Christopher Anvil
La meseta
Para los invasores, las armas con que luchaban los terrestres eran ciertamente extrañas: el sentido del olfato, la química, el humor, la ficción, la sorprendente ayuda del Dios de la Guerra, la del Inmortal Shurlok Homes...
Ilustrado por ENRICH
I
La Tierra fue conquistada.
Los tacones de hierro resonaron por las calles de Nueva York y Moscú.
En un arco de ciento veinte millas desde Yinkow a Antung, a lo largo de la base de la península de Kwantung, los chinos muertos se corrompían en las pilas de cadáveres.
En las ruinas de la mitad norte de Londres, la lucha había terminado, en medio de restos humeantes y radiactivos. Al sur de la línea del Támesis, no había ningún mortal con vida desde Portsmouth a Márgate.
La Tierra fue conquistada.
No había en ninguna parte del globo un cuerpo de tropas bien equipado que fuese mayor que un pelotón.
II
Dionnai, conde de Maivail, estudió los informes de los comandantes del Grupo de Invasión, y envió a buscar al Jefe de su Estado Mayor Ejecutivo.
El Barón Angstat apareció ante él, y saludó con un fuerte entrechocar de tacones y una envarada inclinación de su cintura.
—¿Excelencia?
Maivail inclinó la cabeza ligeramente hacia los informes.
—Estoy muy satisfecho. La Fase Militar se ha completado. Mis felicitaciones, caballero. A usted, al Estado Mayor, y a los comandantes de Grupo.
—Me siento muy honrado, señor. Transmitiré sus palabras. Y muchas gracias en nombre del Estado Mayor Ejecutivo.
—Ahora empezaremos la Fase Industrial. De la misma forma que nuestros golpes iniciales fueron una completa sorpresa, a continuación y sin previo aviso, dos años después de que ellos alcanzasen su primera y verdadera capacidad interplanetaria, así nuestros próximos golpes representarán también una gran sorpresa en el momento en que ellos apenas empiecen a recobrarse del primer golpe.
Angstat inclinó la cabeza.
—Entendido, Excelencia.
—No necesito recordarle al Jefe del Estado Mayor Ejecutivo que en este planeta la agricultura debe de ser considerada como una industria.
—Así está planeado, Excelencia.
—La producción centralizada de la fuerza eléctrica y su transmisión debe ser considerada como una industria.
—Entendido, Excelencia.
—Las represas, los puentes, los buques, los centros de transporte aéreos y terrestres, los hospitales, las escuelas, los centros de comunicación electromagnética con hilos y sin ellos..., deben todos ser considerados como industrias.
—Así será, Excelencia.
—Y ahora que se ha concluido la primera fase, deseo tener un informe personal y completo de nuestro principal agente residente.
—Lo enviará, Excelencia.
—Bien. Retire las tropas a las zonas despejadas y empiece a explorar al punto.
Angstat chocó los tacones y saludó.
Dionnai, conde de Maivail, se irguió en su asiento y devolvió el saludo secamente.
En la conquistada Tierra, desde Inglaterra a China, desde la Unión Soviética a Estados Unidos, los victoriosos invasores empezaron a retirarse a sus fortalezas.
III
Richard Holden vigilaba la reluciente superficie, débilmente lechosa, de la fortaleza enemiga, a través de unos prismáticos. Luego, se tendió de espaldas para contemplar las formas plateadas que entraban y salían en hileras interminables, dividiéndose hacia el norte y el oeste, para luego volver a separarse más lejos, volviendo finalmente hacia el sur. Meneó la cabeza.
—¿Cómo conseguiremos vencerles jamás?
Su compañero, Philip Swanbeck, era un individuo de recia constitución, con una sola estrella plateada en el cuello.
—No podemos rendirnos —gruñó—. Jamás nos entregaremos.
—Ahórrese los discursos para las tropas —replicó Holden—. Ya nos han vapuleado.
—Algo se consigue —murmuró Swanbeck— aprendiendo del enemigo. En la segunda guerra mundial, hubo un piloto alemán que poseía cierta filosofía. No creo que fuese original. Pero la expresó en una frase. ¿Quiere oírla?
Holden miraba por los prismáticos a la reluciente y semitransparente superficie que había resistido un impacto directo causado por un cohete Naomi con una cabeza de proyectil de cincuenta megatones.
—Seguro. Continúe.
—Escuche atentamente.
—Estoy escuchando.
- Sólo está perdido el que se considera perdido.
Holden meditó la frase mientras estudiaba la barrera. Fuese lo que fuese aquella brillante superficie, obstaculizaba en absoluto la entrada de los humanos al valle, como si fuese de acero y de una milla de espesor. Y sin embargo, los resplandecientes aviones sin alas pasaban a su través como si fuese de humo. Holden meneó la cabeza y bajó los prismáticos.
—El piloto debería de haber visto esto. Pero puedo condensarle aún más esta filosofía.
Swanbeck estaba parpadeando a fin de distinguir mejor la brillante superficie. Miró luego la brújula y tomó unas notas en un pequeño cuadernillo. Miró después a Holden con sorpresa.
—¿En menos palabras todavía?
—Muy fácil. Escuche.
—Estoy escuchando.
- Todavía vivo.
Swanbeck pestañeó y sonrió lentamente.
—Sí, exacto. ¿Quién lo dijo?
Holden sonrió. Sacó la cámara de su estuche y la apuntó de forma que enfocase directamente el sitio por donde los aviones sin alas atravesaban la barrera.
—¿Ha oído hablar de John Carter?
—Ese nombre me resulta ligeramente familiar. ¿Quién es?
—Un terrestre inmortal que se convirtió en el Dios de la Guerra de Marte [1].
Swanbeck miró agudamente a Holden y después sonrió.
—¿Un héroe de ficción?
—¿Quién sabe? No hemos explorado Marte con demasiada atención. Y estos tipos —señaló hacia la reluciente barrera— proceden de algún lugar mucho más lejano, o les habríamos visto despegar, con toda seguridad.
Swanbeck sonrió.
—Todavía vivo. Sí, es muy bueno —cerró el cuaderno—. ¿Ha obtenido la foto?
—Varias —Holden deslizó la cámara a su estuche.
Swanbeck se guardó la brújula, plegó algo parecido a un transistor, asentado sobre unas patas cortas y con una mira en ángulo, y abrió un grueso tubo que llevaba en su mochila. Sacó del mismo un objeto marrón, ovalado, con un aguijón en el fondo, miró a su alrededor, aflojó un tornillo junto a la base del aguijón, y fijó éste en tierra.
—Bien. Los nuestros verán esto cuando se dispare, y podrán entonces verificar nuestra posición. Ahora, larguémonos de aquí.
Cuidadosamente, retrocedieron y después, poniéndose de pie, corrieron colina abajo.
IV
Dionnai, conde de Maivail, asintió impersonalmente al agente residente Sumer Lassig.
—Sí. Sus informes han sido investigados completamente, agente Lassig. Tuvo razón al recomendar la «reducción» de aquel individuo. Sus informes han sido recibidos con la más alta aprobación por parte del Consejo Supremo Determinante. Yo mismo, naturalmente, los he revisado.
Lassig se inclinó.
—Muy honrado, Excelencia.
—Ahora, sin embargo, quiero oír sus explicaciones de viva voz.
—Sí, señor —las transparentes membranas se deslizaron sobre los ojos de Lassig, mientras meditaba, y luego volvió a subirlas—. Para empezar —dijo—, yo llegué aquí sólo hace cuatro meses, tiempo local, encontrando que mi predecesor había descuidado sus deberes. Era evidentemente un individuo de tipo profesional, muy poco adecuado para esta labor.
Maivail asintió con interés.
—¿Qué había hecho? ¿En qué estado le encontró usted?
—En cuanto a lo que había hecho, había enviado unos comunicados confusos al principio, sugiriendo la posesión de una habilidad extraordinaria por parte de los nativos. Al ser interrogado, confesó su error, excusándose en las dificultades del lenguaje, y después envió unos informes inocuos que fueron debidamente aceptados como válidos, hasta que los locales enviaron la primera expedición de importancia que fue, claro está, captada por el monitor. Éste negó la pintura que aquél había creado. Cuando yo le encontré, estaba rodeado por la traducción de los documentos locales, y musitaba para sí mismo: «No puede ser verdad. ¿Pero qué es esto? Me volveré loco». No había esperanza para él. Le maté.
—Excelente. ¿Y su estado mayor?
—Se puso de manifiesto que también ellos estaban infectados. Varios tomaban narcóticos. Los demás se mostraron incoherentes. Parloteaban respecto a «proezas múltiples», hablaban de una «escala de consecuciones», decían que los nativos habían alcanzado «casi todos los peldaños, no sólo los superiores», y cosas por el estilo, y me presentaron una lista de cosas que, afirmaron, los nativos poseían y nosotros no.
Maivail pareció interesado.
—¿Posee la lista?
—Era un pedazo de papel. Pensé que usted querría verlo. Lo guardé.
Maivail lo cogió y lo repasó.
—Hum... «Humor». «Química». «Ficción». «Sentido del olfato» —levantó la vista—. ¿Qué son estas cosas?
—Por si acaso podían servir para algo, interrogué al personal con más atención. Sus respuestas fueron completamente heréticas. Para impedir que la infección se extendiera a mi propio personal, gasifiqué inmediatamente a tales individuos.
—Muy bien hecho. Pero... meditemos sobre la primera palabra. «Humor». ¿Qué es?
—Es una palabra local, señor. Hemos intentado traducirla, pero resulta imposible. No poseemos una palabra correspondiente. Según el personal, es un sentido peculiar que provoca la risa de los nativos...
—¿Qué?
—¿Señor?
—¿La risa? ¿Qué significa esto?
—Es una contracción espasmódica del diafragma, acompañada de un enrojecimiento de la faz, y ruidos ahogados.
—Entiendo —dijo Maivail—. Veamos, Lassig. Por favor, no emplee palabras locales para definir otra. Resulta muy difícil de entender.
—Lo siento, señor. Procuraré evitarlo. Bien, este peculiar sentido del «humor», hace que los nativos se ahoguen y gangueen en situaciones.
—Supongo que el «humor» puede traducirse como «polvillo en los tubos de aire». Obviamente, las contracciones espasmódicas del diafragma deben ser provocadas con la finalidad de expeler el polvillo.
—Exactamente, señor —asintió Lassig—. Pero el personal afirmó que era psicológico.
—¿«Psicológico»?
—Sí, señor.
—Hum... Contracciones espasmódicas del diafragma. Ahogo. Gargarismos... ¿Esto es psicológico?
Lassig extendió las manos.
—Señor, así lo afirman. Dicen que el súbito miedo de alguien, o el escapar a un peligro por poco, les causa la risa a los locales, muy a menudo.
Maivail reflexionó largamente.
—¿Cuál es la relación causal?
—Según el personal, señor... el «sentido del humor».
Maivail parpadeó.
—Esta explicación tiene cierto tinte de locura.
—Exactamente, señor.
—¿Y la siguiente palabra de la lista: «Química»? ¿Qué es?
Lassig adoptó la postura de un hombre enfrentado con la tarea de levantar un objeto pesado, careciendo de manos.
—Bien, señor... ah... supongo que... Es una forma de la ciencia.
—Sólo hay una verdadera ciencia: el control de «mer», o sea la energía-materia.
Lassig pareció inquieto.
—Sí, señor. Usted tiene razón, señor. El personal continuó hablando de la escala y proclamó que el control de «mer» originalmente tuvo dos partes: el control de la materia y el control de la energía. «La química» fue el control de la materia.
—¡Diantre! —exclamó Maivail. Cualquier imbécil sabe que la materia y la energía son, básicamente, la misma cosa. La materia es energía condensada. La energía es, por otro lado, materia altamente rarificada.
—Sí, señor.
—¿Cómo explicó esto el personal?
—Afirmaban, señor, que para alcanzar el conocimiento científico hacía falta mucho tiempo, siendo un proceso laborioso, gradual.
—¡Esto es fantástico! —se maravilló Maivail—. Se tarda exactamente tres años en aprender todo esto.
—Sí, señor. Es lo que les contesté, precisamente. Pero el personal arguyó que hubo una época, antes de las facultades...
—¿«Antes de las facultades»?
—Sí, señor.
—Entonces, ¿quién enseñó a la juventud?
—Dijeron que... eh... la gente de entonces tenía que aprender por sí misma.
—¡Aprender por sí misma! Pero... Veamos, seguramente los miembros del personal habrían visto algún «hidrofusor». ¿Cómo diablos puede construirse uno, si no se posee otro?
—Dijeron que la gente de este planeta —Lassig meneó la cabeza, dubitativamente— estaba progresando gradualmente para construirse uno.
—¿Cómo?
—Esto no puedo ya explicarlo, señor.
—El instrumento básico para el control del «mer» es el hidrofusor. Y no es posible fabricar uno a menos que ya se posea otro. No es posible construir un hidrofusor de la nada, lo mismo que es imposible criar «slergs» sin un padre «slerg». Pero cuando se posee un hidrofusor o un padre «slerg», entonces es fácil.
—Sí, señor. Fueron más lejos, señor. No era posible discutir con ellos.
—¿Y lo siguiente? «Ficción». ¿Qué puede ser?
—El personal se mostró muy confuso a este respecto, señor. Parece ser que los locales... Bien, sinceramente, señor, no sé qué es ficción. Esto era lo que mi predecesor estaba tratando de descubrir cuando yo llegué aquí. Me dijo que algunos de los informes locales resultaban irreales... no, sintéticos, dijo.
—¿Informes sintéticos? —Maivail abrió los ojos, asombrado—. ¿Quiere decir que los nativos falsifican sus propios informes?
Lassig pareció haberse quedado sin aliento.
—Esto es lo bello. Aquel tipo afirmó que no se trataba de una falsificación.
—¿No es una falsificación? Pero si es sintético...
—Añadió que los nativos sabían que los informes eran sintéticos, por lo que no se llamaban a engaño.
Maivail tragó a duras penas. Su orgullo estaba siendo atrozmente vapuleado.
—Veamos, Lassig. Si los locales saben que un informe es falso, ¿qué provecho obtiene el falsificador?
Lassig pareció desamparado.
—Presumamos por un momento —exclamó Maivail, irritado—, que yo soy un inspector de suministros. Presumamos, asimismo, que usted es un maldito estafador. Usted ha entregado seis y nueve décimas de glúteos de esmolonio, con un tanto por ciento de 006. Pero usted se había comprometido a entregar siete glúteos de 008. Usted falsifica la factura y me la presenta, etiquetada, como «Falsa». Bien, usted sabe que es falsa. Yo sé que es falsa. ¿Dónde vamos a parar? ¿De qué sirve la falsificación?
Lassig no halló respuesta.
—O estos nativos son una raza muy complicada —afirmó Maivail—, o todo el personal falsificó sus datos. Y sin embargo, ¿quién podía creerles? ¿Cuál era su propósito? Hay algo particularmente desenfocado en esto. Bien, tratemos respecto a otra cosa. ¿Qué es ese «sentido del olfato»?
Lassig pasó nerviosamente una mano por su orificio del conducto de la respiración.
—Bien, señor... en cuanto a esto...
Maivail le vio vacilar y le contempló con frialdad. Se trataba de un hombre elegido por su habilidad en absorber, calcular y explicar las culturas extranjeras.
Pero a pesar de la perfección con que habían sido llevadas a cabo todas las operaciones militares, Maivail sintió que algo quedaba fuera de su alcance mental y visual.
V
En el centro de mando subterráneo, todo estaba tranquilo. Los papeles estaban extendidos bajo el resplandor de las luces fluorescentes.
—Está bien —dijo Swanbeck—, por fin lo hemos conseguido.
