
Brian N. Ball
El enigma del halo
Libro digital creado por Betatron
http://todoebooks.blogspot.com
Título original: Sundog
Traducción: Juan Ramio
© 1965 by Brian N. Ball
© 1968 Editorial Ferma S.A.
Av. José Antonio 800 — Barcelona
Depósito legal: B-37057
Edición digital: Sadrac
I. RENACIMIENTO
Capítulo primero
Hasta que no vio la reflexión en la pantalla, apagada en aquellos momentos, el viaje no era para él más que uno más a detallar detenidamente en el cuaderno de navegación: era su viaje setenta y uno.
Hacía dos días que había salido de Plutón, en dirección a Moonbase. La nave transportaba... Dod quedó sorprendido al verse a sí mismo preguntándose qué era lo que la nave transportaba. Inmediatamente, rectificó la orientación de sus pensamientos. Tal cosa, no era de su incumbencia; era un piloto espacial. Se sintió en cierto modo molesto consigo mismo, al sorprenderse en lo que casi constituía para él, un error de pensamiento.
Cuando llegó la hora de su sesión vespertina de revivencias, el rostro anguloso y coriáceo de Dod, no pudo reprimir una mueca de satisfacción. Había escogido para ello, un romance histórico, el cual por cierto, ya había visto una docena de veces, a pesar de que sabía que era una refundición de pre-revivencias épicas, que casi quedaban un poco fuera de lugar en los momentos actuales.
Tuvo que inclinar su gran contextura atlética, para poder introducirse en la esfera acondicionada a tal fin. ¿Qué más se podía esperar de la vida? Notó cómo los émbolos de absorción se apoyaban suavemente sobre su frente. Mientras una música suave parecía lentificar el ambiente, y el protagonista recibía órdenes, su sonrisa desbozó un rictus crítico. Lo que las Compañías habían ordenado hacer al protagonista, al héroe, era imposible... saldría con éxito, naturalmente, pero no por ello dejaba de ser imposible.
Pensó que, los antiguos épicos, tenían simples, pero acerbos bosquejos, que coordinaban perfectamente con sus inmensos temas. Pero podrían haber orientado con mayor perfección sus propósitos.
Las imitaciones de la luna, eran absoluta y totalmente erróneas. Por su condición de interesado y experto selenólogo, no le cabía la menor duda de que cuantas acciones llevaba a cabo el héroe, eran imposibles; los edificios que aparecían, no tenían ni la más remota semejanza con las ruinas que él mismo había explorado, y sobre las cuales él se había convertido en una autoridad de reputación interplanetaria.
El protagonista, avanzaba con lentitud y gran esfuerzo de una capa del terreno a otra, excavando con avidez sobre las finas partículas de polvo que cubrían por entero la superficie, en cuanto los restos de un primitivo cañón atómico rielaban, dando con ello pruebas de su existencia, sobre la antena que aquél llevaba consigo. Y cuando apareció la heroína, su traje espacial, estaba adornado de volantes y firingolas.
Pero a pesar de todo, y hasta del humor crítico que le promovía, Dod, no dejaba de reconocer que la trama en sí, poseía ciertos atractivos. Aquellas viejas revivencias, que relataban con cierto verismo los primeros días de la Compañía, eran cien veces preferibles a las fantasías, cuyos relatos giraban siempre en torno a los Extranjeros. Los que confeccionaban aquellas escenas, poseían un buen material sobre el que poder trabajar. Después de todo, la Compañía, era acreedora del atributo de una concepción noble. Valía la pena luchar por ello. Y hasta morir, si era necesario.
Se dejó llevar por la acción y el relato, hasta el extremo de imbuirse de la personalidad y misión del héroe, quien por fin derrotaba a la oposición, haciendo volar una montaña lunar de cincuenta millas de alta, que iba después a inundar con sus despojos el lugar donde había localizado el cañón gracias a la acción de una bomba T, lanzada con gran destreza... aunque no se hacía mención de cómo había logrado hacerla estallar. Y cuando llegaron las patrullas de la Compañía, el protagonista les mostró orgulloso Ciudad Luna, que apenas había sufrido daño alguno. La lealtad a la Compañía, le reportó fama, riquezas, y hasta le otorgó el poder quedarse para siempre con la muchacha aparecida con traje espacial salpicado de adornos, y que resultó ser la hija de un Gran Almirante. Dod, la estuvo tomando entre sus brazos, y hasta le pareció sentir notar, cómo la sensación de dulzura que emanaba de la música, iba tomando un ritmo crescendo a su alrededor.
Sus ojos refulgían mientras los acordes de la música, cambiaban de ritmo, para transformarse en el agradable himno de la Compañía. Cuando de un modo automático salió de la máquina, se sentía perfectamente en forma para enfrentarse de nuevo con el deber, se sentía feliz, inspirado, resuelto, satisfecho, y seguro de sí. Y si mal no recordaba, siempre había sentido las mismas sensaciones. ¿Qué más podía desear?
Olvidando ya la conmovedora revivencia, Dod abandonó la amplia cabina, para dirigirse al sector de control. Apagó la primera pantalla, con la naturalidad que infieren las maniobras rutinarias. Cuando estaba ya a punto de alejarse hacia la siguiente pantalla, un destello de luz, atrajo su mirada. Pulsó la diminuta palanca que apagaba la segunda de la batería de pantallas. Sus pies giraron para dirigirse hacia la tercera, pero sin saber a ciencia por qué, su mirada continuaba atenta y con el rostro fijo hacia la primera pantalla.
Algo brilló con gran intensidad en la pantalla.
Y estaba apagada.
La volvió a encender, y toda la superficie hábil se cubrió de su imagen habitual, la masa serpenteante del plasma multifásico coaxial de los motores.
Algo debía funcionar mal en la pantalla. La apagó una vez más. Y la luz volvió.
A partir de aquel momento, Dod empezó a sentir miedo. Cuanto más, cuanto que si movía o inclinaba la cabeza ligeramente, la luz destellante hacía lo mismo en la pantalla.
Frenéticamente, fue de una pantalla a otra, clavando los ojos con fijeza en cada una de las superficies oscuras; pero la luz, se movía con él, a su mismo compás.
Los nervios, la inquietud y el temor hicieron presa en su estómago, el cual, lanzaba ramalazos de dolor frío, que le llegaban a la cabeza. Entre espasmos, pensó en los muros opuestos, cuyas paredes reflejaban las imágenes casi con la misma nitidez que un espejo normal.
Y así fue, como por vez primera vio el halo.
Miraba fijamente, cerraba los ojos, los abría de nuevo, parpadeaba, y volvía a mirar de nuevo con fijeza; se negaba a aceptar lo que estaba viendo. Era un halo.
Poseía un resplandor dorado, como una puesta de sol sobre el Báltico, al mismo tiempo que lanzaba fuertes destellos. De diámetro, observó, tenía casi el tamaño de su cráneo, y se alzaba —suspendido, pensó sin poder reprimir un latigazo de pánico— a unas seis pulgadas por encima de la cabeza. Había una parte, muy reducida a decir verdad, de su mente, que quería a toda costa examinar el halo con desapasionamiento, pero unas olas inmensas de pánico parecieron engullir cualquier otro intento, y se puso a dar vueltas perdido el control de sí mismo por la estancia, escrutando su imagen en cada superficie reflectora, y esperando sin esperanza que aquello desapareciera. Al fin terminó, erguido, frente a la pantalla que había apagado en primer lugar.
Aún estaba allí.
Aunque cautelosamente, decidió tocarlo, pero antes de que sus dedos alcanzaran el resplandeciente círculo de luz, se detuvo, anonadado por la adversidad y desventura que habían caído sobre él.
Ahora, era distinto a los otros Compañeros. Por tanto, no era como ellos. Luego él, constituía un Desacuerdo. Estaba hundido.
El rostro, momentos antes lleno de vida y afable, de Dod, se tornó en unos instantes en el reflejo fiel del desmayo; se derrumbó poco a poco hasta el suelo, y allí lloró. Después, la angustiosa punzada de curiosidad que había experimentado cuando estaba examinando el halo, comenzó a agijonearle de nuevo. ¿Cómo podía explicarse la existencia de una luz, brillante, resplandeciente, sin el concurso de una fuente de energía? Forzosamente tenía que ser proyectada desde algún sitio. ¿Cómo podía...? ¡era insensato! ¡una locura!
¡Eso! ¡Loco! ¡Estaba loco! Una sensación de alivio le invadió todo su ser, hasta el extremo de que no pudo evitar el ponerse a reír en voz alta. ¡Era el mal del espacio!
¡No existía ningún halo! Se trataba solamente de un caso de enfermedad espacial ¡Un par de comprimidos lo solucionarían de inmediato!
Toda duda quedaba fuera de lugar y completamente olvidada gracias al convencimiento que tenía de que con un par de los comprimidos adecuados, quedaría todo resuelto, a medida que se dirigía apresuradamente hacia el sector habilitado para enfermería y botiquín.
¿Y si padeciera un ataque agudo de mal espacial?
Había visto a gentes azotadas por ese trastorno, en todos los puertos que se alzan desde Moonbase hasta Plutón... unos vacilantes, otros arrogantes y hasta imbéciles. Nada podía liberarles de los monstruos que creían que les perseguían, ni de las extremidades extra que afirmaban constantemente poseer, o de las quimeras maravillosas de poderío y sabiduría que creían poseer.
¿Iría a ocurrirle igual que ellos? ¿Y si los comprimidos no hicieran reacción alguna?
Los engulló apresuradamente, no sin antes observar la marca de la Compañía Dog, troquelada en ellos; pareció sentir un hálito de lealtad al tomarlos. La Compañía cuidaba de sus Compañeros. Y las alucinaciones constituían uno de los distintivos de los vuelos espaciales. Tal vez Psych le disculpara su ligero Error o Descuido... el primero, pensó, más satisfecho de sí mismo y más confiado. El halo en aquellos momentos, ya debería haber desaparecido.
Con paso incierto, no obstante, se encaminó hacia la superficie de reflexión más próxima. Cerró los ojos, y casi a tientas, se situó ante el muro más brillante. Cuando abra los ojos, se dijo a sí mismo, ya no estará. Entonces, todo cuanto tengo que hacer es anotar lo ocurrido en el cuaderno de navegación; y todo habrá terminado.
Abrió los ojos. La imagen del halo se reflejaba radiante. Movió la cabeza hacia un lado y otro. El halo se movía también. Inclinó la cabeza hacia delante. El halo, le seguía sus movimientos. Pudo ver que el círculo, era hueco por el centro.
Dod se recostó contra la pared, con una angustiosa sensación de hallarse enfermo. Poseía el mal espacial. Y parecía que el mal, le había atenazado con enorme intensidad. Se había convertido en ridículo payaso, que atraía la mirada curiosa de los turistas. Creía que tenía un halo.
—Halo —murmuró para sí—. Halo.
Volvió a hacerse patente en él, la punzada de interés científico que emanaba de aquella aparición; para sorpresa suya, Dod notó que el pánico disminuía considerablemente en intensidad, para reemplazarlo, dando paso a la curiosidad. Casi, como si se estuviera sometiendo a un ensayo científico, pensó.
Verificó el significado de la palabra en un pequeño analizador de las mismas que llevaba la nave. El analizador definió: "Un disco de luz que rodea la cabeza de un santo; un círculo luminoso que cerca a un planeta o una estrella".
La depresión y el abatimiento volvieron a apoderarse de él, al darse cuenta de que su carrera, hasta entonces cuajada de éxitos había tocado a su fin. ¿Qué extraños horizontes llegaría a alcanzar su quimera? ¿Acaso llegaría a convencerse a sí mismo de que era un planeta? ¿Y qué era un santo?
La desesperación más irrefrenable, cayó sobre él; se hallaba demasiado abatido para cuidarse y analizar lo que aquella aparición significaba. No sentía, todavía, síntoma alguno de entrar en una órbita planetaria, o de actuar como un santo, pero estaba seguro de que no tardaría mucho en empezar a actuar de un modo irracional.
Los días que quedaban de viaje, transcurrieron para él tan lentamente, que le parecieron años.
Pero bien que mal, los días pasaron. Dod se preguntaba la cantidad de miles de veces que se habría contemplado ante la superficie de los espejos, con la esperanza, en cada ocasión, de verse a salvo ya, de haber recuperado su apariencia normal. Al ponerse su mejor gorra, Dod sintió una tristeza inexplicable. La nave mercante, se aproximaba a su punto de aterrizaje, Moonbase, con la parsimonia de una vieja dama, y ésta era la última vez que él estaría a su mando. Ya nunca podría estar al servicio de la Compañía.
La gorra, pasó a través del halo, y el emblema de la Compañía parecía irradiar fuego dorado.
Dod atravesó la cámara de aire, para llegar hasta Moonbase, con la sensación de ser el héroe de la revivencia que había visto aquella tarde; igual que el hombre de la heroica Compañía, antes de que los Hombres Libres del Espacio, vinieran para sacarle de la celda de la muerte. El intenso tema musical de fáciles notas, surgió en su interior mientras avanzaba hacia Moonbase.
Le hubiera gustado averiguar la definición exacta de santo.
Un tripulante, se le quedó mirando con extrañeza; debió suponer, que no cabía la menor duda de que él estaba loco. El hombre no pudo impedir que sus ojos se abrieran de par en par; las herramientas que llevaba consigo, escaparon de entre sus manos, y se apresuró en dirección del destacamento Plag.
Dod continuó caminando hacia el despacho de Mercantes. Una secretaria se quedó de repente inmovilizada. También ella dejó caer lo que llevaba, una bandeja de bobinas, y se puso a correr. Cuando llegó a la puerta más próxima, la curiosidad femenina pudo más que ella, y tornó la cabeza para volver a mirarle.
El tripulante, volvió a aparecer en el preciso instante en que Dod llegaba junto a la puerta del despacho de Mercantes. Un par de individuos del Plag le acompañaban, sin separar, intencionadamente, las manos de las armas que llevaban en los cinturones.
Dod llegó a preguntarse si vendrían a por él; sus temores se vieron aliviados al llegar a la conclusión de que en principio deberían hacerlo; los Errores había que extirparlos, arrancarlos de raíz. En cierto modo, le alegraba saber que le someterían a una inspección, a una profunda revisión, puesto que ello demostraba el interés que sentía la Compañía por el bienestar de sus hombres.
Con evidente indecisión, se detuvo. No sabía si esperar a los hombres de Plag, o bien entrar. La rutina le impulsó al interior del despacho de Mercantes. Tenía que establecer su informe, y entregar el libro de navegación.
El rostro mofletudo y casi acerdado de Bucchi, denotó al mismo tiempo incredulidad, desaliento, y al fin, rabia.
—Pero, ¡en nombre de todos los cielos!, ¿qué es lo que lleva ahí?
Como si de un espejismo se tratara, a Dod le pareció revivir sus primeros tiempos de recluta en la Escuela Espacial. Omitió la información del cargamento que había traído en la nave.
—Lo lamento —dijo. Se llevó una mano a la gorra, y la sensación de culpabilidad que sentía le hizo retirarla.
—¡Fuera! ¡Quítesela! —gritó Bucchi.
Dod se despojó de la gorra con reluctancia. Las gorras eran un símbolo de estatus. El suyo iba a desaparecer. Bucchi debería estar al corriente ya de su locura, y por consiguiente iba a ser desposeído de su uniforme de piloto Espacial. No había tardado mucho en divulgarse la noticia, pensó con tristeza.
—¡Dije que se la quite! —gritó de nuevo Bucchi con el rostro salpicado de rojo y púrpura, por la ira que le embargaba. Por lo más profundo de Dod corrió un ramalazo de conmiseración por sí mismo; apretó ambos puños con fuerza.
—¡Ya está! —exclamó Dod, con palabras que fueron casi un lamento. Se había quitado la gorra. ¿Qué otra cosa podría desear Bucchi?
—¡Quíteselo! —alzó la voz una vez más el hombre.
De pronto, se percató de la verdad. Bucchi veía el halo.
—¿Esto? —susurró, señalando por encima de su cabeza.
—Muchos los considerarían un Error —rezongó Bucchi—. Pero teniendo en cuenta su buena conducta anterior, haré como que no lo he visto... ¡sí se lo quita de inmediato! ¿Qué es eso? ¿La última moda en Venus?
La alegría tan inmensa que Dod sintió en aquellos instantes, le impidió contestar. ¡No padecía el mal espacial! ¡No era víctima del mal del espacio! ¡Bucchi... los tripulantes... la secretaria! ¡Todos, todos ellos habían visto el halo! ¡Era real! Bucchi enterró la mirada entre sus papeles.
No estaba loco. De nuevo volvía a ser Dod.
—Siempre vienen cosas nuevas de Venus —murmuraba Bucchi—. Y no lo van a pasar muy bien, algunos de esos jovencitos, si cosas como ésta llegan a oídos de Plag... —Bucchi volvió a levantar la vista.
Dod esquivó su mirada. O quizá no lo hizo intencionadamente, porque estaba completamente abstraído pensando en las Ruinas de la Luna, y en sus antiguos propósitos, que ahora podría nuevamente llevar a cabo; pensaba en su tranquilidad y en una vida colmada de éxitos; se imaginaba lleno de ilusión, el poder estar siempre al servicio de la Compañía.
Alguien llamó a la puerta.
—¡Rápido! —dijo Bucchi—. ¡Quíteselo rápidamente... antes de que nadie pueda verlo! —La llamada de la puerta volvió a dejarse oír—. ¡No se interponga en el camino de Plag, por lo que más quiera! ¡Sea razonable!
—No puedo —repuso Dod, como si de pronto le hubiera invadido la felicidad—. Está ahí como clavado. Ya he intentado desembarazarme de él. —No supo explicar los angustiosos esfuerzos que para lograrlo había hecho en la última parte de su vuelo desde Plutón—. Apareció ahí, por sí solo y de repente.
Los ojos de Bucchi se estrecharon:
—Siempre he sentido cierta simpatía por usted, Dod. No complique las cosas. ¡Quíteselo ahora mismo! ¡Es una orden!
Dod, todavía se sentía aliviado, pero el tono de voz de Bucchi, le volvió a la realidad, situándole ante una serie de respuestas automáticas, que se habían convertido en familiares para él; había incurrido en Error, y era fatal para un componente de la Compañía el estar en Error, y por consiguiente debía purgar su Error. Decidió que debía, a cualquier precio deshacerse del halo. Pero no podía.
Y no dudaba que se tendría que lamentar de ello. Entonces entraron los hombres de Plag.
—¿Algún problema, Mercante?
Su actitud arrogante no dejaba lugar a dudas; Dod leía le amenaza en la pose. No le cabía la menor duda de que al menor movimiento incierto, acabarían con él en cuestión de segundos. Sintió miedo. Mientras Bucchi hablaba, el ligero zumbido de un pensamiento le volvió a llenar de intranquilidad y anonadamiento: si el halo era real, ¿qué era?
—A éste, Dod —dijo Bucchi, poniéndose en pie— tomen nota de él por un Error. ¡Y quítenle eso! —Miró al fornido piloto espacial con rostro conmiserativo—. Error, del tercer tipo —añadió.
Dod se sintió agradecido. Era el castigo mínimo. Bucchi tenía que castigarle... de lo contrario él también incurriría en Error, si no dictaba penas... pero el Mercante había hecho por él cuanto había podido. Aunque todo ello le significaba pérdida de categoría, y hasta posiblemente del dinero que había conseguido ahorrar, y la facultad de poder proseguir sus estudios sobre las Ruinas de la Luna, seguía considerando que habían sido indulgentes con él. Dod hubiera querido agradecérselo —las lágrimas le inundaron los ojos— pero Bucchi mantenía su torva e inescrutable mirada fija en el halo, y después dio media vuelta.
Y entonces, si era real, ¿qué era? Dod se halló a sí mismo haciendo funcionar la mente, de un modo completamente inhabitual. ¿Qué datos de punto de partida poseo? En primer lugar, es una manifestación objetiva...
—En marcha —dijo uno de los hombres de Plag. Dod se alegró de que le hubieran interrumpido. ¿Qué le había impulsado a pensar así? No era una forma de pensar adecuada para un piloto del espacio.
Los hombres de Plag se situaron uno a cada lado, como dos perros guardianes.
—Mantenga las manos en los costados —le advirtió uno de ellos.
Dod caminaba entre ambos, mientras que por segunda vez en el transcurso de aquel día, una angustia inenarrable atenazaba su mente, alternada por momentos entre abatimiento, desesperación, y esperanza inconmensurable. Desesperación, por la imprevisible pérdida de su rango; se le hacía insoportable pensar que quizá ya no podría nunca estar al servicio de la Compañía. Y alegría, sí, alegría, al ver que se evitaba el horror de ser una atracción turística, en un rincón perdido de Moonbase, pasando por ser un atacado por el mal del espacio, como si se tratara de un retrasado mental.
Dod, sumido en sus pensamientos, no se dio cuenta de que los hombres de Plag, le conducían por lugares totalmente desconocidos para él. No hacía más que dar vueltas en su cabeza al hecho de que aún no se había detenido a examinar con detenimiento, un punto que en aquellos instantes le parecía de suma importancia: ¿cuál era el significado del halo, si es que, era real? La especulación sobre la naturaleza del halo, se debatía con el horror, al pensar simplemente en haber incurrido en Error... ¿pero era un Error que ni tan siquiera mereciera la pena pensar en él?
Su mano, impulsada por un reflejo involuntario, se alzó sobre su cabeza con intención de tocarlo, pero en el mismo instante se dio cuenta de que acababa de cometer una grave equivocación.
Uno de los hombres de Plag, actuó con la rapidez característica de los colonizadores Venusianos. El canto de su mano extendida, golpeó con violencia brutal la garganta de Dod, de tal forma que éste fue a caer de espaldas sobre el pasillo, donde el segundo de sus guardianes ya le estaba esperando; éste le propinó un golpe, al parecer intrascendente sobre el hombro, que le dejó paralizado el brazo derecho. Después, ambos se abalanzaron a la vez sobre él.
Dod ya había oído hablar con anterioridad de ello, pero no había concedido ningún crédito a la palabra de quienes le informaron. Bien era cierto, que aún se estilaba, y sobre todo en Venus, la lucha a puñetazo limpio, pero gente civilizada, y en especial oficiales de la Compañía...
Cuando volvió en sí, se halló en su propio alojamiento, y no había ni un solo centímetro de su carne, que no estuviera dolorido; estaba seguro, sin embargo, de que no habría ni una sola huella sobre él. Plag no consentía el poder pasar, ni por un momento, como el símbolo de una organización brutal.
Un resurgir de protesta afloró en la mente de Dod, y movido por una fuerza instintiva arqueó y enarcó los hombros; pero su rabia se disipó rápidamente. Aquellos hombres tenían sus motivos. Después de todo, formaban parte de la Compañía. Se dio media vuelta sobre la espalda, y trató de dormir.
Algunas horas después, despertó, y en el lapsus de tiempo que mediaba entre el sueño, y la consciencia plena de las cosas, pasó por su mente el recuerdo fugaz de él mismo, cuando tenía dieciséis años, y de su tierna y simpática abuela, explicándole algo importante. Era algo referente al Watcher y se estaba esforzando en recordar sus palabras, hurgando en el pasado, cuando despertó completamente, y lo primero que pensó fue en el halo.
Se puso en pie de un salto, observando en aquel momento que el dolor que antes atenazara sus músculos había desaparecido casi por completo, y se miró al espejo; pasó su mano a través del disco de luz, pero, al igual que en ocasiones anteriores, no experimentó sensación alguna. Apagó las luces; y seguía brillando. Cerró los ojos, e invocó el nombre del Great Hound; chirrió los dientes, entornó los ojos con más fuerza, y se concentró en un solo deseo. Se le hacía imposible sostener el esfuerzo de la mente: una hebra finísima de pensamiento, lograba filtrarse hasta su mente, para distraerle. ¿Qué era lo que le había hecho pensar en su abuela?
Hacía al menos cinco años, que no la había visto, y en todo aquel tiempo, no había pensado en ella. ¿Viviría todavía en aquel antiguo y poco higiénico castillo Terrestre? Volvió a ver su viejo pero no menos agradable rostro sonriendo, y hablando de cosas y de un equipo, que ella, llegado el momento, le mostraría un día.
¿Qué sería lo que ella le había querido decir acerca del Watcher? En realidad, se lo había dicho. Era algo referente a la pérdida, uno por uno de los sentidos; una correlación muy peculiar de la mente, con el tiempo y el espacio; y todo ello se mezclaba con la idea de que él debería estar haciendo algo, inmiscuirse en aquello. Pero la abuela, era muy anciana, pensó. Era de una edad demasiado avanzada, como para hablar con un justo y recto sentido de las cosas. Y los consejos o comentarios derivados de experiencias vividas por ella, carecían de valor. Y lo que carecía de valor, no tenía utilidad alguna para la Compañía. No cabía la menor duda.
Un algo que apareció súbitamente en su mente, le decía que aquéllos no eran sus pensamientos, que... Dod se halló a sí mismo, repitiendo con encendido fervor el himno de la Compañía.
Y todo por culpa del halo. De no haber sido por él, no estaría ahora rompiéndose la cabeza, y devanándose el seso, al pensar en la abuela. ¿Pero quién era la abuela?
Todo había surgido en su mente de un modo vago; no hizo nada por debatirse contra la ofuscación gradual de su pensamiento errante. Más bien se alegraba de la paz de espíritu que había retornado lentamente a él.
Ni siquiera pensó en el halo. Y al cabo de un rato, ni tan siquiera pensó. Se limitó a esperar.
El ruido de la puerta que se abría, le hizo ponerse en pie.
—Venga con nosotros, Dod —dijo uno de los Plag. Dod dio un paso atrás al ver que se trataba de los dos mismos hombres. Sus ojos fríos le miraban con dureza, pareciendo desafiarle a desobedecer la orden. El primero de ellos señaló la pantalla que se alzaba detrás de Dod, y éste siguió con la mirada el gesto de la mano.
—Acompañe a los dos hombres de Plag —dijo secamente el fornido jefe de los Plag—. La Compañía así lo requiere —Dod nunca se había hallado en presencia de Getler, pero lo conocía de vista; tenía fama de ser un buen componente de la Compañía, pero excesivamente entusiasta y apasionado.
Mirando simplemente, su contextura, su carne, su silueta, Dod no sentía temor alguno. Getler poseía la apariencia inconfundible de un acomodado y rico Marciano, regente de un motel, y no la del miembro del más alto rango de los Plag.
—Siéntese, Dod —dijo Getler. Los dos hombres se retiraron hacia la puerta—. Y ahora dígame, ¿qué es eso? —preguntó con entonación medio divertida mientras señalaba el halo.
Dod se disponía a dar sus explicaciones, cuando el primero de los guardianes, se adelantó.
—Ya intentamos quitárselo —aclaró con voz sumisa.
—Y él ofreció resistencia —añadió el otro.
Getler le sonrió a Dod, e hizo un guiño; a Dod le tranquilizaban las maneras de éste.
—En el segundo día de mi viaje hacia Moonbase —explicó pausadamente— fue cuando me apercibí de este fenómeno. Inmediatamente, redacté un informe y lo archivé.
—Correcto —le animó a proseguir el jefe de los Plag. Dod observó la trascripción de su libro de navegación sobre la mesa.
—Creyendo que había contraído la enfermedad del espacio, seguí las instrucciones recomendadas...
—Muy bien —le alentó Getler. Dod llegó a la conclusión de que había causado una buena impresión.
—Y al llegar a Moonbase, informé al Mercante Bucchi.
—Me complazco en expresarle mis más efusivas congratulaciones por su sentido del deber —fueron las palabras de Getler. Dod, pareció henchirse de orgullo; volvió el rostro para mirar a los hombres de Plag, como si quisiera convencerse de que habían oído el asentimiento de su jefe.
Los dos individuos avanzaron hacia él simultáneamente. Dod tendió los brazos instintivamente para preservarse, pero el que iba delante le hizo una presa de pies, que le cogió por sorpresa, pero con la que no consiguió más que lanzarle contra el borde de la mesa del jefe Plag. La pérdida del equilibrio le hizo arrastrar consigo papeles y cintas grabadas. Una vez en el suelo, y mientras los dos oficiales Plag le daban patadas ininterrumpidamente, Dod no sentía más que un deseo incontenible de ayudar al jefe Plag a recoger los papeles y las cintas que él había tirado por tierra. Cuando hubieron terminado, Getler traspuso lentamente la distancia que le separaba de Dod, y de un puntapié le hizo volverse para quedar tendido hacia arriba. Dod cerró los ojos sin querer dar crédito a lo que acababa de evidenciar por parte de Getler. La Compañía no podía actuar de esa forma. ¿O quizá sí podía hacerlo? No, la Compañía Dog, no.
La expresión, el rostro y la voz de Getler se iluminaron con lo que más bien recordaba el restallido de un látigo.
—¡La verdad! —rugió—. ¡Quiero la verdad rápidamente, maldito! —Acercó su mofletudo rostro junto al de Dod y dijo pausadamente y haciendo sisear las palabras—. ¡Ahora! ¡O te destrozaré entre mis propias manos!
Dod, alzó la vista con horror. Hubiera querido ponerse a gritar que él siempre había servido a la Compañía con la mayor lealtad, pero las palabras no llegaron a romper el nudo que le atenazaba la garganta. Agitó las manos en señal de protesta.
Getler apoyó el talón sobre la mano que descansaba en el suelo, y descargó todo el peso de su cuerpo en ella.
En el éxtasis del dolor, Dod se vio poseído por una sensación que no llegó a identificar. Pero aquélla, le hizo actuar. La mano se cerró sobre el talón, y el brazo comenzó a moverse a tirones. El recuerdo de que en tales ejercicios, raramente había encontrado rival, le alentaba.
Pero apenas logró levantar a Getler. Y éste se reía de Dod, mientras abandonaba el puesto de tortura. De pronto Dod, consiguió identificar la emoción o sensación que le había embargado momentos antes: odio, era odio. Uno de los Plag ayudaba a su jefe en la incesante y abrumadora tarea de golpearle con el pie por los costados, pero en la mente enfebrecida de Dod se repetía una y otra y otra vez que aun aceptando que hubiera sentido odio antes alguna vez en su vida nunca había llegado al grado del que sentía en esta ocasión. Odiaba hasta el extremo de sentir la imperiosa necesidad de matar.
La mole de carne que constituía el puño del jefe Plag, cayó de nuevo sobre él, pero antes de repetir su intento se contuvo en el aire mientras Dod se hundía en la pérdida de todo sentido, manteniendo sólo en su subconsciente el fuego vivo del odio y el impulso de matar. Matar a Getler, y a los dos Plag, y a Bucchi que le había entregado a ellos, y a quienquiera que se interpusiera en su camino. Esbozó una sonrisa fría, que más bien fue un rictus de amargura y el peso y el impulso de una bota cayeron de nuevo sobre él.
Getler se hallaba efectuando algunas anotaciones cuando recobró el conocimiento. No debió estar inconsciente durante mucho tiempo; poco más de una hora o tal vez dos; esto le parecía porque las manecillas del reloj de pared que apreciaba entre las nubes que flotaban sobre sus ojos, no parecían estar muy separadas.
—¡Ah...! Dod, el piloto Espacial, ¿ya ha despertado? —inquirió Getler con voz apaciguada.
La respuesta de Dod, fue una sonrisa de burla y desprecio, ya que había sabido soportar las terribles injurias que le habían ocasionado, sin consentir en darles la satisfacción de que le vieran derrotado, maltrecho e inútil. Se puso en pie con grandes dificultades, vio que los dos esbirros de Plag se habían ido, y con paso inseguro avanzó hacia la mesa. El cuerpo parecía no querer obedecer a lo que le ordenaba la mente, pero haciendo un esfuerzo supremo continuó la marcha, buscando con avidez sobre la mesa, algo que le pudiera servir de arma.
—¿Café? —preguntó Getler—. Puede tomarlo si lo desea, piloto Espacial. —Sonrió de un modo apaciguador, que le dio a Dod la certeza de que ahora quería mostrarse en una tesitura más amistosa.
Dod tomó la taza de café caliente que le ofrecían y la arrojó al rostro de Getler. Después se abalanzó sobre el revólver que ocupaba la funda del jefe Plag, pero el fornido sujeto, protegió el cierre de la pistolera con la mano. En su furia, Dod comprendió que él no era Dod en aquel instante, nunca había experimentado una sensación tan distinta del Dod que solía ser.
—Una equivocación —dijo Getler, empujando a Dod hacia atrás—. Ambos hemos cometido una equivocación —dijo mientras se sacudía el café de su uniforme—. Sea prudente... olvídelo.
—No lo olvidaré hasta que me muera —masculló Dod. Ya tenía alguna razón de vivir. No era mucho pero sí, lo suficiente, hasta que la vida, tomando un nuevo rumbo, le impulsara hacia nuevos horizontes, o preferiría sucumbir a manos de los Plag.
—Así lo dictan las reglas —manifestó Getler apologéticamente. Dod se apercibió de la presencia de los dos Plag que habían vuelto a entrar en la habitación. Ya no podría volver a intentar nada contra Getler—. Cualquier acusación de Error, debe ser probada. El Juicio por el Dolor es el primer paso. Y usted ya lo dio con éxito. ¡En realidad, se merece usted la felicitación de la Compañía!
Dod rebuscó en su mente, el peor insulto y el más adecuado, pero no se le ocurrió nada. En su lugar dijo:
—Le mataré.
—No sentirá usted rencor, ¿verdad? —repuso Getler jovialmente—. ¡Todo por el bien de la Compañía!
—...la Compañía —remedó Dod. Su rostro se vio turbado por la confusión, mientras el himno de la Compañía vibraba gloriosamente en su interior, mientras su mano acariciaba las heridas que cruzaban su pecho-...la Compañía —repitió.
Getler pareció quedar estupefacto. Después, lentamente se fue recobrando.
—Le haré un favor —dijo—. Prefiero pensar que no he oído eso.
Dod, tendió la mano para coger el café y bebió. No le cabía la menor duda de que tenía miedo de Getler y de la Compañía; y estaba seguro también de que había roto con ambos. Pero si él tenía una existencia separada de la de Dod, ¿quién era él? Sus actos eran anárquicos, lo que hacía de él un hombre Libre del Espacio; pero éstos habían sido exterminados hacía casi doscientos años. Entonces, ¿qué era él? ¿Quién era él?
—Ahora irá al Psych —dijo Getler volviéndole la espalda—. Su decoración —añadió señalando al halo— les puede interesar.
Dod se percató rápidamente de la atmósfera alerta, expectante, inquisitiva, que reinaba en el laboratorio Psych en cuanto entró. Un hombre recio, alto, de rostro con extraña configuración que le daba cierto aspecto cómico, y familiar al mismo tiempo, le ayudó a despojarse del equipo de piloto espacial.
—Aquí —dijo el psiquiatra. Su tono de voz, era frío y desamigado.
Entre la concurrencia de científicos y tecnólogos que merodeaban alrededor de la resplandeciente figura en el laboratorio interior, Dod comprendió que debía haber alguien que había venido urgentemente desde la Tierra para verle, y ese alguien debía ser importante. Aunque no dejaba de tener su buena dosis de absurdo, Dod, por un momento, se sintió orgulloso del halo. Él también debía ser importante.
—Me presenté aquí inmediatamente; tan pronto como tuve noticias de esto —dijo el psiquiatra, vestido con una pulcritud y esmero que casi caía en el ridículo—. Como probablemente sabrá usted yo soy la cabeza del Psych. ¿Siéntese, quiere, piloto Espacial Dod? Últimamente se ha hallado usted bajo una considerable tensión y fatiga nerviosas, ¿no es cierto? ¡Sí, siéntese!
¡Psychiarch! ¡En persona! Dod sólo había oído hablar de él. Pensó con cierta ironía, que sólo unas cuantas horas antes, se hubiera arrodillado ante él.
—Gracias —dijo tomando asiento. Aceptó un vaso de bebida alcohólica, lo miró fijamente, y bebió. El Psychiarch no se perdió ni el menor gesto susceptible de inspección de aquel trago. Eiserer era un hombre con tacto.
—Se halla usted aquí, para ser sometido a un examen preliminar, antes de ser enviado a la Tierra —explicó el Psychiarch—. No cabe duda de que cooperará, ¿no es cierto?
—Totalmente —repuso Dod. Qué otra cosa iba a decir.
—El medio más fácil de averiguar cuanto usted sabe acerca de eso... —señaló el halo—, es someterle a un estado traumático, y confrontarle con una serie de tets Kindet.
Dod no había oído nunca hablar de esta nueva técnica; percibió la excitación de interés que empezó a cundir entre los oficiales presentes, y sintió un gran deseo de saber en lo que consistía el tets.
—¿Puedo saber lo que han averiguado ya? —Habían examinado el halo, mientras se hallaba inconsciente.
—Según las reglas de la Compañía se halla usted en su perfecto derecho —acordó Eiserer—. ¿Se someterá a los tests de todos modos? —con entonación que parecía querer quitar importancia.
Dod se puso a la expectativa. Había algo en la forma en que reaccionaban los otros en el laboratorio que no le gustaba; el aire parecía oler a peligro. Y el Psychiarch no daba la sensación de definirse claramente en la postura que iban a adoptar.
—Explíqueme algo acerca de esto —dijo Dod, pasando con deliberación la mano a través del halo para distraer la atención del jefe Psych.
—De acuerdo; en primer lugar, le diré que todavía no sabemos lo que es, pero ya lo averiguaremos. Por el momento, no responde a ninguno de los tests a que lo hemos sometido, aunque hay que tener en cuenta que las facilidades de que disponemos aquí, en Moonbase para ello son limitadas. Y hay una cosa curiosa: no parece tener ninguna propiedad física.
—¿Y eso es todo?
—Hay otra cosa más, pero es concerniente a su nave. Ingeniero Sliepchevik —llamó—. Informe sobre la nave.
El ingeniero avanzó unos pasos, aparentando dar mucha importancia a su personalidad:
—Sin querer con ello dar a mi juicio de este momento, un carácter de pronunciamiento definitivo, puedo decir, que parece haber cierta discrepancia en algún punto del equilibrio del motor, una inadecuación matemática... —se interrumpió—. Por el momento es todo cuanto puedo decir. El resto es teoría.
—Eso es suficiente —le dijo al ingeniero—. ¿Alguna pregunta más, piloto espacial Dod?
Dod llegó a la conclusión de que aquel hombre estaba jugando con él, igual que un hombre juega con un pez inteligente. Y el hombre quería ganar.
—El halo... ¿no da muestra alguna de radiación?
—No.
—¿Ni una onda de luz?
Eiserer le miró con aire conmiserativo:
—¿No creerá que hayamos sido capaces de averiguar ya todo eso, verdad? Todo cuanto podemos decir por ahora, es que no ejerce impacto ni influencia alguna sobre el espacio que ocupa. Todo posee semejanza alguna a cualquier otra entidad física.
—Ya comprendo.
—La verdad es que no creo que lo comprenda, ni más ni menos que nosotros mismos. Ahora cuanto puede hacer para ayudarnos, es someterse voluntariamente a los tests Kindet.
—¿Y de qué pueden servir?
—Pues... no son como los tests Psych habituales, aunque también tendrá que ser sometido a ellos, ya que las pruebas Kindet profundizan mucho más en sus análisis. Por otra parte hay que tener en cuenta, que usted aún no sabe nada acerca de eso, del halo, en algún sitio, en algún punto remoto, debe existir alguna referencia que ni su subconsciente ha logrado aprehender.
—No se me ocurre nada —Dod prefirió escuchar cuanto tuviera que decir Eiserer.
—Usted no sabe cuando llegó..., pudo aparecer en cualquier momento después de que saliera de Plutón. —El Psychiarch no pretendía mostrarse inquisitivo, no hacía preguntas ni daba lugar a divagaciones. Lo sabía. Dod volvió a tener la sensación de que Eiserer trataba de confundirle. El jefe Psych hizo una mueca alborozada—. Entonces la única solución es la prueba Kindet, ¿no es eso?
—Eso creo.
—¿Y está de acuerdo? —la mueca había redoblado su rictus de confianza y sencillez.
En cuanto accediera, el código de los pilotos del espacio, le obligaría a mantener su palabra; sin duda la expresión verbal de su asentimiento quedaría registrada en una cinta que testificaría, el acuerdo concertado; por ello se contuvo.
—Dígame cuáles son las razones que le impulsan a utilizar este tipo particular de test.
El Psychiarch le ofreció más alcohol, pero rehusó a ello. Aquello podía privarle de tomar la resolución más acorde con la rectitud de sus resoluciones. Eiserer se arrellanó en su sillón.
—Hemos conseguido exponer su mente con toda claridad ante nuestros ojos, así como su subconsciente. Sabemos cuanto se pueda saber de usted, el shock inicial que le supuso la primera visión del halo, y su acreedora conducta a lo largo del viaje —señaló hacia un montón de registros—. Pero el test Kindet es algo nuevo. Con él, podemos precisar el lugar y el momento exactos en que apareció la cosa esa. En resumen, la idea es ésta: todo su cuerpo, físicamente hablando, está expuesto a impresiones. Tomemos el rostro, por ejemplo. ¿Sabía que las zonas que ocupan las mejillas, son extraordinariamente sensibles a la luz?
—Recuerdo haber leído algo.
A Dod le pareció entrar en un terreno más familiar. Como si ya hubiera estudiado este problema con anterioridad.
—Hubo un tiempo, en la historia de nuestra raza, en que las zonas de las mejillas poseían una cierta función óptica, al igual que, aunque en otro terreno, branquias situadas detrás de nuestras orejas, respondieron a una función respiratoria: ambas son supervivientes de una primitiva forma de vida. Lo que especialmente nos interesa en este momento es la posibilidad de que algún tipo de impresión mental haya sido absorbido y retenido por las zonas sensibles de las mejillas. Algo que pueda estar en situación irrelevante e inalcanzable para los métodos normales del Psych.
—¿Retenido en el sistema nervioso?
—Más o menos. Pero no en el cerebro. Sabemos cómo llegar a obtener tal información, pero todavía no hemos logrado averiguar cómo es absorbida. Todo cuanto tiene que hacer usted es cooperar.
—¿Cómo?
—Sometiéndose de buen grado a la prueba.
—Los tests no tendrían utilidad alguna sin mi cooperación, ¿no es eso?
El Psychiarch había perdido la mueca que le caracterizara momentos antes.
—Exacto.
—¿Y por qué es esto tan importante? —preguntó Dod, mencionando a la asamblea de oficiales que se hallaban reunidos a escasa distancia y a la expectativa. Conocía la respuesta —no podía ser más que por una cosa—, pero necesitaba tiempo.
—Debo reconocer que usted también tiene derecho a estar al corriente —dijo Eiserer gravemente—. Piloto Espacial Dod, se ha convertido usted en alguien muy importante. Confío en que sabrá hacerse cargo de todas sus responsabilidades. Ha sido usted el portador de un fenómeno único. Precisamente, el Presidente de la Junta de la Compañía, me habló acerca de usted. —Dod se sintió transido por un sudor frío, con el sólo hecho de pensar que el Presidente de la Junta se interesara por él—. Sí, ya ve que estamos convencidos de que puede ser nuestro primer contacto con los Remotos.
—Déme tiempo —propuso Dod.
—Una hora.
Capítulo segundo
Al quedar solo, el problema a Dod le pareció mucho más complejo. Si aceptaba someterse al test, pensó, era tanto como ponerse del lado de la Compañía, lo cual no es que tuviera excesiva importancia; por otra parte, si rehusaba, Psych haría cuanto pudiera para presionarle. ¿Mas, qué le podrían hacer? Estaba seguro de que no lograrían hacerle ceder bajo la amenaza de un asalto físico, aparte de que este medio, no era característico del Psych.
Había repasado una y otra vez todas las implicaciones concernientes a la presencia del halo. Había casi llegado al convencimiento de que aquello tenía algo que ver con los Remotos. El alcance de efectividad de sus pantallas iba hasta más allá de Plutón. El halo era el único fenómeno; de hecho, recordaba haber oído decir a alguien que las pantallas parecían tener la misma carencia fantástica de propiedades físicas.
En los tiempos presentes, ya nadie hablaba mucho de los Remotos, y aun tan siquiera se producían series de revivencias acerca de ellos. El Sistema, había aceptado su presencia.
Desde que habían aparecido, casi dos centurias antes, sus pantallas habían formado un anillo alrededor del Sistema Solar, bloqueando cualquier intento de comunicación o contacto. Al igual que el resto de billones de billones sobre el Sistema, Dod conocía la historia de su llegada, del derrumbamiento de todos los gobiernos, y de la emergencia de las Cuatro Compañías que gradualmente fueron afirmando su poder sobre la anárquica Tierra. Dod no pudo disimular una sonrisa cuando vinieron a su memoria algunos de los versos del himno de la Compañía:
Del caos llegaron las Cuatro
A desafiar a los sin ley
A redimir a los indómitos
A dar esperanza a los desesperados
Hasta que todo el espacio vuelva a ser libre
Y el Hombre pueda alcanzar las estrellas.
Estos trillados ripios machacones, ya no le inspiraban nada. La Compañía no tenía la menor intención de hacer nada por las estrellas; las cosas quedarían como estaban y como habían estado durante muchas centurias.
Hacía más de ciento ochenta años que los Remotos habían sido advertidos por primera vez. Un robot de pruebas estelares, uno de los mejor proyectados de los Planetas Confederados, había regresado siguiendo el curso exacto de su órbita hasta su base de lanzamiento sobre la Luna, pero con catastróficos resultados. En un principio se pensó que la causa podría ser una avería en uno de los cables de conexión, pero tras otras tres pruebas —incluida una nave tripulada por cuatro hombres—, que fueran repelidas desde diversos puntos del Sistema, no quedó más remedio, que admitir que algo extraño estaba ocurriendo.
Experiencias anteriores, habían resultado con perfecto éxito, y varias naves robot se hallaban todavía volando con destino a Andrómeda, a la que arribarían en algún momento de la presente centuria; pero la razón de que las naves fuesen repelidas, parecía de todo punto inexplicable.
Cuando cundió la noticia, se produjo una auténtica explosión sociológica. Las camarillas reaccionarias y los grupos revolucionarios de todos los planetas habitados, iban reafirmándose en el número de seguidores y en poder. Una docena de bandos antagonistas se oponían entre sí, diezmando considerablemente a los enemigos, para verse de pronto sumidos bajo una lluvia de cohetes y bombas procedentes de otro sector rival. Las naves y los robots llenaban los senderos espaciales. Todo el Sistema Solar había quedado hecho añicos, destrozado.
A todo ello siguieron veinte años de auténtica agonía, hasta que gradualmente, la única fuerza disciplinada que quedaba sobre la Tierra, un regimiento de Marines, se hizo cargo de la situación; de parte a parte del resto del Sistema, emergió una disoluta amalgama de planetas, bajo el nombre de Espaciadores Libres. No pasó mucho tiempo antes de que las Cuatro Compañías decidieran que los Espaciadores Libres tenían que desaparecer; y no tardaron mucho en quedar liquidados. A partir de aquel momento las Cuatro Compañías, se reagruparon en una unidad, la Compañía Dog, absorbió a la Able, Baker y Charlie, por un simple proceso de pacífica asimilación conocido como un período de toma de posesión.
Dod había oído rumores de un nuevo intento de acercamiento por parte de la Compañía, cuando volvió a cundir la idea de ponerse en contacto con los Remotos: se decía que Psych había tratado de establecer cierta comunicación telepática, pero no se pudieron dar detalles precisos. Versiones oficiales se referían vagamente a "estériles intentos dirigidos hacia proyecciones extrasensitivas que a la larga habían demostrado ser totalmente ineficaces". Algunos maniáticos quisieron volverlo a intentar, pero Psych los había derrocado sin darles tiempo a llevar a cabo sus planes. En los días actuales las Compañías no hacían más que recopilar cuantos datos habían estado transmitiendo durante una centuria: líneas de vuelo, símbolos matemáticos y físicos, idiomas, procesos semánticos, y hasta diplomáticas salutaciones; pero no se obtuvo respuesta.
Hasta ahora. Hasta el viaje número setenta y uno de Dod, procedente de Plutón.
Y he tenido que ser yo, pensó Dod. Yo.
El feo y gordinflón Psych irrumpió en sus pensamientos.
—Ha llegado la hora —dijo lacónicamente—. ¿Está dispuesto a someterse al test Kindest? —Miraba con gesto desvaído a Dod.
Dod se encogió de hombros:
—¿Acaso tengo otra elección? ¿Una elección convincente?
—Yo no soy más que un ayudante —declaró el otro—. ¿No sabe para qué está aquí?
—Para una especie de análisis —repuso Dod. Y ahora que había llegado el momento, todavía no sabía cuál sería su respuesta; en un momento dado, pensó en consentir para que ello le reportara una situación superior en la Compañía, pero eso hubiera sido de utilidad únicamente en el caso de que él hubiera sido Dod. Estaba seguro de que ahora ya no era el piloto espacial Dod. De todos modos, ¿qué había hecho la Compañía por él?
El hombre Psych le estaba mirando con extrañeza. Dod pensó que tenía que acostumbrarse a ser contemplado como una curiosidad, como una pieza rara de museo.
—¿No le han dicho lo que ocurre con usted?
—No. He contribuido a rastrear algunos pensamientos telepáticos, aunque no sé cómo ni me lo han dicho.
El hombre Psych hizo un gesto señalando la puerta.
—Cuando yo diga "¡Mire!", hágalo hacia la puerta junto a la que nos detengamos. Yo la entreabriré unas cuantas pulgadas. Sitúese lo más cerca posible. Deje caer esta tarjeta, recójala, y eche un vistazo al interior. Cinco segundos solamente. ¡Y no diga nada en absoluto! —Puso una tarjeta entre los dedos de Dod—. ¡Adelante!
Para lo grueso que era, se movía con agilidad y rapidez. Dod seguía sus pasos desconcertado; pero llegó a la conclusión de que podía confiar en aquel hombre.
—Ahora. ¡Mire!
Dod se detuvo y comenzó a buscar a tientas la tarjeta. Al entreabrirse la puerta no pudo reprimir un escalofrío y un sobresalto al ver las sombras y siluetas que se dibujaban en el interior. La tarjeta resbaló de entre sus dedos, y dio media vuelta.
