la glotonería. Garfios y lanzas, diseñados expresamente para hacer daño, estaban colocados entre los abundantes pliegues de las capas y las túnicas. A los fieles no parecía importarles, de modo que seguían escalando las estatuas, desdeñando la fruta y el pescado para alcanzar los filetes y las salchichas de más arriba. Algunos cayeron y se convirtieron en masas sangrientas; otros, apoyándose en las víctimas, alcanzaron su objetivo con gritos de felicidad y cargaron los bolsos que llevaban a la espalda. Aun entonces, en medio del triunfo, no se encontraban a salvo. Aquellos que estaban detrás los arrancaban de sus puestos, o tiraban de las bolsas de sus espaldas y los arrojaban hacia sus cómplices en la multitud, donde, a su vez, los atacaban y robaban.

Nikaetomaas se agarró al cinturón de Cortés para que no pudieran separarlos en aquella confusión y, después de muchas maniobras, lograron alcanzar la base de las estatuas. La máquina había sido diseñada para bloquear las puertas, pero Nikaetomaas se puso en cuclillas frente a la peana y, ocultando lo que hacía a los guardias que vigilaban por encima de las puertas, arrancó la cubierta que albergaba las ruedas del vehículo. Eran de metal fundido, pero parecían de cartón bajo sus manos, así que los remaches salieron volando. Al instante se agachó para introducirse en el hueco que había creado. Cortés la siguió. Una vez bajo los santos, el griterío de la multitud se hizo más lejano y los porrazos de los cuerpos se entremezclaron con la gresca general. Estaban casi a oscuras, pero se arrastraron hacia delante sobre el vientre mientras el motor, enorme y caliente, goteaba alguna clase de líquido sobre ellos. Cuando llegaron al otro lado y Nikaetomaas comenzó a retirar la cubierta de ese extremo, el volumen de los gritos volvió a aumentar. Cortés miró a su alrededor. Otros habían descubierto la obra de Nikaetomaas y, creyendo quizá que había nuevos tesoros sin descubrir bajo los ídolos, los estaban siguiendo: no dos ni tres, sino muchos. Cortés empezó a echarle una mano a la mujer mientras el espacio se llenaba de cuerpos y nuevos altercados estallaban entre los perseguidores que luchaban por abrirse paso. Toda la estructura, tan grande como era, comenzó a temblar debido a la combinación de los luchadores de abajo y los conspiradores de la cima. Con la violencia de las sacudidas que se incrementaba por momentos, Cortés pudo vislumbrar su vía de escape. Había un patio de tamaño considerable al otro lado de los santos, marcado por los raíles de la máquina y lleno de comida descartada.

La inestabilidad de la maquinaria no había pasado desapercibida, y dos de los guardias ya estaban abandonando su almuerzo de filetes de primera y dando la alarma con gritos de pánico. Su retirada permitió que Nikaetomaas gateara hasta liberarse sin que nadie se diera cuenta, y que después se girara para tirar de Cortés. Estaba a punto de estallar el caos absoluto, y se escucharon disparos al otro lado mientras los guardias de arriba trataban de disuadir a la multitud para que no se arrastrara bajo la estructura. Cortés sintió manos que se aferraban a sus piernas, pero se las quitó de encima a patadas al tiempo que Nikaetomaas tiraba de él y lo sacaba al aire libre; justo en ese instante se produjeron varios crujidos, como súbitos truenos, que anunciaron que los santos estaban cansados de tambalearse y listos para caer. Con la espalda inclinada, Cortés y Nikaetomaas cruzaron el terreno lleno de desperdicios y cascaras hacia la seguridad de las sombras mientras, con un escandaloso estruendo, los santos caían patas arriba como los borrachos de los tebeos, con una masa de individuos aún adheridos a sus brazos, capas y mantos. La estructura se hizo pedazos al chocar contra el suelo, esparciendo trozos de piedra, comida y carne destrozada en todas direcciones.

Los guardias descendían desde la muralla en aquel momento para detener a balazos el progreso de la multitud. Cortés y Nikaetomaas no se detuvieron a mirar aquel nuevo horror, sino que se dieron la vuelta y se alejaron de las puertas con las súplicas y los aullidos de los que habían quedado atrapados por las estatuas siguiéndolos hacia la oscuridad.

2

—¿Qué es ese estrépito, Rosengarten?

—Se trata de un pequeño incidente en la Puerta de los Santos, señor.

—¿Estamos bajo asedio?

—No; no ha sido más que un desafortunado accidente.

—¿Víctimas?

—Ninguna significativa. Están sellando la puerta en estos instantes.

—¿Y Quaisoir? ¿Cómo está?

—No he hablado con Seidux desde esta tarde.

—Entonces ve ahora.

—Por supuesto.

Rosengarten se retiró y el Autarca volvió a prestar atención al hombre inmóvil de la silla de al lado.

—Estas noches yzordderrexianas... —le dijo al tipo— son muy largas. ¿Sabes?, en el Quinto duran la mitad, y solía quejarme de que se acababan demasiado pronto. Pero ahora... —suspiró—, ahora me pregunto si no sería mejor que volviera allí y fundara una Nueva Yzordderrex. ¿Qué te parece?

El hombre de la silla no contestó. Sus gritos habían cesado hacía mucho tiempo, aunque las reverberaciones, más apreciadas y más seductoras que el propio sonido, continuaban sacudiendo el aire incluso a nivel del lecho de aquella habitación, donde a veces se formaban nubes que dejaban caer una lluvia delicada y purificante.

