ANTTI TUOMAINEN
EL SANADOR
Para Anu
DOS DÍAS ANTES
DE NAVIDAD
1
¿Con qué me quedo: ¿con la certeza absoluta de que lo peor ya ha pasado, o con este temor que crece a cada instante? ¿Un derrumbe rápido o un desmoronamiento lento y doloroso?
La maniobra me hizo perder el equilibrio, me sacó del ensimismamiento en que me tenían sumido mis pensamientos, que fluían por sus propios derroteros, y me hizo levantar la mirada.
Unas llamas de un color entre amarillo y negro salían de una furgoneta que había chocado contra el contrafuerte de la pasarela peatonal del paseo marítimo de Sörnäinen. El vehículo, que se había partido en dos, parecía estar abrazando el contrafuerte como si se tratara de un enamorado suplicante. Ninguno de los coches que pasaban a su lado reducía la velocidad lo más mínimo, y mucho menos se detenía: cambiaban rápidamente de carril tratando de alcanzar cuanto antes el más alejado para apartarse lo más posible del vehículo ardiendo.
Lo mismo hizo el autobús en el que iba sentado.
Me desabroché el chubasquero, que estaba chorreando a causa de la lluvia; en el bolsillo interior encontré un paquete de Kleenex y, a pesar de tener los dedos agarrotados por el frío, conseguí sacar un pañuelo y me sequé la cara y el pelo. Se empapó rápidamente, hice un rebujo y lo guardé en el bolsillo. Sacudí las gotas del faldón del chubasquero en el exiguo espacio entre la pared y mis rodillas y saqué el móvil del bolsillo de los vaqueros. Una vez más intenté llamar a Johanna.
Seguía sin poder conectar con su número.
El túnel de metro estaba cerrado entre Sörnäinen y Keilaniemi debido a una inundación. El tren se había quedado detenido en el barrio de Kalasatama, donde tuve que estar esperando el autobús unos veinte minutos bajo el diluvio.
El vehículo en llamas había quedado atrás y volví de nuevo a prestar atención a las noticias de la pantalla situada sobre la cabina de cristal blindado del conductor: las zonas meridionales de España e Italia habían sido oficialmente abandonadas a su suerte. En Bangladesh, que se estaba hundiendo en el mar, se había desatado una epidemia de peste, que amenazaba con extenderse por toda Asia. La disputa entre la India y China por las reservas de agua del Himalaya estaba empujando a los dos países a entrar en guerra. Después de que Estados Unidos cerrara su frontera con México, los cárteles de la droga habían contestado con misiles: sus objetivos eran Los Ángeles y San Diego. Era imposible sofocar el incendio forestal del Amazonas, ni siquiera tratando de dinamitar nuevos cauces para el río con el objeto de aislar la zona del incendio.
Guerras y conflictos armados en curso en la Unión Europea: trece, la mayoría en zonas fronterizas.
Estimación sobre la cantidad de refugiados por causas climáticas en el mundo: de 650 a 800 millones de personas.
Advertencias de pandemias: H3N3, malaria, tuberculosis, Ébola, peste.
Y, para finalizar, una noticia ligera: la recién elegida Miss Finlandia creía que para la primavera todo iría mucho mejor.
Volví a mirar la lluvia que continuaba cayendo sin cesar desde hacía varios meses. El diluvio había comenzado a principios de septiembre y desde entonces solo se había detenido unos pocos instantes. Las zonas marítimas, al menos Jätkäsaari, Kalasatama, Ruoholahti, Herttoniemenranta y Marjaniemi, habían quedado bajo el agua en repetidas ocasiones, y muchos de sus habitantes se habían dado por vencidos definitivamente y habían abandonado sus casas.
Las viviendas no permanecían vacías por mucho tiempo. Incluso enmohecidas, húmedas y parcialmente inundadas les servían a cientos de miles de refugiados que habían llegado al país. Por las noches, los barrios anegados y sin electricidad brillaban gracias a los fuegos que se hacían para cocinar y a las relucientes y altas hogueras.
Me bajé del autobús en la plaza de la estación de ferrocarriles. Habría sido más corto atravesar el parque de Kaisaniemi, pero decidí rodear la estación por Kaivokatu. No había suficientes agentes de policía para mantener vigilados al mismo tiempo las calles y los parques. Caminar cerca de la estación suponía estar esquivando continuamente a la ingente masa humana que se movía por allí. La gente, presa del pánico, abandonaba la ciudad y viajaba en trenes repletos hacia el norte con todas sus pertenencias en una mochila o en una maleta.
Delante de la estación había varias personas inmóviles envueltas en sacos de dormir bajo unos toldos de plástico. Resultaba imposible adivinar si estaban de paso o vivían allí. El brillante resplandor que arrojaban los altos postes de focos se mezclaba a la altura de los ojos con los gases que salían de los tubos de escape y el reflejo amarillento de las farolas, así como con los rojos, azules y verdes chillones de los letreros publicitarios.
El edificio de Correos estaba medio quemado y aguantaba en pie frente a la estación como si fuera un esqueleto gris y negro. Pasé de largo mientras intentaba de nuevo contactar con Johanna.
Llegué al edificio Sanomatalo, la sede principal del diario Helsingin Sanomat, hice cola durante un cuarto de hora para pasar el control de seguridad, entregué mi cartera y mi teléfono, me quité el chubasquero, los zapatos y el cinturón, y volví a ponérmelos antes de dirigirme al mostrador de recepción.
Le pedí a la recepcionista que llamara al jefe de Johanna; él, por alguna razón, no había contestado a mis llamadas. Había visto a aquel hombre en alguna ocasión, y pensé que si la llamada procedía del interior de su propio edificio contestaría inmediatamente, y que cuando supiera quién era yo me dejaría contarle mi historia.
La recepcionista era una mujer de unos treinta años y ojos gélidos; a juzgar por su pelo corto y sus gestos controlados, debía de haber sido soldado, y ahora, con un arma en el cinto, vigilaba para que la integridad del último periódico del país permaneciera intacta.
Me miró a los ojos al tiempo que hablaba al aire.
—Un hombre que se identifica como Tapani Lehtinen... He verificado su identidad... Sí... Un momento.
La mujer me hizo una señal con la cabeza, un movimiento que fue más bien como un hachazo.
—¿Qué desea?
—No consigo comunicar con el móvil de mi mujer, Johanna Lehtinen.
2
Casualmente, había conservado la última conversación telefónica que había mantenido con Johanna y la conocía de memoria:
—Hoy me quedaré trabajando hasta tarde —comenzó Johanna.
—¿A qué te refieres con «tarde»?
—Probablemente trabajaré toda la noche.
—¿Trabajarás en la redacción o fuera?
—Ya estoy fuera. Me acompaña un fotógrafo. No te preocupes. Hablaremos con la gente, no nos apartaremos.
Murmullo, ruido de coches, murmullo, un estrépito bajo y, de nuevo, un instante más de murmullo.
—¿Sigues ahí? —me preguntó Johanna.
—¿Adónde podría ir? Estoy en mi mesa.
Una pausa.
—Estoy orgullosa de ti —me contestó Johanna—. Porque sigues resistiendo.
—Tú también lo haces —le dije.
—Puede que sí —dijo de pronto en voz baja, casi murmurando.
—Te quiero. Vuelve a casa sana y salva.
—Por supuesto —dijo Johanna en un susurro, y las palabras brotaron rápidamente, casi sin pausa—. Nos veremos por la mañana como muy tarde. Te quiero.
Murmullo. Un ruido seco. Un chasquido suave. Silencio.
3
Lassi Uutela, el redactor jefe, llevaba una barba de dos días de color gris azulado, su cara aparentaba unos cuarenta años y sus ojos traslucían una irritación que no sabía o no quería disimular.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron en la quinta planta encontré a Lassi parado frente a mí. Llevaba una camisa negra, por encima de ella, un fino jersey gris, unos vaqueros oscuros y zapatillas de deporte. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, pero al acercarme a él los descruzó con manifiesto esfuerzo.
Los rasgos menos halagadores de Lassi Uutela —la envidia hacia los redactores mejores que él, la costumbre de zafarse de la responsabilidad, el rencor y la necesidad de llevar siempre la razón en todo— me resultaron naturalmente familiares por lo que Johanna me había transmitido. Las opiniones de Johanna y Lassi sobre la labor de los redactores y la línea del diario habían chocado últimamente, cada vez con más frecuencia. Las olas producidas por estos choques también habían llegado hasta nuestra casa.
Nos dimos un rápido apretón de manos y nos presentamos, a pesar de que ambos sabíamos quién era el otro. Por un instante me sentí como un actor representando una mala obra de teatro. Lassi se dio la vuelta nada más soltarme la mano y con un roce de la yema del dedo abrió la puerta. Le observé caminar: parecía como si estuviera enojado y lanzara patadas al aire mostrando su descontento conforme avanzaba. Llegamos al fondo de un largo pasillo donde tenía su despacho esquinero de unos pocos metros cúbicos.
Se sentó en una silla de respaldo alto detrás de su mesa y me hizo una señal, de nuevo con absoluta desgana, para que me sentara en la única silla disponible para las visitas, una especie de taza blanca de plástico.
—Pensaba que Johanna estaría hoy en casa trabajando —me dijo Lassi.
Negué con la cabeza.
—A decir verdad, esperaba encontrar a Johanna por aquí.
Ahora le tocó a Lassi el turno de negar con la cabeza. Su gesto resultó impaciente y seco.
—La última vez que vi a Johanna fue ayer en la reunión de redacción, siempre comenzamos a las seis. Como hacemos habitualmente, estuvimos repasando las tareas en curso, y después cada cual se marchó por su lado.
—Hablé con Johanna ayer por la noche, sobre las nueve.
—¿Dónde estaba en ese momento? —preguntó Lassi con desinterés.
—Fuera del periódico —le dije, y después de hacer una pequeña pausa añadí más despacio—: Solo que no caí en la cuenta de preguntarle dónde.
—¿O sea que lleva aproximadamente un día sin tener noticias de ella?
Asentí al tiempo que observaba a Lassi. Su postura aburrida, reclinado hacia atrás, el falso gesto de su cara y las pausas que hacía entre palabras revelaban lo que realmente estaba pensando: que le estaba haciendo perder su tiempo.
—¿Qué quiere decir? —le pregunté como si no hubiera sido capaz de descifrar el lenguaje corporal de Lassi.
—Nada, solo estaba pensando si esto no habría ocurrido ya anteriormente —respondió.
—No. ¿Por qué?
Lassi frunció el labio inferior y enarcó las cejas, como si cada una de ellas pesara una tonelada y tuviera que recibir una recompensa por moverlas. Entonces dijo:
—Por nada. Simplemente en estos tiempos... ocurren muchas cosas.
—A nosotros, no —le dije—. Es una larga historia, pero a nosotros no nos ocurren.
—Por supuesto que no —dijo Lassi en un tono que no convencía por su sinceridad. Tampoco se molestó en mirarme a los ojos—. Por supuesto que no.
—¿En qué estaba trabajando? —le pregunté.
Lassi no contestó inmediatamente, sopesó el lápiz en su mano y quizá alguna otra cosa en su cabeza.
—¿En qué asunto? —pregunté de nuevo cuando vi que Lassi no estaba dispuesto a empezar por voluntad propia.
—El asunto, además de estúpido, es confidencial, pero sobre todo es estúpido —dijo Lassi apoyando los codos en la mesa; en aquel momento me estaba mirando desde abajo de soslayo, como queriendo sopesar mi reacción.
—Claro —respondí, y me quedé esperando.
—Trabajaba en el asunto sobre el tipo ese al que llaman el Sanador.
Puede que diera un respingo en ese momento; Johanna me había hablado del Sanador.
Johanna había recibido el primer e-mail inmediatamente después del asesinato de una familia en Tapiola. El Sanador, un simple seudónimo, asumía la responsabilidad de los asesinatos. Advertía que se estaba vengando en nombre de la gente común, anunciaba que él era la última voz de la verdad en el mundo, un mundo que se estaba encaminando hacia su propia destrucción, y que él era el sanador de ese mundo enfermo. Por eso había asesinado al director general de una compañía industrial y a toda su familia. Y por eso en el futuro asesinaría a todos aquellos que, según él, estaban contribuyendo a acelerar el cambio climático. Johanna avisó a la policía. La policía inició una investigación e hizo lo que pudo. En aquel momento, el número de directores generales, políticos y familiares asesinados ascendía a nueve.
Respiré hondo. Lassi alzó los hombros y pareció satisfecho con mi reacción.
—Le advertí que eso no la conduciría a nada —me dijo Lassi, y no pude evitar percibir un deje triunfal en su voz—. Le dije a Johanna que ella no podría averiguar nada que la policía no pudiera. Y que nuestros lectores, que rápidamente iban reduciéndose en número, no querían leer algo así. Es deprimente. De sobra saben ya que todo se está yendo a la mierda.
Me giré para mirar hacia fuera, a la oscuridad sobre la bahía de Töölö. Sabía que por allí había algunos edificios, pero no podía verlos.
—¿Estaba trabajando Johanna actualmente en ese asunto? —le pregunté inmediatamente después de haber estado escuchando durante suficiente tiempo nuestra respiración y la del edificio.
Lassi se echó hacia atrás en su silla, apoyó la cabeza en el respaldo y me miró con los ojos entornados, como si yo estuviera lejos, en el horizonte, y no al otro lado de su estrecha mesa.
—¿Por qué?
—Johanna y yo siempre estamos en contacto —le expliqué.
A esas alturas ya sabía que Lassi no tenía ningún interés. Pensé que repetir las cosas a veces perseguía un objetivo distinto a tratar de convencer al otro.
—No quiero decir con ello que sea constantemente. Pero sí que solemos enviarnos mensajes o correos electrónicos al menos cada pocas horas. Incluso aunque no tengamos nada especial que decirnos. La mayoría de las veces tan solo un par de palabras. Algo divertido, en ocasiones algo cariñoso. Es nuestra costumbre.
Acentué intencionadamente mi última frase. Lassi escuchaba con la cabeza apoyada, inmutable, y, si mi interpretación no era equivocada, completamente carente de interés.
—Llevo un día sin saber nada de ella —continué, y me di cuenta de que estaba dirigiendo mis palabras a mi imagen reflejada en la ventana de la habitación—. Es el tiempo más largo en los diez años que llevamos juntos.
Hice una pausa antes de seguir expresando todos los tópicos y al mismo tiempo sin preocuparme de ellos.
—Estoy seguro de que le ha ocurrido algo.
—¿Cree que le ha podido ocurrir algo malo? —preguntó Lassi después de hacer la consabida pausa de unos pocos segundos.
Este tipo de pausas solo tenían una finalidad: socavar la pregunta del otro y hacer que todo lo que dijera a continuación sonara estúpido o superfluo.
—Sí —respondí secamente.
Por un momento, Lassi no dijo nada. Luego se inclinó hacia delante, esperó y continuó hablando.
—Supongamos que así fuera. ¿Qué piensa hacer?
No tuve que fingir que me lo pensaba. Respondí inmediatamente:
—No merece la pena dar parte de su desaparición. La policía no puede hacer nada más que tomar nota. Sería la desaparición número cinco mil veintiuno.
—Es cierto —admitió Lassi—. Y un día no es mucho tiempo.
Levanté la mano como queriendo rechazar también físicamente esa observación.
—Como ya le he dicho, estamos continuamente en contacto. Y para nosotros un día es mucho tiempo.
Lassi no necesitaba ahondar mucho para sacar su irritación. Al mismo tiempo que su voz subía de volumen, esta adquiría una tonalidad más tensa y hablaba más rápidamente.
—Nosotros tenemos redactores que trabajan durante una semana sobre el terreno. Después vuelven con el artículo. Esto funciona así.
—¿Ha estado alguna vez Johanna realizando trabajo de campo durante una semana sin ponerse en contacto con usted?
Lassi sostuvo mi mirada, tamborileando con los dedos sobre el reposabrazos, y después frunció los labios.
—Tengo que admitir que no.
—Simplemente, no es su estilo —añadí.
La impaciencia de Lassi se manifestaba ahora en todo su cuerpo. Se retorcía en la silla y hablaba aceleradamente, como si tuviera prisa y quisiera asegurarse de llevar la razón.
—Escúcheme, Tapani, nosotros tratamos de hacer un periódico. En la práctica no tenemos ingresos por anuncios, y la regla general es que a nadie le interesa nada en particular. Excepto, naturalmente, el sexo y la pornografía, o los escándalos y las revelaciones relacionadas con el sexo y la pornografía. El periódico de ayer vendió más que ningún otro en mucho tiempo. Y no incluíamos ningún reportaje que analizara en profundidad el asunto de las miles de cabezas nucleares desaparecidas, ni tampoco era periodismo de investigación sobre cuánto tiempo permanecerá todavía potable el agua del grifo. Que, dicho sea de paso y según mis cálculos, será media hora más o menos. Ayer, nuestra principal noticia era el vídeo zoofílico de una supuesta cantante. Eso es lo que la gente quiere, para eso pagan.
Lassi respiró hondo y continuó, como si eso fuera posible, con una voz más tensa y exasperada que antes.
—Luego tengo redactores, como por ejemplo Johanna, que quieren contar la verdad. Siempre les pregunto qué es la jodida verdad. Y no pueden darme una respuesta en condiciones. Excepto, naturalmente, que la gente tiene que saber. Y yo les pregunto si realmente la gente quiere saber. Sobre todo, si están dispuestos a pagar para saber más.
Cuando estuve seguro de que Lassi había acabado, le pregunté:
—¿De modo que ahora solo escriben sobre cantantes que no saben cantar y caballos?
Lassi me miró de nuevo desde la distancia, desde ese lugar donde los idiotas ignorantes como yo tenían prohibida la entrada.
—Ahora tratamos de sobrevivir —dijo secamente.
Permanecimos un rato en silencio. Luego Lassi abrió de nuevo la boca:
—¿Puedo preguntarle algo?
Asentí.
—¿Todavía continúa escribiendo esos poemas suyos?
Me lo esperaba. Lassi no podía resistirse a la tentación. Su pregunta contenía el germen de la pregunta siguiente. Su intención era demostrar que me encontraba en el camino equivocado tanto en el asunto relacionado con Johanna como en todo lo demás. Vale. Por qué no. Decidí darle a Lassi la oportunidad de continuar en la línea que había elegido. Le contesté diciendo la verdad.
—Sí.
—¿Cuándo fue la última vez que publicó?
No necesitaba pensar la respuesta.
—Hace cuatro años —contesté.
Lassi no preguntó nada más; me miró con sus ojos enrojecidos, satisfecho de haber comprobado que su teoría había resultado ser correcta. Yo no quería continuar con aquel tema. Habría sido perder el tiempo.