—¡Rápido! —dijo el hombre Psych apremiante, mirando hacia un lado y otro para ver si se acercaba alguien. Nadie les había visto.
—Por todos los Dioses —susurró Dod. El hombre, puesto que debió haber sido humano alguna vez, se hallaba retorcido formando de su cuerpo un nudo grotesco. Aparecían miembros esqueléticos que recordaban extremidades bulbosas, pero todo el conjunto constituía una distorsión inenarrable.
—¿La prueba Kindet? —preguntó por fin.
—En otro tiempo fue una mujer muy atractiva —explicó el hombre Psych.
El estómago de Dod sufrió una revulsión instantánea:
—¿Una mujer?
—Se sometió voluntariamente. Era una buena componente de la Compañía.
—¿Y siempre es así?
—Desde luego. Pero debo advertirle que es bastante seguro. Usted sobrevivirá.
O me convertiré en algo como eso, pensó Dod.
—¿Y cómo se llega a un estado tal? —Estaban aproximándose a los laboratorios de Psych.
—El sistema nervioso sufre una revulsión total.
Dod notó como el miedo se apoderaba nuevamente de él, un miedo frío e incontrolable; pero una vez más algo llegó a su memoria; este tipo de experimento no le era del todo desconocido.
El hombre Psych le miraba de un modo tan amistoso, que Dod se aventuró a preguntarle qué era lo que debería hacer. Como respuesta obtuvo un encogimiento de hombros.
—Eso depende de usted.
Dod tomó una determinación:
—Sí, ya lo comprendo.
Cuando volvió a ver nuevamente al Psychiarch, la tranquilidad empezó a renacer en él.
—Bueno, ¡piloto espacial Dod! —hizo un gesto a los oficiales Psych para que se fueran—. Ya le dije que era usted un componente importante, piloto Espacial. —Alzó la mano para señalar un enorme receptor instalado en el muro posterior—. ¡Mire!
Sin saber cómo, Dod se halló a sí mismo susurrando el himno de lealtad, al ver la silueta que llenaba casi por completo la pantalla. Era el Presidente de la Junta, Salkind, que encabezaba el Consejo de Directores de los Nueve Planetas.
El Psychiarch le sonrió con paternalismo:
—El Presidente le la Junta desea hablar con usted, piloto espacial.
Dod pareció invadido por una sensación de paz. Ahora todas las dudas quedaban resueltas; lo único que quería era volver a ser un leal componente, y merecer la aprobación del Presidente de la Junta, que le había brindado el honor de reparar en él.
—¡Ya basta de formulismos, Eiserer! —dijo el gran hombre. Su voz era profunda y agradable, tibia y alentadora—. Seamos amigos, Dod —le dijo.
Y Dod no deseaba otra cosa. Escuchaba encantado, mientras se le daba cuenta del torbellino que la aparición del halo había causado. Los Directores se habían reunido; no se consentiría que se hiciera público ni el menor detalle sobre el asunto; se había preparado ya un programa masivo de investigación. De momento iba a quedar incomunicado.
Los Directores le enviaron sus salutaciones; Dod iba a ser ascendido de graduación en el Cuerpo Espacial. El Presidente de la Junta hizo una pausa. Era evidente que estaba esperando algún comentario. Dod se apercibió de que Eiserer le estaba mirando detenidamente. Una mirada voraz.
Comenzó a hablar:
—Estoy confundido —dijo humildemente. El Presidente de la Junta sonrió; pero Eiserer, aunque sólo fuera por un instante dejó entrever su desdén, que no escapó a los ojos de Dod. La rabia volvió a invadirle—. Siempre fui un leal componente. Seguí el procedimiento más correcto. Di cuenta de mi Error. —Alzó sus poderosas espaldas—. ¡Dos palizas! —dijo—. ¡Dos ya!
—Un paso necesario —se apresuró a mediar el Psychiarch.
El Presidente de la Junta le miró fríamente:
—¿Partieron de usted las instrucciones?
—¡En modo alguno! —dijo Eiserer, con su calva cabeza resplandeciendo de sudor—. Creo que fue el jefe Plag Getler el responsable.
El Presidente de la Junta miró con simpatía a Dod:
—¿Qué le satisfaría en estos momentos? ¿Una disculpa pública?
No podía ser cierto, pensaba Dod sorprendido. Salkind le estaba ofreciendo el revertir totalmente los papeles. El Error probado primeramente como había dicho Getler, por el dolor. Esa era la regla.
El Presidente de la Junta interpretó mal la duda de Dod. Habló brevemente y con calma a alguien que había a su lado:
—Creo que tengo la respuesta correcta y más apropiada para un trato tan desafortunado.
Tenía el aspecto de cualquier otro hombre ante un problema, pensó Dod, y aun así no lograba llegar a hablarle con la tranquilidad que lo había hecho con Eiserer por ejemplo. El Psychiarch no estaba revestido de la desbordante personalidad que manaba del Presidente de la Junta.
—Eiserer me ha informado que no está usted decidido a someterse a cierto tipo de test que el cree conveniente realizar, Dod —continuó—. ¿Qué podría decirle yo para persuadirle? La Compañía recompensa la lealtad, y usted lo sabe. ¡Diez mil billetes, para empezar...! —Era más de lo que hubiera conseguido ganar en toda su vida siguiendo la carrera de las rutas espaciales—. La graduación de Comandante. Miembro de su consejo de pilotos espaciales. ¿Qué otra cosa se le ocurre?
Era absurdo, pero todo cuanto se le ocurría pensar a Dod en aquellos instantes, era el tema que había estado preparando en el séptimo piso de las Ruinas de la Luna; era la única cosa que había hecho en su vida por sí solo.
—¿Podría proseguir mi investigación en las Ruinas? —solicitó.
—Naturalmente.
—Podría interferir... —comenzó a decir Eiserer, pero se detuvo. El Presidente de la Junta no le prestaba atención.
Dod notó que el pánico le invadía estrepitosamente, ahora que tenía que hacer frente a la Compañía; sin embargo, no tenía otra opción. Advirtió que el Presidente de la Junta estaba sonriendo.
—Desde luego no habrá dificultad alguna con respecto a lo que ha pedido. Y en cuanto a Plag en el futuro..., podría incluso conservar su puesto en los Juegos si así lo desea. —Esperó el asentimiento de Dod.
—¿Me garantiza usted que los test no encierran peligro alguno? —se atrevió a decir Dod.
El Presidente de la Junta comenzó a perder su aire de benignidad; su sonrisa se disipó. Eiserer se irguió.
—¿Quién ha hecho comentario alguno? ¡Seguridad!
—Déjelo en manos de la Compañía —dijo el Presidente—. La Compañía se cuida de los componentes —miró fijamente a Eiserer—. Usted dijo que el piloto espacial era un alistado leal, ¿no es eso?
—Lo es —reafirmó Eiserer—. Creo que se halla un tanto confundido en estos momentos. Si tuviera un poco de tiempo para persuadirle, para hacerle una sinopsis de ambientación, y poderle hablar...
—¡Gompertz! —le interrumpió Salkind—. ¡Qué le hable Gompertz!
Dod comprendió que le habían concedido una tregua. Tal vez tuviera la oportunidad de hallar un medio de salir de aquello si tuviera más tiempo para pensar; estaba seguro de que tenía que haber un medio de salir de aquella situación. ¡Si al menos pudiera recuperar la memoria para que le ayudara!
—Confíe en la Compañía —decía Salkind—. Escuche a Gompertz, y yo esperaré su respuesta hasta que usted llegue a la Tierra. —Se volvió hacia alguien que estaba fuera del alcance del receptor y habló pausadamente. Dod miró a su alrededor en el preciso instante en que Getler entraba en el laboratorio; llevaba consigo dos diminutos paquetes.
—Entrégueselos al piloto espacial —ordenó el Presidente desde un cuarto de millón de millas de distancia. Getler miró hoscamente a Dod y le entregó los paquetes.
—Un anticipo de la benevolencia de la Compañía —dijo el Presidente.
—Acéptelos y póngalos en su rincón de trofeos.
Dod distinguió las contrahechas y mermadas cabezas de los dos hombres Plag que le habían maltratado a través de las recias bolsas de plástico. Se estremeció. Se percató de que la vida no poseía valor alguno para la Compañía, no sólo la suya sino la de ningún hombre.
—Usted continuará así, Dod, pendiente de próximas revisiones, pero se mantendrá al menos por el momento, alejado de la indiscreta mirada pública. ¿Necesita algo más?
Dod, en aquellos momentos era incapaz de sentir la menor inclinación por nada. Saludó, la pantalla vibró unos instantes, y la silueta de Salkind se disipó. Dos hombres Plag, pausadamente, tomaron posiciones tras Dod, recordándole con ello que la Compañía estaba protegiendo sus intereses. El Psychiarch hizo un gesto depositivo, y Dod fue conducido de nuevo a sus dependencias.
Un aparato transmisor empezó inmediatamente a emitir música suave y melancólica; el programa de revivencias cinematográficas había sido concebido específicamente para él. Antes, podía independientemente escoger el programa de su mayor agrado, pero en las circunstancias en que se hallaba el Psych quería tenerle bajo control. La música servía de introducción a una de las marchas marciales de la Compañía. Dod echó una mirada hacia la pantalla panorámica. Era la hora de su dosis diaria de ficción e inspiración pero no subió a la máquina donde debía encerrarse para contemplar y experimentar aquellas sensaciones. Prefirió pensar y profundizar en la situación en que se hallaba. Tuvo la sensación de que ya nunca tendría humor y ganas suficientes como para volverse a meter otra vez en el globo de las revivencias.
Su personalidad había experimentado un cambio radical. Ya nunca volvería a ser un integrante leal a la Compañía. Ni siquiera era ya un integrante de la misma, pensó con amargura; su personalidad tenía ya más en común con los hombres libres del espacio que con la Compañía; pero aquéllos, habían sido totalmente barridos casi dos centurias antes. Se sentía solo. Y lo peor en aquel preciso momento, era que no estaba seguro de quien era en realidad; podía reírse, e incluso hacer burla de la simpleza de mente del piloto espacial Dod, pero cuando quiso pararse a pensar con objetividad en su propia personalidad, una nube gris pareció empañar cuantas preguntas se hacía a sí mismo. ¿Había sido siempre un piloto espacial? ¿Qué había sido antes si no? ¿Cuándo? ¿Por qué la prueba Kindet le era familiar? ¿Y qué tenía eso que ver su abuela? ¿Y aunque así fuera, quién era ella?
Era como tratar de parar un motor de una nave con sus manos: imposible. No poseía ningún punto de referencia en que fijarse, y por tanto no podía ni siquiera forjarse una idea de lo que debería hacer.
Mas, sin embargo, todavía podía intentar algunas cosas.
—Háganme venir al Mashal de Combate. —Dijo Dod a través del transmisor. El totex vibró en la espaciosa estancia.
El Marshal Maes ya había recibido sus instrucciones, según pudo deducir Dod. El enorme rostro rubicundo de aquel hombre poseía un aspecto cautelosamente amable.
—¿Puedo serle útil en algo, piloto espacial? —preguntó.
—Quiero un aparato en mi propia circunstancia, Marshal —dijo Dod.
La respuesta fue tajante:
—No faltaría más, veamos. De las cuatro últimas carreras usted ganó cuatro, ¿no es eso? ¿Ha pensado tal vez en intentarlo en un concurso de mayor importancia?
Aquello podía significar el retraso de algunos meses; no cabía la menor duda de que el Marshal había sido aleccionado para cuanto tuviera que decir.
—No. Me mantuve así para mantener mi estado en la guía de Pilotos. —Todos los Pilotos Espaciales tenían como norma competir al menos una vez al año en los Combates Espaciales.
—Pero usted en estos momentos se halla en un caso muy especial y supongo que no lo ignora. Yo le puedo proporcionar un aparato, pero no podrá ser hasta dentro de unos meses.
—Gracias —repuso Dod—. El Marshal le devolvió el saludo y se desvaneció su imagen de la pantalla.
Dod permaneció el globo totex. Se le hacía tentador el dejarse llevar por los antiguos módulos del estupor; pensó que eso era lo que el Psych precisamente quería, un Dod pacífico, cooperativo, condicionado. Volvió a echar una ojeada al globo totex. Las epopeyas vibraron y surgieron; el héroe se hallaba en apuros. A Dod no le cabía la menor duda de que lograría salirse con bien.
—¿Qué le parece?
Dod giró sobre sí para hallarse ante el gordinflón hombre de Psych vigilándole. El hombre sonrió y señaló hacia el agujero circular que había en el suelo.
—Una entrada secreta —explicó—. Una de las ideas de los Psych. Todas las estancias se comunican entre sí en el complejo bloque de Psych. Somos muy astutos, ¿no cree?
—¿Tiene carácter oficial esta conversación?
El hombre de Psych se puso a reír.
Dod interrogó con la mirada al otro y se llevó los dedos a los oídos.
—No —respondió el hombre de Psych—. No, los altavoces sónicos, no están ahora en acción. Usted se halla allí —dijo señalando hacia el globo totex de revivencias— al menos en lo que concierne a las noticias que tengamos los Psych. Esto continuará así durante diez minutos, y entonces, Psych examinará sus reacciones. Una serie de test de asociación para verificar si usted ha captado el mensaje.
—Gracias por el favor que me hacen al someterme al test Kindet. ¿Porqué está usted ahora aquí?
—No tiene importancia eso ahora. Ya se lo diré tan pronto como me sea posible. Pero aún no ha llegado el momento. ¿Se resiste a someterse al test Kindet?
—¡Después de ver eso! Se supone que estoy tomando una determinación, pero ya me he decidido. ¿Y qué viene a continuación?
—Pondrán de un lado su nave. Ha ocurrido algo que ha llamado la atención de los ingenieros, pero todo ello requiere tiempo. Le van a someter a diversas presiones.
Dod sentía una viva curiosidad por el interés que el hombre Psych demostraba por él, y más cuando aquél trataba de esquivar sus preguntas.
—¿No me va a explicar cuales son sus propósitos? —Por fin había logrado elaborar una idea en su mente—. Yo ya había tenido contacto con usted antes, ¿verdad?
—Primero piénselo un poco, después ya le diré algo.
Verdaderamente, daba la sensación de quererle decir algo a Dod, aunque sin atreverse a revelar muchas cosas.
—Mire —dijo por fin— conocí a un tipo como usted... un individuo que me agradaba. Pues lo descuartizaron. —Hizo un gesto de estrujamiento con la mano—. Y ahora, cuídese, tienen dos o tres trampas tendidas sobre usted. Ya volveré a entrar en contacto con usted en cuanto crea que es el momento más oportuno y seguro. —Echó un vistazo al globo de totex en donde la epopeya estaba terminando en un canto fúnebre—. ¡Ah!, y otra cosa, ¿puede ir hasta las Ruinas?
—Tal vez, aunque la verdad es que no es seguro.
—Inténtelo —le dijo el hombre de Psych—. Es muy importante.
Se alejó rápidamente, por la entrada de los Psych, dejando a Dod terriblemente confuso y sorprendido.
El tiempo fue transcurriendo mientras los pensamientos se agolpaban en su mente.
Por más que se lo propusiera, no le era dado el descansar.
Dos hombres de Plag entraron casi sin ser advertidos. Su mirada fue a posarse sobre la caja de trofeos, desde dos de sus compañeros les miraron fijamente como en señal de respuesta.
—Un visitante, piloto Espacial Dod —dijo uno. ¿Por qué hablarían siempre alternativamente? Dod esperó a que hablara el segundo de los hombres Plag. Ambos volvieron a mirar a la caja de trofeos, y después hacia la izquierda dejando a Dod solo con el anciano.
Salkind debió haberse gastado muchos miles para hacer venir al anciano hasta Moonbase. Su silencio ponía nervioso a Dod. Bajo sus pobladas cejas, sus acuosos ojos azules le miraban con malignidad. Pero cuando habló, su voz poseía un acento y una modulación sorprendentemente agradable.
—Un encuentro muy extraño, Dod —dijo—. He leído tu trabajo... Hay algunos puntos muy interesantes en esa obra tuya, ¿cuál es el título que no recuerdo ahora? ¡Ah, sí! "Un Análisis Estadístico de la Incidencia del Quebrantamiento Rectilinial en el Séptimo Nivel". Muy interesante.
Una toma de contacto muy suave, pensó Dod. Ahora Gompertz añadiría su frasecita en Latín.
Todo cuanto tengo que hacer, se dijo Dod a sí mismo, es dejarme llevar. El tiempo es mi aliado. Al menos así lo había dado a entender el gordinflón hombre de Psych... ¿y en quién otro podría confiar?
—Me siento muy honrado, Consejero —repuso Dod—. Siempre he sentido gran admiración por sus conocimientos. —Sintió una agradable sorpresa al comprobar el gran sentido de la diplomacia que poseía, y que hasta aquel momento nunca había descubierto. Tal vez poseyera otros dones...
—Sin formulismos... —dijo Gompertz, al igual que anteriormente había hecho el Presidente—. Me gustaría tener una charla muy sincera con usted.
—¿De hombre a hombre?
—Así es... —Gompertz le miró más detenidamente, y de pronto esbozó una sonrisa que dejó al descubierto sus viejos y amarillentos dientes—. Sus últimas actuaciones demuestran recias tendencias conformistas... lo cual denota que usted ha cambiado. ¿Por qué? ¡Rápido!
Sin pensar, Dod respondió:
—Peligro. Demasiado peligro en un período muy corto de tiempo. —Mas de pronto, llegó a la conclusión de que no debería haberse manifestado de ese modo; su respuesta debió haber sido conformista. Los Buenos Componentes de la Compañía respondían despacio y después de haberlo pensado: siempre la respuesta más adecuada y la más segura.
—Pues aún así ha sacado usted a relucir sus defensas con mucha rapidez. Ha llevado a cabo un grado nada despreciable de adaptación a las circunstancias cambiantes, en un par de días. ¡Casi un Novus homo!
Un Buen Componente no hubiera preguntado lo que aquello significaba, y Dod no respondió. Este hombre, entre todo, era el más avezado en dialécticas; se decía de él, que después de media hora de análisis y examen crítico, los Extranjeros se alegrarían de unirse a la Compañía... si es que se lograba entrar en contacto con ellos.
—De modo que estoy cambiado —dijo Dod. Gompertz estrechó la toga sobre su cuerpo, y se sentó en una silla confortable.
—Le explicaré mi posición con gran claridad —dijo—. Le voy a hablar como a un hombre pensante, y no como al piloto Espacial Dod. Usted cree que estoy aquí para engañarle, ¿no es eso? Olvídelo. El Presidente Salkind me ha rogado que viniera para decirle lo que ése... ¿cómo le podríamos llamar? Ese apéndice, ese fulgor circular, esa luminosidad en forma de disco...
—Halo —repuso Dod.
—Así se le podría llamar —accedió Gompertz—. He escrito muchos miles de palabras, —dijo con gran gravedad— sobre este aspecto que presento, pero ahora se me hace difícil empezar. ¿Sabe cuanta gente hay en el Sistema?
—Un billón de billones —repuso Dod. Era la respuesta de un libro de texto.
—Un billón de billones —repuso Gompertz aparentando quedar maravillado—. ¡Y nueve planetas habitados ¡Y cientos de miles de años en el tiempo, millones de años en realidad! Y en toda esa inmensidad de tiempo y espacio, todavía no hemos tenido ningún contacto con cualquier otro tipo de vida que posea inteligencia. Nada en Marte ni en Venus ni en cualquiera de los otros planetas. ¡No hemos hallado ni liquen! Ello hizo estremecer el mercado de la ciencia ficción cuando arribamos a Marte. ¡Canales! ¡Monstruosas lombrices! ¡Plantas sensibles! ¿Se puede imaginar lo que esto produjo en los científicos? Todas sus teorías fueron por tierra en cuanto los planetas fueron nuestros.
Dod pudo comprobar hasta que punto Gompertz lamentaba la desilusión que había llegado de la mano del progreso; era un romántico de corazón.
—Y en el momento en que estuvimos prestos para alcanzar las estrellas más próximas, nos vimos impedidos de llevar a efecto nuestra misión. —En los días actuales, nadie hablaba de esta forma, pensó Dod con gran sorpresa. ¿Qué era lo que estaba tratando de demostrar el anciano?—. Entonces fue cuando llegaron los Extranjeros —prosiguió—. Enviamos a nuestros robots, y ellos nos dijeron lo que ya sabíamos... que no poseíamos naves lo suficientemente buenas como para efectuar un viaje interestelar. Básicamente, no hemos mejorado las ideas del último Segundo Milenio. ¡Pero podríamos haberlo hecho!
Eso era hablar contra la Compañía. Dod se estaba recreando en ello, pero no obstante desconfiaba por que no sabía si sería que le estaban tendiendo alguna trampa.
El anciano estaba mirando el halo, y ello parecía romper el hilo de sus pensamientos. ¿Estaría todo aquello planeado? ¿No estarían edificando todo un contexto de ladrillos semánticos a su derredor?
—¿Qué sabemos de ellos? —dijo Gompertz, sin dejar de mirar el halo—. Muy poco. Casi nada. Tal vez ni siquiera hay extranjeros o Remotos como también les llaman. La pantalla podría muy bien ser un accidente cósmico, algún conjunto masivo de fuerzas que no llegamos a comprender. Sin embargo no creo que sea así, ¿y tú?
—Yo diría que es una forma de vida.
—Sí. Mucho más adelantada que la nuestra... ésa es la opinión y la sensación general. Desde luego son más fuertes que nosotros. Son capaces de contener el Sistema, ¡todo él!, desde unos cuantos millones de millas, más allá de Plutón. Nadie ha conseguido atravesar aquel límite desde que ellos aparecieron. Parecen no haberse apercibido de ninguno de nuestros intentos por entrar en contacto. Da la sensación de que ni siquiera tengan noticia de nosotros y nuestra existencia.
—Tenemos algunas ideas acerca de ellos, que no son en realidad más que teorías; son vegetales sin necesidad de naves; son un virus, son humanoides o robots. No están en ningún sitio, pero el Sistema parece sostenerse gracias a un estado de hipnosis masiva. Todas estas ideas fueron lanzadas hará aproximadamente unos cien años; ahora nadie se preocupa ni de teorizar. Hay algunos viejos textos muy interesantes acerca de ellos, ¿los has visto?
—No me impresionaron mucho —respondió Dod.
—No, pero hay uno o dos que siempre que pienso en ellos me producen cierto sobrecogimiento. Constituyen el más vacío de los vacíos y un misterio más impenetrable que el de tántalo. No poseemos ningún punto de contacto con ellos. —Continuaba mirando al halo—. A lo que me refiero es a la terrible diversidad o cualidad de ser otro de los Extranjeros. ¿Qué podremos decir de ellos? Nada. Somos como una red repleta de peces, con tanto conocimiento de los Extranjeros, como los peces tienen del pescador.
—¿Y usted cree que uno de los peces ha encontrado un agujero en la red?
—No es eso exactamente. La analogía aquí desaparece. Pero por primera vez, poseemos algo. Aunque el lazo que pueda unirnos con los Extranjeros sea muy tenue, es el comienzo. Psych explicaba que hay ciertos rasgos paralelos entre los que nosotros sabemos de sus pantallas y su... tu apéndice.
—El Psych Eiserer explicó la posición con toda claridad.
—Y por eso venimos a ti, piloto Espacial Dod. —Sus ojos acuosos le miraron con afabilidad pero Dod estaba seguro de que el anciano era tan ladino como Eiserer, con su forma tan particular de presentar las cosas con una lógica incontestable—. Sí, piloto Espacial. ¿Has oído hablar del Capitán Frost y de la lucha por la nave situada en Marte? Todo el relato viene perfectamente trazado en los libros de historia.
—Tengo entendido que fue uno de los héroes en las primeras batallas con los hombres Libres del Espacio.
—Sin comida y con agua solamente para tres días, con el aprovisionamiento de oxígeno muy justo también, atravesó casi una cuarta parte del planeta llevando consigo los únicos explosivos que pudo encontrar, una caja de dinamita en una nave de investigación medio destruida del Segundo Milenio.
Dod se imaginó los esfuerzos terribles que tuvo que haber hecho Frost para abrirse camino entre tantos imponderables. Los hombres en los días actuales no volaban en tales circunstancias. Se puso a reír en voz alta.
—¿No le afecta ni lo más mínimo, verdad? Si continuara detallándole la forma en que Frost hizo estallar su carga, y cómo paralizó los aprovisionamientos principales de oxígeno el tiempo suficiente como para acabar con la mayoría de la oposición, tampoco se sentiría muy impresionado, verdad?
¿Y era ése el dialectante tan brillante? Estaba empezando a sentirse decepcionado. De pronto le importó un comino la impresión que hubiera podido causarle al Consejero.
—Todo eso está muy bien para el totex —dijo.
—Iba a hablarle del autosacrificio de Frost —dijo Gompertz pausadamente—. No todos podemos sacrificarnos de ese modo, pero en algunas ocasiones un hombre tiene la oportunidad de contribuir más que cualquier otro para el bien de su generación. —Bajó la voz y Dod admiró la modulación; era efectiva—. Tú eres el hombre.
—¡Qué demonios! —casi gritó Dod.
Gompertz no pareció sorprendido:
—¿Habló alguien del test Psych?
—Oí hablar del test Kindet hace algún tiempo —repuso Dod sin querer con ello traicionar al hombre Psych—. ¿Es lógico que no podía aceptarlo, no?
—Un componente Leal a la Compañía sí que podría —sugirió el Consejero—. No, Dod, algo ha cambiado en ti. ¿Quieres decirme qué es?
—Si lo supiera... —dijo Dod pensativamente— probablemente se lo diría.
—Me veo obligado a dar cuenta de esta no cooperación al Presidente, ¿lo comprendes verdad?
—Me tiene sin cuidado. No tengo otra alternativa.
Gompertz le miró con curiosidad:
—Tiene que haber una alternativa para la Compañía. Si hicieras caso de mi consejo, yo no me volvería atrás... cooperar es todo cuanto puedes hacer, sin crear ni cerner peligro sobre ti.
—¿Qué ocurrirá ahora?
—Psych se hará cargo de la situación. Mi papel residía únicamente en tratar de convencerte para meterte en el asunto y que hicieras lo que el Psych había planeado para ti. Yo debía situar tu mente en la línea de acción más conveniente. De todos modos no lamento el haber fracasado. Ahora tengo que ponerme en contacto con el Presidente y dar cuenta al Psych.
Puso en contacto los receptores. Eiserer inmediatamente entró en la habitación y la silueta del presidente se dibujó en la pantalla.
—El piloto Espacial Dod sabe que el Kindet test le dejaría convertido en un guiñapo de ser humano. No está preparado para aceptarlo, y en cierto modo, yo estoy de acuerdo con él.
El Presidente escuchó las noticias con tranquilidad; Eiserer miró fijamente a Dod, pero no dijo nada:
—Entonces daremos cuenta al piloto Espacial de las implicaciones que puede tener el halo —dijo el presidente.
—Yo ya le he dado algunas referencias pasadas —dijo Gompertz—. ¿Quiere que continúe con los tópicos que discutimos anteriormente?
Salkind asintió:
—Hágalo, Consejero, por favor.
El Consejero Gompertz se sentó en su posición favorita, recostado sobre un cojín como si se hallara en un festín Romano. Miró a Dod, al halo, y después pasó la mirada sobre sus delgadas manos:
—Hemos considerado las razones posibles que justifiquen la aparición de ese curioso apéndice sobre ti, piloto Espacial —comenzó—. Una, podría ser una especie de accidente. Otra, que haya sido puesto ahí deliberadamente.
—Eso ya lo sabía yo —dijo Dod—. Lo que me gustaría saber...
Gompertz le interrumpió:
—Desde luego he desestimado la primera hipótesis. ¿Por qué por primera vez en nuestra larga historia, ha tenido que ocurrir un accidente así? ¿Y sólo una vez? Todo ello nos lleva a la hipótesis de que no sea un accidente. —Hizo una mueca triunfal a Dod—. En ese caso debemos preguntarnos a nosotros mismos, qué propósito posee ese... apéndice; debería encontrar otra expresión. Sería mucho más desagradable tener que hablar de ello, si te hubiera aparecido una tercera mano. ¿Lux Dodi? Pero para proseguir llegamos a otra pregunta, ¿por qué ha sido colocado ahí? ¿Por qué?... Dod, dímelo.
—Al principio creí que estaba loco. Después parecía un efecto de radiación, pero no hay radiación alguna que no posea una fuente de provisión. Inmediatamente se me ocurrió pensar en los Extranjeros... se oye hablar mucho de ellos en mi agrupación. Los pilotos hablan como nadie, y se oyen contar muchas cosas de lo que se ha intentado con los extranjeros.
—¿Y por qué tendrían que ser los Extranjeros? —preguntó Eiserer—. ¿Por qué pensar en ellos?
—¿Y qué otra cosa pudo haber sido? —repuso Dod encogiéndose de hombros.
—Dod es un hombre que piensa —intervino el Presidente—. Como es lógico habrá examinado esa posibilidad.
—Yo no creo que el piloto Espacial pueda sernos de utilidad alguna en este momento —dijo el Consejero—. Tenemos que darle tiempo. Partamos de ahí. El halo es inofensivo, puesto que hasta ahora no ha desempeñado función alguna, al menos como arma o como medio de comunicación. No tiene vida, al menos en lo que nosotros interpretamos por vida, de modo que podemos desechar cualquier temor de invasión por simbiosis. Hasta ahora no se ha separado de ti, y hemos considerado la posibilidad de que pueda ser utilizado como un vehículo para llegar a la Tierra.
—Un momento —interrumpió Salkind. Habló un momento fuera de la pantalla, accionó una mano, y miró brevemente a Dod antes de indicar al Consejero que continuara.
Gompertz le miró sorprendido:
—El adoptar una línea de pensamiento diferente —continuó— podría ser en cierto modo una advertencia. Tales signos están asociados en la mitología con las advertencias, rayos de luz, discos y cosas por el estilo. A mi juicio, aunque no poseo otra base que el instinto, es que es algo de tipo funcional, antes que simbólico.
—¿Simbólico? —preguntó Salkind.
—Sabemos que la asociación costumbrista de este particular estilo de signo corresponde al lado religioso. En los tiempos antiguos a los santos se les adornaba siempre con halos como éste. Santos, mística religiosa —explicaba mientras Dod se inclinaba hacia delante para hacer una pregunta—. El significado tiene una doble vertiente. Primero, da énfasis a la santidad peculiar, y segundo es un elemento de selección; eran una raza aparte.
—Una especie de garantía —apuntó Eiserer.
—Por la Deidad —respondió el Consejero—. Una especie de sello para sus ansias de santidad.
—¿Y qué tiene que ver todo eso conmigo? —preguntó Dod.
—Podría haber cierto paralelismo —dijo pausadamente.
—Los Extranjeros han escogido a Dod. ¿Es eso? —preguntó Salkind.
—Es concebible.
El Psych consideró que había llegado el momento de entrar en conversación. Su campo de conocimientos incluía el misticismo y la religión.
—Tanto por las teorías de los antiguos, o bien a través del conocimiento particular del significado del halo, ¿están utilizándolo los Extranjeros como un símbolo de aprobación?
—¿Podrían estar tal vez, advirtiéndonos de que Dod es un caso especial? —añadió el Presidente antes de que Gompertz tuviera la oportunidad de responder.
—Yo no le daría a la teoría más valor del que requiere su naturaleza especulativa —replicó el Consejero—. El uso del halo podría ser pura coincidencia. Ya pensaré en ello.
Todos miraron con interés el halo, y Dod se sintió sorprendido de que la discusión entrara en aquellos límites. Poseía algunas ideas acerca de la naturaleza funcional del halo, pero las retenía.
Gompertz había adoptado una pose académica, con la punta de los dedos tamborileando ligeramente sobre las puntas de los otros, e una estimulación inconsciente del sistema nervioso.
—Para resumir —dijo al fin—, tenemos que considerar estos aspectos. Advertencia. Una posibilidad que no debemos olvidar. Comunicación... no lo sabemos; y si es así, debemos dar con la llave del asunto. Invasión o arma... decididamente no. Lo cual nos deja con la única posibilidad de identificación.
—¿Identificación? —preguntó Eiserer. No se le había ocurrido pensar en ello.
—Eso es lo que hemos estado discutiendo durante los últimos diez minutos —señaló Gompertz con astringencia.
Tenía razón, pensó Dod. Gompertz disfrutó de la pausa con el sentido de un actor de suspense.
—Sí, identificación. Y cuanto más pienso en ello, más acertado me parece. Comprenda, que si los Extranjeros quieren volver a encontrar a Dod de nuevo, no tendrán ninguna dificultad en hacerlo.
Nuevamente los tres hombres se hundieron en sus reflexiones. Para dos de ellos, Eiserer y Gompertz, la interviú había terminado. Había hecho cuanto estaba de su parte para explicar la situación presente; ahora dependía de Salkind el tomar el tipo adecuado de determinación.
—Irá a Tierra, Dod —expuso—. He sido informado de que todo está a punto allí... o de que lo estará pronto. Lo he dispuesto todo para que las noticias vayan a todo el Sistema; creo que habrá una muchedumbre considerable esperando para verle en persona.
—¿Y en la Luna? ¿Puedo ir libremente de un lado a otro, en las últimas horas que me quedan aquí?
—Me ocuparé de ello —prometió Salkind—. Una cosa para terminar: tal vez haya hecho usted un gran servicio a la Compañía negándose a ser sometido al test Kindet. Comprendo que el elemento de peligro es muy extremado, y he cancelado el programa. No tengo la menor duda de que Eiserer encontrará algún otro medio que sea de utilidad a nuestros propósitos. —Tenía la cabeza transida de sudor—. Espero verle en persona, Comandante —dijo. Y la pantalla perdió su brillo.
—¡Comandante! —exclamó Gompertz. Lo encontraba divertido—. ¡El Comandante del Disco Dorado!
Eiserer salió sin decir palabra.
—Ven a charlar un poco conmigo, joven —dijo el Consejero cuando el Psych hubo salido—. Pregunta si quieres. —Hizo un guiño a Dod que éste le devolvió. El anciano salió de la habitación con paso indeciso, murmurando entrecortadamente su última exclamación que había encontrado jocosa: ¡Comandante... el Comandante del Apéndice!
De modo que era Comandante. Los diez mil créditos le serían acreditados en Tierra; podría tener cuanto quisiera.
Eso hubiera significado la felicidad para el Dod de un par de días antes.
La puerta se abrió de pronto. Flanqueado por dos hombres Plag apareció el Psych. Tenía el aspecto preocupado, y un ramalazo de temor azotó a Dod.
—El registrador oficial y personal del Psych —dijo con voz poco natural, mientras su rostro gordinflón temblaba de ansiedad—. ¿Se lo dejo aquí, Comandante? —Sus ojos danzaron por la habitación sin encontrar lo que estaba buscando.
Los dos hombres Plag se miraron el uno al otro y alzaron ligeramente el rincón de la boca, dibujando una débil sonrisa.
—No lo he visto —repuso Dod—. Creo que lo llevaba consigo cuando salió.
Pero el hombre Psych no quedó satisfecho hasta que él mismo hubo mirado por completo la habitación. Después, salió con abyectas disculpas por su intrusión, y grandes lamentos por el probable caso de que tuviera que volver sin él. Por aquellos instantes los hombres de Plag se estaban burlando de él abiertamente; los Plag envidiaban a los Psych las grandes cantidades de dinero de que podían disponer, y su independencia de la vigilancia de los Plag; tradicionalmente un hombre Plag nunca ayudaba a ninguno de los de los Psych.
El hombre gordinflón había dejado una tarjeta sobre el globo de totex. Dod la tomó rápidamente.
—Ruinas —leyó—. Hoy a 15:00 horas. Exploración Nivel 7.
Había sido rápido y su fuente de información era buena; sólo unos minutos antes, el Presidente le había autorizado a moverse libremente sobre la Luna durante las pocas horas que le quedaban de permanencia en ella. Y el hombre Psych lo sabía. Y también sabía que el nivel siete de las Ruinas era particular de Dod.
Dod miró a su derredor y se apercibió de estar captando el truco de la conspiración. Accionó uno de los altavoces emisores receptores:
—Una nave individual a 15:00 —ordenó.
—¿Propósito del viaje? —preguntó el encargado del Trans.
—Exploración del séptimo nivel.
—Dé su referencia a los Plag, por favor, piloto Espacial —repuso el encargado.
—¡Comandante! —gritó Dod. Inmediatamente el encargado desapareció de la pantalla y asomó el rostro de Getler.
—Tendré que mandarle una nave escolta, Comandante —dijo con deferencia el jefe de los Plag—. Hasta que usted abandone Moonbase soy responsable de usted. Le queremos bien a salvo.
Dod sintió su odio que se acrecentaba. Recordó las botas de Getler.
—Sin escolta —dijo Dod. Quiso humillar al jefe de los Plag—. ¡Es una orden!
—No puedo hacerlo, Comandante. ¡Va mi cabeza en ello!
Dod se volvió para mirar la caja de los trofeos. Getler le siguió con la mirada.
—Me mantendré a una milla de distancia —propuso el jefe Plag—. Una sola nave... un explorador. A una milla de distancia.
—Está bien, a una milla. Pero asegúrese de que es a una milla y no una pulgada menos. ¡Y saque a esos payasos de delante de mi puerta!
—¡Muy bien, Comandante! —el rostro de Getler se mantenía contrito por el esfuerzo que tenía que hacer para disimular su escondido antagonismo; sus ojos no podían ocultar sus frías ansias de asesinarle. Dod le sostuvo desafiante la mirada.
Si Getler tenía ganas de problemas, se los iba a dar. Cuando alzó la vista el encargado del Trans estaba allí. La astronave estaba a punto, los depósitos de combustible llenos, las reservas al pleno, y ¿de verdad quería volar el Comandante? ¿Quería alguna otra cosa? ¿Se le ofrecía algo que pudieran hacer los Trans?
—Mil quinientos —dijo Dod, oyendo el tintineo de mando que había en su voz, con placer.
Capítulo tercero
La mayoría de los componentes de la plana mayor de Trans acudió a ver trepar a Dod a la navecilla lunar en espera. El jefe de la estación le había escoltado personalmente al aparato.
—Tiene combustible para diez horas de carrera —dijo respetuosamente.
—¿Aire? ¿Alimento? —dijo Dod con palabras que halló restallando con autoritario acento.
El jefe de estación se estremeció. La categoría de Dod le superaba ahora en doce grados.
—Con amplitud, Comandante —respondió—. Una provisión de emergencia para una semana entera en adición a las reservas normales de tres días. Este es uno de nuestros últimos modelos, comandante, llegado de Tierra tan sólo la pasada semana... aunque ha sido cabalmente comprobado —añadió presuroso.
Dod puso el aparato en vuelo y se elevó rápidamente a veinte millas sobre la Base Lunar. La nave de Plag esperaba abajo. No había probabilidad alguna de evadirla... el explorador de Plag podía en caso de necesidad ganar Terra con su poderoso motor de haz anular. Puso rumbo a las Ruinas.
En otro tiempo hubiese sentido una contenida excitación intelectual ante la perspectiva de otro día de excavación en las Ruinas de mediados del tercer milenio.
Durante años, aquélla había sido su manía, y había logrado cierta distinción como selenólogo; pero ahora ya había pasado eso. Eran las semi-promesas del gordo hombre de Psych lo que le tenían atado por el interés. En vez de poner otra pequeña pieza de las Ruinas en su propia perspectiva histórica y tecnológica, iba a descubrir algo sobre aquel hombre gordo de Psych; y quizá sobre sí mismo.
La nave exploradora Plag se mantenía a la milla estipulada; surcaba a la misma velocidad que el aparato lunar, mas parecía estar moviéndose lenta y cansinamente, como un gran gato sobre el muerto paisaje de la luna. Y cuando Dod posó su aparato junto a la entrada de las ruinas, y salió, con su cavadora en miniatura en una mano y el lápiz término en la otra, la nave Plag posóse también suavemente, en espera.
Las Ruinas ocupaban aproximadamente una milla cuadrada de la superficie donde había sido expuesto el pequeño primer nivel, bajo el cual se hallaban varios otros; nueve habían sido excavados hasta entonces, pero sabíase que se extendían mucho más profundamente, alveolándose por espacio de millas hacia afuera y abajo.
Las Ruinas le habían fascinado durante tanto tiempo como podía recordar, ejerciendo fuerte presa en su imaginación. Las grandes cavernas, las sobrenaturales, descalabradas y erizadas máquinas... y los fantásticos y enmarañados conglomerados de metal y de plástico le colmaban con una sensación de pavor y significado. Generalmente, de todos modos.
Había habido siempre la posibilidad de un descubrimiento realmente sobrecogedor en las máquinas del pueblo de mediados del Tercer Milenio, que no había dejado ni registros, ni monumentos, nada más que aquellos vastos restos de grandes designios; quizá había escondido en alguna parte el inductor de una nave estelar... tal vez había sido conocido alguna vez el inductor luminoso y estaba oculto allí. Ello podía ser una clave en cuanto al propósito de las Ruinas. Hasta eso era desconocido.
Al penetrar Dod más en las profundidades, se sintió recorrido por el familiar hormigueo de la excitación, emparejado con el cual estaba un semi-deseo de revertir de nuevo a la vida de Dod... estaba pensando en Dod como en otra persona, se dio cuenta.
¿A qué la idea de encontrarse en las Ruinas? Al principio, Dod la había aprobado, pues normalmente no habría nadie excavando allí; aún faltaba un mes para la época de vacaciones. ¿Mas no había seguramente algún otro método menos complicado para comunicarse? Por primera, las Ruinas no habían sido presurizadas aún... y con toda probabilidad nunca lo serían totalmente, pues había tan inmenso espacio a llenar con aire. Lo cual significaba seguir embutido en el traje espacial y comunicar por radio. Dod siguió adelante y abajo.
En el quinto nivel, el completo sistema de iluminación estaba reemplazado por instalaciones parcas e insuficientes que habían sido colocadas sólo recientemente. Había en las ruinas un ambiente indatado que se hacía más acusado a medida que se descendía más; parecía como si hubiesen estado allí desde el comienzo del tiempo.
Un destello de luz lo envió precipitadamente tras una gran columna retorcida de acero. El hombre gordo había llegado. Dod se adelantó, y estuvo a punto de hablar pero se detuvo.
—Relájese —dijo el hombre de Psych—. A esta profundidad, recuerde que vamos abajo, no podamos ser pescados.
—¿Es por eso que dijo usted aquí?
—No. Este lugar es peligroso ahora, aunque no hay otra alternativa, tal como están las cosas.
—¿Y cómo están? —preguntó Dod sintiéndose irritado. El hombre de Psych no estaba yendo al grano.
—No puedo apresurar esto, aun cuando es peligroso quedarse aquí durante mucho tiempo... no estoy seguro de si Plag no me puso alguien encima.
—Usted me ha ayudado. Se lo agradezco —dijo Dod—. No obstante he tenido mis desazones. Deseo mantenerme al margen de otros trastornos si puedo.
La gruesa caraza del hombre de Psych adquirió una expresión solemne.
—¿No se sorprendió usted nunca sobre estas ruinas? —preguntó.
Dod se sintió exasperado.
—¡Sorprenderme... pero si me paso todas mis vacaciones aquí! He publicado informes sobre ellas. ¡Las conozco tan bien como cualquiera!
—No es eso —replicó el gordo—. No es por lo que conoce... por lo que vino usted.
Dod se sintió ahora desconcertado; ¿a dónde conducía aquello? Seguramente el hombre de Psych sabía por qué vino. Todo el mundo tiene sus manías. Uno se dedica a los juegos o a la excavación, y otro o una docena de otros siguen dependiendo de su grado. Psych en sus ocupaciones; los pilotos del espacio optaban casi todos por los juegos y pasatiempos. Sólo unos pocos, como él mismo, se dedicaban a menesteres más académicos. Como hombre de Psych, él debiera saber esto.
—¿No se ha preguntado usted nunca por qué está tan interesado? —preguntó aquél.
Dod intentó pensar sobre ello: hace años había caído al embrujo de las Ruinas; los totex que había visto habían aventado aquel interés. Había sido absorbido en ellos durante... había olvidado durante cuanto tiempo.
—¿Es importante eso? —preguntó. ¿No había algo más importante que el hombre de Psych pudiera decirle?
—No lo sabe usted cuanto. Piense. ¿Cuándo vino usted por primera vez aquí? —Había atenuado el acento agrio en su voz, y parecía tremendamente serio.
—Hace años —respondió Dod, sintiendo al hablar que una nueva cautela se le infiltraba en la mente. ¿Era la respuesta demasiado voluble? ¿Demasiado hábil?
—¿Pero cuándo exactamente? Debe usted recordar la primera vez.
Tenía razón, pensó Dod. Uno recuerda siempre la primera vez de todo. Luego formó de súbito otra respuesta.
—¡Cuando vine por primera vez aquí!
Era evidente; se sintió aliviado.
—¿Cuándo fue eso?
Dod sintió que le invadía el enojo ante aquel aguijoneo..., ¡no venía en absoluto al caso!
—En... —comenzó furiosamente. Nada más le acudió a la mente; el tono de su voz estaba cambiando mientras se oía continuar—. Cuando aprobé en la Escuela Espacial. —Era como estar escuchando a otra persona.
—¿Cuándo fue ello? ¡Piense!
Dod no pudo. Se había detenido, suspenso en una maraña de emociones.
—Paso a paso, entonces —prosiguió el otro—. ¿Qué edad tiene ahora?
—Treinta y dos.
—¿Cuánto tiempo ha estado en la travesía de Plutón?
—Cinco años —¿O eran cuatro, o diez, o dos? Su mente corría en loca carrera, como si algo se hubiese desbocado en su cabeza. Frente a él fulguraban luces y enroscadas y crestadas llamas—. ¿Importa todo eso? —gritó, intentando atajar el torbellino de demenciales pensamientos.
—Cinco está bien —dijo el hombre de Psych.
—Cinco —repitió Dod. Sonaba exacto ahora.
—Y usted tiene treinta y dos.
—Sí. —Ya bastaba de preguntas—. Está bien.
Eso, eso es. Cinco anos. Treinta y dos.
—¿Y las cifras sumadas?
Desde luego que no, volvió a chillarle la mente, pero no pudo enfrentarse a las implicaciones, y sus pensamientos se retorcieron y giraron de nuevo como cables vivientes.
—Tiene usted que calcularlo por sí mismo —dijo el hombre de Psych con voz resonante que parecía llegar de millas de allí—. Los pilotos del espacio se gradúan a los veintiún años.
Dod sintió como si la gran caverna se cerrase sobre él, y le cegasen las luces de color que destellaban y guiñaban en el interior de su cráneo; una banda se apretó en su cerebro y le rodeó una nube de remolineante fuego, apresándolo hasta que se sintió cayendo... y eso fue todo.
El hombre gordo se había apoyado contra la retorcida columna, según pudo ver Dod al rodar por el suelo.
—Casi se fue usted —le dijo aquél—. A veces lo hacen. Pensé tener un cadáver en las manos.
—Y yo —respondió Dod, poniéndose en pie. Los recuerdos volvieron a filtrarse, y pudo poner nombres a lugares y gentes que no había visto desde hacía más de cinco años. Retornaron ideas y conceptos que había olvidado, un remiendo de partes brillantes y retazos grises y aún vagos.
—¿Ya lo logró? —preguntó el hombre de Psych. Dod supo por qué el hombre gordo había sido incapaz de contarle directamente su pasado.
—Creo que lo tengo ya —asintió.
—¿Sabe quién es usted?
—No. —Ello no era importante, sin embargo; eventualmente todo le volvería, su perdida identidad.
—¿Ha vencido el bloqueo?
—En parte.
—¿Hasta dónde alcanzó?
—Ejecuté la compulsión de las ruinas... su sublimación de una búsqueda, una especie de investigación que estaba efectuando.
—Sí. Mantiene ocupado y fuera de terreno peligroso.
—¿Y la tarea de piloto del espacio?
—Puedo decírselo —manifestó el hombre de Psych—. Es principalmente subconsciente, también. El espacio es el océano del conocimiento. Su nave es el apremio a la exploración. Su investigación en lo desconocido hace impelente a un viejo carguero del sistema.
Dod reflexionó.
—Seguir el conocimiento como una estrella sumiéndose —citó, como apunte que le volvió preciso del batiburrillo de sus recuerdos.
—Más allá de los extremos límites del pensamiento humano —completó el hombre de Psych.
—Hábil —dijo Dod—. Fue hábil por parte de ellos. Y me mantuvo dichoso... y diestro, también.
—Fue una gran labor la que hicieron en usted —convino el hombre de Psych.
—¿Quién era yo? ¿Qué era yo? —Dod podía encararse con ello tranquilamente. Pero alguien, se dijo, alguien iba a sufrir por ello.
—Ya sabe que no puedo decirlo. Nunca llegaría atrás si se le dijera sobre eso. Una vez que se encuentra usted bloqueado —interrumpido decimos nosotros—, no se vuelve nunca atrás a menos que lo logre por uno mismo. Procede de dentro, hay que lograrlo del interior.
—¿Y el trabajo que estaba yo haciendo? —Dod estaba pensando en voz alta, y el hombre de Psych no respondió—. ¿Vio usted muchos casos como el mío?
—Es mi tarea —respondió el hombre gordo.
—¿Por qué me bloquearon?
—Ya hallará la respuesta. Sucede que yo no lo sé tampoco. Desearía saber... Psych se halla en estado de pánico sobre el particular, eso es todo lo que sé. Usted era un peligro para la Compañía. ¡Y cómo!
—Y ellos no me mataron —dijo Dod.
—Pueden aún desear lo que usted sabe —señaló el hombre de Psych, pero Dod estaba frente a él. Había de estar alerta todo el tiempo para evitar mostrar a Psych que había derribado su bloqueo.
Hurgó en su mente buscando el trabajo que había estado haciendo, pero resultaba como intentar instalarse en Urano sin los haces luminosos de guía. Si tan sólo pudiera descubrir lo que la Compañía había temido tanto, se hallaría a sí mismo también. De allá debía partir.
—¿Sabe usted por qué estamos aquí ahora? —preguntó—. ¿Por qué aquí, en las ruinas?
—Yo estoy casi aquí. No es el rincón seguro. —El feo rostro sonreía ampliamente en aliento. Dod pugnó por despejar el polvo estelar del remolino de sus pensamientos.