El Autarca colocó su silla más cerca del hombre. Un saco de fluido viviente del tamaño de su cabeza estaba incrustado en el pecho de la víctima; sus miembros, finos como cabellos, se clavaban en el cuerpo del hombre y se adherían al corazón, a los pulmones, al hígado y a las vísceras. Él mismo había invocado a ese ser desde el In Ovo; no era más que el despojo de lo que una vez había sido una bestia fabulosa, la Renunciante. La había elegido como un cirujano elegiría un instrumento de una bandeja para llevar a cabo una tarea muy delicada y muy particular. Fuera cual fuese la naturaleza de esas bestias invocadas, no las temía. Varias décadas de rituales semejantes lo habían familiarizado con las especies que rondaban el In Ovo, y a pesar de que ciertamente había algunas que jamás se atrevería a traer al mundo de los vivos, la mayoría tenía suficientes instintos de supervivencia como para conocer la voz de su amo, y lo obedecían dentro de los confines de su entendimiento. A esta criatura la había llamado Abelove, por un abogado al que había conocido durante un breve periodo en el Quinto y que era tan sanguijuela como ese trozo de malicia, y casi igual de apestoso.

—¿Qué se siente? —preguntó el Autarca, que se esforzaba por escuchar cualquier murmullo de respuesta—. El dolor ya ha pasado, ¿verdad? ¿No te dije que pasaría?

El hombre abrió los ojos y se lamió los labios, que esbozaron algo muy parecido a una sonrisa.

»Sientes la unión con Abelove, ¿no es cierto? Se ha abierto camino hasta cada pequeño rincón. Habla, por favor, o te lo quitaré. Sangrarás por cada punción que te ha hecho, pero el dolor no será nada comparado con la pérdida que sentirás.

—No... —dijo el hombre.

—Entonces, háblame —replicó el Autarca, cargado de razones—. ¿Sabes lo difícil que es encontrar una sanguijuela como esta? Casi se han extinguido. Pero te di esta a ti, ¿verdad? Y lo único que te pido es que me digas lo que sientes.

—Es... agradable.

—¿Está hablando Abelove o tú?

—Somos lo mismo —fue la respuesta.

—Es como el sexo, ¿no es cierto?

—No.

—¿Como el amor, entonces?

—No. Como si no hubiera nacido.

—¿Como si estuvieras en el útero?

—En el útero.

—Dios, cómo te envidio. Yo no recuerdo eso. Nunca floté dentro de una madre.

El Autarca se levantó de la silla y se cubrió la boca con la mano. Siempre le pasaba aquello cuando los restos de kreauchee se desplazaban por sus venas. Se ponía insoportablemente sensible en esas ocasiones, proclive a las expresiones de dolor y furia a la más mínima señal.

»Estar unido a otra alma —dijo—, de forma indivisible. Consumido y creado al mismo tiempo. Qué deliciosa felicidad.

Se giró hacia su prisionero, cuyos ojos se habían cerrado de nuevo. El Autarca no lo notó.

»Es en ocasiones como esta —dijo— cuando desearía ser un poeta. Desearía tener las palabras para expresar mi anhelo. Creo que si conociera eso algún día, no me importa cuántos años pasen, o si son siglos, incluso, no me importa, si supiera que un día iba a estar unido de forma inseparable a otra alma, podría empezar a ser un buen hombre.

Se sentó junto a su cautivo, cuyos ojos estaban ya completamente cerrados.

»Pero eso no ocurrirá —dijo, y empezaron a llegar las lágrimas—. Somos demasiado nosotros mismos. Tememos dejar de ser lo que somos por miedo a no ser nada, y nos aferramos tanto a eso que perdemos todo lo demás. —La agitación sacudía las lágrimas de sus ojos en aquel momento—. ¿Me estás escuchando? — preguntó. Zarandeó al hombre, que tenía la boca abierta y un reguero de saliva en una de las comisuras—. ¡Escucha! —exclamó con furia—. ¡Te estoy expresando mi dolor!

Al no recibir respuesta, se puso en pie y abofeteó el rostro de su cautivo con tanta fuerza que el hombre cayó hacia atrás, junto con la silla en la que estaba atado. La criatura aferrada a su pecho se convulsionó en solidaridad con su huésped.

»¡No te he traído aquí para que duermas! —gritó el Autarca—. Quiero que compartas tu dolor conmigo.

Colocó las manos sobre la sanguijuela y empezó a arrancarla del pecho del hombre. El pánico de la criatura se extendió a su huésped y, al instante, el hombre comenzó a retorcerse; las cuerdas le hicieron sangre mientras luchaba por evitar que le quitaran la sanguijuela. Menos de una hora antes, cuando Abelove había sido convocado desde las sombras y mostrado al prisionero, este había suplicado que no se lo acercaran. En ese momento, una vez que hubo recuperado el habla de nuevo, suplicó con el doble de fervor que no lo separaran de él, y sus ruegos se convirtieron en gritos cuando los filamentos del parásito, que tenían garfios para evitar que los retirasen, fueron arrancados de los órganos que habían perforado. Tan pronto como llegaron a la superficie, comenzaron a sacudirse como látigos, tratando de regresar a su huésped o de encontrar uno nuevo. Pero el Autarca se mostró impasible ante el pánico de ambos amantes y los separó como si de la muerte se tratara: lanzó a Abelove al otro lado de la estancia y cogió el rostro del hombre entre los dedos pegajosos por la sangre de su amado.

»Ahora... —dijo—, ¿qué es lo que sientes?

—Devuélvemelo... por favor... devuélvemelo.

—¿Es como nacer? —dijo el Autarca.

—¡Lo que tú digas! ¡Sí! ¡Sí! ¡Pero devuélvemelo!