—¿Puedo ver el lugar dónde se sienta Johanna? —le pregunté.
—¿Por qué?
—Me gustaría echar un vistazo a su sitio.
—En una situación normal no lo permitiría —dijo Lassi, y pareció perder hasta el último vestigio de interés por aquel asunto. Echó un rápido vistazo a la espaciosa redacción, de la cual tenía una vista directa a través de la pared acristalada—. Pero creo que ya no se puede hablar de una situación normal, y la oficina está vacía. De modo que adelante.
Me puse en pie y le di las gracias, pero Lassi ya se encontraba mirando su pantalla, tecleando concentrado, como si en realidad quisiera estar en otra parte.
Me resultó fácil encontrar la mesa de Johanna, en el lado derecho del gran espacio abierto. Mi propio retrato me condujo hasta el lugar.
Algo se conmovió en mi interior cuando eché un vistazo a aquella foto de hace unos años, e imaginé a Johanna mirándola. ¿Vería ella en mis ojos el mismo cambio que estaba viendo yo?
Su escritorio estaba ordenado a pesar de las altas pilas de papeles. El ordenador portátil estaba cerrado en el centro de la mesa. Me senté ante ella y miré a mi alrededor. En la oficina había más de diez módulos de los conocidos como trébol de la suerte, porque en cada uno trabajaban cuatro personas. La mesa de Johanna dentro de su módulo estaba en el lado más próximo a la ventana, y tenía también una vista directa del despacho de Lassi. O, en realidad, solo de la parte superior, porque la inferior quedaba tapada por las cajas de papeles amontonadas contra la pared. El paisaje que se divisaba por la ventana no era mucho mejor. El tejado convexo de Kiasma, el museo de arte moderno, había sido reparado muchas veces y se veía lleno de parches, y bajo la lluvia parecía un gran barco naufragado: negro, desvencijado, encallado.
Al tocar la superficie de la mesa se notaba fría, pero enseguida se humedeció bajo la palma de mi mano. Eché un vistazo hacia el despacho de Lassi Uutela y luego a mí alrededor. El lugar estaba desierto. Metí rápidamente el ordenador en mi cartera.
En el escritorio había decenas de notas adhesivas. Algunas tenían solo un número de teléfono o un nombre y una dirección; otras estaban llenas de anotaciones escritas con la delicada y precisa caligrafía de Johanna.
Revisé las notas una a una. Entre las últimas había una que me llamó la atención: «S — Oeste-Este / Norte-Sur», y luego dos listas de barrios: «Tapiola, Lauttasaari, Kamppi, Kulosaari» y «Tuomarinkylä, Pakila, Kumpula, Töölö, Punavuori», con fechas al lado.
La «S» probablemente se referiría al Sanador. Metí la nota en mi bolsillo.
Luego revisé las pilas de papeles. La mayor parte eran material para reportajes que Johanna ya había escrito: los artículos sobre las plantas nucleares de Rusia supuestamente cerradas, sobre la disminución de los ingresos fiscales del Estado y sobre el abrupto descenso en la calidad de los alimentos.
Una de las pilas contenía únicamente material sobre el Sanador. También estaban todos los correos electrónicos impresos. Johanna había hecho sus propias anotaciones en los papeles, y en algunos casos lo que había escrito casi tapaba el texto original. Metí todo el montón de papeles en mi cartera sin leerlos, me levanté y me quedé mirando el escritorio desierto. Era como cualquier otro escritorio de oficina, impersonal e imposible de distinguir entre millones semejantes. Sin embargo, esperaba que pudiera contarme algo, algo que me revelara lo que había ocurrido. Aguardé un momento, pero la mesa de oficina seguía siendo solo eso: una mesa de oficina.
Había pasado un día desde la última vez que Johanna había estado sentada allí.
Y ahora también estaría sentada allí, si no le hubiera ocurrido algo malo.
No podía explicar por qué estaba tan seguro de ello. Me resultaba tan difícil como explicar la conexión que existía entre nosotros. Sabía que si Johanna hubiera tenido la más mínima posibilidad, me habría llamado.
Di un paso para alejarme de la mesa sin poder apartar la vista de los papeles de Johanna, su caligrafía, los pequeños objetos del escritorio. Entonces me acordé de algo.
Volví a la puerta del despacho de Lassi Uutela. No se había percatado de mi presencia, de modo que di unos pequeños golpecitos en la jamba de la puerta. Sonó a plástico bajo mis nudillos. Me sorprendió el ruido fuerte y hueco. Lassi detuvo el rápido movimiento de sus dedos sobre el teclado, dejó las manos suspendidas en el aire y movió la cabeza. La irritación en sus enrojecidos ojos no parecía haber disminuido.
Le pregunté el nombre del fotógrafo que acompañaba a Johanna, aunque casi podía adivinarlo.
—Gromow —me respondió Lassi con un gruñido.
Sabía quién era ese hombre, claro. Incluso lo había visto en algunas ocasiones. Era alto, moreno, apuesto. Según Johanna, era una especie de donjuán, que estaba obsesionado con su trabajo, y probablemente también con todo lo que hacía. Johanna tenía en gran estima la profesionalidad de Gromow y le gustaba colaborar con él. Habían pasado mucho tiempo juntos, trabajando tanto aquí como en el extranjero. Si alguien tenía alguna información sobre Johanna, ese era Gromow.
Le pregunté a Lassi si había visto a Gromow. Lassi captó inmediatamente a qué me refería. Cogió el teléfono, marcó el número y esperó un rato, y luego estampó de nuevo el auricular sobre el aparato.
—¿No puede contactar con él? —le pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
Lassi hizo un gesto negativo con la cabeza y después la sacudió, puso las manos sobre el reposabrazos, apoyó la cabeza en el respaldo y alzó la vista hacia el techo, puede que hacia los tubos de aire acondicionado o puede que hacia el cielo.
—Qué mundo más jodido —dijo en voz baja.
4
De camino a casa, las preguntas que me había hecho Lassi sobre si seguía escribiendo continuaban rondándome por la cabeza. No le había dicho lo que pensaba, no quería hacerlo. Lassi no era la persona con quien me hubiera gustado sincerarme o en la que se pudiera confiar más de lo estrictamente necesario. Sin embargo, ¿qué podría haber dicho? ¿Qué razones podría haber esgrimido para justificar una actividad que carecía de futuro? Tendría que haberle dicho la verdad.
Para mí, seguir escribiendo era seguir viviendo. Y no seguía viviendo o escribiendo porque imaginara que iba a encontrar lectores. La gente trataba de salvarse día tras día, y la poesía tenía muy poco que ver en ello. La razón para continuar era puramente egoísta.
Escribir había conferido a mis días una forma, una rutina. Las palabras, las frases, las líneas cortas, habían proporcionado a mi vida un orden que había desaparecido de la vida en general. Escribir significaba que el frágil hilo entre el ayer, el hoy y el mañana todavía no estaba roto del todo.
Durante el camino de vuelta a casa traté de leer los papeles de Johanna. Sin embargo, no podía concentrarme en nada por culpa de las latas de cerveza y demás desperdicios que rodaban de un lado a otro del autobús. Quienes los tiraban eran jóvenes borrachos que no suponían un peligro real para el resto de los viajeros, pero aun así resultaba molesto. El ambiente de las rutas nocturnas era muy diferente, especialmente aquellas en las que no había vigilantes.
Me bajé del autobús en la estación de metro de Herttoniemi. Di un rodeo para alejarme de un grupo de cabezas rapadas borrachos —decenas de calvas brillando por la lluvia y los tatuajes—, esquivé a los pertinaces mendigos que patrullaban delante de las tiendas, y me encaminé a través de la noche oscura en dirección a mi casa. La lluvia había cesado y el fuerte viento parecía no decidirse en qué dirección soplar. Las rachas iban de aquí para allá aferrándose a todo con sus potentes garras, incluidos los brillantísimos focos de seguridad fijados a las paredes de las casas, haciendo que, en la oscuridad de la noche, estas también parecieran mecerse. Caminando presuroso, dejé atrás la guardería que, después de haber sido abandonada por los niños, había sido cubierta de pintadas por algunos transeúntes y finalmente alguien le había prendido fuego. La iglesia, al otro lado del cruce, era un refugio de emergencia para gente sin hogar, y en aquel momento parecía estar repleta: el vestíbulo, anteriormente luminoso, se hallaba en penumbra a causa de la enorme cantidad de gente que albergaba en su interior. Al cabo de unos minutos, giré para acceder al camino comunitario de nuestro edificio.
El tejado de la casa de enfrente, que había sufrido graves desperfectos a causa de las tormentas del otoño, seguía sin repararse, y las viviendas del último piso estaban a oscuras. Lo mismo le esperaba a nuestro bloque y a miles de edificios más. No habían sido diseñados para sufrir continuas tormentas o para rachas de lluvias que duraban medio año. Y cuando comprendimos que los vientos y las lluvias habían llegado para quedarse, ya era demasiado tarde. Nadie tenía dinero ni interés en reparar las casas, en las que resultaba muy incómodo, y en poco tiempo quizá imposible, vivir, debido a los cortes en el suministro de electricidad y de agua.
El cierre electrónico de la puerta de la calle reconoció mi tarjeta y la puerta se abrió. Durante los cortes de electricidad usaba la vieja llave de ranuras. Estos objetos tendrían que ser innecesarios, formar parte ya de la historia, pero, como muchas otras cosas calificadas de reliquias, eran capaces de algo que las más modernas no podían hacer: funcionar.
Traté de encender la luz del pasillo, pero el interruptor táctil estaba de nuevo estropeado. Subí a oscuras a la segunda planta con la ayuda de la barandilla, llegué hasta nuestra puerta, abrí los dos cierres de seguridad y el cierre normal, desconecté el sistema de alarma e instintivamente tomé aliento.
El olor de la vivienda lo contenía todo: el café de la mañana, el perfume rápidamente atomizado, el jabón con aroma a pino de las alfombras lavadas el verano anterior, los largos días de fiestas navideñas, el sillón que compramos juntos y todas y cada una de las noches pasadas con la persona amada. Estaban todos ellos concentrados en el mismo olor, y se amalgamaban en mi mente aunque la casa hubiera sido ventilada un millar de veces. El olor me resultaba tan familiar que a punto estuve de decir instintivamente que ya estaba en casa. Pero no había nadie que me oyera.
Llevé la cartera a la cocina y puse los papeles y el portátil sobre la mesa. Calenté la terrina de verduras que Johanna había preparado durante el fin de semana y me senté a comer. En algún lugar, un par de plantas más arriba, vivían unos auténticos devotos de la música. El ritmo era tan bajo y regularmente repetitivo que podría llegar a creerse que continuaría así eternamente y que nada, salvo una intervención extrema, podría detener su avance.
Todo lo que veía sobre la mesa, todo lo que degustaba en la boca y todo lo que me venía a la cabeza reforzaba mi temor de que algo malo había ocurrido. Tragar me resultaba muy difícil por el nudo que tenía en la garganta, y de repente sentí un peso en el pecho y el abdomen que me obligaba a concentrarme únicamente en respirar.
Empujé el plato a un lado y encendí el portátil de Johanna. El murmullo del aparato y el resplandor de la pantalla llenaron la pequeña cocina. Lo primero que vi fue la imagen del salvapantallas: Johanna y yo durante nuestra luna de miel hacía diez años.
El nudo en la garganta se hizo más grande.
En primer plano estábamos nosotros dos, más jóvenes en muchos sentidos: sobre nuestras cabezas se veía aquel cielo azul del sur de Europa que casi se podía rozar con los dedos, a nuestra espalda el Ponte Vecchio de Florencia, y a los lados parte del ancestral y desigual muro de una casa y el cartel dorado de una cafetería situada a la orilla del río, casi ilegible por la deslumbrante luz del sol.
Contemplé los sonrientes ojos de Johanna, mirando de frente —expuestos a la brillante luz de abril, reflejaban tonos de verde y azul—: después me fijé en su boca, un poco ancha y de dientes blancos y regulares, y en las incipientes y pequeñísimas arrugas que comenzaban a formarse en el rabillo de sus ojos, y en el pelo corto y rizado que enmarcaba su rostro como una guirnalda estival.
Abrí en la pantalla las carpetas de su escritorio.
Dentro de una de ellas, denominada como «Nuevas» encontré una subcarpeta con el nombre de «S». Reparé en que estaba en lo cierto: la «S» significaba Sanador. Eché un vistazo a los documentos que contenía. Se trataba en su mayor parte de archivos de texto de Johanna y copias de correos electrónicos, el resto eran vídeos de noticias, enlaces y artículos de otros periódicos. El archivo más reciente tenía fecha del día anterior, y lo abrí con un clic.
El texto parecía bastante acabado. Seguramente Johanna utilizaría la mayor parte para su artículo definitivo. Cuando pudiera escribirlo, me recordé a mí mismo.
El texto comenzaba con una descripción del asesinato de la familia de Tapiola. Una familia de cinco miembros había sido asesinada de madrugada y alguien que usaba el seudónimo del Sanador se había atribuido la matanza. Según las investigaciones, el último en morir había sido el padre: el director general de una gran empresa alimenticia y defensor de la industria cárnica, que había tenido que presenciar, atado de pies y manos y con la boca amordazada con cinta adhesiva, cómo su mujer y sus tres hijos pequeños eran fríamente ejecutados con un disparo en la cabeza. Finalmente, el padre también había sido asesinado de un disparo en medio de la frente.
Johanna había entrevistado al encargado de la investigación policial, a un representante del Ministerio del Interior y al de una empresa privada de vigilancia. El artículo contenía un extenso llamamiento de Johanna dirigido a la policía, a la opinión pública y a aquel que se hacía llamar Sanador.
También encontré un gráfico y un plano elaborados por Johanna, con las fechas de los asesinatos y los lugares en que se habían producido, junto con las fechas de recepción de los correos electrónicos y el contenido básico de los mensajes. Todo esto estaba relacionado con la nota adhesiva, que ahora volví a mirar: Oeste-Este o Norte-Sur. En el plano se podía ver claramente cómo los asesinatos habían avanzado cronológicamente, primero de oeste a este y luego de norte a sur.
A juzgar por los extractos de los mensajes recogidos por Johanna, el contenido de los correos se volvía cada vez más sombrío a medida que avanzaban hacia el sur. En algunos correos había también un rasgo sorprendentemente personal: se dirigía a Johanna por su nombre de pila, elogiaba su manera «honesta e incondicional» de hacer periodismo e incluso creía que Johanna entendería la necesidad de este tipo de acción extrema.
Hasta el momento, el último mensaje había llegado un día después de los asesinatos de Punavuori. Los cuatro miembros de una familia —el padre, propietario y director general de una gran empresa automovilística, su mujer y sus dos hijos de diez y doce años— habían sido encontrados muertos en su casa. Sin el correo electrónico, el caso habría sido considerado como suicidio colectivo, algo que se producía todas las semanas. La teoría del suicidio también vino servida en bandeja por el hecho de que en la mano del padre de familia se había encontrado un arma de gran calibre, con la cual se habían cometido los asesinatos.
Después llegó el mensaje del Sanador. En el mensaje se mencionaba la dirección, Kapteeninkatu 14, y pedía que se investigara el caso con más detenimiento.
Cuando así se hizo, se averiguó que el arma había estado en la mano del padre, pero que alguien le había ayudado a apuntar y a disparar. Así pues, el padre había sentido en su mano y en su cuerpo cada uno de los disparos, y había visto y oído cómo sus propios hijos morían a causa de las balas de la pistola que él sostenía en la mano.
El último mensaje había sido escrito de forma descuidada y apresurada: presentaba errores tanto gramaticales como de contenido. Y ya no presentaba ningún argumento que justificara los hechos en absoluto.
Me levanté y fui hacia la terraza, y allí me quedé durante un buen rato. Respiré hondo el aire fresco, tratando de librarme de la roca invisible que se había instalado en mi pecho. La roca se hizo más liviana, pero no conseguí que se alejara rodando.
Nos habíamos mudado a esta casa prácticamente después de casarnos. Lo que inicialmente era una vivienda se transformó en un hogar y a ese hogar le cogimos cariño: era nuestro lugar en el mundo. Un mundo que hacía diez años era totalmente diferente a como es ahora. Una vez que ha ocurrido todo, resulta fácil afirmar que ya entonces los indicios eran evidentes: los veranos cada vez más secos que se prolongaban hasta muy entrado el otoño, los inviernos cada vez más lluviosos y los vientos cada vez más recios, las noticias que informaban de cientos de millones de personas desplazadas en todo el mundo, y de exóticos insectos que aparecían sigilosamente en tu patio y en tu piel para trasmitir la enfermedad de Lyme, malaria, leishmaniasis, encefalitis.
Nuestro edificio estaba situado sobre la colina de la calle de Mäyrätie, y en un día claro, desde la ventana o desde la terraza, se podía ver más allá de la bahía de la Ciudad Vieja, hasta Arabianranta, donde el agua había invadido repetidas veces la mayoría de las viviendas. Como muchos otros barrios que sufrían inundaciones, Arabianranta también se quedaba a oscuras en muchas ocasiones. No se permitía que llegara la electricidad a aquellos edificios que se encontraban en malas condiciones e inundados por el agua. A simple vista, desde una distancia de dos kilómetros y medio, podían verse decenas de hogueras de distinto tamaño a lo largo de la orilla. Desde donde yo estaba, la mayoría de las hogueras parecían pequeñas y tenues, como fósforos recién encendidos que se apagarían fácilmente con un soplido. Sin embargo, la realidad era muy diferente. Muchos de esos fuegos alcanzaban hasta un metro y medio de diámetro. En ellos se quemaba todo lo que se podía encontrar en las orillas y en los edificios abandonados. Según los rumores, en esas hogueras también se hacían desaparecer animales muertos, incluso personas.
Resulta curioso cómo uno se acostumbra a ver las hogueras. No sabría decir cuándo aparecieron las primeras o cuándo esa hilera de llamas se convirtió en un espectáculo cotidiano.
Más allá de la silueta de Arabianranta se veían las torres de Pasila, y hacia la izquierda, tras Kivinokka y Kulosaari, el fulgor y el resplandor me indicaban dónde se hallaba el centro de la ciudad. Por encima de todo aquello se cernía el cielo nocturno, oscuro e infinito, conteniendo el mundo entero en su fría y firme tenaza segura.
Caí en la cuenta de que estaba tratando de encontrar conexiones entre lo que acababa de leer y lo que estaba viendo ahora.
Johanna.
Estaba por ahí, en algún lugar.
