Clive Barker
El gran espectáculo secreto
Recuerdo, profecía y fantasía; el pasado,
el futuro y el instante de ensueño entre ellos,
son un solo lugar y un solo día inmortal.
Saber esto es sabiduría.
Usarlo es el arte.
PRIMERA PARTE
EL MENSAJERO
I
Homer abrió la puerta.
—Vamos, entra Randolph.
Jaffe odiaba aquella forma que tenía de decir Randolph, como si Homer conociese todos los malditos crímenes que Jaffe había cometido, desde el primero, y más pequeño de todos.
—¿A qué esperas? — insistió Homer, al observar el aire desganado de Jaffe—. Tienes trabajo que hacer; cuanto más pronto empieces, antes te conseguiré más.
Randolph entró en la habitación. Era amplia y estaba pintada de amarillo bilioso y el gris de los barcos de guerra, como todos los demás despachos y pasillos de la Oficina Central de Correos de Omaha. No se veía mucho de las paredes. A ambos lados, y hasta una altura superior a la de la cabeza, estaba apilado el correo. Sacas, bolsas, cajas y carritos llenos aparecían desparramados por el frío suelo de cemento.
—Cartas muertas —dijo Homer—, lo que ni aun el magnífico servicio de correos estadounidense es capaz de repartir. ¡Menuda perspectiva!
Jaffe se sentía agobiado, pero se esforzaba en no demostrarlo; en que no se le notase nada, sobre todo cuando se hallaba con tipos como Homer.
—Todo esto es tuyo, Randolph —dijo su superior—, tu pequeño trocito del cielo.
—¿Y qué tengo que hacer con ello? — preguntó Jaffe.
—Clasificarlo, abrirlo, y mirarlo, por si hay alguna cosa importante, no vayamos a terminar echando al fuego un dinero precioso.
—¿Es que tienen dinero?
—Algunas, quizá —dijo Homer, haciendo un visaje—, pero la mayor parte es correo perdido, material que la gente no quiere, y entonces, lo devuelve al sistema. Algunas llevan las señas equivocadas, y han estado volando de acá para allá, hasta que, al final, terminan en Nebraska. Y no me preguntes el porqué, pero lo cierto es que cuando no saben qué hacer con algo, lo mandan a Omaha.
—Está en el centro del país —observó Jaffe—: a caballo entre el Oeste y el Este.
—No es el maldito centro —especificó Homer—, pero, aun así, vamos a terminar con toda esta mierda. Tendrás que clasificarlo a mano.
—¿Todo? — preguntó Jaffe, que se vio frente a dos, tres, hasta cuatro, semanas de trabajo.
—Todo —insistió Homer, sin cuidarse de ocultar la satisfacción que sentía—. Todo tuyo; pero te harás rápidamente con ello. Si el sobre tiene algún distintivo gubernamental, lo pones en el montón de quemar. No se te ocurra abrirlo. ¡No jodamos, eh! Todo lo demás lo abres, nunca se sabe qué podemos hallar. — Sonrió con aire de conspirador—. Lo que encontremos, nos lo repartiremos —añadió.
Jaffe llevaba nueve días trabajando en Correos, pero ese tiempo le había bastado, y con creces, para darse cuenta de que mucha correspondencia era interceptada por los repartidores, los cuales abrían los paquetes, robaban su contenido, se cobraban los cheques y se reían de las cartas de amor.
—Yo vendré por aquí con regularidad —advirtió Homer—, de modo que no trates de ocultarme nada. Tengo olfato para el material. Sé cuándo hay dinero en un sobre, y sé también si tenemos un ladrón en el equipo. ¿Me oyes? Poseo un sexto sentido, así que no te pases de listo, capullo, porque eso no nos haría ninguna gracia ni a los chicos ni a mí; y tú quieres ser uno del equipo, ¿verdad? — Puso una mano, grande y pesada, sobre el hombro de Jaffe—. Reparte, y reparte por igual, ¿de acuerdo?
—Ya te he oído —repuso Jaffe.
—Bien —dijo Homer y abrió los brazos hacia el panorama de montones de sacos—. Es todo tuyo.
Y se marchó, entre sonrisas y resoplidos.
«Uno del equipo», pensó Jaffe cuando oyó el ruido de la puerta al cerrarse; eso jamás lo sería. No pensaba decírselo a Homer. Se había dejado mandar por él, había representado el papel de esclavo sumiso. ¿Y en su corazón? Él tenía otros planes, otras ambiciones.
El problema estaba en que no había avanzado nada en la consecución de esas ambiciones desde que tenía veinte años. Y ahora, con treinta y siete, cerca ya de los treinta y ocho, no era el tipo de hombre al que las mujeres miran más de una vez, ni poseía esa personalidad que la gente encuentra atractiva. Había perdido el cabello, como su padre. Calvo a los cuarenta, de eso no le cabía duda alguna, sin mujer, y con poco más que lo justo para una cerveza en el bolsillo, porque nunca había sido capaz de conservar un trabajo durante más de un año, dieciocho meses a lo sumo, y siempre afuera, de modo que nunca había podido ascender en los escalafones.
Procuraba no pensar demasiado en ellos, ya que, cuando lo hacía, empezaba a sentir un vehemente deseo de hacer daño, y casi siempre era a sí mismo a quien se lo causaba. Sería sencillo. Un revólver en la boca, cosquilleando la parte de atrás del paladar. Adelante, y ¡Hecho! Ni una nota. Ni una explicación. Además, ¿qué iba a escribir?: ¿Me mato porque no he conseguido ser Rey del Mundo? ¡Ridículo!
Pero... eso era lo que él deseaba. Nunca había sabido cómo, no tenía la menor idea de qué camino debía tomar, mas ésa era la ambición que le atenazaba desde siempre. Otras personas salen de la nada, ¿verdad? Mesías, presidentes, estrellas de cine. Todos se impulsaban a sí mismos para salir del fango, como los peces, cuando decidieron darse un paseo por la Tierra: les crecieron patas, respiraron aire, y se transformaron en algo más de lo que habían sido. Si los jodidos peces lograron una cosa así, ¿por qué no iba él a poder? Pero tenía que ser rápido, antes de que cumpliera los cuarenta. Antes de quedarse calvo por completo. Antes de morir, desapareciendo sin dejar a nadie que lo recordase, excepto como se recuerda a un tonto del culo sin nombre que pasó tres semanas en el invierno de 1969 en una habitación llena de cartas perdidas, abriendo un correo huérfano en busca de billetes de dólar. ¡Menudo epitafio!
Se sentó y miró la tarea que se amontonaba frente a él.
«¡Jódete!», dijo para sí, refiriéndose a Homer, y también al volumen total de mierda que se levantaba ante sus ojos. Pero, sobre todo, refiriéndose a sí mismo.
Al principio fue una tarea ingrata. El mismísimo infierno día tras día, a vueltas con las sacas.
Los montones no parecían menguar ya que Homer llegaba constantemente, sonriendo con sorna, a la cabeza de peones con más bolsas llenas de cartas.
Primero, Jaffe separaba los sobres interesantes (abultados; que sonaban; perfumados) de los anodinos; después, la correspondencia oficial de la privada, y los que tenían garabatos de los de membrete. Una vez hecho eso, empezaba a abrir sobres. La primera semana, con los dedos, hasta que le empezaron a salir ampollas; entonces, usaba un cuchillo de hoja corta que se había comprado con este objeto, y excavaba en el interior como un buscador de perlas, aunque sin encontrar nada la mayor parte de las veces. Algunas, como Homer le había anunciado que ocurriría, encontraba un cheque, y entonces, cumpliendo con su deber, lo declaraba a su jefe.
—Se te da muy bien esto —comentó Homer después de la segunda semana—; eres bueno de veras. Quizá te coloque fijo, a jornada completa.
Randolph hubiera querido mandarle a tomar por el culo, pero ya lo había hecho con muchos otros jefes, que lo habían despedido de inmediato, y no se podía permitir el lujo de perder también ese trabajo, sobre todo si tenía que pagar el alquiler y caldear su apartamento, de una sola habitación, que le costaba una fortuna. Por lo menos mientras siguiese nevando. Además, algo le estaba ocurriendo mientras pasaba sus solitarias horas en la habitación de las cartas perdidas, algo que, al final de la tercera semana, le hizo empezar a disfrutar, y a comprender cuando la séptima acabó.
Jaffe se encontraba en la encrucijada de Estados Unidos.
Homer tenía razón. Omaha, Nebraska, no era el centro geográfico del país, pero, por lo que a Correos se refería, hubiera podido serlo.
Las líneas de comunicación se cruzaban y se entrecruzaban, para finalmente, dejar allí a sus huérfanos, porque nadie los quería en el resto del país. Esas cartas habían sido enviadas de costa a costa en busca de la persona que las abriera, pero no habían encontrado a alguien dispuesto a hacerlo. Finalmente había ido a parar a manos de Randolph Ernest Jaffe, un don nadie calvo, con ambiciones nunca declaradas y furor nunca expresado, que las abría con su pequeño cuchillo y cuyos ojillos las escudriñaban. Sentado en su encrucijada empezaba a contemplar el rostro íntimo, escondido, del país.
Había cartas de amor, cartas de odio, misivas exigiendo rescate, súplicas, cuartillas en las que los hombres habían dibujado sus pollas, tarjetas de san Valentín con vello púbico, chantaje a las viudas; periodistas, buscavidas, abogados y senadores; correspondencia de mierda y notas de suicidas; novelas perdidas, cartas en cadena y sumarios; regalos sin entregar, regalos rechazados, cartas lanzadas a la selva como botellas al mar desde una isla, con la esperanza de encontrar ayuda, poemas, amenazas y recetas. Todo y mucho más.
Pero todas estas cosas eran lo de menos; en algunas ocasiones las cartas de amor le hacían sudar, y las notas de rescate le inducían a preguntarse si su remitente, al no recibir respuesta, habría asesinado a quien tuviera de rehén; las historias de amor y muerte le impresionaban sólo de manera fugaz. Mucho más persuasiva, y más emocionante, era otra historia que no podía ser articulada con tanta facilidad.
Sentado en la encrucijada del país, Jaffe empezó a comprender que Estados Unidos tenía una vida secreta; una vida que él ni siquiera había intuido. Amor y muerte, eso ya lo sabía. El amor y la muerte eran los grandes lugares comunes, las obsesiones gemelas de canciones y óperas dulzonas. Pero había otra vida, que se insinuaba cada cuarenta o cincuenta o cien cartas, y a cada mil se definía con claridad lunática. Cuando lo decían con sencillez, no era la verdad completa, aunque sí el principio, y cada uno de los que las escribían tenía su loca manera de afirmar algo que no se podía afirmar.
Lo que Jaffe sacó en conclusión fue que el mundo no era lo que parecía. No lo era ni por lo más remoto. Fuerzas gubernamentales, religiosas o médicas conspiraban y silenciaban o encerraban a aquellos que tenían algo más que una ligera idea del hecho, mas no podían amordazar o encarcelar a todos. Había hombres y mujeres que se escapaban de las redes, a pesar de lo amplias que éstas fueran; personas que encontraban caminos apartados por los que viajar (en los que sus perseguidores se extraviaban), y casas a lo largo del camino donde otros visionarios como ellos les daban de comer y calmaban su red, dispuestos a alejar a los perros que llegaban humeando. Esas personas no confiaban en los teléfonos, ni se atrevían a reunirse en grupos de más de dos por temor a llamar la atención. Pero escribían. Algunas veces parecía que necesitaran hacerlo, como si los secretos que guardaban tan bien fuesen demasiado ardientes y abrasasen cuanto encontraban a su paso. O porque sabían que sus perseguidores les pisaban los talones, y no tenían otra oportunidad de describirse el mundo a sí mismos antes de que los atrapasen, los drogasen y los encerrasen. En ocasiones, Jaffe percibía una alegría subversiva en aquellos garabatos, adrede mandados a señas vagas con la esperanza de que dejasen atónito al inocente que los recibiera por pura casualidad. Algunas de estas misivas eran como desvaríos torrenciales de consciencia; otras, en cambio, eran concisas, incluso clínicas, descripciones do los cambios que el mundo interior sufre por medio de la magia sexual, o comiendo setas. No faltaban las que utilizaban un absurdo estilo periodístico del National Enquirer para ocultar otro mensaje. Aseguraban haber visto OVNIS y cultos de ultratumba; a nuevos evangelistas venusianos, y a psicólogos que sintonizaban con los muertos en televisión. Pero, al cabo de pocas semanas de estudiar esas cartas (y de un estudio se trataba, ya que le daba la sensación de ser un hombre encerrado en la más maravillosa de las bibliotecas), Jaffe empezó a comprender la historia que había oculta tras estas tonterías. Rompió las reglas o, por lo menos, lo bastante de ellas como para sentirse tentado. En vez de irritarse cuando Homer abría la puerta y le dejaba otra media docena de bolsas de cartas en el suelo, él las recibía con alegría. A más cartas, más pistas; y cuantas más pistas, más esperanzas de encontrar una solución al misterio. No se trataba de varios misterios, sino de uno, y conforme las semanas se convertían en meses y el invierno se iba suavizando, Jaffe se convencía más de que no se trataba de varios misterios, sino de uno solamente. Los autores de esas cartas mostraban el Velo, y cómo correrlo, encontrando su propio camino hacia delante a través de la revelación; cada uno de ellos tenía sus propios metáfora y método; pero, en algún lugar de la cacofonía, había un himno que exigía ser cantado.
No era de amor. Por lo menos no en el sentido que los sentimentales dan al amor. Ni tampoco sobre la muerte, en el sentido literal de la palabra. Era algo que —sin un orden concreto— tenía que ver con los peces, y el mar (a veces con el Mar de los Mares); y con los sueños (una gran cantidad de sueños); y con una isla que Platón había llamado Atlántida, pero a sabiendas de que, en realidad estaba en otro lugar. Se trataba en esas cartas del final del mundo, o sea, de sus comienzos. Y se trataba de Arte.
O, mejor dicho, del Arte.
De todas las claves, ésta era la que más rondaba por la mente de Jaffe, y la que más le hacía fruncir el entrecejo. Se hablaba del Arte de diversas formas. Como del Remate de la Gran Obra Final, del fruto prohibido. Como de la desesperación de Da Vinci o estar metido en el asunto o la alegría del hallazgo. Había muchas maneras de describir el Arte, pero sólo había un Arte. Y (aquí residía el misterio) no había Artista.
—¿Así que estás contento aquí? — le preguntó Homer un día de mayo.
Jaffe levantó la vista de su trabajo. Había cartas desparramadas a su alrededor. Su piel, que nunca había tenido un aspecto demasiado saludable estaba tan pálida y ajada como las hojas que tenía entre las manos.
—Desde luego —respondió, sin apenas mirarle—. ¿Me traes más?
Al principio, Homer no contestó.
—¿Qué me ocultas, Jaffe? — preguntó al fin.
—¿Ocultarte? Yo no oculto nada.
—Te estás guardándote material que deberías compartir con nosotros.
—No es cierto —replicó Jaffe, que había obedecido meticulosamente la primera orden de Homer de que cualquier cosa que se encontrase en las cartas muertas sería repartida.
Dinero, revistas, bisutería que se encontraba de vez en cuando; todo había pasado a manos de Homer, y repartido.
—Lo que he encontrado te lo he dado. — Y añadió—: Te lo juro.
Homer lo miró, estaba claro que desconfiaba.
—Te pasas aquí abajo todas las jodidas horas del día —dijo—, no hablas con los otros muchachos. No bebes con ellos. ¿No te gusta cómo olemos, Randolph? ¿Es eso? — No esperó contestación—. ¿Acaso eres un ladrón?
—No soy un ladrón —dijo Jaffe—. ¿Por qué no te cercioras por ti mismo? — Se puso en pie y levantó las manos, con sendas cartas en ellas—. Vamos, regístrame.
—No tengo ganas de sobarte —fue la respuesta de Homer—. ¿Qué crees que soy, un jodido maricón? — Homer continuó mirando fijamente a Jaffe, y, después de una pausa, añadió—: Voy a traer a alguien para que te remplace. Llevas cinco meses aquí. Ya es bastante. Voy a trasladarte.
—No quiero...
—¿Cómo?
—Quiero..., bueno, lo que quería decir es que estoy bastante contento aquí. De hecho, es el tipo de trabajo que me gusta realizar.
—Ya —dijo Homer, que se mostraba receloso—. Bien, pues estás fuera de aquí a partir del lunes.
—¿Por qué?
—¡Porque yo lo digo! Si no te gusta, te buscas otro trabajo.
—Estoy haciendo bien mi labor, ¿no es verdad?
Pero Homer le había vuelto ya la espalda.
—Huele mal aquí —dijo cuando salía—. Huele mal de verdad.
Había una palabra entre las aprendidas por Randolph en sus lecturas que nunca había oído: sincronicidad. Tuvo que echar mano de un diccionario para buscarlo y saber su significado: quería decir que, a veces, dos sucesos coinciden. El modo de utilizar esa palabra por los que escribían las cartas solía significar que había algo misterioso, característico, milagroso incluso, en la forma de coincidir de una circunstancia con otra, como si existiera una regla que escapara a la percepción humana.
Una de estas coincidencias ocurrió el día que Homer dejó caer la bomba, una conjunción de acontecimientos que cambiarían todo. No mucho más de una hora después de irse Homer, Jaffe asió su cuchillo de hoja corta, cuyo filo comenzaba a desaparecer, con el que abrió un sobre más pesado que de costumbre. De él salió un pequeño medallón, que golpeó contra el suelo de cemento al caérsele, produciendo un dulce sonido al rodar. Jaffe lo levantó con dedos que estaban temblorosos desde su conversación con Homer. El medallón no llevaba cadena alguna, ni tenía argolla para colgarlo. En realidad no era lo bastante bonito para que adornara el cuello de una mujer como si de una joya se tratase, y, aunque a primera vista tenía forma de cruz, una inspección más detallada le reveló que no se trataba de una cruz cristiana. Los cuatro brazos eran de igual longitud, y no mayores de tres centímetros y medio. En la intersección había una figura humana, ni masculina ni femenina, los brazos extendidos como en una crucifixión, aunque no estaban clavados. A lo largo de su superficie, los cuatro brazos tenían dibujos abstractos terminados en círculo. El rostro era de una talla muy sencilla, y tenía, pensó Jaffe, la más sutil de las sonrisas.
Aunque no era un experto en metalurgia, aquel medallón no le pareció que fuese ni de oro ni de plata. Incluso limpiándolo dudaba mucho de que brillara. A pesar de todo, había algo en él profundamente atractivo. Al mirarlo, tenía la misma sensación que algunas mañanas, cuando despertaba de un sueño profundo del cual no conseguía recordar los detalles. Ese objeto era importante, pero Jaffe no sabía el porqué. ¿Serían tal vez por los dibujos que se extendían a lo largo de la figura y que le recordaban una de las cartas que había leído? En aquellas veinte semanas últimas, Jaffe había revisado miles y miles de escritos, y muchos de ellos tenían pequeños dibujos, algunos obscenos, otros indescifrables. Los que habían juzgado más interesantes los había sacado a escondidas de Correos para estudiarlos por la noche. Los tenía atados en paquetes al lado de su cama. Quizá pudiera descifrar el significado del medallón si examinaba esas cartas con más minuciosidad.
Decidió salir a almorzar con los demás trabajadores, diciéndose que lo mejor sería hacer todo lo posible por no irritar a Homer aún más. Fue un error. Se sintió como un extraño entre aquellos buenos muchachos que comentaban noticias de las que él no había oído hablar desde hacía dos meses, o charlaban sobre la calidad del filete de la noche anterior, o de los polvos que habían echado o dejado de echar después del filete, o sus proyectos para el verano. Ellos también se daban cuenta de su sensación de no pertenecer al grupo, y hablaban de medio lado, cuchicheando sobre su extraño aspecto y su mirada huraña. Cuanto más le rehuían, más contento se sentía él de que se comportasen de ese modo porque sabían, aun los más burdos de todos, que él era diferente. Quizás incluso estuviesen un poco asustados.
No pudo volver a la una y media al Cuarto de las Cartas Perdidas. El medallón, con sus signos misteriosos, le quemaba en el bolsillo. Sentía la urgente necesidad de volver a su casa cuanto antes y empezar la investigación en su biblioteca particular de cartas. De inmediato. Y así lo hizo, sin ni siquiera perder el tiempo en comunicárselo a Homer.
Era un luminoso día soleado. Corrió las cortinas contra la invasión de luz, encendió la lámpara de pantalla amarilla, y allí, poseído de una fiebre ictérica, empezó su estudio. Clavó en las paredes las cartas que tenían ilustraciones, y cuando ya no quedó hueco alguno por llenar, las desparramó sobre la mesa, la cama, las sillas, por el suelo. Después comenzó a mirar hoja por hoja, signo por signo, en busca de algo que tuviese algún parecido, por lejano que fuese, con el medallón que tenía en la mano. Mientras lo hacía, la misma idea serpenteaba en su mente de nuevo: él sabía que había un Arte, pero ningún Artista, una práctica, pero ningún practicante, y sabía que, tal vez, ese hombre era él.
Este pensamiento no tuvo que rondar mucho tiempo en su mente. Al cabo de una hora de escudriñar Cartas Perdidas se dijo que el medallón no había caído en sus manos por mero azar, sino que había aparecido como premio a sus pacientes estudios, y, como manera de juntar todos los hilos de su investigación, para deducir, por último, el sentido de aquello. Casi todos los símbolos y dibujos de las cartas y de los papeles parecían irrelevantes, aunque había muchos, demasiados para tratarse de una nueva coincidencia, que sugerían imágenes de la cruz. Nunca aparecían más de dos en la misma página, y la mayor parte de ellos eran versiones toscas, porque ninguno de sus autores tenía la solución completa en sus manos, como él la tenía. Pero todos los escritores comprendían algo del acertijo, y sus observaciones sobre la parte que comprendían, bien fuese haiku, charla obscena o fórmula química, daban a Jaffe una idea más clara del sistema que acechaba detrás de aquellos símbolos.
Un término que aparecía con regularidad en las cartas más perceptivas era Enjambre. Lo había encontrado varias veces en sus lecturas, aunque sin pensar mucho en él. Había una gran cantidad de charla en los escritos sobre la evolución, y supuso que ese término sería una parte de ésas, pero empezaba a darse cuenta de su error. El Enjambre era un culto, o una Iglesia de alguna especie, y su símbolo era el objeto que Jaffe tenía en la palma de la mano. Lo que eso y el Arte tuviesen que ver con cada una de las otras partes no estaba nada claro, pero su consistente sospecha de que existía un misterio, un viaje, se confirmaba, y le daba la seguridad de que, con el medallón a modo de mapa, encontraría el camino desde el Enjambre hasta el Arte.
Entretanto había asuntos más urgentes. Cuando pensaba en la tribu de sus compañeros de trabajo, con Homer a la cabeza, se estremecía sólo de pensar que alguno de ellos pudiera conocer también el secreto que él poseía. No temía, por supuesto, que hubieran podido avanzar en su descodificación, ya que no tenían cabeza para eso, pero Homer era lo bastante suspicaz para olfatear algo, por lo menos alguna pista a lo largo del camino, y la idea de que alguien —en especial el baboso de Homer— pudiese tantear ese tema, esa base sagrada, se le hacía insoportable. Sólo había una forma de evitar este desastre. Tenía que actuar con toda rapidez, destruyendo todo tipo de prueba o huella que pudiera darle una verdadera pista a Homer. El medallón se lo quedaba, eso por supuesto, ya que le había sido confiado por los más altos poderes, cuyos rostros vería algún día. También guardaría las veinte o treinta cartas que le habían ampliado la información sobre el Enjambre; el resto (unas cuatrocientas), mejor quemarlas. Y las de la colección del Cuarto de las Cartas Perdidas tendrían que ir también al horno. Todas. Tardaría algo de tiempo, pero no había más remedio, y cuanto antes mejor. Hizo una selección de las cartas que tenía en su cuarto, empaquetó las que ya no necesitaba, y se dirigió de nuevo a la oficina de clasificación.
Ya entrado el mediodía anduvo en sentido contrario a la avalancha de la gente, entró en la oficina por la puerta trasera, con el fin de evitar a Homer, aunque conocía lo bastante bien sus costumbres para sospechar que habría salido de su trabajo a las cinco en punto y que estaría bebiendo cerveza en algún sitio. El horno era una pieza antigua, pesada y ruidosa de manejar, mantenido por otra pieza de museo con la que Jaffe nunca había cruzado una sola palabra y que se llamaba Miller, sordo, además, como una tapia. A Jaffe le llevó bastante tiempo explicar a Miller por qué tenía que utilizar el horno durante un par de horas, y empezó con el paquete que había llevado de su casa, lanzándolo de inmediato a las llamas. Después fue al Cuarto de las Cartas Perdidas.
Homer no sólo no se había ido a beber cerveza, sino que lo esperaba, sentado en la silla de Jaffe bajo una bombilla sin tulipa, revisando los montones de cartas que había a su alrededor.
—Bueno, ¿qué tal el botín? — preguntó en cuanto Jaffe entró en la oficina.
Era inútil aparentar inocencia, y Jaffe lo sabía. Llevaba sus meses de estudio grabados en el rostro. No podía seguir como si fuese un ingenuo, ni aun ahora, que se paraba a pensarlo, tampoco lo quería.
—No hay botín —dijo, con desprecio hacia el pueril plan de aquel hombre receloso—. No estoy quedándome con nada que tú quieras, o que te sea útil.
—Eso yo lo juzgaré, tonto del culo —repuso Homer, tirando las cartas que estaba examinando al resto de la basura—. Quiero saber qué has estado haciendo aquí además de meneártela.
Jaffe cerró la puerta. No se había dado cuenta hasta ese momento, pero las reverberaciones del horno llegaban a aquel lugar a través de las paredes. Todo lo que había allí temblaba. Las sacas, los sobres, las palabras que había en las páginas encerradas en ellos. Y la silla misma en que Homer estaba sentado. Y el cuchillo, el cuchillo de hoja corta, caído en el suelo, al lado de Homer. El cuarto entero se movía, por ligero que fuese el movimiento. Como si el suelo retumbara. Como si el mundo estuviera a punto de desaparecer.
Y quizá fuese así. ¿Por qué no? No tenía sentido alguno fingir que el status seguía siendo quo. Él era un hombre que se encaminaba hacia un trono u otro. No sabía aún cuál, ni dónde estaría, pero él necesitaba silenciar a cualquier rival. Nadie le iba a echar nada en cara, ni a juzgarle, o a meterlo en la celda de los condenados a muerte. Él era su propia ley ahora.
—Me gustaría explicarte... —comenzó, con un tono de voz casi poco serio— en qué consiste realmente el botín.
—Sí, venga —dijo Homer torciendo el labio—, ¿por qué no lo haces?
—Bien, la verdad..., es muy sencillo...
Empezó a acercarse a Homer, hacia la silla, hacia el cuchillo caído al lado de aquélla. La velocidad con que se movía empezó a poner nervioso a Homer, aunque no se levantó.
—...he descubierto un secreto —prosiguió Jaffe.
—Ah.
—¿Quieres saber de qué se trata?
Homer se levantó, y su mirada temblaba, de la misma manera que todo lo demás. Todo, excepto Jaffe. Sus manos, sus entrañas, su cabeza habían dejado de temblar. Se sentía firme en un mundo inseguro.
—No sé qué jodido asunto te traes entre manos —dijo Homer—, pero no me gusta.
—No me extraña —replicó Jaffe, sin mirar al cuchillo: no tenía necesidad de hacerlo, lo sentía—, pero tienes la obligación de saber de qué se trata, ¿verdad? — prosiguió—. Necesitas saber todo lo que ocurre aquí.
Homer se apartó unos pasos de la silla. El aire chulesco que tanto le gustaba aparentar había desaparecido. Se tambaleaba, como si el suelo se hubiera inclinado.
—He estado en el centro del mundo —dijo Jaffe—, este cuartito..., aquí es donde todo ocurre.
—¿Ah, sí?
—Por supuesto que sí.
Homer hizo una pequeña mueca nerviosa, y echó una ojeada a la puerta.
—¿Quieres salir? — preguntó Jaffe.
—Sí —dijo Homer, al tiempo que miraba su reloj, sin verlo—, tengo prisa, sólo he venido para...
—Me tienes miedo —aseguró Jaffe—, y con razón. Ya no soy el mismo de antes.
—¡No me digas!
—Tú mismo me lo comentaste.
Homer volvió a mirar a la puerta. Estaba a cinco pasos de ella; cuatro si corría. En el momento que Jaffe aferró el cuchillo, Homer había recorrido la mitad de esa distancia. Tenía la mano en el picaporte cuando oyó a Jaffe acercándose a él.
Volvió la cabeza para mirar atrás, y el cuchillo se le hincó en pleno ojo. No se trató de una estocada casual. Fue pura sincronía. Su ojo centelleó, el cuchillo centelleó. Ambos centelleos coincidieron, y, en el momento siguiente, Homer gritaba mientras caía de espaldas contra la puerta y Randolph se le echaba encima, todavía con la mano agarrada al cuchillo.
El rugir del horno aumentaba. De espaldas a las sacas, Jaffe sentía los sobres, apretados unos contra otros, las palabras brotaban de las hojas escritas para convertirse en un glorioso poema. Sangre, decían. Como un mar; en tanto sus pensamientos aparecían como coágulos en aquel mar, oscuros, congelados, más ardientes que el ardor mismo.
Jaffe aferró el mango del cuchillo, y lo hizo con todas sus fuerzas. Nunca había derramado sangre; ni siquiera por haber aplastado una chinche, al menos de manera intencionada. Pero, en ese momento, su puño, cerrado sobre el mango, caliente y húmedo, le pareció fantástico. Una profecía; un signo.
Sonriendo, sacó el cuchillo de la cuenca del ojo de Homer, y, antes de que su víctima resbalase con la espalda apoyada en la puerta, se lo hincó hasta el puño el la garganta. Pero no lo dejó quieto allí. En cuanto los gritos de Homer cesaron, lo sacó y volvió a hincárselo, esta vez en medio del pecho. Allí encontró huesos, de modo que necesitó hacer más fuerza. Pero Jaffe, de pronto, había adquirido nueva fortaleza. A Homer le vino una arcada, y salió sangre de su boca, y también de la herida que tenía en la garganta. Jaffe sacó el cuchillo. No volvió a clavárselo al otro, sino que limpió la hoja con el pañuelo y se alejó del cadáver mientras pensaba qué debía de hacer. Si intentaba llevar las sacas del correo hasta el horno, corría el riesgo de ser descubierto, y, a pesar de lo sublime que se sentía, borracho de la muerte de aquel pobre patán, se daba cuenta de que había un alto riesgo en ello. Mejor sería que trasladase el horno hasta ahí. Después de todo, el fuego era una fiesta movible. Lo único que necesitaba era un encendedor, y Homer debía de tener alguno. Volvió al cadáver caído, buscó en los bolsillos y encontró una caja de cerillas. La sacó y se dirigió hasta donde se hallaban las sacas.
Una sensación de tristeza le sorprendió cuando se disponía a prender fuego a las Cartas Perdidas. Él había estado muchas semanas allí, perdido en una especie de delirio, borracho de misterios. Y ahora debía despedirse de todo aquello. Después de lo ocurrido —la muerte de Homer, las cartas quemadas—, Jaffe era un fugitivo, un hombre sin historia, llamado por un Arte del que todo lo ignoraba, pero que deseaba practicar más que ninguna otra cosa en el mundo.
Hizo una bola con una par de folios para alimentar la llama. Una vez que el fuego empezase, no le cabía duda de que se mantendría por sí mismo: todo lo que había en el cuarto —papel, paño, carne humana— era combustible. Una vez hubo hecho tres montones de papel, encendió una cerilla. La llama era grande, y, al mirarla, Jaffe se dio cuenta de lo mucho que odiaba la claridad. La oscuridad resultaba más interesante, colmada de secretos, llena de amenazas. Acercó la llama a los montones de papel y miró cómo el fuego iba tomando fuerza. Luego retrocedió hacia la puerta.
Homer estaba caído contra ella, sangrando por las tres heridas. Su bulto no era fácil de mover, y Jaffe dedicó todas sus fuerzas a la tarea. A sus espaldas, la hoguera proyectaba su sombra contra la pared. En el medio minuto que tardó en mover el cadáver, el fuego creció de manera considerable, tanto que, cuando miró hacia atrás, vio que las llamas cubrían la habitación de un extremo a otro, y que el calor producía su propio viento, el cual, a su vez, aventaba las llamas.
Sólo cuando se vio en su habitación —eliminando de ella cualquier pista de Randolph Ernest Jaffe—, se arrepintió de lo que había hecho. Y no fue por haber desatado el fuego —éste había sido una idea inteligente— sino de haber dejado que el cuerpo de Homer se consumiese con las Cartas Perdidas. Hubiera debido tomarse una venganza más sofisticada: dividir el cadáver en partes, y enviar los trozos por correo, garabateando unas señas sin sentido, para que la suerte, o la sincronicidad, eligiese el destino final de la carne de Homer. El cartero mismo enviado por correo. Se prometió no perderse semejantes posibilidades irónicas en el futuro.
La tarea de vaciar su cuarto no le llevó mucho tiempo, tenía pocas pertenencias, y casi todas ellas carecían todavía de significado para él. En el fondo, no era nada: unos cuantos dólares, algunas fotografías, un par de trajes. Nada que no cupiese en una maleta pequeña, dejando todavía espacio para una enciclopedia en varios tomos.
Hacia la medianoche, y con su pequeña maleta en la mano, Jaffe salía de Omaha, listo para un viaje que lo llevaría en cualquier dirección. ¿Hacia el Este?, ¿hacia el Oeste? No le importaba, mientras su camino, el que fuese, lo condujese hasta el Arte.
II
Jaffe había vivido una vida muy limitada. Nacido a unos ochenta kilómetros de Omaha, había sido educado allí, y en aquel lugar estaban enterrados sus padres. En Omaha había cortejado a dos mujeres, y fracasado en su intento de llevarlas ante el altar. Había salido del Estado un par de veces, e incluso llegado a pensar (sobre todo después del fracaso de su segundo galanteo) retirarse a Orlando, donde vivía su hermana, pero ésta lo disuadió de su idea con el pretexto de que no se llevaría bien con la gente, o por el tremendo sol que hacía siempre allí. En vista de todo eso, se quedó en Omaha, perdiendo unos trabajos para encontrar otros, sin comprometerse nunca mucho tiempo con nada ni con nadie, y, como consecuencia de ello, no viéndose nunca comprometido.
Pero el solitario retiro del Cuarto de las Carlas Perdidas despertó el deseo en él por llegar a horizontes cuya existencia antes no conocía, infundiéndose un desaforado apetito por lanzarse camino adelante. Cuando su única perspectiva eran el sol, los barrios extremos y Mickey Mouse, a él le daba igual, ¿para qué molestarse por buscar tales banalidades?; pero, ahora, sabía algo más: había misterios por desvelar, y poderes que conquistar. Cuando él fuese el rey del mundo, destruiría los suburbios (y el sol, si podía), y construiría un mundo en una ardiente oscuridad, donde el hombre conseguiría, por fin, conocer los secretos de su propia alma.
En las cartas se hablaba mucho de encrucijadas, y, durante mucho tiempo, había tomado esa palabra en su sentido más literal, pensando que, tal vez en Omaha, él mismo se encontraba en una de esas encrucijadas, y que el conocimiento del Arte acudiría allí a su encuentro. Pero una vez estuvo fuera de la ciudad, ya bastante lejos, se dio cuenta del error de haber tomado las cosas tan al pie de la letra. Cuando los que escribían mencionaban las encrucijadas, no se referían a la intersección de una carretera con otra, sino a lugares donde estados del ser se cruzaban, donde el sistema humano encontraba un aliado, y ambos cambiaban y seguían adelante. En la afluencia y agitación de esos lugares era donde existía la esperanza de encontrar la revelación.
Tenía muy poco dinero, aunque eso no parecía importarle. En las semanas que siguieron a su huida del escenario crimen, todo lo que necesitó llegó a sus manos, sin problemas. Sólo tenía que levantar el dedo pulgar para que un coche frenase entre chirridos y lo recogiese. Cuando el conductor le preguntaba a dónde iba y él le respondía que exactamente a donde quería, era justo el lugar al que el otro lo llevaba. Era como si estuviese bendito, o en manos de la Providencia. Cuando tropezaba, siempre había alguien al lado para ayudarle a levantarse, y cuando tenía hambre, nunca faltaba quien le diese de comer.
En Illinois, una mujer que lo había recogido en la carretera, y le había pedido que pasase la noche con ella, le confirmó esta bendición.
—Posees algo extraordinario, ¿no crees? — susurró ella a mitad de la noche—. Se te ve en los ojos, ellos fueron los que me obligaron a detenerme.
—¿Y a ofrecerme esto? — dijo él, al tiempo que le metía la mano entre las piernas.
—Sí, también a eso —respondió ella—, ¿qué es lo que has visto?
—No lo bastante —dijo él.
—¿Me harás al amor otra vez?
—No.
De vez en cuando, al ir de un Estado a otro, Jaffe vislumbraba lo que las cartas le habían enseñado. Veía un atisbo de los secretos, que sólo se atrevían a mostrarse porque él pasaba por allí, y sabían que se convertiría en un hombre poderoso. En Kentucky tuvo la suerte de ver el cadáver de un adolescente que había sido arrastrado por el río. Su cuerpo yacía tendido sobre la hierba, con los brazos extendidos, mientras una mujer sollozaba y gemía a su lado. Los ojos del chico estaban abiertos, así como los botones de su bragueta. Mirándole de cerca, el único testigo al que los policías no habían ordenado abandonar el lugar (lo de siempre: sus ojos), Jaffe, durante un momento, contempló la postura del muchacho, igual que la del medallón, y casi sintió deseos de arrojarse él mismo al río sólo para experimentar la sensación de ahogarse. En Idaho, conoció a un hombre que había perdido un brazo en un accidente automovilístico; mientras estaban sentados y bebían juntos, el otro le explicó que aún sentía en el miembro perdido. Los doctores le decían que era una ilusión de su sistema nervioso, pero él estaba seguro de que se trataba de su cuerpo astral, completo en otro plano del ser. Dijo que se masturbaba periódicamente con su mano perdida, y se ofreció a demostrárselo. Era verdad.
—Tú puedes ver en la oscuridad, ¿no? — comentó el hombre más tarde.
Jaffe nunca lo había pensado, pero ahora que le llamaban la atención sobre ello, le pareció que sí, que podía hacerlo.
—¿Y cómo has aprendido?
—No aprendí.
—Ojos astrales, quizá.
—Quizá.
—¿Quieres que te chupe la polla otra vez?
—No.
Jaffe iba almacenando experiencias, una de cada especie, al pasar por la vida de la gente y dejarlos, cuando salía de ella, obsesionados o muertos o llorando. Satisfacía todos sus caprichos, yendo dondequiera que su instinto le indicaba, y la vida secreta salía a su encuentro en el momento que llegaba a una ciudad.
No había signo alguno de que las fuerzas de la ley lo persiguieran. Quizás el cadáver de Homer no había sido hallado en el edificio incendiado, o, en caso contrario, la Policía había considerado que era una víctima del fuego. De hecho, y por la razón que fuese, nadie husmeaba su pista. Jaffe iba a donde quería, y hacía lo que le venía en gana, hasta que todos sus deseos quedaban satisfechos con creces, y todas sus necesidades cubiertas. Entonces, un día, sintió que el momento de dar el paso decisivo había llegado.
Se detuvo en un motel lleno de cucarachas de Los Álamos, Estado de Nuevo México. Allí se encerró en su cuarto con dos botellas de vodka, se desnudó, corrió las cortinas para ocultarse de la luz solar y dejó vagar su mente. Llevaba cuarenta y ocho horas sin comer, y no por falta de dinero, pues lo tenía, sino porque le gustaba la ligereza mental que el hambre le proporcionaba. Hambrientos de sustento y azotados por el vodka, sus pensamientos se desbocaron, se devoraban y cagaban unos a otros, bárbaros y barrocos. Las cucarachas salían de la oscuridad y corrían por su cuerpo, echado en el suelo. Él las dejaba ir y venir, y se derramaba vodka por la ingle cuando se le concentraban allí y le levantaban la polla; era una distracción, y él deseaba pensar. Flotar en el aire y pensar.
Desde el punto de vista físico, tenía todo cuanto necesitaba: se sentía frío y caliente, sexuado y asexuado, jodido y jodedor. Y ya no quería nada de esto, por lo menos como Randolph Jaffe. Había otra manera de ser, de existir, otro lugar del que sentir, en el que el sexo y el asesinato y el dolor y el hambre y todo lo demás podrían ser interesantes de nuevo; pero ese lugar no sería accesible para él hasta que consiguiera trascender su situación actual, hasta que se convirtiera en un Artista y rehiciera el mundo.
Justo antes del alba, cuando aún las cucarachas estaban fatigadas, sintió la llamada.
Una gran serenidad lo invadió. El corazón le latía lenta y rítmicamente, su vejiga se vaciaba a su propio ritmo, como la de un niño. No sentía ni calor ni frío. No tenía sueño ni estaba demasiado despierto. Y en esa encrucijada —que no era la primera, ni iba a ser la última—, algo tiró de sus entrañas y lo llamó.
Se levantó de inmediato, cogió la botella de vodka llena que le quedaba, salió y echó a andar. La llamada no abandonaba sus entrañas. Seguía allí, y tiraba de él cuando la noche cedía y el sol empezaba a levantarse. Andaba descalzo. Los pies le sangraban, pero él no prestaba demasiado interés a su cuerpo y compensaba su incomodidad ayudándose con más vodka. Hacia mediodía, cuando se le había terminado la bebida, se encontró en pleno desierto, caminando en la dirección de la llamada, apenas consciente de que sus pies se movieran uno después del otro. En su mente no existían otros pensamientos que el Arte y la forma de alcanzarlo, e incluso esa ambición iba y venía.
Hasta que todo era desierto. Hacia el atardecer llegó a un lugar donde incluso el hecho más simple, el suelo, bajo sus pies, y el cielo, que se oscurecía sobre su cabeza, estaban en duda. Jaffe no se sentía seguro ni siquiera de hallarse en camino. La ausencia de todo le resultaba agradable, pero duró poco tiempo. La llamada debía de haber tirado de él sin que lo notara, porque la noche le había abandonado, convertida de pronto en día, Jaffe se encontró a sí mismo levantado, vivo de nuevo. Randolph Ernest Jaffe otra vez, y en un desierto más desnudo aún que el que acababa de abandonar. El sol no estaba alto todavía, pero el aire empezaba a calentarse y el cielo era perfectamente claro.
Sintió dolor y malestar, pero el tirón en sus entrañas era irresistible. Sin embargo, debía resistir, aunque vacilase, aunque todo su cuerpo fuese un naufragio. Más tarde recordó haber pasado por una ciudad, y haber visto una torre de acero que se erguía en medio de la selva. Pero eso fue después de terminado el viaje, en una sencilla cabaña de piedra cuya puerta le fue abierta en el momento que sus últimas fuerzas lo abandonaban y caía en el umbral.
III
La puerta estaba cerrada cuando volvió en sí, mientras que su mente permanecía muy abierta. Al otro lado de un fuego chispeante vio sentado a un hombre de rasgos dolientes y algo estúpidos, como los de un payaso que hubiese llevado encima, y luego borrado, cincuenta años de chascarrillos; los poros de su piel se veían grandes y grasientos; el cabello, o lo que le quedaba de él, largo y gris. Estaba sentado con las piernas cruzadas. Así, como el que no quiere la cosa, mientras Jaffe se esforzaba por encontrar suficiente energía para hablar, el viejo levantó una nalga y se tiró un sonoro pedo.
—Has encontrado el camino —le dijo, después de un rato—, pensé que te morirías antes de lograrlo. A mucha gente le ha ocurrido. Hace falta una gran fuerza de voluntad.
—¿El camino a dónde? — consiguió preguntar Jaffe.
—Estamos en una Curva Temporal que abarca sólo unos minutos. Yo la uso a modo de refugio. Sólo aquí me siento seguro.
—¿Y quién eres?
—Me llamo Kissoon.
—¿Eres miembro del Enjambre?
El rostro del que lo miraba desde el otro lado del fuego expresó sorpresa.
—Sabes mucho.
—No, la verdad es que no, sólo unas pocas cosas, y pequeñas.
—Muy poca gente conoce el Enjambre.
—Pues yo sé de varios que... —dijo Jaffe.
—¿Sí? — preguntó Kissoon, endureciendo el tono de su voz—. Me gustaría saber sus nombres.
—Tengo cartas suyas... —respondió Jaffe, pero vaciló al darse cuenta de que recordaba dónde las había dejado. Las preciosas pistas que tanto infierno y tanta gloria le habían proporcionado.
—¿Cartas de quién? — insistió Kissoon.
—De gente que sabía..., que adivina... el Arte.
—¿Sí?, ¿y qué sabían acerca de él?
Jaffe movió la cabeza.
—Yo mismo no lo entiendo todavía —dijo—, pero tengo entendido que hay un mar...
—Lo hay —afirmó Kissoon—. Y te gustaría saber dónde se encuentra, cómo llegar a él y de qué forma recibir poder de él.
—Sí, desde luego.
—¿Y qué darías a cambio de esa información? — inquirió Kissoon, mientras dirigía la vista al techo de la choza, como si hubiera algo en el humo que enturbiara el ambiente.
—De acuerdo —dijo Jaffe—, cualquier cosa que yo tenga y tú desees, puedes quedarte con ella.
—Esto parece razonable.
—Tengo que saber. Necesito el Arte.
—Sí, sí, claro, por supuesto.
—Ya he vivido todo lo que necesitaba —dijo Jaffe.
Kissoon se volvió y lo miró.
—¿De verdad? Lo dudo.
—Quiero conseguir..., quiero conseguir... —(«¿Qué se preguntó—, ¿qué quieres?»), y añadió—: Explicaciones.
—Bueno, ¿por dónde empezamos?
—Por el mar —respondió Jaffe.
—Ah, sí, el mar.
—¿Dónde está?
—¿Te has enamorado alguna vez? — preguntó Kissoon.
—Sí, creo que sí.
—Pues entonces has estado en dos ocasiones en la Esencia. Una, la primera vez que dormiste fuera del útero; la segunda, la noche que yaciste al lado de la mujer amada. O del hombre amado. ¿Era un hombre? — preguntó entre risas—. Da igual lo que fuese.
—La Esencia es el mar.
—La Esencia es el mar, y en él hay unas islas llamadas Efemérides.
—Quiero ir allí —suspiró Jaffe.
—Irás; una vez más, irás.
—¿Cuándo?
—La última noche de tu vida. Esto es todo lo que se nos da. Tres zambullidas en el mar de los sueños. Alguna menos, y nos volvemos locos. Si son más...
—¿Sí?
—No seríamos humanos.
—¿Y el Arte?
—Ah, bien..., sobre eso hay diferencia de opiniones.
—¿Tú lo posees?
- ¿Poseer?
—El Arte. ¿Lo tienes? ¿Puedes ejercerlo? ¿Me lo puedes enseñar?
—Quizá.
—Tú eres uno de los del Enjambre —aseguró Jaffe—. Y has llegado a poseerlo. ¿Verdad?
- ¿Uno? — Fue la respuesta—. Soy el último. Soy el único.
—Entonces compártelo conmigo. Quiero ser capaz de cambiar el mundo.
—Una pequeña ambición.
—¡Anda, no me jodas! — exclamó.
Jaffe, empezaba a sospechar que el otro le tomaba por tonto.
—No pienso salir de aquí con las manos vacías, Kissoon. Si consigo el Arte, podré entrar en la Esencia, ¿no es eso? Así es como funciona la cosa.
—¿Dónde te enteraste de eso?
- ¿No es cierto?
—Bien..., sí, y vuelvo a preguntártelo, ¿dónde te enteraste de eso?
—Sé interpretar pistas. Y todavía lo hago —sonrió, mientras las piezas encajaban en su cabeza—. La Esencia se halla en algún lugar detrás del mundo, ¿no? Y el Arte te permite entrar en ella, de forma que puedes penetrar allí siempre que quieras. El Dedo en el Pastel.
—¿Cómo?
—¿No es así como lo llamó alguien?: el dedo en el pastel.
—¿Y por qué conformarse con el dedo? — observó Kissoon.
—¡Sí, eso! ¿Por qué no todo mi jodido brazo?
La expresión de Kissoon era casi de admiración.
—Qué pena —dijo— que no estés más evolucionado, porque, yo hubiera podido compartir todo esto contigo.
—¿Qué quieres decir?
—Que tienes mucho en común con un mono. Yo no podría darte todos los secretos de mi propia mente. Son demasiado potentes, demasiado peligrosos, y, además, no sabrías qué hacer con ellos. Terminarías ensuciando la Esencia con tu pueril ambición. Y la Esencia necesita ser preservada.
—Ya te he dicho... que no me iré de aquí con las manos vacías. Puedes coger de mí lo que se te antoje. Todo lo que tengo. Sólo quiero que me enseñes.
—Tendrías que darme tu cuerpo —repuso Kissoon—. ¿Me lo darías?
—¿Qué?
—Es lo único que posees para negociar —dijo Kissoon—. ¿Me lo darías?
Su propia contestación sorprendió a Jaffe:
—¿Qué quieres?, ¿sexo?
—¡No, por Dios!
—Entonces, ¿qué? No te comprendo.
—Tu carne y tu sangre. El recipiente. Quiero ocupar tu cuerpo.
Jaffe miraba a Kissoon, el cual, a su vez le estaba observando.
—Bueno, ¿qué me contestas? — insistió el viejo.
—No puedes meterte de un salto dentro de mi piel —dijo Jaffe.
—Oh, claro que puedo, tan pronto como esté vacío.
—No te creo.
—Jaffe, tú eres la persona menos indicada de todas para decir no creo. Lo extraordinario es la norma. En el tiempo hay Espirales. Nosotros mismos estamos ahora en una. Hay ejércitos en nuestra mente, a la espera de la orden de marcha. Y soles en nuestras ingles, y conos en el cielo. En todos los estados hay pleitos...
—¿Pleitos?
—¡Recursos! ¡Conjuros! ¡Magia, magia! Está en todos los sitios. Y, tienes razón, la Esencia es la fuente; el Arte, la cerradura y la llave. Y piensas meterme dentro de tu piel es duro para mí. ¿Acaso no has aprendido nada?
—Suponte que aceptó.
—Suponte que aceptas.
—¿Y qué me ocurriría si vaciase mi cuerpo?
—Pues que te quedarías aquí en espíritu. No es mucho, pero estás en casa. Y yo regresaría al cabo de un tiempo. Entonces, tu carne y tu sangre volverían a pertenecerte.
—¿Pero para qué quieres mi cuerpo? — preguntó Jaffe—. Está muy jodido.
—Eso es asunto mío —repuso Kissoon.
—Necesito saberlo.
—Y yo he decidido no contártelo. Si quieres el Arte, no tendrás más remedio que hacer lo que te he dicho. No tienes otra alternativa.
Las maneras del viejo —aquella sonrisa arrogante, el encogimiento de hombros, su forma de entrecerrar las pestañas, como si dedicar a su invitado la mirada entera fuese un desperdicio de visión— hicieron que Jaffe recordase a Homer. Era como si ambos fuesen mitades de un doble acto: el burdo hombre grosero y el taimado y viejo macho cabrío. Al pensar en Homer, recordó, inevitablemente, el cuchillo que llevaba en el bolsillo. ¿Cuántas veces necesitaría rajar la correosa carcasa de Kissoon para que el dolor le obligase a hablar? ¿Necesitaría cortar los dedos del viejo, articulación por articulación? Bien, si tenía que ser de ese modo, él estaba dispuesto. Quizá cortarle las orejas. A lo mejor, hasta sacarle los ojos. Lo que hubiera de hacer, lo haría. Ya era tarde para los escrúpulos, demasiado tarde.
Deslizó la mano en su bolsillo, y agarró el mango del cuchillo.
Kissoon captó este movimiento.
—No entiendes nada, ¿verdad? — dijo, haciendo girar sus ojos de un lado a otro, como si midiera el aire que había entre Jaffe y él.
—Entiendo mucho más de lo que piensas —replicó Jaffe—. Entiendo que no soy lo bastante puro para ti. No estoy..., ¿cómo has dicho...?, evolucionado. Sí, eso es, evolucionado.
—He dicho que eres un mono.
—Sí, justo.
—Y de esa forma he insultado a los monos.
Jaffe asió el cuchillo con fuerza y se puso en pie.
—No te atreverás —murmuró Kissoon.
—Es como agitar un trapo rojo a un toro —respondió Jaffe, la cabeza dándole vueltas por el esfuerzo de levantarse— el retarme a no hacer algo. He visto cosas..., y las he hecho... —Empezó a sacar el cuchillo del bolsillo—. Y no te tengo miedo.
Los ojos de Kissoon dejaron de calcular la distancia y se centraron en la hoja. No había sorpresa en su expresión, como Jaffe la había visto en el de Homer, pero tenía miedo. Al ver aquel rostro, un pequeño estremecimiento de placer recorrió el cuerpo de Jaffe.
Kissoon comenzó a ponerse en pie. Era bastante más pequeño que Jaffe, casi canijo, y sus ángulos estaban algo torcidos, como si todos su huesos y articulaciones se hubieran roto alguna vez y hubiese tenido que recomponérselos con gran precipitación.
—No debes derramar sangre —dijo, medio tartamudeando al hablar—. Sobre todo en una Curva temporal. Es una de las reglas de la ley de las Curvas, no derramar sangre.
—Inventa algo mejor —dijo Jaffe, empezando a rodear la hoguera para acercarse a su víctima.
—Te lo aseguro —repuso Kissoon con la más extraña y espantosa de las sonrisas—. Para mí, el no decir mentiras es una cuestión de honor.
—He trabajado durante un año en un matadero —dijo Jaffe—. En Omaha, Nebraska. El «Portal del Oeste». Un año; y no hacía más que cortar carne, de modo que conozco el oficio.
Kissoon estaba muy asustado. Se había recostado contra la pared de la cabaña, los brazos abiertos para apoyarse. Mirándole, Jaffe pensó que parecía un héroe del cine mudo. Tenía los ojos entornados, pero enormes y húmedos. Igual que su boca, enorme y húmeda. Ni siquiera podía proferir amenazas; lo único que hacía era temblar.
Jaffe se acercó más, alargó la mano, y le agarró por el cuello de pavo. Apretó fuerte, hundiendo los dedos en los tendones. Luego aproximó la otra mano, la que tenía el cuchillo, a la comisura del ojo izquierdo de Kissoon. El aliento del viejo olía a pedo de hombre enfermo. Jaffe no quería aspirarlo, pero no lo pudo evitar, y en ese momento, se dio cuenta de que el viejo le había jodido. Aquel aliento era algo más que aire ácido, había algo expulsado del cuerpo de Kissoon, que serpenteaba para entrar en él, o, al menos, lo intentaba. Jaffe soltó el huesudo cuello y se apartó.
- ¡Cerdo! — dijo, y escupió y carraspeó para expulsar el aire aquél antes de que lo invadiera.
Kissoon no renunció a su fingimiento.
—¿No ibas a matarme? — preguntó—, ¿es que estoy indultado?
Kissoon avanzó hacia Jaffe mientras que éste retrocedía ante él.
—¡Apártate de mí! — gritó Jaffe.
—¡Sólo soy un viejo!
—¡He sentido tu aliento! — gritó Jaffe, golpeándose el pecho con el puño—. ¡Quieres meterte dentro de mí!
—No, no —protestó Kissoon.
—No me vengas a mí con mentiras de mierda. ¡Lo he sentido!
Y aún lo sentía. Un peso en los pulmones, donde antes no lo había. Se volvió hacia la puerta; sabía que, si se quedaba, el maldito se aprovecharía de él cuanto pudiese.
—No te vayas —pidió Kissoon—. No abras la puerta.
—Hay otras formas de alcanzar el Arte —dijo Jaffe.
—No —replicó Kissoon—, sólo a través de mí. Los demás están muertos. Nadie más que yo puede ayudarte.
Intentó brindarle su pequeña sonrisa, inclinando el maltrecho cuerpo, pero su humildad era tan fingida como lo había sido su miedo. Todo eran tretas para mantener cerca a su víctima, y apoderarse así de su cuerpo. Jaffe no estaba dispuesto a que le engañase otra vez. Trató de borrar las seducciones de Kissoon con recuerdos. Placeres ya sentidos y que sentiría de nuevo con sólo salir vivo de aquella trampa. La mujer de Illinois, el hombre de un solo brazo de Kentucky, las caricias de las cucarachas... Esos recuerdos impidieron que Kissoon se apoderara de él. Jaffe alargó la mano y asió el picaporte.
—No abras la puerta —dijo Kissoon.
—Me voy.
—Me he equivocado, lo siento. Te he infravalorado. Seguro que podemos llegar a un acuerdo. Te contaré todo lo que quieres saber. Te enseñaré el Arte. Yo mismo no poseo la pericia, al menos mientras permanezca atrapado en la Curva temporal. Pero tú puedes tenerla. Y llevártela fuera de aquí. Al mundo otra vez. El brazo en el pastel. Pero quédate. Quédate, Jaffe. He pasado mucho tiempo aquí solo. Necesito compañía. Alguna persona a la que explicar todo. Con la cual compartirlo.
Jaffe hizo girar el picaporte. Y, en ese mismo instante, sintió que la tierra se estremecía bajo sus pies. Durante un instante, una gran claridad apareció. Se veía demasiado pulida para tratarse de la simple luz del día, pero tenía que serlo, porque fuera de allí sólo le esperaba el sol.
- ¡No me abandones! — oyó gritar a Kissoon.
Y, al tiempo que gritaba, Jaffe sintió que le tiraba de las tripas; eran los mismos tirones que le habían llevado hasta allí. Pero esa vez, la fuerza, por la razón que fuese, era más débil. O bien Kissoon había quemado mucha energía en sus intentos de introducirse en Jaffe, o su furia se había amortiguado. Fuera lo que fuese, lo cierto era que aquella fuerza se podía resistir, y cuanto más corría Jaffe, tanto más débil la sentía.
A unos cien metros de la cabaña volvió la cabeza, y. aunque observó una mancha negra que se dirigía hacia él, como una soga oscura que se desenrolla, no se molestó en indagar qué nueva treta estaría preparándole el viejo hijo de pula, sino que siguió corriendo, y corriendo, volviendo por la senda que él mismo había hecho por el desierto, hasta que la torre de acero apareció ante él, y, al verla, le dio la sensación de que era el primer edificio de un intento de repoblar aquel vasto páramo, abandonado hacía tanto tiempo. Tras una hora de doliente caminar, vio una prueba más de ese intento: la ciudad que aún recordaba como algo tambaleante de su camino de ida, las calles desiertas, no sólo de gente y de vehículos, sino también de cualquier otra huella perceptible, como un decorado de película que todavía no se encuentra listo para el rodaje.
Casi un kilómetro más lejos, una agitación en el aire le indicó que había llegado al perímetro de la Curva. Valiente, se enfrentó con sus confusiones, pasando por un lugar en el que una desorientación, como de mareo, le hizo dudar incluso de si realmente estaba andando todavía. Y, sin más, de repente, se encontró fuera, en el otro lado, otra vez en la noche tranquila y estrellada.
Cuarenta y ocho horas más tarde, borracho, en una callejuela de Santa Fe, Jaffe tomó dos súbitas decisiones. Una, dejarse la barba, que le había crecido en aquellas últimas semanas como recuerdo de su búsqueda. Y la otra, que toda habilidad que poseyese, cualquier atisbo de conocimiento que hubiera obtenido sobre la vida oculta de Estados Unidos y todo ápice de poder que sus ojos astrales le proporcionasen, iban a tener como único fin la posesión del Arte (¡Que se joda Kissoon; que se joda el Enjambre), y sólo cuando lo tuviera en sus manos, volvería a mostrar otra vez su rostro lampiño.
IV
Mantener las promesas que se había hecho a sí mismo no le resultó fácil. Sobre todo cuando existían tantos sencillos placeres de los que podían gozar ya con el poder que había alcanzado. Placeres de los que se privaba por miedo a agotar su pequeña fuerza antes de encontrar el camino que conducía a las grandes.
Lo prioritario para él fue encontrar un compañero para la búsqueda, alguien que le ayudase en su investigación. Hacía dos meses que sus pesquisas se dirigían hacia el nombre y la reputación de un hombre que era el adecuado para representar ese papel.
Se trataba de Richard Wesley Fletcher, una de las mentes más alabadas y revolucionarias en el campo de los estudios sobre la evolución —hasta su reciente caída en desgracia—, a la cabeza de varios programas de investigación en Boston y Washington; un teórico cuyas observaciones eran escrutadas por sus colegas en busca de pistas que les indicasen cuál iba a ser su descubrimiento siguiente. Pero la droga había debilitado su genio. La mezcalina y sus derivados le habían hecho caer muy bajo, con gran satisfacción para muchos de sus colegas, que no desaprovecharon la oportunidad de mostrar su desprecio hacia él, una vez que su falta se hizo pública, hasta entonces secreta. En un artículo tras otro, Jaffe encontró el mismo tono farisaico con que la comunidad académica trataba al depuesto Wunderkind, condenando sus teorías como absurdas y su moral como reprensible. A Jaffe le tenía sin cuidado el nivel de moral de Fletcher, sus teorías eran las que le intrigaban, porque encajaban con su ambición. Las investigaciones de Fletcher tenían por objeto aislar y sintetizar en el laboratorio la fuerza que impulsaba a los organismos vivos a evolucionar. Lo mismo que Jaffe, Fletcher pensaba que era posible entrar en el cielo por la puerta de atrás.
Hacía falta constancia para encontrar a Fletcher, pero Jaffe la tenía en abundancia, y acabó dando con él en Maine. El genio se encontraba sumido en la más terrible desesperación tambaleándose al borde de un completo derrumbamiento mental. Jaffe actuó con precaución. Al principio no le abrumó con sus peticiones, sino que lo conquistó proporcionándole droga de una calidad que Fletcher, dado lo pobre que era, no se podía ya permitir. Sólo cuando se hubo ganado su confianza por este medio comenzó Jaffe a aludir, de manera velada, a los estudios de Fletcher. Al principio, éste no mostró gran lucidez acerca del tema; pero Jaffe fue reavivando con suavidad las cenizas de su obsesión, y el fuego acabó prendiendo. Y una vez que ardió de nuevo, resultó que Fletcher tenía mucho que contar. Creía que, en dos ocasiones, había estado muy cerca de lograr aislar lo que él llamaba el Nuncio, o sea, el mensajero. Pero la fase final se le había escapado siempre. Jaffe hizo algunas observaciones de su propia cosecha, almacenadas de sus lecturas sobre lo oculto. Ellos dos, sugirió amablemente, eran investigadores. Aunque él, Jaffe, utilizaba el lenguaje de los antiguos —de alquimistas y magos—, y Fletcher, en cambio, el de la ciencia. Pero ambos tenían el mismo deseo de dar un empujoncito a la evolución, de avanzar un paso hacia delante en lo que respectaba a la carne, e incluso al espíritu, por medios artificiales. Al principio, Fletcher desdeñó tales observaciones; pero, poco a poco, fue valorándolas, y, al fin, aceptó la oferta de Jaffe de proporcionarle los medios de recomenzar sus investigaciones. Esta vez, prometió Jaffe, Fletcher no tendría que trabajar en ningún invernadero académico, presionado constantemente para que justificara su trabajo con el fin de seguir recibiendo subvenciones. Él, Jaffe, garantizaba a su genial drogadicto un lugar donde trabajar, oculto a ojos exigentes. Una vez aislado el Nuncio y reproducido el milagro, Fletcher saldría del olvido y la hostilidad y pondría en fuga a sus difamadores. Era una oferta que ningún obseso hubiera podido resistir.
Once meses más tarde, Richard Wesley Fletcher se encontraba en un promontorio granítico de la costa del Pacífico, en la Baja California, y se maldecía por haber caído en las tentaciones de Jaffe. Detrás de él, en la Misión de Santa Catrina, donde había estado trabajando la mayor parte del año, la Gran Obra (como Jaffe la llamaba) se había realizado. El Nuncio era una realidad. Seguramente había muchos lugares tan poco idóneos para un trabajo, que la mayoría de la gente habría considerado profano, como una antigua misión de jesuítas; pero, desde el principio, todo aquello había sido una paradoja.
De una parte, la unión entre Jaffe y él. De otra, la conjunción de disciplinas que había conseguido que la Gran Obra fuese posible. Y, en tercer lugar, el hecho de que, precisamente ahora, cuando tenia que haber sido el momento de su triunfo, le faltaran unos minutos para destruir el Nuncio porque no quería dejarlo en manos del hombre que había financiado su creación.
Y en su creación, igual que en su destrucción: sistema, obsesión y dolor. Fletcher estaba demasiado versado en las ambigüedades de la materia para creer que la destrucción total de cualquier cosa fuese posible. Las cosas no podían dejar de ser descubiertas. Pero si el cambio que él y Raúl habían llevado a cabo en los datos de su experimento era tan concienzudo como él creía, Fletcher estaba convencido de que nadie sería capaz de repetirlo con facilidad ni reproducir las investigaciones que había realizado en las zonas silvestres de la Baja California. Él y el muchacho (le resultaba difícil pensar en Raúl como en un muchacho) tendrían que actuar como auténticos ladrones, desvalijando su propia casa para eliminar cualquier rastro de su paso por ella. Cuando hubieran quemado todos los apuntes de la investigación y destruido el equipo de investigación, tenía que ser como si el Nuncio nunca hubiese existido. Sólo en ese caso podría coger al muchacho, que estaba todavía alimentando las hogueras frente a la Misión, y llevarle al borde de la roca, de forma que, agarrados los dos de las manos, pudieran tirarse al mar. El precipicio era escarpado, y las rocas del fondo lo bastante puntiagudas como para acabar con ellos. La marea arrastraría su sangre y sus cuerpos hacia el Pacífico, y, entonces, entre el fuego y el agua, su trabajo estaría terminado. Nada de eso impediría que algún futuro investigador descubriera de nuevo el Nuncio, pero la combinación de circunstancias y disciplinas que lo hicieron posible esta vez habían sido muy particulares. Fletcher esperaba que, por bien de la Humanidad, no volvieran a producirse en mucho tiempo. Tenía una buena razón para esta esperanza. Sin la extraña visión, medio intuitiva, de Jaffe para los principios ocultos, junto con su propia metodología científica, el milagro no se hubiera producido, y, por otra parte, ¿con qué frecuencia ocurría que hombres de ciencia se aliasen con hombres de magia (traficantes de procesos, les llamaba Fletcher) e intentasen unir sus fuerzas? Y era bueno que no solieran hacerlo, porque se trataba de algo muy peligroso de descubrir. Los ocultistas, cuyas reglas Jaffe había roto, sabían mucho más de la naturaleza de las cosas de lo que Fletcher hubiera sospechado. Junto a sus metáforas, sus charlas sobre el Baño del Renacer y de la Progenie Dorada engendrada por padres de plomo, tenían la ambición de encontrar las mismas soluciones que él había pasado su vida entera buscando. Formas artificiales para hacer avanzar la urgencia evolutiva: encontrar al hombre más allá de sí mismo. Obscurum per obscurius, ignotum per ignotius, advertían, o sea: deja que la oscuridad sea explicada por lo más oscuro, lo desconocido por lo más desconocido. Los ocultistas sabían de qué escribían. Mediante la ciencia de los ocultistas y la suya propia, Fletcher había resuelto el problema. Sintetizar un líquido que llevase en sí buenas noticias de evolución a través de cualquier sistema vivo, apremiando (así lo creía él) a la más humilde de las células a llegar a una condición más alta. Y le había puesto por nombre Nuncio: el Mensajero. Se daba cuenta de que no había acertado con el nombre, porque no se trataba de un mensajero de los dioses, sino de Dios mismo. Tenía vida propia. Tenía energía, y ambición. Él debía destruirlo antes de que empezase a reescribir el Génesis con Randolph Jaffe como Adán.
—¡Padre!
Raúl había aparecido detrás de él. El muchacho se había quitado la ropa de nuevo. Después de años de ir desnudo, aún no se había acostumbrado a las apreturas de las vestiduras. Y otra vez utilizaba la maldita palabra.
—No soy tu padre —le recordó Fletcher—. No lo he sido y nunca lo seré. ¿No puedes metértelo en la cabeza?
Como siempre, Raúl escuchaba. Sus ojos carecían de blanco, y resultaba difícil leer en ellos, pero su fija mirada siempre emocionaba a Fletcher.
—¿Qué quieres? — le preguntó, con algo más de suavidad.
—Las hogueras —respondió el muchacho.
—¿Qué les ocurre?
—El viento, padre... —empezó.
Se había levantado en los últimos minutos, llegaba directamente del océano. Cuando Fletcher siguió a Raúl hacia la parte delantera de la Misión, a sotavento de la cual habían encendido las hogueras del Nuncio, vio sus notas y sus apuntes desparramados, muchos de ellos sin consumir por el fuego.
—¡Imbécil! — exclamó Fletcher, tan irritado por su propia falta de atención como por la del muchacho—. Te dije que no pusieras demasiado papel al mismo tiempo.
Agarró el brazo de Raúl, recubierto de un vello sedoso, como todo su cuerpo. Había olor a chamusquina donde las llamas se hablan elevado de súbito, cogiendo al muchacho desprevenido. Fletcher sabía que Raúl había necesitado mucho valor para sobreponerse a su primigenio temor al fuego. Lo hacía por su padre, y no lo hubiera hecho por nadie más. Contrito, Fletcher echó su brazo sobre los hombros de Raúl. El muchacho se arrimó a él, de la misma forma que se le había arrimado en su encarnación anterior, y hundió el rostro en el olor humano.
—Mejor será que dejemos que se vayan —dijo Fletcher, mientras observaba cómo otra ráfaga de viento arrancaba páginas del fuego y las desperdigaba como hojas de un calendario, días y días de dolor e inspiración.
Aun cuando alguien encontrase una o dos hojas de apuntes, lo que era improbable en un lugar tan árido de la costa, nadie sería capaz de entender su significado. Era sólo su obsesión la que le inducía a dejar el arcón vacío por completo. ¿Y quién iba a saberlo mejor que él, cuando aquella misma obsesión había sido una de las causas que habían dado origen a esa tragedia, a ese desperdicio?
El muchacho se separó de Fletcher y se volvió hacia el luego.
—No, Raúl... —dijo—, déjalo..., déjalas que se las lleve el viento.
El muchacho fingió no oírle; una treta muy suya, incluso antes de que los cambios operados en él por el Nuncio salieran a la superficie. ¡Cuántas veces había llamado Fletcher al mono Raúl sin conseguir del desdichado animal otra cosa que la mayor falta de atención imaginable! Y esa misma tozudez y falta de atención era lo que había inspirado a Fletcher a experimentar la Gran Obra en él: un susurro humano en lo simiesco, que el Nuncio había transformado en un grito.
Raúl no estaba tratando de reunir los papeles dispersos. Su cuerpo, pequeño y ancho, estaba tenso, la cabeza levantada. Husmeaba el aire.
—¿Qué ocurre? — le preguntó Fletcher—, ¿hueles a alguien?
—Sí.
—¿Dónde?
—Están subiendo la colina.
Fletcher sabía demasiado para poner en duda la afirmación de Raúl. El hecho de que él no oyera ni oliera nada era una simple prueba de la decadencia de sus sentidos. Sin embargo, no necesitaba preguntar en qué dirección llegaba el visitante. Sólo había un camino para acceder a la Misión. La construcción de una carretera en un terreno tan inhóspito, y, además, por aquella escarpada colina, debió de abrumar incluso el masoquismo de los jesuítas. Así y todo, tendieron la carretera y construyeron la Misión, y, después, quizá por no haber encontrado a Dios allí arriba, la abandonaron. Si sus espíritus vagaban todavía por aquel lugar, habrían encontrado ahora una deidad, pensó Fletcher, tres frasquitos de líquido azul. O sea, un hombre ascendía por la colina. Sólo podía ser Jaffe. Nadie más conocía su presencia allí.
—¡Maldito sea! — dijo Fletcher— ¿Por qué ahora?, ¿por qué ahora?
Era una pregunta tonta. Jaffe iba porque sabía que Fletcher se encontraba arriba, conspirando contra su Gran Obra. Tenía una cierta forma de hallarse presente en los lugares donde no estaba, como un eco fantasmagórico de sí mismo. Era uno de los dones de Jaffe, evidentemente. El tipo de trucos propios de mentes inferiores que Fletcher hubiera despreciado antes, considerándolas como mera astucia; pero, también era cierto que Fletcher hubiese despreciado muchas otras cosas. Jaffe tardaría aún unos minutos en subir toda la cuesta, pero era tiempo suficiente para que él y el muchacho terminaran el trabajo, por muy agobiante que fuese.
Sólo quedaban dos tareas por acabar y podrían estar hechas si desplegaba la necesaria eficiencia. Y las dos eran vitales. Primera, la muerte de Raúl, y la eliminación de su cadáver, de cuyo sistema transformado, un investigador bien preparado podría deducir un destello de la naturaleza del Nuncio. Y, segunda, la destrucción de los tres frasquitos dentro de la Misión.
Y allí era donde había vuelto, entre el caos que tan alegremente había organizado. Raúl lo seguía, andaba descalzo por entre el instrumental roto y los muebles hechos astillas, hacia el santuario del interior. Ésa era la única habitación que no había sido invadida por el desorden de la Gran Obra. Una celda sencilla que sólo contenía un escritorio y un anticuado aparato estereofónico. La silla estaba frente a la ventana que daba al océano. Allí, en los primeros días que siguieron al éxito de la transmutación de Raúl, antes de que su triunfo quedase empañado por la evidencia de las intenciones y las consecuencias del Nuncio, Fletcher y Raúl habían pasado lloras mirando al cielo y escuchando a Mozart. Todos los misterios, había comentado Fletcher en una de sus primeras lecciones, eran simples notas de pie de página de la música. Antes que cualquier otra cosa, la música.
Ahora ya no habría más Mozart sublime, ni más contemplar el cielo, ni más amorosa formación. Sólo habría tiempo para un disparo. Fletcher asió la pistola que tenía en el cajón de su mesa de escribir, junto con la mezcalina.
—¿Vamos a morir? — preguntó Raúl.
Fletcher sabía que esto tendría que llegar, pero no tan pronto.
—Sí.
—Pues deberíamos salir —dijo el muchacho—, al borde.
—No, no hay tiempo. Tengo..., tengo trabajo que hacer antes de reunirme contigo.
—Pero dijiste juntos.
—Sí, sí, lo sé.
- Prometiste que juntos.
—¡Por Dios, Raúl, te he dicho que ya lo sé!, pero es irremediable. Él viene, y si te separa de mí, vivo o muerto, te utilizará. Te hará pedazos. ¡Averiguará cómo actúa el Nuncio en ti!
Sus palabras tenían la intención de asustar al muchacho, y lo consiguieron. Raúl exhaló un gemido, su rostro se contrajo de terror. Dio un paso hacia atrás cuando Fletcher elevó el arma.
—Me reuniré contigo en seguida —dijo Fletcher—. Te lo juro. Tan pronto como pueda.
—Padre...
- ¡Yo no soy tu padre! De una vez. por todas, ¡yo no soy padre de nadie!
Su explosión terminó con cualquier influencia que pudiera tener sobre Raúl. Y, antes de que Fletcher pudiera echarle el guante, el muchacho salió por la puerta. Fletcher disparó, furioso, la bala dio en la pared; después intentó alcanzarle disparando por segunda vez, pero Raúl poseía la agilidad de los simios. Cruzó el laboratorio y salió a la luz del sol antes de que Fletcher tuviera tiempo de hacer un tercer disparo. Una vez fuera, desapareció.
Fletcher arrojó la pistola lejos de sí. Era un desperdicio de tiempo perseguir a Raúl en el poco tiempo que le quedaba. Mejor utilizaría esos minutos para deshacerse del Nuncio. Ya quedaba poco de la preciosa materia, pero lo suficiente como para producir estragos evolutivos en cualquier sistema que tocase. Fletcher llevaba días y noches luchando contra esa materia, trabajando para dar con la forma más segura de liberarse de ella. Sabía que no podía ser vertida, sin más, en el suelo. ¿Qué ocurriría si entraba en la Tierra? Había llegado a la conclusión de que su única esperanza —justo, eso: su única esperanza— consistía en arrojarla al Pacífico. Había una agradable lógica en esa acción: después de todo, la larga ascensión de la especie humana comenzó en el océano, y era allí —en la mirada de configuraciones de ciertos animales marinos— donde él había observado por vez primera la urgencia que las cosas sentían por convertirse en algo distinto de lo que eran. Pistas cuya solución estaba en los tres frasquitos del Nuncio. Ahora devolvería esa solución al elemento mismo que la había inspirado. El Nuncio se convertiría en gotas del océano, sus poderes tan diluidos que se volverían nulos.
Anduvo hacía el estante donde tenía los frasquitos. Dios en tres frascos, blanco azulado, como un cielo Della Francesca (*). Se notaba movimiento en el líquido, como si él mismo produjera sus propias mareas interiores. ¿Y como si supiera que él se aproximaba y conociera su intención? Fletcher tenía una mínima idea de su propia creación. Tal vez era capaz de leer en la mente de su creador.
(*) Piero della Francesca. Pintor italiano (1416-1492), que desarrolló la perspectiva atmosférica en sus obras, casi siempre en tonos claros.
Se detuvo en seco, aún conservaba mucho de científico en su interior para no sentirse fascinado ante ese fenómeno. Sabía que el líquido tenía mucho poder, pero estaba viendo que también poseía la capacidad de autofermentación —parecía una reacción primaria: subía por las paredes de los frasquitos—, y eso le dejaba atónito. Su convicción vaciló. ¿Tenía, en realidad, derecho a ocultar ese milagro al mundo? ¿Era su apetito tan malsano? Todo lo que él deseaba era acelerar el ascenso de las cosas. Convertir las escamas en pelo, carne del pelo. Convertir, quizá, la carne en espíritu. Un bonito pensamiento.
De pronto recordó a Randolph Jaffe, de Omaha, Estado de Nebraska, carnicero en algún momento de su vida, abridor de Cartas Perdidas, coleccionista de secretos ajenos. ¿Podría un hombre así utilizar bien al Nuncio? La Gran Obra, en manos de alguien que fuese bondadoso y amable podría dar comienzo a un pontificado universal, todos los seres vivientes estarían en contacto con el significado de su creación. Pero Jaffe no era bondadoso, ni de naturaleza amable, sino un ladrón de revelaciones, un mago a quien tenían sin cuidado los principios de su fuerza, y que sólo la Utilizaba para medrar.
En vista de ello, la pregunta no era tanto si tenía derecho a disponer del milagro como si era posible dudar.
Se acercó a los frasquitos, renovada su convicción. El Nuncio sabía que él quería destruirlo, y respondía con una actividad frenética, trepando por las paredes de cristal lo mejor que podía, removiéndose contra sus confines.
Al acercarse más para cogerlo del anaquel, Fletcher cayó en la cuenta de la verdadera intención del Nuncio. No sólo quería escapar. Además quería realizar sus milagros en la misma carne que intentaba destruirle.
Quería recrear a su Creador.
Esa realidad llegó a Fletcher demasiado tarde para permitirle actuar. Antes de que le diese tiempo a retirar la mano que había alargado, antes de que pudiese protegerse, uno de los frasquitos se hizo añicos. Fletcher notó que el cristal le cortaba la palma de la mano, y que el Nuncio le salpicaba. Se tambaleó, alejándose de él, levantando la mano para cubrirse el rostro. Tenía varias cortaduras, pero una de ellas era bastante grande, en el centro de la palma, cruzándola de un extremo a otro, como si alguien se la hubiese rasgado con un clavo. El dolor le aturdió, pero dolor y aturdimiento duraron unos pocos segundos. Después fue otra sensación completamente distinta. Ni siquiera era sensación. Denominado de ese modo sería demasiado trivial. Fue algo mejor que Mozart, una música que, pasando por sus oídos, le llegaba directamente al alma. Después de oír una música así, nunca volvería a ser el mismo.
V
Randolph había visto el humo que se alzaba de las hogueras en el exterior de la Misión al dar la primera vuelta en la larga y empinada colina. Al verlo, la sospecha que llevaba varios días royéndole se había confirmado: su genio alquilado se le estaba rebelando. Aceleró el motor de su jeep, al tiempo que maldecía aquella porquería que saltaba de detrás de las ruedas en forma de nubes de polvo y hacía su ascenso lento y trabajoso. Hasta entonces, tanto a Fletcher como a él les había convenido que la Gran Obra se realizara muy lejos de la civilización, aunque necesitó una buena dosis de persuasión para equipar un laboratorio de la complejidad exigida por Fletcher en un lugar tan remoto. Pero la persuasión era algo que ahora se le daba bien a Jaffe. El viaje a la Curva temporal había alimentado el fuego de sus ojos. Lo que la mujer de Illinois, cuyo nombre nunca había llegado a saber, le dijo: Tú tienes algo extraordinario, ¿verdad?, se había vuelto ahora más verdad que nunca. Jaffe había vislumbrado un lugar situado fuera del tiempo, y a sí mismo en él, llevado más allá de la cordura por su hambre del Arte. La gente se daba cuenta de todo eso, por más que no supieran expresarlo con palabras. Lo veían en su mirada, y, ya fuese por temor o por miedo lo cierto era que hacía lo que él quería.
Pero Fletcher, desde el principio, fue la excepción a esa regla. Sus faltas y su desesperación lo hicieron una persona dócil, pero sin perder nunca su voluntad. Cuatro veces había rechazado la proposición de Jaffe para que saliera de su escondrijo y reanudara los experimentos, a pesar de que Jaffe le recordó en todas esas ocasiones lo difícil que le había resultado dar con su paradero, y lo mucho que deseaba que ambos trabajasen juntos. Jaffe tuvo la prevención de suavizar sus cuatro proposiciones ofreciéndole pequeñas cantidades de mezcalina y prometiéndole siempre más; también le dijo que le daría cuantas facilidades quisiese para volver a sus estudios. Jaffe sabía, desde su primera lectura de las teorías radicales de Fletcher, que éste era el verdadero camino para engañar al sistema que se interponía entre él y el Arte. No dudaba de que el camino que conducía a la Esencia estaba jalonado de pruebas y esfuerzos, ideados por gurús de gran inteligencia, o por lunáticos como Kissoon, para impedir que llamados por ellos mentes plebeyas se aproximasen al sancta sanctorum. No había nada nuevo en eso. Pero él, con ayuda de Fletcher, podría poner la zancadilla a los gurús y llegar al poder por encima de ellos. La Gran Obra iría más allá de la condición de cualquiera de los que se habían nombrado a sí mismo hombres sabios, y el Arte cantaría entre sus dedos.
Al principio, una vez organizado el laboratorio según las instrucciones de Fletcher, y de brindarle algunas ideas sobre el problema, tomadas de las Cartas Perdidas, Jaffe dejó solo al maestro, enviándole todo lo que necesitaba en cuanto se lo pedía (estrellas de mar; erizos de mar; mezcalina; un mono), y visitándole sólo una vez al mes. En todas esas ocasiones, Jaffe se limitaba a pasar veinticuatro horas con Fletcher, bebiendo y cotilleando sobre asuntos de los que Jaffe se enteraba en el círculo académico para alimentar la curiosidad de Fletcher. Después de once visitas de ese tipo, intuyendo que las investigaciones de la Misión empezaban a dar alguna especie de resultado, comenzó a visitarle con más regularidad, y cada vez era peor recibido. En una ocasión incluso, Fletcher llegó a pretender que Jaffe no entrase en la Misión, y tuvo lugar una pequeña y desigual lucha. Pero Fletcher no era luchador. Su cuerpo, curvado y desnutrido, era el de un hombre dedicado a sus estudios desde la adolescencia. Apaleado por Jaffe, se vio obligado a dejarle entrar. En el interior, Jaffe encontró al mono, transformado por la destilación de Fletcher, el Nuncio, en un niño horrible, pero indiscutiblemente humano. Incluso allí, en medio de su triunfo, había indicios ya de un derrumbamiento al que Jaffe no tenía ninguna duda de que Fletcher acabaría por sucumbir, pues se mostraba inquieto ante la magnitud de su logro. Pero Jaffe se sentía demasiado complacido para tomar esos signos de aviso en serio. Hasta llegó a comentar que tenía intención de probar al Nuncio allí mismo. Fletcher le aconsejó que no lo hiciera, propuso seguir estudiando unos meses más antes de que Jaffe se arriesgase a dar semejante paso. El Nuncio era demasiado volátil todavía, argumentó. Quería examinar su reacción en el sistema del muchacho antes de hacer más pruebas. «Imagínate por ejemplo, que matara al muchacho en una semana, o en un día.» Ese argumento bastó para enfriar el entusiasmo de Jaffe durante algún tiempo. Dejó que Fletcher empezara a hacer las pruebas y los experimentos que le proponía. Lo visitaba todas las semanas, y así, con cada visita, se dio cuenta del desmoronamiento de Fletcher, pero supuso que el orgullo del hombre ante su propia obra maestra le impediría deshacerse de ella.
Pero en ese momento, cuando vio remolinos de apuntes chamuscados que volaban hacia él, Jaffe maldijo su confianza. Se bajó del jeep y anduvo hacia la Misión por entre las desparramadas hogueras. Ese lugar había tenido siempre un aire apocalíptico. La tierra, tan seca y arenosa, apenas podía alimentar más de unas pocas yucas achaparradas; y la Misión se hallaba, encaramada tan al borde mismo de la roca que, algún invierno, el Pacífico acabaría llevándosela por delante. En tanto, los pájaros bobos y otras aves tropicales volaban ruidosamente por encima de ella.
Pero, en ese momento, lo único que volaban allí eran palabras. Las paredes de la Misión estaban ahumadas por las hogueras encendidas cerca de ellas. La tierra aparecía cubierta de ceniza, aún más estéril que la arena.
Nada era como antes.
Jaffe llamó a Fletcher mientras entraba por la puerta abierta, la ansiedad que había sentido cuando subía la colina se había convertido casi en miedo, no por él, sino por la Gran Obra. Se alegró de ir armado. Si Fletcher hubiera perdido la cordura quizá se viese obligado a obtener de él la fórmula del Nuncio. No era la primera vez que iba en busca de un conocimiento con un arma en el bolsillo. En ocasiones era necesario.
El interior era una pura ruina. Varios cientos de miles de dólares gastados en instrumentos —conseguidos a base de engatusar, intimidar o persuadir a los eruditos, que le dieron cuanto les pidió para que Jaffe dejase de mirarles a los ojos— estaban completamente perdidos. Las mesas, despejadas de un solo manotazo. Todas las ventanas abiertas, y el viento del Pacífico, caliente y soleado, campando a sus anchas por aquellas estancias. Jaffe anduvo por entre los restos del naufragio, y se encaminó a la habitación preferida de Fletcher, la celda que éste había llamado en una ocasión (bajo los efectos de la mezcalina) el «tapón» que cerraba el agujero de su corazón.
Y en ella se encontraba Fletcher, vivo, sentado en su silla, frente a la ventana abierta de par en par, mirando fijamente al sol, costumbre que le había dejado ciego del ojo derecho. Llevaba la misma camisa raída y los pantalones demasiado largos de siempre; su rostro mostraba el mismo perfil contraído y sin afeitar; la cola de caballo de cabello gris (su única concesión a la vanidad) estaba en su sitio. Hasta su postura —las manos sobre el regazo, el cuerpo encorvado— era la misma que Jaffe le había visto innumerables veces. Y, sin embargo, había algo que no encajaba en aquella escena, algo muy sutil pero lo bastante detonante como para que Jaffe se detuviera en la puerta y renunciase a entrar en la habitación. Era como si Fletcher fuese demasiado Fletcher, una imagen excesivamente perfecta de sí mismo; la imagen contemplativa, mirando al sol; hasta los poros de su piel y sus arrugas llamaban la atención de la retina doliente de Jaffe, como si contempera un retrato pintado por miles de miniaturistas, a cada uno de los cuales le hubiesen sido asignados un par de centímetros del modelo para ejecutarlos con brochas de un solo pelo, lo que confería un detallismo repulsivo al retrato. El resto de la habitación: las paredes, la ventana, incluso la silla en que Fletcher se sentaba, estaba desenfocado, no podía competir con la realidad, excesivamente minuciosa, de aquel hombre.
Jaffe cerró los ojos ante ese retrato. Sobrecargaba sus sentidos. Lo hacía repugnante. En la oscuridad oyó la voz de Fletcher, tan poco musical como siempre.
—Malas noticias —dijo, muy sereno.
—¿Por qué? — preguntó Jaffe, sin abrir los ojos.
Incluso en la oscuridad de sus párpados cerrados sabía perfectamente que el prodigio le hablaba sin servirse de la lengua y los labios.
—Vete —dijo Fletcher—. Y, sí.
—¿Sí, qué?
—Tienes razón. Ya no necesito la garganta ni la lengua.
—Yo no he dicho...
—No necesitas decirlo, Jaffe. Estoy en tu mente. Ahí dentro, Jaffe. Y es peor de lo que yo había pensado. Debes irte...
El volumen de su voz se extinguía, aunque todavía se oían sus palabras. Jaffe trató de cazarlas, pero la mayor parte se le escaparon. Algo así como: ¿Nos convertimos en cielo? ¿Oía eso? Sí, eso era lo que Fletcher decía:
—¿... nos convertimos en cielo?
—¿De qué estás hablando? — preguntó Jaffe.
—Abre los ojos —repuso Fletcher.
—Me pone enfermo mirarte.
—El sentimiento es mutuo. Pero..., a pesar de todo..., debes abrirlos. Para que veas cómo se realiza el milagro.
—¿Qué milagro?
—Tú observa.
Jaffe obedeció ante la insistencia de Fletcher. La escena no había cambiado desde que cerró los ojos. La amplia ventana; el hombre sentado ante ella. Todo igual.
—El Nuncio está en mí —anunció Fletcher en la cabeza de Jaffe.
Su rostro no se alteró en absoluto. Ni siquiera un movimiento de labios. Ni un aleteo de pestañas. Justo la misma terrible consumación.
—¿Quieres decir que has hecho el experimento contigo mismo? — preguntó Jaffe—, ¿después de todo lo que me contaste?
—Lo cambia todo, Jaffe. Es como un latigazo en la espalda del Mundo.
—¡Lo has tomado! ¡Y habíamos quedado en que sería yo!
—No, te equivocas. Él me ha tomado a mí. Tiene vida propia, Jaffe. He intentado destruirlo, pero él no me ha dejado.
—Para empezar, ¿por qué destruirlo? Es la Gran Obra.
—Porque no actuaba de la forma que yo había pensado. No está interesado en la carne, Jaffe, sino de manera secundaria. Es en el espíritu donde actúa. Se adueña del pensamiento para su propia inspiración, trabaja con él. Hace de nosotros lo que esperábamos ser, o lo que tememos ser. O ambas cosas. Quizás ambas cosas.
—No has cambiado —observó Jaffe—. Tu voz es la misma.
—Pero estoy dentro de tu mente —le recordó Fletcher—. ¿Acaso había hecho esto antes?
—Bueno, la telepatía es el futuro de la especie humana —dijo Jaffe—, no tiene nada de sorprendente. Lo que ocurre es que has acelerado el proceso, y dado un salto de unos cuantos miles de años.
—¿Seré cielo? — volvió a preguntar Fletcher—, porque eso es lo que quiero ser.
—Pues selo —dijo Jaffer—; yo tengo ambiciones más altas.
—Sí, sí, ya sé que las tienes, ésa es la pena, y la razón de que yo intentara quitártelo de las manos, impedirte que lo usaras. Pero él mismo me ha distraído. He visto la ventana abierta y no he podido apartarme de ella. El Nuncio me ha vuelto muy soñador. Ha hecho que me sentara y me preguntase: «¿Me convertiré en... en cielo?»
—No. Te ha impedido que siguieses engañándome —dijo Jaffe—. Lo que él desea es que lo utilicen, eso es todo.
—Hummm.
—Bueno, vamos a ver, ¿dónde está el resto? Tú no lo has tomado todo.
—No —dijo Fletcher; la capacidad de engañar se le había agotado—. Pero, por favor, no...
—¿Dónde? — insistió Jaffe, penetrando en el cuarto—. ¿Lo llevas encima?
Notó miles de roces diminutos contra su piel al adentrarse en la habitación, como si anduviese a través de una invisible y densa nube de mosquitos. Esa sensación debió de haberla advertido que no tocara a Fletcher, pero estaba demasiado impaciente por tener el Nuncio en su poder para darse cuenta de algo así. Puso los dedos sobre la espalda de Fletcher. A ese contacto, la figura del otro pareció volar, apartándose de él, mientras que una nube de puntos —grises, blancos, rojos— envolvía a Jaffe como una tormenta de polen.
En ese momento oyó al genio reír en su mente, aunque no se reía de él, sino por el alivio que le suponía liberarse de aquella piel de polvo entontecedor que había empezado a acumularse sobre su cuerpo desde su nacimiento, aumentando continuamente, hasta que todos sus atisbos, excepto los más brillantes, cesaron de relucir. Y ahora, liberado del polvo, Fletcher seguía sentado en la silla, como antes, pero se había vuelto incandescente.
—¿Soy demasiado luminoso? — preguntó—. Lo siento. — Diciendo esto, redujo su incandescencia.
—¡También yo quiero ser así! — exclamó Jaffe—. ¡Y lo quiero ahora mismo!
—Lo sé —contestó Fletcher—. Paladeo tu necesidad. Pero es imposible, Jaffe, de todo punto imposible. Eres demasiado peligroso. Pienso que, hasta ahora, nunca me había dado cuenta de lo peligroso que eres. Te veo por dentro. Leo tu pasado. — Se detuvo un instante, después profirió un largo y dolido lamento—: Mataste a un hombre —añadió.
—Se lo merecía.
—Se interpuso en tu camino. Y este otro que veo ahora... Kissoon, ¿no?, ¿también murió?
—No.
—¿Pero te hubiera gustado matarle? Veo tu odio.
—Sí, si hubiera podido lo hubiese matado. — Jaffe sonrió.
—Y a mí también, me figuro —dijo Fletcher—. ¿Es un cuchillo eso que llevas en el bolsillo? — preguntó—; ¿o, simplemente, te alegras de verme?
—Quiero el Nuncio —repuso—. Lo quiero. Y él me quiere a mí...
Se volvió para salir, pero Fletcher lo llamó.
—El Nuncio actúa en la mente, Jaffe. Quizás en el alma. ¿No lo entiendes? No hay nada de fuera que no empiece dentro. Nada real que no haya sido soñado antes. ¿Yo? Nunca amé mi cuerpo, sino como un medio. Jamás he querido nada en realidad, excepto ser cielo. Pero tú, Jaffe, ¡tú! Tu mente está colmada de mierda. Piensa en esto. Piensa en lo que el Nuncio va a aumentar en ti. ¡Te lo suplico!
Esa súplica, sentida en su cráneo, hizo que Jaffe se detuviera un momento y escrutase el retrato de nuevo. Se había levantado de la silla, aunque, a juzgar por la expresión de su rostro, le resultaba un tormento alejarse de la ventana.
—Te lo suplico —repitió Fletcher—. No te dejes utilizar por él.
Extendió un brazo sobre los hombros de Jaffe, pero éste se apartó de su contacto y entró en el laboratorio. Sus ojos se dirigieron casi al instante al anaquel y a los dos frasquitos que quedaban, cuyo contenido hervía contra el cristal.
—¡Precioso! — exclamó Jaffe, yendo hacia ellos.
Entretanto, el Nuncio se agitaba ante su cercanía, como un perro que espera lamer el rostro de su amo. Ese halago hacía que los miedos de Fletcher pareciesen carecer de base. El, Randolph Jaffe, se servía de ese intercambio, y el Nuncio era el utilizado.
Fletcher seguía advirtiéndole dentro de su cerebro:
—Tu crueldad, tu miedo, tu estupidez, todo ello dominándote, rehaciéndote. ¿Estás preparado para algo así? No lo creo, te haría ver demasiadas cosas.
—No, no tanto como demasiadas —dijo Jaffe, desoyendo los consejos de Fletcher.
Alargó la mano hacía el más próximo de los frasquitos. El Nuncio no podía esperar. Rompió el cristal, su contenido saltó y se le introdujo en la piel. Su conocimiento (y su terror) fueron instantáneos; el Nuncio le comunicó su mensaje al primer contacto. Y el instante en que Jaffe se dio cuenta de que Fletcher, después de todo, tenía razón, fue el mismo en que se sintió impotente para corregir su error.
El Nuncio tenía poco interés, o casi ninguno por cambiar el orden de sus células. Si eso ocurría, sería sólo como consecuencia de una alteración más profunda. Para él, su anatomía era un callejón sin salida. Cualquier mejora en tono menor que introdujera en el sistema de Jaffe le pasaría inadvertida a éste. No perdería el tiempo perfeccionándole las junturas de los dedos o suavizándole el paso de los intestinos. El Nuncio no era un evangelizador ni un especialista en belleza. Su blanco era la mente. La mente, que utilizaba el cuerpo como vehículo para sus intereses, incluso cuando estos intereses perjudicaban el cuerpo. La mente, que era la fuente del ansia de transformación y su agente más entusiasta y creativo.
Jaffe quiso pedir auxilio, pero el Nuncio ya se había hecho con el control de su corteza cerebral, y no le dejaba pronunciar una sola palabra. Rezar no era plausible. Después de todo, el Nuncio era Dios. Antes, en una botella; ahora, en su cuerpo. No, ni siquiera podía morir, aunque su sistema sufrió un shock tan violento que pareció estar a punto de desintegrarse. El Nuncio impedía todo lo que no fuese su propia actuación. Su terrible trabajo de perfeccionamiento.
Lo primero que hizo fue rebuscar en la memoria de Jaffe, haciendo que retrocediera en su vida hasta el momento de su principio y comenzó a escrutar cada uno de los incidentes hasta el instante en que se vio nadando en el agua del vientre de su madre. Le fue otorgado un momento de angustiosa nostalgia por aquel lugar —su sosiego, su seguridad—, antes de que la vida le sacase de un tirón de él, otra vez fuera, y empezase el viaje de regreso, reviviendo su limitada y pobre vida en Omaha. Desde el principio de su vida consciente, Jaffe había sentido mucho odio contra los ruines y los políticos, contra los triunfadores y los seductores, contra los que conseguían a las chicas y los honores. Y en ese momento volvió a sentirlo, aunque intensificado. Igual que una célula cancerosa, creciendo en un abrir y cerrar de ojos, perturbándole. Jaffe presenció la desaparición de sus padres, y se vio a sí mismo incapaz de retenerlos o cuando se hubieron ido— de llorarlos; pero, a pesar de todo, sintió odio; no se explicaba para qué habían vivido, o por qué se habían molestado en traerle al mundo. Se enamoró dos veces, y en ambas se vio rechazado. Saboreó su dolor, regodeándose en sus cicatrices, dejando que el odio creciera más y más. Y, entre esos bajos estados de ánimo, aparecía el continuo agobio de los empleos en los que no conseguía durar, y de la gente que se olvidaba de su nombre día tras día. Unas Navidades llegaban detrás de otras, sin añadir otra cosa que un año a su edad. Y él seguía sin saber para qué había nacido. Para qué había nacido cualquier persona, no sólo él, si las cosas no eran, después de todo, más que engaños y falsedades, y acababan no siendo nada, sin que importara lo que se hiciera al respecto.
Y luego, en la habitación de la encrucijada, llena de Cartas Perdidas, donde su rabia tuvo repentinos ecos de costa a costa, mientras gente salvaje, desconcertada y abrumada como él, herían su propia confusión con la esperanza de encontrar algún sentido en el momento en que ésta sangrase. Algunos lo habían conseguido, y dado la vuelta a misterios, aunque fuese por poco tiempo. Y él tenia las pruebas. Los signos y las claves. El medallón del Enjambre, que había caído en sus manos. Un momento más tarde vio el cuchillo hincarse en el ojo de Homer, y luego se fue de allí, sin otro botín que un paquete de pistas, a emprender un viaje que a cada paso que daba le hacía más poderoso, hasta llegar a Los Álamos, a la Curva temporal, y, por último, a la Misión de Santa Catrina.
Y seguía sin saber para qué había nacido, pero en esas cuatro décadas se había superado lo bastante para que el Nuncio le diese una contestación provisional: por puro odio, aunque sólo fuese; por pura venganza; para conseguir el poder, para hacer uso del poder.
Permaneció un momento en suspenso, observando la escena desde arriba, y se vio abajo, en el suelo, acurrucado entre un montón de pedazos de cristal que se asían a su cráneo como para impedir que se rompiese. Fletcher se unió a la escena. Parecía como si estuviese arengando a su cuerpo, pero Jaffe no oía sus palabras. Algún discurso Heno de lugares comunes sobre la rectitud o sobre la flaqueza de la conducta humana, sin duda. De repente, Fletcher se lanzó sobre su cuerpo con los brazos alzados, bajó entonces los puños y lo golpeó. El cuerpo se desintegró, como el retrato en la ventana. Jaffe aulló mientras su descoyuntado espíritu se confundía con el líquido que había por el suelo, y el líquido desaparecía en su anatomía nunciesca.
Abrió los ojos, miró al hombre que había arrancado su corteza a golpes, y, en ese momento, vio a Fletcher con una nueva comprensión.
Desde el comienzo de todo aquello, los dos habían formado una difícil asociación, cuyos principios fundamentales eran muy incómodos para ambos. Pero ahora Jaffe veía el mecanismo con mucha claridad. Cada uno de ellos dos era la némesis del otro. No había dos entidades tan completamente opuestas en la Tierra. Fletcher amaba la luz como sólo un hombre lleno de terror a la ignorancia podía amarla. Hasta había perdido un ojo por mirar a la superficie solar. Y él no era ya Randolph Jaffe, sino el Jaff, uno y único, enamorado de la oscuridad, donde su odio había encontrado sustento y expresión. La oscuridad, donde el sueño aparecía, y el viaje al mar onírico, más allá de donde el sueño comenzaba. A pesar de lo dolorosa que había sido la educación del Nuncio, era bueno recordar la propia identidad. Más que recordarla, engrandecerla a través de su propia historia. Y no en la oscuridad, sino como parte de ella, capaz de dominar el Arte. La mano le palpitaba de impaciencia, y con esa impaciencia le llegó el conocimiento de cómo apartar el velo y entrar en la Esencia. No necesitaba ningún ritual. Ni súplicas o sacrificios. Él era, después de todo, un alma evolucionada. Su necesidad no podía serle denegada. Y necesidad tenía en abundancia.
Pero, al haber alcanzado su nuevo yo, Jaffe, por accidente, había creado una fuerza, y si no la detenía en ese instante y allí, se opondría a él en cada paso de su camino. Se puso en pie. No necesitaba seguir escuchando lo que los labios de Fletcher decían para darse cuenta de que la enemistad entre ambos quedaba ya perfectamente clara. Jaffe leyó la misma repulsión en los ojos de su enemigo. El genio sauvage, el obseso de droga Fletcher, se había disuelto y vuelto a formar, triste, soñador y brillante. Unos minutos antes se mostraba dispuesto a sentarse a la ventana, anhelando ser cielo, hasta que el anhelo o la muerte hicieran su trabajo. Pero ya, no.
—Ahora lo comprendo todo —anunció Fletcher, hablando con su propia voz, pues los dos eran iguales y opuestos—. Me indujiste a elevarte, de forma que fueses capaz de llegar fraudulentamente a la revelación.
—Y lo voy a hacer —contestó el Jaff—. Ya me encuentro a mitad del camino.
—La Esencia no se abre a seres como tú.
—No hay otra alternativa —contestó el Jaff—. Ahora soy inevitable. — Levantó la mano. Gotas de fuerza, de poder, como pequeñas burbujas, caían de ella—. ¿Lo ves? Soy un Artista.
—No, no lo serás hasta que uses el Arte.
—¿Y quién va a impedírmelo?: ¿tú?
—No tengo otra solución. Soy el responsable.
—¿Y cómo? Una vez te dejé hecho trizas. Volveré a hacerlo.
—Yo haré surgir visiones que se opongan a ti.
—Inténtalo.
En la mente del Jaff, mientras hablaba, germinó una pregunta, y el otro comenzó a contestarla antes incluso de que el Jaff la formulase con palabras.
—¿Que por qué toqué tu cuerpo? Lo ignoro, la verdad. Me pedía que lo tocase. Traté por todos los medios de hacerle callar, pero él insistía. — Hizo una pausa, luego añadió—: Quizá los signos opuestos se atraigan hasta en nuestras circunstancias.
—Pues, entonces —dijo el Jaff—, cuanto antes mueras, mejor. — Y se adelantó para coger a su enemigo por la garganta.
En la oscuridad que se iba cerniendo sobre la Misión desde el Pacífico, Raúl oyó el primer ruido del comienzo de la pelea. Comprendió, gracias a los ecos de su propio sistema nunciesco, que la destilación seguía actuando al otro lado de las paredes. Su padre, Fletcher, había salido de su propia vida para introducirse en algo nuevo. Lo mismo le había ocurrido al otro hombre, del que siempre había desconfiado, incluso cuando palabras como mal no eran para él más que sonidos emitidos por la voz humana. Pero ya las comprendía, o, por lo menos, las relacionaba con su reacción animal ante Jaffe: repulsión. Aquel hombre estaba enfermo hasta lo más hondo de su ser, era una fruta podrida. A juzgar por los sonidos de violencia que le llegaban del interior, Fletcher había decidido combatir contra la corrupción. El corto y agradable tiempo que había pasado con su padre había terminado. Ya no habría más lecciones de civismo, ni más sesiones junto a la ventana mientras escuchaban al «sublime Mozart» y miraban cómo cambiaban las nubes de forma.
Cuando las primeras estrellas aparecieron, los ruidos cesaron en la Misión. Raúl aguardó, en espera de que Jaffe hubiera sido destruido, pero temiendo, también, la desaparición de su padre. Después de una hora de frío decidió aventurarse y mirar. A dondequiera que hubiesen ido: cielo o infierno, él no podría seguirlos. Lo mejor que podía hacer era ponerse sus ropas, que siempre había despreciado (lo rozaban y lo apretaban), pero que ahora serían un recuerdo de las enseñanzas de su maestro. Las llevaría siempre puestas, para no olvidar a Fletcher el Bueno.
Cuando llegó a la puerta pudo ver que la Misión no estaba vacía. Fletcher seguía allí. Y también su enemigo. Los cuerpos de los dos hombres se parecían a los de antes, pero algún cambio había operado en ellos. Sobre cada uno de los dos se cernía una forma: sobre Jaffe, la de un niño de cabeza gigantesca, del color del humo; sobre Fletcher, una nube con el sol reposando sobre ella como en un almohadón. Los dos se agarraban mutuamente por la garganta y mantenían los ojos fijos el uno en el otro. Sus sutiles cuerpos estaban perfectamente entrelazados. Perfectamente combinados. Ninguno de ellos conseguiría la victoria.
La entrada de Raúl rompió esa situación sin salida aparente. Fletcher miró al muchacho con su ojo sano y, en ese mismo instante, Jaffe aprovechó aquella ventaja para empujar a su enemigo contra la pared del fondo.
- ¡Vete! — gritó Fletcher a Raúl—. ¡Vete!
Raúl obedeció. Corrió entre las mortecinas hogueras y se alejó de la Misión, cuyo suelo temblaba bajo sus pies descalzos como si nuevas furias se hubieran desatado tras él. Tuvo tres segundos de gracia para recorrer un pequeño camino colina abajo antes dé que la parte de la Misión que daba al mar —muros que habían sido construidos para sobrevivir hasta el fin de la fe— temblaran a causa de una erupción de energía. Raúl no se tapó los ojos para protegerse de ella, sino que miró. Divisó las formas de Jaffe y Fletcher el Bueno, dos poderes gemelos encerrados juntos en el mismo viento, alejándose del centro de la ráfaga que rugía sobre sus cabezas, y desapareciendo en la noche.
La fuerza de la explosión había desperdigado las fogatas. Cientos de pequeños fuegos ardían ahora alrededor de la Misión. El tejado había volado casi por entero. Las paredes tenían boquetes.
Ya solo, Raúl regresó, cojeando, a su único refugio.
VI
Aquel año una guerra sacudió a Estados Unidos, quizá la más amarga y, desde luego, la más extraña que tuvo lugar sobre su suelo o por encima de él. A casi todos los estadounidenses ni siquiera se les informó de ella, porque la verdad fue que pasó inadvertida. O, mejor dicho, sus consecuencias (que fueron muchas, y muy traumatizantes) parecían tan distintas de los efectos de cualquier guerra que constantemente eran mal interpretadas. Pero fue una contienda sin precedentes. Incluso los más alucinados profetas, de ésos que aparecían todos los años prediciendo el fin del mundo, se sentían incapaces de interpretar aquella sacudida de las entrañas de Estados Unidos. Ellos sabían que algo importante ocurría, y si Jaffe hubiera estado todavía en el Cuarto de las Cartas Perdidas de la oficina de Correos de Omaha, hubiese descubierto innumerables cartas que volaban de un lado para otro llenas de teorías y suposiciones. Pero ninguna de ellas —incluso de remitentes que supiesen, de alguna forma indirecta, algo sobre el Enjambre y el Arte— se acercaba a la verdad.
No sólo era un combate sin precedente histórico, sino que su carácter seguía desarrollándose con el paso de las semanas. Los combatientes habían abandonado la Misión de Santa Catrina con sólo una rudimentaria comprensión de su nueva condición y de los poderes que ésta conllevaba. Muy pronto, sin embargo, supieron indagar, aprender y explotar esos poderes a medida que las necesidades del conflicto les forzaban a excederse en su capacidad de invención. Fletcher, tal y como había jurado hacer, formó, con gran esfuerzo de su voluntad, un ejército con las vidas imaginarias de aquellas personas corrientes con las que se encontraba a lo largo de su persecución de Jaffe por todo el país, sin darle nunca tiempo a concentrar su voluntad y servirse del Arte al que tenía acceso. Bautizó a esos soldados imaginarios con el nombre de alucigenia, que era también el de una enigmática especie cuyos restos fósiles dejaban constancia de su existencia hacía quinientos treinta millones de años. Ésta era una familia que, como las fantasías a las que prestaba su nombre, carecía de antecedentes. Esos soldados tenían una vida no mucho más larga que las mariposas. Pronto sus perfiles y sus pormenores se iban desdibujando, y se volvían vagos y brumosos; pero, por inconsútiles que fueran, vencían al Jaff y a sus legiones, los terata, miedos primigenios que Randolph tenía ahora el poder de extraer de sus víctimas, haciéndolos tangibles durante algún tiempo. Los terata no eran menos efímeros que los batallones formados contra ellos. En esto, como en todo lo demás, el Jaff y Fletcher el Bueno estaban igualados.
Así pues se sucedieron fintas y contrafintas, movimientos envolventes y barridas, y la intención de cada uno de estos dos ejércitos era acabar con el jefe del otro. Tampoco fue una guerra bien acogida por el mundo natural. Miedos y fantasías, se pensaba, no tomaban forma física, su campo era la mente. Pero ahora se hablan vuelto tangibles, el combate extendía su violencia por toda Arizona y Colorado, y llegaba hasta Kansas e Illinois, cambiando el orden de las cosas a su paso de innumerables maneras. Las cosechas crecían con más longitud, prefiriendo permanecer bajo tierra a poner en peligro sus tiernos brotes cuando aquellos entes, a contrapelo de toda ley natural, campaban por sus respetos en sus cercanías. Bandadas de pájaros migratorios, evitaban los senderos donde se cernían nubes tormentosas, y llegaban tarde a sus lugares de reposo, o se perdían por el camino y morían. En cada Estado había un rastro de espantadas y cornadas, la respuesta aterrorizada de los animales al sentir las sacudidas de un conflicto mortal en su entorno. Los caballos sementales fijaban sus miradas en el ganado y en los cantos rodados y se destripaban tirando de los coches. Los perros y los gatos se volvían salvajes de la noche a la mañana y no quedaba otro remedio que pegarles un tiro o matarlos con gas. Los peces de los ríos tranquilos intentaban andar por tierra, sabiendo que había ambición en el aire, y morían entre boqueadas.
Entre el miedo y el caos, el conflicto paró en Wyoming, donde los ejércitos, demasiado igualados para cualquier cosa que no fuese una lucha de desgaste, llegaron a una situación de enfrentamiento inmóvil. Esto era el principio del fin, o casi. La cantidad de energía que el Jaff y Fletcher el Bueno habían gastado para crear y dirigir sus respectivos ejércitos (no siendo como no lo eran verdaderos caudillos de guerra, sino sólo dos hombres que se odiaban a muerte) les había dejado exhaustos. Debilitados hasta el extremo mismo del agotamiento, se golpeaban como boxeadores caídos en tierra que, en su atontamiento, siguen golpeando porque no saben qué otra cosa hacer. Ninguno se verá satisfecho hasta que el otro muera.
En la noche del dieciséis de julio, el Jaff huyó del campo de batalla, arrojando de sí los restos de su ejército, para fugarse hacia el Sudoeste. El lugar a donde quería dirigirse era la Baja California. Al darse cuenta de que no podía ganar la guerra contra Fletcher en aquellas condiciones, quería apoderarse del tercer frasquito del Nuncio, con el cual restablecería su poder, ya muy desgastado.
Desvastado como estaba, Fletcher lo persiguió. Dos noches más tarde, con alarde de agilidad que hubiera impresionado a su muy añorado Raúl, Fletcher alcanzó al Jaff en Utah.
Y allí se enfrentaron en un ataque tan brutal como inconcluso Saturados de una pasión de destrucción recíproca, que hacia ya tiempo iba más allá de la búsqueda del Arte y su posesión, y que ahora era tan devota e íntima como el amor, lucharon durante cinco noches. De nuevo, nadie triunfo. Se golpearon y destrozaron uno a otro, la oscuridad igualada con la luz, hasta que apenas eran coherentes. Cuando el viento los llevó, carecían de poder para resistirle.
La poca fuerza que les quedaba la utilizaron para impedirse el uno al otro alcanzar la Misión y lograr el sustento que les esperaba allí. El viento los condujo a través de la frontera de California, bajándoles más y más hacia tierra con cada kilómetro que recorrían. Siguieron en dirección Sur-Suroeste, sobre Fresno y hacia Bakersfield, hasta que —el viernes, veintisiete de julio de 1971, cuando sus poderes estaban tan agotados que ya no podían sostenerse en el aire— cayeron en el Condado de Ventura, en la margen boscosa de una ciudad llamada Palomo Grove, durante una pequeña tormenta cuyos relámpagos apenas podían distinguirse entre los reflectores móviles y los anuncios luminosos de la cercana Hollywood.
SEGUNDA PARTE
LA LIGA DE LAS VÍRGENES
I
-1-
Las chicas habían bajado dos veces al agua. La primera fue el día después de la tormenta de agua que cayó sobre el Condado de Ventura, vertiendo en una sola noche sobre la pequeña ciudad de Palomo Grove más agua de la que sus habitantes podían haber esperado, razonablemente, en un año entero. El chaparrón, por muy monzón que fuese, no había conseguido suavizar el calor. Con el poco viento que le llegaba del desierto, la ciudad se cocía a más de treinta y cinco grados. Los niños, que se habían quedado extenuados después de jugar a pleno sol durante la mañana, se quejaban por la tarde en sus casas. Los perros maldecían su pelaje; los pájaros desistían de hacer música. Los ancianos se iban a la cama. Los adúlteros también, vestidos de sudor. Los infortunados que debían llevar a cabo tareas inaplazables hasta la media tarde, cuando la temperatura bajaría (Dios lo quisiera), hacían su trabajo buscando con los ojos las veredas sombreadas; cada paso era un esfuerzo, cada respiración se quedaba pegada a los pulmones.
Pero las cuatro chicas estaban acostumbradas al calor; a su edad, lo llevaban en la sangre. Entre todas sumaban setenta años de vida en el planeta, y cuando Arleen cumpliese los diecinueve, el martes siguiente, serían setenta y uno. Arleen se sentía adulta; los pocos pero importantísimos meses que la separaban de su amiga más íntima, Joyce, y más todavía de Carolyn y Trudi, cuyos dieciséis años no eran nada para una mujer madura como ella. Arleen tenía muchas cosas que contar sobre el tema de la experiencia mientras deambulaban por las calles desiertas de Palomo Grove. Era estupendo salir a pasear en un día como aquél, sin las miradas lascivas de los hombres de la ciudad —los conocían por sus nombres— cuyas esposas solían dormir en otra habitación; o cuyas aventuras sexuales habían llegado a oídos de alguna amiga de sus madres. Paseaban como amazonas con pantalones cortos por las calles de una ciudad invadida por un fuego invisible que levantaba ampollas en el aire y convertía los ladrillos en espejismos, pero que no mataba. Sólo hacía que sus habitantes se desplomasen sin fuerzas junto a la nevera.
—¿Es amor? — preguntó Joyce a Arleen.
La chica mayor tuvo una contestación rápida.
—Quiá, no —dijo—, a veces eres muy estúpida.
—No, es que creí..., como has hablado de él de esa manera...
—¿Y qué quieres decir con eso de de esa manera?
—Que hablas de sus ojos y de todo eso.
—Randy tiene los ojos bonitos —concedió Arleen—, pero también Marty, Jim y Adam los tienen.
—¡Oh, ya vale! — exclamó Trudi, con algo más que un poco de irritación—. Eres una cochina.
—No lo soy.
—Pues entonces para ya con tanto nombre, todas conocemos a esos chicos lo mismo que tú. Y todas sabemos por qué.
Arleen le lanzó una mirada que pasó inadvertida, ya que todas llevaban gafas de sol, excepto Carolyn. Anduvieron unos metros en silencio.
—¿Alguien quiere una «Coca»? — dijo Carolyn—, ¿o un helado?
Habían llegado al pie de la cuesta, y la Alameda se extendía frente a ellas, tentándolas con sus tiendas con aire acondicionado.
—Sí, desde luego —dijo Trudi—, me voy contigo.
Se volvió hacia Arleen.
—¿Quieres algo?
—No.
—¿Es que estás de morros?
—No.
—De acuerdo, aunque, en todo caso, hace demasiado calor para ponernos a discutir.
Las dos chicas se adelantaron, entrando en la tienda de Marvin y dejando solas a Arleen y a Joyce en la esquina.
—Lo siento... —dijo Joyce.
—¿Qué?
—Pues lo que te he preguntado sobre Randy. Yo pensaba que quizá tú... Pues eso, que quizás era algo serio.
—No hay nadie en todo Grove que valga dos centavos —comentó Arleen—. La verdad es que no veo el momento de irme.
—¿Y a dónde te quieres ir?, ¿a Los Ángeles?
Arleen se bajó las gafas de sol sobre la nariz y escudriñó a Joyce.
—¿Y por qué iba yo a querer ir a Los Ángeles? — dijo—. Tengo demasiado sentido común para marcarme Los Ángeles como meta. Es mejor estudiar en Nueva York. Y trabajar en Broadway. Si me quieren, que vengan y me busquen.
—¿Quién, por ejemplo?
- Joyce —dijo Arleen, bromeando, fingiendo exasperación—. Hollywood.
—Oh, sí, claro, Hollywood.
Hizo un gesto afirmativo, apreciando lo completo del plan de Arleen. Ella no tenía algo tan coherente en su cerebro. Pero para Arleen resultaba muy fácil. Era la clásica belleza californiana, rubia, de ojos azules, poseedora de una envidiable sonrisa que ponía al sexo opuesto a sus pies. Por si eso fuera poco, su madre había sido actriz, y trataba a su hija como a una estrella.
Joyce no poseía tales dones. No tenía una madre que la preparase el camino, ni tanto encanto como para soportar los tiempos difíciles. Ni siquiera podía tomar una «Cola-Cola» sin que le saliese sarpullido. El doctor Briskman decía que lo que le ocurría era que tenía la piel demasiado sensible, pero que eso pasaría. Su prometida transformación era como el fin del mundo, sobre el que el reverendo predicaba los domingos y que nunca acababa de llegar. «Con mucha suerte —pensó Joyce— el día en que los granos me desaparezcan y me crezcan las tetas será el que el reverendo tendrá razón. Me despertaré perfecta, abriré las cortinas y Grove habrá desaparecido. Nunca llegaré a besar a Randy Krentzman.»
Ahí, por supuesto, era donde residía la verdadera razón de la pregunta íntima de Joyce a Arleen. Randy estaba en todos y cada uno de los pensamientos de Joyce, a pesar de que sólo lo había visto tres veces, y hablado dos con él. Se hallaba con Arleen cuando tuvo lugar el primer encuentro, y Randy apenas la miró al serle presentada, así que no dijo nada. En la segunda ocasión no hubo rivales, pero su amable «¡Hola!» recibió un frío «¿Quién eres?» como respuesta. Ella, entonces, insistió, diciéndole su nombre e incluso dónde vivía. En el tercer encuentro («¡Hola de nuevo!», dijo ella. «¿Nos conocemos?» replicó él), Joyce le contó todos sus detalles personales, sin avergonzarse, e, incluso, en una repentina efusión de entusiasmo, llegó a preguntarle si era mormón. Esto, se dio cuenta más tarde, había sido un error táctico. La vez siguiente, Joyce imitaría a Arleen y trataría al chico como si su presencia fuese apenas soportable, sin mirarle y sonriéndole sólo si era necesario. «Entonces, cuando estás a punto de irte, lo miras a los ojos y susurras algo vagamente sucio. Es la ley de los mensajes mezclados.» A Arleen le daba resultado, ¿por qué no iba a ocurrir lo mismo con ella? Y ahora que la gran belleza había proclamado públicamente su indiferencia por el ídolo de Joyce, ésta tenía una brizna de esperanza. Si Arleen hubiese estado interesada en el cariño de Randy, Joyce hubiera ido directamente a ver al reverendo Meuse para preguntarle si no podría adelantar un poco el Apocalipsis. Se quitó las gafas y echó una mirada furtiva al cielo blanco y caliente, preguntándose vagamente si el fin del mundo no estaría cerca. El día era extraño.
—No deberías hacer eso —dijo Carolyn, saliendo de la tienda de Marvin seguida por Trudi—, el sol va a quemarte los ojos.
—No, qué va.
—Sí que te los quemará —replicó Carolyn, que era siempre una fuente de información innecesaria—. La retina es una lente. Como en una cámara. Enfoca.
—Bien —dijo Joyce, mirando al suelo—. Te creo.
Varios colores serpentearon en sus ojos durante un par de segundos, desconcertándola.
—¿A dónde vamos ahora? — preguntó Trudi.
—Yo me vuelvo a casa —dijo Arleen—, estoy cansada.
—Yo no —repuso Trudi, alegre—. En casa me aburro.
—Bueno, no tiene sentido que nos quedemos en medio de la Alameda —dijo Carolyn—. Esto resulta tan aburrido como estar en casa. Y vamos a cocemos vivas al sol.
Ya parecía bastante asada, pesaba unos diez kilos más que las otras, y tenía rojo el cabello. Esa combinación de peso y piel que nunca se atezaba hubiera debido inducirla a irse a casa. Pero parecía indiferente a la comodidad, como también lo era a todos los demás estímulos, menos el del gusto. El mes de noviembre anterior toda la familia Hotchkiss había sufrido un accidente en una autopista; Carolyn se las arregló para librarse a rastras del desastre y salir con sólo leves contusiones. Cuando la Policía llegó, la encontró autopista abajo, comiendo chocolatinas. Tenía más chocolate que sangre en el rostro, y se puso a gritar como una loca —o eso se rumoreaba— cuando uno de los policías intentó disuadirla de que siguiera comiendo chocolate. Hasta bastante más tarde no se descubrió que se había roto media docena de costillas.
—Bueno, ¿a dónde vamos? — preguntó Trudi, volviendo a la cuestión candente del día—. Con este calor, ¿a dónde vamos?
—Podemos dar un paseo... —sugirió Joyce—, por el bosque. Allí hará más fresco.
Miró a Arleen.
—¿Vienes?
Arleen guardó silencio durante unos segundos. Luego aceptó.
—La verdad es que no hay otro sitio mejor donde ir —dijo.
-2-
Muchas ciudades, a pesar de ser pequeñas, se configuran según el modelo de la gran ciudad. Esto es, se separan. Los blancos de los negros, los heterosexuales de los homosexuales, los ricos de los menos ricos, y los menos ricos de los pobres. Palomo Grove, cuya población en el año 1971 era de mil doscientos habitantes, no constituía una excepción. Situada en la falda de una de las laderas de una colina que descendía suavemente, la ciudad había sido diseñada como representación de los principios democráticos, y se pretendía que todos sus habitantes tuviesen igual acceso al centro del poder ciudadano: la Alameda. Ésta se extendía al final de la colina de Sunrise, conocida simplemente como la Colina, y en ella convergían cuatro barrios: Stillbrook, Deerdell, Laureltree y Windbluff; la calle principal coincidía con cada uno de los puntos cardinales. Pero el idealismo de los urbanizadores se había quedado en eso, porque las sutiles diferencias geográficas de los barrios dieron en seguida un carácter distinto a cada uno de ellos.
Windbluff, situado en el flanco suroeste de la Colina, tenía las mejores vistas, y sus casas alcanzaban los precios más altos. El tercio más elevado de la Colina aparecía dominado por media docena de grandes residencias, cuyos tejados apenas eran visibles tras el exuberante follaje. En las laderas más bajas de este Olimpo se encontraban las cinco Calles de Terraza, escalonadas una sobre Otra, y eran —para quienes no podían permitirse una casa en la cúspide misma— el segundo mejor lugar de toda la ciudad para vivir.
Como contraste, Deerdell, construido en terreno llano y limitado en ambos extremos por bosques sin explotar, era una parte de Grove que se había convertido en lugar barato. Allí, las casas carecían de piscina, y siempre les hacía falta una buena mano de pintura. Para algunos, la localidad era ahora un centro de hippies. Ya en 1971, unos cuantos artistas vivían en Deerdell; y esa comunidad había ido creciendo sin interrupción. Pero si en Grove había algún sitio donde a la gente le daba miedo que alguien echase a perder la pintura del coche, ese lugar era Deerdell.
Entre estos dos extremos sociales y geográficos se encontraban Stillbrook y Laureltree, este último barrio pasaba por ser algo más caro, porque varias de sus calles hablan sido construidas en el segundo flanco de la Colina, y su nivel social y sus precios aumentaban a medida que se ascendía por ella.
Ninguna de las cuatro muchachas tenia su casa en Deerdell. Arleen vivía en Emerson, la segunda más alta de las Terrazas. Joyce y Carolyn, en Steeple Chase Drive, a una manzana de distancia la una de la otra, en Stillbrook, y Trudi, en Laureltree. Así que había cierto sabor de aventura pasear por las calles del oeste de Grove, a donde sus padres iban raras veces, o incluso nunca. Pero si alguna vez se habían arriesgado a ir hasta allá abajo, seguro que nunca llegaron a donde ellas se encontraban en ese momento, en el bosque.
—No hace más fresco aquí —se quejó Arleen cuando ya llevaban unos minutos deambulando—. En realidad, se está peor.
Tenía razón. Aunque el follaje libraba sus cabezas de los rayos del sol, el calor se metía entre las ramas y permanecía allí, atrapado, consiguiendo que el aire fuese húmedo, bochornoso.
—Hacía siglos que no venía por aquí —dijo Trudi, agitando una ramilla ante su rostro para espantarse una nube de mosquitos—. Solía venir con mi hermano.
—¿Cómo se encuentra?
—Está aún en el hospital. Nunca saldrá de allí. Toda la familia lo sabe, pero no lo dicen. Me pone enferma.
Sam Katz había sido llamado a filas y enviado a Vietnam, sano de cuerpo y alma. En el tercer mes de su estancia allí todo eso fue destrozado por un campo de minas que mató a dos de sus compañeros y le hirió de gravedad. Tuvo un estrepitoso y violento recibimiento cuando regresó a casa. Todas las fuerzas vivas de Grove formaron para recibir al héroe mutilado. Lo que siguió fue mucha palabrería sobre heroísmo y sacrificio, mucho beber, y algunas lágrimas a hurtadillas.
Durante todo ese tiempo, Sam Katz permaneció sentado con el rostro imperturbable, no rechazaba aquella celebración, pero se mostraba indiferente a ella, como si aún estuviese rememorando el momento en que su juventud se había hecho añicos. Unas semanas después lo llevaron de nuevo al hospital, y aunque su madre con testaba a cuantos preguntaban por él que se trataba de una operación para corregirle la columna vertebral, los meses fueron conteniéndose en años sin que Sam reapareciera por casa. Aunque todos suponían cuál era la razón, nadie lo confesaba. Las heridas físicas de Sam se habían curado bastante bien, pero su mente no mostraba la misma capacidad de restablecimiento. La indiferencia evidenciada a su vuelta, durante la fiesta de recibimiento, se había convertido en catatonia.
Las otras chicas conocían a Sam, aunque la diferencia de edad entre Joyce y su hermano había sido suficiente para que lo miraran casi como a un ser de otra especie. No sólo macho, lo que ya, de por sí, era bastante extraño, sino, además, viejo. Sin embargo, una vez pasada la pubertad, la vida comenzaba a adquirir velocidad y les era posible ver veinticinco años en el futuro; algo lejos pero visible. Y entonces empezaron a darse cuenta del desperdicio que era la vida de Sam de una manera que no había resultado accesible a la mente de una chica de once años. Los recuerdos, tiernos y tristes, que tenían de él las dejaron un rato en silencio, y, a pesar del calor, anduvieron un trecho juntas, rozándose los brazos de vez en cuando, cada una pensando en algo distinto. Los pensamientos de Trudi estaban en sus juegos infantiles con Sam, por aquellos mismos matorrales. Había sido un hermano mayor muy indulgente, dejándola jugar con él cuando ella tenía siete u ocho años y él trece. Un año más tarde, cuando sus juegos empezaron a advertir a Sam de que los chicos y las chicas no eran el mismo animal, las invitaciones de Sam a jugar a la guerra se terminaron, y ella sintió mucho perderle, simple ensayo de lo mucho que iba a sentir más tarde su ausencia. Vio, en su imaginación, el rostro de su hermano, un horrible anuncio del niño que había sido y del hombre que era; de la vida que había tenido y de la muerte que vivía. Aquello le hizo daño.
Para Carolyn había pocos dolores, por lo menos durante el día, y, ése —excepto por su deseo de comprarse un segundo helado—, ninguno. Por la noche era otra cosa: sufría pesadillas, con temblores de tierra en los que Palomo Grove se doblaba como una silla de lona y desaparecía bajo tierra. Ése era el precio de saber mucho, opinaba su padre. De él, Carolyn había heredado su terrible curiosidad, y la había puesto en práctica —desde que oyó hablar por primera vez de la falla de San Andrés—, dedicándose a un estudio del terreno por el que en esos momentos paseaba con sus amigas. No se podía confiar demasiado en su solidez. Ella sabía que, bajo Sus pies, el terreno estaba surcado de fisuras que, en cualquier momento, podían abrirse. Al igual que Santa Bárbara o en Los Ángeles, a todo lo largo de la costa occidental tragándoselo todo. Carolyn dejaba sus inquietudes a un lado, tragándolas a su manera: una especie de magia benévola. Ella estaba gorda porque la costra de la tierra era delgada; una irrefutable excusa para su glotonería.
Arleen lanzó una mirada a la Chica Gorda. Nunca hacía daño, le había dicho su madre en una ocasión, ir en compañía de chicas menos atractivas que una. Aunque la gente ya no se acordaba de su madre, la ex estrella Kate Farrell se rodeaba todavía de mujeres desaliñadas, en cuya compañía ella parecía doblemente atractiva. Pero a Arleen, sobre todo en días como ésos, el precio le parecía demasiado alto. Aunque realzaban su aspecto, a ella, en realidad no le gustaban sus compañeras, consideradas, en otro tiempo, sus amigas más queridas; pues, ahora, eran sólo el recuerdo de una vida de la que se sentía impaciente por escapar. Pero, ¿cómo iba a pasar el tiempo hasta el día en que, por fin, consiguiese ser libre? Incluso la alegría que le producía mirarse al espejo se desvanecía en seguida. Cuanto antes se fuese de Palomo Grove, pensaba, antes conseguiría la felicidad.
Si Joyce hubiese sido capaz de leer en la mente de Arleen, le hubiera aplaudido esa urgencia. Pero se hallaba sumida en vacilaciones acerca de cómo iba a apañárselas para organizarse un encuentro casual con Randy. Si hacía unas cuantas preguntas a Arleen, como sin darle importancia, sobre las costumbres del chico, Arleen podría adivinar sus planes, y mostrarse lo bastante egoísta como para echar a perder las oportunidades de Joyce, incluso sin estar interesada en Randy. Al ser Joyce muy buena psicóloga, sabía que eso estaba muy en consonancia con la perversidad de Arleen. Pero, por otra parte, ¿quién era ella para condenar la perversidad, si estaba persiguiendo a un hombre que, tres veces seguidas, había mostrado la más perfecta indiferencia hacia ella? ¿Por qué no olvidarle y salvarse de la tristeza de verse rechazada de nuevo? Porque el amor no era así. Hace que uno se encoja de hombros, por desanimadora que sea la situación.
Emitió un audible suspiro.
—¿Te ocurre algo? — quiso saber Carolyn.
—No, nada..., tengo calor —contestó Joyce.
—¿Es alguien a quien conocemos? — preguntó Trudi.
Antes de que Joyce pudiese encontrar una respuesta evasiva, vio que algo relucía entre los árboles.
—¡Agua! — exclamó.
Carolyn también la había visto. Su brillo le hacía entornar los párpados.
—Y mucha —observó.
—Yo no sabía que hubiera un lago aquí —comentó Joyce, volviéndose a Trudi.
—Y no lo había —respondió ésta—, por lo menos que yo recuerde.
—Pues ahora sí que lo hay —dijo Carolyn.
Avanzó por entre el follaje, sin cuidarse de elegir el camino menos tupido. Su atolondrado andar iba despejando el camino a tas otras.
—Mira, vamos a poder refrescarnos después de todo —dijo Trudi, yendo a buen paso detrás de ella.
Desde luego, era un lago, como de unos quince metros de ancho, su plácida superficie interrumpida por árboles medio sumergidos e islas de arbustos.
—Ha sido una inundación —dijo Carolyn—. Nos encontramos justo a los pies de la Colina. El agua se ha embalsado aquí después de la tormenta.
—Demasiada agua —murmuró Joyce—. ¿Es posible que cayera tanta esta noche?
—Pues si no, ¿de dónde viene? — preguntó Carolyn.
—Da igual —dijo Trudi—, parece fresca.
Pasó delante de Carolyn y se acercó al borde mismo del agua. El suelo se hacía cada vez más fangoso, y el barro les cubría las sandalias. Pero el agua, cuando llegaron junto a ella, era tan buena como su vista prometía, refrescantemente fría. Trudi se inclinó, hizo un cuenco con la mano, y lo sacó lleno de agua para refrescarse la cara.
—Yo no haría eso —advirtió Carolyn—, es probable que tenga cantidad de química.
—¿El agua de lluvia? — repuso Trudi—. ¿Qué agua puede ser más clara?
Carolyn se encogió de hombros.
—Haz lo que quieras.
—No sé qué profundidad tendrá —observó Joyce—. ¿Crees que habrá la suficiente para que podamos nadar?
—Yo diría que no —comentó Carolyn.
—Lo sabremos en cuanto probemos —dijo Trudi, y empezó a meterse en el lago.
Bajo sus pies se veían hierba y flores inundadas. El fondo era suave, y sus pasos levantaban nubes de barro, pero siguió avanzando hasta que el agua mojó el dobladillo de sus cortos pantalones.
El agua estaba fría. Ponía la piel de gallina. Pero eso era preferible al sudor que le había pegado la blusa al pecho y a la espalda. Miró hacia atrás, a la orilla.
—Está estupenda —dijo—. Voy a meterme.
—¿Así? — preguntó Arleen.
—No, claro que no. — Trudi se volvió hacia las otras, y se sacó la blusa de debajo de los pantalones al andar. El aire que llegaba del agua le cosquilleaba la piel, dándole una estremecida bienvenida. No llevaba nada debajo; ella hubiera sido más púdica en cualquier otra ocasión, incluso con sus amigas, pero la invitación del lago no admitía espera.
—¿Viene alguna de vosotras conmigo? — preguntó.
—Yo —contestó Joyce, y comenzó a desabrocharse las sandalias.
—Pienso que debemos dejarnos el calzado puesto —dijo Trudi—; después de todo, no sabemos qué hay en el fondo.
—Sólo hierba —replicó Joyce. Estaba sentada, aflojándose los nudos, sonriendo—. Esto es estupendo.
Arleen observaba aquel sonoro entusiasmo con desdén.
—¿No venís vosotras dos? — inquirió Trudi.
—No —dijo Arleen.
—¿Tienes miedo de que se te vaya el maquillaje? — le preguntó Joyce, sonriendo cada vez más.
—Nadie nos ve —intervino Trudi, antes de que la riña estallara—. ¿Y tú, Carolyn?
Ésta se encogió de hombros.
—No sé nadar.
—No es lo bastante profundo como para nadar.
—¿Y tú qué sabes? — observó Carolyn—. Sólo has vadeado un par de metros.
—Pues entonces no os alejéis de la orilla. Allí estaréis seguras.
—Es posible —murmuró Carolyn, no muy convencida.
—Trudi tiene razón —dijo Joyce, al darse cuenta de que la desgana de Carolyn era más por no descubrir su gordura que por el sudor—. ¿Quién va a vernos?
Mientras se desabrochaba los shorts se le ocurrió que entre los árboles podía haber mirones escondidos. Pero, ¡qué diablos! ¿No estaba diciendo siempre el reverendo que la vida era corta? Mejor no desperdiciarla. Se quitó la ropa interior y se metió en el agua.
William Witt conocía los nombres de cada una de las bañistas; en realidad conocía los nombre de ludas las mujeres de Grove que tenían menos de cuarenta años, y sabía dónde vivían, y cuál era la ventana de su dormitorio. Gozaba de una memoria prodigiosa, de la que procuraba no hacer ostentación ante sus compañeros de clase, para que no se corriese la voz. Aunque él no encontraba nada malo en mirar por las ventanas, sabía lo bastante para darse cuenta de lo mal visto que estaba. Pero, después de todo, él había nacido con ojos, ¿o no?, ¿por qué no usarlos?, ¿qué tenía de malo mirar? No era lo mismo que robar, o que mentir, o que matar a alguien. Era hacer aquello para lo que Dios había creado los ojos..., y William Witt no acababa de comprender qué encontraría la gente de malo en eso.
Se agachó, escondido entre los árboles, a una media docena de metros del agua, y casi al doble de distancia de donde las chicas se encontraban, mirándolas desnudarse. Notó que Arleen Farrel vacilaba, y eso le decepcionó. Verla desnuda hubiera sido una proeza que no hubiese podido guardar para sí solo. Era la chica más guapa de Palomo Grove: elegante, rubia y arrogante, lo mismo que se decía de las estrellas de cine. Las otras dos, Trudi Katz y Joyce McGuire, estaban ya en el agua, de modo que él se fijó en Carolyn Hotchkiss, que, en ese momento, se estaba quitando el sostén. Tenía pesados senos, y color rosa, y, al verlos, William Witt notó que la polla se le ponía dura dentro de los pantalones. Aunque ella se quitó el short y las bragas, William se quedó mirándole los senos. No conseguía entender la fascinación que otros chicos —él tenía diez años entonces— sentían por las partes bajas, que a él le parecían mucho menos incitantes que los senos, pues consideraba que eran distintos en cada chica, tan distintos como la nariz o las caderas. La otra parte (no le gustaba ninguna de las palabra que usaban para designarla) le parecía bastante carente de interés: una mata de vello y una ranura hundida en el medio. ¿Qué tenía eso de fantástico?
Siguió observando a Carolyn, que se metía en el agua, y contuvo una risita de placer al verla reaccionar ante el agua fría con un paso hacia atrás que hizo temblar sus carnes como si fuesen jalea.
—¡Ven, está estupenda! — la animaba la chica Katz.
Carolyn hizo acopio de valor y avanzó unos cuantos pasos más.
William Witt, en ese momento, casi no podía creer en su suerte: Arleen se había quitado el sombrero y se desabrochaba la blusa sin mangas. Después de todo, se iba con ellas. William Witt se olvidó de las otras y se fijo en Miss Elegante. Tan pronto como se dio cuenta de lo que las chicas —a las que llevaba una hora siguiendo sin que lo vieran— planeaban, su corazón empezó a latir con tal fuerza que pensó que se estaba poniendo enfermo. La velocidad del latido se duplicó ante la perspectiva de ver los serios a Arleen. Nada —ni siquiera el miedo a la muerte— le hubiera obligado a apartar la vista. Se impuso el reto de no olvidar detalle alguno para añadir veracidad a lo que iba a contar a los descreídos.
Arleen lo hacía todo con gran lentitud. Si no fuera porque él la conocía, hubiera pensado que sabía que tenía público, debido a la forma de actuar y de hacer ostentación. Sus senos fueron una decepción para Willian Witt: no tan grandes como los de Carolyn, no tan jactanciosamente enormes, con grandes pezones oscuros, como los de Joyce. Pero la impresión general, cuando Arleen se despojó de los cortados vaqueros y de las bragas, fue maravillosa. Al verla así, le dio pánico, los dientes le castañetearon como si tuviera la gripe. El rostro le ardía, las tripas le sonaban como una carraca. Más tarde William Witt, contaría a su psicoanalista que ése fue el primer momento de su vida en que se dio cuenta de que iba a morir. En realidad, eso lo dijo hablando del pasado; lo cierto era que, en esos momentos, la muerte estaba muy lejos de su mente. Y la visión de la desnudez de Arleen, y su pasar inadvertido al tiempo que era testigo de ella, marcó para él ese momento como inolvidable. Estaban a punto de ocurrir cosas que, durante algún tiempo, le iban a hacer desear no haber mirado nunca allí (más tarde vivió con el miedo de ese recuerdo); pero, cuando, después de varios años, el terror de aquella visión fue suavizándose, William Witt recordaba de nuevo la imagen de Arleen entrando en el agua de aquel lago repentino como se recuerda un icono.
Aquél no fue el momento en que vio por primera vez que se iba a morir, pero, quizá, la primera ocasión en que comprendió que dejar la existencia no debía de ser tan malo si la belleza lo acompañaba por el camino.
El lago era seductor; su abrazo frío, pero tranquilizante, no tenía resaca, como el del mar; no había oleaje que batiese contra la espalda, sal que escociese en los ojos. Era como una piscina construida sólo para ellas cuatro; un idilio al que nadie en todo Grove tenía acceso.
Trudi, que era la mejor nadadora de las cuatro, fue la que se puso a la cabeza, ya desde la orilla, con más vigor, descubriendo, conforme avanzaba, que, contrariamente a sus esperanzas, el agua se hacía más profunda. «Ha debido de irse acumulando donde el suelo es naturalmente más hondo», razonó. Quizá se hallaba incluso en un lugar donde en otros tiempos hubo un pequeño lago, aunque ella no recordaba ningún sitio de ese tipo en sus vagabundeos con Sam. En ese momento, la hierba desapareció bajo sus pies, que rozaron roca desnuda.
—No te adentres demasiado —le gritó Joyce.
Se volvió. La orilla estaba más lejos de lo que había calculado. La superficie del agua se extendía ante sus ojos, y reducía a sus amigas a tres trazos rosa, uno rubio y dos castaños, medio sumergidos en el mismo delicioso elemento que ella. Por desgracia, sería imposible conservar ese trozo del paraíso para ellas solas. Arleen sería incapaz de resistir hablar de ello. Por la tarde ya se habría descubierto el secreto, y, al día siguiente, una multitud. Lo mejor era disfrutar lo más posible de esa intimidad. Y, con ese pensamiento, se lanzó hacia el centro del lago. A diez metros de la orilla, haciendo la plancha en una profundidad de agua que no le llegaría al ombligo, Joyce miraba a Arleen en el borde del lago: se inclinaba para salpicarse el vientre y los senos. La belleza de su amiga le causó un espasmo de envidia que recorrió todo su cuerpo. No era de extrañar que Randy Krentzman y los que eran como él se volviesen tontos sólo con verla. Se sorprendió preguntándose qué se sentiría al acariciar el cabello de Arleen como un chico lo haría, o al besar sus senos o sus labios. La idea la poseyó tan fuerte que, de repente, perdió el equilibrio en el agua, tragando mucha al intentar enderezarse. Cuando se recuperó se volvió de espaldas a Arleen, y, dando una brazada que salpicó, se dirigió hacia aguas más profundas.
Más lejos, Trudi gritaba algo.
—¿Qué dices? — preguntó Joyce, chillando, mientras suavizaba sus brazadas para oír mejor.
Trudi reía.
—¡Caliente! — gritó mientras salpicaba a su alrededor.
—¡Aquí está caliente!
—¿Bromeas?
—¡Ven y lo verás! — contestó Trudi.
Joyce empezó a nadar hacia donde Trudi se deslizaba por el agua, pero su amiga se había vuelto hacia la zona caliente y Joyce no pudo resistir mirar de nuevo a Arleen. Ésta que al fin se había dignado sumarse al grupo de nadadoras, se sumergió hasta que su largo cabello se extendió alrededor de su cuello como un collar dorado. Empezó a dar unas brazadas rítmicas hacia el centro del lago. Joyce sintió algo parecido al miedo cuando pensó en la proximidad de Arleen. Quería compañía estimulante.
—¡Carolyn! — llamó—. ¿Vienes?
Carolyn movió la cabeza.
—Aquí hace calor —prometió Joyce.
—No te creo.
—¡Que sí, que es verdad! — gritó Trudi—. ¡Es estupendo!
Carolyn comenzó a ceder y a chapotear en el agua, siguiendo la estela de Trudi.
Trudi nadó unos metros más. El agua no iba siendo más caliente, sino que se agitaba, burbujeando a su alrededor. Sintiendo un miedo repentino, trató de hacer pie, pero el fondo había desaparecido. Pocos metros antes el agua tenía una profundidad, como mucho, de un metro y medio, pero ahora los dedos de sus pies ni siquiera rozaban el fondo. El terreno debía de haber sido arrastrado violentamente, en el mismo lugar, más o menos, donde la corriente cálida habla aparecido. Pensando que tres brazadas bastarían para devolverla a terreno seguro, tuvo la valentía de sumergir la cabeza.
A pesar de que era miope, a poca distancia veía bien, y el agua estaba clara. Podía ver hacia abajo, todo a lo largo de su cuerpo, hasta sus pies, que se agitaban como aletas. Pero más abajo no vio otra cosa que oscuridad profunda. El fondo había desaparecido. El susto hizo que respirara con dificultad, y le entró agua por la nariz. Gorgoteando y estremecida, sacó la cabeza para respirar.
Joyce estaba gritando.
- ¡Trudi! ¿Qué te ocurre, Trudi?
Ésta trató en decir algunas palabras para advertirlas, pero un terror primigenio se había apoderado de ella. Lo único que pudo hacer fue lanzarse en dirección a la orilla, su pánico sólo le permitía agitar el agua, demasiado fresca y extrañamente revuelta. Oscuridad abajo, algo caliente al acecho para hundirme.
Desde su escondrijo, William Witt vio cómo se agitaba la chica. Su pánico hizo que la erección se le fuese. Algo extraño estaba su cediendo en el lago. Podía ver como dardos en la superficie del agua en torno a Trudi Katz, como peces que acababan de sumergirse. Algunos se desgajaban y se deslizaban hacia las otras chicas. No se atrevió a gritar. Si lo hacía, ellas se darían cuenta de que las estaba espiando. Lo único que pudo hacer fue seguir observando, con creciente alarma, cómo se desarrollaban los acontecimientos en el lago.
Joyce fue la primera en sentir el calor. Se extendía sobre su piel, y también en su interior, como un trago de coñac que agarra las entrañas. Esa sensación la distrajo del chapoteo de Trudi, y de su propio riesgo. Miraba con un extraño despego el agua asaeteada y las burbujas que rompían en la superficie, a su alrededor, surgiendo como lava, lenta y espesa. Incluso cuando intentó hacer píe y no tocó fondo, el pensamiento de que podía ahogarse fue más bien vago. Hubo otros sentimientos más importantes. Uno, que el aire que salía de las burbujas y sus alrededores era el aliento del agua, y el respirarlo, como besar al lago. Dos, que Arleen estaría nadando a su lado muy pronto, con su largo collar dorado flotando tras ella. Seducida por el placer del calor del agua, no se prohibió a sí misma pensamientos que hubiera rechazado unos minutos antes. Las dos, flotando juntas en el mismo cuerpo de agua cálida, acercándose más y más la una a la otra, mientras el líquido elemento que las separaba acunaba los ecos de cada uno de sus movimientos hacia atrás y hacia delante. A lo mejor las dos se disolvían en el agua, licuados sus cuerpos, hasta confundirse con el lago. Ella y Arleen, una fusión, liberadas de toda necesidad de vergüenza; más allá del sexo, en dichosa singularidad.
La posibilidad le pareció demasiado exquisita para aplazarla un solo momento. Levantó los brazos por encima de la cabeza y se dejó hundir. El encanto del lago, aunque poderoso, no pudo contener el pánico animal que se apoderó de ella cuando el agua cubrió su cabeza. En contra de su voluntad, el cuerpo empezó a resistirse al pacto que había hecho con el lago. Empezó a luchar con violencia hasta llegar a la superficie, como si quisiese aferrarse a un asidero de aire.
Tanto Arleen como Trudi vieron a Joyce hundirse. De inmediato, Arleen acudió en su ayuda, gritando mientras nadaba. Su agitación estaba en consonancia con la del agua a su alrededor. De todas partes salían burbujas. Ella sentía manos que le rozaban el vientre, los senos y entre los muslos. Al sentir esas caricias, la misma ensoñación que se había apoderado de Joyce se adueñó de ella, pero que llenaba a Trudi de pánico. Aunque no había un objeto de deseo específico que la indujese a hundirse. Lo que Trudi evocaba era la imagen de Randy Krentzman (de quién, si no); pero, para Arleen, el seductor era como un disparatado edredón hecho con rostros famosos. Los pómulos de James Dean, los ojos de Frank Sinatra, la arrogancia de Marión Brando... Y sucumbió a esa mezcolanza, igual que Joyce había sucumbido, y, unos metros más allá, Trudi. Levantó los brazos y se dejó llevar por el agua.
Desde la seguridad de la orilla, Carolyn observaba, aterrada, el comportamiento de sus amigas. Cuando vio a Joyce bucear, se imaginó que había algo en el agua que la interesaba. Pero el comportamiento de Arleen y de Trudi lo desmentía. Se dio cuenta de que estaban exhaustas. No se trataba de un simple suicidio. Carolyn se encontraba lo bastante cerca de Arleen como para observar la expresión de placer que se reflejaba en su bello rostro mientras se hundía. ¡Había sonreído, incluso! Levantó los brazos y se dejó llevar.
Aquellas tres chicas eran las únicas amigas que Carolyn tenía en el mundo. No podía permanecer quieta mientras veía cómo se ahogaban. A pesar de que el lugar del lago donde habían desaparecido se ponía cada vez más revuelto, empezó a nadar hacia allí y de la única manera que sabía: una desdichada mezcla de chapoteo, como un perro, y de crawl. Las leyes naturales, ya lo sabía, estaban de su parte. Lo gordo flota. Pero supuso poco alivio para ella cuando notó que el suelo se hundía bajo sus pies. El fondo del lago había desaparecido. Se hallaba nadando sobre una falla, que, de alguna extraña forma, se había tragado a las otras chicas.
Un brazo apareció delante de ella en la superficie. En su desesperación, avanzó para agarrarse a él.
Sin embargo, una vez bien asida al brazo, el agua comenzó a agitarse a su alrededor con renovada furia. Lanzó un grito de horror. Después, la mano a la que se había agarrado se aferró a ella con fuerza y la hundió.
El mundo desapareció como una llama ahogada. Sus sentidos la abandonaron. Si todavía estaba agarrada a los dedos de alguien, no los sentía. Tampoco, por más que sus ojos estuviesen abiertos, veía nada en las tinieblas. Vaga, distante, comenzó a darse cuenta de que su cuerpo se estaba ahogando; que sus pulmones se llenaban con el agua que penetraba en ellos por la boca abierta; que su último aliento la estaba abandonando.
Pero su mente había salido de su envoltorio y se desprendía de la carne que la había retenido. Entonces vio esa carne: no con sus ojos físicos (que aún seguían en su cabeza, mirando ansiosos) sino con su vista mental, y observó una barrica de grasa, que rodaba y caía sin dejar de hundirse. No sintió su muerte en absoluto, excepto, quizás, algo de asco por aquel exceso de grasa y por la absurda falta de elegancia de su desgracia. Las otras chicas resistían todavía en el agua algo más allá de donde su cuerpo se encontraba. Sus forcejeos, por lo menos eso suponía ella, eran simple instinto de conservación. Sus mentes, como la de ella, habrían salido también de sus cabezas y estarían mirando el espectáculo con el mismo desapasionamiento. Bien era verdad que, al ser sus cuerpos más atractivos que el de ella, quizá, les resultaba más penosa su pérdida. Pero la resistencia, a fin de cuentas, era un esfuerzo inútil. Todas iban a morir muy pronto allí mismo, en medio de aquel lago, en pleno verano. ¿Y por qué?
Mientras se hacía esta pregunta, su mirada sin ojos le dio la respuesta. Había algo en la oscuridad, debajo de su mente flotante. No lo veía pero lo sentía. Un poder..., no, dos poderes cuyas respectivas respiraciones eran las burbujas que habían salido a la superficie en torno a ellas, y cuyos brazos eran los remolinos que las habían hecho seña de bajar al fondo y morir. Volvió la vista a su cuerpo, que aún buscaba aire. Sus piernas todavía se agitaban locamente en el agua, como pedales, y, entre ellos, su virginal coño. Por un instante sintió algo de dolor al pensar en los placeres que nunca se había arriesgado a perseguir, y que nunca ya tendría. ¡Tonta, más que tonta!, por haber valorado más el orgullo que la ¡sensación. El simple ego le parecía pura tontería en ese momento. Hubiera debido pedir el acto sexual a cualquier hombre que la hubiese mirado dos veces, y no cejar hasta lograr que alguno dijera sí. Todo aquel sistema de nervios y tubos y ovarios iba a morir sin haber sido usado. Era un desperdicio, lo único que sabía a tragedia allí.
Su mirada volvió a la oscuridad de la fisura. Las dos fuerzas gemelas que había sentido estaban aproximándose todavía. En ese momento comenzó a ver algo; formas vagas, como manchas en el agua. Una era brillante, más brillante, por lo menos, que la otra, pero ésa fue la única distinción que pudo hacer. Si tenían rasgos faciales, estaban demasiado borrosos para distinguirlos, y el resto, miembros y torso, se perdía entre la multitud de burbujas oscuras que ascendían con ellos; sin embargo, no podían ocultar su propósito. Su mente captó eso con gran facilidad. Ellos emergían de la fisura para apoderarse de la carne, de la que sus pensamientos estaban ahora misericordiosamente desconectados. Dejémosle que tengan lo que desean, pensó. Aquel cuerpo suyo había sido una carga para ella, y estaba contenta de librarse de él. Los poderes que ascendían no tenían jurisdicción sobre sus pensamientos, ni los buscaban. Su ambición era la carne; y cada uno de ellos quería el cuarteto entero. Si no, ¿por qué luchaban entre sí? Dos manchas, una oscura y otra clara, se entrelazaban como dos serpientes mientras emergían para atrapar los cuerpos de ellas cuatro y llevárselos allá abajo.
Se había creído libre demasiado pronto. Cuando los primeros tentáculos de los entrelazados espíritus tocaron sus pies, los preciosos momentos de liberación cesaron. Tuvo que volver a meterse en su cráneo, y la puerta de su calavera se cerró de golpe. La visión de los ojos sustituyó a la de la mente; dolor y pánico, el dulce desasirse. Vio que los espíritus luchadores la envolvían, y ella, la presa, se agitaba de un lado para otro entre los dos, mientras cada uno luchaba por quedársela. Sin saber la causa, al cabo de unos segundos estaría muerta. No le importaba en absoluto saber quién reivindicaba su cuerpo, si el más brillante de los dos o el que lo era menos. Cualquiera que fuese, si quería su sexo (y sentía sus investigaciones allí, incluso al final), ella no sentiría placer, ninguna de ellas lo sentiría, estaban acabadas, las cuatro.
Justo cuando exhalaba la última bocanada de aire, un destello de luz solar le dio en los ojos. ¿Podría ser que estuviese saliendo de nuevo a la superficie? ¿Habían despreciado su cuerpo como no válido para sus propósitos y ahora dejaban flotar la grasa? Se agarró a esa posibilidad, por débil que fuera, y se impulsó hacia la superficie. Una nueva multitud de burbujas surgió con ella, casi parecía que la llevaban hacia arriba, hacia el aire. Cada vez se hallaba más cerca. Si pudiese aferrarse a la consciencia durante el tiempo de un latido más, sobreviviría.
¡Dios estaba de su lado! Salió a la superficie. Primero el rostro, vomitando agua, y, después, respirando aire. Sintió los miembros entumecidos, pero las mismas fuerzas que habían intentado ahogarla la mantenían ahora a flote. Después de respirar tres o cuatro veces se dio cuenta de que las otras chicas también habían sido liberadas y se atragantaban y chapoteaban en torno a ella. Joyce nadaba ya hacia la orilla, tirando de Trudi. Arleen empezaba a seguirlas. La tierra firme estaba a sólo unos metros de distancia. Incluso con piernas y brazos que apenas le respondían, Carolyn cubrió la distancia, hasta que las cuatro hicieron pie, y, con los cuerpos sacudidos por sollozos, fueron, tambaleándose, hacia tierra firme. Incluso entonces lanzaban miradas hacia atrás, temerosas de que lo que las había asaltado decidiera perseguirlas en las zonas poco profundas. Pero el centro del lago permanecía en completa tranquilidad.
Antes de que alcanzase la orilla, Arleen sufrió un ataque de histeria, y empezó a gemir y a temblar. Nadie acudió a consolarla Apenas tenían energía suficiente para avanzar, para poner un pie delante del otro; tanto menos podían desperdiciar la poca respiración para calmarla. Arleen se adelantó a Trudi y a Joyce para llegar primero a la hierba, dejándose caer al suelo, donde había dejado su ropa, y tratando de ponerse la blusa de cualquier manera. Sus estremecimiento se redoblaban mientras intentaba encontrar los agujeros de las mangas. A un metro de la orilla, Trudi cayó de rodillas y vomitó. Carolyn andaba con dificultad en sentido contrario al de ella, a sabiendas de que si le llegaba el menor olor a vómito, ella acabaría igual. Fue una maniobra inútil, con el ruido de las arcadas le bastó. Sintió que se le revolvía el estómago; en seguida se puso a pintar la hierba de bilis y helado.
Incluso en ese momento, a pesar de que la escena que estaba contemplando se le había convertido, de erótica, en aterradora y repugnante, William Witt no conseguía apartar los ojos de ella. Hasta el final de su vida recordaría a las chicas surgiendo de las profundidades del lago, donde él había dado por seguro que tendrían que haberse ahogado, sus esfuerzos, el impulso que las sacó del fondo del agua a la superficie, al aire, y lo alto que había visto saltar los senos.
Después, las aguas que casi las habían arrebatado estaban tranquilas de nuevo, no se veía una ola siquiera, ni se producía una sola burbuja. Se podía pensar que lo sucedido ante sus ojos había sido algo más que un simple accidente. Había algo vivo en el lago. El hecho de no haber visto otra cosa que las consecuencias —la agitación, los gritos—, y no lo que hubiera en sí, le llegaba al alma. Tampoco podría bromear con las chicas sobre la naturaleza del agresor. Se encontraba completamente a solas con lo que acababa de ver.
Por primera vez en su vida, el papel de voyeur, que él mismo había elegido, empezó a pesarle. Se juró que jamás espiaría a nadie. Fue un juramento que no le duró más que un día.
En cuanto a aquel suceso, ya tenía bastante. Lo único que veía de las chicas era la silueta de sus caderas y sus traseros, echadas como estaban en el suelo. Sólo escuchaba sus vómitos y sus lloros.
Se fue tan silencioso como pudo.
Joyce lo oyó, y se incorporó sobre la hierba.
—Alguien nos está mirando —dijo.
Observó la parte de follaje iluminada por el sol y vio que se movía de nuevo. Sería el viento que agitaba las hojas.
Arleen había encontrado por fin la forma de ponerse la blusa, y estaba sentada, arropándose con los brazos.
—Quiero morirme... —dijo.
—No, qué vas a querer —la interrumpió Trudi—, precisamente ahora que nos acabamos de librar de la muerte.
Joyce se tapó el rostro con las manos, y sus lágrimas, que creía agotadas, se derramaron de nuevo, en una sola ola.
—¡Pero, por los clavos de Cristo! — exclamó—, ¿qué nos ha ocurrido? Yo pensaba que era sólo..., agua de tormenta.
Carolyn le dio la contestación, con voz sin inflexiones, pero temblorosa.
—Hay cuevas debajo de toda la ciudad —dijo—, tienen que haberse llenado durante la tormenta. Nadamos por encima de la boca de una de ellas.
—Estaba muy oscuro —dijo Trudi—. ¿Mirasteis al fondo?
—Había algo más —murmuró Arleen—, además de la oscuridad: había algo en el agua.
Los sollozos de Joyce se intensificaron al oír aquello.
—Yo no he visto nada —dijo Carolyn—, pero lo he sentido.
Y miró a Trudi.
—Todas hemos sentimos lo mismo, ¿no crees?
—No —repuso Trudi, con un movimiento de cabeza—. Eran corrientes que salían de las cuevas.
—Pues a mí trató de ahogarme —dijo Arleen.
—Sólo eran corrientes —insistió Trudi—. A mí me ha ocurrido en el mar. Resaca. Me tiraba de las piernas, desde abajo.
—¡Eso no te lo crees ni tú! — exclamó Arleen, categórica— ¿Para qué molestarnos en contarnos mentiras entre nosotras? Todas sabemos lo que hemos sentido.
Trudi la miró fijamente.
—¿Y qué era con exactitud? — preguntó.
Arleen movió la cabeza. Con el cabello pegado al cráneo y el maquillaje corrido mejillas abajo parecía cualquier cosa menos la reina de belleza de diez minutos antes.
—Lo único que sé es que no se trataba de una resaca —dijo—. Había formas, dos formas, y no eran peces, ni nada que se les pareciese. — Apartó la mirada de Trudi, fijándola abajo, entre sus piernas—. He notado que me tocaban —dijo, temblando—, me tocaban dentro.
—¡Cállate! — interrumpió Joyce de pronto—. No digas eso.
—Pero es verdad, ¿o no? — contestó Arleen—. ¿Acaso no es verdad?
Volvió a levantar la vista. Primero miró a Joyce, luego, a Carolyn, por último a Trudi, que hizo una seña afirmativa.
—Lo que fuese nos quería porque somos mujeres.
Los sollozos de Joyce aumentaron de volumen.
—¡Cállate! — le ordenó Trudi con aspereza—. Tenemos que pensar en esto.
—¿Y qué vamos a pensar? — preguntó Carolyn.
—Pues lo que tenemos que decir —contestó Trudi.
—Diremos que hemos ido a nadar... —empezó Carolyn.
—Y después..., ¿qué?
—Pues que fuimos a nadar y...
—¿Y nos atacó algo?, ¿algo que intentó entrar dentro de nosotras?, ¿algo que no era humano?
—Bueno, pues sí —contestó Carolyn—; además, es la pura verdad.
—No seas tan estúpida —dijo Trudi—, se reirían de nosotras.
—Pues, aunque se rían —insistió Carolyn—, es la verdad.
—¿Y crees que eso cambiará las cosas? Comentarán que somos idiotas si nadamos en el primer sitio que encontramos. Después dirán que lo ocurrido ha sido producto de un calambre o algo así.
—Tiene razón —dijo Arleen.
Pero Carolyn persistía en su idea:
—Suponte que alguien más viene aquí, y le ocurre lo mismo que a nosotras. O se ahogan. Pensad por un momento que se ahogan. Entonces seríamos nosotras las responsables.
—Si eso es sólo agua de tormenta, desaparecerá en pocos días —dijo Arleen—. Si decimos algo, todo el mundo hablará de nosotras. Jamás lo olvidaremos. Nos perseguirá durante el resto de nuestra vida.
—No seas tan comedianta —dijo Trudi—. Ninguna de nosotras dirá algo que no hayamos acordado antes, ¿de acuerdo?
—¿De acuerdo, Joyce? — Ésta acusó recibo de la pregunta con un sollozo—. ¿Y tú, Carolyn?
—Bien, sí, qué remedio —contestó ésta.
—Hemos de acordar qué vamos a decir.
—Lo mejor será no decir nada.
—¡Nada! — exclamó Joyce—. ¡Míranos!
—No lo explicaremos ni nos disculparemos, nunca —murmuró Trudi.
—¿Cómo?
—Es lo que mi padre dice siempre.
Y cuando pensó en ello, por ser una filosofía de su familia, pareció sentir algo de consuelo.
—No dar explicaciones..., nunca —repitió Trudi.
—Ya te hemos oído —dijo Carolyn.
—Bueno, pues de acuerdo entonces —siguió Arleen. Se levantó y fue a buscar el resto de su ropa, que había dejado en el suelo.
—Nos lo callamos todo.
Y no hubo ni un solo atisbo de discusión más entre ellas. Las demás imitaron a Arleen, se vistieron y volvieron a la carretera. A su espalda quedaba el lago, a solas con sus secretos y sus silencios.
II
-1-
Al principio, nada sucedió. Ni siquiera tuvieron pesadillas. Sólo una agradable languidez invadió a las cuatro; quizá fuese el recuerdo de haber estado tan cerca de la muerte y haber escapado de ella. Ocultaron sus magulladuras a los demás y siguieron siendo las mismas de siempre, y guardando su secreto.
En cierto sentido, el secreto era el que se guardaba a sí mismo. Incluso Arleen, que había sido la primera en manifestar su horror ante el íntimo asalto que había sufrido, empezó a sentir en seguida un extraño placer en su recuerdo, pero no se atrevía a confesarlo ni siquiera a las otras tres. En realidad, hablaban muy poco del tema entre ellas. No necesitaban hacerlo. Todas tenían la misma, extraña, convicción: que, de alguna manera extraordinaria, eran las elegidas. Sólo Trudi, que siempre había sentido gran amor por todo lo mesiánico, hubiera expresado lo que sentía con esa palabra. Para Arleen, tal sentimiento no era sino una reafirmación de lo que siempre había sabido de sí misma: era una criatura, única y bella, para la cual, las leyes que regían para el resto del mundo no contaban. Carolyn sentía una nueva seguridad en sí misma, y era un eco confuso de la revelación que tuvo cuando la muerte le pareció tan cercana: cada hora que pasara sin saciar sus apetitos sería tiempo perdido. En el caso de Joyce, en cambio, se trataba de un sentimiento apaciguador, se había salvado de la muerte para Randy Krentzman.
Y no perdió el tiempo en darle a conocer su pasión. Al día siguiente de los acontecimientos del lago se dirigió hacia la casa de Krentzman, en Stillbrook, y le comunicó, de la manera más sencilla posible, que estaba enamorada de él y quería dormir con él. Randy no rió, sólo la miró, aturdido, y le preguntó, algo avergonzado, si se conocían. En otras ocasiones ese olvido hubiera roto el corazón de Joyce, pero algo había cambiado en ella. Ya no era tan frágil.
—Sí —contestó—. Claro que nos conocemos. Nos hemos visto varias veces. Pero no me importa si me recuerdas o no. Yo te quiero, y deseo hacer el amor contigo.
Él siguió mirándola mientras hablaba. Después, respondió:
—Esto es una broma, ¿verdad?
Ella respondió que no, que no se trataba de una broma, que sabía perfectamente lo que decía, y, dado que el día era cálido y la casa estaba vacía, a disposición de los dos, no había mejor momento que aquél.
El desconcierto no había sofocado la libido de Krentzman. Aunque no entendía por qué la chica se le ofrecía gratis, una oportunidad así no se presentaba tan a menudo como para despreciarla. De forma que, intentando adoptar el tono de alguien para quien esas proposiciones eran cosa de todos los días, acopló. Pasaron la tarde juntos, e hicieron el amor, no una, sino tres veces. Ella salió de la casa alrededor de las seis y cuarto y regresó a la suya cruzando todo Grove, con la sensación de un imperativo satisfecho. Eso no tenía nada que ver con el amor, y Krentzman era un amante vulgar, egoísta y desmañado. Pero quizás aquella tarde ella le había dado vida, o, por lo menos, le había ofrecido su pequeña porción de ingredientes para la alquimia, y esto era, tal vez, lo único que Joyce necesitaba de él. Ese cambio de prioridades era incuestionable. Su mente entendía a la perfección la necesidad de la fecundación. El resto de la vida, pasado, presente y futuro, era muy borroso.
A la mañana siguiente, temprano, después de haber dormido más profundamente que desde hacía muchos años, telefoneó y le propuso un segundo encuentro para aquella misma tarde. Él le preguntó se había sido tan bueno el asunto, y ella le respondió que mejor que bueno, que él era como un toro, y su polla la octava maravilla del mundo. Él, sin más, se mostró de acuerdo con ambas cosas: con las alabanzas y con la cita.
Del cuarteto quizá fue Joyce la que más suerte tuvo en la elección de pareja. Aunque vanidoso, y con la cabeza vacía, Krentzman resultaba inofensivo, y, a su manera desmañada, tierno. La urgencia que empujaba a Joyce a su cama se había manifestado con igual fuerza en Arleen, Trudi y Carolyn, pero llevándolas a relaciones menos convencionales.
Carolyn comenzó a insinuarse con un cierto Edgar Lott, un hombre cercano a los sesenta años, que se había mudado unas manzanas calle abajo desde la casa de los padres de la muchacha, el año anterior. Ninguno de los vecinos había hecho amistad con él. Era un solitario, y, tenía dos perros pachones por toda compañía. Eso, unido a la ausencia de visitas femeninas, y, más especialmente, a su propensión a ir bien combinado en sus complementos al vestir (pañuelo, corbata y calcetines, siempre en tonos pastel), había hecho pensar a la gente que sería homosexual. Pero Carolyn, a pesar de su ingenuidad sobre las particularidades de las relaciones sexuales, conocía a Lott mejor que las personas mayores. Ella había observado su mirada en varias ocasiones, su intuición le dijo que en aquella expresión de Lott había algo más que un simple saludo. Una mañana, le abordó cuando llevaba a los pachones a dar su paseo higiénico matutino y comenzaron a charlar. Después, cuando los perros hubieron marcado su territorio para aquel día, Carolyn le preguntó si podía volver a casa con él. Más tarde Lott le explicaría que sus intenciones habían sido perfectamente honorables, y, si ella no se le hubiera echado encima pidiéndole su devoción sobre la mesa de la cocina, nunca se le hubiera ocurrido ponerle un dedo encima. Pero, ante tal oferta, ¿cómo rechazarla?
A pesar de estar desemparejados en años y en anatomía, ambos copularon con extraña furia; y los perros, encendidos en un delirio de celos al verles, empezaron a aullar y a buscarse el rabo con los dientes hasta quedar completamente exhaustos. Después del primer asalto, él le dijo que llevaba seis años, desde la muerte de su esposa, sin tocar a una mujer, y que eso lo había llevado a la bebida. Además, continuó explicándole, su mujer había sido una persona de mucho peso. El hablar de ese tema pareció ponerle cachondo de nuevo. Volvieron a emparejarse. Menos mal que, esa vez, los perros estaban dormidos. Al principio, todo marchó bien. Ninguno de los dos se mostraba muy experto llegado el momento de desnudarse, ni perdían el tiempo en declaraciones sobre sus respectivas bellezas, algo que, por otra parte, hubiera sido ridículo, ni menos se hacían ilusiones sobre lo que su enlace pudiera durar. Se juntaban para hacer aquello para lo que la Naturaleza les había creado, y les tenían sin cuidado todos los añadidos. Día más, día menos, Carolyn siguió visitando a Mr. Lott, como lo nombraba en presencia de sus padres, y le apretaba el rostro entre sus senos en cuanto la puerta de su casa se cerraba.