El Autarca se apartó del hombre y atravesó la habitación hasta el lugar donde había llevado a cabo la invocación. Se abrió camino a través de las espirales de tripas humanas que había dispuesto en el suelo como cebo, cogió el cuchillo que aún se encontraba sobre la sangre que había al lado de la cabeza con los ojos vendados, y regresó con lentitud a lugar donde yacía la víctima. Allí, cortó las ataduras del prisionero y se echó hacia atrás para contemplar el resto del espectáculo. A pesar de que estaba gravemente herido, de que sus pulmones perforados apenas eran capaces de coger aliento, el hombre clavó la vista en el objeto de su deseo y comenzó a arrastrarse hacia él. Sin inmutarse, el Autarca dejó que gateara, a sabiendas de que la distancia era demasiado grande y de que la escena acabaría en tragedia.

El amante no había recorrido más que un par de metros cuando se escuchó un golpe en la puerta.

—¡Largo! —gritó el Autarca, pero los golpes sonaron de nuevo, esa vez acompañados de la voz de Rosengarten.

—Quaisoir se ha ido, señor —dijo.

El Autarca contempló la desesperación del hombre que se arrastraba y la suya propia. A pesar de todas sus indulgencias, la mujer lo había abandonado por el Hombre de los Pesares.

—¡Adelante! —dijo.

Rosengarten entró y le dio su informe. Seidux estaba muerto, lo habían acuchillado y defenestrado. Los aposentos de Quaisoir estaban vacíos, su sirviente había desaparecido y su vestidor estaba patas arriba. Ya se había puesto en marcha la búsqueda de sus secuestradores.

—¿Secuestradores? —preguntó el Autarca—. No, Rosengarten. No hay secuestradores. Se ha ido por propia voluntad.

Ni una sola vez apartó la vista del amante mientras hablaba; el hombre ya había recorrido un tercio de la distancia que había entre la silla y su amado, pero se estaba debilitando con rapidez.

»Se acabó —dijo el Autarca—. Se ha ido a buscar a su Redentor, la muy zorra.

—Entonces, ¿sería mejor que mandara a las tropas a buscarla? —quiso saber Rosengarten—. La ciudad es peligrosa.

—También lo es ella cuando quiere. La mujer del Bastión le enseñó algunos trucos paganos.

—Espero que esa sentina haya ardido hasta los cimientos —dijo Rosengarten con un extraño fervor.

—Lo dudo —replicó el Autarca—. Tienen maneras de protegerse entre ellas.

—De mí no —se jactó Rosengarten.

—Sí, incluso de ti —le respondió el Autarca—. Incluso de mí. El poder de las mujeres no mengua, por mucho que lo intentemos. El Invisible trató de hacerlo, pero no tuvo éxito. Siempre hay algún rincón...

—Dé la orden —lo interrumpió el comandante— y bajaré ahora mismo. Colgaré a esas zorras en las calles.

—No, no lo entiendes —dijo el Autarca con un tono casi indiferente, pero más lleno de pesar precisamente por eso—. El rincón no está ahí fuera, está aquí. — Se señaló la cabeza—. Está en nuestras mentes. Sus misterios nos obsesionan, a pesar de que las apartamos de nuestra vista. Incluso a mí. Dios sabe que yo debería verme libre de ello. Yo no fui engendrado como el resto de vosotros. ¿Cómo puedo anhelar algo que jamás he tenido? Pero así es. —Suspiró—. Dios, cómo lo anhelo. —Miró a Rosengarten, que tenía una expresión de no entender nada—. Míralo

—El Autarca volvió a posar la vista en el cautivo—. Le quedan segundos de vida. Pero la sanguijuela le ha dado a probar algo que quiere recuperar.

—¿Qué le ha dado a probar?

—El útero, Rosengarten. Dijo que era como estar dentro del útero. Todos somos descastados. Da igual lo que construyamos, da igual dónde nos escondamos, siempre seremos descastados.

Mientras hablaba, el prisionero emitió un último gemido exhausto y se quedó quieto. El Autarca contempló el cadáver un rato; el único sonido que se escuchaba en la amplia habitación era el de los débiles movimientos de la sanguijuela sobre el suelo frío.

—Cierra las puertas y séllalas —dijo el Autarca, que se dio la vuelta para marcharse sin mirar a Rosengarten—. Voy a la Torre del Eje.

—Sí, señor.

—Ven a buscarme cuando haya luz. Estas noches son demasiado largas. Demasiado largas. Algunas veces me pregunto...

Pero lo que se preguntaba había desaparecido de su cabeza mucho antes de alcanzar sus labios y, cuando abandonó la tumba de los amantes, lo hizo en silencio.

Capítulo 36

1

Los pensamientos de Cortés no habían derivado hacia Taylor con frecuencia mientras viajaba con Pai; pero, cuando en las calles al otro lado del palacio Nikaetomaas le preguntó por qué había ido a Imajica, empezó a hablarle de la muerte de Taylor, y solo cuando hubo acabado se refirió a Judith y a su intento de asesinato. En esos momentos, mientras atravesaba con Nikaetomaas los tranquilos jardines sumidos en la oscuridad camino del palacio, pensó de nuevo en su amigo, allí apoyado en la almohada durante sus últimos instantes, mientras flotaba y le encargaba a Cortés que resolviera los misterios que él mismo no había tenido tiempo de resolver.

—Tenía un amigo en el Quinto Dominio a quien le habría encantado este lugar —dijo Cortés—. Amaba la desolación.