—Le conozco a usted —dijo. El hombre gordo vio alborear el reconocimiento, y se sintió contento por ello.
—Me conoce, sí.
—Así pues, no soy precisamente una especie de perro lisiado que recogió usted.
—Exacto.
Dod miró en torno a la gran caverna.
—Es algo que tiene que ver con este lugar. —No hacía preguntas ya. Las cosas iban cobrando forma... había un molde en la secuencia de los acontecimientos. Se movía a lo largo de abandonados pasadizos, a través de marañas de máquinas estalladas por el calor, y ante espesuras de alambres y cables. Sabía que iba en la debida dirección—. Hallé algo en las ruinas... usted estaba en ello.
—Eso forma parte de la cuestión —convino el hombre de Psych.
—¿Sólo parte?
—La parte que yo conozco. Y me gustaría estar en lo demás.
—Así pues esto no es del todo altruista..., hay algo más en ello para usted.
—Para ambos, creo. Yo puedo ayudar más de lo que piensa. ¿De acuerdo?
Dod tendió su mano y el hombre gordo se la tomó. Luego hizo algo curioso; fue al tablero conmutador de las luces y las apagó todas excepto una. Al cabo de unos segundos, los ojos de Dod se acostumbraron a la lobreguez. La única luz restante atrajo su atención, y comenzó a recordar.
Luego, el hombre de Psych volvió a pulsar los conmutadores, y Dod vio la extraña configuración de las destrozadas vigas cobrando relieve al ser enfocadas por la luz. En medio de la estrella que formaban toscamente las vigas estaría la cápsula. Eso era lo que el hombre de Psych quería mostrarle.
—¡Justo en el centro! —dijo—. ¿Cómo se me pasó cuando llegué aquí? —Luego recordó que segundos antes había estado sin percatarse de la existencia de la cápsula... hasta que Scrimgouer manipuló los conmutadores... ¡Scrimgouer!
Al mirar al hombre de Psych pudo ver por la expresión de su cara que se daba cuenta del cambio operado en él.
—Hola de nuevo, Scrimgouer —dijo Dod. Podía hasta recordar cómo el hombre de Psych había ganado aquella mellada cicatriz que le recorría desde la frente a la mandíbula; Scrimgouer había sido un instructor en la Escuela del Espacio, en prestación de Psych, y había tenido una discusión con uno de los instructores de adiestramiento de armas. Había habido pelea. El hombre de Psych había resultado con un buen tajo, pero el otro murió, destrozado por las manazas de Scrimgouer.
—Me alegra que haya vuelto —dijo Scrimgouer—. Ha pasado mucho tiempo.
—¿Puedo preguntarle cuánto?
—No se lo diría.
Dod fue a las vigas, brincó a un borde, y hurgó y arrebató cascotes en busca de lo que Scrimgouer quería que encontrase.
La cápsula era aproximadamente del mismo tamaño que el casco de un traje espacial, y de material similar. Era tan alisada como un huevo, sin grieta ni hendedura alguna. Dod sabía qué hacer. Dejó caer la cápsula, detuvo su propia caída balanceándose de una viga desplomada a otra, y se arrodilló ante aquélla. La suave gravedad de la luna le permitió mecerla durante unos segundos, y luego la asentó sobre su punto de equilibrio en un ángulo inverosímil. Reduciendo el haz a un mínimo, Dod aplicó el lápiz térmico al remate de la cápsula. Esta se abrió.
—Hallamos esto después de la Escuela del Espacio —dijo Dod—. Usted estaba fuera... le descendieron a usted al grado más bajo en Psych.
Scrimgouer sonrió con una mueca de asentimiento.
—Yo soy todavía sólo un recadero. Hará usted mejor en leer y digerir eso —añadió, apuntando al libro que estaba en el interior de la cápsula.
Estaba hecho de alguna especie de aleación de platino, con tenuísimas hojas, y manuscrito. ¿Grabado en ácido?, se preguntó Dod. Todo ello tenía el aspecto de haber sido completado presurosamente, pues la escritura, clara al principio, se desparramaba a tirones tras el primer par de páginas. El escritor había intentado la objetividad, pero su tono era histérico. Al seguir leyendo Dod, comprendió el por qué.
»Así pues ha encontrado usted esto, mi última voluntad y testamento, mi confesión, mi apología pro vita: mi sumario, si lo desea de toda la insana concepción que encuentre. Se halla usted en las Ruinas, o quizá ha llevado usted esto a algún laboratorio. Si hay alguien por ahí, záfese de él. Tiene usted inteligencia: sin ella, no habría encontrado usted la llave térmica, o el escondite de la cápsula. ¿Pero tiene usted integridad?
»Permítame exponerlo así: si tuviese usted una oferta de cinco billones de créditos por un contrato de dos años, ¿la aceptaría? Y si se le dijese que es riguroso secreto... señal-roja-peligro-más prioridad, clase cósmica, ¿se sentiría honrado de que la Compañía hubiese escogido su combinación para la tarea? Yo tuve el contrato de Luna, el mayor, aunque las Ruinas de Mercurio son más complicadas, y oí que algunas de las otras son muy grandes.
»Yo formé el equipo, el mejor que jamás tuve. Setecientos hombres que en su época descortezaron trozos de planetas. Algunos de los hombres mejores y más duros en la contrata. El dinero los llevó a ello, aunque sabían que estarían aislados. A nadie le importó. Estábamos sentados sobre cinco billones. Y era una labor importante.
»Pude ver la forma que la cosa tomaba al cabo de pocos meses, y yo era el único. Pero no dije una palabra. Plag nos tenía intervenidos en todo, desde los registradores de sonido hasta las naves de combate.
»Primero hicimos un agujero de veinte millas de profundidad. Usted está leyendo esto ahora, y usted no lo sabe, pero aún no ha arañado siquiera la superficie de las Ruinas. Fueron construidas para dar mucho trabajo. Coloqué la cápsula en el séptimo nivel, en el lugar en donde la encontró usted, porque es un obvio callejón sin salida, y tiene una especial configuración que usted ha encontrado, puesto que está leyendo esto ahora.
»Después colmamos los varios niveles con cargamentos de material, miles de cargamentos, de todo el Sistema. Material de desecho. Máquinas que no servían. Computadores que no funcionaban. Motores, aparatos de conducción, controles... no ha visto usted aún más que una fracción de ello.
»Nos dijeron que se trataba de una base fortificada de operaciones contra los Extranjeros, cuando algunos de los hombres empezaron a preguntar para qué serviría todo aquello. Ellos no lo descubrieron nunca; yo fui el único.
»El material no tenía uso alguno. Nunca lo tuvo. Esa era la verdad. Aquel material era inútil. No era nuevo en absoluto... no en el sentido de que supusiera un adelanto sobre el que disponíamos ya. Es un material de pesadilla todo él, planeado por imbéciles. Creo que pusieron juntos a algunos genios vueltos de revés por el espacio y los dejaron obrar a su antojo. Porque todo ello es una patraña.
»Métase bien en la cabeza esto, quienquiera que sea usted... las Ruinas son una patraña. Y éste es el único registro de lo que realmente aconteció. Nadie puede salir, y dentro de pocos días, ha de ser completado el trabajo, según se me ha dicho, y he de volver a Tierra. La mayoría de los hombres se han ido... sus cuerpos deben estar en los hornos mientras escribo. He visto ya los planes para la voladura del lugar. Se están volviendo descuidados ahora que se va aproximando el fin.
»Destrozarán las cavernas con bombas T y cañón, y rematarán la tarea con una pequeña arma solar, de manera que resulte imposible un preciso datamiento de las Ruinas por medio de la descomposición radiactiva. No podrá nadie saber nunca la antigüedad de las Ruinas. Por ello yo he preparado esto... ¡preparándolo! Dispongo de medio día para completarlo.
»¿Qué más puedo decirle a usted? Todos los miembros de mi equipo han muerto ya. Los mismos matadores morirán a su vez; ha sido dispuesta una explosión relativamente débil para dar buena cuenta de ellos. No habrá ningún testigo. Nadie quedará con vida. Los planeadores de este proyecto son hombres viejos, todos andan por sus setenta. Y pronto morirán.
»Es un buen proyecto. Merece tener éxito. Los planeadores son íntegros, y creen saber lo que están haciendo. Quieren tener sus Ruinas. Ahora bien, ¿qué edad tienen las Ruinas? Usted no lo sabe, desde luego. Yo se lo diré: son ochenta y nueve años los pasados desde que supimos oficialmente que habían de venir los Extranjeros. Y diecinueve desde que fueron barridos los últimos de Espaciales Libres.
»¿Qué va a hacer usted?
Yo he hecho todo cuanto puedo.
Thorstein»
—Lo descubriré —dijo Dod—. Nosotros lo descubriremos —añadió.
—Yo investigué sólo los antecedentes —replicó Scrimgouer—. Todo fue su idea.
—Hemos dado con las implicaciones —prosiguió Dod, hablando ahora para sí mismo—. Debió ser en mi primera veintena —continuó—. Después de la Escuela del Espacio. Yo estaba trabajando para Psychdine y topé con usted. Yo tuve esta idea sobre las ruinas, y trabajamos juntos en ella. Veamos, ¿cómo llegamos a ello?
—Usted se puso en camino —dijo el hombre de Psych.
—Por primera, esta cápsula no es una patraña. Confrontamos de nuevo con Thorstein. Todo ello encaja. ¡Pero yo no tenía bastante interés como para hacer volar a la Compañía con ella!
—Habría conseguido usted algo más en qué ocuparse. Como dije, nunca supe qué era ello. Todo cuanto conocía era la cápsula. Ello me parecía bastante, pero usted dijo que siguiera, y así lo hice.
—Algo mayor que esto... ¿pero qué? Tenía que ser muy grande —pensó Dod—. Cada cosa a su tiempo —dijo tras un momento de cavilación—. Por primera ordenemos esto. Sabemos que las Ruinas fueron establecidas para desviar al talento original de la pura investigación..., dedujimos tal su función. La investigación hubiese significado nuevos desarrollos...
—Nuevas máquinas para proyectos espaciales, intentos de contactar a los Extranjeros —sugirió Scrimgouer—. Hace unos noventa años dedujeron que los hombres con ideas... los hurones de la ciencia estarían intentando hallar modos y medios de hacer las cosas de nuevas maneras. Y así, las Ruinas.
—Y mi compulsión —Dod había marrado algo, estaba seguro. De haberle bloqueado Psych para su hallazgo de la cápsula, de seguro la habrían trasladado... ¡y no hubiesen descubierto nada de ella!
—No —convino Scrimgouer.
Vagas e inconexas briznas de información estaban intentando encajarse en alguna especie de orden en la mente de Dod, pero por mucho que se esforzara, nada tenía sentido.
—Debió ser para la otra cosa que me bloquearon.
—Es lógico —dijo con lacónica sequedad el hombre de Psych.
—Usted empleó esto como llave para ayudarme a romper el bloqueo.
—Es el único medio en que pude pensar.
—¿Y no sabía usted siquiera lo que estaba yo intentando?
—Sólo que era un descubrimiento sensacional. Como le dije, cuando se reveló la cosa Psych se volvió tarumba. Debió haber estado usted en el Consejo de Directores para verlo.
Dod estaba ya dándole vueltas al problema. Por pura casualidad y suerte, el único hombre que pudo ayudarle había estado en la Base Lunar, y a través de él había comenzado a saber de su real yo; Scrimgouer le había conducido a la cápsula. El gordinflón sabía muy poco más de él, pero la cápsula podía conducir a alguna parte; y luego, allá estaban las sugerencias que le importunaban, el débil recuerdo del trabajo que había efectuado en uno de los proyectos de la Abuela. ¿Qué pensar?
—Volvamos ya —dijo a Scrimgouer. Se inclinó, recogió la excavadora y el lápiz térmico y giró en redondo. Scrimgouer removía el suave polvo para ocultar la cápsula y el libro.
—¡Quietos! —La seca y cortante voz les puso en pie a ambos—. ¡Vuélvanse lentamente! ¡Mantengan las manos pegadas a los costados! ¡Vamos!
Dod se dio cuenta al instante de que el hombre de Plag estaba solo. Sus pensamientos corrieron a la carrera; el acostumbrado equipo de exploración solía componerse de cinco individuos. Si pudiera saltar sobre éste... casi brincó hacia adelante, pero el arma barrenadora que le estaba dirigida se movió ligeramente hacia abajo hasta apuntarle en el estómago; no tenía la menor probabilidad en absoluto de franquear el metro que le separaba de aquel hombre sin ser abatido. Quedóse, pues, quieto. La excavadora le inclinaba hacia un lado, pero no podía desprenderla y tener al par tiempo de saltar sobre el hombre de Plag.
Este se hallaba con la mirada fija en el halo, según observó Dod, pero sin que se moviera su arma lo más mínimo; luego, su mirada recorrió la escena, se detuvo en la cápsula semi-oculta y en Scrimgouer, y volvió a posarse en Dod. Con el rabillo del ojo, Dod captó el leve ademán del hombre de Psych en dirección al oscuro pasillo; los demás miembros del equipo se presentarían tan pronto como su compañero les llamase. Había de atraparse rápidamente a éste antes de que viniesen los demás.
—Esperaremos aquí —dijo el hombre de Plag—. El jefe Getler enviará instrucciones.
Dod recordó que las radios de los trajes no atravesarían las inmensamente espesas barreras de cascotes y roca. El hombre de Plag esperaría hasta que viniesen los demás. Y luego, uno de ellos iría a buscar a Getler. Y así sería aquello, pensó Dod. El final de una personalidad que prometía. De nuevo al comienzo otra vez.
Ni Dod ni Scrimgouer respondieron al hombre de Plag. Acaso podrían enervarlo, pensó Dod. Quizá su mirada se dirigiera alguna vez al pasillo tras él, proporcionándoles la oportunidad para franquear de un brinco la distancia que los separaba... Como en respuesta, el hombre de Plag tomó una nueva posición a varios metros atrás, andando cautelosamente de espaldas como había sido entrenado a hacerlo, tanteando con un pie cuidadosamente los obstáculos, y sin mover ni un grado de su debido ángulo el arma que empuñaba. Podía ver a sus prisioneros, y también el pasillo.
Scrimgouer inclinó su cabeza de nuevo haciendo una pregunta. Dod vio que el gordinflón intentaba saltar sobre el hombre de Plag, y apoderarse del arma, para que pudiese salir él. Dod habló rápidamente para detener el intento de suicidio del hombre de Psych.
—Tengo las cabezas de dos de sus hombres en mi caja de trofeos —dijo fríamente al hombre de Plag—. Ea, baje esa arma, o irá a unirse usted a ellos. ¡Vamos!
El hombre de Plag permaneció quieto, sin moverse.
—Quiero su cabeza también —prosiguió Dod.
El hombre de Plag permaneció inmóvil, como un robot. De pronto, habló:
—Eso sirve para usted —dijo, moviendo su arma en dirección a la cápsula.
¿Cómo podía saber desconcertado a Dod... a menos que no hubiese estado escuchando? ¡Quizá hasta había registrado su discusión! Ahora, el hombre de Plag tenía que morir.
Las manos de Dod se tornaron viscosas dentro de los tenues guantes de su traje espacial. La derecha asió con fuerza el lápiz térmico y, al hacerlo, lo demás siguió naturalmente. Deslizó al máximo el botón del mismo, inclinando el haz aparte de su pie y esperando que el piso de metal soportaría el calor hasta que produjera la necesaria energía.
—Él le dará la cápsula —dijo de pronto Dod, con un ademán hacia Scrimgouer. El hombre de Plag miró brevemente al hombre de Psych, como Dod sabía que lo haría; nadie puede resistir un instante de curiosidad cuando se le ofrece algo. Y fue la última cosa que hizo el hombre de Plag.
Al volver los ojos a Scrimgouer, Dod dirigió el haz de su lápiz térmico a la máscara facial del hombre de Plag, manteniendo aún su mano al costado. Los relampagueantes reflejos del moribundo hombre de Plag enviaron un rayo de energía al lugar donde Dod había estado antes de brincar al cobijo de una columna. Luego murió, horriblemente quemado, con el aire escapándose de sus desinflados pulmones, y la cara desencajada por la angustia al intentar exhalar un rugido de dolor. Fue una muerte rápida pero muy desagradable de contemplar.
Dod arrojó el lápiz térmico a Scrimgouer, apartó rápidamente el cadáver del hombre de Plag y se apoderó de su arma. Hizo un gesto en dirección al pasillo, y el hombre de Psych asintió. Habrían de esperar al resto de componentes del destacamento y tenderles una emboscada.
Dod rió entre dientes. Ya había acabado la larga muerte de personalidad; le placía sentir el arma al apoyar su grácil culata contra su hombro; todos los pilotos del espacio recibían un esmerado entrenamiento en armas, pero raramente tenían la oportunidad de utilizar su habilidad. Dod recordaba ahora que él había estado en primera categoría; y otra cosa, también... Fue rápidamente al cadáver del hombre de Plag, y le quitó la daga ceremonial de larga hoja que cada uno de ellos llevaba, sopesándola cuidadosamente para comprobar su equilibrio.
—Informe, Número tres —llamó una voz por radio—. ¡Informe al instante, Número tres!
Era una voz débil, pero podía ser oída, y todo demostraba que el destacamento explorador estaba acercándose; el tercer miembro de la partida debió haber dado una indicación general del área que estaba examinando. Inevitablemente, los demás vendrían por aquel camino; como lo había implicado Thorstein, era una vía principal, que se había manifestado inevitable para cualquiera que condujese una búsqueda sistemática en aquella parte del séptimo nivel.
—No hay contacto —informó otra voz.
—Tampoco aquí —añadió otra voz.
Eso hacía tres. Con el muerto, cuatro. Faltaba uno; podría haber sido omitido en el equipo de exploración, desde luego, pensó Dod, pero ello era improbable. Concentrarían sus fuerzas allá donde lo necesitaran.
—Pegaos a mí —dijo la cuarta voz, que sonaba más próxima.
Ya era hora de actuar. Dod hizo una seña a Scrimgouer de que permaneciese en medio de la caverna, donde había buena iluminación, tomando él su propia posición a la derecha del pasillo por el que vendrían los hombres de Plag, de manera a poder tener una vista despejada del mismo, sin ser obstruida por el hombre de Psych.
—¡Informe, tres! —conminó de nuevo la cuarta voz, con tono de impaciencia, aun cuando todavía no preocupado por aquella omisión informativa del tercer hombre.
Scrimgouer se atareó en la caverna, haciendo como si inspeccionara una maraña suelta de alambres; mantenía el lápiz térmico en su mano, lo cual le pareció un error a Dod. Pues el hombre de Psych era el peor manipulador que hubiera con un arma que ni siquiera había visto. Únicamente cuando se trataba de emplear las manos desnudas se encontraba en su elemento.
Tenso y alerta como estaba, Dod vio que no podía envolver los pensamientos que pugnaban ahora por manifestarse en su mente; era como si su nueva personalidad, durante tanto tiempo reprimida, se sintiera desbordante de júbilo ante la perspectiva de una acción con Plag. ¿Qué hacía que un hombre optase por Plag? Había miles de tareas interesantes y hasta excitantes a hacer, y también duras y peligrosas; sin embargo, Plag no estaba nunca falta de voluntarios.
—Nivel siete ahora —dijo la cuarta voz—. ¡Tres! ¡Vamos!
Había más cautela en su voz. Dod se preguntó cómo entrarían; si lo hacían arracimados, una ráfaga podía barrerlos. De lo contrario, tendría que cazar a los que sobrevivieran al disparo inicial.
Pasaron unos cuantos minutos más antes de que la primera sombra apareciera en el lóbrego pasillo, una tenue sombra gris que fue como un resorte que situó a Dod en el tenso, vibrante y afinado talante de acción; tuvo tiempo de recordar que antes de aquel día no había matado nunca. La Compañía había hecho de él un matador; por lo tanto, la Compañía debía cargar con las consecuencias.
El grandote hombre de Plag quedó como helado al divisar la figura de Scrimgouer; visto de espalda, se parecía a Dod. El hombre de Plag hizo una seña a su compañero y, cautamente, uno a uno, siguieron adelante, cubriéndose mutuamente sus movimientos con sus armas. Otro hombre quedóse detrás, mirando por encima de su hombro intentando descubrir al camarada que faltaba.
Tres de ellos eran los que ahora estaban agrupados, aunque hasta al moverse en dirección de la al parecer confiada figura del centro de la caverna, seguían el método regular de aproximación a un enemigo. No incurrían en riesgos. Dod había estado en línea con ellos durante varios segundos, y todavía quedaba detrás el último hombre. ¿Era el jefe? No había indicación ninguna de graduación en sus trajes, lo cual sugería que ningún oficial de alto rango los conducía.
Por fin el hombre que había permanecido detrás se adelantó, poniéndose casi en el campo de fuego de Dod.
—¡Quieto! —ordenó una voz alta y clara.
Scrimgouer se irguió de un tirón, cómicamente, y luego quedóse rígido. El último hombre no había entrado aún en el campo de fuego. Cuando se movió, cogió de sorpresa a Dod; lanzó una relampagueante mirada a Scrimgouer, cubriéndole aún los demás, con el dedo puesto en el disparador de sus armas. Dod dejó que se ocupase aquél de Scrimgouer y apretó el botón disparador de la suya cuando el último hombre se dio cuenta de quién era el que estaba en el centro de la caverna.
Los tres hombres fueron alzados en vilo y arrojados contra los amasijos de metal de las ruinas, destrozándolos la ráfaga de explosivos átomos. Luego sus cadáveres cayeron lentamente.
En el mismo instante, Scrimgouer había asido al restante hombre de Plag lanzándolo a lo alto, donde permaneció suspendido por un momento, hasta que la leve gravedad lo descendió; antes de entrar en contacto con el suelo, una segunda ráfaga del arma de Dod lo envió volando a la viguería en forma de estrella donde había estado oculta la cápsula.
La caverna parecía quedar helada con la muerte. Los cadáveres en jirones prestaban a las falsas ruinas un aire de realidad; con la devastación de los cuerpos, las armas de imitación y las inservibles máquinas parecían más reales. Dod miró su larga, pulida y destructiva arma; no existía otra en el Sistema que tuviese un aspecto tan funcional. Era definitiva en su inmenso grado potencial.
—¿Y ahora qué? —dijo Scrimgouer esperando órdenes.
—Destruir la evidencia.
—Podemos enterrarlos —sugirió el hombre de Psych.
—¿Y que los desentierre alguien dentro de algunas semanas? No. Hay un medio mejor.
Restalló sus órdenes, dijo a Scrimgouer lo que había de hacer, miró a su arma y la desechó, aliviando luego la larga daga en su vaina para comprobar que podía sacarla fácilmente, tras lo cual echó a correr por los pasillos a la superficie.
El aparato de Plag se había situado junto a la navecilla lunar de Dod; empleando ésta como cobertura, Dod se abrió paso a la portilla abierta de la nave exploradora, arrastrándose como un gusano por el polvo y restos de cascajos de diez millones de visitantes, hasta llegar a la cámara de presión de aire. La nave podía ser presionada, o no. Podía haber otro hombre a bordo, o toda la dotación podría estar muerta en las cavernas de abajo. Dod no se aventuró. Abrió rápidamente la puerta interior, liberando el aire de dentro; si alguien hubiese sido en el interior lo bastante temerario como para despojarse de su casco durante unos minutos, hubiese muerto ahora. Dod se lanzó a través de la portilla en cuanto salió expelido el aire. La ventaja era siempre del atacante, según le habían enseñado en la Escuela del Espacio; la daga de larga hoja estaba presta.
Completando su trayecto, Dod saltó sobre sus pies justamente cuando el hombre del interior brincaba para asir el arma que incautamente había dejado a un lado; en el mismo momento, Dod reconoció a Getler.
Antes de que el jefe de Plag pudiera accionar su arma, Dod disparó su largo y pesado cuerpo a través del aire, con la daga extendida, de forma que atravesó la pequeña cabina como una lanza viviente.
La hoja vibró y se retorció en su mano al sentirla traspasar la caja torácica de Getler, pero todavía pugnó el jefe Plag como una polilla prendida en un alfiler, debatiéndose sin remedio. Luego vio Dod batir desesperadamente las manos que intentaban alcanzar el botón de emergencia que daría la aguda alarma a todos los puestos, y traería bandadas de naves de Plag en ayuda a la exploradora.
Dod dio un puntapié a las gruesas piernas del caído que estaban bajo él, y Getler exhaló el último suspiro. Pasado el breve barullo de la acción, Dod tuvo tiempo de pensar en lo que se había convertido, en los cambios que habían tenido lugar en su mentalidad en el lapso de cincuenta horas; de cordero, se había tornado tigre; en vez de pensar a un nivel bajo y seguro de condicionada resignación, se estaba moviendo y actuando rápida y empíricamente, acordando su acción a las circunstancias en que se encontraba. Sabía que era diferente del hombre que anteriormente había estado bloqueado por Psych: más duro y despiadado.
Scrimgouer había trabajado de firme mientras se las había con el jefe Plag; sin embargo se precisaba otra hora de intensa tarea para sacar los cadáveres a la superficie y borrar todas las señales del combate en el séptimo nivel.
—Me acostumbraré a los cambios que ha experimentado usted —dijo Scrimgouer cuando acabaron de cargar la nave exploradora de Plag—. Pero hará falta tiempo. Nunca fue usted así.
Dod lo sabía.
—Nada de compasión —añadió Scrimgouer.
No había respuesta a ello, pensó Dod. Había de hacerse una labor... fría y criminalmente, pero tenía que ser hecha con eficacia; setecientos hombres habían sido matados por Plag, y lo volverían a hacer de nuevo. Cualquier cosa que hubiera de hacerse, y cualesquiera que fuesen los obstáculos, él los franquearía, ya que había comenzado.
Dod corrió a la nave exploradora, activó los mandos en cinco minutos, y se unió a Scrimgouer para contemplar cómo despegaba aquélla.
La nave Plag salió disparada con su tripulación de cadáveres hasta una altura de setenta millas, describió tres enormes rizos a una velocidad y grado de giro que hubiese matado a cualquier persona viva que se hubiera encontrado a bordo, y se precipitó en derechura al suelo al boquete de siete millas que unos dos siglos antes había abierto la sonda estelar después de haber intentado penetrar en las cortinas de los Extranjeros. Sus motores se incendiaron al alcanzar una velocidad para la cual no estaba diseñada, y desde su navecilla lunar pudieron oír los dos observadores la llamada de emergencia de la exploradora al ser activados los circuitos de alarma por la enorme percusión que estaba sufriendo el aparato en su tremenda zambullida. Hubo como una oleada al disolverse en el polvo de la hendedura la nave de Plag.
Dod se hallaba ya en la navecilla lunar cuando cesaron los temblores, y puso rumbo a la base.
—¿Y ahora qué? —preguntó Scrimgouer—. Cien naves estarán ya lanzadas a la búsqueda del pecio... ¿qué haremos?
—Habrá un pánico de órdago en la base. Apártese del tumulto. Me sorprenderá cuando me digan que la nave de Getler perdió el control. No quedará nada de ello..., ¿está usted preparado si alguien hace preguntas?
—Sí. Trabajo en laboratorio. Mi aparato está preparado.
—¿Y no hay comprobación alguna de sus movimientos?
—Yo me paseaba... ¿recuerda? Scrimgouer dejó a Dod entregado a sus pensamientos. ¿Qué hacer ahora?
Una vez cerca de la Base lunar podía bajar despacio y aproximarse al campo Trans como si nada hubiese ocurrido en una tranquila excavación sin el menor acontecimiento en las Ruinas; nadie dudaría en todo caso de un comandante. De haber cualquier sospecha, ocurriría después, cuando Plag hubiese verificado tiempos y distancias.
Uniformemente fue devorando la navecilla la distancia, y al aproximarse a las abandonadas cavidades y edificios que habían sido plantados por sucesivas generaciones de exploradores lunares, Dod se preguntó si había hecho lo debido destruyendo a la nave exploradora. Miró a Scrimgouer, quien interpretó mal la ojeada.
—Tenían que ser matados —manifestó, pensando que Dod sentía algún remordimiento. Dod asintió—. Es duro para usted —añadió el hombre de Psych.
—Usted sabe tan bien como yo que esos monos condicionados nos hubiesen achicharrado a una palabra de Getler —dijo Dod con irritación.
—¿Por qué preocuparse entonces? ¿Cree que deberíamos haber tomado su nave dirigiéndonos a Terra? Yo lo habría hecho.
Scrimgouer estaba empleando sus tácticas profesionales para aguijarle, se percató divertido Dod; la teoría era que si Dod hablaba, podría él planear más sistemáticamente.
—Así lo hubiese hecho yo también —dijo Dod—. ¿Y luego qué? Ni siquiera hubiese sabido por dónde empezar, y Plag nos hubiese encontrado en pocos días.
—Hay escondrijos en Luna.
—No para mí. No con esto —replicó Dod, indicando el halo. Notó que de nuevo estaba obrando, y nuevamente podía planear—. No, primero necesitamos algunos datos. Ninguna acción antes de eso. Entonces, cuando haya algo que podamos ejecutar, actuaremos. Rápido.
—¿Desea volver a comprobar lo que ya hemos establecido? —adujo Scrimgouer. Otra técnica Psych, pensó Dod. Era inútil, sin embargo.
—Comenzando desde la obstrucción, entonces —respondió.
—Y cuando ha logrado usted alguna especie de programa, puede insuflarlo a los compañeros de la Base lunar para su análisis.
—Quizá. Desde la obstrucción... eso es. Debo conocer sobre las Ruinas. Por qué fueron dispuestas. Si quiere uno detener una labor en un terreno particular, ha de distraerse la energía disponible.
—Justo. Eso es lo cabal —dijo Scrimgouer.
—Pero, ¿qué sobre las propias ruinas..., cuánto tiempo pasaría antes de que fuesen completamente exploradas? Evidentemente que ellos no ocuparían el tiempo de hombres de talento durante un período ilimitado. ¡Thorstein! —exclamó al punto—. ¡Él mencionó una serie completa de proyectos de ruinas!
—Siga.
—Otra cosa: al desarrollarse el sistema de la Compañía, surgió un definido molde psicológico. Los brillantes fueron destinados a una investigación inútil, y a los mediocres se les dio otra cosa.
—Los Juegos —señaló el hombre de Psych.
—Forman parte del molde, de la pauta. En cualquier sociedad se tiene el apremio agresivo. Es por ello que los Juegos se desarrollaron..., los hombres podían luchar, pero no había peligro alguno. Y para los pocos incurables salvajes, ahí estaba Plag.
El interés profesional de Scrimgouer quedó prendido.
—¡Hicieron una labor de clase cósmica en su bloqueo, pero ahora usted los está derrotando!
Para las masas había la falaz emoción de contemplar los Juegos; para los presuntos intelectuales, las Ruinas; y Plag, que era un caso especial propio. Dod recordaba ahora su evaluación en la sociedad en que viviera, la cual en muchos estilos era un edificio bien equilibrado.
—Utilitario —dijo a Scrimgouer, quien no comprendió de qué hablaba, pero que estaba complacido por el éxito de sus métodos.
—Caí en cuenta cuando supe que la Compañía era una patraña. Yo lo demostré. Sin embargo estaba demasiado ocupado para publicar el mensaje de Thorstein. Tenía la oportunidad para causar un enorme perjuicio a una organización que detestaba, pero no hice nada...
¿Qué debía haber estado ejecutando que eclipsara a tal descubrimiento? Al pensarlo, la imagen se hizo más clara.
—Evidentemente no me bloquearon a causa de las Ruinas... lo que yo hallé fue como el picar de una pulga al considerarse la envergadura de la Compañía. De haber supuesto una amenaza por mi parte, me habrían abatido de un manotazo, no me hubiesen dejado vivo.
—Es lógico —dijo Scrimgouer—. Y estamos a ocho minutos de la base.
—Así pues, lo que estaba yo ejecutando era aún, posiblemente, de utilidad para la Compañía.
—Sí.
—Y ahí es donde yo debo comenzar..., en el interior de la misma Compañía.
—¿En la base?
—No. En Terra. Hay un par de semi-recuerdos en el fondo de mi mente, que indican que Terra es el punto de partida, aunque si tengo la oportunidad puedo ver lo que los compañeros tienen que decir aquí en Luna.
—Yo he hecho todo cuanto puedo —manifestó Scrimgouer—. Todo lo que puedo hacer aquí... pero sirvo para descubrir cosas. Me gustaría investigarlo con usted.
—¿Cuáles son sus probabilidades de llegar a Terra?
—Buenas, creo. Se habló de traslados al por mayor al nuevo establecimiento que ha estado siendo instalado para la investigación... quizás será enviada a Terra la unidad Psych completa.
—Haga lo que pueda. Y mantenga contacto. —Sonrió al hombre de Psych mientras la navecilla cruzaba lentamente el recinto del campo de Trans—. No me cabe duda que hallará usted un medio.
Al detener la navecilla, Dod volvió a mirar a Scrimgouer. La fea caraza del gordinflón tenía una expresión ceñuda y pétrea, como si compartiese la prevención de Dod..., aumentando en él la sensación de que la búsqueda que había emprendido iba a ser asunto candente y violento, que habrían más y más naves destrozadas y hechas añicos, y contorsionados cadáveres; la compasión le invadió por un instante, pero la vista del destacamento Plag dirigiéndose presuroso al crucero de patrulla borró el sentimiento. No había lugar en la Compañía para los débiles de corazón.
Capítulo cuarto
En la furiosa actividad de la Base Lunar, pasó desapercibida la llegada de Dod. Cada nave disponible estaba siendo tripulada rápidamente en respuesta a la llamada de emergencia de las que retransmitían la de la exploradora; hasta se echó mano de las naves de combate pues la pérdida de una de Plag era cuestión trascendental... especialmente al haber sido cortada tan bruscamente la llamada.
El minucioso plan que había ideado Scrimgouer para deslizarse desapercibido de la navecilla lunar, no fue necesario; Dod le hizo una seña de que se alejara rápidamente, pues una figura más con traje espacial entre tantas no sería observada.
Dod salió por su parte prestamente también del campo Trans y fue localizado inmediatamente por un hombre de Plag con aspecto preocupado.
—Ordenes del Presidente —dijo aceleradamente— Comandante Dod, ha de embarcar usted en el aparato de doscientas horas.
Dod vio como desaparecía el alivio del rostro del hombre al dar el mensaje, reemplazándolo una expresión de frío odio, advertidora de que en adelante, cada hombre de Plag sería su enemigo personal. Asintió y siguió adelante, sintiendo como punzadas de odio en su espalda las miradas del hombre de Plag. Este era aún joven, pero tenía cara de consumado fanático.
Dod pasó su última hora en la base con los compañeros. Nadie trató de poner cortapisa alguna a sus movimientos, aun cuando tuviera todo el tiempo la sensación de encontrarse sometido a discreta vigilancia. No hizo maleta alguna, pues deseaba cortar por completo con cualesquiera asociaciones de los cinco años muertos que había estado en la carrera de Plutón; la nueva vida requería una completa ruptura con la antigua.
En espera de una serie de procesos deductivos a ser completador por la gran máquina, Dod pasó revista a desatinadas respuestas que había dado ya el computador.
Gompertz se puso de lado tomando un extremo de la cinta que estaba leyendo Dod.
—Interesante —dijo—. ¿Puedo, comandante?
Y antes de que Dod pudiera detenerle, tomó la nueva cinta que estaba deslizándose de la rechinante máquina.
«UN CONTACTO ES UN CONTACTO ES CONTACTO... NINGÚN CONTACTO HA SIDO PREVIAMENTE INFORMADO — EL CONTACTO NO ES DEL TIPO ASOCIADO CON EL CONTACTO HUMANO — POR LO TANTO ES UN CONTACTO EXTRANJERO — ES SOLO UN CONTACTO Y NO DEBE CONSTITUIR UN MEDIO DE COMUNICACIÓN RECÍPROCA...»
—Eso es todo —dijo Dod. La máquina comenzó a repetir la información.
—Está tan aturdida como nosotros —dijo el consejero.
—Está inhibida —dijo Dod.
—Usted se está volviendo tanto menos —observó Gompertz.
—Ya se lo dije... el peligro hace eso. Le aguza a uno.
—Deberíamos intentarlo en la Compañía —sugirió Gompertz, con astuta sonrisa que mostró sus largos dientes de can.
—¿Decirles que los extranjeros están aquí?
Bruscamente, Gompertz respondió:
—Usted no me está tomando el pelo, Dod. Usted sabe algo que yo desconozco. Y algo que la máquina no sabe tampoco. —Miró al reluciente halo—. Esa es nuestra respuesta caso de que podamos descubrirla... ¿qué es lo que ha hallado usted?
Dod pasó por alto la pregunta, preguntando a su vez:
—¿Cuál es el programa cuando llegue a Terra? —dijo.
—No es de mi dominio —respondió Gompertz—. Podría suponerlo, creo.
—¿Y...?
—Mire estas cintas. —Pasó una a Dod. Era puro disparate.
«SI SE RECIBE UN CONTACTO, LOS EXTRANJEROS ESTÁN EN CONTACTO — SI DESEAN CONTACTO QUIEREN ENTENDIMIENTO — EL DESEO DE ENTENDIMIENTO ES EQUIVALENTE A UN DESEO DE SIMPATÍA — SON EXTRANJEROS AMISTOSOS... RECIBIRLOS CON DISCURSOS... BANDERAS... INTERCASAMIENTOS... DERECHOS IGUALES...»
Dod sonrió al leerlo. Le gustaba la melancólica mueca burlona de respuesta del consejero.
—¿Así pues? —preguntó Gompertz.
—Por el momento ellos no han obtenido bastante para operar, y están haciendo lo que pueden. Psych estará en la misma posición durante considerable tiempo. Se prendarán de alguna fantasiosa teoría, por muy traída por los pelos que sea. —Rió entre dientes—. Usted podría meterles en una buena danza si lo quisiera... —Alargó otra cinta—. ¡Lea esto!
«...SIGUIENTE PASE... UN CONTACTO ES UN CONTACTO — SI SE RECIBE UN CONTACTO LOS EXTRANJEROS DESEAN LIMITARSE A UN CONTACTO — SI DESEAN LIMITAR CONTACTO ESTÁN RECELOSOS — CONDUCTA RECELOSA ES CONDUCTA INAMISTOSA... PRODUCCIÓN EN PIE DE GUERRA... ESTABLECIMIENTO DE DOCE NUEVAS FLOTAS DE COMBATE...»
—Vaya lógica singular —comentó Gompertz—. Ni un medio satisfactorio de resolver los problemas propios.
—¿Puede usted pensar en algo mejor? —preguntó Dod.
Gompertz le miró durante un instante.
—¡Ha cambiado usted! —dijo, sin el tono seco, indiferente y profesoral de su voz—. ¡Sí, puedo pensar en un medio mejor! Voy a entrar en contacto con Terra.
Primero Scrimgouer, y ahora Gompertz. Dod sintió que había ganado un nuevo aliado; se podía confiar en un hombre como aquél.
Algo había sido conseguido de los dos días pasados —del oleaje de miedo, desconocimiento, conmoción, odio, fogosa acción impulsora y súbita cegadora revelación— y otra vez tuvo conciencia Dod de un nuevo desarrollo de su personalidad. El primer destello de humor que pudo recordar haber experimentado caló en su mente al pensar como se había precipitado por la cabina del cansado viejo carguero al aparecer por primera vez el halo. Cómo había escudriñado en cada superficie refleja una partida de veces por minuto, esperando contra la esperanza de que hubiese desaparecido el halo.
Rió en voz alta.
—¿Qué es lo divertido? ¿Esto? —preguntó Gompertz, tendiendo la última chusca cinta.
—No es eso. —No podía explicarlo aunque lo deseara.
—Comuníquemelo cuando desee compartir la chanza —dijo seriamente Gompertz. Vació cuidadosamente las cintas en su dispositivo—. Acaso pudiera ser yo capaz de ayudarle.
Se apartó cuando los dos hombres de Plag —inevitablemente dos, pensó Dod— se aproximaron a donde se encontraba Dod.
—La nave está dispuesta, comandante —dijo el más alto de los dos.
—Es la hora de la partida —explicó el otro.
Dod miró a sus cautelosas caras de matadores. Representaban la fuerza más cumplidamente organizada del Sistema, y la más consagrada; tenía millones de componentes. No se podía luchar con todos, pensó Dod, sintiéndose satisfecho por la auto-confesada debilidad. Ello hacía más fácil de exponer lo que tenía que decir al consejero. Gompertz. Se dirigió al viejo, quien se hallaba contemplando de refilón a la escolta.
—Puede ser que le llame —le dijo—. Gracias por el ofrecimiento.
—Cuando quiera, comandante —respondió Gompertz. Alzó la vista al halo—. No lo deje para demasiado tarde.
Era una extraña mezcla, aquel viejo, pensó Dod. Cuando había visto la ineficacia de los argumentos que estaba intentando imponer, había cedido fácilmente; y sin embargo, cuando olió que Dod no era lo que parecía ser, había intentado pertinazmente descubrir lo que Dod sabía. Como si por alguna especie de instinto para los grandes acontecimientos, pareciera Gompertz percatarse de que Dod estaba metido en algo trascendental.
Podía esperar hasta que llegase a Terra, pensó Dod. Todo ello podía esperar. Había estado esperando durante cinco años, y podía permitirse un poco más de tiempo para un meticuloso planeamiento antes de decidir el siguiente paso que hubiese de dar.
La última visión que tuvo de la Luna fue a la entrada de la nave. Habían sido suspendidos los servicios regulares de pasajeros para aquel vuelo, y sólo le acompañaban oficiales de la Compañía; demasiados, pensó Dod. Evitaban la conversación, apartando la mirada de él y volviendo sus ojos al reluciente halo cuando pensaban que él no estaba mirando.
Ellos recordaban hasta que no había tenido él su diaria sesión instructora; ¿cómo sería él? Dod los dejó a su guisa... cualquier cosa que él pidiera o preguntara no serviría a menos que encajase con la norma ordenada por Psych; se introdujo aburridamente en la cabina y esperó que comenzara la epopeya. Así pasaron dos horas.
Oyó el flujo de los antiguos cumplidos, y elevadas resoluciones emanadas de rostros bellos y afanosos; vio el resplandor del antiguo fuego de cañón y el contrapesado terror de la heroína; intentó dormir cuando el pequeño destacamento combatía contra fuerzas enormemente superiores; pasó totalmente por alto el heroísmo de sacrificio que llevó el rescate a la pequeña partida. Se despertó a los sones de una excitante marcha musical.
Durante un fugacísimo instante pensó hallarse de nuevo en el trayecto de Plutón.
Parpadeó luego hasta cobrar plena conciencia y vio a Terra en el receptor. Sucediera lo que sucediese en Terra, pensó ceñudamente, ganara o perdiese en su búsqueda, en una cosa estaba firmemente decidido: en que no habría retorno a la vida del piloto del espacio Dod...
II. REPRISE
Capítulo primero
Ávidos jóvenes reporteros dieron de empellones a los guardianes de Plag, colando sus aparatos a través de los boquetes de las cerradas filas, mientras que los más viejos tomaban tranquilamente las mejores posiciones para ver el transporte de la Luna; féminas periodistas también chillaban promesas a los hombres de Plag, y hombres los maldecían y llenaban de improperios, mezclándose todo ello al excitado parloteo de tres millones de seres que se arracimaban en el enorme aeródromo espacial; todo iba transcurriendo como un asunto planeado, tempestuoso, ruidoso y animado, y, sobre todo, tranquilizador, pues la Compañía deseaba que el Sistema experimentara la sensación de que se trata de una maravilla, de un acontecimiento pasmoso y fantástico... y que pronto sería olvidado, como las formidables series de Juegos de años precedentes cuando van Gulik clavó a los cuatro de sus adversarios en la más excitante contienda que jamás se viera; como la recepción de la monstruosa máquina trasladada desde las Ruinas de la Luna, a gigantesco coste en un transporte especialmente construido, y que ahora ocupaba más de cinco hectáreas en el Parque de la Compañía, como una pesadilla de aleación y plástico, y en la que jugaba ahora la chiquillería mientras sus mayores pasaban por allí sin dedicar una ojeada al sobrenatural artefacto.
La Compañía había creado tensión y excitación en todas las redes, especialmente en la sensacionalista agencia no oficial, dando con «cuentagotas» información sobre Dod... su leal carrera, su destreza como piloto del espacio, el color de sus ojos, el tamaño del halo (para cuando la nave aterrizara, se vendían ya en las tiendas pequeños sujetadores para orejas de los pequeños, de forma que cuando las contraían aparecía un halo fluorescente); y ahora, con toda la prensa y la cobertura de las redes de cada planeta y de la mayoría de los satélites, la llegada de Dod estaba siendo destacada con todo el ruidoso reclamo y publicidad que pudiera pensar Psych; era una recepción mayor que la reservada a van Gulik, superando también con mucho a la efectuada a la máquina-monstruo. Era un día de campaña para los comentadores.
Al salir de su nave Dod, sabía lo que le esperaba, habiendo sido preparado por Psych para la recepción. Sonrió y agitó modestamente la mano. Millones de gargantas chillaron, llamaron, silbaron y ulularon, pero ninguna la hizo más clamorosamente que las de los reporteros y comentadores.
—¡Sólo unas palabras, comandante! ¡Comandante! ¡Por favor! ¡Señor! ¡COMANDANTE!
Los hombres de Plag tenían posada una fija mirada enfrente, y los mantenían apartados de la nave; luego, el jefe de los Plag dio una orden, intentando sonreír benignamente al darla, recordando su carrera de relaciones públicas y la necesidad de conservar una imagen aceptable. Era como la descarada expresión de un lobo hambriento, pensó Dod.
—¡No pueden ustedes venir todos! —dijo jovialmente. Un clamor de protesta de los reporteros le respondió, trayéndole la respuesta que había sido decidida—. ¡Bien! Está bien. Uno sólo, entonces. Envíen a uno para interviuvar al comandante.
Tras algunos momentos de frenético debate, un hombre de rostro rubicundo y de mediana edad fue eyectado del nutrido grupo, persona que los demás pensaban idónea a la ocasión; era un comentador-jefe de radio.
Parecía tener un fino sentido de lo dramático, caminando sin prisa y marcando una pausa antes de hacer su primera pregunta.
—Díganos, comandante... díganos exactamente cómo se sintió en el momento en que vio por primera vez el halo.
—Aterrorizado —respondió simplemente Dod.
Millones de asistentes rieron, gruñeron descreídos, chillaron ante el suspense, o esperaron chocados, y tensos ante la siguiente pregunta; algunos se apartaron perplejos y temerosos.
—¿Cuándo supo usted por primera vez que estaban implicados los extranjeros?
—Cuando el consejero Gompertz explicó la situación —respondió Dod. Psych había aprobado la respuesta en la nave.
—Es una responsabilidad fantástica, comandante —dijo el comentador, con cierto acento de admiración y espanto en su voz—. ¿Cuáles son ahora sus planes?
—Me voy a poner a disposición de los equipos de investigación de la Compañía, ofreciendo mis servicios para ayudarlos... efectué un curso en la Escuela del Espacio —explicó.
En las pantallas de los receptores a través del Sistema, los contempladores vieron el decidido rostro de Dod, y la banda de música de la Compañía expandió sus sones en el fondo, con más intensidad ahora. Los anunciadores dijeron que era la mejor historia humana de la última década.
—Una última pregunta —dijo presuroso el comentador, al ver que la sonrisa del comandante de Plag se había atenuado al mirar al reloj—. ¡Sólo una! —repitió. La sonrisa volvió a su lugar.
Dod alzó su mandíbula y cuadró los hombros, dispuesto a afrontar la última pregunta.
—Diga a todos los asistentes y que contemplan la escena —todos ellos están con usted todo el tiempo, comandante— dígales —su voz bajó una octava— lo que se siente en ser el primer hombre en haber tenido contacto con los extranjeros. Díganoslo, comandante, por favor.
—Sí —dijo Dod. El vasto aeropuerto estaba silencioso; no hubo ruido alguno de la muchedumbre... silencio, excepto un raro y cómico sonido chasqueante, que Dod reconoció como el del metal de la nave enfriándose. Permitió, que se formase una lagrimita en la comisura de su ojo—. Orgulloso... muy orgulloso —manifestó con gran sentimiento.
Cien objetivos se dispararon para captar la lágrima que rodó de su mejilla a su mandíbula; Dod había visto el efecto en una antigua prueba.
Juzgó que había causado una excelente impresión; si la Compañía no me da cuanto menos una limitada libertad para esta ejeción, pensó, no es de la pasta blanda que pensé que era.
El gran aeropuerto se estremeció con el suspiro de alivio de los millones que en él se congregaban. Sólo los hombres de Plag miraban con fijeza adelante con ojos secos. ¿Sospechaban que la nave exploradora de Getler había sido estrellada deliberadamente?
Lo que resultaba cierto, era que le miraban con ojos cautelosos y suspicaces. Dod saludó con la mano de nuevo a la muchedumbre y fue luego escoltado a la cámara del Consejo, donde se encontraban reunidos en sesión los directores de los nueve planetas.
El escuchar a sus amos arreglar y disponer su vida, hizo que Dod se sintiera sólo levemente enojado; pues de ese modo habían de ser las cosas por el momento, aunque a él no le gustara. Podía no obstante tolerarse.
Le estaban diciendo lo que iba a ser de él, pero era Salkind quien daba las órdenes. En una ocasión, Dod pensó que Cohui, el irascible director venusiano, podía pedir intervenir en los asuntos, pero el hombre de rostro enjuto y duro se contuvo. Evidentemente, le molestaban los métodos dictatoriales de Salkind, pero no era tan necio como para oponerse abiertamente al presidente.
—Será una vida agradable, Dod —le dijo Salkind—. Trataremos de hacerla soportable. No demasiada publicidad, desde luego.
Explicó que Psych había opinado que el interés público se desvanecía pronto, y que las historias siguientes podían ser enviadas a intervalos cada vez más dilatados sin despertar más que un interés marginal. Nada importante sería desprendido, desde luego.
—Una vida confinada, no obstante —explicó con cuidado el presidente—. Dejemos sentado esto una vez por todas. Queda en absoluto descartado el permitírsele a usted el andorrear por ahí sin custodia. —Miró a Eiserer quien tomó la palabra.