Holden miró el dibujo. El lugar preciso y el ángulo por el que discurrían los aviones, entrando y saliendo de la barrera, y el lugar y ángulo por donde los vehículos volvían a penetrar en ciertas ocasiones, estaban plenamente visibles.
—Será un problema —Holden sacudió la cabeza- lograr que un Naomi haga impacto en la barrera, en este ángulo preciso. Además, tiene que chocar en el momento adecuado, o chocará en cambio con uno de los aviones. Y recuerden que un Naomi se mueve a unas dieciocho mil millas por hora.
—No se preocupe por esto. Gracias a esta calma podemos estar de nuevo en contacto con Denver. Hay media docena de lanzamientos preparados con el nuevo tipo de Raquet. Si el Naomi no lo consigue...
—El Raquet tiene una cabeza de proyectil química.
—No los nuevos.
Holden meditó.
—Philip, acabo de tener una idea.
Swanbeck sonrió.
—No sea modesto. Oigámosla.
—Si esto no marcha...
—En tal caso, no estaremos peor que estamos —replicó Swanbeck—. Volveremos a intentarlo de otra forma.
—Un momento...
—No hay que preocuparse respecto a un fallo, Dick. No hablemos más —Swanbeck hizo acción de marcharse.
—De acuerdo —dijo Holden—, pero ¿y si marcha?
Swanbeck volvió a su lado, frunciendo el ceño.
—Estaremos dentro.
—Y ellos estarán sobre aviso.
Swanbeck parpadeó.
—Ahora nos hallamos demasiado ocupados buscando la forma de que se consiga, para preocuparnos por si marcha o no marcha —contestó Holden—. ¿Pero y si obtenemos éxito? ¿Cuántas oportunidades nos quedan?
—¿Qué piensa?
—Media docena de fallos simultáneos no nos lastimarán. En realidad, estaríamos como estamos. Pero si obtenemos simultáneamente media docena de éxitos...
—Sí, lo entiendo —asintió Swanbeck, lentamente—. Veremos si Denver puede dar la noticia.
VI
Dionnai, conde de Maivail, dejó a un lado los informes del nuevo personal.
—Muy bien, Angstat. Estos son más completos. ¿Cuál es su impresión de la reacción local?
—Rápida y flexible, señor. Debo decir que su recuperación, militarmente hablando, está muy por encima de lo que cabía esperar. Particularmente he observado que procuran no permanecer dispersos. Otro factor de peso es que esquivan todos los esfuerzos vanos. Después de sus iniciales tentativas, abortadas de combatir contra las zonas despejadas, sólo han efectuado ligeros reconocimientos. Pero su organización les está reuniendo con rapidez.
—Podría haber sido un adversario más peligroso.
Angstat asintió.
—Una vez adaptada su fuerza hidrofusora a la interplanetaria, para usos interestelares, habrían resultado altamente peligrosos. Por suerte, su base, sólo este planeta, es demasiado pequeña, y por tanto vulnerable. Su demora en conseguir una base más amplia les ha costado cara. No entiendo sus motivos.
Maivail asintió pensativamente.
—Supongo que jamás los conoceremos. El informe de Lassig muestra una increíble confusión mental por su parte. Posiblemente, restos de alguna religión o alguna filosofía de pequeño planeta, gracias a la cual se volvieron de espaldas a la galaxia, fue la causa de este fallo. ¿Se acuerda de nuestros fanáticos adeptos a la naturaleza?
—¿Quién podría olvidarlos? —dijo Angstat—. Destruyeron su hidrofusor, rompieron los correctores, se metieron desnudos dentro de un agujero infecto, y empezaron a comer carne ahumada, mientras las chinches pululaban a su alrededor en nubes. ¡Y afirmaban que realmente vivían! Esto es lo que la naturaleza quiere, pregonaban. Pero el Gran... —se calló, aclarándose la garganta—. Estaban equivocados. Cuando yo tengo dolor en las rodillas, o un ataque de trombosis galopante, me gusta hallarme donde haya un corrector a mano.
—La única interpretación posible —observó Maivail— de los datos de Lassig parece ser que este planeta está lleno de toda clase de fanáticos, amantes de la naturaleza. Y, claro está, nuestros exploradores nos han traído fotos de ellos en acción. ¡Increíble!
—Sí, no hablan muy alto en favor de su nivel intelectual.
—No. Sin embargo, su reacción militar...
Otra vez sintió Maivail aquella impresión de enfrentarse con algo que se escapaba a su visión.
Angstat se aclaró de nuevo la garganta y se puso más erguido y rígido.
—¿Respecto al principio de la Fase Industrial, Excelencia? — preguntó.
Maivail se irguió también, considerando la pregunta.
—Su recuperación parece haber empezado... Todos los comunicados indican una marcada recuperación de los transportes de superficie y las comunicaciones electromagnéticas sin hilos. Muy bien. A la próxima vuelta del reloj, hay que ordenar a los exploradores que vuelvan, y asegurar los pasos abiertos. La Fase Industrial empezará un reloj más tarde.
El barón Kram Angstat chocó los tacones y saludó.
Dionnai, conde de Maivail, permaneció sentado, muy rígido, y devolvió el saludo.
VII
Swanbeck se llevó el teléfono al oído y tomó rápidos notas.
—Sí, muy bien... Sí, pero no podemos demorarnos más allá de esa hora. No sabemos cuánto tiempo durará esta oportunidad... No, pero puede haber algo similar a cerrar una puerta. De otra forma, no entiendo cómo entran y salen, siempre por el mismo sitio. Sí... Sí... Muy bien... Sí, señor. Lo haremos. Volveremos a retrasarla hasta las 16,30... Sí, señor. Adiós.
Gruñendo, colgó el teléfono y luego le dio unas órdenes a un coronel, que saludó y se marchó.
—¿Qué pasa? —preguntó Holden.
—Los Chicom están listos —replicó Swanbeck.
—Este reconocimiento atento —observó Holden— no durará siempre. Más pronto o más tarde meterán dentro su último avión y obturarán las brechas.
—Lo sé. Pero Denver desea vapulearles lo antes posible. ¡Maldición! Tal como están las cosas, tiene que ser o todo o nada.
Holden sonrió amargamente.
—No es necesario. Alguien puede saltar el arma.
El rostro de Swanbeck se contrajo.
—Denver no podría estar tan ocupado —rezongó Holden— ¿verdad? si no pensaran en esto.
—Lo descubriremos —Swanbeck volvió a coger el teléfono.
VIII
Dionnai, conde de Maivail, eligió una jarra de delicada factura, y contempló el líquido color violeta de su interior.
—Excelente matiz, Choisoiel.
Ferrard Choisoiel, el ayuda de cámara de Maivail, dobló una rodilla e inclino la cabeza con gratitud.
—Gracias, señor.
Maivail golpeó el borde de la jarra con un dedo y giró la cabeza para escuchar el sonido.
El barón Kram Angstat sonrió, alzando su jarra.
—Buen timbre y mejor resonancia, Excelencia.
—En efecto.
Choisoiel estaba lleno de entusiasmo.
Angstat oyó en aquel momento el tañido de una campana de plata.
—La vuelta del reloj, señor — anunció—. La señal para el regreso de los exploradores.
—Ah... pronto empezará la Fase Industrial.
—Exactamente, señor.
Maivail levantó la delicada jarrita.
—Por el éxito de todos nuestros planes...
—...y la obstrucción de todos nuestros enemigos —añadió Angstat.
Bebieron.
IX
Swanbeck dejó el teléfono en su horquilla y sonrió.
—Denver ya les ha dicho a los Chicom que hay veintiocho cohetes Naomi con las espoletas a punto, por si acaso nos están engañando.
—¿Cuál es la reacción de los Chicom?
—Colaboradora. Aparentemente ya están hartos de los extranjeros que gustan de provocar mares de sangre mediante océanos de llamas.
—Entonces, esto nos hemos ahorrado —Holden consultó su reloj—. Si al menos fuesen ya las 16,30.
—No falta mucho.
Entró un joven teniente, vio a Swanbeck y saludó.
—Señor, los Chinches han dejado de enviar exploradores. Y todos los aviones se están replegando a su base.
Swanbeck miró su reloj.
—¿Qué hacemos? —continuó el teniente—. ¿Esperamos a las 16,30?
Swanbeck miró al teléfono y luego al teniente.
Holden suspiró, enojado.
—No —decidió Swanbeck—. Ataquémosles.
X
Dionnai, conde de Maivail, colocó su bota sobre el travesaño.
—Soberbio, Choisoiel.
Eligió una menta de color azul pálido, con motitas de plata, y se retrepó plácidamente.
Angstat suspiró y mordió otra delicadamente.
Choisoiel les dio las gracias respetuosamente por los cumplidos que le habían prodigado, y comenzó a llevarse todas las cosas del servicio.
Maivail y Angstat se contemplaron mutuamente, con expresiones resplandecientes. Ambos habían tenido la misma idea y hablaron al unísono.
—El perfecto final de un...
El «Bum» sonó muy fuerte y aún creció de tono. Sus asientos se vieron levantados y arrojados de nuevo al suelo pesadamente, y el muro fronterizo se abombó hacia ellos.
Ferrard Choisoiel se arrojó entre Maivail y el muro.
Maivail y Angstat se levantaron, con las manos en las culatas de sus armas.
El muro se incendió y un resplandor blanco lo iluminó todo.
Maivail contempló el incendio, mientras una brillante y blanca lanza de destrucción saltaba de su instrumento hacia el caos.
XI
Swanbeck abatió los prismáticos.
—¡Bravo! ¡No sobrevivirán a esto!
Ante ellos, el resplandor continuaba en toda su intensidad, pero desde un costado surgía un plumón de gas muy blanco, humo y restos de materiales, produciendo todo ello un estrépito como el de un cohete al despegar.
—Esto es el fin de esos tipos —asintió Holden—. ¿Pero y los otros?
—¡Maldición! De haber tenido tiempo, habríamos liquidado las tres cuartas partes de esos sujetos en busca de modernos equipos bélicos.
—Tal vez lo hayamos hecho... si los otros reaccionaron a tiempo...
—Tal vez. Bien, ya está. Hemos vencido, aunque esto no sea más que una victoria parcial.
—Sí —asintió Holden—. Ahora ya sabemos que son vulnerables. Y que nosotros no estamos indefensos.
Colocó el filtro sobre los cristales de los prismáticos.
—Es mucha verdad aquella frase: Sólo está perdido quien se considera perdido.
Swanbeck inclinó la cabeza en señal de asentimiento y estudió la base enemiga.
—Todavía vivo —dijo.
XII
Maivail vio las luces rojas y verdes. Su cuerpo estaba quemado por completo. Envuelto en llamas, giró como un torbellino en medio de una masa estelar a la deriva. Luego pareció caer, deslizarse, y el cosmos en torno suyo empezó a balancearse como dentro del agua. Una voz le habló y, mientras Maivail trataba de entenderla, las palabras se le escapaban, y únicamente consiguió retener un comentario:
—El albergue de su alma vuelve a estar listo.
Ofuscadamente, Maivail abrió los ojos.
Estaba tendido en un corrector, descansando sobre muelles cojines. Enmarcado en la abertura superior, Angstat le estaba contemplando.
Maivail tragó con dificultad.
—Estuve a punto.
—Ya lo creo.
—¿Qué sucedió?
—Evidentemente, arrojaron un hidrofusor a través de un paso, y luego lo desestabilizaron.
Maivail consideró lo que esto significaba en términos de velocidad y control de trayectoria.
—El objeto —continuó Angstat— arrolló las pantallas secundarias y el exceso de radiación incendió los costados de las naves. Hubiéramos terminado si un técnico no hubiese pensado en aquel instante en maniobrar un interruptor para el exceso de radiación. El interruptor actuó sobre el control potencial del circuito de energía. Las baterías invirtieron la polaridad y absorbieron parte del exceso de energía, a fin de que las pantallas pudieran recuperarse. El calor y la presión, lentamente, surgieron por el paso de salida. Las astronaves se hallan en muy mal estado.
—Bien —suspiró Maivail—. Apártese. Voy a salir.
Se izó fuera del corrector, y brevemente consideró el estado en que debía estar cuando entró en él.
—¿Cuánto llevo aquí?
—Cuatro días.
Maivail recordó que medio día servía para curar cualquier enfermedad ordinaria, un día corregía un caso grave de fatiga acumulada. Dos días podían curar a la víctima de una explosión, si no estaba convertida en fragmentos pequeños. Los soldados que padecían heridas graves tardaban mucho menos. ¡Y él había estado cuatro días! Flexionó los brazos y se agachó para luego erguirse. Se sentía ya bien.
Angstat le entregó un uniforme flamante. Maivail se vistió rápidamente.
—¿Cuántos hombres se salvaron?
—Un tercio, señor —al parpadear Maivail, Angstat añadió—. Me siento dichoso al poder afirmar, señor, que su ayuda de cámara, Ferrard Choisoiel, se cuenta entre ellos. Actuó heroicamente en el momento del desastre, colocándose entre usted y el muro, tan pronto empezó a arder.
—Recompénsele con la Orden del Sol de Cobre con doce rayos —dijo Maivail. Miró en torno suyo—. ¿Dónde nos encontramos?
—En el plano B de la base subterránea, que estaba en construcción en el momento del ataque, señor. Las naves se hallan en reparación. Todas, excepto tres, están agujereadas y todas sin excepción han sufrido daños externos.
—Bien, esto puede arreglarse —Maivail se dijo que, a pesar de sus emociones íntimas, debía mantener un aspecto inconmovible. Pero lo cierto era que experimentaba las mismas sensaciones emocionales de la persona que ha sido atacada por un oso, perdiendo un brazo y una pierna en la primera embestida—. ¿Cuántas bajas entre los nativos en esos días?
Angstat abría la marcha por el corredor. Abrió una puerta adornada con los emblemas del Comandante y el Estado Mayor Ejecutivo.
—¿Bajas entre los nativos, excelencia?
—Mis órdenes —replicó Maivail— fueron de comenzar la Fase Industrial después de un reloj a continuación del regreso de los exploradores.
—Por desgracia, señor, de un total de dieciocho zonas despejadas, protegida cada una por una gruesa pantalla, seis sufrieron la misma suerte que nosotros.
Maivail estaba completamente apabullado.
—¿Fueron muy graves los daños?
—Dos tercios del total.
La voz de Maivail pareció venir de muy lejos:
—Cuando doy una orden espero que sea obedecida. Sin tener en cuenta las pérdidas.
—Sí, señor.
—¿Por qué no se ejecutó, pues, mi orden?
—Porque el mecanismo del mando quedó temporalmente destruido, por encima del plano de los comandantes del Grupo de Invasión. Durante un día y medio, todo el Alto Mando Ejecutivo quedó inerme. Incluso más tarde, hubo cierto retraso debido a que las partes externas del equipo de comunicaciones se habían evaporado. El resultado fue el cese inmediato de las más perfectas funciones de control y coordinación. El resto de los comandantes de grupo no consiguieron restablecer el cuartel. Seis de los dieciocho grupos de Invasión habían, aparentemente, dejado de existir. Nadie sabía lo que acababa de suceder.
—Sí, sí, entiendo —Maivail había vuelto a la realidad. Halló una puerta con su emblema, la empujó, pasó al interior del despacho y se sentó fatigadamente. Deseaba volver al corrector, pero reprimió aquel deseo.
—¿Cuál ha sido el porcentaje total de pérdidas?
Angstat sacó un papel con varias cifras anotadas.
—Un veinticinco por ciento, señor.
Maivail se imaginó lo que sucedería cuando la noticia de esta derrota llegase a oídos del Consejo Supremo. Bien, era inútil lamentarse. Necesitaba realizar algo más positivo.
—Las fotos, los mapas, los datos y las listas clasificadoras de los exploradores... ¿subsiste todo esto?