Y la desolación estaba allí, en cada patio. Se habían plantado jardines en muchos de ellos, pero los habían dejado crecer a su libre albedrío. Este libre albedrío se había hecho fuerte y la naturaleza se había rendido en aquel lugar: las plantas se retorcían sobre sí mismas tras haber crecido un poco, para luego retroceder hacia la tierra con un color ceniciento. La apariencia era la misma una vez en el interior; allí recorrieron intrincadas galerías, en las que las capas de polvo eran tan gruesas como la tierra de los jardines muertos, que los llevaron hasta las habitaciones y las estancias destinadas a unos invitados que habían exhalado su último aliento décadas atrás. Casi todas las paredes, bien en las estancias o bien en los pasillos, estaban decoradas: algunas con tapices, muchas otras con enormes frescos. Aunque a Cortés le resultaban familiares algunas escenas gracias a sus viajes (Patashoqua bajo un cielo verde y dorado, con una flota de globos que se alzaba desde la llanura más allá de sus murallas, o un festival en los templos de L'Himby), comenzó a alimentarla sospecha de que las mejores escenas representaban la Tierra, en concreto, Inglaterra. Sin duda, el arte pastoral era universal—mente conocido, y los pastores cortejaban a las ninfas en los Dominios reconciliados de la misma manera que se describía en los sonetos del Quinto; no obstante, había detalles en aquellas escenas que eran, sin discusión alguna, ingleses: los vencejos que se lanzaban en picado desde los cálidos cielos de verano; el ganado que abrevaba en los arroyos mientras sus cuidadores dormían; el chapitel de Salisbury, que sobresalía por encima de un grupo de robles; las torres y cúpulas distantes de Londres, avistadas desde una ladera en la que coqueteaban varias criadas y sus pretendientes; incluso había una reproducción de lo que parecía ser Stonehenge, reubicado con fines dramáticos en una colina para que se recortara contra unas oscuras nubes de tormenta.

—Inglaterra —comentó Cortés a medida que avanzaban—. Alguien de este lugar tiene muy presente a Inglaterra.

A pesar de que pasaron junto a estos cuadros demasiado deprisa para estudiarlos con detenimiento, se dio cuenta de que ninguno estaba firmado. Los artistas que habían esbozado Inglaterra, y que habían regresado para describirla con tanto cariño, se contentaban, al parecer, con permanecer en el anonimato.

—Creo que deberíamos comenzar la subida —sugirió Nikaetomaas cuando, por azar, su recorrido los llevó al pie de una escalinata gigantesca—. Cuanto más subamos, más oportunidades tendremos de comprender la distribución.

El ascenso duró cinco tramos de escaleras (más pasillos desiertos se abrían en cada planta), pero al final acabaron en un tejado desde el que pudieron atisbar la enormidad del laberinto en el que se hallaban perdidos. Torres con un tamaño dos o tres veces mayor que el de la que acababan de escalar quedaban suspendidas sobre ellos; mientras que, más abajo, los patios se extendían en todas las direcciones. Algunos de ellos se veían cruzados por batallones, pero en su mayor parte estaban tan desiertos como el resto de los pasillos y habitaciones. Tras ellos se alzaban los muros del palacio y, pasados los muros, la ciudad cubierta de humo. El sonido de sus convulsiones resultaba apagado por la distancia.

Adormecidos por la lejanía de semejante ascenso, tanto Cortés como Nikaetomaas se vieron sorprendidos por una conmoción que surgió mucho más cerca. Casi agradecidos por percibir señales de vida en el mausoleo, aunque provinieran del enemigo, emprendieron la búsqueda de los causantes del alboroto y se lanzaron escaleras abajo para cruzar un puente encerrado entre dos torres.

—¡Las capuchas! —urgió Nikaetomaas, que volvió a esconder su cola de caballo bajo la camisa y se cubrió la cabeza con la áspera capucha. Cortés la imitó, a pesar de que dudaba de que les sirviera de mucha ayuda si los descubrían.

Alguien impartía órdenes en la galería que se extendía por delante de ellos, y Cortés tiró de Nikaetomaas hacia un escondite para poder escuchar. El oficial arengaba a sus hombres y prometía la paga de un mes a todo aquel que abatiera a un eurhetemec. Alguien preguntó cuántos había, a lo que el oficial respondió que los informes hablaban de seis, pero que él no lo creía, ya que habían masacrado al menos a diez veces esa cantidad. En cualquier caso, siguió explicando, no importaba su número, ya fueran seis, sesenta o seiscientos, puesto que estaban en desventaja numérica y atrapados. No escaparían con vida. Después de decir eso, dividió su contingente y les ordenó que dispararan a todo aquello que se moviera.

Tres de los soldados se encaminaron hacia el lugar donde Nikaetomaas y Cortés se escondían. Tan pronto como pasaron de largo, Nikaetomaas salió de las sombras y derribó a dos de ellos con un par de golpes. El tercero se giró para defenderse, pero Cortés, que carecía del tamaño y la fuerza que tan buen resultado le daban a Nikaetomaas, utilizó la inercia y se lanzó contra el hombre con tanta fuerza que los dos acabaron en el suelo. El soldado levantó el fusil contra la cabeza de Cortés, pero Nikaetomaas agarró la mano que sostenía el arma e izó al hombre hasta que ambos quedaron cara a cara, con el cañón apuntando al tejado y los dedos que rodeaban el gatillo demasiado magullados para disparar. En aquel momento, Nikaetomaas le quitó el casco al soldado con la mano libre y lo miró a los ojos.

—¿Dónde está el Autarca?

Al soldado, aterrado y dolorido en exceso, le resultó imposible fingir ignorancia.

—En la Torre del Eje —contestó.

—¿Y eso está...?

—La torre más alta —gimió, al tiempo que forcejeaba para librar el brazo del que colgaba, por el que corría la sangre.

—Llévanos allí —ordenó Nikaetomaas—. Por favor.

Con los dientes apretados, el hombre asintió con la cabeza y ella lo liberó. El arma se escurrió de entre sus dedos destrozados cuando el tipo cayó al suelo. Nikaetomaas lo instó a que se levantara haciéndole un gesto con un dedo.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Yark Lazarevich —respondió mientras acunaba la mano herida en el hueco de su brazo.

—Pues bien, Yark Lazarevich, si intentas pedir ayuda, o yo creo conveniente interpretar cualquier movimiento por tu parte como un intento de ello, te reventaré los sesos tan deprisa que estarán en Patashoqua antes de que tengas tiempo de mearte encima. ¿Queda claro?