—Mentecatos —explicó el psyquiarch. Dod pensó que se asemejaba más que nunca a un modelo para los receptores; con su ceñido traje plata que hacía juego con su cráneo recién plateado con el anillo de cabello oscuro cortado en perfecto círculo, podría ser un modelo para los salones más exclusivos—. Mentecatos —repitió, con delicado ademán de sus manos—. Alguien alberga la idea de que usted es perverso. El apremio a la notoriedad personal hace el resto... una maravillosa muerte para ellos, asestada de un tajo por Plag después de que ellos han matado al maligno encarnado.
Era una indicación de la manera en que pensaba Psych, consideró Dod. Tal como Gompertz le había dicho, los de Psych estaban preparados para considerar cualquier extravagante posibilidad; admisiblemente, había un elemento de lógica en la idea de protegerle, pero enlazarle al asesinato por fanáticos era una lógica dilatada al extremo de lo absurdo. Esta era una de las debilidades de Psych.
Quizá pudiera ser vuelta en beneficio propio... ¿había estado sugiriendo eso Gompertz?
Mientras el Psychiarca seguía hablando, Dod escuchó sólo con media atención. Aquí en Terra, y ahora, justamente antes de que Psych comenzara su investigación en toda escala del halo y su significado, se dio cuenta gradualmente de no haber llegado él a ninguna conclusión sobre el propio halo... había escuchado las opiniones de los demás, pero no había contribuido personalmente con nada. Algunas cosas encajaban, pero todavía no podía pensar claramente sobre la persona que había sido antes de ser bloqueado.
Había llegado a algunas tentativas conclusiones. Había habido un propósito en la vida que viviera y que había sido interrumpida; había hallado que las Ruinas eran una patraña, tal como Thorstein lo indicara; había sido bloqueado; y los extranjeros le habían puesto su marca.
Dos cosas se mantenían consistentemente en mutua oposición: el halo, y la investigación en que le habían comprometido. Lo malo era que no había correlación entre ambas. Debería ser simple, pensó, el ajustarlas. Denominar al halo x, y a su desconocimiento sobre la investigación y; poner en el bloqueo.... Y establecer una ecuación. Una proposición elemental en lógica.
Lo malo era que los factores eran cantidades desconocidas, sin embargo. Tomando el halo como partida: por muy casual que pareciera ser la selección de él mismo, la coincidencia iba tan lejos, que en realidad sugería ser de hecho un azar; incuestionablemente era un intento de contacto efectuado por los extranjeros, y que debían haber escogido un hombre con una mente indagadora, un hombre al que se le hubiese dado el tratamiento cabal por poseer una mente inquisidora —el bloqueo— dirigida aún más manifiestamente a la positiva naturaleza de la elección de los extranjeros.
Más datos, pensó. Hechos. Por primera, una valoración completa de su pasado. Luego habría tiempo para teorizar.
—Puede usted trazar el programa para el comandante —dijo Salkind cuando el psyquiarca completó su discurso con una seguridad que Psych descubriría lo que había de saberse sobre el halo.
—Ciertamente —dijo Eiserer—. La primera fase será un examen completo y de lo más escrutador del comandante, físicamente. Todo será estudiado, cada fibra de su cuerpo. Cada célula. Y luego la mente.
Fue interrumpido por el director venusiano, quien rezongó:
—He oído sobre esa... desagradable idea del test de Kindet.
Salkind dirigió una dura mirada a Cohui, mas no dijo nada. Dod vio el aborrecimiento en sus ojos; no era todo completa armonía en el Consejo.
—Debo informar semanalmente al Consejo —prosiguió Eiserer— mas no espero un pronto despeje del camino. El omitir el test de Kindet hace la investigación tanto más lenta. —Miró impacientemente al halo y se pasó la mano por su cráneo de plata.
—Tiene usted la confianza —manifestó Salkind—. Informe cuando esté dispuesto... ¿se ha descubierto algo sobre la nave de Dod, incidentalmente?
—El ingeniero Sliepchevich de Psych está trabajando sobre la teoría de que el aumento de la eficiencia de la máquina tiene algo que ver con un efecto de tiempo, posiblemente algo con el campo de Plutón. Desde luego, no quiere comprometerse.
Salkind dominaba la reunión, y cuando le despidió, Dod sintió aún un movimiento de réplica al poder de la voz del presidente; irradiaba poder, donde Eiserer, por ejemplo, irradiaba sólo el meticuloso aura del intelecto.
—No hay razón alguna por la que no debiera usted vivir una vida normal —le dijo el presidente—. Si tiene usted problemas, yo mismo contenderé con ellos... ¡como antes!
No habría ninguna mezquina ingerencia, lo sabía Dod, si se recordara la rápida acción del presidente contra los dos hombres de Plag que le habían derrotado. La entrevista había terminado. Apenas había habido un comentario siquiera de los directores, pero Dod se preguntaba que sería lo que estaban pensando; Cohui, vaya... había parecido una o dos veces a punto de tener una agarrada con el propio Salkind. ¿Subvertiría el impacto del primer contacto con los extranjeros el estrecho control que había ejercido Salkind sobre el Consejo durante los pasados veinte años?
Teóricamente, el Consejo estaba representado por el presidente, pero Salkind había ampliado los poderes presidenciales al extremo de que su palabra era la única ley del Sistema. ¿Qué sensación produciría, se preguntó Dod, el ser el árbitro único de los nueve planetas durante dos décadas... con completo y absoluto mando, y topar luego contra algo nuevo, algo que uno no podía explicar o comprender?
Salkind había disfrutado veinte años de indisputable supremacía, cercenando gradualmente hasta la apariencia de oposición; ¿pero podían él y la Compañía absorber y contener el impacto de una idea, especialmente de una tan explosiva como el contacto con los extranjeros?
De una cosa estaba seguro Dod: Salkind no correría riesgos. El estaría bajo una supervisión de veinticuatro horas. Y nunca abandonaría los recintos del inmenso establecimiento de Psych en Serampur.
Así era como Psych lo había planeado.
Serampur estaba construido con arreglo a un civilizado y agradable plan del Segundo Milenio, en el emplazamiento de la antigua ciudad. Un anillo de edificios formaba un suave declive hacia el interior de un área central de recreo; más allá, estaba el campo abierto, y, a la distancia el primero de los grandes campos de maíz que se extendían en suaves pliegues en una extensión tan grande como cien millas cada uno. No había ninguna torre coronada de nubes del Tercer Milenio, ni tramoyas con edificios de espejos o cámaras giratorias. Psych prefería invertir en equipo más que en edificios.
Al cabo de dos días de descanso. Dod sufrió el más acabado examen físico que jamás realizara Psych. Al terminarse, podían detallar cada célula de su cuerpo; no omitieron nada. Pero todos los equipos de Psych destinados a operar en él, juzgaban esta tarea evidentemente como preliminar a la real, y cuando el jefe de la investigación, Rudge, anunció que iba a comenzar la siguiente fase de la misma, Dod sintió un interés renovado y vital entre los ejecutores de Psych.
Particularmente Rudge mostraba una suma excitación. Dod sintió curiosidad por el hombre que había sido escogido para dirigir a los equipos de Psych. Era hombre relativamente joven, no mucho mayor que él mismo, pero parecía serlo, por su disposición nerviosa y enojadiza. Gozaba de la confianza de Eiserer, y a su vez Rudge admiraba al psyquiarca, copiando su atuendo y sus modales. Ojeó a Dod con la misma mirada fría y calculadora que Eiserer; Dod lo detestó ya a primera vista.
Dod tenía que admitir, no obstante, que Rudge había recibido instrucciones para mostrarse cooperativo, concordando con la sugerencia de Dod de que había de ser él quien emprendiera la investigación del halo. Se había mostrado entusiasmado con la idea, pero de manera condescendiente, y Dod supo que no habría reserva... Rudge proveería de seguro a que los compañeros tuvieran un registro de cualesquiera indagaciones que él hiciera.
La verdad era, admitióse Dod, tras la media primera semana pasada en Terra, que no había de adelantar mucho estableciendo su identidad real. No había nada en Serampur que estimulara su memoria; Scrimgouer no se había mostrado aún, y no podía preguntar por el gordo hombre de Psych, debido a una precaución elemental; Dod sintió atenuarse su optimismo.
La naturaleza de los tests de Psych no ayudaba. Los tests de asociación, por ejemplo. Nada, pensó Dod, podía ser más anodino.
—¡Piense! —ordenaba uno del equipo—. ¿Listo?
—Listo.
—La palabra es «halo».
Las hileras de aparatos recogían sus respuestas corporales —temperaturas de zonas de superficie y de órganos internos, humedades, densidades, cambios circulatorios y respiratorios— y los interpretaban, enviando con celeridad la información sobre docenas de pantallas, cada una de las cuales estaba atendida por su serio asistente.
—Halo —repitió Dod, dejando seguir a su boca—. Palo... ralo... malo... vela... bala... villa... bola... cala...
A Psych parecía gustarle, por lo que continuaba extensamente con variantes fonéticas del mismo orden; alerta e intencionado, Rudge ofrecía una réplica de la untuosa sonrisa de Eiserer. Se mostraba tan ansioso por obtener un importante éxito, que Dod se preguntaba si no estaba cifrando demasiado alto sus esperanzas sobre la perspectiva de una pronta resolución del misterio del halo. Rudge aparecía como un hombre que podría resquebrajarse bajo la presión.
Pasó la primera semana, y Dod decidió probar los grandes computadores en un intento de descubrir algo de su real identidad; sin embargo, no podía formular preguntas directas... de hacerlo así, Psych sabría inmediatamente que había vencido el bloqueo. Lo que podía hacer era exponer una serie de preguntas más o menos rutinarias sobre los extranjeros, y deslizar la rara sobre el período de sus primeras investigaciones, con la esperanza de que se superpusieran los dos campos. Ahora estaba seguro de que lo hicieron. Era un método frustador de dirigir una investigación, pero era mejor que registrar el tiempo sin hacer nada en absoluto.
Su primer programa era inocuo. Los hombres de Psych del primer departamento de control efectuaban sus tareas con rebuscada despreocupación; Dod no resultó engañado por aquel aparente desinterés. Cuando taladrase una pregunta, por trivial que fuese, sería duplicada en otra máquina y estudiada por Psych.
«Detalle de todos los datos utilizables sobre el contacto con los extranjeros», instruyó Dod al computador. La respuesta discurrió en decenas de miles de palabras, fluyendo resmas de cinta del computador durante más de tres horas. Dod revisó el contenido: no había nada nuevo en él. Aun así, le sorprendió la enorme cantidad de trabajo que había sido puesto en métodos convencionales de comunicación con los extranjeros. Todo había sido ensayado: cada forma de radiación y energía había sido convertida en un código racional. Pero no servía de inducción alguna a Dod.
«Evaluación del halo como contacto».
Las respuestas sólo llevaban desde las máquinas más pequeñas y menos sofisticadas de la Base de Luna en la longitud e idiotez de su contenido.
«¿Por qué fue el piloto del espacio Dod el primer contacto y —Dod deslizó aquí lo que superficialmente parecía una pregunta inocente— hay algo significativo en la elección de Dod?»
Las máquinas pensaban que el contacto era casual. Ello probaba no obstante una cosa: este computador particular había sido alimentado con falsa información a su respecto. Conjeturaba que lo mismo le podría haber ocurrido a cualquier piloto espacial.
Pasó otra semana antes de que captara una insinuación de la existencia de toda una nueva serie de computadores en otra parte de la nave de los mismos; llegó por el conocimiento de un modo que le sugería un plan.
Durante el tiempo que había estado en Serampur, Dod se había fijado en que el jefe de los equipos de Psych parecía estar deteriorándose como científico metódico, y, más para su propia diversión que con cualquier serio propósito, Dod había trazado un esquema para comprobar la credulidad de aquél.
Hastiado de insípida ronda de tests aparentemente sin objeto, Dod había estado pensando en la significación del halo cuando recordó algo que Gompertz le había dicho: si los extranjeros pensaban alguna vez en encontrarle de nuevo, no tendrían dificultad ninguna en hacerlo. A su vez, ello sugería un paralelo histórico. Rudge podía prendarse de él. Dod sintió una agudeza de filo de navaja volviendo a sus facultades mentales, y le intrigó la perspectiva de poner sus cinco sentidos contra el Psych.
Asegurándose bien de que Rudge estaba cerca, taladró en el computador su pregunta: «Suponiendo que el halo sea un medio de identificación... ¿Qué analogías históricas sugiere ello?»
El computador fulguró, sonó como una carraca, y Dod pudo oír en su interior el ronroneo que significaba que estaba a punto de llegar la respuesta; mas nada salió. En vez de ello, sonó un agudo timbre de prevención, y destellaron frenéticas luces en todo el gran cuadro de indicadores.
Rudge se precipitó.
—La máquina —señaló Dod-...se ha averiado.
Él había sospechado que la máquina había sido condicionada para bloquear cualesquiera vías de encuesta que pudiera hacer, pero aquella conmoción le pasmó. Evidentemente, Psych la había inhibido al extremo de la senilidad. Hasta la modesta desviación de la norma que había pedido a la máquina que utilizara como premisa, la había parado.
Rudge tiró de una palanca y salió la pregunta de Dod. El hombre de Psych la leyó, enrojeció, recuperó su calma, y estropeó el efecto tartajeando su pregunta.
—¡Esta idea suya, comandante... una extraordinaria noción! ¿Querría explicarla en detalle, y acaso hallaría yo un computador que la tratara...?
—¿Otro tipo de computadores?
El hombre de Psych respondió sin pensarlo:
—Pues sí... ¡pero vayamos a su idea!
La mente de Dod estaba ya corriendo a la carrera. En alguna parte, y debía ser muy cerca, estaba la entrada a los computadores que Psych utilizaba. Y con toda probabilidad ninguno de ellos estaría compuesto como los de la gran estancia en la que ahora se encontraba.
—Bueno, es algo en lo que pensé después de que usted explicara el impacto producido por los extranjeros cuando llegaron a los Planetas Confederados. —Podía apostar sobre seguro que Rudge no recordaría exactamente lo que le había dicho, y todavía con mayor seguridad de que le agradaría oír que él había sido el real autor de la idea—. Son pichones.
—¡Pichones!
—Fue cuando estuvo usted hablando sobre folklore. Eso me dio la idea.
Rudge se concentró y gimió luego con desespero.
—¿No me puede usted decir algo más?
—Fue justamente una idea casual —respondió Dod encongiéndose de hombros—. Si puede usted ponerla en sus computadores... en los que están por ahí en alguna parte, ¿no es así?
—¡Justamente abajo! ¡Pero los pichones!
—Bien —y Dod señaló al halo que resplandecía tenuemente sobre su cabeza—. Solían poner anillos a los pichones, ¿no es eso?
Rudge salió disparado, dando órdenes con su aguda voz a sus asistentes mientras iba. Se desparramaron, pensó Dod, como una bandada de palomas ante la aparición de un gato. Y todos se dirigían en la misma dirección.
Dod sintió que por fin se estaban moviendo las cosas, había estado durante horas en sus lujosos alojamientos ideando esquemas y planes, sin que nada pareciera viable: hasta que por una feliz casualidad, la idea del pichón se había sugerido a sí misma. En una ocasión había pensado escapar de Serampur, mas ello estaba descartado. Había desistido contando los registros sónicos y los lanza-haces; tras las primeras dos docenas, estaba seguro de que no podría localizar más que la mitad de aquellos ingenios. Y lo mismo sucedía allá donde fuera: siempre hombres de Psych vigilando, y hombres de Plag custodiándole. Su única probabilidad de fugarse habría sido con un cómplice, y el único hombre en quien podía confiar, Scrimgouer, no había vuelto a Serampur; no había pues salida alguna. Sólo trabajando dentro de la organización Psych podía esperar descubrir quien era él; y una vez realizado esto, habría tiempo para pensar en huir.
Rudge se había prendado de la idea. Al verle Dod el día siguiente, los ojos del hombre de Psych resplandecían de excitación; la serie de jefes de sección y los miembros de sus equipos no hablan de otra cosa más que de la idea del pichón; el prestigio de Rudge había aumentado enormemente.
—Una teoría de lo más interesante —le dijo Rudge, cuando Dod le preguntó lo que pensaba sobre el particular. No obstante, evitó cualquier ulterior mención al tema, cambiando la conversación preguntando sobre el primitivo trabajo de Dod en las Ruinas.
Dod le dio una conferencia de media hora antes de introducir la primera fase del plan que había desarrollado. Rudge había aceptado la teoría cósmica del pichón, y, por consiguiente, el hombre de Psych debía estar agradecido; había a mano otra batería de computadores que podrían contar a Dod sobre sí mismo si el ambicioso Rudge pudiera ser persuadido de que era en su propio interés el permitir a Dod tener acceso a ellos...
«De lo más interesante», le había dicho Rudge. Parecía ansioso por irse, pero Dod no quería dejarle marchar.
—¿Halló usted útil esa teoría que usted sugirió? —preguntó Dod.
Rudge no vio dificultad alguna en aceptar que la idea le pertenecía exclusivamente.
—Sí —admitió—. ¡En efecto el Psyquiarca desea un pronto informe, y realmente debo poner manos a la obra!
—¿Y si alguna otra cosa pudiera aflorar... si recuerdo yo algo que pudiera ser útil de nuevo...? —Dejó la sugerencia suspendida en el aire. El hombre de Psych no pareció impresionado, pero era sólo un truco profesional, pensó Dod.
—Podría hacérmelo conocer —respondió Rudge—. Personalmente.
—Esas máquinas no parecen servir particularmente de mucha ayuda —dijo Dod señalando a la hilera de computadores y riendo.
Los ojos del hombre de Psych se entornaron.
—Si tuviese usted algo útil... realmente útil, podríamos obviar esa dificultad.
El éxito lo significaba todo para Rudge, pensó con gran satisfacción Dod. Habiendo sembrado la semilla de la esperanza, dejó marcharse al hombre de Psych. Todo cuanto ahora tenía que hacer, era convencerle de que disponía de algo realmente bueno. Y luego la cuestión de persuadirle de que él, Dod, debería tener acceso a los otros computadores... solo.
Tras las cotidianas sesiones de tests, Rudge envió una copia de la primera reacción de los computadores a la teoría del pichón. Resultaba interesante leerla, aunque no fuese sino por el hecho de que confirmaba la susceptibilidad de Psych a la más atolondrada de las teorías.
«PICHONES — FAMILIA DE LAS PALOMAS — MANJAR EXQUISITO ENTRE LOS PRIMEROS GRUPOS TEUTÓNICOS — PRIMITIVO MEDIO DE COMUNICACIÓN — AVES ENTRENADAS LA EJECUTAN CON GRAN PRECISIÓN Y SEGURIDAD...» Y así proseguía, voluminosamente. Lo que impresionó a Dod fue la fantástica inventiva del hombre cuando llegaba a los medios de comunicación. El examen consideraba el anillado de pichones, extendía el tema por analogía hasta abarcar cada método conocido de vida animal marcada: los haces sónicos en los océanos mantendrían inspeccionada toda vida piscícola; los modulares la avícola, basados en su propio sentido de orientación; las partículas radiactivas empleadas en el estudio de la migración de los insectos... pura ingeniosidad de todo ello le puso en un optimista estado mental. Allá donde se había presentado un problema, había sido hallada la respuesta; y así se probaría también en este caso.
Paseándose por su alojamiento, Dod probó cada truco de estímulo de memoria que podía captar de los hombres de Psych, intentando dar un sentido a las insinuaciones que le desconcertaban. Podía recordar ahora extraños incidentes en la Escuela del Espacio... especialmente en cuanto concernía a Scrimgouer; pero evidentemente esta parte de su vida había vuelto debido al impacto que recibiera su mente durante la tensión de la súbita acción en las Ruinas, cuando había estado allí Scrimgouer; nada más había surgido sobre la Abuela, nada que la conexionara con su creciente sensación de que, como fuera, todo había comenzado con ella. Sería útil poner a Scrimgouer a la tarea de la conexión de la Abuela con Psych —pues la había, estaba seguro— pero el gordo hombre de Psych no había comparecido aún. Estaba comenzando a parecer como si estuviese solo, como lo había estado cuando apareció el halo.
En los tres días siguientes, Dod se impuso solamente un objetivo: descubrir el paradero de la entrada a los computadores que empleaba Psych. Los computadores se hallaban en la galería del fondo del segmento norte del inmenso círculo que componía el establecimiento de Psych en Serampur, pero aquellas eran sólo máquinas de remedo; en alguna parte... en algún lugar cercano, pensaba Dod se encontraba la entrada a las máquinas efectivas. No había llevado a Rudge un largo recorrido para un primer cotejo de la teoría del pichón; de hecho, el jefe de Psych había estado de vuelta en diez minutos, y varios de ellos habrían sido necesarios para taladrar las preguntas y esperar las respuestas. Estuviera donde estuviera aquel recinto, se hallaba muy próximo al de los computadores inútiles.
Dod vigiló los movimientos de los hombres de Psych, cronometrando sus ausencias cuando iban a correlacionar información, anotando la posición de cada puerta, eliminando las salidas y entradas una por una al descubrir la disposición de la galería; pero de nada le sirvió. El lugar era demasiado grande; sus recursos —el cacumen de un solo hombre— resultaban insuficientes; habría de coger al toro por los cuernos. En vez de esperar que surgiera una conveniente oportunidad, habría de crearla. Era la hora de poner en marcha la segunda fase de su plan, empleando como palanca la ambición de Rudge.
—Estoy aburrido —dijo a Rudge—. No es lo que está usted pensando... no es que eche de menos la vida a la que estaba acostumbrado, aunque a veces me da por pensar en la carrera de Plutón. —Sonrió melancólicamente. Rudge parecía sentir simpatía, y así lo debiera, pensó Dod... el hombre de Psych sabía que Dod, como compañero leal, debía sentirse desgraciado al no estar efectuando el trabajo para el cual había sido hecho.
—Hable... diga lo primero que se le ocurra —dijo Rudge.
—He estado pensando probar en los Juegos —dijo Dod—. Ya sabe, sólo por variar.
—Podría ser arreglado —respondió Rudge—. Podríamos hacer eso por usted. ¿Qué más?
—Es sólo que estoy dándole vueltas a parte de una idea...
—¡Sí!
No había error en el interés de Rudge. Sus orejazas se habían plegado contra su cráneo en instintivo movimiento ancestral.
—Verá, es punto de vista del pichón el que me ha hecho pensar. —Dejó que absorbiera aquello Rudge, y continuó—. ¿Puede usted darme un empleo en los Juegos?
—¡Fácilmente! Una serie de Juegos sería una cosa excelente para usted... sus proporciones de agresión son altas. ¿Pero cuál es su idea?
Dod simuló sumirse en profundo y lento pensamiento. Los ojos de Rudge pasearon su mirada aburridamente en derredor, aunque no podía arriesgarse a ofender a Dod, como éste lo sabía. Era demasiado lo que podía depender de las intuiciones de Dod.
Al cabo de unos instantes movió éste su cabeza.
—No me parece ser capaz de conseguir nada... sin tan sólo dispusiera de un poco de tiempo para planear un programa... Hay un montón de ideas que quisiera ordenar, ¡pero esas máquinas no sirven para nada! Estoy acostumbrado a poner mis pensamientos en un computador, como nos lo enseñaron en la Escuela del Espacio... pero ya ve lo que sucede cada vez que intento algo.
Rudge ojeó rápidamente en derredor, y seguidamente hizo seña a Dod para que le acompañara más allá de una atareada hilera de técnicos de Psych, a donde el ruido de fondo de los repiqueteantes computadores apagaría su conversación.
—¿Qué desea usted? —Estaba dispuesto a tratar.
—¡Deseo ayudar a la Compañía! —protestó Dod.
—Desde luego —convino Rudge. No había esperado menos y lo mostraba.
—Pero no puedo mientras soy tratado como un zoquete.
Rudge le dirigió una altiva mirada, y Dod se sintió aliviado: había parecido una vergüenza traicionar una confianza, pero ahora resultaría fácil. Rudge le despreciaba. Muy bien.
—Es difícil —sugirió Rudge—. ¿Desea usted pasar unas series?
—Si pudiera hacer eso y ligar mis nociones con los extranjeros, ambos estaríamos sirviendo a la Compañía. Tal como están las cosas, los computadores no harán más que volar si lo intento aquí.
—Está bien. —Volvió a mirar temerosamente en derredor—. Yo lo haré. Déme el programa.
—¡Ni hablar! ¡Si ni siquiera sé aún cuál es el programa!
—Me pareció que dijo usted que tenía algunas nociones...
—Tengo que hacerlo personalmente —respondió con firmeza Dod—. Así es como yo soy.
Rudge le miró penetrantemente. Estaría pensando en el bloqueo, sobre el riesgo que estaba tomando; y sobre la recompensa que podría tener.
—Ya le contestaré. Guarde esto para sí mismo.
Volvió el día siguiente con su respuesta. No ayudaría a Dod directamente —Dod debía comprender su posición como jefe de la investigación— pero no pondría ningún obstáculo en su camino. Y sin comprometerse directamente a cualquier forma directa de ayuda, si ocurría sin embargo que Dod fuese a lo largo de la entrada a las galerías bajas exactamente a las quince, Rudge estaría atravesando la entrada a los computadores de Psych. Había otra cosa, también.
Eiserer había convocado una conferencia para escuchar la teoría de Rudge sobre el pichón; asistiría la mayoría de la plana mayor de Psych, y Dod no sería llamado hasta dentro de varias horas. Si Dod emplease ese tiempo en su beneficio...
No era tan fácil como eso, sin embargo Dod exploró el área norte del establecimiento de Psych una vez que Rudge indicó la entrada a los computadores, viendo que habría varios obstáculos a superar. Una vez en la estancia de los computadores, necesitaría de tres a cinco minutos para taladrar las preguntas, y otro medio minuto para recoger las respuestas; pero la dificultad principal estribaba en penetrar en la estancia sin ser reparado.
Por primera, dos hombres de Plag montaban guardia en el fondo del largo pasillo en el que se encontraba la entrada a los computadores. Eran sólo dos de los muchos punteados por todo el establecimiento, pero constituían la más seria dificultad. Su tarea era custodiarle, y se la tomaban muy seriamente, mirándolo todo con ojos penetrantes, comprobando a cada persona que por allí pasaba con una lista mental de las permitidas a estar en aquella parte del edificio.
Luego estaban los hombres de Psych. A cualquier lugar que fuera del bloque de Psych, le vigilaban los miembros más jóvenes de la plantilla, en parte maravillándose por el halo, y en parte esperando una súbita inspiración, como había sucedido al afortunado Rudge; una conferencia especialmente convocada para oír la idea propia elevaría muy alto a cualquier joven componente de Psych y le haría recorrer rápidamente los puestos de una profesión muy nutrida y privilegiada. Eran sólo jóvenes, pensó Dod. Jóvenes impresionables.
Dos formas de distracción eran necesarias, una para los hombres de Plag y otra para el personal de Psych. Tenían que marrarle. Y los planes habían de estar prestos, cronometrados para el momento más favorable en dos días.
El problema de la distracción de cinco segundos de los hombres de Plag era más difícil que la de apartar a los hombres de Psych del área de los computadores no restringidos; ambas habían de ser sucesos por sorpresa, pero en tanto que los hombres de Psych reaccionarían inteligentemente a una nueva situación, evaluándola, analizándola, los hombres de ojos duros de Plag actuarían como siempre, en un nivel de normalidad que era el equivalente al de una lombriz. Instintivamente. Sin embargo podía ser hecho... si acompañaba la suerte. Si el relevo de los hombres de Plag veía al mismo tiempo... como de costumbre. Si... ello descansaba, finalmente, en su suerte.
Vino el día de la conferencia, y Dod estaba listo. Rudge había estado actuando más nerviosamente que nunca, alternando entre una desacostumbrada jocosidad cuando los miembros de sus equipos alababan sus capacidades, y accesos de depresión cuando veía por el establecimiento a Dod, quien observó que se había comido las uñas hasta las raíces. ¿Podía fiarse en que mantuviese secreto su acuerdo? Ya no cabía otro remedio, sin embargo. Si Rudge se desmoronaba, pudiera que no volviese a presentarse otra oportunidad como aquélla nunca más.
La excitación había infectado a los jóvenes componentes de Psych tanto como a los mayores. Efectuaban de manera seria los tests rutinarios de aquella mañana, tomando extensas notas de todas las respuestas y reacciones de Dod a las series de tests táctiles que habían comenzado el día precedente, saboreando su desacostumbrada autoridad en ausencia del principal. Dod contemplaba arrastrarse lentamente las horas... las nueve, las diez, las diez y cuarto. A las once comenzaría la conferencia, y sus distracciones estaban planeadas para las doce.
Las diez y veinte. ¿No podían idear algo más original que aquel salpicar desgastador del tiempo al compás de impulsos eléctricos? ¿Es que no sabían lo bastante sobre sus reacciones? ¡Martillos! ¡Ahora eran martillitos de caucho! Estaban tomando excesivas notas, registrando cada minuto de acción y reacción. Las diez y veinticinco. El principal estaría leyendo sus notas, dando a sus sugerencias una forma más pulida. Dod miró en derredor. ¿Qué futuro tenían aquellos hombres de Psych? ¿Qué trabajo original podrían efectuar alguna vez?
De pronto, Eiserer atravesó la entrada de la estancia.
Dod brincó asombrado en su camilla. ¡Eiserer no debería estar allí! ¡Rudge había dicho que estaría atareado en la preparación de la conferencia! ¿Se había desmoronado Rudge? Dod tuvo su respuesta lista: Rudge le había embaucado, le había inducido a medios de anti-compañerismo... engañándole...
—¡Sigan! ¡Por favor no se detengan por mi presencia! Vine a ver al comandante, pero acaben primero por favor lo que estaban haciendo.
¿Qué era lo que quería? ¿Intentaba sólo prolongar la angustia de Dod antes de confrontarlo con la confesión de Rudge? No podría decirse lo que estaba pensando el hombre de Psych... su leve y despectiva sonrisa podía ocultar cualquier cosa. Dod sudó, al par de los embarazados jóvenes que se apresuraron a acabar el resto de las series de tests.
—¿Completado? ¡Bien! Desearía recabar su opinión, informalmente antes de que lea el comunicado de Rudge, sobre esa teoría, comandante. Veamos, pues, ¿qué punto de vista es el que se ha formado usted?
Todo iba bien. Pero no quedaba mucho tiempo para el planeado comienzo de las distracciones de Dod: debía intentar zafarse rápidamente de Eiserer.
—Es una brillante teorización —dijo Dod. Si alababa la teoría, Eiserer podía irse pronto. Lo que había de evitarse era la introducción de cualquier digresión. Aferrarse a una aturdida alabanza, como un buen, estúpido e inhibido compañero. Meneó la cabeza lerdamente.
—Me parece que es superior a mí, sin embargo.
El psyquiarca no pareció sorprendido.
—Traduciéndolo a lenguaje no técnico, ésta es la idea. Usted apreció que no sabemos nada sobre los extranjeros aparte del hecho de la existencia de una pantalla de energía en torno al Sistema.
—Una efectiva barrera —convino Dod.
—Y no sabemos por qué está allí. No sabemos siquiera si ellos saben que están poniendo una barrera en nuestro camino. Ni siquiera sabemos tampoco si se dan ellos cuenta de que nos encontramos en absoluto aquí.
—Resulta difícil —dijo Dod.
—Esa teoría sostiene que ellos saben que hay vida de una especie, pero que nuestra forma de vida está al margen de su experiencia. No pueden identificarnos. Somos tan extraños para ellos como las minucias de la vida en los pantanos lo fueron para los seres humanos antes de la invención del microscopio óptico, aun cuando no diga que la comparación sirva. Lo que resulta evidente es el enorme grado de diferencia entre nosotros y ellos.
—No son de nuestra clase en absoluto —indicó Dod, pues parecía requerirse un comentario. Las once menos cuarto, observó. ¿Es que no se iría Eiserer?
—Exacto, comandante. —El hombre de Psych sonrió alentadoramente—. Ya veo que está usted adquiriendo dominio del tema. —Su desprecio se hallaba meramente oculto—. Mas para continuar: se podría decir, como por cierto está diciendo Rudge, que los extranjeros se encuentran en la misma situación del hombre de los tiempos Medio Europeos, cuando fue inducido a su primer estudio completo de los movimientos de especies migratorias en este planeta entre los varios países...
—¿Países? —preguntó Dod, no perdiendo oportunidad ninguna para demostrar su supina ignorancia y cabal estupidez. Eiserer intercambió una ojeada con el joven Psych, quien sonrió sarcásticamente.
—División tribal de Terra por grupos zonales y étnicos —explicó el Psyquiarca.
—Gracias. En esto me pierdo, lo siento. Pero me parece que sé lo que usted quiere decir. Es una brillante idea. —Acaso Eiserer renunciaría y se largaría...
—Bien. Veamos ahora: cuando las poblaciones eran transeúntes hasta cierto grado, podía efectuarse una comprobación de los movimientos de masas tomando un ejemplo de cada grupo migratorio, consiguiendo así formar un cuadro de conjunto. Esto se aplica tanto a los movimientos de humanos como a los de animales. Así, partiendo de la idea original del anillado de pichones para comprobar sus movimientos...
—¡Yo! —exclamó Dod.
Eiserer pareció complacido por su asombro.
—Exactamente, comandante. El computador reunió cierto número de ideas y nos dio una imagen de algo muy parecido a los primeros estudios de migración de aves, o del control del movimiento de población. Para comprobar las al parecer inexplicables series de movimientos de aves, los antiguos ornitólogos las cogían para colocarles una señal identificadora.
¡Y estaban prendados de esto! Era lastimoso. Los mejores cerebros del planeta, y no podían ver la inanidad de la idea. Dod se sintió aturdido. Las once y diez. La conferencia comenzaría tarde; para dentro de tres cuartos de hora estaba cronometrada la distracción en la estancia de los computadores de guardarropía. Esperaba que no se mostrase en su cara su ansiedad.
—¿Y cree usted que es la misma clase de marca? —dijo Dod, señalando al halo.
—Podría serlo. Desearía saber lo que usted mismo piensa.
—¡Creo que está usted sobre algo! ¡Una brillante teoría, en efecto!
Eiserer frunció el entrecejo. Otros dos minutos pasaron. Evidentemente deseaba que Dod hiciera algún comentario. ¿Qué, sin embargo? Algo breve... algo que satisficiera las dudas de Eiserer y lo despachara a comenzar la conferencia. ¿Qué?
—¿Y no le sugiere nada a usted...? —dijo Eiserer.
—Lo siento —respondió Dod. De pronto se le ocurrió. Debía haber un obstáculo... Eiserer había hallado una falacia en la teoría. ¿Qué dijo el computador?
Por la súbita desaparición de toda expresión en el rostro del Psyquiarca supo que había dado en el clavo. Se levantó para marcharse.
—Se mantuvo en ulteriores halos —respondió lentamente Eiserer.
Miró durante unos segundos al halo y luego se fue sin añadir nada más. El hombre de Psych miró también, y luego otro. Por acuerdo tácito, no reanudaron inmediatamente los tests, sino que se pusieron a discutir la trascendental conferencia: ella podría suponer el abrirse camino que esperaban; por otra parte, aún podría haber una oportunidad de que algún joven descubriese la respuesta al misterio del halo. Había poco trabajo dispuesto para la siguiente media hora, y la atmósfera era tensa, tirante con especulación... lo cual era provechoso, pensó Dod. El destacamento científico era la última cosa que deseaba cuando se produjera la distracción.
Se dirigió a la entrada que conducía al pasillo que había de alcanzar. Dos minutos para ir. La mañana había casi pasado, y los hombres de Psych estaban disponiéndose para comer; miraban adelante, también, para oír cómo Rudge había impresionado a la conferencia... podía ser un rumor de ronda.
Dod vio las manecillas del reloj señalando las doce menos tres minutos. Los últimos segundos se deslizaron. ¡La hora!
Se movió cuando las máquinas berrearon.
Los hombres de Psych se quedaron como petrificados mirando a la inmensa escollera de computadores de la parte trasera del laboratorio. Fulguraron mil luces, giraron adelante y atrás alocadas agujas rebotando con violencia de un lado a otro de sus cuadrantes; estallaron fusibles ruidosamente, y las máquinas escupieron nubes de cinta de sus canales, reluciendo aquéllas y culebreando como un banco de delirantes pulpos. El ruido se expandió restallante a través de la inmensa estancia, un ruido gimiente, chirriante, discordante de metal retorcido y roto. Como un hombre, los de Psych se dirigieron a los computadores.
Dod esperó junto a la entrada a que cada uno de ellos se abalanzara al laboratorio, apresurándose ante las señales de emergencia que estaban emitiendo los computadores: nada semejante había sucedido en los dos siglos de existencia de Psych.
Dod sonrió burlonamente al llegar al pasillo.
Aquella parte del plan había funcionado bien: ¿y por qué no? Si el computador chillaba de súbito que tenía la respuesta a la presencia de los extranjeros, nadie podía conservar un frío despego; y hallándose fuera del camino los principales, ningún joven ambicioso de Psych podría mantenerse apartado del laboratorio. Tenían que leer las cintas.
Durante un período de días, Dod había metido informes de que los extranjeros no eran sino Seres Libres del Espacio; había revuelto la información de manera que sólo una frase-clave la diese sentido. Y la frase había sido cronometrada para deslizarse en los bancos de memoria de los computadores a las doce y tres minutos.
Todo ello dependía ahora de los instintos de los hombres de Plag.
Dod había encontrado una puerta que conducía al pasillo que había señalado Rudge, y que estaba exactamente del lado opuesto a la entrada de los computadores de Psych; en la confusión que siguió al alboroto de las máquinas sobre los extranjeros, pudo ir a la puerta sin ser especialmente notado. Ahora tenía que atravesar los cuatro metros de pasillo sin ser reparado por los hombres de Plag. Eran las doce y dos minutos.
Dod abrió lentamente la puerta. No podía mirar afuera sin ser visto. Estaba esperando un sonido particular. Por fin se produjo: había estado esperando quince segundos, pero le parecieron horas. Dejó que el sonido aumentara su volumen, y luego se precipitó a través del pasillo sin volver la cabeza para mirar a los dos hombres de Plag. Oyó vagamente un agudo pataleo.
Esperó unos momentos en el interior de la estancia de los computadores, pero ningún grito de prevención o precipitado ruido de botas le anunciaron que había sido visto. La cosa había resultado.
Los hombres de Plag habían obedecido a sus instintos y contemplado a las muchachas saliendo de los despachos —con dos minutos de antelación, pues las muchachas añadían otro breve período a su intervalo para la comida—, tal como Dod lo había previsto. Le habían omitido durante los breves segundos que las muchachas habían estado a su vista. No importaba si había o no sido visto saliendo de la estancia de los computadores: la guardia de Plag era cambiada cada hora, y los nuevos componentes no sospecharían al verle salir de aquella estancia: sólo de haber estado entrando en ella hubiese sido interrogado. Los Plag obedecían las órdenes al pie de la letra. Y Rudge había señalado que sus órdenes eran mantenerlo fuera de la estancia de los computadores.
Dod anduvo durante seis minutos con un fajo de cintas atiborradas bajo su túnica. Ahora sería cuestión de esperar a que acabase el trabajo cotidiano... de escuchar a Rudge y a Eiserer, de mantenerse sereno e impasible exteriormente citando el secreto de su identidad real le quemara el pecho. Aquella noche, pensó Dod exultante. Lo sabría aquella noche.
Capítulo segundo
Antes de llegar Dod a su alojamiento, vio a Scrimgouer. Casi lo pasó por alto en la excitación de correr a su alojamiento para leer las cintas. El hombre de Psych pasó por su lado sin interrumpir su conversación con otros dos compañeros, al volverse los cuales para mirar el halo, lo hizo él también. Pero ni el menor destello de reconocimiento apareció en su rostro.
Debía haber peligro, pensó Dod, pasando su excitación en un momento de frío despego. Scrimgouer podía haber arriesgado la sombra de un guiño. Pero no lo había hecho.
No fue hasta las cuatro de la madrugada que Dod deslizó la primera cinta del interior de su túnica, escudándola con su cuerpo.
«Evaluar la situación del comandante Dod», era su primera instrucción.
«DOD — ÚNICO PRIMER CONTACTO EXTRANJERO — IDENTIDAD FABRICADA EN PSYCH — UN REMPLAZAMIENTO DE IDENTIDAD DE CLASE B — LA MAYOR PRECAUCIÓN EN OCULTAR LA VERDADERA IDENTIDAD DEL SUJETO...»
El resto era jerigonza Psych, una repetición de la misma información. Dod leyó, absorbido ahora.
«Exponer la naturaleza del bloqueo de Dod».
«BLOQUEO DISEÑADO POR A LA SAZÓN JEFE PSYCH Y ACTUALMENTE PSYQUIARCA EISERER — BLOQUEO PERMANENTE A RESERVA DE QUE PROFUNDA TERAPIA PUEDE RESTAURAR PERÍODOS DE PERCATACIÓN DE LA IDENTIDAD ORIGINAL INCLUYENDO CONOCIMIENTO DE LA INVESTIGACIÓN EMPRENDIDA».
Pero no había resultado tan logrado como pensaron. ¿Habían deseado acaso mantener en hibernación su memoria?
«Exponer la naturaleza del Error de Dod».
«GRAN TRAICIÓN — CARGOS NO ESPECIFICADOS — DETALLES SOLAMENTE A LOS DIRECTORES — CONFIRMAR SI ESTA ESTO AUTORIZADO POR LOS DIRECTORES — PREGUNTAR Y DAR AUTORIZACIÓN A LAS CIFRAS.
Y eso era todo. Era como una partida de ajedrez a ciegas, pensó desmayadamente Dod. Peor, de hecho... más parecido al ajedrez que algún hastiado gran maestro de la antigüedad soñara, con una pieza extra que combinase los movimientos del caballo y la reina —una pieza intomable— y con trampas en el tablero, de manera que cuando eran movidas las piezas caían a un tablero más bajo y continuaba el juego en dos niveles; pero él no estaba jugando una partida, pensó Dod. Y le invadió el más amargo desengaño.
Había perdido su partida particular. Todo su minucioso planeamiento para llegar a los computadores sin restricciones, había sido desperdiciado, desbaratado; debía haber sabido, se dijo enojadamente, que la información que deseaba no estaría a disposición de cada joven de Psych. Había cometido un error en subestimar a Psych. Había empleado manejos en el juego para obtener alguna pieza de información que valiese la pena, aceptando el riesgo de que Psych recelara del falso programa que había él trazado para distraer a los jóvenes. Ahora Psych querría una justificación; y él no había obtenido nada.
El único rayo de esperanza en una lúgubre perspectiva era la reaparición de Scrimgouer, aun cuando el hombre de Psych le hubiese ignorado.
Acción, pensó, cansado de la tensión del día, pero incapaz de dormir: era necesaria la acción... una acción fogosa, rápida, sostenida, y decisiva. ¿Pero cuál? ¿Qué hubiese hecho el capitán Frost? ¿Y qué querían los hombres que cambiaron el mundo por una tremenda acción efectuada en aquel lugar? ¿Qué nudo podía ser cortado? ¿Dónde debía lanzar la bomba T caso de que la consiguiera?
Todo en cuanto podía pensar era en borrar la sensación de fracaso que le quemaba, dedicándose a una serie de Juegos, y continuar la investigación de su propio pasado poniendo a la tarea a Scrimgouer. Pues, lo sentía desesperanzadamente, no podía hacer nada más. Psych andaría ahora precavida; no habría ninguna oportunidad más como la que había conseguido elaborar.
Dod representó el compañero modelo durante los días siguientes. Vio dos veces a Scrimgouer, pero no le hizo ninguna seña; el gordo urdiría un encuentro cuando pensara que estaba segura la cosa. Eiserer le mandó llamar una semana después de la conferencia sobre el pichón. Como lo había esperado, había sido instalado un panel de investigación para considerar el falso programa que él había trazado: debían haber pasado deliberando una semana antes de enviar a buscarle.
Miró a las caras. Rudge estaba allí. Varios de los jóvenes de Psych apartaron la vista embarazados: debían haber recibido una buena reprimenda del Psyquiarca al interrumpir la conferencia del pichón con las nuevas de la impostura de Dod.
—¿Qué le hizo pensar a usted en los Seres Libres del Espacio? —dijo con desabrimiento Eiserer. Estaba receloso. Siempre Eiserer, pensó Dod. El hombre que había ejecutado el bloqueo que era la admiración de todos los componentes de Psych. Mirándole, Dod determinó allanar un día la diferencia entre ellos.
—Siempre he extraído mi inspiración de la gloriosa historia de nuestra Compañía —respondió Dod. Tendió su caña, pero ¿picaría Eiserer en el anzuelo, tragándose el cebo? Los jóvenes parecían recrearse.
—¿Puede usted explicar algo más? —preguntó Eiserer.
—Quizás hice lo errado —manifestó con vacilación Dod—, pero deseaba ayudar. Tras el brillante ejemplo del jefe Rudge, sentí que podía yo ser capaz de hacer algo.
Les había interesado.
—¿Y? —sugirió Eiserer.
—Pues bien, modelé mi programa sobre las mejores historias heroicas de los primeros tiempos de la Compañía.
Eiserer pareció incrédulo. Aburrido, también. Debía ser por haber tomado demasiado seriamente el asunto. Había pensado que Dod estaba mostrando señales de inteligencia, cuando en realidad sólo estaba aplicando métodos científicos; se había desacreditado ante su personal, también.
—Creo que lo comprendo —dijo el Psyquiarca, pero Dod prosiguió alegremente.
—Monté pues el programa y lo basé en la historia del capitán Frost y la lucha por las bases en Marte, y en la expedición del comandante Gow contra los piratas de los Seres Libres del Espacio a Venus, y...
Dod se detuvo y pareció ofendido. Se le estaban riendo. Notó fluir el sudor de sus poros, y pensó con alivio que todo había pasado. Para ellos, era un retrasado mental inofensivo y desvalido.
—¡Gracias, comandante! —dijo suavemente Eiserer—. Creo que ya hemos oído bastante. Mostró usted una excelente apreciación de los métodos modernos. —Apenas podía contener la ironía en su voz—. ¿Puedo confiar en que continuará prestando su ayuda?
—Desde luego —respondió anheloso Dod—. ¡Haré todo cuanto pueda!
Rudge pareció más aliviado que nadie. Llamó a Dod cuando estaba despidiéndose y fue con él al laboratorio.
—Sólo para mi curiosidad... ¿llegó usted a los computadores?
Dod se percató de que ello significaba mucho para él. Aquélla sería la primera vez en su vida que jamás cometiera un Error.
Al oírle, Dod vio que había tenido más suerte de la esperada. Los computadores Psych no habían conmutado a los bancos de memoria, no habiendo sido efectuado ningún registro de sus preguntas... Rudge los había comprobado ya; quizá la conexión con los bancos había sido cortada debido a que alguno estaba siendo empleado en una labor confidencial, pero fuera cual fuese la razón, facilitaba mucho las cosas.
—No —respondió a Rudge, quien suspiró aliviado—. Para empezar, fue una idea disparatada. Supongo lo que le hace a uno el ser piloto del espacio... le torna demasiado independiente. Me alegra ahora de que no fuese hasta el fin con ello.
Rudge no preguntó siquiera lo que había deseado comprobar Dod, y éste vio que el jefe Psych no volvería a insinuar su acuerdo mutuo. Una experiencia que casi le había hecho incurrir en el Error que le bastaba.
Todo había pasado, pensó Dod, escuchando a los brillantes y ávidos hombres de Psych discutir los últimos tests a que le sometían. De nuevo se encontraba en el punto de partida. Su única esperanza era ahora Scrimgouer.
Al pasar por su lado el gordo el siguiente día en la casi desierta galería, esta vez el hombre de Psych se detuvo, sin embargo.
- Sólo esos dos por aquí -dijo rápidamente, señalando a los hombres de Plag—. No hay registradores. Sólo unos segundos. -Y en voz alta, a la intención de los hombres de Plag, añadió—: ¡Enhorabuena por su ascenso, comandante! No tuve la oportunidad de verle a usted en la Base de la Luna.
—Gracias. Obtenga detalles de la Abuela -añadió apremiante.
—Me gustaría visitarle alguna vez —dijo Scrimgouer—. Taladre «renacimiento»... banco verbal laboratorio Cuatro.
—Cuando guste —ofreció Dod. Guiñó el ojo para indicar que comprendía dónde entregaría la información Scrimgouer. El encuentro al parecer casual del gordo hombre de Psych podría ser el resultado de días, o acaso de semanas de planeamiento; podría haber tenido que averiar una serie de registros de aquel pasillo particular, quizá distraer a algunos hombres de Psych que normalmente usaran aquel paso... y era mucho más sencillo dejar información bajo una palabra desusada en el banco, que arriesgar otro encuentro. Dod sonrió al percatarse lo que la palabra significaba... un nuevo nacimiento, un nuevo comienzo...
Pasaron otras dos semanas, lentamente para Dod. Cada tercer día taladraba la palabra clave, pero sin resultado. Y Scrimgouer no se había vuelto a mostrar. ¿Seguramente no había probabilidad alguna de que Psych concordara con él? Dod desechó la idea. Todo cuanto había que hacer el gordo era cotejar con los registros manuales —se mantendría apartado de los computadores, desde luego— y extraer la información que Dod deseaba. ¿Qué era lo que no había ido bien?
Las dos semanas se convirtieron en un mes, y todavía seguía ausente el hombre de Psych. Dod sintió que la inactividad entumecía su energía... las últimas series de tests de Psych habían sido físicamente agotadoras, y el malestar del estancamiento mental le había tornado en individuo moroso. Se había estado mofando abiertamente cuando se efectuaban las series... ellos andaban tras hipotéticas impresiones fotosintéticas registradas por los pigmentos de su piel facial, e intentando, ridículamente, según le parecía a Dod, establecer una conexión con aquella quimera de investigadores superficiales a través del milenio, el tercer ojo que faltaba, el «ojo del alma» de Descartes.
Todo cuanto resultaba de ello eran leves quemaduras para Dod y desilusión para los hombres de Psych. Habían perdido algo de su anterior agudeza. Rudge parecía preocupado.