Tal como le había dicho a Lassi, no merecía la pena denunciar a la policía la desaparición de Johanna. Si no disponían de tiempo ni recursos para perseguir a los asesinos de las familias, ¿cómo podrían tenerlos para buscar a una mujer que solo llevaba desaparecida un día, una persona entre miles de desaparecidos?
El Sanador.
Oeste-Este o Norte-Sur.
La noche no parecía tener respuestas. La música retumbaba con fuerza en la planta de arriba. El viento iba descendiendo por los árboles de la pendiente, haciendo sonar las ramas sin hojas a su paso, aunque solo en breves momentos se imponía a la intensidad del muro sónico creado por el hombre y la máquina. El frío que emanaba del suelo de hormigón de la terraza obligó a las plantas de mis pies a buscar instintivamente algo de calor.
Volví junto a la mesa de la cocina, leí una vez más todos los textos de Johanna relacionados con el Sanador, preparé café y traté de llamarla. No me sorprendió no poder contactar con ella. Y tampoco me sorprendió descubrir que mi preocupación se encontraba ahora salpicada de angustia e impotencia.
Sin embargo, de algo estaba seguro: Johanna había desaparecido mientras estaba investigando para su artículo sobre el Sanador.
Alejé de mi mente cualquier otro pensamiento, tomé café y leí los correos electrónicos del Sanador en el orden en que habían llegado. Al mismo tiempo, los fui clasificando en dos montones. En el primero reuní aquellos que contenían argumentos, en ocasiones bastante extensos, sobre la necesidad de las acciones cometidas, y en los que se hacía referencia a los artículos que Johanna había publicado anteriormente, dejando entrever que el trabajo de Johanna era parecido al del Sanador: revelador y liberador. En otro montón coloqué aquellos en los que se indicaba directamente dónde podía encontrarse a los asesinados y que contenían solo unas pocas líneas mal escritas y de forma precipitada.
Volví a revisar los montones y llegué a la misma conclusión a la que había llegado anteriormente. Había dos autores. Al menos en teoría. Al menos en mi opinión.
Abrí de nuevo en la pantalla el plano elaborado por Johanna. Parecía una guía de bolsillo para ir al infierno. Me moví por los puntos rojos que representaban los asesinatos en el plano, recorriendo las fechas y los cálculos hechos por Johanna. Entre uno y otro asesinato había un intervalo de dos o tres días. Johanna había añadido signos de interrogación junto a los puntos cardinales y calculado las posibles fechas de los futuros asesinatos.
Estaba mirando fijamente el plano cuando mis ojos toparon con el icono del programa de correo electrónico. Dudé un momento. Leer los mensajes de otra persona es algo del todo incorrecto. Pero ¿no era esta una situación excepcional? ¿Y no era cierto que nosotros no teníamos secretos? Finalmente decidí que solo abriría el programa de correo si era absolutamente indispensable. Por el momento, me las arreglaría con todos los elementos que se relacionaban directamente con el caso investigado por Johanna.
Me acordé de la conversación telefónica que había guardado, encendí mi propio portátil y conecté a él mi móvil.
Pasé a mi ordenador la última conversación telefónica que había mantenido con Johanna, busqué durante un rato el programa adecuado, lo descargué e introduje la conversación. Me resultó fácil usar el programa de tratamiento de voz. Separé los sonidos, dejé fuera nuestras voces, y escuché con atención. Oí ruido de coches, un rugido, y el mismo murmullo de antes. Al escuchar la grabación una y otra vez, comencé a aislar el murmullo, los coches y el rugido; todo comenzaba a tener un tono claramente diferenciado. Pensé esperanzado que era capaz de escuchar algo que se repetía con regularidad, y que no eran ni el aire ni la manga del abrigo, sino algo todavía mucho más rítmico: las olas. Al repetir la grabación cerré los ojos, tratando de escuchar y recordar al mismo tiempo.
¿Realmente era el sonido de las olas o solo estaba oyendo lo que quería oír?
Dejé que el murmullo se repitiera en un bucle mientras analizaba el plano y los cálculos de Johanna. En el supuesto de que el murmullo y la repetición regular se correspondieran realmente con el mar y la costa, y en el supuesto de que los asesinatos siguieran un ciclo de dos o tres días, entonces la línea Norte-Sur seguida aproximadamente por el Sanador, y las fechas y los puntos marcados con interrogaciones, convergerían en algún punto de Jätkäsaari o Munkkisaari.
Además, suponiendo que Johanna hubiera llegado a la misma conclusión, se trataría de la misma zona desde la que me había llamado la última vez que hablamos.
5
El taxista, un joven norteafricano, no hablaba finés y no quería usar el taxímetro. Por mi parte, no había inconveniente. Acordamos el precio usando a medias los dedos y el inglés, y los cuatro ceros del taxímetro refulgieron en el interior del coche oscuro mientras el conductor recorría a toda velocidad el trayecto desde Mäyrätie hasta Hiihtomäentie, pasando de largo la estación de metro y el centro comercial medio desierto, y bajando por el enlace hasta la autovía del Este. El conductor esquivaba los baches y agujeros de las calles tan hábilmente como hacía con los coches que adelantaban peligrosamente o cruzaban disparados varios carriles de golpe.
Las casas edificadas a la orilla del mar en Kulosaari habían sido, salvo unas pocas excepciones, de las primeras en ser abandonadas por sus propietarios para luego ser ocupadas por nuevos moradores. Quienes tenían recursos se habían trasladado al norte: los más ricos a la zona septentrional de Canadá y el resto a la Laponia finlandesa, sueca y noruega. Al norte, tanto en el interior como en la costa ártica, se habían fundado en los últimos años decenas de pequeñas ciudades de propiedad privada que se encontraban tremendamente vigiladas, y disponían de sistemas autónomos de agua, alcantarillado y electricidad. Y, naturalmente, de cientos de vigilantes armados para mantener fuera a la gente indeseable que quería entrar.
Actualmente, las casas de Kulosaari estaban habitadas en su mayoría por refugiados llegados del este y del sur. Una hilera de tiendas y hogueras bordeaba las orillas. La convivencia entre los habitantes originales, que defendían tenazmente sus casas y las orillas, y los refugiados no siempre transcurría exenta de problemas. Sin duda, el Sanador también tendría su propia idea al respecto.
Por el camino revisé los vídeos de noticias que Johanna había guardado en la carpeta «S». Cuanto más se acercaban las noticias al momento presente, más frustrados se sentían los redactores con las preguntas que formulaban y más cansados los policías con las respuestas que daban. Las últimas declaraciones del comisario superior de asuntos criminales que dirigía el caso, con los ojos inyectados en sangre, se reducían a un simple: «Seguiremos con la investigación y les informaremos cuando tengamos algo de qué informar». Copié el nombre que aparecía en pantalla en la memoria de mi teléfono y busqué el número: «Harri Jaatinen, comisario superior de asuntos criminales».
Me recliné en el asiento.
¿En qué momento comprendí con total certeza que algo le había ocurrido a Johanna? ¿Tal vez cuando me desperté a las cuatro de la madrugada a causa de los ladridos de una jauría de perros? ¿Tal vez cuando preparaba café dos horas más tarde, después de darme cuenta de que me costaba menos levantarme que esperar a que me venciera el sueño? ¿O fue la duda dejando paso a la certeza durante las horas del día, mientras realizaba mecánicamente mis actividades y echaba un vistazo a cada momento a mi teléfono mudo?
El joven taxista conducía hábilmente: sabía dónde estaban cortadas las calles y avanzaba conforme a ello. A la altura del puente de Pitkäsilta nos detuvimos en un cruce y se puso a nuestro lado un todoterreno alargado, que tenía la ventana trasera abierta. Conté rápidamente ocho jóvenes en su interior, cuyas caras inmutables, los ojos de párpados caídos, la mirada invariablemente dirigida al frente y los cuellos tatuados delataban que pertenecían a una banda y que llevaban armamento pesado. El todoterreno salió disparado a toda velocidad, sin que el rostro de ninguno de aquellos hombres se inmutara en absoluto.
En el parque de Kaisaniemi algo ardía. A juzgar por la altura de las llamas, tenía que ser un coche o algo parecido. Una columna masiva de fuego en un parque por lo demás oscuro parecía más un signo propio de una celebración pagana. En la esquina de Vilhonkatu y Mikonkatu oí disparos y vi a tres hombres corriendo en dirección al parque. Desaparecieron antes de que el eco de las detonaciones se hubiera extinguido. Delante del Museo de Ciencias Naturales estaban golpeando a un hombre que yacía en el suelo. Poco después uno de ellos, al parecer el más fuerte del grupo, arrastró tirando de su mugrienta ropa al hombre al que acababan de apalear en dirección al paso inferior del tren, tal vez con la intención de tirarlo abajo.
En veinte minutos llegamos a nuestro destino, la plaza de Temppeliaukio. Introduje un billete por la delgada ranura del panel de plexiglás y salí del coche.
La moderna cúpula de la iglesia de Temppeliaukio se había derrumbado, y lo que quedaba del edificio parecían unas antiguas ruinas en lo alto de la colina. Los muros proyectaban largas sombras sobre la roca que llegaban hasta Lutherinkatu. Rodeadas por la luz amarillenta de las farolas, las sombras parecían pintadas sobre el suelo, negras como el carbón. En medio de la calle aparecía tirada una señal de prohibido aparcar que alguien había arrancado de su poste. La señal parecía haber desistido definitivamente de intentar prohibir algo.
La noche era igual de fría en Töölö que en Herttoniemi, pero no igual de silenciosa. Por todas partes se oían, además del ruido de los coches, de los cláxones y del rock de Suomi, gritos de gente, incluso voces de juerga. Por encima de todo el jaleo destacaba una risa clara de mujer que sonaba completamente despreocupada y, al mismo tiempo, más extraña que cualquier otra cosa que hubiera oído en mucho tiempo.
Ahti y Elina Kallio eran amigos nuestros: en realidad, era la amistad entre Johanna y Elina la que nos había unido a todos. Y no, Elina tampoco sabía nada del paradero de Johanna.
Estaba en su vestíbulo, quitándome el chubasquero y los zapatos mojados, escuchando las preguntas que Ahti y Elina me hacían a la vez:
—¿Dónde puede estar Johanna?
—¿Es verdad que no ha llamado ni una sola vez?
—¿Nadie sabe dónde está?
Finalmente, Ahti formuló una pregunta que fui capaz de contestar.
—Sí, gracias, tomaré un café.
Ahti desapareció en la cocina. Elina y yo fuimos al salón, donde dos lámparas de pie colocadas en rincones opuestos, de las que emanaba una tenue luz y una vela que parpadeaba tranquilamente sobre una mesa de madera oscura en el centro de la estancia, arrojaban una luz más suave de lo que hubiera preferido. De alguna manera me parecía que ahora necesitaba otro tipo de ambiente y bastante más luz: algo decididamente más claro.
Me senté en el sofá mientras Elina hacía lo propio en el sillón de enfrente. Elina se echó sobre el regazo un chal con rayas marrones claras, sin extenderlo del todo pero tampoco dejándolo doblado. El chal parecía reposar sobre sus rodillas como un ser vivo, expectante. Le conté a grandes rasgos lo que sabía: Johanna no había dado señales de vida durante un día entero, y tampoco se había podido contactar con el fotógrafo que la acompañaba; además, le expliqué en qué estaba trabajando.
—Johanna habría llamado —dijo Elina cuando acabé.
Hablaba tan bajo que tuve que repetir mentalmente el final de la frase.
Asentí y levanté la vista hacia Ahti, que entraba en el salón. Ahti era un hombre bajo y musculoso, letrado de profesión, meticuloso rayando en lo cómico, aunque en algunas situaciones también podía ser alguien sorprendente. Una idea me asaltó justo en el momento en que observaba en sus inquisitivos ojos azules un atisbo de incerteza, que desapareció tan rápido como había aparecido.
Ahti me echó un rápido vistazo, y a continuación miró durante más tiempo a Elina. Se sostuvieron la mirada durante largo rato y luego, de forma casi simultánea, la fijaron en mí. En los ojos pardos de Elina habían comenzado a aparecer lágrimas. Nunca había visto llorar a Elina. De todas formas, no me sorprendió. Tal vez el exagerado ambiente hogareño revelaba que habría más sorpresas.
—Tendríamos que haber hablado antes sobre esto —dijo Ahti.
Estaba de pie con las manos en los bolsillos detrás del sillón que ocupaba Elina. Las lágrimas brillaban en las mejillas de ella.
—¿Sobre qué? —le pregunté.
Elina se secó rápidamente los ojos, como si las lágrimas no fueran pertinentes.
—Nos vamos —dijo—. Al norte.
—Hemos firmado el contrato de alquiler de una vivienda por un año en una pequeña ciudad —dijo Ahti.
—¿Un año? —le pregunté—. Y cuando haya transcurrido el año, ¿qué vais a hacer?
Los ojos de Elina se llenaron de nuevo de lágrimas. Ahti le acarició el pelo, y Elina levantó la mano para coger la suya. Las miradas de ambos deambularon por la habitación sin posarse en nada en concreto. Una persona un poco paranoica habría podido pensar que trataban de eludir algo. Pero ¿qué razón podría haber para ello?
—No lo sabemos —respondió Ahti—. Pero allí la vida no puede ser peor que aquí. Perdí mi empleo hace medio año, y Elina no ha tenido un trabajo regular de profesora prácticamente en un par de años.
—Y no habéis dicho nada —dije en voz baja.
—No hemos querido hacerlo porque pensábamos que las cosas podían mejorar.
Permanecimos un rato en silencio. El aroma del café recién hecho había empezado a flotar en el aire. No era el único que podía percibirlo.
—Voy a ver si el café ya está hecho —dijo Ahti, sonando realmente aliviado.
Elina se secó los ojos con la manga de su sudadera. La manga se le enrolló alrededor de la muñeca y tuvo que estirársela con la otra mano.
—De verdad, creíamos que... —dijo en voz tan baja que tuve que moverme un poco hacia delante para poder escuchar las palabras que caían de sus labios—, que se nos ocurriría algo, que habría alguna solución, que todo esto solo era una terrible y repentina crisis de la que podríamos salir, y que la vida continuaría como antes.
No sabía si Elina estaba hablando de su situación y la de Ahti o de la situación general del mundo, aunque seguramente eso carecía de importancia.
Ahti volvió con la cafetera. Sus movimientos resultaban tan precisos y esmerados como siempre mientras vertía el café en los tazones decorados con dibujos de alegres flores, como recuerdos de un tiempo perdido para siempre. Lo cual, de hecho, así era.
—¿Lo habéis vendido? —pregunté con un amplio movimiento de la mano y mirando alrededor para indicar que me refería al apartamento.
Ahti entendió lo que quería decir y sacudió la cabeza.
—No —dijo en voz baja.
—Ahti, cuéntale la verdad —dijo Elina, secándose con la manga de la sudadera las dos o tres lágrimas que habían vuelto a rodar por sus mejillas.
Ahti se sentó en la otra punta del sofá y se acercó el tazón; era evidente que estaba sopesando el asunto en su cabeza antes de empezar a hablar.
—¿Quién querría comprarlo? —dijo Ahti mientras se enderezaba en su asiento—. El tejado tiene agujeros, el sótano está inundado, y por todos lados hay moho, ratas y cucarachas. Hay cortes en el suministro de electricidad y en el de agua. La ciudad está a punto de derrumbarse, nadie tiene dinero y los que todavía lo tienen lo último que harían sería mudarse aquí. Ya no hay inversores, y aunque los hubiera, ¿quién querría pagar un alquiler cuando puede vivir gratis? ¿Y quién cree realmente que todo volverá a mejorar?
Elina miraba fijamente hacia delante y ya no lloraba. Sus ojos estaban secos y enrojecidos.
—Nosotros lo creímos —dijo Elina en voz muy baja, y miró a Ahti.
—Lo creímos durante mucho tiempo —admitió Ahti.
No se me ocurría nada que decir. Tomé un sorbo de café, mirando cómo se elevaba el humo y calentándome las manos con el tazón.
—Seguro que Johanna aparecerá —dijo Elina de repente, sacándonos de nuestros pensamientos.
Levanté la mirada y la dirigí hacia Ahti. Este asintió en dirección a Elina, como si quisiera reafirmar lo que ella había dicho, y dejó de moverla solamente cuando notó mi mirada. Se paró como si hubiera frenado en seco. No dejé que eso, ni el atisbo de incertidumbre que volvió a asomar en sus ojos, me detuvieran. Sabía que si no le hacía la pregunta, ahora, probablemente alguna vez me arrepintiera de ello.
—Ahti, has dicho que os habéis quedado sin dinero. ¿Podría daros algo de dinero para el viaje y compraros también alguna cosa?
Ahti se quedó dudando un segundo. Estaba buscando las palabras adecuadas.
—No sé qué cosas tenemos que tú...
—Hace tiempo practicabas tiro —le interrumpí.
Ahti se sorprendió, echó un vistazo a Elina, que no dijo nada, y asintió. Ahti se inclinó hacia delante.
—¿Por qué no? —dijo mientras se ponía en pie—. No necesitaré más que una escopeta y una pistola. Dudo que en este momento alguien pueda pedirme cuentas por venderte un arma.
Seguí a Ahti hasta el dormitorio. Delante de los armarios abiertos y revueltos había unas grandes mochilas de senderista llenas. Había ropa sobre la cama, en el cabezal, en dos sillas y en el suelo delante de las mochilas. Ahti rodeó la cama, se paró delante de un armario de madera oscura y lo abrió con llave. Dentro había dos escopetas normales, una escopeta de pequeño calibre y tres pistolas.
—Elige tú —me dijo Ahti y señaló alternativamente dos de las pistolas. En sus gestos había un aire de vendedor, lo cual resultaba innecesario dadas las circunstancias—. La Heckler & Koch USP de nueve milímetros o la Glock 17, también de nueve milímetros.
Luego señaló el revólver de acero que estaba en lo más alto, y ya no parecía un vendedor en absoluto, sino un hombre que había tomado una decisión.
—La Smith & Wesson es para mí.
Cogí la pistola que estaba más cerca, la Heckler & Koch.
—Es una buena arma. Está fabricada en Alemania, cuando todavía se fabricaban cosas allí.
La pistola era sorprendentemente liviana.
—Seiscientos sesenta y siete gramos —me dijo Ahti antes de que tuviera tiempo de preguntarle alguna cosa—. Dieciocho cartuchos en el cargador.
Ahti cogió una caja de la estantería más baja del armario. Emitió un breve tintineo metálico.
—También tendrás que llevarte esto, claro. Cincuenta unidades.
Miré la caja y el arma en mi mano. Ambas parecían estar en el lugar equivocado en aquel dormitorio normal. Empecé a sentir que tenía que actuar rápidamente. Si no, me arrepentiría de aquello.