—Clarísimo.

—¿Tienes hijos?

—Sí, tengo dos.

—Pues imagínatelos huérfanos y compórtate bien. ¿Alguna pregunta?

—No, solo quiero decir que la torre queda bastante lejos de aquí. No me gustaría que creyerais que intento extraviaros.

—Que sea rápido, entonces —replicó ella.

Lazarevich se lo tomó al pie de la letra. Los guió de vuelta por el puente hacia las escaleras, mientras les explicaba que la ruta más rápida hacia la torre era a través del Cesscordium, que se encontraba dos pisos más abajo.

Apenas habrían bajado una docena de escalones cuando se escucharon disparos a sus espaldas y apareció uno de los camaradas de Lazarevich, gritando al tiempo que disparaba para dar la alarma. Si no hubiera perdido el equilibrio podría haberle metido una bala a Nikaetomaas o a Cortés, pero ambos se alejaron por las escaleras antes de que el soldado alcanzara siquiera el primer escalón. Lazarevich no dejaba de refunfuñar que aquello no tenía nada que ver con él, que amaba a sus hijos y que lo único que quería era volver a verlos.

De la galería inferior les llegó el sonido de los pasos y de los gritos que respondían a la alarma de más arriba. Nikaetomaas masculló una andanada de maldiciones que no podrían haber sido más explícitas de haberlas entendido Cortés; después intentó agarrar a Lazarevich, que echó a correr escaleras abajo antes de que pudiera atraparlo y se encontró con sus compañeros al final. La persecución de Nikaetomaas la había hecho adelantarse a Cortés, poniéndose en la línea de luego de los soldados. Estos no dudaron. Cuatro cañones abrieron fuego y cuatro balas impactaron en su objetivo. Su constitución no la ayudó en nada. Cayó allí mismo, su cuerpo rodó escaleras abajo y fue a parar a pocos escalones del final. Mientras la veía caer, a Cortés se le ocurrieron tres cosas: la primera, que mataría a aquellos hijos de puta por lo que habían hecho; la segunda, que el sigilo ya no servía de nada; y la tercera, que si hacía que el tejado se derrumbara sobre aquellos asesinos y se extendía el rumor de que había otro poder en el palacio además del que ostentaba el Autarca, aquello lo beneficiaría. Lamentaba las muertes que había provocado en la calle Lujuria, pero no lamentaría aquellas. Lo único que tenía que hacer era apartar la tela de su cara con la mano antes de que las balas comenzaran a silbar. Se acercaban más soldados al lugar desde diferentes puntos. Vamos, pensó al tiempo que levantaba las manos para fingir su rendición cuando los otros se acercaban. Vamos, uníos a la fiesta.

Uno de los allí reunidos era, a todas luces, un hombre de cierta autoridad. Los talones se juntaron al verlo aparecer y se intercambiaron saludos. El recién llegado alzó la mirada hacia las escaleras con el fin de observar a su prisionero encapuchado.

—General Racidio —dijo uno de los capitanes—, hemos atrapado a dos rebeldes.

—No son eurhetemec. —Su mirada vagó de Cortés al cuerpo de Nikaetomaas, para luego regresar al primero—. Creo que tenemos a dos carestes.

Comenzó a subir las escaleras hacia Cortés, que tomaba aire subrepticiamente a través del tejido que cubría su cara, preparándose para el momento en que se desvelara. En el mejor de los casos, dispondría de dos o tres segundos. Tal vez tiempo suficiente para capturar a Racidio y utilizarlo como rehén, si el pneuma no conseguía matar a todos los tiradores.

—Veamos cuál es tu aspecto —dijo el comandante, mientras apartaba la tela que cubría el rostro de Cortés.

En lugar de liberar el pneuma tal y como estaba planeado, todo acabó cuando Racidio retrocedió, estupefacto, tras echar un vistazo a las facciones que acababa de descubrir. Lo que quiera que viese quedó oculto a los ojos de los soldados, que mantuvieron sus armas apuntadas hacia Cortés hasta que Racidio gritó la orden de que las bajaran. Cortés se sentía tan confundido como ellos, pero no iba a cuestionar el indulto. Dejó caer las manos y, tras pasar por encima del cuerpo de Nikaetomaas, bajó lo que quedaba de escalera. Racidio retrocedió aún más; en el proceso sacudía la cabeza y se humedecía los labios, pero, al parecer, era incapaz de encontrar las palabras adecuadas para expresarse. Tenía todo el aspecto de estar esperando que la tierra se abriera bajo sus pies; de hecho, rogaba en silencio que sucediera. En lugar de hablar y sacar al hombre de su error, Cortés instó a su guía, Lazarevich, a que se adelantara con el mismo gesto que minutos antes utilizara Nikaetomaas. El hombre se había refugiado tras un parapeto de soldados y solo abandonó su escondite a regañadientes, sin dejar de mirar a su capitán y a Racidio con la esperanza de que contradijeran la orden de Cortés. Cosa que no sucedió. Cortés salió a su encuentro, momento en que Racidio balbució las primeras palabras que fue capaz de pronunciar desde que posara la vista en el rostro del intruso.

—Perdonadme —musitó—. Estoy avergonzado.

Cortés no lo tranquilizó con respuesta alguna, sino que, con Lazarevich a su lado, dio un paso hacia el grupo de soldados parapetados delante del siguiente tramo de escaleras, que se apartaron sin pronunciar palabra. Cortés pasó entre sus filas, combatiendo la necesidad de acelerar el paso, por muy tentadora que fuese la idea. Además, lamentaba no poder despedirse adecuadamente de Nikaetomaas. Sin embargo, ni la impaciencia ni el sentimentalismo le servirían de algo que aquel momento. Lo habían bendecido y, tal vez con el tiempo, comprendería el porqué. A corto plazo, tenía que llegar hasta el Autarca y rezar para que el místico estuviera allí también.