Cuando Dod, en un ataque de soberano aburrimiento, le recordó haber convenido en su ingreso en una serie de Juegos, restalló con enojo que aquello estaba fuera de causa.
Todo cuanto Dod había deseado era un par de combates para entretenerse; participar en los Juegos significaba unos cuantos días apartado de la eternal ronda de tests. Allá había la perspectiva de la acción, la incitación del propio ingenio contra un hábil antagonista; los Juegos significaban escuelas de entrenamiento, instrucción particular por antiguos campeones, empleo de tretas, y mañas y apuestas; y no había peligro alguno.
Al negar bruscamente el permiso Rudge, Dod protestó inmediatamente.
—Eh, oiga, usted mismo dijo que ello era bueno para mí... para mis impulsos agresivos. ¿Recuerda?
—Descartado, Dod. Usted debería saberlo mejor que pedirlo.
—Es mi deber —recordó Dod al jefe de Psych.
—¡Su deber es cooperar con la Compañía!
—Es mi deber para la Compañía como piloto del espacio el participar —arguyó nuevamente Dod.
Rudge lo remitió entonces a Eiserer. El jefe Psych no se aventuraba en absoluto con Dod, recordando cómo había sido casi inducido a Error en sus tratos con él.
Su misma oposición hizo más decidido a Dod a retar formalmente al Mariscal de Combate, y pasó buena parte de su tiempo libre pasando revista a los viejos registros de los anteriores Juegos.
Tomar las últimas series de van Gulik, pensó: el campeón supremo de los Nueve Planetas era un brillante táctico, pero tenía su debilidad. Vaya cuando ponía el aparato de combate en su famoso picado, revoloteando a través del palenque como una hoja cayendo... y cuando uno disparaba a una intersección que lo marraría por amplio margen como si uno estuviera apresado por el pánico, y luego convertía en impulso la energía del aparato, de modo que fluctuaba a lo largo del rayo que uno había enviado, el último lugar que uno había esperado que se moviera...
¡Pero aquello era cosa de chicos!, pensó Dod riendo en autodesprecio. Los Juegos eran tanta patraña como las Ruinas de la Luna. Nadie resultaba herido... Rudge sabía eso como todo lo demás. La fuente de energía, el impulsor, las pantallas y las armas, todo ello tenía justo la suficiente potencia para hacer estallar a un aparato similar, pero la cabina de vanadio-circonio del contendiente era indestruible; el participante no resultaba nunca muerto, a menos que fuese tan descuidado como para olvidar quedar encerrado en ella; y una nave de recuperación remolcaba simplemente a la cabina fuera de la nube de polvo que había sido la nave, cuando acababa un combate. Nada, juego de niños.
Dod estaba dispuesto a jugar a estos juegos, decidió. Constituían un cambio. Acaso si despejara sus agresiones, comenzaría a pensar de nuevo con claridad y desapareciera la bruma de malestar.
En una ocasión casi se convenció de que podía escapar. Los de Psych no eran precisamente descuidados, pero estaban tan soberanamente seguros de él —despectivamente seguros de que era inofensivo— que pasaban por alto puntos de estricta salvaguardia. Le dejaban leer notas que dejaban por allá; hablaban libremente en su presencia. Era como un animal mimado.
Dod observó que el destacamento de Plag era cambiado completamente cada mes; si podía hallar la debida oportunidad, podría emplear el mismo truco que le había vuelto a sacar de la estancia de los computadores no restringidos; pero los hombres de Plag no se abandonaban nunca lo más mínimo. Ni una vez los sorprendió en un momento de relajamiento. Era más que cuestión de guardar a un valioso prisionero: todos los de Plag sabían que Dod era el responsable de la muerte de dos de los suyos... y posiblemente de más. Cada vez que pasaba ante ellos tenía la sensación de que Plag le había señalado como víctima. Un día intentarían reclamarle.
El fugarse del fantásticamente seguro establecimiento de Serampur era imposible. Resultaba como intentar enviar una sonda estelar contra las pantallas de los extranjeros. Había un muro viviente de componentes de Plag en derredor suyo.
Y sin embargo, tenía que hacer algo. Scrimgouer seguía sin aparecer, y Dod lo había descartado. O bien Psych le había atrapado, o se había esfumado por razones propias. Dod no podía esperar llegar de nuevo a los computadores, y de todos modos eran inútiles. Sólo le cabía esperar que Rudge quedara desacreditado, o Eiserer, o ambos, y que eventualmente se le permitiese salir del establecimiento. Pero tanto Eiserer como Rudge se mantenían bien alto. El Consejo tenía plena confianza en ellos, y apreciaba —irónicamente— la teoría del pichón; lo que comenzara como una broma había rebotado contra Dod, dejando a los hombres de Psych exultando en su éxito. Eiserer ni siquiera se había molestado en responder a su solicitud para una serie de Juegos.
Dod había estado en Terra, sometido a continuos tests y esperando todo el tiempo un súbito destello de iluminación que le trajese su muerto pasado, brillantemente, viviente, pues eran ochenta y tres días desde que Gompertz le llamara en el receptor. Ahora habían pasado veintinueve desde que había abandonado la esperanza de volver a ver a Scrimgouer, diez días desde que taladrara por última vez la palabra «renacimiento» en el banco de palabras del Laboratorio Cuatro —la palabra era una mofa ya— y su único consuelo era el pensar que había matado a Getler cuando se le presentó la oportunidad.
—Llamado a ver el halo de nuevo —dijo Gompertz—. He de decirme que nunca me lo imaginé.
Dod se sintió como un animal en exposición. ¿Qué era lo que Gompertz deseaba? ¿Material para su siguiente caso?
—Todavía está aquí —respondió Dod.
El marchito rostro del viejo cobró en la pantalla una expresión sardónica.
—Y no sabemos aún por qué —cloqueó.
—Teorías —dijo Dod.
- Quot homines, tot sententiae -respondió presto el viejo.
—¿Sí?
—Lo que usted dijo... teorías. Hallé la idea del pichón sumamente interesante... de hombre más listo que Rudge.
¿Estaba guiñando un ojo? El pesado párpado podía haber caído fraccionalmente sobre el rojo ojo.
—Lo es —dijo cautamente Dod. El viejo podía mostrar simpatía: había ofrecido ayuda en la Base de la Luna.
—¿Qué hay sobre sus propias ideas? ¿Salió algo del trabajo que estaba haciendo en la Base Luna?
—No. Todavía estoy trabajando en ello.
—Lo oí —dijo el consejero—. Justo como un buen Compañero. —El sarcasmo estaba allí. Dod sintió nacer en él la esperanza. Gompertz era hombre de mucha influencia... y estaba a partir un piñón con un par de Directores, aun cuando se decía que estaba en contra de algunos de los métodos del presidente.
—Hay un par de extremos sobre los cuales me gustaría saber su opinión —dijo con cautela Dod.
—No podía usted tener mejor consejero —respondió Gompertz. La modestia le era ajena, pero sus modales le encajaban tan bien como una túnica bien confeccionada. Los gestos y ademanes señorialmente altivos y la nota jactanciosa en su voz... Gompertz era al par cómico e impresionante.
—Sé que tiene usted una vida atareada...
—La tengo. No diga más. Lo zanjaré esta semana. —Mostró sus viejos dientes amarillos en burlona sonrisa—. Si hay algo que podamos hacer para separarle ese apéndice suyo —aún sin la debida nomenclatura, me parece— lo haré.
—Muy amable de su parte.
—Lo es —convino Gompertz—. Mire, comandante —pronunció el título de manera que más bien parecía un insulto que algo honorífico—, ya sabía yo que tenía usted algo que decirme. Lo supe en la Base Lunar.
Y cuando Dod intentó responder, se halló hablando a una vacía pantalla.
—¿Tras qué anda exactamente usted?
No había sonrisa sardónica en el rostro de Gompertz, ni inflexión burlona en su voz, y sus ojos eran como dos filos de cinceles.
Había solucionado el problema de solventar la incesante vigilancia de Psych desechando las protestas de la guardia de Plag y yendo con Dod al inmenso espacio abierto que era el centro del establecimiento de Psych en Serampur, un liso llano de cemento coloreado; los macizos edificios ascendían en suave declive desde el verde llano como las terrazas de un anfiteatro; era el único lugar privado en el establecimiento.
—¿Cuál es su interés? —replicó Dod, sintiendo no obstante que ya había pasado el tiempo de poner trabas.
—Mi tarea, si puede llamársela así, es la de indagar. Como usted muy bien sabe, comandante Dod, la indagación original es inexistente en la Compañía. Voy a ser del todo sincero con usted, Dod —si es éste quien es usted— y creo que me corresponderá siendo por su parte también franco conmigo. —Había omitido sus latinajos, observó Dod—. A mi edad no merece la pena vivirse la vida sino por el desciframiento de misterios. Y usted anda en algo por el estilo.
Tenía sentido. La intuición, posiblemente la información interior, o la pura deducción había puesto sobre la pista al viejo. Dod le preguntó qué era lo que sabía.
—Por primera vez, usted no es Dod.
—De acuerdo.
—Luego, usted se encuentra a medio camino de solucionar el secreto de su... apéndice.
—Ni siquiera a medio camino —observó Dod—. No puedo lograr salir de aquí —añadió abarcando con un ademán de la mano los farallones de los edificios de Psych.
—¿Cuándo comenzó usted?
—Con su propia premisa, de que éste no es un contacto accidental.
—¿Lo cual condujo a...?
—De nuevo a mí mismo y a quien era yo. Debe haber una conexión. Como usted mismo dijo, no podemos siquiera en pensar en un programa para demostrar que es una ocurrencia casual.
—¿Y luego qué?
—Mantener ocupados los de Psych mientras yo intentaba llegar a los computadores no restringidos.
—Ya oí de eso —dijo Gompertz con una entre sonrisa y mueca—. Considero que había en ello más que echar el ojo. ¡Los Seres Libres del Espacio!
—Pero no dio resultado.
—¡Desde luego que no! ¡Debiera usted haberlo practicado de antemano!
Así debiera haberlo hecho, pensó Dod. La visión posterior era todo de cuanto era capaz.
—¿Por qué no me lo participa todo, desde el mismo comienzo? —dijo el viejo. Paseó la mirada en torno al gigantesco anillo de edificios—. Tal como están las cosas, es usted una mosca en una botella. No hay salida. Cuando acaban con una, la clavan un alfiler y la exhiben. —Su cara aparecía inexpresiva—. Yo podría quitar el tapón para usted.
Ya sabía Dod que lo podría. Y probablemente era el único hombre en el Sistema que podía ayudarle. Un tapón... Gompertz tenía razón en eso: el entorpecedor, enervante, trabador y minador de la voluntad, e inhibidor taponado de su mente le mantendría acorralado hasta que llegase una ayuda.
Sólo diez minutos le llevó el esbozar su historia. El interrogatorio posterior de Gompertz le sorprendió; el viejo estaba conduciendo a algún plan, pero Dod no podía discernir la tendencia de sus preguntas.
—¿Usted atravesó a Getler por sí mismo?
—Sí.
—¿Disfrutó con ello?
Dod se preguntó si fue así. Posiblemente. Mas ello no importaba.
—Tenía que ser hecho.
—¿No pensó usted en darle una oportunidad..., navaja a navaja?
—No. ¿Es eso importante?
—¡No lo sabe usted cuánto!
—¿Cómo es eso?
—Una idea que tengo. Ahora que sé que no tiene usted compasión ninguna resulta más fácil. No hay influencias románticas en su naturaleza, donde cuenta sólo la supervivencia. Usted es lo que tiene que ser. —Miró a Dod con respeto—. De acuerdo a las mejores autoridades, usted puede sentir resquebrajarse los riñones cuando rasga la navaja la piel.
Dod se encogió de hombros. Aquello tampoco tenía interés alguno.
—¿Dónde hemos de empezar?
—¿Hemos? —preguntó Gompertz. Dod asintió.
—Está usted arriesgando su cabeza —dijo al viejo—, pero puesto que piensa que el riesgo merece la pena...
—Soy un viejo —respondió Gompertz—, pero no senil. Cuando digo que tengo un plan, es que es bueno. Mantendré mi cabeza si sabe usted contener su nervio.
De todos modos, Gompertz estaba corriendo un gran albur hablando de esta manera; un desliz, y Salkind tendría su cabeza.
—Así pues, ¿por dónde hemos de empezar?
Gompertz meditó durante un momento, tomando sus dedos la forma de un tetraedro como acostumbraba cuando sutilizaba sus proyectos, y golpeando levemente las yemas.
—Dígame —habló por fin—, ¿qué hace el hombre sensible cuando se enfrenta a un poder superior?
—Se une a él. —Elemental autoconservación, pensó Dod.
—Exactamente. Pero para el hombre anormal, ésa es una salida inaceptable. Un hombre tal tiene dos conductas más abiertas a él. —Lanzó una mirada al halo—. O bien opta por separarse de la raza humana y se convierte en un aislacionista... en un eremita; en un criminal. Hasta que es aplastado.
—¿Y la otra conducta?
—Intenta destruir a la organización superior. Trata de remodelarla en una forma que le conviene. —Esperó el comentario de Dod.
—Yo lo intenté —dijo éste-...no sé cómo, pero lo intenté. Así tuve un bloqueo de clase cósmica, como Scrimgouer lo llama. Y él sabe. Él es un experto.
—El hombre anormal fracasa siempre —convino Gompertz—. Mas para el supernormal hay toda una serie de posibilidades.
—¿Yo?
Gompertz pareció apenado durante un momento, y Dod recordó su vanidad.
—¡Usted!
—Precisamente, joven. Un curso de acción que salta a mi mente es obvio, aun cuando pueda no serlo para su mentalidad. —Mostró sus dientes amarillos en sonrisa feroz—. Es el proceder absolutamente más simple, también. Podemos unirnos, aplastar, o apartarnos de esta sociedad nuestra con la que estamos enfrentados.
Dod esperó. Estaba logrando a ser bueno en la espera, pensó. Gompertz gustaba de un aprendiz para dictarle; dramáticamente el viejo estaba en una clase llevada por sí mismo.
—Ya lo veo —dijo Dod.
—¿Y desearíamos sin embargo destruirlo? —Estaba siendo deliberadamente pedante—. No es exactamente una cultura sublime, pero sí equilibrada... hay un lugar para el arte en ella, hasta para las personas como yo. No para usted, sin embargo. No hay lugar para los de su género. Es por lo cual hemos de hacer algo al respecto.
—Vayamos al grano —manifestó complacientemente Dod—. ¿Qué hemos de hacer con la Compañía?
—La controlaremos.
Capítulo tercero
El director de los Juegos, mariscal Maes, miró a Dod asombrado, con su caraza franca y abierta púrpura de consternación.
—¡No puede usted lanzar un desafío como ése!
—¿No? ¿Quiere decir que está rehusando mi desafío?
—¡Pero la forma! ¡Un abierto desafío a los cuatro campeones!
—Le pregunté si estaba rehusando —Dod miró fríamente a Maes, sintiendo pena por él al mismo tiempo.
—¡Pero mire, comandante... sea razonable! ¡Usted no ha participado hasta ahora más que en competiciones menores! ¡Ahora es a los ases de Plag a los que desafía!
—Lo sé, y lo mantengo. Fue radiado por los Heraldos.
—¿Pero por qué? ¿Por qué? —gimió Maes.
—Por el honor de los pilotos del espacio —respondió Dod.
Maes se cubrió el rostro con una enorme mano. Volvió a mirar a Dod, alzó la vista al halo y gimió de nuevo; su cara ocupó más la pantalla al sumirse su mandíbula y aflojársele sus protuberantes mejillas.
—Mire —dijo, intentando aparecer tranquilo—. Mire, comandante. Ya sé que no es usted sólo un piloto corriente. Ese halo suyo... quiero decir que sé que Psych lo considera a usted como hallándose en su esfera de influencia; sé que es usted un caso especial. —Estaba arguyendo ahora con Dod—. ¿Qué le parece un combate de media competición?
Hizo sonar sus palabras de manera incitadora. Cobertura completa planetaria; honorarios especiales; los mejores comentadores. Todo.
Dod le interrumpió suavemente.
—Mariscal, Psych ha aprobado el desafío.
—¡Psych! ¡Aprobado! —El alivio dibujó una cómica mueca en su cara.
—En principio.
Maes rió ahora con gana. Se encontraba desembarazado: si Psych lo había aprobado, no podía haber error alguno.
—De todos modos, no lo aconsejo —objetó.
—Es demasiado tarde ya —replicó Dod—. Las redes difundieron el hecho inmediatamente después de que acudí a usted.
Maes se encogió de hombros.
—En ese caso haré que los Heraldos lo hagan oficial. —Hizo una pausa, y Dod vio que era humano—. No sé por qué está usted haciendo esto, comandante, pero buena suerte a...
Fue interrumpido por Eiserer que chilló en la pantalla como un pájaro angustiado:
—¡Qué es eso! ¡Su desafío, Dod! ¡Qué es lo que ha hecho usted! ¿Es que está loco?
Perdió luego su autodominio y berreó insensatamente.
Dod vio que estaba asustado, que tenía miedo por su cabeza. Tenía razón. Cuando el Consejo supiera lo que había hecho él, más de una cabeza rodaría entre el personal de las redes. Gompertz había divulgado la información.
—Usted estuvo de acuerdo —replicó Dod. Eiserer se detuvo—. Psych —explicó Dod—, en los reglamentos... Psych lo otorga en principio.
Eiserer pugnó por recuperar su control y lo logró.
—¿Qué quiere usted decir?
—¿Reparó usted en todo el desafío?
Eiserer hizo un gesto fuera de la pantalla, y en su mano apareció una cinta que leyó rápidamente; comenzó de nuevo y se detuvo, recalcando las arcaicas palabras: «a combate mortal hasta que venza o muera, como es el noble derecho de cada Compañero...»
El Psyquiarca pareció asaltado de nuevo por el miedo; había topado con una nueva situación y no sabía qué hacer. Mas parte de su temor sería debido a que ahora sabía que Dod no era el animal domesticado que había supuesto.
—No es posible —dijo—. No es en absoluto posible.
Los clásicos síntomas de retirada, se halló murmurando para sí mismo Dod. El sujeto se aparta de la realidad y se niega aceptar su existencia. Ahora Eiserer desaparecería de la pantalla.
Lo hizo, sin volver a posar la mirada en Dod. Los arrestos de Dod se elevaron irracionalmente al pensamiento del desbarajuste del Psyquiarca. Miró a la esfera totex y rió con fuerza. La esfera y Eiserer... dos concepciones complementarias: un hombre que no quería aceptar la realidad, y un instrumento diseñado para aboliría. Lanzó los cojines de su yacija a la esfera que estaba comenzando a ronronear con suave música; luego le lanzó botellas, avíos, cintas, todo lo movible.
Las cosas parecían estar en marcha, pensó contento.
Se sentía tan optimista sobre el curso de su desafío, que saliendo a grandes zancadas de su alojamiento, fue corriendo por los pasillos hasta irrumpir en el Laboratorio Cuatro, metiendo en el computador la palabra-clave de Scrimgouer. Esta vez estaba allí.
—¡Badulape! —rugió al pasmado hombre de Psych que se marchó al instante.
Leyó lentamente la corta cinta. «Arabella Alicia Detweiler: educada en Shu-Main, con trabajo postgraduado en Capúa. Publicaciones: Análisis sinóptico de los sutras; Cantidades teosóficas y primitivo jainismo; dos obras más suprimidas por Psych. Varios guiones totex censurados por Psych. Detalles familiares: hija única muerta con el marido en accidente de investigación; un hijo de ambos superviviente.» Seguían sumarios de sus graduaciones Psych. Se le había concedido cierta extensión de latitud a causa de su destreza como estudiante de las religiones centroeuropeas y asiáticas; pero no se le había permitido publicar su trabajo, y había estado recluida durante varios años.
Ella no significaba nada para Dod. La información tanto tiempo esperada, no había aportado piezas que encajaran en un molde. El nombre de aquella mujer debería significar algo para él, así como los títulos de sus trabajos y el hecho de que Psych prohibiera sus últimos escritos. Scrimgouer había hecho lo que podía, pero no era lo bastante.
Dod contempló desaparecer la cinta en su vertedero, y luego se encaminó a través de los laboratorios a su alojamiento, a esperar a que Salkind le llamara.
El presidente parecía curiosa y extrañamente imperturbable ante el inexplicable y revolucionario desafío de Dod.
—Ese desafío... —dijo.
Los hombres de Plag que se hallaban tras él miraron con fijeza a Dod, como perros de caza en espera del disparo.
—Está en orden —respondió Dod—. Lo expliqué al Psyquiarca Eiserer. Se halla en los reglamentos de la Compañía.
Salkind lo sabía intuitivamente, lo mismo que Gompertz lo había sabido, según apreció Dod; el presidente le miró sosegadamente, como si pudiese penetrar en sus más profundos pensamientos.
—Puede usted decirme lo que desea, Dod —dijo.
Dod sintió por un momento que lo podía. La sonora y clara voz le incitaba a hablar, a confiar en el presidente como en los días en que era él Dod. El mismo nombre le salvó... ¡Dod, vaya nombrecito que le habían colgado! Dod... un nombre apagado, muerto, el nombre de un idiota. Eiserer lo debió haber pensado para él. Se sacudió las indecisiones y la irresolución, y respondió:
—He estado pensando mucho sobre los extranjeros, y sobre la Compañía, especialmente en nuestro sistema de vida. —Sus palabras habían de sonar de lo más convincentemente—. Y he llegado a la conclusión que la manera en que vivimos es de lo más errada.
—¿Es su propia idea? —preguntó Salkind.
—Por entero. —La percepción de Salkind era pavorosa—. Investigué las causas de este error y sé lo que ha de hacerse.
—¿Enlaza eso con su desafío?
—Pues sí. Pasando en revista la historia de la Compañía, hallé que los Juegos habían sido la principal influencia formativa del carácter de la misma.
—Continúe.
Dod hizo que un destello que pasara por fanatismo asomase a sus ojos, e irguiéndose orgullosamente manifestó:
—Los Juegos que ahora celebramos no son las competiciones auténticas.
Salkind envió a Rudge a escabullirse a los computadores, diciendo luego:
—¿Lo descubrió usted mismo?
Dod pasó por alto la pregunta y dijo:
—¡Sólo en combate mortal puedo servir ahora a la Compañía! Es sólo recientemente que he comprendido el significado cabal del Juramento de la Compañía.
Los directores alargaron el cuello, ávidos por escuchar cada una de sus palabras; mucho dependía de la impresión que crease en ellos.
—¡Ese juramento... explíquese, comandante! —habló Salkind con enojado acento.
—Es el Juramento. El auténtico Juramento:
Salido del caos vino el Cuatro
Para desafiar a los sin ley
A mortal combate...
—¡Blasfemia! ¡No es verdad!
Los directores se pusieron en pie... excepto Cohui, observó Dod, quien estaba sonriendo sardónicamente a sus enfurecidos co-directores... quienes vociferaban que Dod estaba en un error, que estaba siendo impíamente blasfemado tergiversadamente el Juramento; mas Dod prosiguió, para su creciente pasmo, completando una versión del Juramento que ellos no habían oído antes. Gompertz había insistido en que acabara una vez que había comenzado. Lo más importante de todo era recalcar las líneas que apoyaban las acciones de Dod: las líneas que declaraban que era el deber de cada Compañero el lanzar un desafío a un combate a muerte una vez en su vida.
—¿De dónde, en nombre del Gran Perro, sacó usted eso? —barreó Salkind cuando hubo él terminado. Ya una docena de hombres de Psych habían sido despachados para ayudar a Rudge a comprobar la exactitud histórica de la cita de Dod.
—¡Este es el verdadero Juramento! —le espetó con voz tonante Dod, sintiendo un ramalazo de satisfacción al haber gritado autoritariamente. Ahora estaba comprometido todo su talento histriónico, pues se pavoneó en torno a la estancia del Consejo en una parodia de la marcha de los pilotos del espacio, cantando a pleno pulmón su himno, mientras los directores le contemplaban en silencio ahora.
«Vuelto de revés por el espacio —oyó Dod cuando acabó—. ¡Bloqueo destruido», observó otro. Dod saludó gravemente y se fue afuera, sin que nadie intentara detenerle.
Se encontraba ahora Dod tendido en su lecho pensando sobre su desafío.
Todo dependía ahora del nervio de Psych.
Ellos querrían ahora comprobar con el computador la antigua forma del Juramento de la Compañía y hallar si lo había citado correctamente; y habrían de admitir a Salkind que estaba autorizado para lanzar el desafío como él lo había hecho... que era en efecto su deber el hacerlo así.
Gompertz había estado seguro de que el desafío se mantendría.
—La Compañía no fue tanto una organización política como militar, al principio —había explicado—. Todos sabemos cómo las Cuatro Compañías, el único instrumento efectivo de gobierno cesó luego que los frenéticos años pasaron, afirmaron gradualmente el control sobre Tierra; y eran una máquina militar. Recuerda esto. Y una organización militar difiere en un fundamento extremadamente importante de una unidad puramente política... mientras que la política se aplica sólo a una amplia difusión de objetivos, libertad y dignidad del hombre, agricultura, desagües, impuestos, bienestar, y así sucesivamente, la militar tiene sólo un objetivo; la conquista.
»No se puede tener una fuerza combatiente a menos que se combata. Mire la historia mundial. Pueblos oprimidos aprenden a luchar, y se convierten en opresores. Y sólo continuando combatiendo siguen siendo opresores. El combate se convirtió en la filosofía de las Cuatro Compañías. ¿Sabe usted a quiénes tenían que combatir, y seguir combatiendo?
—A los Seres Libres del Espacio.
—Así es. Terra contra el resto. Los Seres Libres del Espacio controlaban el resto del Sistema, y se conformaban y contentaban con dejar las cosas como estaban. Hubo alguna lucha, pero ambas partes se percataron de que cada cual era demasiado fuerte para conquistar a la otra con las armas que tenían entonces. ¿Es todo esto nuevo para usted?
—No el esbozo —respondió Dod—. Sabía que hubo contienda bélica durante algunas décadas, he visto muchos totex sobre ese período, pero su interpretación de los hechos es nueva para mí.
—Hubo un período de varias décadas en que fue mantenido por ambas partes el status quo, y durante ese período fue desarrollado el combate singular para satisfacer a las Compañías; los Seres Libres del Espacio vieron que sólo descargando su apremio de algún modo podría ser mantenido el equilibrio de las fuerzas. Había de ser restringida al mínimo la lucha... cuando las Compañías ofrecieron combatir con flotas, o ciudades acorazadas, o satélites, los Seres Libres del Espacio rehusaron; únicamente se avenían a aceptar el combate singular... mortal.
—Y así es como llegamos a los Juegos. —Una degenerada supervivencia de una gran y valerosa concepción —dijo Gompertz—. Los Seres Libres del Espacio no querían combatir; pero enviaron a sus jóvenes a luchar y a morir para preservar sus ciudades. Lo que lo hace digno de compasión es que eran barridos a causa de su confianza en el sistema que por ambas partes había sido aceptado.
—¡No por combate singular! —adujo Dod. Gompertz acabó su tesis diciendo:
—Así, en las Compañías... y entre los Seres Libres del Espacio también, el combate singular a muerte se convirtió en la forma más elevada del sacrificio que un hombre podía alcanzar; muchos miles de hombres murieron, los Compañeros en persecución de la gloria, y los Seres Libres del Espacio resignadamente, para mantener a salvo a sus familias. Era mejor que muriesen unos cuantos que la raza.
—Magnífico pueblo —dijo Dod. Pudo ver que también Gompertz admiraba a aquella gente muerta hacía tiempo.
—Pensaban que así seguiría la cosa hasta que las Compañías combatiesen entre sí, pero interpretaron mal la situación —añadió con enojado acento—, no podían ver que había algo para mantener a las Compañías unidas, un enemigo común. El período de reanudación comenzó inmediatamente a la ausencia de una amenaza exterior.
—¿Sabe usted cómo fueron matados los Seres Libres del Espacio? —Los totex hablaban sólo de batallas campales, de tremendo heroísmo y de brillantes movimientos estratégicos. La verdad, Dod lo sabía ahora, habría sido diferente.
—Por su confianza en la aparente salvaguardia del sistema. Había de ser una cosa sutil.
—¿Alguna nueva arma?
—La sorpresa —dijo Gompertz—. Estaban todos contemplando los Juegos Mortales, sin percatarse del aparato de combate adicional que había enjambreado de Terra.
—¿Emplearon el aparato de combate como unidades ofensivas? —De seguro que no, pensó Dod. Eran demasiado pequeños hasta para enfrentarse a una nave exploradora.
—Contra las estaciones de bombeo —dijo Gompertz—. Pequeños aparatos-robot destruyeron las principales plantas de oxígeno de los planetas colonizados, y todo acabó en cuatro minutos... excepto la limpieza de enemigos. Fue desagradable.
Dod sintió frío al pensar en la muerte de la sana raza de un pueblo apacible que sólo había deseado vivir en paz; horizontes de cadáveres se apiñaban en las estancias de su lujoso alojamiento.
«No se podía fiar uno de la Compañía», pensó malignamente. «Ni siquiera cuando establecían reglas de conducta y declaraban que estaban mantenidas por ellos; sólo se podía ser más duro, más sagaz, más maligno que la Compañía. Él lo sería.
En el interín, lo único que podía hacer era estar ojo avizor.
Todo dependía del nervio de Psych.
Para ahora debían haber hallado que era indiscutible el derecho de Dod a desafiar al campeón de los Juegos, y tratarían desesperadamente de descubrir cómo era capaz Dod de contactar con las agencias, y por lo menos tendrían un atisbo de no poder conseguir la verdad. Y llegarían a varias conclusiones sobre el impacto que el desafío de Dod había producido en los habitantes del Sistema. El computador les diría que aquél era el único camino que podían tomar.
Al ser anunciado por primera la llegada del halo, una magistral campaña de relaciones públicas había sido llevada a cabo por Psych: el Sistema había reaccionado como fuera previsto, y el interés inmediatamente despertado, aunque magro, no había tardado en apagarse. El sentimiento general era de que el misterio de los extranjeros podía por fin ser aclarado, pero que requeriría un largo y lento proceso... y se debía agradecer a Psych que estuviera allí para tratar el problema. La mayoría de las personas habían olvidado ya el nombre del hombre portador del halo. Dod no era ya noticia. La imagen que Psych había creado gradualmente, y que había concienzudamente desarrollado, era la de un consagrado plantel de hombres trabajando a todas horas con la total cooperación de un simple y leal Compañero.
Ahora Dod había tirado una piedra a la imagen.
Gompertz había previsto varias posibles reacciones. Se dispondría de unas oscuras pandillas de escatólogos que estarían dispuestos a enseñar la mano, y se les barrería al instante; pero ellos serían sólo la respuesta marginal. Habría suicidios, lo cual era desafortunado. A algunos les repugnaría la idea de la violencia gratuita; podrían hasta intentar demostrarse, y entonces, también serían abatidos por plag. Pero la mayoría de la gente deseaba ver un combate. Un combate mortal, una lucha a muerte. Psych habría de tener que contender con un público que conocía cabalmente los hechos... de que Dod había lanzado su desafío, y que según el Código de la Compañía tenía derecho a hacerlo; y el público que estaba inflamado con fervor patriótico, y orgulloso de las antiguas tradiciones, chocado por el singular desafío, aprensivo sobre la revivencia por Dod de la costumbre, el público que estaba perplejo, excitado, asaltado por el terror e inspirado por el horror, era también el público que sabía que Dod era el primer hombre en haber entrado en contacto con los extranjeros. Lo cual creaba una poderosa situación psicológica, había dicho satisfechamente Gompertz. Dod era único; y había actuado como ninguno otro lo hiciera. El hombre del halo había retado a combate a muerte a los cuatro campeones de los Juegos. Juntos, esos dos separados eventos eran cosa tan explosiva como la colisión de dos potentes estrellas. Todo el mundo deseaba ver el combate. Todo el mundo, había asegurado Gompertz a Dod, quería saber si era justo reponer los Juegos. Ello se había convertido en un tabú, en un misterio, en una fantástica conjunción de fuerzas.
La perspectiva de la batalla bloquea todas las demás emociones —había explicado Gompertz—. Tome su caso... tuvo usted que apuñalar a Getler, pero no era su intención emplear la daga contra él cuando fue usted a encontrarse con Scrimgouer. Usted actuó instintivamente, y si hubiese actuado de cualquier otro modo, hubiese sido usted cuerpo muerto. Las emociones de la lucha cambiaban toda lógica, toda calma y sosiego, toda inteligencia y decoro. Era sólo pura y simple acción desnuda. Y Psych sabrá que en cuanto haya sido decidido su desafío, la perspectiva de la batalla causará una psicosis en el Sistema. Psych no tiene ninguna alternativa en la cuestión.
Dod flexionó sus músculos. El pensamiento de la batalla le estimulaba, le aligeraba del estancamiento de los meses de Serampur, y halló que su mente se distendía también al ir estableciendo sus planes de combate.
—¿A qué campeones debería desafiar? —preguntó.
—No nombre a ninguno. Sólo los cuatro mejores. Tendrá usted muchas respuestas... recuerde que los más conspicuos son de Plag, y que ellos le odian a usted y a todo lo que usted representa.
—¿Y si resulto muerto?
—No se preocupe. Vencerá usted.
—No puede usted estar seguro.
—No —dijo Gompertz—. Siempre hay el factor azar.
—¿Otra intriga?
—No. No se fíe de Plag... y aun cuando le toque a usted matar, no se fíe de ellos. Es a muerte, y tiene usted que matar. No se fíe siquiera de los muertos. Saque el aparato del palenque. —Vaciló, y Dod esperó a que le dijera lo que él deseaba oír—. Si muere usted —dijo, y Dod vio que estaba profundamente conmovido—, si Plag quebranta todas las reglas y juega sucio, yo asumiré esto donde usted lo dejó. Yo encontraré a esa abuela suya. —Sonrió con una mueca—. Pero hubiese preferido mucho más que hiciera usted la presentación. Parece ser una mujer formidable.
Tenía la calidad del mismo tiempo. Resistencia, ninguna simpatía, la serenidad de siglos, el despego de los silentes eones. Pero era más que un erudito filósofo, pensó Dod. Era un pícaro, también. ¿Quién más hubiese descubierto que los afortunados retadores del período de los Seres Libres del Espacio beneficiaban del estatuto legal de Director? Y un estatuto de Director conducía a un puesto en el Consejo.
Habría un premio para el héroe que abatía el mayor número permitido de adversarios en una serie, y las propias Compañías habían establecido el galardón: como Director, había dicho Gompertz, Dod podría pronto controlar el Consejo.
Salkind cerraba el paso.
¿Se atrevería Psych decir al presidente que el Sistema hervía, que por doquier se estaban desintegrando las mentes de los hombres como máquinas condicionadas, por el impacto de las más raras concepciones? ¿Podría Eiserer enfrentarse a Salkind y decirle que si no se celebraban los Juegos se produciría la anarquía?
Todo ello dependía del nervio de Psych.
Dod había visto una copia de la respuesta del computador.
«TODO HONOR VÍCTOR LUDORUM — RETO COMANDANTE DOD EN LAS MEJORES TRADICIONES DE LA COMPAÑÍA DOG — BALANCE EN SITUACIÓN PSICOLÓGICA HACE ESENCIAL PRONTO COMBATE — PUBLICIDAD PRE-COMBATE COMIENZA INMEDIATAMENTE PROGRAMA SIGUE...»
El lenificador programa por el cual se calmarían los más violentos entusiastas, y animados los desinteresados e indiferentes, seguía una pauta que había sido establecida unos dos siglos antes, como lo señalaba el propio computador un tanto ufanamente. Había sido muy preciso sobre cuando debían celebrarse los combates. «LOS JUEGOS DEBEN TENER LUGAR EN UN PLAZO MÍNIMO DE DIEZ DÍAS Y MÁXIMO DE DOCE A PARTIR DE AHORA.» Psych disponía de poco tiempo para preparar un caso de litigio. Dod rió al pensar en el aserto del computador sobre el probable resultado de la contienda. «POR DATOS PRESENTES DOD MORIRÁ EN EL SEGUNDO COMBATE — LA DESESPERACIÓN LE DA VENTAJA EN EL PRIMER COMBATE — SI GANA EL SEGUNDO COMBATE ES SEGURA SU MUERTE EN EL TERCERO — SU PRESTIGIO COMO COMANDANTE Y LA PRESENCIA DEL HALO COMPLICA EL RESULTADO — ANÁLISIS DETALLADO DEL PROBABLE RESULTADO SIGUE...»
Los computadores no creían mucho en sus probabilidades de supervivencia, pensó Dod mientras esperaba a Eiserer para decidirse; pero lo que los computadores no podían tomar en consideración era el hierro que había penetrado en el espíritu de Dod.
—«...y así, presidente Salkind, manifiesto al Consejo que ésta es la única vía de acción que podemos adoptar.»
Había leído la exultantemente belicosa réplica que había expelido el computador, y los mismos directores parecían excitados ante la perspectiva de la batalla.
—No hay nada que podamos hacer —terminó el orador— sino dejar que se celebren los Juegos.
Salkind miró con sordo aborrecimiento a Dod.
—Es una elección que se impone —dijo, hablando a Eiserer, pero sin apartar la vista de Dod—. Y no hay medio de evitarla. El probable colapso del Sistema o de los Juegos. Nuestro primer contacto con los extranjeros matados, o el caos en los nueve planetas.
—A menos que el comandante retire su desafío —señaló el Psyquiarca.
Un sordo rumor de desaprobación se elevó del Consejo.
—Imposible —manifestó prestamente Dod.
—Y aun cuando lo retirase —prosiguió Eiserer— llevaría años el volver a la normalidad al Sistema.
—¿Oyó esto, comandante? —dijo Salkind.
—No puedo hacerlo —respondió Dod.
Los hombres de Plag presentes clavaron fulgurantes miradas en Dod, y Salkind los recorrió con la vista; se hallaban tensos, en espera de sus palabras. Dod vio que habría desazones con Plag, el trastorno sobre el que Gompertz le había dicho que anduviera con tiento; Plag había deseado tratar del desafío a su modo, y a no ser por la intervención de un grupo de directores conducidos por el venusiano Cohui, Salkind habría adoptado su consejo. Mas ahora era demasiado tarde, sin embargo. Se podía deshacerse tranquilamente y sin ruido de un hombre, pero la discreción era ya imposible en el Sistema, cuando por doquiera se había expandido como el son de una trompeta el formidable e inflexible desafío de Dod.
—¿No siente usted —dijo Salkind— que lo que está usted haciendo es una especie de cosa ya anticuada? Estos son tiempos modernos, civilizados, comandante.
Dod puso cara de consternación, y los directores le imitaron. Como había previsto Gompertz, los siglos de condicionamiento en los procedimientos de la Compañía habían producido dirigentes que respetaban la redescubierta antigua costumbre del combate mortal. Lo que Salkind había dicho bordeaba la blasfemia.
—No me interprete mal —prosiguió presuroso Salkind—. Aprecio sus motivos... ¿pero no se le ha ocurrido que nadie necesita morir? Ya han pasado más de cien años desde que alguien resultara muerto realmente en una serie de Juegos... hemos progresado desde entonces, y de todos modos, los Seres Libres del Espacio han sido barridos.
Al acabar, el sordo rumor de protestas de los directores se convirtió en rugido. Salkind miró en derredor para asegurarse de que los hombres de Plag estaban aún con él, pero no pudo gritar lo bastante como para poner a raya a los enfurecidos directores. Su control estaba roto.
Cohui se unió al berreo, y fue escuchado por fin.
—Hablo en nombre propio —dijo significativamente, irguiendo en toda su altura su esquelética figura—, como lo hace el presidente. Y digo lo siguiente: lo que fue regla para los primeros Compañeros, lo es para mí. Y es la regla del comandante Dod. —Hizo una pausa, y el odio de sus ojos se dirigió a Salkind—. Y es la regla para nuestro presidente, también.
—Quisiera tener su valor —prorrumpió el rollizo director de Saturno—. Si fuese veinte años más joven...
—¡Dejadle que combata! —voceó alguien. De nuevo se produjo un general alboroto.
—¡Por el honor de la Compañía... combate! ¡Combate! ¡Combate!
Dod vio a Salkind mirar de nuevo desvaídamente a los hombres de Plag, y a Cohui llevando su mano al arma de su cinto. Allí estaba un hombre dispuesto a tenérselas tiesas con Plag. Salkind vio el movimiento y meneó su cabeza a los ansiosos hombres que estaban detrás de él.
Salkind alzó la mano pidiendo silencio, el cual se produjo lenta y desganadamente.
—Es la elección del comandante —dijo. En aquel momento, Dod supo que el Consejo estaba escindido por entero. Pero con esta percatación vino un nuevo conocimiento: el choque entre él y Salkind no había hecho más que comenzar. Allí estaba un hombre que sería espoleado por la venganza personal... Salkind sabía que no había de contender con una persona que no era el bufón heroico que pretendía. Sabía que Dod era peligroso. Los directores estaban en espera de que hablase él, según pudo apreciar Dod.
Se produjo un momento de dramático suspense... y además, Gompertz había dispuesto que los receptores conectaran la escena en aquel momento, de manera que las agencias pudieran expandirlo al Sistema.
Miró directamente a Salkind, contrajo sus anchas espaldas, y dijo con voz fuerte:
—¡Combate!
La respuesta de los directores fue como rugiente eco:
—¡Combate! ¡Combate! ¡Combate!
Para ser un viejo, pensó Dod, Gompertz tenía una sorprendente suma de reacciones emocionales juveniles.
Capítulo cuarto
El grácil aparato de combate —había docenas de ellos en el depósito de Venus donde se encontraba Dod— era afilado como una barracuda, pero como uno que se hubiese tragado un indigerible pulpo; la protuberancia del centro era la unidad de energía. El aparato difería sólo en dos aspectos de los que acostumbraba a pilotar en las competiciones menores: la unidad de energía tenía una potencia mil veces mayor, y no disponía de jaula protectora alguna en torno a la cabina. En el puntiagudo extremo del aparato, de unos cien metros de longitud, se encontraba la cabina de mando, de singular aspecto semejante a la lengüeta de una flecha; si el aparato resultaba dañado en x grados en un encuentro normal, la cabina expulsaba al cuerpo de la nave, propulsado por su propio impulso. El vencedor podía entonces destruir lo que quedaba del aparato, mientras que un remolque de recuperación iba a encargarse del combatiente derrotado que estaba a salvo en su jaula. Pero de este aparato de ahora, pensó Dod, no había escapatoria alguna.
Tampoco la había de los vendedores de ploy.
Doscientos diecinueve de ellos ofrecían sus servicios gratuitos, y otros sesenta le ofrecían créditos si quería aceptar su ayuda... lo cual era harto natural, pues el hombre que vendiese el primer ploy de éxito en el combate mortal del siglo, no tendría ya necesidad de pregonar sus mercancías. Los clientes le afluirían en masa.
Por curiosidad, Dod echó un vistazo a uno o dos planes de batalla que ofrecían los marchantes, y cuando uno de ellos logró atravesar la cerrada guardia que habían puesto en su derredor, le dejó pregonar.
—¡Este, comandante!
Dod halló interesante al enorme hombrachón. Khan Hitler Alejandro Tse-Tung, como se llamaba profesionalmente, se hallaba vestido con todo el tropel de su profesión... sombrero de piel animal, chaqueta roja, pectoral, altas botas, y con armas de una docena de períodos festoneando su persona; y a pesar de toda esta apariencia de buhonero, pensó Dod, uno de sus ploy no era del todo malo. Tenía el mérito de la originalidad.
—Le gustará, comandante! ¡Mire!
Pulsó un conmutador de la pequeña esfera totex, y seguidamente surgieron dos aparatos dirigiéndose raudos uno al otro, en carrera de colisión, con los haces al máximo pero anulándose mutuamente. Lo que hacía interesante este ploy era que un aparato perdía gradualmente velocidad al surcar a través del palenque.
—Necesitará usted punto de inercia para esto —dijo ansioso Khan, notando el interés de Dod—, pero podría usted hacerlo. ¡Aminore velocidad, poner las pantallas de defensa al máximo, y súbitamente conmutar al haz!
—En realidad sucede —le recordó Dod— que no hemos logrado el impulso instantáneo en esos artefactos —requieren cuatro microsegundos en cobrar velocidad—, no se tiene ninguna reserva de movimiento para bordear si las cosas van mal... —De todos modos, no era del todo malo... no de la manera como el vendedor quería verlo ejecutado, sino algo más sutil.
De pronto, Dod giró para mirar al Khan; otro pensamiento le había asaltado. ¿Y suponiendo que aquel hombre fuese un enviado de Plag? De ser así y empleara Dod su sistema, el primer oponente lo vaporizaría cuando bajara las pantallas defensivas.
—Me gustaría dar a este ploy el nombre de Dod Especial... eso es si usted lo permite, comandante —dijo Khan. Parecía honrado, pero si no lo era, Dod se vería entre la espada y la pared.
—¿Confianza y penalidad habituales?
—¡Naturalmente! —Ahora el vendedor se mostró ofendido. Le había chocado la pregunta... Dod estaba poniendo en tela de juicio su integridad profesional: un vendedor de un plan de batalla no dejaba nunca una sugerencia a la oposición de las tácticas que quisiera emplear su cliente; y el gremio de los tales vendedores era estricto en cuando al castigo a un hombre que traicionaba a su cliente. Le iba la cabeza. Era el gremio más exclusivo del Sistema, y el más severo.
—Le echaré un vistazo —prometió Dod.
—Muy honrado —dijo el Khan. Pero en vez de marcharse, se quedó mirando de reojo a Dod—. Esto va a parecerle disparatado, comandante...
—Siga —dijo Dod.
El Khan agitó su inmensa barba roja.
—Apostaría que saldrá usted vencedor en todo comandante, pero he oído un rumor... —Aparecía ahora tremendamente serio, asumiendo su cómico estilo implicaciones de torva belicosidad—. Hasta ahora es sólo un rumor... pero ande con tiento con Plag.
Otra prevención, pensó Dod, cuando se hubo marchado el hombre; también Gompertz le había dicho que tuviese cuidado con la falta de escrúpulos de la Compañía. Dod se encogió de hombros. Se hacía lo que había de hacerse, tan bien como se fuese capaz.
La curva de tensión que el computador había pronosticado, había formado un pico enorme doce días después del lanzamiento del desafío, y en ese día doce habían de celebrarse los juegos en el Palenque de Venus.
Billones de seres ordenaron sus vidas con arreglo a cada palabra y gesto de Dod y los cuatro campeones. Lo que él comía, donde se entrenaban ellos, sus consejeros de batalla, sus peluqueros... Los comentadores intentaban ser imparciales, pero con un hombre de Plag en cada estudio, Dod era objeto de mucha publicidad adversa. Sin embargo, ello no alteraba el grado de su popularidad; la mayoría de la gente deseaba aún apostar por él, y muchos decían en público que los dados estaban marcados.
Había puesto en los Juegos el dinero suficiente como para haber financiado la explotación de los yacimientos de Plutón, sobrando para efectuar un efectivo control del clima aún en la pérfida atmósfera de Venus. Y la mayoría de él estaba por Dod. Se entrenó duramente, ensayando cada día docenas de situaciones de batalla corriente; pero no se desvió nunca de los ploy rutinarios. Estaba reservando sus tácticas para los Juegos.
Con respecto al Combate de Plag fiaban en las tácticas-modelo, más sus aceradas réplicas para darles ventaja. Habían sido cuidadosamente seleccionados por Plag, e incluían, desde luego, al formidable van Gulik; otro de ellos, según había sido descubierto, era un descendiente de un campeón de la era de los Seres Libres del Espacio, y se había formado un culto en torno a él.
Sucedieron cosas desatinadas. Hubo una ola de suicidios en Urano; una masa de carismáticos de Júpiter adoptó por caudillo a Dod; y en el mismo Venus, en el rugiente, ampliamente abierto y de espíritu independiente Venus, los hombres de Plag eran tratados rudamente por los colonos.
Dod había consentido en que Psych continuara la prueba de sus procesos mentales, pero los hombres de Psych desistieron varios días antes del señalado para el comienzo de los Juegos, pues habían perdido su nervio. La atmósfera eléctrica de Venus era demasiado para ellos, y se marcharon apresuradamente a Terra.
Una excitación contenida colmaba a Dod. Había estado pensando en establecer contacto con Scrimgouer —ahora que estaba en manos de Combate, en vez de en los de Plag, podía hacer lo que deseara— pero todo pensamiento sobre el gordo hombre de Psych se había esfumado. Como cualquier otro de los nueve planetas, Dod deseaba la batalla.
Los dos aparatos estaban juntos, y, ante ellos, los dos antagonistas. Había ciertas formalidades rituales a cumplir, según había indicado el computador.
Los oficiales de Combate los inspeccionaron; eran hombres de ojos duros y penetrantes, que habían sido campeones en su día, y que estaban decididos a que esta competición se desarrollara de manera inmaculada.
—¿Conoce las condiciones del combate? —preguntó el mariscal Maes a cada participante.
—Sin cuartel una vez comenzado —dijo Dod. El hombre de Plag repitió sus palabras como un eco, advirtiendo Dod una oculta malicia en su voz.
—¿No hay odio, encono, o ira en sus corazones?
El hombre de Plag rió. Era de baja estatura, ancho y recio, con inexpresivos ojos de matador; contestó a las demás preguntas con suma tranquilidad, lleno de confianza.
Maes leyó las reglas de la batalla:
—El aparato será dispuesto bajo control de Combate en posición hasta el recibo de la señal de «Listo» de cada contendiente...
Algo se estaba agolpando en la mente de Dod, y lo desechó enojado; no era hora para ninguna impertinencia.
—...y si cualquiera de los contendientes pidiese ayuda exterior o introdujera cualquier arma traidora, el ofensor será derribado por el mariscal de los Juegos al grito de «¡Infame traidor!»
Habría un pequeño, rápido, y poderosamente armado crucero en la periferia del palenque, bajo el mando del mariscal, y el cual destrozaría en un instante al aparato que quebrantase las reglas. Escuchando éstas, a Dod le parecía estar oyendo la voz juiciosa, honesta y civilizada de los Seres Libres del Espacio: éste era un combate imparcial, escrupuloso y cumplido.