Edgar apenas podía creer en su suerte. El que fuera ella la seductora ya resultaba, de por sí, bastante fuera de lo corriente (incluso en su juventud, ninguna mujer le había Hecho semejante cumplido), pero que volviese, cada día, incapaz de quitarle las manos de encima hasta que no copulaban con toda minuciosidad, rayaba en lo milagroso. Por lo tanto, no se sorprendió lo más mínimo cuando, después de dos semanas y cuatro días, Carolyn dejó de visitarle. Al cabo de una semana de ausencia, la vio en la calle y le preguntó, con toda educación:
—¿No podemos reanudar nuestras «relaciones»? — aunque con cierta ironía.
Ella lo miró de manera extraña, y al cabo de un momento le respondió que no. Él no le había pedido explicaciones de ninguna clase, pero ella, de todas formas, le dio una.
—Ya no te necesito —le dijo por lo bajo, al tiempo que se palpaba el vientre.
Más tarde, sentado en su desapacible casa y con el tercer vaso de bourbon en la mano, Edgar comprendió lo que aquellas palabras y aquel gesto significaban, y eso le indujo a beberse un cuarto vaso de bourbon, y hasta un quinto. La consecuencia inmediata fue una vuelta a sus viejas costumbres. Aunque había querido excluir todo sentimiento de aquellas relaciones, ahora, una vez sin la chica, se dio cuenta de que le había roto el corazón.
Arleen no tuvo ese tipo de problemas. El camino que eligió, presionada por el mismo dictado mudo que había inducido a las otras, la condujo a buscar el tipo de hombre que llevan el corazón en el antebrazo y no en el pecho, y además tatuado con tinta azul Prusia. Para Arleen, como para Joyce, todo comenzó al día siguiente a aquel en que estuvieron a punto de ahogarse. Se puso su mejor vestido, cogió el coche de su madre y se dirigió a Eclipse Point, un trozo de playa, al norte de Zuma, conocido por sus bares y sus peleas. Los residentes de la zona no se sorprendieron en absoluto al ver a una chica rica entre ellos. Esa clase de gente iba por allí constantemente; llegaban de sus casas fastuosas para probar la vida de baja estofa, o para que esa vida les probase. Un par de horas solían bastar; después regresaban a su ambiente, en el que sus contactos más cercanos con la clase baja eran los mantenidos con sus chóferes.
En otros tiempos, Point había visto algunos rostros famosos de incógnito, husmeando el cachondeo que podrían encontrar allí. Jimmy Dean había sido uno de los habituales en su época más salvaje, en busca de un fumador que necesitaba un cenicero humano. Uno de los bares tenía una mesa de billar consagrada a la memoria de Jayne Mansfield, que había realizado un acto sobre ella del que aún se hablaba sólo en reverenciales susurros. Otro tenía tallado en las tablas del suelo la silueta de una mujer que había dicho ser Veronica Lake, y que había perdido allí mismo el conocimiento de borracha que estaba. Arleen, por lo tanto, seguía un camino bastante trillado, desde el regazo mismo del lujo hasta la mugre de un bar elegido por ella sin otra razón que su nombre: The Slick (*). Ella no necesitaba, como otras que la habían precedido por aquel camino, para el libertinaje, la disculpa de necesitar una copa. Se limitó a ofrecerse, sin más. Y hubo bastantes que aceptaron, entre los que no hizo distingo ni remilgo alguno. Ninguno de los que llamaron a su puerta la encontró cerrada.
(*) Nombre que puede traducirse como «El hábil», «El experto»
A la noche siguiente volvió a buscar más, y más todavía la de después, sus ojos fijos en sus amantes, como enviciada por ellos. No todos se aprovecharon. Algunos, después de la primera noche, la observaron con atención y sospecharon que tanta generosidad debía de ser producto de la locura, o de la enfermedad. Otros, hallando en sí mismos un resquicio de galantería que nunca hubieran sospechado, la instaron a que se levantara del suelo antes de que la cola llegase a los últimos de la manada, pero ella protestó alto y razonadamente contra tanta intromisión, y les dijo que la dejasen tranquila. Ellos se retiraron; algunos incluso volvieron a ponerse a la cola.
Así como Carolyn y Joyce podían mantener sus aventuras en secreto, era imposible que la conducta de Arleen pasara mucho tiempo inadvertida. Al cabo de una semana de desaparecer de su casa a media tarde cada día y no regresar a ella hasta el amanecer —una semana durante la cual la única contestación que daba a la pregunta de sus padres de a dónde iba era una mirada de desconcierto, casi como si ni ella misma lo supiese muy bien—, su padre, Lawrence Farrell, decidió seguirla. Él se consideraba un padre liberal, pero si su princesa estaba cayendo en malas compañías —jugadores de fútbol, quizás, o hippies—, quizá, se viera obligado a hacerle alguna advertencia. Una vez fuera de Grove, Arleen se puso a conducir como una loca, y él tuvo que pisar el acelerador con ganas para mantener una distancia prudencial. Un par de kilómetros antes de llegar a la playa, la perdió de vista. Tardó una hora en comprobar todos los estacionamientos, hasta que encontró el coche de Arleen aparcado ante el «Slick». La reputación del bar había llegado incluso intencionalmente a taponados oídos, y entró, temiendo por su chaqueta y por su cartera. Dentro había mucho revuelo; un círculo de hombres aullando como animales, con la tripa llena de cerveza y el cabello largo hasta la mitad de la espalda, se apretujaba alrededor de algún espectáculo en el suelo, al fondo del bar. No había ni huella de Arleen. Contento de haberse equivocado (lo más probable, era que Arleen estuviese dando un paseo por la playa, viendo a los que hacían surf), y a punto de irse, oyó que alguien comenzaba a pronunciar el nombre de su princesa:
- ¡Arleen! ¡Arleen!
Se volvió. ¿Estaría ella viendo el espectáculo del suelo? Se abrió paso entre la multitud de borrachos aulladores. Allí, en el centro, encontró a su bella niña. Uno le estaba echando cerveza en la boca, mientras otro copulaba con ella. Él, como todos los padres, odiaba la idea de que su hija copulase, excepto —en sueños— con él. Arleen echada debajo de aquel hombre, era igual que su madre, o, mejor dicho, era así en los tiempos, ya lejanos en que todavía podía excitarse. Agitándose y sonriente, loca por el hombre que tenía encima. Con un alarido, Lawrence gritó el nombre de Arleen y fue derecho a arrancar al bruto en plena labor. Alguien le dijo que debería esperar su turno. Lawrence le dio un puñetazo en la mandíbula, un soplo que lo mandó, tambaleándose, contra aquellos hombres, muchos de los cuales estaban ya preparados, con la cremallera abierta. El tipo aquél escupió un coágulo de sangre y se abalanzó sobre Lawrence, que se quejaba (mientras los demás lo golpeaban hasta hacerle caer de rodillas) de que aquélla era su hija... ¡Dios mío, su hija! No cejó en sus protestas hasta que su boca perdió toda capacidad de emitir las palabras. Incluso entonces intentó arrastrarse hasta donde Arleen se encontraba echada, para abofetearla hasta que se diese cuenta de lo que estaba haciendo. Pero los admiradores de la joven lo arrastraron afuera y lo dejaron tirado al borde de la carretera. Allí se quedó un rato, hasta que pudo recuperar la suficiente energía para levantarse. Tambaleándose anduvo hasta el coche, y, allí, esperó varias horas, llorando a menudo, hasta que, por fin, Arleen hizo acto de presencia en la puerta. No pareció impresionada por sus hematomas y su camisa ensangrentada. Cuando él le contó que había visto lo que estaba haciendo, Arleen levantó la barbilla ligeramente, como si no supiese con certeza de qué le hablaba. Lawrence le ordenó que subiese a su lado, en el coche, y ella le obedeció sin protestar. Él condujo hasta casa en silencio.
Aquel día no se habló del asunto. Ella se encerró en su habitación, escuchando la radio, mientras Lawrence hablaba con sus abogados acerca de la posibilidad de cerrar el «Slick»; con la Policía sobre la de llevar a sus agresores a los tribunales, y con su psiquiatra para averiguar en qué había fallado. Aquella noche, Arleen volvió a salir, o, por lo menos, lo intentó cuando empezaba a oscurecer. Su padre se lo impidió, interponiéndose entre ella y la calzada.
Entonces, una bomba de recriminaciones, contenidas desde la noche anterior, reventó mientras ella le miraba fijamente con ojos de hielo. Esa indiferencia lo enfureció. Arleen no quiso volver a entrar cuando su padre se lo pidió, y se negó a decirle la razón que la movía a comportarse como lo hacía. Entonces, la preocupación de Lawrence se convirtió en verdadera furia, su voz fue elevándose en varios decibelios, y su vocabulario se volvió ponzoña, hasta empezar a llamarla puta a gritos, Muchas cortinas por toda la Tenaza se cerraron al oírle. Finalmente, cegado por lágrimas de incomprensión total, la golpeó y le hubiera hecho más daño si Kate no hubiese intervenido. Arleen no esperó. Con su furioso padre bajo la custodia de su madre, corrió y se las apañó para que alguien la llevase en coche a la playa.
El «Slick» fue ocupado por la Policía aquella noche. Hubo veintiún detenidos, la mayoría por delitos menores de droga, y el bar fue clausurado. Cuando la Policía llegó, la princesa de Lawrence Farrell realizaba el misino número de agitación y sonrisas que llevaba representando cada noche desde hacía una semana. Era una historia que ni los más audaces intentos de soborno de Lawrence consiguieron evitar que fuera publicada por los periódicos. Se convirtió en el escándalo más leído de toda la costa. A Arleen la llevaron al hospital para someterla a un reconocimiento médico, y resultó que tenía dos enfermedades venéreas, además de ladillas, y el deterioro natural producido por sus excesos. Pero, al menos, no estaba embarazada. Lawrence y Kathleen Farrell dieron gracias a Dios por esa pequeña merced.
La revelación de las correrías de Arleen en el «Slick» dieron lugar a un control más severo de los hijos por parte de los padres de la ciudad. Incluso en la parte oeste de Grove se notaba que había menos chicos vagando por las calles después de anochecer. Los romances ilícitos se volvieron difíciles. Incluso Trudi, la última de las cuatro, se vio obligada a renunciar a su pareja, aunque encontró una cobertura casi perfecta para sus actividades: la religión. Había tenido el capricho de seducir a un cierto Ralph Contreras, un mestizo que trabajaba de jardinero para la iglesia luterana del Príncipe de la Paz, en Laureltree, y que tartamudeaba de tal manera que, para los efectos, era como si fuese mudo. A Trudi le gustaba así. Contreras le daba el servicio que ella pedía, y se callaba la boca. En resumen, el perfecto amante. No era que a Trudi le preocupase mucho la técnica de Contreras, que se defendía valientemente en su papel de macho. Para ella no era más que un funcionario en el ejercicio de sus funciones. En cuanto esas funciones tocaran a su fin —su cuerpo diría a Trudi cuándo había llegado ese momento—, prescindiría de su amante para siempre. Por lo menos eso era lo que Trudi se decía a sí misma.
De todas maneras, y por causa de las indiscreciones de Arleen, los líos amorosos de todas ellas (Trudi incluida) no iban a tardar en ser del dominio público. Y aunque quizás a Trudi le fuera fácil olvidar sus citas con Ralph el Silencioso, Palomo Grove no las olvidaría.
-2-
Las informaciones de los periódicos sobre la escandalosa vida secreta de la belleza de la pequeña ciudad, Arleen Farrell, fueron tan explícitas como el departamento jurídico respectivo permitió; aunque no importaba mucho, los detalles que faltaran sería suplidos por los rumores. En seguida prosperó un pequeño mercado negro en supuestas fotografías do aquella orgías, y llegó a ser sumamente lucrativo, por más que las lotos en cuestión eran tan borrosas que resultaba difícil tener la seguridad de que se trataba de la verdadera orgía. La familia entera —Lawrence y Kate, y Jocelyn y Craig, los hermanos de Arleen— se convirtió también en blanco de la curiosidad general. Mucha gente que vivía en el otro extremo de Grove cambiaba la ruta de sus compras de forma que pasase por la Terraza donde la familia Farrell vivía, y así veían la casa de la infamia. A Craig hubo que sacarle del colegio porque sus compañeros se mofaban cruelmente de él con las porquerías de su hermana mayor; Kate aumentó la dosis de tranquilizantes, hasta el punto de ser incapaz de pronunciar palabras de más de dos sílabas sin arrastrar todas las vocales. Pero todavía faltaba lo peor. Tres días después de que Arleen fuera arrancada de la pocilga de sus jinetes, en el Chronicle apareció una entrevista, que se suponía hecha a una de sus enfermeras, en la que se comentaba que la hija de Farrell pasaba la mayor parte del tiempo sumida en una verdadera locura sexual, que sólo decía obscenidades, interrumpidas por lágrimas de frustración. Esto, por sí solo, era ya interesante. Pero el reportaje seguía diciendo que la enfermedad de la paciente era algo más que una libido efervescente: Arleen Farrell se creía poseída.
El relato de la enfermera era complicado y extraño: ella, con otras tres amigas, había ido a nadar a un lago próximo a Palomo Grove, donde fueron atacadas por algo que las penetró a las cuatro. Lo que esta entidad ocupante había pedido a Arleen y —probablemente— también a sus compañeras de baño, era que tuvieran un hijo con cualquiera qué se mostrara dispuesto a prestarles ese servicio. De ahí sus aventuras en el «Slick». El diablo que Arleen tenía en el útero, buscaba simplemente un padre sustituto entre tan grosera compañía.
El artículo no mostraba traza alguna de ironía. El texto de la supuesta confesión de Arleen resultaba tan absurdo como para no necesitar el menor brillo editorial. Sólo los ciegos y los analfabetos se quedaron sin leer en Grove las relevaciones que la belleza y la droga les brindaban. A nadie se le ocurrió pensar que hubiera un adarme de verdad en sus declaraciones, excepto, por supuesto, las familias de las amigas de Arleen que la habían acompañado el sábado veintiocho de julio. Aunque Arleen no nombraba a Joyce, Carolyn y Trudi, se sabía que las cuatro eran íntimas amigas. No cabía la menor duda, para cualquiera que conociese un poco a Arleen, de quiénes eran las que estaban incluidas en sus fantasías satánicas.
En seguida quedó claro que las chicas debían ser protegidas del revuelo que siguió a las descabelladas declaraciones de Arleen. En las familias McGuire, Katz y Hotchkiss se produjo el mismo intercambio de palabras, cariño más cariño menos.
Los padres preguntaban:
—¿Quieres irte de Grove durante unos días, hasta que lo peor de todos estos chismes haya pasado?
A lo que la hija respondía:
—No, me encuentro bien aquí. Nunca me he encontrado mejor.
—¿Estás segura de que no te deprime todo esto, cariño?
—¿Acaso tengo cara de estar deprimida?
—No, qué va.
—Pues entonces eso quiere decir que no lo estoy.
Los padres pensaban que chicas tan equilibradas como para hacer frente con la mayor calma a la tragedia de la locura de su amiga eran una honra para la familia.
Durante unas cuantas semanas siguieron siendo justo eso, unas hijas modelo, que sobrellevaban la tensión de aquellos momentos con admirable aplomo. Después, el cuadro empezó a deteriorarse al hacerse patente algo extraño en su manera de comportarse. Fue un proceso muy sutil, y que hubiera pasado inadvertido más tiempo de no ser porque los padres observaban ahora a sus hijitas con embebecida atención. Primero, los padres se dieron cuenta de que sus niñas dormían a horas extrañas durante la mañana y se paseaban a medianoche. Luego empezaron los antojos con la comida. Incluso Carolyn, de la que se sabía que nunca rechazaba nada comestible, aborreció algunos alimentos, sobre todo el pescado. Su aspecto sereno desapareció, y empezó a mostrar distintos estados de ánimo que pasaba de un silencio monosilábico al cotorreo, de lo glacial a lo enloquecido. La primera que aconsejó a su hija que acudiese al médico fue Betty Katz. La muchacha no puso objeción alguna, ni tampoco pareció sorprenderse en absoluto cuando el doctor Gottlieb le dijo que estaba completamente sana; y embarazada.
Los padres de Carolyn fueron los siguientes en temer que el misterioso comportamiento de su hija requiriese investigación médica. La noticia fue la misma, con el corolario de que si su hija quería llevar el embarazo a buen término, tendría que perder quince kilos de peso.
Si hubiera existido alguna esperanza de poder negar que había algo en común entre esos diagnósticos, tal esperanza se vino abajo con la prueba tercera y última. Los padres de Joyce McGuire habían sido los más reacios a aceptar la complicidad de su hija en ese escándalo, pero, finalmente, también tuvieron que examinarla. Como Carolyn y Trudi, Joyce gozaba de buena salud. Y también estaba embarazada. Estas novedades reclamaban un reajuste en la historia de Arleen Farrell. ¿Sería posible que, escondido en sus locas divagaciones, hubiese algo de verdad?
Los padres se reunieron y hablaron, reconstruyendo el único argumento que tenía algún sentido. Estaba claro que las chicas habían acordado algún tipo de pacto entre ellas. Habían decidido, por la razón que fuese, y sólo conocida por ellas, quedarse embarazadas, y tres lo consiguieron. Sólo Arleen había fracasado, y eso, a ella, que siempre había sido una chica muy tensa, le produjo tal angustia que acabó por sufrir un derrumbamiento nervioso. Por lo tanto, los problemas a los que había que atender eran: primero, localizar a los posibles padres y denunciarles por oportunismo sexual: segundo, interrumpir los embarazos tan pronto y con tanta seguridad como fuese posible; y, tercero, guardar secreto absoluto sobre todo ese asunto de forma que la reputación de las tres familias no sufriese la misma suerte que la de los Farrell, a los que los probos habitantes de Grove trataban como a parias.
Fracasaron en las tres previsiones. En la cuestión de los padres, porque ninguna de las chicas, ni siquiera bajo coacción paterna, dio los nombres de los delincuentes. En cuanto a abortar, las tres rechazaron cualquier intimidación tendente a prescindir de lo que tantos esfuerzos les había costado conseguir. Y, finalmente, el secreto fue imposible de mantener, porque el escándalo quiere notoriedad, y bastó con la indiscreción de la recepcionista de uno de los médicos para que todos los periodistas empezaran a husmear en busca de nuevas pruebas del delito.
La historia salió a la luz dos días después de la reunión de los padres, y Palomo Grove, que se había zarandeado, pero sin llegar a venirse abajo, con las revelaciones de Arleen, recibió un golpe mortal. El cuento de la chica loca había sido una lectura interesante para los forofos de extraterrestres y curas de cáncer, pero sin que saliese de lo más o menos corriente. Estos nuevos acontecimientos, sin embargo, sí que tocaban un nervio más sensible. Allí había cuatro familias pudientes cuyas vidas habían sido destrozadas a causa de un pacto hecho por sus propias hijas. ¿No habría, mezclado en todo ello algún tipo de culto, se preguntaba la Prensa? ¿Sería el anónimo padre un solo hombre, un seductor de chicas jóvenes, cuyo anonimato dejaba un infinito campo a la especulación? ¿Y qué decir de la hija de los Farrell, la primera que llamó la atención sobre lo que se había dado en llamar La Liga de las Vírgenes? ¿Acaso se debía a su comportamiento, más extremado que el de sus amigas, como había sido el Chronicle el primero en informar, el que fuese infecunda? ¿O todavía quedaban por salir a la luz los excesos de las otras tres? Era una historia en la que aún quedaba mucho por descubrir, y que lo tenía todo: sexo, posesión, caos familiar, chismorreo de pequeña ciudad, sexo, locura y sexo. Y, además, ya sólo podía ir a mejor.
Conforme los embarazos avanzaban, la Prensa podría seguir la evolución del caso. Y con un poco de suerte, a lo mejor hasta se daba algún desenlace insólito. Los niños podrían salir todos trillizos, o negros, o nacer muertos.
¡Cuántas posibilidades!
III
Una cierta calma se produjo en medio de la tormenta. Calma y quietud. Las chicas oían las condenas y las acusaciones caían sobre ellas de sus padres, de la Prensa y de sus conocidos, pero nada de esto parecía impresionarlas. El proceso comenzado en el lago seguía su curso inevitable, modelando sus mentes, lo mismo que había modelado sus cuerpos. Permanecían tranquilas, como el lago estaba tranquilo; tan plácido era su exterior que el más violento ataque que pudiera sufrir no dejaría en su superficie otra huella que un rizo pasajero de agua.
Tampoco se buscaron unas a otras durante ese tiempo. El interés mutuo, y hasta por el mundo exterior, fue bajando hasta llegar a cero. Lo único que les importaba era permanecer en casa mientras engordaban y la controversia crecía a su alrededor. Pero también la controversia, a pesar de lo que prometía al principio, fue perdiendo fuerza conforme los meses transcurrían y nuevos escándalos reclamaban la atención del público, aunque el daño que aquel escándalo hizo al equilibrio de Grove ya no tenía remedio. La Liga de las Vírgenes había dado brillo propio a la ciudad en el mapa del Condado de Ventura, y en una situación que sus habitantes nunca hubieran deseado, pero que, como era lógico, podrían explotar en provecho propio. Aquel otoño, Grove tuvo más turistas que nunca desde su fundación, la gente estaba decidida a alardear de haber visitado aquel sitio, en la ciudad de las locas, en el lugar donde las chicas echaban los ojos a cualquier cosa que se moviese sólo con que el demonio se lo ordenara.
También hubo otros cambios en la ciudad, aunque no tan patentes como los bares llenos y el bullicio constante por la Alameda.
De puertas adentro, los chicos tenían que combatir más con más frecuencia por sus privilegios, ya que los padres, sobre todo si eran padres de hijas, no les dejaban hacer cosas que antes les habrían parecido normales. Tales peleas domésticas hicieron resquebrajarse a varias familias, y a otras las rompió por completo. El darse a la bebida cundió en proporción. La tienda de Marvin hizo un negocio estupendo con la venta de licores fuertes durante los meses de octubre y noviembre, y la demanda subió a la estratosfera con la llegada de las navidades, cuando a las festividades normales se añadieron incidentes de borrachos, adulterios, palizas a las mujeres y exhibicionismo, convirtiendo a Palomo Grove en un paraíso de pecadores.
Aprovechando las vacaciones oficiales, y con sus heridas privadas a cuestas, muchas familias decidieron marcharse de Grove, con lo que empezó una sutil reorganización de la estructura social de la ciudad: propiedades muy deseables —tales como las que había en las Terrazas (echadas a perder por la presencia de los Farrell)— se desvalorizaron, y fueron compradas por individuos que jamás hubieran soñado con vivir en aquel barrio el verano anterior.
¡Cuántas consecuencias de una pelea en agua turbulentas!
La batalla, desde luego, no había pasado inadvertida. Lo que William Witt había presenciado en secreto en su corta experiencia de voyeur fue de un valor incalculable más tarde, cuando se fueron sucediendo los acontecimientos. Más de una vez estuvo a punto de contar a alguien lo que había visto en el lago, pero siempre resistió la tentación, dándose cuenta de que el breve estrellato que consiguiera de esa forma se volvería contra él, haciéndole sospechoso y, posiblemente, exponiéndole a castigos. No sólo eso; había muchas posibilidades de que ni siquiera le creyesen. Sin embargo, él, conservaba el recuerdo vivo en su cabeza, e iba con regularidad al lugar del espectáculo. En realidad volvió el día después, para ver si podía localizar a los ocupantes del lago. Pero el agua se iba retirando ya. Durante la noche había decrecido una tercera parte por lo menos. Al cabo de una semana había desaparecido por completo, dejando al descubierto una fisura en el fondo que era, evidentemente, el lugar de acceso a las cuevas que se extendían bajo la ciudad. Y él no era el único visitante del lugar. Una vez que Arleen confesó lo que había pasado allí aquella tarde, mucha gente acudía a ver el lago. Los más perspicaces lo reconocían de inmediato: el agua había dejado la hierba amarillenta y empolvada con cieno seco. Uno o dos intentaron penetrar en las cuevas, pero la fisura mostraba una caída a plomo por la que no había manera de descender. Después de unos cuantos días de fama, el lugar quedó abandonado a sus propios recursos y a las solitarias visitas de William, al que producía una gran satisfacción ir allí, con desprecio del miedo que lo invadía, y un sentimiento de complicidad con las cuevas y su secreto. Sin mencionar el erótico escalofrío que sentía cuando se escondía entre los arbustos e imaginaba de nuevo la desnudez de las bañistas.
El destino de las chicas no le interesaba demasiado. Leía algo sobre ellas de vez en cuando, y oía hablar de ellas; pero, para William, lo que estaba fuera de la vista también lo estaba de la mente. Había cosas mejores que mirar. Con la ciudad salida de madre, tenía mucho que espiar: seducciones casuales, esclavitud abyecta, palizas, despedidas con narices ensangrentadas. «Un día —pensó— escribiré todo esto. Se llamará El Libro de Witt, y todo aquel que aparezca en él, cuando el libro se publique, sabrá que todos sus secretos me pertenecen.»
Las pocas veces que pensaba en la situación de las chicas, sus pensamientos se dirigían a Arleen, porque estaba en el hospital, donde él no podría verla aunque lo deseara, y esa impotencia era, como para todos los voyeurs, un acicate. Había oído que estaba mal de la cabeza, y nadie sabía en realidad la razón. Todo el tiempo deseando a los hombres, queriendo tener un bebé como las otras tres, pero no podía, y eso era lo que la enfermaba. Sin embargo, su curiosidad acerca de ella desapareció, cuando se enteró por alguien de que Arleen había perdido todo el resto de su atractivo.
—Tiene el aspecto de estar medio muerta —oyó—, drogada y muerta —oyó decir.
Después de eso fue como si Arleen Farrell hubiera dejado de existir, excepto como una visión maravillosa en el momento de quitarse la ropa a la orilla de un lago de plata. Lo que el lago había hecho con ella Witt lo borró de su mente.
Por desgracia, los úteros de las otras componentes del cuarteto no podían expulsar de sí la experiencia y sus consecuencias sino en forma de una realidad chillona, y esa nueva situación de humillación para Palomo Grove empezó el dos de abril, cuando la primera de la Liga de las Vírgenes dio a luz.
Howard Ralph Katz nació de su madre, Trudi, de dieciocho años de edad, a las tres cuarenta y seis minutos, habiéndosele practicado la cesárea a la joven. El bebé era delicado, pesaba solamente un kilo ochocientos gramos cuando vio la luz en el quirófano. Era un niño que, según se afirmó, se parecía a su madre, por lo que sus abuelos se sintieron muy agradecidos, dado que no tenían la menor pista de quién pudiera ser el padre. Howard tenía los mismos ojos oscuros y hundidos de Trudi, y un cráneo en forma de espiral cubierto de cabello negro, incluso al nacer. Lo mismo que su madre, que también había sido prematura, durante los primeros seis días de su vida tuvo que luchar por cada hálito de respiración, pero después se fortaleció, y, el diecinueve de abril, Trudi volvió a Palomo Grove con su hijo para criarlo en el lugar que mejor conocía.
Dos semanas después del nacimiento de Howard Katz, la segunda de la Liga de las Vírgenes dio a luz. Con ella, hubo algo más para deleite de la Prensa que el simple nacimiento de un niño enfermizo. Joyce McGuire dio a luz gemelos, que nacieron con un minuto de diferencia, y de la forma más perfecta y menos complicada. Les dio el nombre de Jo-Beth y Tommy-Ray, elegidos por ella (aunque Joyce no lo admitiría nunca, ni siquiera en sus últimos días) porque tenían dos padres: uno, Randy Krentzman; el otro, en el lago. Tres si ella contaba a su Padre del cielo, aunque ella temía que Él hubiera pasado de largo en favor de almas menos compatibles.
Justo una semana después de que los gemelos McGuire nacieran, Carolyn tuvo también gemelos: chico y chica, pero el niño nació muerto. La niña tenía el esqueleto grande y era fuerte. Recibió el nombre de Linda. Con su nacimiento, la saga de la Liga de las Vírgenes parecía haber llegado a su fin natural. El funeral del otro hijo de Carolyn atrajo poco público; pero, en lo demás, las cuatro familias estaban solas. Demasiado solas, en realidad. Los amigos dejaron de telefonearles, había conocidos que incluso negaban haberles conocido nunca. La historia de la Liga de las Vírgenes había manchado el buen nombre de Palomo Grove, y, a pesar de los beneficios de que la ciudad había disfrutado gracias al escándalo, existía un deseo general de olvidar incluso el mismo incidente.
Entristecida por el rechazo que sufrían por todas partes, la familia Katz decidió abandonar Grove y volver a la ciudad natal de Alan Katz, que era Chicago. Vendieron su casa a finales de junio a un forastero, de la ciudad, que obtuvo una ganga con ella, una buena propiedad y reputación, todo ello de un solo golpe. La familia Katz se marchó de Grove dos semanas después.
Y lo hicieron en el momento oportuno: si hubiesen retrasado su marcha unos cuantos días, se hubieran visto envueltos en la última tragedia de la historia de la Liga. Al atardecer del veintiséis de julio, la familia Hotchkiss salió por un rato, dejando en casa a Carolyn con Linda, su bebé. Estuvieron fuera más tiempo del que en un principio hablan pensado, y ya era más de medianoche cuando volvieron, y, por tanto, veintisiete de julio. Carolyn había celebrado el primer aniversario de su baño en el lago asfixiando a su hija y quitándose ella la vida a continuación. Había dejado una nota de suicidio en la que explicaba con la misma tranquilidad con la que solía hablar de la falla de San Andrés que la historia de Arleen Farrell era verdadera. Habían ido a bañarse, habían sido atacadas. Ése era el día en el que aún no sabía por quién; pero, desde entonces, sentía su presencia en ella, y en la niña, y era siniestro. Por esa razón había ahogado a Linda. Y se había cortado las venas de las muñecas. Ato me juzguéis con demasiada severidad, rogaba, nunca en mi vida quise herir a nadie.
La carta fue interpretada por sus padres en los siguientes términos: las chicas habían sido atacadas y violadas por alguien, y, por razones propias, decidieron guardar en secreto la identidad del culpable, o de los culpables. Con Carolyn muerta, Arleen loca y Trudi en Chicago, le correspondió a Joyce McGuire decir toda la verdad, sin omitir ni añadir nada, y enterrar para siempre la historia de la Liga de las Vírgenes.
Al principio se negó. No recordaba nada de aquel día, aseguró. El trauma había anulado su memoria. Sin embargo, ni Hotchkiss ni Farrell quedaron satisfechos con esa respuesta, y siguieron insistiendo a través del padre de Joyce. Dick McGuire no era hombre fuerte, ni física ni mentalmente, y su Iglesia se mostró muy intolerante en esta materia, uniéndose con los no mormones contra la chica. Había que decir la verdad. Al final, para impedir que los intimidadores causaran más daño a su padre del que ya le habían hecho, Joyce habló. Resultó una escena extraña. Las tres parejas de padres, más el pastor John, que era el director espiritual de la comunidad mormona de Grove y sus alrededores, estaban sentados en el comedor de los McGuire, escuchando a la muchacha, pálida y delgada, cuyas manos iban de una cuna a otra, meciendo a sus niños para que durmiesen mientras contaba la historia de su concepción. Primero, advirtió a su auditorio, lo que estaba a punto de contarles no les iba a gustar. Después justificó su advertencia con la narración misma. Les contó toda la historia. El paseo. El lago. El baño. Las «cosas» que habían luchado contra sus cuerpos en el agua. Su liberación. Su pasión por Randy Krentzman (cuya familia había abandonado Grove unos meses antes, era posible que por haber hecho Randy alguna confesión). Y el deseo, compartido con las otras chicas, de quedarse embarazada lo más eficientemente posible.
—Así que Randy Krentzman fue el responsable de lo que ocurrió con todas vosotras —aseguró, más que preguntó, el padre de Carolyn.
—¡Él! — exclamó Joyce—. No era capaz.
—¿Pues, entonces, quién?
—Me prometiste que contarías toda la historia —le recordó el pastor.
—Y lo estoy haciendo —replicó ella—. Todo lo que sé. Randy Krentzman fue el que yo elegí. Todos sabemos lo que Arleen hizo. Estoy segura de que Carolyn encontró a alguien distinto. También Trudi. Los padres carecían de importancia. Eran hombres, sin más.
—¿Estás diciendo que llevas al diablo dentro, pequeña? — preguntó el pastor.
—No.
—Pues, entonces, son los niños.
—No, no. — Mecía las dos cunas a un tiempo, una con cada mano—. Jo-Beth y Tommy-Ray no están poseídos. Por lo menos, no de la forma que insinúas. Son los hijos de Randy. Ojalá hayan heredado alguno de sus atractivos... —Se permitió una ligera risa—. Me gustaría porque era muy guapo —añadió—. Pero el espíritu que los engendró se encuentra en el lago.
—No hay lago —observó el padre de Arleen.
—Aquel día lo había. Y quizás aparezca de nuevo si llueve con la suficiente fuerza.
—No, si de mí depende.
Creyese o no la historia de Joyce, Farrell cumplió su palabra. Entre él y Hotchkiss hicieron una colecta en toda la ciudad para cerrar la entrada de las cuevas. Muchos de los que aportaron dinero firmaron un cheque sólo para que Farrell se alejara de su puerta. Desde que su princesa había perdido la cabeza, Farrell tenía todo el atractivo conversacional de una bomba de relojería.
En octubre, unos días antes de que se cumpliera el decimoquinto mes del baño de las cuatro chicas, la fisura fue cerrada con cemento. Volverían por allí, pero al cabo de muchos años.
Hasta entonces, los niños de Palomo Grove podían jugar en paz.
TERCERA PARTE
ESPÍRITUS LIBRES
I
De los cientos de revistas y películas eróticas que William Witt compraba mientras se iba haciendo hombre, o sea, durante los diecisiete años siguientes y algunos más, primero por correo y más tarde haciendo viajes ex profeso a Los Angeles, sus favoritas eran siempre aquellas en las que eran posible captar el reflejo de una vida detrás de la cámara. En ocasiones, hasta se podía ver al fotógrafo —con su equipo y todo— reflejado en un espejo detrás de los actores. Algunas veces la mano de algún técnico o de un currinche, alguien contratado para que las estrellas se animasen entre toma y toma quedaba cogida en el borde del marco, como el miembro de un amante acabado de exiliar de la cama.
Estos errores tan obvios eran bastante raros. Solían ser más frecuentes —y le decían más a la mente de William— signos sutiles de realidad detrás de la escena que estaba observando. Cuando a un actor le ofrecían una multitud de pecados y él no sabía a ciencia cierta cuál era el que le tocaba disfrutar, solían mirar al cámara en busca de guía; otras veces, una pierna se retiraba rápidamente de la pantalla porque el cámara le gritaba que estaba oscureciendo el campo de visión.
En ocasiones, la ficción le emocionaba, aunque no era tal ficción, porque una polla dura era una polla dura, y él sabía que eso no se podía fingir. En esos momentos, William creía comprender mejor a Palomo Grove. Había algo en la vida habitual de aquella ciudad que dirigía sus procesos y actividades cotidianas con tal falta de interés que nadie más que él la veía actuar. Y hasta acababa olvidándolo; pasaban los meses y él, ocupado como estaba en sus asuntos de corretaje de fincas, llegaba a olvidarse de esa mano oculta, hasta que, de pronto, vislumbraba algo. Podía ser una mirada en los ojos de alguno de los residentes más antiguos, o una grieta en una calle, o agua corriendo colina abajo procedente de un césped demasiado regado. Cualquiera de esas cosas, y de otras, bastaba para hacerle recordar el lago, y a la Liga, y, entonces, la ciudad entera se le volvía una ficción; bien, no del todo porque la carne es carne, y eso no se finge, y él se convertía de pronto en uno de los actores de su extraña historia.
Esa historia se había desarrollado sin un drama que igualase el de la Liga de las Vírgenes en los años en que las cuevas fueron cerradas. Aunque Grove era una ciudad marcada, prosperó, y Witt con ella. Cuando Los Ángeles creció en extensión y prosperidad, las ciudades de los alrededores del valle de Simi, Grove entre ellas, se convirtieron en zonas residenciales de la metrópolis. El precio del terreno en Grove se elevó por las nubes a finales de los años sesenta, justo cuando Witt comenzó con su negocio de corretaje de fincas. Los terrenos aumentaron su valor otra vez, sobre todo en Windbluff, cuando algunas estrellas menores comenzaron a comprar casas en la Colina, dándole un aire chic que hasta entonces le había faltado. La mayor de esas casas, una residencia palaciega, con sendas vistas panorámicas de la ciudad y el valle, fue comprada por el comediante Buddy Vance, que, por aquel entonces, tenía el espectáculo televisivo que había batido todos los records de audiencia de todas las cadenas. Un poco más abajo, en la Colina, el actor-cowboy Raymond Cobb hizo derribar una casa y en su lugar, levantó un rancho de gran extensión, con piscina en forma de insignia de sheriff. Entre la casa de Vance y la de Cobb había otra enteramente cubierta por árboles, ocupada por la actriz del cine mudo Helena Davis, que, en sus días, fue la estrella que más dio que hablar en Hollywood. Ahora, al final de su séptima década, se había convertido en una completa prisionera, que sólo levantaba rumores cada vez que aparecía en la ciudad algún hombre joven —siempre de metro ochenta y cinco de altura, y siempre rubio— declarándose amigo de Miss Davis. La presencia de esos hombros en Grove acabó dando a la casa de Helena Davis el apodo de Guarida de la Iniquidad.
Había también otras importaciones de Los Ángeles, como, por ejemplo, un «Club de la Salud», abierto en la Alameda, que de inmediato se llenó hasta desbordar. La locura por los restaurantes de Szechwan hizo que dos de estos establecimientos se abrieran allí, y con suficiente clientela para resistir la competencia. Se abrieron tiendas de decoración, que ofrecían modernismo, estilo naif estadounidense y hasta simple mal gusto. La demanda de espacio llegó a ser tal que a la zona comercial de la Alameda hubo que añadirle una segunda planta. Negocios que, en sus primeros días, Grove no hubiera soñado siquiera con tener, eran ahora indispensables. Tiendas para objetos de piscina, institutos de belleza, escuelas de kárate.
De vez en cuando, mientras se esperaba el turno de la pedicura y los niños elegían en la tienda de animales entre tres clases de chinchilla, algún recién llegado a la ciudad mencionaba quizás un rumor que acababa de oír. ¿No había sucedido algo allí, hacía ya mucho? Si en la cercanía había alguien que llevaba mucho tiempo en Grove, desviaba la conversación hacia otro tema menos polémico. Aunque otra generación había crecido en los años intermedios, entre los nativos, como a ellos les gustaba llamarse, había la idea de que lo mejor sería olvidarse para siempre de la Liga de las Vírgenes.
Sin embargo, en la ciudad había personas que nunca lograrían olvidarlo. Una de ésas, naturalmente, era William Witt. Él observaba a los otros en sus vidas diarias. Hoyce McGuire, una mujer tranquila y profundamente religiosa, que había educado a Jo-Beth y Tommy-Ray sin las ventajas que da el tener marido. Su familia se había ido a vivir a Florida hacía varios años, dejando la casa a su hija y a sus nietos. A ella casi no se la veía, pues permanecía encerrada entre sus cuatro paredes. Hotchkiss, cuya mujer se había fugado con un abogado de San Diego diecisiete años mayor que ella, aún no se había repuesto de tal deserción. La familia Farrell, que se había mudado a Thousand Oaks, sólo para darse cuenta de que su reputación la seguía allí, terminó por instalarse en Luisiana, llevándose a Arleen con ellos. William había oído que ésta seguía sin restablecerse del todo, y que ya era mucho que lograse decir diez palabras seguidas. Su hermana pequeña, Jocelyn Farrell, se había casado y regresado a vivir en Blue Spruce. La veía en ocasiones cuando iba a la ciudad a visitar a algunos amigos. Las familias seguían formando parte importante de la historia de Grove. Pero aunque William intercambiaba el saludo con todos ellos —los McGuire, Jim Hotchkiss, incluso Jocelyn Farrell—, nunca cruzaban una sola palabra más.
Ni tampoco tenían necesidad de hacerlo. Todos sabían lo que sabían.
Y, precisamente por saberlo, vivían a la expectativa.
II
-1-
El chico joven era casi monocromo: el cabello, largo hasta la espalda, que se le rizaba hasta el cuello, era negro; los ojos, tras sus gafas redondas, también eran oscuros; tenía la piel demasiado blanca para ser un californiano, y los dientes, más blandos todavía, aunque no solía reír muy a menudo. Tampoco hablaba demasiado, y cuando estaba con gente tartamudeaba.
Incluso el «Pontiac» descapotable que estacionó en la Alameda era blanco, aunque su carrocería aparecía estropeada por la nieve y la sal de una docena de inviernos en Chicago. Lo había conducido por el campo; pero había corrido momentos de peligro en carretera. Se acercaba el día en que no iba a quedar más remedio que sacarlo a un descampado y pegarle un tiro. Entretanto, si alguien quería más prueba de la presencia de un extraño en Palomo Grove, no tenía más que echar una ojeada a lo largo de la hilera de automóviles.
O también echársela a él. Se sentía desesperadamente fuera de lugar con sus pantalones de pana y su chaqueta raída (las mangas demasiado largas, y muy estrecha de pecho, como todas las que compraba). Aquélla era una ciudad en la que se medía el valor de una persona por la marca de las zapatillas de deporte que usaba, y él no las llevaba; calzaba zapatos de cuero de los que se atan con cordones, y se los ponía un día sí otro también, hasta que se le caían de viejos, y entonces se compraba otros idénticos. Fuera de lugar o no, el hecho era que se encontraba allí por una buena razón y cuanto antes se resolviera antes se sentiría él mejor.
Lo primero que necesitaba era que lo guiasen un poco. Eligió una tienda de yogur congelado, la más vacía de toda la calle, y entró despacio en ella. La bienvenida que le dieron desde el mostrador fúe tan calurosa que casi pensó que había sido reconocido.
—¡Hola! ¿En qué puedo servirle?
—Es que soy... nuevo aquí —dijo. «Estúpida observación», pensó—. Lo que quiero decir —añadió— es..., ¿hay aquí algún sitio..., algún sitio donde pueda comprar un mapa?
- ¿De California?
—No, de Palomo Grove —respondió él. Hablaba con frases, cortas porque se tartamudeaba menos de esa forma.
La sonrisa del que estaba al otro lado del mostrador se hizo más amplia.
—No necesita un plano —dijo—, la ciudad no es tan grande.
—De acuerdo. ¿Hay algún hotel?
—Por supuesto. Y fácil de encontrar. Hay uno muy cerca de aquí. Y otro nuevo, arriba, en el barrio de Stillbrook.
—¿Cual es el más barato?
—«La Terraza.» A dos minutos de coche. Dé la vuelta en la parte trasera de la Alameda.
—Suena perfecto.
La sonrisa que recibió a modo de contestación parecía decir: Aquí todo es perfecto. También él lo pensaba. Los coches relucían en el estacionamiento. Las señales que le indicaban la manera de ir a la parte trasera del centro comercial brillaban. La fachada del motel, con otra señal que decía: Bienvenido a Palomo Grove, El refugio de la Prosperidad, estaba tan brillantemente pintado como un dibujo de periódico de sábado por la mañana. Cuando se encontró seguro en la habitación, cerró la persiana contra la luz del día, y curioseó un poco.
El último trayecto del viaje le había fatigado, de modo que decidió reanimarse un poco con unos ejercicios y una ducha. La máquina, como él llamaba a su cuerpo, había estado demasiado tiempo al volante, de modo que necesitaba ser reanimada. Hizo un precalentamiento de diez minutos de sombra dando golpes al aire, una combinación de puñetazos y patadas, seguido de su cóctel favorito de patadas especializadas: hacha, salto en media luna, llaves y saltos, patada hacia atrás con llave. Todo eso le calentaba los músculos al tiempo que le despertaba la mente. Para cuando llegó la fase de levantar las piernas y hacer flexiones, ya se encontraba preparado para enfrentarse con medio Palomo Grove y sacar a quien fuese una respuesta a la pregunta que lo había conducido hasta allí.
Y esa pregunta era: ¿Quién es Howard Katz? Yo, no era respuesta lo bastante buena. Yo era sólo la máquina. Él necesitaba más información que ésa.
Wendy fue la que le planteó la cuestión durante aquella discusión de una noche entera, que terminó con su separación.
—Me gustas, Howie —había dicho ella—, pero no puedo amarte. ¿Sabes por qué? Porque no te conozco.
—¿Sabes lo que soy? — respondió Howie—. Un hombre con un agujero en el centro.
—Es una extraña forma de decirlo.
—Tan extraña como yo me siento.
Extraño pero cierto. Donde otro tenía la consciencia de sí mismo como persona —ambiciones, opiniones, religión—, él no encontraba más que una penosa inestabilidad. Los que le querían —Wendy, Richie, Lem— tenían paciencia con él. Esperaban hasta que lograban entender lo que les decía a través de sus tartamudeos y sus confusiones, y parecían encontrar algo de valor en sus comentarios. («Tú eres mi querido tonto», le había dicho Lem a Howie en una ocasión; frase que Howie estaba todavía meditando.) Pero él seguía siendo Katz el Bobo para el resto del mundo. No se lo decían a las claras —era demasiado fuerte para dejarse tomar el pelo, y podía enfrentarse hasta con pesos pesados—, pero sabía lo que comentaban a sus espaldas, y siempre se resumía en lo mismo: a Katz se le ha perdido una pieza.
El que Wendy hubiese terminado con él le resultaba demasiado duro. Se había sentido demasiado herido para dejarse ver por allí, y estuvo casi una semana rumiando su conversación con ella. De pronto vio la solución con toda claridad. Si existía algún sitio donde le sería posible entender el cómo y el porqué de sí mismo, ese sitio era, sin duda, el lugar en el que había nacido.
Levantó la persiana y miró a la calle, a la luz. Era como de perla. El aire tenía un dulce aroma. No acababa de comprender cómo su madre había abandonado un lugar tan hermoso para ir a Chicago, con sus duros vientos de invierno y sus agobiantes veranos. Ahora estaba muerta (había muerto de repente, mientras dormía), y él debería intentar la resolución del misterio por sus propios medios, y quizás hasta llegase a conseguirlo; entonces podría llenar el agujero que tenía obsesionada a su máquina.
Justo cuando llegaba a la puerta principal, su madre llamó desde su habitación, con la misma exacta cronometración de siempre.
—¡Jo-Beth!, ¿estás ahí? ¡Jo-Beth!
Siempre ese mismo tono de desfallecimiento que parecía decir: «Sé cariñosa conmigo, porque quizá mañana ya no me encuentre aquí, a lo mejor ni dentro de una hora.»
—Cariño, ¿estás ahí todavía?
—De sobra sabes que sí, mamá.
—¿Puedo hablar un momento contigo?
—Es que llego tarde al trabajo.
—Sólo un minuto, por favor, ¿qué es un minuto?
—Bien, no te entristezcas, ya voy.
Jo-Beth volvió a subir las escaleras. ¿Cuántas veces hacía ese camino al día? Su vida se podía contar por el número de veces que subía y bajaba las escaleras, y las volvía a subir y las volvía a bajar.
—¿Qué ocurre, mamá?
Joyce MacGuire permanecía echada en su postura habitual, en el sofá al lado de la ventana abierta, con una almohada bajo la cabeza. No tenía aspecto de enferma, pero lo cierto era que lo estaba la mayor parte del tiempo. El especialista la visitaba, la miraba, pasaba la cuenta, y se marchaba con un encogimiento de hombros. «Físicamente, todo está en orden —decía—. El corazón, sano; los pulmones, sanos; la espina dorsal, sana, es algo de la cabeza lo que no anda bien.» Pero su madre no quería oír esas cosas. Su madre había conocido a una chica que se volvió loca, fue hospitalizada y nunca volvió a salir. Eso le hacía estar más asustada de la locura que de cualquier otra cosa. En su casa jamás se pronunciaba esa palabra.
—¿Le dirás al pastor que me llame? — preguntó Joyce—. A lo mejor viene a verme esta noche.
—Está muy ocupado, mamá.
—Para mí, no —repuso Joyce.
Tenía treinta y nueve años, pero se comportaba como una mujer del doble de esa edad; la lentitud con que levantaba la cabeza de la almohada, como si cada centímetro de elevación fuese un triunfo sobre la ley de la gravedad; su manera de mover las manos y los párpados; el continuo suspirar de su voz. Joyce se había asignado el papel de moribunda de la película, y no era posible disuadirla de él por simple prescripción facultativa. Para ese papel se vestía siempre de colores de enfermería pastel, se dejaba suelto él largo y espeso cabello castaño, sin preocuparse de los dictados de la moda. No llevaba nada de maquillaje, lo que acrecentaba la impresión de mujer vacilante al borde del abismo. Después de todo, Jo-Beth se alegraba de que su madre no apareciese en público. La gente comentaría su aspecto. Pero eso la reducía a estar metida en casa, llamando siempre a su hija desde arriba y desde abajo, escaleras arriba y escaleras abajo. Arriba, abajo, arriba, abajo.
Cuando, como en ese momento, la irritación de Jo-Beth llegaba hasta el punto de hacerla chillar, se contenía recordándose que su madre tenía razones para comportarse así. La vida no tenía que haber resultado fácil para una mujer soltera, que había necesitado educar a sus hijos en un lugar tan dado a las críticas como Palomo Grove. Había caído enferma precisamente por culpa de tantas censuras y tantas humillaciones.
—Yo se lo diré al pastor John. Ahora, escucha, mamá, tengo que marcharme.
—Lo sé, cariño, lo sé.
Jo-Beth se encontraba junto a la puerta, cuando su madre la llamó de nuevo.
—¿No me das un beso? — pidió.
—Mamá...
—Nunca te olvidas de besarme.
Obediente, Jo-Beth volvió de nuevo hacia la ventana y besó a su madre en la mejilla.
—Ten cuidado —le dijo Joyce.
—No te preocupes.
—No me gusta que trabajes hasta tarde.
—Esto no es Nueva York, mamá.
Los ojos de Joyce fluctuaron hacia la ventana, desde donde ella veía pasar el mundo.
—No importa —dijo, dando más firmeza a su voz—; los lugares seguros no existen.
Ésa era un conversación conocida. Jo-Beth la venía oyendo desde su infancia, en diversas versiones. Hablar del mundo como del Valle de la Muerte, frecuentado por rostros capaces de indescriptible maldad. Ése era el principal consuelo que el pastor John daba a su madre. Los dos estaban de acuerdo en la presencia del demonio en el mundo; y, concretamente, en Palomo Grove.
—Te veré por la mañana —dijo Jo-Beth.
—Te quiero, cariño.
—Yo también te quiero, mamá.
Jo-Beth cerró la puerta y empezó a bajar.
—¿Está dormida? — pregunto Tommy-Ray, al pie de la escalera.
—No.
—¡Vaya!
—Debes ir a verla.
—Ya sé que debo. Lo que ocurre es que se va a poner pesada con lo del miércoles.
—Estabas borracho —dijo ella—. Y de licores fuertes —añadió—, ¿no es cierto?
—¿Y tú qué crees? Si nos hubiesen educado como a chicos normales, con bebidas normales en casa, no se me hubiera subido a la cabeza.
—Ah, ya. O sea, que ella tiene la culpa de que te emborrachases, ¿no?
- También tú la tienes tomada conmigo. Mierda. Todo el mundo la tiene tomada conmigo.
Jo-Beth sonrió y abrazó a su hermano.
—No, Tommy, te equivocas. Todo el mundo opina que eres estupendo, y eso lo sabes muy bien.
—¿También tú?
—Sí, también yo.
Jo-Beth le dio un suave beso; luego fue a mirarse al espejo.
—Bonitos como un cuadro —dijo Tommy-Ray acercándose para ponerse a su lado—. Los dos.
—Tu ego va cada vez peor.
—Es por lo que me quieres —dijo él, echando una ojeada a sus imágenes gemelas—. ¿Me voy pareciendo yo más a ti o tú a mí?
—Ni una cosa ni otra.
—¿Has visto alguna vez dos rostros más iguales?
Jo-Beth sonrió. Era cierto que había gran semejanza entre ambos. Una cierta delicadeza en los huesos de Tommy-Ray armonizaba con los suyos y hacía que los dos hermanos se adorasen. Nada le gustaba tanto a Jo-Beth como pasearse de la mano de su hermano, a sabiendas de que llevaba a su lado la compañía masculina más atractiva que chica alguna pudiese desear, y dándose cuenta de que él, por su parte, pensaba lo mismo. Incluso entre las bellezas artificiales del paseo de Venecia, la gente volvía la cabeza para mirarles.
Pero en aquellos últimos meses no salieron juntos. Ella había tenido que trabajar muchas horas en el restaurante, y él había estado con sus amigotes en la playa, siempre abarrotada de gente. Sean, Andy, y los demás. Y Jo-Beth echaba de menos ese contacto con su hermano.
—¿No te has sentido rara estos últimos días? — preguntó Tommy-Ray de pronto.
—¿Cómo rara?
—No sé, quizá sean imaginaciones mías. Lo que ocurre es que siento que todo esto toca a su fin.
—Ya estamos casi en verano. Al contrario, ahora es cuando empieza todo.
—Sí, lo sé... Pero Andy se ha ido a la Universidad, a la mierda. Sean tiene una amiga en Los Ángeles, y están juntos todo el día. No sé. Me veo aquí, esperando, y no sé a qué, la verdad.
—Pues no lo hagas.
—¿Que no haga qué?
—Pues eso, esperar. Márchate a algún sitio.
—Sí, también lo he pensado. Pero es que... —Miró el reflejo del rostro de su hermana en el espejo—. ¿De veras que no te sientes como... rara?
Jo-Beth le devolvió la mirada, dudosa de si confesarle los sueños que había tenido, sueños en los que la marea se la llevaba, mientras toda su vida le hacía señas desde la orilla. Pero si no se confesaba con Tommy, la persona con la que más confianza tenía en el mundo, ¿con quién iba a hacerlo?
—Sí, la verdad, lo confieso —dijo—. También yo siento algo.
—¿Qué?
Jo-Beth se encogió de hombros.
—No sé, quizá sea que también estoy esperando.
—¿Y sabes qué esperas?
—No.
—Tampoco yo.
—¿Verdad que somos una pareja curiosa?
Mientras conducía hacia la Alameda, Jo-Beth recapacitó sobre la conversación que acababa de tener con Tommy-Ray. Éste, como de costumbre, había expresado sentimientos que ella compartía. Las últimas semanas habían estado cargadas de premoniciones. Algo iba a ocurrir de un momento a otro. Sus huesos lo sabían. Lo único que Jo-Beth esperaba era que lo que fuese no se retrasara, porque entre su madre, Grove, y el restaurante, ella estaba llegando al límite de sus nervios. Ahora había empezado una competición entre su paciencia y lo que se les aproximaba por el horizonte. Si no llegaba para el verano (lo que fuera por extraño que fuese), ella no tendría más remedio que salir a su encuentro.
-2-
No parecía que nadie se pasease mucho en aquella ciudad, y Howie lo notó caminando tres cuartos de hora Colina arriba y Colina abajo. Durante ese tiempo no encontró más que cinco peatones, y todos con niños o perros a remolque para justificarse. Ese paseo inicia], por corto que fuese, le llevó a un lugar alto desde el que pudo captar algo del aspecto general de la ciudad. Y también le abrió el apetito. Carne para el forajido, pensó, y eligió el restaurante «Butrick» entre los lugares donde comer que había en la Alameda.
No era muy grande, y estaba medio lleno. Eligió una mesa junto a la ventana, abrió su manoseado ejemplar del Siddhartha, de Hesse, y continuó leyendo el texto, que estaba en el original alemán. El libro había pertenecido a su madre, que lo había leído y releído muchas veces, aunque él no recordaba haberla oído decir una sola palabra en alemán, idioma que ella, evidentemente, dominaba. Howie no lo sabía tan bien, y leer aquella obra le resultaba como una especie de tartamudeo interior. Luchaba por entender el significado de una frase, y sólo lo captaba para perderlo en seguida.
—¿Quiere algo de beber? — le preguntó la camarera.
Howie iba a decir «Coca»; pero, en aquel momento su vida cambió.
Jo-Beth cruzó el umbral del restaurante igual que llevaba siete meses haciéndolo; sin embargo, fue como si todas las otras veces no hubieran sido más que un ensayo de aquella entrada. Se volvió, sus ojos encontraron los del muchacho que estaba sentado a la mesa número cinco. Su mirada lo abarcó por entero de un solo golpe. Howie tenía la boca medio abierta. Llevaba gafas de montura dorada. Tenía un libro en la mano. Jo-Beth ignoraba el nombre de su dueño, ni podía saberlo, jamás lo había visto hasta ese instante. Y el chico, de pronto, la miró con la misma expresión de reconocimiento en el rostro que Jo-Beth sabía que el suyo mostraba.
«Es lo mismo que nacer», pensó Howie al ver aquel rostro. Lo mismo que salir de un lugar seguro y lanzarse a una aventura que lo dejaría sin respiración. No había nada más bonito en todo el mundo que la suave curva de aquellos labios al sonreírle.
Y sin abandonar la sonrisa, como una completa coqueta. «Para —se dijo Jo-Beth—. ¡Mira hacia otro lado! Va a pensar que te has vuelto loca por él de tanto como lo miras. Pero también él está mirando, ¿no?»
«Seguiré mirando mientras ella siga mirando...»
«... mientras él siga mirando...»
- ¡Jo-Beth!
La llamada le llegó desde la cocina. Jo-Beth pestañeó.
—¿Una «Coca», ha dicho usted? — preguntó la camarera.
Jo-Beth miró hacia la cocina: era Murray quien la llamaba, tenía que ir; luego volvió la vista al chico del libro, que seguía con los ojos fijos en ella.
—Sí —le oyó decir.
Esa palabra fue para ella, de eso se dio cuenta muy clara. Sí, vete. Yo sigo aquí.
Jo-Beth asintió, y se alejó de la mesa.
Aquel encuentro había durado cinco minutos, como máximo, pero los dejó temblorosos.
En la cocina, Murray se hallaba como siempre, atormentado.
—¿Dónde has estado?
—Dos minutos de retraso, Murray.
—Yo he contado diez. En el rincón hay un grupo de tres. Es tu mesa.
—Ya me estoy poniendo el delantal.
—Date prisa.
Howie vigilaba la puerta de la cocina, en espera de su reaparición; el Siddhartha había sido olvidado. Cuando Jo-Beth apareció, no miró hacia él, sino que fue derecha a una mesa situada en el otro extremo del restaurante. Esto no angustió a Howie, por más que Jo-Beth no mirase, porque entre los dos había ya un acuerdo, firmado durante aquel primer intercambio de miradas, y Howie se quedaría allí toda la noche si fuese necesario, y hasta el día siguiente incluso si no había otro remedio; esperaría a que Jo-Beth terminara su trabajo y volviese a mirarle.
En la oscuridad, bajo Palomo Grove, los inspiradores de aquellos niños seguían asidos el uno al otro, lo mismo que cuando cayeron a tierra, sin atreverse a arriesgar ninguno de ellos dos la libertad del otro. Incluso cuando salieron a tocar a las bañistas, lo hicieron juntos, como siameses unidos por la cadera. Fletcher había tardado en comprender la intención del Jaff aquel día. Él pensó que el otro quería extraer de las chicas sus malditos terata. Pero su daño había sido más ambicioso que todo eso, pues lo que en realidad intentaba era hacer niños, y, a pesar de su delgadez, Fletcher se sintió obligado a imitarle. No quedó orgulloso de su asalto. Cuando las noticias de las consecuencias llegaron hasta ellos, su vergüenza aumentó. Una vez, sentado junto a la ventana con Raúl, había soñado con ser cielo. En vez de eso, la lucha contra el Jaff le había reducido al papel de corruptor de inocentes cuyo futuro se había agostado a su contacto. El Jaff había gozado con la tristeza de Fletcher. Muchas veces, conforme los años transcurrían en aquella oscuridad, Fletcher sentía los pensamientos de su enemigo, dirigiéndose a los niños que había hecho y preguntándose cuál de ellos sería el primero en acudir a salvar a su verdadero padre.
El tiempo no tenía la misma significación para ellos que antes del Nuncio. No tenían hambre, ni sueño. Enterrados juntos, como dos amantes, esperaban en la roca. Algunas veces oían voces que les llegaban de la parte de arriba, produciendo un eco abajo por conductos abiertos por el sutil pero perpetuo movimiento de la Tierra, pero estos pequeños vislumbres no ofrecían ninguna pista del progreso de sus hijos, con lo que su comunicación mental era, cuanto más, muy leve. O al menos lo había sido hasta esa noche.
Sus hijos se habían encontrado. Con un contacto entre ellos súbito y claro, los dos hubiesen entendido de pronto algo de sus verdaderas naturalezas al verse el uno al otro abriendo, sin darse cuenta, sus mentes a sus creadores. Fletcher se encontró a sí mismo en la cabeza de un joven llamado Howard, el hijo de Trudi Katz. A través de los ojos del chico, vio a la hija de su enemigo, de la misma manera que el Jaff veía a Howie en la mente de su hija.
Ése era el momento que ambos esperaban. La lucha mantenida por todo Estados Unidos les había agotado a los dos. Pero sus hijos estaban en el mundo para luchar ahora por ellos; para terminar la batalla que ellos habían dejado inconclusa durante dos décadas. Y esa última vez sería hasta la muerte.
O, por lo menos, era lo que ellos esperaban. Por primera vez en su vida, Flecher y el Jaff compartían el mismo dolor, como el pinchazo de un solo aguijón a través del alma de cada uno.
Eso no era la guerra, maldita sea. Eso nada tenía que ver con la guerra.
—¿Ha perdido el apetito? — le preguntó la camarera.
—Pues creo que sí —contestó Howie.
—¿Quiere que me lleve esto?
—Sí.
—¿Desea café, o postre?
—Otra «Coca».
—Una «Coca».
Jo-Beth estaba en la cocina cuando Beverly entró con el plato.
—Qué desperdicio este filete tan bueno —dijo Beverly.
—¿Cómo se llama? — Jo-Beth quería saber su nombre.
—Chica, te has debido pensar que soy una celestina, y yo qué sé cómo se llama, ni se lo pregunté.
—Pues vete y pregúntaselo.
—Pregúntaselo tú; quiere otra «Coca».
—Gracias, encárgate tú de mi mesa.
—Nada, a partir de ahora me llamas Cupido.
Jo-Beth se las había arreglado para tener su mente puesta en el trabajo y los ojos apartados del chico aquel durante media hora; al fin y al cabo, todo tiene un límite. Escanció una «Coca» y la llevó a la mesa, pero observó con horror que no había nadie; el espectáculo de la silla vacía le hizo sentirse enferma. Pero, entonces, él salió del servicio y regresó a la mesa. La vio y sonrió. Jo-Beth cruzó hacia él, desoyendo dos llamadas que le hicieron por el camino. Tenía una pregunta preparada para el muchacho, y pensaba hacérsela ella primero: la llevaba fija en su mente desde el principio. Pero el muchacho se le adelantó:
—¿Nos conocemos?
Y, por supuesto, Jo-Beth sabía la respuesta.
—No —dijo.
—Lo que ocurre es que cuando usted... usted... usted... —tartamudeó, y los músculos de la mandíbula hacían un movimiento como si masticase chicle—. Usted... usted...
—Lo mismo había pensado —dijo Jo-Beth, esperando no ofenderle al terminar por el joven lo que quería decir. Pero él no pareció oírla. Sonrió, los músculos de sus rostros se relajaron.
—Es extraño —dijo ella—, usted no es de Grove, ¿verdad?
—No, soy de Chicago.
—Eso está muy lejos.
—Pero nací aquí.
—¿Sí?
—Me llamo Howard Katz. Howie.
—Y yo Jo-Beth...
—¿A qué hora terminas?
—Hacia las once. Ha sido una coincidencia estupenda que vinieras hoy. Sólo trabajo lunes, miércoles y viernes. Si hubieses venido mañana, no me hubieras encontrado.
—Nos hemos encontrado el uno al otro —dijo él, y la seguridad de esa afirmación casi la hizo llorar.
—Tengo que volver al trabajo —dijo Jo-Beth.
—Te espero —contestó él.
A las once y media salieron juntos del restaurante. La noche era calurosa. No un calor agradable, con brisa, sino bochornoso.
—¿Y por qué has venido a Grove? — le preguntó ella, mientras se dirigían a su coche.
—Para conocerte.
Jo-Beth se echó a reír.
—¿Por qué no?
—De acuerdo, pero ¿cuál fue el motivo anterior?
—Mi madre y yo nos fuimos a Chicago cuando yo tenía unas pocas semanas. En realidad, ella no contaba demasiadas cosas de su ciudad natal. Cuando yo le preguntaba algo era como si le hablase del infierno. Me imagino que quise verla personalmente, para así entender mejor a mi madre, y también a mí mismo.
—¿Está tu madre en Chicago todavía?
—No, murió, hace dos años.
—Qué pena, ¿y tu padre?
—No tengo padre. Bien... Quiero decir... es... —Empezó a tartamudear de nuevo, hizo un esfuerzo y se sobrepuso—. Es que no lo he conocido.
—Esto se hace cada vez más misterioso.
—¿Por qué?
—Pues porque a mí me ocurre lo mismo. Tampoco yo sé quién es mi padre.
—No importa mucho, ¿verdad?
—Antes sí que me importaba. Ahora, menos. ¿Sabes?, tengo un hermano gemelo, Tommy-Ray. Siempre puedo contar con él. Debes conocer a Tommy. Le tomarás cariño. Todo el mundo le quiere.
—¿Y a ti? Seguro que todo el mundo te quiere también.
—¿Qué quieres decir?
—Eres preciosa. Tendré que competir con la mitad de los chicos del condado de Ventura, ¿no?
—No.
—No te creo.
—Bueno, ellos miran, pero no tocan.
—¿Me incluyes a mí?
Jo-Beth se detuvo.
—No te conozco, Howie. Bueno, la verdad es que te conozco y no te conozco. Lo mismo que cuando te he visto en el restaurante, te he reconocido de algún sitio, pero es que yo nunca he estado en Chicago, ni tú en Grove desde... —Frunció el ceño de repente—. ¿Cuántos años tienes?
—He cumplido dieciocho en abril.
Jo-Beth frunció el ceño más todavía.
—¿Qué ocurre? — preguntó.
—Pues que yo también.
—¿Cómo?
—Sí, eso, dieciocho en abril. El día catorce.
—Y yo, el dos.
—Esto empieza a parecer muy raro, ¿no crees? Yo, pensando que te conocía; y tú, lo mismo.
—Hace que te sientas violenta.
—¿Tanto se me nota?
—Sí. Nunca había visto... visto... Yo nunca había visto un rostro tan... transparente. Me dan ganas de besarlo.
En la roca, los espíritus se retorcían. Cada palabra de seducción oída había sido como un navajazo. Pero no tenían poder para hacerles callar. Lo único que pudieron hacer fue asentarse en las mentes de sus hijos y escuchar.
—Bésame —dijo ella.
Se estremecieron.
Howie asió contra sí el rostro de Jo-Beth.
Se estremecieron hasta que el suelo en torno a ellos se estremeció también.
Ella dio medio paso hacia Howie y posó sus sonrientes labios sobre los de él.
Hasta que las grietas se abrieron en el mismo cemento que las había cerrado dieciocho años antes. ¡Basta!, gritaron en los oídos de sus hijos. ¡Basta! ¡Basta!
—¿Has sentido algo? — preguntó él.
Ella rió.
—Sí, me ha parecido que la Tierra se movía.
III
-1-
Las chicas fueron a bañarse dos veces.
La segunda vez lo hicieron la mañana siguiente a la noche en que Howard Ralph Katz conoció a Jo-Beth McGuire. El aire bochornoso de la tarde anterior había desaparecido dejando lugar a un viento que prometía brisa fresca que suavizaría el calor de la tarde.
Buddy Vance había vuelto a dormir solo en una cama dispuesta para tres personas. Tres en la cama era el paraíso, afirmaba él (y, por desgracia, le había oído decirlo). Dos era el matrimonio, o sea, el infierno puro y simple. Él sabía ya bastante del matrimonio, y no le cabía la menor duda de que no le iba, pero aquella mañana tan hermosa lo sería mucho más si supiese que al final de ella estaba esperándole una mujer, aun cuando no fuese más que su propia esposa. Su aventura con Ellen había resultado demasiado perversa para que durase mucho tiempo. Había tenido que echarla de su trabajo muy pronto. Entretanto, su cama, dice ella, hacía ese nuevo régimen matinal un poco más llevadero, porque, con nada en el colchón que le retuviese, podía levantarse rápidamente, ponerse la ropa de jogging y lanzarse a la calle Colina abajo.
Buddy tenía cincuenta y cuatro años. El jogging le hacía sentirse como si tuviese el doble, pero muchos que contaban su misma edad habían muerto hacía poco tiempo, el último de ellos, su antiguo agente, Stanley Goldhammer, y todos por causa de los mismos excesos a los que él seguía siendo tan concienzudamente fiel: los puros, el alcohol, las drogas... De todos sus vicios el de las mujeres era el más sano, pero incluso ese placer debía tomarlo ahora con moderación. Ya no podía pasarse la noche entera haciendo el amor como a los treinta años. Incluso en algunas ocasiones, pocas y traumáticas, se había sentido incapaz de acabar el acto sexual. Ese fallo lo indujo a visitar al médico para pedirle una panacea, por cara que fuese.
—No hay ninguna —dijo Tharp, que llevaba tratando a Buddy desde sus años en la televisión, cuando el Buddy Vance Show llegó a ser el programa de más audiencia semanal, y el chiste que contaba a las ocho de la noche estaba ya en boca de todos los estadounidenses a la mañana siguiente. Tharp conocía a fondo al hombre que en otro tiempo había sido considerado como el más gracioso del mundo.
—Estas cosas hacen mucho daño a tu cuerpo, Buddy, cada maldito día que pasa. Y dices que no quieres morir. Lo que quieres es estar siempre a cien.
—Justo.
—Pues si sigues a sí te doy diez años más de vida. Y eso con un poco de suerte. Tienes demasiado peso, tienes demasiadas tensiones. He visto cadáveres más sanos.
—Doy gatillazo, Lou...
—Sí, bueno, tú te encargas de los gatillazos y yo del certificado de defunción. ¡Haz el favor, hombre! Empieza a cuidarte un poco, si no, ¡por Cristo bendito!, vas a seguir el mismo camino que Stanley.
—No creas que no lo he pensado.
—Sí, ya sé que lo has pensado, Bud, ya lo sé.
Tharp se levantó, acercándose al otro lado de la mesa donde Buddy se encontraba. En la pared había fotografías firmadas de las estrellas a las que había tratado y dado consejo. Muchos nombres famosos. Casi todos ellos, muertos, muchos prematuramente. La fama tiene su precio.
—Me alegra que te vuelvas razonable. Bien, si es que hablas en serio...
—¿Es que no estoy aquí, en tu consulta? ¿Qué más seriedad de mierda quieres? Ya sabes lo que me fastidia hablar de toda esa marranada. Nunca, nunca en mi vida había dado gatillazo, Lou. Y tú lo sabes. Ni una vez. Cualquier cosa. Cualquier otra cosa. ¡Pero, mira que esto...!
—A esto hay que hacerle frente tarde o temprano.
—Prefiero tarde.
—De acuerdo, te pondré un plan. Régimen, ejercicios..., vamos, a fondo, Buddy, pero no creas que te va a divertir cuando lo veas.
—En alguna parte he oído que la risa te hace vivir más tiempo.
—Enséñame dónde dice que los comediantes viven eternamente, y yo te enseñaré una tumba con un chiste como epitafio.
—Muy bien, ¿cuándo empiezo?
—Hoy mismo. Retírate de las cervezas y de las golosinas, y procura utilizar la piscina de vez en cuando.
—Hay que limpiarla.
—Bueno, pues haz que la limpien.
Eso fue lo más fácil. Buddy mandó a Ellen que llamara al Servicio de Piscinas y, al día siguiente, alguien llegó a limpiarla. El plan de salud de Tharp, como éste le había advertido, era duro, pero cada vez que su voluntad vacilaba, Buddy pensaba en el aspecto que tenía algunas mañanas al mirarse al espejo y en que sólo se veía la polla si metía la barriga hacia dentro con tal fuerza que llegaba a dolerle. Cuando la vanidad no le daba resultado, pensaba en la muerte, pero eso como último recurso.
Buddy había sido madrugador siempre, así que el levantarse temprano para correr no le costaba gran trabajo. Las aceras estaban desiertas, y a menudo —como en ese momento, por ejemplo— hacía su paseo Colina abajo y cruzaba todo Grove, para dirigirse al bosque, donde el terreno no le magullaba la planta de los pies como se la magullaba el cemento, y su jadeo se acoplaba con el canto de los pájaros. En días como ése, la carrera era sólo de ida, porque José Luis lo esperaba con la limusina, donde había toallas y té helado. Después regresaban de la forma más fácil: sobre ruedas, a «Coney Eye», que era el nombre que había dado a su finca. La salud era una cosa, y el masoquismo, otra, por lo menos en público.
La carrera tenía otras ventajas, además de dar más consistencia a su vientre. Buddy usaba esa hora para dilucidar en mente cualquier problema que le inquietase. Y aquel día, inevitablemente, sus pensamientos fueron a Rochelle. El acuerdo de divorcio iba a ser firmado esa semana; con ello, su sexto matrimonio pasaría a la Historia. Sería el segundo más corto de los seis. Sus cuarenta y dos días con Shashi habían hecho el más breve de él, terminado con un disparo que estuvo a punto de hacerle pedazos los testículos. Cada vez que lo pensaba un sudor frío le cubría el cuerpo. Y no habría pasado más de un mes con Rochelle en el año que llevaban casados. Después de la luna de miel y de sus pequeñas sorpresas, Rochelle había vuelto a Fort Worth para calcular su pensión. Fue un desacierto desde el principio, y él hubiera debido darse cuenta la primera vez que Rochelle no se rió de sus gracias de siempre, lo que ocurrió, precisamente, la primera vez que se las oyó. Pero de todas sus mujeres, incluida Elizabeth, Rochelle era la que más le atraía físicamente. Su rostro parecía tallado en piedra, pero por un escultor genial.
Pensaba en el rostro de Rochelle mientras dejaba la acera e iba hacia el bosque. Quizá debiera llamarla y pedirle que volviese a «Coney Eye» para hacer un último intento. Esto lo había hecho ya una vez, con Diane, y disfrutó de los dos meses mejores de todos sus años juntos, hasta que los viejos resentimientos volvieron a aflorar. Pero Diane era Diane, y Rochelle, Rochelle. Qué inutilidad intentar proyectar el tipo de comportamiento de una mujer en otra; cada mujer es maravillosamente distinta.
En comparación con ellas, los hombres son una especie aburrida: desmañados y obsesionados. La próxima vez, a él le gustaría nacer lesbiana.
Oyó risas a lo lejos. Las inconfundibles risitas de las chicas jóvenes. Un sonido extraño a aquella hora de la mañana. Se detuvo y escuchó; pero, de repente, el aire se vació de sonidos, incluido el canto de los pájaros. Los únicos ruidos que se oían eran interiores: los propios de su sistema. ¿Habría imaginado esas risas? Era posible, porque sus pensamientos estaban llenos de mujeres. Pero cuando se disponía a volverse y abandonar la espesura con su carencia de sonidos, volvieron a oírse las risas, y, además, se produjo un cambio extraño, casi alucinante, en el escenario que lo rodeaba. El sonido parecía animar ahora el bosque entero. Daba movimiento a las hojas, aclaraba la luz misma. Más aún: cambiaba hasta la dirección del sol. En el silencio, la luz había sido pálida, pues su fuente estaba todavía baja, en el Oeste. En cambio, durante el tiempo que la risa duró, se volvió brillante como al mediodía, derramándose sobre las hojas vueltas hacia ella.
Buddy no daba crédito a sus ojos pero tampoco dejaba de creérselo: se limitaba a contemplar el fenómeno, como hacía con la belleza femenina, hipnotizado. Sólo cuando la tercera ronda de risas comenzó, se dio cuenta de la dirección de donde venían, y empezó a correr hacia ella, mientras la luz vacilaba aún.
Unos pocos metros más adelante vio, a través de los árboles, un movimiento ante él. Era una chica que se despojaba de la ropa interior. Detrás de ella, otra chica, pero atractiva y llamativa rubia, empezó a hacer lo mismo. Algo instintivo le indicó a Buddy que no eran totalmente reales, pero siguió avanzando con cautela, por miedo a asustarlas. ¿Se asustarían los espejismos? Sin embargo, no quiso arriesgarse a ello, en especial al tratarse de tales preciosidades. La chica rubia fue la última en desnudarse. Había otras tres, las contó, y estaban metiéndose en un lago situado en el límite mismo de la realidad. El rizo de sus aguas irradiaba luz sobre el rostro de la chica rubia. Arleen, así la llamaron a gritos, hacia la orilla. Yendo de árbol en árbol, Buddy se acercó hasta unos tres metros de distancia del borde del lago. Arleen avanzaba con el agua hasta los muslos. Aunque se inclinó para recoger agua con los cuencos de las manos para derramársela sobre el cuerpo, estaba virtualmente invisible. Las otras chicas, que se hallaban a más profundidad que ella, nadando ya, parecían flotar en el aire.
«Fantasmas —medio pensó Buddy—. Ésos son fantasmas, estoy observando el pasado, que se desarrolla de nuevo ante mis ojos.» Ese pensamiento le indujo a salir de su escondite. Si su suposición era correcta, esas chicas podrían desaparecer en cualquier momento, y él quería beber su belleza a grandes tragos antes de dejar de verlas.
No había ni traza de los vestidos que deberían de haber desparramado en la hierba donde acababan de estar, ni ningún otro signo —cuando alguna de ellas volvía la vista para mirar a la orilla— de que le viesen a él allí.
—No te alejes demasiado —gritó una del cuarteto a su compañera, que no tuvo en cuenta esa advertencia.
La chica se iba alejando de la orilla; abría y cerraba las piernas al nadar. Desde el primer sueño húmedo de su adolescencia, Buddy no recordaba una experiencia tan erótica como la de contemplar a aquellos seres suspendidos en el fulgurante aire, la parte baja de sus cuerpos sutilmente velada por el líquido elemento que las sostenía en lo alto, pero no tanto como para no poder gozar de sus menores detalles.
—¡Caliente! — gritó la más aventurera, que ya nadaba a bastante distancia de él—. ¡Aquí está caliente!
—¿Bromeas?
—¡Ven y compruébalo!
Sus palabras inspiraron una ambición más osada a Buddy. Ya había visto mucho. ¿Por qué no atreverse a tocar? Si ellas no le veían —y estaba claro que no podían—, ¿qué daño había en que se les acercara lo más posible, y recorrer sus espaldas con la punta de los dedos del pie?
El agua no hizo ruido alguno al penetrar Buddy en ella, ni sintió el menor contacto en los tobillos y en las pantorrillas al llegar a lo más profundo. Sin embargo, era suficiente para sostener a Arleen, que hacía la plancha sobre la superficie del lago, con el cabello extendido alrededor de la cabeza, dando de vez en cuando suaves brazadas que la alejaban de él. Buddy se apresuró para alcanzarla. El agua no ofrecía la menor resistencia a su paso, de modo que cubrió la distancia que la separaba de la chica en unos pocos segundos. Los brazos de Buddy se alargaron, sus ojos estaban fijos en los labios rosados de la vagina, mientras ella se alejaba, con diestros movimientos de sus piernas.
La más atrevida había empezado a gritar algo, pero Buddy no se dio cuenta de su agitación. No podía pensar en otra cosa que en mirar a Arleen, en poner la mano sobre el cuerpo femenino sin que ella protestase, al contrario, seguía nadando mientras él se saciaba de ella. En su prisa, el pie de Buddy chocó contra algo, y él se hundió con el rostro hacia abajo. La sacudida le hizo volver a la realidad lo suficiente como para interpretar los gritos que le llegaban de la parte más profunda del agua. Ya no eran gritos de placer, sino de miedo. Levantó la cabeza del fondo. Las dos nadadoras más rápidas se retorcían en el aire, volviendo los rostros al cielo.
—¡Dios mío! — pensó Buddy.
Se estaban ahogando. Unos momentos antes las había llamado fantasmas, sin pensar en realidad lo que ese nombre implicaba. Allí estaba la terrible verdad. El grupo de nadadoras había encontrado la desgracia en aquellas aguas fantasmagóricas. Él había estado coqueteando con muertos.
Asqueado de sí mismo, quiso huir, pero una perversa obligación le vinculaba a esta tragedia, forzándole a segur mirando.
De pronto, el mismo remolino abarcó a las cuatro, las agitó en el aire, y oscureció sus rostros mientras ellas luchaban por respirar. ¿Cómo era posible? Parecía que estaban ahogándose en metro y medio de profundidad. ¿Habrían sido atrapadas por alguna corriente? No parecía probable, en tan poca agua y, a todas luces, tan plácida.
—Ayúdalas —se sorprendió a sí mismo diciendo—. «¿Por qué no hay alguien que las ayude?»
Como si le fuera posible ayudarlas, se dirigió hacia ellas. Arleen era la que se hallaba más cerca. De su rostro había desaparecido toda la belleza, estaba contorsionada y retorcida por la desesperación y el terror. De pronto, sus ojos, completamente abiertos, parecieron ver algo en el agua, debajo de sus pies. Cesó su forcejeo, y un aspecto de rendición total se apoderó de ella. Había renunciado a la vida.
- ¡No! — murmuró Buddy.
Alargó las manos, intentando asirla, como si sus brazos pudiesen recuperarla del pasado y traerla de nuevo a la vida. En el momento que su carne se ponía en contacto con la de la chica, se dio cuenta de que ese acto suyo iba a ser fatal para los dos. Pero era demasiado tarde para los arrepentimientos. El fondo tembló a sus pies. Buddy miró hacia abajo. Sólo había una fina capa de tierra, en la que afloraba una escasa capa de hierba. Debajo de la tierra, roca gris. ¿O cemento? ¡Sí, era cemento! Un agujero en el fondo taponado con ese material, pero la reparación se estaba resquebrajando de nuevo, delante de él, ensanchándose las fisuras del cemento.
Miró hacia atrás, a la orilla del lago, a tierra firme, pero un abismo se había abierto ya entre él y la seguridad, una losa de cemento se deslizaba hacia abajo, a un metro de distancia de los dedos de sus pies. Un aire helado ascendía del fondo.
Miró a las nadadoras, pero el espejismo iba cediendo. Y en el momento en que desapareció del todo, Buddy captó la misma expresión en los cuatro rostros: los ojos vueltos hacia arriba, de modo que no se veía más que el blanco; las bocas abiertas para poder apurar la muerte. Buddy comprendió entonces que no habían muerto en aguas poco profundas, sino que, al llegar allí, encontraron un abismo que las arrebató, como ahora él era arrebatado: ellas, con agua; él, con espectros.
Empezó a lanzar alaridos, en petición de ayuda, mientras la violencia del terreno iba en aumento y el cemento se trituraba a sí mismo, y se convertía en polvo bajo sus pies. Quizás alguna otra persona que hiciese jogging, como él, por la mañana temprano, le oyera y acudiese en su ayuda. Pero rápido; tenía que ser lo más rápido posible. ¿A quién pensaba que estaba tomando el pelo? Y eso que él era un humorista. Nadie vendría en su ayuda. Iba a morir. ¡Maldita sea, iba a morir!
El boquete entre él y la tierra firme se había ensanchado de una manera considerable, y saltarlo era la única esperanza de salvación que le quedaba. Tendría que ser muy rápido, antes de que el cemento que había a sus pies se hundiese hasta el fondo, arrastrándole consigo. O ahora o nunca.
Saltó, y consiguió dar un gran salto. Unos pocos centímetros más y hubiera estado a salvo. Pero unos pocos centímetros eran precisamente lo esencial. Trató de agarrarse al aire, muy cerca de su objetivo, y cayó.
Durante un momento el sol brilló sobre su cabeza. Luego, todo fue oscuridad, y cayó a través de la oscuridad, trozos de cemento le rozaban, cayendo con él. Los oía chocar contra la superficie de la roca al pasar junto a ella. Después cayó en la cuenta de que era él el que hacía ese ruido al caer. Sus huesos y su espalda, al romperse, crujían; y siguió cayendo, cayendo...
-2-
El día empezó para Howie más temprano de lo que él hubiera deseado después de dormir tan poco, pero una vez se hubo levantado y hecho sus ejercicios se alegró de estar despierto. Era un crimen seguir en la cama con la mañana tan bonita que hacía. Sacó un refresco de la máquina tragaperras y se sentó a la ventana, mirando al cielo y pensando en lo que el día le traería.
¡Mentira! No pensaba en absoluto en el día, sino en Jo-Beth, sólo en Jo-Beth. Sus ojos, su sonrisa, su voz, su piel, su aroma, sus secretos... Miró al cielo y sólo la vio a ella, estaba obsesionado.
Eso era nuevo para él. Nunca había sentido una emoción tan fuerte y tan posesiva como en aquel momento. Durante la noche se había despertado dos veces con sudores repentinos. No conseguía recordar qué sueños se los habían causado, pero Jo-Beth estaba en ellos, con toda seguridad. ¿Cómo podía no estarlo? Tenía que ir a buscarla. Cada hora que pasaba sin su compañía era una hora perdida. Cada momento que pasaba sin verla, como si estuviese ciego. Cada momento sin tocarla, un entumecimiento.
Jo-Beth le había dicho la noche anterior, cuando se despidieron, que trabajaba de noche en el restaurante «Butrick», y de día en una librería. Dada la longitud de la Alameda, no sería nada difícil de localizar la tienda. Compró una bolsa de dónuts para rellenar el agujero que la falta de cena le había dejado la noche anterior. El otro agujero, el que había ido a curar estaba muy lejos de sus pensamientos. Fue deambulando entre la sucesión de tiendas, en busca de la librería. La encontró entre una peluquería canina y una agencia inmobiliaria. Como la mayor parte de las tiendas, la librería estaba todavía cerrada; aún faltaban tres cuartos de hora para que abriesen, según indicaba el letrero que colgaba de la puerta. Howie se sentó al sol, a esperar.
En cuanto abrió los ojos, su primer impulso fue mandar a paseo el trabajo e ir a buscar a Howie. Los sucesos de la noche anterior habían ocurrido y vuelto a ocurrir ante ella en sueños, cambiando cada vez de una forma sutil, como si pudiera haber realidades alternativas, como si aquéllas fuesen sólo unas pocas de una infinita selección, nacida del encuentro mismo. Pero de todas esas posibilidades, Jo-Beth no podía concebir ninguna en la que Howie no se encontrara. Howie había estado esperándola desde su primer aliento, sus células se lo aseguraban así. De una manera imponderable, Howie y ella se pertenecían mutuamente.
Jo-Beth sabía muy bien que si alguno de sus otros amigos le hubiese confesado tales sentimientos ella los hubiera desdeñado con toda cortesía como ridículos. Eso no quería decir que nunca hubiese añorado ciertos rostros, ni subido el volumen de la radio cuando sonaba alguna canción de amor especial. Pero incluso oyéndola, Jo-Beth sabía que todo aquello no era más que una forma de evasión de una realidad poco armoniosa. Ella era la perfecta víctima de esa realidad todos los días de su vida. Su madre, prisionera de la casa y de su propio pasado, que hablaba, los días que era capaz de hacerlo, de las esperanzas que había tenido y de los amigos con los que había compartido tales esperanzas. Hasta entonces, un destino triste mantenía a raya las ambiciones románticas de Jo-Beth..., todas sus ambiciones.
Pero lo ocurrido entre Jo-Beth y el muchacho de Chicago no iba a terminar como la gran aventura de su madre: quedando ella abandonada, y el hombre en cuestión tan despreciado que ni siquiera podía decir su nombre. Si las clases de los domingos en la iglesia le habían enseñado algo, era, sin duda, que la revelación llega cuándo y dónde menos se espera. A Joseph Smith, el profeta de los mormones, la revelación le había llegado en una granja, en Palmyra, Nueva York; Noticias del Libro de los Mormones, reveladas a él por un ángel. ¿Por qué no le iba a llegar la revelación a ella en circunstancias igual de prometedoras? Por ejemplo, al entrar en el restaurante «Butrick», o en un estacionamiento, al lado del hombre a quien conocía de algún sitio y, al mismo tiempo, de ninguno.
Tommy-Ray se encontraba en la cocina. Leía con una atención tan intensa como el aroma del café que se preparaba. Tenía todo el aspecto de haberse quedado dormido sin desnudarse.
—¿Qué, noche de juerga? — preguntó Jo-Beth.
—Los dos.
—No, yo no mucho —dijo ella—. Llegué a casa antes de medianoche.
—Pero no dormiste.
—Bien, sí, a ratos.
—Estuviste despierta, te oí.
Imposible. Jo-Beth estaba segura de que eso no podía ser. Sus dormitorios estaban en extremos opuestos de la casa, y Tommy Ray podía ir al cuarto de baño sin acercarse al suyo lo suficiente como para oírla.
—Bueno, ¿y qué? — dijo él.
—¿Y qué, qué?
—Que hables conmigo.
—Tommy, ¿qué te ocurre? — Había una agitación en su comportamiento que la irritaba.
—Te oí, me pasé la noche entera oyéndote. A ti te ha sucedido algo esta noche, ¿a que sí?
Tommy no podía saber nada sobre Howie. Sólo Beverly tenía alguna pista acerca de lo ocurrido en el restaurante; y todavía no le había dado tiempo para esparcir rumores, aun en el que caso de abrigarse tales intenciones, lo que era dudoso porque ya tenía suficientes secretos propios que mantener al margen del conocimiento general. Además, ¿qué podría contar?: ¿que había coqueteado con un cliente?, ¿que le había besado en el estacionamiento? ¿Qué podía importarle eso a Tommy-Ray?
—A ti te ha sucedido algo esta noche —repitió él—. Noté una especie de cambio. Pero a mí, a pesar de que los dos estamos esperando algo, no me ha ocurrido nada, de modo que ha de haberte sucedido a ti, Jo-Beth.
—¿Me quieres poner un poco de café?
—Contesta.
—¿Qué quieres que te conteste?
—¿Qué ha ocurrido?
—Nada.
—No es cierto —replicó él, con más desconcierto que acusación en la voz—. ¿Por qué me mientes?
Era una buena pregunta. Jo-Beth no estaba avergonzada de Howie, o de lo que sentía por él. Hasta entonces, Jo-Beth había compartido con Tommy-Ray todas las victorias y derrotas de sus dieciocho años. Tommy-Ray no iría con el cuento de ese secreto a su madre o al pastor John. Pero las miradas que seguía dirigiéndola eran extrañas, y ella no sabía cómo interpretarlas. Además estaba la cuestión de que, evidentemente, la noche anterior la había escuchado. ¿Habría estado con la oreja pegada a la puerta de su cuarto?
—Tengo que ir a la librería, si no, se hará tarde.
—Te acompaño —dijo él.
—¿Por qué?
—Por ir en coche.
—Tommy...
El le sonrió.
—¿Qué tiene de malo que lleves a tu hermano en el coche? — preguntó.
Jo-Beth estaba casi convencida de su sinceridad, pero lo miró para hacer un signo de aquiescencia y vio que la sonrisa desaparecía de los labios de su hermano.
—Tenemos que confiar uno en el otro —dijo Tommy-Ray cuando ya estaban en el coche, circulando por Grove—, como siempre.
—Sí, lo sé.
—Porque, juntos, somos fuertes, ¿verdad? — Tommy miraba fijamente por la ventanilla del coche, y era la suya una mirada helada—. Y justo ahora necesito sentirme fuerte.
—Lo que necesitas es dormir un poco. ¿Por qué no quieres que te lleve otra vez a casa? No me importa llegar un poco más tarde.
Él movió la cabeza.
—¡Odio esa casa! — exclamó él.
—Qué cosas dices.
—La verdad. Los dos la odiamos. Me produce pesadillas.
—No es la casa, Tommy.
—Sí, sí que lo es. La casa. Y mamá. ¡Y vivir en esta jodida ciudad! ¡Mírala! — De repente se puso furioso, fuera de sí—. ¡Mira esta mierda! ¿No te gustaría hacer pedazos este jodido sitio? — Sus gritos, en el reducido espacio del coche, estaban destrozando los nervios a Jo-Beth—. Claro que te gustaría —añadió, mirándola fijamente, con los ojos muy abiertos y la expresión furiosa—, no mientas, hermanita.
—No soy tu hermanita, Tommy —repuso ella.
—Tengo treinta y cinco segundos más que tú —dijo él entonces.
Ésa había sido siempre una broma entre ellos; pero, de pronto. se convertía en una palanca.
—¡Treinta y cinco segundos más que tú en este agujero de mierda!
—¡Cállate, estúpido! — dijo Jo-Beth, parando el coche de repente—. Venga, no pienso escucharte más, puedes bajarte y seguir a pie.
—¿Quieres que me ponga a gritar en la calle? — preguntó él—. Pues lo haré, no creas que me voy a cohibir. ¡Chillaré hasta que se caigan todas estas jodidas casas!
—Te estás comportando como una verdadera bestia —le acuso ella.
—¡Bien! Ésa es una palabra que no oigo muy a menudo en boca de mi hermanita —dijo él, con relamida complacencia—. Te repito que algo nos ocurre a los dos esta mañana.
Tenía razón. Jo-Beth se dio cuenta de que esa furia estaba prendiendo también en ella de una forma que antes no se hubiera permitido. Eran gemelos, y muy parecidos en muchas cosas; pero él había sido siempre el más rebelde de los dos. Ella hacía el papel de hija sumisa, mientras que ocultaba el desprecio que siempre había sentido por las hipocresías de Grove, porque su madre seguía siendo una víctima en busca de perdón. Pero Jo-Beth había envidiado muchas veces el abierto desprecio de Tommy-Ray, y deseado despreciar las apariencias, como él hacía, sabiendo que todas sus faltas le serían perdonadas a cambio de su simple sonrisa.
Para Tommy-Ray todo había sido mucho más fácil durante esos años. Su constante diatriba contra la ciudad era puro narcisismo; Tommy-Ray estaba enamorado de sí mismo en el papel de rebelde. Y estaba echando a perder aquella mañana, de la que ella quería gozar plenamente.
—Esta noche hablamos —dijo Jo-Beth.
—¿Tú crees?
—Ya te digo que hablamos esta noche.
—Tenemos que ayudarnos el uno al otro.
—Lo sé.
—Sobre todo, ahora.
Se calmó de repente, como si aquella rabia hubiera salido de él con la respiración, y, con ella, toda su energía.
—Tengo miedo —dijo Tommy-Ray, muy quedo.
—No hay nada que temer, Tommy. Lo que ocurre es que estamos cansados. Deberías irte a casa a dormir un poco.
—Sí.
Se hallaban en la Alameda. Jo-Beth no se molestó en estacionar el coche.
—Llévalo tú a casa —dijo—. Esta noche me acompaña Lois.
Cuando iba a apearse, Tommy la cogió con fuerza del brazo; la apretó tanto que le hizo daño.
- ¡Tommy! — exclamó ella.
—¿Lo dices de veras? ¿De veras que no hay nada que temer? — preguntó él.
—No —respondió ella.
Tommy se inclinó para besarla.
—Confío en ti —dijo, sus labios muy próximos a los de su hermana. Su rostro abarcaba toda la mirada de Jo-Beth; su mano cogió el brazo de ella, como si la poseyera.
—¡Basta, Tommy! — exclamó ésta, retirando el brazo—. Anda, vete a casa.
Se bajó del coche, dando un golpe con más fuerza de la necesaria para cerrar la portezuela, y evitando deliberadamente mirarle.
—Jo-Beth.
Frente a ella, Howie. Sintió un tirón en el estómago al verle. A su espalda oyó una bocina. Se volvió y vio que Tommy-Ray no había cogido el volante del coche, el cual bloqueaba el acceso a los otros vehículos. Él la miraba con fijeza mientras alargaba la mano hacia el picaporte. Se apeó. Los bocinazos se multiplicaron, alguien comenzó a gritarle que apartara el coche del paso, pero él hizo caso omiso de todos. Tenía toda su atención puesta en Jo-Beth. Era demasiado tarde para que ella hiciese señas a Howie de que se marchara. La expresión del rostro de Tommy explicaba con claridad que había entendido toda la historia cuando observó la sonrisa de bienvenida en el rostro de Howie.
Jo-Beth miró a Howie, y sintió una desesperación infinita.
—¡Bien, vamos a ver! — oyó que Tommy decía detrás de ella.
Era algo más que simple desesperación; lo que sentía Jo-Beth era miedo.
—Howie... —comenzó.
—¡Pero qué bestia he sido! — prosiguió Tommy.
Jo-Beth intentó sonreír al volverse hacia él.
—Tommy —dijo—, te presento a Howie.
Nunca había visto una expresión como la de ese momento en el rostro de Tommy. Ni jamás pensó que aquellos rasgos tan idolatrados pudieran ser capaces de expresar tanta maldad.
—¿Howie? — preguntó Tommy—. ¿Qué significa? ¿Howard?
Jo-Beth asintió, y se volvió a mirar a Howie.
—Me gustaría que conocieses a mi hermano —dijo—. Mi hermano gemelo. Howie, éste es Tommy-Ray.
Los dos hombres dieron un paso hacia delante para estrecharse la mano, lo que hizo que ambos entraran al mismo tiempo en el campo de visión de Jo-Beth. El sol brillaba con la misma fuerza sobre ellos, pero no favorecía a Tommy-Ray, a pesar de su bronceada piel. Tenía aspecto enfermizo bajo su aparente salud: los ojos hundidos, sin brillo; la piel muy pegada a las mejillas y a las sienes. Parecía muerto, y Jo-Beth se sorprendió a sí misma al decirse que Tommy-Ray parecía muerto.
Aunque Howie extendió la mano para estrechar la de Tommy-Ray, éste hizo como que no la veía, y se volvió, de pronto, hacia su hermana.
—Más tarde —murmuró.
Su susurro fue casi ahogado por el alboroto de las de los otros automovilistas. Pero ella captó la amenaza con meridiana claridad. Después de hablar, Tommy-Ray les volvió la espalda y se molió en el coche. Ella no vio la sonrisa apaciguada que lucía en ese momento, pero podía imaginársela. Mr. «Ricitos de Oro», levantando los brazos como si se rindiese, a sabiendas de que sus captores no tenían la menor posibilidad de acabar con él.
—¿Qué ocurre? — preguntó Howie
—No lo sé con exactitud. Lleva portándose de manera rara des...
Iba a decir «desde ayer», pero acababa de ver una corrompida grieta en la belleza de su hermano, que debió de estar siempre allí, por más que ella —como el resto del mundo— se hallaba demasiado deslumbrada por él para haberla notado con anterioridad.
—¿Necesita ayuda? — preguntó Howie.
—Creo que lo mejor será que le dejemos irse.
—¡Jo-Beth! — gritó alguien.
Una mujer de mediana edad se dirigía a grandes pasos hacia ellos. Tanto su vestido como sus rasgos eran de una sencillez rayana en la severidad.
—¿Era ése Tommy-Ray? — preguntó, al acercarse.
—Sí.
—Ya nunca viene por aquí. — La mujer se había detenido a un metro de distancia de Howie, mirándole fijamente, con expresión de ligera perplejidad—. ¿Entras en la tienda, Jo-Beth? — añadió, sin dejar de mirar a Howie—. Ya abrimos tarde.
—Sí, ahora mismo.
—¿Viene tu amigo también? — preguntó la mujer con algo de ironía.
—Oh, sí..., perdona..., Howie, te presento a Lois Knapp.
—Mrs. — la corrigió la otra, como si su estatus de mujer casada fuese un talismán contra los jóvenes forasteros.
—Lois..., éste es Howie Katz.
—¿Katz? — repitió Mrs. Knapp—. ¿Katz? — Apartó la mirada de Howie y se miró el reloj de pulsera—. Llevamos cinco minutos de retraso —añadió.
—No importa —dijo Jo-Beth—, aquí nunca vienen antes del mediodía.
Mrs. Knapp pareció extrañada de semejante indiscreción.
—El trabajo del Señor no ha de ser tomado a la ligera —observó—. Por favor, apresúrate.
Y desapareció con paso majestuoso.
—Qué señora tan extraña —comentó Howie.
—No es tan fiero el león como lo pintan.
—Sería difícil.
—Bueno, tengo que irme.
—¿Por qué? — dijo Howie—, hace un día precioso, podemos salir a cualquier sitio y disfrutar del tiempo.
—También mañana será un día precioso, y el otro, y el otro. Estamos en California, Howie.
—Bueno, pero vente conmigo.
—Déjame que antes intente hacer las paces con Lois. No quiero estar en la lista negra de todo el mundo; eso deprimiría mucho a mi madre.
—Entonces, ¿cuándo?
—¿Cuándo, qué?
—¿Cuándo estarás libre?
—Es que no te das por vencido, ¿eh?
—Nunca.
—Avisaré a Lois de que tengo que volver a casa para cuidar de Tommy-Ray esta tarde. Le diré que está enfermo. No es más que una mentira a medias. Después paso por el hotel. ¿Qué te parece?
—¿Prometido?
—Prometido. — Ya se iba; pero, de pronto, se volvió y le dijo—: ¿Qué te ocurre?
—¿Es que no quieres... besarme... besarme en público?
—Por supuesto que no.
—¿Y en privado?
Ella le hizo callar, aunque poco persuasiva, y luego dio unos pasos atrás.
—Di que sí.
—Howie...
—Di que sí.
—Sí.
—¿Ves lo fácil que es?
Muy avanzada la mañana, mientras Jo-Beth y Lois tomaban agua helada en la desierta tienda, la mujer mayor dijo:
—Howard Katz.
—¿Qué hay sobre él? — preguntó Jo-Beth, dispuesta a escuchar todo un sermón acerca de la conducta que se debe observar con el sexo opuesto.
—No conseguía acordarme del porqué me sonaba ese nombre.
—¿Y te acuerdas ahora?
—Una mujer que vivió en Grove. Hace tiempo —respondió Lois.
Después se puso a enjugar con una servilleta un círculo de agua que había sobre el mostrador. Su silencio y la atención y el esfuerzo que dedicaba a esa insignificante tarea parecían indicar que prefería no seguir con el tema, a menos que Jo-Beth insistiese. Pero ésta sin saber a ciencia cierta la razón, se sintió obligada a insistir.
—¿Era amiga tuya? — preguntó.
—No, mía, no.
—¿De mamá?
—Sí —respondió Lois, sin dejar de restregar, aunque el mostrador estaba ya seco—. Sí, era una amiga de tu madre.
De pronto, Jo-Beth vio las cosas con claridad.
—¡Una de las cuatro! — exclamó. Era una de las cuatro.
—Sí, creo que sí.
—¿Y tuvo hijos?
—Bien... la verdad es que no lo recuerdo.
Eso era lo máximo a lo que una mujer escrupulosa como Lois llegaba en sus mentiras, pero Jo-Beth insistió.
—Sí que te acuerdas —dijo—; haz el favor de contármelo.
—Sí, ahora lo recuerdo. Creo que tuvo un chico.
—Howard.
Lois asintió.
—¿Estás segura? — insistió Jo-Beth.
—Sí, segura por completo.
Ahora fue Jo-Beth quien guardó silencio, mientras su mente trataba de volver a examinar los acontecimientos de aquellos últimos días a la luz de ese nuevo descubrimiento. Lo que sus sueños, la aparición de Howie y la enfermedad de Tommy pudieran tener que ver entre sí y con la historia que ella había oído, en distintas versiones, sobre aquel baño de las cuatro amigas en el lago, acabado en muerte, locura y niños.
Tal vez su madre lo supiera mejor.
-3-
El chófer de Buddy Vance esperó cincuenta minutos y, entonces, decidió que su jefe debía de haber subido la Colina por sus propios medios. Llamó a «Coney Eye» por el teléfono del coche. Ellen estaba en casa, mas el jefe, no. Discutieron lo que convenía hacer y decidieron que lo mejor sería que él esperase en el coche los diez minutos que faltaban hasta la hora, y después volviera por la ruta más probable que el jefe hubiese elegido.
Sin duda se hallaría en algún punto de esa ruta, o habría llagado a casa antes que el coche. Volvieron a discutir las dos posibilidades. José Luis, con mucho tacto, omitió la posibilidad más probable: que el jefe hubiese encontrado alguna compañía femenina por el camino. Después de dieciséis años de trabajar para Mr. Vance, él conocía la destreza del señor para con las mujeres, que rayaba en lo sobrenatural. El jefe regresaría a casa cuando hubiera practicado su magia.
Buddy no sintió dolor, y lo agradeció, pero no era tan ingenuo como para no darse cuenta de lo que eso significaba. Su cuerpo debía de estar tan hecho papilla que su cerebro le había sobrevivido y se había desvinculado de él.
La oscuridad que lo envolvía era absoluta, y su única misión consistía en mantenerle a ciegas. O quizá fuese que los ojos se le hubieran salido de las órbitas, y se hubiesen caído en el camino de bajada. Cualquiera que fuese la razón, ciego y sin sensaciones, Buddy Vance flotaba, y mientras permanecía así, calculaba: primero, el tiempo que José Luis tardaría en darse cuenta de que su jefe no volvía: dos horas de ausencia. Su ruta habitual por el bosque no sería difícil de rastrear, y, una vez llegados a la fisura, el peligro en el que había caído se haría evidente para todos. Estarían buscándole bajo tierra hacia el mediodía, y para cuando la tarde fuese a caer, ya lo habrían sacado a la superficie y habrían empezado a arreglarle los huesos.
A lo mejor ya era mediodía.
La única forma que tenía de calcular el paso del tiempo eran los latidos de su corazón, que relumbraban en su cabeza. Empezó a contar. Si pudiese hacerse una idea de lo que duraba un minuto le sería posible calcular por esa medida de tiempo, y, después de sesenta, sabría que había pasado una hora. Pero, en cuanto empezó a contar, su cabeza se puso a calcular de una forma completamente distinta.
«¿Cuánto tiempo he vivido? — pensó—. No respirado, no existido, sino vivido, vivido en realidad.» Cincuenta y cuatro años desde su nacimiento: ¿y cuántas semanas era eso?, ¿cuántas horas? Mejor pensar por años, resultaba más fácil. Un año, trescientos sesenta días, día más, día menos. Había dormido una tercera parte de ese tiempo, o sea, ciento veinte días en el reino del sueño. «Dios mío, los momentos bajan mucho.» Media hora al día en el retrete, o vaciando la vejiga. Esto añadía otros diez días y medio al año. Sólo haciendo porquerías. Y luego, entre afeitarse y ducharse, pues otros diez días, y comiendo..., treinta o cuarenta. Y todo eso multiplicado por cincuenta y cuatro años...
Empezó a llorar.
—Sacadme de aquí —murmuró—, por favor, Dios mío, sácame de aquí, y viviré como nunca he vivido, haré que cada hora, cada minuto (incluso si estoy durmiendo, o cagando) sea un intento de comprender, de modo que cuando la próxima oscuridad venga no me encuentre tan perdido.
A las once en punto, José Luis se subió al coche y condujo Colina abajo para ver si podía localizar al jefe por la calle. Como vio que erraba el blanco, entró en una tienda de comestibles de la Alameda, donde había dado el nombre de Mr. Vance a un sandwich en reconocimiento de que era cliente (menos mal que el sandwich en cuestión estaba hecho sólo con carne); después, en la tienda de discos, donde el jefe se gastaba, con frecuencia, unos mil dólares de golpe. Mientras bromeaba con Ryder, el dueño de la tienda, llegó un cliente, que anunció a quienes quisieron oírle que algo serio ocurría en la parte oeste de Grove. ¿Habían pegado un tiro a alguien?
La calle que bajaba hacia el bosque estaba cerrada cuando José Luis llegó, sólo había un policía desviando el tráfico.
—No se puede pasar —le indicó a José Luis—, la calle está cerrada.
—¿Pues qué ha ocurrido? ¿A quién han matado?
—No, si no han matado a nadie. Ocurre que hay una fisura en la calle calzada.
José Luis descendió del coche y miró fijamente por encima del hombro del policía, hacia el bosque.
—Es que mi jefe ha estado corriendo por ahí esta mañana. — Sabía perfectamente que no tenía necesidad de dar el nombre del dueño de la limusina.
—¿Ah, sí?
—Y aún no ha vuelto.
—¡Mierda! Mejor será que me siga.
Se pusieron en camino entre los árboles en medio de un silencio roto tan sólo por los mensajes, apenas coherentes, que les llegaban por la radio del policía, y de los que éste hacía caso omiso, hasta que la espesura se abrió, formando un claro. Varios policías de uniforme hacían barreras en los bordes para impedir que los curiosos pasasen a donde conducían a José Luis. El terreno aparecía resquebrajado, y las fisuras se hacían más y más anchas según José Luis y el policía se acercaban a donde se encontraba el jefe, con los ojos fijos en tierra. La fisura de la calle, y todas las que habían pasado hasta llegar allí, era la consecuencia de una gran perturbación del terreno, un boquete de más de tres metros de anchura que se abría a una voraz oscuridad.
—¿Qué quiere? — preguntó el jefe, mientras señalaba con el dedo en dirección a José Luis—. Estamos vigilando esto.
—Buddy Vance —dijo el policía.
—¿Qué le ocurre?
—Pues que ha desaparecido —intervino José Luis.
—Ha venido por aquí para hacer ejercicio —explicó el policía.
—Deja que sea él quien me lo cuente —dijo el jefe—. ¿Se refiere al comediante?
—Sí.
La mirada del jefe se apartó de José Luis para volver a fijarse en el agujero.
—¡Dios mío! — susurró.
—¿Qué profundidad tiene? — preguntó José Luis.
—¿A qué se refiere?
—La grieta.
—No es una grieta; se trata de un abismo de mil pares de cojones. Hace un minuto he tirado una piedra y todavía estoy esperando a que toque fondo.
La consciencia de estar solo le llegó a Buddy poco a poco, como un recuerdo arrancado del sedimento de su cerebro. En realidad, al principio pensó que se trataría del recuerdo de una tormenta de arena que le había sorprendido en una ocasión, durante su tercera luna de miel, en Egipto. Pero ahora se encontraba en ese remolino, más solo y sin guía que aquella vez. Y no era arena lo que le hería los ojos, devolviéndole la vista, ni viento lo que le azotaba las orejas, devolviéndole el oído. Era otra fuerza completamente distinta, menos natural que una tormenta, y cogida allí como ninguna otra tormenta se había visto jamás cogida en una chimenea de piedra Por primera vez, vio el agujero por el que había caído, que se abría por encima de él hacia un cielo iluminado por el sol, pero tan lejos que no le daba ni el menor atisbo de esperanza. Buddy estaba seguro de que cualesquiera que fuesen los fantasmas que rondaban aquel lugar, girando como peonzas ante él hasta adquirir tangibilidad, llegaban de un tiempo tan remoto que entonces la especie humana no era todavía más que un destello en el ojo de la evolución. Cosas, pura y simplemente, aterradoras, poderes de hielo y fuego.
No estaba Buddy tan equivocado. Por lo menos, no del todo Por un instante, las formas que emergían de la oscuridad a poca distancia de donde él yacía parecieron asemejarse a hombres de carne y hueso, y en el siguiente momento pasaron a ser puras energías, enrolladas unas en otras, como paladines de una guerra de serpientes enviados por sus tribus a estrangularse mutuamente. Esa visión reanimó sus nervios y sus sentidos. El dolor de que hasta entonces se le habían hecho gracia comenzó a gotear en su consciencia; primero le llegó como una corriente; después, como una marea. Sintió como si estuviese echado sobre cuchillos, que introducían sus puntas entre sus vértebras, y le pinchaban las entrañas.
Demasiado débil incluso para gemir, lo único que Buddy podía hacer era ser espectador mudo, testigo del espectáculo que tenía lugar frente a él, y esperar que la liberación de la muerte llegase pronto y lo sacase de aquella agonía. Mejor la muerte, pensó. Un ser sin Dios, como él, no tenía la menor esperanza de redención, a no ser que los Libros Sagrados estuviesen equivocados y los fornicadores, borrachos y blasfemos fuesen también aptos para el Paraíso. Mejor la muerte, y acabar de una vez con todo aquello. La broma terminaría allí mismo.
«Quiero morir», pensó.
Cuando estaba formulando ese deseo, uno de los seres que peleaban frente a él se volvió. Buddy vio un rostro en la tormenta. Un rostro barbudo, cuya carne estaba tan inflamada por la emoción que parecía empequeñecer el cuerpo sobre cuyos hombros estaba asentado; era como e! rostro de un feto: un cráneo abovedado, con ojos enormes. El terror que Buddy sintió cuando aquel ser lo miró no fue nada en comparación con el que le invadió al ver que alargaba los brazos para asirle. Quiso retirarse hacia algún nicho de piedra, huir del contacto de los dedos de aquel espíritu, pero su cuerpo no respondía ya al halago ni a la intimidación.
—Soy el Jaff —oyó Buddy decir al espíritu barbudo—, dame tu mente, quiero terata.
Cuando los dedos del espíritu rozaron por fin el rostro de Buddy, éste sintió un brote de fuerza, blanco como la luz, la cocaína o el semen, rodar por su cabeza, bajar por toda su anatomía. Y con esta fuerza le llegó también la certidumbre de haber cometido un error. Él era algo más que carne rasgada y huesos rotos: era algo más que eso, porque, a pesar de sus inmoralidades, había algo en él que el Jaff ambicionaba: un rincón de su ser del que esa fuerza ocupante iba a beneficiarse. Lo había llamado terata, y Buddy no tenía la menor idea de lo que esa palabra pudiera significar, pero lo que sí entendió con enorme claridad fue el terror cuando el espíritu penetró en él. Su roce era electrizante, y abría a fuego una senda hacia lo más esencial de su interior. Y también una droga, creando imágenes de aquella invasión que hacían piruetas ante su vista mental. ¿Y semen? Sí, también era semen, pues, si no, ¿porqué surgía ahora de su cuerpo, saltando como una culebra, un ser nacido de su misma médula, una vida que nunca hasta entonces había sentido en su interior, producto de la violación del Jaff?
Lo miró cuando se fue. Era pálido y primigenio. Sin rostro, pero con una docena de patas que se agitaban. Tampoco tenía mente, excepto la justa para no hacer otra cosa que la voluntad del Jaff. El rostro barbudo rió al verlo. Retirando los dedos del cuerpo de Buddy, el espíritu soltó el otro brazo del cuello de su enemigo y dirigió el terata abismo arriba, hacia el sol.
El otro luchador se desplomó contra la pared de la caverna. Buddy, desde donde se encontraba, echó una ojeada a aquel hombre. Tenía un aspecto mucho menos belicoso que su oponente, y, por lo tanto, más maltratado por esa lucha. Su cuerpo estaba devastado y en su rostro había una expresión de angustiada fatiga. Miraba con fijeza la obertura, como por una chimenea de roca.
- ¡Jaffe! — gritó, y aquella palabra levantó polvo de los intersticios de la roca contra los que Buddy se había golpeado en su accidentado descenso.
Pero no llegó respuesta al grito. El hombre miró hacia abajo, a Buddy, entrecerrando los ojos.
—Soy Fletcher —dijo, con voz meliflua.
Se acercó a Buddy, llevando una luz débil consigo.
—Olvida tus dolores.
Buddy trató con todas sus fuerzas de decir: Ayúdame, pero no tuvo necesidad de ello. La proximidad de Fletcher suavizó de pronto los terribles dolores que sentía.
—Piensa conmigo tu mayor deseo —le dijo Fletcher.
«Morir», pensó Buddy.
El espíritu oyó la confesión no pronunciada.
—No —dijo—, no pienses en la muerte. Por favor, no pienses en la muerte. No puedo armarme con ese pensamiento.
«¿Armarte?», pensó Buddy.
—Sí, contra el Jaff.
—¿Qué sois?
—Hombres fuimos en otro tiempo; pero ahora somos espíritus. Enemigos eternos. Tienes que ayudarme. Necesito exprimir hasta la última gota de tu mente, si no, tendré que luchar desnudo contra él.
«Lo siento, lo he dado todo —pensó Buddy—. Tú mismo le has visto apropiarse de ello, y, a propósito, ¿qué era aquello?»
—¿El terata? Tus miedos primigenios solidificados. Se dirige al mundo con ellos. — Fletcher volvió a mirar a la parte superior de la chimenea—. Pero todavía no saldrán a la superficie. El día es demasiado luminoso para él.
«¿Todavía es de día?»
—Sí.
«¿Cómo lo sabes?»
—A mí el sol me llega hasta aquí, su fuerza me alcanza y me mueve. Yo quise ser cielo, Vance, pero he pasado dos décadas en la oscuridad con el Jaff cogiéndome por el cuello. Ahora él lleva la guerra a la superficie y tengo que armarme contra él, busca en tu cabeza.
«No queda nada, estoy acabado.»
—Hay que preservar la Esencia.
«¿Esencia?»
—El mar de los sueños. Quizá puedas ver su isla, cuando mueras. Es maravillosa. Te envidio la libertad que tienes de abandonar este mundo...
«¿Te refieres al cielo? — pensó Buddy—. ¿Quieres decir el cielo? Si es así, no tengo la menor probabilidad de conocerlo.»
—El cielo no es más que una de las muchas historias que se cuentan en las orillas de Efemérides. Hay miles de ellas, y las conocerás todas. No tengas miedo. Pero dame un poco de tu mente, para que la Esencia pueda ser preservada.
«¿Preservada contra quién?»
—Contra el Jaff, ¿contra quién va a ser?
Buddy nunca había tenido mucho de soñador. Su sueño, cuando estaba drogado o borracho, era el de un hombre que vive hasta el agotamiento todos los días. Después de un baile, o de un polvo, o de ambas cosas, se echaba a dormir como para hacer un ensayo del sueño final que ese momento lo llamaba. Con el miedo a la nada a modo de acicate de su espalda rota, intentaba encontrar sentido a las palabras de Fletcher. Un mar; una orilla; un lugar de historias en el que el cielo no pasaba de ser una posibilidad más. ¿Cómo podía él haber vivido sin saber nada de ese lugar?
—Sí que lo has conocido —le dijo Fletcher—. Has nadado en la Esencia dos veces en tu vida. La noche que naciste y la primera noche que dormiste con el ser más querido de tu vida. ¿Quién era, Buddy? Has tenido muchas mujeres, ¿no? ¿Cuál de ellas significó más para ti? Bien..., a fin de cuentas, sólo hubo una, tu madre, ¿no es cierto?
«¿Pero cómo diablos sabes todo eso?»
—Pienso que no es más que una suposición afortunada.
«¡Mentiroso!»
—Vale, de acuerdo, la verdad es que estoy ahondando un poco en tus pensamientos. Perdona si me he sobrepasado. Necesito ayuda, Buddy, o si no el Jaff me vencerá. Y tú no quieres eso.
«No, no lo quiero.»
—Pues, entonces piensas. Dame algo más que compasión para que me sirva de aliado. ¿Quiénes son tus héroes?
«¿Héroes?»
—Sí, descríbemelos.
«Todos ellos son comediantes.»
—¿Un ejército de comediantes? ¿Y por qué no?
La idea misma hizo sonreír a Buddy. Eso es, ¿Por qué no? ¿No hubo un tiempo en el que él mismo pensaba que su arte podía limpiar de malevolencia a la gente? Quizás un ejército de locos benditos fuese capaz de triunfar con la risa donde las bombas habían fracasado. Era una visión dulce y ridícula a un tiempo. Comediantes en el campo de batalla, oponiendo sus culos a los cañones, golpeando a los generales en la cabeza con pollos de goma, riendo como carne de cañón, confundiendo a los políticos con juegos de palabras y firmando tratados de paz con tinta moteada de lunares blancos.
Su sonrisa se convirtió en carcajada.
—Retén ese pensamiento —pidió Fletcher, al tiempo que penetraba en la mente de Buddy.
La carcajada le dolía. Ni siquiera el contacto de Fletcher consiguió suavizar los espasmos que comenzaron a agitar el sistema de Buddy.
—¡No te mueras! — oyó que Fletcher le decía—. ¡Todavía no! ¡Por la Esencia todavía no!
Pero sus gritos eran inútiles. La risa y el dolor se habían apoderado de Buddy desde la cabeza hasta los pies. Miró al espíritu que se cernía en torno a él con el rostro arrasado en lágrimas.
«Lo siento —pensó—. Me parece que no voy a poder resistirlo. Ni quiero. — La risa lo desgarraba—. No debiste pedirme que recordase.»
—¡Un momento! — dijo Fletcher—. ¡Esto es todo lo que necesito!
Demasiado tarde. La vida lo abandonó, dejando a Fletcher con unos vapores en las manos, demasiado débiles para poder enfrentarse con el Jaff.
—¡Maldita sea! — dijo Fletcher, vociferando al cadáver como había vociferado antes (hacía mucho tiempo) al Jaff yaciendo en el suelo de la Misión de Santa Catrina.
Pero esta vez ya no había vida que arrebatar al cadáver. Buddy estaba muerto. En su rostro se veía una expresión trágica y cómica al mismo tiempo que era muy apropiada. Así había vivido su vida, y, con su muerte, garantizaba a Palomo Grove un futuro lleno del mismo tipo de contradicciones.
-4-
El tiempo iba a hacer en Grove innumerables burlas durante los días siguientes, pero ninguna sería, sin duda, tan frustrante para su víctima como el lapso de tiempo transcurrido entre el momento en que Howie se despidió de Jo-Beth y el momento en que volvió a verla. Los minutos se alargaban como si fuesen horas, y las horas parecían tan largas como para producir una generación entera. Howie se distrajo lo mejor que pudo buscando la casa de su madre. Después de todo, eso era lo que le había llevado allí: comprender mejor su propia naturaleza conociendo más de cerca su árbol genealógico, hasta las raíces mismas. Pero, de momento, no había conseguido otra cosa que añadir confusión a la confusión. Howie nunca se hubiera creído capaz de sentir lo que sintió la noche anterior; lo que sentía en ese instante, quizá de manera más intensa. Era un flotante e irrazonable convencimiento de que en el mundo todo estaba bien, y que nunca más podría estar mal. El hecho de que las cosas sucedieran como estaban ocurriendo sólo podía servir para confirmar su optimismo: era un juego que la realidad estaba jugando con él para confirmar la autoridad absoluta de sus sentimientos.
Y a este juego se añadió otro, aún más sutil. Cuando llegó a la casa donde su madre había vivido, se encontró con que era exacta, casi de una forma sobrenatural, a las fotografías que él había visto de ella. Se paró en la mitad de la calle y se quedó observándola con atención. No había tráfico en ninguna dirección, ni tampoco peatones. Ese rincón de Grove flotaba en la languidez de la media mañana, y él sintió como si su madre fuera a aparecer en la ventana de un momento a otro, niña de nuevo, mirándole. Esta idea no se le hubiera ocurrido si no hubiese sido por los sucesos de la noche anterior. El milagroso reconocimiento recíproco de su mirada y la de Jo-Beth; la sensación que había tenido entonces (y que continuaba) de que aquel encuentro con Jo-Beth había sido una alegría que estaba esperándole; todo inducía a su mente a crear pautas que hasta entonces nunca habría osado pensar, y esta posibilidad (un lugar desde el cual un yo más profundo, pero igualmente suyo, había tenido noticia anticipada de Jo-Beth) hubiera estado completamente fuera de su alcance veinticuatro horas antes. También eso era una trampa, una curva. Lo misterioso de su encuentro le había llevado al reino de la suposición que conduce del amor a la física y a la filosofía, y de vuelta al amor, de tal forma que el arte y la ciencia se confundían, no pudiéndose distinguir el uno de la otra.
Tampoco podía distinguir el sentimiento de misterio que sentía en ese lugar, frente a la casa de su madre, del misterio de la chica. La casa, su madre, el encuentro, las tres cosas eran una sola y extraordinaria historia. Y él, su denominador común.
Decidió no llamar a la puerta. (Después de todo, ¿qué podría aprender de aquel sitio?) Iba a volver sobre sus pasos cuando un cierto instinto le hizo proseguir la subida por la suave pendiente, hasta la cima de la cuesta. Allí se sintió sobrecogido ante una vista panorámica de Grove, hacia el Oeste, sobre la Alameda, donde los últimos flecos de la ciudad daban paso a un follaje tupido. Casi sólido. Aquí y allá, el techo de follaje se rompía, y en uno de estos claros parecía como si se hubiese reunido una multitud de gente. Lámparas de arco voltaico se levantaban en forma de círculo iluminando algo que estaba abajo, demasiado lejos, para que él alcanzase a verlo. ¿Estarían rodando alguna película? Él había pasado la mayor parte de la mañana en una ensoñación, y sin notar nada durante el camino hasta allí arriba. Todas las estrellas ganadoras de un Oscar pudieron haber pasado por su lado sin que él se hubiese apercibido de su presencia.
Mientras observaba, oyó un susurro. Miró a su alrededor. La calle estaba vacía. Ni siquiera en lo alto de la colina de su madre había algo de brisa, que le hubiese traído aquel sonido. Y, sin embargo, el sonido volvió, tan próximo a su oreja que casi lo sentía en el interior de su cabeza. Era una voz suave. Decía sólo dos sílabas, unidas en una cadena de sonido:
—... ardhowardhowardhow...
No parecía lógico que asociara ese misterio con lo que estuviese ocurriendo abajo, en el bosque. Howie no podía pretender comprender los procesos que se desarrollaban por encima y alrededor de él. Resultaba evidente que Grove tenía sus propias normas, y él se había beneficiado ya demasiado de sus enigmas para volver la espalda a futuras aventuras. Sí la búsqueda de un filete podía poner en sus manos el amor de su vida, ¿qué podía poner un susurro en sus manos?
No le resultó difícil dar con el camino que conducía a los árboles. Mientras bajaba, tuvo la extraña sensación de que toda la ciudad conducía hacía allí; que la colina era un añadido cuyo contenido podía deslizarse en cualquier momento y caer en el buche de la Tierra. Esta imagen se vio reforzada cuando llegó al bosque y preguntó qué sucedía. Nadie pareció demasiado interesado en contárselo, hasta que un niño le dijo con voz cantarina:
—Es que hay un agujero en el fondo, y se lo ha tragado entero.
—¿Tragado? ¿A quién? — quiso saber Howie.
Pero no fue el niño quien le contestó, sino la mujer que estaba con él.
—A Buddy Vance.
Howie no cayó en quién era ese Buddy Vance, y la mujer debió darse cuenta de su ignorancia, porque le suministró información suplementaria:
—Ha sido estrella de la televisión —dijo—, un tipo divertido. A mi marido le gusta mucho.
—¿Lo han subido? — preguntó Howie.
—No, aún no.
—Ya no importa —intervino el niño, con su vocecita cantarina—, porque está muerto, de modo que...
—¿Es cierto eso? — preguntó Howie.
—Bueno, seguro —respondió la mujer.
De repente, la escena adquirió una nueva perspectiva. Toda aquella gente no estaba allí para salvar a un hombre que se encontraba al borde de la muerte, sino para dar un vistazo al cuerpo cuando lo metieran por la puerta trasera de la ambulancia. Lo que quería toda aquella gente era decir: «Yo estaba allí cuando lo sacaron, le vi cubierto con una sábana.» Esa morbosidad, sobre todo en un día tan lleno de posibilidades como aquél, le sublevó. Quienquiera que hubiera pronunciado su nombre no seguía llamándole ya, o, si le llamaba, la presencia de aquella siniestra muchedumbre acallaba su voz. Carecía de sentido que continuara en aquel lugar teniendo, como tenía, ojos en los que mirarse y labios a los que besar. Volviendo la espalda a los árboles y a su emplazador, Howie regresó al motel a esperar la llegada de Jo-Beth.
-5-
Abernethy era la única persona que llamaba a Grillo por su nombre de pila. Para Saralyn, él había sido siempre Grillo, desde el día en que se conocieron hasta la noche en que se marchó, y lo mismo ocurría con todos sus colegas y amigos, pero para sus enemigos (¿y qué periodista, sobre todo si ha caído en la ignominia, no tiene enemigos?), Grillo era unas veces el jodido Grillo, o Grillo el justo, pero siempre Grillo.
Sólo Abernethy se atrevía a llamarle así:
—¡Nathan!
—¿Qué quieres?
Grillo acababa de salir de la ducha, pero el sonido de la voz de Abernethy era suficiente para darle ganas de volver a restregarse de pies a cabeza.
—¿Qué estás haciendo en tu casa?
—Trabajo —mintió Grillo—. Ayer me acosté muy tarde. El asunto de la contaminación. ¿Recuerdas?
—Olvídalo. Ha sucedido algo y quiero que te ocupes de ello. Buddy Vance, el comediante, ha desaparecido.
—¿Cuándo?
—Esta mañana.
—¿Dónde?
—En Palomo Grove. Lo conoces, ¿no?
—Es un nombre que hay en una señalización de la autopista.
—Están tratando de sacarle. Ahora son las doce. ¿En cuánto tiempo podrías estar allí?
—Pues... en una hora. Noventa minutos, quizá. Pero ¿qué interés tiene eso?
—Eres demasiado joven para recordar el Show de Buddy Vance.
—He visto reposiciones.
—Déjame que te diga una cosa, Nathan, muchacho. — De todas las modas de Abernethy, la que Grillo más odiaba era la de dárselas de tío suyo—. Hubo un tiempo en que el Show de Buddy Vance vaciaba los bares. Fue un gran hombre, y un gran estadounidense.
—Vaya, de modo que quieres un reportaje llorón.
—¡No, cojones! Lo que quiero es noticias sobre sus mujeres, el alcohol, por qué terminó sus días en el Condado de Ventura, cuando lo que le gustaba era pavonearse por Burbank en una limusina tan larga como tres manzanas de casas.
—O sea, lo que quieres es que saque a relucir toda la mierda.
—Bueno, y también hay algo de drogas en ese asunto, Nathan —dijo Abernethy. Grillo se imaginó la expresión de seudosinceridad en el rostro de Abernethy: campeón de los derechos del lector de periódicos—, y qué diablos, nuestros lectores necesitan saberlo.
—Ellos lo que quieren es basura, igual que tú —repuso Grillo.
—Bien, pues si te da gustirrinín, vas y me pones pleito —zanjó Abernethy—, pero ahora lo que tienes que hacer es salir zumbando.
—De modo que ni siquiera sabemos dónde está. Imagínate que ha ido a pasar unos días por ahí, entonces, ¿qué?
—Y tanto que sabernos dónde se encuentra —dijo Abernethy —, como que están tratando de sacar el cadáver a la superficie en cosa de horas.
—¿Sacarlo, dices? ¿O sea que se ha ahogado?
—Lo que quiero decir es que se ha caído en un agujero.
«Comediantes —pensó Grillo—. Siempre están dispuestos a lo que sea con tal de hacer reír.»
Pero eso, la verdad, no era muy divertido. Cuando se unió a la feliz pandilla de Abernethy, tras la debacle de Boston, había sido como un descanso de sus trabajos de periodismo investigador en los que había alcanzado fama, y en los que habían acabado por sacarle ventaja. La idea de trabajar en un periódico sensacionalista, de pequeña tirada, como el County Reporter le había parecido un descanso. Abernethy era un bufón hipócrita, perteneciente a la secta cristiana de los vueltos a nacer, para el que perdón era una palabrota. Las historias que mandaba cubrir a Grillo eran muy fáciles de investigar y más fáciles todavía de contar, dado que los lectores del Reporter pedían una sola cosa a sus noticias: el perfeccionamiento de la envidia. Ellos querían historias de dolor entre los famosos, la otra cara de la fama. Abernethy conocía bien a su congregación. Llegaba incluso a utilizar su propia historia, mencionando constantemente en sus artículos de fondo su conversión, de alcohólico que había sido, a la ortodoxia cristiana fundamentalista. Le gustaba decir de sí mismo que estaba a «solas con el Señor», y que ese estado de sobria perfección le permitía ser pregonero del estiércol que publicaba con una beatífica sonrisa, y a sus lectores les permitía encenagarse en él sin sentirse culpables. Eran historias sobre el precio del pecado, ¿qué podía ser más cristiano que eso?
Para Grillo, la broma se avinagró hacía tiempo. Ya había pensado muchas veces decirle a Abernethy que se fuera a tomar por el culo, pero ¿dónde iba a encontrar trabajo de reportero sensacionalista tan fácil como el que tenía en el Reporter? También había pensado dedicarse a otras actividades, pero no tenía ni deseo ni aptitud para nada que no fuese el periodismo. Desde que tenía recuerdo siempre había querido informar al mundo sobre el mundo, y no le era posible imaginarse ninguna otra ocupación. El mundo no se conocía muy bien a sí mismo, y necesitaba gente dispuesta a contarle su historia todos los días, porque, si no, ¿como iba a aprender de sus propios errores? Grillo había tenido gran éxito con uno de estos errores —un caso de corrupción en el Senado— cuando descubrió (todavía se le revolvía el estómago sólo de recordar aquel momento) que eran los enemigos de sus víctimas los que habían dado todas las facilidades. Su situación de fiscal en la Prensa había sido utilizada para ensuciar la fama de gente inocente. Él, entonces, se había disculpado humillado, y había dimitido. El asunto se olvidó en seguida, en cuanto gran número de otros casos sensacionales ocupó la atención del público. Los políticos, como los escorpiones y las cucarachas, seguirían al pie del cañón cuando la cabeza nuclear de un misil arrasase la civilización, pero los periodistas eran frágiles: un error de cálculo, y su reputación se ensombrecía. Grillo se fue al Oeste, a la costa del Pacífico, y hasta pensó tirarse a él; pero, a fin de cuentas, optó por trabajar con Abernethy, aunque esa decisión cada día que pasaba, le parecía más desafortunada. «Mira el lado brillante del asunto —se decía Grillo todos los días—. Desde donde estás ahora ya no tienes más salida que hacia arriba.»
Grove le sorprendió. Tenía todas las características de una ciudad hecha sobre un plano: la Alameda central, los barrios de los cuatro puntos cardinales, el orden exacto de las calles; pero había una agradable diversidad en los estilos de los edificios y —quizá por estar construida sobre una colina— una sensación de que podía tener secretos atractivos.
Si el bosque encerrara algún secreto especial, la multitud llegada a ver la exhumación lo hubiera arrasado sin duda. Grillo mostró su documentación profesional e hizo un par de preguntas a uno de los guardias que le cerraban el paso. No, no era probable que se sacase el cuerpo pronto; todavía no había sido localizado. Grillo tampoco pudo hablar con ninguno de los encargados de la operación. Vuelva más tarde, fue lo que le aconsejaron. Parecía un buen consejo. Se notaba muy poca actividad en tomo a la fisura. A pesar de que por el suelo había artilugios de todas clases, nadie parecía hacer uso de ellos. Grillo decidió realizar un par de llamadas y fue hacia la Alameda, en busca de una cabina telefónica. Primero telefoneó a Abernethy, para informarle de que había llegado y preguntarle si había mandado a un fotógrafo. Abernethy no estaba en su despacho, y Grillo dejó el recado. Con su segunda llamada tuvo más suerte. El contestador automático comenzó a dar su mensaje de siempre.
—Hola, somos Tesla y Butch. Si quiere hablar con la perra, lo siento, he salido. Si es a Butch al que necesita...
La voz de Tesla interrumpió el mensaje:
—¿Sí?
—Soy Grillo.
—¿Grillo? ¡Calla, Butch, haz el puñetero favor! Perdona, Grillo, está intentando... —El auricular se cayó, se oyó mucho ruido; por fin, Tesla, jadeante, volvió a cogerlo—. A ver, ¡qué animal éste! ¿Por qué se me ocurriría quedarme con él? ¡Grillo!
—Pues porque es el único macho dispuesto a vivir contigo.
—Anda, vete a joder.
—Te tomo la palabra.
—¿He dicho eso?
—Y tanto que sí.
—Pues será que me he vuelto loca. Tengo buenas noticias, Grillo. Debo desarrollar una idea para uno de los guiones. ¿Recuerdas aquella película de náufragos que escribí el año pasado? Bien, ahora quieren que la reescriba, pero ambientándola en el espacio.
—¿Y vas a hacerlo?
—¿Y por qué no? Necesito realizar algo que se filme. Nadie me dará trabajo serio hasta que tenga por lo menos un éxito. Que se joda el arte. Voy a ser tan bruta que se correrán en los pantalones cuando la vean. Y antes de que me vengas con eso de la integridad te diré que por mí te la puedes meter donde te quepa. Una tiene que comer de algo.
—Sí, sí, lo sé.
—Bien —dijo Tesla—, ¿qué hay de nuevo?
Esa pregunta tenía muchas contestaciones. Por ejemplo: que su peluquero, con una mano llena de cabellos rubios como la paja, le había informado, con una gran sonrisa, que pronto tendría calva la coronilla; o que aquella mañana, mirándose al espejo, había comprobado que sus alargados y asténicos rasgos que él había esperado siempre que, con la madurez, irradiarían una heroica melancolía, estaban adquiriendo un aspecto más bien llorón; o que seguía teniendo esos malditos sueños de ascensor, en los que se veía atrapado entre dos pisos con Abernethy y una cabra, y que Abernethy lo miraba con expresión de estar esperando un beso. Pero prefirió guardarse los datos autobiográficos y se limitó a decir:
—Necesito ayuda.
—Me lo esperaba.
—¿Qué sabes de Buddy Vance?
—Ha hecho un montón de cosas. Estuvo en televisión.
—No, me refiero a la historia de su vida.
—Es para Abernethy, ¿no?
—Justo.
—Entonces lo que él quiere es la basura.
—Pues dímela de una vez.
—De acuerdo, aunque los comediantes no son mi punto fuerte. Me gradué en diosas del sexo. Pero leí algo sobre Vance cuando oí la noticia. Casado seis veces, una de ellas con una chica de diecisiete años. Ese matrimonio duró cuarenta y dos días. Su segunda mujer murió de una sobredosis...
Como Grillo había pensado, Tesla lo sabía todo sobre la vida y el tiempo perdido de Buddy Vance (cuyo verdadero apellido, por mentira que parezca, era Valentino). Su obsesión por las mujeres, las drogas y la fama. El serial televisivo. Las películas. La caída en desgracia.
—Sobre todo esto puedes escribir con mucha «sentimentalina», Grillo.
—Gracias por nada.
—Si te quiero es porque te hago daño. ¿O es al revés?
—Je, je, je, muy graciosilla. Y, a propósito..., ¿era...?
—¿Era, qué?
—Divertido.
—¿Vance? Bueno, sí, supongo, que lo era, a su manera. ¿No le viste nunca?
—Sí, me figuro que sí, lo que ocurre es que no me acuerdo.
—Tenía el rostro como si fuese de goma. En cuanto lo mirabas te echabas a reír. Y luego su extraña personalidad..., algo siniestra. Medio idiota, medio baboso.
—¿Y cómo es que tenía tanto éxito con las mujeres?
—¿Quieres que te cuente la basura?
—Pues claro.
—Su enorme apéndice.
—¿Hablas en serio?
—Tenía la polla más grande de la televisión. Me he enterado de una fuente absolutamente irrecusable.
—¿Qué fuente?
—¡Por favor, Grillo! — exclamó Tesla, horrorizada—. ¿Es que me has tomado por una cotilla?
Grillo rompió a reír.
—Gracias por la información. Te debo una cena.
—Hecho. Esta noche.
—Me parece que esta noche estaré aquí todavía.
—Voy a buscarte.
—Mañana, si sigo aquí, te llamaré.
—Si no lo haces, te mato.
—Te he dicho que te llamaré. Tu vuelve a tus náufragos del espacio.
—No se te ocurra hacer nada que yo no haría. Ah, y otra cosa, Grillo...
—¿Sí? — Pero Tesla colgó sin contestar, ganando así por tercera vez consecutiva el juego de quién deja a quién con la palabra en la boca, al que jugaban siempre desde que, en pleno sopor de una noche de borrachera, Grillo le había confesado que las despedidas le horrorizaban.
V
-1-
—¿Sí, mamá?
Estaba sentada junto a la ventana, como de costumbre.
—El pastor John no vino anoche, Jo-Beth. ¿De verdad que le avisaste, como me prometiste? — Escrutó el rostro de su hija—. No, no le avisaste —dijo—, ¿cómo pudiste hacer una cosa así?
—Perdona, mamá.
—Sabes cuánto dependo de él. Tengo buenas razones para ello, Jo-Beth. Ya sé que tú no piensas así, pero yo, sí.
—No, no, si te creo. Luego lo llamo. Primero..., primero he de hablar contigo.
—¿No tendrías que estar ya en la tienda? — preguntó Joyce—. Anoche volviste enferma, ¿no? Oí a Tommy-Ray...
—Mamá, escúchame. Tengo que preguntarte algo muy importante.
De inmediato, Joyce pareció preocupada.
—No puedo hablar ahora —dijo—, quiero que venga el pastor.
—Más tarde. Primero quiero que me hables de una amiga tuya.
Joyce no dijo nada, pero su rostro dio sensación de fragilidad. Jo-Beth había visto esa expresión con demasiada frecuencia, y no se dejó impresionar por ella.
—Anoche conocí a un chico, mamá —dijo Jo-Beth, decidida a hablar con toda franqueza—. Se llama Howard Katz. Su madre era Trudi Katz.
El rostro de Joyce perdió toda su delicadeza. En su lugar, una expresión misteriosa apareció en él, como de satisfacción.
—¿No te lo decía yo? — murmuró, como si hablara consigo misma, mientras se volvía hacia la ventana.
—¿No decías tú, qué?
—Que aquello no podía haber terminado, no podía haber terminado para siempre.
—Mamá, haz el favor de explicarte.
—No fue casualidad. Todos sabemos que no fue por casualidad. Ellos tenían sus razones.
—¿Quiénes eran los que tenían sus razones?
—Necesito que el pastor venga.
- ¿Quiénes eran los que tenían sus razones?
Joyce se levantó sin contestar.
—¿Dónde está? — dijo, con voz repentinamente profunda. Se dirigió hacia la puerta—. Tengo que verle.
—¡Bien, mamá, muy bien, de acuerdo, anda, cálmate!
Ya en la puerta, Joyce se volvió hacia Jo-Beth. Tenía los ojos arrasados en lágrimas.
—No puedes acercarte siquiera al hijo de Trudi —dijo—. ¿Me oyes? No puedes verle, hablarle, ni pensar en él siquiera. Prométemelo.
—No puedo prometer una tontería como ésa.
—No has hecho nada con él, ¿verdad?
—¿A qué te refieres?
—¡Dios mío! ¡Lo has hecho!
—No, no he hecho nada.
—No me mientas —suplicó su madre, apretando las manos hasta transformarlas en puños huesudos—. ¡Tienes que rezar, Jo-Beth!
—No quiero rezar. Sólo deseaba que me ayudases, nada más. ¡No necesito rezos!
—Ya se te ha metido dentro. Nunca habías hablado así, hasta ahora.
—¡Pero es que tampoco había sentido así hasta ahora! — replicó ella.
Contenía las lágrimas a duras penas; rabia y miedo, todo mezclado. Era inútil que escuchara a su madre, no iba a darle otra cosa que exhortaciones a rezar. Jo-Beth fue hacia la puerta con tal ímpetu que su madre se dio cuenta de que sería inútil todo lo que intentara para detenerla. En vista de ello no se opuso. Se hizo a un lado, dejándola irse, pero cuando Jo-Beth iba ya por la escalera, la llamó.
—¡Vuelve, Jo-Beth, vuelve! ¡Jo-Beth! ¡Jo-Beth! ¡Jo-Beth! ¡Jo-Beth!
Howie abrió la puerta a su belleza bañada en lágrimas.
—¿Qué te ocurre? — preguntó, al tiempo que la conducía adentro.
Jo-Beth se llevó las manos al rostro y sollozó. Howie la arropó en sus brazos.
—De acuerdo —dijo—, no te preocupes.
Los sollozos de Jo-Beth fueron disminuyendo, luego se apartó un poco de él, y quedó sola, en medio de la habitación, con aire de desamparo, enjugándose las lágrimas con el revés de la mano.
—Perdona —dijo.
—¿Pero qué ha ocurrido?
—Es una historia muy larga de contar. De la época juvenil de tu madre y de la mía.
—¿Se conocían?
Ella afirmó con la cabeza.
—Eran íntimas amigas.
—Entonces estaba escrito en las estrellas —murmuró él, sonriendo.
—Me parece que no es así como mi madre lo ve.
—¿Y por qué no? Hijo de su mejor amiga...
—¿Te contó tu madre alguna vez por qué se fue de Grove?
—Estaba soltera.
—También mi madre.
—A lo mejor es que era más valiente que mi...
—No, me refiero a otra cosa: quizás esto sea algo más que pura coincidencia. Toda mi vida he oído rumores sobre lo que sucedió antes de que yo naciera. Sobre mi madre y sus amigas.
—Yo, de todo eso, lo ignoro todo.
—Sólo sé fragmentos. Eran cuatro. Tu madre; la mía; una chica que se llamaba Carolyn Hotchkiss, cuyo padre vive todavía en Grove; y otra, no recuerdo cómo se llamaba: Arleen no sé qué más. Fueron atacadas, creo que violadas.
Howie ya no sonreía.
—¿Mi madre? — murmuró—. ¿Por qué no me lo habrá dicho nunca?
—Pues porque a nadie se le ocurre decir a un hijo que fue concebido así.
—¡Dios mío!, violada...
—Quizá no fuera así, y lo entendí mal —dijo Jo-Beth, mirando a Howie.
Howie tenía el rostro contraído, como si acabasen de abofetearle.
—Yo he vivido toda mi vida con esos rumores, Howie. He visto a mi madre volverse medio loca por su causa. Hablando del demonio todo el tiempo. Yo me asustaba mucho cuando empezaba así. Y cuando decía que Satanás se había fijado en mí, me ponía a rezar para hacerme invisible y que el diablo no pudiera verme.
Howie se quitó las gafas y las echó sobre la cama.
—No te he contado por qué he venido aquí, la verdadera razón —dijo—, y pienso..., pienso que ya debiera habértelo dicho. Verás, vine porque no tengo la menor idea de quién soy. Quería saber algo sobre Grove, y el porqué mi madre se había ido de aquí.
—Y ahora te arrepientes de haber venido.
—No, eso no, porque si no hubiese venido, no te hubiera conocido. Ni me habría..., habría enamorado.
—¿De alguien que tal vez es tu propia hermana?
La expresión de abofeteado que tenía se suavizó.
—No —dijo—, eso no puedo creerlo.
—Pues yo te reconocí nada más entrar en el restaurante. Y tú a mí. ¿Por qué?
—Flechazo.
—Ojalá.
—Esto es lo que siento, y también tú lo sientes. Sé que es amor.
Y tú misma lo dijiste.
—Esto fue antes.
—Te amo, Jo-Beth.
—No puedes amarme. No me conoces.
—¡Claro que te conozco! Y no pienso renunciar a ti a causa de unos chismes. Ni siquiera sabemos si son ciertos. — Hablaba con tal vehemencia que había dejado de tartamudear—. Todo esto podría no ser más que una sarta de mentiras, ¿no te parece?
—Podría ser —admitió ella—, pero ¿por qué iba alguien a inventar una historia así? ¿Por qué ni tu madre ni la mía nos han dicho nunca quiénes eran nuestros padres?
—Nos enteraremos.
—¿Por quién?
—Pregunta a tu madre.
—Ya lo he intentado.
—¿Y...?
—Me ha dicho que no me acerque a ti. Que ni siquiera piense en ti...
Había dejado de llorar mientras hablaba. Y ahora, al pensar de nuevo en su madre, las lágrimas volvieron a brotar.
—Pero esto no puedo pararlo ya, ¿verdad?
Lo dijo como si pidiera ayuda a la fuente misma que acababa de serle prohibida.
Howie, mirándola, pensó que le gustaría ser tan loco como Lem decía que era, porque así se sentiría libre de toda censura, como les ocurre a los animales, a los idiotas y a los bebés; la besaría, y la arrullaría. No era posible descartar que fuese realmente su hermana, pero la libido de Howie se reía de los tabúes.
—Debo irme —dijo ella, como si sintiera su emoción—, mi madre desea ver al pastor.
—¿Quieres decir que con cuatro rezos a lo mejor desaparezco?
—Eso no es justo.
—Haz el favor de quedarte un rato —dijo él, persuasivo—. No hablaremos. No haremos nada. Quédate aquí, sólo eso.
—Estoy cansada.
—Bien, entonces, dormiremos.
Se acercó y acarició con suavidad el rostro de Jo-Beth.
—Ninguno de los dos ha dormido bastante esta noche —dijo.
Jo-Beth suspiró, movió afirmativamente la cabeza.
—A lo mejor todo esto se aclara sólo con que lo dejemos estar.
—Eso espero.
Howie se excusó y fue corriendo al cuarto de baño, a vaciarse la vejiga. Cuando volvió, vio que Jo-Beth se había quitado los zapatos y estaba echada en la cama.
—¿Hay sitio para dos?
—Sí —susurró ella.
Howie se tendió junto a ella, tratando de no pensar en lo que había esperado que harían los dos juntos entre aquellas sábanas.
Jo-Beth volvió a suspirar.
—Todo se arreglará —dijo Howie—; anda, duerme un poco.
-2-
Casi todo el público reunido allí para presenciar el último espectáculo de Buddy Vance se había marchado ya cuando Grillo volvió al bosque. Al parecer habían decidido que no valía la pena seguir esperando. Una vez dispersados los espectadores, los guardias que formaban la barrera habían relajado bastante la vigilancia. Grillo saltó por encima de la cuerda y se acercó al policía que parecía estar al frente de la operación. Se presentó y explicó su objetivo.
—No le puedo contar mucho —contestó el hombre a las preguntas de Grillo—. Tenemos cuatro escaladores buscando por allá abajo, pero sólo Dios sabe cuánto tardaremos en sacar el cadáver. Todavía no lo hemos encontrado. Por lo que Hotchkiss nos ha contado, ahí abajo hay todo tipo de ríos subterráneos. El cadáver podría estar ya en el Pacífico.
—¿Van a seguir trabajando durante toda la noche?
—Sí, me parece que no tendremos otro remedio. — Se miró el reloj de pulsera—. Todavía quedan cuatro horas de luz. Después necesitaremos recurrir a las linternas.
—¿Ha explorado alguien esas cuevas? — preguntó Grillo—. ¿Hay mapas de ellas?
—No creo que se sepa. Mejor será que pregunte a Hotchkiss. Es ese sujeto de negro que está ahí delante.
Grillo volvió a presentarse. Hotchkiss era un individuo alto y ceñudo, con la ropa holgada y el aire de quien acaba de perder mucho peso.
—Me han dicho que usted es un experto en esas cuevas —dijo Grillo.
—Sólo por defecto —contestó Hotchkiss—. No hay nadie aquí que sepa más que yo. — Sus ojos apenas se fijaron en Grillo. Giraban de un lado a otro, como si buscaran dónde reposar—. ¿Qué hay debajo de nosotros? — añadió Hotchkiss—. Eso es algo que nadie parece preguntarse.
—¿Y usted?
—Yo sí que me lo pregunto.
—¿Ha hecho algún tipo de estudio sobre ello?
—Sólo como aficionado —explicó Hotchkiss—. Hay cosas que se apoderan de uno, por decirlo así. Y ésta se apoderó de mí.
—O sea, que usted ha estado allá abajo.
Los ojos de Hotchkiss dejaron de vagar y se posaron en Grillo durante unos segundos.
—Hasta esta mañana, estas cuevas permanecieron selladas, Mr. Grillo. Yo mismo las cerré hace muchos años. Eran, bueno, son un peligro para la gente inocente.
«Inocente —anotó mentalmente Grillo—. Curiosa palabra.»
—El policía con el que he hablado...
—Spilmont.
—Sí, justo, me dijo que allá abajo hay ríos.
—Allá abajo hay todo un mundo, Mr. Grillo, del que lo ignoramos casi todo. Y cambia constantemente. Seguro que hay ríos, pero también muchas cosas más. Especies enteras que nunca han visto el sol.
—No parece muy divertido.
—Se adaptan —dijo Hotchkiss— como todos hacemos. Viven dentro de sus limitaciones. Al fin y al cabo, tenemos nuestra casa sobre una falla del terreno que puede abrirse en cualquier momento, y nos adaptamos.
—Yo trato de no pensar en ello.
—Ésa es su manera de resolver el problema.
—¿Y la suya?
Hotchkiss sonrió apretada y levemente, entornando los ojos al mismo tiempo.
—Hace unos años pensé irme de Grove. Tenía... malas asociaciones para mí.
—Pero se quedó.
—Descubrí que yo mismo era la totalidad de mis... adaptaciones —contestó Hotchkiss—. Cuando la ciudad se hunda..., bien, yo me hundiré con ella.
—¿Y cuándo ocurrirá eso?
—Palomo Grove está edificado sobre un terreno muy malo. La tierra que tenemos bajo nuestros pies parece lo bastante sólida, pero se mueve.
—De modo que tal vez toda la ciudad acabe siguiendo el camino de Buddy Vance, ¿es eso lo que quiere decir?
—Puede citarme, pero sin dar mi nombre.
—Muy bien, de acuerdo.
—¿Tiene ya todo lo que necesitaba?
—Más que suficiente.
—Pues nosotros no —observó Hotchkiss—, todavía nos quedan malas noticias. Dispénseme, haga el favor.
Se había producido una súbita galvanización de fuerzas en torno a la fisura. Hotchkiss se alejó a grandes zancadas a inspeccionar la subida del cadáver de Buddy Vance, dejando a Grillo con una frase que cualquier comediante le hubiera envidiado.
Tommy-Ray estaba en su dormitorio, y sudaba. Lo había dejado a oscuras, ventanas cerradas y cortinas corridas. Todo cerrado, el cuarto se había convertido en un horno, pero el calor y la sombra le sentaban bien. En su abrazo no se sentía tan solo y tan expuesto como al aire brillante y claro de Grove. Allí podía oler sus propios jugos, que los poros exudaban; su rancio aliento cuando salía de la garganta y se le esparcía rostro abajo. Si Jo-Beth le había engañado, tendría que buscar otra compañía, ¿y qué mejor comienzo que a solas consigo mismo?
Al comienzo de la tarde la había oído volver a casa, y hablar con su madre, pero no trató de cazar al vuelo las palabras que se decían. Si su patético romance había terminado, ¿y qué otra causa podían tener sus lágrimas cuando bajaba las escaleras?, era culpa de ella y sólo de ella. Él, por su parte, tenía cosas más importantes en qué pensar.
Echado en la cama, con aquel calor, acudían a su mente las imágenes más extrañas. Y todas surgían de una oscuridad con la cual, aun con las cortinas corridas de su cuarto, no podía competir. ¿Era ésta, quizá, la razón de que, hasta entonces, las imágenes fueran incompletas? Fragmentos de un esquema que deseaba apasionadamente comprender, pero que seguía escapándosele. En él había sangre, roca, un ser pálido que se retorcía y que sólo de ver se le revolvían las tripas. Y había un hombre al que no llegaba a distinguir bien, pero estaba seguro de que si seguía sudando de esa forma acabaría por aparecérsele.
Y en cuanto eso ocurriera, la espera de Tommy-Ray habría terminado.
Primero fue un grito de alarma desde el fondo de la fisura. Los hombres se situaron en torno al agujero, entre ellos Spilmont y Hotchkiss, preparados para tirar de la cuerda y sacar a los que estaban abajo, pero lo que ocurría en el fondo era demasiado violento para que pudieran controlarlo desde la superficie. El policía más próximo a la hendidura lanzó un grito cuando se dio cuenta de que la cuerda que estaba sujetando se tensaba en su mano enguantada y lo impulsaba hacia el borde mismo, como a un pez que ha mordido el anzuelo. Spilmont le salvó agarrándole por detrás el tiempo suficiente para permitirle que se quitara los guantes. Cuando los dos cayeron de espaldas al suelo, los gritos de abajo se multiplicaron, suplementados por las advertencias de los de arriba.
- ¡Está abierto! — gritó alguien—. ¡Por Dios bendito, si está abierto!
Grillo era cobarde hasta que olía alguna noticia; pero, en cuanto eso ocurría, se sentía dispuesto a enfrentarse con lo que fuese. Pasó, empujando a Hotchkiss y al policía, para ver mejor lo que estaba ocurriendo. Nadie lo detuvo, ya todos estaban bastante ocupados con atender a su propia seguridad. De la fisura abierta salía polvo, que cegaba a los hombres que hacían de ancla y sostenían las cuerdas de las que dependía las vidas del equipo de salvamento. Mientras Grillo miraba, uno de los hombres fue arrastrado hacia la hendidura de cuyo fondo subían gritos que hacían temer una matanza. El hombre que era arrastrado añadió los suyos al coro general cuando vio que la tierra bajo sus talones se pulverizaba. Alguien se abalanzó hacia él, pasando junto a Grillo en medio de la confusión reinante y tratando de agarrarle, pero llegó demasiado tarde. La cuerda tiraba y el hombre desapareció de la vista de todos. Grillo adelantó tres pasos hacia el superviviente, sin apenas distinguir el suelo, o la ausencia del mismo, que había bajo sus pies, pero sintiendo sus temblores, los cuales le subían por las piernas hasta la espina dorsal, sembrando el caos en sus pensamientos. Con las piernas bien abiertas para mantener el equilibrio, alargó la mano boquete abajo en un intento de auxiliar al caído. Era Hotchkiss, el rostro ensangrentado por haberse golpeado con la tierra y la mirada llena de desconcierto. Grillo gritó su nombre, y el otro contestó asiéndose al brazo que Grillo le alargaba, mientras el suelo se resquebrajaba en torno a los dos.
El uno junto al otro, en la cama del motel, ni Jo-Beth ni Howie despertaron, aunque jadeaban y se estremecían como dos amantes que se han salvado de morir ahogados. Los dos habían soñado con agua. Agua de un mar oscuro que los llevaba a un lugar maravilloso. Pero su viaje se había visto interrumpido. Algo que acechaba bajo sus sueños los había aferrado, les había sacado de aquella marea sosegada y arrojado a un túnel de roca y de dolor. Oyeron a hombres que gritaban a su alrededor mientras ellos caían, al encuentro de la muerte, seguidos por sogas como culebras obedientes.
En medio de la confusión, se oyeron el uno al otro, llamándose por sus nombres entre sollozos, pero no tuvieron tiempo de encontrarse en la caída, porque, de pronto, sintieron una oleada ascendente, y helada: agua torrencial de un río que nunca había visto el sol, pero que se elevaba hasta salir por la hendidura, impulsando consigo hombres muertos, soñadores y todo cuanto flotase en su masa antes de esta pesadilla. Las paredes se hicieron borrosas cuando los dos sintieron que ascendían al encuentro del cielo.
Grillo y Hotchkiss se encontraban a cuatro metros de la fisura cuando las aguas brotaron con tal violencia que les hizo dar un salto bajo una lluvia helada. Hotchkiss salió de su aturdimiento. Se agarró fuerte al brazo de Grillo, y gritó:
—¡Mira! ¡Mira!
Había algo vivo en la marea. Grillo lo vio durante un fugaz instante. Era una forma —o formas— que parecía humana en el momento de mirarla; pero que, a pesar de todo, dejó una impresión completamente distinta, como lo que queda en la retina del deslumbramiento de unos fuegos artificiales. Rechazó esa imagen y miró de nuevo, pero lo que había visto, fuera lo que fuese, había desaparecido.
—¡Tenemos que salir de aquí! — oyó gritar a Hotchkiss.
El terreno seguía resquebrajándose. Se arrastraron hacia arriba, escarbando con los pies y las manos en el barro en busca de asidero. Corrieron a ciegas entre la lluvia y el polvo, y no se dieron cuenta de que hablan llegado al perímetro exterior hasta que tropezaron con la cuerda. Uno del equipo de salvamento, con la mano casi destrozada, yacía donde el primer chorro le había lanzado. Más allá de la cuerda y del cadáver, a cubierto de los árboles, se hallaban Spilmont y unos cuantos guardias. Allí, la lluvia era ligera, y repiqueteaba contra el toldo como un chaparrón de verano, mientras, algo más alejada, la tormenta eruptada por la tierra amainaba de forma estentórea.
Empapado en sudor, Tommy-Ray miró al techo y rompió a reír. No había tenido una experiencia como aquélla desde hacía dos veranos, en Topanga, cuando una marea monstruosa levantó un oleaje impresionante. Él, Andy y Sean cabalgaron sobre las olas durante cuatro horas, embriagándose de velocidad.
—Ya estoy listo —dijo, mientras se secaba el agua salada de los ojos—. Listo y dispuesto. Ven de una vez y cógeme, quienquiera que seas.
Howie parecía muerto, echado sobre la cama, encogido, los dientes apretados y los ojos cerrados. Jo-Beth se apartó de él, la mano contra la boca, para detener el pánico.
- ¡Dios mío, perdóname! — Las palabras salieron de su boca apagadas por los sollozos.
Habían hecho mal incluso en estar echados en la misma cama. Era un delito contra las leyes de Dios tener el sueño que ella había tenido (con Howie, desnudo, a su lado, en un mar cálido, los cabellos de ambos entrelazados como a ella le hubiera gustado que hubiesen estado también sus cuerpos). ¿Y qué le había traído ese sueño? ¡Un cataclismo! Sangre, roca y lluvia terrible que habían matado a Howie mientras dormía.
—¡Dios mío, perdóname!.
Howie abrió los ojos tan de repente que Jo-Beth interrumpió su plegaria.
—¡Howie! ¿Estás vivo? — dijo.
Él se estiró, se incorporó para coger sus gafas, que estaban junto a la cama. Se las puso, y entonces se dio cuenta del sobresalto de Jo-Beth.
—¿También has soñado tú? — preguntó.
—¡No era un sueño! ¡Era algo real! — Jo-Beth temblaba de pies a cabeza—. ¿Qué habremos hecho, Howie?
—Nada —respondió, carraspeando un refunfuño—. No hemos hecho nada.
—Mamá tenía razón. No debí...
—Olvídalo —dijo él, alargando las piernas hasta el borde de la cama y levantándose—. No hemos hecho nada malo.
—¿Pues qué era eso, entonces? — preguntó Jo-Beth.
—Una pesadilla.
—¿Los dos al mismo tiempo?
—Quizá no haya sido igual —dijo él, tratando de calmarla.
—Yo flotaba a tu lado, después me hundí. Había hombres que gritaban...
—¡Basta! — exclamó él.
- ¡Era lo mismo!
—Sí.
—¿Lo ves? — dijo ella—. Cualquier cosa que haya entre nosotros... está mal. Quizá sea obra del diablo.
—No puedes creer una cosa así.
—La verdad es que ya no sé lo que creo —dijo ella.
Howie se le acercó, pero Jo-Beth lo detuvo con un ademán.
—No, Howie, no está bien. No debemos tocarnos. — Se dirigió hacia la puerta—. He de irme.
—Esto es...es...es —dijo Howie.
Pero ni sus tartamudeos podían impedir que ella se fuese. En ese momento intentaba abrir el cerrojo de seguridad que Howie había echado al entrar ella en el cuarto.
—Yo te abro —dijo, adelantándose para hacerlo.
Howie prefirió el silencio a pronunciar cualquier palabra de consuelo, y ella lo rompió con una sola:
—Adiós.
—No nos das tiempo a pensar bien todo este asunto.
—Tengo miedo, Howie —dijo Jo-Beth—. Llevas razón, no creo que esto sea cosa del diablo. Pero, entonces, ¿de quién es? ¿Se te ocurre alguna respuesta?
Jo-Beth apenas podía contener sus emociones. Abría la boca, ansiosa, como si intentara tragar algo sin conseguirlo. El espectáculo de su angustia llenó a Howie de deseos de abrazarla, pero lo que se le pedía la noche anterior ahora estaba prohibido.
—No —respondió, al cabo de unos segundos—, no se me ocurre ninguna.
Jo-Beth aprovechó esas palabras para salir dejando a Howie junto a la puerta. Él contó hasta cinco, desafiándose a seguir allí, inmóvil, y dejar que se fuera, a pesar de que se daba perfecta cuenta de que lo ocurrido entre ellos dos era lo más importante que le había sucedido en los dieciocho años que llevaba respirando el aire del planeta Tierra. Al llegar a cinco, cerró la puerta.
CUARTA PARTE
ESCENAS PRIMIGENIAS
I
Grillo nunca había visto tan feliz a Abernethy. Casi dio un salto cuando Grillo le dijo que la historia de Buddy Vance había empezado a adquirir matices de cataclismo, y que él mismo lo había presenciado.
—¡Empieza a escribir! — le dijo—. Alquila una habitación en la ciudad, yo la pago, ¡y ponte a escribir! ¡Te reservo la primera página!
Si lo que Abernethy quería era incitar a Grillo con lugares comunes de película para niños, le falló por completo. Lo ocurrido en las cavernas le había dejado desconcertado, pero la idea de que alquilase una habitación le pareció buena. Aunque se había repuesto en el bar donde él y Hotchkiss se lo contaron todo a Spilmont, se sentía sucio y exhausto.
—¿Y qué me dices del Hotchkiss ése? — preguntó Abernethy—. ¿Qué cuenta?
—Pues no lo sé.
—Averígualo. Y averigua también algo de fondo sobre Vance. ¿Has estado ya en la casa?
—Da tiempo al tiempo.
—Tú eres el que está en el ajo —dijo Abernethy—. Se trata de tu historia. Adelante con ella.
Grillo se vengó de Abernethy, aunque de una manera ruin: alquiló la habitación más cara que había y en el «Hotel Palomo». en Stillbrook Village; pidió champaña y una hamburguesa poco pasada, y, además dio, tal propina al camarero que éste llegó incluso a preguntarle si no se había equivocado. La bebida le aligeró la cabeza; era su estado de ánimo favorito para llamar a Tessla. Pero no se hallaba en casa. A Abernethy le dejó recado con su nueva dirección, y luego buscó a Hotchkiss en la guía telefónica y también le llamó. Había oído a Hotchkiss contar su versión de la historia a Spilmont, pero sin decir ni una palabra de lo que ambos habían entrevisto cuando salían de la grieta. Grillo, de la misma manera, había preferido no comentar nada sobre el tema, y la falta de preguntas al respecto le hacía pensar que ninguna otra persona había estado lo bastante cerca de la grieta para verlo. Él quería comparar impresiones con Hotchkiss, pero fue en vano. O no se encontraba en su casa o había decidido no contestar al teléfono.
En vista de que esa línea de investigación estaba bloqueada, Grillo concentró su atención en la mansión de Vance. Eran casi las nueve de la noche, pero no hacía daño a nadie si daba un paseo cuesta arriba para echar una ojeada a la finca del muerto. A lo mejor, hasta conseguía convencerles de que le dejasen entrar, si el champaña no le había paralizado la lengua. Desde algunos puntos de vista, el momento era propicio. Esa mañana, Vance había sido el centro de los acontecimientos de Palomo Grove. Sus parientes, si les gustaba hallarse en el punto de atención —y a poca gente no le gustaba eso—, podían esperar su momento para escoger entre los candidatos al oír su historia. Pero, ahora, la muerte de Vance se había visto postergada por una tragedia mayor, y más reciente. Grillo, por consiguiente, esperaba encontrar a la gente más dispuesta a hablar ahora que poco antes, al mediodía.
Se arrepintió de haber tomado la decisión de ir a pie. La Colina era más empinada de lo que parecía desde abajo, y estaba mal iluminada. Pero tenía sus compensaciones. La calle estaba desierta, de modo que podía dejar la acera e ir por el centro de la calzada, admirando las estrellas según aparecían sobre su cabeza. La calle terminaba ante el portal mismo. A partir de «Coney Eye» no había otra cosa que cielo.
La puerta principal no estaba vigilada, pero sí cerrada. Una puerta lateral, sin embargo, permitió a Grillo meterse por un camino que serpenteaba entre una doble fila de indisciplinadas plantas de hoja perenne, iluminadas alternativamente de verde, amarillo y rojo, hasta la fachada de la casa, enorme y como era de esperar: un palacio que resaltaba sobre la estética de Grove desde cualquier punto de vista que se le mirase. No había huella alguna del estilo mediterráneo, o ranchero, o español, o incluso Tudor o colonial moderno. La mansión entera parecía una barraca do feria en plena efervescencia, y su fachada aparecía pintada con los mismos colores que iluminaban las filas de plantas. Sus ventanas estaban rodeadas de luces que en seguida se apagaron. «Coney Eye», observó Grillo, era un pedazo de la Isla: el homenaje de Vance al carnaval. Dentro había luces. Grillo pulsó el timbre; entonces se dio cuenta de que estaba siendo escudriñado por cámaras situadas encima de la puerta. Una mujer de aspecto oriental —quizá fuese vietnamita— abrió la puerta y le informó de que, en efecto, Mrs. Vance se hallaba, en casa. Le pidió que hiciera el favor de esperar en el vestíbulo mientras ella iba a ver si la señora de la casa estaba visible. Grillo le dio las gracias y esperó en tanto la mujer subía la escalera.
Dentro era igual que fuera: un templo carnavalesco. Todo el vestíbulo estaba decorado con cualquier clase de adornos de carnaval: anuncios multicolores de túneles del amor, de carruseles, de trenes fantasma, de espectáculos espeluznantes, de combates de boxeo, de funciones cómicas, de valses, de toboganes y de bailes con sorpresa. Las imágenes eran más bien toscas, obra de pintores que sabían que su oficio estaba al servicio del comercio y, por consiguiente, no tenía valor duradero. Un examen más atento las dejaba reducidas a lo que eran; su abigarrado aplomo tenía por objeto levantarse ante una muchedumbre, no ser escudriñado atentamente y a plena luz. Colgando todas esas cosas juntas, se conseguía que la vista no descansara, que saltase de uno a otro, y el conjunto, a pesar de su evidente vulgaridad, hizo sonreír a Grillo. Esto era, sin duda, lo que Vance había buscado. Pero la sonrisa desapareció del rostro de Grillo cuando Rochelle Vance apareció en lo alto de la escalera y comenzó a bajar los escalones.
Grillo nunca había visto un rostro tan perfecto como aquél. A cada paso que daba, él esperaba encontrar un término medio, una posibilidad de llegar a un acuerdo con tanta perfección, pero no la había. Grillo pensó que ella era de origen caribeño, y en sus facciones atezadas se veían esas indolentes líneas, propias del Caribe. Su cabello, recogido tirante en la nuca, resaltaba la bóveda de su frente y la simetría de sus cejas. No llevaba joyas, y su vestido negro era de la mayor simplicidad.
—Mr. Grillo —dijo ella—, soy la viuda de Buddy.
Esas palabras, a pesar del vestido negro, le parecieron a Grillo fuera de lugar. Aquella mujer no parecía que acabase de levantar la cabeza de una almohada empapada en lágrimas.
—¿En qué puedo servirle? — añadió Mrs. Vance.
—Soy periodista...
—Sí, eso me ha dicho Ellen.
—Quería hacerle unas preguntas acerca de su marido.
—Es un poco tarde.
—He estado casi toda la tarde en el bosque.
—¿Ah, sí? Entonces, usted es ese Mr. Grillo.
—¿Cómo dice?
—Uno de los policías estuvo aquí... —Se volvió a Ellen—: ¿cómo se llamaba?
—Spilmont.
—Sí, eso, Spilmont. Bien, pues vino aquí a contarme lo ocurrido. Y mencionó el gran heroísmo de usted.
—No fue tanto heroísmo.
—Suficiente para merecerse una noche de descanso, diría yo —respondió ella—, en lugar de seguir trabajando.
—Me gustaría saber lo que ocurrió.
—Sí, muy bien, entre.
Ellen abrió una puerta a la izquierda del vestíbulo. Mientras Rochelle conducía a Grillo al interior de la casa, fue dictándole las condiciones:
—Contestaré a sus preguntas lo mejor que pueda, pero sólo en el caso de que se ciñan a la vida profesional de Buddy. — Hablaba sin el mejor vestigio de acento. ¿Se habría educado en Europa?—. No sé nada de sus otras mujeres, de modo que no se moleste usted en preguntarme sobre ellas. Ni tampoco pienso hablar de sus vicios. ¿Le apetece un café?