—¿Sigue queriendo ir a la Torre del Eje? —preguntó Lazarevich.

—Sí.

—Y cuando llegue allí, ¿me dejará marchar?

Una vez más, dijo:

—Sí.

Hubo una pausa mientras Lazarevich se orientaba al final de las escaleras. Después, inquirió:

—¿Quién es usted?

—No querrías saberlo —replicó Cortés, no solo para su guía sino también para él.

2

Al principio eran seis. Ahora solo quedaban dos. Una de las bajas había sido Thes'reh'ot, al que dispararon mientras marcaba con una cruz una esquina que acababan de doblar en el laberinto de patios. Fue idea suya que señalaran la ruta para facilitar una salida más rápida cuando terminaran el trabajo.

—Lo único que mantiene estos muros en pie es el Autarca —había dicho cuando entraron en el palacio—. Una vez que sea derrocado, los muros también caerán. Tenemos que retirarnos deprisa si no queremos quedar sepultados.

El hecho de que Thes'reh'ot se hubiera presentado voluntario para una misión que calificara de mortal con su risa ya era bastante sorprendente, pero aquella muestra postrera de optimismo rayaba en la esquizofrenia. Su muerte repentina no solo privó a Pai de un aliado imprevisto, sino también de la oportunidad de preguntarle las razones por las que se había unido al asalto. Sin embargo, para ese entonces varios enigmas semejantes a ese se habían agrupado en torno a aquella empresa, sin contar con la sensación de infalibilidad que había impregnado cada fase, como si aquel veredicto se hubiera dictado mucho antes de que Pai y Cortés llegaran siquiera a Yzordderrex y cualquier intento de despreciarlo fuera un desafío a la sabiduría de unos jueces muy superiores a Culus. Semejante infalibilidad conllevaba, por supuesto, cierto fatalismo; y, a pesar de que el místico había animado a Thes'reh'ot para que trazara su ruta de escape, se hacía muy pocas ilusiones acerca de la posibilidad de realizar dicho viaje. Se obligó a no pensar en lo que significarían las pérdidas de semejante extinción hasta que el camarada que le quedaba, Lu'chur'chem (un eurhetemec de pura raza, con la piel azul oscuro y ojos con iris doble), sacó el tema. Se encontraban en la galería adornada con los frescos que evocaban la ciudad que una vez Pai llamara hogar: las calles pintadas de Londres, retratadas con el aspecto que habían tenido en la época del nacimiento de Pai, repletas de buhoneros, mimos y petimetres.

Al ver el modo en que Pai contemplaba las pinturas, Lu'chur'chem dijo:

—Nunca más, ¿verdad?

—¿Nunca más... qué?

—Volveremos a ver un amanecer en la calle.

—¿No?

—No —dijo Lu'chur'chem—. No vamos a salir de aquí con vida y los dos lo sabemos.

—No me importa lo más mínimo —replicó Pai—. He visto muchas cosas. He sentido muchas más. No me arrepiento de nada.

—¿Has tenido una vida larga?

—Así es.

—¿Y qué hay de tu maestro? ¿También disfrutó de una larga vida?

—Sí, también él —respondió Pai, que volvió a mirar los cuadros de las paredes.

A pesar de que las escenas eran relativamente sencillas, despertaron la memoria del místico y evocaron el bullicio de las calles por las que él y su maestro habían caminado bajo los brillantes y esperanzados días anteriores a la Reconciliación. Allí se encontraban las entonces modernas calles de Mayfair, con sus elegantes tiendas y sus desfiles de mujeres aún más elegantes, donde se podía comprar agua de lavanda, sedas de Mantua y muselina nívea. Allí podía verse la algarabía de la calle Oxford, donde decenas de vendedores pregonaban sus productos: proveedores de zapatillas, aves de caza, cerezas y pan de jengibre, todos competían por obtener un trocito de pavimento y un poco de espacio en el que poder gritar. También se veía una feria, posiblemente la de San Bartolomé, donde se podía hallar más pecado a la luz del día del que jamás existiera en Babilonia de noche.

—¿Quién lo pintaría? —se preguntó Pai en voz alta mientras caminaban.

—Por lo que se puede apreciar, varios artistas —contestó Lu'chur'chem —. Se puede ver dónde acaba un estilo y comienza otro.

—Pero alguien dirigiría a estos pintores, les daría los detalles, los colores. A menos que el Autarca se limitara a secuestrar artistas del Quinto Dominio.

—Muy posible —replicó Lu'chur'chem—. Ha secuestrado a arquitectos. Ha esclavizado a tribus enteras para erigir este lugar.

—¿Y nadie se ha atrevido a desafiarlo?

—La gente ha intentado consolidar revoluciones una y otra vez, pero las ha aplastado todas. Ha quemado las universidades, ha colgado a los teólogos y a los radicales por igual. Dispone de un collar de fuerza. Además, tiene en su poder el Eje, lo que la mayoría de la gente ve como muestra de aprobación del Invisible. Si Hapexamendios no quisiera que el Autarca gobernara Yzordderrex, ¿por qué le habría permitido que trasladara el Eje hasta aquí? Eso dicen. Y yo no...

Lu'chur'chem se detuvo de repente al darse cuenta de que Pai ya lo había hecho.

—¿Qué sucede? —preguntó.

El místico contemplaba la pintura que acababa de aparecer frente a ellos. Su respiración se había acelerado por la impresión.

—¿Pasa algo? —inquirió Lu'chur'chem.

Pai tardó unos instantes en encontrar las palabras adecuadas.

—Creo que no deberíamos seguir adelante —dijo.

—¿Por qué no?

—Al menos, no juntos. El veredicto me corresponde a mí, por lo que debería terminar este asunto yo solo.