—¡Victoria al valiente! —tronó el mariscal.
—«...al valiente! —repitieron las recias voces de los combatientes congregados.
El aparato escénico era exagerado, pensó Dod, pero impresionante sin embargo.
El Sistema esperaba, tenso. Los incendios consumían bloques; las mujeres olvidaban quejarse, los borrachos se tornaban sobrios; los chiquillos corrían por todas partes a sus anchas; y de acuerdo a sus múltiples naturalezas diversas, un billón de personas reaccionaba con horror, conmoción, excitación, ferocidad, angustia, amarga denuncia, y ardorosa avidez de sangre.
—¡Al valiente! —repitieron el grito los Heraldos en las redes.
—A mí —dijo Dod—. A Kinsella...
Y al volverse con el hombre de Plag, para entrar en su aparato, supo lo que había estaba agolpándose en su mente. Ahora conocía su propio nombre.
Era una sensación de soledad. No una rasa y yerma soledad, sino la de una sensación tensa y desgarradora que todo humano espera haber dejado atrás, y todo cuanto aquí estaba era la negación del sentir. Dod —aún pensaba en sí mismo como Dod— contempló los botones al ser oprimidos, y las palancas moviéndose automáticamente. No pasaría mucho tiempo antes de que estuviera contemplando la cara de su enemigo.
Dod dejó que las acumuladas tensiones de los meses pasados repiquetearan en su mente... el súbito conocimiento de que era más que la cartulina Dod; la sorda angustia de percatarse que había sido bloqueado; la carnosa caraza de Scrimgouer con expresión compasiva cuando era llevado para los tests Kindet; los cabezas muertas de los hombres de Plag en su caja de trofeos; esperanza y temor en Serampur cuando los computadores proporcionaban información que era eventualmente inútil; la manera en que había muerto Getler; y la viva y pétrea cara del enemigo... siempre de nuevo la cara del enemigo.
Dod conocía a su primer adversario sólo por su reputación. Era duro, frío y despiadado. Y afortunado. El siguiente, pensó Dod, iría al traste. Van Gulik era el tercero... si había él de morir, pensó Dod, prefería hacerlo a manos de van Gulik que de los otros. Al cuarto no lo conocía.
—¿Listos? —preguntó Maes en la pantalla.
—Dispuesto a la acción —respondió Dod. Era la respuesta de ritual, una frase de otra época. Su oponente estaba preparado a ella también.
—¡Combate pues! —bramó el mariscal. Durante un instante, el aparato de Dod estuvo sin movimiento, protección o armamento.
Fue justamente a tiempo que oprimió violentamente el botón que activaba sus pantallas protectoras, pues un microsegundo después una ráfaga feroz le azotó, por los más rápidos reflejos del hombre de Plag, apareciendo borrosamente en la pantalla receptora de Dod.
Dirigió una rápida mirada al receptor y vio al hombre de Plag haciéndole una mueca burlona. Quería derrotarlo rápidamente, pues hasta cuando disminuyó la provisión de energía de sus pantallas para hacer que su aparato se moviera en lento picado apartándose de la nave del hombre de Plag, una segunda, y luego una tercera ráfaga sacudieron sus pantallas. A este paso, pensó Dod, todo habrá acabado pronto; la defensa hacía graves incursiones en la unidad de energía, la cual servía a la defensa y al impulso, así como al armamento; y por la propia naturaleza del aparato, el agresor tenía ventaja, puesto que la unidad de energía era mucho más eficiente en el ataque que en la defensa.
Tenía que moverse.
Los grupos de contadores e hileras de registros que señalaban los niveles de su enemigo le guiñaron fulgurantes. Seguidamente vio qué las manos del hombre de Plag alzaban de golpe sobre su panel de control en un clásico coup-de-grace... un ataque de flanco al punto vulnerable donde se unen las pantallas; este ataque era llamado Adiós Juanita, sin que nadie supiera por qué.
La cosa pareció ir mal a los espectadores.
Los dos aparatos eran motas de plata en una esquina de las pantallas totex, llenado el resto las cabinas de los dos hombres. Al mismo tiempo, el auditorio podía contemplar la batalla real tan bien como a los combatientes, así como éstos podían verse mutuamente. No había experiencia alguna de totex que se aproximara ni en la mitad a la de las series de unos Juegos; y la actual tenía la añadida emoción de la inminente muerte suspendida. Pero para los conocedores, el desafío de Dod representaba un demencial suicidio.
Dod evitó otra arremetida de energía, y se halló actuando instintivamente. Su aparato de combate se apartó deslizante de un furioso disparo, en larga y casi recta trayectoria de su adversario; el rayo mortal se rizó en el espacio donde había estado el aparato de Dod.
En esta clase de contienda, ganaba el hombre que mantenía su nervio; y Dod, según los espectadores, estaba perdiendo el control tanto de su nave como de sí mismo. Parecía un auténtico caso de un tardo aficionado contra un profesional rápido como un relámpago.
La nave Plag se precipitó a la de Dod, llegando a una distancia de un par de miles de millas, y revoloteando luego de nuevo instantáneamente fuera del alcance de una ráfaga lanzada casi sin apuntar por Dod.
El hombre de Plag rió abiertamente y llevó a la carrera a su nave en torno a la de Dod, en saludo burlón. Una y otra vez se basculó ineptamente en el espacio Dod. Su cara se tensó por el esfuerzo y la ansiedad; esperaba no estar extralimitándose.
Muchos de los espectadores sintieron compasión por él. El combate había durado tres minutos, y ya tocaba a su fin.
De nuevo la nave de Plag arrinconó a la de Dod en el palenque cósmico, impidiendo sus movimientos, incitándole al despilfarro de energía, e intentando cegarle tanto por el miedo y la ansiedad; por un momento estuvo tentado de convertir el contenido de su unidad de energía en un gran haz prolongado, el cual, por su más amplio campo de acción y control del espacio, podría fácilmente evitar el hombre de Plag, facilitando el camino a una aniquiladora contra-ráfaga.
Los billones de espectadores sentían compasión por Dod, o lo despreciaban. Contemplaban desmoronarse su personalidad; la disciplina estaba a punto de prevalecer, y una ambiciosa avispa aparecería sin aguijón.
Dod miró frenéticamente en torno a su cabina de control, y lanzó luego una ojeada a su adversario en la pantalla. De súbito, el hombre de Plag vio lo que había estado buscando cuando Dod se abalanzó desesperadamente al resplandeciente panel de control y expelió la inmensa centella de energía que su enemigo estaba esperando.
El aparato Plag se apartó del peligro revoloteando en graciosa curva que fue muy admirada. Pero los espectadores cesaron al punto en sus vítores.
La ráfaga de energía lanzada por Dod duró sólo pocos segundos, e hizo que adquiriese el máximo impulso, indefenso e inerme en línea recta a la nave Plag. El antagonista reaccionó prestamente, largando un trallazo al desvalido aparato, mas sólo para llenar el espacio con inútil energía al girar Dod ligeramente apartándose. Entonces fue cuando la jugada de Dod resultó.
Enfrentado a un ataque no ortodoxo, el hombre de Plag puso a su aparato en crucero, con pesado armamento, pantallas de defensa ligeras y rapidísimo impulso, tras lo cual esperó lo que iba a hacer Dod.
Este dirigió por primera vez una mueca burlona a su oponente, proyectó los haces sobre el aparato Plag y detuvo en punto muerto el suyo cuando la masiva unidad de fuerza motriz se convirtió en pura energía y una fulgurante exhalación salió expelida destellando incandescente danzando durante un momento en torno a la nave Plag.
Durante una fracción de tiempo casi nula —la imposiblemente fugaz de un micro-segundo— los billones de espectadores vieron el rostro del hombre de Plag desencajado por la más impotente rabia, y luego la pantalla quedó vacía, al remolinear aventada como el polvo su nave.
Unos cuantos afortunados observadores vieron la llamarada cuando explotó, pero la mayoría no reparó en ello, impresionados por el terrible rostro del agonizante hombre de Plag. Hasta los hombres de la agencia cesaron sus comentarios.
Se fue uno, quedan tres, pensó Dod.
—¡Pero tiene usted derecho a un aparato nuevo para cada combate! —pretextó el mariscal Maes.
—Este servirá —replicó Dod.
Ello suponía que dispondría de una unidad de fuerza fraccionalmente inferior a la de su siguiente adversario, pero éste se enfrentaría a un hombre tan confiado en el éxito que estaba dispuesto a proporcionarle una ventaja; y además la suya era un aparato que había reducido ya a polvo a otra, una nave de éxito, también, había razonado Dod.
Dod miró al guapo rostro en su pantalla receptora y cuando Maes se retiró de los monitores, actuó al instante.
Fue el original golpe de novato. El hombre de Plag estaba demasiado consciente de la adulación que había recibido —era descendiente de un héroe de la época de los Seres Libres del Espacio— y entró en liza demasiado agresivamente, despreciando demasiado a Dod.
Partiendo equidistantes del centro exacto del palenque, los dos aparatos se movieron adelante; el del apuesto hombre de Plag hizo una rápida maniobra para saludar a los billones de espectadores y para impresionar a los millones de sus admiradores, al dirigirse para dar cuenta de la nave de Dod; pero la rapidez de éste fue mayor. Los ojos del hombre de Plag no estaban ya en los instrumentos que registraban el cegador disparo de Dod; su visión estaba ya fija en la eternidad, en la fama a través de las épocas, en vítores ondulantes y jubilosas muchedumbres, y en sí mismo en las Tablas de los Juegos... ni siquiera supo de la muerte. El combate había durado ocho segundos.
Dod se rearmó antes de enfrentarse a van Gulik.
El mariscal Maes tenía el rostro púrpura de excitación, y estaba desesperadamente ansioso por felicitar a Dod, pero no podía hacerlo a causa de la etiqueta de los Juegos.
—De lo más agradable —dijo, con algún esfuerzo.
Los técnicos y armeros eran más expresivos, al prorrumpir en un parloteo de entusiasmo.
—Grandioso, comandante, solo...
—He perdido los créditos de un año, pero lo doy por bien empleado...
—Jamás vi tal...
—...acción! Como digo...
—...le dio usted el chasco...
—...el primer triunfo fue grande, pero el...
—...quedan dos y...
—...estupendo... terrible...
—...magnífico.
—...cosa grande!
Dod les saludó con la mano y se volvió para enfrentarse al campeón de campeones, van Gulik. Pero éste no estaba allí.
—Un cambio en el orden del combate —explicó el mariscal Maes—. El hombre de Plag, van Gulik, fue solicitado que el cuarto contendiente fuese el siguiente, y dio su conformidad.
Aquello era algo nuevo.
—¿Y si no estoy de acuerdo?
Maes se encogió de hombros.
—Plag lo comprobó con el computador... no hay reglamento que se oponga a ello. Ni siquiera tienen que explicar el motivo. Lo siento, comandante.
Dod se sintió aliviado. Fueran cuales fuesen las razones de van Gulik, deseaba matar al campeón que era el único de Plag que gozaba de casi el general aprecio por su caballerosidad en combate.
El sustituto era un hombre grueso de cara jovial, cuello de toro y agradable sonrisa; pero sus ojos mostraban la marca de Plag... alertas y cautelosos, semi-entornados, duros de expresión.
Este combate, pensó Dod, sería diferente. Y lo fue.
Prevenido por la treta empleada por Dod contra el primer hombre de Plag, y por la fulminante destrucción del segundo adversario, el rechoncho adversario se movió cautelosamente. Por un momento, Dod sintió que le asaltaba el temor, y lo sacudió con enojo.
El hombre de Plag se adelantó como un destructor, rápido, ligeramente armado y ligeramente acorazado; Dod le salió al encuentro, con su unidad de energía concentrada en la defensa y en las armas. Era un poderoso acorazado cósmico, de armas pesadas y gruesa coraza. Sus dos ráfagas marraron al enemigo, y sólo inclinándose a un lado en cerrado giro imperfecto pudo evitar el contragolpe del hombre de Plag al vulnerable flanco de su aparato.
La extraña sensación que creyó ser miedo parecía estar retrasándole, y ahora se sintió consigo mismo por sus desacertados esfuerzos. Billones de espectadores aprobaron su muestra de enojo, pensando que era una añagaza; pero Dod sabía lo que estaba perturbándole: la fatiga.
En una hora había vivido la excitación de una docena de vidas normales, y el abuso de su superactivo cerebro había sido demasiado grande.
De nuevo surcó el cosmos una ráfaga, y ahora la unidad de fuerza del aparato chilló que se había alcanzado el punto de peligro. En Marte, un viejo murió por la excitación, mientras que allá en lo hondo bajo Saturno, dos firmes bebedores apretaron con tanta fuerza sus vasos que los hicieron añicos.
Dod estaba dispuesto a jugarse el todo por el todo, cuando de pronto recordó el plan del vendedor de ploy, e inmediatamente lo puso en ejecución. Si Plag había enviado al Khan, pensó, él era hombre muerto ya.
El éxito del plan —su propio variante de la idea del Khan— residía en su habilidad para convencer a su adversario de que intentaba combatir con la mayor precaución, concentrándose en desgastar la energía de su enemigo invitándole al ataque: la réplica del hombre de Plag sería, desde luego, el bajar sus pantallas de defensa.
Pero también él mostraba cautela. Dod miró a la jovial cara de abacero y a los dedos como morcillas dispuestos a un nuevo programa de ataque. Dod casi dio la máxima velocidad y el impulso total, para escapar a la nueva embestida; pero su enojo le dio nueva vida. Tal como Gompertz lo había dicho, la batalla implicaba la entrega total, el total poder completo durante el tiempo que fuese necesario.
Se concentró, y el plan se aclaró en su mente, y no tardó en convertirse en una especie de ostra de impenetrable concha; y cuando el hombre de Plag disparó una gran, aunque no aplastante, ráfaga, dejó que sus pantallas de defensa la asumieran; decreció más su velocidad, y los registros del aparato Plag mostraron que había reducido su potencial de ataque casi a nada.
La cara de Dod mostraba la máxima concentración; y miedo, también.
El hombre de Plag atacó y largó una tremenda ráfaga al blanco casi inmóvil; ahora, el aparato de Dod se bamboleó, y uno de los registros de las pantallas de defensa destelló apagándose por un momento y volviendo luego a relucir pero sólo intermitentemente, lo cual le dijo que una pantalla defensiva estaba tocada y no era de fiar.
El hombre de Plag seguía siendo precavido. Una tercera ráfaga, disparada con puntería, hubiese hecho añicos el aparato de Dod, pero según éste pudo ver, aquel matador de rostro jovial mostraba suma cautela. Esperó al tercer pase. Al completar su vuelta el hombre de Plag, Dod pensó en un ardiente trago de alcohol. Otro signo de debilidad, se dijo airado.
La brillantemente manejada nave Plag pasó rauda. Todo estribaba ahora en la inservible pantalla de defensa, lo sabía Dod... y también el hombre de Plag, pues lo debía haber visto, y percatándose que otra ráfaga bien apuntada hendería la nave de su adversario. Pero debería ser asestada a quemarropa, y en el último posible momento.
Dod pensó en el gigante de la barba. «Tiene usted que derrotarlo atrayéndolo», había dicho el Khan. ¿Qué atracción? Otra supervivencia del pasado, pensó. Realmente lo que había de hacer era apretar un botón. Eso tenía que hacer para derrotar al hombre de Plag; y aun entonces tenía que dejar que se moviera él primero.
Los dos antagonistas se miraron directamente a los ojos cuando se aproximaron los dos bruñidos y mortales aparatos.
Un millón de millas. Medio millón.
Aquel hombre era un autómata, pensó Dod. Tenía un supremo y helado dominio.
Doscientas mil millas.
Dod se pasó la lengua por los labios resecos, sin apartar en ningún momento la mirada de la de su oponente, esperando el tenue movimiento, la infinitamente pequeña contracción de la córnea, que le señalaría que el hombre de Plag estaba a punto de hacer su movimiento.
Cincuenta mil. Veinte mil. Diez mil.
Los advertidores zumbaron en la cabina... en ambas cabinas. Sonaron timbres y voces metálicas cacarearon prevenciones.
Siete mil.
Tres mil.
Durante un instante, Dod admiró el valor del hombre de Plag.
Dos mil.
Uno de ellos, quizá los dos, tenían no más que segundos de vida.
Mil millas.
¡CURSO DE COLISIÓN!, berreó el coro de voces.
Luego, y por primera vez, dos aparatos de combate registraron la distancia del espacio en cientos de millas. Las cabinas se convirtieron en una olla de grillos.
Ochocientas.
Dod casi le marró.
El hombre de Plag debía tener un fantástico control muscular para mantener aquella fija mirada sin el menor parpadeo ni siquiera cuando su mano cubrió las pulgadas del botón.
Pero Dod vio el sudor que brotó momentáneamente en el rostro del hombre de Plag. No podía controlar sus glándulas exudatorias. La transpiración cobró acusado relieve en los poros.
Dod dio el primero, y su aparato fue aventado a un cuarto de millón de millas por la destrucción de la nave Plag que fue consumida por la tremenda ráfaga de energía; en el momento de la explosión, sólo había permanecido una tenue pantalla entre ambos aparatos. Paradójicamente, la averiada, la que le salvó de la fuerza completa de la explosión, pues cuando Dod convirtió todas las pantallas defensivas en masivo empuje de fuerza, ella respondió tan lentamente que aún estaba funcionando cuando debía haber sido retirada su energía.
Cansado, Dod se dirigió rumbo a Venus.
«Ahora van Gulik», pensó melancólicamente. Siempre había admirado a van Gulik.
Khan Hitler Alejandro Tse-Tung se abalanzó a través de los grupos de Combate y dio a Dod un abrazo de oso.
—¡Lo logró usted! ¡Mi ploy le ganó la partida! ¡El plan Khan triunfó! —bramó luego en torno al inmenso palenque.
—Le derroté atrayéndole —convino Dod, apartando luego a un lado al hombrachón cuando el mariscal de los Juegos vino con el medio litro de coñac que había pedido para calmar sus nervios alterados por la fatiga.
De pronto se fue apagando el ruido de la jubilosa muchedumbre cuando los Heraldos reclamaron silencio. El mariscal comenzó a decir algo a Dod, pero se detuvo.
—¡El hombre de Plag, van Gulik, se ha retirado de los Juegos! —provino la voz enormemente ampliada del Heraldo—. El cuarto combate se demora hasta que sea recogido el desafío por otro competidor. ¡Queda estigmatizado de cobardía van Gulik!
Dod miró al conocido rostro del campeón. No tenía el aspecto de un cobarde.
La muchedumbre quedó silenciosa por la impresión, en absoluto silencio y quietud. Van Gulik era el héroe para todo joven graduado en la Escuela del Espacio... van Gulik, el hombre que había de vengar las muertes de tres camaradas: se había vuelto cobarde.
—¡Pretende que es indigno de combatir contra usted! —murmuró Maes—. ¡Indigno! ¡Despreciable cobardía! —Se volvió para mirar la escabrosa cara del hombre de Plag, quien le devolvió su mirada de desprecio.
Lo que había ocurrido, prosiguió el Heraldo, era que el campeón de Plag había quedado tan impresionado por la pericia y el valor de Dod que no deseaba continuar, prefiriendo la ignominia perpetua al riesgo de matar a hombre tan valiente. Era su derecho, comentó irónicamente el Heraldo. En Tanto que no comenzara el combate, un competidor podía retirarse en cualquier momento.
Van Gulik fue a donde Dod estaba, a través de un grupo de aturdidos hombres de Combate. Era un hombre alto, cenceño y recio, con el inconfundible sello de Plag de observadora desconfianza en sus modales; pero había en su rostro una expresión serena y divertida que Dod no había visto antes nunca en un hombre de Plag. ¿Le había llevado a su lado Gompertz? Era improbable. Cuando habló, Dod supo que allí estaba un hombre que había vencido a la Compañía y convertido en ser humano.
—No hay necesidad alguna de que combatamos —dijo simplemente—. Recogí su desafío porque me preguntaba quién era el mejor. Ahora ya lo sé.
—¿Pero y el deshonor? —preguntó Dod.
Por toda respuesta, quitóse el arma de haz barrenador de su cinto y se la tendió al mariscal Maes. Dod vio el alivio en su rostro al tomar Maes el arma.
—Dispare —dijo van Gulik. También era este su derecho. El mariscal no tenía poder alguno para rehusar. Si un contendiente escogía una manera honorable de declinar un combate, el mariscal se convertía en su ejecutor. Una cláusula de los reglamentos se refería a la contingencia de dos amigos que por alguna causa impensada se vieran enfrentados en combate mortal. Maes la citó y luego alzó el arma.
Dod intervino instintivamente y el arma se disparó a lo alto, yendo volando luego a caer sobre el aparato que van Gulik debía haber usado. Dod tendió su mano, y el hombre de Plag se la tomó. Luego, dos fornidos hombres de Plag le escoltaron hasta una nave exploradora en espera.
Recordando su deber, el mariscal Maes paseó en derredor la mirada y bramó con voz estentórea que el próximo y final combate de los Juegos comenzaría inmediatamente que un nuevo competidor se adelantara a recoger el desafío de Dod.
Dod contempló cómo entraba van Gulik en la nave de Plag y le saludó con la mano; el hombre de Plag sonrió y devolvió el saludo. Era un valiente, pensó Dod. Y ahora habría de enfrentarse a un tribunal de Plag que sólo tenía un castigo para los cobardes.
Era imposible, estaban diciendo los comentadores en diez mil disgustados cuchicheos que fueron hinchándose en volumen hasta que todos los hombres del Sistema gritaron roncamente que lo que había sucedido en sus pantallas era imposible...
El último de los contendientes de Plag mostraba un rostro enjuto, ascético, al manipular sus largos y elegantes dedos los mandos para poner a su nave en carrera de destructor tras la de Dod. Dod sabía que su fin estaba próximo; no disponía del debido orden mental para enfrentarse a aquel fanático. Estaba demasiado cansado. El esfuerzo y la tensión habían sido excesivos... De pronto sucedió.
Del aparato de Plag provino un fuego de artificio, una nube de perezoso rodar y de flamígero gas que fue barriendo el palenque en dirección a su nave. Dod se desplazó rápidamente.
Los billones de espectadores asistieron horrorizados a la escena, y su horror se redobló cuando vieron una delicada sonrisa en el rostro del hombre de Plag al disparar de nuevo la proscripta arma solar y se fue cerniendo otra nube hacia el delirantemente caracoleante aparato de su adversario.
Plag había quebrantado las reglas. De nuevo había sido pavorosamente exacto Gompertz en evaluación de la Compañía. Pero nadie conocía la magnitud de las implicaciones del abandono de las reglas por parte de Plag; ni por algún tiempo se hicieron aparentes los efectos de largo alcance de la insensata acción de Plag.
Sabiendo que sus pantallas defensivas eran ineficaces sin remedio contra las ráfagas solares, Dod elevó el potencial de energía de impulso, y forzando al máximo la pequeña unidad de poder, consiguió hurtarse; mas sólo por el momento, no obstante, cuando la nave de Plag siguió rápidamente para ponerse en línea con él. A salvo de momento, Dod percibió la voz tonante del mariscal Maes diciendo repetidamente en la pequeña cabina:
—¡Infame traidor!
En la pantalla, el rostro del hombre de Plag, tranquilo, relajado y satisfecho miró por un momento a Dod, y luego sonrió con meliflua sonrisa.
¿De qué servía ya todo? Dod casi cedió. Pero vio que sus manos se habían movido instintivamente y que la nave lo hacía también. Las palabras de Maes volvieron a él: las reglas habían previsto aquella contingencia.
En la periferia del palenque se agitó un crucero, revoloteó y desapareció cuando su impulso le lanzó a través del espacio hacia el lejano borde del palenque cósmico, donde el pirata Plag estaba estableciendo las coordenadas con Dod.
El crucero era una nave del espacio profundo, ligera, rápida y dotada de un arma solar que correspondía a su tamaño.
Dod quedóse contemplando durante unos momentos el tremendo espectáculo. El enorme mazazo explosivo había hecho desplomarse a un sistema de vida.
—Gracias —dijo al capitán del crucero, que apareció en la vacía pantalla.
Dod observó que había un curioso formalismo en el saludo que le estaba dando; y el hombre de Combate no había hablado.
Se dio cuenta de lo que debía hacer.
—Excelentemente maniobrado, capitán —dijo—. Informe. —El capitán podía hablar ahora que el director le había autorizado a hacer su informe.
—No pensé que saldría de la segunda, director —dijo el capitán. No necesitaba añadir que estaba contento de que Dod hubiese sobrevivido, pues su rostro estaba ensanchado por amplia sonrisa. Intervino la voz del mariscal Maes diciendo:
—¡Enhorabuena! —Su cara también sonreía ampliamente. Dod se arrancó sus galones de comandante, recordando al mariscal su rango—. ¡Enhorabuena, director! —repitió el mariscal—. Nunca en toda...
—Una nave a Terra. Inmediatamente. Particular. Quiero que esté esperando cuando llegue a Venus.
Habló con alguna aspereza, atajando el discurso del mariscal. El tiempo era la esencia de la cosa, ahora.
—Más rápido por crucero —dijo el capitán. Maes, hombre de acción cuando sabía lo que tenía que hacer, dijo:
—Lo tendré dispuesto todo —Y dirigiéndose al capitán, añadió—: Vuelva a la base inmediatamente.
—¡Esta nave es moderna! —protestó el capitán—. ¡Puedo recoger a la nave pequeña con una pantalla asidera, subiéndola de donde está!
—Haga eso —dijo Dod.
En el lapso de unos minutos, la pequeña nave se estremeció al ser introducida en el gran vientre del crucero. Un excitado capitán estaba dispuesto a una andanada de preguntas.
—¿Cuál es el tiempo mejor a Terra?
—Dos horas, pero...
—Hágalo más rápido.
El capitán sabía cuando obedecer.
—¡A escape! —dijo, sonando sus palabras con jubiloso timbre para Dod. Pero cuando el capitán hubo dado el rumbo al navegante y atajado las preguntas semi-expresadas del mismo, se volvió a Dod, quien lo único que deseaba era dormir—. Esto es importante —dijo.
Dod se incorporó para escuchar. Una increíble figura entró en la cabina.
La mano del capitán se posó en la culata de su arma, y dos hombres de la tripulación que estaban detrás del hombre le cubrieron. Dod tuvo dificultad en reconocer el bravío rostro cubierto de sangre de van Gulik, pero era él, no ya tranquilo y contenido, sino iracundo y truculento.
—Pensé que debería usted verle —dijo el capitán, indicando con un ademán a los dos tripulantes que retirasen sus armas.
—¿Qué sucedió? —preguntó Dod.
—Fui incluido para enmienda... Error —explicó van Gulik—. Fui un cobarde, ¿recuerda? Debía haber sido matado.
—Mató a su escolta —dijo el capitán. No hizo ningún comentario. Los hombres de Combate no tenían interés ninguno en los asuntos internos de Plag.
—¿Ah, sí? —preguntó Dod.
—Él nos pasó la confidencia sobre el arma solar —le dijo el capitán.
—No podía decir nada —manifestó van Gulik, viendo Dod que tenía el hombro sujeto con gruesos vendajes a través de los cuales relucía brillantemente la sangre—. Los dos hubiésemos sido barridos sobre el terreno... haciendo aparecer la cosa como un accidente. De aquella manera usted tenía una oportunidad.
—¿Le hubiésemos atrapado tan rápidamente de no haber estado puestos sobre aviso? —preguntó el capitán.
El campeón de Plag no había acabado, pero estaba bamboleándose sobre sus pies.
—¿Algo más? —preguntó Dod. Van Gulik intentó cuadrar los hombros. Lo que estaba intentando decir le dolía de peor manera que su herida.
—Justamente cuando salí, llegaron noticias a través de los canales de Plag... el presidente ha asumido la cuestión. Unido a Plag. Y usted está muerto. —Seguidamente salió.
Captaron las órdenes de Plag en el receptor que —ilegalmente— había instalado el capitán, y se enteraron de toda la historia. Tres directores habían sido matados por traidores; dos se habían puesto del lado de Salkind y podían vivir; Plag había tomado posesión de todos los fuertes y bases y movilizado sus fuerzas de reserva; sólo Cohui, que había logrado marcharse en un crucero rápido a Venus, tenía alguna especie de respaldo en cuanto podía causar cualquier trastorno a Plag; varios alzamientos habían sido sofocados. Gompertz tenía razón una vez más.
Al fin el Sistema estaba derrumbándose. "Y yo", pensó Dod. ¿Yo? Yo tengo que dormir.
Al despertarse una hora después, evaluó su situación tras oír al capitán. Disponía de suficiente poder para contender con cualquier cosa que pudiera enviar Plag a aquel sector en breve plazo; como director tenía teóricamente el mismo rango que Salkind, de manera que el capitán se atendría a sus órdenes fueran cuales fuesen. No había pues peligro inmediato alguno.
Si lo prefiriese, podía continuar a Serampur como lo había ordenado... y, después de todo, ¿no era ello por lo que había sido establecido todo aquel desatinado plan? Su finalidad no era otra sino conseguir los grandes computadores que usaba Psych.
¿O era ello? Dod sintió de súbito que Gompertz había sabido todo el tiempo que el obtener los computadores era sólo una pequeña parte del elaborado proyecto, y que el objetivo principal había sido el derrumbamiento del Sistema.
—Estacionario sobre Serampur —informó el capitán. Había una nota de orgullo en su voz al anunciarlo.
—Siga así —dijo Dod.
—Todas las armas en posición, todas las pantallas activadas. ¿Ordenes, director? —Deseaba acción. Para ello había sido entrenado, y al fin, contra todas sus expectativas, había de haber acción súbita, rápida, mortal; y él iba a ser dirigido por el hombre que había triunfado sobre una serie entera de adversarios —a muerte, hasta la muerte— en un día.
Tuvo una perceptible desilusión al ordenar Dod que bajase una nave exploradora ligera e ir solo en ella al cuartel general de Psych.
Se dio cuenta de que los Juegos habían vuelto a cambiarle, lo mismo que había cambiado cuando Scrimgouer le había chocado al inducirle a abandonar la identidad de Dod. No era ya la figura sutil e intelectual que había trampeado a Psych; no más una criatura de emociones refinadas e introspectivas que intentaba deducir una razón sobre el reluciente halo que le había situado aparte del resto de la humanidad. Ahora iba directamente al meollo de la cuestión.
¿ESTATUTO DE DIRECTOR?, chilló agudamente el computador cuando metió en él la primera de las preguntas que le desconcertaban aún.
La máquina repasó la información y confirmó sus derechos.
¿Qué trabajo estaba destinado a hacer Kinsella cuando le detuvieron y bloquearon? El nombre no significaba aún nada para él. Él no era ni Dod ni Kinsella, pero Dod encajaba de todos modos.
¡PRIMER CONTACTO EXTRANJERO!, se maravilló ingenuamente la máquina. SUJETO ESTUDIADO POR ANTIGUA PARIENTE CONSANGUÍNEO. Pareció pensar por un momento — ABUELA. APELLIDO DETWEILER. A LA VEZ FORMULADA TEORÍA DE PSYCH BI-PARTITA BASADA EN ANTIGUO CONCEPTO DE SANKHYA DESDE PRINCIPIOS... Dod sabía el resto, por lo que dio velocidad a la máquina hasta que salió lo que él deseaba-...ELUDIÓ CAPTURA DURANTE DOS AÑOS HASTA INCURSIÓN ESTABLECIMIENTO PSYCH EN NUEVA MUNICH EN BUSCA DE AVÍOS...
Siguió parloteando, pero Dod recordaba ya la incursión.
Luego el interrogatorio. Interminablemente. Y el bloqueo. Sintió sacudirse su cerebro en el cráneo.
Preguntó a la máquina por qué Psych no había bloqueado a la abuela.
«SUJETO SENIL. CONMOCIÓN DE CAPTURA Y SOLO SOBREVIVIENDO COMPLETAMIENTO DERRUMBAMIENTO PARIENTE. INOFENSIVA».
«RECOMENDACIÓN PSYCH NO CASTIGO. SUJETO NO CAPAZ YA DE EFECTUAR SIMPLE INVESTIGACIÓN».
¿Por qué era aquella investigación peligrosa? Implicaba sondear en antiguas literaturas; un estudio de la luz y su efecto sobre la mente; también el tiempo y las dimensiones entraban en ello.
«¡PROCEDER CON PRECAUCIÓN!» El computador parecía ansioso. «¡REFERIR PRIMEROS INTENTOS COMUNICACIÓN CON EXTRANJEROS!» Preguntó dónde estaba ahora la abuela. «¡DESCONOCIDO! ¡INVESTIGADO! DESAPARECIÓ CUANDO KINSELLA-DOD VOLVIÓ A SERAMPUR PARA INVESTIGACIÓN HALO. INQUIERE... ¿ESTABLECIDO CONTACTO CON RENEGADO SCRIMGOUER?»
Así pues había logrado él escapar. Ello era algo, pensó Dod. Apartó las cintas; cuando cayeron, un nombre prendió su mirada. Recogió la reluciente cinta y la leyó. Era una parte de la respuesta a su primera pregunta, una parte que había omitido para obtener información más vital.
«...SUJETO Y KINSELLA-DOD PROPUSIERON PRIMERO TEORÍA CONDUCENTE A APLICACIÓN PSYCH DE TÉCNICA RETIRADA VOLUNTAD EN TESTS KINDET...»
Dod se apartó del computador. Ahora era Kinsella. Un endurecido y exasperado Kinsella, pero no obstante Kinsella. Ahora quería continuar con su tarea. Eso era lo primero. Dod había sido una frustrada coacción de dos partes en conflicto de una personalidad, un hombre que no sabía lo que quería, pero que sabía cómo actuar. Kinsella era un hombre de pensamiento, también. Miró en derredor a las vastas escolleras de computadores y se puso en pie trabajosamente. Toda la sangre que había sido derramada, todas las ruinas de muchas vidas, abrumaban su espíritu. Allá no había quedado nada.
Todo había acabado.
Alzó de súbito la vista. Un movimiento, rápido y furtivo, había proyectado momentáneamente una sombra. Alguien le estaba esperando fuera de la estancia de los computadores.
¿Debía salir a toparse con el arma en acecho? Fue adelante, hipnotizado por el pensamiento de la muerte. Sus pasos se afirmaron. Había una salida. Una salida a través de una salida.
Le abandonaron los reflejos. Había olvidado a Dod.
Cuando el hombre de Plag que estaba agazapado en la debida posición se balanceó con la fina hoja del arma hacia arriba en casi delicado movimiento que era una perfecta coordinación simétrica entre la misma y el brazo, Dod se dejó caer sobre la espalda, asestó un tremendo puntapié en la boca del estómago del hombre de Plag, y le asió por el cuello estrangulándole.
El odio le había despertado de su trance, reparó Dod. Había mantenido vivo a Kinsella y, juntos los dos, podrían laborar para sus propios fines. Percibió un vislumbre del halo en una pantalla de plata. Dod podía vivir para la venganza, y Kinsella para la investigación.
Al trepar a la nave exploradora, Dod oyó la voz del capitán del crucero llamando ansiosamente.
—¿Algún trastorno? —preguntó Dod.
—Comprobación rutinaria —respondió el capitán—. No oímos nada durante una hora. ¿A dónde ahora?
—A Peenemunde —respondió Dod.
—¿Otra vez?
Dod se lo confirmó.
—¿Algún lugar especial? —preguntó el capitán.
—Allá es donde empezó todo.
El rostro del capitán se plegó con esfuerzo.
—¡Cohetes! ¡Cohetes químicos! ¡Vuelta al Segundo Milenio! —Pensó de nuevo—. ¿Alguien especial?
—Vamos a visitar a una anciana dama —respondió Dod, marcando el rumbo del crucero.
—Una anciana dama —asintió el capitán.
—Mi abuela —explicó Dod.
—¡Su abuela!
—Puede no encontrarse allí —señaló Dod.
—No —dijo el capitán.
—Pero ésa es su última dirección.
Dod pensó si el capitán le preguntaría por qué intentaba visitar a una pariente anciana en una nave del espacio profundo, que era la mejor del Sistema, siendo considerable su peso de metal. Pero el capitán se atuvo a sus instrucciones sin comentario. Un hombre que era director y que podía sobrevivir a una mortal serie de Juegos y parecía aún con tanto autodominio, le bastaba. Y de haber sido ordenado dirigirse a las pantallas defensivas de los extranjeros, igualmente lo habría hecho.
La pantalla del crucero se tendió para asir a la pequeña nave exploradora, y Dod se enfrentó al capitán, quien al ver la desgarrada túnica de su jefe endureció la mirada, pero no hizo pregunta alguna.
—Debería saber usted esto —informó—. Mientras estaba usted en Serampur, tramamos tener en Terra el resto del material pesado de Plag... sólo como salvaguardia, no estamos asustados —prosiguió presuroso—. La mayoría de las naves están orbitando sobre la Base lunar.
—Permanezca al margen de trastornos, si puede —manifestó Dod. Había una tarea en mano que completar antes de pensar sobre intervenir en una revuelta que abarcaba al Sistema—. Ya haremos algo cuando terminemos con la abuela. El crucero aceleró la velocidad.
III. RETORNO
Capítulo primero
Dod se hallaba frente al ruinoso castillo que se asentaba sobre un rocoso cerro como una tundida corneja. Aquí debería llegar a su fin la larga búsqueda.
—Crucero en posición —informó la afanosa voz del capitán del crucero, irrumpiendo en sus pensamientos—. Tengo el área cubierta por un escudo de energía ocho. ¿Órdenes?
Dod habló decisivamente. No había órdenes ulteriores; permanecer en contacto; informar nuevas contingencias.
Brincó por entre los boquetes del estropeado puente levadizo y atravesó el patio con sus montones de cascajos herbosos abierto al cielo. Lo que él deseaba estaba en las mazmorras... era evidente que Scrimgouer había abandonado el castillo con la abuela, a juzgar por el primer vistazo al lugar; no funcionó ningún brazo robótico las puertas al aproximarse a ellas; ni ojos vigilantes motivaron una prevención. Pero allí habría un mensaje.
Pensativamente contempló la sólida puerta de zinc que estaba frente a él. Por primera, allá estaba el circuito de seguridad a desconectar... si intentaba quemar la puerta con un lápiz térmico o forzarla con su arma de haz barrenador, medio castillo se derrumbaría cuando detonara la carga explosiva conectada. Hurgó suavemente en una ranura oculta. Había otra cosa también. ¿Qué había dicho la abuela? Él había sido un muchacho, sus padres habían muerto no hacía mucho, y ella estaba enseñándole los secretos del castillo. Ella debió haberse dado cuenta de que su cerebro estaba volviéndose acartonado por la edad; y debió haber estado esperando desesperadamente que él ocupara el lugar que sus padres habían dejado, que tuviera el ánimo y el nervio para proseguir lo que ellos habían dejado inacabado.
"Es una idea simple", había dicho. "Pero todas las buenas ideas lo son. Uno de los Detweilers pensó en esto". Y luego había abierto la puerta de la mazmorra y retrocedido.
La celda aparecía desnuda a la luz de la pequeña linterna que portaba. Demasiado desnuda. Las hileras de estantes para sus microfilms estaban vacías. No había nada.
Antes de que la mente de Dod registrase más que perplejidad, una voz resonó tras él y se volvió, llevándose la mano al arma que llevaba al cinto.
—¡Hola de nuevo! —dijo la voz. Era la voz de Scrimgouer. Pero él no estaba allí. Dod estaba solo.
Scrimgouer lanzó una risita como un bloqueo.
—¡Mire arriba! ¡Y retire esa arma! Sobre la puerta... ¿lo ve?
Dod sonrió. Aquel era el Scrimgouer que recordaba... un hombre que disfrutaba con jugarretas. El registrador del tamaño de un guisante sonó de nuevo.
—En resumen, esta es la situación. Psych averiguó mi investigación sobre la historia de su abuela tan pronto como comencé, por lo que despejé y la trasladé. Tomé todos sus archivos, también. Me llevó algún tiempo persuadirla...
—Desde luego —pensó Dod, pues la anciana detestaba la bulla, el cambio, el movimiento.
—Pero cuando la dije que usted nos seguía, me dijo el escondite. Bajo uno de los emplazamientos de las Siete Ciudades Confederadas... no sé dónde está, por lo que no puedo dirigirle a usted. Pero ella dice que usted lo sabe.
Era una buena elección. Los desgraciados ciudadanos no habían dispuesto de suficiente tiempo para llegar a su secreta fortaleza cuando comenzaron a caer las bombas ciclónicas, y aquella fortaleza, probablemente la mayor de Terra, estaba en perfectas condiciones. Plag había estado buscándola durante décadas. A tres millas abajo, defendida por pantallas anticuadas pero sólidas, podía reírse de todo, excepto de la potencia de fuego concentrado de una flota. La abuela estaba a salvo.
—No venía al caso en absoluto el intentar unirse a usted —dejé alguna información en el banco de palabras, pero puse un circuito de demora, para el caso en que alguien de Psych me hubiese visto allí, debido a que parecía usted capaz para apañárselas por sí mismo, y de haber intentado yo aproximarme a usted, las sospechas de Psych se habrían confirmado. El mantener a la anciana dama fuera de peligro parecía una idea mejor.
Scrimgouer, recordó Dod, había sustentado siempre una elevada opinión de Dod para cuidar de sí mismo.
—Para ahora, debe usted haber destruido por completo el bloqueo. Supongo, sin embargo, que algo de la detallada investigación que hizo usted se le habrá deslizado para siempre fuera de su memoria, por lo que si mira usted un metro al norte del registrador hallará una pequeña abertura Psych. No tiene más que darla la palabra clave... la misma que la del banco de las palabras, y mirar.
«Más trucos», pensó Dod. «¿No podía el gordo hombre de Plag haber dejado la película al alcance de la mano? El sentido común lo diría así, pero a Scrimgouer le gustaba el juego por él mismo.»
—Renacimiento —dijo.
Un pequeño agujero circular apareció en la pared.
—¡Bueno, eh! —salió la voz metálica del hombre de Psych de la minúscula unidad—. ¡Le estaré viendo! —Más sosegadamente, añadió—: Por cierto, no esperaba demasiado de su abuela. Ha pasado lo suyo y es ya anciana.
Dod le alcanzó la pequeña unidad de la pared, la cascó con el pie y tomó el carrete de cinta que había dejado Scrimgouer. Luego aplicó un lápiz térmico a la abertura de Psych y a las menudas y relucientes piezas de la unidad registradora. Si Plag llegaba al castillo, no encontrarían nada de valor. Aun cuando estaba a la vista el fin, tomó escrupulosas precauciones. Hasta con un Sistema planetario desintegrándose como unidad política, no quería descuidar la más remota posibilidad de que Plag se enterase de sus planes.
El fuerte asiático se hallaba a mil millas de allí, y deseaba volver rápidamente al crucero; llevaría a la nave muy dentro del espacio y seguiría un curso al parecer casual, de manera que las estaciones de rastreo de Plag no fuesen capaces de localizar su objetivo con seguridad; y dispondría de tiempo para echar un vistazo a la cinta.
Dod emergió al frío resplandor solar del atardecer —había olvidado el corto día hibernal y el agudo y cortante viento soplando al interior sobre el Báltico— y se encontró temblando.
En el firmamento, el crucero era un minúsculo diamante. Con él, pensó optimistamente, podía llegar al fuerte, unir las pantallas del crucero en integrado molde defensivo con las sólidas pantallas que había allí y...
Corrió de pronto al oír los timbres de alarma de la nave exploradora.
Se precipitó a la cabina y oyó la voz del capitán en llamada de prevención.
—¡Entre, director! ¡Alerta de peligro rojo! ¡Entre...!
Maldiciéndose por su excesivamente tonta confianza, Dod respondió al punto. Debió haber perdido su receptor personal... abandonándolo, posiblemente, al andar a la rebatiña por el castillo.
—Informe —dijo rápidamente.
—Flota de batalla orbitando Terra portando Parrilla Solar veintitrés T-uno-nueve, distancia nueve millones de millas. ¡Traen consigo hasta el Starbreaker! ¿Órdenes, director?
—¿Cuánto tiempo?
—Minutos... dos. Pueden ponerse a la altura del crucero.
—¿Cuáles son las probabilidades de usted? —Dod había desechado ya la posibilidad de llegar al crucero. Llevaría cuando menos cuatro minutos en estar al alcance de la pantalla de asimiento de aquél.
—Podemos cargarnos media docena de esas latas —dijo riendo el capitán—, ¡pero el Starbreaker!
Dod comprendió su renuncia a luchar contra el Starbreaker. El viejo acorazado que los Seres Libres del Espacio habían empleado para mantener a raya las ambiciones de la Compañía, tenía fama de disponer de torpedos solares, expulsadores ciclónicos y el mayor cañón solar jamás construido.
—Póngase en movimiento —dijo Dod—. Dé la comprobación diaria.
—Así lo haré —contestó el capitán. Desvanecióse el crucero, pero la voz del capitán volvió de nuevo—. Oí que Cohui está movilizando una flota de hostigamiento... voy a ver lo que puedo hacer allí.
—Buena caza —dijo Dod, mientras marcaba un rumbo que le llevaría directamente fuera de Peenemunde. Con la flota principal en camino, esta parte de Europa no era lugar saludable.
Los motores se apagaron sobre las marismas de Pripet. No estaban diseñados para vuelo atmosférico a velocidad, y la remora de la densa envoltura de la Tierra era demasiado para ellos.
Dod vio en su pantalla un estallido de ráfagas luminosas que serían la flota en su camino al castillo. Un par de briznas de platas se destacaban del ramillete. Dos cruceros rápidos, conjeturó Dod, siguiendo la pista del crucero. Dod sintió pena por ellos. No eran enemigo para el capitán hambriento de batalla con su soberbio aparato.
Tenía sus propios problemas, sin embargo. El capitán podía bien mirar por sí mismo.
Conectóse el impulso de emergencia y gimió con escalofriante chillido... ¿cómo podían haber soportado los antiguos reactores para el par de siglos que duraron? Eran de fiar, cierto, pero le dejaban como un pato sentado a aquella altura —cero pies para escapar a la detección— puesto que los chorros no tenían poder para producir la errabunda espiral que había estado trazando. Y su combustible se quemaba rápidamente: la nave exploradora era un riesgo.
Topeteó suavemente el aparato por algún bache en el oscurecer que iba cerniéndose y cesó gradualmente el ruido de los reactores.
Dod revisó su posición.
Se preguntó si Gompertz habría establecido planes para afrontar el nuevo estado de los asuntos. Ciertamente el astuto viejo había sabido del próximo derrumbamiento del sistema de la Compañía, donde Plag y Psych entre ellas, en estrecha colaboración con el presidente Salkind, habían tenido el control de los nueve planetas. ¿Pero tenía Gompertz la necesaria habilidad estratégica para beneficiarse de la descomposición de la Compañía?
Pocos reservaban un pensamiento a los extranjeros: ellos formaban parte de la vida. Habían sido una parte de la vida de sus padres y abuelos. Nadie atravesó sus pantallas. ¿Y quién deseaba con todo ir a las estrellas?
Gompertz había visto el efecto que haría el halo de Dod. Él sólo sabía que la inmensa conmoción de haber establecido al fin una forma de contacto con los extranjeros perjudicaría a la estructura de la Compañía; y que cuando la nave de los Juegos comprometiera a Plag siendo forzada a quebrantar el código de los mismos, la Compañía se derrumbaría.
El viejo tenía visión, ¿pero podría controlar la situación presente?
—No es que ello me concierna precisamente ahora —pensó Dod al llegar al depósito. Su objetivo inmediato era mucho más prosaico. Tenía que obtener alguna forma de transporte... robar un aparato de la estación de agricultura, y trasladarse luego al fuerte; y tras haber evaluado la tarea en que estaban ocupados él y la abuela en la posibilidad de establecer contacto con los extranjeros, entraría en contacto con Gompertz. Este era el plan.
No se podía preocupar por lo que estaba sucediendo en Venus... si había o no Cohui excluido a los guardianes de Plag de la fortaleza; si algún otro se estaba manteniendo firme; lo que pudiera suceder a las flotas de reservistas de la periferia del Sistema; si había paz o llameante guerra desde Plutón a Marte, o si se había producido una simple aceptación de la nueva dictadura Plag bajo Salkind. Por el momento, su vida estaba centrada en conseguir una nave en una estación campesina en medio de ninguna parte, de manera que cuando viajara no fuese digno de atención el anillo de fuego sobre su cabeza.
¡El halo! Todo volvía al halo. Dod quedó absolutamente quieto, atisbando signos de actividad en la oscuridad frente a él. El halo había hecho derrumbarse un sistema de gobierno de una antigüedad de dos siglos. ¡Un hombre mueve a un billón de billón! Era un pensamiento que serenaba.
Luego comenzó a reír quedamente, viendo la chanza: ¡se había estado atribuyendo el derrumbamiento de la Compañía! Se necesitaba a Kinsella para apuntar la presunción de Dod.
Evidentemente, cualquier sistema que podía desmoronarse tan fácilmente, era porque ya estaba muy resquebrajado. ¡Y lo había estado durante años!
Él —o el halo— había sido solamente el catalizador. La chispa que prende el gas. El neutrón que dispara la reacción en cadena, convirtiendo a toda la masa en deslumbrador fuego cósmico. La Compañía había sido una masa que podía incurrir en crítica en cualquier tiempo. Había controvertido el primer principio de la existencia humana: la vida es dinámica. La inacción va seguida de la atrofia.
Dod quedó con la mirada fija en la cercana oscuridad.
De la lobreguez surgió un robot que vino bamboleándose en su dirección. No conducía a nada el intentar evitarlo. Su tarea era la de interrogar a los visitantes y prender a los sospechosos. No cabía discusión con él, y desde luego no se le podía escapar. No sin armas de campo.
—¡Condúceme al aparato de la estación! —ordenó Dod.
El guardia robot se detuvo y pareció pensar.
—Identifíquese —dijo.
—Soy el ingeniero regional. Estatuto Tres-Uno. ¡Enséñeme ahora su placa para inspección!