—Por suerte, señor, los datos archivados no han sufrido apenas daño alguno. El calor y las presiones asociadas crearon una inestabilidad en algunos bancos de memoria. Pero hemos logrado superar el daño.
—Bien. Con estos datos podemos reconstruir los modelos y las listas de clasificación.
—Sí, señor. Nos pondremos al trabajo inmediatamente.
—Perfecto. ¿Podremos volver a estar en comunicación con los comandantes de grupo?
—Sí, señor.
—Magnífico. Que construyan nuevos generadores protectores, y coloquen pantallas exteriores en torno a cada de las ya existentes. Que empleen cierta cantidad de pasos despejados, en estas nuevas pantallas externas, y bloqueen y despejen dichos pasos, haciendo que el tráfico se efectúe por diversos lugares, al azar. He dicho al azar.
—Sí, señor.
—Además, cada grupo de pasos despejados en la capa exterior tendrá que ser cambiado al finalizar la jornada, empleando unos pasos completamente diferentes al día siguiente.
—Sí, excelencia. ¿Debemos mover nuestras fuerzas para equilibrar la fuerza de todos los Grupos?
—No. Los grupos completos, una vez autoprotegidos, llevarán a cabo la Fase Industrial en sus zonas. Los grupos menoscabados volverán a la Fase Militar. Cuando los grupos completos hayan terminado la tarea en sus regiones se unirán a los grupos menoscabados en «sus» regiones y procederán a realizar la Fase Industrial, absolutamente olvidados de los recursos industriales de tales zonas.
Angstat chocó los tacones y saludó.
—Así se ejecutará, Excelencia.
XIII
Swanbeck dejó el teléfono en su horquilla y miró a Holden con curiosidad.
Holden fruncía el ceño, al tiempo que estudiaba varios dibujos y bocetos, cada uno de los cuales mostraba un objeto semejante a una cúpula, parcialmente sumergida en una estructura parecida a un buñuelo. Desde distintos puntos de dichas estructuras se proyectaban unas líneas cortas, con una serie de ángulos situados a los lados de las líneas, y con horas escritas muy cerca.
Swanbeck se aclaró la garganta. Holden levantó la vista.
—Han barrido el puesto de mando al oeste de Centerville —dijo Swanbeck—. Y Higgins y Delahaye han sido capturados.
—¿Cómo ocurrió? —quiso saber Holden.
—Salieran de la hondonada y llegaron al puesto de observación de madrugada. Como los árboles carecen de hojas, es inútil observar en tales condiciones. Por tanto, se arrastraron entre tinieblas, ocultándose en un hoyo formado por la maleza, hoyo que ellos mismos ensancharon, a fin de quedar completamente fuera de vista.
—¿Por qué no excavaron un hoyo en el borde del bosque?
—Hay allí una gradual pendiente, con muchos álamos en el campo, de forma que desde el nivel del suelo no se distingue nada. Desde la maleza pensaron que estarían a salvo de ser observados desde cualquier dirección, al tiempo que lograrían una vista bastante amplia de la barrera, y podrían transmitir la información empleando un teléfono direccional.
—¿Qué sucedió?
—Los Chinches tienen la costumbre de lanzar bengalas a horas extrañas de la noche, y tienen aviones que patrullan en un radio de dos millas sobre la barrera. Ante cualquier cosa sospechosa, disparan. La maleza tenía unos cincuenta pies, y como no deseaban ser avistados al resplandor de ninguna bengala, Higgins y Delahaye retrocedieron varias veces. Cuando salió el sol, descubrieron que un sendero de heno había sido abierto por donde habían retrocedido. Era como un sendero de cincuenta pies que llevaba directamente a donde ellos estaban ocultos.
—¿Y entonces...? —Holden lanzó un juramento.
—Enviaron informes, hasta que el sol alcanzó el ángulo debido, y algún Chinche descubrió el sitio donde el heno había sido aplastado. Entonces salieron un transporte de tropas y varias fortalezas volantes, y los Chinches, bien pertrechados con toda clase de armas, les rodearon por completo. Higgins y Delahaye contaban con un arsenal de descubridores de dirección y distancia, cámaras, y un aparato destinado a explorar dentro de la barrera...
—¿Sirve?
—No —Swanbeck hizo una mueca de disgusto—. En consecuencia, sólo poseían una pistola del 45 para los dos. Dispararon algunas veces, y entonces los Chinches los acorralaron y los metieron dentro del transporte.
Holden sostuvo la respiración.
—Higgins y Delahaye eran dos de nuestros hombres más inteligentes.
—En realidad, Higgins cogió el teléfono direccional en el último instante y gritó: «¡Todavía vivo!». Los otros se lo llevaron al puesto de observación. Pero nadie supo qué había sucedido hasta que Schmidt, que había estado en el límite del bosque procurando escrutar por entre las hojas de los álamos, lo contó.
—Gracioso ¿verdad? —Holden frunció el ceño—. Estuvimos hablando de esta misma expresión. ¿Por qué la empleó?
Swanbeck tabaleó sobre la mesa.
—¿Leía mucho Higgins?
—Sí, era un lector empedernido. Se tragaba los estantes de libros como una máquina el carbón. Ambos hombres son una pareja de entusiastas de la naturaleza, y sin embargo, poseen un buen cerebro.
—Tal vez Higgins lanzó esta frase como un desafío.
—Tal vez.
—¿Cree que puede haber algo más?
—No lo sé. Pero Higgins y Delahaye poseen un crítico sentido del humor. Y me parece... —Holden meneó la cabeza.
Swanbeck frunció el ceño y finalmente se encogió de hombros.
—Si se sienten humoristas —dijo—, necesitarán muchas dosis de humor. Bien ¿qué opina de los Chinches? ¿Han mejorado sus barreras, verdad?
Holden estudió los diagramas.
—Tenemos una mínima posibilidad de lanzar un cohete por entre alguno de sus agujeros, pero no hará mucho daño. Han construido una especie de antecámara. Sus naves, al regreso, pasan a dicha antecámara, luego se cierra la entrada exterior y se abre otro paso en la barrera interna. Si conseguimos lanzar un cohete por entre la entrada exterior, el daño quedará reducido a la antecámara.
—No basta. Casi los pusimos fuera de combate la última vez. Esta vez hay que exterminarlos.
—Se trata de una oportunidad... pero muy tenue.
—¿Qué está usted pensando? — preguntó Swanbeck.
—¿Está usted familiarizado con las «minas lapa»?
XIV
Dionnai, conde de Maivail, estudiaba los últimos informes con el aspecto satisfecho de un campeón de boxeo que, habiendo sido abatido con un gancho de derecha, ha pasado los siguientes asaltos acorralando a su contrario por todo el cuadrilátero. Los informes militares eran espléndidos. Maivail frunció el ceño, sin embargo, ante algunos párrafos al final de un comunicado de la Inteligencia, y volvió a releerlo todo por si se había dejado algo.
El informe se titulaba: «Interrogatorio de los Prisioneros. Un resumen de conclusiones.»
La primera parte describía los métodos empleados:
«Los prisioneros fueron colocados en grupos de tamaño parecido, lo cual conduce a la libertad expansiva entre aquéllos. Cada celda estaba provista de micrófonos ocultos. El verdadero interrogatorio fue llevado casi siempre a cabo individualmente o por parejas, y las discusiones que tenían lugar cuando los prisioneros regresaban a sus celdas fueron cuidadosamente analizadas. Este documento contiene un resumen de dichas discusiones y conversaciones, así como de los interrogatorios, llevados a cabo en distintas localidades de un sector muy amplio de la superficie de este planeta, entre varios grupos étnicos, lingüísticos y culturales de la población local.»
Maivail asintió para sí. Excepto el empleo de tres palabras largas en lugar de dos cortas, esta parte del informe era muy clara.
Repasó el contenido del informe, y localizó un párrafo que sintetizaba el resto:
«Estos seres se hallan, por tanto, divididos en varios grupos religiosos, raciales y culturales. Han llegado en dichas divisiones hasta un extremo increíble y sin embargo, con toda atención puede observarse que existe entre ellos una generalidad de miras, con algunas excepciones (ver 3-4). Debe notarse, de modo particular, que la población se halla eminentemente dividida en dos grupos primarios: 1) Los educados en la Ciencia. 2) Los no educados en la Ciencia. La casta de los guerreros pertenece evidentemente al segundo grupo, dado que ningún; preso manifestó poseer ningún conocimiento del hidrofusor —el instrumento básico de la ciencia—, y en realidad, dichos individuos no supieron distinguirlos, cuando se les presentó diversos hidrofusores. Sin embargo, la existencia del conocimiento científico está obviamente demostrada por la técnica manifestada casi en todos los órdenes. Hay que maravillarse ante la ausencia de un equipo eficaz de protección, y debe suponerse que los hidrofusores que emplean son rudimentarios y sufren de algún desconocido defecto, posiblemente una fluctuación periódica en su puesta en marcha, que origina un retraso y (o) cierto efecto de superposición.»
Maivail parpadeó durante algún tiempo. Seguía teniendo la impresión de que la persona que había redactado el informe había dejado algo, o había deformado parte de la realidad, de acuerdo con sus ideas preconcebidas. Lo peor era que, fuese cual fuese la dificultad, Maivail no se veía capaz de comprenderla.
Lo cual resultaba perturbador, aunque mucho peor era la serie de hechos presentados modestamente en el cuerpo del informe como 3-4.
Mirando la última página, Maivail leyó:
«Gavik, mayor K. Baron: «Informe Intel. S63. Observaciones anómalas... Conversación entre prisioneros.»
Dicho informe era un resumen de otros varios, estableciendo que varios prisioneros de localidades ampliamente separadas entre sí, expresaban su perplejidad respecto a los acontecimientos relativos a la invasión y a sus interrogatorios, habiéndose referido a un individuo de apariencia formidable que permanecía, al menos en apariencia, al margen de la lucha. Este sentimiento había quedado diversamente expresado por varios según la siguiente declaración:
—Bien, Shurlock Homes podría averiguarlo.
La creencia ampliamente extendida de que esta entidad, Shurlock Homes, solucionaría el problema, aunque personalmente no pareciese interesado en el mismo, cuando en realidad se trataba dé algo tan grandioso como la conquista del planeta (desde el punto de vista local), resultaba sorprendente.
¿Significaba la palabra Homes —plural de hogar [2]—, algo a tal respecto? ¿Significa Homes algo distinto de hogar? ¿Más que un hogar planeta?
Aun más asombrosa era la falta aparente de sentimientos del tal Shurlok Homes al no querer entrar en el combate, a pesar de los grandes poderes que tenía al perecer.
(Si Homes se halla en algún lugar, situado en otro planeta hogar, posiblemente no esté enterado de lo que ocurre en éste, lo cual explicaría su no intervención en el presente conflicto.)
Maivail comenzó a sentir jaqueca, y resolvió volver al corrector a la primera oportunidad. Sin embargo, tras haber terminado con atención el informe 3, pasó al 4:
«Sarokel, teniente K: Informe de Intel. 12.438. Conversaciones Higgins-Delahi. Cuartel General Interior. Primera Unidad.»
«El informe comunica, en detalle, las conversaciones en su celda entre Andru Higgins y Stefin Delahi. Los dos cautivos no son guerreros, al parecer, sino miembros de una organización técnica local, actuando en colaboración con las fuerzas armadas. Hay que resaltar la calificación al parecer, porque en las conversaciones mantenidas por ambos en su celda, al revés que en los demás casos, cambiaron totalmente el sentido de sus respuestas dadas en el interrogatorio directo.
»Hay que observar que ambos hombres son miembros de distintas razas. Higgins ofrece una coloración de piel clara, y Delahi es completamente negro. Exteriormente (con respecto a sus inquisidores) se apoyaron firmemente uno al otro, afirmando que eran técnicos locales. Higgins le decía «Steve» a Delahi, y éste llamaba al otro «Andi». Una vez a solas, sin embargo, Higgins y Delahi, cuando la guardia se había ya retirado del corredor, empezaron a llamarse entre sí por nombres diferentes. Delahi se convirtió en el «Doctor Sojak». Y Higgins pasó a ser «Ordwor Jaf Kalas». Su comportamiento entre sí también se tornó más ceremonioso, menos informal. Los principales temas de conversación pertenecen a dos categorías: 1) Qué les harían a los invasores (nosotros) si tenían la oportunidad. 2) Por qué medios prácticos podrían informar a un ser, que entre ellos denominaban «El Dios de la Guerra».
«Parece impracticable resumir la conversación de estos dos individuos. Sin embargo, el siguiente breve extracto es sumamente instructivo.
«Doctor Sojak: Si al menos no hubiésemos permitido que ese maldito Tovas no hablara de esto... Para él es sólo un experimento.
»Odwor Jaf Kalas: Regresaremos, no te preocupes. Tan pronto como surja la ocasión, él hará que regresemos.
»Sojak: Mientras tanto, Barzum no está avisado.
»Kalas: ¿Cómo podíamos avisarle, Doctor, si jamás habíamos estado aquí? Pensemos qué les haremos a esos imbéciles, y no malgastemos el tiempo preocupándonos.
»Sojak: El principal problema será ponernos en comunicación con él Dios de la Guerra. Si está en otra expedición, tal vez no resulte fácil localizarle.
»Tal vez sea prematuro sacar conclusiones de ambos informes, pero hay una sugerencia que se impone por sí misma.
»¿No podría ser ése Shurlok Homes el Dios de la Guerra, a quien es difícil localizar, a no ser en una terrible acción?
»Por favor, estudiad el problema para su solución.»
Dionnai, conde de Maivail levantó la vista, sintiéndose deprimido. La jaqueca había progresado. Se levantó y estaba a punto de encaminarse hacia el corrector más próximo cuando entró Angstat, con aspecto preocupado.
—Señor, faltan dos prisioneros.
—¿Cómo es posible? —Maivail estaba irritado.
—Nadie lo sabe, señor. Se han desvanecido.
Maivail empezó a lanzar una aguda exclamación, pero de repente cogió el informe que había estado leyendo. Repasó unos párrafos:
«Ordwor Jaf Kalas: Regresaremos, no te preocupes. Tan pronto como surja la ocasión, él hará que regresemos.»
Maivail contempló atentamente a Angstat.
—¿Cómo se llaman los dos prisioneros desvanecidos?
Angstat le entregó un fragmento de papel.
«Andru Higgins y Stefin Delahi»
XV
Swanbeck, Holden y otra media docena se hallaban en torno a la mesa, con las colillas de cigarrillos en un cenicero colocado en medio. Había lápices, pisapapeles, reglas por todas partes, y montañas de documentos atestaban la mesa y el suelo.
—Bien —dijo Swanbeck, tras haber examinado un dibujo—. Ya tenemos el esquema y, como han dicho ustedes, el objeto debe casar completamente contra la fachada que alberga la rueda posterior. Tal vez ellos no se han dado cuenta de ello.
—Usemos una cápsula de aluminio ligero —dijo un individuo delgado, de ojillos vivaces, con un lápiz sobre una oreja—, y será un conjunto perfecto. Ellos tienen al menos tres dibujos de este avión. El que posee una serie de portillos para permitir que la rueda posterior parezca la misma si lo arreglamos con una rueda trasera «fija».
—En vuelo, tal vez —opinó Swanbeck—, pero al aterrizar, la rueda posterior encajará en un ángulo distinto, y no habrá portillos.
—Tal vez no se den cuenta. Podemos poner unos portillos de imitación.
—Bueno, esto está demasiado a popa —exclamó inesperadamente Holden—. El peso hará que caiga la cola.