—¿Qué te ocurre? Si he llegado hasta aquí, quiero tener esa satisfacción.

—¿Qué es más importante? —le preguntó el místico al tiempo que apartaba la vista de la pintura que lo tenía tan atrapado—. ¿Tu satisfacción o llevar a cabo lo que hemos venido a hacer?

—Ya conoces mi respuesta.

—Entonces te pido que confíes en mí. Tengo que hacerlo solo. Espérame aquí si así lo deseas.

Lu'chur'chem emitió un gruñido ronco y gutural, parecido al de Culus, solo que más grosero.

—Vine aquí para matar al Autarca —dijo.

—No. Viniste aquí para ayudarme y ya lo has hecho. En mis manos queda el encargarme de él, no en las tuyas. Ese es el veredicto.

—De repente se trata del veredicto. ¡El veredicto! ¡A la mierda el veredicto! Quiero ver al Autarca muerto. Quiero ver su cara.

—Te traeré sus ojos —replicó Pai—. Es todo lo que puedo hacer. Y hablo en serio, Lu'chur'chem. Tenemos que separarnos en este punto.

Lu'chur'chem escupió al suelo, entre los dos.

—No te fías de mí, ¿verdad? —le preguntó.

—Si prefieres creer eso...

—¡Patrañas de místico! —explotó—. Si sales con vida de esto te mataré. ¡Juro que te mataré!

No discutieron más. Se limitó a escupir de nuevo y a darse la vuelta para caminar de regreso por la galería, dejando que el místico devolviera su mirada a la pintura que había acelerado su pulso y su respiración.

Aunque resultaba extraño ver una imagen de la calle Oxford y la feria de San Bartolomé en aquel escenario, tan lejano en el tiempo y en Dominios de la escena que la inspirara, Pai podría haber acallado la sospecha, que crecía en su estómago mientras Lu'chur'chem hablaba de revolución, de que se trataba de una coincidencia si aquel último fresco no se hubiera diferenciado tanto de aquellos que lo habían precedido. Los demás trataban espectáculos públicos, pintados en incontables ocasiones en estampas y grabados satíricos. Aquel último no. Los primeros reproducían calles y lugares conocidos, famosos en todo el mundo. Aquel reflejaba un lugar anodino en Clerkenwell, casi un lugar alejado que Pai dudaba mucho que hubiera motivado lo bastante a ningún artista del Quinto como para levantar su lápiz o su pincel con el fin de pintarlo. Sin embargo, allí se encontraba, representada con todo lujo de detalles: la calle Gamut, cada ladrillo y cada hoja. Y, en un lugar destacado en el centro del cuadro, se encontraba el número 28, la casa del maestro Sartori.

Había sido recreada con afecto. Los pájaros se arrullaban en el tejado y los perros peleaban en sus escalones. Y, entre los luchadores y los pretendientes, se alzaba la propia casa, bendecida por la ligera luz del sol que se le denegaba a las demás casas de la acera. La puerta delantera estaba cerrada, pero las ventanas de la planta superior estaban abiertas de par en par, el artista había pintado a alguien que se asomaba por una de ellas, con el rostro demasiado ensombrecido como para reconocerlo. El objeto de su estudio, sin embargo, no entrañaba misterio: la muchacha de la ventana de enfrente, que se sentaba delante de su tocador con un perro en el regazo mientras sus dedos jugueteaban con el lazo que, sin duda, desataría su corsé. En la calle que se interponía entre aquella belleza y su atento mirón había una docena de detalles que solo podrían provenir de un conocimiento de primera mano. Por la calle, bajo la ventana de la chica, pasaba una procesión de niños huérfanos bajo el cuidado de la parroquia, vestidos de blanco y con varas. Marchaban detrás de su carcelero, un bestia llamado Willis al que Sartori le había dado una paliza hasta dejarlo inconsciente en aquel mismo lugar, por la crueldad con la que trataba a aquellos que estaban a su cargo. Por la esquina más alejada aparecía el carruaje de Roxborough, tirado por su bayo favorito, Bellamare, llamado así en honor del conde de Saint-Germain, que había timado a la mitad de las mujeres de Venecia con ese pseudónimo unos años atrás. Un dragón era sacado del número 32 por la señora de la casa, que solía entretener a los oficiales del regimiento del príncipe de Gales (solo al Décimo regimiento, a ningún otro) cuando su esposo no se encontraba allí. La viuda de enfrente lo observaba con obvia envidia desde su puerta.

Aquellos dramas, además de muchos otros, se desarrollaban en la pintura, y no quedaba uno del que Pai no hubiera sido testigo en incontables ocasiones. ¿Pero quién sería el espectador inadvertido que había guiado a los pintores en su trabajo para que el carruaje, la chica, el soldado, la viuda, los perros, los pájaros y los mirones, para que todos ellos quedaran reflejados con tanta exactitud?

Sin solución alguna para el rompecabezas, el místico apartó la mirada del cuadro y la desvió hacia el inmenso corredor. Lu'chur'chem había desaparecido, sin dejar de escupir. El místico estaba solo, y las rutas que se abrían delante de él y a su espalda se hallaban igual de desiertas. Iba a echar de menos la compañía de Lu'chur'chem, y lamentaba de verdad no haber dispuesto de la sabiduría necesaria para hacerle comprender que debía ir él solo sin ofenderle en el proceso. No obstante, la pintura de la pared era prueba de los secretos que allí yacían y que todavía no había sido capaz de descifrar; cuando llegara el momento de hacerlo no quería tener testigos, ya que estos se convertían con facilidad en acusadores, y Pai ya cargaba con el peso de demasiados reproches. Si las tiranías de Yzordderrex estaban relacionadas de alguna forma con la casa de la calle Gamut, y si Pai, por añadidura, había sido un colaborador inconsciente de dichas tiranías, era importante averiguar cuál era esa carga sin que nadie lo acompañara.