—Mucho —dijo Grillo, que se dio cuenta de que ya estaba haciendo lo que solía hacer en sus entrevistas: aquilatar el tono, las maneras del entrevistado.
—Un café para Mr. Grillo, Ellen —pidió Rochelle, e hizo un gesto invitando a Grillo a sentarse—, y para mí un vaso de agua.
La habitación donde habían entrado ocupaba toda un ala de la casa y tenía dos plantas, en la segunda de las cuales había una galería corrida que ocupaba las cuatro paredes. Éstas, como las del vestíbulo, eran una verdadera confusión de imágenes: invitaciones, seducciones y avisos se disputaban la atención del visitante. ¡La Mejor Cabalgata de su Vida!, prometía, modestamente, un letrero; ¡Todo el Goce que Usted sea Capaz de soportar!, anunciaba otro: ¡Y Más Todavía!
—Ésta es sólo una parte de la colección de Buddy —le informó Rochelle—; hay más en Nueva York. Tengo entendido que es la mayor colección privada que existe.
—No sabía que hubiese alguien que coleccionase cosas como éstas.
—Buddy decía que éste es el verdadero arte de Estados Unidos. Tal vez tuviera razón, lo que, por cierto, sería significativo...
Siguió divagando, y era evidente que aquel desfile de estridencias no le decía nada. La expresión que se imprimía en su rostro, tan libre de cualquier error artístico, tenía una fuerza tanto más angustiosa.
—Dispersará usted la colección, me imagino —dijo Grillo.
—Depende del testamento —repuso ella—; a lo mejor resulta que no es mía.
—No se siente unida sentimentalmente a ella, ¿verdad?
—Pienso que esa pregunta entra en el apartado de la intimidad —fue la respuesta.
—Sí, quizá tiene razón.
—Pero estoy convencida de que la obsesión de Buddy era bastante inofensiva.
Se levantó, oprimió un botón situado entre dos tableros de la fachada de una barraca de tren fantasma. En ese momento, luces multicolores se encendieron detrás de la pared de cristal del fondo de la habitación.
—Permítame que le muestre algo —dijo ella. Anduvo a lo largo de la habitación y se metió en la sopa de colores.
Allí se amontonaban las piezas de la colección que eran demasiado grandes para la casa. Un rostro tallado, de casi cuatro metros de altura, cuya boca abierta, armada de dientes de sierra, había servido de entrada a un tobogán. Un letrero iluminado que anunciaba El Muro de la Muerte. Una locomotora en relieve, de tamaño natural, conducida por esqueletos, a punto de entrar a toda velocidad en un túnel.
—Santo cielo —fue lo único que se le ocurrió decir a Grillo.
—Ahora comprenderá usted por qué lo abandoné.
—No lo sabía —replicó Grillo—, ¿no vivía usted aquí?
—Lo intenté —dijo ella—, pero fíjese qué casa tenía. Era como entrar en la mente de Buddy. Le gustaba causar impresión en todas partes, y a todo el mundo. Aquí no había sitio para mí. Por lo menos mientras no estuviese dispuesta a hacer las cosas como a él le gustaban.
Se quedó mirando la gigantesca boca.
—Fea, ¿no le parece?
—Yo de estas cosas no entiendo —respondió Grillo.
—¿Pero es que no le ofende?
—Hombre, si me cogiera con resaca...
—Él solía decirme que no tengo sentido del humor. Y todo porque no encuentro divertidas estas... cosas suyas. La verdad es que tampoco él me parecía muy divertido. Como amante, sí..., como amante era estupendo. Pero divertido, lo que se dice divertido, no, en absoluto.
—¿Es off the record todo esto?
—¿Le importaría mucho si le dijera a usted que sí? Ya he tenido bastante mala publicidad en mi vida y sé perfectamente que a los periodistas les tiene sin cuidado la intimidad de las personas.
—Pero usted es quien me cuenta estas cosas.
Ella dejó de observar la gigantesca boca para mirar a Grillo.
—Sí, justo, yo lo cuento —dijo. Y añadió, después de una pausa—: Tengo frío. — Volvió al interior de la estancia, donde Ellen les servía ya el café.
—Déjalo —dijo Rochelle—, yo me encargo.
La vietnamita permaneció en la estancia el tiempo necesario para que su actitud no pudiera ser considerada como servil, después salió.
—De modo que ahí tiene usted la historia de Buddy Vance —dijo Rochelle—. Esposas, dinero y carnaval. Nada que se pueda llamar realmente nuevo, me temo.
—¿Sabe usted si sospechaba lo que iba a ocurrirle? — preguntó Grillo cuando los dos se hubieron acomodado de nuevo.
—¿Su muerte? Lo dudo. No era de los que piensan de esa manera. ¿Crema?
—Sí, por favor. Y azúcar.
—Sírvase. ¿Son esas las noticias que les gustan a sus lectores? ¿Que Buddy vio venir a su muerte en sueños?
—Cosas más extrañas han ocurrido —dijo Grillo, y sus pensamientos, inevitablemente, volvieron a la grieta, y a los que escaparon por ella.
—No, no lo creo —replicó Rochelle—, yo, la verdad, es que no veo muchos milagros por ahí. — Apagó las luces del otro lado de la pared de cristal—. Cuando yo era una niña, mi abuelo me enseñó a influir en otros pequeños.
—¿Y cómo?
—Muy sencillo, con la voluntad. Era una cosa que él había hecho toda su vida. Y me la enseñó a mí. No resultaba difícil. Yo, con mi voluntad, conseguía que los niños dejaran caer sus helados al suelo. Les hacía reír sin que supieran por qué: y a mí me parecía lo más fácil del mundo. Entonces sí que había milagros a la vuelta de cada esquina. Pero ya no sé hacerlo. De mayores se nos olvidan esas cosas. Todo cambia, pero a peor.
—Su vida no puede ser tan mala —dijo Grillo—. Sé muy bien que está angustiada por...
—Que le den por el culo a mi angustia —repuso Rochelle de pronto—. Buddy ha muerto, y yo estoy aquí, esperando a ver quién ríe el último.
—¿Se refiere al testamento?
—Sí, eso es, al testamento. A sus mujeres. A los bastardos que van a surgir por todas partes. Y ya ve, hasta ha conseguido hacerme caer en uno de sus túneles misteriosos. — Sus palabras estaban cargadas de sentimiento, pero las decía con mucha serenidad—. Bien, ya puede irse a su casa y convertir en prosa inmortal todo esto que le he dicho.
—Pienso seguir aquí, en la ciudad hasta que encuentren el cuerpo de su marido.
—No lo encontrarán —dijo Rochelle—; han renunciado a buscarlo.
—¿Cómo?
—Eso es lo que Spilmont vino a explicarme. Han perdido cinco hombres ya. Al parecer, de todas formas, las posibilidades de encontrarle son remotas, de modo que no vale la pena arriesgarse.
—¿Y eso la preocupa?
—¿No tener un cuerpo que enterrar? Pues, no, la verdad. Es mejor recordarle sonriente que saliendo de un hoyo. De modo que, ya ve, su historia termina aquí. El funeral se celebrará en Hollywood; al menos eso supongo. El resto, como dicen, es pura historia televisiva. — Entonces, se levantó, con lo que puso fin a la entrevista.
Grillo tenía abundancia de preguntas por hacer, casi todas sobre el único tema del que Rochelle se había declarado dispuesta a hablar, y que, sin embargo, seguía sin mencionar todavía: la vida profesional de su marido. Había unas pocas lagunas que Tesla no sería capaz de llenar, de eso Grillo estaba convencido de ello. Mejor que seguir acosando a la viuda de Vance hasta hacerla perder la paciencia, prefirió renunciar a las preguntas. Ya había conseguido más información de la que esperaba.
—Gracias por recibirme —dijo, estrechando su mano. Tenía los dedos finos como ramitas—. Ha sido usted muy amable.
—Ellen le acompañará hasta la puerta —dijo ella.
—Gracias.
La vietnamita lo esperaba en el pasillo. Y, cuando abrió la puerta de la calle, tocó en el brazo a Grillo. Éste la miró. Ella lo observó con ojos que pedían silencio y le puso un pedazo de papel en la mano. Sin decir una sola palabra, lo acompañó hasta fuera y luego cerró la puerta.
Grillo esperó hasta salir del alcance de la vigilante cámara para desdoblar el papel. Tenía escrito un nombre de mujer: Ellen Nguyen, y una dirección del barrio de Deerdell. Buddy Vance podría estar entenado, pero se diría que su historia aún trataba de salir a la luz. Las historias tienen una habilidad especial para eso, le decía su experiencia a Grillo. Él estaba convencido de que nada, lo que se dice nada, podía permanecer mucho tiempo en secreto, por mucho poder que tuvieran las fuerzas interesadas en imponer silencio. Los conspiradores conspirarían todo lo que quisieran, los matones tratarían de apretar bien sus mordazas, pero la verdad, o, por lo menos, algo parecido a la verdad, acabaría por salir a la luz, tarde o temprano, y, con mucha frecuencia, de la manera más insólita. Era raro que los datos concretos y específicos revelasen la vida que late detrás de la vida. Con frecuencia eran los rumores, las pintadas, las tiras cómicas, las canciones de amor lo que la revelaban. Lo que la gente contaba entre hipidos cuando se emborrachaba, o entre dos polvos, o lo que se leía en la pared del retrete.
El arte subterráneo, como las figuras que había entrevisto en el chorro de agua, era lo que cambiaba el mundo.
II
Jo-Beth estaba echada en la cama, en la oscuridad, atenta a la brisa que ahuecaba las cortinas, atrayéndolas hacia la noche. Había ido al cuarto de su madre en cuanto volvió a casa para decirle que no pensaba ver más a Howie. Era una promesa que hacía sin meditarla bien, pero le pareció que su madre ni siquiera la escuchaba. Tenía expresión de angustia; se paseaba por la habitación, retorciéndose las manos y rezando en voz baja. Las oraciones recordaron a Jo-Beth su promesa de avisar al pastor, pero no había llamado. Se serenó lo mejor que pudo, bajó la escalera y telefoneó a la iglesia. El pastor John no estaba allí, había ido a consolar a Angelie Datlow, cuyo marido. Bruce, acababa de morir en la búsqueda del cadáver de Buddy Vance. Ésa fue la primera noticia de la tragedia que Jo-Beth oía. Cortó la conversación y colgó el teléfono, tembloroso. No necesitaba ninguna descripción detallada de aquellas muertes. Las había visto, y también Howie. Su sueño compartido había sido interrumpido por un informe en directo desde el pozo donde Datlow y sus colegas habían muerto.
Se sentó en la cocina: la nevera zumbaba, los pájaros y los escarabajos del patio hacían música ligera, y Jo-Beth trató de dar un sentido a lo insensato. Quizá su visión del mundo era demasiado optimista; pero, hasta entontes, olla había creído que podría enfrentarse personalmente con las cosas de su entorno, sin ayuda ajena. Y pensar eso le tranquilizaba. Pero ahora ya no estaba tan segura. Si le contara a alguien de la iglesia —que eran los que componían su círculo habitual de amistades— lo que había ocurrido en el motel (el sueño del agua, el sueño de la muerte), pensarían lo mismo que su madre: que era cosa del demonio. Cuando se lo contó a Howie, éste le aseguró que no lo creía, y tenía razón. Y si eso era una tontería, entonces también lo era todo lo demás que le habían enseñado.
Incapaz de pensar claro entre tantas confusiones, y demasiado fatigada para tratar de intimidarlas, Jo-Beth se fue a su habitación a echarse. No tenía ganas de dormir, con el trauma de su último sueño aún tan reciente, pero la fatiga acabó con su resistencia. Un collar de escenas, en blanco y negro y con un relucir nacarado, apareció ante sus ojos en el momento mismo de caer en la cama. Howie en el restaurante, Howie en la Alameda, cara a cara con Tommy-Ray, su rostro contra la almohada, y ella le había creído muerto. De pronto, el collar se rompió y las perlas se dispersaron. Jo-Beth se sumió en el sueño.
El reloj marcaba las ocho y media cuando despertó. La casa permanecería en completo silencio. Se levantó, moviéndose con sigilo para evitar que su madre la llamase. Una vez abajo se preparó un bocadillo y se lo subió a su cuarto, donde —una vez consumido el ligero refrigerio—, estaba echada, viendo las cortinas plegarse a la voluntad del viento.
La luz del atardecer había sido suave como crema de albaricoque, pero ya no lo era. La oscuridad estaba casi encima. Jo-Beth notaba su proximidad —anulando distancia, silenciando vida— y se sentía angustiada como nunca. En casas no lejos de la suya había familias que estarían de luto. Mujeres sin marido, niños sin padre, enfrentándose con su primer día de dolor. En otras, la tristeza que había estado guardada debería volver a salir del cajón, para examinarla y llorar sobre ella. Jo-Beth tenía ahora algo muy propio, algo que la transformaba en una parte viva de ese dolor mayor, porque también ella había sufrido una pérdida, y la oscuridad —que tanto quitaba al mundo y tan poco le devolvía— nunca volvería a ser la misma.
A Tommy-Ray le despertó el ruido que hacía la ventana, como una carraca. Se incorporó en la cama. El día había pasado en una fiebre por él mismo creada. La mañana le parecía a más de una docena de horas de distancia, y, sin embargo, ¿qué había hecho en todo este tiempo? Dormir, sólo dormir, y sudar, y esperar una señal.
¿Tal vez era eso lo que oía en ese momento: el charloteo metálico de la ventana, como los dientes de un hombre agonizante? Apartó la sábana. Durante la noche, no sabía a ciencia cierta cuándo, se había desnudado. Su cuerpo quedó reflejado en el espejo, y era delgado, escueto, reluciente. Distraído por la admiración, tropezó, y, al intentar levantarse, se dio cuenta de que había perdido todo contacto con la habitación, la cual, de pronto, se le volvía extraña, tan extraña como él mismo a ella. El suelo se inclinaba como nunca; el armario ropero había quedado reducido al tamaño de una maleta, o, por el contrario, había crecido hasta volverse de un grotesco volumen. Sintió náuseas y alargó la mano en busca de algo sólido por lo que orientarse. Quiso tocar el suelo, pero su mano, o la habitación, contravino esa intención, y fue el marco de la ventana lo que alcanzó. Se quedó quieto, asido a la madera, hasta que se le pasaron las náuseas. Esperando, sintió el movimiento, casi imperceptible, del marco, que le penetraba por los huesos de los dedos hasta las muñecas y los brazos, y, de allí, por los hombros, hasta la espina dorsal. Ese avance le repercutía en la médula de los huesos, lo cual le pareció incomprensible hasta que lo sintió en las vértebras más altas, golpeándole en el cráneo. Y allí, el movimiento, que había sido como un chasquido contra cristal, se convirtió otra vez en sonido: una sucesión de clics y matraqueos que a sus oídos tenían el sentido de un requerimiento.
Tommy-Ray no necesitó que la llamada se repitiese. Soltó el marco de la ventana, volvió, mareado, hacia la puerta. Sus pies tropezaron con la ropa de la que se había despojado durante el sueño. Recogió la camisa de manga corta y los pantalones vaqueros, con el pensamiento vago de que debía vestirse antes de salir de casa, pero sin que hiciera otra cosa que coger la ropa caída por el suelo del cuarto, bajar la escalera y salir a la oscuridad de la parte trasera de la casa.
El patio era grande, y un verdadero caos después de muchos años de abandono. La valla estaba muy caída, y los arbustos plantados para proteger el patio de las acechanzas de la carretera se habían convertido en un macizo muro de follaje. Tommy-Ray se dirigió hacia esa pequeña jungla, guiado por el contador géiger de su cerebro, que se volvía más y más estentóreo a cada paso que daba.
Jo-Beth alzó la cabeza de la almohada aquejada de dolor de muelas. Se tocó con cautela el lado dolorido del rostro y lo sintió muy sensible; casi, se diría, magullado. Se levantó y bajó al vestíbulo para dirigirse al baño. Observó que la puerta del dormitorio de Tommy-Ray estaba abierta, cuando antes la había visto cerrada. Pero si Tommy-Ray se encontraba dentro, ella no lo veía. Tenía las cortinas corridas, de modo que el interior permanecía a oscuras.
Un breve examen de su rostro en el espejo del cuarto de baño la tranquilizó, pues, aunque tanto llorar había dejado huellas en él, seguía intacto. El dolor, sin embargo, seguía en su mandíbula, y le llegaba hasta la base del cráneo. Nunca había sentido algo así. La presión no era constante, sino rítmica, como un pulso que no estuviera regido por el corazón, sino que hubiese entrado en ella procedente de algún otro sitio.
—Detente —murmuró, mientras apretaba los dientes contra las sacudidas, pero el dolor no paraba sino todo lo contrario, le apretaba más la cabeza, como si quisiera exprimirle hasta el último de sus pensamientos.
Tan desesperada se sentía que se puso a conjurar a Howie. Una imagen de luz y risas que oponer a aquel latir irracional surgido tan inesperadamente de la oscuridad. Era una imagen prohibida —la imagen de alguien que había prometido a su madre no volver a ver—, pero no disponía de otra arma. Si no luchaba contra el latir que le golpeaba el cerebro aquél acabaría por convertir sus pensamientos en una masa informe, forzándola a no moverse más que a su ritmo, a su ritmo exclusivamente.
Howie...
Howie la sonrió, saliendo del pasado. Jo-Beth se asió a la luz de su recuerdo, se inclinó sobre el lavabo para salpicarse el rostro con agua fría. Agua y recuerdos redujeron el ataque. Con andar vacilante salió del cuarto de baño y volvió hacia el de Tommy-Ray Su enfermedad, o lo que fuese, tenía que haberle afectado también a él. Desde su más temprana infancia, los dos habían contraído siempre sus virus recíprocos, sufriéndolos juntos. Quizás esta nueva y extraña dolencia hubiera hecho presa en él antes que en ella, y su conducta en la Alameda no fuese otra cosa que una consecuencia de esto. La idea llenó de esperanza a Jo-Beth. Si Tommy-Ray estaba enfermo, sería posible curarle, y entonces, como siempre sucedía, los dos se curarían al mismo tiempo.
Sus sospechas se confirmaron cuando entró en la habitación, que olía a cuarto de hospital; intolerablemente caliente y rancio.
—Tommy-Ray, ¿estás aquí?
Empujó la puerta para abrirla del todo e iluminar mejor la estancia, que estaba vacía. En la cama, un rebujo de sábanas y mantas; en el suelo, la alfombra, toda arrugada como si hubiesen bailado encima una tarantela. Jo-Beth fue hacia la ventana, con intención de abrirla; pero no llegó más que a descorrer las cortinas, porque la escena que se presentó a sus ojos fue bastante fuerte como para impulsarla a bajar la escalera a todo correr, mientras gritaba el nombre de Tommy-Ray. A la luz de la puerta de la cocina le vio cruzar vacilante el patio, los pantalones vaqueros colgándole de una mano y arrastrados por el suelo.
El espeso arbusto del fondo del jardín se movía; y había algo más que viento en él.
- Hijo mío —dijo el hombre que estaba entre los árboles—. Por fin nos encontramos.
Tommy-Ray no veía con claridad al que así le llamaba, pero no le cupo duda de que era el hombre que esperaba. La charla que atronaba su cabeza se suavizó al verle.
- Acércate más —le ordenó.
Había algo extraño en su voz, algo dulce; y también en hecho de que estuviera medio escondido. Eso de hijo mío no podía ser literalmente verdad, pero ¡qué suerte si lo fuese! Después de renunciar a toda esperanza de dar con él, después de tantos vituperios infantiles y de tantas horas perdidas tratando de imaginarle, era una suerte verse, por fin, delante del padre perdido, y oír su llamada desde la casa en una clave que sólo padres e hijos conocían. Una verdadera suerte.
- ¿Dónde está mi hija? — preguntó el hombre—. ¿Dónde está Jo-Beth?
—Me parece que en casa.
- Ve a buscarla, ¿me quieres hacer el favor?
—Sí, dentro de un momento.
- ¡No, ahora!
—Primero quiero verte. Deseo cercionarme de que esto no es una treta.
El extraño rompió a reír.
- Ya oigo mi voz en ti —dijo—. También a mí me han tomado el pelo. Y eso nos hace cautos, ¿verdad?
—Sí.
- Claro que tienes que verme —dijo, saliendo de entre los árboles—. Soy tu padre. Soy el Jaff.
Cuando Jo-Beth llegaba al final de la escalera, oyó que su madre la llamaba desde su habitación.
—¡Jo-Beth!, ¿qué ocurre?
—Nada, mamá.
—¡Ven aquí! Algo terrible..., mientras dormía...
—Un momento, mamá. Sigue en la cama.
—Terrible...
—Vuelvo en seguida. Tú sigue ahí, no te muevas.
Él estaba allí, en carne y hueso: el padre que Tommy-Ray había soñado de mil maneras distintas desde que se dio cuenta de que otros chicos tenían madre y padre, uno cuyo sexo era el mismo que el suyo, que sabía lo que son los hombres, y que transmitía ese saber a sus hijos. A veces había fantaseado con la idea de ser hijo de algún actor de cine, y que, un día, una enorme limusina llegaría a su calle, deslizándose como una serpiente, y una sonrisa famosa se bajaría de ella y le diría las mismas palabras que el Jaff acababa de pronunciar en ese momento. Pero este hombre era mucho mejor que cualquier actor de cine. No tenía gran aspecto; pero, en cambio, al igual que los rostros que el mundo idolatraba, tenía un aplomo fantasmal, como si estuviera por encima de cualquier alarde de poder. Tommy-Ray no sabía aún de dónde sacaba el Jaff esa autoridad, pero sus signos eran perfectamente visibles.
- Soy tu padre —volvió a decir el Jaff—. ¿Me crees?
Por supuesto que lo creía. Hubiera sido una gran estupidez por su parte repudiar a un padre como ése.
—Sí —dijo—, te creo.
- ¿Y me obedecerás como un buen hijo?
—Sí, desde luego.
- Bien, pues, entonces, ve ahora mismo a buscar a mi hija, por favor. La llamé pero rehúsa venir. Ya sabes tú por qué...
—No.
- Piensa.
Tommy-Ray se puso a pensar, pero su mente no concebía respuesta alguna.
- Mi enemigo la ha tocado —dijo el Jaff.
«Katz —pensó Tommy-Ray—. Se refiere a esa bestia parda de Katz.»
—¿Es Katz tu enemigo? — preguntó Tommy-Ray, esforzándose por acertar—. ¿Es el hijo de tu enemigo?
- Y ahora ha tocado a tu hermana. Eso es lo que la mantiene alejada de mí. Esa lacra.
—No será por mucho tiempo.
Diciendo esto, Tommy-Ray dio media vuelta y regresó corriendo a la casa, al tiempo que llamaba a Jo-Beth con voz ligera, tranquila.
En el interior de la casa, ella oyó su llamada y se sintió tranquilizada. No daba la impresión de que Tommy-Ray sufriese. Él estaba en la puerta del patio cuando Jo-Beth entró en la cocina; tenía los brazos abiertos, tapando el hueco de lado a lado, inclinándose hacia ella, sonriente, empapado en sudor y casi desnudo. Daba la impresión de llegar de la playa.
—Ha pasado una cosa maravillosa —dijo él, sonriendo.
—¿Qué es?
—Ahí fuera. Ven conmigo.
Cada vena de su cuerpo parecía querer salir de la piel. En sus ojos había una chispa de la que Jo-Beth receló. Y su sonrisa aumentó ese recelo.
—No pienso ir a ninguna parte, Tommy... —dijo.
—¿Por qué te niegas? — preguntó él, ladeada la cabeza—. Que ése te haya tocado no significa que le pertenezcas.
—¿De qué estás hablando?
—De Katz. Sé muy bien lo que ha hecho. No te avergüences. Estás perdonada. Pero tienes que venir y pedir perdón en persona.
—¿Perdonada? — El sonido de su voz, demasiado alta, agudizó el dolor de cabeza de Jo-Beth—. ¿Qué derecho tienes tú para perdonarme, pedazo de animal? Tú, sobre todo...
—No soy yo —dijo Tommy-Ray, sin que su sonrisa se alterase—, es nuestro padre.
—¿Cómo?
—Que está ahí fuera...
Jo-Beth movió la cabeza. Su dolor era cada vez más fuerte.
—Tú ven conmigo y calla. Está ahí, en el patio. — Soltó el marco de la puerta y entró en la cocina, dirigiéndose hacia ella—. Ya sé lo que duele —añadió—, pero el Jaffe te pondrá buena.
—¡Haz el favor de no tocarme!
—Pero si soy yo, soy Tommy-Ray, no tienes nada que temer de mí, Jo-Beth.
—¡Y tanto que tengo! ¡Ignoro el porqué, pero lo tengo!
—Piensas así porque has sido contaminada por Katz. No voy a hacerte nada que te duela, eso lo sabes de sobra. Sentimos las cosas juntos, ¿no es cierto? Lo que te duele a ti me duele a mí. Y no me gusta el dolor —rió—; soy raro, pero no tanto.
A pesar de sus dudas, Tommy-Ray la persuadió con ese argumento, porque, en el fondo, era la pura verdad. Los dos habían compartido un útero durante nueve meses; eran dos mitades del mismo huevo. Y él no quería hacerle daño.
—Anda, haz el favor, ven —dijo, alargando la mano.
Ella la asió. De inmediato sintió que su dolor de cabeza cedía, y eso la llenó de agradecimiento. En lugar del castañeteo del dolor, su nombre, susurrado:
- Jo-Beth.
—¿Sí? — respondió ella.
—No, no soy yo —dijo Tommy-Ray—, es el Jaff, te llama.
- Jo-Beth.
—¿Dónde está?
Tommy-Ray señaló a los árboles. De pronto, los dos se hallaban muy lejos de la casa; casi en el extremo mismo del patio. Jo-Beth no estaba muy segura de cómo había podido llegar tan lejos en tan poco tiempo, pero el viento que poco antes jugaba con las cortinas la tenía como cautivada, y la empujaba hacia delante, se diría que hacia el arbusto. Tommy-Ray soltó la mano de su hermana.
- Sigue, acércate —oyó que le decía—. Esto es lo que estábamos esperando...
Jo-Beth vaciló. Algo en la forma de mecerse los árboles, en el modo de agitarse las hojas, la recordaba malas visiones: una nube en forma de hongo, quizás; o sangre en el agua. Pero la voz que la persuadía era profunda y tranquilizadora, el rostro que la emitía —ahora visible— la llenaba de emoción. Si tenía que llamar padre a algún hombre, ése era quizás el mejor de todos. Le gustaban su barba y su amplia frente; también la forma que tenía sus labios de pronunciar las palabras, con deliciosa precisión:
- Soy el Jaff —dijo él—, tu padre.
—¿De veras? — preguntó ella.
- De veras.
—¿Y por qué estás aquí ahora al cabo de tanto tiempo?
- Acércate y te lo diré.
Jo-Beth iba a dar un paso más cuando oyó un grito que le llegaba desde la casa:
- ¡No dejes que te toque!
Era su madre, cuya voz alcanzaba ahora un volumen del que Jo-Beth nunca hubiera creído capaz de alcanzar. El grito la detuvo en seco. Se volvió bruscamente. Tommy-Ray estaba justo detrás de ella. Y al otro lado de él, cruzando el prado descalza, con la bata desabrochada, se aproximaba su madre a todo correr.
—¡Jo-Beth, apártate de eso! — gritó.
—¡Mamá!
- ¡Apártate!
Hacía casi cinco años que su madre no salía de casa. Y en todo ese tiempo había dicho más de una vez que nunca más volvería a salir. Y allí estaba, con expresión de infinita alarma, gritando órdenes, no peticiones.
—¡Los dos, fuera de ahí!
Tommy-Ray dio media vuelta para encararse con su madre.
—Entra en la casa —le dijo—. Esto nada tiene que ver contigo.
La madre aflojó el paso, y se acercó casi despacio.
—Tú no lo sabes, hijo —dijo ella—. Jamás lo entenderías.
—Es nuestro padre —contestó Tommy-Ray—. Ha venido a casa. Debieras mostrarte agradecida.
—¿Por eso? — preguntó ella, los ojos abiertos como platos—. Eso fue lo que me rompió el corazón. Y os lo romperá a vosotros, a poco que se lo permitáis. — Ya se encontraba a un metro de distancia de Tommy—. No se lo permitas —añadió en voz baja, alargando la mano para tocarle el rostro—. No le dejes que nos haga daño.
Tommy-Ray apartó de sí con un gesto brusco la mano de su madre.
—Te lo he advertido —le dijo—. Esto nada tiene que ver contigo.
La reacción de su madre fue inmediata. Dio un paso hacia Tommy-Ray y le cruzó la cara; una fuerte bofetada con la mano abierta, cuyo estrépito hizo eco contra la casa.
- ¡Idiota! — le gritó—, ¿es que no reconoces el mal cuando lo ves?
—¡Lo que reconozco es a una jodida lunática cuando la veo! — escupió Tommy-Ray—. Todas tus oraciones y lo que decías del demonio... ¡Me das asco! Lo que quieres es echar a perder mi vida. Y ahora también quieres echar a perder esto. ¡Bien, pues no podrás! ¡Papá está en casa! ¡Así que, jódete!
Esa explosión pareció divertir al hombre que se escondía entre los árboles; Jo-Beth le oyó reírse, y miró a su alrededor. Él sin duda, no se lo esperaba, porque había permitido que la careta que llevaba se le ladeara un poco. El rostro que Jo-Beth había encontrado tan paternal hacía unos instantes aparecía hinchado; o se había hinchado algo que había detrás de él. Sus ojos y su frente se veían agrandados; la barbuda barbilla y la boca, que tanto le habían gustado, eran casi inexistentes. Donde antes estaba su padre, vio a un niño monstruoso. Nada más verlo rompió a gritar.
—¡Mamá! — exclamó, volviéndose hacia la casa.
—¿A dónde vas? — preguntó Tommy-Ray.
—¡Eso no es nuestro padre! — dijo ella—. ¡Es una trampa! ¡Mira! ¡Es una espantosa trampa!
O Tommy-Ray lo sabía y no le importaba, o estaba tan dominado por el Jaff que sólo veía lo que éste quería que viese.
—¡Tú te quedas aquí conmigo! — gritó, y agarró a Jo-Beth del brazo—. ¡Con nosotros!
Jo-Beth forcejeó para liberarse de él, pero la presa era demasiado fuerte. Entonces, su madre intervino dando a Tommy-Ray tal golpe con el puño cerrado que le forzó a soltar a su hermana. Antes de que el chico pudiera agarrarla de nuevo, Jo-Beth corría camino de la casa. Una tormenta de follaje la siguió a través del prado, y también su madre, a la que cogió de la mano cuando se reunieron las dos ante la puerta.
—¡Ciérrala! ¡Ciérrala! — la urgió su madre en cuanto se encontraron dentro.
Jo-Beth lo hizo así. En cuanto hubo girado la llave en la cerradura, su madre gritó que la siguiera.
—¿A dónde? — preguntó Jo-Beth.
—A mi cuarto. Sé una manera de detener esto. ¡Corre!
El cuarto olía el perfume de su madre, y también a sábanas rancias; pero, al menos por esa vez, Jo-Beth lo encontró familiar y reconfortante. Lo dudoso era que aquel cuarto fuera también un refugio seguro. Jo-Beth oía que alguien estaba abriendo a patadas la puerta de atrás, y luego un gran estrépito, como si tiraran al suelo de la cocina todo lo que la nevera contenía. Luego, silencio.
—¿Estás buscando la llave? — preguntó Jo-Beth al ver que su madre tanteaba bajo las almohadas—. Creo que está puesta en la cerradura, y fuera.
—¡Pues sal y cógela! — gritó su madre—. ¡Y rápido!
En aquel momento, un crujido se oyó al otro lado de la puerta. Ese ruido intimidó a Jo-Beth, y la disuadió de abrirla. Pero si dejaban la puerta sin cerrar con llave las dos estaban indefensas por completo. Su madre hablaba de frenar al Jaff, pero no era la llave lo que buscaba, sino su libro de oraciones, y con rezos no iba a poder frenar nada. La gente muere a diario con plegarias en los labios. La única solución, en vista de las circunstancias, consistía en abrir la puerta de golpe.
Los ojos de Jo-Beth se fijaron en la escalera. Allí vio al Jaff, un feto barbudo cuyos enormes ojos estaban fijos en ella. Jo-Beth alargó la mano para coger la llave mientras el Jaff subía los escalones.
- Aquí estamos —dijo él.
Mas la llave se negaba a salir de la cerradura. Jo-Beth tiró de ella, la giró, y acabó por soltarla; pero la llave saltó de la cerradura y de entre sus dedos. El Jaff se encontraba ya a tres escalones del descansillo. No se apresuraba. Jo-Beth se tiró al suelo para apoderarse de la llave, dándose cuenta, por primera vez desde que había entrado en la casa, de que el golpeteo en la cabeza que la había alertado de la presencia del Jaff comenzaba de nuevo, y su estrépito le impedía pensar con claridad. ¿Por qué se había inclinado? ¿Qué buscaba? Al ver la llave tirada en el suelo se acordó de todo. La cogió de golpe (con el Jaff ya en el descansillo), y se levantó; retrocedió, cerró la puerta de un portazo y dio la vuelta a la llave.
—¡Está aquí! — dijo a su madre, volviendo la vista hacia ella.
—Claro —repuso Joyce.
Ésta había encontrado lo que buscaba. No era un libro de oraciones, sino un cuchillo, un cuchillo de cocina de más de veinte centímetros que había perdido hacía algún tiempo.
—¡Mamá!
—Ya sabía yo que vendría. Estoy lista.
—No puedes luchar con eso contra él —dijo Jo-Beth—, ni siquiera es humano, ¿verdad?
La mirada de su madre permanecía fija en la puerta.
—Dímelo, mamá.
—No sé lo que es —dijo ella—, he tratado de pensarlo todos estos años. Quizás es el diablo. O tal vez no. — Miró a Jo-Beth—. Hace muchísimo tiempo que tengo miedo —añadió—, y ahora lo tenemos aquí, y todo parece la mar de sencillo.
—Pues entonces, explícamelo —dijo Jo-Beth—, porque no lo entiendo. ¿Quién es? ¿Qué le ha hecho a Tommy-Ray?
—Le ha dicho la verdad —respondió su madre—. Bueno, se la ha dicho en cierto modo. Es tu padre. O al menos uno de ellos
—¿Cuántos tengo?
—Hizo de mi una puta. Me volvió medio loca a fuerza de deseos que yo no necesitaba. El hombre que durmió conmigo es tu padre; pero, eso... —señaló la puerta con el cuchillo, mientras, del otro lado de ella, llegaba ruido de golpecitos—, eso es lo que realmente te hizo a ti.
- Te oigo —murmuró al Jaff—, te oigo con mucha claridad.
—¡Vete de ahí! — exclamó Joyce, acercándose a la puerta.
Jo-Beth trató de apartarse, pero ella hizo caso omiso. Y con razón. Lo que necesitaba tener a su lado era a su hija, no la puerta. Alargó la mano y asió a Jo-Beth por el brazo; la atrajo hacia sí, y acercó la punta del cuchillo a la garganta de la joven.
—La mato —amenazó, dirigiéndose a la cosa que esperaba en el descansillo—, la mato como hay Dios en el cielo, y lo digo en serio: intenta entrar en este cuarto, y tu hija muere. — Tenía asida a Jo-Beth con tanta tuerza como antes la había asido Tommy-Ray. Hacía unos minutos, éste la había llamado loca de atar. O su madre trataba de hacer gala de una fuerza que no poseía o Tommy-Ray tenía razón. En ese caso, fuera lo que fuese, lo cierto era que Jo-Beth estaba perdida.
El Jaff volvió a dar golpecitos en la puerta.
- ¡Hija! — dijo.
—¡Contéstale! — le ordenó su madre.
- ¡Hija!
—¿Qué...?
- ¿Temes por tu vida? Dime la verdad. Pero sólo la verdad. Porque te amo y no quiero que nadie te haga daño.
—Tiene miedo —dijo Joyce.
- Deja que ella responda.
Jo-Beth no vaciló.
—Sí —gritó—, sí. Tiene un cuchillo, y...
- Harías una gran tontería —dijo el Jaff a Joyce— si matases la única cosa que hace tu vida digna de ser vivida. Pero serias capaz, ¿verdad?
—¡No toleraré que la cojas!
Se produjo un silencio al otro lado de la puerta. Luego, el Jaff dijo:
- Por mí, de acuerdo... —riendo, bajo—. Siempre queda mañana.
Hizo girar el picaporte una vez más, como para cerciorarse de que la puerta estaba cerrada con llave. Luego la risa cesó, y también cesó el ruido metálico del picaporte; en su lugar se oyó un ruido bajo, gutural, que bien podía ser el quejido de alguien que naciera al dolor, a sabiendas de que, con su primer aliento, perdía toda posibilidad de escapar a su condición. La angustia de aquel ruido era, cuando menos, tan escalofriante como las seducciones y las amenazas que habían oído antes. Luego el ruido comenzó a hacerse más suave, a desaparecer.
—Se va —dijo Jo-Beth. Su madre tenía todavía la punta del cuchillo apoyada contra su cuello—. Se va, mamá, suéltame.
El quinto escalón a contar desde el tramo rechinó dos veces, lo que confirmó la idea de Jo-Beth de que sus atormentadores abandonaban la casa. Pero pasaron treinta segundos más antes de que su madre soltara el brazo de Jo-Beth, y un minuto entero sin que dejara en completa libertad a su hija.
—Se ha ido de la casa —dijo—, pero tú quédate un poco más de tiempo aquí.
—¿Y qué será de Tommy? — preguntó Jo-Beth—. Tenemos que salir en su busca.
Pero su madre movió negativamente la cabeza.
—De todas formas era inevitable que yo lo perdiera —dijo—, de nada vale ya.
—Pero tenemos que hacer algo —insistió Jo-Beth.
Abrió la puerta. En el otro extremo del descansillo, apoyado contra la barandilla, se veía algo que sólo podía ser obra de Tommy-Ray. Cuando eran niños, él solía hacer docenas de muñecas para Jo-Beth, juguetes improvisados que, sin embargo, tenían la huella de su buena voluntad. Sus rostros sonreían siempre. Y ahora Tommy-Ray había creado un muñeco nuevo; un padre para la familia, hecho con comida. La cabeza de hamburguesa, con dos huellas de dedo gordo a modo de ojos; piernas y brazos de verduras; el torso, una caja de botellas de leche cuyo contenido se derramaba por entre sus piernas, haciendo un charco en torno a los ajos y pimientos que había por el suelo. Jo-Beth miró aquel alarde de tosquedad, y el rostro de carne cruda la miró a su vez. Pero no sonreía. Ni siquiera tenía boca. Sólo las dos huellas dejadas allí por el dedo gordo. Y de su ingle se derramaba la leche de la virilidad, manchando la alfombra. Su madre tenía razón. Habían perdido a Tommy-Ray.
—Tú sabías que ese hijo de puta iba a volver —dijo Jo-Beth.
—Me imaginé que con el tiempo lo haría. Pero no a por mí. Y no ha venido a por mí. Yo no era más que un útero que tenía a mano, como todas nosotras...
—La Liga de las Vírgenes —murmuró Jo-Beth.
—¿Dónde oíste eso?
—Pero, mamá..., la gente ha hablado de ese tema desde que yo era niña.
—¡Yo estaba tan avergonzada! — exclamó su madre. Se llevó una mano al rostro; la otra, que aún asía el cuchillo, colgaba contra su costado—. En extremo avergonzada. Quería suicidarme, pero el pastor me lo impidió. Me dijo que tenía que vivir. Para Dios, y para ti y Tommy-Ray.
—Tuviste que ser muy fuerte —dijo Jo-Beth, apartando los ojos de la muñeca para mirar a su madre—. Te quiero, mamá. Sé que dije que tenía miedo, pero estoy segura de que no me hubieras hecho daño.
Joyce la miró, las lágrimas bañaban su rostro.
—Te hubiera matado, sin más.
III
—Mi enemigo sigue aquí —dijo el Jaff.
Tommy-Ray le había guiado por un camino que sólo los niños de Grove conocían y que los condujo, dando la vuelta a la parte de atrás de la Colina, a una atalaya vertiginosa. Era excesivamente rocosa para que alguien la usara como lugar de citas amorosas, y demasiado inestable para construir nada sobre ella; pero a los que se tomaban la molestia de escalarla le daba una insuperable vista de Laureltree y Windbluff.
Tommy-Ray y su padre se detuvieron allí para contemplar el panorama. No había estrellas en el cielo, y apenas brillaba luz alguna en las casas que se veían a sus pies. Las nubes cubrían el cielo, y el sueño cubría la ciudad. Sin testigos que los interrumpiesen, padre e hijo se sentaron y se pusieron a hablar.
—¿Quién es tu enemigo? — preguntó Tommy-Ray—. Dímelo y le corto el cuello.
—No creo que te lo permitiera.
—No seas sarcástico —dijo Tommy-Ray—. No hablas con un idiota, por si no lo sabías. Y me doy cuenta cuando me tratas como a un niño. No soy un niño.
—Eso tendrás que demostrármelo.
—Lo haré. No tengo miedo a nada.
—Bien, ya lo veremos.
—¿Es que quieres asustarme?
—No, lo que quiero es prepararte.
—¿Para qué? ¿Para enfrentarme con tu enemigo? Pues dime cómo es.
—Se llama Fletcher. Él y yo éramos socios, antes de que tú nacieras. Y me engañó. O al menos, lo intentó.
—¿A qué os dedicabais?
—¡Ah! — rió el Jaff. Tommy-Ray había oído aquella risa a menudo, y cada vez le gustaba más.
Era evidente que el Jaff tenía sentido del humor, por más que Tommy-Ray en ocasiones, como en ese caso concreto, no acabase de entender el chiste.
—¿Nuestro negocio? — añadió el Jaff—. Pues era, en resumen, la conquista de poder. Más en concreto, de un poder específico llamado el Arte, y con el cual es posible penetrar en los sueños de Norteamérica.
—¿Estás tomándome el pelo?
—Bueno, no en todos los sueños, sólo en los importantes. Te diré Tommy-Ray, yo soy un explorador.
—¿Ah, sí?
—Y tanto. Pero ¿qué queda por explorar en el mundo? No es mucho: unos pocos trozos de desierto; algún bosque pluvial...
—El espacio —sugirió Tommy-Ray, mirando al cielo.
—Más desierto, y con grandes extensiones de nada entre desierto y desierto —dijo el Jaff—. No, el auténtico misterio, el único misterio, está en nuestros cerebros. Y yo lo conquistaré.
—No querrás decir como psiquiatra, ¿verdad? Significa que entrarás en ellos de alguna manera.
—Sí, justo, eso.
—¿Y el Arte enseña la manera de entrar?
—Otra vez has acertado.
—Pero me has dicho que no son más que sueños. Todos soñamos. Se puede uno meter en sueños la mar de fácil, te quedas dormido, y ya está.
—Casi todos los sueños son pura prestidigitación. La gente recoge sus recuerdos y trata de ponerlos en alguna especie de orden. Pero hay otra clase de sueño, Tommy-Ray. Un sueño de lo que significa nacer, enamorarse y morir. Un sueño que explica la razón de existir. Sé que esto que te digo resulta algo confuso...
—No, no, sigue. Me gusta oírte.
—Hay un mar de la mente. Y se llama Esencia —dijo el Jaff—. Y en ese mar flota una isla que aparece en los sueños de todos dos veces por vida al menos: al principio y al final. Los primeros en descubrirla fueron los griegos. Platón escribió sobre ella en clave. La llamó la Atlántida... —El Jaff vaciló, distraído de su cuento por la sustancia misma de lo que estaba contado.
—Y tú deseas mucho ese lugar, ¿no es así? — preguntó Tommy-Ray.
—Mucho —dijo el Jaff—. Quiero bañarme en ese mar siempre que se me antoje, y llegar a la orilla donde se cuentan las grandes historias.
—Precioso.
—¿Cómo dices?
—No, nada, que suena precioso.
El Jaff rompió a reír.
—Eres estúpidamente tranquilizador, hijo mío. Vamos a llevar nos la mar de bien, te lo aseguro. Tú puedes ser mi agente al aire libre.
—Sí, por supuesto —repuso Tommy-Ray, sonriendo. Y luego—: ¿Qué es eso?
—No puedo mostrarme a todo el mundo —dijo el Jaff—. Tampoco me gusta mucho la luz del sol. Es muy... muy poco misteriosa. Pero tú sí que puedes ir por ahí en mi lugar.
—¿Entonces te quedas aquí? Yo había pensado que podríamos ir a algún sitio juntos.
—Lo haremos, pero más tarde. Primero hay que matar a mi enemigo. Es débil. No tratará de irse de Grove hasta que encuentre quien le proteja. Buscará a su propio hijo, me imagino.
—¿Katz?
—Sí, justo.
—Entonces, yo debería matar a Katz.
—Sí, sería muy útil, si se te presenta la oportunidad.
—Yo haré que se presente.
—Pero deberías darle las gracias.
—¿Por qué?
—Si no hubiese sido por él, yo aún me encontraría clandestino. Todavía estaría esperando a que tú o Jo-Beth os hicierais cargo de la situación y vinierais a buscarme. Lo que ella y Katz...
—¿Jodieron?
—¿Y a ti qué te importa?
—Pues claro que me importa.
—También a mí. La idea de que un hijo de Fletcher tocara a tu hermana me repele. Pero lo cierto es que también le repelía a Fletcher. Por una vez estuvimos de acuerdo en algo. La cuestión era quién de nosotros dos llegaría el primero a la superficie, y quién sería el más fuerte una vez aquí.
- Tú.
—Sí, yo. Además, tengo una ventaja de la que Fletcher carece. Mi ejército, mis terata, elegidos todos de entre hombres muertos, y así son los mejores. Saqué uno de Buddy Vance.
—¿Dónde está?
—Cuando veníamos hacia acá, pensabas que alguien nos seguía, ¿te acuerdas?, y yo te dije que era un perro. Bueno, te mentí.
—Muéstramelo.
—Es que a lo mejor no te hace ninguna gracia cuando lo veas.
—¡Muéstramelo, papá, por favor!
El Jaff dio un silbido. Entonces, los árboles situados un poco detrás de él comenzaron a agitarse, identificando el rostro que había movido el arbusto en el patio hasta hacerlo añicos. Pero en esa ocasión el rostro salió a la luz. Era como algo escupido por la marea: un monstruo de las profundidades marinas que hubiera muerto y salido a flote, siendo luego cocido por el sol y picoteado por las gaviotas, de tal modo que, cuando llegó al mundo de los seres humanos, tenía cincuenta cuencas de ojos, una docena de bocas y la piel casi desprendida a medias.
—Mono —dijo Tommy-Ray, bajo—. ¿Quién te dio esto? ¿Un comediante? A mí no me hace mucha gracia.
—Lo saqué de un hombre que estaba al borde de la muerte. Asustado y solitario. Ésos siempre producen buenos ejemplares. Algún día te contaré los sitios a donde he ido en busca de almas perdidas de las que sacar mis terata. Las cosas que he visto. La basura que he encontrado... —Dirigió la vista a la ciudad—. Pero aquí es distinto. ¿Dónde voy a encontrar ejemplares como éste aquí?
—¿Quieres decir gente moribunda?
—No, quiero decir gente vulnerable, personas sin mitologías que las protejan. Gente asustada. Gente perdida. Gente loca.
—Pues podías empezar con mamá.
—Ella no está loca. Es probable que le gustara estarlo, que le gustara olvidar todo lo que ha visto y sufrido; decir que eran simples alucinaciones. Además, está protegida por sí misma. Tiene fe, por idiota que sea. No..., necesito gente desnuda, Tommy-Ray, gente sin deidades. Personas perdidas.
—Pues yo conozco algunas.
Tommy-Ray podría haber llevado a su padre a cientos de casas de haberle sido posible leer las mentes que pensaban detrás de los rostros con los que se topaba cada día de su vida. Personas que iban de compras por la Alameda, cargando sus carritos de fruta fresca y cereales sanos; personas de buen aspecto, como él, y ojos claros, que parecían, desde todos los puntos de vista, serenos y felices. A lo mejor iban al psiquiatra alguna que otra vez, aunque sólo lo hicieran para cerciorarse de que estaban equilibrados; o quizá levantaban la voz hablando con los niños, o lloraban a solas cada vez que un cumpleaños les advertía del paso del tiempo; pero sus almas, a efectos prácticos, estaban en paz. Tenían más dinero en el Banco del que les hacía falta; el sol calentaba la mayor parte de los días, y cuando no calentaba les quedaba el recurso de encender la chimenea; además, se consideraban a sí mismos lo bastante robustos para hacer frente al frío. Si alguien les preguntara si tenían creencias, todos responderían que sí, pero eso era algo que nadie les preguntaba. Desde luego, aquí y ahora, no se hacían esas preguntas. El siglo estaba demasiado avanzado para hablar de fe sin sentirse violento, y esa sensación era un trauma que todos ellos se esforzaban por apartar de sus vidas. De modo que era mucho más seguro no hablar de fe ni de las divinidades que la inspiran, excepto en las bodas, los bautismos y los funerales, y, aun entonces, sólo por turnos.
Detrás de todos aquellos ojos había una esperanza enferma y, en el caso de muchos de ellos, muerta. Vivían de suceso en suceso, con un tenue terror ante el espacio que mediaba entre uno y otro, y llenaran sus vidas con distracciones para evitar el vacío que hubiera debido estar rellenado por la curiosidad, y suspiraban con alivio cuando los niños pasaban de la edad de hacer preguntas sobre el objeto de la vida.
No todos, sin embargo, dominaban tan bien el arte de ocultar sus temores.
A la edad de trece años, la clase de Ted Elizando oyó de labios de un maestro progresista que las superpotencias tenían suficientes misiles entre ellas para destruir la civilización muchos cientos de veces seguidas. Esa idea preocupó a Ted mucho más de lo que parecía preocupar a sus condiscípulos, en vista de lo cual prefirió guardar para sí sus pesadillas sobre la catástrofe final, no fuera que se riesen de él si se las contaba. La treta dio resultado: y dio resultado para Ted tanto como para sus condiscípulos. Con el paso de los años, Ted fue olvidando sus miedos casi por completo. A los veintiuno, con un buen empleo en Thousand Oaks, se casó con Loretta; al año siguiente ya eran padres. Una noche, pocos meses después del nacimiento de su hija Dawn, la pesadilla de la catástrofe final volvió a atormentarle. Ted, sudoroso y agitado, se levantó y fue a ver si su hija estaba bien. La encontró dormida en su cuna, echada de bruces, abierta de brazos y piernas, como a ella le gustaba dormir. Estuvo observándola dormir durante una hora o más y luego volvió a acostarse. Esa escena se repitió casi todas las noches a partir de entonces, hasta adquirir la regularidad de un rito. A veces, la niña se daba la vuelta en pleno sueño, y sus párpados, de largas pestañas, se entreabrían. Al ver a su padre junto a la cuna, le sonreía. Tanta vela, sin embargo, acabó resultando agotadora para Ted. Una noche tras otra de sueño interrumpido acabaron por dejarle sin energía: encontraba más y más difícil impedir que los horrores del fuego final que llenaban sus horas nocturnas invadiesen también las diurnas. Sentado a su mesa de trabajo durante su jornada laboral, esos horrores acudían a visitarle; se convirtieron en cegadoras luces que se abrían ante él como nubes en forma de hongo. Cada brisa, por fragante que fuese, llevaba gritos distantes a sus oídos.
Y así las cosas, una noche, cuando vigilaba junto a la cuna de Dawn, Ted oyó llegar los misiles. Aterrado, cogió a Dawn, tratando de hacerla callar cuando ella rompió a llorar. Sus quejas despertaron a Loretta, que fue a ver qué hacía su marido. Lo encontró en el comedor, incapaz de hablar a causa del terror que sentía, y mirando fijamente a su hija, a la que había dejado caer al suelo cuando vio su cuerpo carbonizado en sus brazos, la piel ennegreciéndose, los miembros convirtiéndose en palillos humeantes.
Fue ingresado en un hospital, donde pasó un mes, y luego volvió a Grove, ya que los médicos estaban de acuerdo en que la mejor manera de que recuperase su salud mental era devolverle al seno de su familia. Un año más tarde, Loretta solicitó el divorcio, alegando diferencias irreconciliables. Le fue concedido, como también la tutela de la niña.
Muy poca gente visitaba a Ted ahora. Durante los cuatro años transcurridos desde que le diera aquel colapso había trabajado en una tienda de animales caseros en la Alameda, trabajo que, menos mal, exigía poco de él. Estaba contento entre los animales, que eran, como él, malos hipócritas. Lucía el aire del hombre que no posee otro hogar que el filo de una navaja. Tommy-Ray, cuya madre le tenía prohibidos los animales, era tratado por Ted con cariñosa indulgencia: le dejaba entrar en la tienda, e incluso, en una ocasión o dos le encargó de cuidarla en su ausencia, porque él tenía que salir a hacer algún recado. Tommy-Ray jugaba con los perros y con las serpientes. Había acabado por conocer bien a Ted y su historia, aunque jamás fueron amigos. Por ejemplo, nunca había estado en casa de Ted, pero esta noche sí que fue.
—Te traigo a un visitante, Ted, una persona que quiero que conozcas.
—Es tarde.
—Es algo urgente. Fíjate, buenas noticias, y sólo te tengo a ti para compartirlas.
—¿Buenas noticias?
—Mi padre ha vuelto a casa.
—¿De modo que ha vuelto? Pues me alegro mucho por ti, Tommy-Ray.
—¿Quieres conocerle?
—Bien, la verdad es que...
- Claro que quiere —dijo el Jaff, saliendo de entre las sombras y alargando la mano a Ted—. Cualquier amigo de mi hijo es amigo mío.
Al ver la fuerza del que Tommy-Ray le presentaba como padre, Teddy se asustó y dio un paso atrás y entró en su casa. Ésta era otra especie de pesadilla completamente distinta. Incluso en los malos tiempos antiguos no se recibían nunca visitas de esta clase. Llegaban furtivamente, arrastrándose y escondiéndose, pero esta pesadilla hablaba y sonreía y se invitaba a sí mismo a entrar en su casa.
- Necesito algo de ti —dijo el Jaff.
—¿Qué ocurre, Tommy-Ray? Ésta es mi casa. No podéis entrar en ella por las buenas y llevaros cosas.
—Se trata de algo que no necesitas —dijo el Jaff, al tiempo que alargaba el brazo hacia Ted—. Estarás mucho mejor sin ello.
Tommy-Ray observaba la escena, sorprendido e impresionado. Los ojos de Ted empezaron a girar bajo sus párpados, y comenzó a hacer ruidos que sonaban como si estuviera a punto de vomitar. Pero no echó nada; por lo menos no de su garganta. El premio lo dieron sus poros, los jugos de su cuerpo salían burbujeantes, espesándose; manaban de su piel, le empapaban la camisa y goteaban de sus pantalones.
Tommy-Ray bailaba como un loco, encantado. Parecía un grotesco acto mágico. Las gotas de humedad se enfrentaban con la ley de la gravedad, colgaban en el aire ante los ojos de Ted, se tocaban unas a otras, formando así gotas más gruesas, y esas gotas, a su vez, se unían, se juntaban, hasta que Tommy-Ray vio formarse ante su pecho trozos de materia sólida, como nauseabundo queso gris. Y las aguas seguían manando, en obediencia a la llamada del Jaff, añadiendo más y más masa a aquel cuerpo, que ahora tenía también forma: los primeros esbozos en borrador del horror particular de Ted. Tommy-Ray reía sólo de verlo: las piernas que se agitaban, espasmódicas, los ojos que no hacían juego. Pobre Ted, ¡mira que tener a su hijo dentro y no haber sabido soltarlo! Como el Jaff había dicho: estaba mucho mejor sin él.
Ésta fue una de las varias visitas que hicieron aquella noche, y siempre extraían una nueva bestia del alma perdida. Todas pálidas, algo saurianas, pero creaciones personales desde todos los demás puntos de vista. El Jaff fue quien mejor lo definió, cuando ya estaban terminando las aventuras de aquella noche:
—Es un arte —dijo—. Me refiero a esto de extraer. ¿No te parece?
—Sí. A mí me gusta.
—Bueno, no es el Arte, sino un eco suyo. Me figuro que lo mismo ocurre con todas las artes.
—¿Y a dónde vamos ahora?
—Tengo que descansar. He de hallar un sitio sombreado y fresco.
—Conozco algunos lugares que...
—No, tú tienes que ir a casa.
—¿Por qué?
—Pues porque necesito que Grove despierte mañana por la mañana con la idea de que el Mundo sigue siendo exactamente igual que antes.
—¿Qué le digo a Jo-Beth?
—Que no recuerdas nada. Y si insiste, pídele perdón.
—No quiero irme de aquí —dijo Tommy-Ray.
—Ya lo sé. — El Jaff alargó la mano para dejarla descansar sobre el hombro de Tommy-Ray—. Pero no es conveniente que se pongan a buscarte. ¡Podrían descubrir cosas que sólo debemos revelar cuando llegue el momento!
Tommy-Ray sonrió al oír sus palabras.
—¿Cuándo llegará el momento?
—Te gustaría ver Grove patas arriba, ¿verdad?
—Me muero de impaciencia.
El Jaff se echó a reír.
—De tal palo tal astilla —dijo—. Tú, tranquilo, hijo mío, que volveré.
Y se perdió en la oscuridad, con sus bestias, riendo a carcajadas.
IV
La chica de sus sueños se había equivocado, pensó Howie al despertar: el sol no brilla todos los días en el Estado de California. El alba estaba perezosa cuando Howie levantó las persianas; y el cielo no acusaba el menor matiz de azul. Howie pasó una concienzuda revista a sus ejercicios: o sea, lo mínimo que su conciencia le permitía. No hacían apenas nada por reavivar su sistema; sólo le hacían sudar. En fin, una vez duchado y afeitado, se vistió y bajó a la Alameda.
No tenía pensadas todavía las palabras de rescate que iba a necesitar cuando viese a Jo-Beth. Sabía, por propia experiencia, que cualquier intento suyo de preparar un discurso daría por único resultado una impotente maraña de tartamudeos en cuanto abriese la boca. Sería mejor reaccionar ante el momento, cuando este llegase. Si Jo-Beth se comportaba con docilidad, él sería conciliador y perdonaría. Lo único importante para él era separar la ruptura del día anterior.
Si había alguna explicación de lo que les había ocurrido a ambos en el motel, horas y horas de examen de conciencia por parte de Howie no habían bastado para aclararlo. La única conclusión a que podía llegar era que, de la manera que fuese, su sueño compartido —cuya idea, dada la fuerza del sentimiento que les unía, no resultaba muy difícil de entender— se había visto transformado por una inepta centralita telepática en una pesadilla que ninguno de los dos comprendía o merecía. Era un error astral de algún tipo. No tenía nada que ver con ellos, y lo mejor sería olvidarlo. Con un poco de buena voluntad por ambas partes, les sería posible reanudar su relación como era antes de salir los dos del restaurante «Butrick», cuando estaba llena de promesas.
Fue derecho a la librería. Lois —Mrs. Knapp— se encontraba tras el mostrador. Aparte de ella, no había nadie en la tienda. Howie le brindó una sonrisa y un «Hola», y luego preguntó si no había llegado Jo-Beth. Mrs. Knapp consultó su reloj de pulsera antes de informarle, con acento glacial, que todavía no había llegado, y que ya tardaba.
—Bueno, pues esperaré —dijo Howie.
No estaba dispuesto a dejarse intimidar por la falta de simpatía de aquella mujer. Fue a echar una ojeada a la estantería más cerca de la ventana, donde podía mirar todo lo que quisiera y observar, de paso, si Jo-Beth llegaba.
Los libros que tenía ante los ojos eran todos religiosos. Uno, sobre todo, llamó su atención: La historia del Salvador. La portada mostraba la imagen de un hombre arrodillado ante una luz cegadora, y afirmaba que sus páginas contenían el mensaje más grande de la época. Lo ojeó. El delgado volumen —apenas algo más que un folleto— estaba publicado por la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Tiempos, y presentaba, en párrafos e ilustraciones de fácil asimilación, la historia del Gran Dios Blanco de la América Antigua. A juzgar por las ilustraciones, todas las encarnaciones del Señor —Quetzalcóatl, en México; Tonga-Loa, dios del sol oceánico, en Polinesia; Illa-Tici; Kukulean; o media docena de otros disfraces— tenían siempre el mismo aspecto de perfecto héroe blanco: alto, aquilino, tez, pálida y ojos azules. Y ahora, afirmaba el folleto, había vuelto a América, a Estados Unidos, para celebrar el milenio. Esta vez, sin embargo, se llamaba por su verdadero nombre: Jesucristo.
Howie pasó a otra estantería, en busca de un libro que coincidiera más con su estado de ánimo. Quizá poemas de amor; o algún manual de sexo. Pero, después de mirar hilera tras hilera de volúmenes, llegó a la conclusión de que en toda aquella tienda no había un solo libro que no estuviese publicado por la misma editorial o sus filiales. Había libros de oraciones, de canciones espirituales para la familia entera, gruesos volúmenes sobre la edificación de Zim, la ciudad de Dios en la Tierra, o sobre el significado del bautismo. Entre ellos vio un libro de ilustraciones sobre la vida de Joseph Smith, con fotografías de su casa, y el bosquecillo sagrado donde parece ser que tuvo una visión. El pie de esa foto llamó la atención de Howie:
Vi dos personajes, cuyo brillo y cuya gloria son imposibles de describir, y estaban por encima de mí, en el aire. Uno de ellos me habló, llamándome por mi nombre, y dijo...
—He llamado a casa de Jo-Beth, y no contestan. Algo tiene que haber ocurrido para que hayan salido todos.
Howie levantó la vista del libro.
—Vaya, qué lástima —contestó, sin creer por completo lo que aquella mujer le decía.
La verdad era que si realmente había llamado por teléfono, lo había hecho con mucho silencio.
—Lo más probable es que no venga hoy —prosiguió Mrs. Knapp, evitando los ojos de Howie al hablar—. Tengo un acuerdo algo informal con ella. No tiene horario fijo.
Howie sabía que eso no era cierto. El día anterior por la mañana, sin ir más lejos, la había oído regañar a Jo-Beth por su impuntualidad; o sea, que su horario de trabajo no tenía nada de informal. Pero Mrs. Knapp, a pesar de lo buena cristiana que era, parecía decidida a echarle de la tienda. Quizá le había visto sonreír desdeñoso al ojear los libros.
—No sirve de nada esperarla —insistió—, usted podría pasarse el día entero aquí.
—No será que usted está espantado a los clientes, ¿verdad? — dijo Howie, desafiándola así a decirle de verdad lo que pensaba de él.
—No, desde luego —dijo ella, con una sonrisita sombría—, no era ésa mi intención.
Howie se acercó al mostrador. Ella dio un paso involuntario hacia atrás, casi como si le tuviera miedo.
—Pues entonces, ¿qué es lo que quiere decir? — preguntó, conteniéndose apenas para no perder un mínimo de cortesía—. ¿Qué es lo que no le gusta de mí?: ¿mi desodorante?, ¿mi corte de cabello?
Ella trató de nuevo de brindarle una ligera sonrisa, pero no lo consiguió; a pesar de lo experta que era en hipocresía, hizo un ligero gesto.
—No soy el diablo —dijo Howie—, ni he venido aquí a hacer daño a nadie.
Mrs. Knapp no respondía esas palabras.
—He na... na... nacido aquí —prosiguió Howie—, en Palomo Grove.
—Lo sé —dijo ella.
«Vaya, vaya —pensó Howie—, ésta sí que es toda una revelación.»
—¿Y qué más sabe? — preguntó, con bastante suavidad.
La mirada de ella se clavó en la puerta, y Howie se dio cuenta de que estaba recitando una silenciosa oración a su Gran Dios Blanco para que alguien abriese y la liberase de aquel condenado muchacho y sus preguntas. Pero ni Dios ni cliente alguno respondieron a sus plegarias.
—¿Qué sabe usted de mí? — volvió a preguntar Howie—. No puede ser muy malo.
Mrs. Knapp se encogió ligeramente de hombros.
—No, me figuro que no —dijo.
—Bueno, pues eso.
—Conocí a tu madre —soltó de pronto, sin decir más, como si con eso bastara para satisfacerle.
Howie no contestó, para ver si ella llenaba el tenso silencio con más información. Mrs. Knapp añadió:
—Era un poco más joven que yo. Pero, por entonces, todos nos conocíamos. Fue hace mucho tiempo. Y luego, claro, cuando pasó lo del accidente...
—Lo puede usted de...de...decir —la animó Howie.
—¿Decir, qué?
—No, que usted lo llama accidente, pero fu...fu...fue violación, ¿no?
Cualquiera hubiera pensado, al ver su expresión que era la primera vez que oía aquella palabra (o cualquier otra cosa tan obscena) en su tienda.
—No recuerdo —contestó ella, con una especie de reto—; pero, aunque lo supiera... —Se calló respiró hondo, luego cambió de tema—: Bueno, vamos a ver, ¿por qué no te vas por donde has venido? — preguntó.
—Pero es que estoy en mi tierra —replicó él—. Me encuentro de vuelta en mi casa.
—No es eso lo que he querido decir. — Ella dejó ver, por fin, su irritación en la respuesta—. ¿Pero es que no te das cuenta de cómo están las cosas? Vuelves aquí, y, justo cuando llegas, matan a Mr. Vance.
—¿Y qué diablos tiene que ver lo uno con lo otro? — quiso saber Howie.
Él no se había fijado apenas en las noticias de las veinticuatro últimas horas, pero sabía que el hallazgo del cadáver del comediante, que había presenciado el día anterior, se había convertido en un gran tragedia. Lo que no acababa de ver era la relación.
—Yo no maté a Buddy Vance. Y mi madre, desde luego, tampoco.
Resignada, al parecer, a hacer de mensajera, Lois renunció a hablar a medias y contó a Howie todo lo demás, y lo hizo con rapidez, para acabar de una vez con el asunto.
—El sitio donde violaron a tu madre —dijo— es el mismo en el que Mr. Vance cayó y se mató.
—¿El mismo? — preguntó Howie.
—Sí —fue la respuesta—. Según me dicen, es exactamente en ese lugar. No pienso ir a comprobarlo, por supuesto; ya hay bastante mal suelto por el mundo sin necesidad de desplazarse para verlo.
—Y lo que usted insinúa es que yo formo parte de él; aunque, la verdad, es que no sé cómo.
—Yo no he dicho eso.
—No, bueno, claro, pero lo...lo...lo piensa.
—Bueno, pues ya que me lo preguntas, te diré que sí, que así es.
—Y usted quiere que me vaya de tienda para que deje de contaminarla.
—Sí —respondió ella entonces, sin andarse ya por las ramas—, me gustaría.
Howie asintió.
—De acuerdo —dijo—, pues entonces me voy, pero a condición de que me prometa que le va a decir a Jo-Beth que he estado aquí.
El rostro de Mrs. Knapp expresó la mayor desgana. Pero el miedo que tenía a Howie le daba a éste un poder sobre ella que no podía menos de satisfacerle.
—No es mucho pedir, ¿verdad? — dijo Howie—, y nada de inventarse mentiras.
—No.
—De modo que, ¿en qué quedamos? ¿Se lo va a decir?
—Sí.
—¿Me lo jura por el Gran Dios Blanco de América? — insistió Howie—. ¿Cómo se llama...?, ¡ah, sí!, Quetzalcóatl, ¿no? — Ella pareció desconcertada—. Bien, eso da igual —añadió Howie—, me voy, lo siento si le he echado a perder las ventas de la mañana.
Salió de allí, dejando a Mrs. Knapp con expresión de pánico, y se encontró al aire libre. En los veinte minutos pasados en la tienda la capa de nubes se había desgarrado, y el sol penetraba por él, iluminando la Colina. En pocos minutos también llegaría a los mortales que estaban en la Alameda, como Howie mismo. La chica de sus sueños había dicho la verdad, después de todo.
V
El sonido del teléfono despertó a Grillo, que se precipitó hacia él, tiró la copa de champaña, aún medio llena —su último brindis ebrio de la noche anterior había sido: A Buddy, ido, pero nunca olvido—, profirió una maldición, cogió el auricular como pudo, y se lo llevó a la oreja.
—¿Sí? — gruñó.
—¿Te he despertado?
—¿Tesla?
—Me encantan los hombres que se acuerdan de mi nombre —dijo ella.
—¿Qué hora es?
—Tarde. Debieras estar en pie, trabajando. Quiero que estés libre de tus deberes con Abemethy para cuando yo llegue allí.
—¿Pero qué dices? ¿Que vienes aquí?
—Me debes una cena por todo el chismorreo que te pasé sobre Vance —dijo ella—, de modo que ya puedes buscar un sitio caro.
—¿Y para cuándo piensas llegar aquí? — la preguntó.
—Pues, la verdad, no sé...
Grillo colgó, dejando a Tesla con la frase a medio terminar. Sonrió al teléfono, pensando que ella estaría maldiciéndole al otro extremo del hilo. La sonrisa, sin embargo, se le borró de la boca cuando se levantó. La cabeza le pulsaba a más ritmo que una banda de música: si llega a apurar aquel último vaso de champaña dudaba que le hubiera sido posible levantarse siquiera de la cama. Llamó a servicio de habitaciones y pidió café.
—¿Quiere zumo también, señor? — dijo la voz de la cocina.
—No. Café, nada más.
—Huevos, croissant...
—Santo cielo, no, no quiero huevos. Nada. Café y nada más.
La idea de tener que sentarse ante la máquina le parecía casi tan repulsiva como la de desayunar. Decidió no escribir y contactar con la mujer de la casa de Vance. Ellen Nguyen, cuya dirección, sin número de teléfono, tenía aún en el bolsillo.
Con el sistema reanimado por una fuerte inyección de cafeína, se metió en el coche y condujo por Deerdell. La casa, cuando consiguió dar con ella, contrastaba con el lugar donde la mujer trabajaba, en la Colina. Era pequeña, fea, y en urgente necesidad de reparación. Grillo se sentía receloso ante la conversación que le esperaba: la empleada descontenta, dispuesta a hablar mal de su señora, alguna que otra vez, ese tipo de informadores le habían resultado útiles, aunque tampoco era nada raro que sus datos se redujeran a invenciones malintencionadas. Pero, en este caso, no pensaba que fuese así. ¿Era, quizá, porque Ellen le miró con expresión vulnerable en sus facciones abiertas al darle la bienvenida y prepararle una nueva inyección de café?, ¿o porque cuando su hijo se puso a llamarla desde la habitación contigua —tenía gripe, le explicó—, cada vez que volvía de atenderle y reanudaba su historia donde la había interrumpido, sus datos seguían siendo coherentes?, ¿o acaso porque lo que le estaba contando no sólo mellaba la reputación de Buddy Vance, sino también la suya propia? Este último detalle, más que los otros tal vez, acabó de convencerle de que Ellen Nguyen era una fuente fiable. La historia que le contó repartía las culpas de una manera bastante democrática.
—Fui su amante durante casi cinco años —le explicó—. Hasta cuando Rochelle estaba en la casa, lo cual, como todos saben, no fue mucho tiempo. Pienso que ella lo supo desde el principio. Por eso me despidió en cuanto pudo.
—Entonces, ¿ya no trabaja en la casa?
—No. Ella buscaba una excusa para echarme, y usted se la dio.
—¿Yo? — se extrañó Grillo—. ¿Cómo?
—Dijo que yo estaba coqueteando con usted. Es muy propio de ella usar una excusa así. — No era la primera vez en aquella conversación que Grillo notaba un tono de hondo sentimiento en la voz de Ellen; en ese caso concreto, desdén; sentimiento que la actitud pasiva de Ellen hacía tanto más sorpendente—. Rochelle juzga a todo el mundo por su propio patrón —prosigió Ellen—, y usted sabe de sobra cuál es.
—No, la verdad —dijo Grillo con toda franqueza—, no lo sé.
Ellen lo miró, atónita.
—Espere un momento. No quiero que Philip oiga estas cosas.
Se levantó y fue al cuarto de su hijo para decirle unas palabras que Grillo no oyó, luego salió y cerró bien la puerta antes de sentarse y continuar su historia:
—Philip ha aprendido demasiadas palabras que antes no sabía. Un año en el colegio es suficiente. Quiero que tenga la oportunidad de ser..., no sé, ¿inocente? Sí, eso, inocente, aunque sólo sea por poco tiempo. Las cosas feas siempre acaban por llegar. ¿No le parece?
—¿Las cosas feas?
—Ya me entiende: la gente que engaña y traiciona. Las cosas del sexo. Las cosas del poder.
—Ah, sí, por supuesto, y tanto que acaban por llegar.
—Bien, yo, le estaba hablando de Rochelle, ¿no es eso?
—Exacto.
—Sí..., pues es bien sencillo. Antes de casarse con Buddy era puta.
—¿Cómo ha dicho?
—Lo que ha oído. ¿Por qué le sorprende tanto?
—No lo sé. Quizá por lo guapa que es. Tiene que haber muchas otras maneras de ganarse unos dólares.
—Le encanta gastar —replicó Ellen.
De nuevo el tono de desdén en la voz, mezclado en ese momento con asco.
—¿Y lo sabía Buddy cuando se casó con ella?
—¿A qué se refiere usted, a la prostitución o al gusto por gastar?
—A ambas.
—Estoy segura de que lo sabía. Ésa fue, en parte, la razón de que se casara con ella, me figuro. En el carácter de Buddy hay una tendencia a la perversidad. Bueno..., quiero decir había. La verdad es que no consigo acostumbrarme a la idea de que está muerto.
—Debe de ser muy difícil hablar de todo esto cuando hace tan poco tiempo que murió. Siento mucho tener que forzarla a ello.
—Yo misma me he ofrecido, ¿no? — contestó Ellen—. Quiero que haya alguien que sepa estas cosas. Más aún, quiero que todo el mundo las sepa. Era a mí a quien él amaba, Mr. Grillo. A mí a quien amó de veras durante todos estos años.
—Y me imagino que usted lo amaba.
—Sí, por supuesto —murmuró ella—. Mucho. Era muy introvertido, pero todos los hombres son así, ¿no es cierto? — prosiguió, sin dar tiempo a Grillo a excluirse de esa generalización—. Todos los hombres tienden a pensar que el mundo gira en torno a ellos. Les enseñan a pensar así. Y yo misma cometo el mismo error con Philip. Me doy cuenta cuando ya lo he hecho. La diferencia, en el caso de Buddy, es que el mundo sí giró a su alrededor, por lo menos durante una temporada. Fue uno de los hombres más queridos de todo Estados Unidos. Durante unos pocos años. Todo el mundo lo quería. Todo el mundo se sabía de memoria sus actuaciones. Y, por supuesto, todos querían conocer su vida privada.
—De modo que corrió un verdadero riesgo al casarse con una mujer como Rochelle, ¿no?
—Sí, yo diría que sí, ¿no le parece? Sobre todo cuando estaba tratando de mejorar su estilo; cuando intentaba conseguir que una de las cadenas televisivas le diera otro programa. Pero ya le he dicho que había una tendencia a la perversidad en él. En muchas ocasiones, era autodestrucción pura y simple.
—Debiera haberse casado con usted —dijo Grillo.
—Desde luego le hubiera ido mejor —observó ella—. Le hubiera ido mucho mejor.
Esa idea provocó un sentimiento en Ellen que hasta entonces no se había traslucido en sus palabras, en la versión que daba de su papel en todo aquello. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y, en ese momento, Philip la llamó desde su cuarto. Ellen se llevó una mano a la boca para sofocar sus sollozos.
—Yo voy —dijo Grillo, levantándose—, se llama Philip, ¿verdad?
—Sí, Philip —respondió ella, y esas palabras sonaron casi incoherentes en sus labios.
—Yo me encargo, no se preocupe.
La dejó secándose las lágrimas con el revés de la mano. Grillo abrió la puerta del cuarto del niño.
—Hola, hombre, me llamo Grillo.
El niño, en cuyo rostro se notaba en seguida la solemne simetría del de su madre, estaba sentado en la cama, rodeado de un caos de juguetes, lápices de colores y hojas de papel pintarrajeadas. La televisión, en una esquina del cuarto, estaba encendida; un programa de dibujos animados, pero sin voces.
—Te llamas Philip, ¿no?
—¿Dónde está mama? — quiso saber el niño.
No intentó ocultar el recelo que Grillo le inspiraba, y trató de ver, mirando por encima de él, algún atisbo de su madre.
—Viene ahora mismo —le tranquilizó Grillo, acercándose a la cama.
Los dibujos, muchos de los cuales se habían caído del edredón y estaban esparcidos por el suelo, parecían representar el mismo personaje bulboso. Grillo se agachó y recogió uno de ellos:
—¿Y quién es este señor? — preguntó.
—El hombre globo —respondió Philip, serio.
—¿Tiene nombre?
—Hombre globo —fue la respuesta, matizada de impaciencia.
—¿Es de la televisión? — Grillo estudiaba con atención el abigarrado garabato que se veía en la hoja.
—No.
—¿De dónde sale?
—De mi cabeza —contestó Philip.
—¿Es bueno?
El niño dijo que no con la cabeza.
—¿Entonces, muerde?
—Sólo a ti —fue la respuesta.
—Eso no es muy cortés —oyó Grillo decir a Ellen.
Se volvió y la miró. Ella trataba de ocultar sus lágrimas, pero, evidentemente, no engañaba a su hijo, que miró a Grillo con expresión acusadora.
—No se acerque mucho a él —le dijo Ellen a Grillo—. Ha estado enfermo, pero muy enfermo de verdad, ¿no es cierto?
—Ahora me encuentro bien.
—No es cierto. Tienes que seguir en la cama mientras yo acompaño a la puerta a Mr. Grillo.
Este se levantó, dejando el dibujo sobre la cama, entre los otros.
—Gracias por enseñarme al Hombre Globo —dijo.
Pero Philip no contestó. Volvió a su actividad, poniéndose a colorear de escarlata otro dibujo.
—¿Qué le estaba yo diciendo...? — prosiguió Ellen en cuanto estuvieron fuera del alcance de los oídos del niño— Ah, sí, que esto no es todo. Hay mucho más, créame. Pero todavía no ha llegado el momento de contárselo.
—Cuando ese momento llegue, estaré dispuesto a oírlo —dijo Grillo—. Puede dar conmigo llamándome al hotel.
—Quizá lo llame, quizá no. Todo lo que le cuente no será más que una parte de la verdad, ¿no? La pieza más importante es Buddy, y usted nunca podrá hacerle preguntas. Lo que se dice nunca.
Este pensamiento final, como una despedida, se fijó en la mente de Grillo mientras volvía en el coche por Grove camino del hotel. Era una observación muy elemental, pero tenía mucho peso. Buddy Vance, indudablemente, estaba en el centro mismo de esa historia. Su muerte había sido enigmática y trágica al mismo tiempo; pero más enigmática todavía era, evidentemente, la vida que había precedido a su muerte. Y Grillo tenía ya suficientes pistas sobre esa vida para sentirse muy intrigado. La colección carnavalesca que llenaba las paredes de «Coney Eye» (El Verdadero Arte de Norteamérica); la amante moral que todavía lo amaba; la esposa prostituta que, con toda probabilidad, ni lo amaba ni lo había amado nunca. Incluso sin su muerte, tan singularmente absurda, a modo de remate... La historia era desde el punto de vista periodístico estupenda. La cuestión no era si convenía contarla, sino cómo contarla.
La idea de Abernethy sobre este tema sería categórica. Estaría a favor de las suposiciones por encima de los hechos, de la porquería por encima de la dignidad. Pero había misterios allí mismo, en Grove. Grillo mismo los había visto, saliendo violentamente de la tumba de Buddy Vance, ni más ni menos; volando derechos al cielo. Era importante contar esa historia, con sinceridad y bien, porque, de lo contrario, sólo conseguiría añadir algo más de confusión a la ya existente, y eso no sería de utilidad para nadie.
Lo primero es lo primero. Tenía que anotar los datos tal y como los había oído en aquellas veinticuatro horas: de boca de Tesla, de la de Hotchkiss, de la de Rochelle, y, ahora, de la de Ellen. Y se puso a ello en cuanto entró en su habitación del hotel, redactando así, a mano, un primer borrador de la historia de Buddy Vance en la diminuta mesa de su habitación. Comenzó a dolerle la espalda de tanto escribir, y los primeros síntomas de fiebre le humedecieron la frente de sudor. Sin embargo, no cayó en la cuenta de ello hasta que tuvo escritas unas veinte páginas de notas cuidadosamente clasificadas. Sólo entonces, desperezándose al levantarse de la silla, comprendió que, aunque el Hombre Globo no había llegado a morderle, el trancazo sí.
VI
-1-
Durante el pesado camino desde la Alameda hasta la casa de Jo-Beth, Howie se dio cuenta claramente de por qué ésta había insistido tanto en que lo ocurrido entre ellos —sobre todo el terror que ambos habían sentido en el motel— era obra del diablo. No era de extrañar, dado que Jo-Beth trabajaba en compañía de una mujer tan devota, en una librería donde no había otra cosa que literatura mormona. Por difícil y violenta que hubiera sido su conversación con Lois Knapp, por lo menos le había dado una idea más clara del reto con el que tenía que enfrentarse. De alguna manera, se trataba de convencer a Jo-Beth de que no había crimen contra Dios o contra el hombre en el afecto que sentían el uno por el otro; y de que en él, en Howie, tampoco había nada demoníaco. La verdad era que la tarea se le presentaba difícil.
A pesar de todo, no tuvo mucha oportunidad de persuadir a Jo-Beth. Al principio, ni siquiera consiguió que le abrieran la puerta. Llamó y oprimió el botón del timbre durante cinco minutos por lo menos, convencido instintivamente de que en la casa había alguien que le podía abrir si quería. Pero hasta que no se apartó unos pasos del portal y comenzó a gritar hacia las ventanas empersianadas, no oyó el ruido de las cadenas de seguridad de la puerta. Entonces regresó al portal y dijo a la mujer que se asomó por la rendija, y que, indudablemente, debía de ser Joyce McGuire, que quería hablar con su hija. Por lo general, las madres solían hacerle caso. Su tartamudeo y sus gafas le daban aspecto de estudiante aplicado y algo introvertido. Pero Mrs. McGuire sabía muy bien que las apariencias engañan. El consejo que dio a Howie fue copia exacta del de Lois Knapp:
—No le queremos aquí —dijo—. Haga el favor de volverse a su casa y dejarnos en paz.
—Lo único que quiero es hablar un momento con Jo-Beth —replicó él—, está aquí, ¿verdad?
—Sí, está aquí, pero no quiere verle.
—Me gustaría que ella misma me lo dijera, si a usted no ¡e importa.
—¿Ah, sí? — dijo Mrs. McGuire, y, sin más, con gran sorpresa de Howie, abrió la puerta.
Dentro de la casa estaba oscuro, y en el portal, en cambio, había luz. Howie vio a Jo-Beth de pie, en medio de la oscuridad, en el fondo del vestíbulo. Iba vestida de oscuro, como si estuviera a punto de asistir a un funeral. Esto hacía que pareciera más cenicienta de lo que se sentía. Sólo sus ojos reflejaban algo de la luz que iluminaba el portal.
—Venga, díselo —la apremió su madre.
—Jo-Beth, ¿podemos hablar? — preguntó Howie.
—No debes venir aquí —dijo ella en voz baja. Su voz apenas se oía en el interior de la casa. El aire que había entre ellos estaba muerto—. Es peligroso para todos nosotros —prosiguió—. No debes volver nunca más aquí.
—Pero necesito hablarte.
—No sirve de nada, Howie, ocurrirán cosas terribles si no te vas.
—¿Qué cosas? — quería saber Howie.
Pero no fue ella quien le respondió, sino Joyce:
—No es culpa tuya —dijo, en su voz ya no hubo la agresividad de antes—. Nadie te echa la culpa, pero has de comprender, Howard, que lo que nos ocurrió a tu madre y a mí no ha terminado.
—No, mucho me temo que no lo comprendo —replicó él—. No lo comprendo en absoluto.
—Pues quizá sea preferible así —fue la respuesta—. Lo mejor será que te vayas. Ahora mismo.
Y, diciendo esto, comenzó a cerrar la puerta.
—Es...es...es... —comenzó Howie.
Pero antes de que pudiera terminar la palabra que quería decir: «Espera», se encontró cara a cara con un gran tablero de madera a unos centímetros de su nariz.
—¡Mierda! — consiguió decir, y esta vez sin tartamudear.
Siguió así, mirando la puerta cerrada, durante varios segundos, mientras los cerrojos y las cadenas volvían a su sitio en el interior de la casa. Era imposible imaginar derrota más completa. No sólo Mrs. McGuire lo echaba de allí con cajas destempladas, sino la misma Jo-Beth, cuya voz se añadía al coro. Decidió dejar las cosas así, en lugar de hacer otra intentona, y verla coronada por el fracaso.
Ya tenía pensada su visita siguiente antes incluso de apartarse del portal y echar a andar calle abajo.
En algún lugar del bosque, en el otro extremo de Grove, estaba el paraje donde Mrs. McGuire y su madre y el comediante habían encontrado sus respectivas desgracias, y cuyo signo eran la violación, la muerte y el desastre. Quizás hubiera en algún sitio una puerta que no su le cerrase.
—Es lo mejor que cabía hacer —dijo su madre cuando los pasos de Howard Katz dejaron de oírse.
—Lo sé —repuso Jo-Beth, mirando todavía a la puerta cerrada.
Su madre tenia razón. Si los sucesos de la noche anterior —la aparición del Jaff en la casa y la captura de Tommy-Ray, demostraban algo, era que no se podía confiar en nadie. Un hermano al que creía conocer, y que había querido, le había sido arrebatado, en cuerpo y alma, por una fuerza que volvía del pasado. Howie también regresaba del pasado: del pasado de su madre. Fuera lo que fuese lo que estaba sucediendo ahora en Grove, Howie formaba parte de ese pasado. Tal vez fuese su víctima, o su exorcizador. Pero, inocente o culpable, permitir que Howie cruzase el umbral de su casa era poner en peligro la pequeña esperanza de salvación que habían ganado en el ataque de la noche anterior.
Nada de eso hacía más fácil la tarea de cerrar la puerta en las narices de Howie. Incluso en ese momento, los dedos de Jo-Beth ardían en deseos de descorrer los cerrojos y abrir la puerta de par en par; llamarle a gritos y darle un abrazo; contarle, quizá, cosas que les reconciliaran. Pero de nada valía la reconciliación en ese momento. ¿Acaso les serviría para volver a estar juntos, para vivir de nuevo la aventura que su corazón anhelaba con toda su fuerza, para recuperar y besar a ese muchacho que, posiblemente era su propio hermano? ¿O para, en esa situación tensa como una inundación, asirse a las viejas virtudes que le arrebataba una más con cada oleada?
Su madre tenía la respuesta; la respuesta de siempre en situaciones adversas:
—Necesitamos rezar, Jo-Beth; rezar para liberarnos de nuestros opresores. Y entonces el Maligno se verá descubierto, y el Señor le consumirá con el espíritu de Su boca, y le destruirá con la luz de Su llegada.
—No consigo ver ninguna luz, mamá, ni creo haberla visto nunca.
—Llegará —insistió su madre—, y todo se aclarará.
—No, no lo creo —dijo Jo-Beth.
A su mente acudió la imagen de Tommy-Ray, que había vuelto tarde a casa la noche anterior, sonriendo, con aquella sonrisa inocente suya, cuando ella le preguntó por el Jaff, como si no hubiera ocurrido nada. ¿Era Tommy-Ray uno de los malignos por cuya destrucción rezaba su madre con tanto fervor? ¿Le consumiría el Señor con el espíritu de Su boca? Jo-Beth esperaba que eso no sucediera. Más aún, al arrodillarse con su madre para hablar con Dios rezó porque no fuese así, rezó para que el Señor no juzgase a Tommy-Ray con demasiada severidad, ni tampoco a ella por querer seguir al muchacho que había acudido a su puerta e irse con él a dondequiera que fuese.
-2-
Aunque la luz del día asestaba sus golpes sobre el bosque, la atmósfera que reinaba bajo su follaje era la de un lugar dominado por la noche. Los pájaros y los demás anímales que vivían allí seguían cobijados en sus guaridas o en sus nidos. La luz, o algo que latía a la luz, los había acallado. A pesar de todo, Howie sentía su escrutinio. Seguían con gran atención cada paso que daba, como si fuera un cazador llegado entre ellos bajo una luna demasiado brillante. Howie no se sentía bien recibido. Y, sin embargo, el impulso de seguir adelante crecía en él con cada paso que daba. Un susurro le había conducido allí el día anterior; un susurro que él había desechado luego, como si no fuera más que una treta de su mente confusa. Pero ahora no había una sola célula en todo su cuerpo que pusiese en duda la autenticidad de la llamada. Allí había alguien que quería verle; encontrarle; conocerle. Ayer había rechazado su llamada. Pero ya no le rechazaría.
Un impulso que no era suyo por entero lo indujo a caminar con la cabeza echada hacia atrás, de modo que el sol que pasaba entre el follaje le diese como un golpe diurno en el rostro, vuelto hacia arriba. No vaciló ante su luz, sino, por el contrario, abrió más los ojos para recibirlo. La luz y la manera rítmica con que golpeaba su retina parecían fascinarle. En cualquier otra circunstancia, Howie se hubiera negado a dejar de controlar sus propios procesos mentales. Sólo bebía cuando sus iguales le obligaban a ello; se detenía en el momento en que sentía ceder su dominio sobre sí mismo; las drogas, para él, eran impensables. Pero en esta ocasión recibía la embriaguez con anhelo; invitaba al sol a extinguir en su interior la realidad a fuerza de luz y calor.
Y dio resultado. Cuando volvió la vista a la escena que le rodeaba, se sintió medio cegado por colores que ninguna brizna de hierba podría ostentar. Su vista mental captó rápidamente el espacio que dejaba vacío lo palpable. De pronto, su vista comenzó a llenarse, a desbordarse de imágenes que indudablemente sacaba de algún lugar no explorado de su córtex, porque no guardaba el menor recuerdo de haberlas vivido. Vio delante una ventana, tan sólida —no, más sólida— que los árboles por entre los que pasaba. La ventana estaba abierta, y, a través de ella, se veían el cielo y el mar.
Esta visión dejó paso a otra, menos apacible. En torno a él había hogueras en las que parecían arder hojas de libros. Howie anduvo entre las hogueras sin el menor miedo, sabiendo que esas visiones no podían hacerle daño alguno; al contrario, las deseaba más y más.
Y le fue otorgada una tercera visión, mucho más extraña que las anteriores. A medida que las hogueras se iban extinguiendo, se formaban tenues peces con los colores de su ojos, lanzándose hacia delante en bancos de color del arcoiris.
Howie rompió a reír alto ante lo absurdo de su visión, y su risa dio lugar a otra maravilla más, pues las tres alucinaciones se sintetizaron, introduciendo en su estructura al bosque mismo que él estaba cruzando, hasta que, finalmente, hogueras, peces, cielo, mar y árboles se fundieron en un solo y brillante mosaico.
Los peces nadaban con fuego en lugar de aletas. El cielo se volvía verde y brotes de flores de estrella de mar surgían de él. La hierba se agitaba en olitas, como una marea bajo sus pies; o, mejor dicho, bajo la mente que veía los pies, porque sus pies se le volvieron de pronto completamente extraños; y lo mismo cabía decir de sus piernas, o de cualquier otra parte de su máquina. En aquel mosaico, él no era más que mente: un guijarro que saltaba sobre el suelo, y buscaba.
En medio de su alegría una pregunta vino a turbarle. Si él era más que mente, ¿qué era la máquina?, ¿algo que había que descartar para que se ahogase con los peces o ardiese con las palabras?
En algún lugar de su interior comenzó a sentir un cosquilleo de pánico.
«He perdido el control —se dijo—, he perdido mi cuerpo y estoy descontrolado. ¡Dios mío, Dios mío, Dios mío!»
Silencio, murmuró alguien en su cabeza, no ocurre nada malo.
Howie dejó de andar, o, por lo menos, esperó haber dejado de andar.
«¿Quién va?», dijo, o, por lo menos, esperó haber dicho.
El mosaico seguía en su sitio, en torno a él, inventando nuevas paradojas de momento en momento. Howie trató de romperlo con un grito; para ver si podía trasladarse de aquel lugar a algún otro más sencillo.
—¡Quiero ver! — gritó.
- ¡Estoy aquí! — fue la respuesta—. Howard, estoy aquí.
—¡Páralo! — suplicó.
- ¿Qué es lo que tengo que parar?
—Las imágenes, ¡haz que las imágenes paren!
- No tengas miedo. Son el mundo real.
—¡No! — replicó él, a gritos—. ¡No lo son!, ¡no lo son!
Se llevó las manos al rostro, esperando así borrar la confusión, pero ellas —sus propias manos— conspiraban con el enemigo.
Allí mismo, en medio de sus palmas, estaban sus ojos, devolviéndole la mirada. Eso fue demasiado para él. Howie soltó un aullido de horror y comenzó a caer. Los peces se hicieron más brillantes; las hogueras llamearon; él sintió que estaban listas para consumirle.
Al tocar el suelo con la frente, todo aquello desapareció, como si alguien hubiese apretado un botón.
Siguió inmóvil durante un momento para estar seguro de que no se trataba de otra treta; luego volvió las palmas de las manos hacia arriba, para comprobar que no estaban dotadas de vista; entonces se levantó. Incluso entonces, por precaución, se agarró a una rama baja, para seguir en contacto con el mundo.
- Me decepcionas, Howard —dijo su emplazador.
Por primera vez desde que había oído la voz pudo localizar un claro punto de origen: un lugar a unos diez metros de distancia de él, donde los árboles formaban un claro dentro de un claro, y en su centro un charco de luz en el que se bañaba un hombre con el cabello recogido en una cola de caballo y un ojo muerto. Su gemelo vivo escrutó a Howie con gran intensidad.
- ¿Me ves con bastante claridad? — preguntó el otro.
—Sí —dijo Howie—, te veo bien. ¿Quién eres?
- Me llamo Fletcher —fue la respuesta—, y tú eres mi hijo.
Howie se asió con más fuerza a la rama.
—¿Qué es lo que dices que soy?
Al devastado rostro de Fletcher no afloró sonrisa alguna. Era evidente que lo que acababa de decir, por extraño que pareciera, no había sido una broma. Salió del círculo de árboles.
- No me gusta nada esconderme —dijo—, sobre todo de ti. Pero ha pasado por aquí mucha gente, de un lado para otro. — Hizo una serie de violentos ademanes—. ¡De un lado para otro! Y todo para ver una exhumación. ¿Te lo imaginas? ¡Qué día más desperdiciado!
—¿Has dicho que soy tu hijo? — preguntó Howie.
- Y tanto —respondió Fletcher—. ¡Mi palabra favorita! Abajo ha de ser igual que arriba, ¿verdad?, una pelota en el cielo. Y dos entre las piernas.
—Estás de broma —dijo Howie.
- De sobra sabes que no —replicó Fletcher, completamente en serio—. Llevo mucho tiempo llamándote: de padre a hijo.
—¿Y cómo te las has arreglado para entrar en mi cerebro? — quiso saber Howie.
Fletcher ni siquiera se molestó en responder a esa pregunta.
- Te necesitaba aquí abajo, para que me ayudases —dijo—. Pero te obstinabas en resistirte. Me imagino que en tu lugar yo habría hecho lo mismo. Volver la espalda al arbusto en llamas. En eso somos iguales. Aire de familia.
—No te creo.
- Hubieras debido dejar que las visiones siguieran durante más tiempo. Pero supongo que a partir de ahora las cosas irán a mejor. Tu padre, por si no lo sabías, tenía el vicio de la mezcalina. Las visiones me hacían una falta tremenda. Y también a ti te gustan. O, por lo menos, te gustaron un rato.
—Me daban náuseas.
- Demasiadas, y demasiado pronto. Ésa es la explicación. Y no eran un regalo, sino una lección.
—¿Una lección de qué?
- Una lección de la ciencia del ser y el devenir. Alquimia, biología y metafísica en una sola disciplina. Tardé mucho tiempo en captarlo, pero eso fue lo que hizo de mí el hombre que soy ahora. — Fletcher se golpeó los labios con el dedo índice—. Y no creas que no sé el lamentable aspecto que ofrezco. También me doy cuenta de que hay mejores maneras de encontrar a tu progenitor, pero hice lo que pude para que saborearas el milagro antes de que vieras en carne y hueso al que lo hizo.
—Esto no es más que un sueño —dijo Howie—, lo que ocurre es que me he quedado demasiado tiempo mirando al sol y me ha hervido los sesos.
- También a mí me gusta mirar al sol —dijo Fletcher—. Y te aseguro que esto no es un sueño. Los dos estamos aquí en realidad en este mismo momento, compartiendo nuestros pensamientos como personas civilizadas. La vida nunca es más real que esto. — Abrió los brazos—. Hale, Howard, ven y dame un abrazo.
—Ni hablar.
- ¿De qué tienes miedo?
—Tú no eres mi padre.
- Bien, de acuerdo —dijo Fletcher—, no soy más que uno de tus padres. Pero, créeme, Howard, soy el más importante de todos ellos.
- No sé si te das cuenta de que sólo dices tonterías.
- ¿Por que te enfadas tanto? — quiso saber Fletcher—. ¿Es por los amores desesperados que tuviste con la hija del Jaff? Lo mejor será que la olvides, Howard.
Howie se quitó las gafas y entornó los párpados, mirando a Fletcher:
—¿Cómo sabes que conozco a Jo-Beth? — preguntó.
- Todo lo que bulle tu mente, hijo, bulle en la mía. Por lo menos desde que te enamoraste. Déjame que te diga. Me gusta tan poco como a ti.
—¿Dices que a mí no me gusta?
- Nunca me enamoré, en toda mi vida, pero, a través de ti, estoy empezando a saber lo que es la verdad, me parece muy dulce.
—Esto es un sueño —repitió Howie—. No tiene más remedio que serlo. Un sueño de los cojones.
- Bueno, pues prueba a despertar —dijo Fletcher.
—¿Cómo?
- Pues, eso, que si es sueño, chico, trata de despertar. Y entonces podremos prescindir del escepticismo y ver si podemos hacer algo útil.
Howie volvió a ponerse las gafas, enfocando de nuevo el rostro de Fletcher. No vio sonrisa alguna en él.
- ¡Vamos, anímate! — dijo Fletcher—. Pon en orden de una vez tus dudas, porque no disponemos de mucho tiempo. Esto no es un juego. Ni tampoco un sueño. Esto es el mundo. Y si no me ayudas, te advierto que correrá peligro algo más que tu lío de faldas de tres al cuarto.
—¡Que te jodan! — exclamó Howie, cerrando el puño—. ¡Claro que puedo despertar! ¡Mira! — Hizo acopio de toda su fuerza, y dio tal puñetazo al árbol que tenía al lado que agitó todo el follaje de la copa.
Unas cuantas hojas cayeron en torno a él. Volvió a dar un puñetazo a la áspera corteza. El segundo golpe le hizo daño, como le había hecho el primero. Y también el tercero. Y el cuarto. Pero la imagen de Fletcher seguía impávida: se mantuvo serio e inalterable bajo la luz del sol. Howie volvió a dar un puñetazo al árbol, sintiendo que la piel de los nudillos se le rompía y comenzaba a sangrar. Aunque el dolor que sentía iba en aumento con cada golpe, la escena en torno a él no le brindaba indicio alguno de rendición. Decidido a desafiarla, siguió golpeando el árbol una y otra vez, como si se tratara de un nuevo ejercicio cuyo objeto no fuese reforzar la máquina, sino herirla. Donde no hay dolor no hay victoria.
«Un sueño, sólo un sueño», se dijo.
- No vas a despertar —le advirtió Fletcher—. Haz el favor de parar ahora, porque vas a romperte algo. No es fácil encontrar dedos de repuesto. Tardamos unos pocos milenios en conseguir los que tenemos.
—No es más que un sueño —insistió Howie—, un puro sueño.
- ¿Quieres hacer el favor de estarte quieto?
En el ímpetu de Howie había algo más que un deseo urgente de romper el sueño. Media docena de furias más habían surgido para dar impulso a aquellos golpes. Ira contra Jo-Beth y su madre, y también contra su propia madre, ahora que se ponía a pensar en ello; y contra sí mismo por su ignorancia, por ser tan tonto cuando los que lo rodeaban eran tan listos. Si pudiera romper el dominio que esa ilusión tenía sobre él, nunca más volvería a ser tan tonto.
- Te vas a romper la mano, Howard...
—Lo que voy es a despertar.
- Pero con una mano rota, ¿y qué harás, pobre de ti, cuando tengas ganas de tocar a tu amiga?
Howie se paró, y volvió la vista hacia Fletcher. El dolor se le hizo insoportable. Por el rabillo del ojo veía la corteza del árbol, teñida de escarlata reluciente. Sintió náuseas.
—No qui...qui...quiere que la to...to...toque —murmuró—, me...me echó de...de su casa...
Su mano herida cayó contra su costado. Goteaba sangre. Howie se daba cuenta de ello, pero no conseguía hacer el esfuerzo de mirar con sus propios ojos. El sudor que le bañaba la frente se le volvió súbitamente pinchazos de agua helada. Sus articulaciones también se habían transformado en agua. Mareado, aturdido, apartó su mano palpitante de los ojos de Fletcher (oscuros, como los suyos; incluso el ojo muerto) y la elevó al cielo.
Le encontró un rayo de sol, que salió de entre las hojas, como un disparo dándole en pleno rostro.
—No es... no es... un sueño —murmuró.
- Hay pruebas más sencillas —oyó observar a Fletcher a través del gemido que llenaba su cabeza.
—Vo...vo...voy a vo...vo...vomitar —dijo—, me da asco el espectáculo...
- No te oigo, hijo.
—Me da asco el espectáculo de mi pro...pro...propia...
- ¿Sangre?
Howie asintió. Todo aquello era un error. Su cerebro daba vueltas dentro del cráneo, las conexiones se equivocaban. Su lengua ganaba vista, sus orejas saboreaban la cera, sus ojos sentían el tacto húmedo de sus párpados al cerrarse.
«Estoy fuera de aquí —pensó—, cayendo por tierra.»
- Cuánto tiempo, hijo, cuánto tiempo esperando en la roca para vislumbrar la luz. Y ahora que estoy aquí, no se me brinda la menor oportunidad de disfrutarla. No hay tiempo para pasarlo bien en su compañía, como los padres suelen disfrutar la compañía de sus hijos.
Howie gimió. El mundo se le perdía de vista, eso era todo. Si quisiera abrir los ojos, lo encontraría allí mismo, esperándole. Pero Fletcher le aconsejó no intentarlo con demasiada energía.
- Te tengo —le dijo.
Y era verdad. Howie sentía que los brazos de su padre le rodeaban en la oscuridad, envolviéndole. Al tacto parecían enormes. O quizá lucra que él se había encogido, que se había vuelto de nuevo un bebé.
- Nunca tuve idea de ser tu padre —estaba diciéndole Fletcher—. La verdad es que me fue impuesto casi por la fuerza de las circunstancias. El Jaff decidió hacer unos cuantos niños, ¿te das cuenta?, para tener agentes de carne y hueso. Y yo no tuve más remedio que imitarle.
—¿Jo-Beth? — murmuró Howie.
- ¿Qué?
—Que si es tuya, o de él.
- De él, por supuesto.
—¿De modo que ella y yo no somos... hermanos?
- No, por supuesto que no. Ella y su hermano son obra de él. Y tú eres mi obra. Por eso tienes que ayudarme, Howie. Él es más fuerte que yo. Sólo soy un soñador drogado. Siempre lo fui. Y él ya está allí, adiestrando a sus condenados terata.
—¿Sus qué?
Sus criaturas. Su ejército. Eso es lo que consiguió del comediante: algo que lo enardeciera. ¿Y yo? Yo no conseguí nada. Los moribundos no tienen muchas fantasías. Todo ello es miedo. A él le encanta el miedo.
—¿Quién es él?
- ¿El Jaff?, mi enemigo.
—¿Y quién eres tú?
- Su enemigo.
—Eso no es contestar. Quiero una respuesta mejor que ésa.
- Llevaría demasiado tiempo. Y no tenemos tiempo, Howie.
—La Esencia. — Howie sintió la sonrisa de Fletcher dentro de su cerebro.
- Bien..., la Esencia sí que puedo dártela, Howie —dijo su padre—. Esencia de pájaros y de peces. Cosas enterradas. Recuerdos, por ejemplo. De vuelta a la primera causa.
—¿Es que soy tonto o estás diciendo tonterías?
- Tengo muchísimas cosas que contarte, pero poquísimo tiempo. Lo mejor, posiblemente, será que te lo haga ver. — Su voz tenía un tono forzado; Howie percibió una nota de angustia en ella.
—¿Qué es lo que piensas hacer? — preguntó.
- Voy a abrirte mi mente, hijo.
—Tienes miedo...
- Va a ser una aventura. Pero no se me ocurre ninguna otra manera.
—Pues yo no quiero participar.
- Demasiado tarde.
Howie sintió que los brazos de Fletcher, se aflojaban, y que se soltaban del contacto de su padre. Ésa era. sin duda, la primera de todas las pesadillas: soltarse. Pero la gravedad funcionaba sesgada en ese mundo del pensamiento. En lugar de ver que el rostro de su padre se alejaba de él al soltarle, ocurrió lo contrario: ese rostro apareció, grande y creciendo sin cesar, al caer Howie de lleno contra él.
Ya no había palabras con las que reducir el pensamiento: sólo los pensamientos mismos, y además en abundancia. Demasiado que comprender. A Howie le costaba trabajo no ahogarse en ellos.
No te esfuerces —oyó decir a su padre—. No intentes siquiera nadar. Suéltate. Húndete en mí. Sé en mí.
«Dejaré de ser yo mismo —replicó—. Si me ahogo dejaré de ser yo mismo. Seré tú, y no quiero ser tú.»
Arriésgate. No hay otra solución.
«¡No quiero!, ¡no puedo! Tengo que dominar.»
Comenzó a forcejear contra el elemento que le rodeaba. Ideas e imágenes se rompían sin cesar, a pesar de todo, contra su mente. En su mente otra mente fijaba pensamientos que iban más allá de su actual capacidad de comprensión.
Entre este mundo, llamado Cosmos —también llamado la Arena, y también el Incendio de Helter—, entre este mundo y el Metacosmos —también llamado la Coartada, y también el Exordio y el Lugar Solidario—, hay un mar llamado Esencia...
En la mente de Howie apareció una imagen de ese mar, y en medio de la confusión percibió algo que conocía. Había flotado hasta aquí durante el breve sueño compartido con Jo-Beth. Habían sido arrastrados por una suave marea, el cabello de ambos entrelazado, sus cuerpos rozándose el uno al otro. El reconocimiento calmó sus miedos. Escuchó con más atención las instrucciones de Fletcher.
—.... y en ese mar hay una isla...
La percibió, aunque lejana.
Se llama Efemérides...
Bella palabra, y bello lugar. La cabeza de Howie estaba envuelta en nubes, pero había luz en sus laderas inferiores. No era luz solar, sino luz espiritual.
«Quiero estar allí —pensó Howie—. Quiero estar allí con Jo-Beth.»
Olvídala.
«Dime lo que hay allí. ¿Qué hay en Efemérides?»
El Gran Espectáculo Secreto. — Los pensamientos de su padre volvieron a él—. Lo vemos tres veces: al nacer, al morir, y una noche que pasamos durmiendo junto al amor de nuestra vida.
«Jo-Beth.»
Ya te he dicho que te olvides de ella.
«¡Pero si iba con Jo-Beth!, flotábamos allí, juntos.»
No.
«Sí. Eso quiere decir que es ella el amor de mi vida. Tú mismo acabas de decirlo.»
Lo que te he dicho es que te olvides de ella.
«¡Eso es lo que quiere decir!, ¡y tanto que sí!, ¡eso es lo que quiere decir!»
Lo que engendró el Jaff está demasiado podrido para poder ser amado. Demasiado corrompido.
«Jo-Beth es la cosa más bella que he visto en mi vida.»
Te rechazó —le recordó Fletcher.
«Pues, entonces, la recuperaré.» La imagen que Howie tenía de ella estaba clarísima en su mente; más clara que la isla, o que el mar onírico sobre el que flotaba. Howie buscó el recuerdo de la joven, se asió a él, y se levantó, liberándose de la presa de la mente de su padre. Entonces la náusea volvió a él, y luego la luz, salpicando a través del follaje por encima de su cabeza.
Abrió los ojos. Fletcher ya no le asía, si es que alguna vez lo había hecho. Howie estaba echado de espaldas sobre la hierba. Tenía el brazo dormido, desde el hombro hasta la muñeca, pero se sentía la mano como si tuviera el doble de su tamaño normal. El dolor que sentía en ella era la primera prueba de que no soñaba. La segunda prueba fue que acababa de despertar de un sueño. El hombre de la cola de caballo era real; de eso no le cupo la menor duda. Era su padre, para bien o para mal. Levantó la cabeza de la hierba al oír la voz de Fletcher:
- No entiendes lo desesperada que es nuestra situación —dijo Fletcher—, el Jaff invadirá la Esencia si yo no lo detengo.
—No quiero saber nada de eso —replicó Howie.
- Tienes una responsabilidad —afirmó Fletcher—. Yo no te hubiera engendrado sí hubiese pensado que no ibas a ayudarme.
—Vaya, muy emocionante —dijo Howie—, eso sí que me hace sentirme querido. — Comenzó a ponerse en pie, evitando la vista de su mano herida—. No debieras haberme enseñado la isla, Fletcher, porque ahora sé que lo que hay ente Jo-Beth y yo es lo verdadero, lo auténtico, y, además no es mi hermana, o sea, que puedo recuperarla.
- ¡Obedéceme! — exclamó Fletcher—. Eres mi hijo. ¡Tienes la obligación de obedecerme!
—Lo que quieres es un esclavo, búscale uno —dijo Howie —. Tengo cosas mejores que hacer.
Volvió la espalda a Fletcher, o, por lo menos, eso pensó que hacía, hasta que Fletcher reapareció delante de él.
—¿Cómo diablos lo has hecho?
- Yo sé hacer muchas cosas. Pequeñeces. Ya te las enseñaré. Lo único que te pido, Howard, es que no me dejes solo.
—A mí nadie me llama Howard —dijo Howie.
Levantó la mano para echar a Fletcher a un lado, olvidando por un instante su herida: pero ésta apareció ante sus ojos. Tenía los nudillos hinchados, el dorso de la mano y los dedos empapados en pegajosa sangre. Briznas de hierba pegadas a ella surcaban de verde el espeso y oscuro rojo. Fletcher dio un paso atrás, rechazado.
—Ah, de modo que no te gusta ver sangre, ¿eh? — dijo Howie.
Había algo en el aspecto de Fletcher en plena retirada que no era como antes, algo demasiado sutil para que Howie pudiese captarlo. ¿Sería que había entrado de lleno en un trecho empapado de sol, y la luz, de alguna manera, lo atravesaba?, ¿o que un trecho de cielo encerrado en su vientre se le había desprendido y ahora flotaba ante sus ojos, penetrando en ellos? Fuera lo que fuese, en un instante, desapareció.
—Te hago una proposición —dijo Howie.
- ¿Cuál es?
—Que me dejes en paz; y yo te dejaré...
- Nos hallamos solos, hijo, solos contra el mundo entero.
—Estás loco de atar, ¿no te das cuenta? — dijo Howie.
Apartó los ojos de Fletcher y los fijó en el camino por donde había venido.
—De ahí es de donde me viene toda esta mierda de santidad de los cojones. ¡Pero se acabó! ¡Se acabó! ¡Hay gente que me quiere!
- ¡Yo te quiero! — dijo Fletcher.
—¡Mentira!
- De acuerdo, muy bien, pues aprenderé.
Howie comenzó a alejarse de él, alargando el brazo ensangrentado.
- ¡Aprenderé!, ¡soy capaz de aprender! — oyó decir a su espalda—. Howard, escúchame, ¡te aseguro que soy capaz de aprender!
No corrió. No tenía fuerza. Pero llegó a la carretera sin caer, y eso ya fue una victoria de su mente sobre su cuerpo, teniendo en cuenta lo débiles que sentía las piernas. Allí estuvo descansando un poco de tiempo, contento de que Fletcher no lo hubiera seguido hasta terreno tan abierto. Aquel hombre tenía secretos que Howie no quería que ojos humanos viesen. Mientras descansaba, hizo sus planes. Primero volvería al motel y se curaría la mano. ¿Y luego? Pues iría de nuevo a casa de Jo-Beth. Tenía buenas noticias para ella, y encontraría alguna manera de dárselas, aunque necesitara pasar la noche entera en vela esperando la oportunidad de hacerlo. El sol era cálido y luminoso. Al andar, Howie vio que su sombra lo precedía. Iba con los ojos fijos en la acera, contemplando su forma, delineada paso a paso, de regreso hacia la cordura.
En el bosque que se extendía a sus espaldas, Fletcher se maldecía por no haber sabido estar a la altura de las circunstancias. Nunca se le había dado bien eso de persuadir a la gente, solía saltar de lo banal a lo visionario sin una idea clara del intervalo que debe haber entre ambos extremos: las sencillas tretas sociales que la mayor parte de la gente domina para cuando llega a los diez años. No había sabido ganarse a su hijo por medio de argumentos directos, y Howard, a su vez, se había resistido a revelaciones que pudieran haberle hecho comprender el peligro que su padre corría. Y no sólo su padre: el mundo entero. Fletcher no tenía la menor duda de que el Jaff era tan peligroso ahora como en la Misión de Santa Catrina, cuando el Nuncio le había rarificado. Más peligroso todavía. Él y sus agentes del Cosmos: criaturas suyas que sólo a él obedecerían, porque sabía manejar bien las palabras. Howard volvía ahora, a pesar de lo ocurrido, a abrazar a uno de esos agentes. Ya podía darle por perdido. Y esto dejaba a Fletcher sin otra alternativa que ir solo a Grove en busca de alguien a quien extraer alucigenia.
No tenía sentido alguno aplazar ese momento. Todavía quedaban unas horas para el anochecer, cuando el día se entregaba a la oscuridad, y entonces el Jaff tendría más ventaja todavía que ahora. Por más que no le hiciese mucha gracia ir a pie por las calles de Grove, exponiéndose a la vista y a la observación de todos, ¿qué otra alternativa tenía? A lo mejor conseguía sorprender a alguien soñando a plena luz del día.
Levantó la vista al cielo y pensó en su habitación de la Misión, donde había pasado tantas horas dichosas en compañía de Raúl, escuchando a Mozart y viendo cómo cambiaban las nubes al surgir del océano. Cambio, siempre cambio. Un fluir de formas en las que se encontraban ecos de cosas terrenales: un árbol, un perro, un rostro humano. También él se uniría un día a esas nubes, cuando terminase su guerra contra el Jaff. Entonces desaparecería la tristeza que sentía ahora por la ausencia de Raúl, la ausencia de Howard, la ausencia de todo, todo se le iba de entre las manos.
Sólo los inmutables sentían dolor. Los proteicos vivían en todo, siempre. Un solo país, un solo día inmortal. ¡Poder estar allí!
VII
William Witt, el Boswell de Palomo Grove, había visto aquella mañana la peor pesadilla posible convertida en realidad. Había salido de su atractiva residencia, de una sola planta, situada en Still-brook, cuyo valor, según él mismo decía a sus clientes, había aumentado en treinta mil dólares en los cinco años que hacía que la había comprado, y su intención al salir no era más que ir dándose un paseo a su oficina de corredor de fincas, en su ciudad, la que más le gustaba de todo el mundo, y pasar allí una fructífera jornada laboral más. Pero esa mañana, la cosas eran distintas. Si alguien le hubiera preguntado qué las distinguía de otras, no hubiera podido dar una respuesta coherente, pero el instinto le dijo a William que su amado Grove estaba enfermo. Pasó la mayor parte de la mañana asomado a la ventana de su oficina, que daba al supermercado. Casi todos los habitantes de Grove visitaban ese mercado una vez a la semana por lo menos; para muchos, tenía la doble función de centro de abastecimiento y centro de reunión. William se sentía orgulloso de recordar los nombres del noventa y ocho por ciento de las personas que entraban en él. Había encontrado casa a buen número de ellos, les había vuelto a encontrar casa cuando sus familias llegaban a ser tan numerosas que ya no cabían en el primer hogar de recién casados; con frecuencia, les había vuelto a encontrar nueva vivienda cuando sus hijos, llegados a la edad de independizarse, les abandonaban; y, finalmente, había vendido su última casa cuando la muerte les sacaba de ella. Y, a la inversa, casi todos ellos lo conocían y le tuteaban, comentaban sus pajaritas (que eran su distintivo personal; tenía más de ciento once pajaritas), y le presentaban a los amigos que los visitaban.
Pero hoy, observando desde su ventana, William no sintió placer alguno en este rito. ¿Sería debido a la muerte de Buddy Vance y a las consecuencias de esa tragedia el que la gente estuviera tan alicaída?; ¿era eso lo que les impedía saludarse unos a otros al encontrarse en el estacionamiento?, ¿o sería que ellos, al igual que él, se habían despertado con una extraña sensación, una especie de expectativa, como si algún acontecimiento fuera inminente y se les hubiera olvidado apuntarlo en sus agendas, pero conscientes de que lo echarían mucho de menos si no lo contemplaban?
Pero con estar así, mirando sin hacer nada, incapaz de interpretar lo que veía o sentía, lo único que conseguía era deprimirse más todavía. Decidió salir a hacer tasaciones. Había tres casas —dos en Deerdell y una en Windbluff— que debía ver in situ para aquilatar bien su precio. Su inquietud, rayana en la angustia, no había disminuido cuando cogió el coche y salió en dirección a Deerdell. El sol, que asolaba las aceras y las praderas, golpeaba y hería; el aire vibraba como si estuviese a punto de disolver ladrillos y pizarra: en una palabra, como si fuera a disolver su adorado Grove para siempre.
Las dos casas de Deerdell se encontraban en muy distinto estado de conservación; las dos de Deerdell exigían su más minuciosa atención. William les pasó revista y aquilató sus méritos y sus desventajas. Para cuando hubo terminado con ambas y emprendido el camino hacia Windbluff, ya se sentía lo bastante distraído de sus temores para pensar que, a lo mejor, después de todo, había exagerado. La tasación de la casa de Windbluff, y eso William lo sabía perfectamente, le iba a resultar muy satisfactoria. Situada en Cherry Glade, justo debajo de las Terrazas, era grande y tentadora. William comenzó a redactar en su mente el anuncio cuando se bajó del coche:
¡Sea un rey en la Colina!
¡El perfecto hogar familiar le está esperando!
De las dos llaves que llevaba de la casa eligió la de la puerta principal y la abrió. Desde la primavera, pleitos y litigios la habían mantenido desierta, e impedido su venta; el aire, en su interior, era polvoriento y rancio. A William, ese olor le gustaba. Había algo en las casas vacías que lo emocionaba. Le gustaba pensar en ellas como si fueran hogares en espera de serlo; lienzos sin pintar en los que los compradores reflejarían su propio paraíso particular. William dio varias vueltas por el interior de la casa, tomando cuidadosas notas sobre cada habitación, componiendo mentalmente seductoras frases según la iba examinando:
Espaciosa e inmaculada. Un hogar de deleite para el comprador más exigente. Tres dormitorios, dos baños y medio, suelo de terrazo, artesonado de madera de abedul en la sala, cocina completamente equipada, patio cubierto...
«Por ser grande y estar bien situada, esta casa será cara», se dijo William. Después de recorrer la planta baja abrió la puerta del patio y salió a él. Las casas, incluso las situadas en las partes bajas de la Colina, se hallaban bien repartidas. El patio no estaba expuesto a la vista de ninguna de las casas vecinas. De haber sido así, los vecinos se hubieran quejado del estado en que se encontraba. La hierba, que le llegaba a la pantorrilla, era desigual y estaba agostada; los árboles necesitaban una poda urgente. William cruzó el terreno quemado por el sol para tomar la medida de la piscina, la cual no había sido vaciada después de la muerte de Mrs. Lloyd, su última propietaria. El nivel del agua estaba bajo, y su superficie cubierta de algas más verdes que la hierba que crecía silvestre en el borde de la piscina. Olía a rancia. En lugar de permanecer allí para medir la piscina, William prefirió calcular sus dimensiones a ojo, sabiendo, por experiencia, que su cálculo sería casi tan exacto como llevado a cabo con un metro. Estaba apuntando las cifras en su cuadernito cuando observó unas pequeñas olas en el centro de la piscina; se fijó y vio que se acercaban, por la superficie, sucia y espesa, hacia donde él se encontraba.
William se apartó del borde de cemento al tiempo que tomaba nota de que debía avisar a la empresa limpiadora de piscinas para que acudieran allí cuanto antes. Lo que palpitaba en aquella porquería —hongos o peces— tenía las horas contadas.
El agua volvió a agitarse en movimientos como de flecha, los cuales recordaron a William un día muy distinto, y un paisaje acuático y fantasmal también distinto. Apartó ese recuerdo de sí —o al menos lo intentó—, volvió la espalda a la piscina y se dirigió de nuevo al interior de la casa. Pero el recuerdo llevaba demasiado tiempo solo e insistía en acompañarle. William rememoró a las cuatro chicas —Carolyn y Trudi y Joyce y Arleen, la encantadora Arleen— con tanta claridad como si las hubiera visto el decía anterior. Las miró con sus ojos mentales, desnudándolas de cuanta ropa llevaban puesta. Oyó su charla, sus risas...
Dejó de andar y volvió la cabeza para mirar de nuevo la piscina. Aquella sopa sucia estaba quieta de nuevo. Lo que había engendrado hacía un momento, o lo que se había servido de ella como de una palanca, había vuelto a adormecerse. William miró su reloj de pulsera. Llevaba una hora y cuarenta y cinco minutos ausente de su oficina. Si se daba un poco de prisa y terminaba pronto en la casa, llegaría a su hogar con tiempo para ver un vídeo de su colección. Esa idea, fomentada en parte por los eróticos recuerdos que la piscina había suscitado en él, le incitó a entrar en la casa con renovado celo. Examinó la parte trasera, y comenzó a subir la escalera.
A mitad de ésta oyó un ruido en la parte de arriba y se detuvo.
—¿Quién está ahí? — preguntó.
No recibió respuesta, pero el ruido se repitió. Hizo la misma pregunta: un diálogo de pregunta y ruido, pregunta y ruido. ¿Habría, quizá, niños en la casa? La costumbre de entrar en edificios deshabitados, que había florecido hacía unos años, volvía a estar de moda. Ésa era la primera vez que se le presentaba a William la oportunidad de agarrar a un intruso con las manos en la masa.
—¿Vas a hacer el favor de bajar —gritó, dando a la conminatoria pregunta la mayor cantidad posible de bajo profundo de que su voz era capaz—, o prefieres que suba yo y te baje a rastras?
La única respuesta que recibió fue el mismo ruido de saltitos muy rápidos y seguidos sobre una superficie dura, como si algún perro pequeño, con las uñas sin cortar, estuviera corriendo sobre un suelo de madera.
«Bien, vamos a ver», pensó William. Reemprendió la subida, pisando lo más fuerte que podía para intimidar mejor a los intrusos. Él conocía a casi todos los niños de Grove por su nombre, y hasta por sus apodos. Y a los que no se encontraran en ese grupo, podía reconocerles en el patio del colegio. Iba a darles una lección tal que, en adelante, lo pensarían mejor antes de volver a hacer una cosa así.
Cuando llegó al final de la escalera todo era silencio. El sol de la tarde se derramaba por la ventana, y su calor calmó la pequeña inquietud que sentía. Allí no había peligro. Lo peligroso eran las calles en Los Ángeles a medianoche, y el sonido producido por la navaja de un perseguidor raspando ladrillo. Pero no Grove, y, además, en plena tarde de viernes.
Como la confirmación de esa idea, un juguete de cuerda llegó rápidamente hacia él cruzando la puerta verde del dormitorio principal: era un ciempiés de unos cincuenta centímetros de longitud, cuyas patitas de plástico golpeaban rítmicamente el suelo. William sonrió al verlo. El niño que le enviaba el juguete hacía, así, un signo de rendición. William esbozó una sonrisa de indulgencia, y se inclinó para recogerlo, aunque con la mirada fija en la puerta.
Mirada que se volvió de inmediato hacia el juguete al tocarlo con sus dedos, que le confirmaron lo que la vista había observado demasiado tarde para dar órdenes a la mano: lo que estaba recogiendo no era, en absoluto, un juguete; su envoltura o cáscara era suave y húmeda contra la piel de su mano; su movimiento, repulsivo. Trató de soltarlo, pero el cuerpo aquél se adhería a sus dedos, y se apretaba contra la palma. Dejó caer cuaderno y lápiz, y se pasó el animal de una mano a la otra; luego lo tiró al suelo, donde chocó con su dorso segmentado, su docena de patitas pedaleando como una gamba volcada. Jadeando, William vaciló, se retiró y se apoyó en la pared, hasta que una voz que llegaba de más allá de la puerta le habló:
—No tengas reparo, te recibiremos aquí con mucho gusto.
El que así hablaba no era un niño, pensó William, que ya se había dado cuenta de que sus primeras ideas pecaban en exceso de optimismo.
—Mr. Witt —dijo una voz distinta, más ligera que la primera, y reconocible.
—¿Tommy-Ray? — preguntó William, incapaz de disimular el alivio que sentía—. ¿Eres tú, Tommy-Ray?
—Y tanto que soy yo. Venga, entre, le presentaré a mi pandilla.
—¿Qué ocurre aquí? — preguntó William, apartándose de la forcejeante bestezuela y abriendo la puerta de un empujón.
Los cortinajes de quinón de Mr. Lloyd estaban corridos para tamizar la luz del sol, y, después del torrente de luz que había fuera, la habitación donde entró le pareció a William doblemente oscura. Pero distinguió a Tommy-Ray McGuire, de pie, en el centro, y, detrás de él, sentada en el rincón más oscuro, otra persona. Se diría que uno de ellos se había mojado en el agua pútrida de la piscina, porque el olor repulsivo llegó hasta la nariz de William, haciéndole cosquillas.
—No debierais estar aquí —riñó a Tommy-Ray—. ¿Os dais cuenta de que es un acto ilegal? Esta casa...
—¿Va a empezar ahora con monsergas? — preguntó Tommy-Ray.
Dio un paso hacia William, con lo que eclipsó a su colega por completo.
—No es tan sencillo... —comenzó William.
—Sí, sí que lo es —respondió Tommy-Ray, tajante.
Dio un paso más, y otros, hasta que llegó junto a William y de éste a la puerta. La cerró de golpe, y el ruido que hizo excitó al compañero de Tommy-Ray, o, mejor dicho, a los compañeros de su compañero, porque los ojos de William, que se habían acostumbrado bastante a aquella oscuridad, le permitieron darse cuenta de que al hombre barbudo, caído en la esquina, lo rodeaban unos seres que tenían cierto aire familiar con el ciempiés de fuera. Lo cubrían como una armadura viva. Reptaban sobre su rostro, se detenían sobre sus labios y sus ojos, se congregaban en torno a su ingle, dándole masaje en ella. Bebían de sus sobacos, jugueteaban sobre su vientre. Y eran tantos que, con todos ellos encima, el hombre barbudo abultaba el doble que un ser humano.
—¡Santo cielo! — exclamó William.
—Bonito, ¿verdad? — comentó Tommy-Ray.
—Tú y Tommy-Ray os conocéis desde hace mucho tiempo, según tengo entendido —dijo el Jaff—. Cuéntamelo todo. ¿Era un niño considerado?
—¿Qué diablos ocurre aquí? — preguntó William, volviendo la vista hacia Tommy-Ray, cuyos ojos relucían al mirarle.
—Éste es mi padre —fue su respuesta—, es el Jaff.
—Nos gustaría que nos mostrases el secreto de tu alma —dijo el Jaff.
De inmediato, William pensó en su colección particular, guardada bajo llave en su casa. ¿Cómo sabía de ella aquel ser obsceno? ¿Le habría espiado Tommy-Ray? ¿El mirón mirado?
William movió la cabeza en un gesto negativo:
—Yo no tengo secreto alguno.
—Sin duda lleva razón —dijo Tommy-Ray—; es un mierda, un aburrido.
—Eres muy poco amable —le reprendió el Jaff.
—Todo el mundo lo dice —insistió Tommy-Ray—. Mírale, con sus jodidas pajaritas y sus pequeños movimientos de cabeza, asintiendo a todos.
Las palabras de Tommy-Ray hirieron a William. Y fue a causa de ellas, tanto como por el aspecto del Jaff, que sintió un súbito temblor en la mejilla.
—Es el mierda más aburrido de toda esta jodida ciudad —añadió Tommy-Ray.
A modo de respuesta, el Jaff cogió a una de las bestezuelas que retozaban sobre su vientre y se la tiró a Tommy-Ray. Su puntería fue excelente. El animal, que tenía colas como látigos y una cabeza minúscula, se pegó al rostro de Tommy-Ray, apretando el vientre contra la boca del muchacho; éste perdió el equilibrio y cayó de lado al tiempo que agarraba al pequeño monstruo, que se separó de su rostro con un cómico ruido osculatorio, dejando al descubierto la sonrisa de Tommy-Ray, a la que hizo eco una risotada del Jaff. El muchacho tiró el animal en dirección a su jefe, pero fue un tiro flojo, y el animal cayó a unos treinta centímetros de donde William se encontraba. William se apartó de él, con lo que provocó otra andanada de risotadas del padre y del hijo.
—No te hará daño —dijo el Jaff—, excepto si quieres que te lo haga.
Llamó al animal con el que él y el muchacho habían estado jugando, el cual se refugió de nuevo sobre el vientre del Jaff.
—Lo más probable es que conozcas a toda esta gente —dijo el Jaff.
—Sí —murmuró Tommy-Ray—, y ellos le conocen a él.
—Éste de aquí, por ejemplo —prosiguió el Jaff, al tiempo que agarraba una bestia del tamaño de un gato que estaba detrás de él—, éste salió de la mujer ésa..., ¿cómo se llamaba, Tommy?
—No lo recuerdo.
El Jaff soltó el animal, que parecía un gran escorpión blanqueado, dejándolo caer a sus pies. La extraña criatura, que parecía casi tímida, trató de retirarse de nuevo a donde había estado escondida.
—Sí, Tommy, la mujer de los perros... —insistió el Jaff—. Mildred no sé cuántos.
—Duffin —dijo William.
—¡Muy bien!, ¡muy bien! — exclamó el Jaff, señalando a William con su grueso dedo gordo—. ¡Duffin!, ¡qué fácil es olvidar nombres! ¡Eso es, Duffin!
William conocía mucho a Mildred. La había visto aquella misma mañana —sin su perrito de aguas—, en el estacionamiento, mirando al aire como si acabase de llegar allí en el coche y de pronto se le hubiera olvidado lo que iba hacer. William no acababa de entender la relación existente entre Mildred Duffin y aquel escorpión.
—Veo que estás desconcertado, Witt —dijo el Jaff—. Lo que te preguntas es: ¿será éste el nuevo perrito faldero de Mildred? Pues te diré que no. Lo que ocurre es que se trata del secreto más profundo de Mildred hecho carne. Y esto es lo que quiero sacarte a ti, William, lo más profundo de ti, tu secreto.
William, que no era más que un mirón heterosexual, pero de pies a cabeza, captó de inmediato el erótico sentido secreto que las palabras del Jaff encerraban. Él y Tommy-Ray no eran padre e hijo, eran amantes, y se daban por el culo uno al otro. Toda aquella charla de profundidades e intimidades, todo aquel secreteo, significaba sólo eso.
—No quiero tener nada que ver con esto —dijo William—. Tommy-Ray te pondrá al corriente. No me gustan estas porquerías.
—El miedo no tiene nada de sucio —dijo el Jaff.
—Todo el mundo tiene miedo —intervino Tommy-Ray.
—Unos más que otros. Y tú, me parece..., más que casi todos. ¡Venga, William, confiesa! ¡Te hierven cosas malas en la cabeza! Lo único que quiero es sacártelas y quedarme con ellas.
Más insinuaciones. William oyó que Tommy-Ray daba un paso hacia él.
—Manténte a distancia —le advirtió. Pero era pura fanfarronada, y lo supo por la sonrisita que vio en el rostro de Tommy-Ray.
—Te sentirás mejor después —aseguró el Jaff.
—Mucho mejor —dijo Tommy-Ray.
—No duele. Bien..., quizá duela un poco, al principio; pero en cuanto te saquemos todo lo malo, y lo veas ante tus ojos, te sentirás distinto.
—Y Mildred no es más que una de tantas —intervino Tommy-Ray—. Mi padre visitó anoche mucha gente.
—Y tanto que sí.
—Yo le señalaba las casas, y él entraba.
—Capto el olor de la gente, ¿sabes? Y a veces lo capto muy fuerte.
—Louise Doyle..., Chris Seapara..., Harry O'Connor...
William los conocía a todos.
—... Gunther Rothbery..., Martine Nesbitt...
—Y Martine tenía vistas realmente estupendas —dijo el Jaff—. Una de ellas está ahí fuera, refrescándose.
—¿En la piscina? — murmuró William.
—¡Ah!, ¿lo has visto?
William movió la cabeza.
—Pues tienes que verlo. Es importante saber lo que la gente lleva ocultando a sus vecinos tantos años. — Eso causó gran impresión a William, que se sintió aludido, aunque se decía que el otro no se había dado cuenta—. Tú crees que conoces a toda esa gente —prosiguió el Jaff—, pero luego resulta que todos tienen miedos que no confiesan: lugares oscuros que cubren con sonrisas. Éstos... —levantó el brazo— son los que viven en esos lugares oscuros; lo único que hago es sacarlos de allí.
—¿También Martine? — preguntó William, revelando en su voz un levísimo matiz de ansiedad.
—Y tanto —dijo Tommy-Ray—, el suyo era uno de los mejores.
—Yo los llamo terata —dijo el Jaff—. Significa nacimiento monstruoso, prodigio. ¿Qué te parece?
—Me gustaría... ver lo que sacasteis a Martine —replicó William.
—Bonita chica —dijo el Jaff—, pero con un feo polvo en la cabeza. Hale, Tommy-Ray, enséñaselo, y luego tráemelo aquí.
—En seguida.
Tommy-Ray asió el picaporte, pero vaciló antes de abrir la puerta, como si hubiera leído los pensamientos que burbujeaban en la mente de William.
—¿De veras quieres verlos? — preguntó el muchacho.
—Sí —aseguró Witt—. Martine y yo...
Dejó la frase sin terminar, y el Jaff picó el anzuelo:
—¿Tú y esa mujer, William? ¿Juntos?
—Una o dos veces —mintió William.
Apenas si había tocado a Martine, ni nunca tuvo ganas de hacerlo, pero quería despertar la curiosidad de su interlocutor.
El Jaff pareció convencido.
—Pues tanta más razón para que veas lo que te estaba ocultando —dijo—. Venga, Tommy-Ray, ¡llévale a verlo!
Tommy-Ray McGuire obedeció. Salió para acompañar a William escaleras abajo. Silbaba sin melodía al andar; lo alegre de su paso y lo indiferente de sus movimientos camuflaban la infernal compañía que le rodeaba. Más de una vez, William se sintió tentado de preguntar al chico por qué, para ver si así conseguía comprender mejor lo que estaba ocurriendo en Grove. ¿Cómo podía llegar a ser el mal tan alegre y bullanguero? ¿Cómo era posible que un personaje tan corrompido como tenía que ser Tommy-Ray anduviese alegre y cantase y dijese chistes y ocurrencias como la gente normal?
—Siniestro, ¿eh? — dijo Tommy-Ray, cogiendo la llave de la puerta de atrás de manos de William.
«Ha leído mis pensamientos», pensó Witt. Pero la observación siguiente de Tommy-Ray desmintió esa idea.
—Las casas vacías son siempre siniestras. Excepto para ti, me figuro, porque estás acostumbrado a ellas. ¿No es así?
—Pues, sí. La costumbre...
—Al Jaff no le gusta mucho el sol, por eso lo traje a este sitio. Es un buen lugar para esconderse.
Tommy-Ray entornó los párpados para mirar al luminoso cielo en cuanto se vieron al aire libre.
—Me parece que me estoy volviendo como él —comentó—. Solía gustarme la playa, ya sabes, Topanga, Malibú; pero ahora, bueno, es como si me dieran náuseas sólo de pensar en toda esa... claridad.
Se dirigió hacia la piscina, con la cabeza agachada, aunque elevó el volumen de voz.
—De modo que tú y Martine estabais liados, ¿eh? Pues no es un primer premio de belleza, la verdad, ¿no estás de acuerdo? Y te aseguro que tiene dentro los secretos más desconcertantes, no puedes hacerte una idea de lo que sacamos de dentro de ella. ¡Dios mío, cómo les sale! Y son las cosas más extrañas, como si las sudaran por todos esos agujeritos.
—Poros.
—¿Cómo dices?
—Los agujeritos..., poros.
—Ah, sí. Eso.
Habían llegado a la piscina. Tommy-Ray se acercó, diciendo:
—El Jaff los llama de esa manera tan rara, ¿sabes cuál digo? Yo, por mi parte, los llamo a cada uno por su nombre; quiero decir por el nombre de la gente de la que han salido.
Volvió la vista y agarró a William en el momento que éste examinaba la valla del patio para ver si había algún sitio por el que escapar.
—¿Te aburres? — preguntó Tommy-Ray.
—No, no, qué va..., nada de eso, no me aburro.
El muchacho miró de nuevo la piscina.
—¡Martine! — llamó.
Una agitación se produjo en la superficie del agua.
—Ya viene —añadió Tommy-Ray—, te vas a quedar lo que se dice de una pieza.
—Seguro, seguro —dijo William, y dio un paso hacia el borde de la piscina.
Y cuando lo que se agitaba en ella comenzó a salir a la superficie, William alargó los brazos y dio un fuerte empujón a Tommy-Ray en la espalda. El muchacho chilló y perdió el equilibrio. William entrevió apenas el terata de la piscina, como un gran pulpo con patas. Tommy-Ray caía en aquel momento sobre él. Muchacho y bestia forcejearon. William no se quedó a ver quién mordía a quién. Fue corriendo al punto más vulnerable de la valla, lo salvó de un salto y desapareció.
—Has dejado que se escapara —dijo el Jaff cuando, al cabo de un rato, Tommy-Ray volvió a la guarida de la primera planta—. No voy a poder confiar en ti, está visto.
—Me engañó.
—No debiera sorprenderte tanto. ¿Acaso no has aprendido todavía? La gente tiene rostros ocultos. Eso es lo que les hace interesantes.
—Traté de seguirle, pero ya había escapado. ¿Quieres que vaya a su casa?, ¿que lo mate?
—Calma, calma —dijo el Jaff—. No importa que vaya por ahí esparciendo rumores durante un día o dos. Aparte que no le creerán. Lo que tenemos que hacer es escapar de aquí en cuanto oscurezca.
—Hay otras casas vacías.
—No nos hará falta buscar —dijo el Jaff—. Anoche mismo encontré una residencia permanente.
—¿Dónde?
—Todavía no está lista para nosotros, pero lo estará.
—¿Quién es?
—Ya lo verás. Entretanto, necesito que hagas un pequeño viaje por mí.
—Lo que quieras.
—No tendrás que ausentarte mucho. Pero hay un lugar en la costa donde, hace ya bastante tiempo, dejé algo que es importante para mí. Quiero que me lo traigas, mientras yo despacho a Fletcher.
—Eso no quiero perdérmelo.
—Te gusta la idea de la muerte, ¿verdad?
Tommy-Ray sonrió.
—Sí, y tanto que me gusta. Mi amigo Andy tenía un tatuaje en el pecho, una calavera, justo aquí —Tommy-Ray se señaló al pecho—, encima del corazón, y solía comentar que iba a morir joven. Dijo que pensaba ir a Bombora, donde las rocas son muy peligrosas, y las olas rompen y rebotan contra ellas, ¿sabes? Bien, pues iría allí y esperaría a una ola grande de verdad, y se tiraría por propia iniciativa para morir así, como ir a la muerte por su propio pie.
—¿Y lo hizo? — preguntó el Jaff—, quiero decir si murió.
—Los cojones —dijo Tommy-Ray, desdeñoso—, no tuvo huevos.
—Pero tú sí que los tendrías.
—¿En este momento? Desde luego.
—Bien, pues no te des mucha prisa, porque vamos a tener una fiesta.
—Ah, ¿sí?
—Sí. Una fiesta por todo lo alto. Esta ciudad nunca ha visto una fiesta como ésa.
—¿Quiénes serán los invitados?
—Pues la mitad de Hollywood. Y la otra mitad deseará haber estado en ella.
—¿Y nosotros?
—Nosotros asistiremos a la fiesta. Puedes estar bien seguro. Estaremos allí listos, y al acecho.
William respiró hondo cuando por fin se vio en el portal de Spilmont, en Peaseblossom Drive. «Por fin voy a poder contar una historia que vale la pena», se dijo. Acababa de escapar de los horrores de la corte del Jaff y tenía una historia que contar, y todos lo aclamarían como a un héroe por el aviso.
Spilmont era una de las muchas personas a quienes William había asesorado en la compra de una casa; dos casas, mejor dicho. Se conocían lo bastante como para tutearse.
—¿Billy? — Spilmont miró a William de pies a cabeza—. No tienes muy buen aspecto.
—Es que no me siento nada bien.
—Vamos, pasa.
—Oscar, me ha ocurrido algo terrible —jadeó William mientras entraba en la casa—. Jamás he visto nada peor.
—Anda, hombre, siéntate —dijo Spilmont—. ¡Judith! Bill Witt está aquí. ¿Qué te apetece, Billy? ¿Algo de beber? ¡Por Dios bendito, si estás temblando como una hoja!
Judith Spilmont era la perfecta madraza, de anchas caderas y grandes senos. Llegó de la cocina y repitió las observaciones que su marido acababa de hacer. William pidió un vaso de agua helada, pero no pudo esperar a contar lo sucedido hasta tenerlo en sus manos. Sabía, aun antes de comenzar su historia, lo ridícula que les iba a parecer a sus oyentes. Era un cuento de campamento, de esos que se cuentan alrededor de la hoguera, no de los que se pueden contar a plena luz del día, mientras los hijos del que te escucha chillan y corretean en torno a los irrigadores eléctricos del jardín, justo al otro lado de la ventana. Pero Spilmont lo escuchó con gran atención, como quien cumple un deber, diciendo a su mujer que saliera de allí en cuanto hubo llevado el agua. William lo contó todo, incluso recordó los nombres de aquellos a los que el Jaff había tocado la noche anterior. De vez en cuando repetía que se hacía cargo de lo ridículo que parecía todo aquello, pero que era la pura verdad. Y fue con esa misma observación como terminó su relato:
—Ya me hago cargo de que todo esto que acabo de contarte debe de parecerte absurdo —dijo.
—Desde luego es toda una historia —replicó Spilmont—. Si me la hubiese contado cualquier otra persona pienso que no la hubiera escuchado como he hecho contigo. Pero, mierda..., ¿Tommy-Ray McGuire, dices? ¡Si es un chico la mar de simpático!
—Si quieres te llevo hasta allí —dijo William—; pero tenemos que ir armados.
—No, tú no estás en condiciones.
—No puedes ir solo.
—Eh, amigo, que yo quiero mucho a mis hijos, ¿acaso crees que tengo la menor intención de dejarles huérfanos? — rió Spilmont—. Mira, vuélvete a casa, y no te muevas de allí. Cuando tenga algo que contarte, te llamo, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—¿Seguro que estás en condiciones de conducir? Podemos llamar a alguien...
—Sí, hasta ahí llego.
—Bien.
—No me ocurrirá nada.
—Y no cuentes esto a nadie más, Bill, ¿de acuerdo? No quiero que alguien se ponga a darle al gatillo.
—No. Seguro. Lo comprendo.
Spilmont observó a William beberse el resto de su agua helada, y luego lo acompañó hasta la puerta. Le dio la mano y se despidió de él con un gran ademán. William hizo lo que Spilmont le había dicho. Fue derecho a casa en su coche, llamó a Valerie y le dijo que no pensaba volver a la oficina. Luego cerró puertas y ventanas, se desnudó, vomitó, y se duchó. Después se dispuso a esperar junto al teléfono a recibir más noticias de la depravación que había caído sobre Palomo Grove.
VIII
Sintiéndose muy cansado de pronto, Grillo se había acostado hacia las tres y cuarto, advirtiendo en la centralita que no le pasaran llamadas telefónicas a su suite hasta que él avisara. Por eso lo que le despertó fue un golpe en la puerta. Se incorporó, sentía la cabeza tan ligera que casi salió volando.
—Servicio de habitaciones —dijo una voz de mujer a través de la madera.
—No he pedido nada —contestó Grillo. Pero de pronto comprendió—: ¿Es Tesla?
Y tanto que era Tesla, tan guapa como siempre, a su manera retadora. Hacía tiempo. Grillo había llegado a la conclusión de que era necesario tener una especie de genio para transformar, al ponerse ciertas prendas y alhajas, lo chabacano en atractivo, y lo cursi en elegante. Tesla conseguía esta transición en ambas direcciones sin el menor esfuerzo aparente. En ese momento, por ejemplo, llevaba una camisa de hombre blanca demasiado grande para su esbelto torso, con una bola mexicana barata colgada del cuello en la que se veía una imagen de la Virgen, pantalones azules ajustados, tacones altos (que, a pesar de todo, no la elevaban a más altura que los hombros de Grillo), y pendientes de plata en forma de serpiente que acechaban entre su roja cabellera, mechada de rubio, pero sólo mechada, porque, como ella misma explicaba, las rubias lo pasaban mejor, sin duda alguna, pero teñirse todo el cabello era pasarse de la raya.
—¿Estabas dormido? — preguntó Tesla.
—Sí.
—Lo siento.
—Tengo que hacer «pis».
—Pues, venga, hazlo.
—¿Quieres mirar a ver si me ha llamado alguien? — gritó Grillo al tiempo que se miraba al espejo.
Pensó que tenía un aspecto espantoso: parecía el poeta subalimentado que había renunciado a ser desde el primer día en que pasó verdadera hambre. Y cuando trataba de tenerse en pie ante el retrete, con el pene —que nunca le había parecido tan lejano, o tan pequeño— en una mano y la otra agarrado al marco de la puerta para no caer de bruces sobre la taza del retrete, hubo de confesarse que se encontraba muy mal.
—Será mejor que no te acerques a mí —le dijo a Tesla al regresar, vacilante, al cuarto—, me parece que tengo la gripe.
—Entonces vuelve a la cama. ¿Quién te la ha contagiado?
—Vete a saber.
—Te llamó Abernethy —le informó Tesla—, y una mujer que se llama Ellen.
«Su hijo.»
—¿Quién es ella?
—Una buena mujer. ¿Dejó algún recado?
—Tiene necesidad de hablarte con urgencia. Pero no dejó teléfono.
—Es que me parece que no lo tiene —dijo Grillo—. Debo averiguar qué quiere. Solía trabajar para Vance.
—¿Chismorreo?
—Sí. — Los dientes de Grillo empezaban a castañetear—. Mierda —dijo—, me siento como si estuviera ardiendo.
—¿No sería mejor que te llevase a Los Ángeles?
—Ni hablar. Aquí hay un buen artículo, Tesla.
—Artículos los hay en todas partes. Abernethy puede encargar... éste a cualquier otro.
—Es que éste es extraño — dijo Grillo—. Aquí está ocurriendo algo que no acabo de entender. — Se sentó, la cabeza le martilleaba—. ¿No sabías que yo estaba presente cuando murieron los hombres que buscaban el cadáver de Vance?
—No, no lo sabía. ¿Qué sucedió?
—No sé lo que habrán dicho en las noticias, pero te aseguro que ningún dique subterráneo reventó. Aunque, si reventó, no fue de eso de lo que murieron. Para empezar, oí sus gritos mucho antes del sonido del agua. Pienso que gritaban oraciones, Tesla. Oraciones. Y entonces, de repente, ese jodido geiser brotó: agua, humo, porquería: Cadáveres. Y algo más. No: dos algo más. Y salían de la tierra, de debajo de las cuevas.
—¿Escalando?
—Volando.
Tesla le miró con seriedad.
—Te lo juro, Tesla —dijo Grillo—. Tal vez eran seres humanos, o tal vez no. Me parecieron algo así como..., no sé cómo decírtelo, algo como energías. Y, antes de que me lo preguntes te diré que yo estaba perfectamente sereno.
—¿Fuiste tú el único que lo vio?
—No, un sujeto que se llama Hotchkiss estaba también allí conmigo. Lo que pasa es que no consigo que me conteste al teléfono y me lo corrobore.
—¿Te haces cargo de que suena a locura?
—Bien, después de todo, eso es lo que siempre has pensado de mí, ¿no? Dedicándome a averiguar las porquerías de los ricos y los famosos por cuenta de un hombre como Abernathy...
—En lugar de enamorarte de mí.
—En lugar de enamorarme de ti.
—Lunático.
—Loco de atar.
—Escucha, Grillo, sé que soy muy mala enfermera, de modo que no esperes compasión de mí, pero si quieres un tipo de ayuda más práctica, lo que tienes que hacer es decirme a dónde tengo que ir a pedirla.
—Puedes ir a casa de Ellen. Dile que su hijo me pegó la gripe, a ver si así se siente culpable. Hay una buena historia aquí, y sólo he conseguido una pequeña parte de ella.
—Así me gustas, Grillo. Enfermo, pero nunca avergonzado.
Estaba ya muy entrada la tarde cuando Tesla salió en dirección a la casa de Ellen Nguyen, negándose a coger el coche a pesar de que Grillo lo advirtió que estaba bastante lejos. Una brisa, que por fin refrescaba el ambiente, la acompañó hasta la ciudad. Era la clase de ciudad donde a Tesla le hubiera gustado ambientar una novela de tensión; por ejemplo, sobre un hombre con una bomba atómica en la maleta. Claro que el tema había sido usado ya, pero ella podría darle un giro inesperado. En lugar de contarlo como una parábola del mal, lo contaría como una parábola de apatía. La gente, pura y simplemente, se negaría a creer lo que se les contaba y seguirían pendientes sólo de sus asuntos cotidianos con la mayor indiferencia, y la protagonista trataría de inducir a esa gente a sentir interés por el tema y darse cuenta del peligro que corrían. Al final, la protagonista sería arrojada de la ciudad por una muchedumbre resentida pues pensaban que todo lo que hacía era armar líos innecesarios, precisamente cuando la tierra temblaba y la bomba explotaba. Desaparición de todo. Fin. Aunque estaba claro que una novela así nunca sería adaptada para el cine; pero, por otra parte, Tesla era una experta en escribir guiones que jamás llegaban al celuloide. Su cerebro, sin embargo, seguía hirviendo en argumentos. Era incapaz de entrar en un sitio desconocido, o ver rostros nuevos, sin que lo dramatizara. Nunca analizaba con demasiado cuidado las historias que se le ocurrían constantemente a propósito de cualquier lugar o persona, a menos que, como en este caso, le parecieran tan evidentes como ineludibles. Tal vez su instinto le decía que Palomo Grove, era una ciudad que reventaría el día menos pensado.
Su sentido de la orientación era infaliblemente certero. Encontró la casa de Ellen Nguyen sin necesidad de volver sobre sus pasos. La mujer que le abrió la puerta tenía un aspecto tan delicado que Tesla temió levantar la voz por encima de un leve suspiro, y, desde luego, no hizo el menor esfuerzo por sonsacarle la menor indiscreción. Se limitó a explicar la situación de la manera más sencilla posible: estaba allí a petición de Grillo, que había cogido la gripe.
—No se preocupe, no morirá de ésta —añadió, al ver que Ellen parecía angustiada—. Si he venido ha sido para que supiera por qué no podrá venir a verla.
—Entre, por favor —dijo Ellen.
Tesla se resistió. No estaba de humor para lidiar con almas tan frágiles, pero Ellen no aceptó sus negativas.
—Es que aquí no puedo hablar —añadió. Después cerró la puerta—. No puedo dejar solo a Philip mucho tiempo. Ya no tengo teléfono. Hube de usar el de un vecino para llamar a Mr. Grillo. ¿Me haría el favor de llevarle un recado mío?
Por supuesto —dijo Tesla, aunque pensó: «Si es un recado de amor lo tiro a la cuneta.»
Aquella mujer era el tipo de Grillo, se dijo Tesla: dulce, femenina, voz suave. En una palabra, todo lo contrario a ella.
El niño del contagio se encontraba en el sofá.
—Mr. Grillo tiene la gripe —le dijo su madre—. ¿Por qué no le mandas uno de tus dibujos, a ver si así se pone mejor?
El niño fue a su dormitorio sin hacer ruido, con lo que dio a Ellen la oportunidad de pasar un recado a Tesla.
—¿Me haría el favor de decirle que las cosas han cambiado en «Coney»? — dijo Ellen.
—Que las cosas han cambiado en «Coney» —repitió Tesla—, ¿y qué quiere decir eso, exactamente?
—Van a dar una fiesta conmemorativa, en honor de Buddy, en su casa, Mr. Grillo lo comprenderá; Rochelle, la viuda, mandó al chófer a buscarme, quiere que le eche una mano.
—¿Y qué tiene que hacer Mr. Grillo?
—Quiero saber si él necesita una invitación.
—Pienso que puede dar por supuesto que si. ¿Cuándo será la fiesta?
—Mañana por la noche.
—Poco tiempo.
—La gente irá por Buddy —dijo Ellen—. Era muy querido.
—Pues tenía suerte —observó Tesla—. ¿De modo que si Grillo quiere ponerse en contacto con usted puede hacerlo en casa de Vance?
—No. No tiene que llamar allí. Dígale que deje un recado en la casa de aquí al lado, donde vive Mr. Fulmer. Él se quedará con Philip para cuidarle.
—Fulmer. De acuerdo. Estoy enterada.
Poco quedaba por decir. Tesla aceptó un dibujo de manos del enfermo con promesa de llevárselo a Grillo, junto con los mejores deseos de madre e hijo de que se pusiera bueno. Luego emprendió el camino de vuelta, inventando historias por el camino.
IX
—¡William!
Spilmont al teléfono, por fin. Los niños ya no reían en el patio. La tarde había caído y con la ¡da del sol el agua del irrigador eléctrico estaría más fría que agradable.
—No tengo mucho tiempo —dijo—, ya he desperdiciado demasiado esta tarde entre unas cosas y otras.
—¿Cómo dices? — dijo William. Había pasado toda la tarde consumido de impaciencia—. Anda, cuéntame.
—Pues nada, que fui a Wild Cherry Glade en cuanto te marchaste de mi casa.
—¿Y qué?
—Pues nada. Cero al cociente. El sitio estaba desierto, y yo hice el asno entrando allí dispuesto a todo. Me imagino que eso era lo que habías planeado, ¿verdad?
—No, Oscar, te equivocas.
—Una vez nada más, muchacho. Puedo aguantar una broma y sanseacabó, ¿vale? No quiero que alguien diga que no tengo sentido del humor.
—Te aseguro que no era una broma.
—Me hiciste ir hasta allí, ¿te haces cargo? Creo que deberías dedicarte a escribir novelas de terror, y no a la compraventa de casas.
—¿Dices que el sitio estaba desierto?, ¿que no había huella alguna de nada? ¿Miraste en la piscina?
—¿Pero por quién me has tomado? — exclamó Spilmont—. Pues claro que miré, y todo estaba vacío: piscina, casa, garaje. Todo vacío.
—Eso es que han escapado. Se fueron antes de que llegaras. Lo que no sé es a dónde han podido ir. Tommy-Ray decía que al Jaff no le gustan...
- ¡Basta! — gritó Spilmont—. Ya tengo demasiados locos de atar en el vecindario sin necesidad de aguantar a tipos como tú. Mira, chico, despierta de una vez, ¿eh?, y no se te ocurra gastarles esa broma a los demás, Witt, porque ya les he puesto sobre aviso, te lo repito: ¡con una basta y sobra!
Spilmont cortó la conversación sin despedirse, dejando a William sin otra voz que el zumbido del teléfono durante medio minuto antes de que William dejara caer el auricular en el soporte.
—¿Quién iba a pensarlo? — dijo el Jaff, acariciando a su nuevo pupilo—. Hay miedo en los lugares más inesperados.
—Dámelo —pidió Tommy-Ray.
—Considéralo tuyo —contestó el Jaff, dejando que el muchacho le quitase el terata de sus brazos—. Lo que es tuyo es mío.
—No se parece mucho a Spilmont.
—No creas, sí que se parece —dijo el Jaff—. Nunca se ha visto
retrato suyo más exacto. Aquí está su base, su núcleo. El miedo es lo que retrata al hombre.
—¿Es cierto eso?
—Lo que se pasea esta noche por ahí con el nombre de Spilmont no es más que su cáscara, sus restos.
Fue hacia la ventana mientras hablaba y descorrió las cortinas. Los terata que estaban ronroneándole al llegar William, le seguían ahora, y el Jaff los espantó. Ellos se alejaron, respetuosos, pero volvieron a refugiarse bajo su sombra en cuanto le vieron apartarse.
—Ya casi no hay sol —dijo el Jaff—; debiéramos irnos. Fletcher está ya en Grove.
—¿Sí?
—Claro que sí. Apareció en plena tarde.
—¿Y cómo lo sabes?
—Pues porque es imposible odiar a alguien tanto como yo odio a Fletcher sin saber por lo menos dónde se encuentra.
—O sea, que vamos a matarle, ¿no?
—Cuando tengamos suficiente número de asesinos —respondió el Jaff—. No quiero cometer errores de cálculo, como Mr. Witt.
—Primero voy a por Jo-Beth.
—¿Para qué? — preguntó el Jaff—. No la necesitamos. Tommy-Ray tiró al suelo el terata de Spilmont.
- Yo sí la necesito —dijo.
—Me imagino que será platónico.
—¿Qué quieres decir?
—No, nada, Tommy-Ray, pura ironía. Lo que quiero decir es: tú deseas su cuerpo.
Tommy-Ray lo pensó un momento.
—Es posible —dijo.
—Sé sincero.
—La verdad es que ignoro lo que quiero —fue la respuesta de Tommy-Ray—; pero estoy completamente seguro de que sé lo que no quiero. Jo-Beth es de la lamilla, ¿no?, y tú mismo me dijiste que eso era importante.
El Jaff asintió.
—Eres muy persuasivo —dijo.
—De modo que ¿vamos a por ella? — repitió Tommy-Ray.
—Si tanto te importa, de acuerdo —replicó su padre—. Iremos a por ella.
Al ver Palomo Grove por primera vez, Fletcher se sintió al borde mismo de la desesperación. Él había visto muchas ciudades como ésa durante sus meses de guerra con el Jaff; comunidades planificadas que tenían todos los recursos excepto el de sentir; lugares que daban impresión de estar vivos; pero que, en realidad, apenas si lo estaban. Dos veces, arrinconado en vacíos como ésos, Fletcher se había visto al borde mismo del aniquilamiento a manos de su enemigo. Aunque él estaba por encima de la superstición, lo cierto era que empezaba a preguntarse si a la tercera no iría la vencida.
El Jaff había organizado ya su cabeza de puente, Fletcher no tenía la menor duda de esto. No le sería difícil, en un sitio como aquél, encontrar suficiente número de almas débiles e indefensas, de las que le gustaba explotar. Pero para Fletcher, cuyas alucigenias surgían de vidas oníricas complejas y fuertes, esa ciudad, agostada por la comodidad y la satisfacción, ofrecía poca esperanza de sustento. Se hubiera encontrado más a gusto en un ghetto o en un manicomio, donde, por lo menos, se vivía la vida tensamente, que en este desierto bien regado. Pero no tenía alternativa alguna. Sin un ayudante humano que le indicara el camino, Fletcher se veía obligado a ir por entre toda aquella gente como un perro, olfateando la pista de algún soñador. Encontró unos pocos en la Alameda, pero lo mandaron a paseo en cuanto trató de entablar conversación con ellos. Aunque hizo cuanto pudo por conservar cierta apariencia de normalidad, hacía mucho tiempo que no era humano, y la gente, cuando le veían acercarse, se le quedaban mirando de una forma rara, como si hubiera olvidado una parte importante de su disfraz y les fuera posible entrever al Nuncio en su interior. Y en cuanto lo entreveían, se apartaban. Uno o dos siguieron cerca de él. Una vieja, a unos pocos pasos de distancia, se limitó a sonreírle cada vez que Fletcher la miraba; dos niños dejaron de observar el escaparate de una tienda de perros y gatos y se pusieron a mirarle a él hasta que su madre los llamó. La cosecha de Fletcher había sido en extremo escasa, y eso era justo lo que él había temido. Si el Jaff hubiese escogido deliberadamente el lugar de su batalla final no lo hubiera hecho mejor. Si la guerra entre ambos iba a terminar en Palomo Grove —y Fletcher sentía en lo más hondo de su ser que uno de los dos iba a morir allí—, era seguro que el Jaff sería el vencedor.
Al caer la tarde, la Alameda comenzó a quedar desierta, y también Fletcher se fue de allí y se puso a deambular por las calles desiertas. No había gente. Ni siquiera vio a nadie paseando al perro. Y sabía la razón. La naturaleza humana, tercamente insensible, no podía eliminar por completo las tuerzas sobrenaturales que había en ella. Los habitantes de Grove, aunque no fueran capaces de expresar su inquietud con palabras, sabían que aquella noche su ciudad estaba en poder de un maleficio y se habían refugiado en sus casas, delante de sus pantallas de televisión. Fletcher las veía relucir en todas las casas, y oía los televisores, que habían sido puestos a un volumen absurdamente alto como para acallar los cantos de cualesquiera sirenas que fueran a cantar por sus calles aquella noche. Las pequeñas mentes del Grove, en brazos de programas de televisión de todo tipo, desde entretenimientos caseros hasta comedias musicales, iban deslizándose hacia el sueño más inocente, y dejaban a la intemperie, y en la mayor soledad, al único ser que hubiera podido salvarles de la extinción.
X
-1-
Observando desde la esquina de la calle mientras la oscuridad se disolvía en noche, Howie vio a un hombre en quien más tarde reconoció al pastor. El hombre en cuestión apareció de pronto ante la casa de los McGuire; se anunció a través de la cerrada puerta, y después de un rato dedicado a abrir cerrojos y soltar cadenas, fue recibido en el interior del santuario. Howie sospechaba que no iba a presentársele otra oportunidad como aquélla esa noche. O sea, que era el momento de despistar a la madre guardiana y llegar hasta Jo-Beth. Cruzó la calle, comprobando antes que nadie venía en ninguna de ambas direcciones. Pero no tenía nada que temer: la calle aparecía insólitamente silenciosa. El ruido llegaba de las casas: los televisores, tan altos que, mientras esperaba había podido distinguir los nueve canales, y canturreado sus melodías y reído sus bromas. Y así fue como pudo situarse junto a la fachada de la casa sin que nadie le viera. Saltó una tapia y fue por el callejón hasta el patio de atrás. Cuando llegó allí vio encenderse la luz de la cocina. No era Mrs. McGuire la que la había encendido, sino Jo-Beth que, como una buena hija preparaba la cena para el invitado de su madre. La observó, hipnotizado. En esa actividad tan corriente, con un traje oscuro, iluminada por un tubo de neón, Jo-Beth seguía siendo la visión más extraordinaria que cabía imaginar. Y cuando se acercó a la ventana, para limpiar unos tomates bajo el grifo, Howie salió de su escondite. Ella captó su movimiento y levantó la vista. Howie se había llevado el dedo a los labios para imponerle silencio, pero ella le hizo ademán de que se fuese, el rostro marcado por el pánico. Howie la obedeció de inmediato, justo en el momento en que Joyce aparecía en el vano de la puerta de la cocina. Hubo un breve intercambio de palabras entre la madre y la hija, de las que Howie no oyó nada, y luego Mrs. McGuire volvió al cuarto de estar. Jo-Beth miró hacia atrás, para cerciorarse de que su madre se había ido, y entonces fue hacia la puerta trasera y descorrió los cerrojos, cuidando de no hacer ruido. Pero se negó a abrirla más de lo estrictamente necesario y que no pudiera entrar, limitándose a sacar la cabeza por el hueco y susurrar:
—No debías haber venido.
—Bueno, pero lo he hecho —dijo él—, y tú te alegras mucho.
—Nada de eso.
—Pues debieras. Tengo noticias. Grandes noticias. Anda, Sal un momento.
—No puedo —susurró ella—. Haz el favor de bajar la voz.
—Tenemos que hablar. Es cuestión de vida o muerte. No... más que de vida o muerte.
—¿Pero qué es lo que te has hecho? ¡Mira cómo tienes la mano!
El intento de Howie de limpiarse la herida había sido una chapuza en el mejor de los casos, porque le daba grima arrancarse pedazos de corteza de la carne magullada.
—Esto es parte de lo que tengo que contarte —dijo él—. Si no quieres salir, déjame entrar.
—No puedo.
—Por favor, déjame entrar.
¿Fue su herida, o sus palabras, lo que la indujo a ceder? Fuera lo que fuese, el caso es que Jo-Beth abrió la puerta y Howie entró derecho a abrazarla, más ella movió la cabeza, y tenía tal expresión de terror que Howie retrocedió.
—Sube la escalera —le dijo Jo-Beth, formando las palabras con la boca pero casi sin pronunciarlas.
—¿A dónde?
—Segunda puerta a la izquierda. — Jo-Beth no tuvo otro remedio que levantar algo la voz para que se oyeran sus instrucciones—. Mi habitación. Puerta rosa. Espera allí hasta que yo sirva la cena.
Howie sentía tremendos deseos de besarla. Pero se vio obligado a contemplar sus preparativos sin hacer nada. Ella, dirigiéndole una rápida ojeada, fue derecha al cuarto de estar y Howie ovó la voz del visitante diciendo palabras de bienvenida. Howie pensó que ése era el momento de salir de la cocina. Hubo un instante de peligro, cuando, siendo visible desde la puerta del cuarto de estar.
Howie vaciló, buscando la escalera. Pero en seguida desapareció en el piso de arriba, esperando que la conversación en la planta baja acallara el ruido de sus pasos, y le dio la impresión de que era así, porque la conversación prosiguió al mismo ritmo. Howie encontró la puerta de color rosa y se refugió en el cuarto sin más incidentes.
¡El dormitorio de Jo-Beth! Nunca había esperado verse allí dentro, entre los colores suaves, mirando la cama donde ella dormía y la toalla que usaba para secarse, y la ropa interior. Cuando Jo-Beth, por fin, subió y entró en el cuarto, a espaldas suyas, Howie se sintió como un ladrón interrumpido en pleno robo. Ella se contagió del apuro que Howie sentía, y una sensación de vacío interior que les forzó a evitar mirarse.
—El cuarto está muy desordenado —dijo Jo-Beth, bajo.
—No me extraña, no me esperabas.
—No. — Jo-Beth no se le acercó, ni siquiera le sonrió—. Mamá se volvería loca si supiera que estás aquí. Todo lo que ella dijo que había cosas terribles en Grove era cierto. Una de esas cosas estuvo aquí mismo anoche, Howie, vino a por mí y a por Tommy-Ray.
—¿El Jaff?
—¿Lo conoces?
—Algo vino también a por mí. Bueno, lo que se dice venir, no vino, lo que hizo fue llamarme. Su nombre es Fletcher y asegura ser mi padre.
—¿Y le crees?
—Sí —dijo Howie—, le creo.
Los ojos de Jo-Beth se llenaron de lágrimas.
—No llores. ¿No te das cuenta de lo que quiere decir eso? Que no somos hermanos, y, por tanto, lo nuestro no está mal.
—Lo nuestro ha sido la causa de todo esto —dijo ella—, ¿no lo comprendes? Si no nos hubiéramos conocido...
—Pero el caso es que nos conocimos.
—Si no nos hubiésemos conocido, todas esas cosas no habrían llegado.
—¿No es mejor conocerlas, conocernos a nosotros mismos? Me tiene sin cuidado su condenada guerra, y no tengo la menor intención de permitir que nos separen.
Alargó la mano izquierda, que no estaba herida, y con ella cogió la mano derecha de Jo-Beth, que no se resistió; por el contrario, se dejó agarrar, obediente.
—Tenemos que irnos de Palomo Grove —dijo Howie—. Vámonos juntos a cualquier sitio, donde no puedan encontrarnos.
—Y mamá, ¿qué? A Tommy-Ray le hemos perdido, Howie.
Mamá misma lo dijo. De modo que sólo quedo yo para cuidar de ella.
—¿Y de qué te sirve si el Jaff se apodera de ti? — preguntó Howie—. En cambio, si nos vamos ahora, nuestros padres no tendrán nada por lo que reñir.
—No se trata de nosotros sólo —le recordó Jo-Beth—. Hay otros asuntos entre ellos.
—De acuerdo, tienes razón —concedió él, recordando lo que Fletcher le había dicho—. También riñen por ese lugar que llaman Esencia. — La mano de Howie apretó la de Jo-Beth—. Tú y yo fuimos allí; es decir, casi fuimos. Quiero terminar ese viaje...
—No entiendo.
—Me entenderás. Cuando vayamos, lo haremos a sabiendas de en qué consiste ese viaje. Será como soñar despiertos. — Howie cayó en la cuenta de que había dicho todo aquello sin vacilaciones ni tartamudeos—. ¿No sabías que nuestro papel es odiarnos? Ése era su plan, el de Fletcher y de Jaff, que nosotros fuéramos una prolongación de su guerra, pero les ha salido mal, porque no vamos a odiarnos entre nosotros.
Ella sonrió por primera vez.
—No —dijo—, por supuesto que no.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
—Te quiero, Jo-Beth.
—Howie...
—Ya no me puedes cerrar la boca, porque lo he dicho.
Ella le besó de pronto, fue como una pequeña y dulce estocada, y Howie la sorbió contra su boca antes de que Jo-Beth pudiera negársela. Con su lengua, que en aquel momento hubiera sido capaz de abrir una caja fuerte si el sabor de la boca femenina estuviera encerrado en su interior, entreabrió los labios de ella. Jo-Beth se apretó contra él con una fuerza parecida a la suya, y sus dientes se tocaron, y sus lenguas se entrelazaron.
La mano izquierda de Jo-Beth, que estaba en torno a él, encontró ahora su mano derecha y la atrajo hacia su seno, cuya suavidad Howie sintió de pronto a través del vestido y a pesar de sus dedos entumecidos. Él comenzó a desabrochar los suficientes botones de Jo-Beth para poder deslizar la mano y tocar la carne de la joven. Jo-Beth sonrió contra los labios de Howie, y su mano, después de haberle guiado a donde ella quería, le buscó la bragueta de los pantalones vaqueros. El endurecimiento que Howie había empezado a sentir sólo de ver la cama de Jo-Beth le había desaparecido vencido por sus nervios. Pero, el contacto de ella, sus besos que se confundían indistinguiblemente con los de él, ambas bocas confundidas en una sola, volvieron a endurecerle su pene.
—Quiero desnudarme —dijo Howie.
Jo-Beth apartó su boca de la de él.
—¿Con ésos abajo? — preguntó.
—Están ocupados, ¿no?
—Se pasarán las horas hablando.
—Nos harán falta horas —susurró él.
—¿Tienes algún... alguna protección?
—No tenemos que llegar hasta el final. Lo único que quiero es que nos toquemos el uno al otro, piel contra piel.
Jo-Beth no pareció muy convencida cuando se apartó de él, aunque sus acciones contradijeron su expresión, pues comenzó a desabrocharse el vestido. Howie empezó por quitarse la chaqueta, a la que siguió la camiseta. Después se dedicó a la difícil tarea de desabrocharse el cinturón con una sola mano, porque tenía la otra casi inutilizada. Ella se le acercó y lo hizo por él.
—Este cuarto es sofocante —dijo Howie—. ¿Puedo abrir una ventana?
—Mamá las cerró todas, por si entraba el demonio.
—Y ha entrado —bromeó Howie.
Ella le miró, el vestido abierto, los senos al aire.
—No digas eso —repuso, y sus manos, en un gesto instintivo, cubrieron su desnudez.