—¿Qué otra cosa podemos hacer? —preguntó Swanbeck—. No podernos adelantarlo. Dos modelos de esta clase de aviones tienen ruedas anteriores que se pliegan a los costados del aparato. El otro modelo posee ruedas anteriores fijas. Pero de todas maneras, esto sería como un pulgar dolorido en cualquier sitio, salvo delante de la rueda posterior.
—De acuerdo, Phil, pero así la cola bajará. Si lo ponemos ahí, tendremos que inventar algo para darle la explicación lógica que explique la bajada de la cola.
—¿Qué?
Holden frunció el ceño largo rato.
—Tal vez podríamos encajarlo con aquel pequeño problema de mantener el objeto unido en el primer sitio.
—Sí, seguro que sí —afirmó Swanbeck—. Lo que necesitamos es algo que atraiga su atención y les haga aterrizar. O forzarles a bajar.
El individuo del lápiz tras la oreja, dijo:
—Podría ser, ¿pero se le ha ocurrido a alguien que estos aviones poseen un diseño especialmente sencillo?
—¿Qué quiere decir? —inquirió Holden.
—No hay más que mirarlos. Obviamente, emplearon grandes conocimientos técnicos cuando los construyeron. Los hicieron sin alas, y son de un metal muy duro que puede destruir a nuestros aparatos, mientras que los nuestros apenas mellan los suyos. Y sin embargo, aquí hay uno con un equipo fijo de aterrizaje. Lo cual me produce la impresión de un cruce híbrido entre una técnica avanzada y otra simple, como si un Spad de la Primera Guerra Mundial se hubiera aparejado con el Marte I, y hubiesen tenido un vástago. O como si nosotros estuviésemos invitados al lanzamiento de una raza técnica, y cuando la cuenta llegase al punto de «ignición», un muchacho con un traje de amianto destrozase el cohete, arrojando una cerilla encendida por un agujero. Como si se abriese la capota del motor de un coche, y en su interior, en lugar de la maquinaria, hubiera media docena de ardillas. No sé si pueden comprenderme.
—Veamos de nuevo estas fotografías —propuso Holden.
Alguien las colocó sobre la mesa y Holden y Swanbeck se inclinaron para estudiarlas. El primero utilizaba una lente de aumento.
—Sí, es un equipo de aterrizaje sumamente tosco.
—Claro —dijo alguien—, algunas grandes mejoras, incluso los más grandes adelantos tienen sus desventajas. Tal vez esta gente gusta de las cosas sencillas.
—Sí —asintió otro—. Pero lo malo de las cosas sencillas es que tornan los procedimientos lentos y complicados. Sirven para muchas cosas, pero si se las quiere emplear como instrumento de aplicación general, son como un hombre provisto de un martillo y una sierra tratando de competir con instrumentos eléctricos. No, desafía a la razón que una raza tan adelantada utilice un equipo de aterrizaje tan simple.
—¿Por qué no? Tiene pocas partes. Es...
El individuo del lápiz tras la oreja les interrumpió con impaciencia:
—Porque es una cosa muy tosca, he aquí por qué. ¿Pueden ustedes pensar que un ingeniero lo dejaría así?
—¿Qué piensa usted de esto? —Swanbeck volvió a dirigirse a Holden.
Holden dejó las fotos sobre la mesa.
—Lo cierto es que los utilizan.
—Sí ¿pero por qué?
Frunciendo el ceño, Holden cogió una fotografía.
—¿Por qué una raza tan adelantada produce metales súper-duros, pantallas de fuerza y, aparentemente, antigravitatorias, y en cambio tiene un equipo de aterrizaje tan sencillo?
—Pensándolo bien —replicó Swanbeck—, no es sólo esto lo único tosco y rudimentario que poseen. También es tosca su estrategia y su táctica.
—Nos han aplastado.
—¿Y cómo no, con su superioridad? Han empleado el procedimiento de dividir la Tierra en varios sectores, poner una fuerza expedicionaria en cada uno y, metódicamente, ir aplastándonos. Lo cual sólo demuestra la superioridad de su fuerza.
Holden, exasperado, arrojó la fotografía sobre la mesa.
—Sí —dijo— ¿pero cómo consiguieron esta superioridad? Han solucionado problemas que nosotros reputábamos imposibles, y esto supone un nivel de habilidad técnica que unos necios no podían poseer —volvió a contemplar la fotografía que tenía delante y de nuevo su mano avanzó para cogerla.
La rueda, tosca, rudimentaria, le miró burlonamente.
XVI
Maivail contempló atentamente al guardián.
—Veamos si lo entiendo —dijo—. A usted le ordenaron llevar a los prisioneros a presencia del teniente Sarokel para ser interrogados.
El guardián, pálido y tembloroso, estaba militarmente rígido.
—Sí, señor.
—Usted se acercó a la puerta de la celda, sacó la pistola y les ordenó a los presos que se alejaran de la puerta.
—Sí, señor.
—¿Obedecieron?
—Señor, lo ignoro. Algo pareció estallar en mi conducto respiratorio. Sentí una frialdad, una sensación de... como una niebla muy densa, luego... bien, no lo sé. Cuando volví en mí, estaba en el suelo. Los prisioneros habían desaparecido.
—Bien —Maivail frunció el ceño—. Usted recuerda con claridad que, cuando se acercó a la celda, los presos estaban en ella ¿verdad?
—Oh, sí, señor.
—¿Efectuaron algún movimiento amenazador hacia usted?
—No, que yo recuerde, señor.
—¿Vio a alguien más?
—A nadie, señor. A nadie en absoluto.
—¿Oyó algún movimiento a sus espaldas?
—No, señor.
—¿Le duele la cabeza?
—No, señor.
—Cuando volvió en sí, los prisioneros se habían evaporado, pero la puerta seguía completamente cerrada, ¿verdad?
—Sí, señor.
—La puerta de la celda, en otras palabras, estaba exactamente como cuando usted se acercó a ella para dejar salir a los presos, ¿no es así?
—Sí, señor, exactamente.
Maivail miró a Angstat, frunciendo el ceño.
—¿Y sus llaves? —preguntó Angstat—. ¿Se las habían quitado?
—Estaban en el llavero sujeto a mi cinturón, señor. Igual que antes.
—¿A qué distancia se hallaba usted de la puerta cuando perdió el conocimiento? —inquirió Maivail.
—Muy cerca, señor. A punto de abrirla.
Maivail dirigió una mirada inquisitiva a Angstat, el cual meneó la cabeza. Luego volvió a concentrar su atención en el guardián.
—Bien, puede irse.
El guardián saludó rígidamente y salió.
El Facturador de Aviones entró entonces, se detuvo, saludó, y permaneció firmes mientras Maivail y Angstat le miraban atentamente.
—Bueno —dijo Maivail—, según su informe no se ha echado en falta ningún aparato.
—Exactamente, señor— musitó el Facturador.
—Hable más alto —exclamó Maivail, colérico.
El Facturador se envaró, con lo cual su estatura ganó un cuarto de pulgada.
—Lo siento, señor. Correcto, señor. No falta ningún aparato.
—¿Ninguno en absoluto?
—Correcto, señor.
—¿Qué posibilidades existen de que los presos hayan podido penetrar en uno?
—Señor, es posible. Si llegaron a un hangar de mercancías sin ser vistos, y con cautela, es probable que entrasen en un aparato sin grandes molestias. Siempre hay al menos una docena en trance de ser cargados. Los mozos no se muestran excesivamente vigilantes, no tienen motivos para ello, por lo que sería muy sencillo penetrar en un avión. Además, la dotación de vuelo siempre espera al último instante, y sólo sube al aparato cuando el jefe del hangar indica que se ha completado la carga. La dotación no tiene ningún motivo para registrar la sección de mercancías. Cuando llegan a la zona señalada, pulsan el transportador y envían a alguien para que mantenga los fusores en la cinta y corrijan las palancas. Naturalmente, si el transportador se atasca, todos corren hacia atrás para apartar los hidrofusores a punto de lanzamiento, puesto que muchos van graduados, lo cual limita excesivamente el margen de tiempo.
—¿Cuándo serían descubiertos los prisioneros?
—Señor, si se arrastrasen sobre la rueda trasera y no hiciesen ruido, no serían descubiertos.
—Bien. Que tres hombres registren cada uno de los aparatos a medida que vayan regresando.
—Señor... Desde que efectuaron aquel ataque, andamos cortos de personal. La única manera de disponer de tres hombres es pidiéndolos al jefe de hangares, o bien tres individuos de una dotación de vuelo.
—Sáquelos de una dotación. De la otra forma se demoraría todo el procedimiento.
—Sí, señor.
—Quiero a esos presos.
—Sí, señor.
—Bien, nada más.
El Facturador saludó y salió.
—¿Qué opina? —le preguntó Maivail a Angstat.
—Está más allá de mi inteligencia, señor —se disculpó el aludido—. ¿Qué le ocurrió al guardián? Si le hubieran tenido a su lado y le hubiesen golpeado en la cabeza, lo comprendería. Pero no fue así.
—Bien, se ha registrado toda la zona despejada y no se les ha encontrado. Lo cual significa que están fuera. No falta ningún avión, por tanto, no robaron ninguno, ni arrollando a una dotación ni por ningún otro medio. O sea, que se hallan escondidos a bordo de uno o... —Maivail cogió el informe resumido del teniente K. Sarokel y leyó—: «Tan pronto como surja la ocasión, él hará que regresemos».
Maivail estaba exasperado.
—¡Que se presente Sarokel! — ordenó.
XVII
Swanbeck escuchaba la voz que estaba hablando por teléfono. Por fin dijo:
—Sí, señor... Entiendo, señor... Sí, señor... —y dejó el receptor.
La estancia estaba sumida en el más absoluto silencio cuando levantó la mirada.
Holden empezó a preguntarle qué había ocurrido, pero al ver la expresión de Swanbeck, prefirió callar.
—Era Denver. Por fin han conseguido bastantes informes para formar un buen cuadro del conjunto.
—¿Es... muy malo? —quiso saber Holden con angustia.
Swanbeck asintió.
—Había dieciocho fuerzas de invasión. Nosotros destruimos seis. Bien, todos se metieron dentro de la cápsula y durante unos días no ocurrió nada. Mientras tanto, estuvieron construyendo esas cámaras en forma de buñuelo para protegerse contra otro ataque nuestro.
—Pero no se han movido de donde estaban —dijo Holden—, aunque con fuerzas disminuidas.
—Sí. Bien, en los seis lugares donde atacamos han hecho lo mismo que aquí. Pero en los otros doce sitios, han cambiado su táctica. En vez de tropas de ataque, rampas de lanzamiento de cohetes y demás instalaciones militares, están atacando todas las instalaciones industriales. Uno de sus aviones se desplaza sobre un punto, va volando por entre una nube de fuego, producto de los antiaéreos y cohetes, y finalmente deja caer una serie de bombas. La instalación del lugar elegido desaparece por completo. El avión se marcha en busca de otro cargamento de bombas. ¿Qué podemos hacer?
—También esto es rudimentario —señaló Holden.
Swanbeck le miró consternado.
—Sí, es lo que estábamos diciendo antes —continuó Holden. Sus métodos son eficaces pero sólo a causa de su fuerza arrolladora.
Swanbeck adoptó la expresión de un hombre con dolor de estómago.
—Lo sé. Es mi propia argumentación. ¿Pero dónde está la diferencia? Seguro, emplean unas poderosas fuerzas. Arrojan una docena de bombas H cuando bastaría con una. ¿Pero qué hay con eso? Tienen bombas H en cantidades masivas. ¿Qué importa que el adversario malgaste sus fuerzas si las posee ilimitadas?
Había desesperación en la voz de Swanbeck.
—Sólo está perdido quien... — dijo Holden en voz baja.
—Lo siento —se excusó Swanbeck—. Pero es lo mismo que celebrar un duelo con un ser poseedor de una armadura impenetrable, una hoja que corta el acero como el queso y con tan perfecta salud que jamás se fatiga, sanando sus heridas ante tus ojos. ¿Qué podemos hacer?
El hombrecillo del lápiz tras la oreja lanzó una seca carcajada.
—Es una respuesta generalizadora para este problema. No se puede vencer contra su estilo. En cambio, se les puede arrojar tabaco mascado a los ojos.
Swanbeck comenzó a vociferar coléricamente, pero luego calló, parpadeando asombrado, como Holden. Por un instante, algo pareció flotar en el aire, algo que ambos hombres trataron de asir.
—La idea de la mina-lapa —dijo al fin Swanbeck—. No habíamos vuelto a pensar en ello.
—Exacto —Holden estaba intrigado por hallar la solución, de la cual tan cerca se sentía—. Pero aparte de saber que tenemos que atacarles...
—No hay una solución general —le interrumpió Swanbeck—. Aunque destruyamos tres o cuatro bases suyas, ¿qué les impide lanzarse sobre nosotros desde las demás? Mientras tanto, si sólo una de estas fuerzas de invasión descubre el truco, puede notificárselo al resto. ¿Y si entonces ellos envían un equipo de inspección para comprobar los aviones que entran?
—Esto nos detendría.
Swanbeck asintió.
—Nos hallamos en un terrible dilema. Tenemos que atacarles cuanto antes porque el tiempo está de su parte. Sin embargo, poseen una defensa casi perfecta. El único sitio por donde sería posible cruzar la barrera es el agujero por el que pasan los aviones. Pero es sumamente difícil. Han abierto cierto número de pasos, que sólo están abiertos brevemente. Y aun logrando penetrar dentro de la barrera, no podríamos alcanzar su base interior.
—Por esto hemos pensado en la mina-lapa —asintió Holden—. Si no ven la mina y el avión pasa al interior, entonces volará...
—Sí, pero existen demasiadas condiciones. El primer plan que empleamos ofrecía la posibilidad de destruir dos tercios de sus hombres, como así ocurrió. Este plan de ahora sólo ofrece la oportunidad de destruir a dos o tres. Tras lo cual aumentarán sus precauciones, y ya será completamente imposible llegar hasta ellos.
Holden exhaló un profundo suspiro.
—Tienes razón —dijo.
Hubo un silencio sepulcral, en busca todos de otra solución. En aquel momento apareció un sargento, con aspecto sobresaltado.
—Señor, los señores Higgins y Delahaye están ahí fuera.
Swanbeck y Holden contemplaron fijamente al sargento.
—Que pasen.
XVIII
Dionnai, conde de Maivail, miró al teniente K. Sarokel.
—¿Me está contando que ellos le interrogaron a usted?
Sarokel extendió ampliamente las manos.
—Excelencia, mi propósito era obtener información de ellos. Un buen oficial de Inteligencia puede aprender muchas cosas permitiendo que los presos le interroguen.
—Sí, pero a cambio, ellos también obtienen información.
—¿Pero qué ganan con ello, señor? Un prisionero, dentro de nuestra cápsula, no tiene en absoluto contacto con el exterior...
—Pues esta pareja lo tenía, al parecer.
—Señor, tan pronto como les oí ufanarse de sus posibilidades de fuga, dejé de darles informaciones. Antes no se me había ocurrido la posibilidad de que pudieran escaparse.
—Supongo que la información que les pasó era correcta.
—Señor, dar informes falsos complica el asunto. Estos nativos no son tontos, señor, sino muy perspicaces.
—¿Son inteligentes todos los presos?
—No tanto como ese par.
—Y, naturalmente, usted les dio información a los más peligrosos.
—Los más inteligentes siempre son los más peligrosos, Excelencia, pero son también aquéllos de quienes más puede aprenderse, y quienes pueden ayudar en mayor grado si se obtiene su colaboración.
—¿Obtuvo la colaboración de esos dos?
—No, señor. Aunque creo que conseguí amortiguar algo su enemistad.
Maivail se retrepó en su butaca.
—Haciendo amistad con el enemigo y consolándole, ¿eh?