Tan preparado como era posible para tales revelaciones, el místico abandonó su puesto delante del fresco sin dejar de recordarse, mientras avanzaba, la promesa que le había hecho a Lu'chur'chem: si sobrevivía a aquella empresa tendría que regresar con los ojos del Autarca. Ojos que, en aquel momento, sabía con toda certeza que se habían posado sobre la calle Gamut; unos ojos que la habían observado con la misma obsesión con la que el mirón retratado había estudiado a la dama de su amor, sentado en la calle, esclavizado por su reflejo.

Nota sobre el autor

Clive Barker nació el 5 de octubre de 1952 cerca de Penny Lane, Liverpool. Después de ir a la escuela en esa ciudad, entró en la Universidad de Liverpool para estudiar Literatura inglesa y Filosofía. A la edad de veintiún años, se mudó a Londres, donde formó una compañía de teatro para representar las obras que estaba escribiendo y trabajó en ese medio como escritor, di rector y actor. Muchas de estas primeras obras contenían los elementos oníricos, fantásticos, eróticos y terroríficos que se convertirían más tarde en parte de su obra literaria. Las obras que representó fueron History of the Devil, Frankenstein in Love, Subtle Bodies, The Secret Life of Cartoons, y una obra sobre su pintor favorito, Goya, titulada Colossus. La editorial HarperPrism publicó en un solo volumen titulado Incarnations las obras The History of the Devil, Frankenstein In Love, y Colossus.

Las cualidades imaginativas que eran parte fundamental del trabajo teatral de Clive Barker encontraron su plasmación literaria en forma de historias cortas, a las que empezó a dedicarse al final de sus años veinte. Los primeros relatos publicados forman los tres primeros volúmenes de los Books of Blood. Tuvieron un éxito modesto en el Reino Unido, pero con la publicación del libro en los Estados Unidos y la aparición de su primera novela, The Damnation Game, empezó a ganarse el favor tanto de los lectores como de los críticos.

Tres volúmenes más de los Books of Blood siguieron a los anteriores, publicados en el Reino Unido como Book of Blood, Volumes 4-6, y retitulados en Estados Unidos como The Inhuman Condition, In the Flesh, y Cabal. En este punto muchos de sus libros estaban empezando a ser traducidos, y actualmente cuentan ya con publicaciones en más de quince idiomas.

En 1987, tras la adaptación de dos de sus historias al cine (Rawhead Rex y Transmutations), cuyo resultado no le agradó mucho, decidió dirigir una película él mismo. El resultado fue Hellraiser, basada en la novela corta The Hellbound Heart. La película desarrolló todo un culto a su alrededor y desde entonces ha dado lugar a varios cómics y a tres secuelas: Hellbound: Hellraiser 2, dirigida por Tony Randal, Hellraiser III: Hell on Earth, dirigida por Tony Hickox, y Hellraiser: Bloodline. Clive Barker adaptó también su relato Cabal en Nightbreed (Razas de noche), que dirigió él mismo.

Tras la publicación de las novelas Weaveworld y The Great and Secret Show, aparecieron varias publicaciones relacionadas con su obra: adaptaciones gráficas de su relato Tapping the Vein y dos libros de gran formato sobre su trabajo artístico titulados Clive Barker: Illustrator, Volume I and II.

Sus siguientes obras fueron la fantasía épica Imajica y una fábula infantil ilustrada titulada The Thief of Always, una línea de comics de superhéroes para Marvel llamada Razorline, y una exposición personal en la Bess Cutler Gallery de New York. Clive fue productor ejecutivo del conocido film Candyman, dirigido por Bernard Rose, basado en su relato The Forbidden, y de Candyman 2: Farewell to the Flesh, dirigida por Bill Condon. Recientemente, ha publicado Galilee, Everville, la secuela de The Great and Secret Show, el Second Book of the Art, y Sacrament, una fantasía oscura para todas las edades. Su proyecto cinematográfico más reciente es Lord of Illusions, que escribió, dirigió y coprodujo. Entre los últimos proyectos en los que ha participado se encuentra una animación basada en The Thief of Always, una miniserie sobre Weaveworld; un juego para pc titulado Extosphere y una fantasía para niños titulada Abarat, cuyos derechos cinematográficos ha adquirido Walt Disney.

Aunque Clive se ha mudado a Los Angeles y está actualmente implicado en varios proyectos para la pequeña y la gran pantalla, su pasión siguen siendo los libros. Entre sus influencias literarias menciona las obras de Edgar Allan Poe, Ray Bradbury, Herman Meville, William Blake, Will Burroughs, Arthur Machen y tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento. Acerca de sí mismo, Clive afirma que su entusiasmo como artista no radica en ningún medio en particular, si no en el acto de imaginar. Sus libros, películas, pinturas y obras de teatro, aunque pueden parecer muy dispares en contenido, muestran diferentes partes del mismo paisaje, el mundo sus dos orejas, y la motivación que le mueve a escribir y a dibujar son las imágenes y escenas que se elevan desde su subconsciente, sin avisar, dramatizando elementos de su yo más profundo.

Clive Barker se confiesa Jungiano, la escuela psicológica más seguida en Europa, y no Freudiano, como se suele estilar en América. Cree en la existencia del subconsciente colectivo, un fondo de imágenes e historias que pertenecen a todo el mundo, y piensa que el artista que se adentra en lo fantástico crea historias o dibujos que recrean la erupción de ese subconsciente en nuestra vida diaria. Con su ficción espera ayudar a comprender nuestros sueños secretos y a entender la profunda intimidad que compartimos con cada uno de los otros seres humanos.

Quienes estén interesados en conseguir más información sobre Clive Barker y su obra pueden visitar su página oficial: http://www.clivebarker.com/

Datos del libro

Escaneado por Sintaxia (L@C)

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