—¡No pensarás que soy el demonio! — exclamó él; y añadió—: Dime, ¿acaso lo piensas?
—No sé, la verdad, si una cosa que se siente tan... tan...
—Dilo.
—Tan prohibida, puede ser buena para mi alma —replicó ella con gran seriedad.
—Ya lo verás. — Howie, diciendo esto, se acercó a ella—. Te prometo que lo verás.
—Pienso que yo debería hablar con Jo-Beth —dijo el pastor John.
Ya estaba harto de tranquilizar a Mrs McGuire, que se había puesto a hablar de la bestia que la violó hacía ya tantos años y que había vuelto, a reclamar a su hijo. Pontificar sobre abstracciones era algo que atraía a las devotas a su público a manadas pero cuando la conversación empezaba a desbordar los cauces normales era mucho mejor batirse en retirada. Estaba claro que Mrs. McGuire se encontraba al borde mismo de un ataque de nervios. Él necesitaba a alguien que la tranquilizara, o ella acabaría por inventar toda suerte de tonterías. No era la primera vez que le ocurría algo así. El pastor John no sería el primer siervo de Dios que cayese víctima de una mujer entrada en años.
—No quiero que Jo-Beth siga pensando en estas cosas más de lo que debes —respondió Mrs. McGuire—. La criatura esa que la creó en mi vientre...
—Su padre fue un hombre, Mrs. McGuire.
—Eso ya lo sé —dijo ella, que se dio cuenta de la condescendencia que hubo en su voz—. Pero la gente se compone de carne y espíritu.
—Por supuesto.
—El hombre hizo la carne de Jo-Beth ¿Quién hizo su espíritu?
—Dios, que está en el cielo —replicó el pastor, contento de volver a terreno seguro—. También Él hizo su carne, a través del hombre que usted eligió, Mrs. McGuire. Sed, por lo tanto, perfectos, como vuestro Padre que está en el cielo es perfecto.
—No fue Dios —replicó Joyce—. De sobra sé que no fue Dios. El Jaff no tiene nada de Dios. Ojalá usted pudiera verle, entonces se daría cuenta de que tengo razón.
—Si existe, tiene que ser humano, Mrs. McGuire. Y pienso que yo debería de hablar con Jo-Beth sobre su visita. Si es que realmente estuvo aquí.
—¡Estuvo aquí! — exclamó ella, cuya agitación creció.
El pastor se levantó, para apartar la mano de aquella loca de su manga.
—Estoy seguro de que Jo-Beth tendrá ideas valiosas... —dijo al tiempo que retrocedía un paso; y añadió—: ¿Le importa que vaya a buscarla?
—Usted no me cree —aseguró Joyce. Estaba a punto de comenzar a gritar, de estallar en llanto.
—¡La creo! Pero, en realidad... Permítame que hable un momento con Jo-Beth. Está arriba, ¿verdad? Creo que sí. ¡Jo-Beth!, ¿estás ahí? ¡Jo-Beth!
—¿Qué querrá ahora? — se preguntó ella en voz alta, interrumpiendo el beso.
—No le hagas caso —dijo Howie.
—¿Y si sube a buscarme? — Se incorporó y pasó los pies sobro el borde de la cama, escuchando a ver si oía el ruido de los pasos del pastor en la escaleta.
Howie pegó el rostro a su espalda, la rodeó con el brazo —frenando con la mano un goteo de sudor—, le rozó ligeramente un seno. Ella lanzó un leve y casi agonizante suspiro.
—No debemos... —murmuró Jo-Beth.
—Él nunca entraría aquí.
—Le oigo subir.
—No.
—Sí, le oigo —susurró ella.
Y de nuevo, la voz, desde abajo:
—¡Jo-Beth! Me gustaría hablar contigo. Y también a tu madre.
—Tengo que vestirme —dijo Jo-Beth.
Se inclinó para recoger su ropa.
Un pensamiento agradablemente perverso cruzó la mente de Howie al observarla: le gustaría que Jo-Beth, con la prisa, se equivocara y se pusiese su ropa interior en vez de la de ella, y a la inversa. Meter la polla en un espacio santificado por su cono, perfumado por él, humedecido por él, le mantendría la erección —como en ese momento— hasta el día del juicio final.
Y además, ¿no estaría Jo-Beth cachonda con su raja cubierta por sus calzoncillos? La próxima vez, se prometió. Nunca volvería a sentir la menor vacilación. Ella le había abierto la entrada de su cama. Aunque no habían hecho otra cosa que frotar sus cuerpos el uno contra el otro, esa invitación lo había cambiado todo entre ellos. Por frustrante que fuese ver cómo se vestía de nuevo, tan poco tiempo después de haberse desnudado, el hecho de haber estado desnudos juntos sería suficiente recuerdo.
Recogió sus vaqueros y su camiseta y comenzó a ponérselos, sin dejar de observar a Jo-Beth, que le miraba cómo se cubría la «máquina».
Él captó esta idea y la modificó: el hueso y el músculo de que estaba compuesto no formaban una máquina, sino un cuerpo, y era frágil. La mano, por ejemplo, le dolía; la erección le dolía; el corazón le dolía, o al menos, la opresión que sentía en el pecho le daba la impresión de un dolor de corazón. Era demasiado tierno para merecer el nombre de «máquina»; y demasiado amado.
Jo-Beth, por un momento, se detuvo en lo que estaba haciendo y miró por la ventana.
—¿Has oído? — preguntó.
—No. ¿Qué era?
—Alguien que llamaba.
—¿El pastor?
Ella negó con la cabeza, dándose cuenta de que había oído aquella voz (y seguía oyéndola) no como si le llegase de fuera de la casa, o de la habitación, sino en el interior de su propio cráneo.
—El Jaff —dijo.
Sintiéndose reseco de tanto hablar, el pastor John se dirigió hacia la pila de la cocina, dejó correr el agua hasta que salió más fría, llenó un vaso y bebió. Eran casi las diez. Buena hora para terminar aquella visita viendo a la hija o sin verla. Estaba más que harto de hablar de la oscuridad del alma humana; con lo que había charlado tenía para una semana. Vertiendo lo que quedaba del agua levantó la cabeza y miró su reflejo en el cristal del vaso. Mientras se fijaba en él con aprobación, notó que algo se movía fuera de la casa, en la noche. Dejó el vaso en la pila, que rodó durante unos segundos.
—Pastor.
Joyce McGuire apareció a sus espaldas.
—No es nada —dijo él, inseguro de a quién tenía que tranquilizar.
Aquella mujer le había puesto nervioso con sus estúpidas fantasías. Miró de nuevo por la ventana.
—Me ha parecido ver a alguien en el patio —dijo—, pero no hay nadie.
¡Allí, allí! Un bulto pálido, confuso, que se movía en dirección a la casa.
—No, qué va a ser —añadió.
—¿Cómo dice?
—Que sí es algo —replicó él, mientras retrocedía hacia la pila—. Es algo malo.
—¡Él ha vuelto! — exclamó Joyce.
Como no sentía deseo alguno de decir que sí, el pastor prefirió callarse, y se alejó un poco más de la ventana: un paso, dos... y movió la cabeza negativamente. Pero justo en ese instante vio al intruso y se dio cuenta de que el intruso sabía que le había visto. Ansioso por despedazar las esperanzas del pastor, el intruso salió de pronto de las sombras y se mostró abiertamente.
—¡Dios santo! — exclamó el pastor—. ¿Qué es esto?
A sus espaldas, Mrs. McGuire prorrumpió en oraciones y no eran oraciones ya hechas (¿a quién se le hubiera podido ocurrir preparar una oración especial para un caso como ése?), sino una simple explosión de súplicas.
—¡Jesús, ayúdanos! ¡Señor, ayúdanos! ¡Defiéndenos de Satanás! ¡Defiéndenos de los malvados!
- ¡Escucha! — dijo Jo-Beth—; es mamá.
—Ya lo oigo.
—¡Algo ocurre!
Howie se adelantó a ella, cruzó la habitación y apoyó la espalda contra la puerta.
—Está rezando, no es más que eso.
—Nunca ha rezado así.
—Bésame.
- ¡Howie!
—Reza y eso significa que está ocupada. O sea, que puede esperar. Yo, sin embargo, no puedo esperar. No tengo oraciones, Jo-Beth. Lo único que tengo eres tú. — Ese discurso le dejó desconcertado antes incluso de terminarlo—. Bésame, Jo-Beth.
—¡Mamá! — chilló ella—. ¡Mamá!
A veces, un hombre se equivocaba. Al nacer en la ignorancia, era inevitable. Pero morir por causa de esa ignorancia, y además de manera brutal, resultaba, además, muy injusto. Acariciándose el ensangrentado rostro, y con otra media docena de quejas de parecido tipo, el pastor John se arrastró por la cocina para refugiarse lo más lejos posible de la ventana rota, y del ser que la había roto, todo lo lejos que sus temblorosos miembros pudieran llevarle. ¿Cómo era posible que hubiese llegado a verse en una situación tan extrema como ésa? Su vida no era inocente del todo, pero sus pecados distaban mucho de ser grandes, y ya había pagado con creces sus deudas al Señor. Había visitado a los huérfanos y a las viudas en los momentos de aflicción, como los Evangelios ordenaban; había hecho todo cuanto estaba en su mano por mantenerse limpio a ojos del mundo. Y, a pesar de todo, los demonios lo visitaban. Los oía, a pesar de que mantenía los ojos cerrados. Sus miles de patas hacían ruido al subirse a la pila y a las pilas de platos que había junto a ella. Oía sus cuerpos húmedos cayendo sóbrelos baldosines, pues, de tan numerosos como eran, se desbordaban, corrían por la cocina, impulsados por aquella figura que él había entrevisto al otro lado del cristal (¡el Jaff!, ¡el Jaff!), y que estaba cubierta de ellos de pies a cabeza, como un apicultor demasiado enamorado de su enjambre.
Mrs. McGuire había dejado de rezar. Quizás estuviese muerta; la primera víctima de aquellas «cosas» tal vez eso les saciase y se olvidasen de él.
- Por favor, Señor...murmuro, tratando de hacerse lo más pequeño posible—, hazles ciegos para mí, sordos para mí, oye Tú solo mis súplicas y mírame con ojos de perdón. Mundo sin fin...
Sus plegarias se vieron interrumpidas por unos violentos golpes contra la puerta de atrás, y, por encima de ellos, la voz de Tommy-Ray, el hijo pródigo:
—¡Mamá!, ¿me oyes, mamá? ¡Ábreme! ¡Déjame entrar y te juro que los echaré de aquí! ¡Te lo juro! ¡Ábreme!
El pastor John oyó el gemido exhalado por Joyce McGuire a modo de respuesta a su hijo; el gemido, sin previo aviso, se convirtió en aullido. Estaba viva, muy viva; y hecha una furia.
- ¡Cómo te atreves! — aulló—. ¡Cómo te atreves!
Tan potente fue su grito que el pastor abrió los ojos. La invasión de los demonios había cesado. Es decir, había cesado su avance, pero todavía se percibía movimiento en su masa pálida. Antenas que se agitaban, miembros que se preparaban para obedecer nuevas órdenes, ojos que surgían de cuernos de caracol. En aquellos seres nada recordaba algo ya visto. Sin embargo el pastor John los reconocía. No se atrevía a preguntarse a sí mismo de qué manera o por qué, pero los reconocía.
—Abre la puerta, mamá —volvió a decir Tommy-Ray—. Tengo que ver a Jo-Beth.
—Déjanos en paz.
—Tengo que verla, y no creas que me lo vas a impedir —dijo Tommy-Ray, furioso.
Siguió a estas palabras el ruido que hacía la madera de la puerta al romperse bajo sus patadas. Tanto el cerrojo como las cadenas se desprendieron. Se produjo una breve pausa, y luego Tommy-Ray abrió la puerta con suavidad. En sus ojos brillaba una luz siniestra; un resplandor que el pastor John había visto en los ojos de gente a punto de morir. Alguna luz interior los animaba. Y él, hasta ese momento, había pensado siempre que era una luz beatífica jamás volvería a caer en el mismo error. La mirada de Tommy-Ray se clavó en su madre, que estaba apoyada contra la puerta de la cocina, impidiéndole el paso, y luego se desvió hacia el invitado.
—¿Conque tienes compañía, mamá?
El pastor John tembló.
—Usted tiene influencia sobre ella. Siempre lo escucha. Dígale que me dé a Jo-Beth. Así resultará más fácil y mejor para todos nosotros.
El pastor miró a Joyce McGuire.
—Haga lo que le pide —dijo, sin más—; si no, nos matará.
—¿Lo ves, mama? — llegó la respuesta de Tommy-Ray—. Un consejo de un hombre de Dios, que sabe cuándo ceder. Llama a Jo-Beth, mamá o me enfadaré de verdad, y cuando yo me enfado también se enfadan los amigos de papá. ¡Llámala!
—No hace falta.
Tommy-Ray sonrió al oír la voz de su hermana, y la combinación de sus ojos fulgurantes con su sonrisa de entusiasmo hubiera bastado para congelar el hielo.
—Vaya, aquí estás —dijo.
Jo-Beth se encontraba en el vano de la puerta, detrás de su madre.
—¿Dispuesta para venirte conmigo? — preguntó él, cortés, como un chico fino que invita a una amiga a salir con él por primera vez.
—Pero has de prometer que dejarás a mamá en paz —dijo Jo-Beth.
—Lo prometo —replicó Tommy-Ray, con voz de inocencia ofendida—. No tengo la menor intención de hacer daño a mamá y tú lo sabes.
—Si la dejas en paz..., me iré contigo.
Cuando estaba a la mitad de la escalera, Howie oyó a Jo-Beth llegar a ese acuerdo con Tommy-Ray, murmuró un silencioso no. Él, desde allí, no podía ver los horrores que Tommy-Ray había llevado a aquella casa, pero los oía, y sonaban como el ruido que tenía en la cabeza cuando le asaltaban las pesadillas: de flemas y de jadeos. No dio espacio suficiente a su imaginación para crear figuras con que ilustrar el texto, porque él mismo había visto la verdad hacía tiempo, de modo que descendió otro escalón más, al tiempo que trataba de encontrar la manera de frenar a Tommy-Ray para impedirle que se llevara de allí a su hermana. Tal era su concentración que no interpretó los ruidos que llegaban de la cocina. Pero, para cuando bajó el último escalón, ya tenía formado un plan bastante sencillo: crearía el mayor desorden posible a su alrededor a ver si Jo-Beth y su madre podían escapar al amparo del caos; si, de paso que actuaba como un loco, conseguía dar un buen golpe a Tommy-Ray, pues tanto mejor.
Con esa idea y esa intención bien arraigadas en su mente, Howie respiró hondo y entró en la cocina.
Jo-Beth no se encontraba allí. Ni Tommy-Ray; tampoco estaban allí los horrores que habían entrado en la casa con él. La puerta permanecía abierta a la noche, y Mrs. McGuire yacía de bruces en el umbral, con los brazos abiertos, como si su último acto consciente hubiese sido alargarlos para detener a sus hijos. Howie fue hacia ella, pisando azulejos que parecían de goma bajo sus pies desnudos.
—¿Está muerta? — preguntó una voz grave.
Howie se volvió para ver al pastor John, que se había encajado entre la pared y la nevera, metiéndose lo más adentro que su gordo trasero le permitía para hacerse invisible.
—No, no lo está —respondió Howie, mientras volvía con suavidad el cuerpo de Mrs. McGuire—. Y no ha sido gracias a usted, por supuesto.
—¿Y qué podía hacer yo?
—Dígamelo usted. Yo pensaba que su oficio le brindaría ciertas tretas.
Dicho eso, Howie anduvo hacia la puerta.
—No les sigas, muchacho —dijo el pastor—. Quédate aquí, conmigo.
—Se han llevado a Jo-Beth.
—Por lo que acabo de oír, da la impresión de que ya era casi suya, tanto ella como Tommy-Ray son hijos del diablo.
¿Piensas que soy el diablo?, había preguntado Howie a Jo-Beth no haría más de media hora, y ahora ella era la condenada al infierno; y nada menos que por boca de su propio ministro del Señor. ¿Significaba eso, entonces, que los dos estaban contaminados? ¿Se trataba de una cuestión de pecado e inocencia, de luz y oscuridad? ¿Se levantaban los dos quizás entre ambos extremos, en un lugar reservado para los amantes?
Esos pensamientos pasaron por su mente como relámpagos, pero fueron suficiente para que diese más ímpetu a su carrera hacia la puerta, en busca de lo que estuviera esperándole en la calle.
—¡Mátalos a todos! — oyó gritar a sus espaldas al ministro del Señor—. ¡Mátalos a todos!
Ese encargo llenó a Howie de ira, pero no se le ocurrió ninguna respuesta adecuada. En vista de ello, se limitó a gritar:
- ¡Que le den por el culo! — Ya estaba en plena calle cuando gritó eso, e iba de cabeza en busca de Jo-Beth.
-2-
Salía suficiente luz de la cocina para permitirle captar la geografía general del patio. Distinguió un grupo de árboles que lo rodeaba y un prado hirsuto entre los árboles y el lugar donde él se encontraba. Y fuera era igual que dentro: ni rastro del hermano o de la hermana o de la hueste que les seguía. Sabiendo que no tenía la menor esperanza de coger al enemigo por sorpresa, dado que salía de un interior bien iluminado después de haber gritado un insulto al que quedaba en la cocina, Howie avanzó llamando a Jo-Beth con toda la potencia que su voz le permitía; tenía la esperanza de que, de esa manera, ella quizás encontrara la oportunidad de responderle. Pero no hubo otra respuesta que un coro de ladridos de los perros que sus gritos habían despertado. «Venga —pensó Howie—, ladrad todo lo que queráis, a ver si vuestros amos se despiertan y se ponen también en movimiento.» No era ése el momento de permanecer sentados ante el televisor, contemplando programas de juegos. Había otros programas muy distintos aquella noche. Misterios que se paseaban solos; la tierra que se abría, escupiendo maravillas. El gran espectáculo secreto y el estreno se representaban esa noche en las calles de Palomo Grove.
El mismo viento que llevaba el ladrido de los perros agitaba también los árboles. Su sonido sibilante distrajo a Howie del producido por el ejército hasta que se hubo apartado un poco de la casa. Entonces oyó el coro de murmullos y cloqueos y zambullidas a sus espaldas. Dio media vuelta. La tapia en torno a la puerta que acababa de cruzar era una pura masa de seres vivos. El tejado, que se inclinaba hacia él desde la altura de dos plantas hasta la de la cocina, también estaba invadido. Allí merodeaban bultos mayores, que se movían con torpeza de un extremo a otro sobre el tejado de pizarra, emitiendo murmullos roncos. Estaban demasiado altos para recibir luz, y sólo se distinguían sus siluetas recortadas contra un cielo sin estrellas. Ni Jo-Beth ni Tommy-Ray se encontraban entre ellos. No había una sola silueta en todo aquel bullir de seres que se pareciese a la forma humana.
Howie estaba a punto de rehacer el camino andado cuando oyó la voz de Tommy-Ray a sus espaldas:
—Oye, Katz, ¿a que en tu vida has visto una cosa igual?
—Ya sabes que no —respondió Howie, y la cortesía de su respuesta se debía a la punta del cuchillo que sintió contra la piel de su espalda.
—¿Por qué no te vuelves, muy despacio? — prosiguió Tommy-Ray—. El Jaff quiere cambiar unas palabras contigo.
—Algo más que unas palabras —dijo otra voz. Era una voz muy baja, apenas más audible que el viento entre los árboles, pero cada sílaba estaba exquisita, musicalmente formada—. Mi hijo piensa que debiéramos matarte, Katz. Dice que hueles a su hermana. Dios es testigo de que no estoy muy seguro de que los hermanos debieran saber a qué huelen sus hermanas, eso te lo digo en primer lugar; pero supongo que es que estoy algo chapado a la antigua. Nos hallamos demasiado metidos en el milenio para dar importancia a cosas como el incesto. Sin duda, también tú tienes opinión al respecto.
Howie se volvió, y vio al Jaff a varios metros de distancia, detrás de Tommy-Ray. Después de todo lo que Fletcher le había dicho sobre el Jaff, Howie se lo había imaginado como un gran señor de la guerra, pero, por el contrario, no había nada de grandioso ni de impresionante en la figura del enemigo de su padre. Tenía el aspecto de un aristócrata al borde de la disolución. Sus facciones, fuertes y persuasivas, estaban cubiertas por indisciplinada barba; su aspecto y su actitud eran los de alguien que apenas puede ocultar el gran cansancio de que se siente poseído. Uno de los terata estaba cogido a su pecho: era un objeto pequeño, delgado, mucho más lamentable que el mismo Jaff.
—¿Qué decías, Katz?
—Yo no decía nada.
—Sobre lo antinatural que es la pasión que Tommy-Ray siente por su hermana. ¿O acaso piensas que todos nosotros somos antinaturales? Tú. Yo. Ellos. Me imagino que a todos nosotros nos habrían quemado vivos en Salem. En fin, lo que te decía, que Tommy-Ray tiene muchas ganas de hacerte daño. Sólo sabe hablar de castración.
Tommy-Ray, al oír eso, bajó la punta del cuchillo unos cuantos centímetros del vientre de Howie hasta la ingle.
—Cuéntaselo —se dirigió el Jaff a su hijo—. Dile cómo te gustaría cortarle en pedazos.
Tommy-Ray rió.
—Tú dame permiso para hacerlo y ya verás.
—¿No te lo he dicho? — añadió el Jaff, volviéndose hacia Howie—. Necesito toda mi autoridad paterna para contenerle. Te explicaré lo que voy a hacer contigo, Katz. Permitiré que salgas corriendo el primero, te dejaré en libertad para ver si los trucos de Fletcher pueden compararse con los míos. Tú conociste a tu padre antes de que tomara el Nuncio. A lo mejor era un gran corredor.
La sonrisa de Tommy-Ray se trocó en carcajadas; la punta del cuchillo se hincó en la costura de los pantalones vaqueros de Howie.
—Y para hacer boca...
Al oír esas palabras, Tommy-Ray agarró a Howie y le hizo dar la vuelta, tirándole de la camiseta para sacársela de los pantalones y rasgándosela desde el dobladillo hasta el cuello, de forma que la espalda de Howie quedó al descubierto. Hubo una breve demora mientras el aire nocturno refrescaba la sudorosa espalda de Howie, que sintió en seguida que algo le toca la espalda. Los dedos de Tommy-Ray, pegajosos y húmedos, se separaron en abanico, a la derecha y a la izquierda de la espina dorsal de Howie, siguiendo la línea de las costillas. Howie se estremeció y curvó la espalda para evitar el roce. Al hacerlo, los contactos que sentía se multiplicaron y llegaron a ser demasiados para que fuesen dedos; una docena o más a cada lado, asiéndole el músculo con tal fuerza que se le rasgó la piel.
Howie miró por encima del hombro, justo a tiempo para ver un miembro blanco, de muchas junturas, fino como un lápiz barbado, que hincaba la punta en su carne. Gritó y forcejeó hasta volverse, su repulsión fue mayor que su temor ante el cuchillo de Tommy-Ray. El Jaff le observaba. No tenía nada en los brazos. La cosa que había estado acariciando aparecía sujeta a la espalda de Howie, que sentía su frío abdomen contra sus vértebras, mientras su boca le sorbía la nuca.
- ¡Quítamelo de encima! — le gritó al Jaff—. ¡Quítame de encima esta mierda de los cojones!
Tommy-Ray se puso a aplaudir al ver a Howie en esta tesitura, dando vueltas como un perro que siente una pulga en la punta del rabo.
—¡Hale, venga, hale! — le jaleó.
—Yo en tu lugar no lo intentaría —dijo el Jaff.
Antes de que Howie pudiera preguntarse por qué, la cosa misma le dio la respuesta, mordiéndole con fuerza en el cuello. Howie dio un aullido, cayó de rodillas. La expresión de dolor despertó un coro de chasquidos y murmullos en el tejado y en la pared de la cocina. Howie, con un insufrible dolor, se volvió hacia el Jaff. El aristócrata había dejado caer la careta y el rostro de feto que había detrás de ella era enorme y reluciente. Howie tuvo sólo un instante para contemplarlo, porque el ruido de los gemidos de Jo-Beth forzaron sus ojos a fijarse en los árboles, donde la vio en manos de Tommy-Ray. Ese atisbo (los ojos húmedos, la boca entreabierta) fue también horriblemente corto. Luego, el dolor que sentía en el cuello le forzó a cerrar los ojos. Cuando los abrió de nuevo ya no vio a Jo-Beth ni a Tommy-Ray ni a su padre nonato.
Se puso en pie. Una ola de movimiento recorrió al mismo tiempo el ejército del Jaff. Los que estaban en la parte más baja de la pared se deslizaban hasta el suelo, y los que estaban más altos se tiraban para seguirlos, y ese movimiento fue tan rápido que los batallones no tardaron en apretujarse, de tres o cuatro en fondo, en el prado. Algunos consiguieron salirse de la muchedumbre y se dirigieron, con los medios de propulsión de que disponían, lucran éstos cuales fuesen, hacia donde Howie se encontraba. Los más grandes se deslizaban ya del tejado para participar en la persecución. Howie, en vista de que la ventaja que el Jaff le había ofrecido estaba quedando muy mermada, salió corriendo como un loco en busca de la vía pública.
Fletcher sentía con tremenda precisión el terror y la repulsión del muchacho, pero hizo cuanto pudo por apartarla de sí. Howie había rechazado a su padre para salir en busca de la miserable progenie del Jaff, cegado sin duda por las apariencias. Si sufría ahora como consecuencia de tanta terquedad, bueno, allá él, que se las arreglara como pudiese. Si sobrevivía, tal vez se comportase con más prudencia en adelante, y, si no, muy bien, su vida, cuyo objeto él mismo había rechazado en el momento en que volvió la espalda a su creador, terminaría tan lamentablemente como la de Fletcher, y en ello habría una cierta justicia.
Pensamientos duros, pero Fletcher hizo lo posible por mantenerlos dentro de la lógica, evocando la imagen de su hijo cada vez que él sentía su dolor. Pero no bastaba con eso. Por mucho que intentase apartar de sí los terrores de Howie, éstos insistían en ser oídos, y acabó no teniendo más remedio que dejarles entrar y aposentarse en su mente. Así, en cierto modo, remataba su noche de desesperación, y era inevitable. Él y su hijo eran piezas interdependientes, dentro de un marco de derrota y fracaso.
Fletcher llamó al muchacho:
Howardhowardhowardhow...
La misma llamada que la primera vez, cuando salió de debajo de la tierra:
Howardhowardhowardhow...
Lanzó este mensaje rítmicamente, como un faro situado en lo alto de un arrecife. Esperaba que su hijo no estuviese demasiado débil para oírle. Fletcher concentró toda su atención en la jugada final. Ante la inminencia de la victoria del Jaff, no le quedaba más que un gambito por el que no quería dejarse tentar, sabiendo lo fuerte que era su gusto por la metamorfosis. Llevaba años atormentándole, porque sentía la obligación moral de mantenerse fijo en un solo nivel de existencia, esperando que así podría derrotar a] mal que él mismo había ayudado a crear, mientras sus pensamientos le pedían sin cesar que escapase. Deseaba con verdadera ansia verse libre de una vez por todas de ese mundo y sus locuras, desvincularse de su propia anatomía y aspirar, como Schiller había dicho al referirse a todas las artes, a transformarse en pura música. ¿Habría llegado, por fin, el momento de ceder a este instinto, y. en los últimos momentos de su vida como encarnación de Fletcher, abrigar la esperanza de arrancar un fragmento de victoria a su inevitable derrota? Si era así, tendría que hacer bien sus planes, tanto el método de autodestrucción como en el ruedo en que ésta tendría lugar. No podía permitirse el lujo de ofrecer un nuevo espectáculo al ejército que ocupaba Palomo Grove en esos momentos, porque si él, el brujo rechazado por ellos, moría sin pena ni gloria, se perderían bastante más que unos pocos cientos de almas.
Había intentado no pensar demasiado en las consecuencias de la victoria del Jaff porque sabía que el sentido de la responsabilidad podría invadirlo. Pero, ahora que se acercaba el final del enfrentamiento, acabó por forzarse a sí mismo a no eludirlo. Si el Jaff se hacía dueño del Arte, y, gracias a su posesión conseguía el acceso a la Esencia, ¿qué podría ocurrir?
En primer lugar, un ser que no había sido purificado por los rigores de la negación de sí mismo tendría poder sobre un lugar apartado de todo cuanto no fuese perfecto y no estuviera purificado. Fletcher no comprendía por entero lo que era la Esencia (era posible que no hubiera ser humano capaz de entenderlo), pero estaba seguro de que el Jaff, que se había servido del Nuncio para salirse de sus propias limitaciones con ayuda del engaño y la astucia, crearía allí un verdadero caos. El mar de los sueños y su isla (islas, quizás; él había oído decir una vez al Jaff que se trataba de archipiélagos) recibían la visita de los seres humanos en tres momentos vitales: en su inocencia, in extremis y en el amor. En las orillas de Efemérides se mezclaban por un corto espacio de tiempo con absolutos; veían visiones y oían historias que les liberarían de la locura ante el terror de estar vivos. Allí, por breve que fuese el tiempo, había lógica y motivo y un vislumbre de continuidad; era el Espectáculo, el Gran Espectáculo Secreto sobre cuyo recuerdo el ritual y la rima descansaban. Si esa isla iba a convertirse en el campo de recreo del Jaff, el daño resultaría incalculable. Lo que era secreto se convertiría en algo público; lo que era santo sería profanado; y una especie, que había sido defendida de la locura por sus oníricos viajes, quedaría enferma sin remedio.
Fletcher sentía otro miedo, menos fácil de sistematizar con el pensamiento por ser menos coherente. Se centraba en el cuento que el mismo Jaff le había contado al principio, cuando le visitó en Washington con su ofrecimiento de fondos con los que tratar de resolver el enigma del Nuncio. Había un hombre llamado Kissoon, le dijo el Jaff; un brujo que conocía la existencia del Arte y sus poderes y al que el Jaff había acabado por encontrar en un lugar que, según él, era Curva temporal. Fletcher escuchó este relato, pero sin creerlo del todo, aunque los acontecimientos subsiguientes habían llegado a tan fantásticas alturas que la idea de la Curva temporal de Kissoon parecía ya algo de poca monta. El papel que el brujo hubiera tenido en el gran proyecto, con su intento de hacer que el Jaff lo matase, era cosa que Fletcher no podía saber, pero su instinto le decía que el asunto no había terminado todavía, ni mucho menos. Kissoon era el último miembro superviviente del Enjambre, una orden de seres humanos de gran elevación que habían preservado el Arte contra el Jaff y sus semejantes desde que el homo sapiens empezó a soñar. ¿Por qué había permitido Kissoon que un hombre como Jaffe, que, sin el menor género de dudas, apestaba a ambición desde el principio, tuviera acceso a su Curva temporal? ¿Por qué se le había permitido esconderse en ella? ¿Y qué les había ocurrido a los demás miembros del Enjambre?
Ya era demasiado tarde para buscar respuestas a tales preguntas, pero Fletcher deseaba realizárselas a alguna otra mente además de a la suya propia. Quería hacer un último esfuerzo por salvar el abismo que mediaba entre él mismo y su propio cerebro. Si Howard no fuera el receptor de esas observaciones, acabarían en un momento cuando él, Fletcher, desapareciera.
Y esa idea le devolvió al acuciante problema que tenía entre manos, a su método y al ambiente en el que lo llevaría a cabo. Tendría que ser un golpe teatral, un espectacular último acto que apartara a la gente de Palomo Grove de sus televisores y les indujera a lanzarse a la calle, con los ojos abiertos como platos. Después de sopesar varias alternativas, Fletcher eligió una, y, sin dejar de llamar a su hijo, se lanzó en dirección al lugar de su liberación final.
Howie oyó la llamada de Fletcher en el momento en que huía ante el ejército del Jaff, pero las oleadas de pánico que no cesaban de invadirle también le impedían localizar su origen. Howie no hacía más que huir a ciegas, con los terata pisándole los talones. Hasta que se dio cuenta de que les había sacado la ventaja necesaria como para disfrutar de un respiro, sus confusos sentidos no oyeron su nombre pronunciado con suficiente claridad para inducirle a cambiar de dirección y seguir a la llamada. Cuando se lanzó en pos de ella lo hizo con una velocidad de la que él mismo nunca se hubiera creído capaz. A pesar de lo agotados que estaban sus pulmones, consiguió sacarles suficiente aliento para responder con unas pocas palabras a la llamada de Fletcher:
—Te oigo —le dijo, sin dejar de correr—, te oigo. Padre... te oigo.
XI
-1-
Tesla pasó bien el encargo. Era una pésima enfermera, pero buena matona. En el momento en que Grillo despertó y la encontró de regreso en su habitación, Tesla le dijo claramente que sufrir en cama extraña era la actitud de un mártir y que le sentaba muy bien. Si quería evitar el lugar común, lo que tenía que hacer era permitirle a ella que le llevase a Los Ángeles y depositase su doliente cuerpo donde pudiera sentirse tranquilo al olor de su propia ropa interior sin lavar.
—No quiero ir —protestó él.
—¿Pero de qué te sirve seguir aquí, aparte de que le estás costando un dineral a Abernethy?
—Pues esto sólo es el comienzo.
—No seas ruin, Grillo.
—Estoy enfermo. Tengo derecho a mostrarme ruin. Además aquí es donde está el artículo.
—Puedes escribirlo mejor en casa que aquí echado, en medio de un charco de sudor compadeciéndote de ti mismo.
—A lo mejor no te falta razón.
—Vaya, ¿acaso el gran hombre reconoce no tenerla?
—Volveré, pero por veinticuatro horas nada más. Venga, recoge mis cosas.
—Te diré que da la sensación de que tienes trece años —dijo Tesla, suavizando el tono de su voz—. Nunca te había visto así hasta ahora. Es como muy cachondo. Me gustas vulnerable.
—Buen momento para decírmelo.
—Son noticias viejas, hombre. Hubo un tiempo en el que me habría dejado cortar el brazo derecho por ti...
—¿Y ahora?
—Lo más que haré será llevarte a casa.
Grove serviría para rodar en él una película sobre el holocausto judío, se dijo Tesla, llevando a Grillo en coche hacia la autopista: las calles estaban desiertas desde cualquier lugar que se las mirase.
A pesar de todo lo que Grillo le había dicho sobre lo que había visto y lo que sospechaba que estaba ocurriendo allí, Tesla abandonaba aquel lugar sin haber tenido el menor atisbo de nada.
«Pero..., un momento, ¿qué es eso?» A cuarenta metros del coche Tesla vio que un muchacho tropezaba al dar la vuelta a la curva y cruzar la carretera a todo correr. Cuando llegó a la acera opuesta, las piernas le fallaron y cayó al suelo, dando la impresión de que encontraba difícil levantarse de nuevo. La distancia era muy grande y la luz demasiado escasa para que Tesla captase la condición real en la que se encontraba, pero era evidente que estaba herido. Había algo deforme en aquel cuerpo; estaba encorvado, o hinchado. Tesla dirigió el coche hacia él. Y Grillo, a su lado, aunque tenía órdenes suyas de dormitar hasta que llegasen a Los Ángeles, abrió los ojos.
—¿Hemos llegado ya?
—Mira a ese sujeto —dijo ella, señalando con la cabeza hacia el jorobado—. Mírale. Parece que está peor que tú.
Por el rabillo del ojo, Tesla vio a Grillo erguirse de golpe y mirar por el parabrisas.
—Lleva algo a cuestas, en la espalda —murmuró.
—No veo.
Tesla frenó el coche a poca distancia de donde el muchacho seguía esforzándose por levantarse, aunque sin éxito, porque, cada vez que lo intentaba, volvía a caer. Grillo tenía razón, era evidente que llevaba algo a la espalda.
—Es una mochila —dijo.
—No, nada de eso, Tesla —repuso Grillo, mientras alargaba la mano para abrir la portezuela—. Lo que lleva a la espalda, sea lo que sea, está vivo.
—Quédate aquí —dijo Tesla.
—¿Bromeas?
Al abrir la puerta —y sólo ese esfuerzo le produjo un tremendo mareo— vio que Tesla buscaba algo a toda prisa en la guantera.
—¿Qué se te ha perdido?
—Cuando mataron a Yvonne —dijo ella, gruñendo mientras sus dedos se hundían entre el batiburrillo de diversos objetos—, juré que nunca más saldría de casa sin un arma.
—¿Pero qué me dices?
Tesla sacó, por fin, una pistola de donde la llevaba escondida.
—Y he cumplido mi promesa.
—¿Sabes manejar eso?
—Preferiría no saberlo —respondió Tesla, apeándose del coche.
Grillo fue detrás de ella, y en aquel momento el coche empezó a retroceder por la suave cuesta que la calle hacía allí. Grillo volvió a sentarse para subir el freno de mano, y esa mínima acción fue lo bastante violenta para él como para acentuar su mareo. Cuando empezó a levantarse de nuevo, fue casi como si resbalase: desorientación total.
A pocos metros de donde Grillo estaba agarrado a la portezuela, esperando a que se le pasase el mareo, Tesla había llegado casi al lado del muchacho. Éste seguía con sus intentos de levantarse. Ella le dijo que esperase, que le ayudaría, pero lo único que recibió a modo de respuesta fue una mirada llena de pánico. Y sus motivos tenía. Era cierto lo que Grillo había dicho. Lo que a Tesla le había parecido una mochila estaba, indudablemente, vivo. Era un animal de alguna especie (o de muchas especies), y su cuerpo relucía mientras se cebaba en su víctima.
—¿Pero qué cojones es eso? — preguntó Tesla.
Esta vez el muchacho respondió con una advertencia envuelta en gemidos.
—Aléjate de... aquí... —le oyó decir—. Vienen... a por mí...
Tesla volvió la mirada hacia donde estaba Grillo, que seguía aferrado a la portezuela, castañeteándole los dientes. De allí no podía esperar ayuda alguna, y la situación del muchacho parecía empeorar. Su rostro se encogía cada vez que el parásito que llevaba encima movía uno de sus miembros, y eran muchos los que tenía.
—Aléjate de aquí... —gruñó el muchacho—. Por favor, vete..., por Dios te lo pido..., vienen a por mí.
Volvió la cabeza, medio mareado, para mirar a sus espaldas. Ella siguió la dirección de sus ojos, hacia el extremo de la calle por donde había llegado. Y vio a sus perseguidores. Entonces se arrepintió de no haber seguido su consejo antes incluso de mirar al muchacho al rostro, porque ya no tenía la menor esperanza de hacer el papel de fariseo: ahora, la tragedia del muchacho era también la suya, y no podía volverle la espalda. Sus ojos, avezados a la realidad, trataron de rechazar la lección que veían llegar calle abajo, pero no les fue posible. Era inútil negar el horror que sentían. El horror estaba allí, patente en todo su absurdo: una marea pálida, gruñona, que se deslizaba implacable hacia ellos dos.
—¡Grillo! — gritó—. ¡Métete en el coche!
El pálido ejército la oyó y aumentó su velocidad.
—¡El coche, Grillo, métete en ese jodido coche!
Tesla le vio tantear en busca de la manija, incapaz casi de controlar sus movimientos. Algunas de las bestezuelas menores que iban a la cabeza de la marca se acercaban ya al vehículo a toda velocidad, dejando a sus hermanos más grandes centrar su atención en el muchacho. Había bastantes, y más que bastantes, para encargarse de los tres, para despedazarles enteros, y también al coche. A pesar de su heterogeneidad (se diría que no había dos que fuesen iguales) todos ellos tenían la misma implacable decisión en sus inexpresivos ojos. Eran seres destructores.
Tesla se inclinó y agarró al muchacho por el brazo, evitando como pudo el contacto con los repulsivos miembros del parásito, demasiado pegado a él para poder arrancarlo. Era evidente que cualquier intento de separarles serviría sólo para provocar represalias.
—Vamos, levántate —dijo ella—. Podemos escapar.
—Aléjate —murmuró él. Estaba completamente devastado.
—No —insistió Tesla—. Vamos los dos. Nada de heroicidades. Nos vamos los dos.
Miró a sus espaldas. Grillo estaba a punto de cerrar la portezuela de golpe contra el ejército de infantería que caía sobre el coche, saltando, y subiéndose al techo y al capó. Uno, del tamaño de un zambo, se puso a golpear repetidas veces el parabrisas con su cuerpo. Los otros tiraban de la manija y metían sus púas entre los cristales de las ventanillas y sus marcos.
—Vienen a por mí, sólo a por mí —repitió el muchacho.
—¿Nos seguirán si escapamos? — preguntó Tesla.
Él asintió. Le ayudó a ponerse en pie y, poniéndole el brazo derecho sobre su hombro (vio que tenía la mano muy herida), Tesla disparó la pistola contra la masa que se acercaba, acertando a una de las bestias más grandes, pero sin que eso redujese su velocidad en absoluto. Luego volvió la espalda a los atacantes y comenzó a tirar del muchacho.
Éste le dio instrucciones.
—Bajemos la cuesta —dijo.
—¿Por qué?
—A la Alameda.
—¿Por qué? — preguntó ella de nuevo.
—Es que mi padre... está allí.
Tesla no discutió. Lo único que se dijo fue que ojalá su padre, quienquiera que éste fuera, pudiese ayudarles, porque, en el caso de que consiguieran sacar ventaja al ejército, iban a llegar demasiado exhaustos para defenderse al final de la carrera.
Cuando giraban en la esquina siguiente, mientras el muchacho seguía dándole instrucciones con voz apenas audible, Tesla oyó el ruido producido por el parabrisas del coche al romperse.
A poca distancia de donde este drama tenía lugar, el Jaff y Tommy-Ray, llevando a Jo-Beth consigo, vieron cómo Grillo, medio a tientas, trataba de poner el motor en marcha. Acabó por conseguirlo, y el coche arrancó, arrojando de su capó al terata que había roto el parabrisas.
—¡Hijo de puta! — exclamó Tommy-Ray.
—No importa —lo tranquilizó el Jaff—, hay muchos más donde encontré a éstos. Tú espera a la fiesta de mañana y ya verás qué botín.
La bestia no estaba muerta del todo, exhalaba tenues gritos de dolor.
—¿Y qué hacemos con eso? — preguntó Tommy-Ray, como si hablase consigo mismo.
—Dejarlo ahí.
—Pues sí que va a pasar inadvertido —dijo el muchacho—. En seguida llamará la atención.
—No llegará a mañana —replicó el Jaff—; y para cuando los carroñeros se hayan encargado de él, nadie distinguirá lo que es.
—¿Y qué coño se comerá eso? — preguntó Tommy-Ray.
—Cualquier cosa con suficiente hambre —fue la respuesta del Jaff—, y siempre hay algo con suficiente hambre. ¿No es verdad, Jo-Beth?
Pero la chica no contestó. Había renunciado a llorar y a hablar. Lo único que hacía era observar a su hermano con triste expresión de confusión en el rostro.
—¿A dónde va Katz? — se preguntó el Jaff, en voz alta.
—Alameda abajo —le informó Tommy-Ray.
—Es que Fletcher le llama.
—No me digas.
—Justo lo que yo esperaba. Dondequiera que recale el hijo, allí encontraremos al padre.
—Eso si los terata no lo cogen antes.
—No le cogerán, tienen instrucciones mías de no hacerlo.
—¿Y qué pasará con la mujer que le acompaña?
—¿No te parece que nos viene como anillo al dedo? ¡Menuda samaritana! Morirá, por supuesto, pero qué estupenda muerte la suya, llena de elogios a su increíble caridad.
La observación del Jaff despertó el interés de la chica:
—¿Hay algo que te conmueva? — le preguntó.
El Jaff la observó con mirada atenta.
—Demasiadas cosas —dijo—, demasiadas cosas me emocionan. La expresión de tu rostro. La expresión del rostro de tu hermano. — Echó una ojeada a Tommy-Ray, que sonrió, luego volvió a mirar a Jo-Beth—. Lo único que quiero es ver las cosas con claridad. Ir a las razones, por encima de los sentimientos.
—¿Y es así cómo lo haces? ¿Matando a Howie y destruyendo Grove?
—Tommy-Ray ha aprendido a comprender, aunque sea a su manera. También tú comprenderás, si me das tiempo para explicártelo. Es una larga historia. Pero ten confianza en mí si te digo que Fletcher es nuestro enemigo, y que su hijo también lo es. Me matarían si pudiesen.
—Howie, no.
—Sí, también él. Es hijo de su padre, aunque él lo ignore. Y hay un premio que ganar, Jo-Beth. Se llama el Arte. Y cuando yo lo tenga lo compartiré...
—No quiero nada tuyo.
—Te enseñaré una isla...
—No.
—...y una orilla...
El Jaff la aferró, acarició su mejilla. Sus palabras serenaron a Jo-Beth, muy en contra de su buen juicio. No era la cabeza de feto lo que tenía ahora ante ella, sino un rostro que había visto dolor, que estaba surcado por el sufrimiento, y en el que, quizás, hubiera arraigado la sabiduría, la prudencia.
—Más tarde —dijo el Jaff— tendremos tiempo sobrado para hablar. En esa isla de la que te hablo, el día nunca termina.
-2-
—¿Por qué no nos adelantan? — preguntó Tesla a Howie.
Por dos veces, las fuerzas perseguidoras habían parecido a punto de adelantarles, cercarles y dominarles, y, otras tantas veces, sus filas habían aminorado la velocidad en el momento mismo en que se dieron cuenta de que estaban a punto de realizar su ambición. Tesla comenzaba a sospechar que la persecución estaba siendo orquestada. Y, de ser así, se inquietó, ¿por quién?, ¿y con qué intención?
El muchacho —le había dicho su nombre, murmurándolo apenas, Howie, varias calles antes— pesaba cada vez más. El último tramo que les quedaba hasta llegar a la Alameda se extendía ante los ojos de Tesla como un campo de maniobras de Infantería de Marina. ¿Dónde estaba Grillo, en ese momento que tanto lo necesitaba? ¿Perdido en el laberinto de callejas y callejones sin salida que hacía a esa ciudad tan difícil de cruzar, o habría caído víctima de los extraños seres que atacaron el coche?
A Grillo no le había ocurrido ninguna de ambas cosas. Confiando en que el ingenio de Tesla la mantendría a salvo de la horda el tiempo suficiente para permitirle a él encontrar ayuda, condujo como loco, primero hasta un teléfono público, luego a la dirección que acababa de averiguar allí. Aunque los miembros le pesaban como si fuesen de plomo y los dientes seguían castañeteándole, sus procesos mentales le parecían bastante claros, por más que sabía —a causa de los meses que siguieron a la catástrofe, pasados en un estupor alcohólico ininterrumpido— que esa claridad mental podía muy bien ser engañosa. ¿Cuántas resmas escritas bajo la influencia del alcohol que, al leerlas, le habían parecido la lucidez misma, resultaron tan ilegibles como Finnegans Wake cuando los efectos del alcohol pasaron? Quizá le estuviese ocurriendo en ese momento. Quizás estuviese perdiendo un tiempo que hubiera debido aprovechar mejor llamando a la primera puerta que encontrase para pedir ayuda urgente. Pero su instinto le decía que no la encontraría. La inesperada aparición de un sujeto sin afeitar, hablando de monstruos, bastaría para que le dieran con la puerta en las narices en cualquier hogar que no fuera el de Hotchkiss.
El hombre estaba en casa, y despierto.
—¿Grillo? Hombre, por Dios, ¿qué diablos le ocurre?
Hotchkiss no tenia razón para jactarse, porque parecía tan agotado como el mismo Grillo. Tenía un vaso de cerveza en la mano y varios hermanos de ése en los ojos.
—Acompáñeme y calle —le dijo Grillo—. Se lo explicaré por el camino.
—¿A dónde?
—¿Tiene armas?
—Tengo una pistola.
—Cójala.
—Espere, necesito...
—Ni una palabra más —dijo Grillo—. No sé por dónde han ido, y nosotros...
—Escuche —dijo Hotchkiss.
—¿Qué?
—Sirenas, oigo sirenas de alarma.
Las alarmas entraron en funcionamiento en el supermercado en cuanto Fletcher se puso a romper los escaparates. Sonaban con la misma estridencia en la tienda de alimentación de Marvin como en la de anímales, donde el ruido aumentaba con el que los animales, despertados de su sueño, hacían. Fletcher estimulaba el coro. Cuanto antes saliera Grove de su letargo, tanto mejor, y él no conocía mejor manera de despertarles que asestar un golpe inesperado a su arteria comercial. Una vez empezado el estruendo, Fletcher entró en dos de las seis tiendas en busca de aderezos con que apresurar su trabajo. El drama que había planeado tendría que estar cronometrado a la perfección para que impresione a los espectadores. Si fracasaba, al menos no vería las consecuencias de ese fracaso. Fletcher había tenido demasiados dolores en su vida, y demasiados pocos amigos dispuestos a compartirlos con él. Y de esos pocos, el más intimo de todos había sido, quizá, Raúl. ¿Dónde se encontraría Raúl? Muerto, con toda probabilidad, y su fantasma estaría acechando las ruinas de la Misión de Santa Catrina.
Recortando la Misión, Fletcher se detuvo en seco. ¿Y qué hay del Nuncio? ¿Sería posible que los restos de la gran obra, como el Jaff solía llamarla, estuviesen todavía en lo alto de la roca? De ser así, y si a algún inocente se le ocurría tropezar con ellos, toda aquella historia se repetiría entera. Y, entonces, el martirio voluntario que Fletcher estaba preparando no serviría para nada. Ésa era otra tarea que debería encargar a Howard antes de separarse de él para siempre.
Era raro que las sirenas sonaran durante mucho rato en Grove. Y seguro que nunca había habido tantas aullando al mismo tiempo. Su cacofonía flotó sobre la ciudad entera, desde el perímetro boscoso de Deerdell hasta la casa de la viuda de Vance, en la cima de la Colina. Aunque todavía era demasiado temprano para que la gente mayor de Grove estuviese ya dormida, casi todos ellos —les hubiera tocado el Jaff o no— se sentían extrañamente trastornados. Hablaban con sus familiares y amigos en susurros, si es que se sentían con fuerza para hablar; se pasaban las horas muertas en los huecos de las puertas o en el centro del comedor de sus casas incapaces por completo de recordar la razón que les había inducido a levantarse de sus cómodos solas. Y si alguien les hubiese preguntado cómo se llamaban, es probable que muchos no hubiesen sabido decirlo.
Pero las sirenas les alarmaron a todos, confirmando lo que sus instintos animales sabían desde el alba: las cosas no iban bien aquella noche; la situación no era ni normal ni racional. Lo mejor, en un caso así era permanecer en casa, con puertas y ventanas bien cerradas y vueltas a cerrar.
No todos eran pasivos, sin embargo. Algunos levantaron un poco las persianas para ver si había algún vecino por las calles. Otros llegaron incluso a acercarse a la puerta de la calle (mientras su cónyuge les pedían que volvieran, les advertían que no tenían necesidad alguna de salir, que no había nada fuera que no pudiesen ver en la televisión). Pero bastó con que uno solo se atreviera a salir a la calle, a despecho de todos los peligros, para que otros lo limitasen.
—¡Inteligente! — exclamó el Jaff.
—¿Qué se propone? — quiso saber Tommy-Ray—. ¿Por qué hace tanto ruido?
—Lo que él quiere es que la gente vea los terata —dijo el Jaff—. Quizás espera que así se rebelen todos contra nosotros. Ya lo ha intentado en otras ocasiones.
—¿Cuándo?
—Durante nuestros viajes por América. Pero entonces no levantó rebelión alguna, y tampoco lo va a conseguir ahora. La gente no tiene bastante fe, ni tampoco sueña lo suficiente. Y a Fletcher le hacen falta fe y sueños. Éste es indicio de que está desesperado. Ha sido vencido, y él lo sabe. — Se volvió a Jo-Beth—. Te gustará saber que voy a liberar a Katz de sus perseguidores. Ya sabemos dónde está Fletcher. Y donde lo encontraremos a él, también hallaremos a su hijo.
—Han dejado de perseguirnos —dijo Tesla.
Era cierto, la horda se había detenido.
—¿Qué diablos querrá decir esto?
Su peso no respondió, porque apenas si tenía fuerza para mover la cabeza. Pero cuando la levantó lo hizo en dirección al supermercado, uno de los comercios de la Alameda las lunas de cuyos escaparates habían sido rotas.
—¿Vamos al mercado? — preguntó ella.
Howie lanzó un gruñido.
—Lo que tú digas —respondió Tesla.
En el supermercado, Fletcher levantó la cabeza, distrayéndose de sus ocupaciones. El muchacho estaba a la vista. Una mujer lo llevaba a cuestas, casi en vilo, por entre un caos de cristales rotos. Fletcher dejó sus preparativos y se acercó a la ventana.
—¡Howard! — llamó.
Tesla levantó la vista. Howie ni siquiera lo intentó, para no desperdiciar la poca energía que le quedaba. El hombre que Tesla vio salir del supermercado no parecía un terrorista. Ni tampoco daba la impresión de ser el padre del muchacho, aunque, a Tesla, nunca se le habían dado bien los parecidos familiares. Era un hombre alto, descolorido, que, a juzgar por lo andrajoso de su atuendo, estaba en una situación tan precaria como la de su hijo. Tenía la ropa empapada, eso saltaba a la vista, y su nariz identificó el acre olor de la gasolina. El hombre goteaba gasolina al andar y Tesla temió de pronto haberse liberado de la persecución para caer en manos de un loco de atar.
—Apártate —le ordenó ella.
—Tengo que hablar con Howard antes de que el Jaff llegue.
—¿Quién?
—Tú le has guiado hasta aquí, a él y a su ejército.
—No he podido evitarlo. Howie se encuentra muy mal de verdad. Eso que tiene pegado a la espalda...
—A ver, déjame ver...
—Nada de llamas —advirtió Tesla—, o me voy de aquí.
—Comprendo —dijo Fletcher, levantando las palmas de las manos como un prestidigitador que quiere demostrar que no prepara truco alguno.
Tesla asintió, y permitió que se acercase.
—Déjale en el suelo —ordenó el hombre.
Tesla le obedeció, y sus músculos vibraron de gratitud. En cuanto Howie estuvo echado en el suelo, su padre asió con ambas manos al parásito, que comenzó a agitarse de inmediato, sus miembros aferrándose más y más a su víctima. Apenas consciente, Howie empezó a jadear, en busca de aliento.
—¡Le está matando! — chilló Tesla.
—¡Agárralo por la cabeza!
- ¿Cómo?
—¡Ya me has oído! ¡Su cabeza! ¡Sólo agárrala!
Tesla echó una ojeada al hombre, luego miró a la bestia. Después a Howie. Tres latidos. Al cuarto se atrevió a coger la cabeza de la bestia, cuya complicada boca estaba hincada en el cuello de Howie, pero Tesla consiguió que se soltase lo suficiente para, en su lugar, hincarse en su mano. En ese momento, el hombre que apestaba a gasolina dio un tirón y la bestia y el cuerpo del muchacho se separaron.
- ¡Suelta! — gritó el hombre.
Tesla no necesitó que la convencieran y soltó la mano de la bestial boca, a pesar del sacrificio de carne que eso supuso. El padre de Howie la arrojó al suelo, donde dio contra una pirámide de latas de conserva, quedando enterrada debajo de ellas.
Tesla se miró la mano. La palma estaba agujereada en el centro. No fue la única en interesarse por su herida.
—Tienes que realizar un viaje —le dijo el hombre.
—¿Qué es esto? ¿Una lectura de la mano?
—Yo quería que el chico lo hiciese por mí; pero ahora veo... que has venido tú en su lugar.
—Eh, oye, ya he hecho todo lo que he podido —dijo Tesla.
—Me llamo Fletcher, y te ruego que no me abandones ahora. Tu herida me recuerda la primera que el Nuncio me hizo... —Abrió la mano; en su palma aparecía una cicatriz, como si alguien le hubiese hincado un clavo en ella—. Tengo muchas cosas que contarte. Howie se resistía a oírlas, pero tú no lo harás. Sé que no te resistirás. Eres parte de la historia. Naciste para estar aquí, ahora, conmigo.
—No entiendo nada.
—Analízalo mañana. Ahora, ayúdame. Tenemos muy poco tiempo.
—Quiero advertirte —dijo Grillo, conduciendo el coche por la Alameda con Hotchkiss a su lado— que todo aquello que vimos salir de la tierra no era más que el principio. Esta noche hay más monstruos en Grove que en ningún otro momento de su historia.
Aminoró la velocidad para dejar cruzar la calle a dos transeúntes que se dirigían a pie hacia el origen de las llamadas. Y no eran los únicos. Otros convergían en la Alameda como si fueran a un carnaval.
—Diles que se vuelvan —dijo Grillo, asomándose a la ventanilla del coche y gritándoles un aviso. Pero ni sus palabras ni las de Hotchkiss sirvieron de nada—. Cuando tengan ante sus ojos lo que yo he visto el pánico se desatará aquí.
—A lo mejor les sirve de algo —observó Hotchkiss, con amargura—. Durante todos estos años han pensado que yo estaba loco porque he cerrado las cuevas y he hablado de la muerte de Carolyn como de un asesinato...
—No te entiendo.
—Me refiero a mi hija Carolyn...
—¿Qué le sucedió?
—Te lo contaré en otra ocasión, Grillo, cuando tengas tiempo para llorar.
Había llegado al estacionamiento de la Alameda. Unos treinta o cuarenta habitantes de Grove se habían reunido allí; algunos daban vueltas y examinaban los desperfectos sufridos por varias de las tiendas; otros permanecían quietos, escuchando las alarmas como si fuera música celestial. Grillo y Hotchkiss se bajaron del coche y cruzaron el estacionamiento camino del supermercado.
—Huele a gasolina —dijo Grillo.
Hotchkiss se mostró de acuerdo.
—Debiéramos indicar a esa gente que se fuese de aquí —dijo.
Y, levantando la voz, y la pistola, dio comienzo a cierta técnica primitiva de control de muchedumbres. Sus intentos llamaron la atención de un hombre pequeño y calvo.
—Hotchkiss —le dijo—, ¿estás al cargo de esto?
—No si tú quieres hacerlo, Marvin.
—¿Dónde está Spilmont? Tiene que haber alguien con autoridad aquí. Me han roto todas las lunas de los escaparates.
—Seguro que la Policía está al llegar —le animó Hotchkiss.
—Esto es puro vandalismo —prosiguió Marvin—. Son chicos de Los Ángeles que se divierten así.
—No lo creo —intervino Grillo. El olor a gasolina estaba mareándole.
—¿Y quién diablos es usted? — preguntó, imperioso, Marvin, chillando, cortante, sus palabras.
Antes de que Grillo pudiera contestarle, otra persona se sumó al griterío.
—¡Hay alguien aquí!
Grillo miró en dirección al supermercado. Aunque los ojos le escocían, comprobó que era cierto. Se veían figuras que se morían en la penumbra del supermercado. Grillo se acercaba al escaparate, entre los pedazos de cristal, cuando una de las figuras se hizo visible.
—¿Tesla?
Ella le oyó, levantó la vista y gritó:
—¡No te acerques, Grillo!
—¿Pero qué ocurre?
—¡Te digo que no te acerques!
Grillo hizo caso omiso, y entró en el supermercado por un agujero que había en el cristal del escaparate. El muchacho que Tesla había salvado estaba echado boca abajo en el suelo, desnudo de la cintura para arriba. Detrás de él había un hombre a quien Grillo conocía y no conocía al mismo tiempo. Era un rostro al que no podía poner nombre, pero reconoció instintivamente su presencia. Tardó varios instantes en localizarle. Era uno de los que se habían fugado por la grieta.
—¡Hotchkiss! — gritó—. ¡Venga aquí!
—Ya basta —intervino Tesla—. No traigas aquí a ninguno de nosotros.
—¿De nosotros? — preguntó Grillo—. ¿Desde cuándo es asunto nuestro?
—Este hombre se llama Fletcher —dijo Tesla, como respondiendo a la primera pregunta que bailaba en la mente de Grillo—, y el muchacho se llama Howard Katz. — Y añadió, en respuesta a la tercera pregunta—: Son padre e hijo. — Y a la cuarta—: Todo esto va a explotar, Grillo, y no pienso moverme de aquí hasta que lo haga.
Hotchkiss estaba al lado de Grillo.
—Mierda jodida —suspiró.
—Las cuevas, ¿no?
—Sí, justo.
—¿Podemos llevarnos al muchacho? — preguntó Grillo.
Tesla asintió.
—Pero que sea rápido; si no, éste será el fin de todos nosotros.
Ya no miraba el rostro de Grillo, sus ojos estaban fijos ahora en el estacionamiento, o en la noche que se extendía más allá. Esperaban a alguien en aquella fiesta. Al otro fantasma, sin duda.
Grillo y Hotchkiss cogieron al muchacho y le pusieron en pie.
- Esperad.
Fletcher se acercó al trío, y el olor a gasolina creció con su proximidad. Aquel hombre, sin embargo, exhalaba algo más que olor. Algo semejante a una débil descarga eléctrica recorrió el cuerpo de Grillo cuando le vio coger a su hijo y se estableció contacto entre los tres sistemas. La mente de Grillo se elevó por un instante, olvidada toda su fragilidad corporal, hasta un espacio en el que los sueños colgaban como estrellas a medianoche. Esa sensación desapareció con tremenda rapidez, casi brutal, en cuanto Fletcher apartó la mano del rostro de su hijo. Grillo miró hacia Hotchkiss, y, por su expresión, pensó que también él había sentido ese instante de esplendor. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¿Qué va a pasar? — preguntó Grillo, mirando a Tesla.
—Fletcher se va.
—¿Por qué?, ¿a dónde?
—A ningún sitio y a todos —respondió Tesla.
—¿Cómo lo sabes?
- Porque se lo he dicho yo —respondió Fletcher por ella—. Es preciso preservar la esencia. — Miró a Grillo, con un levísimo atisbo de sonrisa en el rostro—. Sujetad a mi hijo, caballeros —dijo—, y manténgalo apartado de la línea de fuego.
—¿Cómo?
—Sal de aquí y calla, Grillo —dijo Tesla—, lo que suceda ahora, lo que sea, ocurrirá porque él lo quiere así.
Ambos agarraron a Howie y le sacaron por el escaparate, como se les había ordenado. Hotchkiss salió el primero, para recoger el cuerpo del muchacho, que estaba desmadejado como un cadáver reciente. Cuando Grillo se lo pasó a Hotchkiss oyó a Tesla, que hablaba detrás de él.
Sólo dijo:
—¡El Jaff!
El otro fugitivo, el enemigo de Fletcher, estaba ante ellos, en el otro extremo del estacionamiento. La muchedumbre, que había aumentado en cinco o seis veces, se había separado, sin que nadie se lo hubiera pedido de manera explícita, dejando un pasillo abierto entre los dos enemigos. El Jaff no llegaba solo. Detrás de él iban dos perfectos tipos californianos a quienes Grillo no supo poner nombre. Pero Hotchkiss los conocía.
—Son Jo-Beth y Tommy-Ray —le informó.
Al oír el nombre de uno, o de los dos, Howie levantó la cabeza.
—¿Dónde? — murmuró, pero sus ojos los encontraron antes de que nadie tuviera tiempo de contestarle—. Soltadme —pidió mientras intentaba apartar de sí a Hotchkiss—; la matarán si no los detengo. ¿No lo veis? La matarán.
—Aquí se trata de algo más que de tu novia —dijo Tesla, sumiendo a Grillo de nuevo en dudas sobre cómo había llegado a saber tanto en tan poco tiempo.
La fuente de sus conocimientos, Fletcher, salió en ese momento del supermercado, pasó junto a ellos, Tesla, Grillo, Howie y Hotchkiss, y se situó en el extremo del pasillo humano por donde el Jaff avanzaba.
Éste fue el primero en hablar.
- ¿Qué ocurre aquí? — preguntó—. Tus juegos han despertado a media ciudad.
- A la mitad que tú no has envenenado —replicó Fletcher.
- No te vayas aún a ir a la tumba sin charlar un poco. Mendiga. ¿Me das los cojones si te dejo vivir?
- Eso, a mí, me dio siempre igual.
- ¿Los cojones?
- Vivir.
- Tenías ambición —dijo el Jaff, mientras comenzaba a acercarse, muy despacio a Fletcher—, no lo niegues.
- No como la tuya.
- Cierto. Yo tenía un objetivo.
- No debes apoderarte del Arte.
El Jaff levantó la mano y se frotó el índice contra el pulgar, como si se dispusiera a contar dinero.
- Demasiado tarde. Ya lo siento en mis dedos.
- Muy bien —suspiró Fletcher—. Si quieres que mendigue mendigaré. Hay que reservar la esencia. Te suplico que no la toques.
—No es para ti, ¿verdad? — dijo el Jaff.
Se había detenido a cierta distancia de Fletcher. Y, en ese momento, el joven, llevando consigo a su hermana, se unió a él.
- Mi carne —dijo el Jaff, señalando a sus hijos—; ellos harán por mí lo que yo les diga, ¿verdad, Tommy-Ray?
El muchacho sonrió.
- Lo que sea.
Al estar siguiendo con atención el diálogo entre los dos hombres, Tesla no se dio cuenta de que Howie se había desasido de Hotchkiss hasta que le vio acercarse a ella.
—El arma —le susurró el muchacho al oído.
Tesla había sacado su pistola del supermercado. Se la pasó a Howie a desgana, poniéndosela en la mano herida.
—La matará —murmuró Howie.
—Es su hija —susurró Tesla, a modo de respuesta.
—¿Y crees que eso le importa?
Recordando esas palabras, más tarde, Tesla comprendió lo que el muchacho había querido decir. Fueran cuales fuesen los cambios que la gran obra de Fletcher (el Nuncio, como éste la llamaba) había producido en el Jaff, lo cierto era que le habían llevado al borde mismo de la locura. Aunque Tesla había dispuesto de muy poco tiempo para asimilar las visiones que Fletcher le comunicara, y sólo se hacía una idea muy ligera de las complejidades del Arte, de la Esencia, del Cosmos y del Metacosmos, sabía lo suficiente como para estar segura de que tanto poder concentrado en las manos de aquel ente sería un poder maléfico inconmensurable.
- Has perdido, Fletcher —continuó el Jaff—. Ni tú ni tu hijo tenéis lo que hace falta para ser... modernos. — Sonrió—. Estos dos, por otra parte, están al borde mismo. Todo es puro experimento, ¿verdad?
Tommy-Ray tenía la mano apoyada en el hombro de Jo-Beth; de pronto la bajó hasta el seno de la joven. Alguien de entre la muchedumbre empezó a decir algo a propósito de ese gesto, pero el Jaff lo acalló con una simple mirada. Jo-Beth se apartó de su hermano, mas Tommy-Ray no estaba dispuesto a soltarla. La atrajo de nuevo hacia sí, e inclinó su cabeza hacia la de ella.
Un disparo interrumpió el beso, la bala se incrustó en el asfalto, a los pies de Tommy-Ray.
—Suéltala —le ordenó Howie.
Su voz no era fuerte, aunque resonó firme.
Tommy-Ray obedeció, mirando a Howie con cierta perplejidad. Sacó el cuchillo del bolsillo trasero del pantalón. La muchedumbre husmeó la inminencia de la pelea. Algunos dieron unos pasos atrás, sobre todo los que tenían niños con ellos. Pero casi todos no se movieron de donde estaban.
Detrás de Fletcher, Grillo se inclinó hacia Hotchkiss y le susurró algo al oído:
—¿Podría sacarle de aquí?
—¿Al chico?
—No, al Jaff.
—No te molestes en intentarlo —murmuró Tesla—. No le detendría.
—¿Y qué lo haría?
—Sólo Dios lo sabe.
—¿Vas a matarme a tiros a sangre fría delante de toda esta gente? — preguntó Tommy-Ray a Howie—. Venga, hombre, a ver si te atreves. Vamos, dispara, no tengo miedo. Me gusta la muerte, y a la muerte le gusto yo. Aprieta el gatillo, Katz, si tienes cojones.
Mientras hablaba, se iba acercando despacio a Howie, que apenas conseguía mantenerse en pie. Aunque seguía apuntando a Tommy-Ray con la pistola.
Fue el Jaff quien puso fin a la situación al apoderarse de Jo-Beth. Cuando se sintió sujeta, Jo-Beth gritó y Howie miró hacia ella, momento que Tommy-Ray aprovechó para echársele encima con el cuchillo en alto. Bastó con un empujón de Tommy-Ray para tirar al suelo a Howie. La pistola salió disparada de su mano. Tommy-Ray propinó una fuerte patada a Howie entre las piernas y luego se tiró sobre su víctima.
- ¡No le mates! — ordenó el Jaff.
Al mismo tiempo, soltó a Jo-Beth y avanzó hacia Fletcher. De los dedos en los que había asegurado que ya casi sentía el Arte, le manaban gotas de poder, como ectoplasma, que estallaban en el aire. Había llegado hasta donde se encontraban los que se peleaban, y pareció a punto de intervenir; pero, en lugar de esto, se limitó a observarles un momento, como quien mira a dos perros que se muerden, y pasó por su lado, continuando su avance hacia Fletcher.
—Lo mejor será que nos echemos atrás —murmuró Tesla a Grillo y a Hotchkiss—, esto no depende ya de nosotros.
La prueba de que ella llevaba razón la tuvieron segundos más tarde, cuando Fletcher metió la mano en el bolsillo y sacó una caja de cerillas con la marca Tienda de Alimentación de Marvin. Ninguno de los espectadores quería perderse lo que estaba a punto de ocurrir. Habían olido la gasolina y sabían su origen, y ahora, además, había cerillas de por medio, lo que indicaba que era inminente una inmolación. Pero nadie retrocedió ni un paso. Aunque apenas entendían lo que estaba ocurriendo entre los dos protagonistas, casi todos los espectadores sentían en lo más hondo que eran acontecimientos de importancia. ¿Cómo iban a apartar la mirada cuando era la primera vez en su vida que se les presentaba la oportunidad de ver de cerca a los dioses?
Fletcher sacó una cerilla. Iba a rascarla contra la caja cuando de la mano del Jaff volaron nuevos dardos de poder, dirigidos contra Fletcher. Le acertaron en los dedos, como balas, y fue tal su violencia que le arrancaron la caja y la cerilla de las manos.
- No pierdas el tiempo con trucos —le dijo el Jaff—. Sabes que el fuego no va a hacerme daño. Tampoco a ti, a menos que sea por tu propia voluntad. Y si lo que quieres es extinción, no tienes más que pedírmelo.
Y en esa ocasión él mismo llevó su veneno a Fletcher, en lugar de lanzárselo con la mano. Se acercó a su enemigo y le tocó. El cuerpo de Fletcher se estremeció. Con agónica lentitud volvió la cabeza lo bastante como para ver a Tesla, y ella vio una tremenda vulnerabilidad en aquellos ojos; se había abierto a sí mismo al ataque al llevar a cabo su jugada final, el jaque mate que tenía pensado. Pero la astucia del Jaff había sabido entrar en contacto directo con su esencia misma. La súplica que se leía en su expresión era inequívoca: un mensaje de caos que se extendía por todo su sistema como consecuencia del contacto del Jaff. Para él, la única salvación que había era la muerte.
Tesla no tenía cerillas, pero sí la pistola de Hotchkiss. Sin decir una palabra se la arrancó de la mano. Su movimiento llamó la atención del Jaff, y, durante un gélido instante, Tesla vio fija en ella esa mirada de loco, y una cabeza de fantasma que se hinchaba en torno de aquellos ojos; otro Jaff se ocultaba detrás del primero.
Luego apuntó el cañón de la pistola hacia el suelo, detrás de Fletcher, y disparó. No se produjo una sola chispa, como ella esperaba. Volvió a apuntar, vaciando su cabeza de todo pensamiento que no fuera su voluntad de producir una chispa. No era la primera vez que encendía fuego en sus relatos, para interesar al lector. Pero ahora iba en serio, derecho a la carne.
Exhaló un lento suspiro, como solía hacer por las mañanas cuando se sentaba ante la máquina de escribir, y apretó el gatillo.
Le pareció ver el fuego antes incluso de que éste se encendiera.
Estalló como una tormenta luminosa; la chispa y el rayo que la precedió. El aire en torno a Fletcher se volvió amarillo. Luego, la llama saltó.
El calor fue repentino, e intenso. Tesla soltó la pistola y corrió hacia otro sitio para observar lo que iba a ocurrir. Fletcher la vio a través del incendio, y en su expresión hubo una dulzura que Tesla recordaría a lo largo de las aventuras que el futuro le tenía reservadas como un recordatorio de lo poco que ella entendía el funcionamiento del Mundo. Que un hombre pudiera gozar estando en llamas; que sacase algún beneficio de arder; que el fuego fuera el modo de sentirse realizado, todo ello constituía una lección que ningún maestro hubiera podido enseñar jamás. Pero ésa era la realidad, y creada por su propia mano.
Más allá del fuego, Tesla vio al Jaff alejarse de allí con un encogimiento de hombros lleno de ridículo. El fuego le había prendido los dedos con los que tocaba a Fletcher en ese momento. El Jaff se las apagó de un soplo, como quien apaga velas. Detrás de él, Howie y Tommy-Ray se apartaron del calor, aplazando su odio. Pero esa escena retuvo la atención de Tesla sólo un instante, que en seguida volvió a concentrarla en el espectáculo del incendio de Fletcher. En ese cortísimo instante, el status de Fletcher había cambiado. El fuego, que lo rodeaba como a una columna, no le consumía, sino que le transformaba. Durante ese proceso despedía relámpagos de materia brillante y luminosa.
La respuesta del Jaff a esas luces, retroceder como un perro rabioso cuando le echan agua, dio a Tesla una idea de la repugnante naturaleza de «aquello». Esas luces eran para Fletcher lo que las gotas de poder que le habían arrancado las cerillas eran para el Jaff: algún poder esencial liberado, y por eso el Jaff odiaba esas luces. La claridad hacía más visible el rostro que ocultaba tras la careta. Y al ver ese rostro, y el cambio milagroso que se producía en Fletcher, Tesla se acercó al fuego más de lo que la seguridad aconsejaba. Percibió el olor a quemado de su propio cabello, pero se sentía demasiado intrigada para retroceder. Ésta, después de todo, era su obra. Ella era la creadora. Como el primer mono que alimentó una llama, y, con ello, transformó a su tribu.
Ésa, comprendió Tesla, era la esperanza de Fletcher: la transformación de la tribu. O sea. No se trataba de un mero espectáculo. Las motas ardientes que el cuerpo de Fletcher desprendía llevaban en sí la intención de su progenitor. Salían de la columna como semillas luminosas, y tejían una búsqueda de terreno fértil en el aire. Los habitantes de Grove eran ese terreno, y las luciérnagas les encontraron esperándolas. Lo que le pareció milagroso a Tesla fue que ni uno de ellos huyó. Quizá la violencia recién presenciada había espantado ya a los medrosos, y los que quedaban estaban dispuestos a participar en la magia, hasta el punto de que algunos incluso avanzaron para saludar a las luces, como devotos que se acercan al altar a recibir la comunión. Primero los niños, cogiendo las motas en el aire, y comprobando así que no hacían daño. La luz se rompía contra sus manos abiertas, o contra sus rostros, que le daban la bienvenida, mientras el fuego se reflejaba un instante en sus ojos. Los padres de estos audaces fueron los siguientes en sentir el contacto. Algunos, golpeados por las motas, volvieron corriendo junto a su cónyuge.
—Es agradable —decían—. No hace daño. ¡Sólo es... luz!
Pero se trataba de algo más que eso, y Tesla lo sabía. Era Fletcher mismo. Y al dar así su propia sustancia física, él mismo iba extinguiéndose. Pecho, manos e ingle habían desaparecido ya casi por completo. La cabeza y el cuello estaban apenas sujetos a sus hombros, y éstos a la parte inferior del torso, todo ello unido por hilos de materia polvorienta a merced del más leve capricho de las llamas. Tesla los vio desaparecer también, romperse, tornarse luz. Ese espectáculo le recordó un himno de su niñez. Su mente rompió a cantar: Jesús quiere hacer de mí un rayo de sol. Una canción vieja para una nueva edad.
El primer acto de esa nueva edad llegaba a su fin. La esencia de Fletcher estaba consumida casi por entero; su rostro, corrido en torno a los ojos y a la boca; su cráneo se fragmentaba, su cerebro se fundía transformándose en luz y volaba de su cuenco como la cabeza de un diente de león a impulsos del viento de agosto.
Al arder, los pedazos de Fletcher que aún quedaban desaparecieron en el fuego. Carentes de combustible las llamas se apagaron. No hubo un momento intermedio, ni tampoco cenizas, ni siquiera humo. Sólo un instante de luz, de calor y de asombro. Después, nada.
Tesla había presenciado la transformación de Fletcher demasiado de cerca para contar el número de testigos que fueron tocados por su luz. Muchos, sin duda. Todos, quizá. Tal vez fuera su mismo número lo que impidió que el Jaff tomara represalias. Después de todo, tenía un ejército esperando en la noche. Pero el hecho es que no lo avisó. En vez de eso se marchó de allí llamando la atención lo menos posible. Y Tommy-Ray se fue con él. Pero Jo-Beth no. Howie se había situado junto a ella, pistola en mano, durante la cremación de Fletcher. Lo único que Tommy-Ray pudo hacer, en vista de ello, fue proferir unas cuantas amenazas poco coherentes y seguir los pasos de su padre.
Ésa fue, en lo esencial, la última actuación de Fletcher el Brujo. Desde luego, aquello tendría repercusiones, pero sólo cuando los que recibieron su luz hubieran tenido tiempo de asimilar ese don durante unas pocas horas. Sin embargo, hubo algunas consecuencias inmediatas. Para Grillo y Hotchkiss, la satisfacción de saber que sus sentidos no les habían engañado en las cuevas; para Jo-Beth y Howie, la unión, después de los sucesos que les habían llevado al borde mismo de la muerte; y para Tesla, el conocimiento de que, con la desaparición de Fletcher, un gran peso de responsabilidad había pasado a ella.
Sin embargo, el depositario de la mayor parte de la magia de aquella noche fue Grove. Sus calles habían visto horrores. Aunque sus ciudadanos habían sido tocados por espíritus.
Pronto, la guerra.
QUINTA PARTE
ESCLAVOS Y AMANTES
I
-1-
Cualquier alcohólico hubiera reconocido lo que ocurrió a la mañana siguiente en el Grove. Fue la conducta de un hombre que ha pasado la noche entera de botella en botella y tiene que levantarse temprano por la mañana y hacer como si se encontrara normal. Una ducha fría durante unos minutos para asestar a su sistema un golpe que le haga entrar en reacción. Después toma un «Alka-Seltzer» y café solo por todo desayuno, y, hecho esto, sale a la calle, a la luz del sol, pisando más fuerte que de costumbre y con la ultracongelada sonrisa de una actriz que acaba de perder el codiciado Oscar. Aquella mañana hubo más «Hola», «Buenos días» y «¿Qué tal estamos?» que de costumbre. Más vecinos se hicieron saludos llenos de animación al sacar sus coches del garaje familiar, más radios se oyeron anunciando el tiempo que iba a hacer (¡sol!, ¡sol!, ¡sol!) a través de ventanas abiertas de par en par para demostrar que en aquella casa no había secretos. Al forastero que llegase esa mañana por primera vez a Grove, le hubiera parecido que la ciudad estaba compitiendo en el concurso de Perfectville, de Estados Unidos. El aire de buen humor general forzoso se le hubiese cortado en el estómago.
Bajando por la Alameda, donde apenas hubiera sido posible no notar las huellas de una noche dionisíaca, la conversación general giraba sobre cualquier lema menos sobre la verdad. Una pandilla de los Ángeles del Infierno habían llegado la noche anterior a toda velocidad desde Los Ángeles, contaba alguien, con el único objeto de crear el caos en Grove. Esta explicación, a fuerza de ser repetida comenzaba a ganar credibilidad. Algunos llegaron a afirmar que habían oído sus motocicletas. Unos pocos incluso dijeron que las habían visto, retocando la ficción colectiva a sabiendas de que a nadie iba a ocurrírsele ponerla en duda. A media mañana, todos los fragmentos de cristal habían sido retirados y se habían clavado tablas cubriendo los huecos dejados por los cristales rotos de los escaparates. Para el mediodía, ya estaban encargadas lunas nuevas; y para las dos, instaladas. Desde los días de la Liga de las Vírgenes, Grove nunca se había mostrado tan unánime en la búsqueda de equilibrio; ni tampoco tan hipócrita. Y es que detrás de las puertas cerradas, en los cuartos de baño, en los dormitorios y en las guaridas, la historia que circulaba era completamente distinta. Allí no se sonreía; el paso normal cedía ante el paso nervioso y los lloros, y se tragaban píldoras que se buscaban por cualquier parte como los buscadores de oro buscan pepitas. Allí todos se confesaban —pero sólo a sí mismos, no a su cónyuge ni a sus perros— que algo iba mal hoy y que estaba pasando algo que nunca se remediaría del todo. Allí la gente trataba de recordar cuentos oídos en la infancia (aquellos cuentos, viejos y fantásticos, que los años habían ido eliminando del recuerdo, como una vergüenza), en espera de contrarrestar con ellos los miedos que les invadían. Algunos trataron de acabar con su inquietud a fuerza de beber, otros con la comida, y no faltó quien pensara en serio en la posibilidad de hacerse sacerdote.
En general, podía decirse que aquél era un día muy extraño en Grove.
Menos raro, quizá, para aquellos que disponían de datos concretos que barajar, por mucho que esos datos contradijesen lo que el día anterior había pasado por ser algo real. Para estos pocos, ahora dueños felices del conocimiento seguro de que monstruos y divinidades andaban sueltos por Grove, la cuestión no era: «¿Es verdad?», sino: «¿Qué quiere decir?»
Para William Witt, la respuesta era un encogimiento de hombros en señal de rendición. No tenía manera alguna de comprender los horrores que le habían aterrorizado en la casa de Wild Cherry Glade. Su última conversación con Spilmont, en la que éste desechaba su historia como pura invención, le había producido una cierta paranoia. O había una conspiración en marcha para mantener en secreto las maquinaciones del Jaff, o bien él, William Witt, estaba volviéndose loco. Y esos recuerdos no se excluían mutuamente, lo que resultaba doblemente aterrador. Ante tan amargas agresiones, William Witt se había quedado encerrado en su casa, excepción hecha de su breve salida Alameda abajo la noche anterior. Aunque llegó tarde al espectáculo, y recordaba muy poco de lo que había visto, sí que se acordaba de su vuelta a casa y la noche de video babilónico que había tenido lugar a continuación. De ordinario, solía mostrarse muy parco con sus sesiones de «porno», prefiriendo escoger una o dos películas para verlas a gusto que hartarse con una docena. Pero la noche anterior se había hartado. Cuando sus vecinos los Robinson salieron para llevar a sus hijos al campo de juegos la mañana siguiente, William Witt seguía sentado ante su televisor, con las persianas bajadas, un montón de latas de cerveza a sus pies..., y venga vídeo. Tenía su colección organizada con la precisión de un bibliotecario profesional, con índice doble y sabía de memoria los nombres de las estrellas de cada una de sus épicas películas sudorientas, con todos los apodos, las historias desde el principio, las especialidades, y hasta las medidas de senos y pollas. Se sabía de memoria los argumentos, por verdes que fueran, y recordaba cada escena, hasta el menor gruñido y la más leve eyaculación.
Pero el desfile de vídeo no le excitó. Fue de película en película como un drogadicto entre camellos desvalijados, en busca de una droga que nadie podía darle, hasta que las películas formaban parte también de un montón junto al televisor. Fornicación doble, triple, oral, anal, orines, ligaduras, látigos, escenas de lesbianismo, bestialidad, violación, y hasta romanticismo, todo ello pasó ante sus ojos sin darle en absoluto el desahogo que necesitaba. Su búsqueda llegó a ser una especie de intento de encontrarse a sí mismo. «Lo que me excitará a mí seré yo mismo», acabó medio pensando.
Era una situación desesperada. La primera vez en toda su vida —si se excluían los sucesos de la Liga— en que el voyeurismo no había conseguido excitarle. La primera vez en que había deseado que los actores compartiesen su realidad como él compartía la de ellos. Siempre desconectaba el televisor en cuanto eyaculaba y hasta se mostraba algo desdeñoso acerca de los encantos de sus estrellas una vez que la influencia que tenían sobre él quedaba enjuagada con una toalla. Pero en ese momento se sentía de luto por ellas, como por amantes perdidas sin haber llegado a conocerlas debidamente; amantes cuyos orificios hubiera llegado a ver, pero sin que hubiese tenido acceso a ellos.
A pesar de eso, algo después del amanecer, cuando su moral estaba más baja que en ningún otro momento de su vida consciente, se le ocurrió una extraña idea: quizá pudiera entrar en contacto con ellas, concretarlas en vida a fuerza de cálido deseo. Después de todo, los sueños pueden llegar a convertirse en realidad. Los artistas lo hacían constantemente, ¿y no es cierto que todo el mundo tiene algo de arte en su temperamento? Esa idea, apenas formada, fue lo que le indujo a seguir observando la pantalla, desde Las últimas folladas de Pompeya y Nacida para ser follada, hasta Secretos de una cárcel de mujeres, películas que se sabía tan bien como su propia historia, pero, al contrario que ésta, a lo mejor conseguía volver a vivirlas en el tiempo presente.
William Witt no era el único habitante de Grove asediado por ese tipo de pensamientos, aunque los de ningún otro eran de un erotismo tan claro como los suyos. Esa misma idea —que alguna persona preciosa, esencial, o más de una persona tal vez, pudiera ser evocada con un esfuerzo mental y convertida en alegre compañía, o compañías— se les ocurrió a todos los que habían formado parte de la muchedumbre congregada la noche anterior en la Alameda: cónyuges divorciados, hijos ausentes, personajes de tiras cómicas; tantos eran los evocados como mentes en trance de evocación.
Para algunos, como William Witt, el rostro de su deseo llegó a cobrar tal ímpetu, y con tal rapidez (en muchos casos estimulado por la obsesión; en otros, por el anhelo o por la envidia), que para el amanecer del día siguiente ya había grumos en los rincones de sus habitaciones donde el aire se había condensado como primera fase del milagro.
En el dormitorio de Shuna Melkin, la hija de Christine y Larry Melkin, se estaba apareciendo el fantasma de una famosa princesa del rock, muerta varios años atrás de una sobredosis, pero único y obsesivo ídolo de Shuna. Sus cánticos eran tan sutiles que hubieran podido pasar por suave brisa en los aleros del tejado, menos mal que Shuna se sabía todas sus melodías de memoria.
En el desván de Ossie Larton empezaron a oírse arañazos que Ossie, con una sonrisa interior, reconoció como los dolores del parto del licántropo que le hacía secreta compañía desde que él se enteró de que esos seres eran imaginables. Se llamaba Eugene, nombre que, a la tierna edad de seis años, cuando Ossie niño, le creó por primera vez compañero suyo, parecía apropiado para un hombre que podía convertirse en lobo con la luna llena.
En el cuarto de estar de Karen Conroy flotaban, como un delicado perfume europeo, los tres protagonistas de su película favorita, El amor sabe tu nombre, romántica y poco conocida, pero que a Karen la había hecho llorar seis días seguidos durante un lejano viaje a París.
Y así sucesivamente.
Para el mediodía ya no había nadie de los que asistieron al espectáculo que no hubiera recibido un aviso —aunque muchos, por supuesto lo desecharon o hicieron caso omiso de él— de que tenían visitantes inesperados. La población de Palomo Grove, que había aumentado en cosa de cien monstruos por invocación del Jaff, estaba a punto de volver a aumentar.
-2-
—Ya has admitido que no entiendes lo que ocurrió anoche...
—Grillo, aquí no se trata de admitir nada.
—Bien. De acuerdo. No empecemos a discutir. ¿Por qué siempre acabamos a gritos?
—No estamos gritando.
—Bien. Como quieras. No estamos gritando. Lo único que te digo es que hagas el favor de tener en cuenta la posibilidad de que este recado que él te dio...
- ¿Recado?
- Ahora eres tú quien grita. Sólo te pido que pienses un momento. Éste podría ser el último viaje que hicieras en tu vida.
—Acepto esa posibilidad.
—Entonces tienes que dejarme ir contigo. Tú nunca has ido más allá de Tijuana.
—Ni tú tampoco.
—Es difícil...
—Mira. He vendido películas de arte a gente que no entendía Dumbo, de modo que ya ves si estoy familiarizada con lo difícil. Si quieres hacer algo verdaderamente útil, te aconsejo que te quedes aquí y te repongas.
—Ya estoy bien. Nunca me he sentido mejor.
—Me haces falta aquí, Grillo. Vigilando. Esto no ha terminado todavía, ni mucho menos.
—¿Y que quieres que vigile? — preguntó Grillo, que aceptó el argumento de Tesla por no contradecirlo.
—Siempre has tenido gran perspicacia para las cosas ocultas. Cuando el Jaff dé su paso siguiente, por silencioso que lo haga, lo notarás. A propósito, ¿viste a Ellen anoche? Estaba entre la muchedumbre, con su hijo. Podrías empezar por ir a su casa para ver cómo se siente ella esta mañana.
No era que los temores de Grillo por la seguridad de Tesla careciesen de fundamento, ni tampoco que a ella no le hubiese gustado disfrutar de la compañía de Grillo en su inminente viaje. Pero por razones que no encontraba ninguna manera agradable de explicar, y por eso no se las explicó, la presencia de Grillo a su lado constituiría una intrusión que Tesla no tenía ningún derecho a arriesgar, ni por el bien de Grillo mismo ni por el buen resultado de la tarea que le había sido encomendada. Uno de los últimos actos de Fletcher había consistido, precisamente, en elegirla a ella para ir a la Misión; incluso indicándole que eso, en cierto modo, estaba predestinado. Poco antes, Tesla hubiera desechado algo así como puro misticismo; pero, después de aquella noche, se sentía obligada a mostrarse más comprensiva. Con el mundo de los misterios, del que tanto se había reído en sus guiones de fantasmas y naves espaciales no era tan fácil bromear. Ese mundo había acudido para buscarla, encontrándola —situándola con cinismo incluido— entre sus cielos y sus infiernos. Estos últimos en forma del ejército del Jaff; y los primeros en la transformación de Fletcher: de carne a luz.
Encargada de ser agente del muerto en la Tierra, Tesla sentía una curiosa serenidad, a pesar de los peligros que se cernían sobre ella. Ya no necesitaba mantener su reluciente cinismo, ya no tenía que dividir de continuo sus fantasías en dos categorías: lo real (compacto, sensato) y lo imaginario (vaporoso, sin valor). Si (cuando) volvía a verse ante su máquina de escribir, pondría del revés sus guiones, humorísticos y llenos de reservas mentales; los reharía poniendo fe en lo que contaba, y no porque todas las fantasías fuesen completamente ciertas, sino porque incluso la realidad no lo era.
A media mañana, Tesla salió del Grove, eligiendo un camino que la llevó por la Alameda, donde el status quo iba camino de volver a la normalidad. Si conducía con un poco de velocidad, por la noche habría llegado a la frontera; y antes del amanecer a la Misión de Santa Catrina, o, si las esperanzas de Fletcher estaban bien fundadas, al solar vacío donde, en tiempos, se levantaba la Misión.
Siguiendo instrucciones de su padre, la noche anterior Tommy-Ray había vuelto a hurtadillas a la Alameda, mucho antes de que la multitud se dispersara. La Policía estaba allí, pero Tommy-Ray no tuvo dificultad alguna en conseguir su propósito, que era llevarse el terata que él mismo había hincado en la carne de Katz. El Jaff tenía otras razones para querer recuperar al pequeño monstruo, aparte de impedir que la Policía lo encontrase. No estaba muerto, y, una vez de nuevo en poder de su creador, vomitó todo cuando había visto y oído al imponerle el Jaff las manos como un brujo, con lo que pudo extraer el informe del sistema interno del terata. Una vez hubo escuchado todo lo que le interesaba, el Jaff mató al mensajero.
- Bien, ahora... —dijo a Tommy-Ray—, parece ser que tendrás que emprender el viaje que te dije antes de lo acordado.
—¿Y qué hacemos con Jo-Beth? Ahora está con ese hijo de puta de Katz.
- Desperdiciamos mucho esfuerzo anoche intentando persuadirla de que se uniera a nuestra familia, y nos rechazó. No perderemos más tiempo. Que se arriesgue en el maelstrom.
—Pero...
- No hay pero que valga —replicó el Jaff—. Tu obsesión por ella es ridícula. ¡Y no te enfades! Ya he sido demasiado tolerante contigo. Crees que con tu sonrisa puedes conseguir todo lo que quieras. Pues a ella no la conseguirás.
—Te equivocas. Y te lo demostraré.
- Nada de eso. Tienes que hacer un viaje.
—Primero, Jo-Beth —dijo Tommy-Ray. Hizo un movimiento para alejarse de su padre, pero la mano del Jaff cayó sobre su hombro antes incluso de que pudiese dar un paso. Su contacto arrancó un chillido a Tommy-Ray.
- ¡Cállate de una jodida vez!
—¡Es que me haces daño!
—¡Ésa es mi intención!
—No..., quiero decir que me haces daño de verdad. Para ya con esto.
- ¿Eres tú a quien ama la muerte, hijo?
Tommy-Ray sintió que sus piernas cedían bajo su peso. La polla, la nariz y los ojos comenzaron a gotearle.
- Me parece que no eres ni la mitad de hombre de lo que presumes —observó el Jaff—. Ni la mitad.
—Perdona... No me hagas más daño, por favor...
- Pienso que los hombres no se pasan todo el tiempo baboseando tras las faldas de sus hermanas. Se buscan otras mujeres. Ni tampoco hablan de la muerte como si fuera algo sin importancia y luego se ponen a lloriquear en cuanto les duele algo un poco.
—¡De acuerdo! ¡De acuerdo!, ¡te entiendo! ¡Pero haz el favor de parar! ¡Para!
El Jaff lo soltó. Tommy-Ray cayó al suelo.
- Ambos hemos tenido una mala noche —le dijo su padre—. A los dos nos han arrebatado algo..., a ti, tu hermana...; a mí, la satisfacción de destruir a Fletcher. Pero nos esperan mejores tiempos. Confía en mí.
Se inclinó y ayudó a Tommy-Ray a levantarse. El muchacho se estremeció al ver aquellos dedos otra vez sobre su hombro. Pero el contacto fue benigno, incluso suave.
- Hay un lugar al que quiero que vayas en mi nombre —dijo el Jaff—. Se llama la Misión de Santa Catrina...
II
Hasta que Fletcher faltó de su vida, Howie no se dio cuenta de cuántas preguntas habían quedado sin respuesta, problemas que sólo su padre le hubiera ayudado a resolver. No le inquietaron durante la noche, durmió profundamente; pero, a la mañana siguiente, comenzó a lamentar el haberse negado a aprender de Fletcher. La única solución que les quedaba a él y a Jo-Beth, era que intentasen reconstruir la parte de la historia en la que los dos tenían un papel tan esencial; de acuerdo con las pistas de que disponían, y con la ayuda del testimonio de la madre de Jo-Beth.
La invasión de la noche anterior había producido un cambio en Joyce McGuire. Después de años tratando de mantener a distancia el mal que había entrado en su casa, su derrota, al fin, la había liberado en cierto modo. Lo peor había ocurrido, ¿qué más podía temer? Su infierno personal ante sus mismos ojos, y había sobrevivido a la experiencia. La ayuda de Dios —en la persona del pastor— había resultado inútil. Howie fue el que salió en busca de su hija, y la persona que, a fin de cuentas, la había devuelto al hogar, aunque los dos regresaron harapientos y ensangrentados. Entonces, ella dio la bienvenida a Howie en su casa, e incluso insistió en que se quedara esa noche. A la mañana siguiente, Joyce McGuire se movía por su casa con todo el aire de una mujer a quien acaban de decir que el tumor que tiene en el cuerpo es benigno, y que todavía le esperan unos años más de vida
Cuando, a comienzos de la tarde, los tres se sentaron a hablar, no les resultó muy fácil convencerla de que contase algo de su pasado, pero las historias acabaron por salir, una tras otra. A veces, en especial cuando hablaba de Arleen, Carolyn y Trudi, los sollozos se mezclaban con sus palabras; pero, a medida que los sucesos que narraba se volvían más y más trágicos, hablaba con menos pasión. A veces tenía que volver sobre lo contado para añadir algunos detalles que había olvidado, o para elogiar a alguien que la había ayudado en los años difíciles, cuando criaba a Jo-Beth y a Tommy-Ray ella sola, a sabiendas de que la gente se refería a ella como a la putilla que había sobrevivido.
—¡Cuántas veces pensé en irme de Grove! — dijo—. Como Trudi.
—No creo, la verdad, que eso le ahorrase dolor alguno —observó Howie—; ella estaba deprimida siempre.
—Yo la recuerdo distinta. Siempre enamorada de alguien.
—¿Sabe... de quién estaba enamorada antes de tenerme a mí?
—¿Quieres decir si sé quién es tu padre?
—Sí.
—Pues tengo bastante idea. Tu segundo nombre era su apellido, Ralph Contreras. Era jardinero de la iglesia luterana. Solía observarnos cuando volvíamos a casa del colegio. Todos los días. Tu madre era muy bonita, ¿sabes? No como son guapas las actrices de cine, como Arleen, pero con aquellos ojos oscuros..., y tú los tienes igual que ella, con una especie de expresión líquida. Pienso que era a tu madre a la que Ralph amó siempre. Aunque él no solía hablar mucho. Era bastante tartamudo.
Howie sonrió al oír aquello.
—Entonces era él. Porque he heredado eso.
—No lo he notado.
—Lo sé. Es curioso. Se me ha pasado. Es casi como si conocer a Fletcher hubiera curado mi tartamudez. Dígame, ¿vive Ralph todavía en Grove?
—No. Se marchó de aquí antes de que nacieras. Tal vez pensó que la gente lo lincharía. Tu madre era una chica blanca de clase media, y él...
Se detuvo cuando vio la expresión en el rostro de Howie.
—¿Y él..., qué? — insistió Howie.
—...era hispano.
Howie asintió.
—Cada día se aprende algo nuevo, ¿verdad? — observó, tratando de quitar importancia al asunto, aunque estaba claro que le había producido una gran impresión.
—En fin, el caso es que ésa fue la razón de que se marchara —prosiguió Joyce—. Si a tu madre se le hubiese ocurrido dar su nombre, seguro que él hubiera sido acusado de violación. Pero no lo fue. Todas nos sentimos inducidas por algo, que el demonio nos había metido dentro, aunque ignoro qué fue.
—No era el demonio, mamá —dijo Jo-Beth.
—Eso es lo que tú dices —replicó Joyce con un suspiro. Pareció que toda su energía la abandonaba de pronto, como si todos aquellos recuerdos la estuviesen minando—, y a lo mejor tienes razón, mas soy demasiado vieja para cambiar de forma de pensar.
—¿Demasiado vieja? — intervino Howie—. ¿Pero qué está diciendo? Lo que hizo anoche se salió de lo corriente.
Joyce se inclinó sobre el muchacho y le rozó la mejilla.
—Déjame creer lo que creo —dijo—. Sólo son palabras, Howard. Para ti es el Jaff. Para mí, el demonio.
—¿Entonces qué somos nosotros dos, Tommy-Ray y yo, mamá? — preguntó Jo-Beth—. Después de todo, el Jaff nos hizo.
—Me lo he preguntado muchas veces —dijo Joyce—. Cuando erais muy jóvenes, yo solía observaros casi todo el tiempo; siempre en espera de que saliera vuestro lado malo. Y en el que ha salido es en Tommy-Ray. Quizá mis oraciones te salvaron, Jo-Beth. Ibas conmigo a la iglesia, estudiabas, confiabas en el Señor...
—¿Así, piensas que Tommy-Ray está perdido? — preguntó Jo-Beth.
Su madre tardó unos segundos en contestar, pensó en no hacerlo, y eso estuvo claro cuando respondió, porque sus ideas sobre este tema eran bastante ambiguas.
—Sí —contestó por fin—, se ha ido.
—No lo creo —dijo Jo-Beth.
—¿Ni siquiera después de lo que hizo anoche? — preguntó Howie.
—No sabe lo que hace. El Jaff lo controla, Howie, y yo le conozco mejor que a un hermano.
—¿Qué quieres decir?
—Somos gemelos, y siento como siente él.
—El mal habita en él —dijo su madre.
—También en mí —replicó Jo-Beth, al tiempo que se levantaba—. Hace tres días le querías. Ahora dices que se ha ido. Tú le dejaste que se fuera con él. Yo no pienso renunciar a él con tanta facilidad. — Dicho eso, salió de la habitación.
—Quizá tenga razón —murmuró Joyce.
—¿Tiene Tommy-Ray salvación? — preguntó Howie.
—No. Y puede ser que el demonio esté en ella también.
Howie encontró a Jo-Beth en el patio, el rostro levantado hacia el cielo, los ojos cerrados. Al oírle volvió la mirada hacia él.
—Piensas que mamá tiene razón —dijo—, que Tommy-Ray está perdido.
—No, en absoluto. Sobre todo si tú crees que podemos ponernos en contacto con él y traerle de nuevo a casa.
—No digas eso sólo por agradarme, Howie. Si no estás conmigo en esto, quiero que me lo digas.
Él puso una mano sobre uno de los hombros de Jo-Beth.
—Escucha —replicó—. Si creyese lo que tu madre ha dicho no hubiera vuelto, ¿no te parece? Recuerda que soy Mr. Persistencia, y si piensas que podremos arrancar a Tommy-Ray de las manos del Jaff, pues, nada, adelante, a arrancarle de ellas se ha dicho. Lo único que no podrás conseguir es que Tommy-Ray me caiga simpático.
Jo-Beth se volvió del todo hacia él, retirándose hacia atrás el cabello que la brisa le había echado sobre el rostro.
—Jamás pensé que llegaría a estar abrazado a ti en el patio de la casa de tu madre —dijo Howie.
—Ya ves, hay milagros.
—No, qué va a haber —dijo Howie—. Los milagros se hacen. Tú eres un milagro, y yo soy otro, también el sol, y nosotros tres, aquí juntos, somos el más grande de todos los milagros.
III
La primera llamada de Grillo, después de irse Tesla, fue a Abernethy. El hecho de contarle o no lo que sabía, era sólo uno de los dilemas que se le habían presentado. El verdadero problema era cómo debía de contárselo. Grillo nunca había tenido dotes de novelista. Cuando escribía trataba de hacerlo con un estilo que expusiera los hechos más claramente posible: sin fantasiosos adornos, ni fiorituras con el léxico. Su guía y maestro no había sido ningún periodista, sino Jonathan Swift, el autor de Los viajes de Gulliver, un hombre tan preocupado por comunicar sus sátiras con claridad que pasaba por leer sus trabajos en voz alta a sus criados para cerciorarse de que el estilo de la obra no oscurecía la sustancia de la misma. Grillo guardaba esta anécdota como la piedra de toque de la claridad estilística. Todo lo cual estaba muy bien cuando informaba acerca de los sin hogar de Los Ángeles, o del problema de la droga. Los hechos resultaban evidentes.
Pero su historia —desde las cuevas hasta la inmolación de Fletcher— planteaba un espinoso problema: ¿Cómo iba a informar de lo que habían visto la noche anterior sin explicar al mismo tiempo lo que él había sentido?
Mantuvo cierta ambigüedad en su conversación con Abernethy. Era inútil pretender que nada había sucedido en Grove. Noticias sobre vandalismo —aunque sin darles demasiada importancia— había salido ya en todos los noticiarios locales. Abernethy estaba al corriente de ello.
—¿Estuviste allí. Grillo?
—Después. Llegué después. Oí las sirenas de alarma y...
—¿Y...?
—Es que no hay mucho para informar. Hubo algunos escaparates rotos.
—Los «Ángeles del Infierno» sueltos.
—¿Es eso lo que has oído?
—¿Que si es lo que he oído? Se supone que el jodido reportero eres tú. Grillo, no yo. ¿Qué necesitas para animarte?: ¿drogas?, ¿copas?, ¿una visita de la jodida Muda?
—Musa, querrás decir.
—Muda, musa, ¿a quién cojones le importa? Lo que debes hacer es enviarme de inmediato una información que la gente quiera leer. Ha tenido que haber heridos...
—Creo que no.
—Entonces te los inventas.
—Tengo algo...
—¿Qué, qué?
—Una historia que nadie sabe todavía, te lo aseguro.
—Espero que sea buena, Grillo. Tu trabajo se encuentra sobre un jodido alambre.
—Va a haber una fiestecilla en la casa de Vance. Para celebrar su muerte.
—De acuerdo, pues entonces métete en esa casa. Quiero que lo cuentes todo sobre Vance y sus amigos. Era un tipo malvado. Y los malvados tienen amigos malvados. Quiero nombres y detalles.
—A veces da la impresión de que ves demasiadas películas, Abernethy.
—¿Y qué significa eso?
—Olvídalo.
Después de colgar el teléfono la imagen de Abernethy, pasándose la noche entera en vela para perfeccionar su papel de director de Prensa agobiado y endurecido, persistió en la mente de Grillo. Y no era el único, pensó. Casi todas las personas tenían una película en el fondo de su mente la cual ellos protagonizaban. Ellen era la mujer ofendida, con terribles secretos que guardar; Tesla, la mujer desenfrenada de Hollywood, perdida en un mundo que nunca conquistaba. La idea, por supuesto, daba paso a una pregunta evidente: ¿Cuál era su papel?, ¿el de un periodista novato que encuentra una noticia sensacional en exclusiva?, ¿el de hombre íntegro, asediado por delitos contra un sistema corrompido? Ninguno de los dos papeles le sentaba tan bien ahora como quizá le hubiera sentado cuando llegó, caliente aún de su guarida, para informar sobre el asunto de Buddy Vance. Los acontecimientos, en cierto modo, lo habían dejado al margen. Otros, Tesla en particular, se había quedado los primeros papeles.
Mientras se miraba en el espejo para cerciorarse de que su aspecto era por lo menos presentable, Grillo se preguntó cómo se sentiría una estrella sin firmamento. ¿Libre, para dedicarse a otra profesión?, ¿científico de cohetes espaciales; prestidigitador; amante? ¿Qué tal como amante?, ¿de Ellen Nguyen, por ejemplo? Eso sonaba bien.
Ellen tardó bastante tiempo en abrir la puerta, y, cuando lo hizo, dio la impresión de tardar varios segundos en reconocer a Grillo. Y justo cuando él estaba a punto de hacerla sonreír, ella se puso seria y dijo:
—Por favor..., entra. ¿Te has repuesto ya de la gripe?
—Aún tirito un poco.
—Me parece que también yo la estoy cogiendo... —dijo ella mientras cerraba la puerta—. Me he despertado con una sensación... No sé...
Las cortinas estaban cerradas todavía. La estancia le pareció más pequeña a Grillo de como el la recordaba.
—Te apetece un café —afirmó, más que preguntó, ella.
—Sí, por supuesto. Gracias.
Ellen desapareció camino de la cocina, y dejó a Grillo abandonado en medio de una habitación cuyos muebles estaban todos cubiertos por montones de revistas o juguetes o colada. Cuando Grillo se movió un poco para hacerse un espacio en el que sentarse, se dio cuenta de que tenía compañía. Philip lo observaba desde el vano de la puerta que daba a su dormitorio. Su visita a la Alameda la tarde anterior había sido prematura. Todavía parecía enfermo.
—Hola —le saludó Grillo—, ¿qué haces?
Para su sorpresa, el niño le sonrió; una sonrisa abierta, derrochona.
—¿Lo viste? — preguntó el pequeño.
—¿Si vi, qué?
—Lo de la Alameda —explicó Philip—. Lo viste. Sé que lo viste. Aquellas luces, tan bonitas.
—Ah, sí, las vi.
—Se lo conté al hombre de los globos. Por eso sé que no estaba soñando.
Se acercó a Grillo, sin dejar de sonreír.
—Recibí tu dibujo —dijo Grillo—, muchas gracias.
—Ya no me hacen falta —respondió Philip.
—¿Y por qué?
—¡Philip! — Ellen volvía con el café—. No molestes a Mr. Grillo.
—No me molesta —dijo Grillo, y volvió a dirigirse a Philip—: A lo mejor luego podemos hablar del hombre de los globos.
—Sí, a lo mejor —replicó el niño, como si esto dependiera enteramente de la buena conducta de Grillo—. Ahora me voy —anunció, dirigiéndose a su madre.
—Sí, cariñito.
—¿Le saludo de tu parte? — preguntó Philip a Grillo.
—Sí, por favor —replicó Grillo, no muy seguro de lo que el niño quería decir—, me gustaría que lo hicieras.
Philip contento, regresó a su dormitorio.
Ellen, de espaldas a Grillo, despejaba un lugar para sentarse los dos. Estaba inclinada, recogiendo cosas. La sencilla bata, estilo quimono, se le pegaba al cuerpo. Sus nalgas eran gruesas para una mujer de su edad. Cuando se volvió hacia Grillo, éste observó que el cinturón se le había aflojado, los pliegues de la bata estaban algo más separados. Tenía la piel oscura y suave. Ellen captó su mirada de aprobación cuando se inclinó para servirle el café, pero no hizo ningún intento de cerrarse mejor la bata. La apertura atraía la mirada de Grillo cada vez que ella se movía.
—Me alegro de que hayas venido —dijo Ellen cuando los dos estuvieron acomodados—. Me quedé preocupada cuando tu amiga...
—Tesla.
—Tesla. Cuando Tesla me dijo que estabas enfermo. Me sentí responsable de ello. — Tomó un sorbo de café e hizo un brusco movimiento hacia atrás al sentirlo en la boca—. Quema.
—Philip me estaba diciendo que anoche bajasteis a la Alameda.
—También tú estabas allí —replicó ella—. ¿Sabes si hubo algún herido? Había tantos cristales rotos.
—Sólo Fletcher —contestó Grillo.
—Me parece que no le conozco.
—El hombre que se quemó.
—¿Se quemó alguien? — preguntó Ellen—. ¡Dios mío, qué horrible!
—Tuviste que verlo.
—No —dijo ella—. Sólo vimos el cristal roto.
—Y las luces. Philip me ha hablado de las luces.
—Sí —respondió Ellen, evidentemente intrigada—. Eso mismo me ha dicho. Pero, ¿sabes una cosa? No recuerdo nada de eso en absoluto. ¿Es importante?
—Lo importante es que los dos estáis bien —dijo Grillo, sirviéndose de ese tópico para ocultar su confusión.
—Sí, estamos bien —dijo Ellen, mirándole directamente a los ojos, y, de pronto, su rostro quedó libre de todo desconcierto—. Me encuentro cansada pero bien.
Extendió el brazo para dejar la taza de café sobre la mesa, y, esa vez, el escole de la bata se le abrió lo bastante como para que Grillo pudiera ver sus senos. Él no tuvo la menor duda de que Ellen sabía con toda exactitud lo que estaba haciendo.
—¿Te has enterado de algo más acerca de la casa? — preguntó, muy satisfecho de hablar de negocios mientras pensaba en el sexo.
—Se supone que tengo que subir allí —contestó Ellen.
—¿Cuándo es la fiesta?'
—Mañana. Avisaron con poco tiempo, pero pienso que muchos de los amigos de Buddy esperaban que hubiera alguna especie de celebración.
—Me gustaría mucho asistir a esa fiesta.
—¿Tienes que informar sobre ella a tu periódico?
—Por supuesto. Tengo entendido que será por todo lo alto, ¿verdad?
—Eso creo.
—Pero esto es sólo una parte de lo que ocurre. Los dos sabemos que en Grove están sucediendo cosas que se salen de lo normal. Anoche, no sólo fue la Alameda... —Grillo se detuvo cuando vio el rostro de Ellen. Al oírle hablar de la noche anterior, su expresión había vuelto a ser de aturdimiento. ¿Sería esto amnesia voluntaria o parte de los efectos naturales de la magia de Fletcher? Grillo pensó que era lo primero. Philip, menos resistente a cambios en el statu quo, no tenía esos problemas de memoria. Cuando Grillo cambió de tema y volvió a hablar de la fiesta, la atención de Ellen se concentró de nuevo en sus palabras.
—¿Crees que podrías meterme en la fiesta? — preguntó.
—Deberás tener mucho cuidado. Rochelle te conoce.
—¿No puedes invitarme de manera oficial?, ¿como representante de la Prensa?
Ellen movió negativamente la cabeza.
—No habrá Prensa —explicó—. Se trata de una reunión estrictamente privada. No todos los amigos y colaboradores de Buddy se pasan el día pensando en la publicidad. Algunos de ellos están un poco hartos de ella. Algunos porque tuvieran mucha demasiado pronto; otros, porque preferirían no haberla tenido nunca. Buddy se trataba con muchos hombres..., ¿cómo los llamaba él...?, pesos pesados, creo. Me parece que eran gente de la mafia probablemente.
—Pues tanta más razón para que yo vaya a esa fiesta —insistió Grillo.
—Bien, haré lo que pueda, sobre todo en vista de que has estado enfermo por mi culpa. Me figuro que si hay mucha gente podrías desaparecer entre la multitud...
—Te agradecería mucho tu ayuda.
—¿Más café?
—No, gracias. — Echó una ojeada a su reloj de pulsera, aunque no se fijó en la hora.
—No te irás ya —dijo ella, y no como pregunta.
—No. Si lo prefieres, me quedo.
Sin decir una palabra más, Ellen alargó la mano y le tocó el pecho, a través de la tela de la camisa.
—Prefiero que te quedes —susurró.
De manera instintiva, Grillo miró hacia el dormitorio de Philip,
—No te preocupes —dijo ella—. Se pasa las horas muertas con sus juegos. — Metió los dedos entre los botones de la camisa de Grillo—. Ven a la cama conmigo —añadió.
Se levantó y le condujo hasta su dormitorio. A modo de contraste con el caos que reinaba en el cuarto de estar, el dormitorio de Ellen era espartano. Ella se acercó a la ventana y cerró a medias las persianas, lo que dio a la habitación un color como de pergamino. Luego se sentó en la cama y levantó la mirada hacia él. Grillo se inclinó y la besó en el rostro, al tiempo que metía una mano bajo la bata y le frotaba el pezón con suavidad. Ellen apretó la mano de Grillo contra su cuerpo, insistiendo en ser tratada con más rudeza. Entonces tiró de él, haciendo que le cayese encima. La diferencia de estaturas hizo que la barbilla de Grillo descansara sobre la frente de Ellen, la cual sacó provecho erótico de esa postura para abrirle la camisa y lamerle el pecho. Su lengua dejaba un reguero de humedad de pezón a pezón de Grillo, mientras le sujetaba la mano con la misma fuerza, hincándole las uñas en la piel con dolorosa energía. Grillo se defendió, apartó la mano de ella y trató de desceñirle la bata, pero ella se le adelantó. Grillo se desasió de la mujer y quiso ponerse en pie, para desnudarse. Ellen volvió a agarrarle la camisa con la misma fuerza que antes, manteniéndole sobre ella, su rostro contra el hombro de Grillo, al tiempo que se desceñía la bata ella sola, deshaciendo el nudo del cinturón con una sola mano. Se abrió la bata de par en par. Estaba desnuda debajo. Con una doble desnudez: tenía el pubis afeitado.
Ellen volvió el rostro hacia un lado y cerró los ojos. Una de sus manos permanecía asida a la camisa; la otra, caída contra su costado, como si se le ofreciera en una bandeja para que él se sirviese lo que le apeteciera. Grillo puso la mano sobre el vientre de ella, se lo acarició con la palma abierta, hasta llegar al coño, presionándola con fuerza contra la piel, que parecía a la vista, y al tacto, casi bruñida.
—Lo que quieras... —murmuró ella sin abrir los ojos.
Durante unos segundos, esa invitación le desconcertó. Grillo estaba acostumbrado a que el acto sexual fuese un acuerdo entre iguales; pero aquella mujer prescindía de tales convenciones, y le ofrecía total autoridad sobre su cuerpo. Eso le inquietó. Con una adolescente, tal pasividad le hubiera parecido de un erotismo increíble. Sin embargo, en ese caso, supuso un choque para la liberal sensibilidad de Grillo. Pronunció su nombre, en espera de alguna señal por parte de ella, que siguió haciendo caso omiso de él. Por fin, cuando Grillo se irguió de nuevo para despojarse de la camisa, Ellen abrió los ojos.
—No, Grillo, así. Mira, así.
La expresión, tanto de su rostro como de su voz, fue como de rabia, y despertó en él un hambre de responderla con la misma moneda. Rodó sobre ella, le cogió la cabeza con ambas manos y hundió la lengua en la boca de la mujer. El cuerpo de Ellen se apretó contra el suyo, levantando las caderas del colchón, se frotó contra él con tal fuerza que Grillo estuvo seguro de que Ellen, con aquel movimiento, expresaba tanto dolor como placer.
En la habitación recién abandonada, las tazas de café temblaban como si el más débil de los terremotos estuviera en marcha. El polvo saltaba por la superficie de la mesa, turbado por el movimiento de algo casi invisible que deslizaba sus gastados hombros desde el rincón más sombrío del cuarto y flotaba, más que andar, hacia la puerta del dormitorio. Su forma, aunque rudimentaria, era, así y todo, demasiado reconocible para poder ser desechada como se desecha a un fantasma. Daba igual lo que pudiera haber sido o lo que pudiese llegar a ser, el hecho era que, a pesar de su precaria situación actual, tenía un objetivo. Impulsado por la mujer de cuyo sueño era producto, se acercó a la puerta del dormitorio. Allí, en vista de que estaba cerrado, lloró contra la puerta, a la espera de instrucciones.
Philip salió de su sancta sanctorum y vagó por la cocina en busca de algo que comer. Abrió el tarro de las galletas, buscó una de chocolate, y se volvió por donde había llegado, con una galleta en la mano izquierda para sí y otra en la derecha para su compañero, cuyas primeras palabras habían sido:
—Tengo hambre.
Grillo levantó la cabeza, apartándola del rostro húmedo de Ellen, que abrió los ojos.
—¿Qué ocurre? — preguntó ella.
—Hay alguien al otro lado de la puerta.
Ellen levantó la cabeza de la almohada y le mordió la barbilla. Aquello dolió, e hizo que Grillo diera un ligero respingo.
—No hagas eso —dijo.
Ella le mordió más fuerte.
- Ellen...
—Muérdeme tú a mí —le replicó ella. Grillo no tuvo tiempo de ocultar la sorpresa que aquello le produjo, y Ellen, al observarlo, insistió—. Grillo, lo digo en serio. — Y le metió un dedo en la boca, como un gancho, apretándole el extremo de la palma contra la barbilla—. Abre —dijo—, quiero que me hagas daño. No tengas miedo. Es lo que deseo. No soy frágil. No me romperé.
Grillo se desasió de su mano.
—Hazlo —insistió ella—. Por favor, hazme daño.
—¿De verdad quieres eso?
—¿Cuántas veces tendré que pedírtelo, Grillo?
Su mano, rechazada, había subido hasta la nuca de Grillo, cuya cabeza llevó hacia su rostro, contra el que chocó. Entonces comenzó a mordisquear los labios, y luego el cuello de Ellen, poniendo a prueba su resistencia. Pero ella no se resistía, al contrario, sus gemidos se intensificaban cuanto más fuerte la mordía.
Aquella reacción acabó con cuantos recelos pudiera abrigar Grillo; entonces comenzó a morderle el cuello, los senos, y los gemidos de Ellen se hacían más y más altos, y, entre ellos salía el nombre de él, como un suspiro, incitándole a seguir. La piel de Ellen comenzó a enrojecer, y no sólo por las marcas de los mordiscos de Grillo, sino también por la excitación sexual. De pronto, comenzó a sudar. Grillo le puso una mano entre las piernas, mientras con la otra le sujetaba los brazos por encima de la cabeza. Ellen tenía el coño húmedo, y parecía absorber los dedos de Grillo, que comenzaba a jadear por el esfuerzo de sujetarla. El sudor le pegaba la camisa a la espalda. A pesar de la incomodidad, todo aquello lo excitaba: el cuerpo de Ellen, tan vulnerable; el suyo, encerrado entre cremallera y botones. Le dolía la polla, dura y colocada en mal ángulo; pero el dolor sirvió sólo para endurecérsela aún más; dureza y dolor que se estimulaban recíprocamente como él se estimulaba con ella, y, en vista de que Ellen seguía insistiendo que le hiciese más daño, él le abrió las piernas más y más. Su coño estaba caliente en torno a los rígidos dedos de Grillo, sus senos se hallaban cubiertos de las pequeñas medias lunas gemelas que sus dientes le habían dejado. Los pezones se levantaban, tensos como puntas de flechas. Grillo los chupó; los mordisqueó. Los gemidos de Ellen se convirtieron en gritos de angustia, sus piernas se agitaban, espasmódicas, debajo de él, hasta casi arrojar a los dos de la cama. Cuando Grillo relajó su presión durante un instante, la mano de Ellen se aferró a la suya, y le hincó aún más los dedos en la carne.
- No pares —dijo ella.
Grillo se adaptó al ritmo que Ellen le imponía, y lo aumentó al doble, lo que hizo que las caderas femeninas se apretasen contra su mano, a fin de hundirse en su interior los dedos de Grillo hasta los nudillos. El sudor de Grillo goteaba sobre Ellen, y sus ojos la observaban. Ella, con los ojos muy cerrados, levantó la cabeza y le lamió la frente; luego le lamió las comisuras de la boca, dejándole sin besos, pero pegajoso de su saliva.
Por fin, Grillo sintió que el cuerpo de Ellen se ponía rígido, y entonces detuvo los movimientos rítmicos de sus dedos. El aliento de Ellen se hacía más corto, más lento. Dejó de asirle tan fuerte que le había hecho sangrar. Apartó la cabeza de él. De pronto se quedó tan lacia como al principio, cuando se había deslizado debajo de él, para ofrecérsele por entero. Grillo rodó para apartarse de ella, los latidos de su corazón jugaban a squash contra las paredes de su pecho y de su cráneo.
Yacieron así, quietos, durante un tiempo fuera del tiempo. Grillo no hubiera podido decir si habían sido segundos o minutos.
Ella hizo el primer movimiento al sentarse en la cama para echarse la bata por encima. Grillo lo notó y abrió los ojos.
Ellen trataba de ceñirse el cinturón, cubriéndose el escote casi pudorosamente con la bata. La vio levantarse y andar hacia la puerta.
—Espera —dijo él. Aquello estaba sin acabar.
—La próxima vez —replicó Ellen.
—¿Cómo?
—Ya me has oído —fue su respuesta, y hubo un tono de orden en su voz—. La próxima vez.
Grillo se levantó de la cama, consciente de que era probable que su excitación le hiciera parecer ridículo; pero estaba furioso ante aquella falta de reciprocidad. Ellen observaba su actitud con una media sonrisa.
—Esto no es más que el comienzo —dijo, mientras se frotaba la parte del cuello donde Grillo la había mordido.
—¿Y qué se supone que puedo hacer ahora? — preguntó Grillo.
Ellen abrió la puerta. El aire fresco chocó contra el rostro de Grillo.
—Chuparte los dedos —respondió Ellen.
En aquel momento, Grillo recordó el ruido que había oído, y casi esperó ver a Philip apartándose con rapidez del ojo de la cerradura. Pero allí no había otra cosa que aire, secándole la saliva que le cubría el rostro, dejándola reducida a una máscara sutil, tensa.
—¿Quieres café? — preguntó Ellen. Y, sin esperar respuesta, fue a la cocina.
Grillo se quedó quieto, mirándola alejarse. Su cuerpo, debilitado por la enfermedad, había empezado a reaccionar ante la adrenalina que lo cercaba. Las extremidades le temblaban como si le llegase desde la misma médula.
Escuchó el ruido que Ellen hacía para preparar el café: agua corriente, tazas que eran lavadas... Sin pensarlo, se llevó los dedos, a la nariz y a los labios; dedos que tenían un fuerte olor al sexo de ella.
IV
Lamar, el bufón, se bajó de la limusina ante el portal de la casa de Buddy Vance y trató de borrar la sonrisa que le fruncía el rostro.
Eso era difícil para él la mejor de las veces; pero ahora —en la peor, con su viejo socio muerto, y tantas palabras duras como habían quedado sin perdonar entre ambos— resultaba casi imposible. Para cada acción hay una reacción, y la de Lamar ante la muerte era una mueca de risa.
En una ocasión había leído algo sobre los orígenes de la sonrisa. Según la teoría de un antropólogo, era una sofisticada forma de reacción del mono ante los elementos rechazados por la tribu: los débiles o los desequilibrados. En lo esencial, la sonrisa quería decir: Eres un estorbo. ¡Fuera de aquí! Y esa mueca de condena al exilio se fue formando la risa, que consistía en descubrir los dientes a un idiota profesional. Además, expresaba desprecio, proclamando también que el objeto de ella era un estorbo al que se debía mantener a distancia a fuerza de gestos.
Lamar no sabía si esa teoría resistiría a un análisis sereno, pero llevaba demasiado tiempo dedicado a la comedia para considerarla plausible. Como Buddy, él había acumulado una fortuna haciendo el idiota. Aunque existía una diferencia esencial, a su modo de ver (y al de muchos de sus amigos comunes): Buddy había sido un tonto de verdad. Eso no significaba que Lamar no lamentara su muerte; por supuesto que la sentía. Durante catorce años, los dos había sido señores de todos cuantos se desternillaban de risa ante ellos, y ese éxito compartido daba ahora a Lamar la sensación de quedar más pobre con la muerte de su ex socio, a pesar del abismo que ya se había abierto entre ellos en vida.
Este abismo quería decir que Lamar había visto sólo una vez a la suntuosa Rochelle, y por casualidad, en una cena benéfica a la que él y su mujer, Tammy, asistieron, y en la que estuvieron sentados en una mesa contigua a la de Buddy y su esposa del año. Esa expresión la había usado en varias de sus actuaciones, entre carcajadas estruendosas. En aquella cena benéfica, Lamar aprovechó la oportunidad para sacar ventaja a su ex socio, insinuándose a Rochelle mientras Buddy estaba ocupado vaciando su vejiga de todo el champaña que había bebido. Fue un encuentro breve —Lamar regresó a su mesa tan pronto como vio que Buddy lo había visto—, pero debió de causar cierta impresión a Rochelle, porque ella lo había llamado en persona para invitarle a «Coney Eye» a la fiesta. Y Lamar, en vista de ello, no sólo se las arregló para convencer a Tammy de que se iba a aburrir mucho si le acompañaba, sino que, además, se presentó en la casa con un día de anticipación, para estar más tiempo a solas con la viuda.
—Te ves maravillosa —le dijo mientras cruzaba el umbral de la casa de Buddy.
—Podía ser peor —dijo ella. Y esta respuesta no adquirió significado alguno hasta una hora más tarde, cuando Rochelle le dijo que la fiesta que daba en honor de Buddy había estado sugerida por el mismo Buddy.
—¿Sabía que se iba a morir? — preguntó Lamar.
—No, lo que quiero decir es que se me ha aparecido.
Si hubiese estado bebiendo, Lamar le hubiera respondido con alguna de sus bromas; aunque se alegró de no haberlo hecho cuando observó que Rochelle hablaba completamente en serio.
—¿Quieres decir... su espíritu?
—Sí, supongo que la palabra es ésa. Lo ignoro, la verdad. No tengo ningún tipo de religión de modo que no sé cómo explicarlo.
—Pero llevas un crucifijo —observó Lamar.
—Perteneció a mi madre. Ésta es la primera vez que me lo pongo.
—¿Y por qué ahora? ¿Es que tienes miedo de algo?
Rochelle bebió un poco del vodka que se había servido. Era aún temprano para cócteles, pero lo necesitaba para sentirse mejor.
—Tal vez, sí, un poco —dijo.
—¿Dónde está Buddy ahora? — preguntó Lamar, impresionado por la facilidad con que conseguía mantener su rostro impasible—. Quiero decir..., ¿está en la casa?
—No lo sé. Vino a mí en plena noche, y me dijo que quería una fiesta por todo lo alto; luego se fue.
—Tan pronto como le llegó el cheque, ¿verdad?
—Esto no es una broma.
—Lo siento. Tienes razón.
—Dijo que quería que todo el mundo viniera a su casa a celebrarlo.
—Pues brindo por eso —dijo Lamar, y levantó el vaso—. Dondequiera que te encuentres ahora, Buddy. Skol!
Una vez hecho el brindis, Lamar pidió excusas y fue al cuarto de baño. Interesante mujer, pensó por el camino. «Está como una cabra, eso desde luego, y —según se dice— es adicta a todas las drogas imaginables.» Pero tampoco él era un santo, después de todo. En el cuarto de baño de mármol negro, bajo los rostros burlones de una serie de fantasmales máscaras de feria. Lamar se administró unas líneas de cocaína y resopló de gusto al pensar en la belleza que le esperaba abajo. Se la iba a tirar, de eso no le quedaba la menor duda. Y en la cama de Buddy, a ser posible; luego se limpiaría con las toallitas de Buddy.
Renunciando a ver su afectada y autocomplacida sonrisa en el espejo, Lamar salió al descansillo. ¿Dónde estaría el dormitorio de Buddy?, se preguntó. ¿Tendría espejos en el techo, como la casa de putas de Tucson a la que ellos dos habían ido juntos en una ocasión, y Buddy había dicho, volviendo a guardarse aquella polla suya, que era como una serpiente:
—Un día, Jimmy, tendré un dormitorio como éste.
Lamar abrió media docena de puertas hasta dar, por fin, con el dormitorio principal. Como las demás habitaciones, estaba adornado con objetos de carnaval. No había espejos en el techo, pero la cama era grande. Bastante grande para tres personas, que había sido siempre el número favorito de Buddy. Cuando se disponía a bajar la escalera, Lamar oyó correr agua en el cuarto de baño.
—¿Eres tú, Rochelle?
Sin embargo, la luz del cuarto de baño no estaba encendida. Debía de tratarse de un grifo que alguien había dejado abierto. Lamar empujó la puerta, que no estaba cerrada con cerrojillo. Entonces oyó la voz de Buddy en el interior:
—Sin luz, por favor.
De no haber sido por la cocaína que acababa de esnifar, Lamar hubiera salido a la carrera de la casa sin dar tiempo a que el fantasma volviera a abrir la boca; pero la droga había aminorado la agilidad de sus reacciones, y eso dio tiempo a Buddy para asegurar a su amigo que no tenía nada que temer.
—Ella me dijo que estabas aquí —susurró Lamar.
—¿Y no la creíste?
—No.
—¿Quién eres?
—¿Cómo que quién soy? Jimmy, Jimmy Lamar.
—Por supuesto. Vamos, entra. Tenemos que hablar.
—No..., seguiré aquí fuera.
—Es que no te oigo muy bien.
—Pues cierra el grifo.
—Me hace falta para hacer pis.
—¿Haces pis?
—Sólo cuando bebo.
—¿Bebes?
—¿Y qué quieres que haga, con Rochelle ahí abajo, y yo sin poder tocarla?
—Sí. Eso es demasiado.
—Tendrás que hacerlo tú por mí, Jimmy.
—¿Hacer qué?
—Tocarla. No serás maricón.
—Tú, mejor que nadie, sabes que no.
—Sí, por supuesto.
—¡La cantidad de mujeres que hemos tenido juntos!
—Éramos amigos.
—Los mejores. Y debo reconocer que eres encantador cediéndome a Rochelle así, sin más.
—Ella es tuya. Y a cambio...
—¿Qué?
—Que vuelvas a ser mi amigo.
—Buddy. Te he echado de menos.
—Y yo a ti, Jimmy.
—Tenías razón —dijo Lamar, cuando volvió abajo—. Buddy está aquí.
—Lo has visto.
—No, pero me ha hablado. Quiere que seamos amigos. Él y yo. Y tú y yo. Amigos íntimos.
—Entonces lo seremos.
—Por Buddy.
—Por Buddy.
Arriba, el Jaff examinó ese nuevo e inesperado elemento de su juego, y le pareció muy bien. Al principio había intentado hacerse pasar por Buddy —una treta demasiado fácil, dado que había penetrado a fondo en los pensamientos del muerto—, pero sólo con Rochelle. Fue a visitarla dos noches seguidas, y la encontró borracha en la cama. Resultó fácil convencerla de que él era el espíritu de su marido; la única dificultad consistió en disuadirse de exigir de ella sus derechos maritales. Pero con Jimmy Lamar víctima de la misma ilusión, el Jaff contaba con dos agentes en la casa para ayudarle cuando los invitados llegaran.
Después de los sucesos de la noche anterior, el Jaff estaba contento de haber tenido la previsión de organizar la fiesta. Las maquinaciones de Fletcher le habían cogido desprevenido. Con aquel acto de autodestrucción, su enemigo había conseguido poner la semilla de su alma productora de alucigenia en cien, quizá doscientas, mentes. Sin duda, en ese mismo momento, sus mentes estarían soñando con sus divinidades particulares y convirtiéndolas en seres tangibles. Esas divinidades, a juzgar por casos anteriores, no serían demasiado bárbaras; desde luego no se podrían comparar con sus terata. Ni tampoco, en vista de que su creador no estaba vivo para darles combustible, perdurarían mucho tiempo en ese nivel de la existencia. Pero, así y todo, podrían hacer mucho daño a los bien concebidos planes del Jaff, el cual quizá se viera forzado a llamar a cuantos entes pudiese de los corazones de Hollywood, para impedir que el último testamento de Fletcher frustrara sus propósitos.
Muy pronto, el viaje que había comenzado cuando oyó hablar del Arte por primera vez —hacía tanto tiempo ya que ni siquiera recordaba a quién se lo había oído—, terminaría con su entrada en la Esencia. Después de tantos años de preparación su entrada sería como volver a casa. Se sentiría como un ladrón en el paraíso, y por consiguiente, sería rey del paraíso, ya que allí no habría otra persona tan apta como él para robar el trono. Sería el dueño de la vida onírica del mundo; lo sería todo para todos, y nadie lo juzgaría jamás. Sólo dos días le separaban de eso.
El primero: las veinticuatro horas que necesitaba para ver realizada su ambición.
El segundo: el día del Arte, cuando él se encontrara ya en el lugar donde alba y crepúsculo, mediodía y noche tenían lugar en el mismo momento perpetuo.
Por consiguiente, sólo existiría él para siempre.
V
-1-
Para Tesla, abandonar Palomo Grove fue como despertar de un sueno en el que algún consejero onírico le hubiera explicado que toda vida es puro sueño. A partir de ese momento ya no habría división entre sensatez, e insensatez; no se podría dar por supuesto que esa experiencia era real, y la de más allá, no. Quizás estaba viviendo una película, pensó Tesla mientras conducía. Y, puestos a pensar en ello, no era ésta una mala idea para un guión: el caso de una mujer que descubría que la historia humana no era otra cosa que una vasta saga familiar, escrita por el gen y la casualidad, equipo de guionistas muy infravalorados, y presenciada por ángeles, extraterrestres y gente de Pittsburgh que la habían conectado en la televisión sin darse cuenta y ya no podían apartar la vista de ella «A lo mejor escribo este guión en cuanto termine la aventura en que me he metido», se dijo Tesla.
Excepto que se trataba de una aventura que no tendría final porque nunca acabaría. Esa era una de las consecuencias de ver el mundo así. Para bien o para mal, se dijo, iba a pasar el resto de su vida esperando con expectación el milagro siguiente; y, mientras esperaba, lo inventaría en su imaginación, y haría guiones con él, a fin de mantenerse a sí misma, y a su auditorio, en estado de alerta.
El viaje fue fácil, por lo menos hasta Tijuana, y le permitió dedicarse a esas meditaciones. Pero, en cuanto cruzó la frontera, necesitó consultar el mapa que había comprado, y tuvo que aplazar guiones y profecías para otro momento. Se había aprendido de memoria las instrucciones de Fletcher como se aprende un discurso, y esas instrucciones —con ayuda del mapa— le vinieron muy bien. Nunca había viajado por aquel lugar y le sorprendió encontrar aquello tan desierto. Ése no era un ambiente en el que el hombre y sus obras tuvieran mucha esperanza de una existencia permanente, y esto, a su vez, le dio a Tesla la idea de que, cuando llegase a las ruinas de la Misión, las encontraría, con toda probabilidad, erosionadas, o incluso disgregadas, por las olas del Pacífico, cuyo murmullo crecía en volumen a medida que el coche de Tesla se acercaba a la costa.
Pero lo cierto es que no pudo haber estado más equivocada en sus previsiones. Al dar la vuelta a la curva de la colina, que era el camino por donde Fletcher la había enviado, vio en seguida que la Misión de Santa Catrina se hallaba intacta. El espectáculo le revolvió el estómago. Unos pocos minutos más de conducción, y se encontraría delante del lugar donde una historia épica, de la que ella, Tesla, no sabía más que una parte infinitesimal, había comenzado. Quizá Belén despertase la misma emoción en un cristiano. O el Gólgota.
Tesla comprobó que aquél no era un lugar de cráneos, más bien todo lo contrario. Aunque la parte esencial de la Misión no había sido reconstruido, sus escombros, esparcidos por todas partes, cubrían todavía una gran extensión del terreno, era evidente que alguien se había tomado la molestia de salvarla de la destrucción total. Tesla no comprendió la razón de esta medida hasta que hubo estacionado el coche a alguna distancia del edificio y se acercó a él a pie por la polvorienta llanura. La Misión, construida con motivos piadosos, y convertida luego en un centro que sus arquitectos hubieran considerado herético, estaba santificada de nuevo.
Cuanto más se acercaba a los muros, que parecían un rompecabezas, más pruebas veía de todo aquello. En primer lugar, las flores, dispuestas en toscos ramilletes y coronas entre las piedras esparcidas; sus colores brillaban en el claro aire del mar.
En segundo lugar, y más emotivos, los pequeños bultos de utensilios domésticos —un pan, una jarra, un picaporte— aparecían esparcidos por allí, envueltos en pedazos de papel cubierto de garabatos y distribuidos entre las flores en tal cantidad que ella apenas podía dar un paso sin pisar algo. El sol se estaba poniendo, pero su dorada profundidad aumentaba la sensación de que el lugar estaba embrujado. Tesla anduvo por entre los escombros, tan en silencio como le era posible, temerosa de perturbar a sus habitantes, humanos o no. Si había seres milagrosos en el Condado de Ventura (que paseaban con toda tranquilidad por las calles), mucho más probable era que allí, en aquel promontorio solitario, había entes capaces de hacer milagros.
Tesla ni siquiera trató de adivinar quiénes pudieran ser ni cuál sería su forma, en el supuesto de que tuvieran alguna. Pero si el número de ofrendas y peticiones que llenaban el suelo probaban algo era que allí las plegarias encontraban respuesta.
Los paquetes y los mensajes esparcidos por el suelo de la Misión la emocionaron bastante; pero los que vio en el interior del edificio la conmovieron mucho más. Había entrado por un boquete practicado en una de las paredes, y, de pronto, se encontró ante una silenciosa muchedumbre de retratos: docenas de fotografías y esbozos de hombres, mujeres y niños pegados a la piedra, cada uno con un pedazo de tela o un zapato; incluso gafas. Lo que había fuera eran donativos, pero lo que veía en ese momento le parecieron pistas para guiar el olfato de algún sabueso. Pertenecían a almas perdidas, y habían sido llevadas allí con la esperanza de que los espíritus las acompañaran por un camino familiar que las devolviera a sus hogares.
En pie en medio de la luz dorada, observando aquella colección, Tesla se sintió como una intrusa. Los alardes religiosos no la conmovían. Sus sentimientos expresaban demasiada seguridad en sí misma. Pero aquel espectáculo de fe sencilla tocó una fibra sensible de Tesla que pensaba amortiguada hacía largo tiempo. Recordó cómo se había sentido la primera vez que volvió a casa por Navidad, después del exilio familiar autoimpuesto de cinco años. Al principio, el regreso al hogar le resultó tan claustrofóbico como había temido; pero, a la medianoche de Nochebuena, mientras, paseaba por Quinta Avenida, una sensación olvidada, que la dejó sin aliento la invadió, y arrasó sus ojos en lágrimas en un instante: entonces en ese momento, creyó, con una creencia que le salía de dentro. Ni aprendida ni fruto del miedo. Simplemente, existía. Sus primeras lágrimas fueron de gratitud por la felicidad de que sus ojos se abrieran... de nuevo a la fe; las que derramó después fueron de tristeza porque el momento había sido tan rápido como su aparición, igual que un espíritu que pasase por su cuerpo, alejándose al tiempo de él.
Pero en la Misión no se fue. En esos momentos permaneció en lo más profundo de ella, mientras el sol se hacía más oscuro, según se hundía hacia el mar.
El ruido de algo que se movía en lo profundo de las ruinas cortó su ensoñación. Sobresaltada, mientras su rápido pulso parecía aminorar un poco el ritmo, Tesla preguntó:
—¿Quién está ahí?
No obtuvo respuesta. Con cautela, se aventuró y miró detrás de la pared de los rostros perdidos a través de la puerta sin dintel, vio una segunda cámara y entró en ella. Tenía dos ventanas, como ojos practicados en el ladrillo, a través de las cuales el sol poniente enviaba dos rojizos rayos. Tesla no contaba con otra cosa que su instinto para apoyar la sensación que tuvo al entrar, pero estuvo segura de que ése era el lugar más sagrado de todo el templo. A pesar de que carecía de techo, y de que su pared oriental estaba muy deteriorada, el lugar parecía denso, como si las fuerzas que lo habitaban, hubiesen crecido con el transcurso de los años. Su función, cuando Fletcher ocupaba la Misión, había sido evidentemente, la de laboratorio. Se veían bancos volcados a cada lado, y el material que aparecía por el suelo daba la sensación de haber sido dejado donde cayó. Ni donativos ni retratos habían conseguido turbar aquella sensación de lugar preservado. Aunque los objetos caídos estaban rodeados de arena, y las hierbas habían crecido aquí y allá, la estancia seguía como siempre: era el testamento de un milagro, o de su paso.
El protector de sanctum se hallaba de pie, en el rincón más alejado de la cámara, más allá de los rayos de sol que entraban por la ventana. Tesla apenas pudo distinguirle; sólo vio que estaba enmascarado, o que sus facciones eran tan grandes y toscas como las de una máscara. Nada de lo que había experimentado hasta entonces justificaría temor por su seguridad. Aunque estaba sola, sentía una gran tranquilidad. Aquello era un santuario, no un lugar de violencia. Además, ella llegaba allí con un recado de la deidad que en otros tiempos había actuado desde aquella misma estancia. Tenía que hablar, por tanto, con la autoridad de él:
—Me llamo Tesla —dijo—. He sido enviada aquí por el doctor Richard Fletcher.
Vio que el hombre, que continuaba en el rincón reaccionaba al oír el nombre de Fletcher y levantaba la cabeza con lentitud; luego le oyó respirar.
—¿Fletcher? — preguntó.
—Sí —respondió Tesla—. ¿Le conoce usted?
La respuesta llegó en forma de pregunta, hecha con un fuerte acento hispánico:
—¿Y a usted, la conozco?
—Ya se lo he dicho: él me ha enviado aquí. He venido a hacer lo que él me ha pedido que haga.
El otro se apartó de la pared lo bastante para que los rayos del sol iluminaran sus facciones.
—¿Y por qué no ha venido él? — preguntó.
Tesla tardó unos segundos en pensar la respuesta. El aspecto de la pesada frente y la gruesa nariz de aquel hombre había lanzado a sus pensamientos a un vertiginoso girar. Jamás había visto un rostro tan feo.
—Fletcher no está vivo —contestó, al cabo de un momento.
Sus pensamientos, por repugnancia, y por instinto, habían evitado el término «muerto».
Las desdichadas facciones que tenía ante ella reflejaron un aire de tristeza; y su plasticidad expresó casi una caricatura de esa emoción.
—Yo estaba aquí cuando se fue —dijo el hombre— esperando..., y he esperado a que volviese.
Tesla se dio cuenta de quién era su interlocutor en cuanto le oyó decir eso. Fletcher le había indicado que quizás encontrara allí un resto vivo de la gran obra.
—¿Raúl? — preguntó.
Los profundos ojos se agrandaron. No tenían blanco alguno.
—Ya veo que le conoce —dijo el hombre, dando un paso adelante en la luz, cuyo brillo talló sus facciones cor tal crueldad que Tesla apenas pudo soportar su aspecto.
Eran incontables las veces que había visto rostros mucho más terribles, que aquél en la pantalla; y la noche anterior, sin ir más lejos, había sido mordida por una bestia de verdadera pesadilla. Pero la confusión de las señales que recibía de aquel híbrido que tenía delante la angustiaron más que ninguna otra cosa en toda su vida. Era casi un ser humano; aunque, a pesar de esto, Tesla sintió que sus entrañas no se engañaban. La respuesta que acababa de oír la enseñó algo, a pesar de no saber a punto fijo de qué se trataba. De momento, sin embargo, dejó a un lado la tarea de averiguarlo, apremiada como estaba por otros asuntos más urgentes.
—He venido a destruir lo que quede del Nuncio —dijo.
—¿Por qué?
—Porque Fletcher lo quiere así. Sus enemigos se hallan aún en este mundo, aunque él ya no esté. Y teme las consecuencias de que lleguen aquí y encuentren el experimento.
—Pero he estado esperando... —comenzó Raúl.
—Es bueno que hayas esperado. Es bueno que hayas vigilado este lugar.
—No me he movido de aquí. Todos estos años. He estado donde mi padre me hizo.
—¿Y cómo has sobrevivido?
Raúl apartó la mirada de Tesla, entornando los párpados para protegerse del sol, que casi había desaparecido.
—El pueblo mira por mí —dijo—, me cuidan, a pesar de que no entienden lo ocurrido aquí, pero saben que soy parte de ello. Los dioses habitaron esta colina en otro tiempo. Eso es lo que ellos creen. Déjame que lo enseñe.
Dio media vuelta y precedió a Tesla hacia la salida del laboratorio. Al otro lado de la puerta había otra cámara, más desnuda y con una sola ventana. Las paredes habían sido decoradas con pinturas murales que expresaban con sencillez la pasión que sus temas inspiraban.
—Ésta es la historia de esa noche —dijo Raúl—, como ellos creen que ocurrió.
En aquella habitación no había más luz que en la otra, de la que acababan de salir, pero la oscuridad daba misterio a las imágenes.
—Aquí está la Misión como era antes —prosiguió Raúl, indicando una pintura casi emblemática del roquedal sobre el que se encontraban—. Y aquí está mi padre.
Fletcher aparecía de pie, delante de la colina, con el rostro blanco y salvaje contra su oscuridad, y sus ojos parecían lunas gemelas. De sus orejas y de su boca salían formas extrañas rodeaban su cabeza a modo de satélites.
—¿Qué son esas cosas? — preguntó Tesla.
—Sus ideas —fue la respuesta de Raúl—, yo las pinté.
—¿Y qué ideas tienen ese aspecto?
—Cosas que llegan del mar; todo procede del mar. Eso me lo dijo Fletcher. Al comienzo, fue el mar. Al final, el mar. Y, en el intermedio...
—La Esencia —terminó Tesla.
—¿Qué?
—¿No te habló él de la Esencia?
—No.
—¿A dónde van a soñar los seres humanos?
—Yo no soy humano —la recordó, bajo, Raúl en tono suave—. Soy su experimento.
—Pero, sin duda, eso fue lo que te hizo humano —le dijo Tesla—, ¿no es eso lo que hace el Nuncio?
—Lo ignoro —respondió Raúl con sencillez—. No le estoy agradecido por lo que me hizo, fuera lo que fuese... Yo era más feliz... siendo un mono. Si hubiera seguido así, ahora estaría muerto.
—No hables así —dijo Tesla—, a Fletcher no le gustaría oírte decir cosas tan melancólicas.
—Fletcher me abandonó —la recordó Raúl—. Me enseñó lo suficiente para saber lo que yo nunca podría ser; y, luego, me abandonó.
—Tenía sus razones. He visto a su enemigo. El Jaff. Hay que detenerle.
—Ahí tienes al Jaff —dijo Raúl, señalando a un punto algo más allá, en la pared.
Era un retrato bastante bien hecho. Tesla reconoció la devoradora mirada, la hinchada cabeza. ¿Habría visto Raúl realmente al Jaffe en su condición evolucionada, o ése sería el retrato de un hombre convertido en monstruoso bebé una respuesta instintiva? Tesla no tuvo tiempo de meditar sobre ello porque Raúl trataba de sacarla de allí.
—Tengo sed —dijo él—. Podemos mirar el resto más tarde.
—Estará demasiado oscuro.
—No. Vienen aquí y encienden velas en cuando el sol se pone. Ven y habla conmigo un rato. Cuéntame cómo murió mi padre.
-2-
Tommy-Ray tardó más tiempo en llegar a la Misión de Santa Catrina que la mujer a la que perseguía a causa de un incidente que le ocurrió durante el viaje. Ese incidente, que no tuvo excesiva importancia, le mostró una parte de sí que más tarde llegaría a conocer muy bien. Cuando comenzaba a atardecer se detuvo en una población al sur de Ensenada, y se encontró en un bar que ofrecía —por sólo diez dólares— acceso a un espectáculo imposible de encontrar en Palomo Grove. Era una oferta demasiado tentadora para rehusarla, de modo que Tommy-Ray puso el dinero sobre el mostrador, pidió una cerveza y le permitieron entrar en un local lleno de humo, que no sería más grande que el doble de su propio dormitorio. Había un público de unos diez hombres, repantigados en sillas crujientes. Contemplaban a una mujer que copulaba con un enorme perro negro. Tommy-Ray no encontró nada excitante en esa escena. Ni tampoco, al parecer, los demás hombres del público; por lo menos nada excitante en el sentido sexual de la palabra. Todos permanecían inclinados hacia delante, observando el espectáculo con una emoción que Tommy-Ray no comprendió hasta que la cerveza empezó a influir en su fatigado sistema, encauzando su visión al rostro de la mujer, que en seguida lo fascinó. Daba la impresión de haber sido bonita, pero su rostro, al igual que su cuerpo, estaba ahora destrozado, y sus brazos eran prueba evidente de la adicción que la había llevado a caer tan bajo. La mujer excitaba al perro con la pericia de quien ya había hecho eso incontables veces. El perro la husmeó, y luego, perezosamente, se puso a la obra. Sólo cuando la hubo montado Tommy-Ray comprendió en qué radicaba su fascinación, tanto para él como para los otros. Aquella mujer parecía muerta. Esa idea fue una puerta abierta en su cabeza hacia un lugar hediondo y amarillo; un lugar de refocilamiento. Tommy-Ray había visto ya esa expresión, y no sólo en los rostros de las chicas que aparecían en las revistas cachondas, sino en los de gente famosa captada por la cámara fotográfica. Zombies-sexuales, zombies-estelares; es decir, muertos que pasaban por vivos. Cuando Tommy-Ray volvió a concentrar su atención en la escena que tenía ante sus ojos, el perro había encontrado ya su ritmo, y copulaba con la chica con canina lujuria, de su hocico goteaba espuma sobre la espalda de ella. En ese momento, la idea de que la chica estaba muerta fue excitante. Cuanto más se encendía el animal, tanto más muerta le parecía a Tommy-Ray la mujer, que sentía la polla del perro en su interior y sobre su piel las miradas de Tommy-Ray, hasta que se estableció una carrera entre él y el perro para ver quién terminaba antes.
Ganó el perro, que acabó poseído de un frenesí de golpes rítmicos, hasta que acabó de repente. Y uno de los hombres que estaban en primera fila se levantó de inmediato y separó a la pareja. El animal, al instante perdió todo interés. Una vez su amante se hubo marchado, la mujer quedó sola en la parte izquierda del escenario, recogiendo una serie de prendas esparcidas por allí que, sin duda, se había quitado antes de que Tommy-Ray llegara. Luego abandonó la escena por la misma puerta lateral por la que el perro y su Celestino habían salido. Evidentemente el espectáculo tenía una segunda parte, porque nadie se levantó de su asiento, pero Tommy-Ray había visto todo lo que quería ver. Se levantó y salió, abriéndose paso entre un grupo de recién llegados, hasta verse do nuevo en el bar en penumbra.
Hasta muchas horas más tarde, cuando casi estaba en la Misión, no cayó en la cuenta de que le habían vaciado los bolsillos.
Sabía que no tenía tiempo de volver, ni tampoco hubiera servido de nada hacerlo. El ladrón pudo haber sido cualquiera de los hombres que se apretujaban en la salida. Además, había valido la pena gastar diez dólares en aquella función. Había encontrado una nueva definición de la muerte. Ni siquiera nueva. Simplemente, la primera, y la única.
El sol se había puesto hacía tiempo cuando Tommy-Ray subía la cuesta que conducía a la Misión; pero, en ese momento, le invadió la sensación de haber estado allí con anterioridad. ¿Estaba viendo el sitio con los ojos del Jaff? De todos modos, el reconocimiento le fue útil. A sabiendas de que la agente enviada por Fletcher tenía que haber llegado antes que él, Tommy-Ray decidió dejar el coche un poco más abajo y subir el resto de la cuesta a pie, a fin de no alertarla de su llegada. Aunque la oscuridad lo envolvía, no viajaba a ciegas. Sus pies conocían el camino por más que su memoria no lo conociese.
Llegaba preparado para la violencia, si acaso fuera necesaria. El Jaff le había dado una pistola, propiedad de una de las muchas víctimas de las que extrajera a sus terata, y la idea de utilizarla le atraía. Después de una ascensión tan dura que había logrado que el pecho le doliera, Tommy-Ray divisó, por fin, la Misión. La luna, color vientre de tiburón, se levantaba a sus espaldas. Iluminaba las paredes en ruinas y la piel de sus brazos y sus manos, con su luz enfermiza, haciéndole desear un espejo en el que observar su rostro. Estaba convencido de que le sería posible ver los huesos bajo la carne, y el cráneo tan reluciente como sus dientes cuando sonreía. Después de todo, ¿no era eso lo que decía la sonrisa?: Hola, Mundo, así seré en cuanto mis partes blandas se pudran.
Con la cabeza tierna a fuerza de pensar en esas cosas, Tommy-Ray comenzó a pisar las ajadas flores que conducían a la entrada de la Misión.
-3-
La choza de Raúl se hallaba a unos cincuenta metros de distancia del edificio principal; se trataba de una estructura primitiva en la que dos ocupantes eran una multitud. Raúl explicó a Tesla que, para vivir, dependía casi por entero de la generosidad de la gente de la localidad, que le daban alimentos y ropa a cambio de que cuidase de la Misión. A pesar de la pobreza de sus medios, él se había esforzado por adecentar la choza, para hacerla más habitable. En ella se observaban huellas de una delicada sensibilidad. Las velas romas que había sobre la mesa aparecían hincadas en un anillo de piedrecitas escogidas por su suavidad; la manta que cubría el sencillo camastro había sido decorada con plumas de aves marinas.
—Sólo tengo un vicio —le dijo Raúl en cuanto se sentaron. Tesla lo hizo en la única silla que había allí—, y lo heredé de mi padre.
—¿Cuál es?
—Fumo cigarrillos. Uno al día. Lo compartirás conmigo.
—Yo solía fumar —comentó Tesla—, pero hace tiempo que lo he dejado.
—Pues esta noche fumarás —respondió Raúl, sin permitir la menor disensión—. Fumaremos en honor de mi padre.
De un pequeño bote sacó un cigarrillo liado a mano, y cerillas. Tesla observó su rostro mientras lo encendía. Lo único que le había sobresaltado de él al principio seguía poniéndola nerviosa: sus facciones, ni de simio ni humanas, sino el más desdichado conjunto de ambos. Y, sin embargo, en lo demás —su forma de expresarse, sus modales, su manera de sujetar el cigarrillo entre los dedos, largos y oscuros—, él se mostraba muy civilizado. Sin duda, la clase de hombre que a su madre le hubiera gustado como marido de Tesla, de no haber sido mono.
—Fletcher no ha desaparecido, créeme —dijo Raúl, al tiempo que le pasaba el cigarrillo.
Tesla lo cogió a desgana, no sentía muchos deseos de poner los labios donde él acababa de ponerlos; pero Raúl la observaba, la luz de la vela brillaba en sus ojos, y Tesla no tuvo más remedio que fumar, mientras él sonreía de satisfacción al ver que lo compartía con él.
—Estoy seguro de que Fletcher se ha transformado en alguna otra cosa —prosiguió Raúl—. En algo distinto.
—Brindo por eso —dijo Tesla, y dio otra chupada al cigarrillo.
En aquel momento se le ocurrió pensar que quizás ese tabaco fuese algo más fuerte que el de Los Ángeles.
—¿Qué es esto? — preguntó.
—Es bueno —replicó él—. ¿Te gusta?
—¿También te traen droga?
—Ellos mismos la cultivan —replicó Raúl, sin dar la menor importancia al asunto.
—Bien por ellos —exclamó Tesla, que dio una chupada extra al cigarrillo antes de devolvérselo.
Era fuerte, desde luego. Su boca estaba a la mitad de una frase que su mente no tenía la menor idea de cómo terminar cuando aún no se había dado cuenta de que había comenzado a hablar.
—...ésta es la noche de la que hablaré a mis hijos..., lo que sucede es que nunca tendré hijos... Bien, pues a mis nietos entonces... Les diré que estuve sentada con un hombre que había sido mono... ¿No te importa que te diga una cosa así? Lo que ocurre es que la primera vez..., y estamos aquí, y nos sentamos a charlar de su amigo..., y de mi amigo..., que solía ser hombre.
—Y cuando les cuentes todo eso, ¿qué les dirás de ti misma? — preguntó Raúl.
—¿De mí misma?
—Sí, ¿qué papel tendrás tú en el conjunto?, ¿en qué te piensas transformar?
Tesla lo pensó.
—¿Es que he de transformarme en algo? — acabó por preguntar.
Raúl le pasó lo que quedaba del porro.
—Todo se halla en constante transformación. Aquí, sentados, estamos transformándonos en algo.
—¿En qué?
—En más viejos, más cerca de la muerte.
—Mierda, no quiero encontrarme más cerca de la muerte.
—No tienes otro remedio —dijo Raúl con sencillez.
Tesla negó con la cabeza, que siguió moviéndose mucho tiempo después de que ella hubiera cesado de hacerlo.
—Lo que quiero es comprender —dijo al fin.
—¿Algo en concreto?
Tesla lo pensó un poco más de tiempo; examinó todas las opciones posibles, y eligió una.
—¿Todo? — preguntó.
Raúl rió, y su risa pareció a Tesla un sonido de campanas. Buen truco, estaba a punto de decirle, cuando le vio levantarse e ir hacia la puerta.
—En la Misión hay alguien —le oyó decir.
—...que habrá venido a encender las velas —sugirió ella, sintiendo que su cabeza parecía ir delante de su cuerpo a la zaga de Raúl.
—No —dijo él, que salió a la oscuridad—. No pisan por donde están las velas...
Tesla se había quedado mirando la llama de la vela mientras meditaba las preguntas de Raúl, y la imagen de la llama revoloteaba ante ella, ahora que se había levantado y andaba vacilante por la oscuridad, como una luz que la guiase por el borde del acantilado, pero la voz de Raúl era mejor guía.
Y cuando llegaron junto a las paredes de la Misión, Raúl le dijo que se quedase donde estaba; mas ella ignoró sus palabras y le siguió. Los encendedores de las velas estaban allí, no cabía duda, porque las luces llegaban desde la estancia de los retratos, dando un nuevo encanto al ambiente. Aunque el canuto de Raúl había espaciado los pensamientos de Tesla, éstos seguían siendo lo bastante coherentes como para hacerla pensar que había perdido demasiado tiempo, y que su trabajo en la Misión corría peligro. ¿Por qué no se había hecho cargo del Nuncio nada más llegar, tirándolo al océano, como Fletcher la había ordenado que hiciera? Se sintió irritada consigo misma, y eso la volvió audaz. En la oscuridad de la estancia de las pinturas murales, Tesla consiguió adelantarse a Raúl y penetrar la primera en el laboratorio, iluminado por las velas.
Pero no eran velas lo que iluminaban el lugar, ni el visitante era un devoto haciendo sus peticiones.
En el centro de la estancia alguien había encendido un pequeño fuego, y un hombre, de espaldas a ella, buscaba algo entre las cosas que había amontonadas por allí. Tesla no esperaba reconocerle cuando miró en su dirección, y eso, si lo pensaba bien, era tonto, porque en aquellos pocos días últimos había llegado a conocer a casi todos los actores del drama, si no por su nombre, sí de vista. A éste, sin embargo, lo conocía de las dos maneras. Era Tommy-Ray McGuire, que se volvió de pronto hacia ella, mostrándole su rostro. En la perfecta simetría de sus facciones saltaba y relucía, como la herencia del Jaff, una pequeña pelota de locura.
—¡Hola! — dijo, fue un saludo amable, indiferente—. Me preguntaba dónde estarías. El Jaff me dijo que te encontraría aquí.
—No toques al Nuncio —le advirtió Tesla—, es peligroso.
—Eso espero —contestó él, sonriente.
Tesla se dio cuenta de que tenía algo en la mano. Y Tommy-Ray captó su mirada y se lo mostró.
—Sí, aquí lo tienes —dijo.
Era el pomo, justo como Fletcher se lo había descrito a Tesla.
—Tíralo —le aconsejó Tesla, mientras intentaba no perder el dominio de sus nervios.
—¿Era eso lo que pensabas hacer tú con él? — preguntó Tommy-Ray.
—Sí, justo. Te lo juro. Es letal.
Tesla notó que los ojos de Tommy-Ray dejaban de mirarla y se fijaban en Raúl, cuya respiración oía a su lado, un poco detrás de ella. Tommy-Ray no parecía nada inquieto ante su inferioridad numérica. Tesla se preguntó si habría algún peligro en este mundo capaz de borrar de su rostro aquella expresión de satisfacción de sí mismo. ¿El Nuncio, quizá? ¡Santo cielo! ¿Qué podría encontrar el Nuncio en el corazón bárbaro de Tommy-Ray que fuese digno de elogio y ampliación?
Tesla repitió su advertencia:
—Destruyelo, Tommy-Ray, antes de que él te destruya a ti.
—Ni hablar —replicó el chico—. El Jaff tiene planes para el Nuncio.
—¿Y qué será de ti cuando hayas terminado de trabajar para él? Al Jaff le tienes sin cuidado.
—Es mi padre y me quiere —repuso Tommy-Ray, con un aplomo que hubiera resultado conmovedor en un alma cuerda.
Tesla dio un paso hacia él, hablando mientras se le acercaba:
—Mira, haz el favor de escucharme, aunque sólo sea un momento, ¿quieres...?
Tommy-Ray se metió al Nuncio en un bolsillo al tiempo que buscaba en otro con la mano que tenía libre. Sacó una pistola.
—¿Cómo llamas tú al coso éste? — preguntó, mientras la apuntaba con el arma.
—Nuncio —dijo ella, que aminoró el paso, aunque no dejó de acercarse a él.
—No, otra cosa, lo has llamado de otra manera.
—Letal.
Tommy-Ray sonrió.
—Sí, eso: letal —dijo, como si saborease la palabra—. Quiere decir que mata, ¿verdad?
—Exacto.
—Pues me gusta.
—No, Tommy...
—¡No me digas lo que me gusta o me deja de gustar! — exclamó él—. He dicho que letal me gusta, y lo repito.
De pronto, Tesla se dio cuenta de que había calculado mal esa escena. Si ella la hubiese escrito, Tommy-Ray la tendría a raya con su pistola mientras escapaba. Pero él tenía su propio escenario.
—Soy el Chico de la Muerte —dijo, y apretó el gatillo.
VI
-1-
Desconcertado por el incidente en casa de Ellen, Grillo se había refugiado en la escritura, una disciplina cuya necesidad sentía más y más cuanto más profundo se volvía aquel mar de ambigüedades.
Al principio había resultado fácil. Comenzó lanzándose por el terreno seguro de los datos, y Swift hubiera estado orgulloso de la prosa que escribía. En cuanto terminase, extractaría los trozos que enviaría a Abernethy; pero, por el momento, su deber consistía en dejar constancia por escrito de todo cuanto fuese capaz de recordar.
A mitad del proceso recibió una llamada de Hotchkiss, que le propuso pasar juntos una hora bebiendo y charlando. En Grove sólo había dos bares, le explicó: «Starky's», en Deerdell, era el menos decente, y, por lo tanto, el mejor. Una hora después de la conversación, con el grueso de los sucesos de la noche anterior a buen recaudo en el papel, Grillo salió del hotel y se encontró con Hotchkiss.
El «Starky's» estaba casi desierto. En un rincón, un viejo, sentado a solas, canturreaba consigo mismo, y en la barra había dos muchachos, que parecían demasiado jóvenes para estar bebiendo allí; por lo demás, la barra era suya. Así y todo, Hotchkiss apenas levantó la voz, que mantuvo en un mero susurro durante toda la conversación.
—No sabes mucho acerca de mí —dijo al empezar—, anoche me di cuenta de ello, pero ya es hora de que te enteres.
No necesitó que Grillo lo animase para hablar de sí mismo. Su relato fue hecho sin emoción alguna, como si la carga del sentimiento fuera tan pesada que ya la hubiera derramado en lágrimas hacía mucho tiempo. Grillo se alegró de ello. Si el narrador era capaz de tal desapasionamiento, también él tenía libertad para serlo, buscando entre las líneas del relato de Hotchkiss algo que pudiera habérsele pasado por alto. Hotchkiss habló en primer lugar de la parte que Carolyn había tenido en la historia, por supuesto sin elogiar ni condenar a la joven, limitándose a describir a su hija y a la tragedia, que le había privado de ella. Luego fue ampliando el hilo de su relato, e incluyendo en él un breve retrato de Trudi Katz, Joyce McGuire y Arleen Farrell. A continuación pasó a relatarle la suerte que habían corrido. Grillo estaba muy ocupado añadiendo en su mente los detalles a medida que Hotchkiss hablaba: así creó un árbol genealógico cuyas raíces iban hasta donde Hotchkiss insistía tanto en su relato: bajo tierra.
—Allí es donde se encuentran las respuestas —repitió—. Estoy convencido de que Fletcher y el Jaff, con independencia de quienes sean, o de lo que sean, tienen la culpa de lo que le ha ocurrido a mi Carolyn. Y a las otras chicas.
—¿Estuvieron todo el tiempo en las cuevas?
—¿No les vimos escapar? — dijo Hotchkiss—. Bueno, sí, creo que esperaron allí todos esos años. — Bebió un buen trago de whisky—. Después de anoche en la Alameda he estado en vela, intentando aclarar las cosas. Tratando de encontrar algún sentido a todo esto.
—¿Y...?
—He decidido bajar a las cuevas.
—¿Para qué diablos?
—Todos estos años, allí encerrados, tienen que haber estado haciendo algo. Quizás hayan dejado pistas. A lo mejor encontramos alguna manera de destruirles allí abajo.
—Fletcher ya no está —le recordó Grillo.
—¿De veras? — preguntó Hotchkiss—. No sé, la verdad. Las cosas tienden a permanecer, Grillo. Dan la impresión de desaparecer, pero duran; lo que ocurre es que no las vemos. Perduran en la mente. Por tierra. Desciendes un poco y estás en el pasado. Cada paso que das son mil años.
—Mi memoria no se remonta tan lejos —bromeó Grillo.
—Por supuesto que sí —dijo Hotchkiss, con tremenda seriedad—. Se remonta hasta cuando eras una mota en el mar. Eso es lo que nos obsesiona. — Levantó la mano—. Parece sólida, ¿verdad? Pues es casi agua. — Daba la impresión de que luchaba por conseguir otra idea, mas no conseguía localizarla.
—Las criaturas que el Jaff hizo parecen haber sido sacadas de la tierra —dijo Grillo—. ¿Piensas que es eso lo que vas a encontrar allá abajo?
La respuesta de Hotchkiss fue la idea misma que un momento antes no conseguía localizar:
—Cuando ella murió... —dijo—, me refiero a Carolyn..., cuando Carolyn murió, yo había soñado que se disolvía ante mis ojos. No que se pudría. Se disolvía, como si el mar la recuperase.
—¿Sigues teniendo esos sueños?
—No, ni hablar, ya nunca tengo sueños.
—Todo el mundo los tiene.
—Pues entonces es que yo no me permito ese lujo —replicó Hotchkiss—. Bien..., ¿estás conmigo?
—¿En qué?
—En lo de la bajada.
—¿Pero de verdad quieres hacerlo? Yo pensaba que era prácticamente imposible descender allí.
—Bien, morimos en el intento —dijo Hotchkiss.
—Tengo un artículo que escribir.
—Permíteme que te diga, amigo mío —respondió Hotchkiss—, que ese artículo está allí. El verdadero artículo. Justo debajo de nuestros pies.
—Te advierto que... padezco de claustrofobia.
—Pronto se te pasará, a fuerza de sudar —replicó Hotchkiss, con una sonrisa que a Grillo le hubiera gustado que fuese un poco más tranquilizadora.
-2-
Aunque Howie luchó con tesón para no dejarse vencer por el sueño durante la mayor parte del comienzo del atardecer, lo cierto era que apenas conseguía mantener los ojos abiertos. Cuando le dijo a Jo-Beth que quería regresar al hotel, la madre de la muchacha intervino, diciéndole que ella se sentiría más tranquila si se quedaba en la casa. Tenía ya arreglado el cuarto de los invitados (Howie había tenido que dormir en el sofá la noche anterior). En vista de ello, el muchacho, se retiró a dormir. Su cuerpo había realizado esfuerzos considerables durante aquellos días, y aún tenía la mano muy magullada, y también la espalda, pues, aunque los mordiscos del terata no eran profundos, todavía le dolían. Nada de eso, sin embargo, impidió que se quedara dormido en unos pocos minutos.
Jo-Beth preparó algo de comer para su madre —ensalada, como siempre—, y también para ella, llevando a cabo las tareas domésticas diarias, como si nada hubiera cambiado en aquella semana; así, consiguió olvidar aquellos horrores por breves períodos de tiempo, tan absorta se hallaba en su trabajo. Pero le bastaba una ojeada al rostro de su madre, o al cerrojo, reluciente de puro nuevo, que había en la puerta trasera, para que los recuerdos volvieran a ella como una oleada. No conseguía ordenarlos: lo único que sentía era humillación y dolor, y más humillación y más dolor.
Y sobre todo cuando pensaba en el Jaff, con aquella cínica sonrisa burlona; cerca de ella, demasiado cerca. E incluso en algún momento, casi llegó a persuadirla de que se uniera a su visión, de la misma manera que había convencido a Tommy-Ray. De todos los temores de Jo-Beth, el que más le angustiaba era el de unirse al enemigo. Cuando el Jaff la explicó que quería razones y no sentimientos, Jo-Beth lo comprendió; incluso se sintió movida por la compasión. Y toda aquella astuta palabrería acerca del Arte, y sobre la isla que quería enseñarle...
—¡Jo-Beth!
—¿Sí, mamá?
—¿Te encuentras bien?
—Sí, claro que sí.
—¿En qué estabas pensando? Por la expresión que tenías...
—Pues... en lo de anoche.
—Lo que debieras hacer es olvidarte de ello.
—Tal vez coja el coche y me vaya a ver a Lois; hablaré un rato con ella, ¿te importa?
—No, estaré bien aquí. Tengo a Howard que me acompaña.
—Entonces me voy.
De todos sus amigos de Grove ninguno representaba tan bien como Lois la normalidad que su vida no tenía ya. A pesar de todas su prédicas morales, Lois tenía una fe sencilla y fuerte en todo lo bueno. En esencia, lo que Lois quería era que el mundo fuese un lugar pacífico, en el que los hijos, educados en el amor, pudieran, a su vez, educar a los suyos de la misma manera. También conocía el mal. Era una fuerza organizada contra esa visión del mundo. El terrorista, el anarquista, el lunático. Ahora, Jo-Beth sabía que esas fuerzas tenían aliados en un plano más enrarecido del ser, y uno de esos aliados era su padre. Por lo tanto se hacía tanto más imperativo el buscar la compañía de personas cuya definición del bien fuese inalterable.
Oyó ruido y risas en la casa de Lois al bajarse del coche, y aquello la colmó de una sensación de bienvenida después de las horas de miedo e inquietud que había pasado. Llamó a la puerta. El ruido, denso y ronco, continuó sin bajar de volumen. Se diría que había mucha gente allí.