—¿Tienes una mochila? —le pregunté.
En uno de los armario revueltos, Ahti encontró una pequeña mochila negra; parecía una bolsa de deporte, tan normal que contrastaba sobremanera con el contenido que iba a ser introducido en ella.
—Por cuenta de la casa. Qué menos...
Le di el dinero a Ahti, que se lo metió en el bolsillo sin contarlo y sin echarme un vistazo siquiera. Volví a mirar la pistola en mi mano derecha y la caja de cartuchos en la izquierda. Ahti se dio cuenta de mi perplejidad.
—Te enseñaré cómo hacerlo —dijo riendo, y me cogió el arma.
Con hábiles y expertos movimientos, Ahti sacó el cargador, lo llenó con algunos cartuchos que había sacado de la caja y volvió a colocarlo en su sitio. Ahti parecía estar en su elemento.
—Listo —dijo—. Aquí está el seguro y aquí el gatillo. Acuérdate de apuntar solo a las personas a las que pienses disparar. Aunque no sé si eso importa algo ya.
Trató de sonreír, pero su sonrisa carecía de fuerza. Se quedó helada en sus labios, dando a su rostro una expresión de desconcierto. Él mismo lo notó.
—El café se va a enfriar —se apresuró a decir—. Vamos a tomárnoslo.
Pensé en lo rápido que habían cambiado las cosas. Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que cenamos juntos, bebimos vino e hicimos planes para el futuro: los viajes que haríamos, los nuevos libros que yo escribiría, los artículos cada vez mejores que publicaría Johanna, y cómo Ahti fundaría su propio bufete y, por supuesto, formaría una familia con Elina.
El cambio había llegado despacio, sigilosamente, a nuestras vidas, pero de pronto había estallado con toda su virulencia.
Elina estaba sentada en el sillón y tenía delante el tazón intacto. Me dejé caer en el sofá y traté de encontrar algo que decir. No me resultó fácil porque solo tenía una idea en la cabeza. Ahti debió de intuirlo.
—Espero que encuentres a Johanna —me dijo.
Entendí que era lo único que deseaba en este mundo. Lo entendí con una claridad que me atravesó como el calor o el frío, haciéndome recordar todo lo bueno que podía perder. Se me hizo un nudo en la garganta. Tenía que salir inmediatamente de allí.
—Espero que estéis bien en Noruega —dije—. Y que todo se arregle allí. Seguro que sí. Un año es mucho tiempo, podréis conseguir trabajo y ganar dinero. Todo irá bien.
Algo les faltaba a mis palabras. Y no se trataba solo del contenido de las mismas. Me pareció que todos podíamos oírlo y que, sobre todo, podíamos sentirlo. No sabía cuánto tiempo sería capaz de seguir hablando, de manera que me levanté del sofá sin mirar a ninguno de los dos.
—Elina, Johanna te llamará en cuanto pueda.
Me dirigí hacia el vestíbulo, y Ahti me siguió. Se quedó de pie en el rincón más oscuro del recibidor, como a propósito. Oí los pasos de Elina sobre el suelo de madera y pronto la tuve delante de mí, de nuevo con lágrimas en los ojos. Se acercó y me dio un abrazo.
—Dile a Johanna que todo irá bien —me dijo Elina, con los brazos todavía a mí alrededor—. Y que nunca hemos tenido mala intención.
No entendí a qué se refería Elina con aquello, pero no quería quedarme más tiempo y no le pedí una explicación.
6
La lluvia había empezado a cobrar fuerza. Caía del cielo en amplios telones de gruesas y pesadas gotas sobre el asfalto, salpicando desaforadamente la ciudad brillante, negra y empapada. En su olor había algo agrio, casi putrefacto. Permanecí un rato en el portal intentando decidir mis siguientes pasos, pensando dónde me encontraba y adónde debía ir. Eran las nueve y media, había perdido a mi mujer y había bebido no sé cuántas tazas de café solo. Me resultaría imposible dormir en mucho tiempo.
Donde antes se oían risas ahora había voces de pelea, y el ruido de un cristal al romperse seguido por los gritos y los insultos de la mujer que antes reía. Me puse la capucha del chubasquero, ajusté las correas de la mochila y eché a andar.
Mantuve la mirada al frente. La lluvia fría impactaba con fuerza sobre mi piel. Giré por Fredrikinkatu y apenas alcancé a dar unos pasos cuando oí el claxon de un coche, primero una vez, luego otra. El ruido procedía del otro lado de la calle. Aparté un poco la capucha hasta poder ver a quien lo hacía sonar. El mismo joven norteafricano que me había traído desde Herttoniemi.
El taxi estaba en medio de la oscura calle con el motor en marcha, y su interior se veía considerablemente más seco y cálido que la acera. Al cabo de unos segundos me senté firmemente en el asiento trasero y le pedí al hombre que condujera hacia el sur.
El taxista tenía un nombre y una historia: se llamaba Hamid. Llevaba en Finlandia algo más de cinco meses. ¿Por qué me había esperado? Porque le había pagado el servicio. No pude culparle por ello. Quedaban muy pocas personas dispuestas a trabajar gratis.
A Hamid le gustaba Finlandia. Aquí todavía quedaba alguna posibilidad de ganarse la vida; incluso tal vez podría formar una familia.
Escuchaba a Hamid, que hablaba inglés de forma fluida, mientras observaba su perfil. Tenía un rostro delgado, una piel de tonalidad marrón claro, unos vivaces ojos pardos que se reflejaban en el espejo retrovisor y unas manos rápidas cogidas al volante. Luego contemplé la ciudad pasar, las calles inundadas y brillantes por el agua, charcos tan grandes que parecían pequeños lagos, marcos de ventanas destrozados y con los cristales rotos, puertas fuera de sus goznes, coches quemados y ennegrecidos y gente deambulando bajo la lluvia. Donde yo veía ruina, Hamid veía esperanza.
Llegamos al final de Lönnrotinkatu, pasamos el cruce y enfilamos por Jätkäsaari.
Ahora Hamid conducía más despacio, había dejado de hablar y había puesto la música más alta. Lo que retumbaba a trompicones por los altavoces era algún tipo de mezcla entre gangsta rap y música norteafricana. Por encima de todo se elevaba una voz masculina que martilleaba mil palabras por minuto en una lengua desconocida.
Cuando Hamid me preguntó adónde tenía que ir ahora, le dije que siguiera recto. No se me ocurrió otra cosa. En mi teléfono abrí de nuevo los archivos con los documentos de Johanna, y revisé sus notas. También abrí el archivo sonoro en el que había editado mi voz y la de Johanna, y le pedí a Hamid que conectara mi teléfono a los altavoces del coche. Hamid me dijo que eso me costaría un extra. Le contesté que le pagaría todos los extras. Hamid replicó que tendría que hacerlo por adelantado. Le tendí el teléfono y un billete. Hamid sonrió de oreja a oreja, dobló el billete, se lo guardó en el bolsillo y conectó el teléfono a los altavoces.
El hombre de las mil palabras por minuto se calló de repente, y en su lugar se oyó un susurro.
Hamid me miró con aire inquisitivo, obviamente evaluando mi reacción.
Asentí: eso era lo que quería escuchar.
Llegamos al final de la calle: más adelante, a la derecha, estaba Lauttasaari; a la izquierda solo se veía oscuridad; y detrás de nosotros, bloques de edificios. Hamid me preguntó adónde quería ir ahora. Señalé la cafetería cerrada de la orilla y el aparcamiento trasero.
La cafetería estaba a oscuras en su interior e iluminada por fuera. Sus grandes ventanas cuadriculadas estaban intactas y limpias, y no se veía mucha basura en los alrededores. Parecía como si en apenas un cuarto de hora hubiésemos viajado a otro mundo totalmente distinto.
Le dije a Hamid que ese era un buen lugar y que apagara el motor para poder escuchar bien. Le di otro billete. Hamid apagó el motor y dejó que el susurro volviera a inundar el coche hasta desaparecer en la oscuridad. Abrí la ventana y le pedí a Hamid que fuera bajando el volumen progresivamente.
Un susurro se desvanecía y otro ocupaba su lugar.
Quizá.
¿Solo quizá?
¿Decididamente quizá?
Quizá ese fuera el lugar desde el que me había llamado Johanna.
Le pedí a Hamid que esperara, cogí mi teléfono y bajé del coche. El viento que soplaba desde el mar se aferró inmediatamente a mi pelo y a mi ropa. Tiraba y rasgaba como si buscara un buen agarre en mí. Tan cerca de la costa, sus garras habrían sido húmedas incluso sin la lluvia.
Me subí la capucha y sostuve el móvil contra la oreja al abrigo de la lluvia, dejando que el altavoz del teléfono emitiera el susurro. Subía y bajaba el volumen mientras caminaba por la orilla hacia el norte, contemplando los edificios de seis, siete y ocho plantas que se alineaban frente a la costa. Trataba de ver y oír similitudes entre cosas que tal vez no tuvieran ninguna relación: la última llamada, las olas y el viento que podía oír al fondo de la misma, las coordenadas que Johanna había marcado sobre el Sanador, mis propias intuiciones y deseos. Apoyándome en todo ello, caminé por el cabo soportando la lluvia y el viento, con los zapatos empapados y las puntas de los pies ardiendo a causa del frío, sin saber por dónde empezar.
Los edificios de la orilla tenían aspecto de estar en un inusual buen estado: se veía luz en la mayoría de las viviendas, lo cual podía considerarse un pequeño milagro, al menos por dos razones. Estábamos cerca del mar, en una zona a menudo inundada. También estábamos en un barrio próspero. En muchos otros lugares, eso habría supuesto que la mayoría de los residentes se hubiesen marchado hacia el norte cuando la ocasión les hubiera sido propicia, si es que eso significaba algo hoy día.
Al costado de una gran roca cortada a plomo, habían construido una escalera de acero. Subí y llegué a una pequeña plataforma bordeada por una barandilla metálica que me llegaba hasta la cintura. En el lado que daba al océano, encontré unos binoculares fijados al suelo y enfocados hacia mar abierto. En un día soleado seguramente se alcanzaría a ver hasta muy lejos. Ahora no se veía nada en absoluto.
Di media vuelta. La cafetería estaba a unos doscientos metros y el edificio más cercano a unos cincuenta. Me aparté el teléfono de la oreja y lo apagué. Me concentré en escuchar.
El olor áspero y salado del mar y el ritmo de las olas que rompían en la orilla resultaban, incluso en medio de la lluvia y el viento, tranquilizadores y reconfortantes. Había quien afirmaba que el susurro del mar está impreso en nuestros genes desde tiempos ancestrales y que, algún día, nos llevará de nuevo bajo la superficie.
Bajé por la escalera y volví andando hacia el taxi.
A medio camino, a unos cien metros de la roca y del vehículo, me encontré de pronto dentro del cono luminoso de un foco. Me detuve y oí unos pasos pesados que se acercaban en la dirección de la luz.
Aquellos dos hombres llevaban unas potentes linternas, con las que parecían enfocar a la altura de los hombros. No dijeron nada, yo tampoco dije nada. Solo el mar y el viento hablaban, solapando sus bramidos. Los dos hombres dieron un paso adelante. Estaban delante de mí, uno a la derecha y otro a la izquierda. Seguramente habían sido adiestrados para colocarse así: lo suficientemente alejados el uno del otro, de modo que los conos de luz cayeran cruzados sobre mí.
La intensidad de los focos me obligó a bajar la cabeza. No vi la porra hasta que me golpeó en el costado izquierdo, a la altura de los riñones.
Me desplomé en el suelo jadeando, paralizado por el dolor que me dejó tendido en el sitio.
—¿Qué haces aquí? —oí por encima de mí.
Traté de decir que mis intenciones eran pacíficas, que solo estaba echando un vistazo. No tuve tiempo: una bota de comando reforzada con hierros impactó contra mi estómago. Los últimos restos de oxígeno desaparecieron. Los conos de los focos bailaron frenéticamente ante mis ojos.
—¿Qué haces merodeando por aquí?
—¿Qué clase de indigente gorrón estás hecho?
—Por aquí no queremos a jodidos refugiados.
Intenté decir algo, pero por mi garganta solo ascendieron saliva y un ruido sibilante, sin formar palabras.
—Pordiosero.
Un golpe en las costillas.
—Fracasado.
Un golpe de la porra en el riñón derecho.
—Maricón.
Un golpe en la entrepierna.
No vi nada, solo podía oír aquellas palabras llenas de ira. Me di la vuelta y me hice un ovillo en el suelo. La porra cayó en medio de mi espalda como una roca grande y furiosa.
—Tienes suerte de que hoy no seamos más.
—Saldrás de esta.
—Puede que solo mueras.
Risas. La porra me dio en la oreja izquierda, que comenzó a arder dejándome medio sordo. Más risas.
Luego una tercera voz, más joven, hablando en inglés.
—Atrás. O disparo.
Los haces luminosos desaparecieron.
—Marchaos. Largo. Si no, os mataré.
Pasos pesados. Esta vez alejándose.
—Largo de aquí.
Unos pasos más livianos. Unas manos que me agarraban del chubasquero, me levantaban.
—Arriba.
Traté de sostenerme en pie. No me resultó fácil. Me apoyé contra algo.
—Al coche.
Primero caí sentado, luego acabé tumbado. Algo explotó detrás de mí. El mundo entero daba vueltas. Me puse de espaldas, luego de costado, y mi frente chocó contra algo.
—Ahora vámonos volando de aquí.
Claro. Estaba en el coche. En el taxi de Hamid.
—Por poco te matan.
Volví a hacerme un ovillo. Estiré la cabeza hacia delante. Vomité bajo los asientos.
—Mierda. Ahora sí que tenemos que darnos prisa.
Traté de permanecer consciente. Intenté agarrarme a la manija y abrir los ojos. Pero, por lo visto, todos mis intentos estaban condenados al fracaso.
—Aguanta quince minutos. Solo quince minutos.
Quince minutos. Pero ¿para ir adónde?
7
Estaba abrazando a Johanna, aspirando el aroma de su cuello y besando sus labios cálidos. Ella dejaba aflorar una pequeña sonrisa, alejaba su cara y me miraba a los ojos. Iba a decirle algo justo cuando ella se tumbaba de nuevo sobre mi regazo y apoyaba la cabeza en mi pecho. Volvía a acariciar su pelo, dejando que sus cabellos se derramaran entre mis dedos, y colocaba la otra mano en su nuca. Tenía una nuca delgada y grácil, que refulgía en la raíz de su cabello.
Sentía bajo las yemas de mis dedos los lugares donde se conectaban sus músculos, ese delicado punto en el que todo, la vida entera, convergía. Johanna levantaba la cabeza, volvía a mirarla a los ojos y veía en ellos dos reflejos verdes. Apretaba a Johanna más firmemente contra mí. Era pequeña y suave, como siempre por las mañanas, cuando, después de apagar el despertador, se acurrucaba entre mis brazos, cruzaba el suyo sobre mi pecho, apoyaba su mano en mi hombro y su frente sobre mi mejilla, y casi volvía a dormirse de nuevo, resoplando suavemente y diciendo alguna tontería agradable y graciosa.
Mantenía a Johanna firmemente aferrada, como si supiera que, en caso de soltarla, se alejaría para siempre. Olía su cabello, inspiraba su olor como si quisiera guardarlo todo en mi interior, y para poder recordarlo bien durante mucho tiempo. La respiración de Johanna era tranquila, nos envolvía el silencio y estábamos a salvo, nos teníamos el uno al otro.
Luego Johanna se sobresaltaba, como le ocurría a veces mientras se quedaba dormida. Alguien la alejaba de mí. Yo tiraba de ella, tratando de aferrarla contra mí, pero ese alguien era fuerte y persistente. Volvía a agarrar a Johanna. No me daría por vencido. Trataba de ver la cara de Johanna, pero tenía la cabeza gacha. Mi abrazo se aflojaba, ese alguien lograba agarrar a Johanna definitivamente y ella se alejaba de mis brazos y desaparecía en la oscuridad. Cuando la hube perdido completamente de vista y solo quedaba el vacío, comencé a tiritar. Tenía frío y mis manos ya no podían aferrarse absolutamente a nada.
La luz que refulgía detrás de una delgada cortina procedía de las letras de un luminoso de neón de un rojo intenso. Traté de leerlo durante un rato de izquierda a derecha, hasta que caí en la cuenta de que estaba mirando el letrero desde atrás. Finalmente lo leí de derecha a izquierda: «kebab-pizzería».
Llevé una mano hasta mi oreja izquierda, que me escocía, y noté allí el crepitar de un vendaje sujeto con esparadrapo. Yacía de costado y tenía el brazo derecho, que había estado bajo mi cuerpo, completamente entumecido. Lo saqué, me agarré al borde de donde fuera que estaba tumbado y me incorporé hasta quedar sentado.
Estaba en una especie de trastienda o almacén. Sentía en la boca un sabor a sangre y a un metal desconocido. Permanecí sentado, respiré hondo un par de veces, moví con cuidado el brazo dormido. Al respirar sentía un dolor en la espalda.
Detrás de la cortina oí hablar en una lengua que me resultaba desconocida: primero la voz de un hombre, después la de una mujer. Recordé el sueño que había tenido, me alarmé y saqué el móvil del bolsillo. La pantalla estaba oscura. O bien la porra lo había golpeado o bien la batería se había terminado. Me inquieté aún más.
Traté de ponerme en pie, pero mis piernas no me sostenían y volví a caer donde había estado tumbado.
Mantuve la mirada fija en el texto rojo que brillaba tras la cortina y logré permanecer sentado. Respiré profundamente durante un buen rato y, cuando estuve seguro de que ya no me marearía, miré a mí alrededor. Paredes grises de cemento, cajas de cartón y trastos tirados junto a las paredes, al lado de la puerta había sacos de plástico con botellas de refresco, algunas llenas, otras vacías. Y una silla, de cuyo respaldo colgaba la mochila que me había dado Ahti. Hasta llegar a ella habría algo menos de dos metros.
Volví a ponerme en pie; esta vez, escarmentado de la vez anterior, apoyándome en la pared. Logré alcanzar la mochila y retrocedí hasta sentarme de nuevo. El arma quedó en mi mano cuando la mochila cayó al suelo.
Las voces detrás de la cortina callaron.
Mantuve la pistola sobre mi regazo cuando apartaron la cortina. Reconocí a Hamid, a pesar de que el resplandor rojizo estaba ahora detrás de él, dejando su cara a oscuras y formando una aureola alrededor de su cabeza que suavizaba su contorno.
—Tranquilo —me dijo.