—Los presos que están siendo interrogados pertenecen a una categoría especial, señor. El consuelo que reciben y las comodidades que se los otorgan están destinados a beneficiarnos a nosotros. Si se sienten mejor durante el interrogatorio, esto no nos perjudica a nosotros. En cambio, hablarán con más libertad, como si estuvieran conversando con un amigo.
—Entonces, ¿mataría usted con la misma facilidad a un preso con quien está entablando lazos de amistad, que a otro en condiciones normales?
—No, señor. Lamentaría la necesidad de matarle. Pero lo haría, si fuese preciso. Mi superior, sin embargo, seguramente no me lo ordenaría, pues siempre hay que ver la reacción de los presos en los interrogatorios sucesivos. No me gustaría tanto trabar amistades si supiera que más tarde debo de matar a un preso. Mi tarea, señor, es estricta y terminantemente obtener información. Tal vez pierda el puesto algún día, pero mientras esté en él, hago cuanto puedo por cumplir con mi deber.
—Y no obstante —replicó Maivail—, estos presos se escaparon, teniente.
Sarokel pareció lamentarlo, pero no perdió un ápice de su firmeza.
—Vigilar a los presos no entra dentro de mis atribuciones, señor.
—Cierto. Bien, usted afirma que puede aprender muchas cosas dejándose interrogar por un preso. Y, naturalmente, también aprende de cuanto puede escuchar.
—Depende de las circunstancias, señor —vaciló Sarokel.
—¿Cuáles?
—Bueno, señor, los prisioneros no siempre son sinceros.
—Ahora me refiero a las conversaciones mantenidas en sus celdas.
—Sí, señor. Existe la presunción de que cuanto se dice en las celdas es siempre correcto, pero si presumirnos también que hay presos inteligentes, debemos suponer que también saben cómo defraudar a sus captores.
—¿Quiere decir —se irritó Maivail—, que usted les dijo a esos dos que había micrófonos ocultos en la celda?
—Ciertamente no, señor. No les dije tal cosa. Ni me lo preguntaron. Sólo quise decir que los dos eran individuos de gran inteligencia, y que por tanto pudieron sospechar la presencia de tales micrófonos.
Maivail tabaleó sobre la mesa.
—¿Entonces no cree usted en la conversación sobre la que informó?
—Ni creo ni dejo de creer, señor —contestó Sarokel, incómodo.
—Pero usted envió un informe.
—Para evaluación del mismo por parte de mis superiores, señor.
—De acuerdo, teniente —asintió por fin Maivail—. Ha sabido defenderse correctamente. Y tengo la impresión de que usted debe de haberse formado una idea bastante coherente de esos tipos, sus costumbres y habilidades. Me gustaría formularle a usted ciertas preguntas.
—Ciertamente, señor. Le diré lo que pueda.
XIX
Swanbeck y Holden contemplaban a los dos ex cautivos. Higgins llevaba al brazo izquierdo un cabestrillo y Delahaye se apoyaba en unas muletas. Los dos sonreían.
—No fue tan malo —dijo Delahaye—, teniéndolo en cuento.
—Aquellos árboles sólo parecían blandos —añadió Higgins.
Holden contempló agudamente al hombre del lápiz y a la silla vacía que tenía al lado. Luego, trasladó de nuevo la mirada a Delahaye.
—¿Le molesta estar de pie?
—Bien...
Al extremo de la mesa, alguien se aclaró la garganta.
—Venga aquí, Steve. Tenemos una butaca sobrante.
Higgins y Delahaye se contemplaron mutuamente. El último sonrió y avanzó hacia la silla vacía, en la que se sentó, siendo al instante rodeado por los inquisidores.
Holden se concentró en Higgins.
—Están destruyendo casi todos los centros civilizados del planeta.
—Naturalmente.
—¿Por qué? ¿Qué les hemos hecho nosotros?
—Bueno —repuso Higgins con sequedad— enviamos un equipo de exploración planetaria.
—¿Y por qué les molestó esta exploración?
—Obviamente, nos consideraron una potencia rival. Vieron que poseíamos... hidrofusores, y que por tanto resultábamos peligrosos.
—¿Qué es un hidrofusor?
—El instrumento básico de la ciencia.
—¿El qué?
- No hay ciencia sin hidrofusor. Los hidrofusores son los instrumentos básicos de la ciencia. La ciencia es el conocimiento de lo que puede hacerse con los hidrofusores, y cómo hacerlo. Sólo se puede construir un hidrofusor cuando ya se poseen otros. Cuando se tienen hidrofusores y se sabe utilizarlos, se posee un poder infinito; puede controlarse la estructura atómica y molecular, los procesos de los metales, crear barreras impenetrables, crear la antigravedad, construir correctores, y fabricar más hidrofusores. Si se tiene un enemigo, hay que construir grandes cantidades de hidrofusores, colocar una clavija especial a uno de sus costados y arrojarlos sobre él. Cuando estallan debido a su inestabilidad, claro está.
Holden estaba inclinado hacia delante, las manos sobre la mesa.
—Está afirmando que poseen un instrumento básico... ¡Un momento! ¿Se trata de un reactor de hidrofusión controlado?
—¿Cómo pueden saberlo? Y si no lo saben...
—Un momento. ¡Si lo han construido, tienen que saberlo!
—¿Por qué? ¿No es posible utilizar un martillo sin conocer la composición del acero?
—Sí, pero es imposible fabricar otro martillo sin saber cómo está hecho.
—Seguro. Hay que saber cómo está hecho. Lo que se hace entonces es coger cuatro «hidrofusores» y estudiar los procedimientos en el manual, bajo el epígrafe conveniente. Entonces se cogen las debidas cantidades de material, y utilizando otro hidrofusor como modelo, se coloca a éste en el foco alfa de los otros cuatro. Bien, se comprueban los diseños de los cuatro hidrofusores, y se mueve el ensamblaje de forma que los materiales se hallen en el foco beta. Entonces, se sitúan los cuatro en forma de inestabilidad cíclica, y se dejan por un tiempo. Después, la mayoría de los materiales han desaparecido, y se poseen seis hidrofusores en vez de cinco. Se redactada un nuevo manual para el reciente hidrofusor y ya está. Es muy fácil. Esta lección es de la Ciencia Seis.
Holden y Swanbeck se miraron mutuamente. Swanbeck contempló después a Higgins y dijo:
—¿Cómo sabe...?
—¿Que me dijeron la verdad? —terminó Higgins, con aspecto cándido—. Claro que no lo sé. Posiblemente pensaban dejarnos marchar después de contarnos una sarta de embustes, y por esto nos ayudaron a huir.
—Bien —se maravilló Swanbeck—, hallo muy extraño que consiguiesen escapar.
Holden, que conocía la repugnancia que Higgins sentía hacia toda autoridad, no dijo nada. Higgins poseía un aspecto de su carácter que Holden siempre trataba de evitar.
Higgins estaba sonriéndole a Swanbeck, descansando su mirada en la estrella plateada de su guerrera.
La nuca de éste enrojeció. Apretó convulsivamente la mano, y luego la relajó.
—Vamos a ello —dijo, bruscamente.
—¿A qué? —Higgins le miró con ironía.
Swanbeck esbozó un gesto de disgusto.
—Mientras estamos aquí, los Chinches siguen adelante con su plan.
Higgins dirigió su mirada a un rincón de la estancia, se levantó y salió fuera.
—¿Qué le ocurre? —le preguntó Swanbeck a Holden.
—No le gusta la autoridad. Además, usted dudó de sus palabras.
—Tenía que dudar.
—¿Qué importa?
Swanbeck vio cómo Higgins regresaba, llevando una caja oscura del tamaño de un diccionario. Se sentó enfrente de Swanbeck y giró la caja hasta que una ranura quedó delante de aquél. La ranura tenía una pulgada y media de anchura por dos de longitud. A su lado derecho había un triángulo de color anaranjado, apuntando hacia abajo, con lo que parecían unas letras griegas en la base de un triángulo. A la izquierda de la ranura había un triángulo similar de color verde, apuntando hacia arriba. Una esquina de la caja se hallaba desgarrada, manchada.
—Bien —dijo Higgins sin dejar de mirar a Swanbeck—, le diré cómo conseguimos huir de la prisión de los Chinches.
Buscó en su bolsillo y extrajo una pistola aplanada, de juguete, con la que apuntó a Swanbeck. Éste no alteró la expresión de su semblante.
—Esto es una jeringa —explicó—. En el inyector hay un pedazo de cera —cubrió el extremo de la pistola con una mano y luego la retiró.
La expresión de Swanbeck no cambió.
—Éter —dijo.
Higgins asintió.
—Éter. Estuvimos en la base de la hondonada cuando nos marchamos en el reactor. Yo había tenido ciertas dificultades en poner el motor en marcha, por lo que me llevé esta jeringa para inyectar éter al carburador. Pero Andy ya había descubierto el fallo, por lo que desaparecieron todas las dificultades. Ensarté esta pistola dentro de mi bota, y cuando los Chinches nos atraparon no la encontraron. Los Chinches poseen una vista tremenda, con unos ojos enormes, pero se nos parecen mucho. Sólo poseen un rasgo peculiar. En lugar de nariz tienen algo que parece el extremo de un conducto inhalador de aire, completado con un enrejado. No sólo respiran a través del emparrillado, sino que los sonidos salen por allí. No tardamos en averiguar que no poseen el sentido del olfato. En la cápsula existe mucha materia corrompida, y su hedor casi nos hizo desmayarnos. A los Chinches parecía también molestarles un poco, pero no como a nosotros.
»Bien, para descubrir si olían o no, vertí un poco de éter en mi pañuelo, y lo exhibí cuando entró el guardián. No hizo el menor comentario, pero perdió el equilibrio y pareció ofuscado. Cuando llegó el momento de escapar, le lancé un buen chorro a su conducto respiratorio y se desvaneció. Salimos, nos ocultamos en un avión, y cuando pasamos encima de unos pinos bajos, arrojamos esta cajita y saltamos sobre los árboles. Bien, afirmo que esta caja es un hidrofusor, que ellos emplean para fabricar cosas, y que convierten en una bomba por un procedimiento que sitúa una palanca bajo la ranura, donde usualmente hay un espacio libre.
Higgins miró intensamente a Swanbeck.
—Tal vez nos hayan engañado. Tal vez nosotros seamos unos necios. Pero apriete la palanca y descúbralo.
XX
Maivail escuchaba atentamente, con un profundo surco en la frente, a medida que Serokel hablaba.
—Resumiendo, señor, tengo la impresión de que esos individuos poseen un abordamiento completamente distinto al nuestro. Haciendo una comparación..., ¿está usted familiarizado con la Gran Meseta de Sanar?
—¿Dónde está situada la ciudad de vacaciones? Ciertamente; he estado allí varias veces.
—Bien, señor, recordará cómo es el contorno. El centro de la zona es una marisma.
Maivail sonrió, reminiscente.
—Sí, y los fanáticos de la naturaleza van montados en ruedas de autofuerza desde el aeropuerto espacial, a través del pantano, y luego trepan por la ladera de la Meseta —se echó a reír—. De niño, formé parte de un grupo adicto a la naturaleza, y pasé por ese camino sobre una rueda. El lugar estaba plagado de chinches. Después llegamos al fondo de un empinado promontorio y trepamos, trepamos. Yo me sentí cansado, desdichado. A mi alrededor, los demás deseaban, sin más demora, escalar el risco. En la ladera existe un pequeño nicho donde pasamos la primera noche. El muro delantero del risco era vertical, como la fachada de un edificio.
»Cuando íbamos a empezar la ascensión, hubo un grito, y vi a varios escaladores silueteados contra el cielo, atados por una cuerda. Cayeron contra una roca y ya no pude verles, pero seguí oyendo el grito. Aunque eran varios, sólo pareció resonar un grito. Luego se produjo un estallido.
«Nuestro grupo estaba pálido. Varios temblaban. Pero el jefe, un mocetón fornido, exclamó sin alterarse: ¡Esta forma de trepar nunca ha dado buenos resultados! Bien, arriba. Ya es hora de empezar.
»En aquel momento —continuó Maivail— un aerotaxi se posó a un costado, y el conductor gritó sin grandes esperanzas: ¿Alguien va hacia arriba? Entré en el taxi con tanta premura que se ladeó. Bien, yendo hacia lo alto pasamos por delante del muro erecto, y me sentí tentado a dar gracias por aquel impulso que me había hecho coger el taxi, en vez de atarme a una cuerda con otros dos o tres temblando delante, y el precipicio debajo. Luego, por algún oculto motivo, comencé a tacharme de cobarde, y casi fui lo bastante necio para pedir que volviésemos de nuevo abajo. Pero por fortuna se me ocurrió pensar que iba a la Meseta a pasar unas vacaciones, y como parte de un programa de adiestramiento militar. Llegué a la cima, gocé de mis tres días de vacaciones y naturalmente pude disfrutar de más tiempo que los que ascendieron por el risco. Me gusta la Meseta. Pero no escalarla por el costado.
Sarokel escuchaba con suma atención.
—Sí, señor. Así es exactamente. La tierra de abajo es lisa, pero infestada de cucarachas y chinches. La tierra de arriba también es lisa, pero aparte de los lagos y pantanos, es tierra seca, firme, suave. Pero para llegar a la cima, si no se dispone de un aerotaxi, es muy dificultoso, aun cuando se vaya por el camino más accesible.
—No vale la pena —asintió Maivail—. Excepto, claro está, que no haya otro medio de subir.
—Así es, señor.
—¿Qué quiere decir?
—La comparación es perfecta. Nosotros estamos en la Meseta. Los nativos o se hallan en la llanura de abajo o están escalando el costado de la Meseta.
—Parece correcto —dijo Maivail, tras unos instantes de meditación.
—¿Verdad? Además, es fantástico.
—¿Pero piensa que es verdad?
—Sí, señor.
—¿Y puede relacionar su comparación con los hechos?
—Creo que sí, señor.
—Bien, adelante —y Maivail aguardó en completa tensión.
XXI
Swanbeck y Holden contemplaban el aparato de aspecto inofensivo, con sus palancas y numeradores, el montón de tornillos que habían colocado en uno de los extremos, y la pequeña barra brillante aparecida en el otro.
Holden vaciló, y finalmente asió la barrita. Al tacto estaba caliente, y era muy pesada para su tamaño.
—¿Es...? —empezó a preguntar Swanbeck, frunciendo el ceño. Estudió el rostro de Holden, luego miró el aparato, y por fin trasladó su mirada a los tornillos.
Holden saco un cuchillo del bolsillo.
—Es relativamente blando —dijo—. No es hierro. Y es pesado. Muy pesado. Si no es platino es: algo por el estilo.
—Entonces —terció Swanbeck— debemos presumir que este... aparato transforma el hierro en platino.
—¿Presumir? —preguntó Holden, con ironía.
—Exacto. ¿Cómo sabemos que no se trata de un juego? Esta es la clase de trucos que le gusta a la gente, y con los que se deja engañar todo el mundo. Higgins, aquí presente, ha estado en manos de estos extranjeros sumamente adelantados cierto tiempo, el suficiente para que le hiciesen un lavado de cerebro, lo hipnotizasen y lo preparasen para nacerle creer cuanto ellos quisiesen. Seguro, vemos las pequeñas barreras formadas a cada extremo, y nos enfrentamos con los tornillos que no son de hierro ni de platino. Muy convincente. ¿Y si empezamos a estudiar y analizar esa caja y perdemos con ello un tiempo precioso para atacar al invasor?
—¿Bill...? —Holden había arrugado profundamente el entrecejo.
—¿Más clavos? —preguntó uno de los de la mesa.
Holden asintió y cogió la caja que podía ser un «hidrofusor».
—Los suficientes para llenar esto.
—Seguro.
Holden llamó a otro individuo.