- ¡Lois! — llamó Jo-Beth.
Pero era tal el estruendo de la hilaridad que resonaba en el interior de la casa que tanto sus llamadas como sus gritos se disolvieron en el aire, de modo que Jo-Beth llamó al cristal de la ventana. Las cortinas se descorrieron y el sorprendido rostro de Lois, apareció en ella formando con los labios el nombre de Jo-Beth. La habitación, a espaldas de Lois, estaba llena de gente. Diez segundos después Lois apareció en el vano de la puerta, y la expresión de su rostro fue tan insólita que Jo-Beth estuvo a punto de no reconocerla: una sonrisa de bienvenida. A sus espaldas, todas las luces de la casa parecían estar encendidas; una inundación de luz se derramaba portal afuera.
—¡Qué sorpresa! — exclamó Lois.
—Sí, se me ha ocurrido venir a verte, pero ya... ya tienes compañía.
—Algo parecido —contestó Lois—, es difícil en este momento.
Volvió la cabeza y miró al interior de la casa. Parecía como si se tratara de una fiesta de disfraces. Un hombre, vestido de cowboy de pies a cabeza, subía la escalera a buen paso, sus espuelas relucientes a la luz de las bombillas, y pasó rozando a otro disfrazado de militar. Cruzando el vestíbulo del brazo de una mujer vestida de negro, Jo-Beth vio a un invitado con bata de cirujano, y, cosa curiosa, enmascarado. Que a Lois se le hubiera ocurrido celebrar una fiesta sin mencionárselo ni siquiera a Jo-Beth era demasiado extraño, porque Dios bien sabía que les sobraba tiempo libre a las dos para charlar de todo. Pero que se le hubiera ocurrido una idea así —a la seria y formal Lois— era más extraño todavía.
—Aunque la verdad es que da igual —añadió Lois—. Después de todo, eres una amiga. Formarás parte de esto, ¿verdad?
¿Parte de qué?, era la pregunta que Jo-Beth tenía en los labios, pero Lois no le dio tiempo de formularla, porque la arrastró adentro de la casa, asiéndola del brazo con resolución de propietaria, y cerrando luego la puerta de entrada.
—¿Verdad que es estupendo? — preguntó Lois, radiante de contento—. ¿No ha ido la gente a verte también a ti?
—¿Qué gente?
—Los visitantes.
Jo-Beth se limitó a asentir, y ese gesto fue suficiente para que Lois cambiara de terna:
—A los Kritzler, que viven aquí al lado, fue a visitarles la gente de Masquerade, ya sabes, la serie ésa de las hermanas, ¿no te acuerdas?
—¿La de la televisión?
—Sí, exacto, la de la televisión. Y mi Mel..., bueno, ya sabes lo que le gustan las películas del Oeste...
Nada de todo aquello le pareció muy coherente a Jo-Beth, pero prefirió dejar que Lois siguiera hablando, por miedo a que una pregunta suya la denunciase como ignorante de aquel asunto, y entonces, quizá, no se enterase de lo que sucedía.
—Pero yo sí que he tenido suerte —proseguía Lois—. No sabes cuánta suerte. Han venido a verme toda la gente de Day by Day, La familia entera, vamos: Alan, Virginia, Benny, Jayne... Hasta me trajeron a Morgan. Imagínate.
—¿Pero de dónde han venido, Lois?
—Aparecieron en la cocina de pronto —fue la respuesta de Lois—. Y, claro, me han estado contando todo el chismorreo de su familia...
Sólo la librería obsesionaba a Lois tanto como Day by Day, la historia de la familia favorita de todo Estados Unidos. Solía contar a Jo-Beth a diario todos los detalles del episodio de la noche anterior como si fueran parte de su propia vida. Y parecía que la ilusión se había apoderado por completo de ella. Hablaba a Jo-Beth de los Patterson como si estuvieran invitados en su propia casa.
—Y se muestran tan amables y simpáticos como yo sabía que tenían que ser —explicaba—; aunque, la verdad, yo pensaba que no se llevarían bien con la gente de Masquerade. Ya sabes, con lo corrientes que son los Patterson, y eso es, precisamente, lo que me gusta de ellos. Que son tan...
—Lois, haz el favor de parar un momento.
—¿Qué ocurre? — preguntó.
—Dímelo tú.
—No ocurre nada en absoluto. Todo es estupendo. Los visitantes se encuentran aquí, y yo me siento muy contenta. — Sonrió a un hombre vestido con una chaqueta azul claro que le hizo un ademán de bienvenida—. Ése es Todd, el de The Last Laugh... —dijo Lois.
Los programas satíricos de la noche le hacían a Jo-Beth tan poca gracia como Day by Day, pero lo cierto era que aquel hombre le resultaba familiar. Y también la chica a la que enseñaba trucos de naipes en ese momento. Y el hombre que, evidentemente, competía con él por la conquista de la muchacha, y que, incluso a aquella distancia, podría pasar por el presentador del programa favorito de su madre: Hideaway.
—¿Qué está ocurriendo aquí? — preguntó Jo-Beth—. ¿Se trata de una fiesta de dobles o qué?
La sonrisa de Lois, fija en su expresión desde que recibió a Jo-Beth en la puerta, pareció difuminarse un poco al oír sus palabras.
—No me crees —dijo.
—¿Cómo que no te creo?
—Sí, acerca de los Patterson.
—Por supuesto que no.
—Pues es cierto que vinieron, Jo-Beth —insistió Lois de pronto, con gran seriedad en su tono—. Siempre había tenido ganas de conocerlos, y el hecho es que vinieron. — Asió la mano de Jo-Beth y volvió a proyectar su sonrisa—. Ya lo verás, y no te preocupes, si lo deseas con fuerza también te visitarán en tu casa las personas que tú quieras. Es lo que está ocurriendo ahora en toda la ciudad, y no sólo es gente que trabaja en la televisión, sino también de esa que aparece en los carteles y en las revistas. Gente estupenda; maravillosa. No debes asustarte, ellos nos pertenecen, son nuestros. — Se acercó un poco más a Jo-Beth—. Hasta anoche, yo nunca lo había comprendido. Lo que ocurre es que nos necesitan tanto como nosotros a ellos, ¿no es eso? O más quizá, de modo que no nos harán ningún daño...
Abrió la puerta de la que salían casi todas las risas y entró en el cuarto. Jo-Beth la siguió. Las luces que la habían deslumbrado en el vestíbulo eran más potentes aún allí, aunque no vio de dónde procedían. Era como si la gente estuviera iluminada: su cabello relucía; relucían sus ojos, sus dientes. Mel se hallaba junto a la repisa de la chimenea, orondo, calvo, altivo, y observaba la habitación llena de rostros famosos.
Tal como Lois había prometido, las estrellas habían invadido Palomo Grove. La familia Patterson —Alan y Virginia, Benny y Jayne, e incluso su perro, Morgan— estaba en el centro de la estancia, como si fueran los reyes de la fiesta, junto con otros personajes de la serie: Mrs. Kline, su vecina, la pesadilla de la vida de Virginia; y los Hayward, que eran dueños de la tienda de la esquina los acompañaban. Alan Patterson se encontraba envuelto en una animada discusión con Hester d'Arcy, heroína muy difamada de la serie Masquerade. Su «supersexual» hermana, que había envenenado a la mitad de la familia para apoderarse del control de una fortuna incalculable, estaba en la esquina, haciendo carantoñas a un hombre que salía en un anuncio de calzoncillos, y que había ido con la ropa que le había hecho famoso: casi desnudo.
—¡A ver, todo el mundo! — dijo Lois, levantando la voz por encima del tumulto—. Todo el mundo, por favor, quiero presentaros a una amiga mía. Una de mis mejores amigas...
Los familiares rostros se volvieron hacia ella, como recién salidos de una docena de Guías de Televisión, y fijaron su mirada en Jo-Beth. Ésta hubiera querido desaparecer de aquella escena de locura antes de que también la contagiase, pero Lois la tenía bien asida de la mano. «Además —se dijo Jo-Beth—, esto no es más que una parte de la locura general.» Para comprenderla tenía que permanecer allí.
—...os presento a Jo-Beth McGuire —concluyó Lois. Todos sonrieron; incluso el cowboy.
—Pareces necesitar una copa —dijo Mel, cuando Lois acabó de presentar a Jo-Beth a todos cuantos se encontraban en la habitación.
—No bebo alcohol, Mr. Knapp.
—Lo que digo es que tienes aspecto de necesitarlo —fue la respuesta—; además, creo que, a partir de esta noche, todos vamos a tener que cambiar de costumbres. ¿No te parece?» O quizás a partir de anoche. — Fijó los ojos en Lois, cuya risa se volvía carcajadas en ese momento—. La verdad es que nunca la he visto tan contenta, y eso también me alegra a mí.
—¿Pero sabe usted de dónde ha llegado toda esta gente? — preguntó Jo-Beth.
Mel se encogió de hombros.
—Lo sé tanto como tú. Ven por aquí, ¿quieres? No sé si necesitarás una copa, pero yo, sí. Lois se ha negado siempre estos pequeños placeres, y yo le decía: Dios no está mirando. Y si lo hace. Le tiene sin cuidado.
Se abrieron camino entre los invitados hasta llegar al vestíbulo. Allí se había congregado mucha gente para evitar el apretujamiento del cuarto de estar. Entre ellos había varios miembros de la Iglesia: Maeline Mallet, Al Grigsby, Ruby Sheppherd. Todos sonrieron a Jo-Beth, sin que sus expresiones mostraran en absoluto que la reunión les pareciera mal. ¿Habrían llevado también a sus propios visitantes?
—¿Fue usted a la Alameda anoche? — preguntó Jo-Beth a Mel mientras éste le escanciaba un vaso de zumo de naranja.
—Y tanto que fui —dijo Mel.
—¿Y Maeline? ¿Y Lois? ¿Y los Kritzler?
—Creo que también. La verdad es que no recuerdo bien quiénes fueron. Pero, sí, estoy seguro de que casi todos... ¿Seguro que no quieres un poco de algo en el zumo?
—Bien, sí, lo tomaré —dijo ella con vaguedad, mientras intentaba colocar mentalmente las piezas de aquel misterio.
—Vaya, menos mal —dijo Mel—. Dios no mira, y si lo hace...
—...le tiene sin cuidado.
Jo-Beth cogió el vaso.
—Exacto, le tiene sin cuidado.
Ella tomó un sorbo; luego le dio un buen trago.
—¿Qué tiene esto?
—Vodka.
—¿Está el mundo volviéndose loco, Mr. Knapp?
—Yo creo que sí —fue la respuesta—. Y es más, lo prefiero así.
Howie se despertó algo después de las diez; no porque hubiera descansado lo suficiente, sino que, al darse una vuelta en la cama, dormido, se había cogido la mano herida bajo el cuerpo. El dolor no tardó en sacarle del sueño. Se incorporó y revisó sus palpitantes nudillos a la luz de la luna. Las heridas se le habían abierto de nuevo. Se vistió y fue al cuarto de baño a lavarse la sangre; luego salió en busca de una venda. La madre de Jo-Beth le proporcionó una, y, además, le vendó hábilmente la mano, dándole además la información de que Jo-Beth había ido a casa de Lois Knapp.
—Y tarda demasiado —dijo la madre.
—Todavía no son las diez y media.
—Aun así.
—¿Quiere que vaya a buscarla.
—¿Me harías el favor? Puedes ir en el coche de Tommy-Ray.
—¿Está lejos?
—No.
—Entonces iré a pie.
Lo cálido de la noche y el sentirse libre, sin sabuesos pisándole los talones recordaron a Howie su primera noche en Grove: cuando vio a Jo-Beth en el restaurante «Butrick»; habló con ella y se enamoró en cuestión de segundos. Las calamidades que habían caído sobre Grove desde entonces eran resultado directo de aquel encuentro. Pero, por importantes que fueran para él los sentimientos que Jo-Beth le inspiraba, lo cierto era que no acababa de creer que hubieran tenido tales consecuencias. ¿Era posible que, más allá de la enemistad existente entre el Jaff y Fletcher, más allá de la Esencia y de la lucha por su posesión, hubiese un complot mayor aún? Él había pensado siempre con cierta inquietud en imponderables, cómo tratar de imaginar el infinito, o qué se sentiría al tocar el sol. El placer no estaba en la solución, sino en el esfuerzo que requería tantear el problema. La diferencia, en este caso, estaba en el lugar que él mismo ocupaba en el problema. Soles e infinitos ocupaban mentes más grandes que la suya, pero lo que sentía por Jo-Beth no le ocupaba más que a él, y si —como algún instinto oculto en su interior le sugería (¿el eco de Fletcher, acaso?)— el que ellos dos se hubieran conocido era una parte diminuta, pero esencial, de tan sorprendente fenómeno, resultaba evidente que no podía dejar su solución en mentes más grandes que la suya. La responsabilidad, por lo menos en parte, recaía sobre él; no, sobre los dos, aunque hubiera sido mejor que no fuese así, porque él hubiera preferido cortejar a Jo-Beth con la misma tranquilidad intrascendente que cualquier otro noviecillo de pueblo, y hacer planes con ella para el futuro, sin necesidad de sentir el peso de un pasado inexplicable sobre ellos. Pero no podía ser, de la misma manera que no se podía «desescribir» lo escrito, o «desdesear» lo deseado.
Y si hubiese querido ver pruebas más concretas de lo que pensaba en esos momentos, no hubiera encontrado nada mejor que le escena que le esperaba al otro lado de la puerta de Lois Knapp.
—Alguien que quiere verte, Jo-Beth.
Ésta se volvió y se encontró con la misma expresión que ella debió de poner hacía mucho más de dos horas, cuando entró por primera vez en aquel salón.
—Howie —dijo Jo-Beth.
—¿Pero qué ocurre aquí?
—Una fiesta.
—Oh, sí, eso ya lo veo. Pero ¿de dónde han salido estos actores? Todos no pueden vivir aquí, en Grove.
—No, si no son actores —dijo ella—, son gente de la televisión, y de unas pocas películas. No son muchos, pero...
—Espera, espera. — Howie se acercó más a Jo-Beth—. ¿Son amigos de Lois? — preguntó.
—Pues claro —respondió ella.
—Esta ciudad no para, ¿eh? Justo cuando uno pensaba que ya estaba al cabo de todo...
—Pero no son actores, Howie...
—Acabas de decirme que lo eran.
—No. Te he dicho que era gente de la televisión. Mira, ahí tienes a la familia Patterson, ¿no los ves? Hasta el perro ha venido con ellos.
- Morgan —dijo Howie—. Mi madre solía ver ese programa.
El perro, un chucho encantador, perteneciente a una larga tradición de chuchos encantadores, oyó su nombre y se acercó a todo correr, seguido por Benny, el más pequeño de los Patterson.
—Hola —dijo el pequeño—, me llamo Benny.
—Y yo Howie, y ésta es...
—Jo-Beth. Ya nos conocemos. ¿Quieres salir a jugar conmigo a la pelota, Howie? Me aburro.
—Está oscuro ahí fuera.
—No, ni hablar —repuso Benny—. Señaló a Howie las puertas del patio, que estaban abiertas. La noche, como Benny había dicho, distaba mucho de ser oscura. Era como si la luz difusa que empapaba la casa, y acerca de la que Howie no había tenido tiempo de hablar con Jo-Beth, se filtrara también al patio.
—¿Lo ves? — dijo Benny.
—Lo veo.
—¿Salimos?
—Dentro de un momento.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo. Y, a propósito, ¿cómo te llamas de verdad?
El niño pareció desconcertado.
—Benny —dijo—. Siempre me he llamado así. — Él y el perro salieron a todo correr a la iluminada noche.
Antes de que Howie empezara a dar forma a las incontables preguntas que hervían en su cabeza, sintió un amigable golpecito en la espalda, al tiempo que una voz gruesa le preguntaba:
—¿Una copa?
Howie levantó la mano vendada como disculpa por no estrechar la del otro.
—Me alegro de verte aquí, a pesar de todo. Jo-Beth ha estado hablándome de ti. Soy, Mel, por si no lo sabías, el marido de Lois. Me parece que ya la conoces.
—Sí.
—No sé dónde se ha metido. Creo que se la está follando uno de esos cowboys. — Levantó el vaso—. Y yo digo: menos mal que es él y no yo. — Puso expresión de fingida vergüenza—. ¿Pero qué es lo que digo? Mi deber sería echar a ese hijo de puta a la calle. Matarle a tiros, ¿verdad? — Sonrió—. Pero ya ves, éste es el Nuevo Oeste. Uno no puede ser un jodido marido molesto. ¿Otra vodka, Jo-Beth? Y tú, Howie, ¿quieres beber algo?
—¿Por qué no?
—Tiene gracia, ¿verdad? — dijo Mel—. Uno no se da cuenta de quién es de veras hasta que tiene un sueño de ésos. Yo... soy un cobarde. Yo no la quiero. — Se apartó de ellos—. Nunca la quise —añadió, mientras se alejaba, con paso incierto—. Puta. Jodida puta.
Howie lo vio desaparecer entre la muchedumbre; entonces se volvió hacia Jo-Beth.
—No tengo ni la más remota idea de lo que está ocurriendo aquí, ¿y tú? — dijo él, muy despacio.
—Sí.
—Cuéntamelo. Con palabras sencillas.
—Esto es consecuencia de anoche. De lo que tu padre hizo.
—¿El fuego?
—O lo que se derivó de él. Toda esta gente... —Jo-Beth sonrió—. Lois, Mel, Ruby, la que está allí... Todos estuvieron anoche en la Alameda. Lo que salió de tu padre...
—Baja la voz, ¿quieres? Están mirándonos.
—No estoy hablando alto, Howie —dijo ella—. No seas tan paranoico.
—Te digo que nos están mirando.
Howie sentía la intensidad de las miradas de todos: rostros que él había visto sólo en revistas de modas y del corazón, o en la pantalla de la televisión, lo miraban con ojos extrañados, casi turbados.
—Déjales que miren —dijo Jo-Beth—, no lo hacen con mala intención.
—¿Cómo lo sabes?
—Llevo aquí toda la velada, es una fiesta como cualquier otra.
—Arrastras las palabras al hablar.
—A ver, ¿por qué no voy a pasarlo bien, de vez en cuando?
—No he dicho nada de eso. Sólo que no te encuentras en estado de saber si tienen mala intención o no.
—¿Pero qué te propones, Howie? — dijo ella de pronto—; ¿quedarte con toda esta gente para ti solo?
—No, claro que no.
—No quiero ser una parte del Jaff...
- Jo-Beth...
—Aunque sea mi padre, eso no significa que me guste su forma de ser.
La habitación había quedado en silencio a la sola mención del Jaff. Y todos los que estaban en ella —cowboys, estrellas de telenovelas, bellezas—, todos los miraban.
—Mierda —murmuró Howie—. No deberías haber dicho eso. — Pasó revista a todos los rostros que les rodeaban. Entonces se dirigió a ellos—: Ha sido una equivocación. No ha querido decir eso. No es..., no pertenece... Bien estamos juntos, ella y yo. Estamos juntos, ¿os dais cuenta? Mi padre era Fletcher, y el suyo... el suyo no lo era. — Le dio la sensación de hundirse en arenas movedizas. Y cuanto más forcejeaba, tanto más se hundía.
Uno de los cowboys habló el primero. Los periódicos calificarían al color de sus ojos como azul helado.
—¿Tú eres hijo de Fletcher?
—Sí, lo soy.
—Entonces, tú sabes qué vamos a hacer.
De pronto, Howie comprendió el significado de las miradas que se habían concentrado en él desde que penetró en aquel lugar. Todos aquellos seres —alucigenia, los llamaba Fletcher— le conocían; o, al menos, eso pensaban ellos. Él mismo se había identificado, y la necesidad que sus rostros expresaban no podía estar más clara.
—Dinos qué debemos hacer —dijo una de las mujeres.
—Estamos aquí por Fletcher —añadió otra.
—Fletcher se ha ido —respondió Howie.
—Pues entonces por ti. Tú eres su hijo. ¿Qué tenemos que hacer aquí?
—¿Quieres que destruyamos la hija del Jaff? — preguntó el cowboy, con la mirada de sus ojos azul helado clavada en Jo-Beth.
—¡Por Dios bendito, no!
Alargó la mano para asir el brazo de Jo-Beth, pero la joven se había apartado ya, y se alejaba hacia la puerta.
—Vuelve —le dijo Howie—. No te harán daño.
A juzgar por la expresión de Jo-Beth, estas palabras fueron pobre consuelo para los allí reunidos.
—Jo-Beth... —repitió Howie—, no permitiré que te hagan daño.
Trató de acercarse a ella, pero las criaturas de su padre no estaban dispuestas a permitir que la única esperanza de guía que tenían desapareciera de allí. Antes de que pudiera llegar a donde Jo-Beth se encontraba, Howie sintió que una mano lo agarraba por la camisa, y luego otra, y otra más, hasta que estuvo completamente rodeado por rostros suplicantes, llenos de adoración.
- No puedo ayudaros —gritó—. ¡Dejadme en paz!
Por el rabillo del ojo vio que Jo-Beth corría, espantada, hacia la puerta, la abría y escapaba por ella. La llamó, pero el ruido de las súplicas crecía de tal manera en tomo a él que ahogaba todas sus palabras. Empezó a abrirse paso a la fuerza entre la muchedumbre. Tal vez no fuesen más que sueños, pero no cabía duda de que eran sólidos, y calientes, y al parecer, estaban asustados. Necesitaban un jefe, y le hablan elegido. Pero él no estaba dispuesto a aceptar aquel papel; sobre todo si ello suponía tener que separarse de Jo-Beth.
—¡Dejadme en paz de una puñetera vez! — exigió, mientras se abría paso a manotazos, a arañazos, entre aquellos rostros relucientes, como iluminados por detrás.
Pero el fervor de la gente no disminuyó, al contrario: crecía en proporción a su resistencia. Sólo pudo escapar de sus admiradores inclinándose y saliendo de entre ellos medio a gatas, como quien va por un túnel. Lo siguieron hasta el vestíbulo. La puerta de la calle estaba abierta. Howie salió al sprint de la casa como una estrella de cine rodeada por sus fans, y se vio en plena noche, antes de que pudieran darle alcance. Un oscuro instinto les impidió salir en pos de él, al aire libre, aunque uno o dos, con Benny y el perro Morgan a la cabeza, lo siguieron.
—¡Vuelve a vernos pronto!
El grito del niño, lo persiguió calle abajo como una amenaza.
VII
-1-
La bala le dio a Tesla en el costado, como un golpe asestado por un campeón de pesos pesados. Se sintió empujada hacia atrás, y el sonriente rostro de Tommy-Ray, fue remplazado por las estrellas, que la miraban a través del techo abierto. Se volvían más y más grandes, se hinchaban como grandes llagas relucientes, bordeando la limpia oscuridad.
Lo que ocurrió a continuación sobrepasó su capacidad de comprensión. Oyó una conmoción, un disparo después y los chillidos lanzados por las mujeres que Raúl le había dicho que se congregarían allí a esa hora. Pero ella no estaba demasiado interesada en lo que ocurría en la Tierra. El feo espectáculo del cielo concentraba toda su atención: una bóveda enferma y llena de estrellas a punto de ahogarla con sus luces coloreadas.
«¿Es esto la muerte? — se preguntó—. De ser así —se dijo—, no es para tanto.» Allí había una historia y se puso a pensar: Acerca de una mujer que...
Pero su pensamiento se desvaneció al mismo tiempo que su consciencia: fuera.
El segundo disparo había sido hecho contra Raúl, que se lanzó a todo correr hacia el asesino de Tesla, saltando por encima de la hoguera. La bala no le acertó, pero Raúl se tiró rápidamente a un lado para evitar otro disparo, con lo que dio tiempo a Tommy-Ray para que escapara por la misma puerta por la que había entrado, entre una muchedumbre de mujeres que le dejaron pasar en cuanto oyeron un tercer disparo apuntado al aire, por encima de sus veladas cabezas. Todas prorrumpieron en gritos y huyeron, arrastrando a sus hijos consigo. Con el Nuncio en la mano, Tommy-Ray salió a todo correr hacia la cuesta donde había dejado el coche. Miró hacia atrás y pudo comprobar que el compañero de la mujer, cuyas deshumanizadas facciones y extraordinaria velocidad le habían desconcertado, no lo perseguía.
Raúl puso su mano en la mejilla de Tesla. Ardía de fiebre, pero estaba viva. Se quitó la camisa, que hizo una bola, y la apretó contra la herida; después colocó la mano fláccida de la joven sobre la tela para que no se le cayera. Entonces salió a la oscuridad, al tiempo que llamaba a las mujeres por sus nombres para que salieran de sus escondrijos. Ellas, que lo conocían y se fiaban de él, fueron saliendo y acercándosele.
—Ciudad de Tesla —les dijo.
Y sin más, salió en busca del Muchacho de la Muerte y de su presa.
Tommy-Ray veía ya su coche, o mejor dicho, su forma fantasmal a la luz de la luna, cuando sintió que se escurría. En su esfuerzo por sujetar el frasco y la pistola, lo único que consiguió fue que los dos le resbalaran de las manos. Y él mismo cayó por tierra pesadamente, con el rostro contra el cortante fango. Las piedras le rasgaron todo el cuerpo: muñecas, barbilla, brazos y manos. Cuando se levantó, sintió que sangraba.
—¡Mi cara! — exclamó, pidiendo a Dios que no se le hubiera echado a perder.
Pero ésa no era la única mala noticia. Oyó los pasos del monstruo que se acercaban a él corriendo cuesta abajo.
—Quieres morir, ¿eh? — gruñó Tommy-Ray en dirección a su perseguidor—. No hay problemas, chico, por mí que no quede. ¡No hay problema!
Buscó la pistola, pero había resbalado en el barro y quedado a bastante distancia de él. El frasquito, sin embargo, lo tenía a mano. Lo recogió. Incluso en su situación observó que el contenido ya no estaba pasivo. Lo sintió caliente en la ensangrentada palma y notó movimiento al otro lado del cristal. Tommy-Ray lo asió con más fuerza, para asegurarse de que no le resbalara de nuevo de entre los dedos. El frasquito reaccionó de inmediato: el líquido que contenía comenzó a brillar, a encenderse.
Habían transcurrido muchos años desde que el Nuncio había actuado en Fletcher y Jaffe. Lo que quedaba de él había estado enterrado, lejos de toda vista humana, entre piedras demasiado veneradas para que fuesen movidas. Se había enfriado, olvidado de su mensaje. Pero volvía a recordarlo. El entusiasmo de Tommy-Ray despertaba su vieja ambición.
Tommy-Ray lo vio apretarse contra el cristal del frasco, reluciente como un cuchillo, como el fogonazo de un arma. Entonces rompió su prisión y fue a él, por entre los dedos —abiertos ahora contra su ataque— subiendo hacia el rostro herido.
Su contacto le pareció bastante ligero: sólo un chorro de calor, como el de semen cuando se masturbaba, que le alcanzó en el ojo y en la comisura de la boca. Pero que lo empujó, tirándole contra las piedras, que le ensangrentaron los codos, y también la espalda y el culo. Trató de gritar, mas no consiguió exhalar sonido alguno. Intentó abrir los ojos, para ver dónde había caído, y tampoco pudo. ¡Dios santo! Ni siquiera podía respirar. Sus manos, tocadas por el Nuncio al saltar del frasquito, estaban pegadas a su rostro, y le tapaban los ojos, la nariz, la boca. Era como estar atornillado dentro de un ataúd hecho para una persona de menor talla que él. De nuevo intentó gritar contra la mordaza de la palma de su mano, aunque era perder el tiempo. En algún lugar al fondo de su cabeza oyó una voz que le decía:
—Déjate. Esto es lo que tú querías. Para ser el Chico de la Muerte, primero tienes que conocer la Muerte. Sentirla. Comprenderla. Sufrirla.
En ésa, como quizás en ninguna otra lección de su corta vida, Tommy-Ray se comportó como buen discípulo. Cesó de resistirse al pánico y se dejó llevar, como a lomos de una ola, hacia la oscuridad de alguna orilla que no constaba en ningún mapa. Y el Nuncio lo acompañó. Tommy-Ray sentía cómo elaboraba una nueva sustancia en él a cada sudoroso segundo que transcurría, saltando sobre las puntas de sus rígidos cabellos, marcando un ritmo, el de la muerte, entre los latidos de su corazón.
De pronto, se sintió lleno del Nuncio; o el Nuncio de él; o ambas cosas al unísono. Las manos se le apartaron del rostro, como ventosas, y volvió a respirar.
Después de una docena de jadeos, Tommy-Ray consiguió incorporarse y mirarse las palmas de las manos. Las vio cubiertas de sangre, tanto de la vertida por su rostro herido como de las propias llagas. Pero la sangre se desvanecía ante una realidad más urgente. Con mirada de cadáver pudo ver cómo su propia carne se corrompía ante sus ojos; la piel, ennegrecida e hinchada de gases, se rasgaba; las heridas manaban pus y agua. Al ver aquello no pudo menos de sonreír, y sintió que su sonrisa se ampliaba, desde las comisuras de sus labios hasta las orejas, mientras su rostro se rajaba. Y no era sólo la osamenta de su sonrisa lo que salía a la superficie: los huesos de sus brazos, sus muñecas, sus dedos, aparecían también a la luz a medida que la putrefacción los desnudaba. Bajo su camisa, su corazón y sus pulmones se transformaron en meras cloacas y se deshicieron; sus testículos se desaguaron con ellos; y su polla, agitada, también.
Entretanto, su sonrisa se hacía cada vez más grande, hasta que todo músculo desapareció de su rostro, y, entonces, su sonrisa se trocó en la verdadera sonrisa del Chico de la Muerte, ancha y abierta como jamás pudo ser sonrisa alguna.
Esta visión duró poco. Desapareció nada más aparecer, y Tommy-Ray quedó allí, arrodillado contra las cortantes piedras, mirándose las palmas de las manos cubiertas de sangre.
—Soy el Chico de la Muerte —dijo mientras se levantaba, volviendo la mirada hacia el afortunado monstruo, que había sido el primero en verle transfigurado.
El hombre se había detenido a unos pocos metros de distancia de él.
—Mírame —le dijo Tommy-Ray—: soy el Chico de la Muerte.
El pobre monstruo no hacía más que mirarle, sin comprender nada. Tommy-Ray rompió a reír. Todo deseo de matarle había desaparecido. Quería que este testigo siguiera vivo, para que prestara testimonio en días futuros. Para que dijera: «Yo estuve allí, y lo que presencié fue terrible: vi cómo Tommy-Ray McGuire moría y resucitaba.»
Tommy-Ray permaneció un instante mirando los restos del Nuncio que quedaban en el frasquito, y unos pocos goterones que relucían entre las piedras. No había suficiente para recogerlo y llevárselo al Jaff. Pero le llevaría algo mejor: a sí mismo, limpio ahora de todo miedo, limpio de carne. Sin siquiera mirar al testigo, Tommy-Ray dio media vuelta y lo dejó allí, a solas con su propia confusión.
Aunque el esplendor de la corrupción lo había abandonado ya, seguía latiendo en él una sutil capacidad de visión del pasado que no comprendió hasta que su pie tropezó con un guijarro y se inclinó para recogerlo: algo bonito para Jo-Beth, quizá. Cuando se lo acercó a los ojos, se dio cuenta de que no era un guijarro, sino un cráneo de pájaro, roto y sucio. Pero a sus ojos relucía.
«La muerte reluce —pensó—. Cuando yo la miro, reluce.»
Se guardó el cráneo en el bolsillo y volvió a buen paso al coche. Condujo cuesta abajo, hasta que la carretera le brindó suficiente espacio para dar la vuelta. Entonces salió de allí a una velocidad que hubiera sido suicida con curvas como aquéllas y en una oscuridad como aquélla; pero el suicidio no era ya más que un juguete en manos de Tommy-Ray.
Raúl posó sus dedos en uno de los goterones del Nuncio que había entre las piedras. El Nuncio se levantó en salpicaduras que le tocaron la mano y le penetraron a través de las espirales de las huellas dactilares, ascendieron por la médula de la mano, la muñeca y el antebrazo, desapareciendo en el codo. Raúl sentía, o creía sentir, alguna sutil reconfiguración de sus músculos, como si su mano, que nunca había perdido del todo sus proporciones simiescas, estuviese acercándose un poco más a lo humano gracias a ese contacto. Pero la sensación lo entretuvo sólo un momento: el estado de Tesla le preocupaba más que el suyo propio.
Cuando empezó a subir hacia la Misión se le ocurrió pensar que las gotas del Nuncio que quedaban en el suelo podrían, de alguna manera, ayudarle a curar a la mujer. Porque si no se le prestaba atención pronto, la que fuera, sin duda, moriría. ¿Qué se perdería permitiendo que la Gran Obra interviniese?
Con esa idea, Raúl volvió hacia la Misión, a sabiendas de que si trataba de tocar el frasquito roto, él recibiría su influencia benigna. Tendría que transportar a Tesla cuesta abajo hasta donde estaban esparcidos aquellos preciosos goterones.
Las mujeres habían encendido velas en torno a Tesla, que ya parecía cadáver. Sin pérdida de tiempo, Raúl dio instrucciones a las mujeres que envolvieron a la joven en chales y lo ayudaron a llevarla un trecho del camino. Tesla no pesaba mucho, y Raúl le sostuvo la cabeza y los hombros mientras dos de las mujeres la levantaban de las piernas y una tercera cuidaba de que la bola de tela que era la camisa, ahora empapada en sangre, no se separa del agujero producido por la bala.
Tardaron bastante tiempo, tropezando en la oscuridad; pero, después de haber sido tocado dos veces por el Nuncio, Raúl no tuvo la menor dificultad en dar de nuevo con el lugar. Era como dos mitades que se reúnen. Advirtiendo a las mujeres que no tocaran el líquido con los dedos y los pies, Raúl sostuvo todo el peso de Tesla con sus brazos y fue bajándola hasta que su cabeza quedó cercada de salpicaduras del Nuncio. Entonces observó que el frasquito contenía aún algo de líquido: suficiente, como mucho, para llenar una cucharilla de café. Con gran suavidad, Raúl volvió la cabeza de Tesla hacia el frasquito. Cuando sintió la proximidad de la joven, el líquido que quedaba comenzó a ejecutar una danza de luciérnagas...
...el brillante veneno que había llovido sobre Tesla cuando cayó ante la bala de Tommy-Ray se solidificó en cuestión de segundos: se convirtió en un lugar gris y sin facciones donde ella permanecía acostada, sin comprender qué hacía allí caída. No recordaba la Misión, ni a Raúl, ni a Tommy-Ray. Ni siquiera recordaba su propio nombre. Todo eso estaba al otro lado de la pared, a donde ella no podía llegar. Quizá nunca volviera allá, pero le daba igual. Como nada recordaba, nada echaría de menos.
Pero, entonces, sintió que algo arañaba la pared desde el otro lado, y oyó su canturreo mientras arañaba, como un amante que horadase la piedra de su celda, decidido a reunirse con ella. Tesla escuchó, y esperó, no tan olvidada ya de todo ni tan indiferente a la fuga. Lo primero que volvió a su memoria fue su nombre, oído entre aquel canturreo que le llegaba del otro lado de la pared. Luego recordó el dolor de la bala, y el rostro sonriente de Tommy-Ray, y a Raúl, y la Misión, y...
Al Nuncio.
Ése era el poder que ella había ido a buscar, y que ahora, a su vez, la buscaba a ella, horadando las paredes de su limbo. Los pensamientos intercambiados con Fletcher acerca de ese genio transformador del Nuncio habían sido demasiado breves, aunque no tanto como para que Tesla no hubiese comprendido su función básica suficientemente bien. Una función que actuaba sobre cualquier envoltorio en el que se introdujese; una carrera contra la entropía hacia alguna conclusión que nadie, ni siquiera su cliente/víctima, adivinaría; mucho menos podría dominar. ¿Estaba ella preparada para dirigir tan milagroso poder? Un poder que había convertido a Jaffe en una fuerza del mal, y a Fletcher, en un santo desconcertado.
¿En qué la transformaría a ella?
En el último instante, Raúl dudó de que aquella medicina fuese eficaz, y alargó la mano para apartar a Tesla del contacto con el Nuncio, pero éste ya saltaba desde los restos del frasquito hacia el rostro de la mujer herida. Ella lo inhaló como aliento líquido. Alrededor de su cabeza, en tanto, las otras gotas que había entre las piedras volaban hacia su cabellera y su cuello.
Tesla boqueó, mientras su cuerpo reaccionaba, tembloroso, ante la entrada del mensajero. Y de pronto, con la misma rapidez, sus articulaciones y nervios quedaron inmóviles.
—No te mueras, no te mueras —susurró Raúl.
Iba a poner su boca sobre la de ella, en un último esfuerzo por mantenerla viva, cuando observó movimiento detrás de los cerrados párpados. Los ojos de Tesla se movían de un lado a otro con violenta presteza, escrutando alguna visión que sólo ella podía ver.
—Viva... —murmuró Raúl.
A su espalda, las mujeres, que habían observado toda la escena sin comprender nada, lanzaron gemidos, rezos y lamentos de gratitud, o, quizás, atemorizadas por lo que acababan de ver. Raúl no lo sabía, pero añadió sus propias plegarias en voz baja, sin saber mejor que ellas la razón que le inducía a hacerlo.
-2-
Las paredes desaparecieron de pronto. Como una brecha en un dique en un lugar apenas visible, y que después se derrumba de lado a lado por la avalancha del agua que sujeta.
Tesla había pensado que volvería a ver el mundo que había dejado en cuanto aquellos muros se deshicieran en escombros. Estaba equivocada. Allí no había Misión, ni Raúl. En su lugar tenía ante los ojos un desierto iluminado por un sol que aún no había llegado a su más alto grado de ferocidad, suavizado, además, por ráfagas de viento que la recogieron, en el instante mismo en que las paredes cayeron, y la elevaron del suelo. Su velocidad era aterradora, pero no tenía medio alguno de aminorarla, ni de cambiar de dirección siquiera, porque carecía de miembros, y de cuerpo. Estaba siendo pensada; era pura, en un lugar puro.
Luego tuvo delante una visión que desmintió todo aquello. Había huellas de ocupación humana en el horizonte: una ciudad enclavada en el centro de aquel lugar en ninguna parte. Su velocidad no disminuyó al acercarse. Resultaba evidente que aquella ciudad no era su destino, si es que tenía alguno. Se le ocurrió pensar que quizá se pasaría el resto de sus días viajando, viajando sin cesar. Que el estado de su ser era sólo de movimiento, un viaje sin propósito ni conclusión algunos. Tuvo tiempo, mientras sobrevolaba la calle principal, de observar que, aunque aquella ciudad estaba formada con tiendas y casas de sólida construcción, carecía de todo rasgo distintivo, de carácter; es decir, no tenía ni gente ni estilo propios. No había letreros en las tiendas, ni señales en las encrucijadas de las carreteras; ni huella de presencia humana. Para cuando Tesla se hubo dado cuenta de algo tan extraño, se encontraba ya al otro extremo de la ciudad, sobrevolando de nuevo, a toda velocidad, la llanura quemada por el sol. La vista de la ciudad, por breve que hubiera sido, había dado fundamento a la idea que Tesla tenía de que se encontraba sola. Su viaje, además de ser eterno, lo haría sin compañía. «Esto es el infierno —se dijo—. O por lo menos, una buena versión de trabajo del infierno.»
Comenzó a preguntarse cuánto tiempo tardaría su mente en buscar refugio contra este horror en la locura. ¿Un día? ¿Una semana? ¿Habría divisiones de tiempo? ¿Se ponía, acaso, el sol?, ¿volvía a salir? Tesla se esforzó por mirar el cielo, pero como tenía el sol a la espalda, y ella carecía de cuerpo, no arrojaba sombra alguna que le permitiera definir la posición del sol, ni tenía la posibilidad de volver la cabeza y mirar.
A pesar de todo, había algo que ver, algo más curioso que la ciudad: una solitaria torre o poste de señales, de acero, que se levantaba en medio del desierto, con alambres que salían de ella como si fueran a levantar el vuelo de un momento a otro. Y, al igual que la ciudad, esa visión desapareció en cuestión de segundos. Aquello tampoco brindó consuelo alguno a Tesla. Pero, una vez pasado, sintió que una nueva sensación la invadía, le pareció que las nubes y la arena que se extendían debajo de ella huían de algo. ¿Tal vez algún ser había estado al acecho en aquella muda y ciega ciudad, agazapado de modo que nadie pudiera verlo, y ahora, estimulado por la cercanía de una presencia humana, iba tras ella? No podía volverse, tampoco oír; ni siquiera sentía las pisadas en la tierra del que se le acercaba. Pero acabaría por alcanzarla. Si no en ese momento, muy pronto. Era implacable, inevitable. Y el instante mismo en que lo viera por primera vez sería también el último.
De pronto, ¡un refugio! A bastante distancia aún, pero que crecía en volumen a medida que se acercaba a él, Tesla vio algo que le pareció una cabaña de piedra, con las paredes pintadas de blanco. Su aterradora velocidad se redujo. Todo parecía indicar que su viaje, a fin de cuentas, tenía un destino: aquella choza.
Su mirada permaneció fija en aquel lugar, en busca de alguna huella humana. Su visión periférica acabó por captar un movimiento a alguna distancia a la derecha de la choza. Aunque menor, su velocidad seguía siendo considerable, y la imposibilidad que tenía de mover la cabeza la impidió ver algo más que un atisbo insuficiente de la figura que se movía. Pero era humana, y femenina, y vestida de harapos: eso fue todo lo que pudo ver. Aunque la choza estuviera tan deshabitada como la ciudad, por lo menos tuvo el consuelo —por pequeño que fuera— de ver otra alma solitaria vagando por aquellos extremos parajes desiertos. Buscó a la mujer con la vista, pero había desaparecido. Y, además, Tesla tenía una misión más urgente: la choza estaba encima, o casi encima de ella (o era ella la que estaba encima de la choza), y su velocidad seguía siendo lo bastante grande como para destruir la choza y a la visitante con sólo el impacto. Se preparó mentalmente, reflexionando que una muerte así sería preferible al viaje eterno que tanto temía.
Entonces, de pronto, un repentino parón; estaba delante de la puerta. De trescientos kilómetros por hora de velocidad, había pasado a cero en la mitad de tiempo que tarda un latido.
La puerta estaba cerrada, pero Tesla intuyó que una presencia por encima de su hombro entraba en su campo visual (a pesar de que era incorpórea, le resultaba imposible no pensar de términos de encima de y detrás). Era serpentina, del grosor de su muñeca, y tan oscura que incluso a la brillante luz del sol le era imposible ver detalle alguno de su anatomía. No tenía dibujos, y carecía de cabeza, ojos, boca y extremidades. Sin embargo, sí poseía fuerza. La suficiente, al menos para abrir la puerta de un empellón. Luego se apartó, dejando a Tesla pensativa sobre si habría visto la bestia entera o sólo uno de sus miembros.
La cabaña no era grande, con una mirada se la veía entera. Las paredes eran de piedra, sin adornos, el suelo, de tierra apisonada. No había cama, ni otros muebles. Sólo un pequeño fuego, que ardía en medio del suelo, cuyo humo tenía salida por un agujero practicado en el techo, pero, a pesar de ello, insistía en quedarse dentro y ensuciar el aire que mediaba entre Tesla y el único ocupante de la cabaña.
Éste parecía tan viejo como las piedras de las paredes, desnudo y sucio, al igual que ellas; su piel de papel estaba estirada hasta casi romperse sobre huesos de pájaro. Se le había quemado la barba a trechos, dejando en algunos sitios mechones aislados de pelo gris. Tesla se preguntó si esto habría sido idea de él. La expresión de su rostro sugería una mente en avanzado estado catatónico.
Pero apenas entró Tesla, él levantó los ojos, fijó la mirada en ella y la vio a pesar de su completa falta de sustancia tísica Carraspeó, y luego escupió la flema en el fuego.
—Cierra la puerta —ordenó.
—¿Me ve? — preguntó Tesla—, ¿me oye?
—Por supuesto —dijo el otro—; y ahora, haz el favor de cerrar la puerta.
—¿Y cómo quiere que lo haga? — preguntó Tesla—. No tengo... manos. Nada.
—Puedes cerrarla —insistió él—, con sólo imaginártela.
—¿Cómo dice?
—¡Oh, por Dios! ¿Tan difícil es? Ya te has mirado bastantes veces para saber cómo eres. Hazte tangible. Venga. Hazlo por mí. — Su tono de voz variaba entre la amenaza y el halago—. Tienes que cerrar la puerta...
—Ya lo intento.
—No con la suficiente energía —fue la respuesta.
Tesla se detuvo un momento antes de formular una pregunta más.
—Estoy muerta, ¿verdad?
—¿Muerta? No.
—¿No?
—El Nuncio te ha conservado viva. Estás vivita y coleando; pero tu cuerpo sigue en la Misión. Yo lo quiero aquí. Tenemos algo que hacer.
Era una buena noticia saber que seguía viva, aunque su carne estuviera separada de su espíritu. Tesla estimulada al saberse viva, pensó con intensidad, casi violentamente, en el cuerpo que creía perdido, en el cuerpo en el que ella había crecido durante más de treinta y dos años. No era un cuerpo perfecto, desde luego; pero era todo suyo. Sin silicona, añadidos ni faltas. Le gustaban sus manos y sus muñecas de hueso fino; sus senos, algo bizcos, con el pezón izquierdo el doble de grande que el derecho; su cono; su culo... y, sobre todo, le gustaba su rostro, con sus rasgos y sus risueños hoyuelos.
Con imaginarlo bastaba. Con figurarse lo esencial, para trasladarlo del lugar de donde su espíritu había llegado hasta allí. Tesla pensó que el viejo la estaba ayudando. Su mirada, aunque todavía fija en la puerta, se dirigía hacia dentro. Los tendones de su cuello resaltaban como cuerdas de arpa; su boca sin labios se contraía.
La energía del viejo fue una gran ayuda. Tesla sintió que perdía ligereza, que se volvía tangible en el interior de la cabeza, como una sopa que se condensara al calor de su imaginación. Hubo un instante de duda, durante el que casi sintió perder la alegría de ser mero pensamiento; pero, en ese momento, recordó su sonriente rostro reflejado en el espejo al salir de la ducha por la mañana. Era una estupenda sensación la de madurar en aquella carne, aprendiendo a gozar de ella sin otro objeto que el goce en sí. El sencillo placer de un buen eructo, o, mejor aún, de un sonoro pedo: uno de esos que tanto acomplejaban a Butch. Enseñar a su paladar a distinguir entre dos vodkas; a sus ojos a apreciar a Matisse. Había más ventajas que pérdidas en recuperar su cuerpo y su mente.
—Casi —oyó que el viejo decía.
—Lo noto.
—Un poco más. Haz que aparezca.
Tesla fijó la vista en el suelo, consciente de que ahora tenía la posibilidad de conseguirlo. Sus pies se encontraban allí, firmes en el umbral, desnudos. Y también, solidificándose ante sus ojos, estaba el resto de su cuerpo. Desnudo por completo.
—Ahora —dijo el hombre junto al fuego—, cierra la puerta.
Tesla se volvió para hacerlo, su desnudez no la preocupaba absolutamente nada después del esfuerzo que había hecho para trasladar su cuerpo. Hacía ejercicios en el gimnasio tres veces a la semana. Sabía que su vientre era duro y su culo firme. Además, a su anfitrión le daba igual, pues también él estaba desnudo, y apenas había dirigido a Tesla otra cosa que una mirada rápida e indiferente. Si alguna vez había habido lujuria en aquellos ojos, ya hacía tiempo que no la había.
—Bueno —dijo el viejo—, me llamo Kissoon. Y tú eres Tesla. Siéntate. Habla conmigo.
—Tengo muchas preguntas que hacer —le dijo ella.
—Me sorprendería que no las tuvieses.
—¿Puedo preguntar?
—Pregunta; pero antes, siéntate.
Tesla se sentó en cuclillas al otro lado del fuego, frente al viejo. El suelo estaba caliente; el aire, también. A los treinta segundos, los poros de Tesla empezaron a transpirar. Fue una sensación agradable.
—Primero —dijo ella—. ¿Cómo he llegado aquí? ¿Dónde estoy?
—En Nuevo México —respondió Kissoon—, y respecto a cómo, resulta algo más difícil de responder. Pero es esto, más o menos: he estado observándote, a ti y a varios otros, en espera de poder traer a alguno de vosotros aquí. Tu casi muerte y el Nuncio me han ayudado a vencer tu resistencia al viaje. También es verdad que no tenías otra opción.
—¿Cuánto sabe sobre lo que está sucediendo en Grove?
El viejo emitió sonidos sordos con la boca, como si tratara de humedecerla con saliva. Y cuando, respondió, lo hizo en un tono de fatiga:
—¡Dios mío, demasiado! Sé demasiado.
—El Arte. La Esencia. ¿Sabe... todo eso?
—Sí —dijo él, con el mismo aire de desánimo—. Sé todo eso. Y fui yo quien lo empezó, ¡tonto de mí! La criatura a la que conoces por el nombre de el Jaff estuvo una vez sentado ahí mismo, donde tú estás sentada ahora. Y entonces era un hombre como los demás. Randolph Jaffe, tipo impresionante a su manera, tenía que serlo para poder llegar hasta aquí, eso desde luego; pero, en fin, era un hombre como los demás.
—¿Y vino del mismo modo que yo? — preguntó ella—, quiero decir si también estuvo al borde de la muerte.
—No. Lo que ocurrió es que tenía más sed del Arte que la mayoría de la gente que lo buscaba, y que no se dejaba engañar por cortinas de humo ni por ficciones ni por esas tretas que despistan a casi todo el mundo. Siguió buscando, sin desanimarse, y acabó por dar conmigo. — Kissoon miró a Tesla a través de los párpados entornados, como si la vista fuera a agudizársele de esa manera y pudiera, así, meterse en el cerebro de la joven—. ¿Qué más se puede decir?
—Habla como Grillo —observó ella—. ¿También lo ha vigilado?
—Una o dos veces, cuando se me cruzó en el camino —dijo Kissoon—. Pero él carece de importancia. Tú, en cambio, sí que la tienes. Eres muy importante.
—¿Cómo lo sabe?
—Para empezar, porque te encuentras aquí. Desde Randolph, nadie ha estado aquí, y mira las consecuencias. Éste no es un sitio corriente. Seguro que ya lo has observado. Esto es una curva; es decir, un tiempo fuera del tiempo, y yo la hice.
—¿Fuera del tiempo? — preguntó ella—. No entiendo.
—La otra cuestión es dónde empezar, ¿no te parece? Primero, qué es lo que se puede decir, y luego, dónde se puede empezar... Bien, te diré. Ya conoces el Arte. Y también la Esencia. ¿Conoces el Enjambre?
Tesla movió la cabeza.
—Es..., mejor dicho, era una de las órdenes religiosas más antiguas del Mundo. Una secta diminuta, nunca fuimos más de diecisiete, que tenía un dogma, el Arte; un cielo, la Esencia; un objetivo, mantener puros a los dos. Éste es su signo —añadió, al tiempo que recogía del suelo un pequeño objeto que estaba delante de él y se lo lanzaba a Tesla.
Al principio, ella pensó que se trataba de un crucifijo. Era una cruz, y en su centro había un hombre abierto de brazos y piernas. Sin embargo, cuando lo miró de cerca, Tesla vio que no era así. El mástil y los brazos del símbolo llevaba otras formas marcadas que parecían formar parte de la figura central.
—¿Me crees? — preguntó el otro.
—Sí, le creo.
Le devolvió el símbolo, extendiendo el brazo por encima del fuego.
—La Esencia tiene que ser preservada, a costa de lo que sea. Eso lo has aprendido de Fletcher, ¿verdad?
—Sí, es lo que me dijo. ¿Era él miembro del Enjambre?
Kissoon la miró, desdeñoso.
—No, nunca habría estado a la altura. Era un simple empleado. El Jaff lo contrató para tener un atajo químico hacia el Arte, y hacia la Esencia.
—Que era lo mismo que el Nuncio.
—Exacto.
—¿Y le sirvió?
—Le hubiera servido si Fletcher no hubiese llegado a tocarlo.
—Ésa fue la razón de su lucha en Grove —dijo Tesla.
—Sí —respondió Kissoon—, por supuesto. Pero si sabes eso tiene que ser porque Fletcher te lo dijo.
—Tuvimos poco tiempo. Me explicó retazos. Muchos de ellos de una forma muy vaga.
—Fletcher no era un genio. Si dio con el Nuncio fue más por suerte que por talento.
—¿Lo conoció usted?
—Ya te he dicho que por aquí no ha venido nadie desde Jaffe. Estoy solo.
—Eso no es cierto —repuso Tesla—. Había alguien fuera.
—¿Te refieres al Lix, la serpiente que te ha abierto la puerta? Eso no es más que una creación mía. Un garabato. Aunque la verdad es que lo he pasado bien criándolos...
—No, no me refería a eso —dijo ella—; había una mujer, en el desierto. La he visto.
—¿De veras? — El rostro de Kissoon pareció ensombrecerse—. ¿Una mujer? — sonrió un poco—. Bien... me había olvidado. Es que todavía sueño alguna que otra vez; y tiempo hubo en el que sabía conjurar ante mí cualquier cosa que deseara con sólo soñar con ella. ¿Estaba desnuda?
—No, no creo.
—¿Bella?
—No la he visto de cerca.
—Vaya, qué lástima. Pero así es mejor para ti. Aquí eres vulnerable, y no me gustaría ofenderte teniendo a tu lado un ama exigente. — Su voz, al decir esto, se hizo más ligera, hasta casi convertirse en frívola—. Si vuelves a verla, te aconsejo que te mantengas a distancia No te acerques a ella bajo ningún concepto.
—No lo haré.
—Ojalá sepa llegar hasta aquí. Y no es que yo pueda hacer mucho ahora. Esta carcasa... —Miró un momento su agostado cuerpo— ha visto mejores días. Pero puedo mirar. Me gusta mirar. Incluso a ti, si no te importa que te lo diga.
—¿Qué significa eso de incluso? — preguntó Tesla.
Kissoon rompió a reír, y su risa era baja y sorda.
—Sí, dispensa, lo he dicho a modo de cumplido. Todos estos años a solas me han hecho perder las buenas maneras.
—Pero puede volver, ¿o no? — dijo Tesla—. Usted me ha traído. ¿No es un viaje de dos direcciones?
—Sí y no —contestó él.
—¿Qué significa eso?
—Significa que podría, pero no puedo.
—¿Por qué?
—Soy el último miembro del Enjambre. El último conservador vivo de la Esencia. Los demás han sido asesinados, y todos los intentos de poner a otros en su lugar han quedado en nada. ¿Te extraña que viva apartado?, ¿que me limite a observar desde una distancia prudente? Si muero sin volver a fundar la tradición del Enjambre, la Esencia quedará indefensa, y pienso que comprendes lo suficiente para darte cuenta del cataclismo que eso supondrá. La única manera posible de volver a salir al mundo e iniciar esa obra vital es con otra forma. Con otro... cuerpo.
—¿Quiénes son los asesinos? ¿Lo sabe?
De nuevo, aquel sutil recelo.
—Tengo mis sospechas —replicó él.
—Pero no lo dice.
—La historia del Enjambre está llena de atentados contra su integridad. Tiene enemigos humanos, subhumanos, inhumanos... Si empezara a contarte nunca terminaríamos.
—¿Está escrito algo de esto que dice?
—¿Para que puedas estudiarlo? No. Pero si sabes leer entre líneas en otras historias, encontrarás al Enjambre por todas partes. Es el secreto que yace bajo todos los secretos. Religiones enteras fueron fundadas y alimentadas para distraer la atención de la gente, para alejar a los buscadores espirituales del Enjambre, del Arte y de lo que el Arte conllevaba. No costó trabajo. A la gente se la despista con facilidad si se les distrae con el aroma adecuado. Promesas de revelación, de resurrección del cuerpo, de cosas así...
—¿Quiere decir...?
—¡No interrumpas! — exclamó Kissoon—. Por favor, ahora empieza a entrar en materia.
—Dispense —respondió Tesla.
«Esto casi parece una feria, — pensó Tesla—. Como si tratara de venderme esta extraordinaria historia.»
—Bien. Como iba diciendo... se puede encontrar el Enjambre en cualquier parte, si se sabe cómo buscar. Y hay gente que supo. A lo largo de los años, varios hombres y mujeres como Jaffe, se las han ingeniado para ver a través de las ficciones y de las cortinas de humo, y rastrearon las pistas, descubrieron las claves, y las claves de las claves, hasta que se hallaron muy cerca del Arte. Entonces, como es natural, el Enjambre se vio obligado a intervenir y actuar como nos pareció oportuno, estudiando caso por caso. Algunos de estos buscadores espirituales, como Melville (*), Emily Dickinson (**), una selección muy interesante, los iniciamos en lo más profundo y sagrado de nuestros secretos; los preparamos para relevarnos cuando la muerte nos diezmara. A otros los juzgamos indignos.
(*) Poeta y novelista estadounidense, considerado uno de los mejores prosistas de habla inglesa. Autor de Moby Dick.
(**) Poetisa estadounidense.
—¿Y qué hicieron con ellos?
—Pues servirnos de nuestras artes para borrar de su memoria toda huella del descubrimiento. Por supuesto, a veces, esto les costó la vida. No es posible arrancarle a un hombre de golpe la búsqueda del sentido de la vida y esperar que siga vivo; sobre todo si ha estado a punto de dar con la respuesta. Yo sospecho que uno, o una, de los que rechazamos recordó, y...
—Y asesinó a los miembros del Enjambre.
—Parece la teoría más razonable. Tuvo que ser alguien que conociese al Enjambre y su manera de actuar. Lo cual me retrotrae a Randolph Jaffe.
—Me resulta difícil pensar en él como en Randolph —dijo Tesla—, e incluso en que sea humano.
—Pues créeme, lo es. Y también el error de juicio más grande que jamás he cometido. Le dije demasiado.
—¿Más que a mí?
—La situación se ha vuelto desesperada —explicó Kissoon—. Si no te lo cuento a ti, y consigo que me ayudes, estamos perdidos. Pero con Jaffe... fue una estupidez por mi parte. Quería compartir mi soledad con alguien, y elegí mal. Si los demás hubiese estado vivos habrían intervenido, y me hubieran impedido tomar una decisión tan estúpida al darse cuenta de lo corrompido que Jaffe estaba. Yo no lo noté. Me alegré de que me hubiera encontrado. Quise su compañía, deseaba dar con alguien que me ayudara a llevar el peso del Arte. Y creé un peso mucho más gravoso. Alguien con el poder necesario para acceder a la Esencia, aunque sin el menor refinamiento espiritual.
—Y con un ejército, además.
—Lo sé.
—¿De dónde lo ha sacado él?
—De donde todo se origina. De la mente.
—¿Todo?
—Ya vuelves a hacer preguntas.
—Es que no puedo remediarlo.
—Pues sí, todo. El Mundo y sus actos, las buenas acciones y las malas, dioses, piojos y calamares. Todo procede de la mente.
—No lo creo.
—¿Piensas que me importa?
—La mente no puede crearlo todo.
—¿He dicho acaso la mente humana?
—Ah.
—Si escucharas con más atención no necesitarías hacer tantas preguntas.
—Pero lo que usted quiere es que comprenda; de no ser así no me dedicaría tanto tiempo.
—Tiempo fuera del tiempo. Pero, sí..., sí, quiero que comprendas. Dado el sacrificio que tendrás que hacer, es importante que sepas por qué.
—¿Qué sacrificio?
—Ya te lo he dicho. No puedo salir de este lugar con mi cuerpo. Me reconocerían y me asesinarían, como a los otros.
A pesar del calor que hacía, Tesla se estremeció.
—No sé si le entiendo —dijo.
—Y tanto que me entiendes.
—¿Quiere que le ayude a salir de aquí de alguna manera?, ¿representarle?
—No es bastante.
—¿No puedo, simplemente, actuar por usted? — preguntó ella—. ¿Ser como su agente? Me las arreglo muy bien por ahí fuera.
—Estoy seguro de ello.
—Bien, explíquemelo, y haré lo que sea necesario.
Kissoon movió la cabeza.
—Hay infinidad de cosas que ignoras —dijo él—. Se trata de un cuadro demasiado vasto, tanto que ni siquiera he intentado descubrírtelo. Dudo que tu imaginación sea capaz, de abarcarlo.
—Haga la prueba —dijo ella.
—¿Estás segura?
—Muy segura.
—Bien, pues la cuestión no es sólo el Jaff. Puede que mancille la Esencia, pero no acabará con ella.
—Entonces, ¿cuál es el problema? — preguntó Tesla—. Sólo sabe hablar de esa mierda sobre la necesidad de sacrificio. ¿Por qué, si la Esencia sabe defenderse sola?
—¿Por qué no te limitas confiar en mí?
Tesla le lanzó una fija y dura mirada. El fuego había bajado mucho, pero sus ojos se habían acostumbrado a aquella penumbra ámbar. Una parte de ella deseaba ardientemente tener fe en alguien; pero había pasado la mayor parte de su vida adulta aprendiendo el peligro que eso conllevaba. Hombres, agentes, directores de estudios, ¡tantos!, la habían pedido que confiara en ellos, y ella les había hecho caso, ¿pero para qué? Para que la jodieran bien jodida. Era demasiado tarde para aprender ahora nuevas maneras de conducirse. Tesla se había vuelto cínica hasta la médula. Y si alguna vez cambiaba en eso, dejaría de ser Tesla, y a ella le gustaba ser Tesla. La conclusión lógica, era, por consiguiente, clara como el día: ese cinismo perduraba en ella. Por eso, Contestó:
—No. Lo siento pero no puedo tener fe en usted. No lo tome como algo personal. Le respondería lo mismo a cualquiera que me dijera lo mismo. Quiero enterarme de todo, hasta el fondo.
—¿Y qué significa eso?
—Pues que deseo saber la verdad, o no le daré nada a cambio.
—¿Estás segura de que podrías negarte? — preguntó Kissoon.
Tesla, que miraba hacia un lado, se volvió con los labios apretados, la actitud de sus heroínas favoritas cuando reaccionaban ante una acusación.
—Eso era una amenaza —dijo.
—Pues, sí, podrías entenderlo como tal —observó él.
—Entonces, que le den por el culo...
Kissoon se encogió de hombros. Su pasividad —la manera casi indolente de mirarla— sirvió sólo para irritar aún más a Tesla.
—¡No tengo por qué seguir sentada, escuchando!
—¿No?
—¡No! Además me esconde algo.
—Estás comportándote de un modo ridículo.
—No lo creo.
Tesla se levantó. Los ojos de Kissoon no siguieron sus movimientos, pero se lijaron en su ingle, y ella se sintió violenta de pronto por hallarse desnuda en su presencia. Quiso ponerse su ropa, que, sin duda, seguiría en la Misión, maloliente y ensangrentada. Si quería volver allí, sería mejor que se pusiera en marcha. Se volvió hacia la puerta.
A su espalda, Kissoon le dijo:
—Espera, Tesla. Haz el favor de esperar. El error ha sido mío. Te doy la razón. El error ha sido mío. ¿Quieres tener la bondad de volver?
El tono de su voz era conciliante, pero Tesla captó una siniestra marea en ella. «Está irritado —pensó—. A pesar de todo su equilibrio espiritual, está irritadísimo.» Para ella fue una lección en el arte del diálogo, el haber captado las púas bajo el ronroneo. Se volvió, dispuesta a seguir escuchándole, insegura de conseguir la verdad de aquel hombre. Con una sola amenaza le bastaba para dudar.
—Bien, pues prosiga —dijo.
—¿No te sientas?
—Estoy bien de pie —repuso ella. A pesar de que pretendía no asustarse, de pronto se dio cuenta de que lo estaba. Decidió pensar que su piel era ropa y permanecer de pie, desnuda—. No quiero sentarme.
—Pues entonces trataré de explicártelo todo lo más de prisa posible —dijo él. Y lo cierto fue que prescindió de toda ambigüedad en sus maneras, para mostrarse considerado, aun humilde—. Incluso yo, y eso lo entenderás, no tengo todos los datos a mi disposición; aunque dispongo de los suficientes para convencerte del peligro que nosotros corremos.
—¿Y quiénes son nosotros?
—Los habitantes del Cosmos.
—¿Otra vez?
—¿No te lo explicó Fletcher?
—No.
Kissoon suspiró.
—Imagínate la Esencia como un mar.
—Me lo imagino...
—A un lado de ése está la realidad que habitamos. Un continente de vida, si te parece, cuyos perímetros son el sueño y la muerte.
—De momento va bien.
—Ahora... imagínate que hay otro continente, situado al otro lado del mismo mar.
—Otra realidad.
—Sí. Tan vasta y compleja como la nuestra. Y tan llena de energías, de especies y de apetitos. Pero dominada, como el Cosmos, por una especie concreta, llena de extraños apetitos.
—No me gusta oír esto.
—Dijiste que querías la verdad.
—No estoy diciendo que le crea.
—Ese otro lugar es el Metacosmos. Y esa especie son los Uroboros del Iad. Existen.
—¿Y sus apetitos? — preguntó Tesla, no muy segura de querer enterarse.
—La pureza. La singularidad. La locura.
—Pues ya es hambre.
—Tenías razón cuando me has acusado de no estar diciéndote la verdad. No te dije más que una parte de ella. El Enjambre montaba guardia en las orillas de la Esencia para impedir que el Arte fuera mal utilizado, tergiversado por la ambición humana; también vigilaba el mar...
—¿Por si había una invasión?
—Eso era lo que temíamos. Quizás incluso lo esperábamos. No se trataba de una paranoia nuestra. Los más profundos sueños del mal son aquellos en los que husmeamos al Iad, al otro lado de la Esencia. Los terrores profundos, las imaginaciones más horribles que acechan a la mente humana son los ecos de sus ecos. Te estoy dando más razones para que tengas miedo, Tesla, de las que oirías de cualesquiera otros labios. Te estoy diciendo lo que sólo los espíritus más fuertes son capaces de oír.
—¿Y no hay ninguna buena noticia? — preguntó Tesla.
—¿Quién te ha prometido alguna buena noticia? ¿Quién dijo, incluso, que iba a haber buenas noticias?
—Jesucristo —replicó ella—, Buda, Mahoma...
—Fragmentos de historias, amasados por el Enjambre para hacer cultos con ellos. Distracciones.
—Eso sí que no puedo creerlo.
—¿Y por qué? ¿Eres cristiana?
—No.
—¿Budista?, ¿mahometana?, ¿hindú?
—No. No. No.
—Pero insistes en creer las buenas noticias —dijo Kissoon—. Muy práctico.
Tesla sintió como si hubiese sido golpeada muy fuerte en pleno rostro por un maestro que hubiera estado siempre tres o cuatro pasos por delante de ella durante toda la discusión, guiándola con firmeza y a hurtadillas, a una situación en la que ya no podría decir más que absurdos. Y absurdo era asirse a esperanzas celestiales cuando, al mismo tiempo, se reía de todas las religiones que pasaban ante su puerta— Pero si vaciló ante esas palabras no fue porque Kissoon la hubiera dejado sin argumentos. Ella estaba acostumbrada a salir perdiendo en innumerables discusiones sin que eso la preocupase demasiado. Lo que le dolía en el estómago era ver que sus defensas contra tantas otras cosas dichas por Kissoon se venían abajo al mismo tiempo. Si una parte de lo que Kissoon le había dicho, fuese verdad, y el mundo en que ella vivía —el Cosmos— se hallaba en peligro, la consecuencia lógica era: ¿qué derecho tenía ella a poner su vida por encima de tan desesperada necesidad de ayuda? Incluso en el supuesto de que pudiera salir de aquel tiempo fuera del tiempo, no podría regresar al mundo sin preguntarse a cada momento si, al dejar a Kissoon abandonado a sus recursos, no echaría a perder la única oportunidad que el Cosmos tenía de sobrevivir. Debía seguir allí; entregarse a Kissoon. Y no porque creyera todo lo que el viejo le había dicho, sino porque no podía arriesgarse a equivocarse.
—No tengas miedo —le oyó decir—. La situación no está peor ahora que hace cinco minutos... Discutes muy bien, y ahora ya sabes la verdad.
—No resulta nada cómoda —dijo ella.
—No, la verdad es que no —respondió Kissoon, bajo—, de eso me doy perfecta cuenta. Tú te la darás de lo duro que tiene que ser llevar este peso uno solo, y también de que, sin ayuda, acabaré por derrumbarme.
—Sí, me doy cuenta —admitió ella.
Se había apartado un poco del fuego, y se hallaba en pie, contra la pared de la cabaña, tanto para apoyarse en ella como para sentir el frescor de la piedra contra su espalda. En esa postura, Tesla miraba al suelo, dándose cuenta de que Kissoon había empezado a levantarse. No lo miró, pero oyó sus gruñidos, seguidos de su petición:
—Necesito ocupar tu cuerpo —dijo él—. Lo que significa, mucho me temo, que deberás desocuparlo.
El fuego había quedado reducido casi a cenizas, pero su humo se condensaba y se apretaba contra la nuca de Tesla, lo que le imposibilitaba levantar la cabeza y mirar a Kissoon aunque hubiera querido hacerlo. Comenzó a temblar. Primero, las rodillas; luego, las manos. Kissoon seguía hablando mientras se acercaba a ella. Tesla oyó sus pies, que se arrastraban al andar.
—No te dolerá —dijo él—, lo único que has de hacer es permanecer quieta, fijar los ojos en el suelo...
Un lento pensamiento la invadió: ¿no sería Kissoon el que, de alguna manera, estaba condensando el humo, para que ella no pudiera mirarle?
—En un momento habremos terminado...
Tesla se dijo que el viejo hablaba como un anestesista. Su temblor aumentó. El humo intensificaba su presión cuanto más se le acercaba Kissoon. Tesla estaba segura de que él era el causante. No quería que lo mirase. ¿Y por qué? ¿Estaría acercándose a ella con cuchillos en la mano, para vaciar su cerebro, y así deslizarse detrás de sus ojos?
Resistir a la curiosidad nunca había sido uno de sus fuertes. Cuanto más se le acercaba Kissoon, tanto más quería Tesla romper la cortina de humo y mirarle a los ojos. Pero era difícil. Su cuerpo estaba débil, como si su sangre se hubiera convertido en agua. El humo parecía un sombrero de plomo: la cinta demasiado apretada en torno a su frente. Y cuando más la empujaba Tesla, tanto más pesada se hacía.
«Eso es, no quiere que lo mire», pensó; y esa idea intensificó su deseo de hacerlo. Se apretó contra la pared para coger carrerilla. Kissoon se hallaba a unos dos metros de distancia de ella: olió su sudor, acre y rancio. «¡Lánzate! — se dijo Tesla—. ¡Lánzate! No es más que humo, quiere hacerte creer que estas siendo aplastada, pero sólo es humo.»
—Relájate —murmuró él; de nuevo el anestesista.
En lugar de relajarse, Tesla hizo acopio de fuerzas para levantar la cabeza. El plomo se le incrustaba en las sienes, el cráneo le crujía bajo aquel peso. Pero consiguió mover la cabeza, temblando por sus esfuerzos contra tanto peso. Una vez comenzado el movimiento, éste se hacía más fácil. Fue levantando la barbilla, centímetro a centímetro, elevando la vista al mismo tiempo, hasta que logró mirar los ojos de Kissoon.
Éste, de pie ante ella, estaba encorvado por completo; las articulaciones un poco ladeadas: el hombro contra el cuello, la mano contra el brazo, el muslo contra la cadera, un verdadero zigzag, con una sola línea recta que le salía del bajo vientre. Tesla lo miró, aterrada.
- ¿Para, qué cojones es eso? — preguntó Tesla.
—No pude remediarlo. Lo siento.
—¿Ah, sí?
—Cuando he dicho que quiero tu cuerpo no ha sido esto lo que quería significar.
—¿Dónde he oído eso antes?
—Créeme —insistió él—. Sólo se trata de mi carne, que responde a la tuya. Es algo automático, y debieras sentirte halagada.
Tesla, en una situación distinta, se hubiera reído. Por ejemplo, si le hubiese sido posible abrir la puerta y salir de allí en lugar de quedarse, perdida, fuera del tiempo, con una bestia en el umbral, y el desierto ante ella. Cada vez que creía darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, perdía el hilo de nuevo. Aquel hombre le había resultado una caja de sorpresas; y ninguna de ellas era agradable.
Kissoon alargó la mano hacia ella; sus pupilas, enormes, cubrían el blanco de los ojos. Tesla pensó en Raúl, en la belleza de su mirada, a pesar del rostro híbrido. Pero en ese momento no encontró belleza, no había nada que fuese remotamente legible. Ni apetito ni ira. El sentimiento, si lo hubo, se había eclipsado ya.
—No puedo hacer eso —dijo ella.
—Debes hacerlo. Renuncia a tu cuerpo. Tengo que tener tu cuerpo o el Iad gana. ¿Quieres que eso ocurra?
—¡No!
—Pues entonces deja de resistirte. Tu espíritu estará a salvo en Trinidad.
- ¿Dónde?
Por un instante, los ojos de Kissoon expresaron algo: un destello de ira, que a Tesla le pareció dirigida contra sí mismo.
- ¿Trinidad? — repitió Tesla, arrojándole la pregunta para retrasar el momento en que la tocara y la invadiera—. ¿Qué es Trinidad?
En el momento de hacer la pregunta varias cosas ocurrieron al mismo tiempo, y su velocidad superó con mucho a su poder de distinguirlas unas de otras; pero lo esencial del conjunto era el hecho evidente de que el control de Kissoon sobre la situación se había reducido al preguntarle Tesla qué era Trinidad. Ella sintió primero que sobre su cabeza el humo se disolvía, y su peso ya no la forzaba a mirar al suelo. Aprovechando la oportunidad mientras duraba, Tesla asió el picaporte. A pesar de todo, sus ojos seguían fijos en Kissoon, y en el instante mismo que ella se liberó, lo vio transfigurado. Sólo fue un atisbo, pero tan lleno de fuerza que nunca lo olvidaría. La parte superior del cuerpo de Kissoon aparecía cubierta de sangre, que le salpicaba hasta el rostro. Y él se dio cuenta de que Tesla lo veía, porque levantó las manos para taparse la sangre, pero sus manos y sus pies también estaban ensangrentados. ¿Era suya aquella sangre? Antes de que Tesla pudiera fijarse bien para localizar la herida, Kissoon volvió a dominar la situación; pero, en el caso de un prestidigitador que trata de tener demasiadas pelotas al mismo tiempo, en el aire, coger una significaba perder otra. La sangre desapareció, y Kissoon volvió a aparecer incólume ante ella, mas eso lo forzó a desvelar otro secreto que hasta entonces había conseguido mantener oculto.
Y este secreto fue mucho más detonante que las manchas de sangre: la onda expansiva golpeó contra la puerta que había detrás de Tesla. Fue demasiado fuerte, hasta para el Lix, y lo hubiera sido de todas formas, incluso si en lugar de uno hubiese habido muchos, agolpados contra la puerta. Era una fuerza que, evidentemente, aterrorizaba a Kissoon. Su mirada se apartó de Tesla para fijarse en la puerta, las manos le cayeron a lo largo de los costados y la expresión desapareció de su rostro. Tesla sintió, intuyó más bien, que todas sus partículas de energía estaban concentrándose en un solo objetivo: calmar, acallar lo que se agitaba en el umbral, fuera lo que fuese. Eso también tuvo consecuencias, porque el control que Kissoon había ejercido sobre ella hasta entonces —llevándola hasta allí, impidiéndola marcharse— acabó por ceder. Tesla sintió que la realidad que había abandonado por un momento volvía ahora a aferrarse a su espina dorsal, y tiraba de ella. No trató de resistirse. Eso sería tan imposible de evitar como la fuerza de la gravedad.
La última visión que tuvo Tesla de Kissoon fue, una vez más, su cuerpo ensangrentado. Estaba en pie, el rostro carente aún de expresión, frente a la puerta, que, de pronto, se abrió sola.
Por un momento, Tesla tuvo la seguridad de que lo que había golpeado la puerta la esperaba fuera, para devorarla, y también a Kissoon. Incluso creyó ver su brillo: luminoso, cegadoramente luminoso, que rebotaba contra las facciones de Kissoon. Pero la voluntad de éste venció en el último momento, y la luz cedió en el instante mismo en que el mundo que Tesla había abandonado tiraba de ella y la arrancaba de allí.
Se sintió lanzada por el mismo camino de su llegada, pero a una velocidad diez veces mayor. Tanta que ni siquiera podía interpretar las vistas que pasaban por debajo de ella: la torre de acero, la ciudad desierta, hasta que las tenía a kilómetros de distancia.
En esta ocasión, sin embargo, no se hallaba sola. Alguien, cerca de ella la llamaba por su nombre:
—¡Tesla! ¡Tesla! ¡Tesla!
Reconoció la voz. Era Raúl.
—Te oigo —murmuró. A través de la confusión impuesta por la velocidad, Tesla incluyó otra realidad, vagamente visible, horadada por puntos de luz —llamitas de vela, quizás— y rostros.
—¡Tesla!
—Ya llego —jadeó ella—. Ya llego. Ya llego.
El desierto desaparecía; la oscuridad tenía prioridad sobre él. Tesla abrió los ojos cuanto pudo para ver a Raúl con más claridad, y se encontró con una gran sonrisa. Raúl se inclinó sobre ella para saludarla.
—Has vuelto —dijo.
El desierto había desaparecido. Todo era noche ahora. Debajo de ella, piedras; arriba, cielo. Y, como había supuesto, velas, en manos de un círculo de mujeres asombradas.
Entre su cuerpo y el suelo estaba la ropa de la que se había desprendido cuando llamó a su cuerpo, recreándolo en la Curva del tiempo de Kissoon. Alargó la mano para tocar el rostro de Raúl, y lo hizo, no sólo para cerciorarse de que había vuelto al mundo tangible, sino también por el contacto. Las mejillas de Raúl estaban húmedas.
—Has estado trabajando con dureza —dijo Tesla, pensando que era sudor. Pero en seguida se dio cuenta de su error. No se trataba de sudor, en absoluto, sino de lágrimas.
—Pobre Raúl —exclamó al tiempo que se incorporaba para abrazarle— ¿Desaparecí por completo?
Raúl se apretó contra ella.
—Primero fue como una niebla —dijo—; luego... nada.
—¿Y por qué estamos aquí? — preguntó Tesla—. Yo me encontraba en la Misión cuando me dispararon.
Al pensar en ello se miró en la parte del cuerpo que la bala la había acertado. No había herida; ni siquiera sangre.
—El Nuncio me curó —dijo.
Ese hecho no pasó inadvertido a las mujeres. Cuando vieron la piel sin cicatriz alguna se pusieron a rezar, apartándose de Tesla.
—No... —murmuró ella, sin dejar de mirarse el cuerpo—, no fue el Nuncio. Éste es el cuerpo que yo imaginé.
—¿Imaginado? — preguntó Raúl.
—Conjurado —se corrigió ella, apenas consciente siquiera de la confusión de Raúl; tenía otro enigma en su cuerpo acerca del que pensar.
Su pezón izquierdo, el doble de grande que el derecho, lo tenía ahora a la derecha. Tesla no hacía más que mirarlo, mientras movía la cabeza, desconcertada. Ése no era el tipo de cosas en que uno se equivoca. De alguna manera, durante el viaje de ida a la espiral del tiempo, o en el de regreso, había tenido lugar el cambio. Levantó las piernas, para mirárselas. Varios arañazos de Butch que tenía en una de las espinillas aparecían en la otra.
—No lo entiendo —le dijo a Raúl.
Pero este, que ni siquiera comprendía la pregunta, no supo qué responder, de modo que se limitó a encogerse de hombros.
—Bien, dejémoslo —dijo Tesla, y comenzó a vestirse.
Sólo entonces preguntó qué había ocurrido con el Nuncio.
- ¿Me pusiste todo?
—No, el Chico de la Muerte se lo llevó.
—¿Tommy-Ray? ¡Dios mío! De modo que ahora el Jaff tiene hijo y medio.
—Pero también tú lo tocaste —dijo Raúl—, y yo. Lo tuve en la mano. Me subió hasta el codo.
—De modo que somos nosotros contra ellos.
Pero Raúl movió la cabeza.
—Yo no puedo servirte de ayuda —dijo.
—Puedes y debes —repuso Tesla—. Hay muchas preguntas cuyas respuestas necesitamos, y yo no puedo hacerlo sola. Necesito que me acompañes.
La resistencia de Raúl resultaba comprensible, sin que tuviera que explicarla.
—Sé que tienes miedo. Pero, por favor, Raúl, tú me has sacado de entre los muertos.
—Yo no he sido.
—Pero has ayudado. No querrás que todo esto se eche a perder ahora, ¿verdad?
En su propia voz captó un deje de las persuasiones de Kissoon, y eso no le agradó en absoluto. Pero también era cierto que nunca hasta entonces había experimentado un acceso tal de conocimientos súbitos como durante el tiempo que estuvo con Kissoon. Éste le había dejado su huella sin siquiera rozarla con la punta del dedo. Pero si alguien le hubiese preguntado si Kissoon era un mentiroso o un profeta, un salvador o un lunático, Tesla no hubiera sabido qué contestar, y posiblemente esta ambigüedad fuese la parte más ardua de la espiral en el tiempo, aunque tampoco hubiese podido decir qué había ganado con ella.
Sus pensamientos volvieron a Raúl y a su negativa. No había tiempo que perder en discusiones.
—No tienes más remedio que venir —le dijo—, no puedes negarte.
—Pero la Misión...
—...está vacía, Raúl. El único tesoro que contenía era el Nuncio, y ya no está.
—Yo tenía recuerdos —dijo Raúl, en un murmullo, y el uso del pretérito en su respuesta indicaba que había aceptado.
—Habrá otros recuerdos. Y mejores tiempos que recordar —lo animó ella—. Y ahora... si tienes alguien de quien despedirte, hazlo, porque nos vamos.
Raúl asintió y comenzó a hablar a las mujeres en español. Tesla sabía un poco de ese idioma, lo bastante para cerciorarse de que, en efecto, se estaba despidiendo de ellas. Se apartó de él y descendió por la cuesta hacia donde había dejado el coche.
Por el camino dio con la solución del enigma de su cuerpo cambiado, sin necesidad de pensar en él. En la cabaña de Kissoon, Tesla se había imaginado a sí misma como se veía siempre: reflejada en el espejo. ¿Cuántas veces, en los treinta y tantos años de su vida, se habría mirado reflejada, contemplando así un retrato en el que la derecha era la izquierda, y viceversa?
Volvía de la Curva Temporal convertida en otra mujer. Una mujer que antes sólo había existido como reflejo en un cristal. Y, ahora, esa imagen era carne y sangre, y andaba por el Mundo. Pero detrás de su rostro seguía la misma mente, al menos eso esperaba. Aunque hubiera sido tocada por el Nuncio, y conocido a Kissoon. O sea, dos influencias nada desdeñables.
Entre unas cosas y otras, era toda una historia. Y ella no tendría mejor momento que el presente para contarla.
Porque quizá no hubiera futuro.
SEXTA PARTE
EN SECRETOS, CASI TODOS REVELADOS
I
Tommy-Ray sabía conducir desde los dieciséis años. El volante para él, había sido una forma de liberarse de su madre, del Pastor, de Grove y de todo cuanto eso significaba. Y ahora regresaba al lugar del que hacía unos años no quería otra cosa que escapar, apretaba el acelerador para llegar lo antes posible. Deseaba verse en Grove con la noticia que su cuerpo llevaba; quería volver a su padre, que tanto le había enseñado. Hasta su encuentro con el Jaff, lo mejor que la vida le había brindado era el viento de la costa y las grandes olas de Topanga. Y él, en la cresta de la ola sabiendo que todas las chicas que había en la playa lo miraban. Pero desde el principio había sabido que aquellos buenos tiempos no iban a durar para siempre. Llegaban héroes nuevos, verano tras verano. Él mismo había sido uno de ellos, sustituyendo a otros jinetes de olas que tendrían sólo un par de años más que él, pero los ganaba en agilidad. Hombres-muchachos como él, que habían sido la crema del deporte un año antes para convertirse de pronto en vejestorios. Tommy-Ray no era estúpido, y sabía que sólo era cuestión de tiempo que también él se convertiría en un vejestorio.
Pero ahora llevaba en su vientre y en su cerebro un propósito como nunca antes había tenido: maneras de pensar y de conducirse; algo que los cabezas de chorlito de Topanga jamás habían soñado que existieran. Y mucho de ello se lo debía al Jaff. Pero ni siquiera su padre, a pesar de todos sus extraños y violentos consejos, había sabido prepararle para lo que le iba a ocurrir en la Misión. Y ahora, él, Tommy-Ray, era un mito. la muerte al volante de un «Chevy», volviendo a toda velocidad a casa. Sabía música que haría bailar a la gente hasta que se cayeran de agotamiento. Y cuando se hubieran caído e ido a reposar, también sabría por qué lo hacían. Había visto el espectáculo en pleno funcionamiento en su propia carne, y sólo de recordar le daba grima.
Pero la juerga no había hecho más que empezar. A menos de doscientos kilómetros al norte de la Misión su ruta pasaba por una aldea en cuyo extremo había un cementerio. La luna estaba alta todavía, decolorando las flores depositadas aquí y allá. Tommy-Ray detuvo el coche para ver mejor. Al fin y al cabo, aquel territorio era suyo desde ese momento. Era su hogar.
Si hubiese necesitado una buena prueba de que lo sucedido en la Misión no era el invento de algún cerebro enloquecido, la tuvo al abrir la puerta del cementerio y entrar en él. No soplaba viento que agitase la hierba, alta hasta sus rodillas en los lugares donde las tumbas estaban abandonadas. Pero lo que había, a pesar de todo, era movimiento. Tommy-Ray avanzó unos pocos pasos y vio figuras humanas alzarse y entrar en su campo visual en una docena de sitios. Eran cadáveres. Si su aspecto en sí no hubiese sido testimonio de la luz que sus cuerpos exhalaban —tan lustrosos como el pedazo de hueso que había encontrado junto al coche— hubiera bastado para hacerle ver que formaban parte de su clan.
Y ellos sabían quién era el que llegaba a visitarles. Sus ojos, o, en el caso de los más viejos, sus cuencas, permanecían fijos en él al tiempo que se le acercaban para rendirle pleitesía. Ninguno de ellos miraba al suelo al andar, a pesar de lo irregular que era. Conocían demasiado bien el terreno, estaban familiarizados con los lugares donde las tumbas mal construidas se habían ladeado o caído, o donde un ataúd había vuelto a la superficie por corrimientos de la tierra. Su avance era lento. Pero Tommy-Ray no tenía prisa. Se sentó sobre una tumba que contenía, según constaba en la lápida, a siete niños y a su madre, y observó los fantasmas que se aproximaban a él. Y cuanto más cerca los tenía tanto mejor veía los detalles de su condición. No resultaba agradable a la vista. De ellos soplaba un viento que les desfiguraba. Rostros demasiado anchos, o demasiado largos; ojos que saltaban; bocas que permanecían abiertas; mejillas que colgaban. Tanta fealdad hizo recordar a Tommy-Ray una película de pilotos sometidos a la fuerza de la gravedad, sólo que estos fantasmas no eran voluntarios como los pilotos aquéllos. Sufrían contra su voluntad.
Sus distorsiones no le turbaban en absoluto; ni tampoco los agujeros que se velan en sus cuerpos, o sus miembros cortados o desgarrados. No había allí nada que Tommy-Ray no hubiera visto ya en los cómics que leía a los seis años, o en el tren fantasma de las ferias. Horrores los hay por todas partes, a poco que se mire. En los cromos del chicle, por ejemplo, y en las caricaturas de los suplementos dominicales, o en los dibujos de las camisetas, y en las portadas de los álbumes. Tommy-Ray esbozó una sonrisa. El horror era por doquier la avanzadilla de su imperio. No había sitio que no hubiera sido tocado por el dedo del Chico de la Muerte.
El más rápido de los fantasmas, su primer devoto, era un hombre que parecía haber muerto joven, y hacía poco tiempo. Llevaba unos vaqueros demasiado grandes para él y una camisa entallada, adornada con una mano que hacía el signo de joder al mundo entero. También llevaba sombrero, y se lo quitó al llegar a poca distancia de Tommy-Ray. Tenía la cabeza casi afeitada, dejando al descubierto varios feos cortes. Los que habían acabado con su vida, sin duda. Ya no manaban sangre; lo único que salía de ellos era el gemido de viento que sus intestinos producían.
Se detuvo a poca distancia de Tommy-Ray.
—¿Puedes hablar? — le preguntó el Chico de la Muerte.
El otro abrió una boca muy grande, pero él la hizo más grande aún, y comenzó a responder como mejor sabía, expulsado el sonido de la garganta. Tommy-Ray, al observarle, recordó a un comediante de la televisión y que tragaba peces de colores vivos y luego los vomitaba. Aunque eso había ocurrido hacía varios años, el espectáculo que tenía delante lo avivó en su memoria. Un hombre capaz de volver su sistema del revés a fuerza de ejercicio, vomitando lo que tenía retenido en la garganta —no en el estómago, evidentemente, porque ningún pez, por muchas escamas que tenga, sobreviviría en ácido—, y el espectáculo le había dado náuseas, pero valió la pena. Ahora el joven del signo de joder en la camiseta repetía la escena, pero con palabras en vez de peces. Y las palabras acabaron por salir, pero tan secas como sus entrañas.
—Sí —dijo—, puedo hablar.
—¿Sabes quién soy? — preguntó Tommy-Ray.
El otro exhaló un gemido.
—¿Sí o no?
—No.
—Pues soy el Chico de la Muerte, y tú eres el hombre de joder. ¿Qué tal? ¿Verdad que hacemos buena pareja?
—Tú te encuentras aquí por nosotros —dijo el hombre muerto.
—¿Qué quieres decir?
—No estamos enterrados, no estamos benditos.
—Pues no esperéis ayuda de mí —repuso Tommy-Ray—, porque no voy a enterrar a nadie. He venido aquí porque éste es mi sitio ahora. Voy a ser el rey de los muertos.
—¿Sí?
—Puedes estar seguro de ello.
Otra de las almas perdidas —una mujer de anchas caderas— se había acercado, y vomitó algunas palabras.
—Tú... reluces.
—¿Ah, si? — respondió Tommy-Ray—, pues no me sorprende, la verdad. También tú. Y mucho.
—Somos el uno para el otro —dijo la mujer.
—Todos somos uno —escupió un tercer cadáver.
—Ahora te haces idea.
—Sálvanos —pidió la mujer.
—Ya se lo he dicho al hombre de joder —dijo Tommy-Ray—. No estoy dispuesto a enterrar a nadie.
—Te seguiremos —dijo la mujer.
—¿Seguirme? — preguntó Tommy-Ray.
Un escalofrío de emoción le recorrió la espalda ante la idea de volver a Grove con tal séquito a la zaga. A lo mejor había otros cementerios que visitar por el camino, y entonces podría ir engrosando su séquito.
—Me gusta la idea —dijo—, ¿pero cómo?
—Tú vas delante. Nosotros te seguimos —fue la respuesta.
Tommy-Ray se levantó.
—¿Por qué no? — dijo. Y emprendió la vuelta al coche. Mientras iba pensando: «Esto va a ser mi final...» Y, al tiempo que lo pensaba, se decía que le daba igual. De vuelta detrás del volante, miró al cementerio. Ahora soplaba viento, y, a través de él, le pareció ver disolverse el séquito que acababa de adquirir; sus cuerpos se deshacían como si fuesen de arena, y cada fragmento se iba volando por su lado. Motas de aquel polvo le dieron en el rostro. Tommy-Ray cerró los ojos, molesto por dejar de ver aquel espectáculo. Aunque los cuerpos desaparecían, sus aullidos se escuchaban igual. Aquellos fantasmas eran como el viento, o quizá fuesen el viento, que aullase para avisar de su presencia. Una vez completa su disolución, Tommy-Ray apartó la vista del viento y apretó el acelerador. El coche arrancó de un salto, levantando una oleada de polvo que se unió a los derviches que lo seguían.
Tommy-Ray tenía razón: había otros cementerios a lo largo del camino, y se podían recoger más fantasmas. Siempre tendré razón a partir de ahora, pensó. La muerte nunca se equivoca, nunca. Encontró otro cementerio a una hora de distancia en coche del primero, y el polvo de almas a medio disolver iba y venía contra su tapia delantera como un perro que se rebela contra la trailla. Todos impacientes en espera de la llegada del amo. Se diría que la noticia había corrido de cementerio en cementerio. Aquellas almas lo esperaban, impacientes por unirse a su séquito. Tommy-Ray ni siquiera necesitó detener el coche. Cuando se acercaba, la tormenta de polvo salió a su encuentro, y durante un instante, cubrió el vehículo en su apresuramiento por reunirse con las otras almas que iban tras él. Tommy-Ray, sin detener el coche, siguió su camino.
Hacia el amanecer, la desgraciada banda encontró nuevos secuaces. Había habido un accidente de tráfico en una encrucijada de carreteras aquella misma noche, y se veían cristales rotos esparcidos por tierra; también sangre. Uno de los dos coches —que parecía cualquier cosa menos coche— se hallaba volcado junto a una de las cunetas. Tommy-Ray aminoró la velocidad para mirar, sin pensar que allí pudiera haber fantasmas, pero en el momento mismo de hacerlo oyó los gemidos que ahora le resultaban familiares y vio dos formas desdichadas, un hombre y una mujer, salir de la oscuridad. Todavía no se habían habituado a su condición. El viento que les atravesaba, o que salía de ellos, amenazaba, a cada paso que daban, con echarles por tierra, poniendo en peligro sus ya rotas cabezas. Pero, a pesar de estar recién muertos, ellos intuían ya a su señor en Tommy-Ray, de modo que acudieron obedientes, él sonrió al verlos: sus heridas frescas (vidrios en el rostro, en los ojos) lo excitaban.
No hubo intercambio de palabras. A medida que se acercaban parecieron recibir alguna seña de sus compañeros muertos que iban detrás del coche de Tommy-Ray porque dejaron que sus cuerpos se deslucieran por completo y se unieron a la comitiva.
La legión aumentaba. Tommy-Ray prosiguió su camino.
Hubo otros encuentros, y parecían multiplicarse a medida que seguía adelante, como si la noticia de su llegada se hubiera extendido por toda la Tierra, de un cadáver a otro, susurros de cementerio, porque había fantasmas polvorientos esperándole a todo lo largo del camino. No todos, ni mucho menos, acudían a unirse a su legión; algunos, lo único que querían era contemplar el desfile que pasaba. En sus rostros se leía el miedo cuando miraban a Tommy-Ray. Se había convertido en el Terror del tren fantasma, y aquéllos eran sus helados clientes. Al parecer, había jerarquías hasta entre los muertos, y Tommy-Ray estaba demasiado arriba en la escala para que muchos de ellos osaran siquiera pensar en irse con él; su ambición era demasiado grande, su apetito demasiado depravado, y ellos preferían pudrirse tranquilamente a lanzarse a tal aventura.
Era muy de mañana cuando Tommy-Ray llegó al innominado poblacho donde había perdido su cartera, pero la luz del día no traicionó a su séquito en la polvareda que le seguía. A cualquiera que se hubiera molestado en mirar —y pocos lo hacían, con un viento tan cegador— le hubiese parecido que sólo era una nube de aire sucio a la zaga del coche.
Tommy-Ray tenía otras cosas que hacer allí que reclutar almas perdidas, aunque ni por un momento dudó de que en un lugar tan dejado de la mano de Dios como aquél, la vida sena barata, y pocos cadáveres gozarían de un entierro como era debido. Él había ido a vengarse del ladrón de su cartera. Y si no de él, por lo menos de la guarida donde se la habían robado. Encontró el lugar con facilidad. La puerta no estaba cerrada, como había pensado que la encontraría, dado lo temprano de la hora. Y tampoco halló el bar vacío cuando entró en él. Los bebedores de la noche anterior seguían esparcidos por la estancia en diversos grados de disolución alcohólica. Uno yacía boca abajo en el suelo, rodeado de vómitos. Otros dos estaban caídos de bruces sobre sus mesas. Detrás de la barra se encontraba un hombre al que Tommy-Ray recordaba de forma vaga en el papel de portero, el mismo que le había cobrado la entrada. Era un hombretón macizo, con un rostro que parecía haber sido magullado tantas veces que nunca perdería las huellas del vapuleo.
—¿Buscas a alguien? — preguntó.
Tommy-Ray hizo caso omiso de él y se dirigió hacia la puerta que conducía al escenario donde había visto la actuación de la mujer y el perro. Estaba abierta, y la sala vacía. Los actores se habían ido a su cama y a su perrera, respectivamente. El barman estaba a un metro de distancia de él cuando Tommy-Ray volvió para regresar al bar.
—Te he hecho una pregunta, cojones —dijo.
Tommy-Ray se quedó algo desconcertado ante la ceguera de aquel hombre. ¿Acaso no se daba cuenta de que estaba hablando a un ser humano transformado? ¿Tanto se había embrutecido con años de alcohol y espectáculos caninos que no reconocía al Chico de la Muerte cuando entraba en su bar? Pues tanto peor para él.
—Quítate de mi camino —le dijo.
Lo que el otro hizo fue coger a Tommy-Ray por la camisa.
—Tú has estado aquí antes —dijo.
—Y tanto.
—Te olvidaste algo, ¿no?
Tiró de Tommy-Ray, acercándole a él. Ya casi se tocaban con las narices. Su aliento olía a enfermo.
—En tu lugar, yo soltaría —advirtió Tommy-Ray.
Al otro pareció divertirle esto.
—Estás pidiendo a gritos que te arranque los cojones de un tirón —dijo—, ¿o quieres trabajar en el espectáculo? — La idea le hizo abrir los ojos de par en par—. ¿Es eso lo que has venido a pedir?: ¿una prueba?
—Te he dicho... —comentó Tommy-Ray.
—A mí lo que tú digas me toca los cojones. Aquí, el que habla soy yo. ¿Me oyes? — Puso una de sus manazas sobre la boca a Tommy-Ray—. Vamos a ver, ¿me muestras tus habilidades o no?
El recuerdo de lo que había visto en la sala llenó la memoria de Tommy-Ray al tiempo que miraba a su agresor: la mujer, con los ojos vidriosos; el perro, con los ojos vidriosos. Él había visto la muerte allí, pero la muerte en vida. Abrió la boca contra la palma de la manaza y apretó la lengua contra la piel sucia.
El otro sonrió.
—Sí, ¿eh?
Apartó la mano del rostro de Tommy-Ray.
—¿Tienes algo que enseñar?
- Aquí... —murmuró Tommy-Ray.
—¿Cómo?
- Venid... Venid...
—¿Pero de qué me estás hablando?
—No hablo contigo. Aquí, venid... aquí.
La mirada de Tommy-Ray se fijó en la puerta, apartándose del rostro del otro.
—A mí no me vengas con mierdas, chico, tú aquí estás solo.
- ¡Venid! — gritó Tommy-Ray.
—¡Que cierres el pico, cojones!
- ¡Venid!
El grito irritó al hombre hasta enloquecerle. Golpeó a Tommy-Ray en el rostro, y lo hizo con tanta fuerza que le tiró al suelo. Tommy-Ray no se levantó. Se quedó mirando a la puerta; y repitió su invitación una vez más:
—Por favor —dijo, en voz más baja.
¿Sería porque lo había pedido, en lugar de exigirlo, por lo que la legión le obedeció.? ¿O habían estado organizándose y sólo en ese momento se hallaban listos para acudir en su ayuda? Fuera lo que fuese, comenzaron a agitarse de pronto contra la cerrada puerta. El barman lanzó un gruñido, volviéndose. Incluso a su vista cegada por el alcohol tenía que parecer evidente que el viento que intentaba penetrar allí no era un viento corriente. Golpeaba la puerta de una manera demasiado rítmica, y sus «puños», además, eran demasiado pesados. ¿Y qué decir de sus aullidos? ¡Oh, sus aullidos!, mucho más fuertes que los producidos por cualquier tormenta. El hombre se volvió hacia Tommy-Ray.
—¿Qué cojones ocurre ahí fuera? — preguntó.
Tommy-Ray siguió en el suelo, sonriendo al barman con esa legendaria sonrisa que dice de: «Perdónanos nuestras deudas», que en él ya no seria la misma desde que se había convertido en el Chico de la Muerte.
Muere, decía ahora esa sonrisa. Muere mientras te miro. Muere despacio, o muere rápido. No me importa. Esas cosas le tienen sin cuidado al Chico de la Muerte.
Y mientras su sonrisa se agrandaba a todo el rostro, la puerta se abrió, y trozos de cerrojo y astillas volaron por el bar ante aquel viento invasor. Los espíritus que componían la tormenta no eran visibles a la luz de sol, pero en ese momento, sí, al congelarse su polvo ante los ojos de los testigos. Uno de los hombres que estaba de bruces sobre la mesa se levantó justo a tiempo para ver formarse ante sus ojos tres figuras de cuyos torsos se arrastraban como entrañas de polvo. Dio unos pasos atrás, se apretó contra la pared, y las tres figuras se arrojaron sobre él. Tommy-Ray oyó su grito de angustia, pero no vio qué clase de muerte le administraron. Su mirada estaba fija en los espíritus que se lanzaban contra el barman.
Sus rostros eran todo apetito, observó Tommy-Ray; como si el viajar juntos en pos de su coche les hubiera dado tiempo para simplificarse. Ya no se veían tan distintos entre ellos como antes, quizás el polvo de cada uno se hubiera mezclado con los otros en la tormenta, y cada uno de ellos se hubiese vuelto un poco más igual a los demás. Pero así, tan parecidos, eran más terribles aún que cuando estaban contra la pared de! cementerio. Tommy-Ray se estremeció de verlos, y los residuos del hombre que había sido temblaron de miedo ante ellos, mientras el Chico de la Muerte sentía un escalofrío de placer. Ésos eran los soldados de su ejército: grandes ojos, bocas más grandes todavía, hambre en una sola legión aullante.
El barman comenzó a rezar a gritos, aunque sin dejarlo todo en manos de la oración. Cogió a Tommy-Ray en volandas y lo apretó contra sí; de esa forma, con su rehén bien cogido, abrió la puerta del escenario canino y entró en el bar andando hacia atrás. Tommy-Ray le oía repetir algo todo el tiempo, ¿sería, quizás, el latiguillo de una oración? ¡Santo Dios! ¡Santo Dios!. Pero ni esas palabras ni el rehén aminoraron el avance del viento y su polvoriento peso. Los espíritus corrieron contra él, abriendo la puerta de par en par.
Ante Tommy-Ray, las bocas se hicieron más grandes aún; luego, la confusa masa de sus rostros cayó sobre los dos. No pudo ver lo que sucedió a continuación. Los ojos se le llenaron de polvo antes de que pudiera cerrarlos. Pero sintió que el barman se derrumbaba y lo soltaba. Al momento siguiente sintió una avalancha de calor húmedo. Los aullidos del viento aumentaron de inmediato su volumen hasta volverse un lamento del que intentó defenderse tapándose los oídos, pero de todas formas le penetró, hasta el cráneo como cien taladros.
Cuando abrió los ojos se vio rojo. Pecho, brazos, piernas, manos: todo rojo. El barman, la fuente de este color, había sido arrastrado hasta el escenario donde la noche anterior Tommy-Ray había visto a la mujer y el perro. Su cabeza estaba en un rincón, colgando boca abajo; sus brazos, con las manos enlazadas en un gesto de súplica, en el rincón opuesto; y el resto del cuerpo en el centro del escenario. Todavía manaba sangre de aquel cuello.
Tommy-Ray trató de no sentir náuseas (después de todo, era el Chico de la Muerte), pero esto, la verdad, era demasiado. Y, sin embargo, se dijo, ¿qué cabía esperar después de haberles invitado a que acudieran en su ayuda? Al fin y al cabo, su séquito no era una troupe de circo. No eran seres cuerdos, ni civilizados.
Tembloroso, con ganas de vomitar, e intimidado, Tommy-Ray levantó y entró en el bar. El paso de su legión por allí había sido tan arrasador como lo que dejaba a su espalda. Los tres ocupantes del bar habían sido brutalmente masacrados. Tommy-Ray se detuvo sólo un momento para examinar la escena con indiferencia. Luego pasó por entre toda aquella destrucción y se dirigió a la puerta.
Era inevitable que lo sucedido en el bar hubiera atraído a mucha gente, que estaba congregada fuera, a pesar de lo temprano de la hora. Pero la velocidad del viento —en el que el ejército de fantasmas había vuelto a disolverse— mantenía a todos los espectadores alejados de la escena, excepto a los jóvenes y niños, como más audaces, aunque incluso ellos recelaban que el aire que aullaba en torno suyo no estuviese enteramente vacío.
Vieron al rubio y ensangrentado joven salir del bar, e ir directo a su coche, pero no hicieron esfuerzo alguno por detenerle. Sus miradas advirtieron a Tommy-Ray que andaba encorvado. Se irguió. «Así, cuando recuerden al Chico de la Muerte, lo recordarán terrible», se dijo.
Mientras conducía comenzó a preguntarse si se habría quedado su legión en el poblacho; si habrían encontrado el juego de asesinar más interesante que el de seguir a su jefe y se dedicarían a masacrar al resto de los habitantes. No le importaba mucho la deserción. Al contrario, casi se sentía agradecido por ella. La revelación que tan agradable le pareció la noche anterior había perdido parte de su encanto.
Se sentía pegajoso y maloliente de sangre ajena, magullado por la violencia del barman. Había tenido la ingenuidad de pensar que el contacto del Nuncio le haría inmortal. ¿De qué le servía, a fin de cuentas, ser el Chico de la Muerte, si la muerte seguía dominándole? Aprender de su error le había puesto tan cerca de perder la vida que prefería no pensar en ello. Y en lo que se refería a sus salvadores, a su legión, había sido igual de ingenuo al creer que él los controlaba.
Ya no eran los refugiados vacilantes, los cortesanos de la noche anterior. O, si lo eran, daba la impresión de que, el ir juntos, había cambiado su forma de ser. Se habían vuelto mortales de necesidad, y era probable que hubieran acabado rebelándose contra él, más tarde o más temprano. Estaba mucho mejor sin ellos.
Antes de llegar a la frontera detuvo el coche para limpiarse la sangre del rostro y volver la camisa del revés para ocultar las peores manchas. Luego siguió su camino. Cuando llegó al puesto fronterizo, vio la nube de polvo en el retrovisor. Entonces se dijo que el alivio sentido al perder de vista a su legión había sido prematuro. Si era una matanza lo que los había demorado resultaba evidente que ya estaba terminada. Apretó el acelerador, esperando, contra toda esperanza, volver a perderles, pero ellos estaban ya sobre la pista y lo seguían como una jauría de perros fieles pero letales, cayendo sobre el coche hasta que de nuevo fueron a su zaga como un ventarrón.
Una vez cruzada la frontera, la nube aumentó la velocidad, de modo que, en lugar de seguirle, lo que hacía era rodear todo el coche. Y esa maniobra tenía más sentido que la pura cercanía. Los espíritus se asían a las ventanillas y tiraban de la portezuela posterior, hasta que la abrieron. Tommy-Ray alargó la mano y la cerró de nuevo; al hacerlo, la cabeza del barman, muy baqueteada por haber sido transportada en plena tormenta de polvo, salió de entre aquella nube y cayó sobre el asiento contiguo al suyo. La portezuela se cerró de golpe y la nube volvió a ocupar su puesto de rigor, detrás del coche.
El instinto de Tommy-Ray era tirar el trofeo a la carretera, pero sabía que hacer una cosa así sería como confesar su debilidad a ojos de la legión. No le habían llevado la cabeza sólo para complacerle, aunque ése pudiera ser el pretexto, sino como advertencia: No trates de engañarlos o de traicionarlos, advertía aquella pelota sangrienta, polvorienta, con su boca abierta de par en par, o tú y yo seremos hermanos.
Tommy-Ray se aprendió bien el silencioso mensaje. Aunque, en apariencia, aún era el jefe de la legión, la dinámica de sus relaciones cambió a partir de entonces. A cada pocos kilómetros, la nube aceleraba una vez más el paso y se fundía, concentrándose, haciéndole dirigirse hacia donde había más como ellos; muchos le esperaban en los lugares más insospechados: esquinas de calles siniestras, encrucijadas, sobre todo encrucijadas; en una ocasión, en el estacionamiento de un hotel de carretera, otra vez en una gasolinera cerrada y condenada, donde esperaban un hombre, una mujer y un niño, como si tuviesen noticias anticipadas de la llegada de aquel contingente.
A medida que aumentaban en número, aumentaba también el volumen de la tormenta que les impulsaba, hasta que su paso era suficiente para causar pequeños desperfectos en la carretera, forzando a otros coches a salirse de ella y derribando postes de señalización. Incluso fue mencionada en el diario hablado. Tommy-Ray lo oyó por la radio del coche. Se decía que era un viento monstruoso que había llegado del océano e iba camino del Norte, hacia el Condado de Los Angeles.
Tommy-Ray se preguntó, oyendo eso, si alguien lo escucharía también en Palomo Grove. El Jaff, por ejemplo; o Jo-Beth. Esperaba que fuese así: que lo oyeran y comprendiesen lo que se les echaba encima. Su ciudad había visto extrañas cosas desde el regreso de su padre de bajo tierra, pero nada parecido a aquel ventarrón que llevaba él a remolque, o que el polvo vivo que danzaba tras su coche.
II
El hambre fue lo que indujo a William a salir de su casa el sábado por la mañana. Y lo hizo muy a su pesar, como el hombre que está en plena orgía y de pronto se da cuenta de que no le queda más remedio que vaciar su vejiga, en vista de lo cual, sale, remolón mirando hacia atrás. Pero el hambre, como las ganas de orinar, no podían esperar eternamente, y William había agotado en muy poco tiempo todas las reservas alimenticias de su nevera. Como trabajaba en la Alameda, nunca guardaba mucha comida en su casa, pues salía un cuarto de hora al día para ir al supermercado y comprar lo que le apetecía o lo que le llamaba la atención en el momento. Pero llevaba dos días sin comprar nada, y si no quería morir de hambre en medio de los sabrosos, pero incomibles deleites que coleccionaba en su casa, no tendría más remedio que hacer un esfuerzo y salir a comprar algo de comer. Eso, sin embargo, era más fácil de pensar que de llevar a cabo. Estaba tan obsesionado por sus visitantes que el simple hecho de arreglarse y ponerse presentable para salir al aire libre y dejarse ver por la Alameda la parecía una verdadera carrera de obstáculos.
Hasta hacía poco tiempo, su vida había estado muy bien organizada. Las camisas de la semana eran lavadas y planchadas los domingos, y guardadas en la cómoda junto con las cinco corbatas de pajarita, seleccionadas de entre las ciento once que tenía, para que entonasen bien con el matiz exacto de la camisa. La cocina merecía ser filmada para un anuncio televisado, pues siempre estaba esplendorosamente limpia; la pila olía a limón; la lavadora, a suavizante de la ropa con aroma de flores; y el retrete, a pino.
Pero lo cierto era que Babilonia se había apoderado de su casa. La última vez que vio su mejor traje, lo llevaba puesto la conocida bisexual Marcella St. John, mientras montaba a una de sus amiguitas. Sus pajaritas habían sido confiscadas para una competición de erecciones, con premio para aquella en la que cupieran más pajaritas; el ganador fue Moses Jasper, apodado el Manguera, cuya erección resultó capaz para diecisiete pajaritas.
En vez de tratar de limpiar y ponerlo todo en orden, o de exigir la devolución de sus prendas de vestir, William decidió dejar que los visitantes campasen por sus respetos. Buscó en su cómoda y acabó encontrando una camiseta de sport y unos vaqueros que llevaba años sin ponerse. Se vistió y salió camino de la Alameda.
Casi a la misma hora, Jo-Beth despertaba de la peor resaca de toda su vida. La peor, porque era la primera.
Sus recuerdos de los sucesos de la noche anterior eran poco claros. Recordaba haber ido a casa de Lois, eso desde luego, y también recordaba a los visitantes, y la llegada de Howie; mas no estaba segura de cómo habían seguido desarrollándose los acontecimientos. Se levantó, sintiéndose mareada y con ganas de vomitar, y se dirigió al cuarto de baño. Su madre, al oír que andaba por la casa, subió y la esperó en la puerta del cuarto de baño.
—¿Te encuentras bien? — le preguntó cuando Jo-Beth salió.
—No —confesó su hija—. Me siento espantosa.
—Anoche estuviste bebiendo.
—Sí. — ¿Por qué iba a negarlo?
—¿Y a dónde fuiste?
—A ver a Lois.
—En casa de Lois no tienen alcohol —dijo su madre.
—Anoche lo había. Y mucho más que alcohol.
—No me mientas, Jo-Beth.
—No te estoy mintiendo.
—Lois nunca tendría ese veneno en su casa.
—Pues yo creo que lo mejor es que vayas y se lo preguntes —replicó Jo-Beth, haciendo frente a las miradas acusadoras de su madre—. Pienso que lo mejor es que las dos juntas vayamos a la tienda y se lo preguntemos.
—No pienso abandonar la casa —dijo su madre, contundente.
—Anteanoche saliste al patio, hasta la cerca. Hoy puedes meterte en el coche.
Se dirigía a su madre en un tono que jamás había empleado con ella: una especie de rabia sonaba en su voz; rabia de la que su madre era, en parte, culpable, por haberla llamado embustera, y, en parte, también ella misma, por no ser capaz de recordar con claridad los sucesos de la noche anterior. ¿Qué habría ocurrido entre Howie y ella? ¿Habían reñido? Le parecía que sí. Desde luego se separaron en plena calle..., ¿pero porqué? Razón de más para ir a hablar con Lois.
—Te lo digo muy en serio, mamá —insistió—. Las dos nos vamos ahora mismo a la Alameda.
—No, es que no puedo... —dijo su madre—. En serio, no puedo. No sabes lo mal que me siento.
—¡Vamos, mamá!
—Sí, mi estómago...
—¡No, mamá! ¡Basta ya! No pretenderás hacerme creer que vas a estar enferma el resto de tu vida. Y todo porque tienes miedo. También yo lo tengo, mamá.
—Tener miedo es bueno.
—De eso, nada. Eso es justo lo que el Jaff quiere. De eso se alimenta. Del miedo que nos reconcome por dentro. Lo sé porque lo he visto actuar, y es terrible.
—Podemos rezar. La oración...
—... no nos servirá de nada —la interrumpió Jo-Beth—. No le sirvió de nada al pastor. Pues tampoco a nosotros nos va a servirnos.
Jo-Beth levantaba la voz, y eso la mareaba. La cabeza le daba vueltas; pero pensaba que esas cosas tenía que decirlas en ese momento, antes de que volviera a estar serena, porque con la serenidad, volvería el temor a ofender a su madre hablándole claro.
—Siempre me has dicho que es peligroso salir fuera —prosiguió; no quería herirla como, sin duda, le estaba ocurriendo, pero no podía contener sus sentimientos—. Bien, pues te diré algo: tenías razón, hay peligro, más de lo que creías. Pero, dentro, mamá... —Se señaló al pecho, indicando su corazón, refiriéndose a Howie y a Tommy-Ray y al terror de haberles perdido a los—. Y dentro es mucho peor. Mucho más. Tener cosas..., sueños..., y verlos desaparecer antes de poder siquiera retenerlos.
—Lo que estás diciendo no tiene sentido, Jo-Beth.
—Lois te lo contará todo —replicó ella—, ahora mismo te llevo a verla, y entonces te convencerás de que no te miento.
Howie estaba sentado a la ventana, dejando que el sol le secase el sudor que le cubría la piel. Su olor le era tan conocido como su propio rostro en el espejo, más familiar, quizá, porque su rostro cambiaba constantemente, mientras el olor era siempre el mismo. Necesitaba el consuelo de algo tan familiar para él, ahora que lo único que había seguro en todo el mundo era que nada había seguro. No conseguía encontrar una salida al laberinto de sentimientos que se agolpaba en su interior. Lo que le había parecido sencillo el día anterior, cuando hablaba con Jo-Beth al sol, cerca de la casa, y se besaron, ya no lo era tanto. Fletcher podía muy bien estar muerto, pero lo cierto era que había dejado un legado en Grove, un legado de seres oníricos que veían en él una especie de sustituto de su creador perdido. Y él, Howie, no podía representar ese papel. Incluso si aquellos seres no compartían la idea que Fletcher tenía acerca de Jo-Beth, y era seguro que, después del encuentro de la noche anterior, la compartían todos, él, desde luego, no estaba dispuesto a hacer el papel que le habían asignado. Había llegado allí, perdido por completo, y se había convertido, por brevemente que fuese, en amante. Y ahora aquellos entes querían hacerle su general, recibir de él sus órdenes y sus planes de batalla, pero Howie no podía darles ni las unas ni los otros. Ni siquiera Fletcher hubiera podido ofrecerles tal caudillaje. El ejército que había creado tendría que buscarse un jefe entre ellos mismos, o dispersarse.
Howie había ensayado todos esos argumentos tantas veces que ya casi se los creía. O casi se había convencido de que no era un cobarde por querer creerlos. Pero aquello no daba resultado, y Howie volvía una y otra vez sobre el mismo hecho, concreto e innegable: Fletcher le había advertido una vez, en el bosque, que debería elegir entre Jo-Beth y su destino, y él prefirió hacer caso omiso de aquella advertencia. La consecuencia de su deserción, y ya no le importaba si era directa o indirecta, había sido la muerte pública de Fletcher, en un último y desesperado intento de salvar alguna esperanza para el futuro. Y él, Howie, el hijo pródigo de Fletcher, volvía la espalda deliberadamente al producto de tan gran sacrificio.
Sin embargo..., sin embargo... Si él se ponía ahora de parte del ejército de Fletcher, participaría en la guerra de la que Jo-Beth y él habían intentado permanecer al margen. Y Jo-Beth se volvería su enemigo por el mero hecho de su nacimiento.
Lo que Howie quería más que nada en el mundo; más que nada en su vida, más que el vello púbico que tanto había ansiado tener a los once años; más que la motocicleta que había robado a los catorce; más que la vuelta de su madre del reino de los muertos, aunque sólo hubiese sido durante dos minutos, justo el tiempo necesario para decirle lo mucho que sentía haberla hecho llorar tantas veces. Más, en ese momento concreto, que Jo-Beth, lo que deseaba por encima de todo era certidumbre. Que alguien le dijera qué camino era el correcto, qué acto era el correcto, y tener el consuelo de que, incluso si resultaba que ese acto y ese camino no eran los correctos, por lo menos no habría sido culpa suya. Pero no había nadie que se lo dijese. Tendría que decidirlo por sí mismo. Sentarse al sol, mientras el sudor se le secaba, y tomar una decisión sin ayuda de nadie.
La Alameda no estaba tan llena de gente como de costumbre en mañana de sábado; pero William, a pesar de ello, vio a media docena de personas conocidas cuando se dirigía al supermercado. Una de esas personas era su empleada, Valerie.
—¿Se encuentra bien? — quiso saber ella—. He estado llamando a su casa, pero no contestaban al teléfono.
—Es que he estado enfermo —dijo William.
—No abrí la oficina ayer. Con todo el lío que tuvimos la noche anterior... Un verdadero despropósito. Roger fue a ver lo que ocurría cuando las sirenas empezaron a sonar.
—¿Roger?
Ella se le quedó mirando.
—Sí, Roger.
—Oh, sí, claro —dijo William, que no estaba seguro de si Roger era el marido, el hermano o el perro de Valerie, aunque tampoco le importaba mucho saberlo.
—También ha estado enfermo —añadió ella.
—Pienso que usted debería tomarse unos días de vacaciones —propuso William.
—Pues eso sí que me vendría bien. Mucha gente se ha marchado fuera, ¿no lo ha observado? Y otros se van ahora. Sólo durante unos días. No perderemos mucho negocio.
William dijo algunas palabras corteses sobre lo bien que a ella le sentaría descansar un poco, y prosiguió su camino.
La música enlatada del supermercado le hizo pensar en lo que había dejado en su casa: se parecía mucho a la de algunas de sus películas antiguas, una mezcla de melodías chabacanas sin relación alguna con las escenas a las que acompañaban. Sus recuerdos le indujeron a darse prisa, yendo y viniendo por entre los anaqueles del supermercado, llenando su cesto más por instinto que por previsión. No se molestó en comprar nada para sus invitados. Ellos se comían unos a otros.
No era William el único cliente del supermercado que desdeñaba las compras prácticas (productos de limpieza para la casa, detergente para la lavadora, y cosas por el estilo), muchos se concentraban, en cambio, en artículos de uso y consumo rápido y productos alimenticios baratos. A pesar de lo distraído que estaba, William notó que los demás hacían justo lo mismo que él: llenaban los carritos y los cestos, sin detenerse a pensar, con cualquier producto alimenticio que encontraban a mano, como si los ritos de cocinar y comer hubieran sido suplantados por nuevas seguridades. William veía en el rostro de los clientes (rostros cuyo nombre había conocido, pero que sólo recordaba a medias) la misma expresión secreta que el suyo había expresado durante toda su vida. Hacían la compra como si aquel sábado fuera un día de lo más corriente, pero lo cierto era que ahora todo había cambiado: casi todo el mundo tenía secretos. Y los que no los tenían se iban de la ciudad, como Valerie, o fingían no observar nada, lo cual, en cierto modo, también era un secreto.
Antes de llegar a la caja, William añadió dos puñados de barras de chocolate a su compra, y justo entonces vio un rostro que llevaba muchos años sin ver: el de Joyce McGuire, que entraba en aquel momento acompañada por su hija, Jo-Beth. Si alguna vez las había visto juntas fue, sin duda, cuando Jo-Beth era una niña. La semejanza de sus rostros fue suficiente para dejarle sin aliento. Se las quedó mirando, incapaz de contener el recuerdo de aquel día, en el lago, y Joyce desnudándose, y hasta recordó cómo era su cuerpo. ¿Sería Jo-Beth igual, se preguntó William, bajo la ropa suelta que vestía: pequeños pezones oscuros, largos muslos atezados?
De repente observó que no era la única persona que miraba a las McGuire; casi todos los presentes lo hacían. Y no le cupo la menor duda de que todos tenían pensamientos parecidos a los suyos: allí, en carne y hueso, se encontraba una de las primeras claves del apocalipsis que se cernía sobre Grove. Hacía dieciocho años que Joyce McGuire había dado a luz en circunstancias que entonces habían parecido sólo escandalosas. Y ahora volvía a llamar la atención de todos, precisamente cuando los más ridículos rumores sobre la Liga de las Vírgenes parecían ser ciertos. Había presencias circulando por Grove (o al acecho bajo su suelo) que tenían poder sobre los seres normales, y cuya influencia se había encarnado en hijos del cuerpo de Joyce McGuire. ¿Sería, acaso, se preguntó William, la misma influencia que inspiraba sus sueños? También éstos eran carne de la mente.
Volvió la mirada hacia donde Joyce estaba y comprendió algo sobre sí mismo que jamás había captado hasta entonces: él y aquella mujer (el observador y la observada) estaban eterna e íntimamente unidos. Tal percepción le duró sólo un momento, era demasiado difícil de retenerla durante más tiempo, pero le indujo a dejar su cesta, abrirse camino a través de la cola que esperaba ante la caja e ir directo hacia Joyce McGuire. Ella lo vio y una expresión de temor apareció en su semblante. Trató de evadirse, pero su hija la tenía cogida de la mano.
—No ocurre nada, mamá —la oyó decir su madre.
—Sí... —dijo William, alargando la mano hacia Joyce—. En efecto, eres tú, eres tú de verdad... No sabes cuánto me alegro de verte.
Aquella emoción sincera, expresada con tanta sencillez, pareció mitigar el nerviosismo de Joyce, cuyo ceño desapareció. Incluso empezó a sonreír.
—Soy William Witt —dijo él, mientras asía la mano de Joyce—. Es probable que no te acuerdes de mí, pero...
—Claro que me acuerdo —dijo ella.
—Me alegro mucho.
—¿Lo ves, mamá? — intervino Jo-Beth—. No ocurre nada.
—Hace mucho tiempo que no te veo por Grove —dijo William.
—Es que... no he estado bien —repuso Joyce.
—¿Y ahora?
Al principio, ella eludió contestar. Por fin, dijo:
—Me encuentro mejor.
—Me alegro mucho de eso.
Mientras William hablaba, unos gemidos comenzaron a oírse en uno de los pasillos del supermercado. Jo-Beth los escuchó con más claridad que los demás clientes: la extraña tensión evidente entre su madre y Mr. Witt (al que ella veía casi todas las mañanas cuando salía a trabajar, pero nunca vestido de una manera tan informal) había monopolizado toda su atención hasta aquel momento, y todas las demás personas de la cola parecían estar haciendo grandes esfuerzos por no fijarse en la escena. Jo-Beth soltó el brazo de su madre y fue a investigar, y así fue como llegó al origen de los gemidos, de pasillo en pasillo. Ruth Gilford, la recepcionista del médico de su madre, y conocida de Jo-Beth, se encontraba en la sección de cereales, con una caja de una marca en la mano izquierda y otra de otra marca en la derecha; sus mejillas estaban arrasadas en lágrimas. El carrito que tenía delante aparecía lleno hasta los topes de cajas de cereal, como si Ruth Gilford se hubiera dedicado a ir cogiendo una de cada marca, sin olvidar ninguna.
—Mrs. Gilford... —se atrevió Jo-Beth a hablarle.
La aludida no dejó de gemir, pero trató de decir algo a través de sus lágrimas, dando lugar así a un monólogo acuoso, e incoherente a veces.
—...no sé qué quiere... —parecía estar diciendo—, después de tanto tiempo... No sé qué quiere...
—¿Puedo ayudarla en algo? — preguntó Jo-Beth—, ¿quiere que la acompañe a casa?
La palabra casa hizo que Ruth volviera la cabeza y mirar a Jo-Beth, tratando de enfocarla bien a través de sus lágrimas.
—...No sé qué quiere... —repitió.
—¿Quién? — preguntó Jo-Beth.
—...después de tantos años... y hay algo que me oculta...
—¿Su marido?
—... yo no dije nada, pero lo sabía..., siempre lo supe..., él amaba a otra... y ahora la tiene en casa...
Las lágrimas arreciaron. Jo-Beth se acercó a ella. Con mucha suavidad le quitó las cajas de cereal de las manos, volviendo a ponerlas en la estantería. Privada de su talismán, Ruth Gilford se asió a Jo-Beth con fuerza.
—... ayúdame... —pidió.
—Sí, por supuesto.
—No quiero ir a casa. Él tiene a alguien allí.
—Muy bien. No vaya si no quiere.
Comenzó a llevársela fuera de la sección de cereales. Una vez alejada de allí, su angustia disminuyó algo.
—Eres Jo-Beth, ¿verdad?
—Sí.
—¿Quieres ayudarme a llegar hasta mi coche...? Creo que no podré ir sola.
—Vamos allá, no será nada —la tranquilizó Jo-Beth, pasándose al lado derecho de Ruth Gilford para protegerla de las miradas de los que esperaban en la cola, por si se les ocurría mirarla.
Pero estaba segura de que no lo harían. El derrumbamiento de Ruth Gilford era un espectáculo demasiado lastimoso para mirarlo de frente; les recordaría a todos con demasiada violencia los secretos que también ellos estaban, sin duda, ocultando.
Su madre se hallaba en la entrada, con William Witt. La muchacha decidió evitar las presentaciones, a las que Ruth Gilford, además, no estaba en condiciones de hacer frente. Se limitaría a decir a su madre que se encontrarían en la librería, que estaba cerrada cuando habían pasado ante ella. Por primera vez en toda su vida, Lois abría el negocio con retraso. Pero fue su madre la que tomó la iniciativa.
—Mr. Witt me acompañará a casa —dijo—. No te preocupes por mí.
Jo-Beth echó una ojeada a Witt, que tenía todo el aspecto de un hombre casi hipnotizado.
—¿Estás segura? — preguntó. Nunca se le había ocurrido pensarlo, pero quizá Mr. Witt, siempre tan untuoso y zalamero, fuera el tipo de persona contra la que su madre llevaba poniéndola en guardia tantos años. El personaje solapado y silencioso, cuyos secretos eran siempre los más depravados. Pero su madre insistió; la manera que tuvo de quitarse a Jo-Beth de encima resultó casi frívola.
«Loco —se dijo Jo-Beth, mientras acompañaba a Ruth Gilford hasta el coche de ésta—. El mundo se ha vuelto loco. La gente cambia de un momento al siguiente, como si lo que habían sido durante tantos años no fuese más que una careta: mamá enferma, Mr. Witt de punta en blanco, Ruth Gilford siempre a la altura de las circunstancias. ¿Se están volviendo distintos o es que ésta era su verdadera personalidad?»
Cuando llegaron al coche, Ruth Gilford sufrió otro ataque de llanto, éste más desesperado si cabe que el anterior e intentó volver al supermercado, insistiendo en que no podía regresar sin el cereal. Jo-Beth la persuadió con suavidad de que no lo hiciera, y se ofreció a llevarla a su casa, invitación que Mrs. Gilford aceptó llena de agradecimiento.
Mientras conducía el coche hacia la casa de Ruth Gilford, los pensamientos de Jo-Beth volvieron a su madre, cuando una comitiva de cuatro largas limusinas negras las adelantó y giró para ascender la colina. Su presencia allí resultaba tan extraña que casi pareció que había llegado de otra dimensión.
«Visitantes —pensó Jo-Beth—. Como si no tuviéramos bastantes.»
III
—Así, pues, la cosa comienza —dijo el Jaff.
Estaba delante de la ventana más alta de «Coney Eye», mirando hacia la calle. Era un poco antes de mediodía, y las limusinas que ascendían por el camino de entrada a la finca anunciaban la llegada de los primeros invitados a la fiesta. Al Jaff le hubiera gustado tener allí, a su lado, a Tommy-Ray; pero el muchacho no había regresado aún de su viaje a la Misión. Bien, no importaba. Lamar había resultado ser mejor sustituto de lo que él esperaba. Hubo un momento violento, cuando el Jaff se quitó por fin la careta de Buddy Vance y se presentó ante el comediante con su verdadero rostro; pero, así y todo, no le costó trabajo persuadirle. En cierto modo, el Jaff prefería su compañía a la de Tommy-Ray: Lamar era más sensual, más cínico, Y, lo más importante conocía perfectamente a los invitados que pronto estarían allí reunidos en recuerdo de Buddy Vance; los conocía, desde luego, más a fondo que la propia viuda, Rochelle, que se hallaba sumida más y más profundamente en un estupor provocado por las drogas desde la noche anterior; situación ésta, por cierto, de la que Lamar se había aprovechado en el aspecto sexual, con gran diversión del Jaff. En otro tiempo (hacía muchos años) quizá también él hubiera hecho lo mismo. No, quizá, no, seguro. La indudable belleza de Rochelle Vance y su adicción a las drogas, apoyada como estaba por una permanente subcorriente de ira, la hacían más atractiva si cabía. Pero ésos eran asuntos de la carne, y de otra vida que la suya. Él tenia cosas más urgentes que atender: a saber, el poder que obtendría de los invitados que empezaban a congregarse abajo. Lamar había pasado revista a la lista con él, brindándole ciertas observaciones implacables sobre casi todos ellos. Abogados corruptos, actores drogadictos, putas arrepentidas, chulos, afectados de priapismo, matones, hombres blancos con alma negra, hombres cálidos con alma fría, lameculos, esnifadores de cocaína, eminencias angustiadas, seres ínfimos más angustiados aún, egoístas, masturbadores, hedonistas, ni uno se salvaba. Evidentemente, aquel ambiente era mejor donde encontrar el tipo de fuerzas que el Jaff necesitaba para mantenerse a salvo en cuando se inaugurase el Arte. Encontraría miedos en aquellas almas drogadas, desconcertadas, hinchadas; almas que nunca había hallado entre los simples burgueses. De ellas obtendría unos terata que el mundo nunca había visto. Entonces él estaría dispuesto. Con Fletcher muerto, y su ejército, si es que ya se había manifestado, a la expectativa... Ya no existía obstáculo alguno entre el Jaff y la Esencia.
Mientras miraba por la ventana y observaba a sus víctimas bajarse de los coches, y saludarse entre ellas con sonrisas de esmeril y besos picoteados, los pensamientos del Jaff derivaron, por extraño que pareciera, a la habitación de las Cartas Perdidas de Omaha, Nebraska, donde, hacía muchas vidas, había tenido un atisbo del alma secreta de Estados Unidos. Recordó a Homer, que le abrió la puerta de aquella cámara del tesoro para luego morir contra ella, su vida arrancada a puñaladas con el cuchillo de hoja roma que el Jaff todavía llevaba en el bolsillo de la chaqueta. La muerte, entonces, tuvo alguna importancia. Fue un experimento digno de temor. Hasta que dio con la Curva Temporal, el Jaff no comprendió lo inadecuados que eran esos temores, si el tiempo podía ser detenido incluso por un simple charlatán como Kissoon. Era de suponer que el brujo estaría todavía seguro en su refugio, y tan lejos de sus acreedores espirituales, de la pandilla que quería lincharlo, como le fuera posible estar. Seguiría en la Curva Temporal, planeando la adquisición del poder. O manteniendo el poder a raya.
Esta última idea se le ocurrió en ese momento por primera vez como la solución muy postergada de un jeroglífico que ni siquiera se había dado cuenta hasta entonces de haber estado intentando resolver. Kissoon se asía al momento, porque, si lo soltaba, sólo conseguiría desencadenar su propia muerte...
—Bien... —murmuró.
Lamar se hallaba detrás de él.
—¿Bien, qué?
—No, nada, estaba pensando —respondió el Jaff. Se apartó de la ventana—. ¿Ha bajado ya la viuda?
—Estoy tratando de despertarla.
—¿Quién recibe a los invitados?
—Nadie.
—Recíbelos tú.
—Pensé que me querías aquí.
—Más tarde. Cuando todos hayan llegado puedes hacerlos subir aquí, uno a uno.
—Como quieras.
—Una cosa.
—¿Sólo una?
—¿Por qué no me tienes miedo?
Lamar entornó los párpados, que ya estaban bastante juntos.
—Todavía no he perdido el sentido del ridículo —dijo.
Sin esperar respuesta alguna del Jaff, abrió la puerta y se dispuso a cumplir los deberes de anfitrión. Otra limusina, blanca esa vez, acababa de llegar, y el chófer estaba en ese momento enseñando las invitaciones a los vigilantes.
—De uno en uno —murmuró el Jaff, hablando para sí mismo—. De miserable en miserable.
La invitación de Grillo a la fiesta de «Coney Eye» le había sido entregada en mano a media mañana, y el recadero fue Ellen Nguyen. Su actitud era amistosa, pero directa, sin concesiones a la intimidad que había florecido entre ambos la tarde anterior. Grillo la invitó a subir a su habitación del hotel, pero ella insistió en que no tenía tiempo:
—Hago falta en la casa —dijo—. Rochelle parece ausente. En tu lugar, yo no me inquietaría por si te reconocen. Pero invitación sí que vas a necesitar. Pon en ella el primer nombre que se te ocurra. Habrá muchos vigilantes, de modo que no la pierdas. Ésta es una fiesta en la que no podrías entrar sólo a base de labia.
—¿Dónde estarás tú?
—No creo que asista a ella.
—Pensé que ibas allí ahora.
—Sí, pero sólo para los últimos preparativos. En cuanto el jolgorio empiece, me iré. No me apetece mezclarme con esa gente. Sólo son un hatajo de parásitos. Ninguno de ellos tenía a Buddy lo que se dice cariño. Todo este asunto no es más que una farsa.
—Bueno, yo voy allí para luego contar lo que vea.
—Eso es lo mejor —dijo ella, dando media vuelta para irse.
—¿Podemos hablar sólo un momento? — preguntó Grillo.
—¿De qué? He de darme prisa.
—De ti y de mí —dijo Grillo—. De lo que sucedió ayer.
Ella lo miró, pero sin fijar la mirada en él.
—Lo pasado, pasado está —repuso ella—. Lo hicimos juntos, ¿qué más hay que decir?
—Pues, por ejemplo: ¿por qué no probar de nuevo?
Ellen seguía mirándole sin fijeza.
—Creo que no —dijo.
—No me diste una oportunidad... —añadió Grillo.
—No, nada de eso —lo interrumpió ella, apresurándose a corregir por anticipado cualquier error que él estuviera a punto de cometer—, estuviste muy bien..., pero las cosas han cambiado.
—¿Desde ayer?
—Sí —dijo ella—. No puedo contarte nada... —Dejó la frase a medio terminar, luego cambió de táctica, y añadió—: Los dos somos adultos, y sabemos cómo son esas cosas.
Grillo estuvo a punto de decir que no, que él ya no sabía cómo eran esas cosas, ni ninguna otra; pero, después de aquella conversación, su amor propio había quedado tan magullado que no era necesario humillarlo más con nuevas confesiones.
—Ten cuidado en la fiesta —le advirtió Ellen cuando se volvía de nuevo para salir.
Grillo no pudo menos de decir:
—Gracias, por eso al menos.
Ella esbozó una leve y enigmática sonrisa, y se fue.
IV
El viaje de vuelta a Grove había sido largo para Tommy, pero todavía lo fue más para Tesla y Raúl, aunque por razones menos metafísicas. Para empezar, el coche de Tesla no era nada extraordinario, y ya había sido bastante castigado durante el viaje de ida, quedando muy malparado. Y luego, aunque casi había vuelto del reino de los muertos gracias al contacto del Nuncio, todavía quedaban en su cuerpo efectos de la aventura, de los que no se dio verdadera cuenta hasta que estaban a punto de llegar a la frontera. Aun cuando lo que conducía era un coche tangible, e iban por una carretera tangible, su dominio no era tan firme como antes. Sentía la llamada de otros lugares y de otros estados mentales. En otras ocasiones de su vida, había estado sumida en drogas y en alcohol; pero lo que sentía en esos momentos era mucho más fuerte que nunca. Parecía como si su cerebro hubiese sacado de lo más hondo de su memoria fragmentos de todos los viajes emprendidos en alas de alucinógenos y de tranquilizantes, y todo esto la invadiera de pronto, y cada experiencia pasada la punzara de nuevo en la mente. Un momento se sentía ruidosa y excitada igual que un ser salvaje (oía su propia voz como si fuese ajena) y el siguiente se hallaba flotando en el éter mientras la carretera se disolvía ante ella; después, sus pensamientos se volvían más sucios que el Metro de Nueva York, y apenas si podía contenerse de poner fin a toda aquella farsa de vida con una simple vuelta al volante. Había dos cosas que no variaban en todo aquello: una, Raúl, sentado a su lado, asido al tablero del coche con ambas manos, tan fuerte que tenía blancos los nudillos, su rostro agresivo de miedo; otra, el lugar donde había estado de visita en su sueño provocado por el Nuncio, la Curva Temporal de Kissoon. Aun cuando no fuese tan real como el coche en el que viajaba o como el olor de Raúl, no por eso resultaba menos insistente. Tesla sentía el peso de su memoria a cada kilómetro que recorrían. Trinidad, como Kissoon la había llamado, o Kissoon mismo, le pedía que volviera, y ella sentía el tirón, casi como una exigencia física de su presencia. Se resistía, aunque no con toda sinceridad. A pesar de que se alegraba de haber vuelto a la vida, lo que había visto y oído durante el tiempo pasado en Trinidad la llenaba de curiosidad por volver; de impaciencia casi. Y cuanto más se resistía, más exhausta estaba, tanto que, cuando llegaron a las afueras de Los Ángeles, Tesla se sentía como quien ha estado privado de sueño: soñaba despierta, y sus sueños amenazaban con irrumpir en cualquier momento en plena realidad.
—Vamos a tener que detenernos un rato —le dijo a Raúl, dándose cuenta de que arrastraba las sílabas al hablar—, si no acabaremos matándonos los dos.
—¿Quieres dormir?
—No sé —respondió Tesla, temerosa de que el sueño le produjese tantos problemas como ella quería que le resolviera—; por lo menos, descansar. Voy a tomar algo de café y a poner mis pensamientos en orden.
—¿Aquí?
—¿Aquí, qué?
—Que si es aquí donde nos detendremos.
—No —dijo ella—, vamos a mi apartamento, a media hora de aquí. Bueno, si volamos...
«Ya estás volando, chica —le dijo su mente—. Y lo más probable es que nunca pares de volar. Eres una resucitada. ¿Qué otra cosa puedes esperar? ¿Que la vida siga adelante, a trompicones, como si nada hubiera ocurrido? No lo esperes. Las cosas nunca volverán a ser las mismas.»
Pero Hollywood no había cambiado, seguía siendo la Ciudad de los Muchachos petrificada; los bares, las tiendas elegantes donde Tesla había comprado sus joyas... Giró a la izquierda, a la altura de Santa Mónica, entrando así en North Huntley Drive, donde vivía desde su llegada a Los Ángeles, casi cinco años antes. Ya era casi mediodía, y la ciudad entera parecía envuelta en humo debido a la niebla. Estacionó el coche en el garaje subterráneo y condujo a Raúl hasta el apartamento V. Las ventanas de su vecino de abajo, un hombrecillo amargado y reprimido con el que sólo había intercambiado un par de palabras en esos cinco años, y la mitad de ellas fueron insultos, estaban abiertas, y era indudable que la había visto pasar. Tesla se dijo que tardaría veinte minutos en informar a todos los vecinos de que Miss Solitaria, como había oído que la llamaba, estaba de vuelta, con aire muy baqueteado, y acompañada por Quasimodo. Pues que lo dijera. Ella tenía otras cosas de qué preocuparse; por ejemplo, cómo meter la llave en la cerradura, algo que no acertaba a conseguir. Raúl acudió en su ayuda: le quitó la llave de los temblorosos dedos y abrió la puerta.
El apartamento, como siempre, era un caos. Tesla dejó la puerta de par en par y abrió las ventanas para dejar entrar algo de aire menos rancio; luego conectó el contestador para ver qué recados tenía. Su agente la había llamado dos veces, y en ambas ocasiones para repetir que no había nada nuevo sobre el guión de los náufragos; Saralyn para preguntar si sabía el paradero de Grillo; y, a continuación, la madre de Tesla. Su aportación era más bien una letanía de pecados que un recado, delitos cometidos por el mundo en general, y por su padre en particular; por último recado de Mickey de Falcó, que ganaba dinero extra haciendo ruidos orgásmicos en películas pornográficas duras y necesitaba una socia para uno de esos trabajos. En el fondo se oía ladrar a un perro. «Ah, y en cuanto vuelvas —decía Mickey, a modo de final—, haz el favor de llevarte a este perro de los cojones antes de que me deje sin casa.» Tesla sorprendió a Raúl mirándola mientras escuchaba los recados, sin hacer esfuerzo alguno por ocultar su perplejidad.
—Son mis amigos —le aclaró Tesla, una vez terminado el recado de Mickey—. ¿Verdad que tienen gracia? Mira, yo necesito acostarme. Ya ves dónde está todo, de acuerdo? La nevera, la televisión, el retrete, todo. Me despiertas dentro de una hora, ¿entendido?
—Una hora.
—Me gustaría un poco de té, pero no tengo tiempo. — Entonces lo miró fijamente—. ¿Me entiendes?
—Sí —dijo él, con expresión dubitativa.
—Arrastro las sílabas.
—Sí.
—Ya lo pensaba. Bien. El apartamento está a tu disposición. No descuelgues el teléfono aunque suene. Te veo dentro de una hora.
Vacilante, se dirigió al cuarto de baño, y, sin esperar respuesta alguna de Raúl, se desnudó por completo. Pensó tomarse una ducha, pero acabó por conformarse con un poco de agua fría en el rostro, los senos y los brazos; luego fue al dormitorio. El cuarto estaba caliente, mas no se le pasó por la cabeza abrir la ventana. En cuanto su vecino de al lado, Ron, despertase, lo que ocurriría de un momento a otro, pondría ópera a todo volumen. Si había que escoger entre el calor o Lucia di Lammermoor, Tesla prefería sudar.
Abandonado a sus propios recursos, Raúl encontró bastantes cosas que comer en la nevera, las llevó junto la ventana abierta, se sentó y comenzó a temblar. Nunca había sentido tanto miedo desde que la locura de Fletcher comenzó. Ahora, como entonces, las reglas del mundo habían cambiado de súbito y sin aviso, y él no sabía ya cuál era el objeto de su vida. En el fondo de su corazón había renunciado a la esperanza de volver a ver a Fletcher. El santuario que había conservado en la Misión, y que, al principio, era como un faro, era un memorial ahora. Raúl había pensado que moriría allí, solo, tratado hasta el fin de su vida como un medio tonto, lo que en realidad era, en cierto modo. Apenas si sabía escribir, excepto garabatear su nombre. Ni leer. Casi todos los objetos que veía en el cuarto de aquella mujer eran un misterio para él. Se sentía perdido.
Un grito lastimero sonó en la habitación contigua.
—¡Tesla! — llamó Raúl.
No hubo una respuesta coherente: sólo más gritos sofocados. La puerta del dormitorio estaba cerrada. Raúl vaciló, con la mano en el picaporte, dudando de si debía entrar sin ser llamado. Cuando oyó otra tanda de gritos, empujó la puerta sin más.
Nunca en su vida había visto una mujer desnuda, y el espectáculo de Tesla sin ropa, sobre la cama, lo dejó anonadado. Los brazos, a lo largo del cuerpo; las manos asían las sábanas; la cabeza se agitaba de un lado a otro. Pero en su cuerpo había como un difuminarse de contornos que le recordaba lo ocurrido en el camino, al pie de la Misión. Tesla se alejaba nuevamente de él; regresaba a la Curva Temporal. Sus gritos se estaban volviendo gemidos en momentos, y no eran de placer. Ella iba, pero contra su voluntad.
Raúl volvió a llamarla por su nombre, muy alto. Y Tesla, de pronto, se sentó sobre la cama, mirándole con fijeza, los ojos muy abiertos.
- ¡Jesús! — exclamó entre jadeos, como si acabara de disputar una carrera—. ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!
—Gritabas... —dijo él, intentando explicar su presencia en la habitación.
Sólo entonces Tesla pareció darse cuenta de la situación: su desnudez, la violenta emoción de Raúl... Cogió una sábana y empezó a cubrirse con ella, pero su atención se hallaba en otra parte; en lo que acababa de experimentar.
—Acabo de estar —dijo.
—Lo sé.
—Trinidad. La Curva de Kissoon.
Cuando regresaban a Los Angeles por la costa, Tesla había hecho lo posible por explicar a Raúl la visión que había tenido cuando el Nuncio la curó, y eso lo hizo tanto para fijar los detalles en su propia mente como para impedir una repetición sacando recuerdos de la celda hermética de su vida interior y compartiéndolos con Raúl. Le hizo una repulsiva descripción de Kissoon.
—¿Lo has visto? — preguntó Raúl.
—No, no he llegado hasta la choza —replicó ella—. Pero quiere que vuelva. Siento que tira de mí. — Se pasó una mano por el vientre—. En este momento le estoy sintiendo, Raúl.
—Me tienes aquí —dijo él—; y no dejaré que te vayas.
—Lo sé, y me alegro.
Tesla alargó la mano.
—Toma mi mano, ¿quieres? — Raúl, vacilante, dio un paso hacia la cama—. Por favor —le dijo Tesla, y él, entonces, asió su mano—. He vuelto a ver la ciudad —prosiguió ella—, parece verdadera, sólo que está deshabitada, completamente desierta. Es... como un escenario..., como si alguien fuese a actuar allí.
—Actuar.
—Sí, ya sé que esto no tiene sentido, pero me estoy limitando a contarte lo que siento. Algo terrible va a ocurrir allí, Raúl. Lo más espantoso que imaginarte puedas.
—¿Y no sabes qué es?
—O quizás ha ocurrido ya —prosiguió ella—. Tal vez ésa sea la razón de que la ciudad esté desierta... No, no es eso, no ha terminado..., está a punto de ocurrir.
Tesla trataba de aclarar la confusión de sus ideas de la mejor manera que podía, como si estuviera ambientando una escena en aquella ciudad para uno de sus guiones. ¿Y qué ocurriría en la escena?, ¿una lucha a tiros en la calle Mayor?, ¿con los ciudadanos encerrados en sus casas mientras los Sombreros Blancos y Sombreros Negros dirimían sus diferencias a tiro limpio? Tal vez. ¿O una ciudad que era abandonada al aparecer un monstruo espantoso en el horizonte? El ambiente escenario de los monstruos de la década de los años cincuenta: un ser despertado por las pruebas nucleares...
—Eso es lo más parecido —murmuró.
—¿Qué es?
—No sé, quizás una película de dinosaurios, por ejemplo. O una tarántula gigante. Pero me voy acercando. ¡Dios, esto es para frustrar a cualquiera! Yo sé algo sobre aquel lugar, Raúl, pero no acabo de localizarlo.
Del apartamento contiguo llegaron los acordes de la obra maestra de Donizetti. Tesla se la sabía tan bien que hubiera podido cantarla entera si hubiese tenido voz para ello a modo de acompañamiento.
—Voy hacer café —dijo—. A ver si me despierto. ¿Quieres ir al apartamento de Ron y pedirle un poco de leche?
—Sí, por supuesto.
—Dile que eres un amigo mío.
Raúl se levantó de la cama, soltando la mano de Tesla.
—Su apartamento es el número cuatro —le gritó al verle salir. Luego fue el cuarto de baño y se duchó por fin, nerviosa aún por todo aquello de la ciudad. Para cuanto terminó de ducharse y encontró una camiseta y unos vaqueros limpios, Raúl ya había vuelto al apartamento, y el teléfono estaba sonando. Al otro extremo del hilo, ópera y Ron.
—¿Dónde lo has encontrado? — quiso saber Ron—. ¿Tiene algún hermano?
—¿Pero es que no se puede tener vida privada en esta casa? — preguntó ella a su vez.
—Pues, chica, entonces no has debido lucirle —contestó Ron—. ¿Qué es?, ¿camionero?, ¿infante de Marina? Nunca he visto nada más ancho.
—Eso sí que lo es.
—En el caso de que se aburra, mándamelo.
—Le hará gracia —dijo Tesla, y colgó—. Tienes un admirador —añadió, dirigiéndose a Raúl—. Ron te encuentra muy atractivo.
La expresión de Raúl al oír aquello fue menos perpleja de lo que ella esperaba. Y esto la indujo a preguntar:
—¿Sabes si hay monos maricones?
—¿Maricones?
—Homosexuales. Hombres a los que les gustan otros hombres en la cama.
—¿Es Ron así?
—¿Ron, dices? — rió Tesla—. Sí, claro. Son cosas de este vecindario. Por eso me gusta tanto.
Comenzó a servir el café instantáneo en las tazas. Y mientras los granitos caían de la cucharilla, sintió que la visión volvía a invadirla.
Dejó caer la cucharilla. Se volvió hacia Raúl. Estaba lejos de ella, en el otro extremo de una habitación que parecía estar llenándose de polvo.
—¡Raúl! — llamó.
—¿Qué te ocurre? — le vio decir.
Le vio, no le oyó. El volumen había bajado a cero en el mundo que estaba abandonando. El pánico se apoderó de ella. Alargó ambas manos a Raúl.
- ¡No me dejes ir...! — gritó—. ¡No quiero ir! ¡No...!
Pero el polvo se interpuso, corroyéndole. Las manos de Tesla perdieron contacto de las de Raúl y se vio lanzada a la Curva, cruzando vertiginosa la ciudad. Por encima de ella, el cielo aparecía delicadamente coloreado, y era como si aquélla fuese la primera vez que lo cruzaba. El sol seguía cerca del horizonte, y ella lo veía con claridad, a diferencia de la primera vez. Más que verlo, lo contemplaba, sin necesidad ninguna de desviar la vista ante su esplendor. Incluso distinguía los detalles. Llamaradas solares que saltaban del borde de la estrella como brazos de luego. Un racimo de manchas solares moteaba su ardiente faz. Cuando bajó la mirada, ya estaba cerca de la ciudad.
Pasado el primer acceso de pánico, Tesla comenzó a controlar sus circunstancias, recordando de repente, que ésta era su tercera visita a aquel lugar, y que ya debía saber en qué consistía. Deseó con todas sus fuerzas aminorar la velocidad, y comprobó que, en efecto, se reducía, con lo que tenía más tiempo para estudiar la ciudad a medida que llegaba a su contorno. Cuando la vio por primera vez, su instinto le dijo que parecía una falsificación. Y esa idea quedó confirmada en ese momento. Las tablas de las casas no estaban marcadas por la intemperie, ni siquiera pintadas; las ventanas carecían de cortinas y las puertas de cerraduras. ¿Y tras esas puertas y ventanas? Tesla ordenó a su sistema flotante que se dirigiera hacia una de las casas, y miró por la ventana. Como el tejado estaba mal rematado, la luz entraba entre las rendijas e iluminaba el interior, y Tesla pudo comprobar que estaba vacío. No había muebles, ni ningún otro indicio de que hubiera alguien allí. Ni siquiera tenía el interior dividido en habitaciones. El edificio era una completa farsa. Y cabía suponer que con el siguiente ocurriría lo mismo. Tesla fue de casa en casa, por la hilera, para confirmar sus sospechas. En efecto, todas aparecían desiertas.
Al apartarse de la segunda ventana volvió a sentir el tirón sentido en el otro mundo: Kissoon trataba de atraerla hacia sí. Tesla esperaba que Raúl no intentase despertarla ahora, si, como pensaba, su cuerpo seguía presente en el mundo que acababa de dejar. Aunque tenía miedo del lugar donde se encontraba en esos momentos, y un hondo recelo hacia el hombre que la llamaba, su curiosidad la dominaba con más fuerza. Los misterios de Palomo Grove eran ya de por sí, bastante extraños, pero nada de lo que Fletcher le había comunicado con tanto apresuramiento acerca del Jaff, el Arte y la Esencia contribuía mucho a informarla sobre ese lugar. El que tenía las respuestas era Kissoon, a Tesla no le cabía la menor duda de ello. Si conseguía entender entre líneas de lo que Kissoon le dijera, por indirecto y desviado que fuese, quizá comprendiera algo. Y con esa nueva confianza que la invadía, Tesla se sintió mejor ante la perspectiva de volver a la cabaña. Si Kissoon la amenazaba, o si volvía a levantársele la polla, ella se limitaría a marcharse de allí. Eso podía hacerlo perfectamente. La verdad era que podía hacer cualquier cosa, con sólo desearlo con suficiente fuerza. Si era capaz de mirar al sol sin deslumbrarse, tanto más lidiaría con las chapuceras exigencias de Kissoon sobre su cuerpo.
Comenzó a mirar la ciudad, consciente de que andaba, o, por lo menos, de que había decidido darse a sí misma el regalo de esa ilusión. Una vez se imaginaba a sí misma allí, como había hecho la primera vez, el proceso de llevar su cuerpo consigo, en carne y hueso, era automático. No sentía el terreno bajo sus pies, ni le costaba el menor esfuerzo caminar, pero llevaba consigo, traía de su otro mundo, la ciencia de avanzar, allí la usaba, sin detenerse a pensar si la necesitaba o no. Tal vez no. Quizá lo único que necesitaba era desearlo para salir volando en la dirección que quisiera. Pero pensó que cuanto más llevase consigo aquel lugar de la realidad que mejor conocía, tanto mayor sería el control que ejercería sobre él. Actuaría de acuerdo con las reglas que hasta hacía poco había considerado universales, y luego, si resultaba que habían cambiado, por lo menos sabría que no era culpa suya. Cuanto más a fondo pensaba en ello, tanto más fuerte se sentía. Su sombra se agrandaba ante ella, y comenzó a sentir que el suelo se calentaba.
A pesar de lo tranquilizador que era tener sentidos naturales, resultaba evidente que a Kissoon no le gustaba. Tesla sentía el tirón con creciente fuerza, como si Kissoon le hubiese metido la mano en el vientre y ahora tirase de ella.
—Muy bien —murmuró—. Ya voy; pero cuando a mí me convenga, no a ti.
Había algo más que peso y sombra en su nueva condición, que estaba aprendiendo; también, olor y sonido. Y estos dos últimos le traían sorpresas, y eran desagradables. Un olor repugnante ante su nariz; un olor que Tesla identificó sin la menor duda como de carne pudriéndose. ¿Habría un animal muerto en algún lugar de la calle? Pero, por más que miraba, no veía ninguno. El sonido le dio una segunda pista. Su oído, más agudo que antes, captó el rumor producido por los insectos. Escuchó con atención para descubrir su origen, y, cuando lo adivinó, cruzó la calle en dirección a otra casa. Era tan anónima como las otras por cuyas ventanas había mirado, pero ésta, por lo menos, no estaba vacía; de ella salían el hedor y el ruido, cada vez más fuertes e intensos, confirmando su intuición: había algo muerto detrás de aquella banal fachada. No, muchas cosas, comenzó a recelar. El olor empezaba a resultar insoportable, y le revolvía el estómago, pero necesitaba ver el secreto que la ciudad escondía.
Cuando se hallaba en el centro de la calle, Tesla sintió otro lirón en el vientre. Se resistió, pero, esta vez, Kissoon no estaba dispuesto a soltarla, y volvió a tirar, más fuerte, hasta que Tesla se sintió empujada calle abajo contra su voluntad Apenas se había acercado a la Casa del Hedor, y volvía a estar a veinte metros de distancia de ella.
- Quiero ver —dijo Tesla, con los dientes apretados, esperando que Kissoon la oyese.
Pero, la oyese o no, lo cierto es que volvió a tirar de ella. En esta ocasión, sin embargo, Tesla esperaba el tirón, y luchó activamente contra él, mientras exigía a su cuerpo que avanzara hacia la casa.
—No creas que vas a detenerme —dijo.
A modo de respuesta, Kissoon volvió a tirar, y, a pesar de los esfuerzos de Tesla, consiguió alejarla más y más de su objetivo.
—¡Que te den por el culo! — gritó Tesla, todo lo alto que pudo, llena de furia por aquella interrupción.
Kissoon utilizaba toda esa furia contra ella misma. A medida que Tesla quemaba energía, Kissoon tiraba más, calle abajo, consiguiendo llevarla hasta el extremo de la calle y luego de la ciudad. Tesla nada podía hacer para resistirse: era más fuerte que ella, y cuanto más furiosa se sentía tanto más firme era el tirón, hasta que se vio transportada a gran velocidad, alejándose de la ciudad, víctima inerme de la urgencia de Kissoon; igual que la primera vez que éste la había forzado a ir a la Curva.
Tesla se dio cuenta de que su ira la debilitaba, y debilitaba su resistencia. En vista de ello, se ordenó a sí misma dominar la furia mientras el desierto pasaba raudo por bajo ella.
—Tranquilízate, mujer —se dijo—. Sólo es un matón, ni más ni menos: un matón. Tú, tranquila y serena. — El consejo funcionó. Hizo que su aplomo tomara de nuevo cuerpo en ella, aunque no se concedió el lujo de la satisfacción, y, menos, el de la vanidad. Se limitó a hacer uso del poder que reclamaba para sí misma demostrar una vez más lo que era capaz de conseguir. Kissoon no cedía en su exigencia, desde luego; Tesla sentía su puño en el vientre, tirando tan fuerte como antes, y aquello dolía, aunque se resistió, y siguió resistiéndose, hasta que casi consiguió detenerse.
Kissoon había logrado, por lo menos, una de sus ambiciones. La ciudad era una simple mota en el horizonte, y el regreso, por el momento, estaba por encima de las fuerzas de Tesla. No era seguro, aun cuando hubiera empezado a resistir, que le fuera posible seguir luchando contra los tirones de Kissoon durante esa enorme distancia.
Volvió a ofrecerse silenciosos consejos: «Lo que tienes que hacer en esta ocasión es permanecer quieta un momento y recapitular tu situación.» Había perdido la batalla en la ciudad, eso estaba meridianamente claro. Pero había ganado unas pocas preguntas difíciles que hacer a Kissoon en cuanto, por fin, se viera las caras con él. La primera, cuál era la verdadera fuente del hedor; y, la segunda, por qué tenía tanto miedo de que ella lo viera. Sin embargo, considerando la fuerza que a todas luces tenía, aun a tanta distancia, Tesla se dijo que debería andarse con cuidado. El mayor error que podía cometer en tales circunstancias era dar por supuesto que cualquier control que tuviese sobre sí misma iba a ser permanente: después de todo, ella se encontraba allí por exigencia de Kissoon, y, aunque fuese verdad lo que le había dicho de que era un prisionero en aquella tierra, no cabía la menor duda de que conocía las regulaciones mejor que ella, que ahora estaba, sin el menor género de dudas, en su poder; un poder cuyos límites sólo se podía adivinar. Por lo tanto, tenía que actuar con más cuidado, porque, si no, se arriesgaría a perder el poco control que tenía sobre su actual situación.
Volviendo la vista hacia la ciudad comenzó a moverse en dirección a la cabaña. La firmeza que había adquirido en la ciudad no le había sido arrebatada, pero ahora se movía con una ligereza como nunca hasta ahora había sentido. En cierto modo, era como andar sobre la luna: sus pasos, largos y fáciles; su velocidad, imposible incluso para el más ágil de los corredores. Intuyendo su proximidad, Kissoon ya no tiraba de su vientre, aunque seguía manteniendo su presencia allí, como para recordarle la fuerza que podría utilizar si se lo propusiese.
Delante de ella sólo veía el segundo de los hitos de aquella zona: la torre. El viento gemía contra los entrelazados cables. Tesla aminoró el paso para estudiar mejor la estructura, aunque había muy poco que ver. Medía unos treinta metros de altura, era de acero, y estaba rematada por una simple plataforma de madera cubierta en tres de sus lados por hojas de chapa ondulada. No se imaginaba cuál pudiera ser su objeto. Como atalaya le parecía especialmente inútil, dado que había muy poco que ver desde ella. Y tampoco parecía tener ningún uso técnico. Aparte del tejado de chapa ondulada —y de algo que colgaba del centro— no se veía signo de antenas o de aparatos de control. Pensó en Buñuel, de entre todas las personas del mundo, y en la película suya que más le gustaba, Simón del Desierto, una visión satírica de san Simón tentado por el diablo cuando se encontraba haciendo penitencia en la cima de un pilar en medio de no se sabía dónde. A lo mejor aquella torre había sido construida para algún otro sabio masoquista por el estilo. De ser así, se había tornado polvo, o divinidad.
Allí ya no había más que ver, se dijo Tesla, y siguió adelante, pasando junto a la torre y abandonándola a su gimiente y enigmática existencia. Todavía no se veía la cabaña de Kissoon, pero sabía que no podía estar lejos. No había tormenta de polvo en el horizonte que impidiese verla, y la escena que se abría ante sus ojos —el desierto abajo y el cielo arriba— era exactamente lo que recordaba de su primera visita. Eso, por un momento, le pareció extraño: el hecho de que nada, absolutamente nada, pareciera haber cambiado. Tal vez allí nada cambiaba, pensó. Quizás ese lugar era siempre igual. O, como si de un filme se tratara, se proyectaba y se volvía a proyectar, hasta que las perforaciones se rasgaban o la película se quemaba.
Y justo cuando estaba considerando la perdurabilidad, un elemento extraño que ella casi había olvidado interrumpió la secuencia de sus ideas: la mujer.
La vez anterior, con Kissoon tirando de ella hacia la cabaña, Tesla no había tenido oportunidad de establecer contacto con ese otro actor del escenario del desierto. Cierto que Kissoon había tratado de convencerla de que aquella mujer no era más que un espejismo: una proyección de sus pensamientos eróticos, y que ella debía evitarla. Pero ahora que se encontraba lo bastante cerca de ella para poder llamarla, Tesla se dijo que una explicación sería lo mejor. Por perverso que Kissoon, y Tesla no dudaba de que tendría sus momentos de perversidad, saltaba a la vista que aquella figura femenina no era una fantasía de la masturbación. Cierto que iba casi desnuda, y que los harapos que llevaba encima resultaban insuficientes para cubrir todo su cuerpo. Cierto, también, que en su rostro se traslucía la inteligencia. Pero varios mechones de su larga cabellera parecían haber sido arrancados; la sangre se le había resecado hasta adquirir un color pardo oscuro en las mejillas y la frente; su cuerpo, delgado, estaba muy magullado, con arañazos curados a medias en los muslos y los brazos. Tesla sospechó que bajo los restos de lo que quizá fue un vestido blanco en otro tiempo había una herida más profunda. La tela aparecía pegada a la cintura, y la mujer se apretaba el vientre con las manos, casi doblada en dos de dolor. Aquella mujer no era una ilustración de revista pornográfica, existía en el mismo plano que Tesla, y estaba sufriendo.
Tal y como Tesla había sospechado, Kissoon se dio cuenta de que hacía caso omiso de su advertencia de permanecer alejada, de aquella mujer y volvía a tirar muy fuerte de Tesla. Pero ésta se encontraba perfectamente preparada para resistir. En lugar de enfurecerse ante tanta exigencia, lo que hizo fue mantenerse inmóvil, conservando toda su calma. Los dedos mentales de Kissoon lucharon por encontrar asidero, luego empezaron a resbalar entre los intestinos de Tesla. Volvieron a asirse, y resbalaron de nuevo; una vez más se asieron, mientras Tesla seguía inmóvil y serena, con la mirada puesta todo el tiempo en la mujer, la cual estaba erguida en ese momento, y ya no se apretaba el vientre. Tenía los brazos caídos a lo largo del cuerpo. Tesla, muy despacio, comenzó a ir hacia ella, mientras conservaba la calma lo mejor que le era posible, negando de esa forma cualquier asidero a los dedos mentales de Kissoon. La mujer no hizo movimiento alguno, ni de avance ni de retroceso. Con cada paso, Tesla la veía cada vez mejor. Contaría unos cincuenta años y los ojos, aunque hundidos en sus cuencas, eran lo más vivo de toda ella. El resto pura fatiga. En torno al cuello llevaba una cadena de la que colgaba una sencilla cruz. Era lo único que le quedaba de la vida que debió de haber llevado en otro tiempo, antes de perderse en aquel desierto.
De pronto, la mujer abrió la boca, y una expresión de angustia apareció en su rostro. Comenzó a hablar, pero sus cuerdas vocales no estaban lo bastante fuertes, o sus pulmones eran demasiado pequeños, para que las palabras cruzasen la distancia que mediaba entre ambas.
—Espera —dijo Tesla, temiendo que la mujer agotase la poca energía que le quedaba—. Espera a que yo me acerque.
Ella no le hizo caso, la entendiera o no, y empezó a hablar de nuevo, repitiendo algo una y otra vez.
—No te oigo —gritó Tesla, al tiempo que observaba que la angustia de la mujer estaba dando a Kissoon el asidero que éste buscaba—, te digo que esperes —añadió apresurándose—. Y entonces comprendió que la expresión de la mujer no era angustia en absoluto, sino miedo. Que sus ojos no miraban a Tesla, sino a otra parte. Y que la palabra que repetía una y otra vez era: «¡Lix! ¡Lix!»
Llena de horror, Tesla se volvió y vio que el desierto, a sus espaldas, hervía de seres Lix: una docena, a primera vista; dos, si miraba mejor. Todos eran exactamente iguales, como serpientes de las que se hubiera borrado cualquier señal o marca distintiva, y tenían la misma longitud: tres metros de músculo que se contorsionaba y se retorcía, acercándose a Tesla a toda velocidad. Tesla había pensado, por el primero que vio, apenas y de lejos, la vez anterior, y que le había abierto la puerta, que carecía de boca, pero en eso se equivocaba: todos tenían agujeros negros abiertos de par en par y provistos de dientes negros ya se preparaba para resistir el ataque cuando se dio cuenta, demasiado tarde, de que aquellas bestias estaban allí a modo de finta. Kissoon, de pronto, asió su intestino y dio un tirón. El desierto se deslizó bajo sus pies, y los Lix se apartaron, dejándola pasar entre todos ellos.
Y ante sus ojos, la cabaña. En pocos segundos se vio en el umbral, y la puerta se abrió al mismo tiempo.
—Venga, entra —dijo Kissoon—. Has tardado mucho.
Abandonado en el apartamento de Tesla, lo único que Raúl podía hacer era esperar. Sabía perfectamente a dónde había ido, y quién la había llamado; pero, sin medio de acceso, no podía hacer nada. Esto no significaba que no intuyese a Tesla. Su sistema había sido tocado dos veces por el Nuncio, de modo que sentía que Tesla no estaba lejos de él.
Cuando, en el coche, Tesla intentó describirle lo que había sentido durante su viaje a la Curva, Raúl, por todos los medios, quiso expresar algo que había aprendido a comprender en los años pasados en la Misión. Pero su vocabulario no estaba a la altura de esta tarea. Y seguía sin estarlo. Sus sentimientos, sin embargo, influían ahora profundamente en su manera de sentir, de intuir la cercanía de Tesla.
Ella estaba en otro lugar; pero el lugar, a fin de cuentas, no era más que otro estado del ser, y todos los estados, si encontraban los medios adecuados, podían hablarse entre sí. El mono y el hombre, el hombre y la luna. Esto no tenía nada que ver con las tecnologías, sino con la indivisibilidad del Mundo. De la misma manera que Fletcher había hecho al Nuncio con una mezcla de disciplinas, sin cuidarse de las fronteras entre la ciencia y la magia, o entre la lógica y el absurdo; de la misma manera que Tesla se movía ahora entre realidades como una niebla soñadora, retando las leyes vigentes; de la misma manera que él había pasado de lo simiesco en apariencia a lo humano en apariencia, sin saber nunca dónde se pasaba de lo uno a lo otro, o siquiera si se pasaba; así sabía Raúl en aquel momento que podría encontrar el paradero de Tesla con sólo que tuviera el ingenio o las palabras imprescindibles, pero lo cierto era que carecía de ambas cosas. Las tenía muy cerca, como están cerca todos los espacios y todos los tiempos, por ser parte del mismo paisaje mental, pero no conseguía ponerlas en acción. Eso estaba aún fuera de su alcance.
Lo único que podía hacer era saber y esperar, lo que, a su manera, resultaba mucho más doloroso que creerse abandonado.
—Eres un cerdo y un embustero —soltó ella en cuanto hubo cerrado la puerta.
El fuego ardía con fuerza. Había muy poco humo. Kissoon estaba al otro lado, mirándola con fijeza; sus ojos brillaban más de como Tesla los recordaba de la vez anterior. Había excitación en ellos.
—Tú querías volver —dijo Kissoon—, no lo niegues. Yo lo sentía dentro de ti. Pudiste resistir mientras estabas en el Cosmos, pero la verdad es que no quisiste. Dime que esto que te estoy diciendo es mentira, anda, dímelo si te atreves.
—No —confesó ella—. Lo admito. Yo tenía curiosidad.
—Muy bien.
—Pero eso no te da el derecho a tirar de mí hasta traerme aquí.
—¿Y de qué otra manera iba a enseñarte el camino? — preguntó él, con un tono de alegría en la voz.
- ¿Enseñarme el camino? — repitió ella. Sabía que estaba irritándole, pero no conseguía liberarse de la sensación de impotencia que la invadía. Lo que más odiaba en este mundo era perder el dominio de sí misma, y el hecho de que él fuera el dominante la sacaba de sus casillas—. No soy una tonta —añadió—, ni tampoco un muñeco al que puedes traer y llevar cuando te conviene.
—No te he tratado de ninguna de las dos maneras —dijo Kissoon—. Por favor, ¿por qué no podemos tener la fiesta en paz? Acaso no estamos ambos en el mismo lado, después de todo?
—¿Lo estamos?
—No sé cómo puedes dudarlo.
—¿No puedo?
—Después de todo lo que te conté —dijo Kissoon—; después de todos los secretos que compartí contigo.
—Pues tengo la impresión de que todavía quedan unos cuantos que no te apetece contarme.
—¿Sí? — dijo Kissoon, mientras su mirada iba de Tesla a las llamas.
—La ciudad, por ejemplo.
—¿Qué ocurre con ella?
—Pues que yo quería ver también lo que hay en la casa; pero, ni hablar, me sacaste de allí.
Kissoon suspiró.
—No lo niego, aunque he de decirte que si no lo hubiese hecho así, no estarías aquí en este momento.
—No te entiendo.