Sacudí la cabeza, abrí la boca y moví la lengua sin conseguir que me brotara la voz.
—Agua —oí decir a Hamid.
Al cabo de un rato la cortina fue descorrida completamente. Entró una mujer en la habitación llevando una jarra de agua en una mano y un vaso en la otra. Lo llenó, dejó la jarra en el suelo y me ofreció el vaso.
Bebí como si fuera la primera vez que lo hacía. La mitad del agua se derramó sobre mi pecho, la otra mitad la escupí. Tragar requería esfuerzo. Con el siguiente vaso tuve más éxito, y la mujer no tuvo que saltar hacia atrás para apartarse del chorro de agua.
Tendría unos treinta años, ojos pardos y tez marrón claro como la de Hamid. Llevaba el cabello moreno y largo recogido en un moño detrás de la cabeza y unos grandes pendientes de plata brillaban en sus orejas. Sobre los vaqueros oscuros y la sudadera de color amarillo intenso llevaba un delantal sorprendentemente blanco. Me devolvió mi mochila.
—Es mi prima —me dijo Hamid, moviendo la cabeza en dirección a la mujer.
Hamid se acercó y señaló mi oreja.
—Ella sabía lo que tenía que hacer.
Toqué el tosco vendaje de papel y esparadrapo sobre mi oreja. Con aquello allí puesto, el mundo parecía estar lleno de susurros y crujidos. No me dolía la oreja, de modo que quizá lo más sensato fuera sentirme agradecido. Y lo estaba. Se lo hice saber a Hamid.
—Ya —respondió sonriendo—. Casi te hacen papilla.
También la mujer sonrió. Yo traté de hacer lo mismo.
—Gracias —le dije a la mujer, primero en finés, después en inglés.
—Hablo finés —me dijo la mujer—. De nada.
—Tapani —le dije, tendiendo la mano.
—Nina.
La estrecha mano de Nina se notaba caliente en mi mano y la sostuve más tiempo del necesario para un simple saludo. Su gracilidad me recordó el sueño que acababa de tener; y a mi mujer, cuya mano era suave y menuda como la de Nina. Miles de recuerdos invadieron mi mente, y en todos ellos estaba tocando a Johanna: en la calle, de noche, al volver del cine; en cenas aburridas por debajo de la mesa sin que nadie se diera cuenta; o una mañana de verano, temprano, cuando la acompañaba a su trabajo.
Nina se dio cuenta.
—Sorry —le dije
Hamid intervino.
—¿Estás metido en algún lío?
No andaba muy lejos de la verdad, de modo que asentí.
—¿Por qué no me lo cuentas?
¿Por qué no? Siempre y cuando me dijera dónde estaba.
—En Kallio —me informó.
Le conté a Hamid que mi mujer había desaparecido y que tenía que seguir buscándola. El arma era mía y le pagaría por habérmela devuelto. Hamid mantuvo su mirada fija en mí durante todo el relato.
Nina se levantó de la silla, fue al salón del restaurante y volvió con su bolso. Sacó de él un paquete de analgésicos y me lo dio.
—Gracias —le dije, puse dos pastillas en la palma de mi mano y me las tragué con agua.
Hamid también fue al salón, oí un tintineo que provenía de allí y al rato volvió con una taza y su platito.
—Té. Y mucho azúcar —me dijo.
El té era tan oscuro como el café, ardiente y tan dulce que me provocó una punzada de dolor en los dientes. Me lo tomé en un par de sorbos. Sentí el líquido caliente en mi garganta y unos momentos más tarde en mi estómago.
Cuando estuve seguro de que el té se mantendría donde tenía que mantenerse, me puse en pie y permanecí un rato quieto. Luego di unos pasos inseguros hacia la puerta, y logré llegar hasta el salón. Era del tamaño de un pequeño local de negocios. La mitad del espacio lo ocupaban una cocina abierta y un mostrador para alimentos frescos. La otra mitad estaba reservada para tres pequeñas mesas. Las sillas de madera alrededor de las mesas estaban vacías, a la espera de clientes. En la pared había un televisor que mostraba un incendio.
—¿Son las noticias locales? —pregunté.
Nina negó con la cabeza.
—Son de mi país —dijo Hamid.
Miré de nuevo el incendio, que parecía igual que el resto de incendios del mundo.
—Lo siento —le dije a Hamid.
—Yo también —respondió él.
Nina cogió el mando que estaba junto a la caja y cambió de canal. El canal de información de la zona metropolitana de Helsinki actualizaba constantemente las noticias ocurridas en la capital. Le pedí a Nina que sintonizara el informativo. Pulsó un botón en el mando.
Saqué el móvil de mi bolsillo y les pedí un cargador. Hamid cogió el móvil y se lo llevó detrás del mostrador.
Me senté en una de las sillas del local y miré el reloj de la pared: era la una y doce minutos de la madrugada. Me sentía débil y me encontraba mal. Me asaltaron unos pensamientos que no quería tener. La mayoría de ellos giraban en torno a Johanna, y la mera idea de que a ella pudieran haberle hecho algo similar a lo que me habían hecho a mí hacía un rato me dolía más que la propia paliza.
Las noticias locales no me ofrecieron nuevas pistas sobre Johanna. Los robos a mano armada habían aumentado: ahora se cometían incluso durante el día y cada vez más cerca del centro de la ciudad. Uno de los rascacielos de Keski-Pasila había sufrido un incendio a primera hora de la tarde. El tráfico entre la frontera oriental y la zona metropolitana volvía a sufrir atascos. También había buenas noticias: el agua de los túneles del metro había sido extraída con bombas y los convoyes volvían a circular. Incluso habían puesto más vigilantes armados.
Pero no dijeron nada que pudiera ayudarme.
Hamid estaba sentado al otro lado de la mesa.
—Todo se arreglará —dijo cuando se dio cuenta de que le estaba mirando.
Permanecí un rato plantado delante de la Kebab-pizzería, inhalando el aire de la noche que sentía enrarecido en la garganta, y contemplando fijamente los árboles que se alzaban inmóviles detrás de la biblioteca, esperando silenciosamente, en pleno invierno, en plena noche, con sus troncos lustrosos por la lluvia y sus ramas goteantes, la llegada de la primavera, el calor y la nueva vida. La tierra bajo ellos estaba fría y todavía seguiría así durante meses, y pese a todo los árboles no se inquietaban ni se alteraban ni exigían cuentas a nadie por la incomodidad de su situación. Me desperté de mi lección de vida cuando Hamid dobló la esquina con el coche y se detuvo delante de mí.
Dentro del taxi logré encender el teléfono. Ni una sola señal de Johanna. Me sequé la oreja con un pañuelo. Al limpiarme la cara se había vuelto a abrir la herida. En un momento se tiñó de un rojo vivo. Saqué del bolsillo otro pañuelo y lo sostuve contra la oreja.
Circunvalamos por el norte las calles cerradas a causa del incendio del rascacielos de Keski-Pasila, y llegamos sin problemas por Ilmala hasta Länsi-Pasila, cerca de la central de la policía. Hamid detuvo el coche unos doscientos metros antes de llegar a la puerta y le di un billete; ya no recordaba cuántos le había dado hasta ese momento. No había calculado cuánto le había pagado por los viajes. Pero Hamid me había salvado la vida, así que merecía que le pagara un nuevo extra. Le pedí que me esperara. Si no volvía en una hora, podría ir a buscar nuevos clientes.
Caminé tan derecho como me permitía mi maltrecha espalda, me guardé el pañuelo ensangrentado en el bolsillo y adopté un semblante tan amistoso y neutral como pude conseguir sin un espejo a mano. A pesar de todo esto, me impidieron el acceso en cuanto llegué a la puerta de la zona vallada.
No, no tenía permiso para entrar.
No, nadie me esperaba.
Les expliqué que había ido a ver a Harri Jaatinen, comisario superior de asuntos criminales, en relación con el sujeto conocido como el Sanador. Un joven agente, con un grueso chaleco, un casco y un fusil de asalto en las manos, me escuchó mientras miraba constantemente hacia los lados. Después se fue hacia la garita sin mediar palabra, tardó un rato en volver y finalmente abrió la puerta.
Me guiaron hasta el control de seguridad, donde me quitaron el móvil y me dieron una etiqueta identificativa que tuve que fijar en la solapa. Después del control pude entrar en el edificio, cuyo gran vestíbulo estaba lleno de gente y donde solo había un asiento libre.
Enfrente de mí había un matrimonio que tendría aproximadamente la misma edad que Johanna y yo, iban bien vestidos y tenían aspecto de ser gente adinerada. La mujer estaba medio apoyada en el regazo del hombre, sollozando en silencio. Agarraba en su puño un pañuelo de papel, y su cara llena de manchas rojas parecía descompuesta en un amargo rictus. El pálido rostro del hombre miraba hacia el frente, y la expresión vacía y petrificada de sus ojos permanecía inmutable mientras acariciaba mecánicamente la espalda de su mujer.
Cerré los ojos y esperé.
8
—¿Tapani Lehtinen?
Abrí los ojos.
—Si quiere notificar un hurto, un robo o una agresión, en el primer mostrador le facilitarán un número para que pueda aguardar su turno.
En persona, Harri Jaatinen era asombrosamente parecido a cómo salía en las noticias: parecía tan alto y anguloso como en esos primeros planos que resultan siempre tan arriesgados y embarazosos para quien está siendo grabado. Me puse en pie y estreché la mano que me tendía. Jaatinen era mucho mayor que yo, más cerca de los sesenta que de los cincuenta, con el pelo gris oscuro en las sienes, bigote y unos ojos de color azul grisáceo que le proporcionaban una engañosa semejanza con el doctor Phil, el psicólogo norteamericano del veterano programa de televisión. Pero después de unas pocas palabras era fácil distinguir dónde acababa el doctor Phil y dónde comenzaba el comisario Jaatinen. Mientras que el doctor Phil se mostraba halagador y se congraciaba con su interlocutor mostrándose falsamente empático, el tono empleado por Jaatinen era seco, gruñón e implacable. Su voz no podía parecer indecisa, sentimental o zalamera; con ella constataba o informaba de los hechos. El apretón de manos fue igual: profesional y directo.
Instintivamente, me llevé la mano al vendaje de la oreja. No se me había ocurrido que pudiera parecer la razón de mi presencia allí. Negué con la cabeza.
—Estoy aquí por el asunto del Sanador. Creo que mi mujer, la periodista Johanna Lehtinen, ha estado en contacto con usted en relación con este caso.
Jaatinen pareció recordar y comprender inmediatamente de lo que estaba hablando. Cambió su peso de un pie al otro.
—Sobre este y sobre otros muchos casos —dijo Jaatinen, y no pude precisar si en su semblante había una sombra de grata sonrisa o de molesto recuerdo. A continuación me preguntó—: ¿Quiere tomar un café?
El café sabía amargo, pero estaba caliente. En la austera habitación había una mesa, dos sillas y el ordenador de Jaatinen.
Le conté rápidamente todo lo que había ocurrido en las últimas veinticuatro horas: la desaparición de Johanna, lo que había logrado averiguar sobre las investigaciones de Johanna y, por supuesto, mis propias pesquisas, que hasta el momento solo habían dado como resultado el vendaje de la oreja, la espalda amoratada y una vaga y endeble teoría sobre las olas del mar.
—Johanna es una buena periodista, nos ha ayudado mucho —dijo Jaatinen cuando terminé de hablar. Su voz parecía hecha para abordar este tipo de situaciones. Su tono ni subía ni bajaba, no adquiría color o matiz alguno. No elegía bando ni tomaba partido. Y, además, resultaba una voz sorprendentemente agradable de escuchar—. Pero, como seguramente sabrá, en estos momentos tenemos escasez de personal. Y como comprenderá, no puedo prescindir de nadie para que se dedique a buscar a su esposa ni a ninguna otra persona.
—Tampoco lo pretendo —le contesté—. Solo quiero saber más acerca del Sanador, porque puede que así sea capaz de encontrar a Johanna.
Jaatinen sacudió con fuerza la cabeza.
—Eso no es seguro.
—No puedo hacer otra cosa. Y la policía no tendrá nada que perder, tanto si la encuentro como si no. En todo caso, habrá conseguido un hombre más para investigar los asesinatos de esas familias. Y todos salimos ganando.
Jaatinen me calibró con la mirada y no contestó de inmediato. Tal vez estaba sopesando mi fiabilidad, o comparándome mentalmente con los miles de personas semejantes que ofrecían ayuda o la buscaban y con los que seguramente se había topado a lo largo de su carrera. Permanecí sentado en mi asiento y traté de parecer lo más honesto posible, una persona que pudiera resultarle de gran ayuda. Puede que el vendaje de mi oreja no contribuyera demasiado a confirmar aquella impresión.
—Tenemos los análisis de ADN de solo una parte de los casos porque el laboratorio tiene más trabajo del que puede realizar y menos empleados de los que debería, y además los aparatos empiezan a fallar. De todas formas, después del último caso, el de Eira, pudieron realizarse los análisis de ADN, y lo que voy a contarle ahora será completamente confidencial hasta nueva orden. Se lo contaré por dos razones, la más importante es porque Johanna fue para nosotros, y en particular para mí, de gran ayuda en la investigación de los secuestros de hace tres años.
Jaatinen probó el café, echó un vistazo a la taza y pareció satisfecho. Me sorprendió y volví a dar un sorbo a mi café. Era casi imbebible.
—Tenemos un sospechoso, el mismo del primer caso, el de los asesinatos de Tapiola. Conservamos también las pruebas de ADN de aquel caso y las hemos llevado al laboratorio para que las analicen y las comparen, algo que cada vez ocurre con menor frecuencia.
Jaatinen dio otro sorbo a su taza. Disfrutaba tanto de aquel café que se demoraba gustosamente antes de tragarlo.
—En fin, compararon las muestras con el banco nacional de ADN y consiguieron un nombre. Solo había un problema.
Los ojos azul grisáceo de Jaatinen brillaron en aquel despacho mal iluminado. De repente parecía estar sentado más próximo a mí de lo que creía. O bien el despacho había encogido a nuestro alrededor, o bien las paredes nos empujaban más cerca el uno del otro.
—Ese hombre murió durante la gran epidemia de gripe de hace cinco años.
—Muy bien —dije tras una pequeña pausa, tratando de sentirme lo más a gusto posible en aquella habitación que de repente se había hecho demasiado pequeña.
Jaatinen deslizó la taza sobre la mesa para apartarla un poco, y luego apoyó los codos con fuerza y los deslizó hacia delante. Si la mesa hubiera sido un ser vivo, habría gritado de dolor.
—El hombre era un estudiante de medicina que estaba a punto de licenciarse. Se llamaba Pasi Tarkiainen. Murió en su casa.
—¿Entonces...?
La expresión de Jaatinen permaneció inmutable, y el tono de su voz tampoco experimentó cambio alguno. Al parecer estaba acostumbrado a explicar cosas a personas con un razonamiento más lento que el suyo.
—Entonces tenemos a un estudiante de medicina muerto que deja sus huellas y rastros en el escenario del crimen donde encontramos a las víctimas. Y que tal vez se haga llamar el Sanador.
—Debe de haber alguna explicación.
Jaatinen pareció estar de acuerdo; entre su labio inferior fruncido y su mentón ligeramente adelantado apareció un hoyuelo que parecía afirmar: «Exacto. Eso es. De eso se trata».
—Por supuesto que la hay. Pero no tenemos suficientes hombres para investigar este asunto. Ayer se despidieron oficialmente tres investigadores asignados al caso. La semana pasada dos de mis hombres dejaron de venir a trabajar; al parecer, han abandonado definitivamente, porque se han quedado con las armas pero han dejado sus pases. Y mi gente tenía vocación por su oficio... no quiero ni imaginar cuál puede ser la situación en otros departamentos.
Jaatinen repiqueteó con los dedos sobre la mesa un par de veces y su mirada se agudizó aún más.
—Todos nuestros esfuerzos se concentran en registrar casos nuevos. Casi no nos da tiempo a comenzar las investigaciones cuando aparecen más y peores casos. Vamos todo lo rápido que podemos, y sin embargo no conseguimos dejar atrás la línea de salida. No es de extrañar que la gente tire la toalla. Tal vez yo también debería irme mientras pueda. Pero ¿adónde podría ir? Eso es lo que no sé.
—¿Sabía esto Johanna? —le pregunté—. ¿Lo de Tarkiainen?
Jaatinen se echó hacia atrás y pareció estar de nuevo sopesándome y evaluando toda la situación.
—Probablemente, no. A menos que lo hubiera averiguado por sus propias investigaciones. Nuestro departamento ya no es tan seguro como antes contra las filtraciones. Sin ir más lejos, ahora mismo estoy hablando con usted. Pero... ¿lo sabía ella? En mi opinión no creo que lo supiera.
Traté de corregir mi postura en la silla, cruzando la pierna izquierda sobre la derecha, pero el fuerte dolor que me produjo en la zona lumbar detuvo el movimiento en seco. Era como si alguien me hubiera clavado un destornillador en el nervio. Gemí y devolví la pierna a su posición original.
—¿Sabe quiénes fueron? —me preguntó Jaatinen.
—¿Los que me pegaron?
Asintió. Creo que esa vez lo hizo con cierto aire compasivo. Me encogí de hombros. Eso no tenía ninguna importancia, pensé.
—Si tuviera que especular, diría que han sido unos sádicos profesionales contratados por alguna empresa de vigilancia. En esos edificios continúan viviendo personas con mucho dinero, que pueden permitirse pagar a gente para que todo siga en orden.
—Es uno de los pocos sectores en crecimiento —dijo Jaatinen—. Muchos de nuestros hombres han dejado el cuerpo para trabajar en eso. Quieren ganar dinero para poder trasladarse al norte. Pero allí tampoco hay sitio para tanta gente. Y la vida no resulta más fácil o placentera que aquí.
Tenía que devolver la conversación a su cauce original. Estaba buscando a Johanna, no considerando los convulsos cambios que se estaban produciendo en el mercado laboral.
—Supongamos que pudiera investigar usted el caso del Sanador y de Tarkiainen —le dije—. ¿Por dónde empezaría?
Parecía que Jaatinen había estado esperando aquella pregunta. No se detuvo a pensar ni un segundo antes de responder:
—Buscaría a Tarkiainen. Muerto o no.
—¿Cómo? —le pregunté.
—Con los datos de que dispone ahora, con intuición y con un poco de suerte. Todo eso le será necesario. Las pruebas indican que Tarkiainen está vivo. En alguna parte debe de haber gente que le conoce. Me extrañaría que se hubiera alejado de su entorno habitual. Y tengo la sensación de que conoce bien las zonas en las que actúa. Lo mismo puede decirse de la gente que tiene a su alrededor. Yo buscaría a sus antiguos conocidos: sus compañeros del golf, sus colegas de trabajo, sus vecinos, sus amigos del alma. Alguno de ellos puede seguir todavía en contacto con él. Puede que incluso siga acudiendo a su bar favorito.