—Busque un contador geiger, ¿quiere? —se volvió a Swanbeck—. No me gusta tener que manejar esto, que puede ser una bomba de fabricación extranjera.
Swanbeck, que había estado examinando la barrita, la soltó apresuradamente.
Higgins pareció aturdido un instante, luego se levantó y apartó a Delahaye de entre sus interrogadores. La misma expresión de Higgins apareció en el semblante de Delahaye. Los dos, muy graves, sacaron unos cuadernos y lápices, se sentaron, y comenzaron a dibujar el «hidrofusor».
Swanbeck miró a Holden y asintió, frunciendo el ceño, en dirección a Higgins y Delahaye. Holden estudió sus rostros, y luego le devolvió a Swanbeck su mirada.
—Han recordado algo. O creen que pueden haber pasado algo por alto y tratan de averiguarlo. Esta es mi suposición.
—Parecen preocupados.
Holden se encogió de hombros.
—En tal caso, es su problema. Son conscientes y podemos fiarnos de ellos.
Swanbeck no pareció muy convencido, pero no contestó.
Uno de los hombres de Holden regresó y llenó la cajita de clavos. Otro apareció con un contador geiger, lo probó en la barrita y meneó la cabeza.
—Nada —dijo.
Holden lo probó también y asintió.
—Mi reloj de pulsera está mucho peor que esta caja —dijo.
Higgins y Delahaye trazaron varios bosquejos, los estudiaron gravemente y cerraron los ojos un instante como para dar gracias por algo, tras lo cual se levantaron simultáneamente.
El rostro de Swanbeck continuaba inexpresivo.
—De acuerdo, no está mal —concedió Higgins—. Y es verdad. Pudieron lavarnos el cerebro, pero si fuimos hipnotizados y nos enseñaron a utilizar esto en estado de hipnosis, me sorprende que nuestra memoria sea mejor que si sólo hubiéramos aprendido la calidad de ese aparato mediante una demostración. Y no es así.
Higgins y Delahaye le entregaron a Swanbeck sus bocetos. El último los comparó con el hidrofusor y luego entre sí. En ambos, las proporciones generales del aparato eran perfectas, y la posición relativa de la mayoría de los numeradores y clavijas era exacta. Pero algunas clavijas estaban mal colocadas, sus medidas no estaban claras, y mientras las posiciones relativas eran casi exactas, no lo eran las verdaderas. Los bocetos eran lo que cabía esperar de dos observadores que han tratado de intuir cómo se emplea la pieza de un aparato desconocido, pero que no han tenido ocasión de estudiarlo con atención.
Swanbeck asintió y le pasó los dibujos a Holden.
—¿Pero por qué —quiso saber el último, mirando a Higgins y Delahaye alternativamente— les enseñaron cómo se usaba?
—Tuvimos un hábil interrogador —explicó Higgins—. ¿Por qué no tenía que enseñárnoslo? Mediante nuestra reacción podía averiguar si también en la Tierra poseíamos un hidrofusor.
—Además —agregó Delahaye—, pensaban que ya nunca saldríamos de allí.
—¿Piensan que lo poseemos? —Swanbeck miró a Holden intencionadamente.
—¿Qué otro artilugio pudo atravesar la barrera, causándoles tantos destrozos?
Holden se dedicó a estudiar el extraño objeto, y por fin volvió a mirar a Swanbeck.
—Esto podría explicar la tosquedad de sus aviones. Sí pueden producir metales muy pesados, pero no saben cómo formarlos ni proceder con ellos... Al fin y al cabo, cuando es posible, se termina de afinar la superficie del acero inoxidable antes de tratarlo por el calor...
—¿O sea que construyen todas sus cosas de la manera más simple?
—Creo que se ven obligados a ello —contestó Holden, mirando a Higgins—. ¿Son científicos?
—Claro que sí —repuso el aludido con sequedad—. La ciencia es «cómo emplear el hidrofusor».
—No tienen ninguna palabra que signifique «investigación» —añadió Delahaye.
—¿Y la medicina? —quiso saber Swanbeck.
—Los correctores.
—¿Qué es un corrector?
—Uno entra dentro, se queda dormido, y cuando se despierta, está ya curado.
—Cuando nos atraparon me hice un corte en una muñeca —explicó Higgins—. Bien, me metieron en un corrector, y la herida se cerró. No puedo demostrarlo porque el corte ya no existe. Ni hay cicatriz.
—¡Un momento! —gritó Holden—. ¿Recuerda aquella vez en que se cortó lo mano con aquel tubo de vidrio roto? Déjeme ver su mano.
Higgins dio la vuelta a la mesa y tendió su mano derecha. El brazo izquierdo estaba dentro de un cabestrillo, pero la mano carecía de vendaje. Holden estudió ambas manos.
—¿Cuál era?
—Creo que la derecha.
—¿Fue un corte grande?
—Profundo —repuso Higgins.
—No era peligroso —añadió Holden—, pero dejó una marcada cicatriz. Ahora no hay la menor señal.
—¿Cuándo se lastimó el brazo? —tronó Swanbeck.
—Al saltar del avión. O mejor, al tocar el suelo.
—No puedo aceptar la realidad de este... hidrofusor —decidió Swanbeck—, como no creo tampoco en una curación automática de las enfermedades.
Holden se rascó la nuca.
—La verdad, Phil. En esta mano había una cicatriz y ya no está. ¿Cómo actúa? —la pregunta iba dirigida a Higgins—. ¿Bajo qué principio?
Higgins pareció vacilante y miró a Delahaye. Éste meneó la cabeza y tendió la mirada por la estancia.
—Querer obtener teorías de esos tipos es como querer sacar agua de una piedra —dijo Higgins, finalmente.
—Lo intentamos —afirmó Delahaye—. ¿Cuál fue la explicación? Algo respecto a la corriente alfa, pero creo que esto estaba relacionado con la forma en que uno estaba allí. ¿Qué fue lo otro que...?
—Creo que lo recuerdo —dijo Higgins.
Holden y Swanbeck se inclinaron hacia delante.
—El aparato detecta, mediante un examen, un estado poco saludable en la persona, y lo corrige. Naturalmente, porque ésta es su misión.
Holden lanzó un juramento.
Swanbeck pareció aturdido, y luego exclamó:
—¡Un instante, Higgins! ¿Tenía usted algún defecto físico?
—Naturalmente.
—¿Le faltaba algún diente?
—Seguro —con la lengua palpó su dentadura—. Es una tontería —dijo al fin.
—Un aparato es muy difícil que ponga o extraiga un diente —observó Holden.
—De acuerdo —gritó Swanbeck, exasperado—. Pero pongamos un límite al asunto. Estoy ya harto de maravillas y misterios. Tenemos que hallar algo que ellos no puedan hacer.
—De acuerdo, Andy —dijo Holden, levantándose—. Siéntese aquí.
—¿Para qué? —preguntó Higgins, furioso.
—Para poder inclinar la cabeza hacia atrás. Figúrese que ha llegado la hora de su examen dental.
Enfadado, Higgins obedeció. Delahaye sonrió. Holden se inclinó sobre Higgins y Swanbeck encendió una linterna. Se produjo un gran silencio.
Holden se enderezó, su rostro mostrando un gran sobresalto. Swanbeck mantenía un semblante inescrutable. Higgins cerró la boca con un suspiro y miró angustiado a su alrededor.
—Esto no tiene límite —sentenció Holden—. ¿Seguro que no se lo hicieron mediante la hipnosis?
Swanbeck meneó la cabeza.
—El suspense le está matando —sonrió Delahaye—. ¿Qué le pasa a su boca?
—Treinta y dos dientes perfectos —declaró Holden.
—No es bastante batirles —exclamó Swanbeck—. Tenemos que apoderarnos de su equipo.
XXII
Dionnai, conde de Maivail, se sentía trastornado.
—Sin correctores. Entonces, ¿cómo se curan cuando les sobrecoge la fatiga?
—Dejan de existir físicamente. Como nosotros en los accidentes imprevistos. Como los salvajes, los animales y los fanáticos de la Naturaleza.
—¿Todos ellos?
—Por lo visto, señor.
—¡Hum...! ¿Y las enfermedades y heridas?
—Curas específicas y tratamiento. Distintos para cada dolencia.
—Y considerando todo esto, ¿cómo se explica que consigan tener tanta resistencia?
—Han estado trepando largo tiempo —dijo Sarokel, con cautela—. No han llegado a la cima de la Meseta, pero tampoco están en el llano. Casi saben cómo construir lo que nosotros consideramos básico.
—¿No sacará ninguna conclusión de esto? —quiso saber Maivail.
—No, Excelencia.
—Entonces tengo que interrogarle. Usted afirma que ellos se hallan a punto, por ejemplo, de construir el hidrofusor.
—Sí, señor.
—¿Y construirlo sin tener ninguno?
—Sí, señor —Sarokel estaba tenso.
—¿Podemos nosotros hacerlos sin tener antes un modelo? —preguntó Maivail, inclinándose hacia delante.
—No, señor —suspiró Sarokel.
—¿Entonces pueden ellos hacer lo que no podernos nosotros?
—La conclusión, aunque desagradable, se impone por sí sola.
Maivail asintió y se retrepó en el asiento.
—Esto es herejía —dijo—. Recuerde sus enseñanzas:
»1) Al principio estuvo el Hombre y sus hidrofusores, y el Manual, y encima de todo el Espíritu Ordenador.
»2) Y por mandato del Espíritu Ordenador, al Hombre se le enseñó a usar sus hidrofusores, y a leer el Manual.
»3) Y el uso del hidrofusor, según el Manual, es la Ciencia, y se nos enseña que la Ciencia coloca al Hombre por encima de todos los demás seres.
»4) Y el uso de la Ciencia destruye el hambre y el dolor, viste y alimenta al Hombre, y derrota a sus enemigos...
Maivail hizo una pausa y repitió:
—1) Al Principio estuvo el Hombre y sus hidrofusores. ¿No es esto cierto?
—Puede serlo para nosotros, señor —replicó Sarokel, inquieto—. Pero estos seres no han alcanzado todavía lo que nosotros consideramos el principio.
—¿Pero están ya muy cerca?
—Sí, señor. Según lo que he deducido por los interrogatorios, por sus conversaciones en las celdas y estudiando toda la información disponible, no veo otra conclusión razonable.
—Correcto. Lo cual nos lleva a dos puntos. Primero, si ellos llegan a producir nuestros aparatos, ¿qué ocurrirá? ¿Quién será más poderoso?
—Bien, señor..., por ahora la balanza se inclina a nuestro favor. Nuestra base es mucho más amplia. Pero ellos no son tontos. Con nuestros aparatos sumados a los suyos... Parece claro que ellos obtendrían un considerable refuerzo. Por ejemplo, pensemos en cómo podrían incrementar sus defensas. Ello obstaculizaría nuestro ataque. Otra cuestión que se me ocurre es: ¿Es nuestra Meseta el punto más alto de alcanzar? Vacilo en seguir adelante, a menos de caer en la herejía. Sin embargo, aun sin tener esto en cuenta, me parece claro que si ellos lograsen construir nuestros aparatos, además de los suyos propios, que ya nos han producido daños considerables...
—¿Podrían vencernos?
—Con el tiempo. Esto parece razonable, señor.
—Si A es sólo ligeramente mayor que B —asintió Maivail—, se deduce que A más B es mucho mayor que A. Esto es lógico.
—Sí, señor.
Maivail volvió a asentir, con la expresión de un hombre que acaba de morder un trozo de carne y encuentra un grano de pimienta.
—Muy bien. Veamos la segunda cuestión. El Dios de la Guerra —dijo, tras mirar el informe.
—Señor —se lamentó el teniente—, ya he admitido que no sé nada a este respecto.
—Entonces, aparte de su memoria la incertidumbre —replicó Maivail, mostrando un montón de informes—. Aquí están las memorias de ese tipo, traducidas. Llegaron hace poco.
Sarokel contempló el título del informe:
—Una traducción de:
EL DIOS DE LA GUERRA,
DE 1202 (2P6) 11-4.
Recuerdos Personales.
Sarokel levantó la mirada.
—Bien, éste es el planeta que sigue a éste en su sistema.
—Exacto. Pero la descripción no concuerda con nuestros comunicados de exploración.
—Creo que puedo explicarlo, señor. Al fin y al cabo, si este Dios de la Guerra es una realidad, de ahí se deriva que las conversaciones entre Higgins y Delahi son ciertas. Es la obra de un aparato de camuflaje realizado por dos científicos del planeta 1202 (2P6) 11-4. No recuerdo sus nombres, pero están en un informe. Los dos prisioneros se refirieron a ello un día. Lo recuerdo con toda claridad. Los prisioneros comentaban la gravedad del planeta. Uno de ellos observó que por esta razón el Dios de la Guerra no podía venir directamente hasta aquí con sus ejércitos, pero sí animarnos a invadir su planeta. Sus palabras fueron: «Será mucho más fácil matarles allí». Pero el primero dijo que este aparato de camuflaje que Tovas había hecho —sí, éste es uno de los nombres—, nos impediría la invasión, ya que pondría una falsa imagen en nuestras mentes y nuestros instrumentos. Después el segundo preguntó que en tal caso cómo iban a volver sus espadas contra nosotros. El primero replicó que no había que mencionar esto, pero que el Dios de la Guerra hacía tiempo había enviado a uno de los científicos mencionados —creo que nombró a otro—, a establecer una «factoría automática». Creo que esto es un ensamblaje de varios hidrofusores, cronometrado, para fabricar naves espaciales. Con ellas, siguió uno de ellos, sería sencillo cortar nuestras comunicaciones con nuestra región, y podrían sostener una descomunal batalla aérea contra nosotros cuando tratásemos de despegar, lo cual les proporcionaría mucha gloria. Lo único que tendrían que hacer para empezar la batalla sería localizar al Dios de la Guerra. Más tarde uno se refirió a la magia del científico que les envió aquí y le preguntó al otro si se daba cuenta del idioma en que estaban hablando. Y este fue el final de la información, señor. El otro contestó algo así como: Raj dia, doctor, sij haed...
»No pudimos encasillar estas palabras con ninguno de los idiomas locales, y antes de que la cinta grabadora recogiese más informes, ellos se desvanecieron.
Maivail estaba completamente interesado.
—¿No dijeron nada respecto a la hora del ataque, o a su táctica con las armas?
—Nada, señor. Comprendí que todas las decisiones deben de ser efectuadas por ese Dios de la Guerra. Tendremos que tomar en consideración a ese individuo.
Maivail ya lo estaba haciendo. Era obvio que ese tipo era un entusiasta de las guerras. Inquieto, Maivail se inclinó hacia delante.
—Oiga, Sarokel, ¿cuánto tiempo cree que tardarán en localizarle?
—No tengo idea, señor.
Con un esfuerzo, Maivail logró contener su ansiedad y asintió.
—Bien; gracias por su ayuda, teniente.
—Gracias a usted, Excelencia.
Sarokel salió. Maivail exhaló un profundo suspiro y recordó que ignoraban, sobre la base de la observación física, que el Dios de la Guerra fuese una realidad. Pero si no lo era, ¿por qué habría redactado sus memorias aquel tipo?
Frustrado y colérico, Maivail maldijo en voz baja. ¿Por qué debía él, el Mariscal General Dionnai, conde de Maivail, Comandante Supremo de la Fuerza 12 de la Invasión Combinada, vacilar en medio de una charca pestilente de hechos inciertos? ¿Por qué tenía que evaluar tales misterios?
Entonces recordó que la causa del conflicto era tan sólo debida a que el primitivo agente residente en el planeta, que había enredado el asunto, había sido asesinado por el segundo residente, Lassig, así como había también muerto todo el primitivo personal, que más o menos había logrado intuir la verdadera situación. Y, naturalmente, el personal de Lassig había tenido buen cuidado de no llegar a la misma solución.