—¿No sentiste la atmósfera que había allí? No puedo creerte, simplemente terrorífica.
Entonces fue Tesla la que suspiró, bajo, por entre los dientes cerrados.
—Sí —reconoció al fin—, algo sentí.
—Los Uroboros del Iad disponen de agentes en todas partes —dijo Kissoon—. Tengo entendido que hay uno escondido en esa ciudad. No sé qué forma adopta, y tampoco quiero saberlo, pero supongo que sería fatal ir a verlo. En fin, no tengo la menor intención de arriesgarme a ello; tampoco tú debieras hacerlo, por muy curiosa que seas.
Era difícil argumentar contra ese punto de vista; sobre todo teniendo en cuenta que casi coincidía con sus propios sentimientos. Pocos minutos antes, en su apartamento, Tesla había comentado con Raúl que tenía la intuición de que algo estaba a punto de ocurrir en aquella calle Mayor desierta. Kissoon acababa de confirmar sus sospechas.
—Pues me figuro que debo de darte las gracias —dijo a regañadientes.
—No te molestes —replicó Kissoon—. No te he salvado por ti, sino por causa de deberes mucho más importantes que tú. — Durante un momento atizó en el centro de la lumbre con un palo ennegrecido; el fuego se animó, y las llamas iluminaron la cabaña más que nunca—. Lo siento si te asusté la última vez que estuviste aquí —prosiguió—. Digo, si te asusté. Pero sé que te asusté, y me faltan palabras para expresarte lo mucho que lo siento. — Mientras hablaba no la miraba, lo que daba un tono de discurso aprendido y ensayado a sus palabras; pero, viniendo de un hombre del que Tesla sospechaba era un completo egocéntrico, resultaba doblemente agradable—. Me sentí... emocionado, llamémoslo así, por tu presencia física aquí, y de una forma que no había previsto del todo. Te confieso que tenías razón recelar de mis motivos. — Se llevó la mano a la entrepierna y se cogió el pene entre el pulgar y índice—. Ahora me he corregido —dijo—, como tú misma puedes ver.
Tesla miró. Estaba muy lacio.
—Acepto tus excusas —dijo.
—Pues, entonces, podemos hablar de negocios, supongo.
—No voy a entregarte mi cuerpo, Kissoon —dijo Tesla, contundente—. Si es a eso a lo que te refieres con lo del negocio, no hay nada de qué hablar.
Kissoon asintió.
—No te oculto que te comprendo perfectamente. Pero tú también debes saber la gravedad del asunto. En este momento, el Jaff está en Palomo Grove preparándose para usar el Arte, y yo puedo detenerlo, pero no desde aquí.
—Entonces enséñame a hacerlo.
—No hay tiempo.
—Yo aprendo rápido.
Kissoon levantó la mirada. Su expresión era severa.
—Tus palabras indican una arrogancia monstruosa —dijo—. Te metes en el centro mismo de una tragedia que lleva siglos avanzando hacia su desenlace, y piensas que puedes cambiar el curso de su historia con unas pocas palabras. Esto no es Hollywood. Nos encontramos en el mundo real.
Su furia fría calmó a Tesla, aunque no por completo.
—Bien, de acuerdo, me pongo arrogante de vez en cuando. Que me fusilen por ello. Ya te he dicho que estoy dispuesta a ayudarte, pero no quiero aceptar esa mierda de cambiar mi cuerpo...
—Pues, entonces...
—Pues entonces, ¿qué?
—... encuéntrame alguien que éste dispuesto a darme su cuerpo.
—¡No pides nada! ¿Y qué quieres que les diga?
—Tú sabes ser persuasiva —dijo él.
Tesla volvió con el pensamiento al mundo del que acababa de salir. La casa de apartamentos donde ella vivía tenía cuarenta y cinco inquilinos. ¿Podría, quizá, convencer a Ron, o a Edgar, o a alguno de sus amigos, a Mickey de Falcó, por ejemplo, de que entrara en la Curva en ella? Lo dudaba. Y sólo cuando su búsqueda se centró en Raúl, vislumbró una pequeña esperanza. ¿Se atrevería él a hacer lo que ella era incapaz de llevar a cabo?
—A lo mejor te puedo echar una mano —dijo.
—¿Rápido?
—Sí, rápido. Si me devuelves a mi apartamento.
—Eso es lo más fácil del mundo.
—Pero ten en cuenta que no te prometo nada.
—Lo entiendo.
—Y que quiero algo a cambio.
—¿Qué es ello?
—La mujer con la que he tratado de hablar; la que me dijiste que te servía de ayuda sexual.
—Me preguntaba cuándo sacarías el tema a relucir.
—Está herida.
—No lo creo.
—Lo he visto.
—¡Es una treta del Iad! — exclamó Kissoon—. Ella lleva tiempo vagando por ahí con la intención de que le abra mi puerta. A veces finge estar herida, en otras ocasiones ronronea como una gata en celo. Se frota contra la puerta. — Kissoon se estremeció—. Y yo oigo cómo se restriega, mientras me ruega que la deje entrar. Lo de ahora es otra treta.
Como casi siempre que Kissoon afirmaba algo, Tesla se quedó sin saber a ciencia cierta si debía de creerle o no. En su visita anterior, él le había dicho que aquella mujer no era más que una amante onírica; sin embargo, ahora le decía que era una agente del Iad. Podía ser una de ambas cosas, pero no las dos al mismo tiempo.
—Quiero hablar con ella —dijo Tesla—, y así juzgar por mí misma. No parece tan peligrosa.
—No tienes la menor idea —la advirtió Kissoon—. Las apariencias engañan. Yo la mantengo a raya gracias a los Lix, por miedo a lo que pueda hacerme.
Tesla estuvo a punto de preguntarle qué podría temer Kissoon de una mujer tan dolorida, pero dejó la pregunta para un momento menos desesperado.
—Entonces, volveré —dijo.
—Te haces cargo de lo urgente que es.
—No necesitas repetírmelo tantas veces —replicó Tesla—. Sí, por supuesto que me hago cargo. Pero, como ya te he dicho, lo que me pides no es nada fácil. La gente acostumbra a tener apego a su cuerpo.
—Si todo va bien, y puedo impedir que el Arte sea utilizando, podría devolverle el cuerpo intacto a su dueño. Si fracaso, será el fin del Mundo, de modo que todo daría igual.
—Bonito me lo pones —dijo Tesla.
—Al menos lo intentaré.
Tesla se volvió hacia la puerta.
—Date prisa —dijo él—, y no te distraigas...
—Eres un jodido condescendiente, Kissoon —fue la despedida de Tesla.
Y, sin más, salió a la misma luz matinal de minutos antes.
A la izquierda de la cabaña, una sombra de nubes parecía moverse por encima del desierto. Tesla la estudió un momento y vio que el suelo, agostado por el sol, aparecía cubierto de Lix. Al sentir su mirada, los Lix dejaron de moverse y levantaron las cabezas para mirarla. ¿No le había dicho Kissoon que él era el creador de esos seres?
—Venga, fuera de aquí. — Tesla oyó su propia voz diciendo estas palabras—. No tengo tiempo que perder.
Si Tesla hubiese obedecido de inmediato las instrucciones de Kissoon, no hubiera visto a la mujer, que apareció de pronto, más allá de los lixes. Pero como no las obedeció, pudo verla. Y su aspecto, a pesar de las advertencias de Kissoon, dejó a Tesla clavada en el suelo. Si aquella mujer era un agente de los Uroboros del Iad, como Kissoon aseguraba, la idea de presentarse con tan vulnerable disfraz, había resultado, desde luego, muy brillante. Por mucho que lo intentaba, Tesla no acababa de creer que un contingente de villanos tan vasto y, sin duda, tan ambicioso como era el Iad, se presentase bajo un disfraz tan lamentable. ¿No era el mal ya bastante arrogante de por sí, incluso en sus maquinaciones, para presentarse tan desnudo? Ella no podía hacer caso de su instinto, el cual le decía que, en este caso concreto, Kissoon se equivocaba. Aquella mujer no era agente de nadie. Era un ser humano dolorido. Tesla podía volver la espalda a muchas súplicas, pero nunca a súplicas como ésa.
Ignorando el último ruego del hombre de la cabaña que se encontraba a su espalda, Tesla avanzó unos pasos más hacia la mujer. Los lixes se dieron cuenta de ello, y, al acercárseles Tesla, comenzaron a agitarse, erizándose y levantando sus cabezas como las cobras. Tesla, sin embargo, lejos de aminorar el paso ante esta actitud, lo apresuró. Si eso lo hacían por orden de Kissoon, como sin duda ocurriría, el simple hecho de querer mantenerla apartada de la mujer servía sólo para reforzar su sospecha de que él la estaba engañando. Kissoon intentaba impedir que se comunicaran entre ellas. ¿Por qué? ¿Porque aquella mujer, lamentable y angustiada, era tan peligrosa como él decía? ¡No! Todas las fibras del cuerpo de Tesla rechazaron esa interpretación. Lo que Kissoon quería era mantenerlas separadas porque algo ocurriría entre ambas, algo que se dirían o que harían podría ponerle en entredicho.
Los lixes, al parecer, tenían nuevas instrucciones. Perjudicar a Tesla de la forma que fuese sería apartar a la mensajera de su misión; así que concentraron su atención en la mujer. Ella adivinó sus intenciones y una expresión de miedo cubrió su rostro. Tesla pensó que, sin duda, aquella mujer estaba acostumbrada a la maldad de aquellos seres; que quizá los había desafiado en otras ocasiones para poder acercarse a Kissoon o a alguno de sus visitantes. Desde luego, parecía ducha en el arte de confundirlos, dando vueltas ante ellos a tal velocidad que los llenaba de perplejidad cuando trataban de decidir en qué dirección atacarla.
Tesla añadió su grano de arena a esa táctica defensiva gritándoles al aumentar la velocidad de sus pasos, segura de repente de que no osarían hacerle daño mientras Kissoon tuviese tan desesperada necesidad de salir de su cárcel y ella fuese su única esperanza de conseguirlo.
- ¡Fuera de aquí! — les gritaba—. ¡Dejadla sola, cabrones!
Pero ellos tenían su objetivo perfectamente claro, y no estaban dispuestos, en absoluto, a dejarse confundir con sus gritos. Cuando Tesla se hallaba a pocos metros de distancia, ellos estaban a punto de caer sobre su presa.
- ¡Corre! — aulló Tesla.
La mujer siguió su consejo, pero era demasiado tarde. El más rápido de los lixes la pisaba ya los talones; se encaramó por su cuerpo, y se le enroscó. Había una cierta siniestra y horrible elegancia en sus movimientos, al contorsionarse en torno al cuerpo de la mujer y conseguir arrojarla al suelo. Los lixes que se le unieron la cubrieron en seguida, y cuando Tesla llegó junto ellos ya no distinguía a la mujer bajo los cuerpos de sus atacantes. Era como si la hubieran momificado, aunque ella seguía con los forcejeos, agarrándose a sus cuerpos, mientras ellos se cerraban, más y más numerosos, hasta hacerla desaparecer bajo su masa.
Tesla no perdió el tiempo con más gritos. Sin más se puso a estirar de los lixes con sus propias manos, tratando, primero, de descubrir a la mujer antes de que la asfixiaran, y, una vez conseguido eso, tirando de sus brazos para liberarlos de ataduras vivas. Aunque los lixes eran numerosos, no tenían mucha fuerza. Varios se rompieron cuando Tesla tiró de ellos, manando una sangre blancoamarillenta que cubrió las manos de Tesla y salpicó su rostro. A Tesla le enfureció aún más el asco que eso le produjo por lo que intensificó sus esfuerzos, tirando y retorciendo, y tirando más, hasta que estuvo toda pegajosa de aquel líquido. La mujer, a la que habían estado a punto de matar, se animó con el ejemplo de su salvadora, y ahora forcejeaba más, liberándose de las trabas de sus asesinos.
Sintiendo que la victoria era posible, aunque fuese a duras penas, Tesla se preparó para escapar. No podía hacerlo sola, esto lo sabía: la mujer tendría que escapar con ella al apartamento de North Huntley Drive, porque, si no, sería víctima de nuevos ataques, y después de uno como aquél le quedarían pocas energías para resistirlos. Kissoon la había enseñado a entrar en la Curva usando su imaginación, ¿podría hacer lo mismo, pero en dirección opuesta, y no sólo en beneficio propio, sino acompañada de la mujer? Si fallaba, caerían las dos sobre los lixes, que aparecían por todas partes, innumerables como en respuesta a una llamada de su creador. Tratando de no hacer caso de esta invasión, de olvidarla en la medida de sus posibilidades, Tesla se imaginó a sí misma y a la mujer huyendo juntas de aquel lugar y llegando a otro. Pero no a otro cualquiera, sino a Hollywood, a North Huntley Drive, a su apartamento. «Hay esto —se dijo—; si Kissoon puede conseguirlo, también tú puedes.»
Oyó un grito, el primer sonido que salía de la boca de la mujer. Se produjo una agitación entre los lixes que la rodeaban, pero lo que no se produjo fue el traslado instantáneo de las dos desde la Curva de Kissoon hasta Hollywood, como Tesla había esperado, y los lixes se concentraron en torno a ellas en número cada vez mayor.
«A ver, otra vez —se dijo Tesla—. Prueba de nuevo.»
Concentró su atención en la mujer, que seguía desgarrando a los lixes que se aferraban a su cuerpo y arrancándoselos del cabello. En esa escena Tesla tenía que concentrar toda su imaginación, porque el otro pasajero, o sea, ella misma, era fácil de imaginar.
—¡Vamos! — gritó—. ¡Dios, por favor, vamos!
Esa vez, las imágenes que tenía en la mente se fundieron, y no sólo se vio a sí misma y a la otra mujer con claridad, sino que las vio a las dos volando, y al mundo que las rodeaba disolviéndose y reformándose, como un rompecabezas que se dispersa de golpe, recomponiéndose en seguida como otro rompecabezas.
Reconoció la escena. Era el mismo lugar de donde había partido. El café seguía derramado por el suelo; el sol entraba a raudales por la ventana; Raúl estaba de pie en medio de la habitación, esperando su regreso. Tesla se dio cuenta, por la expresión de Raúl, de que había conseguido traerse consigo a la mujer. Lo que no vio, hasta que miró, fue que se había llevado la imagen entera consigo, incluidos los lixes y aunque éstos estaban separados de Kissoon, su antinatural vida no era allí menos febril que en la Curva. La mujer se desprendió de ellos, y cayeron al suelo del apartamento, donde siguieron retorciéndose, con su apestosa sangre con olor a excrementos derramándose por el suelo. Pero ya sólo eran pedazos: cabezas, colas, torsos; además, la violencia de sus movimientos disminuía. Para no perder el tiempo echándolos de allí a patadas, Tesla llamó a Raúl, y entre los dos cogieron a la mujer en volandas, la llevaron al dormitorio, la echaron sobre la cama.
La mujer había luchado con gran valor, y se le notaba. Las heridas de su cuerpo se habían vuelto a abrir. Pero su mal parecía ser el de una fatiga extrema, no el dolor.
—Cuídala bien —dijo Tesla a Raúl—. Yo voy a por agua para limpiar el piso.
—¿Que ha ocurrido? — quiso saber Raúl.
—Pues que casi vendí tu alma a un cerdo mentiroso —respondió Tesla—; pero no te preocupes, te la he devuelto.
V
Una semana antes, la llegada a Palomo Grove de tantísimas de las más brillantes estrellas del firmamento hollywoodense hubiera sacado a los ciudadanos de sus casas en gran número, pero ahora apenas si había un transeúnte por las calles para presenciar su llegada. Las limusinas ascendían la cuesta sin que nadie se fijase en ellas. Mientras, sus pasajeros se drogaban, o se maquillaban, tras los ahumados cristales de las ventanillas. Los más viejos de ellos se preguntaban cuánto tiempo tardaría la gente en congregarse para rendirles hipócrita pleitesía, como ellos iban a rendírsela a Buddy Vance. Los más jóvenes daban por supuesto que para cuando a ellos les amenazase la muerte, ya se habría encontrado una medicina que la alejase. En aquella reunión eran pocos los que de veras habían querido a Buddy; muchos lo envidiaban, y a casi todos les causó cierta satisfacción su caída en desgracia. Pero el amor nunca es frecuente en gente de este tipo. Sería una grieta en su coraza, lujo que no podían permitirse.
Los pasajeros de las limusinas se daban cuenta de la falta de admiradores. Aunque muchos de ellos, no tuviesen deseos de ser reconocidos, ofendía a su egolatría el verse recibidos con tal indiferencia. Sin embargo, no tardaron en arrimar el insulto a su sardina. En todos los coches, uno tras otro, el tema surgió de inmediato: ¿Por qué había ido el muerto a esconderse en un lugar tan dejado de la mano de Dios como Palomo Grove? Tenía secretos, ésa era la razón. Pero... ¿qué secretos? ¿Su necesidad de alcohol? Eso todos lo sabían. ¿Drogas?, ¿y a quién le importaba? ¿Mujeres?, no, porque, al contrario, no hacía otra cosa que jactarse de lo inmensa que era su polla. No, por fuerza tenía que haber alguna otra basura en el fondo de su encierro en aquel lugar oculto. Las teorías volaban como el vitriolo a medida que los murmuradores pasaban revista a las posibilidades, interrumpiendo sus chismorreos sólo para descender del coche y dar el más sentido pésame a la viuda en el umbral de «Coney Eye», pero reanudándolo en cuanto entraban en la casa.
La colección de objetos carnavalescos de Buddy Vance atrajo el interés y los comentarios de los espectadores dividiéndolos en dos bandos claramente definidos. Muchos la consideraron el perfecto epitafio del muerto: vulgar, oportunista y, ahora que estaba fuera de su contexto propio, inútil. Otros declararon que era una revelación, un aspecto del carácter del muerto cuya existencia ignoraban. Uno o dos fueron a hablar con Rochelle para ver si alguna de las piezas estaba a la venta; ella les dijo que nadie sabía aún a quién se lo había dejado Buddy, pero si eran para ella, se las regalaría a ellos con mucho gusto.
Lamar, el bufón, iba entre los reunidos con una sonrisa perfectamente encajada de oreja a oreja. Durante todos los años transcurridos desde que se separó de Buddy, nunca se le había ocurrido pensar que iba a verse un día como se veía ahora, convertido en el rey de la corte de Buddy. No hacía el menor esfuerzo por ocultar su felicidad. ¿De qué hubiera servido? Además, con la cortedad de la vida es mucho mejor coger el placer que está al alcance de la mano antes de que venga otro y se lo lleve. Y la idea de que el Jaff se encontraba dos plantas más arriba añadía una extraña expresión a su sonrisa. Ignoraba cuáles eran las verdaderas intenciones del Jaff, pero le divertía pensar en aquella gente como en simple forraje. Sentía gran desprecio por todos ellos, pues les había visto hacer acrobacias morales que hubieran avergonzado a un Papa, y todo por simple sed de dinero, de posición o de publicidad. A veces, por las tres causas juntas. Lamar había llegado a mirar con asco la obsesión que toda aquella gente tenía por sí misma, la ambición que inducía a muchos de ellos a echar por tierra a sus mejores amigos, a sofocar lo poco bueno que tenían en su interior. Sin embargo, él jamás exteriorizaba este desprecio, entre otras razones porque no le quedaba más remedio que trabajar entre ellos. Era mejor ocultar sus sentimientos. Buddy (¡pobre Buddy!) nunca había sido capaz de aparentar tal despego. En cuanto bebía un poco más de la cuenta, se ponía a despotricar a grito pelado contra los tontos a los que se negaba a soportar. Fue esa indiscreción, más que ninguna otra, lo que causó su caída en desgracia. En una ciudad donde las palabras eran baratas, el irse de la lengua podía resultar muy caro. Allí se perdonaba el fraude, la drogadicción, el abuso de menores, la violación, y hasta, en ocasiones, el asesinato; pero Buddy había osado llamarles tontos, y ellos nunca se lo perdonarían.
Lamar se trabajó a todos los presentes: besó a las bellezas, saludó a los sementales, estrechó la mano a los contratadores y despedidores de unas y de otros. Se imaginaba el asco que todo ese ritual hubiera producido a Buddy. Una y otra vez, durante los años que habían trabajado juntos, Lamar tuvo que persuadir a Buddy para que se marchara por las buenas de fiestas como ésa porque era incapaz de contener los insultos que pugnaban por salir de su boca; aunque siempre fracasó en sus intentos.
—Tienes muy buen aspecto, Lam.
El sobrealimentado rostro que se situó frente a él pertenecía a Sam Sagansky, uno de los agentes de Bolsa más poderoso de Hollywood. A su lado llevaba a una huerfanita pechugona, una más de las innumerables huerfanitas pechugonas que Sam había elevado al oropel de la fama para acabar abandonándolas en medio de dramas públicos que dejaban destrozada la carrera de las mujeres, mientras su fama de tenorio aumentaba.
—¿Cómo te sienta asistir a este funeral? — quiso saber Sagansky.
—No es eso exactamente, Sam.
—El caso que él está muerto, y tú no. No me dirás que no te alegras.
—Bien, supongo que sí.
—Nosotros somos supervivientes, Lam. Tenemos derecho a rascarnos los cojones, y a reír. La vida es buena.
—Ya. Supongo que sí —dijo Lamar.
—Aquí todos somos vencedores, ¿verdad, cariño? — se volvió a la huerfanita, que le mostró la dentadura—. No conozco una sensación mejor que ésa.
—Luego te veo, Sam.
—¿Va a haber fuegos artificiales? — preguntó la huerfanita.
Lamar pensó en el Jaff, que esperaba arriba, y sonrió.
Después de haber pasado revista a la sala, Lamar subió a ver a su amo.
—Mucho gente —dijo el Jaff.
—¿Te parece bien?
—De todo corazón.
—Quería hablar contigo antes de que las cosas... se compliquen.
—¿Sobre qué?
—Rochelle.
—Ah.
—Ya sé que estás montando una operación de altos vuelos, y créeme que me parece de maravilla. Si borras a toda esa gentuza de la faz de la jodida Tierra, te aseguro que harás un favor al mundo.
—Siento mucho tener que decepcionarte —dijo el Jaff—. No irán a participar de la Gran Comilona de las Superpotencias en el cielo. Es posible que me tome algunas libertades con ellos, pero no estoy interesado en su muerte. Esa actividad le compete más bien a mi hijo.
—Lo único que querría es que dejaras a Rochelle fuera de todo eso.
—No le tocaré un pelo de la ropa —replicó el Jaff. Bien, ¿contento?
—¡Y tanto! Muchas gracias.
—Entonces, ¿qué? ¿Manos a la obra?
—¿Qué estás planeando?
—Lo único que quiero es que me vayas trayendo aquí a los invitados, uno a uno. Déjales que antes se pongan un poco a tono con el licor, y luego... enséñales la casa.
—¿Hombres o mujeres?
—Primero a los hombres —dijo el Jaff, que volvió a asomarse a la ventana—, se muestran siempre más acomodaticios. ¿Es mi imaginación o empieza a oscurecer?
—Son sólo nubes.
—¿Lluvia?
—Lo dudo.
—Lástima. Ah, mira, más invitados que llegan. Será mejor que bajes a recibirles.
VI
Howie sabía que era un gesto inútil volver al bosque del borde de Deerdell. No era posible una repetición del encuentro que había tenido allí. Fletcher había desaparecido, y muchas explicaciones con él. Pero, así y todo, volvió, con la vaga esperanza de que si se veía de nuevo donde había conocido a su padre, quizá se le despertara algún recuerdo, por pequeño que fuese, que le ayudara a llegar a la verdad.
El sol estaba cubierto por un perezoso velo de nubes, pero hacía tanto calor bajo los árboles como en las dos ocasiones en que había estado allí. Más calor incluso, quizás; y, desde luego, bochornoso. Aunque su intención era la de dirigirse directamente al lugar en el que había visto a Fletcher, el camino se volvió tan serpenteante como sus pensamientos. Y no trató de corregirlo. Al ir allí cumplía con su deber filial; se descubrió simbólicamente en recuerdo de su madre, y del hombre que tan a desgana lo había engendrado.
Pero la casualidad, o alguna intuición de la que ni siquiera era consciente, le condujo de nuevo a la ruta que se había propuesto en un principio, y, sin ser consciente de lo que hacía, salió de entre los árboles al claro circular donde, dieciocho años antes, su vida había sido conjurada. Ésa era la palabra exacta. Él no había sido concebido, sino conjurado. Fletcher había sido una especie de mago. A Howie no se le ocurría ninguna otra palabra para describirle. Y él, Howie, había sido un simple truco. La única diferencia era que, en lugar de aplausos y ramilletes de flores, lo único que los tres —Howie, su madre y el mago mismo— habían sacado era dolor y desgracia. Él había desperdiciado años preciosos al no ir antes a aquel lugar para aprender este dato esencial sobre sí mismo: que no era un facineroso en absoluto; sólo un simple conejo sacado de una chistera, cogido por las orejas, y retorciéndose.
Se dirigió hacia la boca de la cueva, que todavía estaba vallada y con avisos de la Policía para que nadie, ni los aventureros, se acercasen. Ante la barricada miró por un agujero abierto en el suelo: allá abajo, en la oscuridad, su padre había esperado al acecho, aferrado a su enemigo como la misma muerte. Y ahora, allá abajo, sólo había un pobre comediante, y, a juzgar por lo que había adivinado, su cadáver nunca sería recuperado.
Levantó la vista y todo su ser dio un salto. No estaba solo allí. Jo-Beth se encontraba al otro lado de la tumba.
Se la quedó mirando, convencido de que iba a desaparecer de un momento a otro. No podía ser real, sobre todo después de lo de la noche anterior. Pero siguió ante sus ojos.
Estaban demasiado lejos el uno del otro para que Howie pudiera preguntarle qué hacía allí sin alzar demasiado la voz, y eso no quería hacerlo. Deseaba conservar el encanto. Además, ¿acaso necesitaba una respuesta? Jo-Beth estaba allí porque él estaba allí porque ella estaba allí; y así sucesivamente.
Ella hizo el primer movimiento. Su mano ascendió, cogió el botón del oscuro vestido que llevaba y lo desabrochó. La expresión de su rostro no pareció cambiar, pero Howie no estaba seguro de no haberse perdido algún matiz sutil. Se había quitado las gafas cuando penetró entre los árboles, y, a menos que los volviese a sacar del bolsillo de la chaqueta, lo único que podía hacer era mirar, y aguardar, esperando el momento en que ambos pudieran acercarse el uno al otro. Entretanto, Jo-Beth se había desabrochado ya la parte superior del vestido, y en ese momento hacía lo mismo con el cinturón. Howie contuvo sus deseos de aproximársele, y la vio quitarse el cinturón y tirarlo al suelo. Después se cruzó de brazos, cogió el vestido por el borde del bajo y tiró de él, para quitárselo por la cabeza. Howie seguía inmóvil, casi ni se atrevía a respirar por miedo a perderse un solo instante del ritual. Jo-Beth llevaba ropa interior blanca, pero sus senos, cuando quedaron al descubierto, estaban desnudos.
A Howie, todo aquello le había producido una erección, y se movió un poco para colocarse mejor el pene. Ella entendió ese movimiento como una invitación, pues tiró el vestido al suelo y se acercó al muchacho. Un paso bastó. Howie anduvo hacia ella, los dos manteniéndose cerca de la valla. Howie se despojó de la chaqueta sin dejar de caminar, con un simple movimiento de los hombros, y la dejó en el suelo detrás de él.
Cuando se encontraron a unos centímetros de separación, Jo-Beth dijo:
—Sabía que estarías aquí. No te puedo decir cómo, pero lo sabía. Venía en coche de la Alameda con Ruth...
—¿Quién?
—No importa. Lo único que yo quería decirte era que lo siento.
—¿Qué sientes?
—Lo de anoche. No me fié de ti, y debí hacerlo. — Le puso la mano en el rostro—. ¿Me perdonas?
—No hay nada que perdonar —respondió Howie.
—Quiero hacer el amor contigo.
—Sí —dijo él, como si Jo-Beth no hubiera tenido necesidad de pedírselo, lo cual era cierto.
Fue fácil. Después de todo lo que había sucedido para separarles, fue fácil. Eran como imanes. Por mucho que intentaran separarles, estaban decididos a unirse de nuevo todas las veces que fuera necesario, así; no podían evitarlo. Tampoco querían hacerlo.
Jo-Beth empezó a quitarle la camisa, sacándosela de debajo de los pantalones, y él la ayudó, tirando también, por encima de su cabeza. Hubo dos segundos de oscuridad mientras la camisa le cubría el rostro, y durante los cuales la imagen, el rostro, los senos, la ropa interior de Jo-Beth permanecieron en su mente con tanta claridad como una escena iluminada por el resplandor de un relámpago. Luego volvió a aparecérsele en la realidad: desabrochándole el cinturón. Howie se despojó de los zapatos a taconazos, luego bailoteó sobre un solo pie para quitarse los calcetines. Por último dejó caer los pantalones y se salió de ellos.
—Tenía miedo —dijo ella.
—Ya no. Ahora no tienes miedo.
—No.
—No soy el diablo No soy de Fletcher. Soy tuyo.
—Te amo.
Jo-Beth le puso las palmas de las manos en el pecho, y le frotó con ellas, como quien alisa una almohada. Howie la rodeó con sus brazos, y la atrajo hacia sí.
Su polla estaba presionando contra la tela del calzoncillo. Él la apaciguó besando a Jo-Beth; deslizó sus manos por la espalda femenina, hasta llegar al elástico de las bragas; se introdujo entre las bragas y la piel. Los besos de Jo-Beth iban de su nariz a su barbilla, y él le lamía los labios cada vez que sus bocas se cruzaban. Jo-Beth se apretaba contra él.
—Aquí —susurró ella.
—¿Sí?
—Sí. ¿Por qué no? Nadie nos observa. Quiero hacerlo, Howie.
Él sonrió. Jo-Beth se apartó, cayó de rodillas ante él y le bajó los calzoncillos lo bastante como para que la polla quedara liberada, toda al descubierto. Ella la asió con suavidad. Luego, de pronto, la apretó más, forzándole así a inclinarse hasta el suelo. Entonces él se arrodilló también frente a ella, que no soltó la polla hasta que Howie puso una mano sobre la suya y la forzó suavemente a soltarla.
—¿No va bien? — preguntó ella.
—Demasiado bien —jadeó él—. No quiero disparar.
—¿Disparar?
—Irme. Correrme. Desperdiciarlo.
—Quiero que lo desperdicies —dijo ella mientras se echaba en el suelo frente a él. Howie tenía la polla como una piedra, elevada contra su vientre. Jo-Beth repitió—: Quiero que lo desperdicies dentro de mí.
Howie se inclinó sobre ella y le puso las manos en las caderas; después comenzó a quitarle las bragas. El vello que bordeaba su hendidura era de un rubio más oscuro que el de su cabello, pero no mucho más. Él acercó su rostro y le lamió el clítoris. El cuerpo de Jo-Beth se tensó bajo el de Howie, luego se distendió.
Howie deslizó su lengua desde el coño hasta el ombligo, desde el ombligo hasta los senos, desde los senos hasta el rostro. Entonces se colocó sobre ella.
—Te amo —susurró, y la penetró.
VII
Cuando comenzó a lavar las manchas de sangre del cuello de la mujer, Tesla vio más de cerca la cruz que llevaba al cuello. La reconoció de inmediato: era idéntica al medallón que Kissoon le había enseñado. La misma figura central, abierta; las mismas cuatro líneas de variaciones de la figura humana que salían de ella.
—Enjambre —murmuró Tesla.
La mujer abrió los ojos. No hubo período intermedio de reajuste a la consciencia. Un momento estaba dormida y al siguiente tenía los ojos abiertos y vivos. Eran de un gris oscuro.
—¿Dónde estoy? — preguntó.
—Me llamo Tesla. Estás en mi apartamento.
—¿En el Cosmos? — preguntó la mujer. Su voz era frágil, desgastada por el calor, el viento y la fatiga.
—Sí —dijo Tesla—. Hemos salido de la Curva. Kissoon no puede alcanzarnos aquí.
Tesla sabía que eso no era del todo cierto. El brujo había alcanzado a Tesla dos veces en aquel mismo apartamento. Una vez mientras dormía; la otra, cuando estaba haciendo café. No había nada, era de suponer, capaz de impedirle que volviera hacerlo. Pero Tesla no había sentido su contacto de nuevo, quizás estuviera demasiado preocupado por lo que ella debía hacer en favor suyo para interrumpirla ahora, o tal vez tuviera otros planes. Todo era posible.
—¿Cómo te llamas? — preguntó Tesla.
—Mary Muralles —dijo ella.
—Perteneces al Enjambre —afirmó Tesla más que preguntó.
Los ojos de Mary se fijaron en Raúl, que se hallaba junto a la puerta.
—No te preocupes —dijo Tesla—. Si puedes fiarte de mí, también puedes fiarte de él. Y si no te fias de ninguno de los dos, los tres estamos perdidos, de modo que, dime...
—Sí, pertenezco al Enjambre —la interrumpió Mary.
—Kissoon me dijo que él era el último.
—Él y yo.
—Me dijo que los demás miembros del Enjambre fueron asesinados, ¿es cierto?
Ella asintió. Y, de nuevo, su mirada se dirigió hacia Raúl.
—Ya te he dicho... —insistió Tesla.
—Tiene algo extraño —comentó Mary—. No es humano.
—No te preocupes. Ya lo sé.
—¿Iad?
—Mono —dijo Tesla. Se volvió para mirar a Raúl—. ¿Te importa que se lo cuente? — le preguntó.
La respuesta de Raúl fue no decir ni hacer nada.
—¿Cómo? — quiso saber Mary.
—Es toda una historia. Yo pensaba que quizá tú supieras más sobre él que yo. ¿Te suena el nombre de Fletcher? ¿O el de un sujeto llamado Fletcher? ¿O el Jaff? ¿No?
—No.
—Bien..., ya veo que las dos tenemos mucho que aprender.
Allá en la inmensidad perdida de la Curva, Kissoon se sentó en su cabaña y pidió ayuda. La mujer Muralles había escapado. Sus heridas eran, sin duda, profundas, pero ella había sobrevivido a cosas peores. Tenía que encontrarla, lo que significaba extender su influencia hasta el tiempo real. Ya lo había hecho antes, por supuesto. Trasladó a Tesla hasta él de la misma manera, y antes de Tesla hubo otros que se extraviaron por la llamada Jomada del muerto. Uno de ellos era Randolph Jaffe, al que Kissoon supo guiar hasta la Curva, y no fue nada difícil. Pero la influencia que quería ejercer ahora no era sobre una mente humana, sino sobre seres que no tenían mente ni estaban vivos en ningún sentido legítimo de vida.
Se imaginó a los lixes, inertes ahora en un suelo de baldosas. Habían sido olvidados. Estupendo, no eran animales muy sutiles. Para poder actuar bien necesitaban que sus víctimas estuviesen distraídas, era indudable que en ese momento lo estarían. Si actuaba con rapidez, todavía podría acallar a la testigo.
Su llamada recibió respuesta. La ayuda le llegaba arrastrándose por debajo de la puerta: cientos de escarabajos, hormigas, escorpiones... Kissoon descruzó las piernas y las estiró formando una línea con el cuerpo para dejar que se le subieran a los órganos genitales. Años antes todavía era capaz de excitarse y eyacular por un mero acto de voluntad, pero el tiempo y la Curva habían ido minándole. Ahora necesitaba ayuda, y dado que las leyes que regían en ese caso prohibían explícitamente que el conjurador se tocase a sí mismo, necesitaba un poco de ayuda. Ellos sabían su oficio, se le subieron encima, le cubrieron las partes genitales, y el movimiento de sus patas, sus mordiscos y sus picaduras acabaron por excitarle. Así era como había creado a los lixes, eyaculando sobre su propio excremento. La creación seminal había sido siempre su favorita.
Y así, mientras ellos terminaban su trabajo en él, Kissoon dejó que sus pensamientos volvieran a los lixes yacentes sobre las baldosas, y la sensación rodó sobre él en oleadas, le recorrió el atestado perineo y los testículos; entonces dirigió su intención hacia el lugar donde los lixes yacían.
Todo lo que ellos necesitaban era un poco de vida para causar una pequeña muerte...
Mary Muralles había pedido a Tesla que le contase su historia antes de relatarle ella la suya, y, aunque lo pidió con voz baja y tranquila, habló como una persona que estuviera acostumbrada a ser obedecida. En esa ocasión, por supuesto, también lo fue, porque Tesla estaba encantada de contar su historia, o, mejor dicho, la historia (ya que le pertenecía muy poco de ella), de la mejor manera que le fuese posible, esperando que algunos de sus detalles más desconcertantes le fuesen aclarados por Mary. Ésta, sin embargo guardó silencio hasta que ella terminó de hablar. Cuando Tesla terminó de contar todo lo que sabía sobre Fletcher, el Jaff, los hijos de ambos, el Nuncio y Kissoon, observó que había transcurrido casi media hora. De hecho, hubiera sido mucho más tiempo, pero Tesla tenía práctica en los resúmenes por haber preparado las sinopsis de algunos argumentos para los estudios. Había practicado con Shakespeare (las tragedias eran fáciles; las comedias, en cambio, endemoniadas) hasta llegar a dominar el arte. Para esa historia, era fácil de resumir. Cuando empezó a contarla se dio cuenta de que se desviaba en todas las direcciones. Era una historia de amor y un origen de las especies. Trataba de locura, apatía y un mono perdido. Cuando resultaba trágica, como la muerte de Vance, también tenía su comicidad. Cuando su ambiente era de lo más normal, como en la Alameda, su esencia resultaba también, con frecuencia, visionaria. Tesla no encontraba la manera de contar todo eso de una forma resumida. La historia se negaba a someterse a la concisión. Cada vez que creía tener un atajo hacia un punto concreto, algo se interponía.
Si decía: «Todo está relacionado...», tenía que repetirlo varias veces, pues nunca sabía (o casi nunca) el cómo y el porqué de aquello.
Quizá Mary supiera explicar las conexiones que hubiera.
—Bien —dijo Tesla por fin—. He terminado. Más o menos. Ahora te toca a ti.
La mujer tardó un momento en hacer acopio de energía.
—Está claro que comprendes bien los últimos acontecimientos, pero tienes que saber lo ocurrido para que esos acontecimientos tuvieran lugar. Resulta evidente que son un misterio para ti. Aunque debo de advertirte que buena parte de todo ese asunto es un misterio para mí también. No puedo darte la solución de todos los problemas. Hay muchas cosas que ignoro. Si lo que me has contado prueba algo, es que hay muchas cosas que ni tú ni yo sabemos. Pero puedo darte algunos datos para empezar. El primero, y el más sencillo de todos: Kissoon fue el que asesinó a todos los demás miembros del Enjambre.
—¿Kissoon? ¿Estás de broma?
—También yo formaba parte del grupo, ¿recuerdas? — dijo Mary—. Llevaba años conspirando contra nosotros.
—¿Conspirando con quién?
—¿No lo adivinas? Con los Uroboros del Iad. O sus representantes en el Cosmos. Una vez muerto todo el Enjambre, quizá tuviera intención de usar el Arte y dejar pasar a los del Iad.
—¡Mierda! Así que lo que me contó acerca del Iad y de la Esencia..., ¿todo es verdad?
—Por supuesto que sí. Kissoon sólo cuenta mentiras cuando es necesario. Te contó la verdad. Eso forma parte de su talento...
—No veo qué talento puede haber en vivir escondido en una cabaña... —dijo Tesla, y añadió—: Espera un momento, esto no encaja. Si él es responsable de los asesinatos del Enjambre, ¿a qué teme? ¿Por qué se esconde?
—Pero si no se esconde. Se encuentra atrapado allí. Trinidad es su cárcel. La única manera que tiene de salir...
—Es de encontrar otro cuerpo en el que meterse.
—Exacto.
—El mío.
—O el de Randolph Jaffe antes que tú.
—Pero ninguno de los dos caímos en la trampa.
—Tampoco tiene muchos visitantes. Hace falta un cúmulo de extrañas circunstancias para que alguien se encuentre a una distancia visible de la Curva. Kissoon creó la Curva para esconder su crimen, pero la Curva le esconde a él. De vez en cuando, alguien como el Jaff —medio enloquecido— llega a un punto en que Kissoon puede controlarle y guiarle. O tú, con el Nuncio en tu sistema. Pero el resto del tiempo está solo.
—¿Por qué está cogido en una trampa?
—Yo se la tendí. Kissoon pensaba que estaba muerta e hizo que llevaran mi cuerpo a la Curva con todos los demás. Pero me levanté, me enfrenté a él, y le irrité hasta el punto de que me atacó, poniendo mi sangre en sus manos.
—Y en su pecho —dijo Tesla, recordando la momentánea visión que había tenido del cuerpo ensangrentado de Kissoon la primera vez que escapó de él.
—Las condiciones del proceso de la curvatura temporal son muy explícitas. No se puede derramar sangre en el interior de la Curva, y, si eso ocurre, el mago se convierte en su prisionero.
—¿Qué quieres decir con eso de proceso?
—Pues petición, maniobra, truco.
—¿Truco? ¿Llamas truco a una curva temporal?
—Es un antiguo proceso —dijo Mary—. Un tiempo fuera del tiempo. Encontrarás relaciones de ello en todas partes. Pero hay leyes relativas a las condiciones de la materia, y yo le hice que rompiera una de esas leyes. Entonces se convirtió en víctima de sí mismo.
—¿Y también quedaste atrapada?
—En el estricto sentido de la palabra, no. Lo que ocurre es que yo quería que Kissoon muriera, y no conocía a nadie en todo el Cosmos que fuese capaz de matarle. Por lo menos habiendo sido asesinados los demás miembros del Enjambre. De modo que no me quedaba más remedio que quedarme allí, en espera de poder matarlo.
—Y entonces también tú habrías derramado sangre.
—Mejor eso, y quedar atrapada en la Curva, que seguir viviendo. Kissoon había matado a quince grandes personas, hombres y mujeres. Almas puras y buenas. Así, sin más, los habla asesinado. A algunos los torturó incluso, y sólo por el simple placer de hacerles sufrir. No él en persona, desde luego, sino sus agentes. Aunque él dirigió toda la operación. Consiguió que nos separásemos, para poder ir matándonos uno a uno y devolver nuestros cuerpos a Trinidad, donde sabía que no quedaría de nosotros la menor huella.
—¿Y dónde están?
—En la ciudad. Lo que queda de ellos.
—¡Dios mío! — Tesla recordó la casa del hedor. Se estremeció—. Estuve a punto de verles yo misma.
—Y Kissoon, te lo impidió, claro.
—No usó la fuerza, sino una forma de persuasión. Es muy convincente.
—Sí, desde luego. A todos nos tuvo engañados durante años. El Enjambre es..., quiero decir, era, la sociedad más difícil de entrar del mundo. Hay medios, de una increíble complejidad, para poner a prueba y de purificar a los posibles miembros antes incluso de que éstos se enteren de que la sociedad existe. Kissoon, no se sabe cómo, falsificó las pruebas y los procedimientos. O quizás el Iad, tampoco se sabe cómo, le emponzoñó cuando Kisson era ya uno de los miembros, lo cual también es posible.
—¿Se sabe tan poco del Iad como Kissoon me dijo?
—Del Metacosmos apenas nos llega información. Es un estado hermético del ser. Lo que sabemos del Iad se puede resumir en muy pocas palabras. Son muchos; su definición de la vida no coincide con la vuestra, la de los humanos, incluso podría ser su antítesis; y quieren conquistar el Cosmos.
—¿Qué quieres decir con eso de la vuestra? — preguntó Tesla—. Eres tan humana como yo.
—Sí y no —replicó Mary—. En otro tiempo fui humana como tú, eso es cierto. Pero los procedimientos de purificación cambian la naturaleza. Si yo fuese humana no hubiera sobrevivido en Trinidad durante más de veinte años, con escorpiones por todo alimento y fango por toda bebida. Ya estaría muerta, que era, precisamente, lo que Kissoon quería.
—¿Y cómo te las arreglaste para sobrevivir al intento de asesinato, y, en cambio, los otros no se salvaron?
—Suerte. Instinto. Simple voluntad de no permitir que ese hijo de puta ganara la partida. No era sólo la Esencia lo que estaba en juego, por valiosa que sea. Era el Cosmos. Si el Iad penetrase hasta el Cosmos, no quedaría nada intacto en este estado del ser. Creo... —se interrumpió de pronto, y se sentó en la cama.
—¿Qué ocurre? — preguntó Tesla.
—He oído algo. En el cuarto de al lado.
—Ópera —dijo Tesla.
Los acordes de Lucia di Lammermoor seguían sonando.
—No —repuso Mary—. Es alguna otra cosa.
Raúl había salido ya en busca del origen del ruido cuando Tesla iba a pedirle que lo hiciera. En vista de ello, volvió su atención a Mary.
—Hay algo que todavía no entiendo... —dijo—. Bueno..., muchas cosas, como, por ejemplo, ¿por qué se molestó Kissoon en meter los cuerpos de los asesinados en la Curva? ¿Por qué no los destruyó aquí mismo, en el mundo normal?; y, también, ¿por qué os dejasteis coger por él?
—Yo estaba muy malherida, lo bastante como para que Kissoon y sus asesinos me creyesen muerta. Volví en mí cuando me tiraban sobre un montón de cadáveres.
—¿Y qué fue de los asesinos?
—Conociendo a Kisson, lo más probable es que los dejase morir en la Curva cuando intentaban salir de ella. Actos de ese tipo son los que le divierten.
—Así que, durante unos veinte años, los únicos seres humanos que hemos estado en la Curva, bueno, casi humanos, hemos sido tú y yo.
—Yo, medio loca. Y él, del todo.
—Y esos jodidos lixes, ¿qué son?
—Su mierda y su semen, eso es lo que son —respondió Mary—. Sus zurullos engordaron y se animaron.
—¡Por Dios!
—También ellos están allí atrapados, como él —dijo Mary, con cierta satisfacción—. En cero, si es que cero puede ser...
El aullido de Raúl desde la cocina interrumpió sus pensamientos. Tesla se levantó y entró en la cocina en cuestión de segundos. Allí encontró a Raúl, forcejeando con uno de los seres de la mierda de Kissoon. Su impresión de que estaban muertos cuando se los llevó desde la Curva a su apartamento había sido errónea a más no poder. La bestia que Raúl tenía entre las manos parecía, por el contrario, más fuerte que las que lucharon con Mary, a pesar de que sólo tenía su parte anterior. Tenía la boca enorme, y estaba a punto de cerrarla sobre el rostro de Raúl. Ya le había mordido dos veces por lo menos, y la sangre le manaba de una herida que tenía en el centro de la frente. Tesla se echó encima de ellos y cogió a la bestia con ambas manos, más asqueada por su contacto y por su olor, ahora que sabía sus orígenes. Incluso con cuatro manos resultaba difícil dominarla e impedir que siguiera haciendo daño. Tenía la fuerza de tres de sus anteriores encarnaciones, y Tesla sabía que era cuestión de tiempo el que acabara venciendo a los dos y se encarnizara de nuevo con el rostro de Raúl. Y entonces no se contentaría con morderle sólo en la frente.
—Voy a soltarlo para coger un cuchillo, ¿de acuerdo? — dijo Tesla.
—Sí, pero rápido.
—Y tanto. Contaré hasta tres. Prepárate para cogerlo entero.
—Listo.
—Uno... dos... ¡tres!
Soltó al contar tres y corrió hacia la pila. Había un montón de platos sin fregar. Buscó entre el caos un arma adecuada, mientras los platos resbalaban en todas direcciones, y algunos se rompían al caer al enmaderado suelo. Pero la avalancha puso al descubierto el cuchillo de cocina que buscaba: uno perteneciente a un juego que su madre le regaló hacía dos Navidades. Tesla lo cogió. El mango estaba pegajoso de las lasañas de la semana anterior, y tenía moho, pero era agradable al tacto.
Cuando se volvía para echar una mano a Raúl se le ocurrió de pronto que con ella habían llegado de la Curva al mundo real más de uno de los pedazos de lix —cinco o seis por lo menos—, y sólo había visto uno. Los otros debían de estar en alguna parte. No tuvo tiempo de seguir pensando en ello porque Raúl gritó. Corrió en su ayuda, apuñalando el cuerpo del Lix con el cuchillo. La bestia reaccionó instantáneamente al ataque y se volvió, mostrando unos dientes negros y puntiagudos como agujas. Tesla apuntó el cuchillo a la cabeza, y le abrió una herida en la mandíbula, de la que salió a chorlitos grasientos la porquería amarilla que hasta pocos minutos antes ella había tomado por sangre. Las contorsiones de la bestia se hicieron tan frenéticas, que Raúl apenas se veía capaz de dominarla.
—Cuenta hasta tres... —dijo Tesla.
—¿Y entonces qué hago?
—Lo sueltas.
—Se mueve con mucha rapidez.
—Yo lo detendré —dijo ella—. ¡Haz lo que te digo! ¡A la de tres! ¡Una... dos..., ¡tres!
Raúl hizo lo que ella le decía. El Lix voló por la cocina y cayó al suelo. Mientras se contorsionaba para atacar de nuevo, Tesla levantó el cuchillo y lo asestó con ambas manos contra la bestia, atravesándola. Su madre sabía comprar cuchillos. La hoja partió al animal en dos y se hincó en el suelo, clavándolo allí, mientras sus fluidos vitales escapaban por las heridas.
—¡Ya te tengo, hijo de puta! — gritó Tesla.
Se volvió hacia Raúl, al que el ataque había dejado tembloroso y sangrando abundantemente por el rostro.
—Lo mejor será que te laves esas heridas —le dijo Tesla—. No sabemos qué tipo de veneno llevarán dentro los bichos esos.
Raúl asintió y fue al cuarto de baño, mientras Tesla volvía a mirar al Lix, en plena agonía. Y justo cuando la idea que la había asaltado al coger el cuchillo —¿dónde estarán los demás?— oyó a Raúl.
—Tesla...
Y, sin más, supo a dónde habían ido.
Raúl se hallaba junto a la puerta del dormitorio. Por la horrorizada expresión de su rostro estaba claro lo que sucedía. Pero, aun así, Tesla prorrumpió en gemidos de repulsión al ver lo que las bestias de Kissoon habían hecho con la mujer que ella acababa de dejar echada en la cama. Todavía estaban rematando su asesinato. Seis Lixes, en total, como los que habían atacado a Raúl, peto más fuertes que los que vio en la Curva. Después de tanto sufrir, a Mary no le había servido de nada su resistencia. Mientras Tesla estaba buscando una hoja de acero con la que proteger a Raúl —un ataque para distraer su atención—, los lixes se habían lanzado sobre Mary, enroscándosele al cuello y a la cabeza. Ella se había defendido valientemente; con sus forcejeos, casi había caído de la cama, donde su cuerpo yacía convertido en un desgarrado saco de huesos. Uno de los Lixes se apartó del rostro de Mary, cuyas facciones había aplastado de tal forma que era irreconocible.
De pronto, Tesla se dio cuenta de que Raúl, todavía tembloroso, se hallaba junto a ella.
—No hay nada que hacer —dijo—. Será mejor que te laves.
Él asintió, sombrío, y se alejó de la joven. Los Lixes, en ese momento, se deslizaban desde la cama al suelo. Sus movimientos se hacían más lentos. Era de suponer que Kissoon tenía mejores cosas que hacer con sus energías que desperdiciarlas incitando a sus agentes a nuevos desafueros. Tesla cerró la puerta del dormitorio para no verlos, sintiendo que las náuseas pugnaban por comenzar. Fue a ver que no hubiese otras de aquellas bestias escondidas bajo los muebles. La que ella había clavado al suelo estaba ya completamente muerta; o, por lo menos, inerte. Tesla pasó junto a ella y fue a buscar otra arma antes de registrar bien el resto del apartamento.
En el cuarto de baño, Raúl soltó el agua ensangrentada del lavabo, y miró los daños que el Lix le había causado. Las heridas eran superficiales, pero parte del veneno se le había metido en el sistema, como le había advertido Tesla. Todo su cuerpo parecía estremecerse de dentro afuera, y el brazo tocado por el Nuncio palpitaba como si acabara de sumergirlo en agua hirviendo. Se lo miró. El brazo era transparente, y el lavabo en el que lo había metido, se veía a través de la carne y el hueso. Lleno de pánico, Raúl miró su imagen en el espejo, que también estaba volviéndose nebuloso, la pared del cuarto de baño se desdibujaba, y detrás de él, había otro reflejo —áspero y reluciente— en espera de ser vista.
Raúl abrió la boca para gritar pidiendo ayuda a Tesla, pero antes de que pudiera hacerlo, su imagen desapareció por completo del espejo; y, después de un momento de absoluta dislocación, el espejo desapareció también. El brillo creció en torno a él hasta hacerse cegador, y algo se apoderó también del brazo tocado por el Nuncio. Raúl recordó que Tesla le había descrito cómo tiraba Kissoon de sus intestinos. La misma mente en ese momento, se había apoderado de su mano y tiraba de ella.
A medida que los últimos vestigios del apartamento de Tesla cedían ante un horizonte interminable y ardiente, Raúl alargó su brazo intacto hacia donde antes estaba el lavabo. Le pareció conectar con algo del mundo que abandonaba, aunque no hubiera podido asegurarlo.
De pronto perdió toda esperanza, y se encontró en la Curva Temporal de Kissoon.
Tesla oyó caer algo al suelo del cuarto de baño.
—¡Raúl! — llamó. No recibió respuesta—. ¡Raúl!, ¿estás bien?
Temiendo lo peor, fue rápidamente al cuarto de baño, cuchillo en mano. La puerta estaba cerrada, pero no con pestillo.
—¿Estás ahí? — preguntó. En vista de que seguía sin recibir respuesta ¡a tercera vez, empujó la puerta. Vio una toalla ensangrentada en el suelo; alguien la había tirado allí, o se habría caído, arrastrando consigo unos cuantos artículos de tocador: éste era el ruido que había oído. Pero Raúl no se encontraba en aquel lugar.
—¡Mierda! — exclamó.
Cerró el grifo, que aún goteaba, y dio media vuelta, mientras lo llamaba de nuevo. Luego recorrió el apartamento, temiendo, cuando miraba en cada rincón, encontrarle víctima del mismo horror que había acabado con Mary, mas no había el menor rastro de él, ni de ningún otro Lix. Por último, y armándose de valor para hacer frente a la escena que temía ver entre las sábanas, abrió la puerta del dormitorio, pero Raúl tampoco estaba allí.
En el vano de la puerta, Tesla recordó la expresión de horror que había visto en el rostro de Raúl cuando vio el cadáver de Mary. ¿Habría sido aquello excesivo para él? Cerró la puerta, y, con ella, el espectáculo del cuerpo destrozado en la cama, y fue a la puerta principal. Permanecía entreabierta, como ella la había dejado al entrar. La dejó así, y descendió las escaleras hasta la calle. Una vez abajo anduvo a lo largo del edificio, mientras llamaba sin cesar a Raúl. Tenía la certeza de que él había decidido que ya no podía aguantar más tanta locura y se había lanzado a las calles de Hollywood. Si eso era lo ocurrido, se había limitado a cambiar una locura por otra, pero allá él y sus decisiones. Tesla no se sentía responsable de sus consecuencias.
Raúl no estaba en la calle. En el portal de la casa de enfrente, Tesla vio dos jóvenes sentados al sol de la tarde. Aunque no los conocía, fue hacia ellos y les preguntó:
—¿Han visto ustedes a un hombre?
Su pregunta despertó sonrisas y enarcamientos de cejas en ellos.
—¿Hace poco? — preguntó uno.
—Ahora mismo. Abandonó corriendo la casa de enfrente.
—Acabamos de salir —dijo el otro— Lo siento.
—¿Qué ha hecho? — preguntó el primero, fijándose en el cuchillo que Tesla llevaba en la mano—: ¿demasiado o demasiado poco?
—Demasiado poco —respondió Tesla.
—Pues que le den por el culo —fue la respuesta—. Hay muchos más.
—Pero no como él —dijo Tesla—. Créeme. No como él. Gracias de todas formas.
—¿Qué aspecto tiene? — La pregunta le llegó cuando cruzaba la calle.
La parte vengativa de Tesla, una parte de la que no se sentía orgullosa y que siempre salía a la superficie cuando alguien le hacía una cochinada como ésa, replicó:
—Parecía un jodido mono. — Y lo dijo con una voz que debió de oírse hasta mitad del camino a Santa Mónica y Moltrose—. Parecía un mono de mierda.
Bueno, Tesla, chica, y ahora, ¿qué?
Se sirvió un vaso de tequila, se sentó, y pasó revista a la situación. Raúl, desaparecido. Kissoon, aliado del Iad. Mary Muralles, muerta en el dormitorio. No era una escena muy consoladora. Se sirvió otro tequila, aunque sabía que la embriaguez, como el sueño, podría acercarla a Kissoon más de lo que a ella le gustaría, pero necesitaba el ardor del alcohol en la garganta y el vientre.
No tenía sentido seguir en el apartamento. La verdadera acción estaba en Palomo Grove.
Llamó por teléfono a Grillo, pero no se encontraba en el hotel. Pidió a la telefonista que la pusiera con recepción y preguntó si se sabía dónde estaba. Nadie tenía la menor idea. Había salido después del almuerzo, eso fue todo lo que le dijeron. Eran las cuatro y veinticinco. Calculaban que habría salido hacía más de una hora por lo menos. Tal vez, añadieron, hubiera ido a la fiesta de la colina.
Sin nada que resolver en North Huntley Drive, con sólo tener que lamentarse por la súbita desaparición de sus aliados, lo mejor que podía hacer ahora, se dijo, era intentar dar ton Grillo, antes de que las circunstancias se lo arrebataran también.
VIII
Grillo no había ido a Grove vestido con la ropa apropiada para aquella fiesta de «Coney Eye», pero como estaba en California, donde los pantalones vaqueros y los zapatos deportivos pasan por ropa de gala, pensó que no llamaría la atención. Ése fue el primero de los muchos errores que cometió aquella tarde. Hasta los vigilantes de la entrada iban de esmoquin. Pero Grillo tenía la invitación, con un nombre falso en ella (Jon Swift), de modo que nadie le impidió la entrada.
No era la primera vez que entraba en una reunión con nombre falso. En los días que trabajaba como reportero investigador (algo muy distinto de su actual papel de revelador de escándalos) había asistido a una reunión neonazi en Detroit haciéndose pasar por pariente lejano de Goebbels; a varias reuniones de curación por la fe que un cura secularizado celebraba, cuya superchería Grillo denunció más tarde en una serie de artículos que le supuso una nominación al premio Pulitzer de Periodismo; y, sobre todo, a una reunión de sadomasoquistas, aunque sus artículos fueron suprimidos por un senador a quien había visto allí atado con una cadena y comiendo pienso para perros. En estas fiestas tan heterogéneas, Grillo se había sentido como un hombre justo que busca la verdad entre gente peligrosa, Philip Marlow, pluma en mano, pero sintiendo náuseas. Como un mendigo en un banquete. A juzgar por lo que Ellen le había dicho acerca de la fiesta, iba a encontrar allí muchos rostros famosos; con lo que no había contado era con la extraña autoridad que tendrían sobre él, absurda por completo si se tomaban en cuenta sus menguadas habilidades. Bajo el techo de Buddy Vance se habían congregado docenas de rostros de los más famosos del Mundo entero: leyendas, ídolos, creadores de estilos. Y en torno a éstos, rostros cuyos nombres ignoraba, pero que reconocía por haberles visto retratados en Variety o en Hollywood Reporter. Los magnates de la industria: agentes, abogados, directores de estudio. Tesla, en sus frecuentes críticas contra el Nuevo Hollywood, se reservaba sus más emponzoñadas armas para éstos, los tipos con aire de haber estudiado en academias de comercio, que habían sucedido a los antiguos jefes de los estudios al estilo antiguo, como Warner, Selznick, Goldwyn y su gente, y que ahora reinaban en las fábricas de sueños con sus calculadoras y sus estudios de mercado. Ellos eran los que elegían a las deidades del año siguiente, cuyos nombres ponían en labios de los espectadores. Eso, como era natural, no siempre daba el resultado apetecido. El público, siempre veleidoso, y a veces claramente perverso, se empeñaba en deificar a cualquier desconocido contra todas las expectativas. Pero el sistema también estaba preparado para esa eventualidad, y el recién llegado a la fama entraba en el panteón oficial con desconcertante rapidez, de modo que los forjadores de dioses podían asegurar de inmediato que siempre habían visto en él un talento de gran actor.
En la fiesta había, asimismo, algunas de esas estrellas, actores jóvenes, que era imposible que hubieran conocido a Buddy Vance personalmente, pero que se encontraban allí, sin duda, porque era la fiesta de la semana, el lugar donde convenía ser vistos, entre la gente con la que convenía ser vistos.
Grillo divisó a Rochelle al otro extremo de la sala, sumida en cumplidos y halagos. Toda una muchedumbre de admiradores se apretujaba a su alrededor, alimentándose de su belleza. Rochelle no miró hacia donde Grillo se encontraba; pero, aunque hubiese mirado, era dudoso que lo hubiera reconocido. Ella tenía el aire distraído, ensoñador, de la persona que está drogada con algo más que simple admiración. Además, la experiencia había enseñado a Grillo que su rostro era de lo más vulgar del mundo, como el de muchos otros y pasaba inadvertido. Tenía una cierta suavidad que él atribuía a la mezcla de sangres que corría por sus venas: sueca, rusa, lituana, judía e inglesa. Todas se anulaban unas a otras con bastante eficacia. Grillo era todo y nada. En circunstancias como aquéllas, esa idea le daba un extraño aplomo. Podía hacerse pasar por cualquier clase de persona sin infundir sospechas, a menos que diera algún faux pas de primera categoría, e incluso entonces se las arreglaba siempre para salir del apuro.
Aceptó una copa de champaña de uno de los camareros, y luego se mezcló con la muchedumbre, tomando nota mental de los rostros que reconocía; así como de los nombres de quienes acompañaban a esos rostros. Aunque nadie en toda aquella sala, excepción hecha de Rochelle, podía tener la menor idea de su identidad, Grillo recibía constantes, afables movimientos de cabeza de casi todos los que pasaban a su lado, e incluso uno o dos saludos con la mano de dos sujetos que, era de suponer, querían ganar prestigio a los ojos de aquellos que los rodeaban luciendo el número de personas a quienes conocían en tan deslumbrante reunión. Grillo fomentó esa ficción saludando con la cabeza a los que le saludaban con la cabeza, y con la mano a quienes se los hacían a él, de modo que, después de cruzar una vez la sala entera, ya sus curtas credenciales estaban firmemente aceptadas: era uno de los muchachos. Esto indujo a una mujer de unos largos cincuenta años a acercársele y arrinconarle con una cortante mirada y un retador:
—Bien, vamos a ver, ¿quién es usted?
Grillo no había preparado un alter ego detallado, como lo había llevado, por ejemplo, cuando asistió a la reunión de los neonazis, o a la del curandero por la fe, de modo que se limitó a decir:
—Swift, Jonathan.
Ella asintió, casi como si creyese conocerle.
—Yo soy Evelyn Quayle —se presentó ella—. Por favor, llámame Eve, todo el mundo lo hace.
—Bueno, pues Eve.
—Y a ti, ¿cómo te llama la gente?
—Swift.
—Muy bien —dijo ella—, ¿me harías el favor de parar a ese camarero y traerme otra copa de champaña? Van por ahí como rayos.
No fue la última que bebió. Sabía mucho sobre los invitados, y se lo contó a Grillo, cada vez con mayor detalle a medida que vaciaba copas de champaña y más cumplidos le decía él, uno de ellos, por cierto, muy sincero. Grillo había pensado que Eve andaría por los cincuenta y algo, pero ella le confesó que tenía setenta y uno.
—Pues no los aparentas en absoluto —dijo él con toda sinceridad.
—Control, querido mío, control —replicó ella—. Tengo todos los vicios, pero ninguno con exceso. ¿Me harías el favor de alcanzarme otra de esas copas antes de que se pierdan de vista?
Era la perfecta chismosa: benéfica en su cotilleo. Apenas había una persona en la sala sobre la que no diera algún detalle sabroso a Grillo. La anoréxica de escarlata, por ejemplo, era la hermana gemela de Annie Kristol, la favorita de los shows de gente famosa: estaba consumiéndose a un ritmo que sería mortal, opinaba Eve, en cosa de seis meses. Por el contrario, Merv Turner, uno de los miembros del consejo de la «Universal», recientemente despedido, había ganado tanto peso desde su salida de la «Torre Negra» que su mujer se negaba a hacer el amor con él. Y, por lo que se refería a Liza Andreatta, la pobre, había tenido que pasar tres semanas en el hospital después del nacimiento de su segundo hijo: su psiquiatra la había convencido de que, en la naturaleza, la madre siempre se comía la placenta; ella, entonces, se comió la suya, y quedó tan traumatizada por ello que casi dejó huérfano a su hijo antes de darle tiempo siquiera a ver el rostro de su madre.
—Pura locura —dijo Eve, con una sonrisa de oreja a oreja—, ¿verdad?
Grillo no tuvo más remedio que darle la razón.
—Una maravillosa locura —prosiguió Eve—. Yo he participado en ella toda mi vida, y sigue siendo tan desenfrenada como siempre. Aquí empieza a hacer calor, ¿por qué no salimos a dar una vuelta por el jardín?
—Sí, vamos.
Cogió a Grillo del brazo.
—Sabes escuchar —dijo, mientras salían al jardín—, y eso es bastante infrecuente entre esta gente.
—¿De veras? — preguntó Grillo.
—¿Qué eres? ¿Escritor?
—Sí —respondió, aliviado de no tener que mentir a aquella mujer; le caía bien—, y lo cierto es que no da mucho de sí.
—A ninguno de nosotros nos da mucho de sí lo que hacemos —dijo Eve—. Seamos francos. Aún no hemos encontrado la cura de! cáncer. Lo que hacemos es pasarlo bien, corazón, sólo eso: pasarlo bien.
Llevó a Grillo al frontis de locomotora que se levantaba en medio del jardín.
—Fíjate en esto, es horrible, ¿no te parece?
—No sé. Tiene un cierto encanto.
—Mi primer marido coleccionada expresionistas abstractos estadounidenses. Pollock, Rothko... Cosas gélidas. Me divorcié de él.
—¿Por los cuadros?
—Bueno, por su afán de coleccionar; era puro coleccionismo. Una enfermedad, Swift. Hacia el final de nuestro matrimonio le dije: «Mira, Ethan, no quiero ser una más de tus posesiones. O se van ellas o me voy yo.» Prefirió sus posesiones, que por lo menos no le llevaban la contraria, como yo. Era de esa clase de hombres, culto, pero estúpido.
Grillo sonrió.
—Te estás riendo de mí —le riñó ella.
—No, no, nada de eso. Me tienes encantado.
Eve floreció bajo el cumplido.
—No conoces a nadie aquí, ¿verdad?
Su observación dejó a Grillo desconcertado.
—Te has colado. Cuando entraste, te observé. Miraste a la anfitriona por si ella te veía. Y pensé: «¡Por fin! Aquí viene alguien que no conoce a nadie y querría conocerlos a todos, y yo, que conozco a todos, no querría conocer a nadie.» La pareja ideal. ¿Cuál es tu verdadero nombre?
—Ya te lo he dicho. — ¡No me insultes, por favor!
—De acuerdo, me llamo Grillo.
—Grillo.
—Nathan Grillo. Pero, hazme un favor..., Grillo a secas. Soy periodista.
—¡Oh, qué pesadez! Yo pensaba que quizás eras un ángel, caído del cielo para juzgarnos. Ya me entiendes..., como lo de Sodoma y Gomorra. Bien sabe Dios que nos lo merecemos.
—No te cae nada bien esta gente —dijo él.
—Bueno, querido mío, la verdad es que aquí se está mejor que en Idaho, aunque sólo sea por el buen tiempo. La conversación es penosa, de verdad. — Se apretó más contra él—. No te vuelvas, pero tenemos compañía.
Un hombre bajo, casi calvo, de rostro vagamente familiar, se acercaba a ellos.
—¿Cómo se llama? — susurró Grillo.
—Paul Lamar. Era socio de Buddy.
—¿Comediante?
—Eso diría su agente. ¿Has visto alguna de sus películas?
—No.
—Pues Mein Kampf tiene más gracia.
Grillo aún trataba de contener la risa cuando Lamar se presentó a Eve.
—Tienes un aspecto estupendo —dijo—. Bueno, como siempre. — Se volvió a Grillo—. ¿Quién es tu amigo? — preguntó.
Eve lanzó una ojeada a Grillo, con una levísima sonrisa en las comisuras de la boca.
—Mi pecado secreto —respondió.
Lamar concentró su sonrisa de reflector en Grillo.
—Dispénseme, no he oído bien su nombre...
—Los secretos no tienen nombres —lo interrumpió Eve—, les quita encanto.
—Me has puesto en mi sitio y me lo merezco —dijo Lamar—. Permíteme corregir mi error enseñándote la casa.
—No sé si podría resistir esas escaleras, querido —dijo Evo.
—Pero si éste era el palacio de Buddy. Estaba muy orgulloso de él.
—No lo bastante como para invitarme a mí —replicó ella.
—Era su retiro —dijo Lamar—, por eso puso tanto esmero en él. Deberías verlo. Aunque sólo sea en memoria suya. Por supuesto, me refiero a los dos.
—Bueno, ¿y por qué no? — intervino Grillo.
Evelyn suspiró.
—Dichosa curiosidad —exclamó—. De acuerdo, ve delante.
Lamar lo hizo así, y entraron en la casa por el salón, donde el ritmo de la reunión había sufrido un sutil cambio. Con las copas apuradas y el bufé devastado, los invitados estaban entrando en un estado de ánimo más reposado, animados por una pequeña banda que tocaba lánguidas versiones de canciones de moda. Unos pocos habían empezado a bailar. Las conversaciones no resonaban ya, las voces eran más bajas. Se cerraban tratos; se tendían trampas.
Grillo encontró la atmósfera desalentadora, y lo mismo, evidentemente, le ocurría a Evelyn, la cual se aferró a su brazo cuando pasaban por entre los que susurraban. Siguieron a Lamar hasta el otro lado del salón, donde estaban las escaleras. Dos de los vigilantes del vestíbulo se hallaban de espaldas a él, con las manos cogidas sobre el bajo vientre. A pesar de la melodía serpenteante, hecha con diversas canciones de cine y teatro, todo ánimo de celebración había desaparecido de aquel lugar, y sólo permanecía la paranoia.
Lamar ya había subido media docena de escalones.
—Vamos, Evelyn... —dijo, haciéndole una seña—, no es nada empinada.
—Para mi edad sí que lo es.
—No aparentas más de...
—No me vengas con piropos, — dijo ella—, subiré, pero a mi aire.
Con Grillo a su lado comenzó a ascender la escalera; entonces su edad se evidenció por primera vez. Había unos pocos invitados en lo alto de aquel tramo de la escalera. Grillo observó que los vasos que tenían estaban vacíos; además no hablaban entre sí, ni siquiera en voz baja. La sospecha de que algo había allí arriba que no iba bien se despertó en él. Y su inquietud aumentó al ver a Rochelle al fondo de los escalones, mirándole desde abajo con gran fijeza. Él, seguro de haber sido reconocido, y de que estaba a punto de ser denunciado como intruso, la miró a su vez, pero Rochelle no dijo nada, sino que siguió igual hasta que Grillo se vio forzado a apartar la mirada. Cuando la volvió hacia ella, no la encontró allí.
—Aquí ocurre algo —murmuró al oído de Eve—. Opino que no deberíamos subir.
—Cariño, me encuentro a mitad de camino —replicó ella en voz alta, tirándole del brazo—. No me abandones ahora.
Grillo miró a Lamar, y observó que el comediante, en ese momento, lo miraba de la misma manera que Rochelle había hecho poco antes. Lo saben, pensó, lo saben y no dicen nada.
De nuevo intentó disuadir a Eve.
—¿Por qué no subimos más tarde? — dijo.
Pero ella no cedió.
—Yo sigo —contestó—, contigo o sin ti. — Y continuó escalera arriba.
—Éste es el primer descansillo —anunció Lamar cuando estuvieron en él.
Aparte de los silenciosos y curiosos invitados, no había nada que ver allí, dado que Eve ya había afirmado la poca gracia que le hacía la colección de arte de Vance. Eve conocía por su nombre a algunas de las personas que estaban allí, y las saludó. Los invitados respondieron al saludo, pero de una manera distraída. Algo en su languidez recordó a Grillo a los drogadictos que acaban de inyectarse. Eve, por su parte, no estaba dispuesta a ser tratada con tan poco entusiasmo.
—Sagansky —dijo a uno de ellos, que parecía un ídolo de cine infantil en plena decadencia; a su lado había una mujer de la que parecía haber escapado todo resto de viveza—. ¿Qué haces aquí arriba?
Sagansky levantó la vista y la miró.
—Chist... —fue la respuesta.
—¿Es que ha muerto alguien, además de Buddy? — preguntó Eve.
—Triste —dijo Sagansky.
—A todos nos pasa, tarde o temprano —repuso, nada sentimental, Eve—. Y a ti también te llegará. Y si no, al tiempo. ¿Has pasado ya revista a la casa?
Sagansky asintió.
—Lamar... —Sus ojos giraron en dirección al comediante, pero su mirada fue más allá y hubo de volver hasta fijarla en él—. Lamar nos la ha enseñado.
—Mejor será que valga la pena, si no...
—La vale —replicó Sagansky—. De verdad..., la vale. En especial las habitaciones de arriba.
—Ah, es cierto —intervino Lamar—. Si queréis, vamos directamente arriba.
El encuentro con Sagansky y su mujer no había mitigado en absoluto la paranoia de Grillo. Estaba seguro de que allí ocurría algo realmente siniestro.
—Creo que ya hemos visto bastante —dijo Grillo a Lamar.
—Oh, lo siento —replicó éste—. Me había olvidado de Eve. Pobrecilla. Todo esto tiene que ser demasiado para ti.
Esta condescendencia, tan maravillosamente matizada, produjo el efecto deseado por Lamar.
—No seas ridículo —resopló Eve—. No niego que tengo mis añitos, pero no estoy senil. ¡Arriba se ha dicho!
Lamar se encogió de hombros.
—¿Seguro?
—Y tanto que seguro.
—Bien, si insistes... —dijo, poniéndose a la cabeza. Pasaron junto a los invitados, hasta el comienzo del siguiente tramo de escalera, y Grillo los siguió. Al pasar junto a Sagansky le oyó murmurar frases de su reciente conversación con Eve. Daba la impresión de que tenía peces muertos flotando en el cerebro.
—...lo es..., de veras que lo es..., sobre todo las habitaciones de arriba...
Eve se encontraba ya a la mitad del segundo tramo, decidida a alcanzar a Lamar y seguir a su lado hasta el fin.
—¡Eve, no sigas! — la llamó Grillo.
Ella no le hizo el menor caso.
- ¡Eve! — repitió Grillo.
Esta vez, ella volvió la cabeza.
—¿No vienes, Grillo? — preguntó.
Si Lamar se dio cuenta de que Eve había dejado escapar el nombre de su secreto, lo cierto es que no dio muestras de ello. Siguió hasta el tercer descansillo, guiándola luego por el rellano. Giraron en una esquina, y los dos desaparecieron.
Más de una vez en su carrera, Grillo había evitado una paliza al captar a tiempo las mismas señales de peligro que husmeaba allí desde que habían empezado a subir las escaleras. Pero no estaba dispuesto a consentir que la vanidad de Eve acabase con ella. Durante la hora que llevaban juntos la había cogido cariño. Maldiciéndose y maldiciéndola a partes iguales se dirigió hacia la esquina por donde los dos habían desaparecido.
Afuera, en el portal, un pequeño incidente había tenido lugar. Empezó con el viento, que se levantó de pronto, pasando como una marea entre los árboles que cubrían la colina. Todo estaba seco y polvoriento; varias invitadas de última hora tuvieron que volver a sus limusinas para repararse el maquillaje.
De entre las ráfagas de viento salió un coche, conducido por un muchacho muy sucio, que pidió entrar en la casa, como si eso fuese lo más natural del mundo.
Los vigilantes no perdieron los nervios. A lo largo de su carrera habían tenido que lidiar con muchísimos gorrones como aquél; muchachos con más huevos que cabeza, que querían ver el gran mundo de cerca.
—Se necesita invitación, muchacho —le dijo uno de ellos.
El gorrón se bajó del coche. Tenía manchas de sangre, y no era suya. En sus ojos brillaba una expresión de violencia que indujo a los guardias a meter la mano bajo la chaqueta, en busca de sus armas.
—Necesito ver a mi padre —dijo él.
—¿Es un invitado? — quiso saber el vigilante.
Era posible que se tratase de algún niño rico de Bel-Air, con la cabeza empapada en droga, que iba en busca de papá.
—Sí, es un invitado.
—¿Cómo se llama? — preguntó el vigilante—. A ver, Clark, dame la lista para...
—No está en vuestras listas —lo interrumpió Tommy-Ray—. Vive aquí.
—Te has equivocado de casa, chico —dijo Clark, levantando la voz por encima del rugido del viento contra los árboles, que continuaba incesante—. Ésta es la casa de Buddy Vance. ¡A menos que seas hijo natural suyo!
Al decir esto sonrió a un tercer hombre, que no le devolvió la sonrisa. Tenía los ojos fijos en los árboles, o en el aire que los agitaba. Entornó los párpados, como si atisbara algo en el gris cielo.
—Vas a arrepentirte de esto, negro —dijo el chico al primer vigilante—. Ahora mismo vuelvo, y te aseguro que serás el primero en morder el polvo. — Luego señaló a Clark con el dedo—. ¿Me oyes? Él será el primero; tú, el segundo.
Se introdujo en el coche y metió la marcha atrás: después dio inedia vuelta y desapareció colina abajo. Por extraña coincidencia, el viento pareció irse con él, bajando de nuevo a Palomo Grove.
—¡Qué extraño! — murmuró el que había estado mirando al cielo, cuando el último árbol cesó de moverse.
—Sube a la casa —dijo el primer vigilante—, y mira a ver si todo sigue bien allí...
—¿Y por qué no va a seguir?
—¡Joder, obedece y calla, haz el favor! — replicó el otro, que seguía mirando hacia donde el chico había desaparecido, seguido por el viento.
—No te pongas nervioso, hombre —dijo Clark, mientras se alejaba para hacer lo que le decía.
Ya sin viento, los dos vigilantes que quedaron allí cayeron en la cuenta del silencio repentino reinante. No se oía ruido en la ciudad que se extendía a sus pies, ni en la casa, sobre ellos. Y la avenida de árboles que tenían delante también permanecía en silencio.
—¿Has estado en la guerra, Rab? — preguntó el que había mirado al cielo.
- Nope. ¿Y tú?
—Yo, sí —fue la respuesta. Escupió polvo en el pañuelo que Marci, su mujer, le había planchado para el bolsillo del pecho del esmoquin.
Y luego, husmeando, escrutó el cielo.
—Entre ataques... —dijo.
—¿Qué?
—Es justo como esto de ahora.
«Tommy-Ray», pensó el Jaff, distrayéndose por un momento de lo que hacía y asomándose a la ventana. Ese trabajo lo había mantenido muy atento, y no se apercibió de la proximidad de su hijo hasta que éste bajaba con el coche por la colina. Trató de enviarle un aviso, pero no lo recibió. Los pensamientos que el Jaff siempre había encontrado fácil dominar hasta entonces ya no eran tan dóciles. Algo había cambiado; algo muy importante que el Jaff no conseguía explicarse. La mente del muchacho no era ya un libro abierto para él. Las señales que recibía de su hijo eran confusas. En aquel chico había un miedo que nunca hasta entonces había detectado en él; y un frío, un profundo frío.
De nada le valía tratar de entender el significado de esas señales; sobre todo con tantos otros asuntos que requerían su atención. El chico volvería. Y, por cierto, ése era el único mensaje que recibía con claridad; la intención de Tommy-Ray de volver.
Entretanto tenía cosas más urgentes en que pasar el tiempo. La tarde había sido provechosa. En cosa de dos horas, la ambición del Jaff de explotar aquella reunión se había realizado, consiguiendo aliados dotados de una pureza que era totalmente inútil buscar en los terata de los habitantes de Grove. Al principio, los ego que habían producido eso se resistieron a sus persecuciones, pero eso era de esperar. Varios de ellos, pensando que estaban a punto de ser asesinados, sacaron la cartera y trataron de sobornarle con dinero para que les dejara salir de aquella habitación. Dos de las mujeres desnudaron sus pechos de silicona, ofreciéndole sus cuerpos a cambio de su vida; y hasta uno de los hombres intentó el mismo recurso. Pero el narcisismo que les poseía a todos acabó por derrumbarse como un castillo de arena, y sus amenazas, negociaciones, ruegos y teatralidades callaron en cuanto empezaron a exudar sus temores, y el Jaff los fue mandando de vuelta a la reunión, exprimidos y pasivos.
La asamblea que ahora estaba alineada contra la pared era más pura por sus reclutas más recientes, un mensaje de entropía pasaba de un terata a otro, y su multiplicidad se transformaba en las sombras en algo más antiguo; más oscuro, más sencillo. Todos ellos habían perdido sus características personales. El Jaff no podía asignarles ya ¡os nombres de sus creadores Gunther Rothbery, Christine Shepard, Laurie Doyle, Martine Nesbitt: ¿Dónde estaban ahora? Reducidos a barro, a barro basto y común.
El Jaff había conseguido una legión tan nutrida como su autoridad requería. Si su ejército aumentase quizá se volviera díscolo. Aunque era posible que ya empezara a serlo. A pesar de todo, el Jaff siguió aplazando el momento de permitirles que hicieran con sus manos lo que él quería, y para lo que les había creado, o, mejor dicho, recreado: utilizar el Arte. Habían transcurrido veinte años, desde aquel día estremecedor en que encontró el símbolo del Enjambre, perdido en tránsito en los desiertos de Nebraska. Y nunca había vuelto. Ni siquiera su guerra con Fletcher, la pista de la batalla le había conducido hasta Omaha. Y dudaba mucho que hubiera algún conocido suyo allí. La enfermedad y la desesperación habrían acabado con la mitad de ellos, y los años, con la otra mitad. Él, por supuesto, se había mantenido indemne a todas esas fuerzas. El paso del tiempo no tenía autoridad sobre él. Sólo el Nuncio, y no había forma de salir de este cambio. Lo único que le quedaba por hacer era continuar, siempre adelante, hasta ver hecha realidad la ambición que lo animaba desde aquel día, y que siguió animándole durante todos los días que siguieron. Se había elevado de la banalidad de su vida para penetrar en extraños territorios, y en muy raras ocasiones había vuelto la vista atrás. Pero hoy, al aparecer aquel desfile de rostros famosos ante él en el cuarto alto de la casa, entre llanto y estremecimientos y desnudándose los senos, y luego las almas, para que sus ojos se saciasen de tal espectáculo, el Jaff no pudo menos que recordar lo que había sido en otros tiempos, cuando no hubiera podido siquiera soñar con hallarse entre esa clase de gente. Y ahora que estaba allí, notaba algo en su interior que, a lo largo de aquellos años, había sabido esconder hábilmente, y que era lo mismo que sus víctimas sentían al máximo: miedo.
Aunque había sufrido un cambio tal que ya no era reconocible, una pequeña parte de su ser seguía siendo, y lo sería siempre, igual: Randolph Jaffe, y esa parte, le murmuraba al oído: Esto es peligroso. No te das cuenta de lo que estás emprendiendo. Esto podría matarte.
Al cabo de tantos años, fue para él un verdadero shock oír en el interior de su cabeza aquella vieja voz; aunque al mismo tiempo le resultaba, también extrañamente tranquilizadora. Y no sería prudente que hiciese caso omiso de ella, porque la advertencia que le brindaba era cierta: él no sabía lo que acechaba allende el uso del Arte. Nadie lo sabía, en realidad. Él había oído todas las historias; y estudiado todas las metáforas. Pero sólo eran historias, sólo metáforas. La Quiditud no era un mar; ni Efemérides una isla. Se trataba, simplemente, de la descripción materialista de un estado de ánimo. Tal vez fuera el Estado de Ánimo. Y ahora se encontraba a unos minutos solamente de abrir la puerta que conducía a esa condición; pero ignorante, casi por completo, de su verdadera naturaleza.
Quién sabía si conduciría a la locura, al infierno o a la muerte, con tanta probabilidad como al cielo y a la vida eterna. No había manera de saberlo por anticipado; la única forma era lanzarse, usar el Arte.
¿Pero por qué usarlo? — le murmuró al oído el hombre que había sido hacía treinta años—. ¿Por qué no gozar del poder que ya tienes? Es mucho más de lo que nunca has soñado, ¿verdad? Las mujeres te ofrecen sus cuerpos; los hombres se ponen de rodillas ante ti, babean y se les cae la moquita pidiéndote clemencia. ¿Qué más quieres? ¿Qué más podría querer nadie?
La respuesta era: razones. Algún significado detrás de las tetas y de las lágrimas; algún sentido, un atisbo del panorama.
Tienes todo lo que hay, le dijo la vieja voz. No hay nada mejor. No hay nada más.
Se oyó un golpecito en la puerta: era la clave de Lamar.
—Espera —murmuró el Jaff, que intentó no interrumpir la discusión que tenía lugar en su mente.
Al otro lado de la puerta, Eve dio un golpecito a Lamar en el hombro.
—¿Quién está ahí? — preguntó.
El comediante esbozó una ligera sonrisa.
—Una persona a la que debes conocer —dijo.
—¿Un amigo de Buddy? — preguntó ella.
—Sí, gran amigo suyo.
—¿De quién se trata?
—No lo conoces.
—Pues entonces, ¿a qué verle? — preguntó Grillo.
Asió a Eve del brazo. Su recelo se había convertido en certidumbre. Algo raro estaba ocurriendo arriba, y se oían roces de más de una persona al otro lado de la puerta.
Llegó la invitación de pasar. Lamar empuñó el picaporte y abrió la puerta.
—Vamos, Eve, entra —dijo.
Ella se desasió de Grillo y penetró en la estancia en compañía de Lamar.
—Está oscuro —la oyó decir Grillo.
—Eve —dijo, echando a un lado a Lamar y alargando la mano, puerta adentro, para agarrarla.
Desde luego, la estancia estaba oscura. La noche habla caído sobre la colina, y la poca luz que entraba por la ventana del otro extremo de cuarto apenas permitía ver la forma del interior. Pero la figura de Eve se delineaba con claridad delante de él. Una vez más, la cogió del brazo.
—Ya es bastante —dijo, y se volvió para salir de nuevo al vestíbulo.
Pero en aquel mismo momento el puño de Lamar le alcanzó en el centro del rostro, y el golpe fue tan fuerte, e inesperado que Grillo soltó el brazo de Eve, cayó de rodillas, notándose sangre en la nariz. A sus espaldas, el comediante cerró la puerta de golpe.
—¿Qué pasa aquí? — oyó decir a Eve—. ¡Lamar!, ¿que ocurre aquí?
—Nada de preocuparse —murmuró Lamar.
Grillo levantó la cabeza, y el movimiento le hizo sangrar abundantemente por la nariz. Se llevó la mano al rostro para defender la hemorragia y miró a su alrededor. Cuando, antes del golpe, había dado una breve ojeada al interior, éste le pareció lleno de muebles, pero se había equivocado, estaba lleno de cosas vivas.
—Lamar... —repitió Eve, ya sin fuerza o jactancia alguna en la voz—. Lamar..., ¿quién está aquí?
—Jaffe... —respondió una voz sofocada—, Randolph Jaffe.
—¿Enciendo la luz? — preguntó Lamar.
—No —fue la respuesta desde las sombras—. No enciendas. Aún no.
A pesar del zumbido que tenía en la cabeza, Grillo reconoció la voz y el nombre. Randolph Jaffe: el Jaff. Y ese dato le dio la identidad de las formas que acechaban en las esquinas más oscuras de ¡a inmensa habitación. Estaba llena de bestias hechas por la mente del Jaff.
También Eve las había visto.
—¡Dios mío! — murmuró—. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué ocurre aquí?
—Amigos de amigos —repuso Lamar.
—No le hagas daño —exigió Grillo.
—No soy un asesino —dijo la voz de Randolph Jaffe—. Todos los que entraron aquí han salido con vida. Lo único que necesito es una pequeña parte de vosotros... —La voz del Jaff no tenía el mismo tono de aplomo que cuando Grillo le oyó en la Alameda. Grillo había pasado buena parte de su vida profesional oyendo hablar a la gente, buscando signos de la vida que acechaba, bajo la existencia. ¿Cómo lo había expresado Tesla? Algo así como que Grillo tenía vista para captar el programa oculto. Y, desde luego, en la voz del Jaff había ahora un subtexto, una ambigüedad que antes no tenía. ¿Le ofrecía eso alguna esperanza de fuga, por lo menos, de demora en la ejecución?
—Te recuerdo —dijo Grillo. Tenía que provocar al Jaff, conseguir que el subtexto se volviera texto—. Vi cómo te incendiabas.
—No... —dijo la voz en la oscuridad—, ése no era yo...
—Entonces me he equivocado. ¿Quién..., si se me permite preguntar...?
—No se te permite —le interrumpió Lamar, detrás de él. Después se dirigió al Jaff—: ¿Con cuál de los dos quieres hablar primero?
El Jaff hizo caso omiso de la pregunta.
—¿Que quién soy? — prosiguió su diálogo con Grillo—. Resulta curioso que preguntes eso. — Su tono era casi soñador.
—Por favor —murmuró Eve—. No puedo respirar aquí.
—Silencio —ordenó Lamar, que se había acercado a ella, para sujetarla.
En las sombras, el Jaff se removió en su asiento, como una persona que no acaba de encontrar la postura más cómoda.
—Nadie sabe... —comenzó—, lo terrible que es.
—¿Qué? — preguntó Grillo.
—Tengo el Arte —replicó el Jaff—. Tengo el Arte. De modo que no me queda más remedio que usarlo. Si no, supondría un desperdicio, después de toda esta espera, después de todo este cambio.
«Se está cagando de miedo —pensó Grillo—. Se encuentra al borde del abismo, y siente terror de precipitarse en él.» ¿Dónde? Grillo lo ignoraba. «Aunque —se dijo— es indudable que la situación en que el Jaff se encuentra es explotable.» Decidió seguir de rodillas, porque así no suponía una amenaza física para nadie.
—¿Qué es eso del Arte? — preguntó en voz baja.
Si la respuesta del Jaff tenía por objeto aclarar esa duda, sus palabras no lo hicieron:
—Todos están perdidos. Y yo hago uso de ello. Aprovecho el miedo que late en su interior.
—¿Y tú no? — preguntó Grillo.
—¿No, qué?
—Perdido.
—Yo solía pensar que había encontrado el Arte..., pero quizás el Arte me encontrara a mí.
—Eso está bien.
—¿Sí? — dijo el Jaff—, no sé qué tiene previsto hacer...
«Así que se trata de eso», pensó Grillo: tiene su premio, y ahora le da miedo desempaquetarlo.
—Podría destruirnos a todos nosotros.
—No es eso lo que nos dijiste —murmuró Lamar—. Aquello de que tendríamos sueños. Todos los sueños que Estados Unidos jamás soñó; todos los sueños que el Mundo jamás soñó.
—Es posible —dijo el Jaff.
Lamar soltó a Eve y dio un paso hacia su amo.
—Pero lo que nos dices ahora es que todos podríamos morir. No quiero morir. Quiero a Rochelle. Quiero esta casa. Tengo un futuro. Y no pienso renunciar a él.
—No trates de soltarte —dijo el Jaff.
Por primera vez desde que habían empezado a hablar de esta forma, Grillo oía un eco del hombre al que había visto en la Alameda. La resistencia de Lamar comenzaba a devolverle sus viejos arrestos. Grillo maldijo a Lamar por rebelarse de aquella forma, aunque, por lo menos, tenía la ventaja de que permitía a Eve ir de espaldas hacia la puerta. Grillo continuó sin moverse. Cualquier intento por su parte de unirse a ella serviría sólo para llamar la atención de Lamar y del Jaff y frustrar la fuga de los dos. Si Eve conseguía escapar, podría dar la voz de alarma.
Las quejas de Lamar, entretanto, se multiplicaban.
—¿Por qué me mentiste? — decía—. Debí de haberme dado cuenta desde el principio de que no me ibas a servir de nada. Bueno, ¿sabes lo que te digo?, pues que te vayas a tomar por el culo...
En silencio, Grillo lo incitaba. La oscuridad, cada vez más densa, seguía oponiéndose a que sus ojos la penetraran, de modo que sólo veía de su captor lo mismo que cuando había penetrado en aquella habitación, pero distinguió el movimiento que hizo al levantarse. Esa acción causó consternación entre las sombras, pues las bestias que se escondían en ellas reaccionaron a la confusión de su creador.
- ¿Cómo te atreves? — dijo el Jaff.
—Me aseguraste que no corríamos peligro —replicó Lamar.
Grillo oyó el ruido de la puerta al cerrarse a su espalda. Resistió la inmensa tentación que sintió de volverse.
—¡A salvo, eso fue lo que me dijiste!
—¡No es tan sencillo! — contestó el Jaff.
—¡Yo me largo de aquí! — gritó Lamar, mientras se volvía hacia la puerta.
La oscuridad era demasiado densa para que Grillo pudiese ver la expresión de su rostro, pero un resto de luz tras él, y el ruido de los pasos de Eve al escapar de la habitación, le bastaron a Grillo para levantarse, maldiciendo, en el momento en que Lamar cruzaba la habitación. Aún se sentía confuso por el golpe, y vacilaba al andar; pero, aun así, consiguió llegar a la puerta antes que Lamar. Chocaron allí; el peso de ambos cayó al mismo tiempo contra la puerta y volviéndola a cerrar de golpe. Hubo un momento de confusión, que casi fue cómico, cuando ambos forcejearon por asir el picaporte. Entonces, algo que se cernió amenazador sobre el comediante intervino en la pelea. En la oscuridad, aquella forma parecía pálida: como gris sobre negro. Cogió a Lamar por detrás, que hizo un leve ruido gutural y alargó las manos buscando asidero en Grillo, el cual se escabulló de entre sus dedos, para volver al centro de la estancia. Grillo era incapaz de imaginar cómo estaría atacando el terata a Lamar, y se alegró de ello. Los miembros de Lamar, que se agitaban en vano, y sus sonidos guturales bastaron para indicar a Grillo lo que estaba ocurriendo. Vio el cuerpo del comediante caído contra la puerta; luego vio cómo se deslizaba hasta el suelo, cubierto completamente por el terata. Hasta que ambos quedaron inmóviles.
—¿Muerto? — jadeó Grillo.
—Sí —dijo el Jaff—. Me había llamado embustero.
—Me acordaré de esto.
—Una buena idea.
El Jaff hizo un movimiento en la oscuridad que Grillo no tuvo tiempo de captar. Pero ese movimiento tuvo consecuencias que explicaron muchas cosas. De los dedos del Jaff salieron cuentas de luz que iluminaron su rostro, ahora consumido; su cuerpo, vestido como en la Alameda, pero que parecía derramar oscuridad; y la habitación misma, llena de terata, que no eran ya las complejas bestias de antes, sino sombras hirsutas alineadas a lo largo de las cuatro paredes.
—Bien, Grillo... —dijo el Jaff—, parece que tengo que hacerlo.
IX
Después del amor, el sueño. Ellos no lo habían planeado así, pero ni Jo-Beth ni Howie habían dormido más que unas pocas horas sin interrupción desde que se conocieron, y el suelo sobre el que hicieron el amor era lo bastante suave para tentarles. Incluso cuando el sol comenzó a esconderse detrás de los árboles, ellos seguían dormidos, y lo que finalmente despertó a Jo-Beth no fue el frío, porque la noche era tibia. Las cigarras tocaban música entre la hierba en torno a ellos. Las hojas se agitaban con un suave murmullo. Pero bajo esos signos y esos ruidos tranquilizadores había un relucir extraño, ilocalizable, entre los árboles.
Jo-Beth despertó a Howie con la mayor delicadeza posible. Howie abrió los ojos muy a desgana, hasta que su mirada se posó en el rostro de quien le había despertado.
—Hola —saludó, y luego añadió—: hemos dormido más de la cuenta, ¿verdad? ¿Qué hora...?
—Mira, Howie —susurró Jo-Beth—, hay alguien allí.
—¿Dónde?
—Sólo veo luces. Nos rodean. ¡Mira!
—Mis gafas —susurró él—, las tengo en la camisa.
—Voy por ellas.
Jo-Beth se apartó y se puso a buscar la ropa de Howie. Éste, entretanto, intentaba enfocar la escena con sus ojos miopes. Las barricadas puestas por la Policía, y la cueva, algo más allá: el abismo donde Buddy Vance seguía yaciendo. Le había parecido de lo más natural hacer el amor allí, a plena luz del día, pero ahora lo veía como algo perverso. Había un hombre muerto en algún sitio del interior de la cueva, en la misma oscuridad donde el padre de cada uno de ellos había esperado durante todos aquellos años.
—Toma —dijo Jo-Beth.
Su voz lo sobresaltó.
—Todo está bien —murmuró ella al oído de Howie.
Él sacó las gafas del bolsillo de la camisa y se las puso, pero le fue imposible localizar su origen.
Jo-Beth no sólo había tenido la suerte de encontrar la camisa de Howie, sino también el resto de la ropa de ambos. Ya estaba poniéndose la suya interior. Incluso en ese momento, con el corazón latiéndole fuerte por otra razón muy distinta, el espectáculo de Jo-Beth vistiéndose volvió a excitar a Howie. Ella comprendió su mirada y le besó en los labios.
—No veo a nadie —dijo Howie, todavía en voz baja.
—Quizá me he equivocado, pero es que me ha parecido oír a alguien.
—Fantasmas —murmuró él. Se arrepintió de haberse permitido siquiera tal idea y comenzó a ponerse los calzoncillos. Mientras lo hacía, captó un movimiento entre los árboles—. ¡Mierda! — exclamó.
—Sí.
Howie se volvió hacia ella. Jo-Beth estaba mirando ahora en dirección opuesta; él siguió la dirección de su mirada y vio que también allí había movimiento. Y otro movimiento. Y otro.
—Nos rodean por todas partes —dijo Howie, al tiempo que se ponía la camisa y cogía los pantalones tejanos—. No sé quiénes serán, pero nos tienen rodeados.
Se levantó, tenía hormigueo en las piernas y la mente puesta en un solo y desesperado pensamiento: cómo conseguir algún arma. ¿Quizás echar abajo una de las barricadas, y encontrar un arma entre los escombros? Miró a Jo-Beth, la cual casi había terminado de vestirse, luego de nuevo a los árboles.
De debajo del dosel salió una figura diminuta, con una estela de luz fantasmal. De pronto, todo se aclaró. La figura era la de Benny Patterson, al que Howie había visto en la calle por última vez, delante de la casa de Lois Knapp, llamándole para que volviera. Pero ya no había sonrisa acogedora en su rostro. Más bien tenía una expresión como desdibujada, sus facciones parecían la instantánea obtenida por un fotógrafo paralítico. Llevaba consigo la luz de sus actuaciones televisivas, y éste era el resplandor que iluminaba los árboles.
—Howie —llamó. Su voz, al igual que su rostro, había perdido toda individualidad. Seguía siendo Benny, pero sólo lo imprescindible.
—¿Que quieres? — preguntó Howie.
—Te hemos estado buscando.
—No te acerques a él —advirtió Jo-Beth—. Es uno de los sueños.
—Lo sé —dijo Howie—, aunque no tienen malas intenciones, ¿no es verdad, Benny?
—Por supuesto que no.
—Entonces, salid —ordenó Howie, dirigiéndose a todo el círculo de árboles—. Quiero veros.
Obedecieron, saliendo por todas partes de detrás de los árboles. Todos ellos, como Benny, habían cambiado algo desde la última vez, en casa de los Knapp. Sus personalidades de entonces, suaves y pulidas, aparecían como borrosas, y sus deslumbrantes sonrisas, mermadas. Se parecían más unos a otros, como formas de luz manchada que se asían muy tenuemente a los restos de sus personalidades. Habían sido concebidos por la imaginación de los habitantes del Grove los que les habían dado forma; pero, en cuanto se apartaron de la compañía de sus creadores, se vieron reducidos al estado más simple: mera luz emanada del cuerpo de Fletcher al morir en la Alameda. Ése era el ejército de Fletcher, su alucigenia. Howie no necesitó preguntarles qué hacían allí; estaba claro que iban a buscarle. Él era el conejo salido de la chistera de Fletcher; la creación más pura del prestidigitador. Había escapado a sus peticiones la noche anterior; pero, a pesar de eso siguieron buscándole, decididos a tenerle por jefe.
—Ya sé lo que queréis de mí —dijo—; sin embargo no puedo dároslo. Ésta no es mi guerra.
Howie observó la asamblea mientras les hablaba, y distinguió en ella rostros vistos en casa de los Knapp, a pesar de lo que habían decaído, convirtiéndose en apenas algo más que pura luz. Cowboys, cirujanos, estrellas de telenovelas y presentadores de televisión. Y había muchos otros que no había visto en la fiesta de Lois. Una forma de luz había sido licántropo; otros muchos, héroes de cómics; algunos, cuatro, de hecho, encarnaciones de Jesucristo, dos de ellos sangrando aun por la frente, el costado, las manos y los pies; doce más parecían recién salidos de una película pornográfica, tan cubiertos estaban sus cuerpos de sudor y semen. También había un hombre globo de color escarlata; un Tarzán de los Monos; un Gato con Botas... Mezclados con estas deidades identificables, había otros, fantasías particulares, evocados por aquellos a los que la luz de Fletcher había tocado. Cónyuges perdidos, cuya muerte ningún amante podría compensar; un rostro entrevisto en la calle al que aquellos que soñaban con él no habían tenido el valor de acercarse. Todos ellos, reales o irreales, desvaídos o en tecnicolor, eran piedras de toque. La auténtica materia de la veneración. Había algo innegablemente conmovedor en su existencia misma. Pero tanto Howie como Jo-Beth eran contrarios a participar en esa guerra, deseosos de preservar de toda mácula o daño lo que había entre ellos, y su ambición seguía inalterable.
Antes de que Howie pudiera repetir sus palabras, el número uno de aquellas formas de luz anónimas, una mujer de mediana edad, salió de las lilas y comenzó a hablar:
—El espíritu de tu padre está en todos nosotros —dijo—. Si nos vuelves la espalda, estás volviéndole la espalda a él.
—No es tan sencillo —respondió Howie—. Tengo otras personas de las que cuidar. — Alargó la mano a Jo-Beth, que se levantó y se situó junto a él—. Ya sabéis quién es esta joven. Se trata de Jo-Beth McGuire, la hija del Jaff, el enemigo de Fletcher, y, por lo tanto, si os he entendido bien, vuestro enemigo. Pero dejadme que os diga..., es la primera persona que he conocido en mi vida... de la que puedo decir, con toda sinceridad, que amo. Para mí, Jo-Beth está por encima de todo, por encima de vosotros, de Fletcher, y de esta dichosa guerra.
Una tercera voz salió de entre las filas:
—Fue error mío...
Howie buscó con la mirada y localizó al cowboy de ojos azules, la creación de Mel Knapp, que se le acercaba.
—Error mío pensar que querías matarla. Lo siento. Si no quieres que sufra ningún daño...
- ¿Que si no quiero que sufra ningún daño? ¡Dios mío, ella vale más que diez Fletcher para mí! Valoradla como yo la valoro o iros todos al infierno.
Se produjo un resonante silencio.
—Nadie te lo discute —dijo Benny.
—Ya me doy cuenta.
—¿De modo que nos guías?
—¡Santo cielo!
—El Jaff se encuentra en la colina —dijo la mujer—. Está a punto de usar el Arte.
—¿Cómo lo sabéis?
—Somos el espíritu de Fletcher —dijo el cowboy—. Conocemos los planes del Jaff.
—¿Y sabéis lo que hay que hacer para detenerle?
—No —replicó la mujer—. Pero debemos intentarlo. Hay que preservar la Esencia.
—¿Y pensáis que yo puedo ayudaros? Yo no soy táctico.
—Estamos disolviéndonos —dijo Benny. Incluso en el breve tiempo pasado desde su reaparición, sus facciones se habían hecho más borrosas—. Estamos volviéndonos como... sueños. Necesitamos a alguien que nos imponga nuestro propio objetivo.
—Tiene razón —dijo la mujer—. No seguiremos aquí mucho tiempo. Bastantes de nosotros no llegaremos a mañana por la mañana. Tenemos que hacer lo que nos sea posible. Rápido.
Howie suspiró. Había soltado la mano de Jo-Beth al levantarse. Volvió a cogérsela.
—¿Qué debo hacer? — le preguntó—. Ayúdame.
—Haz lo que creas que es justo.
—Lo que crea que es justo...
—Una vez me comentaste que te hubiera gustado conocer mejor a Fletcher. A lo mejor...
—¿Qué? Dilo...
—No me gusta la idea de que los dos marchemos contra el Jaff a la cabeza de estos... sueños a modo de ejército... Aunque..., quizás actuar como tu padre lo hubiera hecho sea la mejor forma de serle fiel... Y, de paso, te liberas de él.
Howie la miró con una nueva comprensión en el rostro. Jo-Beth tenía una idea clara de sus más hondas confusiones, y sabía encontrar la salida de su laberinto hacia un lugar abierto, donde Fletcher y el Jaff no tendrían asidero en ellos dos. Pero primero había que pagar. Y ella ya lo había hecho perdiendo a su familia por él. Ahora era su turno.
—De acuerdo —dijo a la asamblea—. Subiremos la colina.
Jo-Beth le apretó la mano.
—Muy bien —dijo.
—¿Quieres venir?
—No tengo más remedio.
—Me hubiera gustado que tú y yo estuviéramos fuera de esto.
—Lo estaremos —dijo ella—. Y si no escapamos..., si nos ocurre algo a uno de los dos, o a ambos... hemos tenido nuestro momento.
—No digas eso.
—Ha sido más de lo que tu madre tuvo, o la mía —le recordó Jo-Beth—. Más que la mayoría de la gente aquí. Howie, te amo.
Howie le pasó el brazo por la cintura y la apretó contra sí. Estaba contento de ver el espíritu de Fletcher allí, aunque fuese fragmentado en cien formas distintas.
«Me figuro que estoy dispuesto a morir», pensó. Dentro de lo que cabe.
X
Eve escapó de la habitación del piso alto y se encontró en el descansillo sin aliento y aterrada. Había entrevisto a Grillo levantarse y correr hacia la puerta, y a Lamar intentando cortarle el paso. Luego la puerta se había cerrado de golpe, casi en sus mismas narices. Eve esperó el tiempo suficiente para oír la tos del bufón, y luego bajó las escaleras a todo correr, para dar ¡a alarma.
Aunque la oscuridad envolvía la casa, había más luces encendidas fuera que dentro de ella: reflectores de colores iluminaban las piezas de la colección que Eve había estado viendo con Grillo. La mezcla de colores luminosos, escarlata, verde, amarillo, azul y violeta, la guió hasta el descansillo donde ella y Lamar habían topado con Sam Sagansky. Éste seguía allí, con su mujer. Parecían no haber hecho movimiento alguno, excepto para levantar la mirada hacia el techo.
—¡Sam! — exclamó Eve, corriendo hacia él—. ¡Sam! — El pánico y lo apresurado de la bajada la habían dejado sin aliento, de modo que la descripción de lo que había visto en la habitación de arriba fue hecha entre jadeos e incoherencias.
—... Tienes que detenerle..., nunca se ha visto algo así... cosas terribles... Sam, mírame... ¡Sam, mira...!
Pero Sam no la miraba. Su actitud era de absoluta pasividad.
—¡Sam, por Dios bendito! ¿Dónde estás?
Eve renunció a seguir hablándole y se volvió para buscar ayuda en otra parte, entre la gente que había por allí. Todos seguían en el mismo sitio desde que Eve bajó, no se movieron ni para ayudarla ni para cortarle el paso. Cuando les miró, se fijó en que ninguno había vuelto siquiera los ojos hacia ella. Al igual que Sagansky y su mujer, todos miraban al techo, como si esperasen algo. El pánico no había privado a Eve de su buen sentido, y le bastó con echar una ojeada a aquella gente para darse cuenta de que no iban a servirle de nada. Todos ellos sabían perfectamente lo que estaba ocurriendo en el piso superior, ésa era la razón de que tuvieran los ojos fijos en él, como perros en espera de la decisión de su amo. El Jaff les tenía a todos cogidos con una trailla.
Eve se dirigió al piso bajo. Se agarraba al pasamanos y aminoraba el descenso a medida que la fatiga y sus viejas articulaciones la frenaban. La banda había terminado su actuación, pero alguien tocaba el piano, y eso la consoló. En lugar de malgastar energías dando gritos, esperaría hasta llegar al pie de la escalera para hablar con alguien. El portal estaba abierto y Rochelle se encontraba en la cima de la escalinata, despidiéndose de un grupo de seis personas: Merv Turner y su mujer, Gilbert Kind y su amiga del momento, y dos mujeres a las que Eve no reconoció. Turner la vio llegar y su gordo rostro expresó desagrado. Se volvió hacia Rochelle para apresurar su despedida.
—...tan triste —le oyó decir Eve—, pero muy emocionante. No sabes lo que te agradecemos el que hayas compartido tu dolor con nosotros.
—Sí... —comenzó su mujer; pero, antes de que pudiera expresar sus propias banalidades, su marido la interrumpió, y echando una ojeada a Eve, se apresuró a salir al aire libre—. Mer... —dijo su mujer, a todas luces irritada.
—¡No tenemos tiempo! — replicó Turner—. Ha sido maravilloso, Rochelle. Date prisa, Gil, las limusinas esperan. Vamos delante.
—Espera —dijo la amiga—. ¡Mierda, Gilbert, se va sin nosotros!
—Por favor, discúlpanos —dijo Kind a Rochelle.
—¡Esperad! — gritó Eve—. ¡Gilbert, espera!.
Su llamada fue demasiado estentórea para que pudieran fingir que no la oían, aunque a juzgar por la expresión del rostro de Kind al volverse hacia ella, esto era lo que él hubiera preferido hacer. Ocultó sus sentimientos bajo una sonrisa artificial que trataba de ser radiante, y abrió los brazos, no dando la bienvenida, sino como encogiéndose de hombros.
—Siempre ocurre igual, ¿verdad? No hemos tenido tiempo de charlar —la gritó—. No sabes cuánto lo siento, Eve, la próxima vez será. — Asió a su amiga del brazo—. Te llamaremos, ¿verdad, querida, que la llamaremos? — Le envió un beso—. Eve, cada día estás mejor.
Y salió corriendo en pos de Turner.
Las dos mujeres fueron detrás de él, sin preocuparse siquiera de despedirse de Rochelle, a quien esto pareció no importarle en absoluto. Si el sentido común no le hubiese dicho ya a Eve que Rochelle estaba aliada con el monstruo del piso alto, en ese momento hubiera quedado convencida, porque, en cuanto se fueron, sus invitados, Rochelle miró al techo de una manera que le era familiar a Eve. Después pareció relajarse y se apoyó contra el quicio de la puerta, como si apenas fuera capaz de seguir en pie. «Aquí no hay nada que hacer», pensó Eve, y se dirigió hacia la derecha a la sala.
También en aquella parte, la única iluminación que había llegaba de fuera de la casa, y de los colores abigarrados de la colección carnavalesca. La luz era lo bastante fuerte como para ver que en la media hora que ella había estado en poder de Lamar, la fiesta había bajado casi a cero. Más de la mitad de los invitados no estaban allí ya, intuyendo quizás el cambio que se producía en un número cada vez mayor de personas al ser tocadas por la influencia del maligno que acechaba en el piso alto. Otro grupo se disponía cuando Eve llegaba a la puerta, y su ansiedad se ocultaba bajo gran movimiento y charloteo. Eve no conocía a ninguno de ellos, pero no tenía la menor intención de permitir que eso frustrara sus planes. Se dirigió a un joven y lo cogió del brazo.
—Tiene que ayudarme —dijo.
Reconoció su rostro por los carteles del Sunset Boulevard. El muchacho era Rick Lobo, cuya belleza le había convertido de pronto en una estrella, aunque sus escenas de amor tenían cierto aire de lesbianismo.
—¿Pues qué ocurre? — preguntó él.
—Algo está sucediendo arriba —dijo Eve—. Han cogido a un amigo mío...
Aquel rostro era capaz sólo de dos gestos: una sonrisa y un mohín de pasión; como ambos hubieran sido inoportunos en un momento como aquél, lo único que Rick Lobo pudo hacer fue contemplarla con mirada inexpresiva.
—Ven, por favor —insistió ella.
—Está borracha —dijo alguien del grupo de Lobo, sin cuidarse de disimular la acusación.
Eve miró al que había pronunciado esas palabras. Todos los componentes del grupo eran jóvenes, ninguno tendría más de veinticinco años. Y casi todos ellos, se dijo Eve, estaban bastante drogados. Pero, por lo menos, el Jaff no los había tocado.
—No estoy borracha —replicó Eve—. Haced el favor de escuchar...
—Vamos, Rick —dijo una chica del grupo.
—¿Quieres venir con nosotros? — preguntó Rick a Eve.
—¡Rick! — gritó la misma chica.
—No, lo que quiero es que subas conmigo...
La chica rompió a reír.
—Y tanto que te apetecería —dijo—. Vamos, Rick.
—Perdona, tengo que irme —se excusó Lobo—. También tú deberías irte de aquí, esta fiesta es un rollo.
La incomprensión del muchacho era firme como un muro de ladrillo, pero Eve no tenía intención de rendirse.
—Tenéis que creerme. No estoy borracha, y algo horrible está ocurriendo arriba. — Miró a los demás del grupo—. Todos lo notáis —añadió, sintiéndose como una Casandra de ocasión, pero incapaz de expresarse de otra manera—, arriba están ocurriendo cosas...
—¡Sí, y tanto! — exclamó la chica—. Por eso nos vamos.
Pero las palabras de Eve llegaron al fondo de Rick.
—Lo que debes hacer es venirle con nosotros —dijo—; aquí todo es muy raro.
—No quiere irse —dijo una voz desde arriba. Era Sam Sagansky, que bajaba la escalera—. Déjala de mi cuenta, Ricky, yo me encargo.
El gran alivio de Lobo, de que le quitasen aquella responsabilidad, se evidenció. Soltó el brazo de Eve.
—Mr. Sagansky se ocupará de ti.
—No... —insistió Eve.
Pero el grupo iba ya camino de la puerta, y parecían impelidos por la misma inquietud que había apresurado la partida del grupo de Turner. Eve vio a Rochelle salir de su languidez y aceptar las gracias que le ofrecían. Sam frustró cualquier intento de Eve de salir en pos de ellos, de modo que no le quedó otro remedio que ver si encontraba ayuda en el salón.
Pero las perspectivas no eran nada alentadoras. De los treinta invitados o así que aún quedaban, casi todos parecían incapaces de ayudarse a sí mismos, mucho menos iban a ayudarla a ella. El pianista tocaba una melodía soporífera, una adaptación de una canción de moda, para bailar en la oscuridad, y cuatro parejas danzaban a su compás, colgados unos de los otros y arrastrando los pies aunque sin moverse del sitio. Los demás ocupantes de la sala parecían drogados o borrachos o tocados por el torpor del Jaff, algunos sentados, otros echados sobre los muebles, apenas conscientes del lugar donde se encontraban. La anoréxica Belinda Kristol se hallaba entre ellos; su cuerpo consumido era lo que menos necesitaba Eve en aquel momento. En el sofá, a su lado, con la cabeza en su regazo, estaba el hijo del agente de Buddy, igual de alicaído.
Eve miró hacia la puerta. Sagansky la seguía. Oteó la sala, llena de desesperación, en busca de una salida a tan mala situación, y, finalmente optó, por el pianista. Fue hacia él por entre los bailarines, cada vez más dominada por el pánico.
—Deje de tocar —le dijo, cuando llegó a su lado.
—¿Quiere otra cosa? — preguntó él, volviéndose hacia ella.
Tenía la mirada ofuscada por el alcohol; pero por lo menos, no giraba los ojos.
—Sí, algo muy ruidoso, altísimo —pidió Eve—, y muy rápido, a ver si movemos un poco esta fiesta, ¿eh?
—Un poco tarde me parece —dijo él.
—¿Cómo te llamas?
—Doug Frankl.
—Muy bien, Doug, pues deja de tocar... —Volvió la cabeza para mirar a Sagansky, que se encontraba al otro lado de los bailarines, observándola—. Necesito que me ayudes, Doug.
—Y yo necesito una copa —dijo él, arrastrando las palabras—. ¿Puedes conseguirme una?
—En seguida. Primero, ¿ves a ese hombre que está en el otro extremo de la sala?
—Sí, lo conozco, todo el mundo lo conoce. Es un cerdo.
—Ha intentado violarme.
—¿Ha hecho eso? — exclamó Doug, frunciendo el ceño—. ¡Eso es repugnante!
—Y mi acompañante..., Mr. Grillo..., está en el piso alto de la casa...
—Repugnante —repitió Doug—. Tienes la edad suficiente para ser mi madre.
—Gracias, Doug.
—Repugnante de verdad.
Eve se inclinó hacia su absurdo caballero andante.
- ¡Necesito tu ayuda! — susurró—. Y ahora mismo.
—Tengo que seguir tocando —dijo Doug.
—Luego vuelves y sigues con el piano, en cuanto te encontremos una copa y demos con Mr. Grillo.
—Es que me hace mucha falta una copa.
—Sí, ya me doy cuenta. Y te la mereces. Con todo lo que has tocado. Te mereces esa copa.
—Sí. Desde luego.
Eve se inclinó más sobre Frankl y le agarró las muñecas con ambas manos para separarle los dedos del piano. Él no protestó por ello. Aunque la música dejó de sonar, las parejas siguieron bailando.
—Anda, Doug, levántate —susurró Eve.
Él se levantó con esfuerzo, y tiró el taburete al hacerlo.
—¿Y esas copas? — preguntó.
Estaba más borracho de lo que Eve había pensado. Se diría que acababa de tocar por control remoto, porque apenas podía dar un paso. Pero él era mejor que nada. Eve lo agarró del brazo, esperando que Sagansky viese su fuerza de apoyo en Doug, y no al revés.
—Por aquí, por aquí —murmuró en su oído.
Lo condujo hacia la puerta, evitando pasar por la pista de baile. De soslayo vio que Sagansky andaba en la misma dirección, y trató de apresurar el paso, pero el otro se situó entre ellos dos y la puerta.
—¿No tocas más, Doug? — preguntó Sagausk:
El pianista se esforzó por mirarle el rostro.
—¿Y quién cojones eres tú? — preguntó.
—Es Sam —apuntó Eve.
—Anda, Doug, vuelve a la música. Quiero bailar con Eve.
Sagansky alargó las manos para agarrar a Eve, pero Frankl tenía ideas propias.
—Ya sé lo que piensas —replicó a Sagansky—; y he oído las cosas que dices, y te voy a decir una cosa: todo lo que tú digas me lo paso por los cojones, ¿sabes? Si quiero chupar una jodida polla, pues la chupo, y si tú no me das trabajo pues muy bien, Fox, me lo dará, de modo que ya lo sabes, ¡Jódete!
Eve sintió un levísimo atisbo de esperanza. Ante sus ojos tenía lugar un psicodrama con el que ella no había contado. Sagansky era conocido como homófobo, y probablemente había ofendido a Doug en algo.
—Quiero hablar con la señora —insistió Sagansky.
—Pues te vas a quedar con las ganas —fue la respuesta de Doug, apartando de Eve la mano de Sagansky—. Tiene mejores cosas que hacer.
Pero Sagansky no estaba dispuesto a rendirse con tanta facilidad. Por segunda vez intentó agarrar a Eve, y Doug volvió a apartarle; entonces, cogió a Doug y, a su vez, lo apartó de ella.
Eve aprovechó la oportunidad para andar hacia la puerta. A su espalda oyó las voces de los dos hombres, cada vez más altas y airadas. Volvió la cabeza y vio que estaban asustando a los bailarines, girando el uno alrededor del otro, con los puños cerrados. Sagansky fue el primero en asestar el golpe, tirando a Frankl como un muñeco contra el piano. Los vasos que éste había ido dejando sobre el mueble se desparramaron, rompiéndose ruidosamente. Entonces, Sagansky dio un salto hacia Eve.
- Te llaman —dijo, asiéndola del brazo, y tirando de ella.
Eve dio un paso atrás, para evitarle, mas sus piernas cedieron; pero, antes de que cayera al suelo, se sintió levantada en vilo por dos brazos, y oyó la voz de Lobo:
—Debieras de venir con nosotros.
Trató de protestar, pero su boca se negaba a emitir sonidos que no fueran jadeos. La llevaron medio en volandas por la pista de baile, mientras ella trataba de explicar que no podía abandonar a Grillo, pero sin llegar a decir nada con claridad. Vio el rostro de Rochelle pasar ante ella, como si flotase, luego el aire se enfrió contra su rostro. Esa impresión sirvió sólo para desorientarla más todavía.
—Ayudadla..., ayudadla —oyó decir a Lobo, y antes que pudiera darse cuenta de dónde se encontraba, la echaron cuan larga era sobre el asiento de cuero de imitación. Y Lobo entró detrás de ella.
—Grillo... consiguió decir, al cerrarse la portezuela.
Su perseguidor se hallaba casi junto al coche, pero era demasiado tarde, porque éste arrancaba ya camino de la puerta del jardín.
—¡Ésta ha sido la fiesta más jodidamente siniestra a la que he asistido mi vida! — exclamó Lobo—. ¡Vámonos de aquí lo antes posible!
«Lo siento, Grillo —pensó Eve, cuando comenzaba a perder el conocimiento—. Que te vaya bien todo.»
En la puerta del jardín, Clark hizo seña a la limusina de Lobo de que saliera y se volvió para echar una ojeada a la casa.
—¿Cuántos quedan? — preguntó a Rab.
—Unos cuarenta —respondió Rab, mirando la lista—. No nos pasaremos aquí toda la noche.
Los coches que esperaban a los demás invitados y que no habían tenido sitio para estacionar en la colina, estaban abajo, en Grove, dando vueltas, en espera de la orden radiada de subir a recoger a sus pasajeros. Era algo a lo que sus conductores estaban muy acostumbrados, y su aburrimiento solía aliviarse con charlas y bromas de coche a coche. Pero aquella noche no había cotilleo sobre la vida sexual de los pasajeros, o bromas cachondas acerca de lo que los chóferes iban a hacer en cuanto llegasen a casa. La mayor parte del tiempo, las ondas de radio estaban silenciosas, como si los conductores no quisieran denunciar su situación. Y si el silencio se rompía era debido a que alguien quería hacer alguna observación indiferente sobre la ciudad.
—Esto es un poblacho de mierda —dijo uno de ellos—, parece un jodido cementerio.
Rab le hizo callar.
—Si no tienes nada mejor que decir, no hables —le advirtió.
—¿Qué te pasa, hombre? — respondió el otro—: ¿es que te ponen nervioso los fantasmas?
Una llamada de otro coche los interrumpió.
—Clark, ¿estás ahí?
—Sí, ¿quién llama?
- ¿Estás ahí?
El contacto era malo, y cada vez peor. La voz del otro coche se disgregaba en la estática.
—Aquí abajo se está levantando una jodida tormenta de polvo... —decía el otro conductor—. No sé si me oyes bien, pero es que ha salido de no sé dónde.
—Dile que se vaya de ahí —ordenó Rab—. ¡Clark! ¡Díselo!
—¡Te oigo! ¡Oye! ¿Conductor? ¡Sal de ahí! ¡Sal de ahí!
—¿Me oye alguien? — aulló el otro, pero su mensaje quedó casi ahogado bajo el aullido de un torbellino de viento.
—¡Conductor! ¡Que te salgas de ahí inmediatamente, cojones!
—¿Puede alguien...?
En lugar del resto de la pregunta, el ruido del coche al deshacerse, y la voz del conductor rota en el estrépito de la catástorfe.
- ¡Mierda! — dijo Clark—. ¿Sabe alguno de vosotros quién era ése? ¿O dónde estaba?
No recibió respuesta de los otros coches. Aun cuando supieran lo que les preguntaba, no hubo quien se aventurase a ofrecer ayuda. Rab se quedó mirando a los árboles que flanqueaban la carretera, cuesta abajo, hasta la ciudad.
—¡Se acabó! — exclamó—. Ya basta de tanta mierda. Me voy de aquí.
—Sólo quedamos nosotros —le recordó Clark.
—Si tienes sentido común, también tú te irás —le dijo Rab, tironeándose de su corbata para desanudarla—. No sé lo que está ocurriendo aquí, la verdad, pero deja, que los ricos se las arreglen como puedan.
—Estamos de servicio.
—¡Yo he terminado el mío! — dijo Rab—. ¡No me pagan bastante para aguantar esta mierda! ¡Toma! — Le tiró la radio a Clark; el aparato escupía ruido blanco.
—¿Lo oyes? — añadió Rab—: ¡Esto es el caos! ¡Y es lo que se nos viene encima!
En la ciudad, a los pies de la colina, Tommy-Ray aminoró la velocidad de su coche para echar un vistazo a la limusina destrozada. Los fantasmas se habían limitado a levantarla del suelo y a lanzarla por los aires. En ese momento tiraban del conductor, que seguía en su asiento. Si no había sido informado de que pronto iría a reforzar sus filas, los fantasmas no tardaron en ponerle en antecedentes, al reducir, con gran violencia, su uniforme a harapos, y haciendo lo mismo con su cuerpo, una vez desnudado.
Tommy-Ray había alejado de la colina a la nube de fantasmas con el fin de darse tiempo para pensar bien su plan de entrada en la casa. No quería que la humillación sufrida en el bar se repitiese: si los vigilantes lo zarandeaban, la catástrofe tenía que ser inmediata. Cuando su padre le viera en su nueva encarnación del Chico de la Muerte, tenía que ser como verdadero dueño de la situación. Pero esa esperanza desaparecía con excesiva rapidez pues, cuanto más tiempo tardase en volver, tanto más indóciles se volverían los fantasmas. Ya habían demolido la iglesia luterana del Príncipe de la Paz, demostrando, como si tal demostración hiciera falta, que la piedra era tan fácil de destruir como la carne. Una parte de él, la que odiaba a Palomo Grove hasta sus mismos cimientos, quería dejarles que destruyeran todo lo que allí había, que no dejaran en la ciudad piedra sobre piedra, pero sabía que, si cedía a esa tentación, perdería todo poder sobre ellos. Además, en algún lugar de Grove, había un ser humano al que Tommy-Ray quería preservar del mal: Jo-Beth. Una vez desencadenada la tormenta, los fantasmas no harían distinciones, y la vida de Jo-Beth correría tanto peligro como las de los demás.
Sabiendo que restaba muy poco tiempo para que la impaciencia de los fantasmas se desatase y acabaran destruyendo Grove de todas formas, Tommy-Ray condujo en dirección a casa de su madre. Si Jo-Beth se encontraba en la ciudad, estaría en casa; y en el caso de que ocurriera lo peor, se la llevaría consigo para devolvérsela al Jaff, el cual sabría mejor que nadie cómo dominar la tormenta.
La casa de su madre, como la mayor parte de las casas de la calle, mejor dicho, de todo Grove, estaba a oscuras. Tommy-Ray detuvo el coche y se apeó. La tormenta, no contenta ya con ir en pos de él, se le adelantó, zarandeándole.
—Apartaos —ordenó a los ansiosos rostros que revoloteaban a su alrededor—. Tendréis todo lo que queréis, absolutamente todo, pero tenéis que dejar en paz esta casa y a la gente que hay en ella, dejadles en paz, ¿entendido?
Ellos captaron la fuerza de sus sentimientos, y Tommy-Ray oyó sus risas, burlándose de tan ridículas sensibilidades. Pero él seguía siendo el Chico de la Muerte y le debían fidelidad, aunque fuese una fidelidad cada vez menor. La tormenta se apartó calle abajo; aunque se detuvo a poca distancia, esperando.
Tommy-Ray cerró de golpe la portezuela del coche y anduvo hacia la casa volviéndose para mirar a la calle y asegurarse de que ellos no iban a engañarle. Llamó a la puerta.
—¡Mamá! — gritó—. Soy yo, Tommy-Ray, mamá, tengo llave de la puerta, pero no entraré si no me das permiso. No quiero hacerte daño.
Oyó ruido al otro lado de la puerta.
—¿Eres tú, mamá? Por favor, contesta.
—¿Qué quieres?
—Que me dejes entrar, quiero verte. Por favor, déjame verte.
Oyó los cerrojos correrse, y la puerta se abrió. Su madre vestía de negro, con el cabello suelto.
—Estaba rezando —dijo.
—¿Por mi? — preguntó Tommy-Ray.
Ella no contestó.
—¿A que sí? ¿A que rezabas por mí?
—No has debido volver, Tommy-Ray.
—Ésta es mi casa —dijo él. Ver a su madre le hería más de lo que había creído posible. Después de las revelaciones del viaje a la Misión (el perro y la mujer), y con lo sucedido en la Misión y los horrores del viaje de vuelta, Tommy-Ray se creía al abrigo del sentimiento que le atenazaba en ese momento: una tristeza que lo ahogaba.
—Quiero entrar —pidió, sabiendo, mientras lo decía, que no había regreso posible.
El seno de la familia nunca le había parecido un sitio muy apetecible para reposar la cabeza. En cambio sí que le apetecía reposarla en el de Jo-Beth. Y sus pensamientos fueron ahora a ella.
—¿Dónde está? — preguntó.
—¿Quién?
—Jo-Beth.
—Aquí, no —respondió su madre.
—¿Dónde?
—No lo sé.
—No me mientas. ¡Jo-Beth! — comenzó a gritar—. ¡Jo-Beth!
—Aunque estuviera...
Pero Tommy-Ray no la dejó terminar. Pasó junto a ella, cruzando el umbral.
—¡Jo-Beth! ¡Jo-Beth! ¡Soy yo, Tommy-Ray! ¡Te necesito, Jo-Beth! ¡Te necesito, niña!
Ya daba igual si la llamaba niña o le decía que quería besarla, o lamerle el coño; eso carecía de importancia porque era amor, y el amor era la única defensa, suya o de cualquier otra persona, contra el polvo y el viento y todo lo que aullaba en su interior: necesitaba a Jo-Beth más que nunca. Hizo caso omiso de los gritos de su madre, y comenzó a buscar a su hermana por la casa, de habitación en habitación. Cada una de ellas tenía su propio aroma y cada aroma despertaba en él un cúmulo de recuerdos, de frases que había dicho, cosas que había hecho o sensaciones sentidas en este sitio o en aquél, y que ahora lo inundaban con sólo asomar la cabeza por el vano de las puertas.
Jo-Beth no se encontraba en la planta baja, de modo que Tommy-Ray subió la escalera, abriendo las puertas de golpe a lo largo del descansillo: primero la de Jo-Beth; luego, la de su madre; finalmente, la suya. Su habitación, tal y como la había dejado. La cama, sin hacer; el armario ropero, abierto; la toalla, en el suelo. Mirando desde la puerta se dio cuenta de que lo que veía eran las cosas de un chico que, a todos los efectos, estaba muerto. El Tommy-Ray que se había echado en aquella cama, en la que se había masturbado, sudado, dormido y soñado con Zuma y Topanga, no existía ya. La suciedad de la toalla y los cabellos que se veían en la almohada eran todo lo que quedaba de él. Y no dejaba buen recuerdo tras de sí.
Los ojos se le arrasaron en lágrimas. ¿Cómo era posible que sólo media semana antes aún estuviera vivo y dedicado a sus cosas, y ahora, en cambio, fuera tan distinto que ya no se hallaba en su casa ni podía volver nunca más? ¿Qué era lo que había deseado con tanto afán que acabó por arrancarle de sí mismo? Nada de lo que tenía, eso, desde luego. Era inútil ser el Chico de la Muerte: sólo miedo y huesos. Y el haber conocido a su padre: ¿de que le servía? El Jaff le había tratado bien al principio, pero eso era una treta para convertirle en su esclavo. Sólo Jo-Beth le quería. Jo-Beth lo había buscado, y tratado de curarle; se había esforzado por decirle lo que él no quería oír. Sólo Jo-Beth podría remediarlo todo de nuevo, volverlo todo a su ser, hacerle de nuevo coherente, salvarle.
- ¿Dónde está?
Su madre se hallaba al final de la escalera. Tenía las manos cruzadas y lo miraba. Más oraciones. Siempre rezando.
- ¿Dónde está, mamá? Tengo que verla.
—No es tuya —dijo su madre.
- ¡Katz! — gritó Tommy-Ray, bajando la escalera—. ¡Katz la tiene!
—Jesús dijo: Soy la resurrección, y la vida...
—Respóndeme, ¿dónde están? Si no lo haces, no respondo...
—... aquel que creyere en Mí...
- ¡Mamá!
—... aunque estuviera muerto...
Ella había dejado la puerta abierta y el polvo comenzaba a soplar el umbral. Al principio, en cantidades insignificantes, luego mayores. Tommy-Ray sabía lo que eso significaba, lo que anunciaba. El séquito de los fantasmas comenzaba a avivarse. Su madre miró a la puerta, y a la ventosa oscuridad que se cernía ante ella. Pareció darse cuenta de que algo fatal se avecinaba. Sus ojos, cuando se volvieron a mirar a su hijo, se llenaron de lágrimas.
—¿Por qué tenía que ser así? — preguntó en voz baja.
—No fui yo quien lo quiso.
—Con lo guapo que eras, hijo mío. A veces pensé que podría salvarte.
—Todavía soy guapo —dijo él.
Ella movió la cabeza. Sus lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Tommy-Ray volvió la vista a la puerta, que el viento cerraba y abría.
—¡Fuera! — ordenó.
—¿Qué hay ahí? — preguntó ella—. ¿Es tu padre?
—Será mejor que no lo sepas —dijo Tommy-Ray.
Él corrió escaleras abajo para tratar de cerrar la puerta, pero el viento se hacía más y más fuerte, y entraba violentamente en la casa. Las lámparas comenzaron a agitarse. Los objetos de adorno caían de las estanterías. Cuando Tommy-Ray llegó al pie de la escalera casi todas las ventanas de la casa se rompieron.
- ¡Fuera he dicho! — volvió a ordenar Tommy-Ray a gritos.
Pero los fantasmas habían esperado demasiado. La puerta saltó de sus goznes, arrojada contra la pared del vestíbulo, y rompiendo el espejo. Y los fantasmas entraron aullando tras ella. Su madre chilló al verlos, rostros tensos y hambrientos, manchas de ansia en plena tormenta. Cuencas vacías, estómagos abiertos. Al oír el grito de la mujer cristiana, volvieron su veneno contra ella. Tommy-Ray aulló un aviso a su madre; pero los polvorientos dedos desgarraron sus palabras, y las dejaron reducidas a pura incoherencia; después volaron contra la garganta de su madre. Tommy-Ray corrió hacia ella, pero la tormenta se apoderó de él, lo tiró con violencia contra la puerta. Los fantasmas seguían entrando. Tommy-Ray se vio arrojado hacia fuera del umbral, sus rostros raudos, contra la marea. Tras él oyó un nuevo chillido de su madre, mientras, con otra sacudida, todas las ventanas que quedaban intactas en la casa reventaron. Astillas de cristal lo cubrieron, y huyó de aquella lluvia, aunque no consiguió salir indemne de ella.
Fue poco el daño sufrido, sin embargo, en comparación con el que la casa y su ocupante estaban sufriendo. Cuando Tommy-Ray se vio, buscando seguridad en la acera y volvió la vista a la casa, la tormenta entraba y salía por cada ventana y cada puerta como un séquito de fantasmas, enloquecido. La casa misma no pudo resistir el asalto. Las paredes comenzaron a agrietarse; el sucio también se abría al entrar los asaltantes en el sótano y crear allí el caos. Tommy-Ray miró el coche, temiendo que lo hubieran destruido, llevados de su impaciencia. Pero seguía intacto. Corrió hacia él mientras la casa comenzaba a crujir; el tejado a levantarse, como si se rindiera a ellos; las paredes a combarse. Incluso si su madre hubiese estado viva y lo hubiese llamado, Tommy-Ray no la hubiera oído entre tamaño estrépito; ni tampoco verla en medio de tal confusión.
Se metió en el coche, gimiendo. Había palabras en sus labios que ni siquiera se daba cuenta de estar pronunciando hasta que el coche arrancó:
—... Soy la resurrección y la vida...
Por el retrovisor vio cómo la casa se rendía sin condiciones, cuando el remolino la desgajó en pedazos. Ladrillos, pizarra, vigas, escombros... Todo voló por los aires.
—...el que creyere en Mí..., ¡Dios mío, mamá, mamá...!, el que creyere en Mí...
Trozos de ladrillos dieron contra la ventanilla trasera del coche, rompiéndola, o contra el techo, con ruido de carraca. Tommy-Ray apretó el acelerador y siguió adelante, medio cegado por lágrimas de tristeza y terror. En una ocasión había intentado correr más que ellos, logrando un fracaso total. Aún esperaba conseguirlo, atravesando la ciudad a toda velocidad por el camino más serpenteante que conocía, mientras rogaba al cielo que eso los confundiera. Las calles no estaban por completo desiertas. Se cruzó con dos limusinas, las dos negras y largas, que pasaban como tiburones. De pronto, en el extremo de Oakwood, cruzando la calle, vacilante, vio a una persona conocida. Por pocas ganas que tuviera de detenerse, Tommy-Ray se dijo que necesitaba el consuelo de un rostro familiar, lo necesitaba como nunca aunque ese rostro fuese el de William Witt. Aminoró la velocidad.
—¿Witt?
El otro tardó algo en reconocerle. Cuando William supo al fin quién era, Tommy-Ray pensó que se echaría atrás. Su último encuentro, en la casa de Wild Cherry Glade, había terminado con Tommy-Ray luchando en la piscina con el temía de Martine Nesbitt, y Witt corriendo a toda velocidad para no volverse loco. Pero el intervalo había sido tan duro para William como para Tommy-Ray. Parecía un vagabundo, sin afeitar, la ropa en desorden, una expresión de total desesperación en su semblante.
—¿Dónde están? — fue lo primero que le preguntó.
—¿Quiénes? — quiso saber Tommy-Ray.
William se asomó a la ventanilla y acarició el rostro de Tommy-Ray. Tenía las palmas de las manos pegajosas. El aliento le oía a bourbon.
—¿Los tienes tú? — preguntó.
—¿A quiénes? — repitió Tommy-Ray.
—A mis... visitantes —respondió William—. A mis... sueños.
—No, lo siento —dijo Tommy-Ray—. ¿Quieres que te lleve a algún sitio?
—¿A dónde vas?
—No importa —respondió Tommy-Ray—. Fuera de aquí.
—Sí, llévame.
Witt se subió al coche. Al cerrar la portezuela, Tommy-Ray vio un espectáculo familiar en el retrovisor. La tormenta los seguía. Miró a William.
—Es inútil —murmuró.
—¿Qué es inútil? — preguntó Witt, apenas capaz de enfocar su mirada en Tommy-Ray.
—Me seguirán adondequiera que yo vaya. No hay manera de pararlos. Vendrán siempre, siempre.
William miró hacia atrás, a la pared de polvo que avanzaba calle abajo, hacia su coche.
—¿Es tu padre? — preguntó William—. ¿Está aquí, en algún sitio?
—No.
—Entonces, ¿qué es?
—Algo peor.
—Tu madre... —dijo Witt—. Hablé con ella. Dijo que tu padre es el demonio.
—Yo desearía que hubiese demonio —dijo Tommy-Ray—. Al demonio se le puede engañar.
La tormenta empezaba a adelantar al coche.
—Tengo que volver a la colina —dijo Tommy-Ray, hablando consigo mismo tanto como con William.
Hizo girar el volante y tomó la dirección Windbluff.
—¿Es allí donde están los sueños? — preguntó William.
—Allí es donde está todo —respondió Tommy-Ray, sin darse cuenta de la profunda verdad que acababa de decir.
XI
—Bien, la fiesta ha terminado —dijo el Jaff a Grillo—. Es hora do que bajemos.
Poco habían hablado los dos desde la partida de Eve, apresurada por el pánico. El Jaff so había limitado a retreparse en el asiento de donde se levantara para acabar con la rebelión de Lamar, esperando allí mientras llegaban voces del piso bajo y las limusinas se detenían ante la puerta, recibían a sus pasajeros y arrancaban de nuevo; por último, la música cesó. Grillo no había tratado de escapar. Para empezar, el cuerpo caído de Lamar obstaculizaba la puerta, y si hubiese tratado de apartarlo de en medio, los terata, por indistintos que ahora pareciesen, se le hubieran echado encima, sin el menor género de dudas. Además, y eso era lo más importante, Grillo se encontraba, por pura casualidad, junto al origen de todo, junto a la entidad responsable de los misterios que atormentaban Palomo Grove desde su llegada a la ciudad. Allí, retrepado en su asiento, delante de él, estaba el hombre que había sido el móvil de todos aquellos horrores, y que, por extensión, abarcaba todas las visiones que andaban sueltas por la ciudad. Si trataba de abandonarle sería abandonar el propio deber. Por divertida que hubiera sido su breve aventura como amante de Ellen Nguyen, su único papel en todo aquello era el de periodista de contacto entre el mundo conocido y el desconocido. Si volvía la espalda al Jaff, cometería el peor delito de todos: la renuncia a dar testimonio.
A pesar de todo, aquel hombre (loco; letal; monstruoso) no era un farsante, como tantos profesionales a los que Grillo había investigado. No tenía más que mirar en torno a sí en aquella estancia y observar a los seres que el Jaff había creado, o hecho crear, para darse cuenta de que se encontraba en compañía de una fuerza con capacidad para cambiar el Mundo. Y él no se atrevía a volver la espalda a una fuerza como aquélla. La seguiría dondequiera que fuese, con la esperanza de comprender mejor su manera de actuar.
El Jaff se levantó.
—No hagas el menor intento de intervenir —advirtió a Grillo
—Pierde cuidado —respondió éste—. Pero déjame que te acompañe.
El Jaff lo miró por primera vez desde la fuga de Eve, pero había demasiada oscuridad para que Grillo pudiera ver sus ojos, fijos en él. Así y todo, los sintió, agudos como agujas, escrutándole.
—Aparta el cadáver de ahí —ordenó el Jaff.
—Sí, en seguida —respondió Grillo, y se dirigió a la puerta. No necesitaba pruebas de la fuerza del Jaff, pero cuando levantó el cuerpo de Lamar las tuvo palpables entre sus manos. El cadáver estaba húmedo y caliente. Y sus manos, cuando volvió a dejarlo en tierra, estaban empapadas de la sangre del comendiante. La sensación y el olor produjeron náuseas a Grillo.
—Y no olvides... —Comenzó el Jaff.
—Lo sé —lo interrumpió—. No tengo que intervenir.
—Muy bien. Abre la puerta.
Grillo obedeció. No se había dado cuenta de la fetidez de aquel cuarto hasta que una oleada de aire fresco y limpio lo invadió.
—Ve delante —ordenó el Jaff.
Grillo salió al descansillo. La casa permanecía en completo silencio, mas no desierta. En el fondo del primer tramo de escaleras, Grillo vio un pequeño grupo de invitados de Rochelle, esperando. Los ojos de todos estaban fijos en la puerta. Ninguno de ellos hacía ruido o se movía. Grillo reconoció muchos de los rostros; ya estaban allí cuando él y Eve subieron al piso alto. Comenzó a descender la escalera hacia ellos, y se le ocurrió pensar que el Jaff lo había enviado delante para que aquellos fieles suyos lo destrozaran. Pero pasó entre ellos, que lo miraban con fijeza, y salió sin que nada le ocurriera, excepto que todos dejaron de mirarle en cuanto pasó. Esperaban al hombre del organillo, no al mono.
De la habitación de arriba le llegó ruido producido por los terata al salir. Cuando alcanzó el pie de la escalera, Grillo se volvió y miró hacia arriba el camino recorrido. Los primeros de aquellos seres salían en ese momento por la puerta. Grillo sabía que habían sufrido un cambio, pero el grado de éste lo sorprendió. Su inquieta fealdad había sido purgada, y ahora parecían más simples, casi todas sus facciones ocultas por la misma oscuridad que exhalaban.
El Jaff salió detrás de los primeros. Los sucesos acaecidos después de su enfrentamiento final con Fletcher le habían avejentado. Parecía gastado, casi esquelético. Comenzó a bajar, pasando por los charcos de color que entraban de las luces de fuera, y cuya viveza inundaba sus pálidas facciones. «Esta noche, el título de la película es La Máscara de la Muerte Roja —se dijo Grillo—; y el nombre del protagonista, sin duda, El Jaff.»
El elenco de actores: los terata, le seguía, apretujándose para salir al mismo tiempo por la puerta y bajando las escaleras con torpona pesadez en pos de su hacedor.
Grillo miró a la silenciosa asamblea. Todos seguían con los adoradores ojos fijos en el Jaff, el cual emprendió la bajada del segundo tramo de escalera. Al fondo, otra asamblea lo esperaba. Rochelle se encontraba entre sus componentes. El espectáculo de su extraordinaria belleza recordó a Grillo su primer encuentro con ella, bajando las escalelas exactamente igual que el Jaff las bajaba en ese momento. Su aparición había sido entonces una revelación para él, pareciéndole el paradigma de la belleza inviolada. Pero ya estaba mejor informado. En primer lugar, por Ellen, con su relato de la anterior profesión de Rochelle y su actual adicción a las drogas; y, luego, con la evidencia de sus propios ojos, al ver a aquella mujer tan perdida en la depravación del Jaff como cualquiera otra de sus víctimas. La belleza no suponía defensa. Lo más probable era que para ello no hubiera defensa de ninguna clase. Rochelle llegó al pie de la escalera y esperó a que el Jaff terminase de bajarlas, con sus legiones pisándole los talones. En el poco tiempo transcurrido desde su aparición en el descansillo, un cambio sutil, pero desconcertante, se había producido en él. Su rostro, que antes traicionaba temblores de miedo, estaba ahora tan inexpresivo como los de su congregación, y sus músculos parecían tan inertes que su bajada se diría una caída apenas controlada. Todas las fuerzas de su poder se habían concentrado en su mano izquierda, la mano que, en la Alameda, había exhalado las gotas de poder que casi destruyeron a Fletcher. También ahora las exhalaba: cuentas de reluciente corrupción goteaban como sudor la mano caída a lo largo del costado, y Grillo se dijo que aquellas cuentas no podían ser poder, sino tan sólo una emanación de éste, un producto secundario; pues el Jaff no hacía esfuerzo alguno para impedir que se perdieran por los escalones en pequeñas flores oscuras.
La mano se estaba cargando, absorbiendo poder de todas las demás partes de su dueño (quizá, ¿quién sabía?, de la asamblea misma); acumulando fuerza como preparación para las tareas que le esperaban. Grillo trató de estudiar el rostro de! Jaff en busca de algún indicio de lo que pudiera estar pensando, pero sus ojos seguían atraídos, más y más, por aquella mano, como si todas las líneas de fuerza condujeran hacia ella, como si los demás elementos de aquella escena fueran algo secundario.
El Jaff cruzó la sala. Grillo fue tras él. La legión de sombras permaneció en las escaleras.
La sala seguía ocupada, más que nada por invitados caídos por los sillones. Algunos eran como discípulos, los ojos fijos en el Jaff. Otros estaban sin conocimiento, echados de cualquier manera, acabados por los excesos de la fiesta. Sam Sagansky yacía en el suelo, camisa y rostro ensangrentados. Un poco apartado de él, con la mano asida aún a la chaqueta de Sagansky, había otro hombre. Grillo no tenía idea de la causa de aquella pelea entre ellos dos, pero era evidente que había terminado de manera muy contundente.
—Enciende las luces —ordenó el Jaff a Grillo.
Su voz fue tan inexpresiva como su rostro.
—Enciéndelas todas. Ya no hay misterios. Quiero ver con claridad.
Grillo localizó los interruptores en la oscuridad y encendió todas las luces. Toda la teatralidad de la escena cesó al instante. La luz provocó gruñidos de queja en algunos de los durmientes, que se cubrieron el rostro con las manos para evitarla. El hombre cogido a la chaqueta de Sagansky abrió los ojos y gimió, pero sin moverse, husmeando el peligro. La mirada de Grillo volvió a fijarse en la mano del Jaff. Las cuentas de poder ya no goteaban de ella. Había madurado. Estaba lista.
—No hay razón para demorar...
Grillo oyó al Jaff, y le vio levantar el brazo izquierdo a la altura de los ojos, con la palma de la mano abierta. Luego anduvo hacia la pared del otro extremo de la sala y apoyó la palma contra ella.
Entonces, con la mano aún apretada contra la sólida realidad, el Jaff comenzó a cerrar el puño.
En la puerta del jardín, Clark vio encenderse las luces de la casa y respiró, aliviado. Esto sólo podía significar decir una cosa: que la fiesta había terminado. Llamó por la radio a los conductores que daban vueltas por la ciudad (aquellos que no habían cogido miedo, y se habían ido), ordenándoles que regresaran a la colina cuanto antes. Sus pasajeros no tardarían en salir.
De repente, Tesla sintió un escalofrío al salir de la carretera, a la altura de Palomo Grove, con seis kilómetros por recorrer todavía para llegar a las afueras de la ciudad. La clase de escalofríos que, según su madre, significaban que alguien estaba pisando la tumba del que los sentía. Pero, en aquel momento, Tesla sabía que no se trataba de eso, sino de algo mucho peor.
«Me estoy perdiendo lo bueno —se dijo—. Ha empezado sin mí.» Sentía que algo, y grande, cambiaba a su alrededor, como si la gente que había dicho que la Tierra era plana tuviera razón después de todo, y el Mundo se hubiera ladeado de pronto unos pocos grados y todo estuviera resbalando hacia aquel extremo. Tesla no se halagaba a sí misma hasta el punto de creerse la única persona lo bastante sensible como para notar una cosa así. Quizá tenía una perspectiva que le permitía reconocer tal sensación, pero no dudaba de que, en ese preciso instante, estaba ocurriendo allí, en aquella comarca, y tal vez en el Mundo entero, algo que hacía que las personas sintiesen un sudor frío, que pensaran en sus seres queridos y temieran por ellos. Los niños lloraban sin saber el motivo, y los viejos creían llegada su última hora.
Tesla oyó el ruido de un choque en la carretera que acababa de dejar, seguido por otro, y otro más, como de coches —a cuyos conductores distrajo un momento de terror— que se amontonaran. Los cláxones comenzaron a resonar en plena noche.
«El Mundo es redondo —se dijo Tesla—, como la rueda de este volante que tengo asido con las dos manos. No puedo caerme del Mundo, no puedo caerme del Mundo, no puedo caerme del Mundo.» Aferrada a esta idea y al volante con idéntica desesperación, se lanzó en dirección a la ciudad.
Al observar los coches que volvían, Clark vio luces que ascendían por la colina. Su avance era demasiado lento para que fuesen faros de coche. Clark, curioso, abandonó su puesto de vigilancia y se aproximó unos pasos a la pendiente. Había andado unos veinte metros cuando, en la curva de la carretera, vio la causa de aquellas luces. Era humana. Una muchedumbre de cincuenta personas o más subía hacia la cima, cuerpos y rostros borrosos, pero brillantes en la oscuridad como caretas de Halloween. A la cabeza del grupo iba una pareja de jóvenes bastante normal al parecer; pero, teniendo en cuenta la índole de la pandilla que los seguía, Clark lo puso en duda. Retrocedió y dio media vuelta, dispuesto a poner el mayor espacio posible entre él y aquella gente.
Rab tenía razón. Hubiera sido mejor marcharse de allí mucho antes, dejando aquella condenada ciudad que se las arreglase como pudiera. Él había sido contratado para echar con cajas destempladas a los gorrones que quisieran entrar en la fiesta, no para que frenara ventoleras y antorchas ambulantes. Bueno estaba lo bueno.
Lanzó su radio al suelo y ascendió hacia el lado opuesto a la casa. Allí, la maleza era tupida, y el terreno pendía, abrupto, pero Clark se escabulló en la oscuridad sin cuidarse de si llegaba al otro lado de la colina en andrajos. Lo único que deseaba era verse lo más lejos posible de la casa cuando aquella pandilla llegara al portal.
En aquellos últimos días Grillo había visto cosas que le habían dejado sin aliento, pero, más o menos, se apañó para encajarlas en su visión del mundo. Sin embargo, lo que se apiñaba en ese momento ante sus ojos era tan ajeno a su capacidad de comprensión que sólo pudo decir no a todo aquello.
Y no una, sino una docena de veces.
—No... no... —y así sucesivamente—. No.
Pero negar la evidencia no le servía de nada. Aquel espectáculo rehusaba saludar e irse. Al contrario, permanecía allí. Y exigía continuar estándolo.
Los dedos del Jaff habían penetrado en la pared de la sala y la tenían asida. Dio un paso atrás, y luego otro, tirando hacia sí de la sustancia sólida, como si en vez de mampostería fuese frágil hojaldre. Los cuadros carnavalescos y feriales que colgaban de la pared comenzaron a moverse; las intersecciones entre pared, techo y suelo se aflojaron hacia el puño del Artista, perdiendo su rigor, su lógica.
Era como si toda aquella sala no fuese otra cosa que la pantalla de un cine y el Jaff hubiera cogido la lona y se hubiese puesto a tirar de ella. La imagen proyectada, que momentos antes parecía tan viva, se revelaba ahora simple apariencia.
Es una película, pensó Grillo. Todo el jodido Mundo es una película.
Y el Arte, la evidencia de esa farsa. Como apartar la sábana, el sudario, la pantalla.
Y Grillo no era el único que se desconcertaba ante esa revelación. Varios de los dolientes de Buddy Vance despertados violentamente de su estupor, abrieron los ojos y se rieron ante un espectáculo que ni drogados habían llegado a ver jamás.
Hasta al mismo Jaff pareció sorprenderle lo fácil que resultaba la tarea. Su cuerpo, recorrido por un escalofrío, nunca se había visto tan frágil, tan vulnerable, tan humano como en ese momento. Por muchas pruebas que le hubiese costado prepararlo para ese paso, no habían sido bastantes. Nada podría ser bastante. El arte era un reto a la condición misma de la carne. Todas las certidumbres más profundas del ser se rendían ante él. De algún lugar de detrás de la pantalla llegó a los oídos de Grillo un ruido más y más alto que le llenó el cráneo como el latir de su propio corazón. Convocaba a los terata. Grillo miró en torno a sí y les vio entrar por la puerta, dispuestos a prestar ayuda a su amo en todo cuanto fuese inminente. No estaban interesados en Grillo, y éste sabía que podía marcharse de allí en cualquier momento sin temor a que se lo impidieran. Pero Grillo no tenía fuerzas para abandonar aquel lugar, por mucho que el vientre le doliera. Estaba a punto de ver todo lo que tenía lugar en la pantalla del Mundo, y sus ojos no querían perderse el espectáculo. Si escapaba, ¿qué podría hacer?, ¿correr a la puerta del jardín y observarlo desde una prudente distancia? Pero la cuestión era que allí no había distancias prudentes, por lo menos sabiendo lo que él sabía. Se pasaría el resto de su vida tocando el mundo real y diciéndose que, con sólo que tuviese el Arte en las puntas de los dedos, se fundiría.
No todos eran tan fatalistas. Muchos de los que aún se hallaban lo bastante conscientes para intentarlo, corrieron a la puerta, pero la enfermedad de maleabilidad que había infectado las paredes se extendía también a la mitad del suelo, que ahora estaba reblandecido, y trababa los pasos de los que querían huir, mientras el Jaff tiraba, ahora con ambas manos, de la materia de la sala.
Grillo buscó algún lugar sólido en aquel ambiente cambiante, pero lo único que encontró fue una silla, tan expuesta a los nuevos caprichos de la física como cualquier otro de los objetos en la sala. Se le escapó de la mano, y Grillo cayó al suelo de rodillas; el golpe hizo que sangrara de nuevo por la nariz. La dejó correr.
Cuando alzó la mirada, Grillo vio que el Jaff había tirado tanto del otro extremo de la sala que la había cambiado hasta el punto de hacerla irreconocible. El esplendor de las luces del patio estaba tamizado, casi desaparecía, sumido en un tirón anónimo y tan tenso que no tardaría en romperse. El ruido que llegaba del otro lado no había aumentado, pero se volvió, en cosa de segundos, casi inevitable, como si siempre hubiera estado allí, justo más allá del alcance de los oídos.
El Jaff asió con su mano otro puñado de materia de la sala y tiró de la pantalla de tal manera que la llevó al tope de su resistencia. No se rasgó en un solo sitio, sino en varios. La sala volvió a ladearse, y Grillo se asió al suelo que se levantaba mientras los cuerpos pasaban rodando por su lado. En aquel caos entrevió al Jaff, que, en ese momento final, parecía estar arrepentido de todo cuanto había hecho, forcejeando con la materia prima de la realidad que había cogido como si tratara de arrojarla lejos de sí. O sus puños no le obedecían y se negaban a soltarla, o esa materia tenía ya su propio impulso y se abría por sí sola, sin su ayuda, porque Grillo observó una mueca de abyecto terror en el rostro del Jaff, y le oyó gritar una orden a sus legiones. Todos corrieron hacia él, sus anatomías encontraban asidero en aquel caos cambiante que se movía. Grillo se vio forzado a arrojarse al suelo, porque pasaban por encima de él. Apenas comenzado su avance, sin embargo, algo ocurrió que les indujo a detenerse. Grillo se asió como pudo a derecha e izquierda, sin que le inspirase miedo nada ya, en vista de tantas cosas peores como tenía ante los ojos, y se levantó de nuevo para ir hacia la puerta. Ese extremo de la sala seguía más o menos intacto aún. Sólo un pequeño temblor de la arquitectura daba una idea de lo que ocurría a sus espaldas. Grillo veía todo el vestíbulo, y, más allá de éste, hasta la puerta de la calle, que permanecía abierta. Y en el umbral estaba el hijo de Fletcher.
Howie entendía que había llamadas más perentorias que las de creadores y maestros. Había también la llamada de una cosa por su opuesta, por su enemigo natural. Esta última era la que impulsaba a los terata a volverse hacia la puerta, dejando todo aquel caos en manos del Jaff.
—¡Vienen! — gritó al ejército de Fletcher, apartándose para dejar pasar a todos los terata que se acercaban a la puerta.
Y Jo-Beth, que había entrado detrás de él, se inmovilizó en el umbral. Howie la agarró de un brazo y la apartó de allí.
—Es demasiado tarde —dijo ella— ¿Te das cuenta de lo que está haciendo? ¡Dios mío! ¿No lo ves?
Con la causa perdida o no, lo cierto era que las criaturas de los sueños iban dispuestas a enfrentarse con los terata, lanzándose al asalto en cuanto la inundación que formaban salió de la casa. Subiendo por la colina, Howie había pensado que la lucha que le esperaba sería, en cierto modo, refinada; una batalla de voluntades, o de ingenio. Pero la violencia que se encendía en torno a él en aquel momento era puramente física. Lo único que tenían para lanzar a la batalla eran sus propios cuerpos, y se habían lanzado a la tarea con una ferocidad que a Howie le parecía imposible en aquellas almas melancólicas encontradas en el bosque, y tanto más en los personajes educados que había visto en casa de los Knapp. Allí no había diferencia alguna entre héroes y niños. Apenas resultaba posible reconocerles ahora, pues los últimos rasgos de los personajes de sueños que habían encarnado se desvanecían ante un enemigo tan anónimo como ellos. En la batalla, entre esencias, se dirimía el afán de luz de Fletcher contra la obsesión del Jaff por la oscuridad. Debajo de ambas pasiones había una misma intención unificadora: la destrucción del otro.
Howie creía haber hecho lo que le habían pedido; guiarles colina arriba, animando a los rezagados que se olvidaban de su deber y comenzaban a disolverse. En el caso de algunos de ellos, quizá conjurados de manera menos coherente, no pudo impedir que sus cuerpos se desvanecieran en el aire antes de que pudiera llevarles a una distancia desde la que husmear al enemigo. Para el resto, la aparición de los terata había sido estímulo suficiente. Y lucharon hasta quedar hechos pedazos.
Ya había cuantiosas bajas en ambos bandos. Fragmentos de lustrosa oscuridad arrancados de los cuerpos de los terata; trozos de luz desgajados del ejército de los sueños. No se percibían signos de dolor entre aquellos guerreros, ni se veía sangre en sus heridas. Soportaban ataque tras ataque. Luchaban a pesar de daños que cualquier ser vivo no hubiera sido capaz de resistir. Sólo cuando más de la mitad de su sustancia se desgajaba de sus cuerpos, se disgregaban y dispersaban; pero, aun entonces, el aire en el que se disolvían no quedaba vacío, sino que zumbaba y se agitaba como si la guerra continuase a un nivel subatómico; partículas positivas y negativas seguían la lucha hasta quedar en tablas, o hasta la extinción de ambas.
Esto último era lo más probable, a juzgar por la actitud de las fuerzas que luchaban delante de la casa de Buddy Vance. Los dos contingentes estaban igualados, de modo que se limitaban a extirparse mutuamente, respondiendo al daño con el daño, mientras su número disminuía.
La batalla se había extendido hasta la puerta del jardín cuando Tesla llegó a la cima de la colina, y salía a la carretera. Formas que pudieron haber sido reconocibles en otro tiempo, pero que se habían convertido en puras abstracciones, manchones de oscuridad, manchones de luz, se desgarraban mutuamente. Tesla detuvo el coche y se dirigió hacia la casa. Dos de los combatientes salieron de entre los árboles que flanqueaban la calzada y cayeron al suelo a pocos metros de distancia de ella, sus miembros entrelazados —se diría que «entrehincados»— en mortal combate. Tesla los miró, aterrada. ¿Era esto lo que liberaba el Arte? ¿Era así como escapaban de la Esencia?
- ¡Tesla!
Tesla miró. Howie estaba delante de ella. Su explicación fue rápida e implacable.
—Ha empezado —dijo—. El Jaff está utilizando el Arte.
—¿Dónde?
—En la casa.
—¿Y éstos?
—La última defensa —replicó Howie—. Llegamos demasiado tarde.
«¿Y ahora, qué, muchachito? — pensó ella—. No tienes forma de detener esto. El mundo se ladea, y todo resbala hasta caer.»
—Lo que debiéramos de hacer es escapar de aquí —dijo a Howie.
—¿Eso crees?
—¿Qué otra cosa podemos hacer?
Tesla miró hacia la casa. Grillo le había dicho que era una fantasía arquitectónica, pero no había esperado ver algo tan fantástico. Todos los ángulos sutilmente suavizados, ninguna línea tan recta que no estuviese ladeada unos pocos grados. De pronto comprendió. No era aquello una broma arquitectónica posmodernista; se trataba de algo en el interior de la casa, una fuerza que tiraba de ella, que la deformaba.
—¡Dios mío! — exclamó—. Y Grillo está ahí dentro.
Al mismo tiempo que hablaba, la fachada se combó un poco más. En comparación con tales prodigios, los restos de la batalla eran cosa de poca monta. Dos tribus que se despedazaban como perros rabiosos, nada más. Cosa de hombres. Tesla rodeó la batalla; hizo caso omiso de ella.
—¿A dónde vas? — preguntó Howie.
—Adentro.
—Es un suicidio.
—¿Y qué es esto otro de aquí fuera? En el interior tengo un amigo.
—Te acompaño —dijo él.
—¿Está Jo-Beth ahí?
—Estaba.
—Pues encuéntrala. Yo buscaré a Grillo, y los dos escaparemos de aquí.
Sin esperar respuesta, Tesla se precipitó hacia la puerta.
La tercera fuerza que andaba suelta aquella noche en Grove se hallaba a mitad de camino colina arriba cuando Witt cayó en la cuenta de que, por profundo que fuese su pesar ante la pérdida de sus sueños, él no quería morir aún. Comenzó a forcejear con la manija de la portezuela, dispuesto a tirarse del coche, pero la tormenta de polvo que iba tras el vehículo le disuadió de hacerlo. Miró a Tommy-Ray, que conducía a su lado. El rostro del muchacho nunca había irradiado inteligencia, pero lo vio tan lacio que quedó sorprendido. Parecía casi de retrasado mental. Le caía salivilla del labio inferior, y tenía las facciones brillantes por el sudor. Así y todo, Tommy-Ray consiguió decir un nombre mientras conducía.
—Jo-Beth —murmuró.
Jo-Beth no oyó esa llamada, pero sí otra en su lugar. De dentro de la casa un grito llegó a sus oídos; un grito exhalado de una mente a otra por el hombre que la había hecho a ella. La llamada, pensó, no iba dirigida a ella, porque el Jaff no conocía su presencia allí, empero, a pesar de eso, la captó: una expresión de terror que Jo-Beth no podía desoír. Atravesó el aire empapado de materia y llegó a la puerta principa], cuyo cerco se combaba.
La escena era peor dentro. Todo el interior había perdido su solidez y estaba siendo atraído inexorablemente hacia algún punto central. No le costó demasiado dar con ese punto, pues el mundo entero, se reblandecía y convergía hacia él.
El Jaff, por supuesto, se hallaba en el centro. Delante de él, un boquete en la sustancia de la realidad misma, que enviaba sendas llamadas a los vivos y a los no vivos. Jo-Beth no veía lo que había al otro lado del boquete, pero podía adivinarlo. La Esencia; el mar de los sueños; y, en él, una isla de la que Howie y su padre le habían hablado donde el tiempo y el espacio eran leyes ridículas, y los espíritus paseaban.
Pero si ése era el caso, y el Jaff había conseguido su ambición, de usar el Arte para acceder al milagro, ¿por qué estaba tan asustado? ¿Por qué trataba de retirarse de la vista misma del milagro, desgarrándose las manos con los dientes para forzarlas a desprenderse de la materia que sus propios dedos habían penetrado?
Jo-Beth oía que su razón le decía: «Vuelve, vuelve mientras te sea posible.» La atracción de lo que acechaba al otro lado del boquete se había apoderado de ella. Podría resistir un poco de tiempo, pero la ventana se hacía más y más pequeña. Lo que no podía resistir, sin embargo, era el ansia que la indujo a entrar en la casa. Quería ver el dolor de su padre. No se trataba de un deseo dulce, propio de una hija, pero tampoco el Jaff era el más dulce de los padres. Al contrario, la había hecho sufrir, y también a Howie. Había corrompido a Tommy-Ray hasta hacerle casi irreconocible. Había destruido el corazón y la vida de su madre. Jo-Beth quería verle sufrir, y no conseguía apartar los ojos de esa escena. La automutilación del Jaff era cada vez más enloquecida; escupía pedazos de sus propios dedos, echando la cabeza atrás y adelante, negándose a sí mismo lo que veía más allá del boquete que el Arte había hecho.
Jo-Beth oyó una voz a su espalda que pronunciaba su nombre, y miró a su alrededor hasta que vio a una mujer a la que no conocía de nada, pero que Howie le había descrito, que le hacía señas de acercarse a la seguridad brindada por el umbral. Jo-Beth hizo caso omiso de esa llamada; ella quería ver cómo el Jaff se autodestruía por completo, o verle arrastrado por su propia maldad. Hasta ese momento no se había dado cuenta de cuánto lo odiaba, de lo limpia que se sentiría en el instante que él desapareciera del Mundo.
La voz de Tesla había encontrado oídos además de los de Jo-Beth. Asido al suelo, a un par de metros del Jaff, sobre la decreciente isla de solidez que aún rodeaba al Artista, Grillo oyó la llamada de Tesla y se volvió —contra la llamada de la Esencia— para mirarla. Se sentía el rostro rezumando sangre, pues el boquete atraía hacia sí todos los líquidos de su cuerpo. La cabeza le retumbaba, como si estuviera a punto de reventar. El boquete le sorbía las lágrimas, le arrancaba las pestañas. De la nariz le manaban dos chorros de sangre, que corrían, rostro abajo, hacia el boquete.
Ya había visto casi toda la sala desaparecer en la Esencia. Rochelle había sido de los primeros en caer en el boquete, dejando a su espalda todo lo que su cuerpo drogado poseía en el Mundo. Sagansky y su noqueado enemigo también habían desaparecido. Y el resto de los invitados a continuación, a pesar de los esfuerzos realizados por correr a la puerta. Los cuadros, arrancados de las paredes; y, luego, el yeso, dejando al descubierto las tablas que cubría; y, en ese momento, las tablas mismas se curvaban, obedeciendo a la llamada. Grillo hubiera ido por el mismo camino si no hubiese sido porque la sombra del Jaff le ofrecía una débil solidez en pleno mar caótico.
No, mar no. Mar era lo que Grillo había entrevisto al otro lado del boquete, dejando avergonzada cualquier otra imagen de esa palabra.
La Esencia era el mar; el primero, el que no tenía fondo. Grillo había renunciado a toda esperanza de escapar a sus llamadas. Se había acercado demasiado a su orilla para poder apartarse de él. La resaca se había llevado ya consigo toda la sala, y pronto se le llevaría también a él.
Pero, cuando vio a Tesla, Grillo osó, de repente, concebir la esperanza de sobrevivir a esa catástrofe. Y si quería aprovechar esa débil oportunidad tendría que apresurarse. La poca protección que el Jaff le brindaba decrecía por momentos; y, al ver que Tesla le tendía la mano, Grillo alargó a su vez la suya. La distancia era demasiado grande, y Tesla no podía arriesgarse a penetrar más en la sala sin perder su asidero a la relativa solidez de la puerta.
Abandonó su intento, y retrocedió unos pasos, alejándose del umbral.
«No me desertes ahora —pensó Grillo—. No me des esperanza para abandonarme después.»
No la conocía si pensaba así. Tesla no había hecho más que retroceder para liberar su cinturón de las trabillas de los pantalones, y en seguida regresó al umbral, dejando que la atracción de la Esencia estirase del cinturón y lo pusiera al alcance de Grillo.
Y él lo cogió.
Afuera, en el campo de batalla, Howie encontró los restos de la luz que Benny Patterson había sido. Casi no quedaba huella del muchacho, pero sí la suficiente para que Howie lo reconociese. Se arrodilló junto a él, pensando que era una estupidez lamentar la desaparición de algo tan transitorio y tan desprovisto de objeto como aquel sueño, Benny Patterson.
Puso la mano sobre el rostro del muchacho, pero ya se estaba disolviendo, y se disgregó en el aire como brillante polen bajo los dedos de Howie. Angustiado, levantó la vista y vio a Tommy-Ray a la entrada del jardín de «Coney Eye», camino ya de la casa. Detrás de él, quieto junto a la puerta, había un hombre a quien Howie no conocía. Y detrás de los dos se levantaba un muro de polvo gimiente, que seguía a Tommy-Ray en forma de nube.
Sus pensamientos fueron de Benny Patterson a Jo-Beth. ¿Dónde estaría? En la confusión de aquellos últimos minutos se había olvidado de ella. Ni por un instante dudó de que Jo-Beth era el objetivo de Tommy-Ray.
Howie se levantó y fue a cortar el paso a su enemigo, al que vio muy cambiado. Ya no era el esplendoroso y atezado héroe que había conocido en la Alameda, ni mucho menos. Ahora aparecía salpicado de sangre, los ojos hundidos en las cuencas.
- ¡Padre! — gritó Tommy-Ray, echando la cabeza hacia atrás.
El polvo que pisaba los talones a Tommy-Ray saltó sobre Howie en cuanto estuvo lo bastante cerca de éste para tocarlo. Y lo que bullía en él: rostros hinchados por el odio, bocas como túneles, le echaron a un lado a empujones, sin mostrar el menor interés por su insignificante vida, siguiendo su camino en pos de objetivos más urgentes. Howie cayó por tierra, cubriéndose la cabeza con los brazos hasta que todos hubieron pasado sobre él. Lo que palpitaba en el polvo, fuera lo que fuese, tenía pies. Cuando quedó libre de ellos, Howie se levantó. Tommy-Ray y la nube que le seguía ya habían desaparecido en el interior de la casa.
El oyó la voz de Tommy-Ray por encima del estruendo del Arte.
- ¡Jo-Beth! — rugió.