Jaatinen se quedó callado, como si estuviera dejando espacio para la pregunta que flotaba en el aire.
—¿No cree que Tarkiainen esté muerto?
Jaatinen no tuvo que considerar su respuesta.
—No —dijo con su inquebrantable voz seca.
Continuamos hablando unos diez minutos más, tiempo suficiente para que en mi interior comenzara a crecer la sensación de que, pese a todo, mantenía ciertas reservas respecto a mí. Me había informado de muchas cosas, pero, por supuesto, no me había dicho todo lo que sabía. No le presioné. Ni tampoco me vi con ánimo de preguntarle cuáles creía que eran las posibilidades de encontrar a Johanna, pero hablamos de los secuestros de hacía tres años y de cómo Johanna le había ayudado a resolverlos, gracias a lo cual las dos niñas de seis y ocho años habían podido ser rescatadas sanas y salvas, aunque traumatizadas de por vida. Comprendí que con aquella charla Jaatinen quería alentarme. Y me esforcé por recoger todas las migajas que me arrojaba.
Tras un momento de silencio, Jaatinen se puso en pie y se subió los pantalones oscuros de su traje. Yo hice lo mismo con mis vaqueros. De nuevo sentí un agudo pinchazo en la espalda. Nos estrechamos la mano y le agradecí el tiempo que me había dedicado. Me dijo que seguiríamos intentándolo, y le contesté que así lo haríamos. Estábamos ya delante de la puerta cuando reflexioné sobre la elección de sus palabras.
Me volví hacia él y le pregunté:
—¿Por qué sigue en esto?
En ese momento, Jaatinen no me recordó al doctor Phil. Se parecía a alguien más... tal vez a él mismo.
—Porque... —dijo, más como afirmación que como pregunta.
Por su rostro cruzó ese breve y ya familiar destello, que podía ser de fugaz alegría o de enorme fastidio.
—Aquí hay todavía una posibilidad de hacer más bien que mal. Y soy policía. Creo en lo que hago. Hasta que me demuestren lo contrario.
9
—Eres la persona más extraña que conozco —me dijo una vez Johanna, pasándome la mano por detrás del cuello—. Eres capaz de permanecer horas y horas quieto, mirando fijamente al vacío, y aun así parecer totalmente concentrado.
—Pero si de eso se trata —le contesté, despertando de mis pensamientos—. Yo no miro al vacío. Trabajo.
—Tómate un descanso de vez en cuando —dijo riendo—. No te vayas a agotar.
Después se sentó a horcajadas sobre mi regazo, de modo que sus pies no llegaban al suelo, puso sus labios contra los míos y me besó durante largo rato, y luego continuó riéndose.
Los momentos más significativos de la vida son tan fugaces que, mientras ocurren, solo son contestados con un simple gruñido o bufido. Solo más adelante entiendes que deberías haber dicho algo, haber dado las gracias, haberle hecho saber que la amabas. En ese momento habría dado lo que fuera por poder sentir la suave mano de Johanna rozando mi cara, o sus labios cálidos, plenos y casi secos contra mi sien.
Sin embargo, me encontraba sentado en el asiento trasero de un taxi, exhausto, mirando fijamente a la oscuridad y a disgusto con mis pensamientos. Hamid me preguntó hacia dónde debía dirigirse. Todavía a ninguna parte, le contesté. Necesitaba tomarme un pequeño respiro. De modo que permanecimos parados de noche junto a la acera en Pasila, mientras Hamid iba regulando la potencia de la calefacción, aumentando y reduciendo su intensidad. Incluso parecía difícil encontrar el equilibrio en esa tarea.
La lluvia era en ese momento tan suave y ligera que no te dabas cuenta de que era una fría lluvia de invierno hasta que te encontrabas completamente calado y tiritando. El reloj digital del salpicadero, que se hacía pasar por analógico, marcaba las dos y media. Hamid movía los labios al son de la música que sonaba suavemente, me echaba algunas miradas por el retrovisor, jugueteaba con su móvil y se aburría ostensiblemente. Abrí en mi teléfono el plano que había elaborado Johanna.
Tapiola, Lauttasaari, Kamppi, Kulosaari.
Tuomarinkylä, Pakila, Kumpula, Töölö, Punavuori.
Oeste-Este / Norte-Sur.
Comencé a buscar datos sobre Pasi Tarkiainen en el móvil, pero todo lo que encontraba se hallaba a más de cinco años. Había al menos cuatro lugares en los que Tarkiainen había residido anteriormente: Kallio, Töölö, Tapiola y Munkkiniemi. Había trabajado en centros de salud de Töölö, de Eira y en el centro de la ciudad de Kaivokatu.
Recordé las palabras de Jaatinen. Volví a repasar las entradas encontradas: Töölö aparecía en todas ellas.
También hice una búsqueda de imágenes. La foto que encontré era de hacía diez años. El joven Pasi Tarkiainen no parecía un asesino, sino un alegre estudiante de medicina, prometedor y optimista. Su sonrisa era tan contagiosa que casi la imité. Pero al mirar más fijamente la foto, me di cuenta de algo más. Los ojos detrás de las gafas desentonaban ligeramente respecto a sus mejillas rebosantes de salud. Parecían más viejos que la cara que los rodeaba: serios, incluso preocupados. Sus cabellos rubios eran cortos, engominados, con el flequillo cortado en zigzag que le llegaba hasta la mitad de la frente. A pesar de su amplia sonrisa, parecía un hombre que se tomaba las cosas muy en serio.
Dejé el teléfono en mi regazo, apoyé la cabeza en el respaldo y en un momento estaba en otra parte. Cerrar los ojos era para mí como viajar en una máquina del tiempo. En un segundo podía ir donde quisiera, hacia delante y hacia atrás.
Johanna.
Siempre y en todas partes.
Abrí los ojos y de nuevo estaba en un taxi con un conductor norteafricano, envueltos en la lluvia.
Le di a Hamid la dirección y empezó a conducir, aliviado. Bajamos por la colina desde Pasila hacia Eläintartha. Las ventanas del hospital Aurora reflejaban el brillo de los focos como si fueran largas hileras de espejos. Estaba custodiado por soldados, sobre todo alrededor de la clínica de enfermedades infecciosas. Según los rumores, los militares tenían dos misiones: impedir que entrara la gente de fuera e impedir que saliera la gente de dentro. Los mismos rumores hablaban de ébola, peste, una especie de difteria resistente a todos los medicamentos, tuberculosis y malaria. Más allá, los árboles del Parque Central se alzaban tras el hospital como un lúgubre muro. Solamente existían estimaciones de la cantidad de gente que vivía en el Parque Central, ya fuera de manera provisional o permanente. La cifra más barajada era de unas diez mil personas. Era una estimación tan buena como cualquier otra.
Pasamos junto al estadio de hockey sobre hielo, por donde pululaban cientos de personas incluso de noche. El estadio se llenaba de gente todas las noches, un refugio de emergencia convertido ahora en permanente.
En el cruce de Mannerheimintie y Nordenskiöldinkatu estaba parado un tranvía a oscuras, como algo grande, verde y olvidado, como si alguien simplemente se hubiera bajado y lo hubiera dejado allí. Hamid redujo la velocidad, rodeó el tranvía y continuó por la calle hacia Töölö.
En un par de minutos llegamos a Museokatu. Tarkiainen había vivido en el número 24 de Museokatu, y el director general de la empresa de envoltorios de plástico y su familia de cinco miembros habían sido asesinados en el número 3 de Vänrikki Stoolin katu. La distancia entre la puerta del edificio de Tarkiainen y el lugar de los asesinatos era de unos cien metros.
No le dije a Hamid por qué habíamos parado en Museokatu... ni yo mismo lo sabía.
Salí del coche, fui caminando hasta el número 24 de Museokatu y miré hacia el otro lado de la calle en dirección a Vänrikki Stoolin katu. Al principio sentí la lluvia como algo suave que se deslizaba por mi cara, y al rato como rápidas y gélidas gotas que se me colaban por el cuello de la ropa. Observé la calle nocturna empapada por el agua y eché un vistazo a mí alrededor: no vi nada que pregonara la existencia de un asesino en serie, o de una esposa desaparecida.
Crucé la calle y fui hasta el número 3 de Vänrikki Stoolin katu, desde donde miré en dirección contraria. La mayoría de los apartamentos del número 24 de Museokatu tenían una vista directa del lugar donde me encontraba. En ese momento todas las ventanas del edificio estaban a oscuras salvo las de la planta superior, donde podía contar seis ventanas contiguas iluminadas.
Caminé de vuelta hacia el taxi, y estaba a punto de entrar en él cuando divisé un letrero luminoso de color amarillo y verde un poco más abajo en la calle. ¿Cómo no había reparado antes en ello?
Le pedí a Hamid que me esperara y recorrí a grandes zancadas los cien metros que me separaban del local con los hombros subidos y las manos en los bolsillos, como si aquello pudiera evitar que me empapara. Recuerdos de años atrás empezaron a inundar mi mente. Acudían en un orden arbitrario, sin tener en cuenta el año ni la naturaleza de los hechos. Lo único que tenían en común era que cada cual resultaba aún más indeseado que el anterior.
Hay cosas que nunca cambian. Tampoco mejoran con el paso del tiempo. El bar presentaba más o menos el mismo aspecto y ambiente que tenía unos diez o quince años atrás. Tras subir los cuatro escalones desde la calle, había una larga barra junto a la entrada. A la derecha había tres mesas, y en el salón a la izquierda unas diez más. Al fondo del local, una abertura en la pared permitía ver el salón trasero, donde había unas cuantas mesas más. El bar estaba lleno, y se movía y retumbaba al son de la atronadora música y del griterío.
Me costó bastante esfuerzo poder atravesar el muro de gente para llegar hasta la barra, y también conseguir una cerveza. Plantaron frente a mí una jarra de medio litro, pagué y traté de ver si había alguien conocido. No conocía a ninguno de los camareros que corrían detrás de la barra de un lado para otro, ni tampoco al parlanchín de barba larga y descuidada que había aparecido junto a mí para que le invitara y que, visto de cerca, parecía perturbadoramente joven.
Durante años había ido a ese mismo bar, en ciertos periodos con demasiada regularidad. Se encontraba en la ruta de camino o de vuelta del centro cuando vivía en Mechelininkatu. Eso fue en la época anterior a Johanna. Y no fue una buena época.
La mayoría de los grupos habían pasado ya ese punto en el que era imposible mantener cualquier conversación coherente: el punto en que lo único que importaba era conseguir emitir cualquier ruido, apoyarse contra los otros y beber más. No fui capaz de reconocer a nadie en la sala, de modo que me dirigí hacia el salón del fondo.
Estaba peor ventilado que el de delante. Los olores a alcohol y orina pugnaban por hacerse con el dominio de la habitación. Las personas sentadas a las mesas me resultaban completamente desconocidas, y estaba a punto de darme la vuelta para salir cuando, al fondo del salón, por la estrecha abertura de una puerta entreabierta, atisbé un rostro familiar. Un camarero de anchos hombros al que recordaba de unos diez años atrás terminó de apilar unas cajas, cogió la que estaba arriba del todo, se la colocó contra el regazo, salió del almacén y, de un codazo, cerró ruidosamente la puerta tras sí. El hombre me vio. Le saludé alegremente y deseé poder recordar su nombre. No lo conseguí, y el saludo se quedó corto. El camarero continuó su camino hacia el salón delantero llevando la caja de vodka en brazos.
Volví a la parte delantera del local y me abrí paso a codazos hasta el borde de la barra. Puse la jarra sobre el cristal del mostrador, manchándome el canto de la mano con algo oscuro y pegajoso. Saludé de nuevo al camarero. Me vio y se colocó frente a mí tras la barra. Apenas había cambiado en diez años; naturalmente, sus rasgos se habían vuelto más angulosos, y en las mejillas, alrededor de la boca, habían aparecido unos surcos bastante profundos. Sus ojos se habían vuelto más opacos, más expectantes, como ocurre a veces con la edad. Pero la coleta seguía estando en su sitio, los hombros eran incluso más anchos, y la barba cerrada de dos días crecía igual de oscura y descuidada que tiempo atrás.
Me saqué el móvil del bolsillo.
—Antes solía venir por aquí —le dije.
—Me acuerdo —respondió, y añadió de forma más ponderada—: Vagamente.
—Mi mujer ha desaparecido.
—A ella no la recuerdo.
—Nunca ha venido por aquí —le dije.
El camarero me miraba como seguramente haría con la mayoría de sus clientes. Sabía muy bien que no merecía la pena entablar una conversación con un borracho que fuera más allá de pedir una cerveza. Adoptó una expresión completamente fría y neutra por lo que a él respectaba, la conversación había terminado. Ya se estaba alejando cuando levanté la mano.
—Espera —le dije, y conseguí que se volviera hacia mí—. Aparte de a mi mujer, también estoy buscando a otra persona, un hombre.
Tecleé en el móvil para poner la imagen de Pasi Tarkiainen en la pantalla, la aumenté, y se lo pasé al camarero. En su manaza, el teléfono se convirtió en una caja de cerillas.
—¿Has visto a este tipo alguna vez por aquí? —le pregunté.
El camarero levantó la vista y me devolvió el teléfono. Las comisuras de su boca se curvaron un poco y sus ojos se abrieron ligeramente.
—Nunca —dijo.
Pero en su rostro apareció fugazmente una extraña expresión.
Me lo quedé mirando, tratando de captar de nuevo ese atisbo que acababa de percibir en su semblante.
—Vivía aquí al lado —le dije—. Probablemente haya venido aquí muchas veces.
El camarero agitó una mano en mi dirección. Su brazo era tan largo y fuerte que podría haberme alcanzado la nariz desde donde estaba.
—Probablemente tú hayas venido por aquí muchas veces, pero solo te recuerdo de aquella vez hace años en que te tuvimos que cargar hasta un taxi.
Dejé la jarra vacía sobre la barra, manchándome de nuevo el borde de la mano.
—Gracias por aquello —le dije, y miré a lo largo de la barra en busca de algo con lo que poder secarme la mano.
No vi nada que me sirviera, así que la dejé como estaba.
Eché un vistazo a la imagen que brillaba en el móvil y volví de nuevo la pantalla hacia el camarero. No dirigió su mirada a la imagen. Pero en ese momento el mutismo de su expresión parecía ser fruto del esfuerzo y ya no estaba tan relajada y calmada como al comienzo de nuestra conversación.
—¿Y si te dijera que este tipo ha muerto?
El camarero se encogió de hombros. El efecto fue el mismo que ver subir y bajar el muro de un castillo.
—¿Quieres tomar algo más? Si no, iré a servir a otros clientes.
—Este tipo murió hace cinco años —añadí—. En la gran epidemia de gripe.
—Por aquel entonces murió bastante gente.
—Cierto —dije—. Y muy pocos consiguieron resucitar.
Las manos del camarero se quedaron quietas. Dejó sobre la barra la botella de vino que sostenía en la mano derecha y la copa que llevaba en la izquierda.
—¿Y si te prohibiera la entrada? —me preguntó.
—Solo me he bebido una jarra —le contesté—. No es que haya provocado demasiado alboroto. ¿O tal vez vas a echarme a causa del tipo que murió hace cinco años durante la epidemia de gripe?
Le mostré de nuevo la foto de Tarkiainen al camarero, y esta vez tampoco cometió el error de mirarla.
—¿Cómo te llamas? Bueno, no importa, puedo averiguarlo sin problemas.
Enderezó y se inclinó sobre mí, su postura exhibiendo los hombros en toda su amplitud. Quienquiera que hubiese inventado la palabra «intimidatorio» seguro que tenía en mente a alguien como él.
—¿Por qué quieres saber mi nombre? —le pregunté.
Proyectó su cara hacia delante, con el mentón casi tocando el pecho. Me miró desde debajo de sus cejas, con las facciones completamente en penumbra.
—Para saber a quién estoy echando y poder decirle al resto de los empleados que fulano de tal no puede entrar aquí.
—¿También se lo dirás a Pasi Tarkiainen?
El camarero señaló hacia la puerta. Un tipo de enorme masa muscular, cuya calva relucía como un salmón crudo, brillante y rosado, comenzó a venir hacia mí.
—Ya nos veremos —le dije al camarero.
Me dirigí hacia la masa de músculos y la puerta, pude oler su loción para el afeitado a apenas un metro de mí y me preparé como pude para el agarrón que sentiría en alguna parte de mi cuerpo. Miró hacia la barra, se apartó y me dejó ir. No volví la vista atrás mientras bajaba las escaleras hacia la calle y caminaba en dirección al taxi.
Media hora más tarde estaba tumbado en mi cama mirando hacia la noche oscura, sin ver nada.
Pensaba en Johanna... y trataba de no pensar en ella.
La casa estaba en silencio, no se movía nada en ninguna parte. Solo en ese momento, mientras yacía en la cama, me di cuenta de lo cansado que estaba, de lo mucho que me dolía todo el cuerpo, del hambre que tenía, de la desesperación que sentía. No podía volver la cara hacia la almohada de Johanna ni echarme su manta por encima, aunque tenía mucho frío bajo la mía.
La lluvia martilleaba contra el alféizar de la ventana con un ritmo desacompasado: una larga pausa antes de redoblar con una contundente serie de decenas de gotas, y de nuevo el silencio. Cerré los ojos, escuchando el viento y la lluvia, y dejé que mis puños se abrieran y mis músculos se relajaran. Sin darme cuenta, sin desearlo siquiera, me quedé dormido.
UN DÍA ANTES
DE NAVIDAD
1
Rodé por la cama y estiré el brazo para coger el teléfono de la mesita. Las 06.05. Un número desconocido. Había dormido casi tres horas sin soñar.
—Lehtinen —contesté, ya completamente despierto, sin estar seguro de si no había dormido nada en absoluto o si había estado durmiendo mucho.
—Uutela. Supongo que no tengo que preguntarle si es mala hora para llamar.
El corazón me dio un vuelco. Johanna.
—La verdad es que no —le dije tratando de que mi voz sonara tranquila, como si al controlar la voz pudiera controlar también lo que oiría a continuación.
—Malas noticias, que de algún modo tienen que ver con Johanna. Pensé que querría saberlas.
—Por supuesto.
—El fotógrafo, Gromow, al que intentamos llamar anoche.
—Sí.
—Está muerto.
No supe qué decir. Sentí en el cuello las palpitaciones del corazón. Pronto ascenderían hasta las sienes.