Por un instante, Maivail vio puntitos luminosos delante de sus ojos. Luego pensó con cierta satisfacción que estaba completamente justificado coger a Lassig y...
Pero después recordó que él, Maivail, no podía obrar de tal forma, considerando que ya había recompensado a Lassig con una nébula de plata por los actos que ahora estaban produciendo tantos males.
Maivail golpeó la mesa con el puño. Con la atención fija en problemas inconcretos se dio cuenta de una sensación rasposa en su garganta. Le parecía estar nadando dentro de agua gaseosa. El balanceo del mar provocaba la deformación de los objetos de la estancia. Mirando ofuscadamente, pareció empeorar. La mesa se convirtió en un aeropuerto espacial. El muro opuesto se encogió en un tabique no más grueso que un papel.
Maivail se movió entre los gigantescos objetos de su despacho, y extendió un brazo del tamaño de una nave espacial para oprimir el timbre que llamaría al Jefe del Estado Mayor Ejecutivo, barón Kram Angstat.
Sin embargo, apretar el botón no fue tarea fácil. El movimiento del brazo de Maivail tenía que ir coordinado con precisión, o no tocaría el botón. Mientras lo miraba con frustración, el brazo pasó por el lado del timbre, y cuando envió una orden mental para corregir el error, el brazo se retiró a fin de efectuar otra tentativa. Peor aún, un brazo de tal magnitud era muy pesado y le hacía perder el equilibrio.
El siguiente intento de Maivail, sin embargo, colocó su voluminoso índice en medio del botón, pero en aquel momento se le ocurrió que algo no marchaba como era debido.
La voz de Angstat sonó con toda claridad.
—Señor, hay un nuevo informe de ese Shurlok Homes... ¿Eh?... ¡Señor!... ¡Su Excelencia! ¿Qué ocurre?
Las últimas palabras resonaron como un trueno en los oídos de Maivail.
—¡Maldita hormiga! —exclamó, contemplando la diminuta figura que tenía delante—. Baje su voz a un tono normal o le pondré la mano encima.
La diminuta figura de Angstat pareció alarmarse cuando Maivail le amenazó con su brazo del tamaño de una nave espacial. Luego, bruscamente, Angstat corrió hacia delante, aumentando enormemente de tamaño.
La estancia resonó con fantásticas vibraciones, cambiando todos los objetos de forma, proporciones y posiciones relativas. La enorme mesa quedó invertida, increíble proeza para un objeto del tamaño de un planeta, efectuándola junto con la butaca, aún sujeta al suelo.
Angstat empezó a decir algo, con una voz como diez hidrofusores vueltos inestables al instante, y de repente todo aquello fue excesivo para Maivail. De pronto toda la escena se desvaneció..., la visión, el sonido, el tacto, el equilibrio..., todo, y entonces se vio libre del espejismo.
XXIII
Swanbeck dejó el auricular.
—Denver opina que nos queda muy poco tiempo. Los Chinches empiezan a llevar sus fuerzas a territorio nuevo. Denver nos puede proporcionar el éter. Pero hay que meterlo dentro de las cabezas de proyectil, de forma que se escape por el aire, y no se inflame...
—La única forma de llevarlo allí dentro es en uno de esos aviones.
—¿Y cómo?
Hubo un tenso silencio en torno a la mesa. Holden miró a Higgins.
—Usted saltó de uno de esos aparatos y aún vive. ¿Fue un salto muy bajo?
—De unos diez pies sobre las copas de los pinos —respondió Higgins—, cuando el avión aflojó la marcha y varió de rumbo.
—No es frecuente —afirmó Swanbeck—. Pero de noche, cuando ellos protegen los pasos de la Barrera, a veces bajan hasta cincuenta o setenta y cinco pies sobre el suelo.
Holden asintió y se volvió hacia Higgins.
—Usted estuvo en un avión. ¿Poseen algún rasgo especial?
—Seguro. Las paredes son tan resistentes como el acero y de unas tres pulgadas de espesor.
—Los aviones tienen ventanillas. ¿Cómo son los cristales?
—Como una gruesa armadura.
Holden, exasperado, apartó la cajita para estudiar las fotografías que había debajo. Estudió el avión del tren de aterrizaje fijo. La tosquedad del mismo pareció azotarle el rostro.
—Bien —exclamó—. ¿Y este equipo inferior? ¿No podríamos disparar una flecha con un sedal de pescar entre el eje y el fuselaje?
—Hum... —hizo Swanbeck.
—¿Con un sedal atado? —se interesó Higgins. Miró a Delahaye, que asintió, y luego lastimeramente golpeó el cabestrillo de su compañero y sus muletas. Higgins pareció alicaído, pero en seguida se reanimó—. Podemos atraerlos hacia abajo. Incluso podríamos volver allá.
—¿Cómo? —preguntó Holden.
—Vigilamos mientras estuvimos allí. Poseen mucha fuerza, por lo que el Chinche medio no necesita reflexionar.
—Adelante.
—Bien, mientras estuvimos allí dentro, nuestro interrogador nos preguntó casualmente por Sherlock Holmes. ¿Sufría nuestra moral por no haber dicho personaje tomado parte en la guerra, ayudándonos?
Holden parpadeó, sobresaltado.
—¿Por qué les preguntó esto?
—Sólo existe una razón concebible. Creen que es un ser real.
—El tiempo vuela —intervino Swanbeck, consultando su reloj.
—Un momento —pidió Holden—. ¿Cuál es la relación?
—Nosotros introducimos la idea en sus mentes de que actualmente existe una civilización marciana. Si creen en una ¿por qué no creer en otra?
—¿Pero por qué tienen que creer en ambas?
—Porque existe la rutina, y por ella tienen equipos ocupándose de nuestra literatura, los llamados «Recuerdos Planetarios». Su forma de pensar es diferente de la nuestra, y todavía no captan ciertas cosas.
—¿Qué adelantamos con engañarles?
—Pensarán que un ejército marciano está dispuesto a descender sobre ellos. Al menos, perderán tiempo imaginando qué podría pasar en tal caso.
—¿Y cómo nos ayuda en conseguir que bajen? —quiso saber Holden.
—Tuvimos acceso —prosiguió Higgins— a las máquinas de efecto terrestre, y a las facilidades para fabricar grandes y pequeñas piezas de metal rápido.
—¿Bien, y qué?
—Sólo esto —contestó Higgins. Y cogiendo un pedazo de papel, comenzó a dibujar con rapidez, hablando al mismo tiempo en voz baja.
XXIV
Dionnai, conde de Maivail, abrió los ojos y vio a Angstat mirando por la abertura del corrector.
Maivail, sintiéndose ya bien, salió del aparato.
—¿Cuánto tiempo esta vez?
—Casi dos días, señor.
—¿Tanto?
Iban ya por el corredor.
—Sí, señor. Yo también he entrado en otro. Parece ser que ronda por aquí una especie de epidemia. Tendremos que triplicar el número de correctores.
—¿Cuál es la causa?
—La de costumbre, señor. Algo de los alimentos, o el aire. Los detalles no importan.
Saltaron por encima de un cadáver tendido en el pasillo, en el lugar donde la primera explosión había destruido una rampa que conducía a la superficie.
—Hay que limpiar esto —dijo Maivail.
—Lo sé, señor. Pero hay cosas más importantes... —Angstat descubrió a un técnico andando errabundo por el pasillo. Parecía que estuviese danzando por el universo—. ¡Usted! —gritó.
—¿Señor?
—Venga un momento. ¿Ve aquello? Llévelo al rincón con los demás, entiérrelos y luego despeje el suelo.
Cuando el técnico se dispuso a obedecer, Angstat se reunió con Maivail.
—Tenía razón, señor. No es conveniente para la moral no actuar con disciplina. Cuidaré de que toda la zona quede limpia lo antes posible.
—Y ahora —asintió Maivail, aprobando—, pasemos a los asuntos de mayor importancia.
—Sí, señor.
—¿Se ha localizado a los dos prisioneros?
—No hay indicios de ellos, señor. Se desvanecieron en el aire.
—¿Algún signo de... hostilidad desde el cuarto planeta?
—Nada en absoluto, señor. Seguramente no han conseguido localizar a ese Dios de la Guerra.
—¿Cómo sigue la conquista de los nativos?
—Bien, señor. Existe esa enfermedad, pero en conjunto todo marcha espléndidamente. Hemos bombardeado fábricas de producción en dos tercios de los distritos, reduciéndolos a polvo —vaciló—. Sin embargo, señor..., en el resto de los distritos, lamento decir que se han producido incidentes.
—¿Cuáles?
—Bien, por un lado, en cada sitio donde los nativos contraatacaron se han producido variantes de la dolencia. Todo el mundo se encuentra, se ha encontrado o se encontrará en baja forma. Más de dos tercios del personal quedó batido en aquel momento, y nuestras fuerzas han decaído.
—¡Vaya al grano! —rugió Maivail—. ¿Qué ha ocurrido?
—Debido a la fatiga y a la enfermedad, señor, los Controladores del Tráfico se han mostrado algo descuidados y han variado el orden de abertura de los pasos según una pauta, en vez de hacerlo al azar. Los locales no han tardado en comprender la pauta y han disparado cosas al interior de los pasos.
—¿Daños?
—La Base 4 sufrió el impacto de lo que debió ser media docena de hidrofusores inestabilizados, perdiendo veinte aviones con sus tripulaciones. Los pasos de la barrera interna fueron cerrados, sin embargo.
»La Base 6 tuvo ardiendo un enorme avión local junto a la barrera interior, pero por fortuna no ocurrió ningún desastre.
»Las Bases 8 y 11 fueron bombardeadas con tambores que estallaban, dejando escapar millares de insectos. Estos insectos apestan, y producen graves molestias. Hemos llevado los Grupos 14 y 17 a las zonas despejadas de las Bases 8 y 11, poniéndolas bajo la protección de los refugios 8 y 11. Los hombres, sin embargo, se niegan a desembarcar a causa de los insectos.
—¿Están dentro de la barrera interior?
—Sí, por desdicha, señor. El paso interno se abrió, de acuerdo con el reglamento, al cerrarse los exteriores. Los insectos pasaron y... ¡Allí reina el caos!
—Bien, sobreviviremos a esto, aunque los correctores tengan que verse muy concurridos. ¿Algo más?
—Casi nada, señor —añadió Angstat—. Todavía queda la Base 9.
—¿Qué ocurrió allí?
—Bueno... Fueron atacados por la enfermedad —Angstat iba manoteando para apartar las moscas que invadían el corredor—. Supongo que se mostraron descuidados. El Controlador del Tráfico fue hallado inconsciente con una horrible mueca en la cara, y estuvo seis días en el corrector.
—¿Seis días?
—Sí, señor; un hecho sin precedentes. Bien, hallándose en este estado, entrando y saliendo todos del corrector, olvidaron despejar los pasos, y una banda de nativos penetró con una cuerda. Las cosas cogieron mal cariz allí, señor.
Maivail iba estudiando todas aquellas desdichas mentalmente.
—Arrojaron de allí a los nativos, ¿verdad?
—No. Pero trasladamos al Grupo 15, el cual lo consiguió.
—Entonces, todo está arreglado.
—Sí, señor. Excepto que ahora el Grupo 15 sufre la enfermedad. Están fabricando correctores a toda velocidad, y apenas puede servirse la demanda.
Maivail meditó cuanto acababa de oír. La capacidad productora y bélica del enemigo estaba reducida en dos tercios de las zonas de guerra. Sin embargo, casi un cuarto de las fuerzas invasoras había sido destruido en el primitivo contraataque enemigo y el resultado había sido agrupar tres grupos de invasión. El efecto había sido reducir la fuerza en un cincuenta por ciento.
—Oh —añadió Angstat—, hay algo más. Iba a decírselo cuando usted se puso enfermo.
—¿Qué es? —Maivail frunció el ceño al pisotear una fila de hormigas.
—Hemos descubierto más sobre Shurlok Homes.
Maivail ya lo había olvidado. Aplastó una cucaracha verde y luego abrió la puerta de su despacho.
Dentro, varios miembros del personal estaban arrojando nubes de moscas, en tanto comían su pitanza. Había moscas en el aire y en la mesa, moscas que se posaban sobre los bizcochos, que nadaban dentro de la sopa. El personal seguía comiendo estoicamente.
Maivail desdeñó tales trivialidades, recordando que un guerrero debe estar preparado para soportar estas molestias. Enfocó sus pensamientos sobre asuntos de mayor importancia.
—¿Este Homes es el Dios de la Guerra?
—No, señor. Son individuos distintos. Pero tenemos pruebas positivas de que los locales poseen correctores, aunque evidentemente en número limitado.
Maivail se acomodó a su mesa.
—¿Cómo es eso?
—Hemos calculado que ese Homes tiene unos cien años, o más. En este planeta, setenta años es la capacidad media de la existencia. Sin embargo, los comentarios de los nativos demuestran que consideran a Homes como un ser lleno de vigor y en posesión de todas sus facultades. Por tanto, debe de poseer un corrector para eliminar el exceso de fatiga.
Maivail aplastó una cucaracha.
—¿No estamos mostrándonos excesivamente inteligentes, Angstat? ¿Por qué no preguntar a los nativos cosas relativas a ese tipo?
Angstat meneó la cabeza.
—Lo intentamos. Y ello provocó los sonidos de ahogo y carraspeo que llaman risa, señor. Después, cuando escuchamos sus conversaciones, hablaron de él como si no existiera, pero más tarde se refirieron a él como a un ser real. Hemos logrado deducir que está de viaje.
—Nunca hemos visto a ese Homes —exclamó Maivail, de repente—. Tampoco hemos visto a ese Dios de la Guerra, aunque haya una prueba de su existencia. Ya tenemos bastantes complicaciones sin tener que ocuparnos de tales misterios. Olvidémonos de ese Homes. En cuanto al Dios de la Guerra, sólo tenemos que vigilar el cuarto planeta. Una vez los tengamos conquistados, podremos ocuparnos de aquél —Maivail se sentía en plena forma después de la estancia en el corrector, y añadió con animación—. ¡Al diablo todas esas entidades misteriosas! —manoteó, apartando las moscas—. Si no puede verse una cosa, ¿cómo puede molestarnos? Angstat, hay que trasladar los Grupos de Invasión restantes a las zonas despejadas...
—¡Señor! ¡General Angstat! —la puerta acababa de ser abierta de improviso.
Maivail levantó la vista, asombrado.
Un miembro del personal, con la cuchara en la mano y una nube de moscas en torno suyo, señaló urgentemente la estancia contigua.
—¡Señor, una nave espacial extranjera!
—¿Y eso qué tiene de extraordinario? —rugió Maivail.
—¡Es exactamente igual a los bocetos diseñados como pertenecientes a la nave del Dios de la Guerra!
Maivail y Angstat se abalanzaron a la habitación indicada, y apartaron a todos los miembros del personal para poder mirar por la pantalla. Detrás de una colina cercana había una fantástica nave, con mástiles cortos, aparejos, cañones a popa y proa, una cabina en el centro, y varios guerreros del color del cobre, con pieles y acero en cubierta, junto a los cañones.
—Está bien —rezongó Maivail, mirando a los aprensivos miembros de su personal—. Finalmente llegaremos al fondo de este asunto. Ordenen a los Grupos 2, 5, 16 y 18 que custodien el planeta contra ataques externos. Los Grupos 7 y 10 quedarán a la reserva inmediata. Y ahora cojan todos los transportes y aviones de combate y traigan a mi presencia a todos los soldados que puedan.
—Señor —tartamudeó un miembro del personal—, tal vez no sea prudente...
Maivail le contempló con olímpico desprecio.