Howie comprendió que Jo-Beth estaba en el interior de la casa, pero lo que no comprendía era por qué había entrado. De todas formas lo urgente era llegar a ella: antes de Tommy-Ray, o el hijo de puta se la llevaría.
Mientras corría hacia la puerta principal, observó que el extremo de la tormenta de polvo desaparecía, engullido por una fuerza del interior de la casa.
Esa fuerza se hizo visible en cuanto Howie cruzó el umbral. Vio entonces las últimas y caóticas huellas de la nube absorbidas por un remolino que quería tragarse la casa entera. Delante de él, con las manos apenas reconocibles, se erguía el Jaff. Howie entrevió sólo la escena, porque Tesla lo llamó en seguida.
—¡Ayúdame, Howie! ¡Howie! ¡Por Dios bendito, ayúdame!
Con una mano estaba agarrada a la parte interior de la puerta, cuya geometría se había desvencijado, y con la otra se asía a alguien que estaba a punto de ser engullido por el torbellino. Howie llegó a ella en tres zancadas, una granizada de basura pasó rozándole del escalón que acababa de pisar, y cogió la mano de Tesla; al hacerlo, reconoció la figura que estaba de pie, a un metro de distancia de ella, más cerca aún del boquete que el Jaff había abierto: ¡Jo-Beth!
El reconocimiento fue como un grito. Jo-Beth se volvió hacia él, medio cegada por la avalancha de escombros. Cuando sus ojos se encontraron, Howie vio a Tommy-Ray acercarse a ella. La máquina había sufrido una gran tunda, pero todavía tenía poder. Howie tiró de Tesla, y con ella, del hombre al que estaba tratando de salvar del caos ávido, y se los llevó al vestíbulo. Ésta fue la oportunidad que Tommy-Ray necesitaba para apoderarse de Jo-Beth, lanzándose sobre ella con la fuerza suficiente para levantarla en vilo.
Howie vio el terror en los ojos de Jo-Beth cuando perdió el equilibrio, y los brazos de Tommy-Ray cerrarse en torno a ella en ceñidísimo abrazo. Entonces, la Esencia se tragó a ambos, aspirándolos sala adentro, pasando junto a su padre, y más lejos, misterio adentro.
Howie lanzó un aullido.
Detrás de él, Tesla gritaba su nombre, pero Howie desoyó la llamada. Sus ojos permanecían fijos en el lugar por el que Jo-Beth había desaparecido, y dio un paso hacia la puerta. La fuerza le empujaba. Dio un paso más, vagamente consciente de que Tesla le gritaba que se detuviera, que volviera antes de que fuese demasiado tarde.
¿No sabía Tesla que había sido demasiado tarde el momento después de ver a Jo-Beth? Todo se había perdido.
Un tercer paso, y el remolino lo arrebató. La sala dio vueltas en torno a él. Durante un instante vio al enemigo de su padre, abriendo, jadeante, la boca; luego, el boquete, más abierto todavía.
Y así fue como Howie desapareció por donde su bella Jo-Beth lo había hecho, en la Esencia.
—¡Grillo! — ¿Qué?
—¿Puedes tenerte en pie?
—Creo que sí. — Lo intentó dos veces, sin conseguirlo, y a Tesla no le quedaban fuerzas para levantarle y llevarle hasta la puerta del jardín.
—Un momento —pidió Grillo. Sus ojos, no por primera vez, volvieron hacia la casa de donde acababan de escapar.
—No hay nada que ver, Grillo —dijo ella.
Esto no era cierto, en absoluto. La fachada parecía salida de una película fantástica, con la puerta absorbida por una fuerza interior, y las ventanas siguiendo por el mismo camino. Y dentro, ¿quién sabía?
Cuando llegaron al coche, vieron una figura que salía de todo aquel caos, y quedaba iluminada por la luz de la luna. Era el Jaff. El mero hecho de haber estado al borde de la Esencia y resistido sus oleadas era la prueba de su poder, pero esa resistencia le había salido muy cara. Sus manos estaban reducidas a muñones de carne roída; los restos de la izquierda le colgaban en jirones de los huesos de la muñeca. Su rostro aparecía tan brutalmente devorado como ellas, pero no por dientes, sino por lo que había visto. Con los ojos inexpresivos y devastado, el Jaff anduvo vacilante hacia la puerta del jardín. Harapos de oscuridad, los últimos terata lo seguían.
Tesla hubiese querido preguntar a Grillo qué había visto de la Esencia, pero se dijo que no era el momento adecuado. Le bastaba con verle vivo y saber que más tarde se lo contaría. Carne en un Mundo en el que la carne se perdía a cada momento. Vivo, cuando la vida terminaba con cada exhalación y recomenzaba con cada aliento robado.
En el abismo intermedio era donde estaba el peligro, y más que nunca. Tesla no dudaba de que había ocurrido lo peor, y que, en algún lugar lejano de la Esencia, los Uroboros del Iad estaban aguzando su envidia y lanzándose a través del mar y de los sueños.
SÉPTIMA PARTE
ALMAS A CERO
I
Presidentes, mesías, brujos. Papas, santos y lunáticos habían tratado, a lo largo del milenio, de acceder a la Esencia a base de dinero, asesinatos, drogas o flagelaciones; casi todos ellos fracasaron. El mar de los sueños seguía más o menos intacto, y su existencia continuaba siendo un exquisito rumor, nunca probado, y tanto más potente por esta misma razón. La especie dominante en el Cosmos había conservado la poca cordura que le quedaba visitando el mar en sueños, tres veces en la vida, y dejaban ésta deseosos de más. Su ansia los impulsaba vida adelante; les dolía, les infundía ira, los empujaba a hacer el bien en la esperanza, con frecuencia inconsciente, de recibir, a cambio, acceso más asiduo a la Esencia. Los inducía a hacer el mal movidos por la estúpida sospecha de que sus enemigos les cortaban el acceso a la Esencia, enemigos que conocían el secreto, pero no lo decían. Les hacía inventar dioses. Y también destruirlos.
Los pocos que emprendieron el viaje que en ese momento hacían Howie, Jo-Beth, Tommy-Ray y veintidós invitados a la fiesta de Buddy Vance no eran viajeros accidentales, sino que habían sido escogidos por la Esencia misma para sus propósitos, y acudieron (la mayoría de ellos) bien preparados.
Howie, por su parte, no estaba ni más ni menos preparado que cualquier pedazo de madera arrojado al fondo del abismo. Primero fue lanzado a través de círculos de energía, y luego se vio sumido en algo que parecía el centro de un trueno, en el cual, el relámpago despertaba breves fuegos luminosos en torno a él. Todos los ruidos de la casa desaparecieron en el momento en que penetró en aquel abismo, así como todos los escombros y basuras que habían entrado con él. Impotente para dirigirse u orientarse, lo único que podía hacer era caer nube adentro, mientras el relámpago se hacía menos frecuente y más luminoso, y los oscuros pasadizos se volvían más y más profundos, hasta que llegó a preguntarse si tendría ojos cerrados, y si la oscuridad, junto con aquella sensación de caída que la acompañaba, estaría sólo en su mente. De ser así, se sentía contento con ese abrazo. Sus pensamientos también caían, concentrándose de momento, en imágenes que salían de la oscuridad y le parecían sólidas, por más que él estuviese casi seguro de que eran simples creaciones de su mente.
Conjuró el rostro de Jo-Beth un y otra vez, siempre volviendo la vista para mirarla por encima del hombro. Recitó palabras de amor dirigidas a ella; palabras sencillas, que tenía la esperanza de que Jo-Beth oyera. Pero, si las oyó, no le acercaron más a ella. Eso no le sorprendió. Tommy-Ray se hallaba disuelto en la misma nube mental que él y Jo-Beth atravesaban, y los hermanos gemelos tenían derechos (que se remontaban al útero materno) sobre sus hermanas. Habían flotado juntos en el primer mar, de modo que sus mentes y sus cordones umbilicales se entrelazaron. Howie no envidiaba nada de Tommy-Ray —ni su belleza, ni su sonrisa—, nada, excepto su intimidad con Jo-Beth, por encima del sexo, del deseo, e, incluso, de la respiración. Sólo le cabía la esperanza de estar con Jo-Beth al final de su vida, de la misma manera que Tommy-Ray había estado con ella al principio, cuando la edad eliminara el sexo, el deseo y, por último, hasta la respiración.
De pronto, el rostro de Jo-Beth y la envidia desaparecieron, y su mente se llenó de nuevos pensamientos, o instantáneas de lo mismo. No eran personas, sólo lugares que aparecían y desaparecían como si su mente anduviera buscando algo concreto entre ellos. Acabó por encontrar lo que buscaba. Una noche azul borrosa, que fue consolidándose poco a poco en torno a él. La sensación de caída cesó en un latido. Howie era tangible, en un lugar tangible, corriendo sobre tablas que resonaban bajo sus pies. Un viento frío le daba en el rostro. Detrás de él oyó a Lem y a Richie que lo llamaban. Siguió corriendo, mirando hacia atrás sin detenerse. La mirada resolvió el misterio de su paradero. A su espalda estaba la silueta de Chicago, sus luces brillantes contra la noche, lo que significaba que el viento que le daba en el rostro llegaba del lago Michigan. Él corría a lo largo de un muelle, aunque no sabía de cuál se trataba, y el lago le salpicaba entre los postes. Era la única extensión de agua que Howie conocía. Influía en el clima de la ciudad y en su humedad; hacía que el aire de Chicago oliera de un modo diferente al de cualquier otro lugar; engendraba tormentas y las lanzaba contra la orilla. Incluso el lago Michigan era tan constante, tan inevitable, que Howie casi nunca pensaba en él; y cuando lo hacía, se lo imaginaba como un lugar donde la gente con dinero amarraba sus embarcaciones y la que no lo tenía se ahogaba.
Ahora, sin embargo, corriendo a lo largo del muelle, mientras las llamadas de Lem se diluían en la lejanía, la idea del lago que esperaba al final de su carrera le emocionaba como nunca hasta entonces. Él era pequeño; el lago, en cambio, era inmenso. Él estaba lleno de contradicciones; el lago, en cambio, lo abarcaba todo, sin formular juicios sobre marineros o suicidas.
Howie apresuró el paso, sintiendo apenas la presión de las suelas de sus zapatos sobre las tablas, con una sensación creciente de que, por real que aquella escena le pareciera, no era otra cosa que una invención más de su mente, formada con fragmentos de la memoria y creada con objeto de aliviarle un viaje que, de otra forma, hubiera podido volverle loco; era como un escalón entre la vela soñadora de la vida recién abandonada y cualquier paradoja que le esperase al final de ese viaje. Cuando más se acercaba al final del muelle, tanto más seguro se sentía de que era así. Su paso, ya ligero, se volvía más ligero todavía, y sus zancadas cada vez más grandes. El tiempo se suavizaba y se alargaba. Se le presentó la oportunidad de preguntarse si el mar de los sueños existía de verdad, por lo menos de la manera como existía Palomo Grove, o si el muelle que él mismo había creado penetraba pensamiento puro.
De ser así, había muchas mentes que se juntaban allí; decenas de miles de luces se agitaban en el lago que tenía delante. Algunas rompían la superficie del agua como fuegos artificiales; otras, en cambio, buceaban profundamente. Howie sentía cierta incandescencia en sí; no era nada de lo que jactarse, desde luego, pero había una cierta incandescencia en su piel, como un eco lejano de la luz de Fletcher.
La barrera que se levantaba al final del muelle estaba a muy poca distancia de él, y, más allá, se extendían las aguas de lo que ya había dejado de llamar lago: era la Esencia, y, al cabo de unos instantes, ese agua se cerraría sobre su cabeza. No tenía miedo. Todo lo contrario. Se sentía morir de impaciencia por saltar la barrera y arrojarse a aquellas aguas en lugar de perder el tiempo dando vueltas. Y si le hubiese hecho taita una prueba más de que nada de todo aquello era real, la tuvo en ese mismo instante: a su contacto, la barrera saltó por los aires en reidores fragmentos. Y también él voló. Un vuelo descendente hacia el mar de los sueños.
El elemento en que se zambulló era distinto del agua, porque ni le mojó ni le produjo frío Howie flotaba en él, y su cuerpo se elevaba entre brillantes burbujas sin que tuviera necesidad de hacer el menor esfuerzo. No tenía miedo de ahogarse. No sentía otra cosa que una profunda gratitud por encontrarse allí, en un lugar que era suyo por derecho.
Miró hacia atrás (¡cuántas miradas hacia atrás!), en dirección al muelle. Éste, una vez cumplida su misión, convirtiendo en juego lo que, sin él, hubiese sido terror, se deshacía en pedazos, como la barrera.
Howie contempló, contento, su desaparición. Estaba libre del Cosmos, y flotaba en la Esencia.
Jo-Beth y Tommy-Ray habían caído juntos en el abismo, pero sus mentes encontraron maneras distintas de imaginarse el viaje y la caída.
El horror que Jo-Beth había sentido al verse arrebatada se desvaneció en cuanto entró en la nube de trueno. Olvidó el caos y se sintió serena. No era Tommy-Ray el que la asía por el brazo, sino su madre, hacía muchos años, cuando todavía ella no era capaz de enfrentarse con el mundo. Andaban bajo una consoladora luz, pisando hierba fresca, y mamá cantaba un himno cuya letra Jo-Beth no recordaba, de modo que se inventaba frases incoherentes para rellenar los versos que parecían tener, el mismo ritmo que sus pasos. De vez en cuando, Jo-Beth decía algo que había aprendido en el colegio, para que su madre se diera cuenta de lo buena estudiante que era. Todas las lecciones versaban sobre el agua. Acerca de las mareas que había por todas partes, hasta en las lágrimas; del mar, en el que la vida había empezado; de los cuerpos, en los que había más agua que ningún otro elemento. El contrapunto de datos y canción siguió así durante un largo y suave rato, pero ella intuía sutiles cambios en el aire. El viento se hacía más fuerte, y el olor a mar aumentaba. Jo-Beth levantó el rostro contra el viento, olvidadas sus lecciones. El himno de su madre sonaba más bajo. Si las dos seguían agarradas de la mano, Jo-Beth no lo sentía. Siguió andando, sin mirar hacia atrás. El terreno ya no era herboso, sino desnudo, y en algún lugar del camino caía hacia el mar, donde parecían flotar innumerables botes, con velas encendidas en sus proas y en sus mástiles.
El terreno cedió de pronto. Pero ni siquiera en la caída sintió miedo. Sólo la certidumbre de haber dejado a su madre a sus espaldas.
Tommy-Ray se encontraba en Topanga, al amanecer o al anochecer, no estaba seguro. Aunque ya no había sol en el cielo, no se sentía solo. Oía a chicas en la oscuridad. Reían y charlaban en susurros jadeantes. La arena, bajo sus desnudos pies, estaba cálida y pegajosa de crema bronceadura donde ellas habían estado echadas. Tommy-Ray no veía el oleaje, pero sabía por dónde debía avanzar. Anduvo en dirección al agua, sabiendo que las chicas estarían observándole, siempre lo hacían. Simuló que no se apercibía de sus miradas. En cuanto estuviera cabalgando las crestas de las olas, moviéndose de verdad, quizá les dedicara una sonrisa. Luego, de vuelta a la playa, le haría un favor a una de ellas.
Pero, de pronto, mientras las olas se levantaban ante sus ojos, Tommy-Ray se dio cuenta de que las cosas no iban como debían. No sólo la playa era sombría, y el mar oscuro, sino que, además parecía haber cuerpos rodando por las olas, y, lo que era mucho peor cuerpos de carne fosforescente. Tommy-Ray aminoró la velocidad, aunque supo que no podría detenerse y dar la vuelta. No quería que nadie de los que se hallaban en la playa, y las chicas menos que nadie, pudiera pensar que sentía miedo; pero así era, y tremendo además. En aquel mar debía de haber basura radiactiva. Los que cabalgaban las olas habían perdido sus patines y caído a] agua, envenenándose, y las olas jugaban con sus cadáveres, levantándolos como muñecos hasta las mismas crestas que quisieron cabalgar. Tommy-Ray los veía muy bien, tenían la piel plateada en unos sitios, negra en otros; sus cabellos eran como halos rubios, y sus chicas estaban entre ellos, tan muertas como los jinetes de olas en la espuma venenosa.
A Tommy-Ray no le quedaba otro remedio que penetrar en el agua, de esto se daba cuenta perfecta. La vergüenza de volverse a la playa era peor que la muerte. Todos ellos, después de esa aventura, se convertirían en leyenda. Él, los jinetes de olas, todos arrastrados por la misma marea. Tommy-Ray se irguió y entró en el mar, de pronto, el mar se volvió profundo, como si la playa hubiese cedido de súbito bajo sus pies. El veneno le quemaba ya el organismo, y vela su cuerpo adquirir brillo, relucir más y más. Tommy-Ray comenzó a sentirse aéreo, cada aliento suyo se volvía más doloroso que el anterior.
Algo le empujó a un lado. Se volvió, pensando que sería algún Otro bañista, muerto, pero se trataba de Jo-Beth. Le llamó por su nombre, más él no encontraba palabras para responder. Por mucho que quisiese ocultar su miedo, no podía remediarlo. Estaba orinándose en el mar; los dientes le castañeteaban.
—Ayúdame —le dijo a Jo-Beth—, tú eres la única persona que puede hacerlo. Me muero.
Jo-Beth miró su tembloroso rostro.
—No eres el único que se muere —replicó ella—; también yo.
—¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Y qué haces en este lugar? Nunca te gustó la playa.
—Esto no es la playa —dijo ella. Le agarró los dos brazos, y sus movimientos les hicieron mecerse en el agua, como boyas—. Esto es la Esencia, ¿recuerdas, Tommy-Ray? Nos hallamos al otro lado del boquete. Tú nos metiste en él.
Jo-Beth vio que los recuerdos inundaban el rostro de Tommy-Ray al oír sus palabras.
—¡Dios mío...! ¡Oh, Dios mío.,.! — exclamó él.
—¿Te acuerdas?
—Dios mío, sí.
El temblor se convirtió en gemidos, y los dos se juntaron más y más, y los brazos de Tommy-Ray ciñeron a Jo-Beth. Ella no se resistió. No había razón para ser vengativo cuando, después de todo, ambos corrían el mismo peligro.
—Silencio —dijo ella, dejando que el encendido y angustiado rostro de Tommy-Ray reposara sobre su hombro—. Silencio. No hay nada que podamos hacer.
Pero tampoco había necesidad de hacer nada. La Esencia lo tenía cogido, y él flotaría, flotaría y, quizá con el tiempo, acabaría alcanzando a Jo-Beth y a Tommy-Ray. Entretanto, le gustaba sentirse perdido en esa inmensidad, porque hacía que sus miedos, más aún, su propia vida, perdiesen importancia por completo. Yacía de cara al cielo. No era un cielo nocturno como había pensado en un principio. No vio estrellas, ni fijas ni errantes. Ni tampoco nubes que ocultasen una luna. En realidad, al principio parecía un cielo liso y vacío, pero, a medida que los segundos transcurrían —o los minutos, o las horas, no lo sabía con exactitud ni le importaba tampoco—, Howie se iba dando cuenta de que era surcado por leves olas de color de cientos de kilómetros de anchura. La aurora boreal parecía cosa de nada al lado de ese espectáculo, en el cual, a intervalos, creía ver formas que bajaban y subían, como bancos de mantas marinas de un kilómetro de longitud que se alimentasen de la estratosfera. Él esperaba que bajaran un poco más. para poder verlas con mayor claridad; aunque, quizá no tuvieran tampoco más claridad que mostrar. No todo era accesible al ojo humano. Algunas vistas eludían al foco, la captura, y el análisis. Como todo lo que él sentía por Jo-Beth tan extraño y difícil de concretar como los colores que flotaban sobre su cabeza o las formas que jugueteaban por allí. Para captarlas necesitaba recurrir a la sensación tanto como a la retina. El sexto sentido era la afinidad.
Contento con su suerte, se dejaba llevar suavemente por el éter, y probaba a nadar en él. Los movimientos básicos de la natación le dieron bastante buen resultado, aunque le resultaba difícil saber si avanzaba mucho o poco, pues no tenía puntos de referencia. Las luces que punteaban el mar a su alrededor —pasajeros como él, se dijo, aunque ellos parecían carecer de forma— eran demasiado indistintas para utilizarlas como punto de comparación. ¿Serían, quizás, almas que soñaban? ¿Niños, amantes, moribundos, todos viajando dormidos por las aguas de la Esencia, consolados y mecidos, tocados por la calma que los llevaría, como les llevaba la marea, hasta dejarles en la tormenta en cuyo centro iban a despertar? Una existencia que vivir, o que perder; un amor que temían que se ajara, o que desapareciese, después de esa epifanía. Ocultó el rostro bajo la superficie. Muchas de las formas de luz se encontraban a mucha más profundidad que él, algunas lo estaban tanto que parecían pequeñas como estrellas. No todas se movían en la misma dirección que él. Algunas, como las rayas marinas de arriba, formaban grupos, enjambres, que subían y bajaban. Otras iban juntas, paralelas. Los amantes, se dijo. Aunque era de suponer que no todos los soñadores que él veía dormidos junto al amante de su Vida recibían el mismo sentimiento a cambio. Quizá no había muchos que lo recibieran. Y esto le retrotrajo al tiempo en que él y Jo-Beth viajaron por allí, y le hizo preguntarse dónde estaría ella. Debía tener cuidado de que tanta calma no lo atontase, hasta el punto de hacerle olvidarse de ella. Levantó el rostro de la superficie del mar.
Al hacerlo, evitó, por cuestión de segundos, un choque. A varios metros de distancia flotaba un fragmento de abigarrados despojos de la casa de Vance, cuya presencia en medio de tanta calma resultaba desconcertante. Y un poco más, lejos, algo más desconcertante todavía, un objeto flotante demasiado feo para poder formar parte de aquel mar; pero, al mismo tiempo, no tenía aspecto de pertenecer al Cosmos. Se levantaba más de un metro por encima de la superficie del agua, y se hundía otro metro o más por debajo de ella. Era una isla cerúlea, nudosa, que flotaba como pálido estiércol en aquel mar tan puro. Alargó la mano y asió el objeto flotante, tirándose sobre él y golpeándolo con los pies. Eso le acerco más a la clave del enigma.
Aquel objeto estaba vivo. No sólo ocupado por algo vivo, sino formado de materia viva. De su interior le llegaron los latidos de dos corazones, y su superficie tenía el inconfundible satinado de la piel humana o de alguna variante de ella. Y entonces vio las delgadas figuras —dos invitados a la fiesta, que se asían la una a la otra con expresión de furia en el rostro. Él no había tenido el privilegio de conocer a Sam Sagansky, o de seguir los ágiles dedos de Doug Frankl sobre el teclado del piano. En aquel momento no vio otra cosa que dos enemigos entrelazados en el corazón de una isla, que parecía haber crecido de ellos mismos. De sus espaldas, como enormes gibas. De sus brazos y piernas, como nuevos miembros incapaces de defenderse del enemigo, pero que se fundían con la carne de éste. Y la isla seguía secretando nuevos nódulos que reventaban entre sus miembros de modo que cada excrecencia nueva no se relacionaba con la forma donde tenía su raíz —un brazo, por ejemplo, o la espina dorsal— sino con la de su predecesor inmediato; así cada retoño era menos humano y menos carnoso que el anterior. La imagen resultaba más fascinante que angustiosa, y la obsesión de los Combatientes el uno con el otro indicaba que el fenómeno no les causaba dolor. Al ver crecer y extenderse la isla, Howie comprendió vagamente que estaba asistiendo al nacimiento de terreno sólido. Quizá los combatientes acabarían muriendo y pudriéndose, pero aquella estructura flotante no era tan corruptible. Ya se veían los contornos de la isla y sus alturas, semejantes a coral más que a carne, duros y con incrustaciones. Cuando los combatientes murieran, se convertirían en fósiles, enterrados en el corazón de una isla por ellos mismos creada, pero que seguiría flotando.
Soltó la balsa de residuos y siguió adelante, nadando junto a ella. La superficie del mar aparecía llena de objetos flotantes: muebles, pedazos de yeso, apliques eléctricos. Nadó junto a la cabeza y el cuello de un caballito de tiovivo, cuyo ojo pintado miraba hacia atrás, como horrorizado de verse así desmembrado. Pero en toda aquella basura flotante no había otros indicios de islas en ciernes. Al parecer, la Esencia no creaba a partir de cosas carentes de mente, aunque él se preguntó si su genio reaccionaría con el tiempo a las mentes que sin duda tendrían también esos artefactos ¿Sabría la Esencia extraer de la cabeza de un caballito de madera toda una isla bautizada con el nombre del artesano que lo había hecho? Todo era posible.
Nunca había sido dicha o pensada una verdad más grande.
Todo era posible.
No estaban solos allí, Jo-Beth lo sabía. No suponía mucho consuelo, pero al menos era algo. De vez en cuando oía a alguien que llamaba, y sus voces sonaban angustiadas, aunque también extáticas, como una congregación poseída a medias de terror y espanto religioso que estuviese esparcida por la superficie del mar de la Esencia. Jo-Beth no respondía a ninguna de estas llamadas. En primer lugar, porque había visto pasar formas flotantes, siempre a cierta distancia, que le hacían pensar que allí la gente no conservaba su humanidad, sino que se volvía monstruosa. Jo-Beth había tenido bastantes problemas con Tommy-Ray (la segunda razón de que no respondiese a aquellas llamadas) y no quena exponerse a recibir más malas noticias. Tommy-Ray exigía su constante atención, pues, mientras flotaban hablaba sin cesar, con voz carente de toda emoción. Tenía mucho que decir, entre excusas y gemidos, y parte de ello Jo-Beth lo sabía ya; por ejemplo, el consuelo que había supuesto para él la vuelta de su padre, y lo traicionado que se había sentido cuando ella los rechazó a ambos. Pero también le decía muchas cosas más, y algunas le rompían el corazón. Le contó su primer viaje a la Misión. Al principio, lo hizo de manera fragmentaría; pero, de pronto, su relato se volvió una avalancha de descripciones de los horrores que había visto y cometido, y Jo-Beth hubiera podido sentirse tentada a no creer lo peor de todo aquello: los asesinatos, las visiones de su propia podredumbre, mas Tommy-Ray lo contaba con tal lucidez, que no cabía el escepticismo. Nunca había oído Jo-Beth nada tan coherente cuando Tommy-Ray le explicó sus sentimientos al ser el chico de la Muerte.
—¿Te acuerdas de Andy? — preguntó él, de pronto—. Tenía un tatuaje..., una calavera... en el pecho, sobre el corazón. ¿Te acuerdas?
—Lo recuerdo —dijo ella.
—Solía asegurar que cualquier día se subiría a las cimas de Topanga, un último viaje, para no regresar más. Solía afirmar que le gustaba la muerte. Pero no era cierto. Jo-Beth...
—No.
—Era un cobarde. Metía mucho ruido, pero era un cobarde. Y yo no lo soy, ¿verdad que no lo soy? Yo no soy un niñito de mamá...
Comenzó a sollozar de nuevo, con gemidos más violentos que antes. Ella trató de consolarle, pero sus esfuerzos no dieron resultado alguno.
—Mamá... —le oyó decir—, mamá...
—¿Qué dices de mamá? — preguntó ella.
—No fue culpa mía.
—¿Qué no fue culpa tuya?
—Lo único que yo quería era encontrarte. No fue culpa mía.
—Te he preguntado qué es lo que no fue culpa tuya —insistió ella, apartándole un poco de sí—. Tommy-Ray, contéstame. ¿Acaso le has hecho daño?
Tommy-Ray parecía un niño reprendido en falta, pensó Jo-Beth. Toda jactancia de machismo le había abandonado. Era un niño, mocoso y asustado. Patético y peligroso a un tiempo: la inevitable combinación.
—Le hiciste daño —acusó ella.
—No quiero ser el Chico de la Muerte —protestó él—. No quiero matar a nadie...
—¿Matar? — preguntó ella.
Tommy-Ray la miró a los ojos, como si su mirada directa bastara para convencerla de su inocencia.
—Yo no lo hice, fueron los muertos. Yo iba a buscarte..., y ellos me siguieron. No pude quitármelos de encima, aunque lo intenté, Jo-Beth, de veras que lo intenté.
—¡Dios mío! — exclamó ella, arrojándole de sus brazos.
No fue un acto muy violento, pero agitó el elemento de la Esencia de manera totalmente desproporcionada a la acción en sí. Jo-Beth se dio cuenta vagamente de que la repugnancia que sentía había dado lugar a aquello, y que ahora su agitación mental coincidía plenamente con la de la Esencia.
—Nada hubiera ocurrido si te hubieses quedado conmigo —protestó él—. Debiste quedarte, Jo-Beth.
Ella le dio una patada, alejándole más de sí, mientras sus sentimientos hervían, como la Esencia.
- ¡Cabrón! — gritó—. ¡La has matado! ¡La has matado!
—Eres mi hermana —dijo él—. ¡La única persona que puede salvarme!
Alargó los brazos hacia ella, el rostro un caos de tristeza, pero lo único que Jo-Beth veía en sus facciones era al asesino de su madre. Por mucho que Tommy-Ray protestase de su inocencia, aunque siguiese así hasta el fin del mundo (si es que no se hallaban en él), jamás lo perdonaría. Si Tommy-Ray se dio cuenta de su repulsión, prefirió ignorarlo. Empezó a forcejear con ella, sus manos asieron el rostro de Jo-Beth; luego, sus senos.
—¡No me abandones! — le oyó ella gritar—. ¡No te dejaré que me abandones!
¿Cuántas veces había inventado Jo-Beth excusas a favor di' Tommy-Ray, por eso de que los dos habían sido huevos gemelos en la misma matriz?, ¿cuántas veces había extendido la mano del perdón hacia él, a pesar de ver la corrupción que lo poseía? Había llegado, incluso, a persuadir a Howie de que olvidara el asco que Tommy-Ray le inspiraba. Y él lo había hecho por amor a ella. Pero todo tenía un límite. Ese hombre sería todo lo hermano suyo que quisiera, pero era culpable de matricidio. Su madre había sobrevivido al Jaff, al pastor John, a Palomo Grove, y todo eso, ¿para qué?, para ser asesinada en su propia casa, y por la mano de su propio hijo. Ese crimen no tenía perdón.
Tommy-Ray volvió a alargar las manos, pero en esa ocasión Jo-Beth estaba al tanto y le golpeó en el rostro: uno, dos puñetazos, y luego un tercero, con toda la fuerza de que fue capaz. La impresión que sus golpes produjeron en Tommy-Ray forzaron a éste a soltarla por un momento, instante que ella aprovechó para alejarse de él, pataleando para lanzarle agua contra el rostro. Él intentó agarrarla con ambas manos, pero Jo-Beth estaba ya fuera de su alcance, dándose cuenta vagamente de que su cuerpo no era tan ágil y esbelto como antes, aunque sin tiempo para descubrir la razón. Lo único que importaba en aquel momento era alejarse todo lo posible de su hermano, impedirle que volviese a tocarla, nunca jamás. Nadaba con fuerza, desoyendo los gemidos de Tommy-Ray, y esta vez sin siquiera volver la vista atrás, por lo menos hasta que ya no se oyó el ruido que él hacía. Entonces aminoró sus brazadas y volvió la cabeza, pero no lo vio. Jo-Beth se sintió llena de pesar, un pesar angustioso; pero había un. horror más inmediato y más próximo, más urgente incluso, que sentir las consecuencias totales de la muerte de su madre. Los miembros le pesaban cuando trataba de sacarlos del éter, las lágrimas casi la cegaban al levantar las manos ante sus ojos; a través de la niebla de las lágrimas vio sus dedos incrustados, igual que si los hubiera metido en aceite y gachas; también sus brazos estaban deformes a causa de los mismos pegotes.
Comenzó a gemir, sabiendo con toda claridad lo que ese horror significaba. Era la Esencia, que actuaba en ella; que, de alguna manera, estaba solidificando su furia. El mar convertía su carne en fango fértil. De él surgían formas tan feas como la misma rabia que las inspiraba.
Los gemidos de Jo-Beth se transformaron en aullido. Casi había olvidado lo que era lanzar un grito como aquél, dócil como había sido durante tantos años, hija sumisa de su madre, sonriendo por las calles de Grove los lunes por la mañana. Y, ahora, su madre estaba muerta, y Grove tal vez en ruinas. ¿Y el lunes?, ¿qué era ahora el lunes? Un simple nombre atribuido, de una manera, a un día y a su noche en la larga historia de los días y las noches que constituían la vida del Mundo. Ya no querían decir nada: días, noches, nombres, ciudades, madres muertas. Howie era lo único que seguía teniendo sentido para ella. Howie, era todo lo que le quedaba.
Trató de imaginárselo, desesperada por seguir asiéndose a algo en medio de aquella locura. Su imagen la rehuía al principio —no podía ver otra cosa que el miserable rostro de Tommy-Ray; mas ella perseveró, y conjuró cada detalle de Howie: las gafas, la pálida piel, su extraña manera de andar. Su rostro, sonrojado por el rubor, como cuando le hablaba con pasión, que era con frecuencia. Su sangre y su amor, ambas cosas en un solo y cálido pensamiento.
—Sálvame —gimió, esperando, contra toda esperanza, que las extrañas aguas de la Esencia transmitieran al joven su desesperación—. Sálvame, o todo acabó.
II
—¿Abernethy?
Era una hora antes del alba en Palomo Grove, y Grillo tenía mucha información que mandar.
—Me sorprende saber que sigues en el mundo de los vivos —gruñó Abernethy.
—¿Y eso te decepciona?
—Eres tonto del culo, Grillo. Se pasan los días sin saber de ti, y, de pronto, me llamas a las seis de la madrugada de los cojones.
—Tengo información, Abernethy.
—Estoy escuchándote, ¿no?
—Voy a contarte las cosas tal y como han ocurrido. Pero tengo la sensación de que no las vas a publicar.
—Eso quien debe decidirlo soy yo. ¡Desembucha!
—Bien, ahí va. Anoche, en la tranquila ciudad residencial de Palomo Grove, en el Condado de Ventura, una comunidad emplazada en las seguras colinas del Valle de Simi, nuestra realidad, que quienes juegan con esos conceptos llaman el Cosmos, fue desgarrada violentamente por una fuerza que demostró a este corresponsal que la vida no es más que una película...
—¿Pero qué cojones...?
—Cierra el pico, Abernethy. Sólo pienso contarte esta historia una vez. ¿Por dónde iba...? Ah, sí..., una película. Esta fuerza, desarrollada por un tal Randolph Jaffe, rompió los límites de lo que casi todos los miembros de nuestra especie consideran que es la única realidad posible y absoluta, y abrió la puerta a otro estado del ser: un mar llamado la Esencia...
—¿Es ésta tu carta de dimisión, Grillo?
—Lo que deseabas era una historia que nadie más que tú se atreviera a publicar, ¿no es eso? — contestó Grillo—; o sea, la pura verdad. Bien, aquí la tienes. Ésta es la gran revelación.
—Pero es ridículo.
—Tal vez lo que sucede es que todas las noticias verdaderamente catastróficas parecen ridículas. ¿Se te ha ocurrido eso alguna vez? ¿Qué hubieras hecho si se me llega a ocurrir mandarte la noticia de la Resurrección? Un crucificado que echa a un lado la losa que cubre su tumba. ¿La hubieses publicado?
—Eso fue distinto —replicó Abernethy—, ocurrió de verdad.
—Y esto que te cuento ahora, también. Te lo juro por Dios vivo. Y si quieres pruebas, en seguida las tendrás.
—¿Pruebas? ¿De dónde?
—Sólo escucha —dijo Grillo, y reanudó su artículo—. Esta revelación de lo frágil que es el estado de nuestro ser tuvo lugar en medio de una de las fiestas sociales más espléndidas que el mundo del cine y de la televisión ha visto últimamente. Unos doscientos invitados, los que cortan el bacalao en Hollywood, se reunieron en la casa que Buddy Vance tenía en la cima de una colina. Ya sabes que Vance murió aquí, en Palomo Grove, a comienzos de semana. Su muerte, en circunstancias tan trágicas como misteriosas, fue el comienzo de una serie de sucesos que llegaron anoche a su culminación cuando cierto número de los invitados a la fiesta celebrada en memoria suya fueron arrebatados del mundo que conocemos. Todavía no existen detalles acerca del número exacto de víctimas, aunque la viuda de Vance, Rochelle, se encuentra, sin el menor género de dudas, entre ellas. Pero tampoco hay manera alguna de averiguar qué les ha sucedido. Es posible que estén muertos, o que hayan pasado a otro plano de la existencia en el que sólo el más temerario de los aventureros osaría penetrar. A efectos prácticos, lo único que puedo decirte de ellos es que han desaparecido de la faz de la Tierra.
Grillo esperaba que Abernethy lo interrumpiera al llegar a esta frase, pero el silencio reinaba en el otro extremo de la línea. Y era tan profundo, que Grillo no pudo menos de preguntar.
—¿Sigues ahí, Abernethy?
—Estás como una cabra, Grillo.
—Entonces cuelga el teléfono, pero no puedes, ¿verdad? Fíjate, aquí hay verdadera paradoja. Odio tus jodidas tripas, pero creo que eres el único hombre que tienes los suficientes cojones para publicar esto. Y el mundo tiene que saberlo.
—Te digo que estás como una cabra loca.
—Pues no pierdas ripio de las noticias durante todo el día y verás... Hay un montón de personajes famosos que han desaparecido esta mañana. Directores de estudio, estrellas de cine, agentes...
—¿Dónde estás?
—¿Por qué?
—Déjame que haga unas cuantas llamadas, después te telefoneo.
—¿Por qué?
—Para enterarme de si hay rumores. Dame cinco minutos, sólo te pido eso. No digo que dude de ti. De hecho, no te creo. Pero, desde luego, es una historia jodida.
—Sólo la pura verdad, Abernethy. Y quiero que la gente se entere. Tienen que saberlo.
—Ya te lo he dicho, dame cinco minutos. ¿Estás en el mismo número?
—Sí, pero tal vez no des conmigo. Este lugar está casi desierto.
—Daré contigo —aseguró Abernethy, y colgó.
Grillo miró a Tesla.
—Lo he hecho.
—No creo que sea prudente contárselo a la gente.
—Venga, no empieces de nuevo —dijo Grillo—. Nací para contar esta historia, Tesla.
—Que ha permanecido secreta durante mucho tiempo.
—Sí, para gente como tu amigo Kissoon.
—No es mi amigo.
—¿Ah, no?
—Por Dios bendito, Grillo, de sobra sabes lo que hizo...
—Pues, entonces, dime, ¿por qué hablas siempre de él con ese deje de envidia en tu voz?
Tesla lo miró como si Grillo acabase de abofetearla.
—¿Me estás llamando embustero? — preguntó Grillo.
Ella dijo que no con la cabeza.
—Pues, a ver, dime, ¿qué te atrae de él?
—Lo ignoro, de verdad. Tú no haces más que fijarte en lo que el Jaff hace en vez de intentar detenerle, ¿qué te atrae de eso?
—De sobra sabes que yo nada podía hacer para detenerlo, no tengo ni media bofetada.
—Pero ni siquiera lo probaste.
—No cambies de tema. Tengo razón, ¿verdad?
Tesla, en tanto, se había acercado a la ventana. Entre los árboles se veía la mole de «Coney Eye». Desde donde se encontraba no se podía apreciar si el daño iba en aumento.
—¿Piensas que estarán vivos? — dijo—. Me refiero a Howie y a los otros.
—Pues la verdad es que lo ignoro.
—Tú llegaste a ver la Esencia, ¿no?
—Un simple atisbo.
—¿Y qué?
—Pues, eso, que fue como una de nuestras llamadas telefónicas. Interrumpida. Lo único que vi fue una nube. Pero de la Esencia propiamente dicha, ni rastro.
—Ni del Iad.
—Ni del Iad. A lo mejor es que no existen.
—Eso es lo que tú querrías.
—¿Estás segura de tus fuentes de información?
—No podían ser más seguras.
—Me encanta —observó Grillo, con cierta amargura—. Me paso todo el día buscando, y lo único que consigo es un simple atisbo, y tú, en cambio, vas y te enteras de todo.
—O sea que para ti no es más que eso, ¿verdad?, un artículo para el periódico —dijo Tesla.
—Sí, quizá tengas razón. Claro, y también contarlo. Hacer que la gente se dé cuenta de lo que está ocurriendo en el valle feliz. Pero me parece que eso no es lo que tú quieres. Te quedarías más contenta si unos pocos privilegiados lo conserváramos en secreto. Tú, Kissoon, el Jaff ése de los cojones...
—De acuerdo. Lo que tú quieres es proclamarlo a los cuatro vientos, ¿no? Todo el público estadounidense esperando a enterarse para llenarse de pánico... En fin, tengo otros problemas...
—Una bruja pagada de sí misma. Miss importancia.
—¿Importante, yo?, ¿yo, importante? ¡Pues mira Mr. Grillo Bocazas, decir la verdad o morir en el intento! ¿Se te ha ocurrido pensar que si Abernethy publica algo sobre lo sucedido aquí vamos a tener una avalancha turística en las próximas doce horas? Todas las autopistas congestionadas en ambas direcciones. Y qué divertido será eso para los que salgan del abismo, ¿verdad? ¡Justo cuando todo esto esté lleno de gente!
—¡Mierda!
—¡Ni se te ha ocurrido pensar en eso! Ah, y a propósito, ahora que hablamos en serio, tú...
El teléfono sonó en plena acusación. Grillo contestó.
—¿Nathan?
—Abernethy.
Grillo miró a Tesla, que se hallaba de espaldas a la ventana, mirándole con ira.
—Necesitaré algo más de dos párrafos.
—¿Qué te ha convencido?
—Tenías razón. Mucha gente no volvió a casa después de la fiesta.
—¿Ha aparecido la noticia en primera página esta mañana?
—No, así que tienes ventaja. Claro que tu explicación sobre su paradero es pura filfa. Lo más fantástico que he oído en mi vida. Pero resulta estupendo para la primera página.
—En seguida te envío el resto.
—Una hora.
—De acuerdo. — Grillo cortó la comunicación—. Ya ves —dijo—. ¿Qué tal que espere hasta el mediodía para contarle toda la historia? ¿Qué vamos a hacer en ese tiempo?
—No sé —respondió Tesla—. Tal vez encontremos al Jaff.
—¿Y qué puede hacer?
- Hacer, no mucho; deshacer, la tira.
Grillo se levantó y fue al cuarto de baño. Abrió el grifo y se echó agua fría en el rostro.
—¿Piensas que se podrá cerrar el boquete? — preguntó, volviendo goteando agua del rostro.
—Ya te he dicho que no tengo ni la más remota idea. Quizá se pueda. No tengo más respuestas, Grillo.
—¿Y qué les ocurrirá a los que están dentro? ¿Los gemelos McGuire, Katz, los demás?
—Lo más probable es que hayan muerto —suspiró Tesla—. No podemos ayudarles.
—¡Qué fácil es eso!
—Pues parecías muy dispuesto a tirarte dentro también tú hace unas horas, de modo que no sé por qué no te arrojas al boquete a ver si los encuentras. Yo te echo una cuerda, para que te agarres.
—Vamos —dijo Grillo—, deja eso; no he olvidado que me salvaste la vida, y te estoy muy agradecido.
—Dios santo, he cometido errores en mi vida, pero éste...
—Mira, lo siento. Me doy cuenta de que estoy enfocando mal este asunto. Sé que debiera de estar madurando algún plan, ha riéndome el héroe; poro chica, no lo soy, ¿qué quieres? Lo único que puedo decirte a todo esto es lo de siempre: soy así, el Grillo de cada día, y me resulta imposible cambiar. En cuanto veo algo importante, lo primero que pienso es que todo el mundo tiene que saberlo.
—No te preocupes —repuso Tesla rápidamente—, lo sabrá.
—Pero tú... has cambiado.
Ella asintió.
—En eso tienes razón —dijo—. Estaba pensando, mientras tú hablabas con Abernethy y le decías que él no habría publicado la noticia de la resurrección, que eso es, lo que me pasa a mí, que he resucitado. ¿Y sabes lo que me preocupa? Pues que no estoy preocupada, sino muy tranquila, me encuentro de maravilla, voy por ahí como en una Curva temporal, y es como...
—¿Como qué?
—Pues... como haber nacido para eso. Grillo, como si pudiera... Mierda, Grillo, la verdad es que no sé...
—Anda, suéltalo; di lo que piensas, lo que sea.
—¿Sabes lo que es un chamán?
—Por supuesto. Un brujo. Un hechicero.
—No, se trata de algo más que un brujos; es un curador de mentes, alguien que se mete dentro de la mente colectiva y la explica, la remueve. Pues que me parece que todos los protagonistas de este asunto: Kissoon, el Jaff, Fletcher, todos ellos, son eso, curadores de la mente, y que la Esencia es... es el espacio onírico de Estados Unidos, puede hasta de todo el Mundo. He visto a esos hombres joderlo todo, Grillo, ni siquiera Fletcher sabía dominar sus propias fuerzas.
—Quizá lo que hace falta es un nuevo chamán —dijo Grillo.
—Sí, ¿por qué no? — replicó Tesla—. Yo misma no lo haría peor que ellos.
—Y por eso prefieres no contárselo a nadie.
—Pues, sí. Esa es una de las razones. Yo sé hacer eso, Grillo, soy lo bastante rara para ello, y la mayoría de los chamanes, ya sabes, era un poco así también. Gente que confundía los géneros, que quería serlo todo para todos. O sea, animal, vegetal y mineral. También yo quiero ser así. Siempre he querido... —Se interrumpió—. Tú sabes muy bien lo que siempre he querido.
—No hasta ahora.
—Pues ya lo sabes.
—No parece que eso te complazca mucho.
—Ya he hecho la escena de la resurrección Es una de las escenas que los chamanes tienen que hacer. Morir y levantarse de nuevo. Pero no hago más que pensar... que esto no ha terminado, que todavía tengo algo más que probar.
—¿Crees que debes morir otra vez?
—Espero que no. Con una vez basta.
—Sí, por lo general, sí —dijo Grillo.
Su observación hizo sonreír a Tesla, aun en contra de su voluntad.
—¿Qué te hace tanta gracia? — preguntó Grillo.
—Pues eso. Tú. Yo. Las cosas no pueden ser más raras de lo que son ya, ¿verdad?
—Sí, eso diría yo.
—¿Qué hora es?
—Alrededor de las seis.
—Pronto amanecerá. Estoy pensando que debería salir en busca del Jaff antes de que la luz le obligue a esconderse.
—Eso sería si no se ha ido de Grove.
—No le creo capaz de hacer algo así —dijo ella—. El círculo se está cerrando. Cada vez se hace más estrecho. «Coney Eye» se ha vuelto, de pronto, el centro del universo conocido.
—También del desconocido.
—La verdad, no sé si es tan desconocido —dijo Tesla—. Pienso que la Esencia puede que sea más como hogar de lo que pensamos.
El día se les echaba encima cuando salieron del hotel, y la oscuridad habla cedido el puesto a una tierra de nadie entre la puesta de la luna y la salida del sol. Cuando abandonaban el hotel, un individuo, de aspecto lamentable, sucio y con el rostro ceniciento, se les acercó.
—Tengo que hablar con usted —dijo a Grillo—. Usted es Grillo, ¿no?
—Sí. ¿Y usted?
—Me llamo Witt. Solía tener despachos en la Alameda. Y amigos, aquí, en el hotel. Ellos me han hablado de usted.
—¿Y qué quiere? — preguntó Tesla.
—Yo estaba en «Coney Eye» —respondió Witt— cuando ustedes salían. Quise hablarle entonces, pero me había escondido... No podía moverme. — Se echó una ojeada a la parte delantera de los pantalones, que estaba mojada.
—¿Y qué ocurría allí?
—Creo que sería mejor que usted fuese a verlo —contestó Witt—. Grove está acabado. Ha desaparecido. La gente se ha ido de vacaciones, y, yo diría que no piensan volver. Yo no tengo a dónde ir. Además... —parecía al borde de las lágrimas al reconocer eso—. ésta es mi ciudad, y, si va a desaparecer, quiero estar presente en el momento en que eso ocurra. Incluso si el Jaff...
—¡Cómo! — gritó Tesla—. ¿Conoce usted al Jaff?
—Le... le he visto personalmente. Tommy-Ray McGuire es hijo suyo, ¿lo sabían? — Tesla asintió—. Bien, pues McGuire me presentó al Jaff.
—¿Aquí en Grove? ¿En Grove?
—Claro.
—¿Dónde?
—En Cherry Tree Glade.
—Entonces, allí será donde empecemos —dijo Tesla—. ¿Puede llevarnos?
—Por supuesto.
—¿Crees que habrá vuelto allí? — preguntó Grillo.
—Ya viste en qué condiciones estaba —respondió Tesla—. Pienso que irá en busca de algún lugar que le sea familiar, en el que se sienta razonablemente seguro.
—Parece lógico —dijo Grillo.
—Pues si él se siente seguro —comentó Witt—, será el único que sienta así esta noche.
El amanecer les mostró lo que ya William Witt les había descrito: una ciudad casi desierta, abandonada por sus ocupantes. Un grupo de perros merodeaba por las calles; habían sido abandonados por sus dueños, o se habían escapado de ellos, demasiado ocupados en marcharse de allí en medio del mayor pánico.
En sólo un par de días, estos perros se habían convertido en una pequeña pandilla de animales carroñeros. Witt los reconoció. Los perritos de aguas de Mrs. Duffin se hallaban entre el grupo, y también dos perros salchicha de Blaze Hebbard, cachorros de cachorros de unos cachorros que habían sido propiedad de un habitante de Grove muerto cuando Witt era un muchacho, un cierto Edgar Lott, que había dejado su dinero para erigir un monumento a la Liga de las Vírgenes.
Además de los perros vagabundos se percibían otros inquietantes signos de fugas apresuradas. Puertas de garajes abiertas; juguetes caídos en la calle o en la carretera, al ser metidos los niños medio dormidos en los coches en plena noche.
—Todo el mundo lo sabía —murmuró Witt, mientras se dirigían al lugar—. Todos ellos, pero nadie decía nada, y ésa es la razón de que la mayoría haya escapado así, en plena noche. Pensaban que eran ellos los únicos que se estaban volviendo locos. Cada uno se creía el único.
—¿Dice usted que trabajaba aquí?
—Sí —respondió Witt—, como corredor de fincas.
—Pues yo diría que ese negocio puede florecer muy pronto. Habrá muchas casas en venta.
—Sí, ¿pero quién las comprará? — preguntó Witt—. Ésta va a ser una ciudad maldita.
—Lo ocurrido no ha sido culpa de Grove —observó Tesla—. Se trata de un accidente.
—¿Usted cree?
—Por supuesto. Fletcher y el Jaff terminaron aquí porque la fuerza se les acababa, no porque hubieran escogido Grove por una determinada razón.
—Sigo pensando que ésta, va a ser una ciudad maldita... —comenzó Witt, pero se interrumpió para dirigirse a Grillo—. La próxima vuelta es Cherry Tree Glade, y la casa de Mrs. Lloyd es la cuarta o la quinta a la derecha.
Por fuera, la casa parecía vacía. Cuando entraron en ella, esa impresión se confirmó. El Jaff no había estado allí desde que retó a Witt en el cuarto del piso alto.
—Vale la pena intentarlo —dijo Tesla—. Me figuro que deberemos seguir buscándolo. La ciudad no es tan grande, después de todo. Tendremos que ir de calle en calle, hasta que le «husmeemos». ¿Se le ocurre a alguien una idea mejor? — Observó a Grillo, cuya mirada y cuya mente se hallaban en otro sitio—. ¿Qué ocurre? — preguntó.
—¿Cómo?
—Alguien ha dejado el grifo abierto —dijo Witt, siguiendo la mirada de Grillo.
Era cierto; el agua salía por la puerta principal de la casa de enfrente, y era un torrente constante que bajaba por la pendiente de la acera, cruzando la calzada, y caía en la alcantarilla.
—¿Y qué tiene eso de particular? — preguntó Tesla.
—Acabo de darme cuenta... —comenzó Grillo.
—¿De qué?
Grillo seguía mirando al agua, que desaparecía alcantarilla abajo.
—Pues que creo que sé dónde ha ido. — Se volvió a Tesla, y la miró—. Un sitio familiar, dijiste. El lugar de Grove que él conoce mejor no es por tierra, sino bajo tierra.
Volvieron al coche, y, con Witt guiándoles por el camino más rápido, atravesaron la ciudad —haciendo caso omiso de semáforos en rojo y de calles de una sola dirección— hacia Deerdell.
—La Policía no tardará en llegar en busca de las estrellas de cine perdidas —observó Grillo.
—Sería cosa de ir a la casa y advertirles que se fueran —dijo Tesla.
—No podemos estar en dos sitios a la vez —observó Grillo—. A menos que poseas talentos que yo desconozca.
—Ja ja jajá.
—Habrán de enterarse por otro conducto; nosotros tenemos cosas más urgente que hacer.
—Eso es verdad —admitió Tesla.
—Si el Jaff está en las cuevas —dijo Witt—, ¿cómo llegamos hasta él? No creo que aparezca en cuanto le llamemos.
—¿Conoce usted a un sujeto apellidado Hotchkiss? — preguntó Grillo.
—Sí, por supuesto, es el padre de Carolyn, ¿verdad?
—Exacto.
—Ése puede echarnos una mano. Seguro que sigue por aquí. Puede llevarnos allá abajo. Lo que no sé es si podrá sacarnos; aunque hace un par de días, parecía bastante seguro. Trató de convencerme de que fuera a las cuevas con él.
—¿Por qué?
—Está obsesionado con que hay cosas enterradas bajo Grove.
—No entiendo.
—No sé si yo mismo lo entiendo. Mejor será que él nos lo explique.
Llegaron al bosque. No se oía al coro matinal, ni siquiera a inedias. Se metieron entre los árboles, rodeados de un silencio opresivo.
—Ha estado por aquí —aseguró Tesla.
Nadie necesitó preguntarle cómo lo sabía. Incluso sin tener los sentidos agudizados por el Nuncio, resultaba evidente que el ambiente del bosque estaba cargado de expectación. Los pájaros no se habían ido, pero tenían demasiado miedo para cantar.
Witt los condujo hasta el claro. Su sentido de la orientación era propio de un hombre que siempre sabía con exactitud a dónde quería ir.
—¿Visitaba usted este lugar con frecuencia? — le preguntó Grillo, medio en broma.
—No venía casi nunca —respondió Witt.
—Deteneos —susurró Tesla de pronto.
El claro estaba justo ante ellos, visible entre los árboles. Ella lo señaló con un movimiento de cabeza.
—Mirad.
Aun metro de distancia, o dos, al otro lado de la barricada de la Policía tuvieron la prueba indudable de que el Jaff se había refugiado allí: uno de los terata, demasiado débil y herido para recorrer los últimos metros que le separaban de las cuevas, se retorcía sobre la hierba. Pasaba así los últimos momentos de su vida, y su disolución se concretaba en una enfermiza luminiscencia.
—No puede hacernos daño —dijo Grillo, a punto de salir al claro.
Pero Tesla le cogió del brazo.
—Espera, puede poner al Jaff sobre aviso. No sabemos cómo contacta con esos seres. No tenemos necesidad de seguir adelante. Ya sabemos que se encuentra allí.
—Es verdad.
—Vamos a buscar a Hotchkiss.
Comenzaron a desandar el camino.
—¿Sabe dónde vive? — preguntó Grillo a Witt, en cuanto estuvieron a alguna distancia del claro.
—Yo sé dónde vive todo el mundo —dijo Witt—; mejor dicho, donde vivían.
La vista de las cuevas parecía haberle puesto nervioso, lo que hizo crecer en Grillo la sospecha de que, a pesar de lo que afirmaba de que apenas iba por allí, aquel paraje era una especie de lugar de peregrinación para él.
—Conduzca a Tesla a casa de Hotchkiss —dijo Grillo—, allí nos veremos.
—¿A dónde vas? — quiso saber Tesla.
—Quiero cerciorarme de si Ellen ha abandonado.
—Es una mujer sensata —fue la respuesta—. Seguro que se ha ido.
—De todas formas voy a comprobarlo —insistió Grillo, nada dispuesto a ser disuadido de su idea.
Los dejó en el coche y anduvo en dirección a la casa de Ellen Nguyen, dejando a Tesla la tarea de que Witt apartase la mirada del bosque. Cuando Grillo dio la vuelta a la esquina, aún no lo había logrado. Witt tenía la vista clavada en los árboles, como si aquel claro le recordase algún pasado compartido y no le fuese posible apartar la mirada de él.
III
No fue Howie el que acudió en ayuda de Jo-Beth, sumida en su solitario terror, ni quien la levantó en volandas y la llevó —con los ojos casi siempre cerrados (y, cuando los abrió, anegados en lágrimas)— al lugar que había entrevisto brevísimamente cuando ella y Howie nadaron juntos en la Esencia: la Efemérides. Había en el elemento un comienzo de inquietud que la levantaba a flote, pero ella seguía tan ignorante de esta circunstancia como de la proximidad de la isla. Otros, sin embargo, no lo ignoraban, y si Jo-Beth hubiese estado más consciente de lo que la rodeaba, hubiera visto una agitación sutil, pero inconfundible, invadir a las almas que nadaban en el éter de la Esencia. Sus movimientos no eran tan firmes, y algunas —quizá las más sensibles al rumor que el éter transmitía— dejaron de avanzar y quedaron como colgadas en la oscuridad, a semejanza de estrellas ahogadas. Otras se hundieron más y más en el éter, esperando evitar así el cataclismo cuya inminencia se rumoreaba. Y aun hubo otras, muy pocas aún, que salieron de allí, y despertaron en su cama en el Cosmos, contentas de verse fuera de peligro. Para la mayoría, sin embargo, el mensaje fue tan silencioso que no pudieron oírlo; o, si lo oyeron, el placer de estar en la Esencia venció cualquier inquietud. Se levantaron y cayeron, se levantaron y cayeron, y su camino, en casi todos los casos, les llevó por el mismo que Jo-Beth recorría: hacia la isla del mar de los sueños.
Efemérides
El nombre resonaba en la mente de Howie desde la primera vez que lo oyó en labios de Fletcher.
«¿Qué hay en Efemérides?», había preguntado, pensando que se trataba de alguna isla paradisíaca; mas las palabras de su padre no fueron muy clarificadoras. El Gran Espectáculo Secreto, le dijo, respuesta que, a su vez, planteaba una docena de preguntas. Y en ese momento, cuando vio la isla ante sus ojos, Howie lamentó no haber preguntado con más persistencia. Incluso a aquella distancia, estaba muy claro que su idea del lugar se había quedado espectacularmente corta. De la misma manera que la Esencia no era un mar en el sentido más convencional de la palabra, Efemérides exigía una revisión de lo que la palabra isla significaba. Para empezar, no se trataba de una sola masa de tierra, sino de muchas, cientos quizás, unidas entre sí por arcos rocosos, y el archipiélago entero semejaba una vasta catedral flotante; sus puentes eran los contrafuertes; las islas, torres que crecían en altura a medida que se hallaban más próximas a la isla central, de la que se levantaban hasta el cielo gruesas y compactas columnas de humo. La semejanza resultaba demasiado grande para tratarse de una nueva coincidencia. Esa imagen era, evidentemente, la inspiración subconsciente de todos los arquitectos del Mundo. Los constructores de catedrales y torres, incluso —¿por qué no?— los niños que juegan con ladrillos de juguete, tuvieron, sin duda, ese lugar de ensueño en lo más hondo de su mente, y le rindieron homenaje de la mejor manera que cada uno sabía. Pero sus obras maestras no podían pasar de ser meras aproximaciones, componendas con la fuerza de la gravedad y las limitaciones del medio. Ni tampoco aspirarían jamás a emular obra tan grandiosa. La isla de Efemérides tenía varios kilómetros de anchura, pensó Howie, y no había trecho alguno de ella que no hubiese sentido el contacto del genio. Si se trataba de un fenómeno natural (¿y quién era capaz de decir lo que es natural en un lugar de la mente?), no cabía duda de que la Naturaleza había pasado por un frenesí de fantasía al hacer que la materia sólida se lanzase a juegos de que sólo las nubes o la luz eran capaces en el mundo que Howie había abandonado, al construir torres, finas como juncos, sobre las que se sostenían, en equilibrio, globos del tamaño de casas; al hacer colinas en espiral, peñascos como senos y perros y los restos de alguna enorme mesa Muchas eran las semejanzas, pero no había ninguna que pareciera deliberada a Howie. Un fragmento en el que había creído ver un rostro era parte de otra semejanza de la que se percató después; y cualquier interpretación estaba sujeta a cambio constante. Quizá todas ellas fuesen acertadas, todas deliberadas. Tal vez ninguna lo fuese; y, entonces, ese juego de las semejanzas sería, como la creación del muelle cuando Howie estaba a punto de llegar a la Esencia, la forma elegida por su mente de domar la inmensidad. Pero, en ese caso, estaba claro que su mente había fracasado, como en la isla central del archipiélago, que se levantaba, erecta y firme, de la Esencia, o el humo que salía de incontables fisuras abiertas en sus muros y se levantaba al cielo con la misma verticalidad. Su cima estaba oculta por el humo; pero, fuera cual fuese el misterio que acechaba en ella, era néctar para las luces del espíritu, que se elevaban hacia ella, liberadas de carne y de sangre, sin entrar en el humo, pero rozando su plenitud, Howie se preguntó si seria miedo lo que les impedía entrar en el humo, o si éste era una barreta más sólida de lo que a primera vista parecía. Quizá, si se acercaba más, descubriera la respuesta. Ansioso de verse allí lo antes posible, apresuró el paso, añadiendo al flujo de la marea el impulso de manos y de pies, de modo que, a los diez o quince minutos de ver por primera vez Efemérides, ya ascendía a su playa. Estaba oscuro, aunque no tanto como en la Esencia, y notó que el suelo era áspero en la palma de las manos. No se trataba de arena, sino de excrecencias, como coral. ¿Era posible, se preguntó, que el archipiélago hubiese sido creado de la misma manera que aquella isla que acababa de ver flotando entre las fruslerías de la casa de Vance, y que crecía en torno a cuerpos de seres humanos caídos en la Esencia? En ese caso, ¿cuánto tiempo hacía de la caída de éstos en el mar de los sueños para que hubiesen llegado a adquirir tales proporciones?
Howie comenzó a ascender por la playa, prefiriendo la parte izquierda a la derecha, pues, cada vez que se veía ante la bifurcación de un camino cuyos dos ramales desconocía, siempre optaba por el izquierdo. Se mantuvo cerca del mar, esperando ver a Jo-Beth en la playa, llevada allí por la misma marea que le había capturado a él. Una vez fuera de las sedantes aguas, el cuerpo de Howie, ya no sostenido ni acariciado, sintió latir de nuevo inquietudes que el mar había calmado. La primera de ellas era que podría pasarse días, semanas incluso, buscando por el archipiélago sin encontrar a Jo-Beth. La segunda, que, aun cuando diese con ella, todavía debería enfrentarse con Tommy-Ray. Y éste no estaba solo: había llegado a la casa de Vance acompañado de un séquito de fantasmas. La tercera, y la menos importante de sus preocupaciones, se convertía en aquel lugar en la más grave de todas: algo estaba cambiando en la Esencia. No importaba qué palabras serían las idóneas para definir esta realidad; si había alguna otra dimensión o estado mental, también carecía de importancia. Todo ello, probablemente, era uno y lo mismo. Lo que en verdad importaba era la santidad del lugar. Howie no dudaba ni por un momento que todo lo que había aprendido sobre la Esencia y sobre Efemérides era cierto. Ése era el lugar del que procedía todo cuanto su especie sabía de la gloria. Un lugar constante, de reposo, donde el cuerpo quedaba relegado al olvido (excepto en el caso de intrusos, como él mismo), y donde el alma soñadora levantaba el vuelo, un lugar de misterio. Pero había indicios sutiles, y algunos lo eran tanto que Howie no hubiera sido capaz de identificarlos, de que aquel lugar de sueños no era seguro. Las pequeñas olas que rompían en la playa, con su azulada espuma, no eran tan rítmicas como cuando Howie salió del mar. El movimiento de las luces de la Esencia también parecía haber cambiado, como si algo estuviese desequilibrando el sistema. Howie dudaba de que la simple intrusión de carne y sangre del Cosmos fuese responsable de aquello.
La Esencia era amplia, y disponía de medios para lidiar con aquellos que se resistían a la calma de sus aguas: él había visto ya ese mecanismo en pleno funcionamiento. No, lo que perturbaba la tranquilidad de la Esencia tenía que ser algo más que la simple presencia de alguien como él, o la de cualquiera de los invasores del otro lado.
Howie no tardó en encontrar pruebas de este desequilibrio en la playa. Una puerta, pedazos de muebles rotos, cojines, e, inevitablemente, fragmentos de la colección de Vance. A escasa distancia de esos tristes restos, en torno a una curva de la playa, Howie encontró esperanzas de que la marea hubiese llevado a Jo-Beth allí: otra superviviente. Se hallaba en el borde mismo de la Esencia, de cara al mar. Si le oyó acercarse, no volvió la cabeza. Su postura (los brazos caídos a lo largo del cuerpo, los hombros hundidos) y la fijeza de su mirada hacían pensar que alguien la tuviese hipnotizada. Por reacio que se sintiera a romper su pasmo, si es que era así como ella había decidido enfrentarse con el shock de un cambio tan radical, Howie se vio forzado a intervenir:
—Dispénseme —dijo, sabiendo que la cortesía resultaba patética en tales circunstancias—. ¿Es usted la única persona aquí?
Ella se volvió para mirarle, y Howie se llevó su segunda sorpresa: había visto aquel rostro docenas de veces en la pantalla de su televisor ponderando las virtudes de cierto champú. Howie ignoraba su nombre. Sólo era la mujer del champú «Silksheen». Ella lo miró, frunciendo el ceño, como si tuviera dificultad en enfocar su rostro. Howie trató de repetir la pregunta, cambiándola un poco.
—¿Hay otros supervivientes de la casa?
—Sí —respondió ella.
—¿Dónde están?
—Por ahí.
—Gracias.
—Esto no es real, ¿verdad? — preguntó ella.
—Mucho me temo que sí —respondió Howie.
—¿Qué le ha sucedido al Mundo? ¿Han tirado la bomba?
—No.
—¿Entonces?
—El Mundo sigue por ahí, en algún lugar —dijo Howie—, más allá de la Esencia, más allá del mar.
—Oh —dijo ella, aunque estaba claro que no había entendido nada—. ¿Tiene usted algo de cocaína? — preguntó—, ¿o píldoras?, ¿o cualquier cosa?
—No, lo siento.
Ella, entonces, volvió de nuevo la mirada a la Esencia, dejando a Howie que, por lo que le había dicho, se fuese a buscar por la playa. La agitación de las olas crecía con cada paso que daba. O bien quizá fuese que Howie se estaba volviendo más observador. tal vez se tratara de lo último, porque en ese momento, por ejemplo, notaba otros indicios, además del creciente ritmo de las olas. En el aire que envolvía su cabeza percibía una inquietud, como si estuviesen teniendo lugar conversaciones entre seres invisibles más allá del alcance de sus oídos. En el cielo, las olas de color se rompían en manchones, como nubes color espina de pescado, y su sereno avance adquiría la misma agitación que la Esencia. Seguían pasando luces por el cielo, en dirección a la torre de humo, pero cada vez menos, y era evidente que los soñadores estaban despertando.
Delante de él, la playa aparecía bloqueada en parte por formaciones rocosas semejantes a cotas de malla, y tuvo que pasar entre ellas para continuar su búsqueda. La mujer del «Silksheen» le había dado buena guía, a pesar de todo, porque, algo más allá de las rocas, en torno a otra curva de la playa, Howie encontró a varios supervivientes más, hombres y mujeres. Ninguno parecía capaz de haber ascendido más que unos pocos metros de la playa. Uno de ellos seguía echado, con los pies en las olas, los brazos en cruz, como muerto, y nadie se molestaba en ayudarle. La misma languidez que inducía a la mujer del «Silksheen» a contemplar la Esencia afectaba a toda aquella gente; pero varios de ellos estaban inertes por otra razón muy distinta. Habían salido de la Esencia cambiados por haber flotado en sus aguas. Sus cuerpos aparecían cubiertos de pegotes, y deformes, como si el mismo proceso que había trocado a los dos combatientes en isla estuviese actuando también en ellos. Howie podía intentar adivinar sólo cuál era la cualidad, o falta de ella, qué diferenciaba a ésos de los demás; o porqué razón él, y quizá media docena más, después de recorrer idéntica distancia y en el mismo elemento que aquellos seres deformes, habían salido del mar de la Esencia sin sufrir cambio alguno. ¿Sería que aquellas personas habían entrado calientes de emoción en el mar y la Esencia se había cebado en ellos, que habían dejado su vida en otra parte, y, con ella, toda ambición, toda obsesión; cualquier tipo de sentimiento, no quedándoles otra cosa que la quietud de que la Esencia les empapaba? La quietud que había llegado incluso a atenuar en Howie el deseo de ver a Jo-Beth, aunque no por mucho tiempo, pues ése era ya su único pensamiento. Anduvo buscándola entre los supervivientes, pero quedó decepcionado; Jo-Beth no estaba allí, ni tampoco Tommy-Ray.
—¿Hay otros por aquí? — preguntó a un hombre grande y fornido, que estaba caído en la orilla.
—¿Otros?
—Sí, más gente... como nosotros.
El hombre tenía el mismo aire distraído y desconcertado que la mujer del «Silksheen». Parecía costarle trabajo el juntar las palabras que acababa de oír.
- Nosotros —subrayó Howie—, Desde la casa.
Pero no obtuvo respuesta inmediata. El otro se limitó a mirarle con ojos vidriosos. Howie renunció a seguir preguntándole y continuó la búsqueda en mejor fuente de información. Eligió a un hombre que se hallaba entre los supervivientes, pero sin mirar a la Esencia, sino playa adentro, fijándose en la torre de humo que se levantaba en el centro mismo del archipiélago. El viaje no le había dejado incólume. Había huellas de la acción de la Esencia en su cuello y en su rostro, y también a lo largo de su espalda. Se había quitado la camisa, la llevaba enrollada en la mano izquierda. Howie se acercó a él.
Esa vez no se excusó, limitándose a formular la escueta pregunta.
—Busco a una chica. Es rubia. De unos dieciocho años. ¿La ha visto usted?
—¿Qué hay arriba? — replicó el hombre, que miraba la torre—. Quiero ir a verlo.
Howie probó de nuevo.
—Busco...
—Ya le he oído.
—¿La ha visto?
—No.
—¿Sabe usted si hay más supervivientes?
La respuesta fue la misma sílaba monótona. Howie se enfureció.
—¿Pero qué cojones le pasa aquí a todo el mundo? — exclamó.
El hombre lo miró. Su rostro estaba marcado de viruelas y no era nada agraciado, pero tenía una sonrisa torcida que ni la fuerza de la Esencia no podía echar a perder.
—No se irrite —dijo—. No vale la pena.
- Ella sí la vale.
—¿Por qué? Todos estamos muertos.
—No necesariamente. Igual que hemos entrado aquí, podremos salir.
—¿Cómo?, ¿a nado? Que te den por el culo, hombre. No tengo la menor intención de meterme otra vez en esa sopa de los cojones. Preferiría morir. Por esas alturas. — Levantó nuevamente la vista, mirando a la montaña—. Allá arriba hay algo —dijo—. Algo maravilloso. Lo sé.
—Es posible.
—¿Por qué no subes conmigo?
—¿Escalando? No podrás.
—Quizá, no toda esa altura, pero puedo acercarme. Husmear.
Su apetito por el misterio de la torre resultaba animador cuando todo el mundo estaba tan letárgico, y Howie no quiso separarse de él. Aunque Jo-Beth, desde luego, no se encontraba en la montaña.
—Acompáñame parte del camino —insistió el otro—. Desde más cerca verás mejor; quizás encuentres a tu amiga.
No era mala la idea, sobre todo teniendo tan poco tiempo. La agitación del aire se hacía más palpable a cada minuto que transcurría.
—¿Por qué no? — dijo Howie.
—He estado buscando el camino más fácil. Me parece que lo mejor será que vayamos por el lado de la playa. A propósito, ¿cómo te llamas? Mi nombre es Garrett Byrne, con dos erres, y sin u. Te lo digo por si tuvieras que escribir mi nota necrológica. ¿Y tú?
—Howie Katz.
—Te estrecharía la mano, pero sucede que la mía no se puede estrechar. — Agitó el miembro envuelto en la camisa—. No sé qué me pasó en el agua, pero te aseguro que no volveré a firmar más contratos. Quizá sea mejor así, ¿quién sabe? Era un trabajo de lo más jodido.
—¿Cuál?
—Abogado de espectáculos. ¿Sabes el chiste? ¿Qué ocurre cuando tienes a tres abogados de espectáculos hundidos en mierda hasta las cejas?
—Pues no sé.
—Que no tienes mierda suficiente.
Byrne prorrumpió en una carcajada cuando lo contó.
—¿Quieres ver? — dijo, quitándose la camisa de la mano. Apenas lo parecía. Los dedos estaban pegados entre sí, e hinchados—. ¿Sabes lo que te digo? — añadió—. Creo que trata de convertirse en una polla. Después de pasarme tanto tiempo jodiendo a la gente con esta mano, metiéndosela a todos por el culo, la pobre ha acabado por entender el mensaje. Es una polla, ¿no te parece? No, no digas nada. Vamos a escalar.
Tommy-Ray sentía que el mar de los sueños actuaban sobre él mientras flotaba, pero no malgastó esfuerzos en mirar en qué consistía el cambio que se estaba efectuando en él. Se limitaba a dejar libre la furia que impulsaba aquellos cambios.
Quizás era eso —la ira y los mocos— lo que había atraído a sus fantasmas de nuevo. Empezó a notarlos como un recuerdo. Su mente los imaginaba, persiguiéndole por las desiertas carreteras de la Baja California, su nube como latas de conserva atadas al rabo de un perro. Pero en cuanto empezó a pensar en ellos, los sintió. Un viento frío le sopló en el rostro, la única parte de él que salía del mar. Tommy-Ray se dio cuenta entonces de lo que estaba a punto de ocurrir. Olió las tumbas, y el polvo de las tumbas. Pero hasta que el mar empezó a agitarse a su alrededor, no abrió los ojos; entonces vio la nube girando en círculos por encima de él. No era la gran tormenta de Grove, destructora de iglesias y de madres. Era una enloquecida y enana espiral de basura. Pero el mar sabía que aquella basura era suya, y comenzó a actuar con más fuerza sobre su cuerpo. Tommy-Ray sentía los miembros cada vez más pesados. El rostro le picaba con verdadera furia, y él hubiera querido decir: «Esta legión no es mía, no me echéis la culpa.» ¿De qué valía negarlo? Era el Chico de la Muerte, y seguiría siéndolo. La Esencia lo sabía, y por eso actuaba en él. Allí no había mentiras. Ni ficciones. Tommy-Ray observó a los espíritus que descendían hacia la superficie del mar, girando en torno a él. La furia del éter de la Esencia iba en aumento, y Tommy-Ray se sentía girar como una peonza, su propio movimiento le impedía moverse. Trató de levantar los brazos por encima de la cabeza, pero los sintió como diplomo, y el mar, sin más, se cerró sobre su cabeza. Abrió la boca. La Esencia le inundó la garganta; todo el organismo. En aquella confusión, arrastrado por la Esencia, engullido de pronto en todo su vasto amargor, una seguridad lo asaltó: sobre él estaba a punto de caer un mal peor que todos los que había conocido hasta entonces. Lo sintió, primero, en el pecho; luego, en el vientre y en el intestino; y, por último, en la cabeza, como una noche florecida. La noche era llamada Jad, y el frío que transmitía no tenía parangón con planeta alguno del sistema solar, ni siquiera en aquellos cuya lejanía del astro rey les impedía producir vida. Ninguno poseía una oscuridad tan profunda, tan asesina.
Tommy-Ray volvió a levantarse sobre la superficie. Los fantasmas habían desaparecido, pero no en la lejanía, sino en su interior, absorbidos por su anatomía en transformación, como parte de la obra de la Esencia. No había salvación en la noche que se aproximaba, excepto pata sus aliados. Mejor, él sería un muerto entre tantos muertos; así, al menos, tendría una leve esperanza de pasar inadvertido en el inminente holocausto.
Tomó aliento y lo expulsó en una carcajada, mientras se llevaba las transformadas manos, por pesadas que fuesen, al rostro. Éste, por fin, había adquirido la forma de su alma.
Howie y Byrne ascendieron la pendiente durante varios minutes, pero, por alto que subieran, la mejor vista estaba siempre por encima de sus cabezas: el espectáculo de la torre de humo. Y cuanto más se acercaban a ella tanto más emocionaba a Howie la obsesión de Byrne por alcanzarla. Comenzó a preguntarse, como se había preguntado ya cuando la marea le brindó su primer atisbo de Efemérides, qué gran misterio se escondería arriba, tan potente que era capaz de atraer hasta su umbral a los durmientes del mundo. Byrne no era nada ágil, sobre todo teniendo en cuenta que sólo disponía de una mano para ayudarse. Resbalaba constantemente. Pero no se quejaba ni murmuraba, aunque, cuanto más tropezaba, mayor era el número de cortes y rozaduras que su cuerpo recibía. Con los ojos fijos en la cima de la montaña, Byrne seguía escalando, sin parecer preocuparse en absoluto por el daño que esto pudiera causarle, siempre y cuando, a costa de ese dolor, la distancia entre él y el misterio menguara. A Howie le resultaba bastante fácil ir a su ritmo, pero debía detenerse cada pocos minutos para otear la escena que se abría a sus pies desde cada nueva atalaya. No había huella alguna de Jo-Beth en toda la extensión visible de la orilla, y Howie empezó a preguntarse si tendría sentido, después de todo, esa escalada en compañía de Byrne. La subida era cada vez más arriesgada, a medida que las rocas por las que subían se iban haciendo más y más empinadas y los puentes sobre los que cruzaban se volvían más angostos. Desde los puentes no se veía más que abismo, casi siempre con un fondo de roca pura. A veces, sin embargo, se vislumbraba un atisbo de Esencia en el fondo de esos abismos, pero el agua estaba tan agitada como ellos lejos de su orilla.
En el aire había cada vez menos espíritus, pero, cuando cruzaban un arco que no era más ancho que una tabla, una bandada de ellos pasó justo por encima de sus cabezas, y Howie vio que en el interior de cada luz brillaba una línea sinuosa, como una luminosa serpiente. «El Génesis —pensó— se equivocó de medio a medio, o nos engañó, al decir que la serpiente había sido aplastada por el talón humano. El alma era esa serpiente y sabía volar.»
La visión le hizo detenerse, y tomar una decisión.
—No subo más —dijo.
Byrne se volvió a mirarle.
—¿Por qué?
—Ya he visto toda la orilla que se puede divisar a vista de pájaro.
La vista desde allí no era, ni mucho menos, total, pero continuar la ascensión no la mejoraría. Además, las figuras en la playa que se extendía a sus pies se veían tan pequeñas que apenas las reconocía. Pocos minutos más de subida y no le sería posible distinguir a Jo-Beth entre los supervivientes.
—¿No quieres ver lo que hay ahí arriba? — preguntó Byrne.
—Por supuesto que me gustaría —respondió Howie—, pero en otra ocasión.
Sabía que su respuesta sonaba ridícula, porque no iba a tener otra oportunidad a este lado del tiempo.
—Pues, entonces, adiós —dijo Byrne.
No perdió el tiempo en más despedidas, cariñosas o secas, sino que volvió a su asunto, que era la subida. Su cuerpo chorreaba sudor y sangre, y a cada dos pasos que daba tropezaba; pero Howie sabía que sería inútil intentar disuadirle. Inútil y presuntuoso, porque, no importaba cuál hubiera sido su vida anterior —y, a juzgar por lo que él mismo decía, había sido una vida carente de caridad—, Byrne estaba aprovechando ahora su última oportunidad de entrar en contacto con la santidad. Quizá la muerte fuese la consecuencia inevitable de aquella búsqueda.
Howie volvió los ojos a la escena que se extendía a sus pies. Resiguió la línea de la playa, con la mirada, en busca del menor signo de movimiento. A su izquierda estaba el trecho de orilla de donde habían subido. Todavía veía al grupo de supervivientes, junto al mar, tan hipnotizados como antes. A su derecha estaba la mujer del «Silksheen». Las olas rompían contra la playa —su estruendo llegaba hasta los oídos de Howie—, y lo hacían con fuerza, tanta como para amenazar a la mujer del «Silksheen» con llevársela consigo. Más allá, otra vez, la playa donde Howie se había encontrado a sí mismo.
No estaba desierta, y los latidos de su corazón aumentaron el ritmo. Alguien avanzaba a trompicones por la orilla, manteniéndose lejos del mar, que avanzaba. Su cabello brillaba, incluso a tanta distancia. Podía ser Jo-Beth. Y, al reconocerla, sintió miedo por ella, porque parecía que cada paso que daba era una agonía.
De inmediato comenzó a rehacer el camino andado, la roca estaba marcada en algunos puntos por la sangre de Byrne. Desde uno de aquellos puntos, Howie se volvió para ver si lo divisaba, pero las alturas estaban oscuras, y, le parecieron desiertas. Las últimas almas que quedaban se habían alejado de la torre de humo, y, con ellas, gran parte de la luz. No había ni rastro de Byrne.
Pero le vio al volverse de nuevo. Estaba dos o tres metros por debajo de él, en la pendiente. Las heridas que había acumulado en la ascensión eran poca cosa en comparación con la última de tollas. Iba desde un lado de la cabeza hasta la cadera, y era tan profunda que le llegaba a los intestinos.
—Me caí —se limitó a decir.
—¿Todo este trecho? — preguntó Howie, maravillado de que fuese capaz de seguir en pie.
—No, bajé por mi propio pie.
—¿Cómo?
—Fácil —replicó Byrne—. Ahora soy larvae.
—¿Qué cosa?
—Fantasma, Espíritu. Pensé que a lo mejor me habías visto caer.
—Pues no.
—Fue una larga caída, pero terminó bien. No creo que nadie se haya muerto hasta ahora en Efemérides. Eso hace que mi caso sea único, y ahora puedo establecer mis propias reglas, hacer lo que me venga en gana. Y pensé que podría bajar para ayudar a Howie... —Su calor obsesivo había sido sustituido por un aire de serena autoridad—. Tienes que darte prisa —añadió—. De pronto comprendo muchas cosas, y las noticias no son buenas.
—Algo va a ocurrir, ¿verdad?
—Los Iad están empezando a cruzar la Esencia —dijo Byrne.
Palabras que pocos minutos antes no sabía eran algo natural en sus labios.
—¿Qué son los Iad? — preguntó Howie.
—El mal inconcebible —dijo Byrne—, de modo que ni siquiera me esforzaré.
—¿Van al Cosmos?
—Sí. Quizá consigas llegar antes que ellos.
—¿Cómo?
—Confía en el mar. El mar quiere lo que tú quieras.
—¿Y qué es?
- Salir —dijo Byrne—; así que vete, y rápido.
—Te oigo.
Byrne se hizo a un lado, y cuando Howie pasó junto a él, le agarró del brazo con su mano buena.
—Quiero que sepas... —comenzó.
—¿Qué?
—Lo que hay en la montaña. Es maravilloso.
—¿Digno de morir por ello?
—Cien veces. — Soltó a Howie.
—Me alegro.
—Si la Esencia sobrevive —dijo Byrne—, y tú sobrevives a esto, búscame. Querré hablar contigo.
—Lo haré —respondió Howie.
Comenzó a descender la pendiente a la mayor velocidad posible; su bajada oscilaba entre lo desgarbado y lo suicida. Comenzó a gritar el nombre de Jo-Beth en cuanto llegó a lo que le pareció suficiente distancia, pero su llamada no obtuvo respuesta. La cabeza rubia no se distraía de su contemplación. Quizás el ruido de las olas cubriera su voz. Howie llegó a la playa cubierto de sudor, confuso y fatigado, y comenzó a avanzar hacia ella.
- ¡Jo-Beth!, ¡soy yo! ¡Jo-Beth!
Esta vez ella le oyó, y levantó la vista. Incluso a varios metros de distancia, Howie observó con claridad la razón de que ella tropezara. Horrorizado, aminoró el paso, sin darse apenas cuenta de lo que hacía. La Esencia había actuado en Jo-Beth. El rostro del que Howie se había enamorado en el restaurante «Butrick», el rostro por el que hubiera dado la vida, era una masa de excrecencias espinosas que le bajaban hasta el cuello y desfiguraban sus brazos. Durante un instante, que jamás se perdonó, Howie deseó que Jo-Beth no lo reconociera; deseó poder pasar junto a ella sin decirle nada. Pero Jo-Beth lo reconoció, y la voz que salió de aquella horrenda máscara fue la misma que le había dicho que lo amaba.
—Howie..., ayúdame... —dijo.
Él abrió los brazos y Jo-Beth se refugió en ellos. Su cuerpo estaba febril, agitado por estremecimientos.
—Pensé que no volvería a verte —dijo ella, cubriéndose el rostro con las manos.
—Jamás te hubiera abandonado.
—Por lo menos, ahora podemos morir juntos.
—¿Dónde está Tommy-Ray?
—Se ha ido.
—También nosotros debemos irnos —dijo Howie—. Salir de la isla lo antes posible. Algo terrible va a ocurrir aquí.
Ella se atrevió a mirarle; sus ojos eran tan claros y azules como siempre, y le miraban con el brillo de un tesoro en medio del fango. Esa visión indujo a Howie a apretarla más entre sus brazos, como para demostrarle (y demostrarse a sí mismo) que se había sobrepuesto a todo aquel horror. Pero no era cierto. La belleza de Jo-beth que, en un principio, le había dominado, no existía ya. Tuvo que desviar la mirada más allá de su desaparición para ver a la Jo-beth a quien amaría más tarde, pero iba a resultarle muy difícil. Apartó la vista de ella, y la dirigió hacia el mar. Las olas eran atronadoras.
—Tenemos que volver a la Esencia —dijo.
—¡No podemos! — respondió ella—. ¡Yo no puedo!
- No tenemos otra opción. Es el único camino de vuelta.
—Mira lo que me ha hecho —dijo ella—. ¡Me ha cambiado!
—Si no nos vamos ahora, nunca podremos volver —insistió Howie—. Así de sencillo. Si seguimos aquí, morimos aquí.
—Quizá fuese lo mejor —replicó ella.
—¿Por qué? — preguntó Howie—. ¿Cómo es posible que morir sea lo mejor?
—El mar nos matará de todas formas, nos deformará, nos retorcerá.
—No, si confiamos en él no. Entreguémonos a él. — Howie recordó su viaje hasta allí, flotando de espaldas, observando las luces. Si pensaba que el viaje de regreso iba a ser igual de agradable, se engañaba a sí mismo. La Esencia no era ya un sereno mar de almas. Pero, por otra parte, ¿qué alternativa tenían?
—Podemos seguir aquí —repitió Jo-Beth—, podemos morir aquí, juntos. Incluso si volviésemos... —comenzó a gemir de nuevo—, si volviésemos, yo no podría vivir así.
—Deja de llorar —dijo él—. Y deja de hablar de la muerte. Vamos a volver a Grove. Los dos. Si no por nosotros mismos, por lo menos para advertir a los demás.
—¿De qué?
—De que algo está cruzando la Esencia. Una invasión. Y se dirigen a nuestra tierra. Ésa es la razón de que el mar se agite de esa manera.
La conmoción en el cielo era igual de violenta. Tampoco había signo alguno, ni en el mar ni en el cielo, de espíritus luminosos. Por preciosos que fueran los momentos pasados en Efemérides, hasta el último de los soñadores había renunciado al viaje, y despertado. Howie les envidiaba la facilidad del pasaje. Poder, sin más, salirse de golpe de ese horror y encontrarse de nuevo en la propia cama. Sudoroso, quizá; asustado, seguro. Pero en casa. Suave y fácil. No era ésta, sin embargo, la suerte de los transgresores, como ellos, carne y sangre en lugar de espíritu. Ni tampoco, ahora que lo pensaba, la de los otros que estaban allí. Debía advertirles, aunque sospechaba que desoirían sus palabras.
—Ven conmigo —dijo.
Cogió de la mano a Jo-Beth y los dos volvieron a la playa, donde los demás supervivientes seguían reunidos. Muy poco había cambiado allí, aunque el hombre que antes estaba echado junto a la orilla había desaparecido, arrebatado, imaginó Howie, por la violencia de las olas, sin que nadie acudiera en su ayuda. Todos seguían en pie, como antes, con los ojos aún fijos en la Esencia. Howie se acercó al más próximo, un hombre que no sería mucho mayor que él, cuyo rostro parecía hecho a la medida de su actual vacuidad.
—Debéis iros de aquí —le dijo—. Todos debemos irnos.
La urgencia de su voz hizo algo por sacar al hombre de su torpor, pero no mucho. Lo más que salió de él fue un cansino:
—¡Ah!, ¿sí?
No hizo nada.
—Moriréis si seguís aquí —le dijo Howie; luego, levantó la voz sobre el ruido de las olas, y se dirigió a todos los demás—: ¡Moriréis! — gritó—. Tenéis que volver a la Esencia, y dejar que ella os lleve de vuelta.
—¿A dónde? — preguntó el joven.
—¿Cómo que a dónde?
—Sí, ¿de vuelta a dónde?
—Pues a Grove. Al lugar de donde habéis venido. ¿Es que no te acuerdas?
No obtuvo respuesta de ninguno de ellos. Quizá la mejor manera de provocar un éxodo, pensó Howie, fuese dar ejemplo.
—Ahora o nunca —le dijo a Jo-Beth.
Aún vio resistencia, tanto en su expresión como en su cuerpo. Tuvo que sujetarle la mano con fuerza y conducirla playa abajo, hacia las olas.
—Ten confianza en mí —dijo.
Jo-Beth no le respondió, pero tampoco se resistió ni trató de seguir en la playa. Estaba poseída de una angustiosa docilidad. «La única ventaja de esto —pensó Howie— es que quizás ahora la Esencia la deje en paz.» Howie no estaba muy seguro de que a él le tratara con la misma indiferencia, porque ahora no se sentía tan libre de tensa emoción como en el viaje de ida. En su interior hervía toda clase de sentimientos, y la Esencia podía reaccionar ante cualquier de ellos. El más fuerte de todos era el temor que sentía por su vida y por la de Jo-Beth; pero, inmediatamente después, estaba la confusión de repugnancia ante el aspecto de Jo-Beth y el remordimiento que esa repugnancia le inspiraba. El mensaje que se respiraba en el aire, sin embargo, era lo bastante urgente como para inducirle a correr playa abajo a pesar de sus inquietudes. Casi se trataba de una sensación física que le recordaba algún otro momento de su vida, y, por supuesto, algún otro lugar también; un recuerdo que no lograba identificar, pero daba igual, porque el mensaje estaba claro a más no poder. Los Iad, fueran quienes fuesen, causaban dolor, un dolor implacable, insoportable. Un holocausto en el que todas las propiedades de la muerte serían exploradas y celebradas excepto la virtud del apagón total, que se aplazaría hasta que el Cosmos se transformara en un solo gemido humano suplicando liberación. En algún lugar, Howie había sentido un atisbo de esto, en algún rincón de Chicago. Quizá su mente estuviese haciéndole un favor al negarse a recordarle dónde había sido.
Las olas estaban ya a un metro de distancia, y se levantaban en lentos arcos, resonando al romper en la playa.
—Bueno, ha llegado el momento —dijo a Jo-Beth.
La única respuesta de ella —una respuesta por la que se sintió tremendamente agradecido— consistió en apretarle más la mano, y, juntos, volvieron a hundirse en el transformador mar.
IV
La puerta de la casa de Ellen Nguyen no le fue abierta por ella, sino por su hijo.
—¿Y tu mamá? — preguntó Grillo.
El chico no parecía encontrarse nada bien, aunque va no estaba en pijama, sino que llevaba unos vaqueros sucios y una camiseta aún más sucia.
—Pensé que te habrías ido —le dijo a Grillo.
—¿Por qué?
—Todo el mundo se ha ido.
—Eso es cierto. — ¿Quieres entrar?
Querría ver a tu mamá.
—Está ocupada —respondió Philip, pero le dejó entrar de todas formas.
La casa estaba en más caos todavía que la vez anterior. Por todas partes se veían restos de comidas improvisadas. Creaciones de un gourmet precoz, se dijo Grillo: perritos calientes y helado.
—¿Dónde está tu mamá? — volvió a preguntar Grillo al niño.
Éste señaló la puerta del dormitorio, cogió un plato con comida a medio terminar y se fue.
—Espera —dijo Grillo—, ¿está enferma?
—No, qué va —contestó el chico. Parecía no haber dormido ocho horas en varias semanas, pensó Grillo, mirándole—. Lo que pasa es que ya no sale —añadió el pequeño—, excepto de noche.
Esperó a que Grillo le contestase con un movimiento de cabeza y luego se fue a su cuarto, habiéndole facilitado toda la información que se consideraba obligado a dar.
Grillo oyó al chico cerrar la puerta, dejándole a solas para que meditase esa cuestión. Los recientes sucesos no habían dejado a Grillo mucho tiempo que dedicar a sueños eróticos, pero las horas pasadas allí, en aquella misma habitación donde Ellen estaba encerrada, ejercían una fuerte influencia en su mente y en su bajo vientre. A pesar de lo temprano que era, de lo fatigado que estaba, y de las desesperadas circunstancias por las que Grove pasaba, una parte de Grillo exigía terminar el asunto que la vez anterior había quedado inconcluso: hacer el amor como era debido con Ellen una sola vez antes de emprender el viaje bajo tierra.
Se acercó a la puerta del dormitorio y llamó. La única res puesta que obtuvo fue un gemido.
—Soy yo, Grillo, ¿puedo entrar?
Y, sin esperar respuesta, dio la vuelta al picaporte. La puerta no estaba cerrada con pestillo y Grillo pudo abrirla unos centímetros, pero había algo que la impedía abrirse más. Empujó fuerte, más fuerte. Una silla, encajada bajo el picaporte al otro lado, resbalo ruidosamente. Y Grillo pudo abrir, por fin.
Al principio pensó que Ellen se hallaba sola en la habitación. Enferma y sola. Estaba echada en una cama sin hacer, con la bata puesta, pero sin atar, y abierta. Debajo de la bata no llevaba nada puesto. Volvió lentamente el rostro hacia Grillo, y cuando lo vio —sus ojos relucían en la rancia oscuridad—, tardó varios segundos en reaccionar con una respuesta cualquiera.
—¿Pero eres tú, de verdad? — dijo.
—Pues claro, quién iba a ser...
Ellen se incorporó un poco y se cubrió el cuerpo con la parte inferior de la bata. No se había depilado desde la vez anterior, pensó Grillo. Se diría que casi ni había salido de la habitación, la cual apestaba a prolongada residencia.
—No debieras... ver —dijo Ellen.
—Ya te he visto desnuda en otra ocasión —murmuró él—. Quería volverte a ver.
—No, si no me refería a mi -dijo ella.
Grillo no comprendió sus palabras hasta que los ojos de Ellen se desviaron de él y miraron al rincón más apartado de la habitación. Los de Grillo siguieron su mirada, y vio, en el fondo, muy sumergida en la sombra, una silla, y en ella algo que, al entrar en la habitación, él había tomado por un montón de ropa, pero no lo era. La palidez no era hilo, sino piel desnuda, los pliegues eran de un hombre sentado, desnudo con el cuerpo inclinado hasta casi doblarse en dos, la frente apoyada en las manos cerradas. Tenía las muñecas atadas, y la cuerda bajaba hasta los tobillos, que también testaban atados el uno al otro.
—Es Buddy —dijo Ellen, en voz baja.
Al oír su nombre, el hombre desnudo levantó la cabeza. Grillo no había llegado a ver más que los últimos restos del ejército de Fletcher, pero eso le bastó para reconocer ahora el aspecto que tenían cuando su vida comenzaba a apagarse, porque era exactamente como el de aquel hombre, que no era el verdadero Buddy Vance, sino un destello de la imaginación de Ellen, algo que sus deseos habían evocado y formado. El rostro estaba prácticamente intacto todavía: quizás Ellen lo había evocado con más precisión que el resto de su anatomía. Estaba muy arrugado —casi arado—, pero era, sin duda alguna, carismático. Cuando se irguió, aunque no se levantó de la silla, Grillo pudo ver la otra parte, la segunda más detallada, de su cuerpo. El cotilleo de Tesla era, como siempre, exacto. Aquella alucinación le colgaba como a los asnos. Grillo se lo quedó mirando hasta que la voz del hombre lo sacó de su envidiosa contemplación.
—¿Con qué derecho entras aquí? — preguntó.
El hecho de que aquel artefacto tuviese suficiente fuerza de voluntad para hablar dejó perplejo a Grillo.
—Silencio —le ordenó Ellen.
El hombre la miró, mientras forcejeaba con sus ataduras.
—Anoche quiso irse —dijo Ellen a Grillo—, no sé por qué razón.
Grillo sí la sabía, mas no dijo nada.
—Yo no le dejé, por supuesto. Le gusta que lo aten así. Solíamos jugar mucho a este juego.
—¿Quién es este hombre? — preguntó Vance.
—Grillo —respondió Ellen—. Ya te he hablado de Grillo.
Se sentó en la cama con la espalda apoyada contra la pared, los brazos descansando sobre las rodillas. Así mostraba el coño a la mirada de Vance, que lo miró fijo, agradecido, mientras ella seguía hablando:
—Ya te he hablado de Grillo —repitió ella—. Hicimos el amor, ¿verdad, Grillo?
—¿Por qué? — preguntó Vance—, ¿por qué me castigas así?
—Cuéntaselo, Grillo —dijo Ellen—. Quiere saberlo.
—Sí —intervino Vance, cuyo tono de voz, de pronto se había vuelto vacilante—, cuéntamelo. Haz el favor de contármelo.
Grillo no sabía si vomitar o echarse a reír. Pensaba que la última escena que había representado en aquella habitación ya era bastante perversa de por sí; pero aquello la sobrepasaba. Un sueño: un hombre muerto maniatado, que suplicaba ser castigado con un informe de actos sexuales cometidos por un hombre vivo con su amante.
—Anda, cuéntaselo —repitió Ellen.
El extraño tono de su petición dio a Grillo fuerza para hablar.
—Éste no es el verdadero Vance —dijo, disfrutando con la idea de desnudar a Ellen de ese sueño, mas ella se le había adelantado.
—Lo sé perfectamente —dijo, ladeando la cabeza para contemplar mejor a su prisionero—. Ha salido de mi mente —siguió mirándole—, y yo me he ido de la mía.
—No —contestó Grillo.
—Está muerto —añadió Ellen, bajo—: está muerto, pero sigue aquí. Sé que no es real, mas sigue aquí. De modo que, ya ves, debo de estar loca.
—No, Ellen, esto ocurre por lo sucedido en la Alameda. ¿No te acuerdas?, ¿el hombre que ardió? Tú no eres la única.
Ella asintió, tenía los palpados entornados.
—Philip... —dijo.
—¿Qué le ocurre a Philip?
—También él tenía sueños.
Grillo recordó el rostro del niño: la expresión tensa, lo errático de su mirada.
—De modo que si sabes que este... hombre no es de verdad, ¿por qué juegas con el?
Ella cerró los ojos.
—No sé, la verdad... —comenzó—, que sea real o deje de serlo... —Había un sentimiento en su voz que impresionaba, pensó Grillo—. Cuando apareció, me di cuenta de que no estaba aquí como solía, pero a lo mejor eso no importa.
Grillo la escuchaba, sin querer romper el hilo de las ideas de Ellen. En los últimos días había visto muchas cosas desconcertantes —milagros y misterios—, y su obsesión por ser testigo de todo ello lo había mantenido a distancia. Esto, aunque pareciera una paradoja, convertía la tarea de contar lo que veía en un verdadero problema; aunque, por supuesto, era un problema para el, el eterno observador, siempre cuidadoso de dominar sus sentimientos para no ser dominado por ellos y que no ahogaran la imparcialidad que tanto esfuerzo le había costado conseguir.
¿Acaso era ésa la razón de que lo ocurrido en aquella cama tuviera tanto poder sobre su imaginación? ¿Verse desconectado del acto esencial, convertido en mera función del deseo ajeno, del calor, de las intenciones de la otra persona? ¿Por eso envidiaba tanto el tamaño de la polla de Buddy Vance?
—Fue un gran amante, Grillo —dijo Ellen—, sobre todo cuando se consume porque hay otra persona donde él querría estar. A Rochelle no le gustaba nada jugar a eso.
—No le veía la gracia —intervino Vance, los ojos aún fijos en lo que Grillo no podía ver—. Ella nunca...
—¡Dios mío! — gritó Grillo, dándose cuenta de repente de lo que aquello quería decir. ¡Él estaba aquí!, ¿no es cierto? ¡Estaba aquí cuando tú y yo...! — La idea lo dejó sin palabras; lo único que consiguió añadir fue—: al otro lado de la puerta...
—En aquel momento, yo no lo sabía —dijo Ellen, bajo—. No lo había planeado así.
—¡Dios santo! — aulló Grillo—. ¡Sólo fue un espectáculo en su honor! ¡Me tendiste una trampa, me la tendiste para que tu fantasma se pusiese cachondo!
—Quizá... yo tuviese una ligera sospecha —admitió ella—. ¿Y por qué te enfadas tanto?
—¿Pero es que no te das cuenta?
—No, no me la doy —replicó Ellen, con voz cargada de razón—. Tú no me amas. Ni siquiera me conoces, porque, si me conocieras, no te pondrías así. Lo único que querías era sacarme algo, y lo conseguiste.
Tenía razón en eso, y a Grillo le dolió, hizo que se sintiera ruin. — Sabes que esa cosa no va a seguir aquí siempre —dijo al tiempo que señalaba con el dedo al prisionero de Ellen; o, más exactamente, a su garrote.
—Por supuesto que lo sé —replicó Ellen, y su voz traicionaba una cierta tristeza ante esa evidencia—; pero ninguno de nosotros seguirá aquí siempre, ¿no es cierto? Ni siquiera tú.
Grillo se la quedó mirando, deseando que ella lo mirase a su vez y observara su dolor. Pero Ellen tenía miradas sólo para su fantasma, y Grillo, renunciando a todas sus esperanzas, se limitó a darle el recado que le había llevado allí.
—Te aconsejo que te vayas de Grove —dijo—. Coge a Philip y llévatelo de aquí.
—¿Y por qué? — pregunto ella.
—Haz lo que te digo. Es muy posible que, mañana, Grove no exista ya.
Ellen se dignó mirarle.
—Entendido —dijo—. Cuando salgas de aquí, haz el favor de cerrar la puerta.
—Grillo —Tesla fue la que le abrió la puerta de la casa de Hotchkiss—, la verdad es que conoces a la gente más rara del mundo.
Grillo nunca había pensado que Hotchkiss fuese un tipo raro. Algo borracho, sí, ¿quién no se emborracha de vez en cuando? Pero es que no sabía el calibre de la obsesión de Hotchkiss.
En la parte trasera de la casa había una habitación dedicada por entero al tema de Grove y al terreno en que la ciudad se hallaba emplazada. Mapas geológicos cubrían las paredes, junto con fotografías tomadas a lo largo de los años, cada una con su fecha, délas grietas que se abrían en las calles y en las aceras; con las fotos había recortes de periódicos, sujetos con chinchetas. Su tema era siempre el mismo: los terremotos.
El obseso estaba allí en persona, sin afeitar, en medio de su archivo, con una taza de café en la mano y expresión de fatigada satisfacción.
—¿No lo dije? — Fueron sus primeras palabras a Grillo—. ¿No te lo dije? La verdadera historia se halla bajo nuestros pies. Siempre ha sido así.
—¿Quieres hacerlo? — le preguntó Grillo.
—¿Qué? ¿La expedición? ¡Por supuesto! — Se encogió de hombros—. ¿Qué coño me importa? Acabará con todos nosotros, pero ¿qué coño me importa? La cuestión es si quieres tú.
—Pues no mucho, la verdad —reconoció Grillo—. Sin embargo, tengo interés en este asunto, quiero saber toda la historia.
—Hotchkiss tiene un detalle extra que tú ignoras —dijo Tesla
—¿Cuál es?
—¿Queda café? — preguntó Hotchkiss a Witt—. Necesito serenarme.
Witt, obediente, fue a por más café.
—Nunca me ha caído bien ese tipo —observó Hotchkiss.
—¿Qué era? ¿El elegantón de la ciudad? — preguntó Tesla.
—No, qué va; era el moralista de la ciudad, encarnaba todo lo que yo despreciaba de Grove.
—Ya vuelve —advirtió Grillo,
—¿Y qué? — prosiguió Hotchkiss, mientras Witt entraba de nuevo en el cuarto— Estas enterado, ¿verdad?
—¿De qué? — preguntó Witt.
—De que eras una mierda.
Witt oyó el insulto sin inmutarse.
—Nunca te caí simpático, ¿eh?
—Y tanto que no.
—Tampoco tú a mí —respondió Witt—, por si es que te interesa saberlo.
Hotchkiss sonrió.
—Bien, me alegro de que hayamos aclarado esto —dijo.
—Quiero saber ese detalle —intervino Grillo.
—Realmente sencillo —dijo Hotchkiss—. Me llamaron en plena noche desde Nueva York. Un sujeto al que encargué que me encontrara a mi mujer cuando desapareció. O que tratara de encontrarla. Se llama D'Amour. Según tengo entendido, está especializado en cuestiones sobrenaturales.
—¿Y por qué le encargaste eso a él?
—Bueno, es que mi mujer se trataba con gente de lo más extraña desde la muerte de nuestra hija. Nunca aceptó la realidad de que Carolyn nos había dejado para siempre. Seguía tratando de entrar en contacto con ella a través de los espiritistas. Acabó haciéndose feligresa de no sé qué iglesia espiritista. Y luego desapareció.
—¿Y por qué la buscabas en Nueva York?
—Ella nació allí. Me figuré que sería su refugio más probable.
—¿Y la encontró el D'Amour ése?
—No, pero averiguó una serie de cosas sobre la iglesia de la que se había hecho miembro. Quiero decir..., que ese sujeto sabía lo que se traía entre manos.
—Bueno, a ver, ¿y por qué te llamó?
—Está intentando contártelo —dijo Tesla—. Déjale que prosiga.
—No sé cuáles serán los contactos de D'Amour, pero el hecho es que me llamó para advertirme.
—¿De qué?
—Pues de lo que está ocurriendo aquí, en Grove.
—¿Lo sabía?
—Oh, lo sabía todo.
—Quizá fuese buena idea el que yo hablase con él —dijo Tesla—. ¿Qué hora es en Nueva York?
—Justo después del mediodía —respondió Witt.
—Vosotros dos poneos de acuerdo sobre la expedición —dijo Tesla—. Dime, ¿cuál es el número de D'Amour?
—Toma. — Hotchkiss le entregó un bloc de notas.
Tesla arrancó la primera hoja, con el número y el nombre (Harry M. d'Amour, había escrito Hotchkiss) apuntados rápidamente en ella, y dejó a los hombres que siguieran con sus arreglos. Había un teléfono en la cocina. Tesla se sentó, marcó los once números. El timbre sonó al otro extremo de la línea y un contestador automático recogió la llamada.
- No hay nadie en este momento para responder a su llamada. Por favor, deje su recado después del pitido
Tesla empezó a dictar su recado:
—Soy amiga de Jim Hotchkiss, llamo desde Palomo Grove. Me llamo...
Una voz interrumpió su mensaje.
—¿Pero es que Hotchkiss tiene amigos?
—¿Es usted Harry d'Amour?
—Sí, ¿y usted?
—Tesla Bombeck. Ah, por cierto, Hotchkiss sí tiene amigos.
—Cada día se aprende algo. Bien, veamos, ¿en qué puedo servirla?
—Llamo desde Palomo Grove. Hotchkiss dice que usted sabe lo que está ocurriendo aquí.
—Pues sí, tengo una idea.
—¿Y cómo?
—Tengo amigos —respondió D'Amour—. Gente iniciada enterada de cosas, y llevaban meses diciendo que algo estaba a punto de ocurrir en la Costa Occidental, de modo que a nadie le ha sorprendido. Todos están rezando, pero no se sienten sorprendidos. ¿Es usted de los elegidos?
—¿Que si soy vidente? No.
—Entonces, ¿qué tiene que ver con todo esto?
—Es largo de contar.
—Bien, no malgastemos celuloide —dijo D'Amour—. Es una expresión de cine —le aclaró.
—Lo sé —dijo Tesla—. Trabajo en el cine.
—No me diga. ¿Y qué es lo que hace?
—Escribo.
—¿Ha escrito algo famoso? Yo veo muchas películas. Así me distraigo de mí trabajo.
—Pues a lo mejor nos encontramos algún día —dijo Tesla—, y entonces podremos hablar de películas; entretanto, me gustaría dirigirle en un par de tomas.
—¿Como qué, por ejemplo?
—Pues como si ha oído usted hablar de los Uroboros del Iad.
Un prolongado silencio de larga distancia pareció la respuesta.
—D'Amour..., ¿me oye usted? — Tutéame, me llamo Harry.
—Harry. Bien, lo que te decía..., ¿has oído hablar de ellos o no?
—Pues sí, sí que he oído.
—¿Y a quién?
—¿Tiene eso importancia?
—Pues sí, desde luego —replicó Tesla—, porque hay fuentes y fuentes. Eso lo sabes de sobra. Hay gente que es de confianza, y gente que no.
—Yo trabajo con una mujer que se llama Norma Paine —dijo D'Amour—, y es una iniciada, que está enterada de cosas, una de esas personas de que te he hablado antes.
—¿Y que sabe de los Iad?
—En primer lugar —dijo D'Amour—, hacia el alba o así ocurrió algo en la Costa Oriental, en la tierra de los sueños, ¿sabes tú por qué?
—Tengo una idea.
—Norma no hace más que hablar de un lugar llamado Extrañeza.
—Esencia —le corrigió Tesla.
—Ya veo que estás enterada.
—No hace falta que me pongas zancadillas de ésas, porque, en efecto, estoy enterada. Y tengo necesidad de saber lo que Norma dice sobre los Iad.
—Pues que son las cosas que están a punto de irrumpir, aunque no está segura de dónde. Los mensajes que recibe no son claros ni unánimes.
—¿Tienen los Iad alguna debilidad? — preguntó Tesla.
—A juzgar por lo que he oído sobre ellos, no.
—¿Y qué sabéis con exactitud?; quiero decir, ¿cómo sería una invasión de los Iad?, ¿van a cruzar la Esencia con un ejército?, ¿vamos a ver aquí aparatos, bombas, cosas de ésas?, ¿no sería buena idea ir y decirlo en el Pentágono?
—El Pentágono está enterado ya —replicó D'Amour.
—¿Sí?
—Nosotros no somos los únicos que hemos oído hablar del Iad, señorita. Gente de todo el Mundo ha recibido imágenes suyas formando parte de su cultura. Son el enemigo.
—¿Como el diablo, quieres decir? ¿Es Satanás lo que se nos viene encima?
—No, no lo creo. Pienso que nosotros, los cristianos, hemos sido siempre un poco ingenuos —dijo D'Amour—. Yo mismo he visto demonios, nunca tienen el aspecto que pensamos que deberían tener.
—¿No me estarás tomando el pelo?, ¿demonios, en carne y hueso, en Nueva York?
—Escucha, a mí no me parece ni más ni menos cuerdo que a ti, señorita...
—Ya te he dicho que me llamo Tesla.
—Cada vez que termino una de esas dichosas investigaciones me pongo a pensar: «Bueno, a lo mejor no ocurrió de veras.» Pero es sólo hasta la vez siguiente, porque entonces se repite el mismo proceso de tontos. Niegas la posibilidad hasta que cae sobre ti y te pega un mordisco.
Tesla pensó en todo lo que había visto durante los últimos días: los terata, la muerte de Fletcher, la Curva, Kissoon en la Curva; los lixes, revolviéndose en su propia cama; y, por último, la casa de Vance, y el cisma que contenía. No podía negar la verdad de aquello. Ella misma lo había visto, en glorioso tecnicolor. Y había estado a punto de morir a sus manos. Lo que D'Amour decía sobre los demonios le resultaba desconcertante para ella; pero sólo por lo arcaico del vocabulario que usaba para expresarlo. Ella no creía en el diablo ni en el infierno. La idea de que se pudieran ver demonios en Nueva York le parecía, por consiguiente, absurda; pero ¿y si lo que D'Amour llamaba demonios no eran, después de todo, otra cosa que los productos de hombres poderosos corrompidos, como Kissoon; cosas como los lixes, hechos de mierda, semen y corazones de bebés? Entonces, también ella creería en ellos, ¿no?
—De modo —dijo Tesla— que, si tú lo sabes y también el Pentágono lo sabe, ¿cómo es que no hay nadie aquí, en Grove para hacer frente a la aparición de los Iad? Estamos defendiendo el fuerte con cuatro pistolas, D'Amour...
—Nadie sabía dónde iba a tener lugar la erupción. Estoy seguro de que en algún sitio hay una ficha sobre Grove como la de un lugar donde las cosas no eran todo lo naturales que cabía espetar Pero es que la lista de sitios así es muy larga...
—¿De modo que podemos esperar ayuda?
—Yo diría que sí, pero mi experiencia me dice que la ayuda suele llegar demasiado tarde.
—¿Y qué hay sobre ti?
—¿De mí?
—Que podrías echar una mano.
—Tengo problemas —dijo D'Amour—. Aquí se está desencadenando el mismísimo infierno. Ha habido ciento cincuenta casos de suicidios dobles en Manhattan en las últimas ocho horas. Fíjale lo que te digo: sólo en Manhattan.
—¿Amantes?
—Exacto. Amantes que dormían juntos por primera vez. Soñaban con Efemérides, y, en su lugar, lo que se les echaba encima era una pesadilla. — Dios santo.
—A lo mejor, después de todo, hicieron bien —dijo D'Amour—. Ahora, por lo menos, se lo han quitado todo de encima.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Creo que esos desgraciados vieron lo que los demás adivinamos sólo; eso es lo que quiero decir.
Tesla se acordó del dolor misterioso que había sentido la noche anterior, al salir de la carretera. Como si el mundo entero se ladease hacia un abismo.
—Sí —dijo—, y tanto que lo adivinamos.
—En los próximos días pienso que vamos a ver a mucha gente reaccionando ante eso. Nuestras mentes tienen un equilibrio muy delicado; resulta fácil hacerlas caer. Y yo me encuentro en una ciudad llena de gente que se halla al borde mismo de la caída. Tengo que seguir aquí.
—¿Y qué hacemos nosotros si la caballería no viene en nuestra ayuda? — preguntó Tesla.
—Pues que el que da las órdenes en el Pentágono es un incrédulo, te aseguro que abundan, o un agente del Iad.
—¿Pero es que el Iad tiene agentes?
—Por supuesto que sí. No son muchos, pero te aseguro que bastantes. Hay gente que adora al Iad, aunque le den otros nombres. El Iad, para ellos, es la Segunda Venida.
—¿Pero es que hubo una Primera Venida?
—Ésa es otra historia. Pero, sí, al parecer la hubo.
—¿Cuándo?
—No hay datos muy fidedignos, si eso es lo que te interesa saber. Nadie sabe qué aspecto tienen los Iad. Pienso que deberíamos rezar para que tengan el tamaño de ratones.
—Yo no rezo —dijo Tesla.
—Pues deberías hacerlo —contestó D'Amour—, ahora que sabes todo cuanto anda suelto por ahí, junto a nosotros, sería buena cosa que rezaras. Mira, debo irme. Siento no poder serte de más utilidad.
—También yo lo siento.
—Pero, a juzgar por lo que me has dicho, no estás sola.
—No, tengo aquí a Hotchkiss, y a un par de...
—No, me refiero a ese tipo de ayuda. Norma dice que allí tenéis también a un salvador...
Tesla contuvo la risa.
—Pues no veo a ninguno. — respondió—. ¿Qué aspecto tiene?
—Norma no está segura del todo. Unas veces dice que es un hombre, otras, que una mujer. En ocasiones que ni siquiera es humano...
—Pues sí que me ponéis fácil la identificación.
—Bueno, es igual, de él, o de ella, o de ello, dependerá que se restablezca el equilibrio.
—¿Y si no se restablece?
—Salir lo antes posible de California. Rápido. Esta vez sí que Tesla rompió a reír, y bien fuerte.
—Pues, oye, muchas gracias por la ayuda —dijo.
—Permanece tranquila —contestó D'Amour—. Como mi padre solía decir, si no sabes aguantar una broma, lo mejor es que te borres.
—¿Que me borre de qué?
—De la carrera —repuso D'Amour, y cortó la comunicación.
La línea zumbó. Tesla escuchó el ruido producido por el murmullo de conversaciones lejanas. Grillo apareció en el vano de la puerta.
—Esto se parece cada vez más a un viaje suicida —anunció—. No tenemos equipamiento, ni siquiera disponemos de un mapa del sistema en que nos vamos a meter.
—¿Y por qué no?
—Pues porque no existen. Al parecer, la ciudad fue edificada sobre un terreno que se mueve continuamente.
—¿Tenéis alguna alternativa? — preguntó Tesla—. El Jaff es el único hombre... —Se calló de pronto.
—El único hombre, ¿qué? — dijo Grillo.
—No, nada..., pero, ahora que lo pienso, digo yo que será un hombre como los demás, ¿verdad?
—No te entiendo.
—D'Amour dice que por aquí tenemos un salvador. Alguien que no es humano. Tiene que referirse al Jaff, ¿no? A ningún otro le encaja esa descripción.
—La verdad es que no me parece que el Jaff sea un salvador —dijo Grillo.
—Pues entonces tendremos que persuadirle, aunque sea crucificándole —fue la respuesta de Tesla.
V
La Policía había llegado ya a Grove para cuando Tesla, Witt, Hotchkiss y Grillo salieron de la casa con objeto de empezar el descenso. Había luces encendidas en la colina, y las sirenas de las ambulancias hendían el aire. A pesar de tanto ruido y de toda aquella actividad, no había señal alguna de los habitantes de la ciudad, aunque era de suponer que algunos seguirían aún en sus casas. O se encontraban escondidos con sus sueños en pleno deterioro, como Ellen Nguyen, o encerrados, lamentando su desaparición. Grove era una verdadera ciudad fantasma. Cuando los aullidos de las sirenas llegaron a sus calles, el silencio que reinaba en las cuatro barriadas era más profundo que cualquier medianoche. El sol asestaba sus rayos contra las aceras desiertas, los patios desiertos, las calles desiertas. No había niños jugando en los columpios, ni se oía ruido de televisores, de radios, de segadoras automáticas, de batidoras eléctricas, de acondicionadores de aire... Los semáforos todavía cambiaban de color en los cruces, pero —con excepción de los coches patrulla y de las ambulancias, cuyos conductores, además, hacían caso omiso de ellos— nadie transitaba por las calles. Incluso las manadas de perros que vieron antes, en la oscuridad que precede al amanecer, habían ido a hacer cosas que les apartaban de la luz pública. El esplendoroso sol, que iluminaba una ciudad desierta, los había espantado, incluso a ellos.
Hotchkiss había preparado una lista de las cosas que necesitarían si querían tener la menor esperanza de llevar a cabo el descenso propuesto: botas, antorchas, y unas pocas prendas de ropa. La primera parada del viaje la llevarían a cabo en la Alameda. De los cuatro, William fue el que más angustiado quedó ante el aspecto que la calle ofrecía cuando llegaron a ella. Todos los días de su vida, desde que empezara a trabajar, había visto la Alameda llena de gente, desde el comienzo de la mañana hasta el atardecer; pero, ahora, no había nadie. Las lunas nuevas de los escaparates, rotos por Fletcher, relucían. Los productos dispuestos en los escaparates resultaban tentadores, mas no había ni vendedores ni compradores. Todas las puertas permanecían cerradas, todas las tiendas, silenciosas.
Había una excepción: la tienda de animales. A diferencia de todos los demás negocios de la Alameda, éste estaba abierto como de costumbre, la puerta de par en par; sus productos ladraban, chillaban, maullaban, formando un gran estrépito. Mientras Hotchkiss y Grillo iban a saquear otras tiendas para reunir el equipamiento que necesitaban, Witt asió a Tesla del brazo y la condujo a la tienda de animales. Ted Elizando estaba ocupado en llenar los biberones para sus gatitos, y no pareció sorprendido ante la presencia de clientes. Aunque, en realidad no dijo nada. Ni siquiera saludó a William por su nombre, a pesar de que, desde el primer momento, Tesla se dio cuenta de que se conocían.
—¿Qué, Ted, estás solo esta mañana? — preguntó Witt.
El otro asintió. Llevaba dos o tres días sin afeitarse ni ducharse.
—Yo... no quería levantarme..., pero tenía que hacerlo. Por los animales.
—Desde luego.
—Se morirían si no vengo a cuidarles —prosiguió Ted, con la voz lenta, estudiada, de la persona que hace un esfuerzo por dar coherencia a sus palabras. Mientras hablaba, abría la jaula que tenía al lado y sacaba a una de las gatitas del nido de papel de periódico en el que estaba echada. La gatita reposó sobre su brazo, con la cabeza contra la curva del codo, y Ted la acarició. Al animal le gustó esa atención, y curvó el lomo al recibir cada lento movimiento de la mano de su amo.
—Yo diría que no queda nadie en la ciudad para comprarlos —dijo William.
Ted se quedó mirando a la gatita.
—¿Y qué voy a hacer? — preguntó en voz baja—. No puedo seguir alimentándolos indefinidamente, ¿verdad que no? — Su voz se hacía más baja con cada palabra que decía, hasta que apenas se oyeron sus susurros—. ¿Qué le ha ocurrido a todo el mundo? — preguntó—. ¿A dónde han ido?, ¿a dónde ha ido todo el mundo?
—Por ahí, Ted —dijo William—. Se han marchado de la ciudad. Y pienso que no volverán.
—¿Crees que también yo debería irme?
—Sí, es probable que sea lo mejor —respondió William.
Ted pareció anonadado.
—¿Y qué va a ser de los animales?
Fue la primera vez, al contemplar la angustia de Ted Elizando, que Tesla cayó en la cuenta del alcance de la tragedia de la ciudad de Grove. Cuando iba por las calles llevando recados para Grillo, pensaba en un argumento sobre su destrucción. El guión trataba de una bomba en una maleta, con los habitantes de Grove, llenos de apatía, arrojando de allí al profeta justo en el momento de la explosión. El relato imaginado por Tesla no estaba muy lejos de la verdad. La explosión había sido lenta y sutil, en lugar de rápida y fuerte, pero había tenido lugar de todas formas, y había despejado las calles, dejando sólo a unos pocos —como Ted—, recogiendo de entre sus ruinas, los escasos residuos de vida animal que pudieran quedar en la ciudad. Este guión era una especie de venganza imaginaria contra la suave, complacida y complaciente existencia de Grove. Pero en esos momentos, pensándolo mejor, Tesla se dijo que ella se había mostrado tan arrogante como los mismos habitantes de la ciudad; se había sentido tan segura de su superioridad moral como de su invulnerabilidad. Y en eso había un auténtico dolor. Una auténtica pérdida. Las personas que vivían en Grove y lo habían abandonado no eran muñecos de cartón, cada uno tenía su vida, su familia, sus animales; habían formado sus hogares allí pensando que aquél era su lugar en el sol, donde estarían seguros. Tesla se dijo que, en realidad, ella no tenía derecho para juzgarles.
No podía soportar la vista de Ted, que acariciaba a la gatita con tanta ternura como si aquel animalito fuera el único resquicio de cordura que le quedaba. Dejó que siguiese hablando con Witt y ella salió al sol de la calle. Anduvo hacia la esquina por si desde allí, podía ver «Coney Eye» por entre los árboles. Oteó la cima de la colina hasta conseguir divisar la hilera de palmeras frondosas que flanqueaban la calzada. Entre ellas apenas se veía la fachada de colores de la casa de los sueños de Buddy Vance. Era menguado consuelo; pero, por lo menos, la estructura del edificio seguía en pie. Tesla había temido que el boquete abierto en su interior hubiera crecido sin cesar desintegrando la realidad, hasta consumir toda la casa. No se atrevía a abrigar la esperanza de que se hubiera cerrado por sí solo; mas algo, en su interior, le decía que nada de eso había ocurrido. Pero si, por lo menos, se había estabilizado sin aumentar, ya era algo. Y si ellos intervenían rápidamente y localizaban al Jaff, quizá pudieran dar con alguna manera de remediar el mal que éste había causado.
—¿Ves algo? — la preguntó Grillo.
Llegaba con Hotchkiss, y ambos iban cargados con su botín: rollos de soga, antorchas, pilas, una selección de jerseys.
—Allí abajo hará frío —le explicó Hotchkiss, cuando Tesla les preguntó al respecto—, mucho frío, y humedad probablemente.
—Podemos elegir —dijo Grillo, con forzado buen humor—: nos ahogamos, nos congelamos o nos caemos.
—Me gusta tener alternativas —observó Tesla, preguntándose si una segunda muerte sería tan desagradable como la primera había sido. «Lo mejor —se dijo— es que no pienses en ello. Para ti no va a haber más resurrecciones.»
—Bueno, estamos listos —dijo Hotchkiss—. ¿Y Witt?
—En la tienda de animales —contestó Tesla—. Iré a buscarle.
Volvió sobre sus pasos y dio la vuelta a la esquina. Witt había salido de la tienda y se encontraba mirando otro escaparate.
—¿Has visto algo? — preguntó ella.
—Esta es mi oficina —respondió él—. Mejor dicho, era. Yo solía trabajar ahí. — Señaló, tocando la luna con la punta del dedo—, en esa mesa que tiene una planta.
—Una planta muerta —observó Tesla.
—Aquí todo está muerto —replicó Witt con extraña vehemencia.
—No seas tan derrotista —le riñó ella.
Le hizo regresar con rapidez al coche, donde Hotchkiss y Grillo habían terminado ya de cargar el equipo.
Por el camino, Hotchkiss les explicó su plan con sencilla claridad.
—Ya le he dicho a Grillo, que es completamente suicida lo que vamos a hacer. Sobre todo para ti —añadió, mirando el reflejo de Tesla en el espejo retrovisor; no aclaró su observación, y pasó a los aspectos prácticos del asunto—. No tenemos nada de lo que necesitamos. Lo que hemos encontrado en las tiendas es sólo para uso doméstico y no nos salvará la vida si se produce una crisis. Además, carecemos de la práctica necesaria en estos casos. Todos. Yo, por mi parte, he hecho algo de montañismo, pero eso ocurrió hace mucho tiempo. La verdad es que en esto soy un simple teórico. Y no creáis que el sistema que vamos a explorar es fácil. Hay buenas razones para que no fuera posible recuperar el cadáver de Vance Allá abajo murieron hombres...
—Eso no ocurrió a causa de las cuevas —lo interrumpió Tesla—, sino del Jaff.
—Pero no volvieron a descender —indicó Hotchkiss—. De sobra sabemos que nadie deja abandonado a un hombre muerto allí abajo sin entierro como es debido, pero bastaba y sobraba con lo que habían pasado.
—Pues tú bien que estabas dispuesto a bajar conmigo hace unos pocos días —le recordó Grillo.
—Sí, pero tú y yo solos —repuso Hotchkiss.
—O sea, lo que quieres decir es que no iba una mujer con vosotros, ¿verdad? — intervino Tesla—. Bien, hablemos claro. La verdad es que no me hace mucha gracia meterme bajo tierra cuando da la impresión de que ésta se traga a todo el que baja allí, pero valgo tanto como cualquier hombre, para lo que sea, siempre y cuando no necesite una polla. No soy más estorbo que Grillo para esta empresa. Perdona, Grillo, pero es la pura verdad. Bajaremos todos, y no va a ocurrimos nada. El problema no se encuentra en las cuevas en sí, sino en lo que se esconde en ellas. Y con el Jaff yo tengo más posibilidades de salir del paso que ninguno de vosotros. Conozco a Kissoon; he oído de su boca las mismas mentiras que el Jaff. Tengo una sospecha bastante fundada sobre la razón de que se convirtiera en lo que es ahora. Y si necesitamos persuadirle de que nos ayude, yo me encargaré de hacerlo.
Hotchkiss no respondió, y guardó silencio, por lo menos hasta que estacionaron el coche y descargaron el exiguo equipo. Sólo entonces volvió a detallar sus instrucciones. En esta ocasión no hizo alusión alguna a Tesla.
—Propongo que sea yo el que vaya en cabeza —dijo—; Witt irá detras de mí, y usted, Miss Bombeck, detrás de él. Grillo puede ir el último.
«Menuda ristra de perlas —pensó Tesla—. Y yo en el centro, posiblemente porque Hotchkiss no tiene mucha fe en mi musculatura.» No discutió. Él iba a la cabeza de la expedición, que, a su modo de ver, era tan temeraria como Hotchkiss mismo había dicho; por ello sería un error minar su autoridad precisamente cuando se hallaban a punto de emprender el descenso.
—Tenemos linternas —prosiguió Hotchkiss—, dos cada uno. Una, para el bolsillo; la otra, para colgárnosla del cuello. No pudimos encontrar nada eficaz que nos protegiera la cabeza, de modo que deberemos conformarnos con estos gorros de punto. Tenemos guantes, botas, jerseis y dos pares de calcetines por persona, de modo que, adelante.
Llevaron su equipo bosque adentro, hasta el claro, que permanecía tan silencioso entonces como lo estaba por la mañana temprano. El sol, que les golpeaba la espalda, con tanta fuerza, haciéndoles sudar en cuanto se pusieron ropa extra, no conseguía persuadir a un solo pájaro para que saliera a cantar. Una vez vestidos para el descenso, se ataron las sogas a la cintura, con casi dos metros de separación uno de otro, y Hotchkiss, que sabía hacer nudos, y alardeaba mucho de ello, fue atándoles uno tras otro, nudo a nudo, deteniéndose sobre todo en los de Tesla y afectando estudiada frialdad. Grillo, el último que se ató a aquella cadena humana, sudaba más que los otros tres, y las venas de sus sienes eran casi tan gruesas como las sogas mismas.
—¿Te encuentras bien? — le preguntó Tesla, mientras Hotchkiss se sentaba en el borde de la grieta y agitada los pies en el interior del hoyo.
—Perfectamente —respondió Grillo.
—Nunca has sido un buen mentiroso —observó ella.
Hotchkiss tenía una última instrucción que dar.
—Cuando estemos abajo —dijo— tendremos que reducir la conversación al mínimo, ¿de acuerdo? Hay que conservar la energía. Recordad que el descenso es sólo la mitad del camino.
—Siempre es más rápido el camino de casa —dijo Tesla.
Hotchkiss la miró con expresión de censura, y comenzó a bajar
Los primeros pasos fueron relativamente fáciles, pero los problemas comenzaron a sólo tres metros de profundidad, cuando, tratando de maniobrar en un espacio que apenas les dejaba moverse, la luz del sol desapareció tan súbita y totalmente como si nunca hubiera existido. Sus linternas eran malas sustituías del sol.
—Esperaremos aquí un momento —les gritó Hotchkiss, miran do hacia arriba—. Así acostumbraremos a nuestros ojos a la oscuridad.
Tesla oía a Grillo respirando ruidosamente a sus espaldas, casi como si jadeara.
—Grillo —murmuró.
—Estoy bien. Estoy bien.
Era fácil decirlo, pero realmente nada más lejos de la verdad. Los síntomas eran familiares por ataques anteriores sufridos en ascensores que se atascaban entre dos pisos, o en el Metro abarrotado de gente. Su corazón se agitaba, el pecho se le llenaba de sudor, y se sentía como si alguien estuviera apretándole un alambre en torno al cuello. Pero éstos no eran más que los síntomas externos. El miedo real era un auténtico pánico que lo llevaba tan insoportable tesitura que su cordura se apagaba como una bombilla y la oscuridad lo invadía, tanto por dentro como por fuera. Tenía un régimen de remedios —píldoras, respirar hondo, y, en ultimo término, rezar—, pero de nada iba a servirle en aquel momento. Lo único que le quedaba era aguantar. Dijo la palabra para sí. Tesla lo oyó.
—¿Has dicho disfrutar? — preguntó—. Pues sí que éste es un viaje de placer.
—Silencio, allá arriba —gritó Hotchkiss desde la vanguardia Nos ponemos de nuevo en camino.
Siguieron el descenso en medio de un silencio interrumpido sólo por gruñidos, y por un grito de Hotchkiss advirtiéndoles que la bajada iba a hacerse más difícil. Lo que había comenzado como una bajada en zigzag, apretujados entre rocas vomitadas por el violento chorro de agua cuando los nunciatos se escaparon, se convertía ahora en una bajada en vertical y por un pozo a cuyo fondo no llegaba la luz de sus linternas. Hacía un frío mortal, y todos se alegraron de las prendas que Hotchkiss les había obligado a ponerse, aunque tanta ropa les dificultara los movimientos. La roca que sus guantes tocaban estaba húmeda a trechos, y dos veces les salpicaron chorros de agua que salían de la pared opuesta del pozo.
El cúmulo de tantas incomodidades indujo a Tesla a preguntarse qué imperativo obligaba a los hombres (porque, sin duda, se trataba sólo de hombres; las mujeres no podían ser tan perversas) a dedicarse a este deporte. ¿Sería, como Hotchkiss había dicho cuando ella y Witt fueron a su casa, que todos los grandes secretos estaban bajo tierra? De ser así, pensó Tesla, estaba en buena compañía. Tres hombres que tenían las mejores razones del mundo para querer conocer esos secretos y, quizá, sacar uno de ellos a la luz del sol. Grillo, con su pasión por contarlo todo al Mundo. Hotchkiss, obsesionado aún por el recuerdo de su hija, muerta por causa de acontecimientos ocurridos allí mismo. Y Witt, que conocía Grove a lo ancho y a lo largo, pero no sus profundidades, comenzaba a adquirir una íntima visión de la ciudad que había amado como a una esposa. Hotchkiss, de pronto, volvió a llamarles, pero para decirles algo agradable.
—Hay un saliente aquí abajo —dijo—. Podemos descansar un poco.
Todos, uno a uno, fueron reuniéndosele. El saliente estaba húmedo, y era angosto; apenas había el sitio justo para acomodarse los cuatro. Se quedaron allí, silenciosos, casi en equilibrio. Grillo sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo trasero del pantalón y encendió uno.
—Creí que habías dejado de fumar —dijo Tesla.
—También yo —contestó él.
Le pasó el cigarrillo, y ella le dio una larga chupada, llenándose los pulmones de humo y saboreándolo antes de devolvérselo.
—¿Tenéis alguna idea de si nos queda mucho por bajar? — preguntó Witt.
Hotchkiss movió la cabeza.
—No, aunque creo que habrá un fondo, por lejos que esté.
—Ni siquiera de eso estoy seguro.
Witt se agachó y tanteó a su alrededor.
—¿Qué buscas? — le preguntó Tesla.
Witt se incorporó, con la respuesta en la mano: un pedazo de roca del tamaño de una pelota de tenis. La tiró a la oscuridad. Hubo varios segundos de silencio, luego el ruido que hizo al chocar contra el fondo de roca, rompiéndose y esparciendo sus fragmentos en todas direcciones. El eco tardó bastante tiempo en extinguirse, lo que les impidió calcular bien la distancia que les faltaba por descender.
—Buena idea —dijo Grillo—. En las películas da resultado hacer...
—Calla —lo interrumpió Tesla—. Oigo agua.
En el silencio general observaron que tenía razón. Había una corriente de agua cerca.
—¿Está debajo de nosotros o detrás de una de las paredes? — preguntó Witt—. No lo distingo.
—Quizás ambas cosas —explicó Hotchtkiss—. No hay más que dos obstáculos que podrían cortarnos el paso. Un atasco cualquiera, o agua. Si el sistema se inunda, entonces no habrá manera de seguir.
—No seamos pesimistas —dijo Tesla—. Lo mejor será que continuemos.
—Da la impresión de que llevamos horas aquí —observó Witt.
—El tiempo es distinto aquí abajo —dijo Hotchkiss—. No tenemos las guías de costumbre. Por ejemplo, el sol sobre nuestras cabezas.
—Yo no calculo el tiempo por el sol.
—Tu cuerpo sí lo hace.
Grillo iba a encender el segundo cigarrillo cuando Hotchkiss le dijo:
—No hay tiempo. — Se levantó para bajar del saliente.
El descenso, a partir de allí, no era en vertical, ni mucho menos. De haberlo sido, su falta de experiencia y de equipo apropiado les hubiera despeñado pozo abajo después de dar unos pasos. Pero tenía bastante pendiente, y ésta aumentaba; en algunos trechos había fracturas y asideros que facilitaban algo el camino, pero otros trechos estaban lisos, y eran resbaladizos y traicioneros. En estos casos bajaban casi centímetro a centímetro, y Hotchkiss advertía a Witt dónde debía poner el pie. Witt entonces, pasaba el recado a Tesla, y así acababa por llegar a Grillo. Todos reducían sus comentarios al mínimo imprescindible; lo esencial eran la respiración y la concentración.
Llegaban ya al final de uno de estos trechos cuando Hotchkiss dio la orden de detenerse.
—¿Qué ocurre? — preguntó Tesla, mirando hacia abajo.
La respuesta de Hotchkiss fue una palabra siniestra.
—Vance.
Tesla oyó que Witt exclamaba: ¡Dios mío!, en plena oscuridad
—Pues eso significa que hemos llegado al fondo —dijo Grillo.
—No —fue la respuesta de Hotchkiss—. Se trata de otro saliente.
—¡Mierda!
—¿Hay algún camino para rodearlo? — preguntó Tesla.
—Dadme tiempo —gruñó Hotchkiss, cuya voz revelaba el shock recibido.
Durante lo que a ellos les parecieron varios minutos (aunque, en realidad, no debió pasar de uno) permanecieron asidos a la roca como pudieron, mientras Hotchkiss examinaba las accesibles rutas. Cuando hubo elegido una, les ordenó proseguir el descenso.
La escasez de luz que las linternas brindaban había sido muy molesta, pero ahora, por el contrario, les resultaba excesiva. Al bajarse del saliente, no pudieron por menos que mirar el cadáver. Allí, extendido sobre la reluciente roca, se veía un montón de carne muerta. La cabeza se había abierto contra la roca, como un huevo cascado. Sus miembros estaban doblados en todas las direcciones, con los huesos, sin duda, rotos de juntura a juntura. Tenía una mano sobre la nuca, con la palma abierta vuelta hacia arriba. La otra justo sobre el rostro, los dedos un poco separados, como hubiera estado jugando a tapárselo.
Aquel espectáculo supuso un recordatorio, si es que lo necesitaban, de lo que podría resultar su expedición. Siguieron con más cuidado a partir de entonces.
El ruido producido por el agua corriente había bajado durante un rato, pero comenzaba de nuevo. Esto vez no estaba acallada por el grosor de la roca, era evidente que corría por debajo de ellos. Siguieron descendiendo. Cada diez pasos o así se detenían para dar tiempo a que Hotchkiss examinara la oscuridad que se extendía a sus pies. Él no tuvo nada que decir hasta la cuarta de esas paradas, cuando los llamó, dominando con su voz el ruido del agua, para decirles que había noticias, buenas y malas. Las buenas: el pozo terminaba allí; las malas: estaba inundado.
—¿No hay suelo sólido en el fondo? — quiso saber Tesla.
—No mucho —respondió Hotchkiss—, y, desde luego, no parece de confianza.
—No podemos volver arriba como si nada —dijo Tesla.
—¿No? — fue la respuesta.
—No —insistió ella—, después de haber bajado hasta aquí.
—El Jaff no se encuentra en este agujero —gritó Hotchkiss desde el fondo.
—Prefiero verlo por mí misma.
Hotchkiss no contestó, pero Tesla se le imaginó maldiciéndola en la oscuridad. Al cabo de unos momentos, sin embargo, él siguió bajando. El ruido del agua era tan ensordecedor que no les era posible hablar entre ellos hasta que se reunieran en el fondo y pudieran estar cerca unos de otros.
Hotchkiss tenía razón. La pequeña plataforma del fondo del pozo no era más que un montón de detritos que el torrente estaba despejando con rapidez.
—Esto es reciente —dijo Hotchkiss.
Y, como para darle la razón, la pared de la que el agua salía se desmoronó un poco mientras él hablaba, de modo que la fuerza del agua se llevó consigo un buen pedazo de roca, lanzándolo a la atronadora oscuridad. El agua golpeaba con renovado ímpetu la orilla misma donde ellos estaban.
—Si no nos vamos de aquí en seguida, el agua se nos va a llevar por delante contra el ruido del torrente —gritó Witt.
—Pienso que deberíamos volver por donde hemos venido —dijo Hotchkiss, mostrándose de acuerdo—. Hay una larga ascensión por delante. Todos tenemos frío, y estamos cansados.
—¡Esperad! — protestó Tesla.
—¡Pero si él no está aquí! — replicó Witt.
—Eso no me lo creo.
—¿Y qué propone usted, Miss Bombeck? — aulló Hotchkiss.
—Podíamos empezar por dejar el Bombeck de mierda a un lado, ¿vale? ¿No creéis este arroyo acabará secándose tarde o temprano?
—Tal vez. Dentro de unas pocas horas. Pero lo malo es que nos moriremos de frío mientras esperamos. Y aunque se seque...
—¿Qué?
—Pues eso, que no tenemos la menor idea de en qué dirección se fue el Jaff.
Hotchkiss movió el rayo de su linterna en torno al pozo. La luz apenas era lo bastante potente para llegar a las cuatro paredes, pero estaba claro que varios túneles salían de allí.
—¿Quiere adivinar? — gritó Hotchkiss.
La perspectiva del fracaso se levantó ante Tesla, mirándola a los ojos. Trató de hacer caso omiso de su mirada, pero era difícil Había puesto demasiadas esperanzas en esta expedición, pensando que el Jaff estaría allí sentado, como una rana en un pozo, esperándoles. Pero lo cierto era que podía haber escapado por cualquiera de los túneles que se abrían al otro lado del torrente. Algunos de ellos serían callejones sin salida; otros, conducirían a cavernas secas. Pero, incluso si fueran capaces de andar sobre el agua (y ella tenía poca práctica en esto), ¿cuál de los túneles eligió?. Tesla encendió su linterna para escrutarlos bien, pero tenía los dedos entumecidos de frío, y, mientras movía la linterna de un lado a otro, se le deslizó de la mano, cayendo contra la roca y rebotando hacia el agua. Se inclinó, para no perderla, y a punto estuvo de precipitarse ella también, encaramada como estaba en el borde de la plataforma, deslizándose sobre la roca húmeda. Grillo la cogió por el cinturón, tiró de ella, y volvió a ponerla en pie. La linterna se perdió en el torrente, y Tesla la vio desaparecer. Entonces se volvió hacia Grillo para darle las gracias, mas la expresión de alarma que leyó en su rostro desvió su mirada al suelo, ante sus pies, y sus gracias se convirtieron en un grito de alarma que no llegó a proferir, mientras el agua empujaba las piedras de la pequeña playa y encontraba la piedra clave del conjunto, la que, si se salía de su sitio, dejaba sin apoyo a todas las demás.
Tesla vio a Hotchkiss tirarse contra la pared del pozo intentando encontrar un asidero antes de que el agua se apoderase de ellos. Pero no fue lo bastante rápido, y el suelo cedió bajo sus pies, bajo los de todos ellos, arrojándolos al agua, brutalmente helada. El golpe fue tan violento como frío, aferrándolos en un instante, llevándoselos hacia delante, jugando con ellos, hacia delante, hacia atrás, en una confusión oscura de agua dura y roca más dura aún.
Tesla consiguió aferrarse al brazo de alguien en pleno torrente. Pensó que sería el de Grillo. Se las arregló para seguir asida a él durante dos segundos enteros, lo que no era nada fácil, y luego una curva de la corriente excitó al agua a nuevos furores, separándoles uno de otro. Hubo un trecho de confusión total, y, entonces el agua, de frenética que se había puesto, volvió, de súbito, a calmarse, y su velocidad se redujo lo bastante para permitir a Tesla extender los brazos a ambos lados y afianzarse donde estaba. No había nada de luz, pero Tesla sintió el peso de los otros cuerpos tirando de la soga, y oyó a Grillo jadear a sus espaldas.
—¿Sigues vivo? — preguntó.
—Justo.
—¿Y Witt?, ¿y Hotchkiss? ¿Estáis ahí?
Se oyó un gemido de Witt, y el aullido de respuesta de Hotchkiss.
—Yo soñé esto... —dijo Witt—. Soñé que nadaba.
Tesla no quiso pensar en lo que podría significar para todos ellos el que Witt hubiera soñado con nadar —con la Esencia—, Pero el hecho era que ese pensamiento estaba allí latente. Tres veces al mar de los sueños: al nacer, en el amor, y al borde de la muerte.
—Yo soñé esto... —repitió Witt, pero en voz más baja.
Antes de que Tesla pudiera acallar las profecías de Witt, notó que la velocidad del agua aumentaba otra vez, y que de la oscuridad, delante de ellos, llegaba un rugido cada vez más fuerte.
—¡Mierda! — exclamó.
—¿Qué? — preguntó Grillo a gritos.
El agua se movía, furiosa, produciendo un ruido cada vez más y más fuerte.
—Una catarata —aventuró Tesla.
Sintió un tirón en la soga, y oyó un aullido de Hotchkiss, pero no de advertencia, sino de horror. Tesla no tuvo tiempo de pensar que estaba en Disneylandia, porque el tirón se convirtió en una fortísima sacudida, y su mundo negro se ladeó. El agua la rodeaba, una camisa de fuerza de frío que la oprimía hasta quitarle el aliento y la consciencia. Cuando recobró el conocimiento, Hotchkiss le sacaba el rostro del agua. La catarata que habían vencido rugía a su lado, su furia emblanquecía de espuma el agua. No se dio cuenta de lo que veía hasta que Grillo asomó la cabeza fuera del agua junto a ellos.
—¡Luz! — exclamó.
- ¿Dónde está Witt? — jadeó Hotchkiss—. ¿Dónde está Witt?
Escrutaron la superficie del estanque en que habían desembocado, pero no encontraron la menor huella de Witt. Había, sin embargo, fondo duro, y nadaron lo mejor que pudieron, en frenéticas y desesperadas brazadas que acabaron dejándoles en un trecho de roca dura. Hotchkiss fue el primero en salir, y tiró de ella cu seguida. La soga que les unía se había roto en algún momento de la travesía. El cuerpo de Tesla estaba entumecido y tembloroso; apenas podía moverse.
—¿Se te ha roto algo? — la preguntó Hotchkiss.
—No sé —dijo ella.
—Hemos terminado por el momento —murmuró Grillo— ¡Santo cielo, si debemos estar en las entrañas mismas de la Tierra!.
—Llega luz de alguna parte —jadeó Tesla.
Hizo acopio de los restos de fuerza que le quedaban y separó la cabeza de la roca en que reposaba para ver si averiguaba el origen de aquella luz. Ese movimiento le indicó que algo había en ella quino iba bien. Sintió un espasmo en el cuello que se le corrió hasta el hombro. Lanzó un chillido.
—¿Te duele? — preguntó Hotchkiss.
Tesla se sentó con gran cuidado.
—Terminó —dijo. El dolor vencía a su entumecimiento en una docena de sitios: cabeza, cuello, brazos, vientre.
A juzgar por la manera de gemir de Hotchkiss al tratar de levantarse, su problema era el mismo que el de ella. Grillo no hacía más que mirar al agua que había engullido a Witt; los dientes le castañeteaban.
—Está detrás de nosotros —dijo Hotchkiss.
—¿Qué?
—La luz. Viene de detrás de nosotros.
Tesla se volvió. Los dolores del costado se habían convertido en breves lanzadas. Trató de guardarse sus quejas, pero Hotchkiss captó el esfuerzo que hacía para no gemir.
—¿Puedes andar? — preguntó.
—¿Y tú? — replicó ella.
—¿Qué es esto?, ¿un concurso? — dijo entonces él.
—Sí.
Tesla lo miró de reojo. Sangraba por la oreja derecha, y se sujetaba el brazo izquierdo con el derecho.
—Estás hecho una mierda —le dijo.
—También tú.
—¡Grillo! ¿Vienes?
No hubo respuesta, sólo un castañetear de dientes.
—¡Grillo! — repitió Tesla.
Éste apartó la mirada del agua y la pasó por la caverna.
—Encima de nosotros... —dijo—. ¡Cuánta tierra encima de nosotros!
—No nos va a sepultar —lo tranquilizó Tesla—. Ya verás cómo salimos de aquí.
—¡Qué vamos a salir! ¡Somos unos jodidos enterrados vivos! ¡Estamos enterrados vivos!
Se puso en pie de pronto, y el castañeteo de dientes se convirtió —en gemidos desesperados.
—¡Quiero salir de aquí! ¡Sacadme de aquí!
—Calla la boca, Grillo —le ordenó Hotchkiss.
Pero Tesla sabía que nada frenaría su pánico, y que lo mejor era dejar que siguiese su curso, de modo que le dejó gemir mientras ella se dirigía hacia la grieta que había en el muro, por la que les llegaba la luz.
«Es el Jaff —se dijo, acercándose—. No puede ser luz del sol, tiene que ser el Jaff.» Tesla había pensado lo que tenía que decirle; de pronto, se había quedado sin su capacidad de persuasión. Lo único que podía hacer era arriesgarse. Enfrentarse con aquel hombre y esperar que su lengua se encargara del resto.
A sus espaldas oyó el fin de los gemidos de Grillo, y la voz de Hotchkiss, que decía:
—Ahí está Witt.
Tesla miró a su alrededor. El cadáver de Witt había salido a la superficie del estanque y yacía boca abajo, a alguna distancia de la orilla. No se quedó allí observándolo, sino que volvió de nuevo hacia la grieta y siguió su camino, a paso dolorosamente lento. Tenía una sensación muy clara de estar siendo arrastrada hacia la luz, y esa sensación se hacía más fuerte cuanto más se acercaba, como si sus células, tocadas por el Nuncio, captasen la proximidad de alguien tocado también por él. Esto dio el impulso necesario a su fatigadísimo cuerpo para salvar la distancia que la separaba de la grieta. Se apoyó contra la piedra y miró. La caverna del otro lado era menor que la que estaba a punto de abandonar. En su centro había algo que, a primera vista, le pareció una hoguera, pero que sólo era una imitación. La luz que daba era fría, y sus llamas muy vacilantes. No vio el menor rastro del que la había encendido.
Entró por la grieta, anunciando su presencia para asegurarse de que nadie la interpretara mal y la atacara.
—¿Hay alguien aquí? — gritó—. Quiero hablar con... Randolph Jaffe.
Prefirió llamarle por su verdadero nombre, apelando así al hombre, y no al Artista que había querido ser. Y la treta dio resultando. De una grieta situada en el extremo más lejano de la cueva surgió una voz tan fatigada como la suya.
—¿Quién eres?
—Tesla Bombeck.
Se dirigió hacia el fuego, utilizándolo a modo de excusa para penetrar en la cueva.
—¿Me permites? — preguntó, quitándose los guantes empapados y extendiendo las manos sobre las llamas sin vida.
—No da calor —dijo el Jaff—. No es verdadero fuego.
—Ya lo veo —respondió ella.
El combustible daba la impresión de ser materia podrida de alguna especie. Terata. La difusa luz que Tesla había tomado por el reflejo de las llamas no era más que los últimos vestigios de su desaparición.
—Parece como si estuviéramos los dos solos —dijo Tesla.
—No —dijo el Jaff—. Yo estoy solo. Tú has traído a gente.
—Sí, es cierto. Conoces a uno de ellos. Nathan Grillo.
Este nombre hizo salir al Jaff de su escondite mental.
Dos veces había visto Tesla locura en sus ojos. La primera, en la Alameda, cuando Howie se la señaló. La segunda, cuando le vio salir a trompicones de la casa de Vance, dejando tras él el abismo rugiente que había abierto. Ahora la veía por tercera vez, pero más intensa aún.
—¿Está Grillo aquí? — preguntó el Jaff.
—Si.
—¿Por qué?
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué estáis aquí?
—Te buscábamos —explicó Tesla—. Necesitamos..., necesitamos tu ayuda.
Los vesánicos ojos se volvieron hacia Tesla. Había, se dijo ésta, otra forma vaga que se cernía en torno a él, como una sombra que penetra a través de humo. Una cabeza hinchada hasta alcanzar proporciones grotescas. Tesla trató de no pensar demasiado en lo que eso pudiera significar, o en lo que su aparición, allí y entonces, pudiera significar. De momento, sólo había un problema: conseguir que aquel loco revelara sus secretos. La mejor manera de conseguirlo, sería, quizá, que ella comenzara por revelarle alguno de las suyos.
—Tenemos algo en común; es decir, bastantes cosas, pero una en particular.
—El Nuncio —dijo él—. Fletcher te mandó a buscarle, y no pudiste resistirlo.
—Es cierto —dijo Tesla, prefiriendo mostrarse de acuerdo con él en lugar de discutir, para no distraer su atención—. Pero eso no es lo importante.
—¿Qué es?
- Kissoon —respondió ella.
Los ojos del Jaff relucieron.
- Él te ha enviado —dijo.
«Mierda —pensó Tesla—, esto lo echa todo a perder.»
—No —dijo rápidamente—, en absoluto.
—¿Qué quiere Kissoon de mí?
—Nada. Yo no soy su correveidile. Me metió en la Curva por la misma razón que a ti, hace muchos años ya. ¿Lo recuerdas?
—Sí, claro —dijo él, con voz carente de color—. Resulta difícil de olvidar.
—¿Pero sabes por qué quiso meterte en la Curva?
—Quería un acólito.
—No. Necesitaba un cuerpo.
—Ah, sí. También quería eso.
—Está prisionero allí, Jaffe. La única manera que tiene de escapar es robar un cuerpo.
—¿Porqué me cuentas estas cosas? — preguntó él—. ¿Acaso no tenemos mejores tosas que hacer, antes de que el fin llegue?
—¿El fin?
—Del Mundo —dijo él. Apoyó la espalda contra la pared y permitió que la fuerza de la gravedad tirase de él hacia abajo. ¿No es lo que nos espera?
—¿Y qué te hace pensar eso?
Jaffe se apartó las manos del rostro. No se le habían curado en absoluto. La carne estaba arrancada del hueso, como a mordiscos, en varios sitios. Le faltaban el pulgar y otros dos dedos de la mano derecha.
—Tengo atisbos de cosas que Tommy-Ray ve. Hay algo inminente...
—¿Y puedes ver qué es? — preguntó ella, ansiosa de tener alguna pista, por pequeña que fuese, sobre la naturaleza de los Iad: ¿vendrían en burbujas o con bombas?
—No, tan sólo una terrible visión. Una noche eterna. No quiero verla.
—Tienes que mirar —dijo Tesla—. ¿No es eso lo que se supone que hacéis los Artistas? Mirar, y volver a mirar todo el tiempo, hasta cuando lo que veis es demasiado insoportable. Tú eres un Artista, Randolph...
—No, no lo soy.
—¿No fuiste tú el que abrió el abismo? — preguntó entonces ella—. No digo que esté de acuerdo con tus métodos, porque la verdad es que no lo estoy, pero hiciste algo que nadie se atrevía a hacer. Que nadie podrá hacer jamás.
—Kissoon lo planeó todo de esta forma —dijo el Jaff—. Ahora me doy cuenta. Me hizo su acólito sin que yo lo supiese. Me utilizó.
—No lo creo —dijo Tesla—. Creo que ni siquiera él es capaz de preparar una trampa tan bizantina. ¿Cómo podía él saber que tú y Fletcher descubriríais al Nuncio? No. Lo que te ocurrió a ti no estaba planeado... Fuiste tu propio agente en eso, no el de Kissoon. El poder es tuyo. Y también la responsabilidad.
Tesla dejó de insistir durante unos instantes, tanto por lo fatigada que se sentía como porque el Jaff no la escuchaba. Estaba mirando al falso fuego, que pronto se extinguiría; después se observó las manos. Siguió así durante un minuto.
—¿Y has venido hasta aquí sólo para contarme eso? — preguntó al fin.
—Sí. Y no me digas ahora que he perdido el viaje.
—¿Qué quieres que haga?
—Que nos ayudes.
—No hay ayuda posible.
—Tú abriste el hoyo, tú lo puedes cerrar.
—No pienso volver a aquella casa.
—Supuse que querías la Esencia —dijo Tesla—; pensé que ésa era tu mayor ambición.
—Yo estaba equivocado.
—¿Y has recorrido todo ese camino sólo para descubrir que estabas equivocado? ¿Qué te hizo cambiar?
—No lo comprenderías.
—Intenta explicármelo.
El Jaff volvió la mirada al fuego.
—Ésa era, por el contrario, la menos importante de mis ambiciones —dijo—. Cuando la luz se apaga, todos quedamos a oscuras.
—Tiene que haber otras maneras de salir de aquí.
—Las hay.
—Pues vamos por una de ellas. Pero, antes..., antes dime qué te hizo cambiar de opinión.
El Jaff estuvo un momento meditando perezosamente la respuesta, o decidiendo si responder.
Luego dijo:
—Cuando empecé a buscar el Arte, todas las pistas eran sobre encrucijadas. Bueno, no todas. Pero muchas. Sí, muchas. Las que me parecían tener sentido. Por eso tuve que seguir buscando encrucijadas. Pensé que allí estaría la respuesta. Luego, Kissoon me metió en la Curva, y yo me dije: «Aquí está este tío, el último del Enjambre, en una choza situada en el centro de nadie sabe dónde. Sin encrucijadas. Debo de estar equivocado.» Y fíjate todo lo que ha pasado después: en la Misión, en Grove..., nada de eso sucedió en alguna encrucijada. Lo que ocurrió fue que yo lo interpreté en su sentido literal. Eso es lo que me pasa a mí, que he sido siempre demasiado literal. Físico. Concreto. Fletcher pensaba en el aire y en el cielo, yo, en poder y en hueso. Él fabricaba sueños con lo que pasaba por la mente de las personas, mientras que yo sacaba materia de sus tripas y de su sudor. Siempre pensando en las cosas más evidentes. Y todo el tiempo... —Su voz se engrosaba de sentimiento, palpitaba de odio, un odio contra sí mismo—. Pasé todo ese tiempo sin ver, hasta que usé el Arte y me di cuenta de lo que significaba la palabra encrucijada.
—¿Y qué era?
El Jaff se llevó la mano menos herida bajo la camisa, palpándose el pecho por debajo de la tela. Allí tenía un medallón, colgado del cuello de una bella cadena. Tiró con fuerza de él y la cadena se rompió. Entonces, le echó el símbolo a Tesla, que ya sabía, antes de cogerlo, lo que era. Había representado una vez esa escena, con Kissoon. Pero entonces no estaba en condiciones de comprender lo que comprendía ahora, con el signo del Enjambre en la mano.
—La encrucijada... —dijo—, ése es su símbolo.
—Yo no sé ya lo que son los símbolos —respondió el Jaff—. Todo es uno y lo mismo.
—Pero éste significa algo —dijo ella, volviendo a mirar las formas que estaban grabadas en los brazos de la cruz.
- Comprenderlo es tenerlo —murmuró el Jaff—. En el momento de la comprensión, deja de ser símbolo.
—Pues, entonces..., hazme comprender —le pidió Tesla—, porque lo miro y lo único que veo es una cruz. Bueno, una cruz muy bella, eso desde luego, pero no significa nada para mí. Aquí veo a un sujeto en el centro, que da la impresión de que está siendo crucificado, sólo que no hay clavos. Y luego todas estas figuras...
—¿No le ves ningún sentido?
—Quizá, si no estuviese tan cansada...
—Adivina.
—No estoy de humor para juegos de adivinanzas.
En el rostro del Jaff se dibujó una expresión astuta.
—Quieres que vaya contigo..., que te ayude a parar lo que se aproxima a través de la Esencia...; pero no tienes ni la menor idea de lo que está ocurriendo, porque, si la tuvieras, comprenderías qué tienes en la mano.
En cuanto le oyó, Tesla se dio cuenta de lo que el Jaff la proponía.
—O sea, que si lo comprendo, vendrás conmigo, ¿no es así?
—Bien..., es posible.
—Pues dame unos pocos minutos —dijo, mirando el símbolo del Enjambre con otros ojos.
—¿Unos pocos? — preguntó él—. ¿Qué quiere decir pocos? Cinco, quizá. Dejémoslos en cinco. Mi oferta es válida durante cinco minutos.
Tesla dio la vuelta al medallón en la palma de su mano; de pronto se sintió violenta.
—No me mires así —dijo.
—Es que me gusta mirar.
—Me distraes.
—No tienes necesidad de seguir aquí —replicó él.
Tesla le cogió por la palabra. Se levantó, sus piernas estaban poco firmes, y volvió a salir por la grieta por la que había entrado.
—No lo pierdas —advirtió el Jaff, el tono de su voz era casi satírico—. Es el único que tengo.
Hotchkiss estaba a un metro de distancia de la entrada.
—¿Lo has oído? — le preguntó Tesla.
Hotchkiss asintió. Ella abrió la mano y le dejó mirar el medallón. La única fuente de luz, los últimos terata, era incierta, pero los ojos de Tesla estaban bastante acostumbrados a ella. Leyó claramente la confusión en el rostro de Hotchkiss. No iba a conseguir ninguna revelación de él.
Le cogió el medallón y miró a Grillo, que no se había movido.
—Se desintegra —dijo Hotchkiss—. Claustrofobia.
Así y todo, Tesla se acercó a él. Grillo ya no miraba al cielo, ni al cadáver que flotaba en el agua. Tenía los ojos cerrados. Los dientes le castañeteaban.
—Grillo.
Él siguió castañeteando los dientes.
- Grillo. Soy Tesla. Necesito tu ayuda.
Pero él movió la cabeza: un movimiento pequeño y violento.
—Tengo que averiguar qué quiere decir esto.
Grillo ni siquiera abrió los ojos para ver de qué le hablaba Tesla.
«Estás sola, chica. Nadie te ayuda. Hotchkiss ni lo huele; Grillo no quiere; y Witt está muerto en el agua.» Los ojos de Tesla se fijaron en el cadáver, pero sólo un momento. Boca abajo, brazos en cruz. Pobre desgraciado. Ella no lo conocía en absoluto, pero le había parecido bastante buena persona.
Se apartó, volvió a abrir la mano, miró de nuevo el medallón, su concentración constantemente interrumpida por el transcurso de los segundos.
¿Que podía significar aquello?
La figura central era, indudablemente, humana. Las formas que se derivaban de ella, sin embargo, no. ¿Serían familiares suyos?, ¿o los hijos de la figura central? Eso parecía tener más sentido. Había una figura entre sus piernas abiertas que parecía un mono estilizado; y debajo de ella algo que reptaba; y más abajo...
¡Mierda! No eran sus hijos, sino sus antepasados. Se refería a la evolución. El hombre, en el centro; debajo, el mono; luego, el lagarto, el pez y el protoplasma (un ojo, o una célula sola). El pasado está debajo de nosotros, había dicho Hotchkiss en cierta ocasión. A lo mejor resultaba que tenía razón.
Suponiendo que ésa fuese la solución correcta, ¿qué significaban los dibujos de las otras tres parles? Sobre la cabeza de la figura había algo que parecía estar bailando, y su cabeza era enorme. Sobre esta segunda forma, la misma forma, pero simplificada, y sobre ella otra simplificación, sólo que venía a ser como un ojo (o una célula) de la cual, la forma que había debajo de ella, era un eco. A la luz de la primera interpretación, aquella simbología no era muy difícil de entender. Debajo, imágenes de la vida que había encontrado su desenlace en el hombre; encima, imágenes de la vida que iba más allá del hombre, la especie elevada a un estado espiritual perfecto.
Dos interpretaciones, de cuatro.
¿Cuánto tiempo le quedaba?
«No te preocupes por el tiempo —se dijo Tesla—. Lo que tienes que hacer es resolver el problema.»
Leyendo de derecha a izquierda, de un lado al otro del medallón, la secuencia no era ya tan fácil como de abajo arriba. En el extremo izquierdo había otro círculo, y en él se veía algo semejante a una nube. A su lado, más cerca del brazo extendido de la figura, un cuadrado, dividido en otros cuatro; más cerca aún, algo semejante a un rayo; luego, un manchón de algo (¿sangre de aquella mano?); y, por último la mano misma. En el otro lado, una serie de símbolos menos comprensibles todavía. Algo que podría chorrear o gotear de la mano izquierda de la figura; luego, una ola, o quizá fuesen serpientes. (¿Estaría cometiendo también literal?) Luego, algo que sólo podía ser un garabato, como un signo arañado en la superficie del medallón, y, finalmente, el cuarto y último círculo, un agujero horadado en el medallón. O sea, de lo sólido a lo no sólido. De un círculo con una nube a un espacio vacío, tal vez el día y la noche? No. ¿Quizá lo conocido y lo no conocido? Eso tenía más sentido. Date prisa, Tesla, date prisa. ¿Lo redondo, y nuboso, y conocido ?
Redondo, y nuboso. El Mundo. Y conocido. Si. El mundo; ¡el Cosmos!; lo cual significaba que el otro brazo, lo no conocido, ¡era el Metacosmos! Y sólo quedaba la figura del centro: el cruce de todo el diseño.
Se dirigió hacia la cueva donde Jaffe la esperaba, convencida de que sólo le quedaban unos segundos de tiempo.
—¡Lo tengo! — le gritó a través de la grieta—. ¡Lo tengo! No era verdad, pero el resto tendría que hacerlo por instinto.
El fuego del interior de la cueva estaba ya muy apagado, mas el horrible de los ojos de Jaffe seguía igual.
—Ya sé lo que es —dijo Tesla.
—¿Lo sabes?
—En uno de los ejes es la evolución, desde la primera célula hasta la divinidad. — Por la expresión de su rostro, Tesla comprendió que había acertado, por lo menos en parte.
- Sigue —dijo Jaffe—. ¿Qué hay en el otro eje?
—Son el Cosmos y el Metacosmos. Lo que sabemos y lo que no sabemos.
- Muy bien —aprobó Jaffe—. Muy bien. ¿Y en el centro?
—Nosotros. Los seres humanos.
La sonrisa se agrandó.
- No —dijo él.
—No.
—Se trata de un viejo error, ¿verdad? No es tan fácil como todo eso.
—Pero si es un ser humano, aquí está, ¡mira! — dijo Tesla.
—Sigues sin ver otra cosa que el símbolo.
—Mierda. ¡Odio todo esto! Y tú eres un arrogante. ¡Ayúdame!
—Has agotado los cinco minutos.
—¡Pero casi he acertado!
—¿No te das cuenta? No puedes averiguarlo. Ni siquiera con un poco de ayuda de tus amigos.
—Nadie me ha ayudado. Hotchkiss no tiene idea; Grillo se ha quedado tonto. Y Witt...
«Witt está en el agua», pensó Tesla. Pero no lo dijo, porque la imagen se le aclaró de pronto con fuerza reveladora. Está echado en el agua con los brazos extendidos y las manos abiertas.
—Dios mío —dijo—, es la Esencia. Son nuestros sueños. No es la carne y la sangre en la encrucijada, sino la mente.
La sonrisa de Jaffe desapareció, y la luz de sus ojos aumentó en brillo, un relucir paradójico que no iluminaba, sino que restaba luz al resto de la estancia, asimilándosela.
—Es eso, ¿verdad? — insistió ella—. La Esencia como el centro de todo. Como la encrucijada.
Jaffe no respondió. No necesitaba hacerlo. Y Tesla supo entonces, sin el menor asomo de duda, que había acertado. La figura estaba flotando en la Esencia, con los brazos abiertos, y él, ella, o ello, soñaba en el mar de los sueños. Y, de alguna manera, ese soñar era el lugar en el que todo se originaba: la primera causa.
—No me extraña —dijo Tesla.
Jaffe habló entonces, como desde la tumba.
—¿Qué es lo que no te extraña?
—No me extraña que no te atrevieras cuando te diste cuenta de que te enfrentabas con la Esencia —replicó ella—. No me extraña.
—Puede que acabes arrepintiéndote de saber esto —dijo él.
—Yo nunca me he arrepentido de saber algo.
—Está vez te arrepentirás —insistió él—. Te lo garantizo.
Tesla dejó que se desahogara. Pero los tratos eran los tratos, y ella no tenía la menor intención de renunciar a su victoria.
—Me aseguraste que vendrías con nosotros.
—Lo sé.
—Nos acompañarás, ¿no?
—Es inútil —dijo él.
—No quieras escabullirte ahora. Sé lo que está en juego allí tan bien como tú.
—¿Y qué piensas que debemos hacer?
—Pues volver a la casa de Vance y tratar de cerrar el abismo.
—¿Cómo?
—Quizá necesitemos pedir consejo a un técnico.
—No los hay.
—Sí que los hay. Kissoon —dijo ella—. Nos debe un favor. No, qué digo un favor, nos debe varios. Pero lo primero es lo primero: necesitamos salir de aquí.
Jaffe la miró durante un buen rato, como si no estuviese aún seguro de si accedería o no a su petición.
—Si no vienes con nosotros —dijo ella— terminarás aquí, en la oscuridad, donde pasaste..., ¿cuánto tiempo fue?, ¿veinte años? Los Iad llegarán y tú te encontrarás aquí, bajo tierra, sabiendo que han conquistado la Tierra. Es posible que no den contigo. Después de todo, tú no comes, ¿verdad? Te encuentras por encima de todas esas necesidades físicas. Puedes sobrevivir, pongamos..., ¿cien años?, ¿mil? Pero estarás solo. Tú, y la oscuridad, con la certidumbre de lo que hiciste. ¿Te parece que eso va a resultarte agradable? Yo, personalmente, preferiría morir intentando impedir que los Iad penetraran...
—No eres muy persuasiva —dijo él—. Veo perfectamente lo que te propones. Eres una zorra charlatana, pero el Mundo está lleno de gente como tú. Te crees inteligente, mas no lo eres. No tienes la menor idea de lo que se nos echa encima. ¿Y yo? Puedo ver. Tengo los ojos de ese jodido hijo mío, que ahora se dirige al Metacosmos, y, gracias a eso, puedo sentir lo que se avecina. Pero no puedo verlo. No quiero. Lo que ocurre es que lo siento. Y voy a decirte algo, no tienes la más leve posibilidad de hacer nada.
—¿Es ése tu último esfuerzo por seguir aquí?
—No. Os acompañaré. Aunque sólo sea para ver tu expresión cuando fracases. Iré.
—Entonces, vamos —dijo ella—. ¿Sabes salir de aquí?
—Puedo buscar un camino.
—Bien.
—Pero primero...
—¿Qué?
Jaffe extendió la menos destrozada de sus manos.
—Mi medallón.
Antes de que pudieran empezar la ascensión tuvieron que sacar a Grillo de su estupor. Cuando Tesla salió de hablar con Jaffe, Grillo seguía sentado al borde del agua, con los ojos muy cerrados.
—Nos vamos de aquí —le dijo Tesla, en voz baja—. Grillo, ¿me oyes? Nos vamos de aquí.
—Muertos —dijo él.
—No —insistió Tesla—, vamos a salir, como lo oyes. — Le cogió por el brazo, mientras el dolor de su costado la apuñalaba a cada movimiento que hacía—. Vamos, Grillo, levántate. Tengo frío y pronto todo estará oscuro. — Negro como el carbón, sin duda; la luminiscencia de los terata se extinguía con rapidez—. Arriba hace sol, Grillo, y calor, y hay luz.
Sus palabras le hicieron abrir los ojos.
—Witt está muerto —murmuró.
Las olas de la catarata habían acercado el cadáver a la orilla.
—Pero nosotros no vamos a morirnos con él —dijo Tesla—. Vamos a vivir, Grillo. De modo que hazme el jodido favor de levantarte.
—No... no podemos... subir a nado —dijo Grillo, mirando la catarata.
—Hay otras maneras de salir —dijo Tesla—. Y más fáciles. Pero tenemos que darnos prisa.