—Sin embargo, no hay ninguna noticia sobre Johanna —continuó diciendo—. Encontraron a Gromow solo, así que tal vez no haya ninguna relación con ella.
—¿Dónde le encontraron? —pregunté tragando saliva.
—Lo tiraron de un coche en una cuneta de la carretera que va hacia Tuusula. Al parecer, había muerto en otra parte.
—¿Cuándo?
—No se sabe. Me dijeron que quizá no lo sepamos nunca, porque no creen que nadie vaya a investigarlo.
—¿Cómo murió?
—No me lo dijeron.
Mi mente daba vueltas mientras me ponía los calcetines y cogía los vaqueros que colgaban del cabezal de la cama.
—¿Estaba vestido? ¿Llevaba algo en los bolsillos?
Lassi no contestó de inmediato. Oí claramente cómo sus dedos se movían sobre el teclado.
—No tengo ni idea —me dijo—. Solo sé que no llevaba ni la cámara ni el móvil.
—Estaba pensando en la tarjeta de memoria. Los fotógrafos suelen llevarlas en los bolsillos, son pequeñas y pueden pasarle inadvertidas a alguien que registre rápidamente los bolsillos.
De nuevo Lassi tardó en contestar.
—Bueno... —trató de ganar tiempo mientras oía de nuevo cómo tecleaba—. En ese caso lo habrían mencionado.
—¿Quiénes? ¿La policía?
—No he hablado con la policía —dijo Lassi, y tras una corta y significativa pausa añadió—: Me refiero a los hombres de la empresa de vigilancia. Fueron ellos los que encontraron el cuerpo.
Me puse en pie, y al estirarme me dolió tanto la espalda que casi me quedé sin aire en los pulmones. Tuve que apoyarme en el cabezal de la cama.
—Pensé que lo había encontrado la policía.
—No —dijo Lassi—. Unos tipos de una empresa privada de vigilancia me llamaron y me dijeron que llevarían el cuerpo al depósito. Ya sabe que ahora tienen permiso para hacerlo.
—Lo sé, lo sé —dije, sonando más impaciente de lo que pretendía—. No me refería a eso.
Tomé aliento y volví a enderezar la espalda. El dolor no remitía.
—Muy bien —repuso Lassi—. Entonces, ¿se supone que debería saber a qué se refiere?
Le hablé sobre las investigaciones de Johanna y las mías, haciendo especial hincapié en la paliza que me habían dado. Mientras se lo contaba, fui a la cocina, llené un vaso de agua y me senté a la mesa. Cuando terminé de hablar, Lassi permaneció callado un rato.
—Por supuesto, existe una remota posibilidad... —empezó a decir, y en ese momento hablaba mucho más despacio y ya no tecleaba en su ordenador. Sonaba como alguien que, mientras habla, mira a su alrededor en busca de respuestas—. Es posible que todos esos asuntos tengan alguna relación. Pero aún no veo cuál puede ser.
—Gromow ha muerto —dije—. Y dudo mucho que lo hubieran tirado en una cuneta si hubiera muerto en un accidente.¿Y cómo sabe que lo encontraron realmente en una cuneta? Podían haberlo matado en cualquier sitio y después haberlo llevado directamente al depósito.
Me di cuenta de que había alzado mucho la voz. Lassi también lo había notado. Su voz adquirió un tono sarcástico.
—Pues claro. Primero le asesinan, después le llevan al depósito y por último me llaman muy educadamente para contármelo. Tiene mucho sentido.
Lassi hizo una pausa; yo guardé silencio y di un trago al vaso de agua. Cuando volvió a hablar, el sarcasmo fue desapareciendo gradualmente de su voz.
—Le he llamado porque pensé que querría saber que, al menos de momento, al menos a la luz de la información de que disponemos, Johanna está bien. A lo largo del día de hoy pienso averiguar de qué trataba todo esto. Puede que le sorprenda, pero aún seguimos preocupándonos por nuestros redactores y fotógrafos. Cuidamos de los nuestros. Todo lo que podemos en estos tiempos.
Permanecimos callados durante un rato. Tal vez ese silencio fuera en memoria de Gromow.
—¿Piensa hacer algo respecto a Johanna? —le pregunté al cabo.
Se produjo una pausa.
—¿Y qué podría hacer yo? —me preguntó Lassi—. ¿Qué demonios podría hacer, en serio? Me estoy quedando sin personal, y también sin periódico. Apenas tengo margen de maniobra.
Apuré el agua. Me levanté para volver a llenar el vaso. Salía agua del grifo y no hacía falta hervirla, así que todo parecía algo más fácil. O lo habría parecido en otras circunstancias, en otro tiempo. Dejé el vaso lleno en la encimera.
—De todas formas —dije—, gracias por llamar.
Lassi habló ahora en un tono de voz más bajo y, sorprendentemente, más suave:
—Lo siento, Tapani. Realmente me gustaría poder ayudarle a usted y a mucha otra gente.
—Le creo —le dije, intentando sonar tan sincero como fuese posible y mirando hacia la mañana oscura.
—Pero en estos tiempos...
—Lo sé.
—Cuídese.
—Gracias —le dije—. Usted también.
Aparté el móvil de la oreja y sequé el sudor que impregnaba a ambos.
Calenté las gachas de avena en el microondas, mezclé una cucharada de miel y me las comí. Me sentí mejor. Enseguida me preparé otra ración, y mientras daba buena cuenta de ella abrí el ordenador de Johanna.
Estuve leyendo un rato mientras apuraba las gachas, luego puse a hacer café y me fui al salón. A lo lejos, al otro lado de la bahía, se veían algunas hogueras; por lo demás, el paisaje estaba oscuro salvo por el resplandor eléctrico de la ciudad que se desvanecía hacia la izquierda en el cielo sin estrellas. Vistas al trasluz, las ramas negras y desnudas de los árboles que estaban frente al edificio parecía que estuviesen quemadas.
Tenía que volver al inicio, así que regresé al ordenador, abrí el navegador y escribí «Pasi Tarkiainen». No encontré nada nuevo entre los resultados. Probé con otras búsquedas: «Pasi Tarkiainen» y diferentes años. Seguía sin encontrar nada de los últimos años, y de los primeros solo lo que ya sabía. Luego añadí a «Tarkiainen» otros datos: primero las direcciones, luego los empleos. Nada. Probé con pares de nombres: «Pasi Tarkiainen Harri Jaatinen». Ningún resultado. «Pasi Tarkiainen Vasili Gromow». Cero resultados. «Pasi Tarkiainen Johanna Lehtinen». Una pequeña noticia captó mi atención. Una nueva búsqueda con el nombre de soltera de Johanna: «Pasi Tarkiainen Johanna Merilä».
Bingo.
Sentí el impacto de un puño frío en mi pecho, y cómo en mi estómago se instalaba un vacío doloroso. Mis dedos comenzaron a temblar sobre el teclado, y de pronto noté las yemas entumecidas.
El artículo era de hacía trece años.
En la foto, Johanna se veía muy joven, y naturalmente también Pasi Tarkiainen. Este tenía el brazo derecho echado alrededor de Johanna, y podía verse cómo tiraba de ella para atraerla hacia sí. La expresión de Johanna era neutra, tal vez con cierto aire de incomodidad, ya fuera por tener que posar para la foto o por el ávido abrazo de Tarkiainen. La sonrisa de este una vez más era amplia y encantadora, y en sus ojos aún no aparecía esa intensidad de las fotos hechas unos años más tarde.
Sobre la foto podía leerse:
«Las casas liliputienses, ecológicamente eficientes, ya tienen a sus primeros habitantes.»
El artículo apenas hacía referencia a Johanna o Pasi Tarkiainen, sino que se trataba de un reportaje sobre la nueva urbanización de Kivinokka. En una antigua zona verde de colonias de verano se había planificado la edificación de un complejo residencial siguiendo el mismo espíritu ecológico, cuyo propósito era establecer las directrices constructivas para las viviendas del futuro. Pero las casas y la urbanización quedaron terminadas a todos los efectos unos veinte años después, cuando ya era demasiado tarde: aunque las viviendas produjeran su propia energía y fueran totalmente reciclables, sostenibles y no contaminantes, el entorno había cambiado tanto que sus innovaciones ya no tenían ningún sentido. Para colmo, las casas resultaban demasiado caras para la gente normal, y quienes tenían dinero no querían trasladarse de ninguna manera a Kivinokka. Actualmente en las casas solo vivían quienes tenían suficiente valor para hacerlo: el barrio había quedado aislado y tenía mala fama por distintos motivos. Junto a ella, en la zona colindante con la bahía de la Ciudad Vieja, se alzaba una decena de esqueléticas torres de viviendas cuyos constructores se habían quedado sin dinero y sin tiempo para terminarlas. Sin embargo, eso no significaba que las casas estuvieran deshabitadas. A la gente que vivía allí no le importaba estar desconectada de todo.
En aquel artículo de hacía casi década y media se mencionaba que una joven pareja, formada por un estudiante de medicina y una periodista, había encontrado en la zona un grato hogar. «Este lugar lo tiene todo: lo ecológico, la naturaleza, la ciudad y buenos servicios de transporte.» Las palabras se atribuían a Pasi Tarkiainen.
Volví a mirar la foto.
¿Qué era lo que más me sorprendía?
¿Que Johanna hubiera vivido alguna vez con Pasi Tarkiainen? ¿Que Johanna hubiera residido en Kivinokka, tan solo a un par de kilómetros de donde vivíamos ahora?¿O que yo no supiera nada de ninguna de las dos cosas?
Me levanté, fui al salón, abrí la puerta del balcón y salí. Miré hacia Kivinokka. Estaba casi a oscuras, como siempre. Aquí y allá se veían algunos fuegos, pero por lo demás el cabo entero estaba envuelto en una oscuridad impenetrable y solo se veían los negros contornos angulosos de los altos edificios.
¿Por qué Johanna no me había dicho nada de Tarkiainen o de Kivinokka? Aunque, por otro lado, ¿por qué tendría que haberlo hecho? Cuando nos conocimos diez años atrás y nos casamos medio año después, era para los dos el inicio de una nueva vida. Así que, ¿por qué tendría que haberme dicho nada de Tarkiainen o de que vivió con él hacia trece años en una casa liliputiense?
Johanna no había permanecido mucho tiempo en Kivinokka. Cuando nos conocimos vivía en Hakaniemi, en un piso de una habitación y una cocina, donde ya llevaba residiendo al menos año y medio. Esto dejaba un intervalo de otro año y medio entre la publicación del artículo y la mudanza a Hakaniemi.
Algo había pasado, y en un periodo de tiempo bastante corto. Podría no ser más que el final de un amor de juventud, aunque, claro, el hallazgo de los restos del ADN de Tarkiainen en los escenarios donde el Sanador había cometido sus crímenes y la desaparición de Johanna en relación con la investigación del caso me hizo pensar en otras posibilidades.
Volví a la cocina y, mientras me frotaba los dedos de los pies para que entraran en calor, miré de nuevo la foto. Estaba encuadrada de tal manera que Johanna Merilä y Pasi Tarkiainen quedaban cortados por la cintura y llenaban la parte izquierda de la foto. En la derecha se veía una casa liliputiense amarilla con el tejado cubierto de placas solares, que tal vez fuera la suya o una de las primeras en ser acabadas. El texto que había debajo indicaba: «Johanna Merilä y Pasi Tarkiainen se mudaron de Kallio a Kivinokka».
Repasé las direcciones anteriores de Tarkiainen: una de ellas correspondía al número 7 de Pengerkatu. Probé a buscar direcciones a nombre de Johanna Merilä, pero solo encontré la de Hämeentie en Hakaniemi que ya conocía.
Pensé un momento y cogí el teléfono.
Eran casi las siete.
A pesar de la hora, Elina Kallio contestó casi inmediatamente con una voz que sonaba más a la de alguien que hubiera estado toda la noche en vela que a la de alguien recién levantado.
—¿Ha aparecido Johanna? —me preguntó antes de que hubiera terminado de saludarla.
—No —respondí—. ¿Aún estáis en Helsinki?
Por un momento, Elina no dijo nada. Tal vez tenía que comprobar dónde estaban.
—Sí —dijo por fin en voz baja.
Esperé un rato a que ella dijera algo más, pero no lo hizo. El silencio casi revelaba cómo estaría cerrando los ojos y bajando la cabeza.
—Elina, ¿va todo bien? —le pregunté.
—No —dijo inmediatamente con aspereza, y después de una pequeña pausa añadió, pensativa y más suavemente—: No nos vamos. Al menos, no todavía.
—¿Qué ha ocurrido?
De nuevo otro silencio antes de responder. Casi podía percibir cómo ordenaba sus pensamientos. Habló en un tono de voz bajo y monocorde:
—Ahti estaba ayer en el sótano recogiendo nuestras pertenencias, y le mordió una rata. Al principio pensamos que no sería nada grave. Pero por la noche Ahti tuvo fiebre, vomitó, se puso amarillo y sufrió convulsiones, y tuvimos que llamar a un médico. Si no lo hubiéramos hecho, habría muerto. Ya sabes que resulta inútil ir al hospital.
—Lo sé —respondí, adivinando el final de la historia.
—El médico no habría querido venir si no hubiéramos tenido dinero en efectivo. Teníamos el dinero que nos diste, pero no era suficiente. Tuve que ir a vender los billetes de tren.
—¿Bastó con eso?
—Para la visita del médico y para los antibióticos. Además, le puso a Ahti unas inyecciones.
—¿Está bien ahora?
—Duerme —dijo Elina, de nuevo en un tono de voz tan bajo que incluso tuve que apoyarme el teléfono contra la oreja para oír mejor—. Está en un estado letárgico, respira de forma ruidosa y con dificultad, como si no le llegara suficiente oxígeno.
—¿Tiene fiebre?
—Ya no.
—Elina, lo siento mucho —le dije, y traté de adoptar un tono más ligero para poder seguir adelante con la conversación—. Estoy seguro de que Ahti se pondrá bien y pronto podréis viajar. Pero te llamaba por otro asunto. Tiene que ver con Johanna. Y con Pasi Tarkiainen.
Se hizo un silencio total, ni siquiera oí el habitual zumbido en la línea. Elina no decía nada, así que me aparté el móvil de la oreja para comprobar si se había cortado la llamada. La pantalla me indicó que Elina seguía al aparato.
—Elina, ¿estás ahí? —pregunté para asegurarme.
—¿Pasi Tarkiainen? —me preguntó Elina como sobresaltada, como si volviera a tomar conciencia de estar hablando aún por teléfono.
—El antiguo novio de Johanna.
—Sí...
Tensa, expectante. Así sonaba la voz de Elina. Le pregunté en el tono más paciente posible:
—¿«Sí...» quiere decir que conoces a esa persona, o «sí...» quiere decir que esperas que todavía te pregunte algo más?
—Sí... recuerdo a Pasi Tarkiainen. Pero de eso hace ya mucho tiempo. No tienes que preocuparte de ello.
Las dos últimas frases llegaron tan rápidamente que al principio no entendí lo que Elina quería decir.
—No, no, no —dije cuando lo entendí—. No te estoy preguntando en ese sentido.
—Entonces, ¿en qué sentido? —me preguntó Elina sorprendida, ahora decididamente más interesada y atenta.
—Aún no lo sé realmente. ¿Recuerdas cuando Johanna y ese tal Pasi Tarkiainen se mudaron a Kivinokka?
—Vagamente.
¿Por qué Elina hablaba ahora tan rápidamente?
—¿Recuerdas algo especial de aquella época? ¿Ocurrió algo entre ellos por aquel entonces?
—Esa es una pregunta un poco rara, Tapani.
De nuevo las palabras llegaron en rápida sucesión. Suspiré profundamente.
—Sé que lo es. Pero ¿recuerdas algo?
—Ahora no me viene a la cabeza nada en particular. De eso hace ya mucho tiempo. Por entonces todo era... diferente.
—Sí, lo era —dije, hablando intencionadamente de forma clara y pausada, como si quisiera poner freno a la velocidad de Elina—. Pero Johanna vivió allí solo año y medio. Después se mudó.
—Esta es una conversación un poco rara. ¿Tiene Pasi algo que ver con que no se sepa nada de Johanna?
Pasi. No era capaz de referirme a ese hombre por su nombre de pila. Para mí era Pasi Tarkiainen.
—Aún no lo sé. Elina, trata de recordar. ¿Ocurrió algo extraño por lo que Johanna tuviera que marcharse de Kivinokka?
—Yo... —comenzó a decir Elina.
Al fondo oí una tos salir desde lo más profundo de los pulmones, después dos golpes sordos contra el suelo de madera, y un balbuceo irritado.
—Ahti se ha despertado —dijo Elina, y pareció alegrarse de ello—. Tapani, trataré de recordar y te llamaré más tarde, ¿de acuerdo?
Colgó.
Me quedé mirando en la pantalla del ordenador la foto que había aumentado: una casa liliputiense de color amarillo bañada por la suave luz del sol, el exuberante verde del césped del patio, y un hombre de anchos hombros y coleta trabajando al fondo, de espaldas a la cámara, con una pala o un rastrillo entre sus grandes manos.
2
—¿Por qué no ha llamado en lugar de venir hasta aquí?
Harri Jaatinen rodeó su mesa, se sentó y me miró de un modo paternal que me incomodó un poco.
—Estuve a punto de hacerlo —le dije, sentándome con firmeza en una silla—. Pero tengo que enseñarle las fotos y explicarle la conexión que existe entre los distintos casos.
Me di cuenta de que sonaba como si planteara alguna gran teoría de la conspiración. Levanté una mano, aunque Jaatinen no había dicho nada.
—Naturalmente, esto suena extraño. Pero hice lo que me aconsejó: empezar por Pasi Tarkiainen.
Hice una pausa de uno, dos segundos.
—Y encontré a mi mujer. Hace trece años.
Le expliqué a Jaatinen lo que había ocurrido, le mostré las fotos y puse sobre la mesa ante él varios papeles y documentos. Me echó un vistazo antes de empezar a leer. En su mirada había algo más que un atisbo de cansancio.
En la habitación se oía el zumbido procedente del portátil de Jaatinen y del conducto de aire acondicionado del techo. El portátil parecía emitir en una frecuencia más alta. Jaatinen estuvo leyendo durante unos cinco minutos, levantó la vista de los papeles y me miró —quizá ya no tan cansado—, volvió a mirar las fotos y tecleó algo en el ordenador. Luego se reclinó en su silla.
—Buen trabajo —dijo.
Le miré perplejo.
—¿Solo eso? —exclamé—. ¿Buen trabajo?
—Buen trabajo —repitió, como si no le hubiera entendido—. Eso ya es mucho.