—Debo informar a la Central Regional —comenzó la plena y pastosa voz... debían haber introducido unidades de nueva voz mientras estuvo él en la carrera de Plutón, pensó Dod. Antes habían hablado con claudicante balbuceo. Alguien de Psych, algún joven brillante con una teoría, habría recomendado esta nueva voz, de tono más imperatorio. Y eso es todo cuanto hemos sido capaces de hacer, se dijo Dod; refinamientos de tono menor a la estructura existente.
—¡Inspección de armamento! —voceó—. ¡Barrenadoras de fusible! ¡Quítese las placas motoras principales! ¡Desconecte el transmisor!... Todos los guardas-robot agrícolas han de ser reequipados con unidades de energía más potente y ascendidos de grado —explicó rápidamente Dod. El robot rumió la información.
—Será más seguro —ponderó.
—Necesitando menos mantenimiento —señaló Dod.
—Las órdenes establecen... —comenzó el robot, pero estaba ya obedeciendo, quitándose al mismo tiempo las placas motoras y electrodos. Era obvio que su mente artificial estaba dividida. Ganó el orgullo, y bruscamente cesó al ser cortada su unidad de energía.
Dod habló en el receptor del robot.
—Inspección de rutina —dijo. No tenía sentido el alertar a las demás estaciones de la zona pidiendo acción de emergencia—. Identificado ingeniero Estatuto Tres-Uno. El aparato de la estación informará a la barrera del linde —miró en derredor buscando el señalador luminoso de retorno para los robots—, posición Norte siete. —Siete titilaciones luminosas se produjeron en la noche en el marcador que había observado Dod en su reconocimiento de la estación.
El receptor gorgoteó una vez más en el código taquigráfico robótico, y luego el ligero aparato se instaló cómodamente junto al marcador.
La pequeña nave atmosférica zumbó a través de los oscurecidos campos que se extendían en centenares y centenares de millas por los continentes. Dod no tuvo ojos para el paisaje cuando rompió suave y brumosamente el alba, y los cinturones de trigo y cebada dieron paso a los maizales. Estaba escuchando las radios de Psych, informando sobre los progresos de Salkind en la posesión del Sistema, «...no hay ningún motivo de alarma ni de pánico», estaba diciendo una voz suave y agradable, «todo está en orden. Sólo unos pocos engañados compañeros han sido inducidos al extravío, y cuando los prendamos serán vueltos a los métodos de la Compañía». No dijo cómo. «Nuestro objetivo es el establecimiento del orden, y no la persecución de unos cuantos desgraciados que han trampeado y engañado. Cooperad, y la Compañía seguirá manteniendo las tradiciones...» Y así sucesivamente. Fue puesto de relieve varias veces el Juramento de la Compañía; no el peligroso original que había hallado Gompertz, sino la versión más reciente y segura.
Si había mantenido Plag el control de todos los principales canales receptores, Salkind lo tenía más o menos completo. La confirmación de ello vino cuando Dod captó un transmisor de satélite para las emisiones venusianas: «...y sólo una unidad rebelde ha escapado a las actividades de las fuerzas preventivas, un crucero, anteriormente de Combate. Pero no durará mucho la anárquica...»
Parecía pues que la fuerza de Cohui había sido sojuzgada, y que sólo un crucero resistía aún.
Parecía que el choque del capitán de Combate con los dos cruceros Plag había acabado felizmente... y puesto que hasta un solitario crucero era capaz de constituir un punto focal para la revuelta, la situación no era desesperanzada. Era una carta de reserva que Gompertz podía tener en mano, y si bien el crucero no podía enfrentarse a la flota, suponía una fuerza considerable tenerlo a disposición. No era desde luego una carta de triunfo. Nada podía hacer de decisivo sobre el dominio del Sistema por la flota, pero sí podía influir en que hubiesen modificaciones en la situación...
Como el viejo consejero decía, el hombre sensible no impone la autoridad: la maneja. Esta era la manera de vencer, el sistema de dar jaque mate, la forma de obtener la baza. ¿Qué haría el viejo?
Llevaría sobre medio día alcanzar el fuerte asiático, calculó Dod. Había poco temor de ser detenido: nadie se aproximaría a la estación de agricultura durante días, acaso durante semanas, para hallar el desactivado robot; y con la inmensa área que tenía que cubrir Plag, la pequeña nave podía bien escapar del todo a la detección.
Dod comió con hambre lobuna las raciones que había en la nave, y luego dispuso el pequeño proyector de la cinta. Podía dormir una vez que examinara el análisis que había preparado Scrimgouer de su investigación.
—De nuevo yo —comenzó Scrimgouer—. Escogí unas cuantas de las líneas principales que estaba usted estableciendo... el tiempo es importante ahora, he de decirle, porque ahora yo diría que está usted suficientemente desembarazado de sus propios problemas personales como para aceptar la noticia de que su abuela se está muriendo. Lo siento —añadió.
Esa era otra complicación, pensó amargamente Dod. Pero esta vez, sintió brotar y agitarse en su interior más que el fracaso y la ira; podía recordar la sabiduría de la vieja dama, sus modales sosegados y refinados, y su cálido encanto... especialmente su cordialidad. Si ella moría, se quedaba solo. Y cuando muriese, las décadas de sabiduría acopiada morirían con ella.
—Le doy unos dos meses... desde la semana en que me envió usted a buscarla.
¡Y ello había sido hacía más de dos meses ya!
—Aquí está ello. —La voz de Scrimgouer volvía a ser animada. Luego oyó Dod otra voz comenzando a hablar, y con dificultad reconoció la suya propia. Sonaba como viniendo de ultratumba—. Algunas notas de intentos de comunicación con los extranjeros —comenzó placenteramente—. Mi padre y mi madre murieron hace casi veinte años en un intento de entrar en contacto con los extranjeros. Su fracaso, y sus muertes, fueron debidos a una cosa: insuficiente conocimiento de lo que ellos llamaban el efecto Kinsella-Detweiler. Bajo la dirección de mi abuela, yo he continuado su tarea.
»Queda por efectuar una considerable investigación, pero la proposición básica está indudablemente bien fundada: en el marco de la mayoría de las mentes humanas existe una conciencia dual. Ello no tiene nada que ver con las concepciones derivadas por Freud de la conciencia, sino que se aproxima más al antiguo concepto oriental de Sankhya.
»Él comprender el postulado de la conciencia dual requiere algún conocimiento de las investigaciones del Segundo y Primer Milenios sobre la naturaleza de la mente. El budismo examinó detenidamente seis fases evolutivas que pueden compararse al desarrollo evolutivo del propio hombre».
Las primeras fases estaban basadas en simples creencias animísticas... se comparan con la época mesozoica de vida en este planeta; pero cuando el desarrollo del budismo alcanzó el concepto de la mente dual, ello iguala en importancia sólo a la glándula pineal del reptil. Lo que pudo haberse convertido en cierta especie de sentido telepático en los reptiles a través del desarrollo del tercer ojo —el ojo del alma, como lo denominaba Descartes—, cedió a la emergencia de la vista, y ahora la glándula pineal es simplemente un adjunto inusitado del sistema nervioso. Fue omitida.
Muy eruditamente, pensó Dod aprobador. La voz de un estudiante talentudo, pero que era apropiada a una caída. Una caída libre de cinco años. Parecía, observó, que Psych no había estado demasiado lejos de haber efectuado la dilucidación que tan desesperadamente deseaban... algunos de los tests que aplicaron no estaban desconectados de su antigua investigación.
»Del mismo modo, el budismo omitió las cumplidas implicaciones de Sankhya. La telepatía fue así omitida dos veces: una por los reptiles que necesitaban más luz que pensamiento interior; y de nuevo por los teósofos budistas, quienes preferían un acceso menos místico a la religión.
»Es dudoso que la teoría de la percepción extrasensorial fuese adelantada por cualquier budista...»
Ahora recordaba Dod, al dejar seguir fluyendo las palabras. Antes de las insensatas camorras nucleares de comienzos del Tercer Milenio, el culto del budismo había realizado por fin una racionalización de sus ampliamente divergentes creencias. Las millones de obras, algunas eruditas, algunas disparatadas y sin contenido serio, muchas sutilmente perceptivas, muchas deliberadamente casuales, pero todas fervorosas, habían sido reunidas y estaba casi lista una definitiva versión de la cabal doctrina. Había llevado siglos hasta diseñar las máquinas para efectuar el trabajo de traducción y acoplamiento, pero ya estaba hecho. Y entonces comenzaron las guerras, y fueron destruidos la mayoría de los documentos originales, y todos los textos defectuosos que habían sido restaurados, quemándose con las ciudades de las primitivas Confederaciones Asiáticas. La abuela halló lo que había quedado... trabajos fragmentarios, milenios originales, que por un azar de la suerte se referían principalmente a la tarea que estaba llevando a cabo como asistente de investigaciones en Psych: el dualismo de la conciencia.
»...lo que distingue a Sankhya de los demás intentos de los budistas para alcanzar un estado de cabal relajación —Nirvana— es la postulación de la existencia de un agente libre separado de la mente, un espíritu incubador, indatado, inmortal...»
El Custodio, pensó Dod. Un nombre singularmente apropiado. Cuando la mente duerme, el Custodio se encuentra de algún modo al mando de ella, reaccionando a la existencia de su parte, fluctuando libremente en el tiempo y el espacio. Tal era la teoría, de todos modos. Realmente, podía bien mostrarse ser algo mucho más sutil en conjunto, si la tesis que había expuesto la abuela, y sobre la que había trabajado Kinsella, fuese válida.
Escuchó atentamente al joven que él había sido:
«...ninguna posibilidad de descargar el potencial de este agente metafísico sin alguna especie de trato para coordinar su norma azarosa y sin objeto...»
Sus padres habían intentado forzar un control sobre el Custodio cuando se deseaba relajación; Psych había forzado también una tosca especie de control, produciendo los tests Kindet. Dod se estremeció al pensar en la distorsionada figura que Scrimgouer le había mostrado en la Base Lunar.
Todo lo que ello deseaba era descarga, liberación. Y sólo entonces, guía, una especie de signo indicativo a través de la asociación de las ideas; algún método de registrar las impresiones que recibía sería también necesario...
“¡Aparato con rumbo sudeste! ¡Identificación inmediata!"
La estridente voz resonó en la pequeña cabina, despertando a Dod a una inmediata disposición a la acción, despejándole sus reflexiones.
—¡Repito, identifíquese! —repitió la voz.
¡Ser atajado ahora! Dod sintió brotarle el sudor en la cara.
—¡Tengo apuntada a usted un arma solar de tres grados, aparato con rumbo a sudeste! ¡Tiene usted cinco segundos para responder, o disparo!
Era un crucero. Se necesitaba el peso de un crucero para estar dotado de un grado-tercero. Dod pensó rápidamente y respondió:
—Ingeniero Tarbin, ingeniero del área en inspección rutinaria —voceó con voz aterrorizada—. Mis receptores no son muy buenos. Tengo muchas interferencias. Me parece que las válvulas metatónicas...
—Tome nueva dirección. Proceda a dos-uno-siete grados, repito: dos-uno-siete grados, altura dos millas —restalló la voz—. Todas las naves de esta zona deben ser inspeccionadas...
—Pero si sólo estoy en viaje rutinario...
—¡Vamos! ¡O será incendiado!
—¡Inmediatamente! —respondió Dod.
Y con la misma rapidez se enfundó el paracaídas de emergencia esperando que funcionase bien, puso la nave en su nuevo rumbo, y saltó. Volvemos a las andadas, pensó. Y los chicos hacen esto para divertirse...
El firmamento nocturno estaba ahora dando rápido paso a un alba magnífica, al alejarse gimiendo la pequeña nave a chorro en dirección al crucero, fulgurando con color de cereza sus expulsores. ¿Se mantendría lo bastante su historia como para permitirle escapar? ¿O accionaría el crucero una de sus antenas tentaculares para capturarle como a un pez?
Estaba deslizándose en largo curso nivelado, silbando y rugiendo alternativamente los dos minúsculos conductos de chorro, como una pareja de gatos enfurecidos. De pronto lanzó una maldición cuando fue atrapado por una bolsa de aire, chillando agudamente sus conductos al pugnar él por mantener el control. En cuestión de segundos estuvo mil pies más arriba.
Luego sintió el insidioso asimiento de un tentáculo. A millas de allí, algún diestro operador estaba tomando el control de los minúsculos dispositivos de chorro que potenciaban su paracaídas.
Volvió a pugnar Dod, pero esta vez vio que estaba derrotado. No podía resistirse a la firme y constante pulsación de una antena tentacular. Su única esperanza era averiar el paracaídas y tratar de efectuar un planeo deslizante.
Halló rápidamente el dispositivo de energía del paracaídas, y alzando su panel protector tomó su cuchillo.
No pudo lograrlo. Una furiosa ráfaga le hizo zambullirse, y perdió de vista al afilado cuchillo, al ondulante y clareante horizonte, y a los verdioscuros maizales abajo. Todo ello se transformó en un chafarrinón de brillante rojo mientras tenía conciencia de estar deslizándose.
Reparó en un singular rectángulo blanco en la oscuridad, y rió al estrellarse.
Los pájaros le despertaron.
Se arracimaban a docenas en derredor a su tendido cuerpo. Hambriento, dolorido, con cortadas mejillas y tiznada cara, Dod abrió los ojos. Yacía en un fangal de curiosas formas creadas por las sombras entrelazadas de las plantas de maíz. Era una marisma. Dod rió entre dientes y arrojó un puñado de barro a los pájaros, que chillaron increíblemente.
No importaba. Comió el insípido alimento que encontró en el saquito de supervivencia, y luego formó una precaria especie de túmulo o percha de forma a poder examinar los aledaños.
Los pájaros seguían arracimándose en torno a su cabeza y podían delatar su posición. Arrancó un par de mazorcas de maíz y las lanzó contra ellos. Era ya hora de moverse.
Al tender la vista sobre los inmensos campos, comenzó a sentir desespero.
Al cabo de varios minutos en espera de que apareciera la nave exploradora, Dod salió del maizal al perímetro de la villa.
¿Debía cruzarlo?
Si lo cruzaba, acudirían guardas-robots. Y si no lo hacía, tendría que echar con una caminata de acaso cientos de millas.
Podía emplear con los guardas-robots la misma argucia que utilizara con el de la estación de agricultura; y sabía que hasta un día de demora haría que llegase tarde a preguntar a la abuela sobre el efecto Kinsella-Detweiler.
Atravesó.
Nada sucedió.
Avanzó cautelosamente a la inmensa verja de bronce de acceso a la villa. Ninguna voz le lanzó aún cualquier grito de prevención. ¿Podría estar desierto aquel lugar? ¿Abandonado? En el general trastorno del Sistema, ¿habría alguien dejado la villa apresuradamente sin adoptar la acostumbrada precaución de activar a los guardianes?
Estaba a punto de escalar la verja cuando al primer asimiento se abrieron por sí mismos sus dos cuerpos fácilmente sobre silenciosos goznes. Entró.
Estaba en un jardín que había sido copiado de un antiguo original. El llegar a aquella agradable villa era como caminar por los milenios; una fuentecilla lanzaba un tenue chorro a la mañanera luz solar. Lirios crecían en el estanque. Matas y arbustos formaban un encaje de luz y sombra.
Debía pertenecer a algún oficial excéntrico y de anacrónica mentalidad, a alguien lo bastante rico y poderoso como para satisfacer su fantasía... y hasta para hacerlo sin los guardas-robots convencionales. Quizá a alguien sin un transmisor, pensó esperanzadamente Dod. Podría no haber tampoco allí ninguna nave.
—Muy madrugador —observó una comedida voz detrás de él.
Capítulo segundo
Dod osciló, agazapándose y llevando la mano a su cuchillo, recordando al mismo tiempo que lo había perdido.
—¿Cómo es que tardó usted tanto? —preguntó Gompertz, mirando avinagradamente a Dod.
—¿Su retiro? —dijo Dod al cabo de unos segundos.
—Desde luego. No diré que mi pequeño lugar esté tan bien equipado como un crucero moderno, pero tiene las principales comodidades básicas de la vida moderna.
Dod miró en derredor. Debía haber hectáreas de instalaciones debajo de aquella pacífica villa.
—¿Sabía usted dónde estaba yo?
Al decirlo, Dod pudo imaginarse cómo había seguido Gompertz los informes del crucero.
—Desde luego. En cuanto abandonó usted el aparato que robó, sabía que se dirigiría a su fuerte.
Al mostrar perplejidad la mirada de Dod, Gompertz sonrió mostrando sus dientes.
—No estoy falto de elementales poderes de razonamiento, y tengo mis fuentes de información.
—Podía usted haberme recogido en el campo —se quejó Dod.
—Fue en sus bien probados recursos —respondió Gompertz—. Apagué los robots y esperé.
—¿Sin hacer nada?
—Inspeccioné la preparación de su desayuno. ¿En cuánto tiempo puede usted completar su programa?
—Es imposible decirlo. Hay tantos factores que contribuyen a los experimentos que estaba efectuando mi abuela, que resulta imposible estar seguro del resultado que obtendremos ni cuando.
—Tiene usted que lograrme algo... pronto —manifestó ceñudamente Gompertz—. Fío en usted para subvertir la balanza del poder...
—¿Qué balanza?
—Hay un partido revolucionario, totalmente opuesto a los Plag, que se incrementa constantemente. Pero la verdad es que es inadecuado para hacer frente a la potencialidad de los Plag. Por tanto, depende de usted el lograr algo nuevo... algo que consiga alejar a los Plag de todo este embrollo, y que por consiguiente, permita acercarse a Cohui y sus Venusianos.
—¿Todavía se sostienen?
—Y probablemente lo hagan durante varios días. Los Plag todavía no están completamente movilizados.
—Le veo a usted muy optimista —dijo Dod. Y Gompertz dio la sensación de estar muy seguro de lo que hacía. Este era un aspecto desconcertante dentro de la personalidad del viejo y ladino anciano. Siempre tenía razón.
—De lo que parece que todavía no has llegado a percatarte por completo —expresó Gompertz—, es del extremo hasta el que las pantallas de los Extranjeros, han influido en el comportamiento de los humanos... la ultimación de los factores de habitabilidad. Es la pared de la matriz, la verja de alambres de espinos, la cáscara del huevo, la roca que aprisiona la tumba. Es el bloque compacto más gigantesco de todos los tiempos.
—Eso es evidente —acordó Dod—. E igual era la reacción de la que tratamos de sacar provecho.
—Sólo en principio. Al cabo de un tiempo, el bloque quedó racionalizado por nuestros principios y por nuestras mentes, que son ultraconservadoras desde sus más profundas raíces. Cuanto hemos hecho... lo que ha hecho la Compañía, ha sido aceptar la inhibición, y hasta incluso esforzarse para sostenerla. Nuestro fin primordial debe ser, preservar nuestro status quo. Y como probablemente habrás observado, ésa es la razón por la cual nuestra civilización se ha desmoronado con tanta facilidad.
—¿Y si las pantallas se trasladan?
Gompertz hizo una mueca de disgusto:
—No me cabe la menor duda de que va a ser el momento de mayor grandiosidad y brillantez de toda nuestra historia. Los de fuera contra los de dentro.
—Y son los de dentro los que tienen el control ahora... ¿Plag y Psych?
—Sí. Pero con un poco de suerte, aprovechando el factor tiempo, y con su colaboración, podemos ganar.
Se levantó pero Gompertz le detuvo:
—¡Rápido! ¿Cuál es la unidad simple más fuerte en la presente situación estratégica?
—El Starbreaker —repuso Dod inmediatamente—. No hace falta haber asistido a la Escuela Espacial para saberlo. Su última arma fue terrorífica.
—Exacto. Estaba seguro de tu acuerdo. Con el Starbreaker tú...
Dod quedó con la boca abierta a causa de la sorpresa.
—¿No hablará en serio? ¿Podría usted hacerme con ello?
Todo el módulo y el sistema de la distribución del poder cambió de repente. Con el Starbreaker a modo de moharra, en la vanguardia, y los Venusianos tras él, la revuelta tendría posibilidades de sobrevivir desde sus primeros días, hasta que hubiera quedado invadido todo el sistema.
- Mutatis mutandis -dijo el anciano atusando sus cabellos.
—Oh, por...
Gompertz tradujo rápidamente:
—Es un término arcaico... disculpe la inofensiva distracción de un anciano. «Habiendo hecho los cambios necesarios»... los Plag cometieron el error de hacer uso de los destacamentos de reserva de Venus, para llevar a cabo la guerra total. Uno de sus amigos se halla en ello.
—¿...amigo?
—El Khan.
Gompertz nunca desperdiciaba una oportunidad. Bajo su apariencia externa de intelectualismo sofisticado, reunía una previsión estratégica, un cierta resabio de oportunismo táctico.
—Es un hombre muy útil —asintió Dod—. ¿Y ahora qué? —Se había decidido proseguir bajo los pasos de Gompertz. A un hombre así, no había más remedio que seguir tras él.
—Vas a la fortaleza. Autoriza al Capitán de Combate para que siga mis instrucciones, y vigile la marcha de sus efectos... ¡rápido!
—¿Y el Starbreaker?
—Eso déjalo de mi cuenta. —Hizo una pausa en el exterior del falso techo que cubría un hangar que a su vez servía de cobijo a pequeñas y rápidas naves—. Va a haber una lucha muy dura... y muchas muertes. Pero algo que le debemos a la humanidad es intentar al menos una guerra en gran escala, y cuya amenaza fue temida durante muchos años entre las Compañías y los Hombres Libres del Espacio hasta que pensaron en los Juegos. Tenemos que intentar por todos los medios limitar la lucha a la acción espacial. Y no tenemos ninguna probabilidad de que así suceda si tú no encuentras alguna manera de producir una sacudida, una reacción entre Plag y Salkind. Hazlo así, y aprovechando este momento en que se tambalean, acabaremos definitivamente con ellos.
Mirando hacia atrás en el tiempo, pensó Dod, todo esto había sido inevitable: los Juegos y su desafío que conducían a la reacción de los Plag. La ineptitud de las unidades principales de la flota, el uso de los reservistas. Las pequeñas revueltas que podían estallar en una rebelión en gran escala, y todo ello Gompertz, ya lo había previsto con algunos meses de anticipación. Con una ojeada retrospectiva se veía que todo era tan inevitable como una puesta de sol, y tan inmutable como la gravedad misma, pero la mente de Gompertz se había anticipado en el tiempo.
—¿Y no estaría usted más seguro en la fortaleza? —preguntó Dod de pronto.
—No. Este lugar, es lo suficientemente seguro, y aquí tengo todo cuanto quiero. Te agradezco que hayas pensado en ello, pero no es necesario. Mantente en contacto conmigo, ¡y buena suerte!
Bajo el recubrimiento de interferencia iónica aplicado por los receptores masivos de Gompertz, Dod, lanzó una reducida nave en posición vertical, cortó los contactos de vuelo, y se tiró en picado en temeraria y alocada carrera; pero no hizo nada por reducir aquella sensación de peligro. El monstruoso rugido que le envolvía, colaboraba también para cubrirle.
Había llegado el momento de la prueba. Para él y para Scrimgouer, y para su abuela Detweiler, y para la teoría por la que sus padres habían muerto en su empeño de llegar a demostrarla.
En una súbita reacción de pánico, Dod volvió a poner los motores en marcha. El tiempo transcurría, se deslizaba desesperadamente para él, dentro de la grandeza e inmensidad de la fortaleza Asiática. La muerte parecía estar acechándole dentro de aquel recinto. Dod se inclinó para contemplar el cuerpo diminuto y frágil de su abuela que se estremecía bajo el agitado respirar de los últimos años de desasosiego.
Para él, volvía atrás en el tiempo y en los años, y la vio tal como ella había sido en los tiempos de sus primeros recuerdos. Por aquel entonces, ya era muy mayor, pero su personalidad era todavía radiante, aunque su mente estaba entenebrecida por los años, y por las desgracias que le habían acechado.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Dod a Scrimgouer.
—Unas horas solamente.
—¿Puede hablar?
—Se reanimará antes de que llegue el final. Sabía que venías y estoy seguro de que se esforzará hasta el límite.
—¿Podría despertarla?
—Mejor que no lo haga.
—¿Drogas? —El tiempo era en aquellos instantes, de una importancia extrema, y la abuela poseía la clave de todo el asunto.
Scrimgouer sacudió la cabeza:
—Su enorme fuerza vital la hará volver en sí.
Dod así lo deseó con gran empeño. Tenía que ser así. El Centinela podía quedar libre, ¿pero cómo controlarlo?
Se separaron del lecho.
—¿Qué tal ha estado en estos últimos meses? —preguntó Dod.
Scrimgouer lanzó una imprecación:
—En estado de shock cuando la encontré y la traje aquí. Plag le dijo que usted había muerto cuando le bloquearon. Ni más ni menos. Ejecutado por un Error. Estuvo durante varios años sin hablar con nadie.
—¿Y cómo llegó hasta ella?
—La convencí de que me había apartado del Psych... lo cual me costó mucho, y después, poco a poco la fui hablando de usted. El halo, y el bloqueo de que había sido objeto. Al fin pareció ir mostrándose interesada en el asunto y entonces fue cuando empezó a asegurarse con los Extranjeros.
—¿Y cuál fue su explicación?
Scrimgouer se puso a reír:
—¡Nunca me lo hubiera dicho! Pero emitió una teoría que en principio parece bastante buena, y que me tuvo atraído durante bastante tiempo. Entonces me di cuenta hacia dónde me conducía.
—Prosiga. —Eso es muy característico de ella, pensó Dod.
—Parece ser, que cuando sus padres murieron pudieron haber llegado a los Extranjeros en la décima de segundo antes de que estallara su máquina. La imagen que en aquellos momentos tuvieron ellos en sus mentes, debió causar una impresión, según la teoría de su abuela, sobre los Extranjeros.
—Es posible.
—Y su padre tenía una frase muy peculiar cuando algo le sorprendía.
—¿Relacionada con esto? —dijo Dod indicando el halo—. ¿Qué frase?
—Una vieja frase que debió recoger en algún sitio.
—¡Bendito San Miguel! —exclamó Dod.
—Eso fue lo que dijo su abuela. Él murió con la frase pegada sobre su mente.
—Y la huella debió traspasar su mente. ¡Un halo santificado!
—Ella ya no me dijo nada más. Todo el resto lo guardó para usted. Yo evitaba de entrar en esta conversación con ella, porque ello la fatigaba mucho, al hacerla internar en el pasado. La verdad es que no sé muy bien que es lo que ella se proponía. Yo he visto muchos aparatos que han sido usados en los tests Kindet, pero nunca logré comprender todo eso.
—Entonces esperaremos —dijo Dod. Era todo cuanto podía hacer.
—Esperaremos —repitió Scrimgouer. Su rostro poco agraciado mostraba simpatía.
El cuerpo cansado, que respiraba con dificultad, apenas sobresalía bajo las sábanas.
Al cabo de cierto tiempo de angustia e incertidumbre, Dod alzó la vista de pronto:
—¿No se le podría aplicar los receptores principales? —le preguntó a Scrimgouer.
—¡Pues claro! —se puso en movimiento rápidamente, y mientras se alejaba preguntó—: ¿No me necesita por unos momentos?
—No —repuso Dod, percatándose de la muestra de tacto de Scrimgouer.
Después de haber dado sus nuevas instrucciones al Capitán de Combate, Dod le preguntó por los resultados de la lucha con los cruceros de Plag.
—Trataron de apoderarse de mi nave —dijo el capitán—. No sabían qué era lo que les atacaba. —Su única queja residía en que no hubo acción suficiente—. Lo único que pude hacer fue atacar a las naves una por una —dijo—, atacar y alejarme, cuando las grandes naves vinieron tras de mí.
El capitán se mostró mucho menos deferente cuando Dod le ordenó que se pusiera a disposición de Gompertz. Hasta que Dod no le explicó que el anciano era mucho más de lo que él suponía el capitán no mostró entusiasmo ninguno en la orden que acababa de recibir.
—Recuerde que fue él quien tuvo la idea del desafío para el combate a muerte —dijo Dod finalmente—. Si alguien llevó a Salkind y a Plag a la situación actual, fue ese hombre.
—¿Él fue? —Cuando Dod asintió el capitán pareció quedarse ponderando la situación. Y después de haber estado ponderando el plan de Gompertz, con cierta reluctancia al principio, llegó a la conclusión de que, tal como el Director Dod había dicho, era mejor tener a aquel viejo diablo de su parte.
Dod pasó la noche en vela en la sala de enfermería, y cuando el alba empezaba a apuntar, la abuela pareció recobrar el conocimiento. Dod comprendió que ella le había reconocido.
—Ha pasado mucho tiempo —susurró. Sus ojos cansados se abrieron de par en par para mirarle.
—Yo quería haber llegado aquí antes.
—Él me dijo que vendrías y le creí. —De pronto su voz tomó el tono de voz autoritario que le era familiar; cuando ella tenía algo importante que decir, invariablemente hablaba con voz altisonante y segura; pero por más que se esforzó no tuvo fuerza suficiente para sostenerlo. Al fallar así su voz, Dod no dudó que ella se daría cuenta de que estaba muriendo—: ¡Verifica el emisor de impulsos! —dijo la anciana—. Tu padre siempre decía que yo estaba equivocada, y no me quiso escuchar! Ambos lo intentaron a la vez, y fue una gran equivocación...
Su voz disminuyó en potencia.
Rutinario, pensó Dod con desgana. Todo eso ya lo había llegado a constatar y averiguar por sí mismo. ¡Sin duda alguna la abuela callaba algo más! ¡Debería haber algo mucho más interesante en la historia de sus padres!
—Piense, abuela —dijo Dod desesperadamente. Esta era la razón por la que la anciana mujer se había esforzado en permanecer con vida. Pero ella le miraba con aspecto desvaído. El halo parecía tenerla fascinada.
—Lo intentaron, ¿sabes?, pero estaban equivocados...
—¿Cuál es el control? —preguntó pacientemente—. Es de una importancia extrema que me lo diga cuanto antes. ¿Cómo guiamos al Centinela?
Como si hiciera un terrible esfuerzo, pareció ponerse alerta de nuevo:
—¡Yo le dije al hombre Psych una mentira terrible! Escucha, Lewis, porque veo que me estoy marchando. —Lewis, pensó Dod—. No había recordado su primer nombre. Lewis Kinsella.
—De acuerdo, querida. —Le hubiera gustado añadir algunas palabras más, ¿pero qué? Ella sabía lo que él sentía en aquellos momentos... la agonía de una pérdida próxima... porque ella en otras ocasiones había sufrido del mismo mal.
—En mi joyero —dijo tranquilamente—, encontrarás un control que puedes utilizar. Un micrónico emisor de impulsos continuos. No tenía más que uno, y nunca lo utilicé. Pensé que estabas muerto, y no quería que ellos lo cogieran.
¿Debería decirle a la anciana que los días de la Compañía estaban contados, y que el Sistema había abandonado las reglas de los Plag y Psych?
Prefirió escuchar. La anciana Detweiler vivió para la investigación, para la gran meta de lograr entrar en comunicación con los Extranjeros. Y no para llevar la venganza.
—Transmite un módulo continuo de impulsos autosugestivos y hay que colocarlo en el ganglio central situado inmediatamente encima de la conjunción de los hemisferios cerebrales. Es peligroso, Lewis, pero ahora eres fuerte... antes no estabas preparado para ello, querido, de lo contrario te lo hubiera dado antes. —Le sonrió débilmente, pero su respiración continuaba jadeante, y hablaba entre susurros—: Tú fuiste tras él en estos últimos años... ¿recuerdas el Cuarto Brahmana?
Dod asintió.
—Todo llegará, querido. Pronto lo sabrás...
Sus labios dejaron de moverse, la luz desapareció de sus ojos, y cuando Dod se inclinó hacia ella para hacerle una nueva pregunta que acababa de ocurrírsele, se dio cuenta de que estaba muerta. Sintió frío y vacío en aquella habitación grande y bien iluminada, con los lechos cubiertos por el silencio, y un paciente muerto.
—Una mujer magnífica —dijo Scrimgouer tras él.
—Gracias por haber cuidado de ella —dijo Dod. Scrimgouer no contestó. Cubrió el rostro que había muerto en paz.
—¿Y ahora qué? —dijo.
—Su joyero —le dijo Dod—. ¿Sabe dónde está?
—Reuní toda una serie de objetos que ella me indicó en una habitación.
Dod volvió a mirar una vez más al último de sus familiares, a la vieja mujer que había hecho un esfuerzo supremo por alargar su vida, en espera de poderle transmitir el secreto a él.
Encontró el joyero entre un cúmulo de objetos personales, entre los que había microfilm y equipos eléctricos. Entretanto Scrimgouer se fue a preparar el material quirúrgico, con el que insertaría el emisor de impulsos en el cerebro de Dod.
Abrió la cajita y ningún brillo de joyas salió de ella. En su lugar había papeles amarillentos, con notas manuscritas. Dod los sacó presuroso, y vio en el fondo de la caja, un objeto resplandeciente. Se dio cuenta mientras lo cogía, que una tarjeta había caído al suelo. Se dispuso a recogerla con gesto automático, e iba a dejarla entre los otros papeles, cuando sobre ella leyó unas líneas: «Scrimgouer bloqueado. Él no lo sabe. No le hagas daño. Buena suerte, querido».
Allí estaba nuevamente, pensó Dod con amargura. La mala suerte estaba todavía con él. Se sintió enfermo.
Tenía que acabar con Scrimgouer.
«No le hagas daño» había escrito la anciana..., pero ella no sabía que no había más que un camino con la Compañía. No quedaba más que una solución final para aquellos que se interpusieran en su camino. Comprobó el buen funcionamiento del arma que albergaba la pistolera y esperó a que llegara el amigo.
—¡Comida! —gritó Scrimgouer sin entrar en la habitación—. ¡Aún no has comido!
Las manos de Dod se apartaron del arma. Sería tanto como matar a un perro fiel.
—¿Viene? —gritó Scrimgouer, asomando la cabeza tras la puerta—. ¡Todos los preparativos para la operación están hechos, pero primero tiene que comer! —Su rostro tomó un gesto afable al ver a Dod de pie y en silencio.
Confundiendo tal silencio Scrimgouer dijo:
—Debería comer, aunque sea sin ganas. Ella dijo que necesitaba estar fuerte.
Dod tenía que averiguar lo que Scrimgouer había transmitido a los Plag, lo cual significaba tener que buscar un transmisor escondido. Aquello significaba un aplazamiento, ¡un nuevo aplazamiento! Pero la alternativa era terrible para el hombre Psych.
Dod tomó la comida:
—Habrá que filmar esto —le dijo a Scrimgouer, poniendo todo el conjunto de papeles amarillos entre sus manos—. De prisa, después ya probaremos el aparato ese. Pero primero de todo tengo que tener esto hecho.
Scrimgouer miró los viejos papeles y se encogió de hombros:
—De acuerdo —dijo. Pero parecía preocupado.
—Hay que proceder con ellos individualmente —añadió Dod. Eso le costaría al inexperto Scrimgouer al menos una hora; pero ese lapsus de tiempo podría salvar su vida. Y Dod le debía a él la vida, pensó.
—Usted es el jefe —murmuró Scrimgouer.
Dod salió a toda prisa de la habitación, en cuanto vio a Scrimgouer empezar a concentrarse en su trabajo. ¿Por dónde podría empezar a buscar en aquella inmensa fortaleza? ¿Qué harían los Plag?
El bloqueo de Scrimgouer podría ser una cosa simple y precisa, un «Intercepta todos los intentos de contacto con los Extranjeros» lo cual significaba que los de Psych le matarían si era necesario; por otra parte, podría ser una instrucción permanente que daría noticias de todos los movimientos de Dod. Una vez más, pensó Dod, el...
Atravesó estrechos corredores, llegó a la sala de batallas, y se percató de que su intuición había estado en lo cierto.
Los bancos de control estaban desprovistos de toda vida. Todo había sido desactivado e inmovilizado.
Entre maldiciones contempló los relais que ardían con luz mortecina, accionó conmutadores y aunó circuitos, y de pronto el gran observador de la batalla panorámica se encendió y pudo ver al enemigo. Aquello parecía disipar la niebla de su mente, la vista de los cruceros Plag cayendo perezosamente, y nubes de exploradores que bajaban indolentemente hacia los portones abiertos de par en par de los fuertes.
Actuó instintivamente.
Oprimió los botones que armaban los torpedos ciclónicos, y empezó a escoger sus blancos. Los Asiáticos debieron haberlo visto. El primer torpedo dio de lleno en el explorador que iba en cabeza, produciendo un terrible cataclismo que azotó la atmósfera mientras millones de toneladas de tierra y rocas volaban por los aires, cubriendo a la nube de exploradores y enterrándolos entre el resplandor y las masas de rocas que les azotaban; la devastación sería impresionante e inenarrable en el momento en que toda la batería de torpedos añadiera su furia al holocausto. El torpedo ciclónico era el arma más impresionante de todas. Por el reloj de las batallas, Dod comprobó que aquélla no había durado más que tres minutos. Scrimgouer estaría trabajando tranquilamente, ajeno a la catástrofe que acababa de ocurrir a las fuerzas que él involuntariamente había protegido.
Había llegado el momento de cuidarse del control Psych.
Aquí estoy, pensó Dod, el primer hombre que ha entrado en contacto con los Extranjeros, con la posibilidad de contactarlos por mí mismo; aquí estoy, estrujándome el cerebro para tratar de localizar en una docena de millas cuadradas de esta fortaleza asiática, el lugar en que Psych ha dirigido a Scrimgouer para que esconda un diminuto receptor. Con el Sistema esperando a que Gompertz haga un movimiento, y Gompertz esperando a tener noticias mías antes de que los Nueve Planetas se sumerjan en el mayor baño sangriento de la historia de la humanidad.
Podía estar en cualquier lugar de aquella fortaleza fantásticamente compleja; en cualquier rincón de aquella sala de batallas en la que se hallaba sentado.
Era desesperante. La reacción azotó a Dod como una patada en el pecho. Se sentó ante los mandos del tablero de control. El peso del arma que llevaba consigo le parecía enorme y casi insoportable, a pesar de que no pesaba más de un par de libras. Se quitó el cinturón.
Pero había un medio de salir de aquello. Todo cuanto tenía que hacer era matar a un hombre. Un hombre se interponía en su camino.
Dod situó el poder de su arma en el máximo de potencia. Lo menos que podía hacer por aquel gordinflón, feo, y leal Psych, era asegurarse de que todo transcurriría con la mayor rapidez, y que no se fuera con la sensación de que él era un traidor. Un disparo rápido. Y así podría continuar con su experimento; y notificar a Gompertz, y cerciorarse de lo que había ocurrido a la Compañía, con la confianza de que su colapso y posterior destrucción haría la muerte de Scrimgouer menos dolorosa.
La sala de inspección. Allí sería lo mejor.
Era fácil ver el mirador que Scrimgouer había estado utilizando mientras trabajaba para la anciana. Había un cubículo repleto de cajas, bandejas y carpetas. ¿Qué había estado haciendo? ¿Inspeccionar los trabajos que la abuela había estado haciendo media centuria antes?
Medio aturdido, Dod, conectó los conmutadores que ponían nuevamente en funcionamiento la máquina. Toda la parte frontal empezó a iluminarse. Dejó el arma sobre uno de los tableros.
De pronto empezó a oírse un murmullo y el mirador se llenó de imágenes. Pero era un sonido falso; y las imágenes eran falsas también.
¡Esto no era de su abuela! Apareció ante él una demostración muy antigua, tanto que ya lo era cuando los Asiáticos construyeron esta fortaleza, y ahora, aquella visión bidimensional, sería la inadecuación de la nieve en Venus, la tormenta en Moonbase, ¡y los deportes atléticos en Saturno!
El murmullo de ruidos desapareció, y quedó reemplazado por una voz sutil, medio conminativa, medio suplicante.
—¡Scrimgouer! —La única exclamación en voz alta se vio sucedida por una incomprensible jerga de palabras. El código Psych, pensó Dod, todo un sistema de sonidos y símbolos, que corresponden a un módulo similar imbuido en la mente de Scrimgouer. Era el tipo más simple de bloqueo, una situación muy sencilla de mandato-respuesta.
Dod miró el arma que tenía sobre la mesa. Seguramente no tendría que usarla. Sus ojos se cerraron al sentir una sensación de alivio. Después oyó la última orden que salía del mirador.
—Bajar todas las pantallas que haya en la fortaleza. Inmovilizar todas las armas. No establecer ningún otro contacto a través del receptor. ¡Evitar la localización de receptores a partir de ahora!
Plag debió haberse dado cuenta de que el experimento estaba muy próximo a alcanzar cierto éxito. Querían cogerle con vida y con todo el equipo intacto.
Era el plan más inteligente que los Plag hubieran urdido nunca: querían apoderarse de Dod, pero habían sospechado desde un principio que sólo la abuela podía conducirles a la solución total del problema, que era ponerse en contacto con los Extranjeros. También querían apoderarse del emisor de impulsos.
Dod se rió para sus adentros. Había subestimado a los Plag. Se habían dado cuenta de que todo cuanto tenían que hacer era esperar hasta que él llegara a la fortaleza. Aun cuando había huido y había entrado en contacto con Gompertz, habían estado convencidos de salir con éxito de la empresa.
Los Plag habían dado muestras de una percepción poco natural... tal vez ellos habían consentido que Scrimgouer se llevara a la abuela, pensó de pronto.
¡Eiserer!
Dod sonrió. Eiserer podía haber sido quien lo había planeado. Le daba el olfato que aquélla era una situación que el Psychiarch podría muy bien haber concebido.
Se le ocurrió pensar que Plag y Psych constituían una combinación formidable trabajando juntos.
Dod acarició con la punta de los dedos el suave cilindro que llevaba en el bolsillo. Plag no se apoderaría. Pero podían haberlo hecho. La suerte había estado de su parte, pensó: en todo lo demás el flujo de la mala suerte había estado con él, pero en este punto tan vital, había logrado triunfar sobre la desgracia.
En la seguridad que confería la fortaleza, podía probar la efectividad del aparato micrónico. Las cosas se habían puesto mal... y el peor momento de todos fue cuando llegó a la conclusión de que tenía que matar a un amigo... pero ahora ya podía actuar.
Scrimgouer ya no constituía un peligro. Su bloqueo se centraba sobre el receptor, del cual ya no recibiría más instrucciones. Naturalmente, no podía hacer uso de la ayuda de Scrimgouer en el arreglo de la maquinaría quirúrgica que localizaría el suave aparato en su cerebro, pero la fortaleza sería seguramente equipada con instrumentos neurológicos automáticos. La cirugía no era ningún problema.
Dod recogió un instrumento pesado y resplandeciente para aplastar el mirador y su receptor escondido, tras lo cual rápidamente redujo la instalación en deshechos; ya no podría tener más probabilidades con Eiserer.
Se oyeron ruidos de pisadas por el pasillo. Era Scrimgouer que volvía con las pruebas. Hubiera sido más fácil hablarle de su bloqueo, dudó Dod mientras terminaba de reducir en pequeñas partículas los últimos componentes de mirador. Tal vez el Psych sabría cómo contrarrestar el bloqueo, y volver a hacerse útil nuevamente. Volvió el rostro hacia Scrimgouer.
Instintivamente Dod arrojó la pesada herramienta que había estado utilizando, pero el hombre Plag se hizo a un lado y el objeto fue a estrellarse cerca de la entrada con gran estrépito.
Quedó rígido mientras el hombre Plag se cubría con su revólver.
Dod reconoció en un momento de grandes contradicciones y desesperación la magnitud de la negligencia que acababa de cometer. Los años de esfuerzo, de luchas y de sacrificios se habían echado a perder, se habían perdido estúpidamente, porque él había fracasado en su intento de verificar los monitores internos de la fortaleza, para ver si cualquiera de los hombres Plag, contra todo pronóstico, hubiera podido penetrar en ellos. Un hombre sí que lo había hecho.
Y no le estaba dando muchas oportunidades a Dod.
Hizo un gesto a Dod, conminándole para que alzara las manos. Después deslizó su mano izquierda cuidadosamente hacia el cinturón hasta que sacó el paralizador.
Sus ojos fríos, enmarcados en un anillo de humo, henchidos de sangre, no abandonaban un momento a Dod.
Si tenía que tener alguna probabilidad de salir de aquella situación tenía que saltar hacia un lado rápidamente. ¡Ahora! Pero en el momento en que en tensión todos sus músculos, el hombre Plag accionó el paralizador, y Dod notó como un frío tan intenso como el hielo le llegaba hasta los pulmones, y que el frío se extendía por todo su cuerpo.
Había reaccionado con mucha lentitud, pensó. Pero todo aquello había sido demasiado para un hombre solo... No solo...
Capítulo tercero
No le cabía la menor duda de que estaba soñando. Era un sueño en cierto modo agradable. Como el que se tiene cuando siendo niño se sueña con paracaídas.
Se acuesta uno pensando en cuanto le gustaría sobrevolar las ciudades a gran velocidad y gran altura, y se sueña con ella... con intensidad, con ardor, y se encuentra uno suspendido por encima de las nubes, mas de pronto el ruido de los propulsores cesa y uno está cayendo, cayendo...
Fuera de la cama.
Como ahora por ejemplo.
Estaba tumbado sobre un mullido cojín, y unos metros más allá se erguía el rostro del hombre Plag que le había hecho prisionero y le había adormecido con el revólver paralizador. El rostro tenía la apariencia de la misma muerte, la boca abierta, y los ojos entornados y de la garganta salían estertores débiles.
Dod volvió a sentir lástima de sí mismo. Cerró los ojos y esperó a que el Plag fuera a buscar a Eiserer.
Pero un pensamiento acudió a su mente.
Scrimgouer sabía manejar el cuchillo.
Logró ponerse en pie mientras el gordinflón hombre de Psych se agitaba de un lado a otro en la habitación.
—¡Despierto! ¡Vamos! —Sus mejillas se estremecieron de satisfacción.
—¿Qué ocurrió? —No era un sueño. La sangre no había resbalado hasta el suelo como en los sueños—. ¡Dígamelo!
—Me dijo que me pusiera en contacto con Salkind, de modo que esperé hasta que volviera. —Sopesaba en la mano algo resplandeciente— encontró esto —añadió Scrimgouer, entregándole el emisor de impulsos a Dod.
¿Estaba Scrimgouer a salvo?
—¿Encontró el receptor?
Scrimgouer hizo una mueca:
—Y el último mensaje. No fue un acierto muy grande el hacerme tomar fotografías de él... al revelarlo por sectores me di cuenta de que yo también había sido bloqueado.
—No se lo podía decir —repuso Dod.
El rostro del hombre Psych tomó un aspecto muy grave:
—Fue un riesgo muy grande el no matarme.
—No podía.
—No.
Se miraron mutuamente durante unos instantes, al cabo de los cuales Scrimgouer prosiguió:
—Me liberé del bloqueo. Fue una cosa muy sencilla; dos minutos de terapia, y había quedado reducido.
—Eso nos pone las cosas más sencillas —dijo Dod con entusiasmo mal contenido—. ¿Le gustaría asistir a un experimento bastante interesante?
—Los Extranjeros —el hombre Psych sacudió la cabeza; pero parecía inquieto—. ¡Entrar en contacto con los Extranjeros! ¿Hay alguna probabilidad?
—Ya lo averiguaremos. Usted podría preparar los instrumentos quirúrgicos...
—Todo está a punto para empezar —le interrumpió Scrimgouer—. Pensé que no estaría dispuesto a perder más tiempo.
Plag y sus hombres continuarían probando... luchando, debatiéndose, haciendo un último esfuerzo fanático, para llevar las cosas al terreno que ellos querían, y mantenerlas tal como era su gusto: confortablemente seguras, ordenadas. Y ellos para poner el orden.
Estaban repasando las instrucciones de la abuela, escritas sobre las páginas originales amarillentas, cuando Scrimgouer halló el rugoso papel de fibra vegetal ennegrecido. Dod señaló hacia él.
—Esto es lo primero que ella encontró. Nosotros no sabemos nada de todo ello, mas que, que es el producto de largos y penosos trabajos. El Cuarto Brahmana. Pero la abuela dedujo, de esta página tan ajada, todo un nuevo concepto de la mente humana.
—¿Quiere que lo lea?
Dod asintió con un gesto.
—Lo suponía. Escuche.
»Él se está convirtiendo en uno...
ȃl no ve.
»Él se está convirtiendo en uno.
ȃl no huele.
»Se está convirtiendo en uno.
»No distingue el sabor.
»Se está convirtiendo en uno.
ȃl no habla.
»Se está convirtiendo en uno...
ȃl no oye.
»Se está convirtiendo en uno.
ȃl no piensa.
»Se está convirtiendo en uno.
ȃl no conoce.
ȃl yo parte, bien por el ojo, o por la cabeza.
»Se convierte en uno con inteligencia.
»¿De acuerdo?
—De acuerdo —repuso Scrimgouer. Entremezclado con misticismo como lo estaba, no por ello dejaba de contener el grano de discernimiento y penetración, dentro de la verdadera naturaleza de la mente, que una inteligencia como la de la abuela era capaz de captar. Ella fue capaz de alambicar la concepción budista de la dualidad de conciencia. ¿Cómo podía la mente separarse en la forma sugerida? Ello era posible solamente si la mente poseía una identidad separada de sí misma... sólo si la mente contenía un conjunto físico distinto e independiente, posiblemente en el espacio exterior y en el tiempo, algo no afectando ni afectado por la mente humana, en el sentido que generalmente es conocida...
Hizo una pausa. Dod estaba deseoso de entrar en acción.
—¿Le gustara penetrar en las notas, una por una, más detenidamente? —preguntó Scrimgouer.
—No. He retenido una gran parte. Tenemos que poner manos a la obra.
—¿Asustado? —preguntó Scrimgouer.
—En cierto modo. De ello dependen muchas vidas.
—Y podría no merecer la pena...
Dod asintió:
—Eso es lo que me asusta.
—Como usted mismo dijo, no hay más que una manera de averiguarlo. —De pronto le acechó una idea—. Yo podría ser el sujeto —dijo lentamente—. Eso es, si usted es...
—No. Empezaremos ahora. ¿Sabe lo que tiene que hacer?
—Pues claro. Leí las instrucciones. —El orgullo profesional de Scrimgouer respondió con agudeza.
—Pues entonces adelante.
—Quedará usted sometido a una anestesia muy fuerte durante una hora, después de que haya sido colocado el emisor de impulsos en su cerebro. Eso es un poco de cuidado después de un shock postoperatorio.