—Los Grupos 3 y 13 —continuó— actuarán como reservas de los Grupos 4, 6 y 12, que reconocerán al planeta buscando cualquier señal de esos invasores. El Grupo del Cuartel General se dedicará a capturar a esos soldados. ¡Obedezcan!
El personal se decidió a actuar.
—Señor —dijo Angstat, tan pronto como estuvo solo en el despacho de Maivail—, tal vez nos encontremos con dos guerras a la vez.
—Este asunto no es de mi incumbencia. Y si así ocurre, tendré que averiguarlo antes de que sea tarde. Ponga al Estado Mayor de Planteo a trabajar en la ruta más rápida para salir de aquí.
—Sí, señor.
Maivail se sentó y dejó correr los dedos sobre la mesa. ¿Y si había un Dios de la Guerra al mando del cuarto planeta? ¿Y si Shurlok Homes existía, con todo su enorme poder, y en posesión de un corrector? En un archivo estaban otras formidables entidades que parecían vivir una existencia encantadora. Algunos de dichos seres poseían sus propios ejércitos. Algunos vivían en distantes planetas pero podían presentarse en cualquier momento en el espacio con una flota espacial. Otros podían cambiar de forma a voluntad. Unos cuantos poseían poderes peculiares que detenían un proceso mental. ¿Qué haría si sus hombres se enfrentaban con un ser que cabalgase por el aire mediante su solo poder, sin poder ser destruido por los explosivos?
Maivail se retrepó en el asiento, vio un nuevo informe sobre la mesa y lo cogió. El título decía: «Ultimas Conclusiones de la Estructura Social de los Habitantes Locales de 1202 (2P6) 11-3». Frunciendo el ceño, Maivail le echó una ojeada y luego se irguió, animado. El informe estaba redactado en lenguaje vulgar, sin emplear generalmente palabras largas en lugar de otras cortas similares y, por encima, no se refería a ninguna clase de misterio. Era posible leerlo, no descifrarlo, e incluso tenía una introducción al principio y un resumen al final:
«Según los hechos, a saber: 1) El alto nivel de destreza técnica que evidencian los nativos; y 2) la aparente existencia de Inmortales reconocidos, tales como el famoso Homes, y el admitido Inmortal Dios de la Guerra, resulta evidente que este planeta, lógicamente, debe de poseer correctores e hidrofusores.
»Pero también se deduce, según la corta existencia de sus habitantes, que los correctores no se hallan debidamente distribuidos. Su existencia no está ampliamente conocida, y las largas existencias de los Inmortales se explican bajo distintas formas.
»¿Por qué?
»Este informe concluye, tras un cuidadoso estudio de los documentos traducidos, que un pequeño grupo de ciudadanos excepcionalmente competentes detenta esos aparatos para su propio uso, elige nuevos miembros para su grupo y no deja que miembros extraños al mismo conozcan la existencia de tales ingenios.
»Esta conclusión se armoniza con los hechos locales con una demostrada y básica regla de Ciencia: «Un hidrofusor no puede ser fabricado más que por quienes se hallan ya en posesión de otro hidrofusor, hábiles en su empleo». Asimismo, los correctores no pueden hacerse más que con ayuda de los hidrofusores.
«Inmediatamente se plantea la cuestión: ¿Por qué los habitantes, en su mayoría, no saben nada de estos artilugios?
«Existen dos respuestas:
»1) Los Inmortales desean reunir los frutos de la diversidad que la falta de estos últimos instrumentos obliga a los habitantes a emplear.
»2) Básicamente, la naturaleza del grueso de tales habitantes es tan caótica, tan falta de disciplina, dividida, violenta, ambiciosa y falta de visión, que la posesión de estos aparatos crearía el caos. Para evitar tal desorganización, los Inmortales restringen tales aparatos a su propio uso, pero permiten el uso de otros recursos similares, aunque menos poderosos. Así se consigue cierto grado de organización y armonía. Si los últimos inventos fuesen generalizados, quedarían en manos de facciones de tendencias muy diversas, lo cual significaría la mutua destrucción, y el engrandecimiento de los Inmortales. Pero no tardaría en sobrevenir el caos.
«Afirmamos que esta explicación es simple, lógica, de acuerdo con los hechos conocidos, y por tanto, tiene que ser la verdadera.»
Maivail se sintió grandemente aliviado, alivio que desvaneció un grito en el exterior.
Angstat penetró corriendo en el despacho.
En la oficina exterior irrumpieron unos guerreros de matiz cobrizo, cubiertos de pieles y metal, con los extremos de unas cuerdas aún anudados a las muñecas, vacías las fundas de sus armas, empuñando pequeñas pistolas. No tenían nariz ni olfato, pero el personal y unos cuantos guardias iban cayendo a diestro y siniestro.
Maivail se sobrepuso a su estado de estupor.
—¡Cerrad la puerta!
Angstat se precipitó a cerrarla y atrancarla. Maivail rompió un cristal colocado sobre un botón rojo de su despacho. Apretó dos veces el timbre y resonó un clarín, al tiempo que una orden chillaba:
—¡Retirada, a las naves!
Hubo un pesado choque contra la puerta.
Maivail abrió un cajón de la mesa, le entregó una pistola a Angstat, se metió otra en su cinturón, cogió un hidrofusor de un estante, lo mantuvo apuntado y excavó un agujero a través del muro del corredor.
Hubo otro pesado choque contra la puerta, pero Maivail y Angstat se hallaban ya en el corredor.
La llamada resonaba por todo el centro subterráneo, en torno a Maivail y Angstat, en tanto los hombres se iban retirando, empuñando sus pistolas, blandiendo sus sables, arrastrando sus piernas rotas...
—¡Cuidado! ¡El Dios de la Guerra! —gritaban desde todos los rincones. Antes de poder llegar a las naves se produjo un movimiento de pánico—: ¡Shurlok!
Maldiciendo ferozmente, Maivail y sus oficiales consiguieron por fin empujar a la desorganizada horda hacia las naves en uso. Antes de que ocurriese una catástrofe, Maivail giró el interruptor que daba orden de abrir un paso en la pantalla externa. El enlace cumplió su tarea y Maivail ordenó:
—¡Despeguen las naves!
Entonces se elevaron y surgieron del caos.
—¿Y ahora qué, señor? —quiso saber Angstat.
—No quiero combatir contra dos planetas a la vez —decidió Maivail—, pero aún no estamos batidos.
—¿No sería mejor salir de aquí antes de que aparezca la flota espacial?
—Aún no. Tenemos que dar el golpe final.
XXV
Swanbeck salió al aire libre.
—¡Qué peste! ¿Cómo vivían en este degolladero?
—Sin sentido del olfato —explicó Holden—, y una cura universal a mano, esto es lo que cabía esperar.
Los dos hombres habían recorrido largas distancias, y ahora estaban contemplando la barrera en forma de buñuelo. Swanbeck se aclaró la garganta.
—Al menos, es una posición defensiva impenetrable lo que poseemos. Completada con fuentes de energía, controles, naves espaciales de combate, docenas de hidrofusores, correctores, y otros fantásticos instrumentos,, además de los prisioneros que nos facilitarán toda la información necesaria, explicándonos cómo utilizar esos aparatos.
—¡Vaya agujero pestilente!! —asintió Holden.
En la Barrera estaban bajando un enorme fardo al extremo de una cuerda. Era fácil imaginarse la carga de su interior. Varios hombres cayeron y procuraron obtener una bocanada de aire.
—Bien, ahora enviemos la novedad a Denver —dijo Swanbeck. Se enfrentó con la enorme ladera, hizo un ademán y movió los brazos arriba y abajo.
Hubo un clamoreo, y un jeep bajó por la pendiente. Subieron al vehículo y ascendieron por la colina, descendiendo por el lado opuesto, siguiendo luego por un camino polvoriento.
—Esos tipos están corriendo —observó Swanbeck—. Lo peor ya ha pasado.
Holden trataba de asir algo que se le escapaba de la mente. Cuando saltaron del jeep se mostró confiado y Holden mantuvo cruzados los dedos, para desearse buena suerte. Anduvieron por un sendero entre las rocas, procurando no dejar rastro para no denunciar su refugio. El jeep les fue siguiendo.
Tan pronto penetraron en el interior, un cabo corrió hacia Swanbeck.
—Señor, Denver está en la línea. Tienen una brasa ardiendo en la garganta.
Swanbeck, maldiciendo, cogió el teléfono.
—¿Hola...? Sí, salió perfecto... No... No, señor. Perfecto. ¿Qué?... ¿Despegue de naves? ¡Sí!... ¡Sí, señor!... ¿Qué? ¿Qué pasa, señor? —el tono animado de Swanbeck decayó de súbito—. ¿Qué esperan conseguir con esto?... Sí, señor. Bien, lo que podemos hacer...
Holden esperaba lo peor. Swanbeck dejó el aparato.
—¿Y ahora qué? —quiso saber Holden.
—Vayamos adentro. Tal vez ahora ha empezado aquí.
—¿Qué ha empezado aquí?
—¡La maldita respuesta!
Holden tragó saliva. Temía seguir preguntando.
Una vez fuera, Swanbeck escudriñó el cielo.
—Allí hay una.
Holden parpadeó. A cuarenta o cincuenta pies arriba, revoloteaba un fragmento de papel.
Lo vieron descender, y Swanbeck se agachó a recogerlo.
—Sí; esto es.
Se lo entregó a Holden, que leyó:
—«Criaturas... Durante años habéis sido víctimas de vuestros jefes, que poseían, sin saberlo vosotros, maravillosos instrumentos capaces de haceros a todos sanos, ricos y poderosos, como jamás soñasteis.
»Ellos han tenido apartados de vosotros tales instrumentos. Nosotros os hemos invadido, no para conquistaros, sino para apartar las manos de estos jefes de vuestras gargantas. Estamos decididos a que tan maravillosos aparatos sean vuestros...
»Para demostrar cuanto decimos, hemos dejado en vuestro planeta algunos de nuestros instrumentos, y preparamos manuales simplificados en vuestros idiomas para que sepáis cómo usarlos.
«Somos vuestros amigos.
»No os acusamos, tampoco ponemos precio a nuestros preciosos regalos.
«Tendréis eterna salud, podréis hacer cuanto gustéis, podréis conquistar la gravedad, gozaréis de intimidad en cualquier parte, seréis inmensamente ricos, como, nunca habéis soñado.
»Pero tenéis que procurar que vuestros traidores jefes no vuelvan a privaros de estos aparatos.»
Holden levantó la vista, aturdido.
A un centenar de pies revoloteaba otra octavilla.
—Mire allá —exclamó dolorosamente Swanbeck.
Una caja de color oliva, aparentemente desprovista de gravedad, derivaba cerca del camino, dejándose mecer por el viento.
Swanbeck la cogió y la abrió, hallando en su interior el ya familiar aparato, junto con un manual simplificado.
Holden abrió el manual y procedió a su lectura.
—«Cómo crear un refugio privado, cómo crear oro, cómo reproducir comida sin trabajar, cómo fabricar un corrector y tener eternamente buena salud, cómo defenderse uno mismo, cómo fabricar más hidrofusores, cómo destruir a vuestros enemigos...»
Aturdidos, Swanbeck y Holden se contemplaron mutuamente.
XXVI
Dionnai, conde de Maivail, moviéndose lentamente a gran altitud, le explicó la situación al barón Kram Angstat, al tiempo que el flujo de hidrofusores surgía de su nave.
—Ofrece a un hombre, largo tiempo desdichado, su más caro anhelo, y no lo rechazará. Primero, habrá peleas porque faltarán hidrofusores. Después, habrá toda clase de santuarios particulares donde podrán hacer lo que deseen, gracias al refugio, y escapar a las consecuencias, gracias a los correctores. Sólo después de muchos años de entregarse a todos los excesos y cometer grandes imprudencias comenzarán a ver los fallos de tal situación. Mientras tanto, olvidarán sus otras habilidades. El resultado, Angstat —exclamó entusiasmado—, será una completa desintegración.
Se le ocurrió una súbita idea. No la pregonó. Pero una mirada al rostro de Angstat le hizo comprender que también el otro pensaba lo mismo.
—¿Pudo habernos ocurrido esto mismo a nosotros hace muchos años? —pensó, confundido.
XXVIII
Swanbeck, Holden, Delahaye e Higgins estaban agazapados sobre los libros de instrucción. A un lado, un capitán bilingüe, con una pistola en el cinto, iba vertiendo una catarata de información procedente de un Manual de gran tamaño.
A media milla de distancia, unos cuantos globos iridiscentes recorrían el valle, revoloteando lentamente de vez en cuando, cuando sus dueños se detenían para mirar en torno.
Swanbeck alzó el rostro y lanzó una maldición.
—¡Miradles! ¡Sobre la montaña a pleno día! ¡Una deserción imposible de castigar!
Holden indicó el Manual.
—Bien, menos charla y pensemos más.
Swanbeck accedió colérico, lanzó una última y fría mirada a los refugios privados y volvió a abismarse en las instrucciones.
Sólo era preciso imaginarse toscamente lo que había en el interior de la caja, y construir el objeto según el sistema de conocimiento acumulado antes de enloquecer y olvidar tal conocimiento.
Y, se dijo a sí mismo, no importa cuan grosero sea el camino. ¡Nunca cederé!
XXVIII
Dionnai, conde de Maivail, miró el montón de documentos humanos ya traducidos. La flota se hallaba ya muy lejos del peligroso planeta, pero Maivail sabía que la permanente superioridad de su pueblo sólo podría conseguirse cuando añadiesen los conocimientos de los terrestres a los suyos propios.
Cuando llegase a su hogar, Maivail desarrollaría esta idea sin dejarse atrapar por la herejía.
Ahora, su problema era absorber la sustancia de unas docenas de documentos traducidos, a fin de poder dar una reseña general de lo que formaba la Ciencia de aquel planeta. Esto le capacitaría para presentar su argumentación con plena lógica cuando llegase el momento. Con toda seguridad, se dijo, no sería difícil.
Se frotó la frente, cerró el último expediente, lo puso a un lado, y eligió otro.
El tiempo fue transcurriendo.
Aislados fragmentos de información de varios informes pasaron por la mente consciente de Maivail.
—...elevados a 350°F, agitando para mantener una temperatura uniforme. Esto produce el primer enyesado. Es el medio hidrato de CaSo4 1/2 H2o. El segundo yeso anhídrido se produce por...
«...un filtro de poco paso para el ruido, presumiendo que lo haya, esto es, que la señal pueda ser satisfactoriamente abordada por la expansión K2+K1t+K2t+...+Knt, en la que...
«... 4.000 a 5.000 psi. La mezcla 70-30 puede ser disparada bajo el agua, o bien...
«...el tipo más pesado de estas dos clases de mesones tiene una masa 273 veces la del electrón; es el pión. El mesón más ligero tiene una masa 207 veces la del electrón; es el muón. El pión y el muón pueden estar ambos cargados positiva o negativamente. Espontáneamente, un pión cargado (si antes no ha sido capturado por un átomo), se transforma en...
Maivail estaba mareado. Se prometió que si la jaqueca aumentaba, iría al corrector más cercano. En realidad, no sería una mala idea instalar uno en el despacho, donde siempre estaría a mano.
Ávidamente, Maivail sacó otro informe y lo abrió al azar:
«...si f (x) es finito y su único valor en el intervalo pi tiene sólo un número finito de máxima, y mínima y discontinuidades en este intervalo, entonces...»
De repente, la cabeza de Maivail amenazó con estallar, y se puso en pie.
Sabía que el compromiso en que había colocado a los humanos era duro. Manejar las cosas en la Meseta no era tarea fácil.
Pero Maivail sabía que volver a aprender cómo trepar era peor todavía...
FIN
Título original: THE PLATEAU
Traducción: GIMÉNEZ SALES