Tesla miró hacia la cueva donde Jaffe examinaba las grietas de la roca, buscando, se imaginó, la mejor salida. Él no se hallaba en mejor situación que los demás, y una ardua escalada era totalmente impensable. Le vio llamar a Hotchkiss, y hacerle trabajar sacando escombros, mientras él inspeccionaba otras grietas. En ese momento, Tesla pensó que Jaffe no tenía más idea que ellos de cómo salir de aquel lugar; entonces se distrajo de su angustia concentrando su atención en la tarea de conseguir que Grillo se levantara de una vez. Hizo falta un poco más de persuasión, pero acabó por conseguirlo. Al fin Grillo se puso en pie; sus piernas casi no le sostenían, hasta que ella se las frotó para reanimárselas.
—Muy bien —le dijo Tesla—, estupendo. Y, ahora, en marcha.
Echó una última ojeada al cuerpo de Witt, esperando que fuese feliz dondequiera que estuviese. Si cada uno encontraba el cielo que deseaba, era evidente que Witt se hallaría en un celeste Palomo Grove: una ciudad pequeña y segura, emplazada en un valle pequeño y seguro, donde el sol siempre resplandecía y donde el corretaje de fincas era buen negocio. Le deseó felicidad y volvió la espalda a sus restos, preguntándose, al hacerlo, si él no habría sabido desde el principio que iba a morir allí, y si no se sentiría más contento formando parte de los cimientos de Grove que convertido en cenizas en algún crematorio.
Hotchkiss, llamado por Jaffe, había dejado de despejar de escombros una de las grietas y despejaba otra, en ese momento, lo cual aumentó las inquietantes sospechas de Tesla de que Jaffe no sabía cómo salir de allí. Fue a ayudar a Hotchkiss, empujando al mismo tiempo a Grillo para que saliera de una vez de su letargo y la imitara. El aire del agujero parecía rancio y de arriba no les llegaba nada de aire fresco. Pero quizás eso se debiera a que estaban a demasiada profundidad.
El trabajo era duro, y más duro aún en aquella oscuridad creciente. Nunca, en toda su vida, se había sentido Tesla más cerca del derrumbamiento total. No sentía las manos, tenía el rostro entumecido, y su cuerpo se negaba a moverse. Estaba segura de que la mayor parte de los cadáveres tenían más calor que ella. Hacía siglos, cuando todavía estaba al sol, que Tesla le había dicho a Hotchkiss que ella era tan capaz de cualquier cosa como el hombre más dispuesto, y estaba decidida a demostrarlo allí mismo. Se esforzó por trabajar, arrancando las rocas con tanta energía como él. Pero el que más trabajaba era Grillo, y su ímpetu, evidentemente, estaba impulsado por la desesperación. Grillo arrancó la más grande de las rocas con una fuerza de la que Tesla no le hubiera creído capaz.
—Bien —dijo Tesla a Jaffe—. ¿Nos vamos?
—Sí.
—¿Es éste el camino bueno?
—Tan bueno como cualquier otro —respondió él, mientras se ponía en cabeza.
Así comenzó una marcha que, a su manera, fue más aterradora que el descenso. En primer lugar, porque sólo disponían de una linterna, y la llevaba Hotchkiss, que iba detrás de Jaffe. Resultaba ridículamente insuficiente, y su luz servía más de guía a Tesla y a Grillo, que iban los últimos, que para iluminar el camino que tenían que recorrer. Tropezaban y caían, y volvían a tropezar. El entumecimiento era buena cosa, en cierto modo, porque aplazaba cualquier certidumbre del dolor que sentían al andar.
La primera parte del camino no fue hacia arriba, sino serpenteante por varios pequeños ensanches, con el rugido del agua en torno a ellos. Anduvieron por un túnel que, evidentemente, había sido cauce de agua hasta entonces. El fango les llegaba a los muslos, y del techo caía en goterones sobre sus cabezas. Eso les vino muy bien poco después, cuando el pasadizo se hizo tan angosto que, de no ser por lo resbaladizos que tenían el cuerpo gracias a tanto fango como les había caído encima, no hubieran podido deslizarse por entre los muros de roca. A partir de ese punto comenzaron a ascender. La subida, al principio, era leve, pero se iba haciendo más pendiente poco a poco. Y luego, aunque el ruido del agua había aminorado, notaron una nueva amenaza en los muros del pasadizo: la presión de tierra contra tierra. Nadie dijo nada. Se sentían demasiado agotados para desperdiciar aliento en lo que todos sabían, que el terreno sobre el que Grove estaba edificado se amotinaba. El ruido crecía a medida que iban subiendo, y, en varias ocasiones, les cayó encima polvo del túnel, salpicándoles en la oscuridad.
El primero que sintió la brisa fue Hotchkiss.
—¡Aire fresco! — exclamó.
—Por supuesto —comentó Jaffe.
Tesla volvió la vista para mirar a Grillo. Sus sentidos estaban tan agotados que ya no se fiaba de ellos.
—¿Lo notas? — le preguntó.
—Creo que sí —respondió Grillo, con voz apenas audible.
Esa promesa apresuró su avance, aunque cada vez resultaba más ardua la subida, porque los túneles llegaban incluso a vacilar a veces bajo sus pies; tal era la violencia de los movimientos de tierra en torno a ellos. Pero ya se sentía algo más que un mero atisbo de aire fresco por encima de ellos, y eso los animaba. También sentía una leve promesa de luz, que fue convirtiéndose en certidumbre poco a poco, hasta que consiguieron ver la roca que estaban escalando. Jaffe subía apoyándose con una sola mano, con una facilidad casi aérea, como si su cuerpo no pesase nada en absoluto. Los demás subían a duras penas tras él, sin poder casi seguirle, a pesar de la adrenalina que empezaba a reanimar sus agotados sistemas. La luz crecía en intensidad, y eso era lo que les daba vida; su claridad les obligaba a entornar los ojos. Siguió haciéndose más y más viva, y ellos ahora ascendían con verdadero ahínco, olvidados de toda cautela al apoyar las manos y los pies.
Los pensamientos de Tesla eran un confuso revoltijo de incoherencias, más como si soñase despierta que como pensamiento consciente. Su mente estaba demasiado exhausta para imponerse un orden. Pero revisó, una y otra vez, los cinco minutos que había tardado en resolver el enigma del medallón, y no dio con la razón de sentirse tan obsesionado por ello hasta que sus ojos volvieron a ver, por fin, el cielo: aquella salida de la oscuridad era como salir del pasado, y, también, como salir de la muerte. De ser de sangre fría a un ser de sangre caliente. De lo ciego e inmediato a la capacidad de ver lejos. Vagamente pensó: ésta es la razón de que los hombres vayan bajo tierra; para recordar que viven bajo el sol.
En el último momento, ya con la luz envolviéndoles agobiante, Jaffe se hizo a un lado y dejó a Hotchkiss pasar delante.
—¿Has cambiado de idea? — le preguntó Tesla.
Pero el rostro de Jaffe expresó algo más que duda.
—¿De qué tienes miedo? — insistió Tesla.
—Del sol —respondió él.
—¿No seguís vosotros dos? — intervino Grillo.
—Un momento —dijo Tesla—, sigue tú.
Grillo pasó junto a ellos, recorriendo, vacilante y pesadote, los últimos pasos que restaban para llegar a la superficie, donde ya se encontraba Hotchkiss. Tesla le oyó reír solo. Mucho le costaba posponer el placer de reunirse con él; pero ya que habían llegado hasta allí con Jaffe, no quería perderle en el último momento.
—Odio al sol —dijo Jaffe.
—¿Por qué?
—Porque él me odia a mí.
—¿Quieres decir que te hace daño? ¿Eres alguna especie de vampiro?
Jaffe entornaba los párpados contra la luz.
—Fletcher era el que amaba el cielo.
—Quizá debieras aprender de él.
—Es demasiado tarde.
—En absoluto. Ya has hecho bastante daño, y ahora tienes la oportunidad de remediarlo en lo posible. Lo que se viene encima es peor que tú. Piensa en eso.
Jaffe no respondió.
—Mira —prosiguió ella—, al sol le da igual lo que tú hagas. Brilla sobre todo el mundo, sobre los buenos y sobre los malos. Ojalá no fuera así, pero lo es.
Jaffe asintió.
—¿Te he hablado... de Omaha? — preguntó él.
—No trates de hacerte el remolón, Jaffe. Lo que tenemos que hacer es subir.
—Moriré.
—Entonces todos tus problemas habrán acabado, ¿no te parece? — dijo ella—. ¡Vamos, arriba!
Jaffe la miró con fijeza, el brillo que Tesla había visto en sus ojos cuando entró en la cueva había desaparecido por completo. Más aun, no quedaba nada en él que indicase capacidad sobrenatural alguna. Su aspecto era de lo más comente: un hombre acabado, gris y lamentable, al cual, sí ella lo viera por la calle, no dedicaría más que una ojeada indiferente, y, caso de que se fijara en él, lo haría sólo para preguntarse qué le habría puesto en tal estado. Les había costado mucho tiempo y mucho esfuerzo (y a Witt la vida) sacarle del interior de la Tierra. Y, la verdad, viéndole así, se diría que no había valido la pena. Con la cabeza inclinada para rehuir de la luz del sol, Jaffe subió, por fin, los últimos metros que lo separaban de la superficie y salió. Tesla lo siguió. La luz se volvía mareante, casi le daban ganas de vomitar. Cerró los ojos contra ella, hasta que un estallar de risas la forzó a abrirlos de nuevo.
Era algo más que alivio lo que hacía que Hotchkiss y a Grillo prorrumpieran en risas. El camino de vuelta a la superficie les había conducido al centro mismo del estacionamiento del «Motel de la Terraza».
- Bienvenidos a Palomo Grove, decía el letrero. El paraíso de la Prosperidad.
VI
Como a Carolyn Hotchkiss le gustaba repetir a sus tres mejores amigas, tantos años antes, la corteza de la Tierra era delgada, y Palomo Grove estaba edificado a lo largo de una falla de esa corteza, la cual, un día u otro, acabaría por romperse y hundir a la ciudad en un abismo. En las dos décadas anteriores desde que Carolyn había acallado sus propias profecías a fuerza de píldoras, la tecnología de predicción de ese momento había progresado de manera espectacular. Se habían hecho mapas de fallas apenas visibles, y su actividad se vigilaba con atención y eficacia. En el caso de la gran falla se esperaba que el aviso llegaría con tiempo suficiente para salvar millones de vidas, y no sólo en San Francisco y en Los Ángeles, sino también en comunidades de menor importancia, como Palomo Grove. Ninguno de esos monitores y cartógrafos, sin embargo, podía haber predicho los acontecimientos ocurridos en «Coney Eye», por lo súbitos, o la escala de sus consecuencias. Los retorcimientos sufridos por el interior de la casa de Vance habían enviado un sutil pero persuasivo recado por el interior de la colina, y ese mensaje se había ramificado por las cuevas y túneles que se extendían bajo la ciudad, poniendo en agitado movimiento un sistema que llevaba años murmurando, hasta hacerle retorcerse y aullar. Aunque las consecuencias más espectaculares de esta rebelión tuvieron lugar en las partes inferiores de la colina, donde el terreno se abrió como si la gran catástrofe estuviese ya en plena marcha, ladeando una de las terrazas hasta medio hundirla en una grieta de doscientos metros de longitud y veinte de anchura. Todos los barrios de Palomo Grove resultaron dañados. La destrucción no terminó después de la primera oleada de conmociones, como hubiera cabido esperar en el caso de un terremoto normal. Fue en aumento, al esparcirse el recado de anarquía, y los menores movimientos de tierra se hicieron lo bastante grandes para engullir casas y garajes, aceras y tiendas. En Deerdell, las calles más cercanas al bosque fueron las primeras en sufrir daños, y los pocos habitantes que quedaban recibieron aviso de la inminente destrucción por una fuga masiva de animales, que escaparon antes de que los árboles trataran de arrancarse de cuajo a sí mismos y los siguieran. Y cayeron, las raíces al aire, mientras las casas seguían su ejemplo, calle tras calle, desperdigadas como castillos de naipes. Stillbrook y Laureltree sufrieron daños igual de grandes, pero sin aviso previo o progresión alguna discernible. Se abrían súbitas grietas en medio de las plazas y los patios. Las piscinas se quedaban sin agua en cuestión de segundos. Las calzadas se convertían de pronto en modelos a escala del Gran Cañón. Pero, arbitraria o sistemática, la catástrofe final se desarrollaba de idéntica forma barrio tras barrio. Grove estaba siendo engullida por la tierra sobre la que había sido construida.
Hubo muertos, como era lógico; y muchos. Pero casi ninguno llamó la atención, por tratarse de gente que llevaba varios días encerrada a solas en sus casas, reconcomiéndose de recelos sobre el mundo en general que no se atrevían a sacar a la luz del sol. No fueron echados de menos porque nadie sabía a ciencia cierta quién se había ido de la ciudad y quién se había quedado. La solidaridad de los habitantes de Grove después de la primera noche en la Alameda, fue de puro trámite. No se convocaron reuniones comunitarias para hacer frente a la crisis, ni se debatieron temores recíprocos. A medida que aquello empeoraba, la gente se limitaba a escapar discretamente, por lo general de noche, pero casi siempre sin decir nada a sus vecinos. Y los solitarios que se quedaron acabaron enterrados bajo los escombros de sus tejados, sin que nadie supiera siquiera que se encontraban allí. Cuando las autoridades se dieron cuenta de la magnitud de la catástrofe, muchas de las calles eran ya zona prohibida, y localizar a las víctimas, algo que se dejaba para más adelante, cuando la cuestión más urgente de lo que había ocurrido (y seguía ocurriendo) en la residencia de Buddy Vance no apremiase tanto.
A los primeros observadores —policías veteranos que ya creían haberlo visto todo— les pareció evidente que en «Coney Eye» se había desencadenado alguna clase de fuerza que no iba a ser nada fácil identificar. Hora y media después de que el primer coche patrulla llegara a «Coney Eye» e informara por radio a sus superiores del estado en que se encontraba la casa, varios agentes del FBI se personaron en la escena, mientras dos profesores —un físico y un geólogo— iban ya de camino de Los Ángeles. La Policía entró en la casa y llegó a la conclusión de que el fenómeno acaecido en su interior, que no parecía nada fácil de explicar, podía ser definido como potencialmente letal. Lo que estaba muy claro, en medio de tantas incertidumbres, era que los habitantes de Grove, de la manera que fuese, se habían dado cuenta de que en su ciudad se había producido (o estaba a punto de producirse) cierto desorden fundamental. En vista de ello comenzaron a abandonar sus hogares horas, o incluso días, antes de la catástrofe. Y uno de los incontables misterios que presentaba aquel lugar era por qué ninguno de ellos se habían molestado en advertir a nadie de más allá de Palomo Grove.
Si los investigadores hubiesen sabido dónde mirar, hubieran recibido todas las respuestas de cualquiera de los individuos que acababan de salir de debajo de la tierra delante del «Motel de la Terraza». Lo malo era que sus explicaciones les hubiesen parecido pura locura, pero incluso Tesla —que hasta entonces se había opuesto con verdadero andar a que Grillo contase la historia— estaba dispuesta a hablar con toda libertad en cuanto tuviese suficiente energía para hacerlo. El calor del sol, más aun, su mera presencia, la había reanimado algo, pero también había resecado el fango y la sangre que cubrían su rostro y su cuerpo, aumentando así, como en un compartimiento hermético, el frío que sentía en la médula de sus huesos. Jaffe fue el primero en refugiarse a la sombra del motel, y ella le imitó pocos minutos después. El establecimiento había sido abandonado por sus huéspedes y por el personal, y con razón sobrada. La grieta que se había abierto en el estacionamiento no era más que una de las muchas que había, la más grande de las cuales se extendía hasta la misma puerta del edificio, y sus fisuras escalaban la lachada, como ramificaciones de un rayo salido de la tierra. Dentro del motel había muchos indicios de lo apresurada que había sido la fuga de sus últimos ocupantes: maletas y objetos personales aparecían esparcidos por la escalera, y las puertas que los temblores de tierra no arrancaron, estaban abiertas de par en par. Tesla fue mirando habitación por habitación hasta que encontró ropa abandonada. Entonces abrió un grifo con el agua tan caliente como su cuerpo podía resistir, se desnudó y se metió en la bañera. El calor la llenó de soñador deleite, tanto, que necesitó toda su fuerza de voluntad para salir de aquel paraíso y secarse. Por desgracia, allí había espejos, y el espectáculo que su magullado y dolorido cuerpo ofrecía resultaba lamentable. Se vistió lo más rápidamente que pudo, con prendas que ni le caían bien ni estaban conjuntadas, pero que le gustaban; después de todo, ella había preferido siempre la moda bohemia. Mientras se vestía, tomó algo de café frío que había en la habitación. Eran las ocho y veinte cuando salió: casi siete horas después de su llegada a Deerdell para iniciar el descenso.
Grillo y Hotchkiss estaban en la oficina del motel. Se habían lavado y hecho café caliente, aunque no tan a fondo como ella, limitándose a sacar sus rostros limpios de debajo del fango que los cubría. Se habían quitado los empapados jerseis, y puesto otros limpios, hallados allí. Los dos estaban fumando.
—Tenemos de todo —dijo Grillo, cuyas maneras revelaban mucho apuro, pero estaba decidido a no mostrarlo—: café, cigarrillos, bollos duros. Lo único que nos faltan son drogas duras.
—¿Dónde está Jaffe? — quiso saber Tesla.
—No lo sé —dijo Grillo.
—¿Cómo que no lo sabes? — repuso Tesla—. Por Dios bendito, Grillo, no debemos perderle de vista ni un solo momento.
—Ha venido hasta aquí, ¿verdad? — respondió Grillo—. No se nos va a escapar ahora.
—Bueno, sí, es posible —convino Tesla, sirviéndose una taza de café—. ¿Hay azúcar?
—No, pero sí pasteles, y tarta de queso. Duros, pero comestibles. Aquí había gente golosa. ¿Te apetece?
—Sí, claro —dijo Tesla, tomando un sorbo de café—. Supongo que tienes razón.
—¿En qué?, ¿en lo de los golosos?
—No, en lo de Jaffe.
—Nosotros le tenemos sin cuidado —intervino Hotchkiss—. Sólo de mirarle me da asco.
—Bueno, tus razones tienes —asintió Grillo.
—Por desgracia, así es —dijo Hotchkiss. Miró a Tesla de reojo—. Cuando termine todo esto, quiero que lo dejéis de mi cuenta, ¿de acuerdo? Tengo cuentas que saldar con él.
No esperó oír la respuesta. Apuró su calé y salió a tomar el sol.
—¿A qué se refería? — preguntó Tesla.
—A Carolyn —respondió Grillo.
—Ah, sí.
—Culpa a Jaffe de lo que le ocurrió a Carolyn. Y tiene razón.
—Ha debido de pasarlo muy mal.
—No creo que el infierno sea nada nuevo para él —comentó Grillo.
—No, supongo que no. — Tesla apuró su taza de café—. Esto me ha entonado mucho —dijo—. Tengo que ir a buscar a Jaffe.
—Oye, antes...
—¿Qué?
—Quería decir... lo que me ocurrió allá abajo... siento no haberos sido de mucha utilidad. Siempre he tenido la obsesión de que me entierran vivo.
—Me parece razonable —dijo Tesla.
—Quiero resarcirte de todo eso. Ayudarte, de la forma que sea. No tienes más que decirlo. Ya sé que eres tú quien ha llevado todo el peso, no yo...
—Bah, no es para tanto.
—Tú convenciste a Jaffe de que se viniera con nosotros. ¿Cómo lo conseguiste?
—Él tenía un enigma. Y lo resolví.
—Tal y como lo dices parece la mar de sencillo.
—Lo que ocurre, me parece, es que la cosa resulta bastante sencilla después de todo. Lo que tenemos que afrontar es tan grande, Grillo, que sólo podemos resolverlo con el instinto.
—El tuyo ha sido siempre mucho mejor que el mío. A mí, las cosas me gustan claras.
—Las cosas claras también son sencillas —dijo Tesla—. Mira, hay un hoyo, y algo que sale por él y llega del otro lado, algo que la gente como tú y como yo no podemos ni siquiera imaginar. Si no cerramos el hoyo, estamos jodidos.
—¿Y el Jaff sabe cómo?
—¿Cómo, qué?
—Cómo se cierra ese hoyo.
Tesla le miró a los ojos.
—La verdad —dijo—, pienso que no.
A Tesla le sorprendió encontrar a Jaffe en el tejado, que era, literalmente, el último sitio del motel donde se le había ocurrido mirar. Y se dedicaba a la última actividad que ella hubiese esperado de él: miraba el sol.
—Pensé que nos habías abandonado a nuestra suerte —dijo ella.
—Tenías razón —dijo él, sin mirarla—. El sol brilla sobre todo el mundo, buenos y malos, por igual. Pero a mí no me calienta. Se me ha olvidado lo que es sentir calor o frío. O hambre. O hartazgo. Y lo echo de menos.
El hostil aplomo que mostraba en la cueva le había abandonado por completo. Casi parecía intimidado.
—A lo mejor lo recobras —lo animó Tesla—; la parte humana, quiero decir; tal vez te quites de encima lo que el Nuncio te hizo.
—Me gustaría —dijo él—. Me gustaría ser Randolph Jaffe, de Omaha, Nebraska, retrasar el reloj y no entrar en aquel cuarto.
—¿Qué cuarto?
—Cuarto de las Cartas Perdidas —dijo él—. El lugar donde todo empezó. Me gustaría contártelo.
—Y a mí oírlo. Pero antes...
—Ya sé, ya sé. La casa. El abismo. — Diciendo esto la miró. Mejor dicho, miró, por encima de ella, a la colina.
—Tendremos que volver allí, tarde o temprano —le recordó Tesla—. Yo casi preferiría hacerlo ahora, todavía hay luz y nos queda energía.
—Y cuando lleguemos allí, ¿qué?
—Pues a esperar la inspiración.
—La inspiración tendrá que llegar de otra parte —dijo él—. Y ninguno de los dos tenemos Dios, ¿verdad? En eso es en lo que he confiado todo este tiempo, en que la gente no tiene Dios, y ése es también nuestro caso ahora.
Tesla recordó lo que D'Amour le había contestado cuando ella le dijo que no rezaba. Era algo sobre que la oración tiene sentido cuando se sabe cuánto más hay además de nosotros.
—Poco a poco, empiezo a creer —dijo Tesla.
—¿A creer en qué?
—En fuerzas superiores —respondió ella, con un ligero encogimiento de hombros—. El Enjambre tenía sus aspiraciones. ¿Por qué no voy a tenerlas yo, vamos a ver?
—¿Aspiraciones, dices? — preguntó él—. ¿Guardaban el Arte porque había que preservar la Esencia? Lo dudo. Lo que ocurría es que tenían miedo de lo que pudiera suceder. Eran simples perros guardianes.
—Quizá sus deberes los elevasen.
—¿Elevarlos? ¿A qué? ¿A santos? Kisson no da esa impresión, ¿eh? Lo único que él veneraba era a sí mismo. Bueno, y a los Iad.
Esa idea resultaba inquietante. ¿Qué mejor contrapunto a las palabras de D'Amour sobre fe en los misterios que la revelación de Kissoon acerca de que todas las religiones eran máscaras del Enjambre, maneras de apartar la atención de la muchedumbre del secreto de los secretos?
—No hago más que recibir visiones desde donde está Tommy-Ray —dijo Jaffe.
—¿Y qué tal es ese sitio?
—Cada vez más oscuro —respondió Jaffe—. Tommy-Ray ha estado moviéndose mucho tiempo, pero ahora se ha detenido. Quizá la marea haya cambiado. Algo se avecina, me parece, algo que sale de la oscuridad. Tal vez es la oscuridad. No lo sé. Pero está más cerca.
—En cuanto Tommy-Ray vea algo, dímelo —pidió Tesla—. Quiero detalles.
—No quiero mirar, ni con sus ojos ni con los míos.
—Puede que no te quede más remedio. Es tu hijo.
—Me ha fallado constantemente. No le debo nada. Él tiene sus fantasmas.
—Perfecta unidad familiar —bromeó Tesla—. Padre, Hijo y...
—Espíritu Santo —remató Jaffe.
—Sí, justo —replicó ella, mientras llegaba a su mente otro eco del pasado—. Trinidad.
—¿Qué dices de la Trinidad?
—La Trinidad, a la que Kissoon tenía tanto miedo.
—¿La Trinidad?
—Eso es. Cuando me metió en la Curva la primera vez pronunció esa palabra. Creo que fue un error suyo. Cuando le pregunté lo que significaba se quedó tan confundido que me dejó escapar.
—Nunca pensé que Kissoon fuese cristiano —observó Jaffe.
—Ni yo. Quizá se refería a algún otro dios. O dioses. Alguna forma de invocar al Enjambre. ¿Dónde tienes el medallón?
—En el bolsillo —dijo Jaffe—. Tendrás que sacarlo tú misma. Mis manos están muy débiles.
Se las sacó de los bolsillos. A la vacilante luz de la cueva, su mutilación había sido repulsiva; a la brillante luz del sol, resultaban más repulsivas todavía: la carne estaba ennegrecida y como frágil, y el hueso parecía a punto de pulverizarse.
—Me estoy deshaciendo —dijo Jaffe—. Fletcher usaba el fuego. Yo, los dientes. Los dos éramos unos suicidas. Lo que ocurrió fue que su sistema funcionó más rápido.
Tesla le metió la mano en el bolsillo y sacó el medallón.
—No parece importarte mucho —le dijo.
—¿A qué te refieres?
—A eso de deshacerte.
—No, la verdad es que no —admitió él—. Me gustaría morirme, como me hubiera muerto si me hubiese quedado en Omaha, envejeciendo como todo el mundo. No quiero vivir eternamente. ¿De qué vale la vida si no se entiende nada?
La ola de placer que la había invadido al resolver los enigmas del medallón volvió a invadirla en ese momento al estudiarlo de nuevo. Pero no había nada en su diseño, ni siquiera escrutándolo a la luz del sol, que recordara, ni de lejos, a la Trinidad. Había cuartetos, desde luego. Cuatro brazos, cuatro círculos. Pero no tríos.
—De nada sirve —dijo ella—. Desperdiciaríamos días enteros tratando de averiguarlo.
—¿Averiguar qué? — preguntó Grillo, que salía a la luz del sol.
—Me refiero a la Trinidad —dijo Tesla—, ¿tienes idea de lo que quiere decir?
—Padre, Hijo y...
—Eso lo sabemos todos.
—Pues no, no sé más. ¿Por qué?
—Sólo una pequeña esperanza que yo tenía.
—¿Cuántas Trinidades pueda haber? — preguntó Grillo—. No debe de ser difícil de averiguar.
—¿Y a quién se lo preguntamos?, ¿a Abernethy?
—Podíamos empezar por él —dijo Grillo—. Es un hombre temeroso de Dios. O, al menos eso dice. ¿Es muy importante?
—En esta fase, cualquier cosa es importante —contestó Tesla.
—Me pongo a ello —dijo Grillo—, sí el teléfono funciona. Lo que tú quieres saber es...
—Todo lo que puedas sobre la Trinidad. Lo que sea.
—Datos, temas claros, datos precisos, eso es lo que me gusta —ironizó Grillo—. Todo bien claro.
Se fue escaleras abajo, y Tesla, al mismo tiempo, oyó que Jaffe murmuraba:
«Aparta la mirada, Tommy, te digo que apartes la mirada.»
Había cerrado los ojos. Y empezaba a temblar.
—¿Los ves? — preguntó Tesla.
—Está muy oscuro.
- ¿Puedes verlos?
—Puedo ver algo que se mueve. Algo enorme. Enorme de verdad. ¿Por qué no te mueves, muchacho? Apártate de ahí antes deque te aplaste. ¡Apártate!
Abrió los ojos de golpe.
—¡Basta ya! — exclamó.
—¿Le has perdido? — preguntó Tesla.
—¡He dicho basta!.
—¿No está muerto?
—No, está... cabalgando las olas.
—¿En la Esencia? — preguntó ella.
—Haciendo lo imposible.
—¿Y los Iad?
—Detrás de él. Yo tenía razón. La marea ha cambiado.
—Descríbeme lo que has visto —pidió Tesla.
—Ya te lo he dicho; son enormes.
—¿Nada más?
—Como montañas en movimiento. Montañas cubiertas de langostas, o de pulgas. Lo grande y lo pequeño. No lo sé. Nada de esto tiene mucho sentido.
—Bien, entonces tenemos que cerrar el hoyo lo antes posible. Con las montañas me atrevo; pero las pulgas..., mejor es que estén lejos, ¿no te parece?
Cuando bajaron encontraron a Hotchkiss a la puerta. Grillo ya le había hablado de la Trinidad, y Hotchkiss tuvo una idea mucho mejor que preguntar a Abernethy.
—En la Alameda hay una librería —propuso—. ¿Por qué no vamos a mirar allí cuántas Trinidades hay?
—Quizá nos siente mal —objetó Tesla—. Si la Trinidad asustaba a Kissoon, a lo mejor asusta también a sus amos. ¿Dónde está Grillo?
—Fuera, buscando un coche. Él os llevará a la colina. ¿No es allí a donde vais los dos? — Hotchkiss miró a Jaffe con una expresión de repugnancia en el rostro.
—Sí, justo, allí es adonde vamos —dijo Tesla—. Y pensamos quedarnos. De modo que ya sabéis dónde encontrarnos.
—¿Hasta el final? — preguntó Hotchkiss, sin apartar la vista de Jaffe.
—Sí, justo hasta el final.
Grillo encontró un coche, lo abrió y le hizo el puente. Estaba abandonado en el estacionamiento del motel.
—¿Dónde aprendiste a hacer esto? — le preguntó Tesla, camino de la colina. Jaffe estaba medio echado en el asiento trasero, con los ojos cerrados.
—En una ocasión escribí un artículo, cuando era reportero...
—¿Sobre ladrones de coches?
—Eso es. Entonces aprendí algunos trucos del oficio, y no se me han olvidado. Soy una mina de información inútil. Siempre se aprende algo conmigo.
—Pero de la Trinidad no sabes nada.
—No hablas de otra cosa.
—Me induce la desesperación —dijo Tesla—. Es la única pista de que disponemos.
—Tal vez tenga algo que ver con lo que D'Amour dijo acerca del Salvador.
—¿Una intervención de las alturas en el último momento? — ironizó Tesla—. No pienso estar pendiente de eso.
—¡Mierda!
—¿Algún problema?
—Ahí delante.
Se había abierto una grieta en el cruce al que se acercaban. La grieta cruzaba calzada o acera. No había forma de pasar por allí para ir a la colina.
—Tendremos que probar otro camino —dijo Grillo.
Dio marcha atrás, retrocedió y entró por una calle lateral. Cada vez estaba más claro que la inestabilidad crecía en Grove por todas partes. Las lámparas y los árboles aparecían caídos; las aceras, combadas; el agua por doquier corría de las tuberías reventadas.
—Todo esto va a acabar deshaciéndose —dijo Tesla.
—Desde luego.
La calle siguiente por la que Grillo entró les abría el camino sin obstáculos hasta la Colina. Cuando comenzaron la subida, Tesla vio otro coche que salía de una calle lateral. No era un coche patrulla, a menos que los policías locales usasen «Volkswagen» pintados de amarillo fluorescente.
—Temerarios —murmuró Tesla.
—¿Quiénes?
—Los que vuelven a la ciudad.
—Es probable que se trate de una operación de salvamento —dijo Grillo—. Gente que toma lo que puede mientras puede.
—Eso.
El color del coche, tan chillonamente inapropiado, siguió un rato en la mente de Tesla, sin que supiese la razón; quizás era porque parecía de Hollywood, y ella empezaba a dudar que volviera a ver nunca más su apartamento de North Huntley Drive.
—Da la impresión de que tenemos un comité de bienvenida esperándonos —dijo Grillo.
—Estupendo momento para una película —agregó Tesla— Apriete el acelerador, chófer.
—Pésimo diálogo.
—Conduce y calla.
Grillo se hizo a un lado para no chocar con el coche patrulla, apretó el acelerador y lo adelantó, sin darle tiempo a que el otro le cerrara el paso.
—Habrá más allá arriba —dijo.
Tesla volvió la vista para mirar al coche que dejaban atrás, el cual no hizo esfuerzo alguno por darles alcance. Su conductor, sin duda, se limitaría a avisar a los otros.
—Haz lo que tengas que hacer —dijo Tesla a Grillo.
- ¿Qué significa eso?
—Que te los cargues si nos cierran el paso. No tenemos tiempo de andarnos con contemplaciones.
—La casa estará llena de polizontes —le advirtió Grillo.
—Lo dudo —contestó ella—. Pienso que se mantendrán a distancia.
Tesla tenía razón. Cuando llegaron cerca de «Coney Eye», parecía que la Policía había llegado a la conclusión de que todo aquel lío estaba por encima de sus posibilidades. Los coches aparecían estacionados a buena distancia de la puerta del jardín, y los policías esperaban también bastante lejos de sus vehículos. Casi todos miraban a la casa, pero había cuatro de ellos esperando junto a una barricada que cortaba la entrada a la cima de la colina.
—¿Quieres que crucemos la barricada? — preguntó Grillo.
—¡Maldita sea, y tanto!
Grillo apretó el acelerador. Dos del cuarteto se llevaron la mano a la pistolera, los otros dos se hicieron precipitadamente a un lado. Grillo atacó la barricada a toda velocidad. La madera se astilló, saltó por los aires, y uno de los fragmentos rompió el parabrisas. Grillo pensó oír el sonido de un disparo entre la confusión, pero siguió adelante, dando por supuesto que no le habría acertado. El coche rozó uno de los vehículos policiales, y golpeó a otro con la parte posterior antes de que Grillo pudiera dominarlo y enderezarlo hacia la entrada abierta del jardín de la casa de Buddy Vance. El motor zumbó y entraron a toda velocidad por el camino de coches.
—No nos siguen —dijo Tesla.
—No me extraña —replicó Grillo. Cuando llegaron al final del camino, frenó—. Es un milagro que no se haya derrumbado. — Y añadió—: ¡Santo cielo! ¿Te has fijado?
—Me estoy fijando.
La fachada de la casa era como un pastel que hubiera pasado toda la noche a la intemperie bajo la lluvia, tan reblandecida y deformada estaba. No había líneas rectas en los marcos de las puertas, ni ángulos en las ventanas, ni siquiera en la última planta de la cusa. Las fuerzas desencadenadas por Jaffe lo habían sorbido todo hacia el abismo, deformando ladrillos, azulejos, cristales... La casa entera estaba inclinada hacia el abismo. Cuando Tesla y Grillo salieron de aquel torbellino, vacilantes y agotados, el hoyo, a pesar de estar recién abierto, parecía tranquilo, y no había indicios de nuevas violencias, pero tampoco cabía duda de la proximidad del abismo. Ahora, sin embargo, al bajarse del coche, sintieron la energía del abismo empapando el aire. Se les puso el vello de punta y el estómago se les revolvió en medio de una calma tan completa como la que reina en el centro de un huracán. Una calma trémula, que pide a gritos ser turbada.
Tesla miró por la ventanilla del coche a su pasajero. Jaffe, sintiendo el escrutinio, abrió los ojos. El miedo que le invadía era evidente. Por mucha habilidad que hubiera tenido en otro tiempo para ocultar sus sentimientos —y Tesla sospechaba que había sido grande—, ahora se hallaba por encima de tales disimulos.
—¿Quieres salir a ver? — le preguntó.
Jaffe no se apresuró a aceptar la invitación, de modo que Tesla le dejó donde estaba. Tenía algo que resolver antes de entrar en la casa, y pensó que lo mejor sería darle tiempo para que hiciera acopio de valor. Volvió por donde habían llegado, y salió por detrás de la hilera de palmeras que flanqueaban la calzada. Los policías los habían seguido hasta la puerta del jardín, pero no más allá, y a Tesla se le ocurrió que no era sólo el miedo lo que les impedía ir tras ellos, sino órdenes de sus superiores. No era que la caballería estuviese a punto de lanzarse al ataque por la colina, pero era posible que se estuvieran preparando, y esos soldados de a pie tenían órdenes de mantenerse a una prudencial distancia hasta que los refuerzos llegaran. Se les veía nerviosos. Tesla salió de entre las palmeras con las manos en alto, y se vio ante una hilera de cañones de pistola que la apuntaban.
—Está prohibida la entrada en la casa —gritó alguien desde abajo—. Salid de ahí con las manos en alto. Todos.
—Mucho me temo que no puedo —respondió Tesla—. Lo que vosotros debéis hacer es vigilar que nadie entre, porque nosotros sí que tenemos algo que hacer aquí. ¿Quién es el que manda? — añadió, sintiéndose como un extraterrestre que pregunta por el jefe de los terrícolas.
Un hombre que llevaba un traje de paisano de buen corte salió de detrás de uno de los coches. Tesla se dijo que no era policía. Probablemente, del FBI.
—Yo soy el que manda —dijo.
—¿Esperan refuerzos? — preguntó Tesla.
—¿Quién es usted? — quiso saber el otro.
- ¿Esperan refuerzos! — repitió ella—. Van a necesitar algo más que unos pocos coches patrulla extra, créame. Va a haber una invasión de verdad, y saldrá de esta casa.
—¿De qué está usted hablando?
—Lo que le digo es que mande cercar la colina. Y que ordene el cierre hermético de Grove. No tendrán otra oportunidad.
—Le preguntaré a usted una sola vez más... —comenzó el otro, pero Tesla desapareció de su vista sin dejarle que acabara de hablar.
—Se te da bien eso —dijo Grillo.
—Es la práctica.
—Han podido dejarte seca de un tiro.
—Pero no lo hicieron. — Tesla volvió junto al coche y abrió la portezuela—. ¿Qué? ¿Vamos? — preguntó a Jaffe, que, al principio, hizo caso omiso de su invitación—. Cuanto antes empecemos más pronto acabaremos —insistió ella, y Jaffe, suspirando, se bajó del coche—. Tú sigue aquí —añadió Tesla, volviéndose a Grillo—, y si alguno de ésos se mueve, me das un grito.
—Lo que ocurre es que no quieres que entre en la casa —dijo Grillo.
—También eso es verdad.
—¿Tienes la menor idea de lo que vais a hacer ahí dentro?
—Vamos a conducirnos como si fuéramos un par de críticos —respondió Tesla—. Vamos a joder al Arte.
Hotchkiss había sido un gran lector en su juventud, pero la muerte de Carolyn acabó con su gusto por la narrativa. ¿Para qué leer novelas de suspense escritas por hombres que no sabían lo que era un disparo? Eran todo mentiras. «Y no sólo las novelas; también todos estos libros», se dijo, mientras pasaba revista a las cargadas estanterías de la «Librería Mormónica». Volúmenes llenos de cuentos sobre la Revelación y la obra de Dios en la Tierra. Había unos pocos que incluían la Trinidad en el índice, pero siempre eran alusiones de pasada que no aclaraban nada. La única satisfacción que su búsqueda le produjo fue el placer de desordenarlo todo, tirando los libros por el suelo. Sus certidumbres facilonas le daban asco. Si hubiese tenido tiempo, hubiera tirado una cerilla encendida entre ellos
Al penetrar más en la tienda, vio el «Volkswagen» amarillo chillón entrar por la calle. Dos hombres, que eran distintos a más no poder, se bajaron. Uno de ellos llevaba prendas de lo más dispar y harapiento, que, además, no le quedaban nada bien; y su rostro —incluso a distancia— era tan feo que hubiera hecho llorar a su misma madre. Su compañero era un bronceado Adonis a su lado, y vestía cómoda ropa de sport. Ninguno de los dos, pensó Hotchkiss, tenía la menor idea de dónde se encontraban ni del peligro que corrían. Miraron a su alrededor en el estacionamiento vacío, como desconcertados. Hotchkiss se acercó a la puerta de la tienda.
—Lo mejor que podrían hacer es salir corriendo —les dijo.
El de sport se volvió y lo miró.
—¿Es esto Palomo Grove?
—Sí.
—¿Qué ha ocurrido aquí? ¿Acaso ha habido un terremoto?
—Está a punto de ocurrir —dijo Hotchkiss—. Créanme, y váyanse de aquí; si no lo hacen, se arrepentirán.
El más feo de los dos, cuyo rostro parecía más deforme cuanto más de cerca se le miraba, dijo:
—Tesla Bombeck.
—¿Qué quiere usted de ella? — preguntó Hotchkiss.
—Tengo que verla, me llamo Raúl.
—Pues está en la Colina —respondió Hotchkiss.
Él había oído a Tesla hablar de Raúl con Grillo, pero no recordaba a propósito de qué.
—He venido a ayudarla —dijo Raúl.
—¿Y usted? — preguntó Hotchkiss, dirigiéndose al Adonis.
—Me llamo Ron —respondió éste—. Soy el mecánico. — Se encogió de hombros—. Si quiere que me vaya de aquí, por mí, encantado.
—Allá usted —repuso Hotchkiss, mientras se volvía para entrar de nuevo en la librería—. Aquí no están seguros, eso es lo único que digo.
—Ya le he oído —dijo Ron.
Raúl había perdido todo interés en la conversación, y estaba mirando las tiendas. Parecía husmear en el aire.
—¿Qué quieres que haga? — le preguntó Ron.
Raúl se volvió, y miró a su amigo.
—Vete —dijo.
—¿Quieres que te lleve a buscar a Tesla? — insistió Ron.
—Ya la encontraré yo.
—Es un buen paseo.
Raúl miró hacia donde Hotchkiss estaba.
—Ya nos las arreglaremos —dijo.
Hotchkiss no le hizo caso, sino que volvió a su búsqueda, atento sólo a medias a los dos, que seguían hablando en el estacionamiento.
—¿Seguro que no quieres que vayamos juntos a buscar a Tesla? Yo pensaba que era urgente.
—Lo era. Lo es. Sólo que necesito pasar antes un poco de tiempo aquí.
—Si quieres, puedo esperar.
—Te he dicho que no.
—¿Y no quieres que te lleve de vuelta? Pensé que podríamos pasar aquí la noche. Ya sabes, ir por unos cuantos bares...
—En otra ocasión, quizá.
—¿Mañana?
—En otra ocasión.
—Me hago cargo. O sea, esto significa: adiós muy buenas, y que te zurzan, ¿no?
—Si lo crees así...
—La verdad es que eres un jodido de lo más extraño. Primero vienes a buscarme. Pues que te den por el culo. Conozco muchos sitios donde me la chupan muy bien.
Hotchkiss miró a su alrededor y vio cómo el Adonis se volvía muy digno, a su coche. El otro se había perdido de vista ya. Contento de que aquella distracción hubiera terminado, volvió a su investigación por los estantes de la librería. La sección dedicada a la maternidad no le pareció muy prometedora; pero, a pesar de todo, empezó a buscar en ella. Era, como se había imaginado, pura retórica y lugares comunes, sin nada que se refiriera, ni siquiera de refilón, a la Trinidad. Todo era hablar de la maternidad como vocación divina, la mujer en asociación con Dios, trayendo nueva vida al mundo, su más grande y noble tarea. Y, por lo que se refería a la progenie, consejos de lo más trillado: «Niños, obedeced a vuestros padres en el Señor: porque eso es lo justo.»
Hotchkiss fue pasándolos revista, título tras título, tirando los libros por el suelo según iba comprobando que no le servían de nada, hasta que hubo agotado las posibilidades de aquellas estanterías. Sólo quedaban dos secciones por revisar, y ninguna de ellas parecía demasiado prometedora. Se estiró, mirando a! estacionamiento, bombardeado por el sol. Una sensación agorera que le repercutía en el estómago comenzaba a invadirle. El sol brillaba..., ¿hasta cuándo?
Más allá —mucho más allá—, Hotchkiss divisó el coche amarillo, que se alejaba de Grove, camino de la carretera. No envidió al Adonis su libertad. Él no sentía deseo alguno de meterse en un coche y ponerse a conducir. Para ser un lugar a punto de morir, Grove no estaba tan mal, después de todo: familiar, desierto, cómodo. Si él muriera allí dando gritos, nadie se enteraría de su cobardía. Si muriera en silenció, nadie le echaría de menos. Que se fuera el Adonis aquél. Era de suponer que tendría una existencia que vivir, en algún sitio. Y sería breve. Si Tesla y Jaffe no conseguían su propósito allí, en Grove —y si la noche que acechaba al mundo acababa cayendo—, su vida sería muy breve. Y si lo conseguían (poca esperanza había de eso), pues lo mismo: también sería breve.
Y siempre era mejor el fin que el principio, en vista de lo poco que es, a fin de cuentas, el intervalo de vida entre el principio y el fin.
Si la parte exterior de «Coney Eye» estaba en el ojo del huracán, la parte interior era, por decirlo así, un brillo de ese ojo. Una calma tan impresionante que Tesla podía captar el menor tic nervioso en su propia mejilla o en su sien, la menor irregularidad en su propio aliento. Con Jaffe siguiéndola de cerca, cruzó el vestíbulo, camino de la sala donde él había cometido su crimen contra la Naturaleza. La evidencia de su crimen estaba en todas partes en torno a ellos, pero ya fría, las deformaciones se habían consolidado como si fueran de cera fundida.
Tesla entró en la estancia misma. El abismo seguía en su sitio: todo lo que había allí tendía hacia un hoyo que no medía más de dos metros de anchura. Estaba inactivo. No había signo visible de que estuviera tratando de agrandarse. Cuando los Iad llegaran al umbral del Cosmos, si es que llegaban, tendrían que salir de allí de uno en uno, a menos que, iniciada la herida, ésta fuera abriéndose por sí sola hasta convertirse en un verdadero cráter.
—No parece demasiado peligroso —dijo Tesla a Jaffe—, tenemos una oportunidad, si nos damos prisa.
—Pero es que yo no sé cómo cerrarlo.
- Inténtalo. Abrirlo sí que supiste.
—Eso fue instinto.
—¿Y dónde están tus instintos ahora?
—Ya no queda poder para eso —dijo él. Levantó las manos destrozadas—. Lo comí y lo escupí.
—¿Era en las manos donde lo tenías?
—Creo que sí.
Tesla recordó aquella noche en la Alameda: el Jaff lanzando veneno al sistema de Fletcher con sus dedos, que parecían exudar poder. Y ahora, esas mismas manos eran una ruina en plena de cadencia. A pesar de todo, no acababa de creer que el poder fuera una simple cuestión anatómica. Kissoon no era un semidiós, sino un cuerpo enclenque, pero capaz de las más arduas proezas. La voluntad, se dijo Tesla, es la clave de la autoridad, y Jaffe parecía desprovisto de voluntad.
—De modo que no puedes hacerlo —dijo Tesla, simplemente.
—No.
—Quizá yo pueda.
Jaffe entrecerró los ojos.
—Lo dudo —replicó, con leve tono de condescendencia en la voz.
Tesla fingió no haberle oído.
—Lo intentaré —insistió—. También el Nuncio ha entrado, ¿te acuerdas? No eres el único dios de nuestro grupo.
La observación produjo el fruto que Tesla deseaba.
- ¿Tú? — dijo Jaffe—. Tú no tienes la menor esperanza de conseguirlo. — Se miró las manos; luego el abismo—. Yo lo abrí. He sido el único en la Historia capaz de hacer algo así. Y también soy el único capaz de cerrarlo.
Se acercó al abismo, rozando a la joven al pasar junto a ella. Tesla notó, en su paso la misma ligereza de antes, al salir de las cuevas. Una ligereza que le permitía pisar el desigual suelo con relativa facilidad. Sólo aminoró el paso al llegar a un metro o así de distancia del agujero. Allí se detuvo.
—¿Qué ocurre? — preguntó Tesla.
—Ven a verlo tú misma.
Tesla se acercó, cruzando la estancia. Se daba cuenta de que no sólo era el mundo visible lo que estaba deformado y tendía hacia el agujero; lo mismo le pasaba al mundo visible. El aire, con las diminutas partículas de polvo y suciedad que transportaba, había perdido su norte. El espacio mismo estaba como contraído en nudos; sus circunvalaciones eran lo bastante flexibles para penetrar, por el agujero, pero con la mayor dificultad. Esa sensación crecía en el ánimo de Tesla a medida que se acercaba al agujero. Su cuerpo, magullado y baqueteado hasta el punto de perder la vida, apenas podía enfrentarse con aquel reto. Pero perseveró. Y, paso a paso, consiguió lo que se proponía, acercarse lo bastante al agujero para ver lo que su garganta encerraba. No era una visión fácil de asimilar. El mundo que ella, durante toda su vida, había creído completo y comprensible, estaba allí, deshecho. Sintió una angustia como jamás había sentido desde su niñez, cuando alguien (había olvidado quién fue) le enseño la treta de mirar el infinito poniendo dos espejos de frente, el uno mirándose en el reflejo del otro. Tenía doce años entonces, trece como mucho, y había quedado completamente desconcertada ante la idea de ese vacío que reflejaba otro vacío, ida y vuelta, ida y vuelta, y así, hasta llegar a los límites mismos de la luz. Recordó durante muchos años este experimento cada vez que debía enfrentarse con una representación física de algo contra lo que su mente se rebelaba. El abismo que tenía ante sus ojos en ese momento rompía todos sus esquemas sobre el Mundo. Evidentemente, la realidad era una ciencia relativa.
Miró al fondo del abismo. Nada de lo que vio allí era seguro. Si se trataba de una nube, era una nube medio convertida en lluvia. Si de lluvia, era una lluvia al borde mismo de la combustión, a punto de convertirse en fuego descendiente. Y, más allá de la nube, y de la lluvia, y del fuego, había otro lugar completamente distinto, tan ambiguo como la confusión de elementos que lo escondía a medias. Era un mar convertido en cielo, sin horizonte separador o definidor. La Esencia.
Tesla se sintió invadida por un deseo apenas controlable de estar allí, de bajar por aquel abismo y probar por sí misma el misterio que había al otro lado. ¿Cuántos miles de buscadores, atisbando en sueños febriles y en sueños drogados la posibilidad de estar donde ella se encontraba en aquel momento, habían despertado prefiriendo morir a seguir viviendo una sola hora más? Despiertos, se ensombrecían, pero, aun así, seguían viviendo, esperando a la manera agónica, heroica, de la especie humana, que nunca renuncia a creer en la posibilidad de los milagros; y las epifanías de música y amor eran algo más que puro autoengaño, pistas de una condición superior, en la que la esperanza quedaba recompensada con claves y besos, y con puertas abiertas a la eternidad.
La Esencia era esa eternidad; el éter en el cual el ser había sido elevado al elevarse la Humanidad de la sopa primigenia de un mar elemental. La idea de la Esencia maculada por los Iad fue, de pronto, más angustiosa para Tesla que el hecho de la inminente invasión. Había oído aquella frase por primera vez cuando Kissoon volvió a visitarla: Es preciso preservar la Esencia. Como Mary Muralles había dicho, Kissoon contaba mentiras sólo cuando tenía necesidad de ello. Y esa era una parte importante de su genio: asirse a la verdad sólo mientras le fuese útil. Y la Esencia tenia que ser preservada, porque, sin sueños, la vida no era nada. Quizá, ni siquiera hubiese llegado a existir.
—Creo que debo intentarlo —dijo Jaffe, y dio un paso más hacia el agujero, llegando hasta casi tocarlo. Sus manos, que momentos antes parecían completamente carentes de fuerza, tenían un cierto resto de poder, y éste era más visible porque rezumaba de la carne herida. Jaffe las levantó hacia el abismo, el cual, antes incluso de que llegara a establecer contacto con él, resultó evidente que éste intuía su presencia y su objetivo, porque pasó por sus bordes un espasmo que se transmitió a la habitación que había absorbido. Las congeladas deformaciones se estremecieron, y volvieron a reblandecerse.
—Nos siente —dijo Jaffe.
—Tenemos que intentarlo —replicó Tesla. El suelo, bajo sus pies, se volvió de súbito agitado, nervioso; pedazos de escayola cayeron de las paredes y del techo. En el interior del boquete, las nubes de lluvia encendida florecieron hacia el Cosmos.
Jaffe puso sus manos sobre la intersección reblandecida, pero el abismo no quería saber nada de quienes buscaran su destrucción, y escupió un segundo espasmo de suficiente violencia para arrojar a Jaffe contra los brazos de Tesla.
—¡No sirve! — exclamó Jaffe—. ¡No sirve!
Servía de menos que nada. Si los dos hubieran necesitado pruebas de la creciente cercanía de los Iad, ahí las tenían, pues la nube se ennegreció con inequívoco movimiento. Como Jaffe había pensado, la marea había cambiado. La garganta del abismo no quería ya tragar, sino vomitar lo que la estaba atascando. Y, con este objeto, comenzó a abrirse.
Con ese movimiento el principio del fin empezó.
VII
El libro que Hotchkiss tenía en las manos se titulaba Preparándonos para el Armagedón, y era un manual en el que se enseñaba a los fieles lo que tenían que hacer, paso a paso, para sobrevivir al inminente Apocalipsis. Había capítulos sobre Ganado, Agua y Grano, sobre Ropa y Ropa de Cama, Combustible, Calor y Luz. Contenía una lista de cinco páginas con el encabezamiento de Alimentos usuales almacenados, en la que había desde dulces hasta caza. Y como para acentuar el miedo de los remolones que se sintieran tentados a dejar esos preparativos para otro día, el libro ilustraba sus listas con fotografías de catástrofes ocurridas en toda el área de Estados Unidos. Casi todas ellas eran fenómenos naturales. Devastadores incendios forestales imparados e imparables; huracanes que lo arrasaban todo a su paso. Había varias páginas dedicadas a la inundación de Salt Lake City en mayo de 1983, ilustradas con fotografías de los habitantes de Utah levantando muros de contención con sacos de arena. Pero la imagen que más llamaba la atención en aquel catálogo de desgracias irreversibles era el hongo nuclear. Había varias fotografías de esa nube, y, debajo de una de ellas, Hotchkiss encontró el siguiente texto:
La primera bomba atómica fue hecha detonar a las 5:30 del 16 de julio de 1945 por su creador, Robert Oppenheimer, en un lugar llamado Trinidad. Con esa explosión, la última edad de la Humanidad comenzó.
No había más explicaciones. El objeto del libro no era explicar la bomba atómica y su creación, sino ofrecer una guía sobre cómo sobrevivían a ella los miembros de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Y Hotchkiss no necesitaba detalles. Lo único que precisaba era una palabra, Trinidad, en algún contexto que no fuera del habitual de Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y ahí la tenía. Los Tres en Uno reducidos a un solo lugar, más aun: a un solo acontecimiento. Ésa era la Trinidad que dominaba todas las otras. En la imaginación del siglo xx, la nube en forma de hongo era más grande que Dios.
Hotchkiss se levantó, con su libro, Preparándonos para el Armagedón, bien cogido en la mano, y cruzó aquel caos de libros tirados por todas partes para salir de la tienda. A la puerta le esperaba un espectáculo que lo detuvo en seco. Docenas de animales corrían en libertad por el estacionamiento. Perritos retozones; ratones en busca de refugio; gatos en pos de éstos; lagartos tomando el sol en el asfalto caliente... Hotchkiss se fijó en la hilera de escaparates. Un loro salía volando justo en aquel momento por la puerta de la tienda de Ted Elizando. Hotchkiss no conocía a Ted, pero sabía lo que se decía de él. Como fuente de cotilleo, Hotchkiss había atendido siempre con gran cuidado a todo lo que se decía de los demás. Elizando había perdido la cordura, a su mujer y a su hijo. Ahora perdía también su pequeña arca de Noé en la Alameda al dejar en libertad a todos sus habitantes.
La tarea de llevar a Tesla la información sobre Trinidad era más importante que impartir palabras de consuelo o de advertencia a Elizando, incluso en el caso de que Hotchkiss tuviera palabras de ese tipo que ofrecer. Elizando conocía, evidentemente, el peligro que corría, porque, de no ser así, no se hubiese deshecho de su mercancía. Además, ¿qué palabras de consuelo podría ofrecerle él? Una vez tomada esta decisión, Hotchkiss se dirigió al estacionamiento en busca de su coche; pero se vio llenado de nuevo, y no por algo que hubiera visto, sino por lo que oyó: un grito humano, corto y angustioso cuyo origen era, precisamente, la tienda de animales.
En diez segundos Hotchkiss estaba allí. Dentro vio más animales correteando, pero ni la menor huella de su dueño. Le llamó por su nombre:
—¡Elizando!, ¿se encuentra bien?
No obtuvo respuesta, y se le ocurrió que quizás Elizando se hubiese suicidado. Después de liberar a los animales podía haberse cortado las venas de las muñecas. Aceleró el paso, yendo entre los anuncios de productos alimenticios, las perchas y las jaulas. En el centro de la tienda vio el cuerpo de Elizando caído al otro lado de una jaula de buen tamaño. Sus ocupantes, una pequeña bandada de canarios, presa del pánico, revoloteaban; de sus alas caían plumas que se enredaban en el alambre.
Hotchkiss arrojó el libro y corrió en ayuda de Ted.
—¿Pero qué ha hecho? — dijo, mientras se le acercaba—. ¡Dios mío!, ¿pero qué ha hecho usted?
Cuando estuvo junto a él, se dio cuenta de su error. Aquello no era un suicidio. Las heridas que Ted Elizando tenía en el rostro —que estaba apretado contra el alambre de la jaula— no podía habérselas producido él mismo. Eran heridas traumáticas: pedazos de carne arrancados de la mejilla y del cuello. La sangre había salpicado la reja de alambre y cubría el fondo de la jaula, pero había cesado de manar con fuerza. Ted Elizando llevaba varios minutos muerto.
Hotchkiss se levantó, muy despacio. Si el grito aquél no había sido lanzado por Elizando, ¿qué podía haber sido? Dio un paso hacia el libro para recogerlo, pero al inclinarse, captó un movimiento entre las jaulas que distrajo su atención. Algo que parecía una serpiente negra se deslizaba por el suelo, justo más allá del cuerpo de Elizando. Se movía con rapidez, y su intención de interponerse entre Hotchkiss y la salida era clarísima. Si no se hubiese inclinado para recoger el libro hubiera podido sacarle ventaja; pero, para cuando tenía en sus manos Preparándonos para el Armagedón, la serpiente estaba ya en la puerta. Y ahora que la veía con toda claridad, Hotchkiss se hizo una mejor idea de lo que era. No se trataba, ni mucho menos, de una fugitiva de la tienda (a ningún habitante de Grove se le ocurriría tener un animal así en su casa). Se parecía tanto a una morena como a una serpiente; pero incluso ese parecido era algo vago. A Hotchkiss no le recordó ningún animal de los que había visto en su vida. Además, al moverse dejaba huellas de sangre en las baldosas; y también tenía sangre en la boca. Aquello era lo que había matado a Elizando. Hotchkiss se retiró ante la amenaza, invocando el nombre del Salvador, al cual había abandonado hacía tanto tiempo:
- ¡Jesús!
La palabra provocó una risotada en algún lugar de la tienda. Se volvió. La puerta de la oficina de Ted estaba abierta, y, aunque la habitación a la que se abría no tenía ventanas, y las luces no estaban encendidas, Hotchkiss pudo distinguir la figura de un hombre sentado en el suelo, con las piernas cruzadas. Hotchkiss pudo incluso aventurar una conjetura sobre su identidad: las facciones deformes de Raúl, el amigo de Tessa Bombeck, eran inconfundibles, aun en la oscuridad. Estaba desnudo. Ese hecho —su desnudez, y, por consiguiente, su vulnerabilidad— tentó a Hotchkiss a dar un paso hacia esa puerta abierta. En la alternativa entre luchar con la serpiente o con su encantador —y era indudable que ambos estaban asociados—, eligió luchar con el encantador. Un hombre desnudo, sentado en el suelo, no podía ser un enemigo muy serio.
—¿Qué cojones pasa aquí? — exigió Hotchkiss al tiempo que se le aproximaba.
El hombre sonrió en la oscuridad. Su sonrisa era húmeda y ancha.
—Estoy haciendo lixes —contestó.
—¿Lixes?
—Detrás de ti.
Hotchkiss no necesitaba volverse para saber que la salida de la tienda se hallaba bloqueada. No le quedaba otra solución que seguir donde estaba, a pesar de sentirse cada vez más aterrado por lo que tenía ante él. Aquel hombre no estaba sólo desnudo, sino que su cuerpo, desde la mitad del pecho hasta la mitad del muslo, aparecía cubierto de chinches, todas las reservas de alimento vivo para lagartos y peces de la tienda satisfacían allí otro apetito. Los movimientos de aquellos bichos le habían provocado una erección, y su miembro curvo era el objeto de todas sus atenciones. Pero había otra cosa en el suelo, delante de él, igual de repulsiva a la vista: un montón de excremento, recogido de las jaulas, en cuyo centro anidaba un extraño animal. No, no anidaba, estaba naciendo, hinchándose y desanudándose delante de Hotchkiss. Levantó la cabeza de entre la mierda y Hotchkiss vio entonces otro espécimen de lo que aquel creador de monstruos llamaba lixes.
Y ése no era el único. Formas relucientes se desenroscaban en los rincones de la pequeña estancia, como largos paquetes de músculos, lleno de malevolencia cada uno de sus movimientos. Uno de ellos había subido al mostrador, a la derecha de Hotchkiss, y se acercaba a éste, serpenteando y retorciéndose. Hotchkiss, para evitarlo, dio un paso atrás, y se dio cuenta demasiado tarde de que su maniobra había servido sólo para ponerle al alcance de otra de aquellas bestias, que cayó sobre su pierna en dos movimientos, subiéndose por ella en tres. Hotchkiss soltó el libro por segunda vez y alargó las manos para golpear a la bestia, pero la boca abierta de ésta se le adelantó, y dos movimientos gemelos le hicieron perder el equilibrio. Vaciló, cayendo de espaldas contra una estantería llena de jaulas; sus brazos, agitándose, tiraron por tierra varias de ellas. Un segundo tirón, esta vez a la estantería misma, fue igual de infructuoso. Como estaba hecha para sostener gatitos enjaulados, tanto la estantería como su cargamento cayeron sobre Hotchkiss, que se desplomó bajo su peso. De no haber sido por las jaulas, habría sido asesinado allí mismo, pero aquéllas retardaron el avance de los lixes que caían sobre él de todas partes. Eso le concedió diez segundos de tregua, mientras ellos trataban de abrirse camino por entre las jaulas, Hotchkiss las apartaba y se esforzaba por ponerse en pie, pero el Lix que tenía cogido a la pierna puso fin a sus esperanzas, al hincarle sus mandíbulas en la cadera. El dolor ocupó toda su atención durante un momento, y cuando volvió a concentrarla en las otras bestias, Hotchkiss vio que ya las tenía encima. Sintió una de ellas en su nuca, otra se le había enroscado en el torso. Comenzó a gritar, pidiendo ayuda, hasta que el apretón lo dejó sin aliento.
—Aquí sólo estoy yo —fue la respuesta.
Hotchkiss miró al hombre llamado Raúl, que ya no estaba sentado en medio del estiércol, sino en pie, inclinado sobre él; todavía con la polla tiesa y cubierto de chinches, y con uno de los lixes en torno a su cuello. Se había metido en la boca dos dedos de la mano abierta, acariciándose con ellos la garganta.
—Tú no eres Raúl —jadeó Hotchkiss.
—No.
—¿Quién...?
La última palabra que oyó Hotchkiss en este mundo antes de que el Lix que le ceñía el pecho apretara su anillo fue la respuesta a esta pregunta. Era un nombre formado por dos suaves sílabas: Kiss (1) y soon (2). Estas palabras fueron el último pensamiento de Hotchkiss, como una profecía. Kiss; soon. Carolyn, esperándole al otro lado de la muerte, sus labios impacientes por besarle en la mejilla. Esa idea hizo soportables sus últimos momentos, después de tantos horrores.
(1) Kiss, beso. (2) Soon, pronto.
—Creo que ésta es una causa perdida —dijo Tesla a Grillo cuando salió de la casa.
Temblaba de pies a cabeza, tantas horas de esfuerzo habían acabado con su resistencia. Ansiaba dormir, pero le aterraba la idea de que, si se dormía, soñara lo mismo que Witt la noche antes: la visita a la Esencia, cuyo significado era que la muerte se hallaba muy próxima. Y quizá lo estaba, mas ella prefería ignorarlo.
Grillo le cogió el brazo, pero ella lo apartó de sí.
—No puedes ayudarme ni más ni menos que yo a ti...
—¿Qué ocurre allí dentro?
—El agujero ha empezado a abrirse de nuevo. Es como un dique a punto de reventar.
—Mierda.
Toda la casa crujía; las palmeras que flanqueaban la calzada se agitaban, desprendiéndose de hojas secas, la calzada crujía como si estuviese siendo golpeada desde abajo por un inmenso martillo.
—Debiéramos avisar a la Policía —dijo Grillo—. Advertirles de lo que se avecina.
—Esto está perdido, Grillo. ¿Sabes algo de Hotchkiss?
—No.
—Espero que consiga escapar antes de que lleguen.
—No escapará.
—Pues debería hacerlo. No hay ciudad que sea digna de morir por ella.
—Yo creo que es hora de que haga mi llamada, ¿no te parece?
—¿Qué llamada?
—A Abernethy, para darle las malas noticias.
Tesla lanzó un leve suspiro.
—Muy bien, ¿por qué no? El último éxito de tu carrera.
—Ahora vuelvo —dijo Grillo—. No creas que vas a escapar de aquí sola, nada de eso. Escaparemos juntos.
—Yo de aquí no me muevo.
Grillo se metió en el coche, sin darse verdadera cuenta hasta que trató de ponerlo en marcha de lo violento que se había vuelto el temblor del suelo. Cuando, finalmente, arrancó, dio marcha atrás y bajó por la calzada hasta la puerta del jardín, comprendió la inutilidad de advertir a la Policía. Casi todos ellos se habían retirado de allí, dejando a dos hombres como observadores. Éstos apenas hicieron caso de Grillo. Sus dos inquietudes gemelas —una profesional, la otra personal— era vigilar la casa y prepararse para una rápida retirada si las grietas comenzaban a crecer en su dirección. Grillo paso en coche junto a ellos y luego siguió colina abajo. Uno de los dos policías hizo un inútil y desganado intento de acercarse a la calzada para detenerle, pero Grillo se limitó a seguir adelante como si nada, camino de la Alameda, donde esperaba encontrar algún teléfono público desde el que llamar a Abernethy, y, de paso, buscar a Hotchkiss para advertirle, si es que no estaba enterado ya, de lo que se avecinaba. Yendo por el laberinto de calles bloqueadas o levantadas o convertidas en abismos, Grillo pensaba en titulares para su último artículo: El Fin del Mundo está al llegar, le parecía bastante corriente. No quería parecer uno más de los muchos profetas que andaban por el mundo anunciando el Apocalipsis, incluso si, en este caso (por fin), era verdad. Al entrar en la Alameda, justo antes de que sus ojos captasen el revoltijo de animales, tuvo una inspiración. Fue la colección carnavalesca de Buddy Vance la que se la dio. Aunque sospechaba que le costaría convencer a Abernethy, se dijo que el mejor titular posible para su historia sería: Se acabó la juerga. La especie humana había disfrutado con su aventura en la Tierra, pero estaba acabando.
Detuvo el coche a la entrada del estacionamiento y se bajó de él para presenciar el curioso espectáculo del patio de recreo de los animales. Sonrió, muy a pesar suyo. Qué bien lo estaban pasando, porque no sabían nada: jugar al sol sin la menor sospecha de lo corta que iba a ser su diversión. Cruzó bajo el sol hacia la librería, pero no encontró a Hotchkiss. Los libros estaban esparcidos por el suelo, prueba de que la búsqueda había terminado en fracaso. Se dirigió a la tienda de animales, esperando hallar compañía humana, y un teléfono. Dentro había ruido de pájaros: los últimos presos de la tienda. Si hubiese tenido tiempo los hubiera puesto en libertad. No había razón para que no disfrutaran también ellos de un poco de sol.
—¿Hay alguien aquí? — gritó, asomando la cabeza por la puerta.
Una salamandra se escabulló entre sus piernas. La vio irse, tentado de preguntárselo a ella, mas no lo hizo. La salamandra corría entre regueros de sangre camino de la puerta. Había sangre por todas partes. Grillo vio primero el cadáver de Elizando, luego el cuerpo de su compañero, medio enterrado entre jaulas.
—¡Hotchkiss! — llamó.
Se puso a retirar las jaulas que lo cubrían. En el aire había algo más que olor a sangre, también se percibía en él olor a mierda, a excrementos. El hedor se le pegó a las manos, pero él siguió despejando aquello hasta ver lo suficiente de Hotchkiss para cerciorarse de que estaba muerto. Cuando descubrió la cabeza tuvo confirmación de ello. Tenía el cráneo roto en pedazos, fragmentos de hueso salían entre la papilla de su mente y sus sentidos. Ninguno de los animales que había en la tienda pudo llevar a cabo tal acto de violencia, aunque tampoco era fácil averiguar con qué arma se había cometido. Grillo no se quedó en la tienda para dilucidar ese problema, sobre todo teniendo en cuenta la posibilidad, muy real, de que los responsables anduvieran todavía por allí. Miró el suelo, en busca de un arma. Una trailla, un collar de metal, algo con lo que defenderse del ataque. Su búsqueda no le brindó más que un libro, caído en el suelo a poca distancia del cuerpo de Hotchkiss.
Leyó el título en voz alta:
- Preparándonos para el Armagedón.
Lo recogió, y comenzó a ojearlo a toda velocidad. Parecía un manual para aprender a sobrevivir al Apocalipsis. Eran prudentes consejos de los Hermanos Mormones para los fíeles de su Iglesia, diciéndoles que todo acabaría bien, que disponían de los oráculos vivos de Dios, la Primera Presidencia y el Consejo de los Doce Apóstoles, siempre dispuestos a defenderles y aconsejarles. Lo único que tenían que hacer era seguir sus consejos, tanto espirituales como prácticos, y no importaba lo que ocurriese en el futuro, ellos sobrevivirían.
«Si estáis preparados no necesitáis temer», era la esperanza..., no, la certidumbre, de esas páginas. «Sed puros de corazón, amad a muchos, sed justos y vivid en lugares santos. Tened reservas para un año.
Grillo siguió ojeándolo rápidamente. ¿Por qué había elegido Hotchkiss ese libro? ¿Huracanes, incendios forestales, inundaciones...? ¿Qué relación tendría todo eso con la Trinidad?
Y, de pronto, allí estaba: una granulosa fotografía de una nube en forma de hongo, y el pie, que identificaba el lugar donde se había llevado a cabo la explosión.
Trinidad, Nuevo México.
No leyó más. Libro en mano corrió de nuevo al estacionamiento, mientras los animales salían despavoridos delante de él. Se metió en el coche. Su llamada a Abernethy tendría que esperar. Cómo el simple hecho de que Trinidad fuese el lugar del nacimiento de la bomba iba a influir en esa historia, era algo que Grillo ignoraba; pero quizá Tesla lo supiera. E incluso si no lo sabía, por lo menos, tendría la satisfacción de ser él quien le diese la noticia. Sabía lo absurdo que era sentirse de pronto tan satisfecho de sí mismo, como si esa información fuese a cambiar algo las cosas. El mundo iba a terminar (Se acabó la juerga), pero el hecho de tener en sus manos aquella pequeña pieza del rompecabezas fue suficiente para que olvidara de momento el terror de tal certidumbre. Grillo sabía que no hay mayor placer que ser portador de noticias, mensajero, Nuncio. Y en aquel momento estuvo más cerca que en ningún otro de su vida de comprender la palabra feliz.
Incluso en el poco tiempo que había pasado en la Alameda —no más de cuatro o cinco minutos—, Grillo comprendió que la estabilidad de Grove estaba empeorando. Dos calles por las que se podía transitar cuando bajó de la colina, ya estaban impracticables. Una había desaparecido casi por completo —la tierra, pura y simplemente, se había abierto y se la había tragado—, y la otra aparecía cubierta por los escombros de dos casas derrumbadas. Encontró un tercer camino todavía en buenas condiciones, y comenzó la ascensión a la colina. Mientras conducía, los temblores se hacían tan violentos que había momentos en que apenas podía sujetar el volante. Durante su ausencia habían aparecido en escena unos pocos observadores en tres helicópteros sin identificación, el mayor de los cuales se cernía exactamente sobre la casa de Vance, mientras sus ocupantes trataban, evidentemente, de aquilatar la situación. Tenían que haberse dado cuenta ya de que no se trataba de un fenómeno natural, y quizá conociesen incluso su primera causa. D'Amour había dicho a Tesla que la existencia de los Iad era conocida en las altas esferas. De ser cierto, debiera haber suficiente Fuerza Armada en torno a la casa desde hacía ya bastante tiempo, en lugar de unos pocos policías asustados. ¿Sería que políticos y generales no creían la evidencia aunque la tuvieran ante sus ojos? ¿Acaso eran demasiado pragmáticos para pensar que su imperio podía ser puesto en peligro por algo perteneciente al otro lado de los sueños? La verdad era que Grillo los comprendía, porque él mismo, setenta y dos horas antes no hubiera creído nada de todo aquello, y lo hubiese considerado un hatajo de mentiras; algo así como esa palabrería de los oráculos vivos de Dios del libro que llevaba en el asiento contiguo del coche, pura fantasía de alguna mente calenturienta. Si los observadores seguían allí arriba, por encima del abismo, pronto tendrían una buena oportunidad de cambiar de idea. Ver era creer. Y, desde luego, por ver no iba a quedar.
Las puertas del jardín de «Coney Eye» estaban caídas por tierra, y también la tapia. Grillo dejó el coche delante del montón de escombros, cogió el libro, y subió camino de la casa, sobre cuya fachada parecía haberse extendido algo que Grillo tomó por la sombra de una nube. Los temblores habían agrandado las grietas de la calzada, de modo que había que pisar con cuidado, aunque su capacidad de concentración se halla bastante desequilibrada debido a algo angustiante que latía en la atmósfera en torno a la casa. Cuanto más se acercaba a la puerta, tanto más oscura parecía volverse aquella sombra. A pesar de que el sol aún asestaba sus rayos contra la cabeza de Grillo y contra la fachada de pastel empapado de «Coney Eye», toda la escena parecía sucia, como si alguien hubiese pasado sobre ella una capa de barniz sucio. Sólo con verla, Grillo sentía dolor de cabeza, la nariz le escocía, y se le ponían como amapolas las orejas. Más angustioso que esas incomodidades de poca monta era una palpable sensación de temor que iba creciendo en su interior hasta convertirse en miedo, en horror incluso, a cada paso que daba. La mente empezó a llenársele de repulsivas imágenes, entresacadas de sus años de ratón de redacciones de una docena de periódicos, cuando miraba fotografías que ningún director, por sensacionalista que fuese, se hubiera atrevido a publicar. Allí había restos de automóviles, claro está, y de aviones, con cadáveres tan destrozados que era imposible reunir sus pedazos, y también algo inevitable, escenas de asesinatos, pero no era eso lo que le acechaba ahora, sino fotografías de seres inocentes, y de los daños que se les había infligido: bebés, niños golpeados, mutilados, tirados a la basura; enfermos y viejos destrozados; retrasados mentales humillados, tantísimas crueldades, y todas hirviéndole ahora en la cabeza.
- El Iad.
Oyó que Tesla decía esas palabras y volvió la mirada en la dirección de su voz. El aire que había entre ellos era denso, el rostro de Tesla parecía granujiento, mal reproducido, como si no fuese real. Nada de lo que estaba viendo era real. Eran imágenes reflejadas en una pantalla.
—Es el Iad que llega —dijo ella—. Eso es lo que estás sintiendo. Tendrías que irte de aquí. No tiene sentido que esperes...
—¡No! — replicó Grillo—. Tengo... un mensaje.
Le costaba esfuerzo seguir asido a esta idea. Los inocentes seguían perturbando su mente, uno tras otro, cada uno con una herida distinta.
—¿Qué mensaje? — preguntó Tesla.
—La Trinidad.
—¿Qué le pasa?
Tesla le gritaba, se dijo Grillo, pero, a pesar de todo, él apenas oía su voz.
—¿Has dicho Trinidad, Grillo?
—Sí.
- ¿Qué ocurre con eso?
Tantos ojos mirándole que apenas conseguía pensar por encima de ellos, por encima de su dolor, de su impotencia.
- ¡Grillo!
Él concentró su atención lo mejor que pudo en la mujer que gritaba su nombre en un susurro.
- Trinidad —volvió a decir ella de nuevo.
El libro que tenía en la mano era la respuesta a la pregunta de Tesla, él lo sabía, aunque los ojos, el dolor reflejado en tantos ojos, seguía distrayéndole. La Trinidad. ¿Qué era la Trinidad? Levantó el libro para dárselo a Tesla, y, al hacerlo, recordó.
—¡La bomba! — dijo.
—¿Cómo?
—Trinidad es el lugar donde la primera bomba atómica estalló.
Grillo vio un fulgor de comprensión en el rostro de Tesla.
—¿Comprendes?
—¡Sí, Dios mío! ¡Sí!
Ni siquiera abrió el libro que Grillo le había llevado, se limitó a decirle que se fuera, que volviera a la carretera. Grillo la escuchó lo mejor que pudo, pero sabía que había otro detalle, otra información que tenía que pasar a Tesla. Algo casi tan vital como la Trinidad, y también sobre la muerte. Pero, aunque se esforzaba, no acababa de acordarse.
—Vete de aquí —le repitió Tesla—. Sal de toda esta basura.
Grillo asintió, sabiendo que allí no serviría de nada a Tesla, y se fue, a trompicones, cruzando el aire sucio, la luz del sol, que se había más luminosa cuanto más se alejaba de la casa; las imágenes de los inocentes muertos no bloqueaban ya su pensamiento. Al dar la vuelta a la esquina y verse de nuevo ante la colina, recordó de pronto la información que no había sabido dar: Hotchkiss ha muerto; asesinado; con la cabeza aplastada. Alguien o algo habían cometido aquel crimen, y sus asesinos aún andaban sueltos por Grove. Grillo pensó que debía volver para decírselo a Tesla, para advertirla. Esperó un momento para dar tiempo a que se apartasen de su córtex las imágenes que la proximidad del Iad le había sugerido. No se fueron del todo, y Grillo sabía que en cuanto volviese hacia la casa volverían a atormentarle con renovada intensidad. El aire envenenado que se las había imbuido se extendía, y lo rodeaba otra vez. Antes de que llegase a confundirle de nuevo, Grillo sacó una pluma que había cogido en el motel por si la necesitaba para tomar notas. También tenía papel, cogido del mostrador de recepción, pero el desfile de crueldad volvía de nuevo a su mente, y Grillo temió perder el hilo de su pensamiento mientras buscaba el papel, de modo que apuntó a toda prisa el nombre en el dorso de su mano.
—Hotchk... —No pudo escribir más. Sus dedos perdieron fuerza para sujetar la pluma, y su mente para retener otra cosa que no fuese la compasión por tantos inocentes muertos y la obsesión de que debía ver a Tesla. Mensaje y mensajero, convertidos en una sola carne. Volvió, tambaleándose, a penetrar en la influencia de la nube del Iad. Pero cuando llegó al lugar donde hacía un momento estaba la mujer que gritaba en susurros, la vio más cerca todavía de la fuente de todas aquellas crueldades, tan cerca que dudó de que su cordura pudiera resistir si se atrevía a seguirla allí.
De pronto, muchas cosas cobraron sentido en la mente de Tesla, y no fue la menos importante de todas el ambiente de expectación que había captado en la Curva, en especial al pasar sobre la ciudad, y que en ese momento sentía de nuevo. Había visto la detonación de la bomba y la destrucción de la ciudad, en una película sobre Oppenheimer. Las casas y las tiendas que tanto la habían intrigado fueron construidas para que saltaran por los aires, convertidas en pura ceniza, a fin de que los creadores de la bomba pudieran observar las consecuencias de la furia de su criatura. No era de extrañar que Tesla hubiera pensado ambientar allí una película de dinosaurios. Su instinto dramático había sido perspicaz. Aquélla era una ciudad en espera del día del Juicio Final. Era, ni más ni menos, el monstruo que había salido mal. ¿Qué mejor lugar para que Kissoon escondiera la prueba de su crimen? Cuando la explosión se produjera, todos los cadáveres quedarían consumidos. Tesla se imaginaba muy bien el perverso placer de Kissoon al preparar tan complicada solución, sabiendo que la nube que destruiría al Enjambre iba a ser una de las imágenes más indelebles del siglo.
Pero el cálculo le había salido mal, porque Mary Muralles lo dejó atrapado en la Curva, y hasta que encontrara un nuevo cuerpo en el que escapar, tendría que continuar allí, prisionero, esperando perpetuamente el momento de la detonación. Había vivido allí como un hombre con el dedo metido en la grieta del dique, sabiendo que, en el momento que se descuidase, el dique reventaría y acabaría con él. No era de extrañar que la palabra Trinidad causara tal confusión en sus pensamientos. Era el nombre de su terror.
¿Habría alguna manera de utilizar el conocimiento del hecho contra el Iad? Se le ocurrió una extraña posibilidad al volver a entrar en la casa, pero se dijo que necesitaría la ayuda de Jaffe.
Era difícil retener concatenaciones coherentes de pensamientos en medio de la inmundicia que el abismo vomitaba, pero Tesla había mantenido a raya influencias nefastas en otras ocasiones, tanto de directores de cine como de brujos, y esta vez también pudo librarse de lo peor. Lo malo era que aquella atmósfera hacía más fuerte cuanto más se acercaban los Iad. Tesla trató de no calcular el alcance de la corrupción que sobrevendría si eso, que no era más que un levísimo rumor de su llegada, podía afectar de tal manera la psique humana. En sus intentos de adivinar la naturaleza de aquella invasión, jamás se le había pasado por la imaginación la posibilidad de que el arma de los invasores fuese la locura. Pero quizá lo fuera. Aunque se sentía capaz de mantener a distancia aquel asalto durante algún tiempo, era evidente, y eso lo sabía ella, que, tarde o temprano, tendría que rendirse, porque no había mente humana que se pudiera defender del mal para siempre, y no le quedaría más alternativa, entre tantos horrores, que acabar refugiándose en la locura. Los Uroboros del Iad, entonces reinarían en un planeta habitado por lunáticos.
Jaffe estaba ya cerca del colapso mental, eso saltaba a la vista. Tesla lo encontró a la entrada de la habitación donde había ejercido el Arte. El espacio, a su espalda, había caído en poder del abismo. Mirando por el vano de la puerta, Tesla comprendió de verdad por primera vez la razón de que la Esencia recibiera el nombre de mar. Olas de oscura energía golpeaban la orilla del Cosmos, su espuma se esparcía por todo el abismo. Más allá de éste, Tesla vio otro movimiento, que sólo pudo captar un instante. Jaffe había hablado de montañas móviles; y de pulgas. Pero la mente de Tesla se concentró en otra imagen para identificar a los invasores. Eran gigantes. Los terrores vivos de sus primeras pesadillas. Con frecuencia, en aquellos encuentros oníricos de su niñez, los gigantes tenían el rostro de sus padres un hecho al que su psiquiatra había concedido gran importancia. Pero ésos eran gigantes de otro tipo. Si tenían rostro, lo que Tesla dudaba, no era posible reconocerlo como tal. Una cosa había segura: no tenían nada que ver con la idea que se suele tener de padres cariñosos.
—¿Ves? — preguntó Jaffe.
—Sí —respondió ella.
Jaffe repitió la pregunta, y esta vez, su voz le sonó a Tesla más ligera que nunca:
—¿Ves, papá?
- ¿Papá? — repitió Tesla.
—No tengo miedo, papá —prosiguió la voz que salía del Jaff—. No me harán daño. Soy el Chico de la Muerte.
Tesla comprendió que Jaffe no sólo veía con los ojos de Tommy-Ray, sino que hablaba con la voz de éste. El padre había desaparecido en el hijo.
—¡Jaffe! — gritó Tesla—. Escúchame. ¡Necesito tu ayuda! ¡Jaffe!
Pero él no respondió. Evitando mirar al abismo como mejor pudo, Tesla se le acercó y le cogió por la andrajosa camisa, tirando de él hacia la puerta de la calle.
- ¡Randolph! — le dijo—, tienes que hablarme.
El otro sonrió. No fue una expresión que entonase con aquel rostro; era la sonrisa de un príncipe californiano, grande y dentuda. Tesla le soltó.
—¡Para lo que me servirías! — dijo.
No podía perder el tiempo tratando de sacarle de la aventura que estaba compartiendo con Tommy-Ray. Lo que había pensado hacer tendría que llevarlo a cabo ella sola. Era una idea de concepción sencilla, pero muy difícil de ejecución —si no imposible. No tenía otra alternativa. Ella no era una gran bruja. No podía cerrar el abismo. Pero sí intentar moverlo. Ya había probado dos veces que tenía poder para entrar y salir de la Curva. Para disolverse —y disolver a otros— en pensamiento. Y para llevarles a Trinidad. ¿Por qué no intentar mover materia muerta?, ¿madera, por ejemplo, y yeso? ¿O un pedazo de casa? ¿Esta parte de esta casa? ¿Podría conseguir disolver la tajada del Cosmos que ella y el abismo ocupaban, y trasladarla al Punto Cero, donde tictaqueaba una fuerza capaz de derrocar a los gigantes antes de que tuvieran tiempo de esparcir su locura?
No tenía respuestas a tales preguntas a este lado del problema. Si fracasaba, la respuesta sería negativa. Así de sencillo. Tendría unos minutos de consuelo mental ante su fracaso antes de que su mente, su fracaso y todas sus pretensiones de brujería perdieran importancia frente a la catástrofe total.
Tommy-Ray había empezado de nuevo a hablar, y su monólogo degeneraba un mero charloteo incoherente.
—...arriba como Andy... Sólo que más arriba..., ¿me ves, papá?, arriba como Andy... ¡Veo la orilla! ¡Veo la orilla!
Eso, por lo menos, tenía sentido. Tommy-Ray se hallaba a poca distancia del Cosmos, lo que significaba que también los Iad estaban cerca.
—...Chico de la Muerte... —volvió a decir Tommy-Ray—. Soy el Chico de la Muerte...
—¿No puedes desconectarle? — preguntó Tesla a Jaffe, sabiendo que era como hablar a una pared.
—¡Qué estupendo! — gritaba el muchacho—. ¡Ya llegamos! ¡Ya... estamos... aquí!
Tesla no miró al abismo para ver si los gigantes eran visibles, aunque sentía fuertes tentaciones de hacerlo. Ya llegaría el momento en que tendría que mirar al ojo del huracán, pero ese momento no había llegado aún. No estaba serena. Tampoco preparada. Retrocedió otro paso, hacia la entrada principal, y cogió el quicio de la puerta. Parecía firme y sólido. El sentido común de Tesla protestó ante la idea de poder siquiera mover con la mente tanta firmeza, tanta solidez, para llevarlo a otro lugar y a otro tiempo. Pero, de inmediato, ella respondió a su sentido común que dejara ya de joder. El sentido común y la locura que el abismo vomitaba no eran opuestos. La razón podía ser cruel; la lógica, locura. Había otro estado mental que echaba a un lado tan ingenuas dicotomías, que extraía el poder del ser entre distintos planos de existencia.
Serlo todo para todo el mundo.
Tesla recordó de pronto lo que había dicho D'Amour sobre el rumor de que había un salvador. Ella había pensado que se refería a Jaffe, pero estaba claro que había ido demasiado lejos en su búsqueda. Ella misma era el salvador. Tesla Bombeck, la mujer salvaje de Hollywood, vuelta del revés y resucitada.
Ese descubrimiento le dio nueva fe; y, con la fe, un sencillo atisbo de hasta qué punto iba a serle posible hacer realidad su plan. No trató de expulsar de sus oídos los gritos estúpidos de Tommy-Ray, ni de apartar la vista del espectáculo de un Jaffe lacio y derrotado, o incluso arrojar de sí la estupidez de que lo sólido pudiese convertirse en pensamiento y el pensamiento fuese capaz de mover lo sólido. Todo ello formaba parte de su ser, incluso la duda. Quizá, sobre todo, la duda. No tenía necesidad de negar las confusiones y las contradicciones para ser poderosa; lo que necesitaba era, por el contrario, abrazarlas. Devorarlas con la boca de su mente, masticarlas hasta hacerlas puré, y, luego, tragarlas. Todas ellas eran comestibles. Tanto lo sólido como lo no sólido, tanto este mundo como el otro. Todo era un simple banquete comible y movible. Y ahora sabía que nada sería capaz de impedirle agregarse al banquete.
—Ni tú misma siquiera —dijo, y se sentó a comer.
Al llegar Grillo a dos pasos de distancia de la puerta principal, los inocentes volvieron a apoderarse de él; en esta ocasión, su ataque fue más implacable que las anteriores al hallarse a tan poca distancia del abismo. Se sintió sin tuerza para seguir andando, ni hacia delante ni hacia atrás, mientras las brutalidades crecían y se esponjaban en su interior. Le parecía estar pisando cuerpecitos ensangrentados que volvían hacia él sus rostros doloridos, pero él sabía que no podía hacer nada por ellos. Por lo menos en aquel momento. La sombra que se movía a través de la Esencia llevaba consigo el fin de toda clemencia. Y su reino no tendría fin. Nunca se vería sometida a juicio; nadie, jamás, le pediría cuentas.
Alguien pasó junto a él, camino de la puerta. Era una forma apenas visible en el aire denso con el sufrimiento. Grillo trató de captar la imagen sólida del hombre, pero sólo pudo asirse a un brevísimo atisbo de un rostro violento y primitivo, de bastas facciones y mandíbula prominente. El hombre, después de pasar por su lado, entró en la casa. Un temblor del suelo en torno a sus pies desvió la mirada de Grillo de la puerta hacia abajo. Los rostros de los niños seguían siendo visibles, pero el horror cobraba una calidad nueva. Serpientes negras, gruesas como su brazo, reptaban sobre los niños siguiendo a aquel hombre dentro de la casa. Aterrado, Grillo avanzó un paso, en la vana esperanza de matar una de aquellas serpientes, o todas ellas, a pisotones. El paso le acercó más al borde de la locura, y eso, paradójicamente, fortaleció su cruzada. Avanzó un segundo paso, y un tercero, tratando de poner el tacón sobre las cabezas de aquellas bestias negras. Con el cuarto paso cruzó el umbral de la casa, y así entró en otra locura completamente distinta.
—¿Raúl?
De toda la gente que conocía..., Raúl.
Precisamente cuando se había preparado para la tarea con la que tenía que enfrentarse, aparecía Raúl por la puerta. Su aspecto era tan terrible que Tesla lo hubiera achacado a alguna aberración mental suya de no ser porque ahora estaba más segura que nunca de la exactitud del funcionamiento de su mente. No se trataba de una alucinación. Era él, Raúl, en carne y hueso, con el nombre de ella en los labios y una expresión de bienvenida en el rostro.
—¿Qué haces aquí? — le preguntó Tesla, sintiendo que el dominio de la situación se le escapaba.
—Vengo a por ti —fue su respuesta.
En sus palabras y a los pies del recién llegado, Tesla vio, con siniestra certidumbre, lo que Raúl quería decir, porque los lixes se deslizaban detrás de él, y entraban en la casa.
—¿Qué has hecho? — preguntó Tesla.
—Ya te lo he dicho —replicó él—, vengo a por ti. Todos venimos a por ti.
Tesla dio un paso atrás, pero el abismo ocupaba la mitad de la casa, y los lixes vigilaban la puerta, de modo que la única escapatoria que tenía eran las escaleras. Y esto, en el mejor de los casos, no sería más que una tregua. Arriba quedaría cogida en una trampa, en espera de que subieran a buscarla como a ellos les conviniera. Claro es que tampoco tendrían que tomarse esa molestia, porque, en cuestión de minutos, los Iad estarían en el Cosmos, y después de eso, la muerte sería lo más deseable. Tenía que seguir allí, con lixes o sin ellos. Su asunto estaba allí, y tenía que resolverlo rápidamente.
—Apártate de mí —le dijo a Raúl—. Ignoro por qué estás aquí, pero ¡guarda las distancias!
—He venido a ver la llegada —replicó Raúl—. Podemos esperar aquí juntos si quieres.
La camisa de Raúl estaba desabrochada, y en torno a su cuello Tesla vio un objeto conocido: el medallón del Enjambre. Entonces, una sospecha la asaltó; no era Raúl, en absoluto. Sus maneras no eran las propias de un Nunciato asustado como el que ella había conocido en la Misión de Santa-Catrina. Había alguien detrás de aquel rostro casi simiesco: el hombre que le había mostrado el enigmático sello del Enjambre por primera vez.
- ¡Kissoon! — exclamó Tesla.
—Me has estropeado la sorpresa —dijo él.
—¿Qué has hecho con Raúl?
—Lo he echado de casa. He ocupado su cuerpo. No fue difícil. Tenía mucho Nuncio en su interior, y eso le hizo accesible. Le atraje a la Curva, igual que te atraje a ti. Pero Raúl no tuvo el ingenio de resistirme como hicisteis tú y Randolph. Se me rindió en seguida.
—Lo has asesinado.
—Oh, no —dijo Kissoon, con voz alegre—. Su espíritu sigue vivito y coleando. Está impidiendo que mi carne caiga en el fuego hasta que regrese por ella. Alguna vez volveré a reocuparla, en cuanto pueda sacarla de la Curva. No quiero estar en ésta. Es repulsiva.
Se acercó a ella de pronto, ágil como sólo Raúl sabía serlo, y la agarró de un brazo. Tesla chilló al sentir la fuerza de su mano y él volvió a sonreír, arrinconándola con dos pasos rápidos, con el rostro a unos centímetros del suyo, en lo que tarda un latido un corazón.
- Te tengo —dijo el.
Tesla miró por encima de su hombro, hacia la puerta, donde Grillo miraba al abismo contra el que las olas de la Esencia rompían con creciente frecuencia y ferocidad. Gritó su nombre, pero él no reaccionó. Su rostro estaba cubierto de sudor, y le goteaba saliva de la mandíbula caída. Se hallaba ausente, no se sabía dónde, pero ausente.
Si Tesla hubiese sido capaz de entrar en el cráneo de Grillo, hubiera comprendido su fascinación. Una vez cruzado el umbral de la casa, los inocentes habían desaparecido de su mente, ocupando su puesto un desastre mucho más cortante. Sus ojos estaban fijos en la espuma, y en ella veía verdaderos horrores. Muy cerca de la orilla había dos cuerpos, arrojados hacia el Cosmos y luego vueltos a coger por la marea que amenazaba con ahogarlos. Los conocía, a los dos, aunque sus rostros habían cambiado mucho. Uno de ellos era Jo-Beth McGuire. El otro, Howie Katz. Más allá, entre las olas, Grillo vislumbró una tercera figura, pálida contra el cielo. A ése no lo conocía. En su rostro parecía no haber carne alguna por la que reconocerle. Era una cabeza de muerto, que cabalgaba sobre las olas.
Pero el auténtico horror comenzaba más allá. Formas macizas, y el aire en el que se movían estaba empapado de actividad, como si moscas del tamaño de pájaros se concentrasen para alimentarse de su fealdad. Los Uroboros del Iad. Incluso en un momento como ése, su mente, hipnotizada como estaba, buscaba (inspirada por Jonathan Swift) palabras con que describir lo que estaba viendo, pero su vocabulario empobrecía cuando se trataba de describir el mal. Depravación, iniquidad, impiedad; ¿qué eran esos simples estados mentales ante esencias tan irredimibles? Meros pasatiempos y diversiones. Simples entremeses entre platos fuertes más viles y sucios aún. Grillo casi envidió a los que estaban más cerca de tales abominaciones, diciéndose que la cercanía quizá facilitara la comprensión...
Sacudido en el tumulto de las olas, Howie hubiera podido explicar a Grillo alguna que otra cosa. A medida que los Iad se cerraban sobre ellos, Howie recordó en qué lugar había sentido antes aquel horror: en el matadero de Chicago, donde había trabajado dos años antes. Eran recuerdos del mes pasado allí lo que llenaba su mente en esos momentos. El matadero, en pleno verano. la sangre coagulándose en los canalones, los animales vaciando sus vejigas y sus entrañas al ruido de las muertes que tenían lugar ante sus mismos ojos. La vida se convertía en carne con un solo disparo. Howie trató de ver más allá de aquellas asquerosas visiones, de mirar a Jo-Beth, con la que había llegado hasta allí, llevados los dos por una marea que les había mantenido juntos, pero que no pudo dejarles en la orilla con la rapidez suficiente para salvarles de' los matarifes que les pisaban los talones. Pero el consuelo de verla, que hubiera endulzado sus últimos momentos, le fue negado por que lo único que veía era el ganado en las rampas, y la mierda y la sangre que limpiaban con mangueras, y las carcasas pataleantes que se enganchaban una a una por una pata rota y se enviaban al departamento de desentrañamiento. Era el horror que llenaría su mente por siempre, y para siempre.
El lugar situado más allá del oleaje era tan visible a sus ojos como la misma Jo-Beth, de modo que no tenía la menor idea de lo lejos que pudiera estar, o de lo cerca. Si hubiese tenido el don de larga vista, Howie hubiera visto al padre de Jo-Beth, caído y apático, hablando con la voz de Tommy-Ray:
—....ya estamos aquí... ¡Ya llegamos...!
Y a Grillo, contemplando, absorto, los Iad; y a Tesla a punto de perder la vida a manos de un hombre al que estaba gritando en aquel momento:
- ¡Kissoon!, ¡por piedad, míralos! ¡Mira!
Kissoon miró hacia el abismo, y al cargamento que las olas llevaban.
—Los veo —dijo.
—¿Y crees acaso que se preocupan lo más mínimo por ti? ¡Si consiguen llegar, tú estás tan muerto como todos nosotros!
—No —dijo él—. Ellos empiezan un mundo nuevo, y yo me he ganado mi sitio en él. Y un sitio bien alto. ¿Sabes cuántos años he esperado este momento? ¿Preparándolo, planeándolo, asesinando? Me recompensarán.
—¿Firmaste un contrato con ellos? ¿Lo tienes por escrito?
—Soy su liberador. Yo hice posible todo esto. Hubieras debido unirte a mí en la Curva, prestándome tu cuerpo por una temporada, y yo te hubiese protegido. Pero no. Tenías tus propias ambiciones. Como él. — Y miró a Jaffe—. Ése es igual que tú. Tenía que tener su parte. Lo único que habéis conseguido los dos es atragantaros con esa parte. — Sabiendo que Tesla no podía abandonarle ahora, pues no le quedaba refugio alguno al que huir, Kissoon la soltó y dio un paso hacia Jaffe—. Éste se acercó más que tú, pero entonces tenía cojones.
Los alaridos de alegría de Tommy-Ray no salían ya de Jaffe, el cual se limitaba a gemir bajo, y no estaba claro si aquellos gemidos eran del padre, o del hijo, o de ambos al tiempo.
—Mira —ordenó Kissoon al atormentado rostro—. Jaffe, mírame ¡Quiero que mires!
Tesla miró hacia el abismo. ¿Cuántas olas tendrían que romper aún en la orilla para que los Iad llegasen? ¿Una docena?, ¿media?
La irritación que Kissoon sentía por causa de Jaffe aumentaba por momentos. Comenzó a sacudirle.
- ¡Mírame, maldito seas!
Tesla dejó que se enfureciera. Eso le daba un momento de tregua a ella; un momento en el que quizá pudiera, aunque fuese un poco por los pelos, comenzar de nuevo el proceso de traslado a la Curva.
—¡Despierta y mírame, cabrón! ¡Soy Kissoon! ¡Salí de allí! ¡Salí de allí!
Tesla incluyó esa arenga en la escena que estaba imaginando. Nada podía ser excluido de ella: Jaffe, Grillo, la entrada del Cosmos, y, por supuesto, la entrada a la Esencia. Todo eso tenía que ser devorado; y también ella, la devoradora, tendría que formar parte del traslado. Masticada y escupida en otro tiempo.
Los gritos de Kissoon cesaron de pronto.
—¿Qué estás haciendo? — preguntó, volviéndose luego a ella.
Sus facciones robadas, no acostumbradas a expresar ira, estaban grotescamente contraídas. Pero Tesla no se dejó distraer por ese espectáculo. También esa ira formaba parte de la escena que iba a devorar. Se sentía a la altura de las circunstancias.
—¡No tendrás la osadía...! — gritó Kissoon—. ¿Me oyes?
Tesla le oyó, y comió.
—¡Te lo advierto! — gritó Kissoon mientras avanzaba hacia ella—. ¡No se te ocurra!
En algún recoveco de la memoria de Randolph Jaffe hallaron eco esas cuatro palabras y el tono de voz con que fueron dichas. Él había estado alguna vez en una cabaña con aquel mismo hombre, que las había dicho de la misma manera. Recordó el calor rancio de la cabaña, y el olor de su propio sudor. Recordó al escuálido y huesudo viejo, sentado en cuclillas al otro lado del fuego. Y, sobretodo, recordó el diálogo, que volvía ahora a su memoria desde el pasado:
- ¡No se te ocurra...!
- ¡Como un trapo rojo ante los ojos de un toro, decirme a mí que pare! ¡Con la de cosas que he visto! ¡Con la de cosas que he hecho...!
Estimulado por esas palabras, Jaffe recordó un movimiento. Su mano bajaba al bolsillo de la chaqueta, encontraba un cuchillo de hoja roma que esperaba allí. Un cuchillo con apetito de abrir cosas selladas y secretas. Como, cartas; como cráneos.
Volvió a oír las palabras:
- ¡No se te ocurra...!
...y abrió los ojos a la escena que se estaba desarrollando ante él. Su brazo, mera parodia del fuerte miembro que había tenido antes, bajó al bolsillo. Durante todos aquellos años nunca había dejado el cuchillo fuera de su alcance. Seguía estando romo. Seguía estando hambriento. Los carcomidos dedos se cerraron en torno al mango. Sus ojos enfocaron la cabeza del hombre que había vuelto a hablar desde el fondo de sus recuerdos. Era un blanco fácil.
Por el rabillo del ojo, Tesla observó el movimiento de la cabeza de Jaffe; le vio apartarse con gran dificultad de la pared y comenzar a sacar el brazo derecho del bolsillo. No vio lo que tenía en él, por lo menos hasta al último momento, cuando los dedos de Kissoon apretaban su cuello y los lixes pululaban en torno a sus piernas. Tesla no permitió que ese ataque interrumpiera el traslado. También el ataque entró a formar parte de lo que estaba devorando. Y ahora, Jaffe, y su mano alzada. Y el cuchillo que ella acabó por ver en la mano alzada. Alzada, y cayendo, hundiéndose en el cuello de Kissoon, debajo de la nuca.
El brujo gritó; sus manos soltaron la garganta de Tesla y se dirigieron hacia la nuca, para protegerse. A Tesla le encantó el grito. Era el dolor de su enemigo. Sintió que su poder crecía por encima de aquel grito, y que la tarea que se había impuesto se volvía de repente más fácil que nunca, como si parte de la fuerza de Kissoon pasase ahora a ella junto con su voz. Sintió el espacio que ocupaban en su boca mental y se apresuró a masticarlos también. La casa se estremeció cuando un enorme pedazo se desprendió para desaparecer en los momentos cerrados de la Curva.
Inmediatamente, luz.
La luz del alba perpetua de la Curva, entrando a raudales por la puerta. Con el mismo viento que había soplado en su rostro siempre que Tesla había estado allí, ahora soplaba por el vestíbulo, y arrastró consigo una parte de la mancha del Iad, se la llevó lejos, por el páramo. Con su paso, Tesla vio la mirada vidriosa de Grillo; éste se asía al quicio de la puerta, mirando la luz, con los párpados entornados y moviendo violentamente la cabeza, como un perro enloquecido por las pulgas.
Con su creador herido, los lixes habían renunciado al ataque; aunque Tesla no tenía la esperanza de que la dejasen en paz mucho tiempo. Antes de que Kissoon pudiera volver a azuzárselos, Tesla se dirigió a la puerta, deteniéndose sólo el instante preciso para empujar a Grillo, haciendo que anduviese delante de ella.
—¿Pero qué has hecho, en el nombre de Dios? — preguntó Grillo cuando ambos salieron a la blanqueada tierra del desierto.
Tesla le alejo a toda prisa de las estancias trasladadas de sitio, que ahora, sin una estructura protectora en torno que amortiguara el choque de las olas de la esencia, empezaban a desmoronarse por las esquinas.
—¿Qué quieres —le contestó Tesla—, buenas noticias o malas?
—Quiero las buenas.
—Esto en la Curva. Y me traje parte de la casa conmigo.
Ahora que casi lo había hecho no conseguía creérselo.
—¡Lo he hecho! — añadió, como si Grillo estuviera contradiciéndola—. ¡Con dos cojones!, ¡lo he hecho!
—¿También al Iad? — preguntó Grillo.
—Con el abismo, y con todo lo que había al otro lado.
—Entonces, ¿cuáles son las malas noticias?
—Que esto es Trinidad, ¿recuerdas?, ¿punto cero?
—¡Dios mío!
—Y eso... —señaló a una torre de acero, que no estaría a más de medio kilómetro de distancia de donde ellos se encontraban— es la bomba.
—¿Y cuándo hace explosión? ¿Tenemos tiempo...?
—No lo sé —dijo Tesla—. Puede que no estalle mientras Kissoon esté vivo. Lleva muchos años demorando ese momento.
—¿Hay alguna salida?
—Sí.
—¿Por dónde? Vámonos.
—No pierdas el tiempo con deseos, Grillo; de aquí no salimos vivos.
—Pero si nos has traído con el pensamiento, sácanos con el pensamiento también.
—No, es que yo me quedo. Quiero verlo todo hasta el final.
—Éste es el fin —dijo Grillo, señalando hacia atrás, al pedazo de la casa—. Mira.
Las paredes se venían abajo entre nubes de polvo de yeso, cuando las olas de la Esencia rompían contra ellas.
—¿Qué más fin quieres? ¡Vamonos de aquí de una puñetera vez!
Tesla buscó algún rastro de Kissoon o de Jaffe en toda aquella confusión, pero el éter del mar de los sueños se derramaba en todas direcciones, demasiado espeso para poder ser dispersado por el viento. Estarían por allí, pero fuera de su vista.
—¡Tesla! ¿Me estás escuchando?
—La bomba no estallará hasta que Kissoon muera —intentó explicarle Tesla—. Él domina el momento...
—Ya me lo has dicho.
—Si quieres salir de aquí a todo correr a lo mejor tienes tiempo. Es por ahí. — Tesla señaló hacia un punto situado más allá de la nube, cruzando la ciudad, al otro lado—. Será mejor que no pierdas el tiempo.
—Piensas que soy un cobarde.
—¿Acaso he dicho eso?
Una oleada de éter se aproximaba, enroscándose, hacia ellos.
—Si quieres irte, vete —repitió Tesla, con la mirada fija en los escombros del salón y del vestíbulo de «Coney Eye».
Encima, apenas visible a través de las salpicaduras de la Esencia, estaba el abismo, colgando del aire. En el tiempo de dos parpadeos había crecido al doble de su tamaño anterior, abriéndose violentamente de par en par. Tesla se preparó para ver salir a los gigantes. Pero lo primero con que su mirada se encontró fue con formas humanas, dos personas, baqueteadas por las olas contra la árida orilla.
—¿Howie? — dijo Tesla.
Lo era. Y, junto a él, Jo-Beth. Tesla vio que algo les había ocurrido. Sus rostros y sus cuerpos eran un conjunto de excrecencias, como si en su piel hubieran germinado flores aviesas. Tesla arrastró la oleada siguiente de éter para ir junto a ellos, gritando sus nombres mientras andaba. Fue Jo-Beth la que miró en primer lugar. Llevando a Howie de la mano, buscó a Tesla.
—Tenéis que salir del agujero...
El éter contaminado producía pesadillas. Los dos estaban impacientes por ser vistos, pero sólo Jo-Beth parecía capaz de pensar lo suficiente para coordinar una sencilla pregunta.
—¿Dónde estamos?
No había una respuesta sencilla.
—Grillo os lo contará todo —dijo Tesla—. Más tarde. ¡Grillo!
Él estaba allí, y volvía a tener la misma expresión de angustia que Tesla le había visto a la puerta de «Coney Eye».
—Niños —dijo Grillo—, ¿por qué tienen que ser siempre niños?
—No sé de qué estás hablando —le contestó Tesla—. Escúchame, Grillo.
—Te... escucho —replicó Grillo.
—Querías salir de aquí. Y te he dicho por dónde se sale. ¿Lo recuerdas?
—A través de la ciudad.
—Eso es. Y saliendo al otro lado.
—Exacto.
—Llévate a Howie y a Jo-Beth contigo. A lo mejor tenéis tiempo aún, y os salváis.
—¿Nos salvamos de qué? — preguntó Howie, levantando un poco la cabeza con dificultad, tanto le pesaban sus monstruosas excrecencias.
—De los Iad, o de la bomba —respondió Tesla. Miró a Howie—. Elige. ¿Podéis correr?
—Podemos intentarlo —dijo Jo-Beth. Miró a Howie—. Podemos intentarlo.
—Entonces, salid de aquí. Todos.
—Aún... no veo... —comenzó Grillo, cuya voz denunciaba la influencia de los Iad.
—...por qué tengo yo que quedarme.
—Sí.
—Es muy sencillo —dijo Tesla—. Ésta es la prueba final. Lo mismo para todo el mundo. ¿Te acuerdas?
—Una completa tontería —dijo Grillo, sosteniéndole la mirada, como si ver a Tesla le ayudase a mantener a raya la locura.
—Y tanto...
—Muchas cosas... —prosiguió Grillo.
—¿Cómo?
—Tantas cosas que no te he dicho.
—No tenías porqué. Y supongo que tampoco yo a ti.
—Tenías razón.
—Menos en una cosa. Algo que sí debí haberte contado.
—¿Y qué es?
—Tendría que haberte dicho... —comenzó Tesla. Y, de pronto, sonrió de oreja a oreja, era una sonrisa casi extática que no tenía necesidad de fingir, porque surgía de algún lugar de ella que estaba lleno de contento; y con la sonrisa terminó su frase, igual que había terminado tantas llamadas telefónicas entre ellos, alejándose luego en dirección a la siguiente ola del abismo, donde ella sabía que Grillo no podría seguirla.
Alguien se deslizaba por el agua; otro nadador, arrojado a la playa por el mar de los sueños.
Tommy-Ray, el Chico de la Muerte. Los cambios operados en Jo-Beth y en Howie eran profundos, pero carecían de importancia en comparación con los sufridos por Tommy-Ray. Sus cabellos eran oro puro todavía, y su rostro conservaba aún la sonrisa que en otro tiempo había puesto a sus pies a la gente de Palomo Grove. Pero sus dientes eran lo único que brillaba en él. La Esencia había descolorido su carne hasta tal punto que parecía hueso. Cejas y mejillas estaban hinchadas; los ojos, hundidos. Parecía una cala vera viviente. Se enjuagó un hilillo de saliva de la barbilla con el revés de la mano; su mirada pasó por encima de Tesla, en busca de su hermana.
—Jo-Beth... —dijo, moviéndose entre la onda de aire oscuro.
Tesla vio a Jo-Beth mirarle a su vez, y luego apartarse de Howie, como dispuesta a abandonarle. Aunque tenía asuntos urgentes que solventar, Tesla no pudo evitar detenerse a observar cómo Tommy-Ray se acercaba a reclamar a su hermana. El amor que se había encendido entre Howie y Jo-Beth había dado comienzo a toda aquella historia, o, por lo menos, a su capítulo más reciente. ¿Sería posible que la Esencia hubiera acabado con ese amor?
Tesla tuvo la respuesta unos segundos después, cuando Jo-Beth dio otro paso, que la separó más de Howie hasta quedar los dos a un brazo de distancia el uno del otro. La mano derecha de Jo-Beth seguía cogida aún a la izquierda de Howie. Con un estremecimiento de comprensión, Tesla vio lo que Jo-Beth estaba mostrando a su hermano. Ella y Howie Katz no se daban la mano, estaban unidos. La Esencia los había fundido en uno solo, sus dedos entrelazados se habían convertido en un nudo de formas que les sujetaban unidos.
No hicieron falta palabras. Tommy-Ray exhaló un grito de asco y se detuvo en seco. Tesla no pudo ver la expresión de su rostro. Lo más probable era que no mostrase ninguna. Las calaveras son sólo capaces de un gesto; lo opuesto fundido en una sola expresión. Pero sí vio el rostro de Jo-Beth, a pesar de toda la basura que lo cubría. Se leía en él muy poco de lástima. El resto era desapasionamiento.
Tesla vio que Grillo hablaba para alejarse de allí con los amantes. Los tres se fueron de inmediato, sin que Tommy-Ray tratase siquiera de seguirles.
—Chico de la Muerte —llamó Tesla.
Tommy-Ray la miró. Todavía la calavera era capaz de derramar lágrimas. Manaban a raudales del borde de las cuencas.
—¿A cuánta distancia están de ti? — preguntó—. ¿Los Iad?
—¿Iad? — preguntó Tommy-Ray.
—Los gigantes.
—No hay gigantes, sólo oscuridad.
—¿A que distancia?
—Muy cerca.
Cuando Tesla se volvió para mirar al abismo, comprendió lo que la palabra oscuridad significaba para Tommy-Ray. Grumos de oscuridad, del tamaño de lanchas, cabalgaban las olas como tarugos de alquitrán; luego se elevaban por el aire, sobre el desierto. Tenían alguna especie de vida, pues se impulsaban con movimientos rítmicos que se transmitían a las docenas de miembros que salían de sus flancos. Filamentos de materia tan oscura como sus cuerpos colgaban debajo de ellos, como serpentinas de tripas putrefactas. Tesla sabía que no eran los Iad. propiamente dichos, pero que éstos no podían estar muy lejos.
Apartó la vista de aquel espectáculo, para dirigirla a la torre de acero y a la plataforma que se levantaba sobre ella. La bomba era la última cretinez de la especie humana, pero quizá pudiera justificar su existencia si era rápida en la explosión. Sin embargo, no se percibía chispa alguna en la plataforma. La bomba colgaba de su cuna como un recién nacido envuelto en pañales que se niega a despertar.
Kisson seguía vivo; demorando el momento. Tesla volvió sobre sus pasos, hacia los escombros. Tenía la esperanza de encontrarle allí, y con el deseo, más atenuado de poner fin a su vida con sus propias manos. Mientras se acercaba, observó que los grumos de oscuridad tenían un propósito en sus movimientos. Se congregaban en capas, y, entonces sus filamentos se anudaban entre sí para formar una vasta cortina, que ya medía unos nueve metros de longitud, flotando en el aire. Cada ola transportaba más grumos, y su número crecía a medida que el abismo se abría.
Tesla buscó en el remolino alguna huella de Kissoon, y lo encontró, con Jaffe, en el extremo más lejano de la capa de escombros que en un tiempo fueron habitaciones. Estaban en pie, cara a cara, agarrándose recíprocamente el cuello con ambas manos. Jaffe todavía empuñaba el cuchillo, pero Kissoon lo alejaba de sí con la otra mano. Así y todo, aquel cuchillo había trabajado bien. Lo que había sido el cuerpo de Raúl estaba acribillado a cuchilladas, de las que manaba sangre a raudales. Esas heridas no parecían haber mermado la fuerza de Kissoon. En el momento en que Tesla los vio, el brujo estaba tirando del cuello de Jaffe, desgarrando de él trozos de carne. Kissoon no cejaba, y apenas hecho un desgarrón iba a por más, abriendo la herida más y más. Tesla le distrajo de su ataque con un grito.
- ¡Kissoon!
El brujo se volvió a mirarla.
—Demasiado tarde —dijo—, los Iad están casi aquí.
Tesla trató de encontrar consuelo en aquel casi.
—Los dos habéis perdido —siguió Kissoon, que propinó un gran golpe a Jaffe, hasta hacerle perder el equilibrio y tirarle por tierra. El cuerpo frágil, escuálido, no hizo ruido al caer; era demasiado ligero. Pero rodó un buen trecho, y soltó el cuchillo. Kissoon dedicó una mirada de desdén a su enemigo; luego, rompió a reír.
—Pobre zorra —dijo—. ¿Que esperabas?, ¿una tregua?, ¿un relámpago cegador que lo borrase todo? Olvídalo. Eso es imposible. El momento sólo está aplazado.
Mientras hablaba, se iba acercando a ella. Sus pasos, por causa de las heridas, eran más lentos de lo que hubiera cabido esperar.
—Querías una revelación —prosiguió—, y ahora ya la tienes. Casi está aquí. Pienso que debieras demostrarle tu devoción. Es pura justicia. Venga, déjame ver tu carne.
Kissoon alzó las manos, que estaban ensangrentadas, de la misma manera que las había alzado en la cabaña cuando oyó la palabra Trinidad por primera vez, y Tesla le vio un instante manchado con la sangre de Mary Muralles.
—Los pechos —dijo—, a ver, enséñame los pechos.
Muy lejos, detrás de Kissoon, Tesla vio que Jaffe comenzaba a levantarse. Kissoon no lo captó. Sólo tenía ojos para Tesla.
—Creó que los desnudaré yo por ti —dijo Kissoon—. Permíteme esa amabilidad.
Ella no se movió ni opuso resistencia alguna. Lo que hizo fue borrar toda expresión de su rostro, sabiendo lo mucho que gustaba la docilidad a Kissoon. Sus ensangrentadas manos resultaban repugnantes; su polla, tiesa, hincada en la tela empapada de los pantalones, era más repulsiva todavía. A pesar de todo, consiguió ocultar su repugnancia.
—Buena chica —murmuró Kissoon—. Buena chica. — Puso la mano sobre sus senos—. ¿Qué me dices de joder por el milenio? — propuso.
Tesla no pudo contener del todo el escalofrío que la recorrió sólo de pensarlo.
—¿No te hace gracia? — dijo Kissoon, receloso de pronto. Sus ojos se volvieron a la izquierda, al comprender el complot, y un brillo de miedo relució en ellos. Echó a correr. Jaffe, que estaba a dos metros de él, se le acercaba.
El brillo de la hoja del cuchillo, alzado por encima de su cabeza era como un reflejo de los ojos de Kissoon. Los dos brillos necesitaban juntarse.
—No... —comenzó Kissoon. Pero el cuchillo osó descender antes de que él pudiera impedirlo, penetrándole en el ojo derecho.
Kissoon no gritó esta vez, pero exhaló aliento como un largo gemido. Jaffe sacó el cuchillo de la cuenca y asestó el segundo golpe, tan certero como el primero, en el otro ojo. Hincó la hoja hasta la empuñadura, y la sacó. Kissoon vaciló, se agitó; sus gemidos se volvieron lamentos, cayó de rodillas. Con ambas manos aferradas al mango del cuchillo, Jaffe le asestó un tercer golpe en el cráneo, y siguió apuñalándole, sin parar; la fuerza de los golpes le abría una herida tras otra.
Los lamentos de Kissoon cesaron tan de repente como habían comenzado. Sus manos, que se agitaban sobre su cabeza en un vano intento de protegérsela contra nuevos cortes, cayeron a sus costados. Su cuerpo siguió en pie durante unos segundos. Luego, cayó de bruces.
Tesla sintió un escalofrío de placer que no se distinguía en nada del placer más intenso. Deseó que la bomba hiciese explosión en aquel mismo instante, como remate final de su misión y a la de ella. Kissoon estaba muerto, y no sería mala cosa morir en ese momento, a sabiendas de que el Iad sería barrido con ella en el mismo instante.
- Salta —le dijo a la bomba, tratando de mantener la sensación de felicidad hasta que su carne se consumiese y dejase sus huesos pelados—. Salta, haz el favor. ¡Salta!
Pero no se produjo explosión alguna, y Tesla comenzó a notar que la sensación de placer se desvanecía y en su lugar aparecía el convencimiento de que había perdido algún elemento vital en todo aquello. ¿Acaso, con la muerte de Kissoon, no tendría que desencadenarse todo lo que él tanto se había esforzado en aplazar? Ahora, con retraso. Mas no ocurría nada. La torre de acero seguía allí, solitaria.
«¿Qué es lo que me he perdido? — se preguntó—. ¿Qué me habré perdido, por Dios bendito?» Miró a Jaffe, que seguía con los ojos fijos en el cadáver de Kissoon.
—Sincronicidad —murmuró él.
—¿Cómo dices?
—Que lo he matado.
—Pues no parece haber resuelto el problema.
—¿Qué problema?
—Estamos en Punto Cero. Hay una bomba en espera de hacer explosión. Y él aplazaba el momento.
—¿Quién?
- ¡Kissoon!, ¿es que no salta a la vista?
«No, chica —se dijo Tesla—. ¡Qué va a saltar! ¡Por supuesto que no salta!» De pronto, sus ideas se aclararon: Kissoon había abandonado la Curva en el cuerpo de Raúl, aunque resuelto a volver a la Curva para recuperar el suyo. Una vez en el Cosmos, Kissoon no había podido seguir aplazando el momento. Alguien tenía que hacerlo por él. Y ese alguien, o mejor dicho, ese espíritu, seguía haciéndolo.
—¿A dónde vas? — quiso saber Jaffe cuando la vio alejarse en dirección al páramo que se extendía al otro lado de la torre.
«¿Seré capaz de encontrar la cabaña?», pensó Tesla, mientras Jaffe la seguía, sin dejar de hacer preguntas.
—¿Cómo nos has traído hasta aquí?
—Lo comí todo y luego lo escupí.
—¿Como yo con mis manos?
—No, no como tú con tus manos, en absoluto.
El sol seguía oculto tras el velo de grumos de oscuridad, la luz se filtraba sólo en algunos trechos.
—¿A dónde vas? — repitió Jaffe.
—A la cabaña. A la cabaña de Kissoon.
—¿Por qué?
—Ven conmigo. Necesitaré tu ayuda.
Un grito procedente de la oscuridad, los detuvo un momento.
- ¿Papá?
Tesla miró a su alrededor y vio a Tommy-Ray, que salía de las sombras, y penetraba en la luz. El sol se mostró insólitamente amable con él, ya que su infinita claridad ocultaba los peores detalles de la transformación sufrida por el muchacho.
—¿Papá?
Jaffe dejó de seguir a Tesla.
—Ven —le instó ella, aunque se dio cuenta de que lo había perdido una vez más, pues se iría con Tommy-Ray.
La primera vez se le había ido tras los pensamientos de Tommy-Ray, y ahora se le iba tras su presencia física.
El Chico de la Muerte se acercó a su padre, tambaleándose.
—Ayúdame, papá —pidió.
Jaffe abrió los brazos, sin decir nada; aunque tampoco era necesario. Tommy-Ray cayó en ellos, y se abrazó a Jaffe.
Tesla le ofreció la última oportunidad de ayudarla.
—¿Te vienes conmigo o no?
La respuesta fue sencilla:
- No.
Ella no se molestó en desperdiciar saliva. Tommy-Ray tenía más derecho, un derecho primigenio. Les vio abrazarse más y más fuerte, se asfixiaban mutuamente, dejándose sin aliento. Después volvió a mirar hacia la torre y echó a correr.
Aunque se había prohibido mirar hacia atrás, cuando llegó junto a la torre, con los pulmones doloridos, y mucho camino que recorrer para dar con la cabaña, se volvió; padre e hijo seguían en el mismo sitio. Estaban en un lugar iluminado por el sol, envueltos el uno en el otro, mientras los grumos seguían congregándose a su espalda. A aquella distancia, el gran cortinaje que formaban parecía la obra de un encajero monumental y fúnebre. Tesla lo estudió durante un momento, mientras su mente buscaba interpretaciones y acababa por dar con una solución tan absurda como plausible. Se dijo que sería un velo tras el que se ocultaban los Uroboros del Iad, los cuales saldrían de pronto de entre sus pliegues. Desde luego, parecía notarse movimiento, una oscuridad más densa aún, congregándose al amparo del cortinaje.
Tesla apartó la mirada para dirigirla un momento a la torre, con su carga mortal; y entonces, su carrera hacia la cabaña.
El viaje en la dirección opuesta, atravesando la ciudad hacia el perímetro de la Curva, no fue más fácil para Tesla. Había habido demasiados viajes: hacia el centro de la Tierra, a las islas, a las cuevas, a los límites de la cordura. Ese último viaje exigía energías que a ellos se les habían acabado. A cada paso que daban, sus cuerpos amenazaban con rendirse, y el duro suelo del desierto parecía suave en comparación con la angustia del avance. Pero algo les impulsaba: el miedo, el más antiguo que conoce el hombre; el miedo a la bestia perseguidora. Desde luego se trataba de una bestia sin colmillos ni garras, pero tanto más mortal precisamente por eso. Una bestia de fuego. Cuando llegaron a la ciudad pudieron, por fin, aminorar la marcha el tiempo suficiente para cambiar unas pocas palabras entre jadeos.
—¿Cuánto nos falta? — quiso saber Jo-Beth.
—Se encuentra justo al otro lado de la ciudad.
Howie había vuelto la vista y la tenía fija en la cortina de los Iad, que ya alcanzaba más de treinta metros.
—¿Crees que nos ven? — preguntó.
—¿Quiénes, los Iad? — preguntó a su vez Grillo—. Pues si nos ven, no dan la impresión de estar siguiéndonos.
—Pero eso no son ellos —dijo Jo-Beth—. No es más que su velo.
—O sea, que aún tenemos una posibilidad —observó Howie.
—Pues aprovechémosla —dijo Grillo, reanudando la marcha por la calle Mayor.
No era por azar. La mente de Tesla, a pesar de lo confusa que estaba, tenía bien grabada la ruta por el desierto hasta la cabaña. Mientras iba a trote corto, porque ya no podía correr, pasaba revista mental a la conversación mantenida por ella con Grillo en el motel, en la que le había confesado el alcance de su ambición espiritual. Si moría en la Curva, y eso era poco menos que inevitable, por lo menos moriría sabiendo que había llegado a comprender mejor el funcionamiento del Mundo en los días que siguieron a su llegada a Palomo Grove que en todos los años anteriores de su vida. Había tenido aventuras que estaban por encima de las posibilidades de su cuerpo. Había encontrado encarnaciones del Bien y del Mal, y había aprendido algo sobre la propia condición, porque ella no se semejaba ni a unas ni a otras. Si desaparecía ahora de esta vida, ya fuese en el instante de la explosión o con la llegada de los Iad, no tendría razón alguna para quejarse.
Pero había muchas almas que aún no habían hecho las paces con la muerte, ni tampoco tenían por qué. Los recién nacidos, los niños, los amantes... La gente apacible de todo el Planeta, cuyas vidas aún estaban haciéndose o enriqueciéndose, y que, si ella fracasaba, despertarían al día siguiente con la posibilidad de saborear las mismas aventuras en espíritu que el fracaso de ella les había negado. Esclavos del Iad. ¿Qué justicia había en eso? Antes de su llegada a Grove, Tesla había recibido la respuesta que el siglo veinte da a esa pregunta. No había justicia porque la justicia era una entelequia humana, y, además no tenía lugar en un sistema basado en la materia. Pero la mente también estaba siempre en la materia. Ésa era la revelación de la Esencia. El mar se hallaba en la encrucijada, y todas las posibilidades partían de él. Ante todo, la Esencia. Antes que la vida, el sueño de la vida. Antes que lo tangible, lo tangible soñado. Y la mente, soñando o despierta, conocía la justicia, la cual, por consiguiente, era tan natural como la materia, y su ausencia, en cualquier circunstancia, merecía algo más que un fatalista encogimiento de hombros. Merecía un aullido de ira, y una búsqueda apasionada del porqué. Si ella quería vivir más allá del inminente holocausto, tendría que lanzar ese aullido. Averiguar qué delito había cometido su especie contra la mente universal para que estuviese ahora vacilando al borde de la ejecución. Valía la pena vivir para averiguarlo.
La cabaña estaba a la vista. A su espalda sus sospechas se confirmaban, y los Iad se levantaban al otro lado del velo de grumos. Los gigantes de sus pesadillas de niña emergían del abismo y no tardarían en echar aquel velo a un lado. Cuando lo hicieran, era seguro que la verían, y con atronadoras zancadas para acabar con ella. Pero no tenían prisa. Sus enormes miembros tardaban en salir de la Esencia; sus cabezas (del tamaño de casas, y con todas las ventanas ardiendo) eran inmensas y necesitaban todo el sostén que sus vastas anatomías les daban para poder levantarse. Cuando Tesla reanudó el camino hacia la cabaña, este atisbo que había tenido de las fuerzas emergentes comenzó a concretarse en torno a su vista mental, su inteligencia dilucidaba el titánico misterio que planteaban.
La puerta de la cabaña, estaba cerrada, por supuesto, aunque no con llave, de modo que la abrió.
Kissoon estaba espetándola. El shock de verle la dejó sin aliento, y a punto estuvo de retroceder y volver a la luz del sol, hasta que cayó en la cuenta de que el cuerpo apoyado contra la pared de enfrente estaba vacío de espíritu y sólo su sistema físico seguía «tictaqueando» para salvarlo de la muerte. No había nadie detrás de aquellos ojos vidriosos. La puerta se cerró de golpe, y, sin perder más tiempo, Tesla pronunció el nombre del único espíritu que podía estar ocupando en aquel momento el sitio de Kissoon.
- ¡Raúl!
El aire cansino de la choza gimió con su invisible presencia.
—¡Raúl! Por Dios bendito, sé que estás aquí. Y también sé que tienes miedo. Pero si puedes oírme, muéstrame algo, por favor.
El gemido se acentuó. Tesla tuvo la sensación de que Raúl estaba dando vueltas por la cabaña, como una mosca atrapada dentro de un tarro.
—Raúl, tienes que soltarlo. Confía en mí, Raúl, ¡suéltalo!
El gemido empezaba a hacer daño a Tesla.
—Ignoro qué te hizo para inducirte a que abandonaras tu cuerpo, pero sé que no fue culpa tuya. Te engañó. Te mintió. Lo mismo que hizo conmigo. ¿Me comprendes? No es culpa tuya.
El aire comenzó a serenarse. Tesla respiró hondo y siguió con sus palabras, persuasoras, recordando cómo le había convencido la primera vez para que fuese con ella, cuando los dos estaban en la Misión.
—Si alguien tiene la culpa, ésa soy yo —dijo—. Perdóname, Raúl. Los dos hemos llegado al fin. Pero, por si te sirve de consuelo, te diré que también Kissoon. Ha muerto. No volverá. Tu cuerpo... no volverá. Ha sido destruido. Era la única forma de acabar con Kissoon.
El dolor del gemido había sido remplazado por otro, mucho más profundo: el de saber cuánto debía de estar sufriendo el espíritu, expulsado de su cuerpo y asustado, incapaz de dominarse y de soltar el momento. Víctima de Kissoon, como habían sido los dos. En cierto modo, ambos eran muy parecidos. Nunciatos los dos, aprendiendo a escapar de sus propias limitaciones. Extraños compañeros de cama, pero compañeros de cama a pesar de todo. Y ese pensamiento dio paso a otro.
Entonces, Tesla habló.
—¿Pueden dos mentes ocupar el mismo cuerpo? — preguntó—. Si tienes miedo... entra en mi.
Dejó que esa idea flotara en el silencio, sin apremiarle por temor a que el pánico de Raúl creciera. Esperó junto a las frías cenizas del fuego, a sabiendas de que cada segundo que Raúl permaneciera sin ser persuadido daba otro asidero a los Iad, pero no encontraba más argumentos ni más invitaciones. Ella había ofrecido a Raúl más de lo que jamás hubo ofrecido a nadie en toda su vida: posesión total de su cuerpo. Si Raúl no la aceptaba, Tesla no tenía más que ofrecer.
Al cabo de unos pocos segundos sin aliento, le pareció que algo rozaba su nuca, como dedos de amante; de pronto, esa caricia se transformó en punta de aguja.
—¿Eres tú? — preguntó Tesla.
En el poco tiempo que Tesla tardó en hacer la pregunta, ésta buscó la respuesta en su propia mente, cuando el espíritu de Raúl entró en ella.
No hubo diálogo, ni tampoco hacía falta. Eran espíritus gemelos dentro de la misma máquina, y en el instante en que Raúl entró en ella quedaron los dos perfectamente compenetrados. Tesla leyó en la memoria de Raúl cómo había sido capturado por Kissoon y trasladado a la Curva desde el cuarto de baño de North Huntley Drive. Kissoon se había servido de su confusión para dominarle. Había sido presa fácil. Abrumado por humo, pesado como plomo, hipnotizado hasta verse forzado a hacer una sola cosa: parar el tiempo, arrancado luego de su propio cuerpo para cumplir con ese deber en una ciega rendición de terror que no cesó hasta que Tesla abrió la puerta de la choza. Tesla ya no tenía necesidad de darle instrucciones sobre el deber que ahora cumplirían los dos juntos, como tampoco la tenía de contarle su historia, porque los dos compartían una misma comprensión.
Tesla se volvió y abrió la puerta.
La cortina de los Iad era ya lo bastante vasta como para que su sombra tocara la cabaña. La claridad de los rayos del sol penetraban aún por ella, pero ninguno llegaba hasta el umbral desde donde Tesla miraba. Allí había oscuridad. Miró hacia el velo, vio cómo los Iad se agrupaban detrás de él. Sus siluetas eran del tamaño de nubes; sus miembros, como látigos trenzados con que azotar montañas.
Ahora, pensó Tesla. O nunca. Suelta el instante.
Suél... ta... lo.
Sintió que lo soltaba. La voluntad de Raúl aflojaba su dominio sobre el peso que Kissoon le había dejado y lo arrojaba lejos de sí. Una ola pareció moverse hacia la torre sobre la que los Iad se cernían. Al cabo de años de suspensión, el tiempo quedaba en libertad. Sólo faltaban unos instantes para el dieciséis de julio de hacía treinta y cinco años, el acontecimiento que señalaba ese inocente segundo como el comienzo de la última locura de la Humanidad.
Los pensamientos de Tesla fueron a Grillo, a Jo-Beth y Howie, y les instaron a salir a la seguridad del Cosmos, pero sus mensajes fueron interrumpidos por una luz que comenzó en el corazón mismo de la sombra. Tesla no veía la torre, pero sí la sacudida que estremeció la plataforma; la bola de fuego se hizo visible y un segundo relámpago apareció un instante después, la luz más brillante que Tesla había visto en toda su vida, del amarillo al blanco en un abrir y cerrar de ojos...
Ya no podemos hacer más, pensó Tesla, mientras el fuego crecía casi de manera obscena. Yo podría estar en casa.
Se imaginó a sí misma —mujer, hombre y mono en un solo cuerpo magullado— en el umbral de la cabaña, mientras las luces de la bomba ardían contra su rostro. Luego se imaginó el mismo rostro y el mismo cuerpo en otro lugar. Sólo tenía segundos para actuar, pero el pensamiento era rápido.
Al otro lado del desierto vio cómo las huestes del Iad echaban el velo de grumos a un lado mientras la nube ardiente crecía hasta eclipsarlos. Sus rostros eran como flores del tamaño de montañas, y seguían abriéndose, garganta tras garganta tras garganta. Era un alarde aterrador, su enormidad parecía ocultar laberintos que se volvían del revés a medida que se desvelaban. Túneles que se convertían en torres de carne, si es que era carne de lo que estaban formados, que se transformaban, y se volvían a transformar de tal manera que cada parte de ellos se encontraba en estado de constante cambio. Si la singularidad era su apetito, no podían esperar otra cosa que salvación de tan prodigioso flujo.
Montañas y pulgas, había dicho Jaffe, y Tesla vio en ese momento lo que había querido decir con esas palabras. Los Iad eran, sobre todo, una nación de leviatanes, hirviendo en innumerables parásitos y abriéndose las tripas, una y otra vez, con la vana esperanza de poder deshacerse de ellos; o bien ellos mismos eran los parásitos, tan numerosos que, juntos, parecían montañas. Pero Tesla nunca llegaría a saber, en este lado de la existencia, o de Trinidad, cuál de las dos opciones era la verdadera. Antes de poder interpretar las incontables formas que adoptaban los Iad, la explosión los eclipsó, consumiendo el misterio en su fuego.
Al mismo tiempo, la Curva de Kissoon, una vez cumplida su misión de una manera que su propio creador jamás hubiera podido imaginar, desapareció. Si el mecanismo de la torre no consiguió acabar por completo con los Iad, por lo menos pudo desbaratarlos, y su locura y su apetito quedaron sellados para siempre en un instante de tiempo perdido.
VIII
Cuando Howie, Jo-Beth y Grillo entraron en el confuso terreno del perímetro de la Curva, el brevísimo instante a ambos lados de las cinco y media de la madrugada del diecisésis de julio de 1945, que había sido creado, confiscado y aprisionado por Kissoon, una luz floreció a espaldas de ellos. Aunque no se puede decir que floreciera, porque los hongos no tienen flores. Ninguno de ellos volvió la vista, sino que siguieron arrastrando sus exhaustos cuerpos, en un último esfuerzo sobrehumano que les llevó, con el fuego pisándoles los talones, a la seguridad que el tiempo verdadero les brindaba. Permanecieron echados durante largo rato sobre el suelo del desierto, incapaces de moverse, y sólo se pusieron en pie con grandísimos esfuerzos cuando el riesgo de ser fritos llegó a ser imposible de desatender.
El regreso a California les resultó largo y difícil. Encontraron una carretera después de una hora de vagabundeo, y, al cabo de otra hora, dieron con un garaje abandonado a un lado de la carretera. Allí Grillo dejó a los dos amantes, porque comprendió que le iba a ser imposible seguir adelante con tales monstruos. Después de mucho tiempo de intentarlo, encontró quien le llevase en coche, y, en una pequeña ciudad, pudo comprar una furgoneta muy usada con todo el contenido de su billetera, incluidas las tarjetas de crédito, y así pudo volver al garaje para recoger a Howie y a Jo-Beth y llevarles de regreso al Condado de Ventura. Los dos pasaron el trayecto echados en la trasera de la furgoneta, sumidos en más profundo sueño, y era tal su agotamiento que nada les despertaba. Volvieron a Grove justo antes del alba del día siguiente, pero no había acceso a la ciudad. Las mismas autoridades que se mostraron tan lentas y negligentes o —como Grillo sospechaba— cómplices en no defender a Grove contra las fuerzas que eruptaban en su seno, se habían vuelto ahora, al desaparecer esas fuerzas, obsesivamente cautas. La ciudad estaba sellada. Grillo no desobedeció el edicto. Se limitó a dar media vuelta ante las barricadas y lanzarse carretera adelante hasta encontrar un sitio donde estacionar la furgoneta y dormir. Unas horas más tarde, cuando despertó, encontró la trasera de la furgoneta vacía. Se apeó. Le dolían todas las articulaciones. Orinó y fue en busca de los amantes, a los que encontró en una pendiente, tomando el sol. Las transformaciones efectuadas en ellos por la Esencia estaban en franca retirada. Ya no tenían las manos unidas, las extrañas formas crecidas en sus rostros habían cedido bajo el calor del sol hasta no quedar de ellas más que leves manchas en la piel, antes impoluta. Con el tiempo era probable que también esas manchas desaparecieran. Lo que Grillo dudaba que jamás llegara a borrarse era la expresión que vio en sus ojos cuando lo miraron: era la mirada de dos personas que acaban de compartir una experiencia jamás compartida por nadie en todo el Mundo, y, como consecuencia de ello, habían llegado a una total posesión mutua. Más de un minuto pasado en su compañía le hacía sentirse como un intruso. Los tres hablaron brevemente de lo que convenía hacer, y llegaron a la conclusión de que lo mejor sería continuar en las cercanías de Grove. Ninguno de ellos hizo la menor alusión a los sucesos de la Curva, o de la Esencia; aunque Grillo ardía en deseos de preguntarles a qué sabía flotar en el mar de los sueños. Una vez ultimado el más elemental de los planes, Grillo volvió a la furgoneta y esperó a que los dos se reunieran con él. Llegaron a los pocos minutos, cogidos de las manos.
No faltaron los testigos del traslado espacial y temporal operado por Tesla con parte de «Coney Eye». Observadores y fotógrafos se habían agolpado en la colina y se cernían sobre ella, y vieron la fachada cubrirse de humo, hacerse transparente, y, finalmente, desaparecer por completo. Al arrancarse de ella una parte de su estructura, la casa entera sucumbió a la fuerza de la gravedad. Si no hubiera habido más que dos o tres testigos de esto, podrían haber surgido dudas sobre la veracidad de tales relatos. Después de todo, no era corriente que madera y pizarra sólidas desaparecieran de pronto, pasando de un plano existencial a otro. Pero, por fortuna, eran veintidós los testigos, y cada uno de ellos tenía su personal manera de describir lo que había visto —algunos, concisa, otros, retórica— sin que la esencia del relato variase en nada. Buena parte del museo de Buddy Vance del verdadero arte estadounidense había sido trasladado a otra realidad distinta.
Algunos testigos (los más hastiados de todos) llegaron incluso a asegurar que habían captado un vislumbre de esa otra realidad. Un horizonte blanco y un cielo brillante: podrían ser nubes de polvo volando por Nevada, o por Utah. O por cualquiera de mil o más grandes llanuras desiertas. Después de todo, en Estados Unidos, no escasean esos lugares. El país era enorme y estaba aún lleno de vacíos. Sin embargo, nunca se habían encontrado en él lugares en los que desapareciesen las casas para no reaparecer nunca más, o donde ocurrieran cosas misteriosas a diario sin que nadie lograra explicárselas. Y a algunos de los testigos, después de lo que habían visto, se les ocurrió, por primera vez en sus vidas, que quizás el suyo fuese un país demasiado grande, demasiado lleno de espacios abiertos. Pero, fuera lo que fuese, el caso era que todo aquello había ocurrido en realidad, y que obsesionaba a todos.
Uno de esos espacios, al menos en el futuro previsible, iba a ser el lugar donde, hasta poco tiempo antes, se había levantado Palomo Grove.
El constante proceso de destrucción no terminó con el traslado de «Coney Eye» a la Curva. Ni mucho menos. La Tierra esperaba una señal, y la señal había llegado. Las grietas se agrandaron hasta hacerse fisuras, y las fisuras se convirtieron en abismos, qué engullían calles enteras. Las partes de la ciudad que más sufrieron fueron los barrios de Windbluff y Deerdell, y este último quedó casi aplanado por las ondas expansivas del bosque vecino, que desapareció por completo, dejando en su lugar tierra quemada y revuelta. La colina, con sus suntuosas propiedades, sufrió también un serio golpe, o, mejor dicho, varios golpes. No fueron las casas situadas inmediatamente debajo del lugar donde «Coney Eye» se levantaba las más destruidas (aunque eso hubiera dado lo mismo, en el fondo, porque sus dueños fueron de los primeros en escapar, jurando no regresar), si no las Terrazas. La de Emerson se mudó doscientos metros más al Sur, y sus casas se contrajeron como acordeones en el traslado. La de Whitman se fue al Oeste, y sus edificios, por algún capricho de la geología, se sumergieron en sus propias piscinas. Las otras tres terrazas quedaron, pura y simplemente, laminadas. Gran parte de los escombros cayeron colina abajo y causaron daños en incontables casas. Todo ello, sin embargo, era cosa de poca monta, porque a nadie se le ocurriría tratar de rescatar nada de sus casas; la zona entera fue considerada como inestable durante seis días, y, en este tiempo, los incendios camparon por sus respetos sin que nadie tratase de ponerles coto, destruyendo gran parte de las propiedades que todavía no se habían derrumbado o no habían sido tragadas por la Tierra. En este sentido, una de las partes de Palomo Grove que más sufrió fue Stillbrook, cuyos antiguos ocupantes podrían haber rescatado más tarde algunos de sus objetos perdidos de no ser por un incendio que se declaró en una casa de Fellowship Street una noche en la que soplaba el viento que ya en una ocasión había inducido a los habitantes de Grove a salir a sus patios para oler el mar. Sus ráfagas esparcieron las llamas por toda la zona con devastadora rapidez, y, para la mañana siguiente, la mitad de Stillbrook estaba reducida a cenizas. Cuando la noche del mismo día llegó, ya le había ocurrido lo mismo a la otra mitad.
Fue aquella noche, la noche después del incendio de Stillbrook, y seis días después de los sucesos de la colina, cuando Grillo volvió a Grove. Se había pasado más de la mitad de ese tiempo durmiendo; pero, a pesar de tanto reposo, no se sentía mucho mejor. El sueño no era ya para él la medicina que solía. No encontraba en él alivio y tranquilidad como antes. En cuanto cerraba los ojos, su mente comenzaba a proyectarle escena tras escena del pasado. Y casi exclusivamente del pasado reciente. Ellen Nguyen salía mucho en esta película, pidiéndole, una y otra vez que dejase de besarla y usase más los dientes; y también su hijo, sentado en la cama entre sus hombres globo. Había también apariciones breves de Rochelle Vance, que no hacía ni decía nada, pero que aportaba su belleza al desfile. Y, también, el hombre bueno Fletcher, andando por la Alameda. Y no faltaba el Jaff en la estancia del piso superior de «Coney Eye», exudando poder. Y Witt, vivo. Y Witt, muerto, flotando de bruces en el agua.
Pero la auténtica protagonista era Tesla, que le jugaba su última treta, sonriéndole y no diciéndole adiós, aunque sabía perfectamente que aquello era una despedida. No habían sido amantes, ni amigos íntimos siquiera. En cierto sentido, él nunca había comprendido bien lo que sentía por Tesla. Amor, por supuesto, pero de una especie difícil de expresar; imposible, quizás. Y esto hacía la nostalgia bastante problemática.
Era la sensación de algo incompleto entre Tesla y él lo que impedía a Grillo responder a las llamadas que Abernethy dejaba constantemente en el contestador automático de su casa, aunque bien sabía Dios que aquel artículo le escocía por dentro de puras ganas de salir a la luz pública. Tesla siempre se había expresado de manera ambigua en este asunto de dar publicidad a la verdad, aunque, en último término, le había dado permiso para ello. Pero él sabía que lo había hecho sólo porque pensaba que la cuestión carecía de importancia ya que el mundo estaba al borde de su destrucción y había muy pocas esperanzas de salvarlo. Luego resultó que no hubo fin del mundo, y que ella fue la que murió en su intento de salvarlo. Grillo se sentía obligado al silencio, era una cuestión de honor. Sin embargo, y a pesar de su discreción, no pudo evitar volver a Grove, para ver por sí mismo cómo seguía muriendo la ciudad.
Grove, cuando Grillo llegó, seguía cerrada herméticamente por las barricadas de la Policía. No fueron difíciles de soslayar, sin embargo. Los guardianes de Grove se habían vuelto descuidados en sus deberes desde la fecha en que el cierre fue decretado porque había muy pocos curiosos, desvalijadores o residentes que fuesen tan temerarios como para arriesgarse a pisar sus turbulentas calles: Grillo burló el cordón policial y comenzó a explorar la ciudad. El viento que había esparcido el fuego por todo Stillbrook el día antes había cesado por completo y el humo de los incendios había bajado ya, dejando sólo un regusto casi dulce en la boca, como el que produce el fuego de la buena madera. La situación, en otras circunstancias, hubiera parecido poética; pero Grillo había aprendido mucho sobre Grove y sus tragedias, y no estaba para sentimientos poéticos. Era imposible observar tanta destrucción sin lamentar la muerte de Grove. Su peor pecado había sido la hipocresía, seguir adelante, alegre y confiada, ocultando de manera deliberada su forma de ser. Esta forma de ser había exudado miedos, y hecho realidad los sueños durante algún tiempo, y fueron esos sueños y esos miedos, y no Jaffe y Fletcher, los que acabaron destruyendo por completo la ciudad. Los Nunciatos habían usado Grove como ruedo en el que dirimir sus hostilidades, pero sin inventar nada en su guerra que Grove no hubiera estado alimentando y cultivando en su corazón.
Grillo se sorprendió a sí mismo preguntándose, mientras paseaba por allí, si no habría, quizás, alguna manera de contar la historia de Grove, aunque eso supusiera ir en contra del edicto de Tesla. Por ejemplo si renunciaba a Jonathan Swift y trataba de dar con algún modo poético de expresar todo lo que había visto y experimentado. Eso era algo que él ya había intentado antes, pero ahora (como entonces) sabía, sin molestarse siquiera en comprobarlo, que fracasaría. Había ido a Grove en calidad de narrador exacto, literal, y nada de lo que había visto allí le disuadiría jamás de rendir culto al dato, al hecho concreto.
Dio la vuelta a la ciudad, aunque evitó las zonas donde la entrada hubiera sido suicida, tomó notas mentales de lo que veía, por más que sabía perfectamente que no iba a relatarlo. Luego se escabulló de nuevo, sin que nadie lo descubriese, y regresó a Los Ángeles, donde más noches llenas de recuerdos obsesivos le esperaban.
No les ocurrió lo mismo a Jo-Beth y a Howie. Ellos habían pasado ya su noche oscura del alma entre las mareas de la Esencia, y las noches siguientes, de vuelta ya en el Cosmos, fueron noches sin sueños. Por lo menos, al despertar, no recordaban nada.
Howie trató de persuadir a Jo-Beth de que lo mejor que podían hacer sería volver a Chicago, pero ella insistía en que cualesquiera planes de esa índole resultaban prematuros. Mientras Grove siguiera siendo considerada zona peligrosa, y hubiera allí cadáveres sin recuperar, ella no tenía intención de abandonar su cercanía. No le cabía la menor duda de que su madre estaba muerta, pero hasta que se localizase su cadáver y recibiese cristiana sepultura, Jo-Beth no podía ni pensar siquiera en cualquier tipo de porvenir.
Entretanto tenían mucho que curarse, y eso lo hacían a puerta cerrada, en un motel de Thousand Oaks, lo bastante cercano a Grove para que, cuando considerasen que era seguro volver, Jo-Beth pudiera ser de los primeros en hacerlo. Las huellas que la Esencia había dejado en ellos no tardaron en convertirse en simples recuerdos, y los dos quedaron como en un extraño limbo. Aunque todo estaba consumado, nada nuevo podía comenzar. Y, mientras esperaban, iba creciendo entre ellos una distancia que ni fomentaban ni buscaban, pero que ninguno de los dos podía impedir. El amor que comenzó en el restaurante «Butrick» había provocado una serie de cataclismos de los que ellos sabían perfectamente que no eran responsables, pero que les obsesionaban a pesar de todo. La sensación de culpabilidad comenzó a acosarles mientras esperaban en Thousand Oaks, y su influencia fue creciendo mientras iban curándose y llegaban a la conclusión de que, a diferencia de docenas, quizás incluso de cientos de inocentes habitantes de Grove, ellos, por lo menos, habían salido de todo aquello bastante incólumes físicamente.
El séptimo día después de los sucesos de la Curva de Kissoon, los periódicos de la mañana les informaron de que ya iban a entrar en la ciudad patrullas de rescate. La destrucción de Grove había sido noticia de mucha actualidad, y, por supuesto, se aventuraban varias teorías, procedentes de las fuentes más diversas, sobre la razón de que aquella ciudad hubiese sido la elegida para sufrir tales devastaciones mientras que el resto del valle había sobrevivido sin otra calamidad que algún que otro temblorcillo de tierra y alguna que otra grieta en la carretera. En esos artículos de Prensa no se hablaba de los fenómenos observados en «Coney Eye»; la presión gubernamental había sido suficiente para acallar a los que habían visto ocurrir delante de sus propios ojos lo que no podía haber ocurrido.
La vuelta a Grove fue cauta al principio; pero, para el final del día, gran número de supervivientes estaban de nuevo en la ciudad, tratando de encontrar recuerdos y objetos queridos entre los escombros. Unos pocos tuvieron suerte, pero la mayoría, no. Por cada superviviente que volvía a una calle antes familiar y encontraba su casa intacta, había seis que no veían ante sus ojos otra cosa que completas ruinas. Todo un caos, hecho astillas, aplastado, desaparecido bajo tierra. De todos los barrios, el menos dañado era, paradójicamente, el menos populoso: la Alameda y sus alrededores. El letrero de pino pulido que decía CENTRO COMERCIAL DE PALOMO GROVE, y que estaba a la entrada del estacionamiento, había caído en un agujero, así como gran parte del estacionamiento mismo, pero las tiendas estaban casi intactas, y esto, por supuesto, tuvo como consecuencia que se iniciase una investigación policial porque se encontraron los dos cadáveres en la tienda de los animales, pero los asesinos nunca fueron descubiertos. Dejando a un lado la cuestión de esos cadáveres, lo cierto era que, de haber habido gente dispuesta a comprar, las tiendas de la Alameda hubieran podido abrir aquel día sin otra operación previa que limpiar un poco el polvo. Marvin Junior, el dueño de la tienda de alimentación que llevaba su nombre, fue el primero en organizar el traslado de todas sus mercancías que todavía se hallaban en buen estado. Su hermano tenía una tienda en Pasadena, y a los clientes les tenía sin cuidado la procedencia de las mercancías, con tal de que estuviesen rebajadas. Marvin no se excusó por tanta prisa. Después de todo, los negocios eran los negocios.
El otro traslado que tuvo lugar en Grove, naturalmente, fue de índole más siniestra: el de los cadáveres. Primero buscaron con perros y aparatos de captación sensibles para comprobar si quedaba alguna persona viva bajo los escombros, mas no se encontró a nadie. Luego llegó el turno a la siniestra tarea de desenterrar los cadáveres, pero lo cierto es que no se encontraron los de todos los habitantes que habían perdido la vida en Grove, ni mucho menos. Cuando se hicieron los cálculos definitivos, casi dos semanas después del comienzo de la búsqueda, resultó que había cuarenta y un desaparecidos sin localizar. Se los había tragado la tierra en todo el sentido literal de la palabra, cerrándose sobre ellos. También podía ser que los desaparecidos hubiesen escapado de Grove con gran cautela en plena noche, aprovechando esta oportunidad que se les presentaba de crearse otra identidad y comenzar una vida nueva. Uno de ellos era, según rumores, William Witt, cuyo cadáver fue de los que no se encontraron, pero cuya casa, registrada a fondo, resultó contener suficiente pornografía para mantener las zonas de combate de varias ciudades sobradamente abastecidas durante varios meses. Witt había llevado una doble vida, y la sospecha general era que se había trasladado a alguna otra parte.
Cuando se comprobó que uno de los cadáveres de la tienda de animales era el de Jim Hotchkiss, uno o dos de los periodistas más perspicaces recordaron que la suya había sido una vida atormentada por la tragedia. Su hija, recordaron a sus lectores, había sido miembro de la llamada Liga de las Vírgenes, y, al decir esto, los periodistas en cuestión aprovecharon la oportunidad para comentar en un sentido párrafo lo mucho que Palomo Grove había sufrido a lo largo de su corta existencia. ¿Estaría condenada la ciudad desde el principio, se preguntaban los comentaristas más fantasiosos, por haber sido construida sobre terreno maldito? Ese pensamiento proporcionaba un cierto consuelo. De no ser así, habría que pensar que Grove había sido, pura y simplemente, una víctima del azar, de la mala suerte, y, entonces, la consecuencia estaba clara: ¿cuántas de los miles de ciudades parecidas a Grove que estaban distribuidas por todo Estados Unidos quedaban expuestas a la misma catástrofe?
El segundo día de la búsqueda, el cadáver de Joyce McGuire apareció entre las ruinas de su casa, la cual había sufrido muchos más daños que las demás casas circundantes. La llevaron para ser identificada, como a casi todos los demás cuerpos encontrados, a un depósito de cadáveres que había sido improvisado en Thousand Oaks. Ese penoso deber le correspondió a Jo-Beth, cuyo hermano se encontraba entre los desaparecidos. Una vez llevada a cabo la identificación, se hicieron las gestiones necesarias para el entierro. La Iglesia mormona se encargaba de sus feligreses. El pastor John, uno de los sobrevivientes de la catástrofe (la verdad era que había abandonado Grove la noche misma del ataque del Jaff a la casa de los McGuire, y no había vuelto hasta que se retiraron las barricadas de acceso a la ciudad), organizó debidamente el funeral de Joyce McGuire. Sólo en una ocasión se vieron él y Howie, y éste no perdió la oportunidad de recordar al predicador la noche en que había estado muerto de miedo junto a la nevera. El pastor John insistió mucho en que no tenía recuerdo alguno de tal incidente.
—Lástima no haberle hecho una fotografía para ver si así se acordaba —dijo Howie—. Pero tengo una aquí dentro —señalándose las sienes, de las que estaban ya terminando de borrarse las últimas huellas de la Esencia—. Por si acaso alguna vez me da la tentación.
—¿La tentación de qué? — preguntó el pastor.
—De ser un creyente.
Joyce McGuire fue entregada al abrazo del Dios de su elección dos días después de esa conversación. Howie no asistió a la ceremonia, pero estaba esperando a Jo-Beth a la salida. Veinticuatro horas después salían para Chicago.
Sin embargo, su papel en todo aquello no había terminado aún. El primer indicio de que la aventura del Cosmos y de la Esencia les había convertido en miembros de una minoría muy selecta tuvo lugar media semana después de su llegada a Chicago, cuando recibieron la visita de un apuesto forastero, aunque algo devastado por los años, que llevaba ropa demasiado ligera para el tiempo que hacía y se presentó a sí mismo con el nombre de D'Amour.
—Me gustaría hablar con ustedes sobre lo ocurrido en Palomo Grove —dijo a Howie.
—¿Cómo ha dado usted con nosotros?
—Mi oficio es dar con gente —explicó Harry—. No sé si Tesla Bombeck les habrá hablado de mí.
—No, no creo.
—Bueno, pueden preguntarle sobre mí.
—No, no podemos —le recordó Howie—. Tesla ha muerto.
—Oh, sí, claro —dijo D'Amour—, dispensen, se me había olvidado.
—Y aunque usted la conociera, Jo-Beth y yo no tenemos nada que contar. Queremos olvidarnos por completo de Grove.
—No creo que nos vaya a ser posible —dijo una voz a sus espaldas—. ¿Quién es ese señor, Howie?
—Dice que conocía a Tesla.
—D'Amour —se presentó de nuevo el visitante—, Harry d'Amour. Les agradecería mucho que me dedicaran unos minutos. Muy pocos. Es importante.
Howie miró a Jo-Beth.
—¿Por qué no? — dijo ella.
—Hace muchísimo frío aquí fuera —observó D'Amour, entrando—. ¿Qué habrá sido del verano?
—Todo anda mal en el mundo —dijo Jo-Beth.
—También usted se ha dado cuenta —replicó D'Amour.
—¿De qué estáis hablando?
—De las noticias —dijo Jo-Beth—. Yo las sigo; tú, no.
—Es como si hubiera luna llena todas las noches —observó D'Amour—. Mucha gente se comporta de forma muy extraña. El porcentaje de suicidios ha subido al doble desde la erupción de Grove. Hay motines en manicomios por todo el país. Y yo apostaría a que sólo sabemos una pequeña parte de todo el asunto. Hay muchas cosas que se nos ocultan.
—¿Quién las oculta?
—El Gobierno. La Iglesia. ¿Soy yo el primero que da con ustedes?
—Sí —dijo Howie—. ¿Por qué? ¿Piensa usted que va a venir más gente?
—Eso, seguro. Ustedes dos estuvieron en el centro mismo de todo el asunto...
—¡No fue culpa nuestra! — protestó Howie.
—Ni yo digo que lo fuera —replicó D'Amour—. Créame que no he venido aquí a acusarles de nada. Estoy seguro de que merecen que se les deje vivir en paz. Pero no van a tener tanta suerte. Ésa es la verdad. Ustedes son demasiado importantes, y nuestra gente lo sabe. Y también la de ellos.
- ¿De ellos?
—Sí, la gente de los Iad. Los infiltrados que mantuvieron pasivo al Ejército cuando parecía que los Iad iban a entrar por fin en la Tierra.
—¿Pero cómo sabe usted tanto sobre este asunto? — No pudo menos de preguntar Howie.
—Tengo que andarme con cuidado en lo que se refiere a mis fuentes de información, al menos por ahora. Pero es posible que en algún otro momento se lo pueda explicar.
—Lo dice como si nosotros fuésemos sus cómplices —exclamó Howie—; y no lo somos. Usted tiene razón en eso de que deseamos vivir nuestra existencia juntos y en paz. Y para conseguirlo nos iremos a donde sea: a Europa, Australia..., a donde sea.
—Así y todo, los encontrarán —aseguró D'Amour—. Lo de Grove les puso tan cerca del éxito que ahora no van a renunciar. Saben que nos tienen asustados, y que la Esencia ha quedado mancillada. Nadie tendrá muchos sueños dulces a partir de ahora. Somos presa fácil, y ellos no lo ignoran. Es posible que ustedes quieran vivir en paz, como todo el mundo, pero no van a poder..., teniendo los padres que tienen.
Ahora le tocó a Jo-Beth el turno de mostrar asombro.
—¿Qué sabe usted de nuestros padres?
—Desde luego sé que no están en el cielo —dijo D'Amour— Lo siento, créanme. Como ya les he dicho, tengo mis fuentes de información, y muy pronto estaré en situación de revelarlas, espero; pero, entretanto, necesito comprender mejor lo que ocurrió en Grove, porque así podré sacar alguna enseñanza de ello.
—También yo debí sacarla —reconoció Howie en voz baja—. Tuve la oportunidad de aprender de Fletcher, pero no supe aprovecharla.
—Usted es hijo de Fletcher —dijo D'Amour—. Su espíritu está en usted. Lo único que tiene que hacer es escucharle.
—Era un genio —dijo Howie a Harry—. De verdad, tengo el absoluto convencimiento de que lo era. Estoy seguro de que la mitad del tiempo se encontraba bajo los efectos de la mescalina, enloquecido por ella; pero, así y todo, era un genio.
—Me gustaría saber algo de él —dijo Harry—, ¿cree usted que me lo podría contar?
Howie le miró durante un momento. Luego suspiró, y dijo, con un tono de voz que parecía expresar sorpresa:
—Sí, creo que sí.
Grillo estaba sentado en un café del bulevar Van Nuys, en Sherman Oaks, tratando de recordar lo que era la buena comida, cuando alguien se sentó frente a él en la misma mesa. Era media tarde, y el café no estaba lleno. Grillo levantó la cabeza, para rogar que le dejasen solo, pero en vez de eso lo que dijo fue:
—¡Tesla!
Iba vestida de manera quintaesencialmente bombecksiana: una bandada de cisnes de cerámica prendidos a una blusa color azul medianoche, un pañolón rojo, gafas negras... Su rostro estaba pálido, pero el lápiz de labios, que desentonaba del pañolón, era lívido. Su sombra de ojos, al bajarse las gafas nariz abajo, era del mismo tono.
—Sí —dijo ella.
—¿Sí, qué?
—Sí, Tesla.
—Te creía muerta.
—Sí, cometí ese error. No es difícil.
—¿No serás un espejismo? — preguntó él.
—Bueno, todo el asunto aquél fue puro espejismo, ¿no?; puro espectáculo. Pero nosotros, ¿somos acaso más ilusorios que tú? Pues no.
- ¿Nosotros?
—Te lo explicaré dentro de un momento. Primero, tú. ¿Qué tal te van las cosas?
—Pues no tengo mucho que decir, la verdad. Volví a Grove un par de veces, aunque sólo fuese para ver si sobrevivía.
—¿Y Ellen Nguyen?
—No la encontraron. Ni tampoco a Philip. Yo mismo busqué entre los escombros. Dios sabe a dónde irían a parar.
—¿Quieres que te la busquemos nosotros? Ahora tenemos relaciones. No fue divertida la vuelta a casa. Yo tuve que lidiar con un cuerpo, de vuelta al apartamento. Y mucha gente me preguntaba cosas difíciles de contestar. Pero ahora tenemos cierta influencia, y yo la utilizo.
—¿Qué es eso de nosotros?
—¿No piensas comerte esa hamburguesa de queso?
—No.
—Muy bien. — Tesla acercó el plato a su lado de la mesa—. ¿Te acuerdas de Raúl? — preguntó.
—Nunca conocí su mente. Sólo su cuerpo.
—Pues ahora la estás conociendo.
—¿Cómo dices?
—Que le encontré en la Curva. Por lo menos encontré a su espíritu. — Sonrió, con la boca manchada de salsa de tomate—. Es difícil contar esto de manera que suene sano..., pero el hecho es que lo llevo dentro. A él, al mono que solía ser, y a mí, los tres en un solo cuerpo.
—Tu sueño hecho realidad —dijo Grillo—. Serlo todo para todos.
—Sí, me figuro que es así. Bueno, quiero decir que nos figuramos que es así. Siempre se me olvida mencionarnos a los tres. Creo que lo mejor sería no intentarlo.
—Tienes queso en la barbilla.
—Sí, eso, déjanos en ridículo.
—No me entiendas mal. Me alegro que estés aquí. Pero... empezaba a acostumbrarme a la idea de que ya no te vería más. ¿Puedo llamarte Tesla todavía?
—¿Y por qué no?
—Pues porque ahora no eres tú, ¿no es eso? Eres más que tú.
—Tesla está bien. A un cuerpo se le llama por lo que parece ser, ¿no?
—Sí, me figuro —dijo Grillo—. ¿Doy la impresión de estar abrumado por todo esto?
—No. ¿Lo estás?
Grillo movió la cabeza.
—Aunque es extraño, en eso estarás de acuerdo conmigo, lo resisto bien.
—Éste es mi Grillo de siempre.
—Dirás nuestro Grillo.
—No, qué va, el mío. Puedes tirarte a todas las grandes bellezas de Los Ángeles, pero yo sigo teniéndote. Soy uno de los grandes imponderables de tu vida.
—Esto es una conjura.
—¿Y no te gusta la idea?
Grillo sonrió:
—No está mal —concedió él.
—No te me vuelvas tímido —dijo ella al tiempo que le cogía de la mano—. Todavía nos queda tiempo, y necesito saber que estás conmigo.
—Sabes que sí.
—Bien, como ya te he dicho, la juerga no ha terminado.
—¿De dónde te has sacado eso? Iba a ser mi titular.
—Sincronicidad —repuso Tesla—. ¿Dónde estaba...? Ah, sí, D'Amour piensa que la próxima vez lo intentarán en Nueva York. Allí tienen cabezas de puente. Llevan años con ellas. Por eso estoy reuniendo a la mitad del equipo; él se encarga de la otra mitad.
—¿Y qué puedo hacer yo?
—¿Qué te parece Omaha, en Nebraska?
—Pues que no me atrae mucho, la verdad.
—Allí es donde la otra fase empezó, lo creas o no. En la oficina de Correos de Omaha.
—Me estás tomando el pelo.
—Allí fue donde al Jaff se le ocurrió la idea demencial del Arte.
—¿Qué quieres decir con eso de demencial?
—Pues que sólo dio con una parte del asunto, no con toda la solución.
—No te entiendo.
—Ni siquiera Kissoon sabía lo que era el Arte. Tenía pistas, pero sólo pistas. El Arte es vasto, ingente; acaba con el tiempo y con el espacio; lo junta todo de nuevo en uno, el pasado, el futuro y el momento del sueño intermedio..., hace todo ello... un solo día inmortal.
—Bellísimo —dijo Grillo.
—¿Estaría de acuerdo Swift?
—De modo que... ¿Omaha?
—Allí vamos a empezar. Es el lugar en el que todas las Cartas Perdidas de Estados Unidos acaban, y puede que haya alguna pista para nosotros. Hay gente que está enterada. Grillo; incluso sin darse cuenta de ello, están enterados. Eso es lo que nos hace maravillosos.
—¿Y lo escriben?
—Sí. Y envían las cartas.
—Y las cartas terminan en Omaha.
—Algunas. Anda, paga la hamburguesa. Te esperaré fuera.
Él pagó, y ella estaba fuera.
—Debería haberme comido la hamburguesa —dijo Grillo—. De pronto tengo hambre.
D'Amour no se fue hasta muy entrada la noche, y, cuando se marchó, dejó tras de sí dos narradores exhaustos. Había tomado abundantes notas, pasando rápidamente las hojas de su cuaderno y volviendo sobre ellas para ver si podía dar un mínimo de coherencia a los diversos fragmentos de información que recibía.
Cuando Howie y Jo-Beth se quedaron sin nada más que contar, D'Amour les dio su tarjeta, con dirección y número de teléfono de Nueva York, pero en el reverso anotó otro número, el suyo particular.
—Váyanse de aquí lo antes posible. No digan a nadie a donde van. A nadie en absoluto. Y cuando lleguen a donde sea, ya saben, cambien de nombre, hagan como que están casados.
Jo-Beth se echó a reír.
—Sí, parece anticuado, pero ¿por qué no? — dijo D'Amour—. La gente no cotillea sobre las parejas casadas. Y en cuanto lleguen escríbanme y díganme dónde podré encontrarles. Estaré en contacto con ustedes a partir de entonces. No puedo prometer que les instalaré ángeles guardianes, pero habrá fuerzas dispuestas a defenderles. Tengo una amiga que se llama Norma y me gustaría que la conocieran. Se le da muy bien eso de encontrar perros guardianes.
—También nosotros podemos comprar uno —dijo Howie.
—Pero no como los de ella, ni soñarlo. Bueno, gracias por todo lo que me han contado. Tengo que marcharme. Me espera una buena panzada en coche.
—¿Se va a Nueva York en coche?
—Me fastidian los aviones —dijo D'Amour—. Tuve una mala experiencia en cierta ocasión. Recuérdenme que se lo cuente alguna vez. Debieran de saber todo lo sucio de mi vida, ahora que yo sé lo de la de ustedes.
Se fue, dejando el pequeño apartamento apestando a cigarrillos europeos.
—Me hace falta aire fresco —dijo Howie a Jo-Beth en cuanto se vieron solos—. ¿Vienes a dar un paseo conmigo?
Era pasada la medianoche, y el frío del que tanto se había quejado D'Amour cinco horas antes mordía, pero eso suavizó su fatiga. Mientras su torpor se desvanecía, hablaban.
—Muchas de las cosas que le has contado a D'Amour yo no las sabía —dijo Jo-Beth.
—¿Como por ejemplo?
—Pues todo eso que ocurrió en Efemérides.
—¿Te refieres a lo de Byrne?
—Sí. Serla curioso saber lo que Byrne vio allá arriba.
—Dijo que volvería a contármelo. Bueno, claro, si sobrevivíamos todos.
—No me agradan los informes de segunda mano. Me gustaría verlo por mí misma.
—¿Volver a Efemérides, quieres decir?
—¿Por qué no?; yendo contigo, me gustaría.
Sin darse cuenta, pero quizás inevitablemente, habían ido acercándose al lago. El viento llevaba dientes, pero su aliento era refrescante.
—¿No tienes miedo de lo que la Esencia podría hacernos si volviéramos a ella? — preguntó Howie.
—No, la verdad; si estamos juntos, no.
Jo-Beth le cogió de la mano. De pronto, los dos empezaron a sudar a pesar del frío que hacía; sus tripas se revolvieron como la primera vez que se vieron en el restaurante «Butrick». Desde entonces un breve siglo había transcurrido, transformándoles.
—Ahora somos un par de forajidos —murmuró Howie.
—Sí, me figuro que sí —dijo Jo-Beth—, pero no importa, nadie puede separarnos.
—Ojalá fuese verdad.
—Lo es. De sobra lo sabes. — Diciendo esto, Jo-Beth alzó la mano, que tenía todavía cogida a la de Howie—. ¿Te acuerdas? — preguntó—. Esto es lo que nos enseñó la Esencia. Nos juntó. — Los escalofríos de su cuerpo pasaron, por la mano, y a través del sudor que corría por sus palmas, al cuerpo de Howie.
—Tenemos que ser fieles a eso.
—¿Por qué no te casas conmigo? — preguntó él.
—Demasiado tarde —replicó ella—; ya me casé.
Estaban a orillas del lago, pero, por supuesto, no era Michigan lo que veían al mirar noche adentro, sino la Esencia. Dolía pensar en ella. La misma especie de dolor que tocaba a cualquier alma viva cuando un susurro del mar de los sueños rozaba el borde mismo de su consciencia. Pero, para ellos, era un dolor mucho más agudo: no podían acallar su anhelo porque sabían que la Esencia era real, un lugar donde el amor podía fundar continentes.
Faltaba poco para el amanecer, y al primer signo del sol tendrían que dormirse. Pero hasta que la luz llegara, hasta que la verdadera luz cayera directamente sobre sus imaginaciones, seguirían vigilando en la oscuridad, con una mezcla de esperanza y de miedo, a que aquel otro mar surgiese de los sueños y les llamase a su orilla.