—¿Y entonces?
—Intervendrá la hipnosis antes de que vuelva en sí.
—¿Y?
—Yo activaré el emisor.
—¿Cómo?
—Tengo a punto los aparatos adecuados.
—Continúe.
—Observaré los caracteres de sus expresiones faciales, y el modulo de sus palabras. En eso estriba una parte muy delicada.
Dod no quiso preguntarle a Scrimgouer si tenía mucha confianza en el éxito o no; no le cabía la menor duda de que el regordete Psych haría todo lo humanamente posible.
—Cuando vea que no hay peligro de shock para la mente, activaré el monitor a través del emisor de impulsos.
Ese era realmente el momento de peligro. Si el emisor se pusiera en acción demasiado pronto, presionaría demasiado fuerte sobre la mente que aún no estaría preparada, buscaría con demasiada profundidad e inquiriría con demasiada fuerza; la mente podría reaccionar con violencia, y de ello podría resultar la muerte o un cerebro dañado para siempre.
«Esa era la forma de llegar a malos resultados», pensó Dod, mientras Scrimgouer le vigilaba con ansiedad. Pero se había hecho ya mucho trabajo, se habían desperdiciado muchas vidas, como para tener que volverse atrás.
—¿Y cuando los monitores estén funcionando satisfactoriamente?
—Se me sugiere, a través del emisor de impulsos, que los Extranjeros quieren entrar en contacto, introduciendo las ideas de acuerdo con un módulo semántico preestablecido. —Señaló hacia una página determinada—. Su abuela dijo que yo tenía que ponerle en antecedentes de no alterar ninguno de estos puntos... dijo que había que hacerlos funcionar, trabajarlos, todos a la vez.
—Yo estoy preparado —dijo Dod. No había ninguna razón para proseguir la espera.
El hombre Psych comenzó sus preparativos. La maquinaria emitía destellos.
Como un brazo metálico serpenteante que avanzaba hacia él, Dod vio su halo reflejado en la superficie resplandeciente de la maquinaria anestésica.
El rostro de Scrimgouer tomó atisbos de gravedad, y Dod sintió miedo, mucho más del que recordaba haber tenido nunca. El espacio se abría ante él. Un espacio negro que lo cubría todo y hacia el cual corría a esconderse. Sólo una estrella que brillaba muy lejos de él parecía ofrecerle una brizna de comprensión. Trató de seguirla.
Un billón de millas más allá de Plutón, el planeta más distante del Sistema, una inteligencia se revolvía. La excitación hacía vibrar las células, al principio casi imperceptibles, y después con incontenida emoción. Alrededor del viejo sol y de sus nueve planetas había brotado un destello de vida... una vida indefinida, incomprensiblemente extraña y débil, incomparablemente unitaria, pero incuestionablemente era vida.
¿Habla? No. ¿Estimula? No. ¿Posee pensamiento? No. ¡Existe! Sí.
La incredulidad pareció refulgir de las células, pero algo les decía que lo imposible había ocurrido. Allí había vida.
¿Vida vegetal? -preguntaban las células.
Tres millas más abajo de la superficie de la Tierra, Scrimgouer comenzó a alimentar las primeras secuencias de ideas asociadas.
—Profundidad espacial. Profundidad espacial. Más allá de la Tierra. Más allá de Marte y de Saturno. Más allá de Plutón... —La máquina a través de la que hablaba pausadamente, iba traduciendo las palabras en impulsos, que quedaría absorbidos en el interior de la mente de Dod.
Se sentó pesadamente cuando hubo terminado; las mofletudas mejillas transidas de sudor. Dod se hallaba solamente bajo un estado hipnótico. Los próximos minutos constituirían un período crucial.
Vigiló los registros con extrema precaución para ver si los agentes metafísicos que deberían separarse de la mente de Dod y quedar libres, abandonando el gusto, el tacto, el olfato, el oído, la vista, y todo cuanto se desprendía de ellos, había desaparecido.
—¡Llamando al Director Dod! —la alterada voz del capitán de Combate inundó la habitación, y Scrimgouer maldijo en voz alta. Había olvidado colocar los receptores en grabación—. ¿Informó sobre los últimos acontecimientos, Director? ¡Vamos a entrar en acción!
Dod había advertido a Scrimgouer de la predilección del capitán por ser grandilocuente, pero una segunda voz le atajó con mordacidad, antes de que Scrimgouer llegara al receptor.
—Guárdese sus comentarios, y más lanzándolos al aire, Capitán. Esta es una operación secreta y no un canto público a su intrepidez —gritó Gompertz.
Scrimgouer ajustó los receptores. Si entre Gompertz y el capitán de crucero había estallado una guerra privada, tendrían que entendérselas sin él. Bastantes preocupaciones y trabajo tenía él en aquel momento.
Su cuerpo estaba tenso mientras las agujas de los registros se movían ligeramente.
El Centinela estaba en movimiento.
Hasta ahora todo iba bien... al menos esa sensación daba.
Se relajó. Todo cuanto podía hacer ahora era vigilar y esperar. Sobre la Tierra, Gompertz y el capitán de Combate, estaban decidiendo el futuro político del Sistema; pero en algún lugar, más allá de aquel cuerpo que respiraba tranquilamente frente a él, una parte muy sutil de la mente de Dod estaba decidiendo el futuro de las relaciones entre la humanidad y la misteriosa fuerza omnipotente que había mantenido al hombre alejado de las estrellas durante casi dos centurias.
La inteligencia vibró con creciente esperanza.
A bordo del Starbreaker el Almirante de la nave Plag se relajó. Se hallaba al mando de aquella nave, y unos minutos antes el presidente Salkind le había designado a él para llevar a cabo un plan de acción contra los rebeldes venusianos. Si todo iba bien, podría tener esperanzas de alcanzar una graduación de Directorial.
Instintivamente repasó el plan a seguir una vez más en su mente.
Fase I, aniquilar la flota Venusiana. Se tenían noticias de que Cohui poseía unos cuantos viejos cruceros y una nave de Combate. Él mandaba un escuadrón de naves contra ellos.
Fase II, puntos estratégicos debidamente seleccionados, debían ser barridos en una demostración de fuerza. Después de que dos o tres ciudades hubieran sido arrasadas, los rebeldes se mostrarían más humildes.
Después, la Fase III, una operación de barrido de los pocos rebeldes que quedaran y que no se rindieran. Y la rehabilitación gracias a Eiserer de que aquellos que se hallaran en Error.
Pero había una Fase IV, la fase que no sería necesaria. Y él quería hacer uso de aquella parte del plan. Ello incluía el uso del arma solar.
Como buen militar, sabía que un arma no probada era una contradicción de términos. Quería jugar con sus juguetes, y el arma solar del Starbreaker nunca había sido disparada. ¿Cuál sería su efecto disparada con el máximo de potencia?
Las campiñas hervirían; los mares se vaporizarían; las montañas fundirían como trozos de mantequilla ante el fuego. Sería el fin de la Creación, una purificación del Sistema, como había dicho el Presidente: a través del sufrimiento, la paz; a través del fuego, la salubridad.
Otro pensamiento le interrumpió en medio de sus agradables reflexiones.
¿Cuándo harían que su nave se dirigiera en contra de aquel loco piloto Espacial que había ido a la Tierra a una fortaleza asiática? ¿Antes de la operación Venusiana? No había la menor duda de que los asiáticos habían interpretado formidablemente el arte de la edificación de fortalezas. En cierto modo se alegraba de los acontecimientos. Quería medir el Starbreaker contra todo aquello. ¡El arma solar sobre la Tierra!
—Hágase cargo de todo —le dijo al primer oficial.
—¿Va a descansar, Almirante?
—No. Voy a repasar una vez más el plan de batalla.
Más abajo del puente, dos reservistas charlaban animadamente. Uno era de recia contextura, con una flamante barba roja; el otro era pequeño, delgado, y hubiera sido un hombre insignificante de no ser por su rostro que poseía la vivacidad de una ardilla. De pronto quedaron en silencio. El más pequeño pareció interrogar con la mirada. En respuesta, el Khan, vestido de azul, sacó un mango del bolsillo, apretó un botón y sonrió encantado cuando apareció la hoja resplandeciente. El más pequeño le mostró un trozo de metal.
Desde el lugar en que se hallaban, cruzaron una gran parte de la nave hasta que llegaron junto a la abertura que conducía al puente.
El Khan, de pronto, echó hacia atrás a su compañero, mientras el Almirante aparecía por la abertura.
El Khan le hubiera dejado pasar, pero el hombre más pequeño tenía razones personales: su familia vivía en la ciudad Venusiana que era la primera en la lista de las designadas para la demostración del Almirante. Y el hombre había visto el plan.
Se liberó de la mano del Khan que le sujetaba y saltó como un felino sobre la espalda del Almirante, el Khan contrajo el gesto.
En los pocos segundos que vivió el Almirante, comprendió que ya nunca llegaría a ser Director, que ya nunca volvería a ver el rostro firme, sereno del Presidente, y que nunca volvería a estar al servicio de la Compañía. Que nunca dispararía el arma solar...
El trozo de metal destrozó tendones, rasgó arterias, y el hombre se desplomó formando una misma masa con el cuerpo muerto del Almirante. El Khan le ayudó a levantarse y ambos salieron hacia el puente.
Se hicieron una mueca mutuamente cuando vieron al primer oficial que se había quedado dormido sobre la butaca del Almirante, confiado en que los mandos de la nave funcionarían por sí solos y sin requerimiento de nadie.
El otro ocupante del puente abrió la boca para ordenar a los recién llegados que tenían que abandonar aquel lugar, pero su expresión cambió al ver que Khan le ponía el cuchillo en la garganta, impidiéndole gritar en demanda de auxilio. El hombre pequeño estranguló al primer oficial, y los dos reservistas volvieron a hacerse un guiño de aprobación.
Poco a poco fueron desarmando la nave.
Doce segundos más tarde se hallaban en el corazón de la nave. En la sala de máquinas. El crucero de Combate volaba a gran velocidad. El capitán de Combate conducía el grupo de abordaje.
Al principio no encontraron más que rostros sellados por la mueca de la muerte, al ser atrapados en el vacío del espacio sin trajes, pero la llama de un arma atómica diezmó a la primera oleada de asaltantes, dejando solamente con vida al capitán y a tres hombres afortunados que se habían protegido tras el casco masivo de uno de los motores.
—¡Cohetes! —gritó el capitán.
—¡Tras los protectores de los motores! —seguía ordenando.
—¡Se esconden como las ratas! —gritaba el capitán.
Los hombres morían en gran número, y al cabo de una hora había muy pocos que hubieran sobrevivido.
Los dos reservistas llegaron junto al capitán, que había perdido en gran parte su aire envalentonado. Ahora estaba haciendo un trabajo, para el que había sido específicamente preparado.
—¿Las pantallas funcionan?
—Desde el primer momento que usted llegó a bordo —dijo el Khan.
—¿Sabe manejarlas?
—Déme la oportunidad —repuso aquél. Daba la sensación de ser un hombre que sabe lo que se propone.
—Usted será el primer oficial —dijo el capitán.
—¿Vamos ahora hacia la flota?
El capitán le miró sorprendido. Él debería estar pensando en lo mismo, pero en lugar de ello tenían que ponerse en contacto con Gompertz. Sacó la tarjeta sobre la que había escrito el código de palabras que Gompertz le había dicho que enviara, y se lo entregó al Khan.
—¿Qué quiere decir esto?
El Khan se encogió de hombros.
—Es un hombre bastante instruido —dijo señalando al hombrecillo con cara de ardilla. Le entregó la tarjeta.
- Mutatis mutantis —Habiendo hecho los cambios necesarios—. Eso es lo que significa poco más o menos.
Se miraron el uno al otro durante unos momentos. Después el capitán estalló en risas.
—Envíelo —dijo al fin sin dejar de reír.
—¿Pero qué es lo que tiene de gracioso? —le preguntó al Khan tranquilamente.
—No tiene respeto por las enseñanzas clásicas —repuso el Khan, que reverenciaba el pasado.
—Es que... —explicó el capitán mirando en derredor de las ruinas que había creado—. Yo recibo órdenes de un hombre, diminuto, seco, viejo, que va todo el día con traje de baño. Gompertz. Él me dice lo que tengo que hacer... y yo lo hago. Me sugiere planes alocados... y tienen éxito. Y ahora tengo que hablar con él en una extraña jerigonza.
—Pues aún no le veo la gracia —explicó por ambos el hombre pequeño.
—No me importa. Pero tiene gracia.
Scrimgouer miró el cuerpo inanimado. Verificó los instrumentos que medían el metabolismo de Dod. Pronto le administraría a Dod una inyección intravenosa de un compuesto de glucosa; los registros que revelaban el estado emocional de Dod se mantenían siempre en la misma posición.
En los ratos libres que tuvo, Scrimgouer había seguido el acontecimiento de la batalla por el Starbreaker, aunque de vez en cuando tuviera que solicitar información de la misma a Gompertz.
—¡Pero todo ha debido terminar! —insistía la voz chillona del anciano—. Mire, Scrimgouer, tenemos que llegar pronto a un resultado, tengo la mayor nave de toda la flota que está esperando, y tengo un crucero oculto cerca de la fortaleza que está preparado para sacar a Dod de aquí cuanto antes... ¿no podría usted despertarle? ¡Probablemente ahora ya esté bien! ¡Hombre de Dios! ¡Pero si tengo a un billón de billones de gente esperando.
Scrimgouer se apartó de allí sin hacer mucho caso.
Lo que vio le hizo atravesar la habitación a una velocidad que Dod no le hubiera considerado capaz de desarrollar.
Los registros, que hasta entonces se habían mantenido en un nivel seguro de actividad, se habían desatado y giraban en todas direcciones de forma alocada, mientras que el cuerpo de Dod se retorcía y se contorsionaba, liberándose casi de las ligaduras que le tenían sujeto a la mesa de operaciones.
Scrimgouer abrió la espita de entrada de oxígeno al doble de su paso normal, y aseguró con mayor fuerza las ligaduras que atenazaban los músculos de aquel cuerpo.
Se echó hacia atrás: algo había ocurrido mientras había estado escuchando a Gompertz. Un cambio físico.
Notaba los latidos del corazón de Dod. Su carrera era endiablada, pero Dod lo podía resistir; la respiración era inquieta, pero el aprovisionamiento de oxígeno la tranquilizaría. ¿Cómo había cambiado?
No era nada corporal...
Entonces lo vio. El halo había desaparecido.
Dod salió de las tinieblas en que se había sumergido, con una extraña sensación de confianza, burlándose de sus temores y con una agradable anticipación de lo que tenía que venir.
Era una extraña y nueva dimensión.
Necesitaba tiempo... ¿tiempo? para orientar, para apreciar las sutilidades de esta nueva dimensión en la que estaba viajando... ¿viajando?
Habían estado equivocados acerca del Centinela. La abuela. Él. Sus padres. Era algo muy distinto de lo que ellos habían pensado.
No era el observador que todos habían creído, un agente libre que erraba despreocupadamente por el intelecto. No era el espíritu del que todos estaban convencidos.
Era la fuerza de vida de un individuo.
Dod vio su cuerpo tendido bajo el suyo. El reloj de oro seguía suspendido con los dedos helados. Se hallaba fuera del tiempo.
¿Quién era él? Hizo una pausa en sus pensamientos y miró hacia abajo al planeta. Una intensa curiosidad le embargaba. ¿Qué era lo que él era ahora?
Según la teoría de su abuela, él era el Purusa, el Centinela, separado del subconsciente, el inconsciente, el preconsciente y la mente consciente; pero él ejercía el control de todos ellos. Y de otras partes para las que no había nombre.
Tenía a su disposición los salvajes arrebatos de los impulsos del individuo, la previsión práctica del ego y el rudo y granítico poder del preconsciente.
Después comprendió qué era lo que impulsaba. El emisor de impulsos.
Se hallaba irritado, al principio, por su enorme presión, era molesto, y por ello se alejó de todo el Sistema y se internó en el espacio abierto. La presión era menor, pero no por ello menos insistente.
Sin proponérselo se puso a explorar el pasado. Recordó cuando había sido bloqueado. No podía odiar a Eiserer, que había designado el bloqueo. Tampoco podía odiar a Plag. Vio que la vida continuaba, cualquiera que fuera la cosa que le hubieran hecho. Leyó en su pasado los episodios desplegados como páginas de un delicado manuscrito ilustrado, procedente de la edad antigua.
Entonces se apercibió de que podía viajar con mucha rapidez. Más rápido que las naves que veía desplazarse alrededor del Sistema.
¿Por qué no llegar hasta las estrellas?
Se puso en movimiento con mucha precaución, alerta.
Atravesó nubes de gases, pasó por silenciosos cúmulos de asteroides y por racimos compactos de meteoritos.
Esto ocurría antes de que Scrimgouer redoblara la dosis de oxígeno y observara la contienda que estaba librando la mente atormentada de Dod.
Se detuvo al ver —o mejor percibir— la presencia del Extranjero. Se mostró tan sorprendido como él, pero no tan cauteloso.
Se aproximó más a él y experimentó que su primer conato de sorpresa se transformaba en placer. Rebosaba de camaradería por todas sus células... ¿cómo se le habría ocurrido pensar en células?
Estaba seguro de que no era un ser unitario como él, sino una cosa compuesta, y que el aura que proyectaba estaba tratando de mitigar sus temores.
Sin embargo, el temor no le había acechado. Iba más allá de él. Pero la precaución le impedía cruzar la distancia que les separaba; por alguna razón tenía que hacer el primer movimiento.
El emisor de impulsos le lanzó hacia delante.
Gompertz trataba de restablecer las comunicaciones con ansiedad. Había comenzado algo que no podía terminar por sí mismo, y si Dod no respondía pronto... y con la respuesta correcta también, significaría el fin del hombre independiente para otros mil años. En cualquier momento Salkind podría percatarse de la disposición de las fuerzas alineadas contra él; podría pensar en la revuelta de los Venusianos, en el modo en que se había perdido el Starbreaker y en las charlas que Dod había tenido con él.
El capitán de Combate daba noticias de que los tripulantes estaban reparando los daños ocasionados anteriormente.
Consideró las armas que tenía a su disposición. Podía derribar una nave de batalla, con pantallas y todo, con una concentración de fuego; ¿pero un arma solar, aunque fuera enorme, era suficiente para oponerse a una flota?
Otras muchas preguntas cruzaron por su mente. Las fue repasando una por una, y llegó a la conclusión de que tenía ganas de conocer las respuestas.
Si Plag luchaba, ¿harían frente al Starbreaker?
¿Cuántas naves de combate podrían movilizar?
¿La flota de reserva de Plutón estaría presta para la batalla?
Una de las ideas de Khan podría ser efectiva, pensó de pronto. Significaría el sacrificio del crucero, pero el Starbreaker podría internarse en el centro de la flota, en el interior de las pantallas.
—La nave preparada para entrar en acción —notificó el Khan.
El capitán murmuró:
—Sí —y al darse cuenta de su voz no había sido más que un murmullo, asintió con el gesto. El también estaba preparado.
Era como hablarle a un hombre a través de un gran tubo; había que gritar mucho y después aplicar el oído al tubo para escuchar la respuesta.
—¡Saludos! —Dod tenía la sensación de que el Extranjero... ¿los Extranjeros?, se estaba riendo de él—. Me alegro...
Habían hablado a la vez. Con educación, el Extranjero esperó.
—¡Saludos! —volvió a decir Dod.
—Me alegra que esté usted aquí —dijo el Extranjero.
—Quería comunicar —dijo.
—Creí que usted no era ente —señaló el Extranjero inconsecuente. No hubo respuesta a ello, pero Dod comprendió el placer del otro.
—¿Es usted todo uno?
El otro respondió con las voces resonantes de todas sus células dependientes:
—¡Todo uno! ¡Desarrollado junto, y de uno! —Había orgullo en su voz.
—Yo soy uno unitario. Simple. Hay más.
—¿Más?
Dod hizo uso del concepto de la célula dependiente y la imaginó separada del resto:
—Como muchos —dijo—. Disgregado. Separado.
La falta de creencia quedó rápidamente reemplazada por la tristeza y la compasión. La simpatía por Dod fue en aumento en el Extranjero. Y la admiración reemplazó a la compasión.
—Entonces usted habla...
—A impulsos —repuso Dod.
El Extranjero habló con agrado, al mismo tiempo que trataba de evitar que Dod se sintiera desesperadamente inferior.
—Pregunte —dijo. Se había dado cuenta del inmenso golfo que les separaba, e invitó a Dod a cruzarlo en bien de la paz de éste.
—¿Por qué la fuerza de la pantalla alrededor de nuestro Sistema?
Con mucha amabilidad el Extranjero derivó la pregunta. En primer lugar debería hacer preguntas acerca de asuntos básicos.
—¿De dónde es usted?
—Vea —Dod observó el Sistema que retrocedía, mientras era absorbido por el Extranjero que le transportó al otro extremo del Universo. Un planeta de aspecto verdoso patrullaba en solitario sin ningún sol en curso de su órbita.
—¿Qué es usted?
Dod vio todo un conjunto de fuerzas que no le significaban nada a él.
—¿Cuánto tiempo hace que existe?
—En esta fase, dos veces la vida de su sol.
Eso no era llegar a ninguna conclusión, decidió Dod.
—¿Por qué pusieron ustedes un halo sobre mí? —Pensó en su cuerpo sobre la Tierra.
—Su nave de pronto se materializó en nosotros, y entonces no me quedó más remedio que hablarle a su computador. —Las carcajadas del Extranjero parecieron cubrir el espacio—. Sabía que había algo con ente, a bordo, y busqué por todas partes. ¡Yo hablé con su motor!
Dod escuchaba, y de pronto su voz se unió a las carcajadas. El Extranjero había argüido que allí debía haber una vida inteligente para crear la nave, y que como no había vida de ente como ellos la conocían, debía haber una vida inteligente de algún tipo que ellos no lograban comprender.
Dod lo entendió.
—¡Entonces, ésa es la razón! —dijo Dod.
—Debo confesarle que la parte de mi ser creada últimamente, creía que había un módulo de vida inteligente en su sistema —dijo el Extranjero.
Dod recordó la carrera de Plutón. Una y otra vez. Los Extranjeros habían encontrado las huellas que Perusa había dejado, e intrigados, las habían seguido hasta donde las manifestaciones de vida eran más fuertes.
—¿Pero, por qué un halo?
—Alguna forma tenía que tener —repuso el Extranjero.
—¡Pues es que un halo!
El Extranjero lo explicó. Era una cosa muy familiar, era un miembro de un sistema planetario, cuyo sol a menudo creaba la imagen de un halo.
—¡Parhelia! —exclamó Dod. Eso era. Parhelia, eran halos... efectos ópticos comunes, que ocurrían cuando las partículas quedaban suspendidas a grandes alturas en la atmósfera. Para marcarlo con algo perfectamente reconocible, los Extranjeros trataban de alejar cualquier temor que hubiera podido sentir.
—¿Y por qué nos han impedido alcanzar las estrellas?
La respuesta fue puramente visual. Dod vio, en el espacio ilimitado, una fina pantalla de células, todas y cada una empeñada en tratar de apreciar la naturaleza del sistema solar, al mismo tiempo que procuraban ponerse en contacto con cualquier tipo de vida que hubiera allí; todas y cada una esperando pacientemente que llegara el momento de tener éxito, y aceptando el fracaso filosóficamente. Estaban distribuidas de tal forma que formaban una fuerza de pantalla, pero el Extranjero le aseguró de que tal no había sido su intención.
Y sucedía de tal forma que su presencia originaba una barrera.
—¿Y por qué durante tanto tiempo? —insistió Dod.
—¿Cree que es mucho tiempo? ¿Cuánto? Dígamelo en los términos de su propio ciclo de vida.
Dod dejó que los recuerdos de su familia transcurrieran en una secuencia desordenada.
Sin dejarle explicar, el Extranjero relató en grandes rasgos el despliegue de las dos centurias durante las cuales habían intervenido en la vida del hombre.
—¿Qué? —volvió a preguntar Dod—. ¡Dos centurias!
El Extranjero repuso amablemente:
—Yo no he hecho más que llegar. Nuestra vigilancia preliminar de su sistema no ha hecho más que empezar.
Aunque se lo había dicho con toda naturalidad el shock que recibió Dod fue terrible. Comparado con el ciclo de vida del Extranjero, los seres humanos vivían solamente unas horas; eran mariposas de mayo, insectos de verano que vivían la vida en un día. En esto Gompertz había tenido razón; había sabido comprender la grandeza del más allá, la gigantesca disparidad entre los Extranjeros y los humanos.
—¿Querrán quitar la pantalla ahora? —algo podía salir ganando.
—¡Pues claro! —El placer cruzó por Dod como una oleada de aire tibio. El Extranjero quería ayudar, hacer todo cuanto pudiera. Dod hizo preguntas al azar, como lo hubiera hecho a un buen amigo.
—¿Y por qué abandonó su propio planeta?
—Yo era la única forma de existencia. Parecía que podría haber otras formas. Y yo buscaba. Yo buscaba las grandes praderas del tiempo —el Extranjero hablaba tristemente.
—¿Y no había otra forma de vida?
—Encontré los restos de lo que pudo haber sido una raza maravillosa. Ruinas y unos cuantos aparatos... uno de los cuales utilicé para atrapar tu nave. —Dod contemplaba las ruinas mientras el Extranjero proyectaba imágenes.
—¿Pero no encontró nada con vida?
—No hasta que usted salió del sol rojo.
Ambos hicieron una pausa y Dod tomó una determinación.
—Puede haber otras formas de vida.
—Puede.
—Podríamos buscarlas juntos —sugirió Dod—. Mi raza podría identificar formas de vida que ustedes no podrían.
—Podríamos hacerlo —Dod quedó sorprendido de aquel sentimiento de aprobación de presteza y voluntad que emanaba de las células del Extranjero. Con educación el Extranjero esperó a que Dod le formulara la pregunta que había estado forjándose en su mente.
—Nuestra soledad... es un handicap —dijo Dod.
—Mi unidad nos ayuda —repuso el Extranjero. Dod hizo un relato del sentido de separación que atormentaba a la raza humana. La rigidez de las conversaciones y la confusión de las lenguas; de cómo las palabras eran en ocasiones sentencias veladas con significado oculto. De cómo el hombre trataba de comunicar sus pensamientos utilizando todo un aparato de símbolos, que era totalmente inadecuado.
—Usted podría ayudarnos —dijo Dod. El Extranjero se aprestó a responder:
—¡Lo intentaré! ¡Inmediatamente!
Y entonces fue cuando el halo desapareció del cuerpo de Dod en la fortaleza asiática.
—Y respecto a nuestras cortas vidas, ¿podría ayudarnos en eso también?
El Extranjero trató de explicarle lo que la vida significaba. La vida era continua. Ellos no sabían cuándo había comenzado, aunque podían trazar el curso retrospectivo de su evolución hasta llegar a la forma más simple de vida multicelular; su historia era un libro abierto. Sabían lo que la célula más simple había experimentado, y cómo habían reaccionado a su medio ambiente, y todas las impresiones sensitivas que las células habían experimentado formaban parte de la constitución de los Extranjeros.
No comprendían lo que Dod significaba con la muerte, pero se mostraron de acuerdo para investigar el fenómeno de la muerte. Comprendió la comprensión de los Extranjeros ahora que había conocido los horrores gemelos del hombre, el temor a la muerte y el temor a estar solo.
Era una cosa muy triste, le dijo Dod al Extranjero, descubrir que la única forma de vida que habían logrado encontrar a través de tantos milenios de búsqueda, era una raza de vida corta, que tenía que reproducirse constantemente y que además tenía miedo de estar solo.
—No solo —le recordó el Extranjero—. La existencia es ahora una cosa compartida. Podemos trabajar juntos. Aunque hayamos logrado el objetivo de ponernos en contacto con vuestra raza, todavía queda mucho por hacer... De momento el contacto total es imposible, según lo que usted dice.
—Creo que yo podría lograrlo —expuso Dod.
Parecía que eso era todo cuanto quedaba por decir. Como por común acuerdo, y como si hubiera mediado una señal convenida, se separaron.
Dod vio cómo el Sistema Solar se acercaba hacia él; después vio nubes pálidas sobre la fortaleza asiática y admiró la luz y los colores que las circundaban. Continuó bajando.
Capítulo cuarto
Dod se sentó. Tenía frío y sentía cansancio, y le irritó el ver a Scrimgouer roncando frente a él; pero le dejó continuar durmiendo.
Fue hacia el receptor, vio que había sido desconectado y reestableció el circuito. Inmediatamente la voz de Gompertz inundó la habitación, solicitando información con ansiedad.
Scrimgouer se acercó a él, desprovisto de toda fatiga.
—Ha llamado una docena de veces en una hora.
—Yo responderé.
—¡Lo consiguió! —gritó.
—¿No creía que lo haría?
—No. Pero la verdad es que lo consiguió. —Miró la cabeza de Dod—. Se ha ido —dijo—. El halo.
—Ya le explicaré más tarde. Ahora quiero ponerme a trabajar en las cartas del tiempo... averiguar lo ocurrido cuando el halo desapareció. Es algo que no logro discernir en este momento, pero estoy seguro de que la respuesta está en el tiempo de secuencia.
—¿Tuvo sensación del transcurso del tiempo en el estado somnoliento? —Scrimgouer se preparaba para tomar anotaciones profesionalmente.
—Después —tendrían todo el tiempo del mundo si conseguían vivir las siguientes horas.
—¿Se le ocurre alguna escala de comparación que nos dé idea de la distancia? —pidió casi implorante el hombre Psych. Pero Dod ya había entrado en comunicación con Gompertz.
—No, escúcheme —le dijo—. Primero, esto es lo que era la pantalla de los Extranjeros. Sí, era. Es un compuesto de sus propios impulsos de fuerza. No lo pueden evitar. Han estado tratando de ponerse en contacto con nosotros desde que llegaron. Y creen que llegaron no hace más de un día.
—¿El alcance de su vida es mayor que el nuestro? —dijo Gompertz entrando en conversación.
—Ellos no entienden qué es eso del alcance de la vida. Se limitan a continuar viviendo. Y ellos son todo uno, multicelular, pero compuesto.
—¿Apacibles?
—Son extraordinarios. Se alegraron mucho de encontrarnos.
—¿Y las pantallas ya no están?
—No. Han dejado de intentar ponerse en contacto con nosotros, de forma que ya no hay pantalla. Ahora depende de nosotros el entrar en contacto con ellos.
—¿Tecnológicamente están frente a nosotros?
—No en el sentido a que usted se refiere —repuso Dod.
—Mejores naves... más ligeras... —expuso Gompertz.
—No necesitan naves.
—Entonces poseen una tecnología mucho mejor —insistió Gompertz.
—No la necesitan.
Gompertz abandonó.
—¿Nos ayudarán?
—Ahora somos asociados. Vamos a investigar los mundos con ellos.
—¿Cómo?
—No lo sé todavía, mi campo de penetración es muy estrecho.
—¿Puedes volver a ponerte en contacto?
—Sí.
—¿Otros no?
—Tal vez. Usted debe saber lo que se propone. Pero creo que puedo hacerlo. Estoy trabajando en ello ahora.
—¿Algún medio directo de contactarlos?
—No.
—Podrían radiodifundir al Sistema —dijo Gompertz con grandes esperanzas.
—No es posible.
—Entonces tú deberás hacer la próxima radiodifusión. —Para ello la villa estaba bien equipada.
—De acuerdo. ¿Algo más? Querría dormir un poco...
—¿De qué otro modo pueden ayudarnos?
—En pequeñas cosas. Telepatía tal vez. Inmortalidad.
Gompertz intervino rápidamente:
—Me refiero a la situación presente.
—Ellos no podrían intervenir.
—Entendido. Tendremos que entendérnoslas con los Plag por nosotros mismos. Con suerte creo que podré inclinar a nuestro favor la batalla.
—¿Puedo dormir ahora?
—No. Tienes que pasar tu mensaje radiodifundido. Quédate ahí. Lo tendré escrito dentro de diez minutos.
No se hacía muchas ilusiones en la lucha que se avecinaba. Aun a pesar del Starbreaker, la contienda era muy desequilibrada. Al menor error las fuerzas del Plag les aplastarían.
Ajustó los controles, cargó las armas, verificó las pantallas. Después esperó a que Gompertz le diera las instrucciones.
—¿No hay noticias de la fortaleza asiática? —preguntó el presidente Salkind.
—No han quedado naves, Presidente. —El oficial Plag que se había convertido en el Almirante de la flota tras la presumida muerte del comandante del Starbreaker habló con deferencia:
—Hay alguna probabilidad de que podamos anular a Dod antes de que cometa el incalificable error —dijo Salkind.
—La flota de Plutón es bastante adecuada para ese empeño —le aseguró el nuevo Almirante. Había averiguado cómo anular a Dod, cuando el Error fue detectado por vez primera, y con la muerte de Getler había hecho saber sus deseos. Pero no al Presidente. Hubiera sido muy peligroso.
El oficial de comunicaciones le interrumpió. Él sabía cuándo las noticias eran importantes. El menor retraso en una información le podía costar la cabeza.
—Gompertz está hablando al Sistema, Presidente —informó—. Usted dio órdenes de que se le comunicara si así sucedía.
—Corten todos los receptores —gritó Salkind—. Que no lo oiga ninguna nave de la flota. Un receptor aquí. —El oficial corrió.
—¿Y yo? —preguntó el Almirante. Era mejor asegurarse.
—Usted quédese.
En la cabina la voz del Consejero se oía casi con perfección. No eran frases en latín, ni faltas de sinceridad. Era convincente.
—Lo que tanto habíamos esperado ha sucedido. Ya no hay pantallas Extranjeras alrededor de nuestro Sistema —anunció—. Hoy, el hombre que todos conocen por Dod, ha logrado al fin ponerse en contacto con los Extranjeros.
Hizo una pausa. Nadie habló.
—Son nuestros amigos —prosiguió.
El Almirante miraba con rostro inseguro a Salkind, con la cabeza rígida y estremecida por el terror. Buscó en su mente algo que atrajera al hombre más poderoso de la compañía.
Salkind no tenía nada que ofrecerle.
—Lo repetiré —continuaba la voz pictórica de emoción.
Salkind sacó el revólver y descargó un disparo tras otro sobre el receptor. Las sirenas de alarma sonaron y los guardias entraron.
—¡Ataque! —masculló Salkind. La pesada figura quedó inmóvil y en su ira el Presidente alzó su arma hacia el Almirante.
—¡Ataque! —repitió de nuevo con voz incoherente.
El Almirante puso lentamente en movimiento las armas del sistema de control.
Los guardias contemplaban fascinados el terrible espectáculo de violencia.
Por fin el Almirante habló:
—Todas las unidades —dijo—. ¡Ataque! —Después empezó a detallar el plan de batalla.
La enorme flota avanzaba hacia Venus.
El espacio se estremecía ante los motores masivos de la gran armada.
Ninguno se molestó en verificar el curso de la flota de Plutón, que sin que nadie se hubiera dado cuenta, había variado el rumbo.
Desde Venus salió la flota. En cabeza iba el Starbreaker, pero las naves que iban tras el poderoso jefe no daban un aspecto muy convincente.
El capitán de Combate se estremeció al ver la visión del enemigo que le ofrecían las pantallas.
Era una antigua y veterana nave de los Libertadores del Espacio, algo muy parecido a un bulldozer cósmico.
Todos sus músculos se contrajeron al ver la flota Plag que se dirigía hacia Venus.
La gran flota se hallaba a doce millones de millas de la Tierra.
El Almirante se había recuperado. Mientras que la fuerza principal de los rebeldes proseguía su viaje, la flota reserva de Plutón, después de reducir a la fortaleza asiática, caería sobre los rebeldes por el flanco.
El Plag se veía a sí mismo como un hombre de destino.
—¡Contacto! —oyó decir a la nave exploradora de cabeza. Después se hizo el silencio.
—¡El enemigo parece que nada teme de... —empezó a decir una segunda nave explorador que también quedó en silencio.
—Naves identificadas que... —quedó cortado un tercero.
—¡Comuniquen! —gritaba el Almirante. ¿Qué les estaría ocurriendo a los exploradores?
—Parece como si... —dijo otro dubitativo.
—Rehúsan... —dijo otro.
El Almirante separó una unidad pesada para acercarla a las naves.
El Starbreaker iba tras la gran flota que se dirigía hacia la concentración Venusiana.
El Almirante Plag no pudo contener un grito de alegría, y el frío rostro de Salkind quedó marcado por el placer. Los cruceros corrían hacia la muerte ávidos de matar.
De pronto, como una cometa de acero, el crucero Combate salió de su refugio tras un grupo de asteroides, y fue directamente hacia el corazón de la flota Plag, con todo su armamento escupiendo lenguas de fuego hacia la derecha y hacia la izquierda. Una nave, más rápida que otras, abandonó el espacio de batalla y se internó en los abismos de Martes, fuera del lugar de destrucción y muerte.
Sólo el Almirante, de entre los diez mil hombres de la flota Plag, había visto el peligro.
Entonces el Starbreaker hizo que las naves más ligeras siguieran al crucero. Un fuego deslumbrador salía de la enorme nave, y en diez segundos un número idéntico de naves habían sido consumidas. El pánico cundió entre dos otras naves que se estrellaron la una contra la otra.
El Starbreaker tenía que hacer frente a las naves que le seguían. No tenía velocidad suficiente para retroceder. No le quedaba más remedio que luchar o morir.
Los Venusianos morían gloriosamente.
Todavía quedaban ocho naves de batalla, y el Almirante de la flota las había alineado de forma que pudieran hacer fuego de una forma masiva y concentrada sobre el Starbreaker, pero su maniobra había abierto un hueco en las pantallas, y viendo su oportunidad, los Venusianos derribaron a dos de ellos. El capitán de Combate dirigió al Starbreaker hacia allí, dispuesto a intervenir en el momento más propicio. Suspiró aliviado. Esta era la situación ideal para el enorme potencial del arma solar del Starbreaker: todo un cúmulo de naves pesadas que se alejaban.
—Al máximo —ordenó—. Descarga cerrada.
El arma solar dejó de disparar tras un reducido lapsus de gloria que había convertido el espacio entre las naves Plag y el Starbreaker en un infierno de ira.
Dos cruceros divisaron el crucero de Combate y se lanzaron tras él. El final era inminente. Se dieron nuevas órdenes. Sobre el Starbreaker el capitán de Combate esperaba la muerte.
Reconciliado con su fe, observó la eficiente formación que constituían las naves de reserva de Plutón. Venían para matar después de haber neutralizado la fortaleza asiática. Se preguntó a sí mismo si podría derribar a un par de ellas con su armamento más ligero —¿torpedos?—. Si le quedaran un par de minutos más, el arma solar quedaría reparada, pero dos minutos de gracia estaban fuera de toda posibilidad.
Los hombres se debatían con ardor. No podía decirles que se detuvieran a pesar de que dentro de breves instantes las naves estarían sobre ellos.
—Sitúese tras el Starbreaker —ordenó el Almirante.
—Ya no podemos seguir, Presidente —le aseguró el Almirante—. Este es el final.
Salkind no le respondió, y el Almirante llegó al convencimiento de que nunca sería Director. Se conformaba con librar la cabeza.
—No se tiene conocimiento de la flota Plutón —dijo el oficial de comunicaciones.
—¡Sitúate tras el Starbreaker —ordenó el Almirante con energía.
A bordo del Starbreaker el capitán de Combate tenía grandes esperanzas. Unos segundos más.
—¡No se tienen noticias! —informó el oficial de comunicaciones.
—¡Se ha perdido el curso! —gritó el primer oficial.
—¡Vienen hacia nosotros!
Salkind había visto al grupo de la flota de reserva que se aproximaba.
—Pero, ¡por todos los demonios!, ¿qué es lo que están haciendo? —gritó el Almirante.
—¡Vienen hacia nosotros! —dijo incrédulo el primer oficial.
—¡Un motín! —gritó el Almirante tornándose lívido de rabia.
—¡Disparen contra el Starbreaker! —gritaba Salkind, que vio la suprema importancia de destruir aquel aparato.
El Almirante no le prestó atención:
—A todas las unidades —gritaba—. Acción independiente. Objetivo... la flota de Plutón. ¡Es un motín! —Toda intención de acabar con el Starbreaker se había borrado de su mente por el horror que había sentido de que sus propias naves se lanzaran contra él.
—¡Disparen sobre el Starbreaker, ahora! —insistía desesperadamente Salkind—. ¡Ahora! —vociferaba alzando el revólver hacia el oficial del puente.
—¡Un motín! —repetía el Almirante, con los ojos desorbitados.
Abandonando toda acción, el crucero de Combate se lanzó con el único fin de caer sobre la nave capitán de los Plag; pero era la sorpresa por la inesperada traición de la flota de Plutón lo que más mella había hecho en el corazón de los Plag. Una nave tras otra trataba de alejarse de la fuerza titánica de los estallidos del Starbreaker, pero las naves de Plutón siempre acudían para atajar el paso a los desertores. Las naves Plag se fueron disolviendo, una a una, convertidas en gases volátiles, o en el mejor de los casos quedaban abandonadas y perdidas en el espacio. Como unidad de combate la gran flota quedó desintegrada.
Llegó el fin cuando el Plag intentó alejarse abandonando el mando, mientras que el Presidente del Cuadro de Directores se debatía entre la vida y la muerte sobre un charco de sangre, después de haber sido atacado por la tripulación de la nave.
Pero el capitán de Combate había visto a la gran nave que se alejaba.
El arma solar disparó una vez al máximo, reduciendo a cenizas al Almirante muerto, a la amotinada tripulación y al moribundo y loco Salkind.
Había naves que trataron de rendirse, pero todavía no se había establecido ningún procedimiento para la rendición en el espacio, de forma que ardieron junto con las que habían preferido continuar luchando.
La victoria tuvo un precio muy alto.
De la flota Venusiana sólo sobrevivieron el Starbreaker y el crucero de Combate; más de la mitad de la flota de reserva de Plutón quedó destruida. Los vencedores volvieron hacia Venus.
Gompertz no hacía más que pedir noticias, pero el capitán de Combate le respondió inmediatamente. Él también tenía dos preguntas.
—Hemos ganado. Algunas de las naves no pueden ir más allá de Venus. Y ahora dígame: ¿cómo hizo para que las reservas de Plutón se unieran a nosotros?
—¡Inmediatamente! ¡Dígamelo! —Tiempo habría más tarde para escoger y sopesar las palabras.
—Mi querido Capitán... —La palabra de Dod lo hizo.
—¡No!
Sobre la pantalla del Starbreaker apareció una silueta que el capitán hacía mucho tiempo que no había visto. Cuando reconoció al hombre supo quien había lanzado a los Plag a luchar contra los Plag. Se apercibió entonces que durante toda la furia de la batalla el Almirante de Plutón no le había hablado, y que después su voz no había sido más que muy tenue.
—¡Van Gulik! —dijo.
—Desde luego —señaló Gompertz—, ¿quién otro podía ser?
—Incluso sin la radiodifusión de Dod, he conducido a la flota contra los Plag —dijo Van Gulik—. Ya hemos quedado hastiados de los Plag después de tantos años. Y Plutón ha sido el centro de la inquietud de los Plag durante una década.
—Pero las nuevas de Dod ayudaron mucho —señaló Gompertz—. Mi análisis de la situación fue que se debía crear un tercer factor, y que fuera decisivo. Estaba la rebelión, la ocupación del poder de Salkind y el efecto imponderable de nuestra inhibición cósmica.
—Eso podría haber servido —admitió Van Gulik.
—¿Tuvo muchos problemas? —preguntó el capitán de Combate.
Van Gulik asintió sin decir palabra. Si había habido oposición a su mandato, él la había sabido sofocar.
El capitán de Combate contempló la imagen de Gompertz. Lo que ahora tenía que preguntar le impresionaba.
—¿Ha sido destruida mucha parte de Venus?
—Tuvimos mucho cuidado del destacamento Plag —replicó Van Gulik—. Envié una de nuestras mejores naves.
—Naturalmente —dijo Gompertz. Su seguridad se le hacía irritante al capitán.
—¿Estaba usted seguro de que ocurriría? —le preguntó.
—¡Pues claro! Mi análisis...
—¿Lo había visto todo?
—No exactamente. Pero no me sorprendió. Ipso facto -dijo, y Van Gulik hizo una mueca— y fortiori presentium, las circunstancias requerían que...
—¿Sabe lo que pienso? —le interrumpió el capitán de Combate.
—Naturalmente —repuso Gompertz—. Usted cree que tuvimos suerte. ¿Y sabe usted lo que yo pienso?
—Usted también cree que tuvimos suerte —replicó Van Gulik.
—Sí —dijo Gompertz con reluctancia—, pero la suerte hay que saberla manipular.
En la primera reunión del Parlamento Interplanetario recientemente constituido, Gompertz, Dod, Van Gulik y el capitán de Combate asistieron como observadores. Todos habían rehusado a formar parte como miembros del Consejo: Gompertz porque argüía que prefería criticar antes que legislar; Dod, porque tenía mucho trabajo que hacer; Van Gulik, porque quería volver a su ocupación favorita, la construcción de naves estelares; y el capitán de Combate porque quería ayudarle.
Cohui fue unánimemente escogido primer Presidente. Toda su constitución esquelética parecía que iba a quebrarse de un momento a otro, aunque su figura no tenía nada de cómico. Había hablado del daño que el Sistema había sufrido en un principio, sin minimizar las tremendas devastaciones que las huelgas y los incendios habían causado.
—¿Pero qué crédito se nos ofrece? —Miró pausadamente alrededor de la inmensa asamblea—. Simplemente esto: volvemos a ser hombres. Hemos vivido todas nuestras vidas —e igual le ocurrió a nuestros padres y a los padres de éstos— bajo un régimen totalmente carente de naturalidad, donde el hombre no podía atreverse a pensar. Pero ahora sí que podemos pensar. Y podemos actuar también. —Sus maneras eran pausadas—. Podemos ir más allá de las estrellas.
Los delegados empezaron a aplaudir con fruición.
Hasta que Dod no recordó las precauciones del ingeniero Psych, Sliepchevik, no llegó a conjuntar cuantos datos le hacían falta para la perseveración de su estudio y el informe que debía presentar a Cohui.
Sliepchevik trabajó infatigablemente cuando descubrió la inadecuación, la sutil no coordinación matemática de los integrantes en las condiciones de que la nave había hallado la forma de volar con menos cantidad de fuel, pero una cosa seguía a otra, y acabó por descubrir el falseamiento del tiempo en el campo de Plutón. Sin embargo, estaba preocupado. ¿Sería capaz de continuar sus investigaciones?
—¡Hemos estado esperando dos centurias para esto! —dijo Cohui cuando lo oyó—. Piensa en el tiempo y en el dinero que hemos tenido que gastar para la creación de las Ruinas. Y su ingeniero quiere dinero, ¿no es eso, comandante Dod?
—No hay más que un modo de hacer frente a esta situación —dijo el ex Director de Marte que había sobrevivido y era ahora el representante de su planeta en el Consejo, testificando su indestructibilidad no sólo como hombre, sino como político.
—¿Y es? —preguntó Cohui.
—¿Cómo decíamos? —reflexionó el hombre—. ¡Ah, sí! ¡Aplastar todo el programa!
—La fuente total y absoluta de nueve planetas —manifestó Gompertz en voz alta, ya que su condición de observador no le impedía manifestar su consejo—. Una raza altamente civilizada y eficiente. ¿Y que se dirige hacia dónde? ¿Hacia dónde va? —Miró a los miembros del Consejo con sarcasmo—. A ponernos en contacto con una raza que quiere llevarnos a otras constelaciones para buscar nuevos mundos!
Dod pensó que no tenía razón. Gompertz presentaba el cuadro de una forma bastante anodina. Tal vez lo fuera.
El Consejo esperó sus palabras.
—¿Y merece la pena? —preguntaba Gompertz.
Nadie respondió.
—La única justificación que tenemos para hacer algo —el hombre diminuto, excéntricamente vestido decía—: la única justificación que tenemos para vivir siquiera, fue enunciada hace muchos miles de años, y por una raza mucho más civilizada que la nuestra, que podría añadir: ¿Quo Vadis?
Su instinto espectacular le dijo que tenía que hacer una pausa.
El Marciano dijo:
—¿Qué significa?
—¿A dónde vais?
—¿Y pues? —musitó Dod.
—Pues esto —dijo Gompertz poniéndose en pie—. Pues adelante. ¡Rápido!
El Consejo esperó y alguien empezó a aplaudir, pero el anciano aún no había terminado.
—Puesto que tenemos que ir hacia algún sitio, ¡vamos! Eso es todo cuanto podemos hacer.
No hubo aplausos, pero sus palabras habían causado un profundo impacto.
De pronto, Dod recordó el comentario que el Extranjero había hecho, medio en serio, medio en broma, y que en aquel momento le había tenido preocupado pero que después había olvidado.
—Eso dijeron ellos acerca de nosotros —les dijo Dod disculpándose por su interrupción.
—Oigámoslo —dijo Cohui.
Dod notó cómo los ojos enrojecidos de Gompertz le escrutaban con amplio sentido crítico; el resto del Consejo se volvió hacia él para escucharle. No pudo por menos que sonreír al recordar la alusión que el Extranjero había hecho acerca del comportamiento de la raza humana.
—Dijeron que lo que les gustaba de mí —de nosotros— era nuestro impulso. La forma que teníamos de lanzarnos hacia las cosas. Creen que somos como marionetas, y esa es la razón por la que les agradamos... porque somos una raza joven: ¡una raza de marionetas!
Y Dod no tenía la menor intención de ofender la dignidad de nadie. Más bien buscaba una solución para animar la carrera hacia las estrellas.
Las palabras de la abuela volvieron a él, aquellas palabras que a impulsos del corazón habían salido de un poeta olvidado. Pensó en recitarlas en voz alta, y recordó que cuando había sido Kinsella, había compartido en más de una ocasión los dos versos que sabía con sus amigos. Scrimgouer era uno de ellos. Se los podía decir a Gompertz, que sabría apreciarlos:
Más allá de los límites del pensamiento humano.
Para seguir el saber como una estrella fugaz.
El anciano los podría haber traducido al latín.
FIN