—¿No vamos a actuar? ¿A hacer algo?
Jaatinen hizo un gesto con la mano izquierda como diciendo: «Adelante».
—Muy bien —dije—. ¿Qué opina acerca de todo esto?
—¿Acerca de qué?
—De lo que he averiguado.
La voz de Jaatinen seguía siendo seca e inexpresiva.
—¿Qué es lo que ha averiguado exactamente?
Enarqué las cejas, realmente sorprendido. Es que ¿no acababa de explicárselo?
—Que Pasi Tarkiainen y mi mujer vivieron juntos hace tiempo. Que ese camarero probablemente fuera su vecino de entonces. Que Gromow, con quien Johanna estaba trabajando, ahora estaba muerto. Y que de alguna manera todo está relacionado entre sí.
—Cierto —dijo Jaatinen.
—Así que está de acuerdo conmigo —dije, inclinándome hacia delante.
Jaatinen sacudió la cabeza.
—Solo en que, de alguna manera, todo está relacionado entre sí.
Respiré hondo.
—¿Puede averiguar algo acerca de Gromow?
Jaatinen miró su ordenador.
—De momento, no consta en los registros.
—¿Está seguro?
Jaatinen volvió a mirar la pantalla, pulsó un par de veces en el teclado y levantó la vista hacia mí. Luego volvió a hablar, de forma pausada y paciente:
—Según esto, no se ha informado de ninguna persona con ese nombre.
—¿Cómo es posible? —pregunté—. Si su jefe ya estaba enterado.
Jaatinen volvió a consultar el ordenador.
—En estos días, todo es posible. Puede ocurrir que tengan tanto trabajo acumulado que no redacten el informe hasta dentro de una semana o un mes. Pero eso tampoco garantizaría nada. Aunque el cuerpo hubiera llegado ayer al depósito y se hubiera hecho el informe en ese momento, seguramente no tendríamos los resultados de la autopsia hasta el verano. Esas cosas también ocurren.
Me lo quedé mirando.
—Eso no va a serle de mucha ayuda a Johanna —dije tratando de no sonar sarcástico, al parecer sin mucho éxito.
Jaatinen se reclinó en el asiento tanto como pudo sin que su espalda o la propia silla se resintieran demasiado.
—No sé si la ayudaría más que el informe sobre Gromow hubiera sido ya registrado y que la autopsia estuviera en curso —dijo—. O si sirve de algo que hablemos de este asunto. Como ya le dije, Johanna Lehtinen nos hizo un gran servicio a nosotros y a mí, con aquel caso, y por eso le he dedicado tiempo a usted y a este... esta... —estuvo un rato buscando la palabra adecuada, pero no encontró ninguna, así que dijo casi atragantándose-... investigación.
Decidí contar hasta diez. Solo llegué hasta seis.
—No pretendo ser un incordio —dije—. Comprendo que tiene escasez de personal, que está sobrecargado de trabajo y no sé qué más. Pero si Johanna le ayudó, lo menos que puede hacer ahora es ayudarla.
Jaatinen pareció considerar el asunto. Por lo menos estaba mirando al frente, y por su expresión parecía estar pensativo, o tan solo muy, muy cansado.
—No sé muy bien qué podríamos hacer —dijo finalmente—. Sin ningún investigador.
Me lo quedé mirando sin decir nada. Adivinó lo que estaba pensando y negó con la cabeza.
—¿Por qué? —pregunté.
Jaatinen se lo pensó un momento.
—Porque no.
—¿Por qué? —repetí.
—La situación es mala, incluso desesperada. Pero, al menos, todo está bajo control, aunque sea remotamente. Si empezamos a utilizar a falsos policías, sería como admitir que hemos fracasado.
—No pretendo hacer el papel de policía —repliqué—, al menos no de cara al exterior.
Jaatinen me miró, y luego dijo, sin pestañear siquiera:
—Muy bien, ¿qué propone?
Revisé el registro de localización del móvil de Johanna. Jaatinen se lo había pedido a la compañía telefónica. Yo tenía razón respecto a Jätkäsaari. Sin embargo, no era el último lugar donde el teléfono de Johanna había estado operativo.
Una hora y tres cuartos después de que yo hubiera hablado con Johanna, el teléfono había estado operativo cerca de un repetidor de la zona de Kamppi: exactamente, en la esquina de Urho Kekkosen katu con Fredrikinkatu. En ese momento eran las 22.53.
Gracias a Jaatinen pude acceder a las imágenes enviadas por las cámaras de vigilancia al servidor de la policía. La cámara en cuestión estaba situada en la esquina de la antigua sede de la compañía eléctrica, a unos diez metros del suelo y filmando con un objetivo de gran angular todo el cruce, así que las personas se veían como oscuras figuras que, al ampliar la imagen, se descomponían en una masa de píxeles.
Cliqué hasta llegar a las 22.50. La gente iba y venía a centenares. Estaba seguro de que, a pesar de la cantidad de gente que pasaba, reconocería a Johanna entre la masa. Fueron pasando los minutos en la pantalla: las 22.52, luego las 22.53 y las 22.54. No vi a Johanna. Volví a clicar para retroceder a las 22.50 y examiné de nuevo el fragmento de tres minutos. Y luego una vez más. Estaba desconcertado y frustrado, y completamente seguro de que ninguno de los transeúntes de las imágenes era Johanna.
Me levanté, fui a buscar café y volví a sentarme delante de la pantalla. Jaatinen me había llevado hasta la segunda planta, había puesto un ordenador a mi disposición y me había apuntado en un papel la clave para buscar datos. Con esa clave pude entrar en los registros telefónicos y de las cámaras de seguridad, así como a diferentes bases de datos de identificación de personas. En la barra inferior de la pantalla podía ver que el ordenador de Jaatinen estaba conectado al mío, de modo que él podía ver adónde accedía y qué hacía. Me había advertido que, si me salía de las pautas establecidas, me cortaría la conexión.
Me encontraba en una sala abierta rodeado por otras personas que tecleaban en distintos ordenadores. Ninguna de ellas había levantado la vista de la pantalla, y mucho menos hablado, durante la hora que llevaba sentado allí. Tal vez todos estábamos haciendo lo mismo: buscando y esperando con ansia. Y, naturalmente, con miedo de que, si nos despistábamos un momento, pudiéramos perder para siempre la migaja de un dato decisivo.
Volví a mirar la grabación y me fijé en los pies de los transeúntes. Ninguno de ellos caminaba con un paso tan enérgico como el de Johanna. Ella siempre se reía de mi andar desgarbado. Aunque sus piernas eran más cortas que las mías, caminaba el doble de rápido que yo. Si hubiese aparecido en las imágenes, la habría encontrado. Volví al inicio, me recliné en mi asiento y miré la pantalla.
La lluvia también incidía en la calidad de la imagen, mostrando las calles mojadas y las aceras relucientes y, en general, haciendo que la vista fuera algo borrosa. A las 22.53, los faros de los coches que se acercaban desde distintas direcciones, el resplandor amarillento de las farolas y los letreros luminosos que titilaban en las paredes de los edificios hacían que el cruce se transformara en un conjunto efervescente de luces, cuyo intenso fulgor coloreaba también los millones de gotas que caían del cielo. El resultado era un paisaje urbano que como representación pictórica habría resultado muy hermoso, pero como prueba para un caso era muy deficiente.
Respiré hondo, y estaba ya a punto de desistir cuando caí en la cuenta de que no estaba necesariamente mirando las imágenes equivocadas.
Johanna no tenía por qué estar recorriendo Kamppi a pie.
También podía ir en un coche.
3
Debería estar acostumbrado a las largas rachas de escasa productividad en mi labor como escritor, pero de algún modo siempre me pillaban por sorpresa. A veces podía pasarme horas delante del ordenador y conseguir escribir tan solo unas cuantas líneas. Y en ocasiones tenía que contentarme con corregir algún viejo texto, una palabra aquí, otra allá.
Durante una hora estuve aumentando las imágenes y examinándolas desde distintos ángulos, anotando las partes visibles de las matrículas, las marcas y los colores de los coches, y haciendo búsquedas en la base de datos de la jefatura de tráfico: sin ningún resultado.
Me dolían los ojos.
Habían transcurrido treinta y seis horas desde la última llamada de Johanna.
Cerré los ojos. Sentía los párpados como pieles de naranja mustias. Me los froté, y pude ver centellas y rayos luminosos que surcaban de un lado a otro la oscuridad.
Cuando bajé las manos, Jaatinen estaba a mi lado. Miró un momento la secuencia de la cámara de vigilancia aumentada al máximo en la pantalla y después volvió la vista hacia mí. No dije nada.
—A veces no lo ves hasta que dejas de mirar —dijo Jaatinen—. Entonces te das cuenta de que ha estado ahí todo el tiempo.
—Puede ser.
—Voy al centro —dijo echando un nuevo vistazo a la pantalla—. Si quiere le llevo.
Miré la imagen, miré a Jaatinen, y le dije que sí.
El coche policial sin distintivos de Jaatinen era de un gris metálico tan neutro como el del día que despertaba fuera. El sol casi no brillaba, pero estaba bastante despejado y las nubes suaves y redondeadas que se cernían bajas en el cielo recordaban que en el mundo existían más cosas aparte de la lluvia.
Jaatinen conducía sin prisa. Puso el intermitente, aunque no había nadie para verlo. En su actitud había algo conmovedor, de solemne dignidad. No pude evitar pensar que tal vez Jaatinen fuera una de las últimas personas en el mundo que respetaba todas las leyes y estatutos. Puede que me leyera el pensamiento, porque dijo:
—Es para no perder la costumbre.
Después volvió a poner el intermitente para cambiar de carril y esquivar un gran bache en el asfalto en Mannerheimintie. Al pasar por delante del gran polideportivo de Kisahalli, nos paramos en un semáforo. La cola para conseguir alimentos de la beneficencia se extendía a lo largo de cientos de metros, desde Mannerheimintie hasta Toivonkatu. Miré a la gente que había en la cola: inexpresivos, resignados, perdida ya toda ilusión. Los vigilantes que controlaban el orden en la fila captaron mi atención.
Constantemente estaban surgiendo nuevas empresas de vigilancia, era algo normal, pero no recordaba haber visto ninguna como esa, con sus monos negros y la insignia en sus espaldas. Era como una gran «A» mayúscula, aunque no exactamente. ¿La recordaba de algún lugar, o solo estaba imaginando que la recordaba? Por si acaso, tomé algunas fotos de los vigilantes, tanto imágenes generales como primeros planos de las insignias.
Jaatinen me miró con expresión inquisitiva.
Señalé con la cabeza hacia los vigilantes. Jaatinen volvió la mirada en la dirección indicada. Le pregunté si tenía información acerca de los monos negros. Jaatinen se los quedó mirando un rato más y se encogió de hombros. Después devolvió su mirada al frente, a la carretera, como si se hubiera obligado a sí mismo a hacerlo.
Cambió el disco y reanudamos la marcha.
—A veces me pregunto si todo esto tiene algún sentido —dijo—. ¿Para qué están vigilando esos hombres? ¿Para asegurarse de que la gente haga cola ordenadamente a fin de recibir unos alimentos que de todas formas se acabarán? ¿Quién les paga por ello, y por qué?
Se detuvo en otro semáforo. Ahora afloró a su cara un amago de sonrisa que, a pesar de su levedad y tristeza, consiguió sorprendentemente iluminar no solo su rostro, sino también todo el interior del coche gris. Me miró y dijo en un tono más suave:
—No creo que me haga ningún bien pensar esas cosas.
Las paredes del edificio de la Ópera estaban oscurecidas a causa de la lluvia y la humedad, y sus ventanas tapadas con lonas y placas de contrachapado. La plaza que lo rodeaba, llena de desperdicios y basura, parecía bajo la luz grisácea de la mañana como salida de otro mundo, un mundo que no querías reconocer que existía realmente.
—Es normal pensar esas cosas —le dije.
Jaatinen no contestó, su mano se movía en la palanca de cambios. Puso el coche en punto muerto y levantó el pie del embrague.
—¿Puedo preguntarle algo?
Su tono parecía sincero. Le dije que por supuesto.
—¿A qué se dedicaba antes?
—Era poeta.
Jaatinen permaneció un rato callado. Resultaba cómico comprobar cómo la reacción ante esta sencilla palabra no cambiaba a pesar de que todo el mundo a su alrededor había cambiado. Probablemente lo siguiente que haría sería preguntarme por los títulos de mis libros, y después me diría que no había leído ninguno o que ni siquiera había oído hablar de ellos.
—¿Qué libros ha publicado?
—Las más bellas palabras en tus labios fue mi primer poemario. Después apareció El viento de todo el invierno, y el último fue No olvides recordar.
—Creo que nunca he...
—No se preocupe —le dije, y sonreí—. Tampoco los leyó nadie más. Conseguí publicar tres libros antes de que empezara todo esto. Se vendieron unos doscientos ejemplares de cada uno, incluidas las copias para bibliotecas. Hace mucho tiempo que están fuera de circulación.
Nos quedamos observando cómo un anciano con un abrigo largo de color gris oscuro ayudaba a cruzar la calle antes de que cambiara el semáforo a una mujer con un pañuelo en la cabeza que caminaba con pasos cortos e inseguros. El bordillo era demasiado alto para ella, y el anciano no tenía fuerzas para ayudarla a subir a la acera. Como pudieron, apoyándose el uno al otro, centímetro a centímetro y paso a paso, consiguieron finalmente superar el bordillo. Un autobús pasó a toda velocidad junto a ellos tocando el claxon, y el espejo lateral no golpeó la canosa cabeza del viejo por apenas centímetros.
—Mi hija está en Noruega —dijo de pronto Jaatinen—. Lleva allí unos cuatro años, desde que su madre Irina, mi mujer, murió. Un camello la atropelló con su todoterreno cuando iba en bici a trabajar.
Volví la vista hacia Jaatinen. Seguía mirando a la pareja de ancianos.
—Al camello le cayó un año y medio de condicional. Me concedieron la custodia, pero, claro, aquello no salió bien porque yo estaba continuamente trabajando. Pero qué otra cosa podía hacer si los colegios y las guarderías cuestan lo que cuestan. Cuando los padrinos de mi hija me propusieron que la niña se fuera a vivir con ellos a Noruega, les dije que sí. No sé si hice bien. Pero no sé qué otra cosa habría podido hacer. Y mientras yo siga trabajando, ella tendrá dinero para poder vivir allí.
A nuestra derecha los altos hoteles resplandecían en todo su esplendor, con las banderas ondeando en el fresco viento matinal. Estaban llenos. Quién habría imaginado que Helsinki se beneficiaría de que la gente hubiera perdido sus hogares en el sur de Europa.
No sabía qué decirle a Jaatinen. Pero no importaba, porque él continuó con su historia sin esperar ningún comentario por mi parte.
—Para poder enviar a mi hija a Noruega tuve que vender nuestra pequeña casa de Korso. Tuve mucha suerte de conseguir venderla. Unas cuantas familias jóvenes la compraron para convertirla en una especie de casa compartida, por motivos de seguridad. La adquirieron por la mitad del precio que yo había pagado por ella, pero en cierto modo no me preocupó en absoluto la deuda que quedó pendiente.
—¿Dónde vive ahora? —le pregunté, por decir algo.
—En Pasila.
—Entonces le queda muy cerca del trabajo —dije.
—Desde el sótano hasta la cuarta planta.
Jaatinen sonrió de nuevo, pero la sonrisa no se reflejó en sus ojos.
Pasamos por delante del Parlamento, rodeado por vallas de seguridad y con potentes focos que de día y de noche barrían los alrededores. Su luz refulgía febrilmente en aquella mañana gris metálica.
—Cuando dije aquello, lo decía en serio —continuó Jaatinen.
—¿A qué se refiere? —le pregunté.
—A que sigo en esto porque soy policía. No soy uno de esos policías desempleados que trabajan como vigilantes de seguridad, haciéndose los soldados. Por eso no le contesté directamente cuando me preguntó por aquellos vigilantes delante de Kisahalli con la insignia de la A en la espalda. Como supongo que habrá adivinado, se trata de una nueva empresa de seguridad. Es la que está creciendo más rápidamente, muy agresiva y también muy temida.
Jaatinen puso el intermitente y cambió de carril.
—Mi opinión sobre estas empresas de seguridad es que son todas iguales. La mayoría de los vigilantes no tienen el perfil adecuado para proteger a las personas y mantener el orden. Más bien todo lo contrario. Tenemos informaciones de una de estas empresas que de hecho roba a la gente y los negocios en lugar de vigilarlos y protegerlos.
Jaatinen me dejó en la esquina de Forum. Bajé del coche y él se incorporó de nuevo al tráfico, por supuesto, poniendo el intermitente. Saqué el móvil del bolsillo, miré las fotos que había tomado y seleccioné una con el logotipo de la A. Después la introduje en el buscador de imágenes.
Empresa de vigilancia A-Secure: no había ninguna información específica sobre ella, ni tampoco dirección alguna. La búsqueda de los números de teléfono que aparecían no dio como resultado ningún nombre. Volví a mirar el logotipo, pero aún no sabía lo que esperaba que me dijera.
Sin saber muy bien qué hacer, subí caminando por Simonkatu hacia la confluencia de Urho Kekkosen katu con Fredrikinkatu.
4
—¿Nos mudaremos alguna vez? —me preguntó Johanna una noche hace dos o tres semanas, cuando estaba a punto de quedarse dormida.
Solté el libro. Johanna se pegó a mí, haciendo que crujiera el edredón y apoyando su cabeza a medias entre la almohada y mi cuello. La tenue luz de la lamparilla brillaba sobre la suave tonalidad dorada de su piel, y su grácil brazo, echado sobre mi barriga y el edredón blanco y negro, parecía a simple vista el brazo de una muñeca.
—¿Por qué me preguntas eso?
—Solo estaba pensando —dijo Johanna, y casi sentí sus labios sobre mi cuello mientras hablaba.
—¿Te gustaría que lo hiciéramos?
—Creo que no, la verdad.
—¿Y de mentira?
—Podría ser.
—¿Dónde te gustaría mudarte de mentira?
—Esa es la cuestión —dijo Johanna levantando la cabeza de la almohada y moviéndose hasta que estuvo a la altura de la mía—. Que no hay ningún lugar al que me gustaría mudarme, salvo de mentira.
Johanna se apoyó sobre un codo.
—En los últimos días he estado dando vueltas por Helsinki trabajando en una historia, y he estado en bastantes lugares a los que no iba desde hacía mucho tiempo, y en muchos momentos me ha invadido una gran sensación de tristeza y nostalgia.
—Muchos sitios han cambiado considerablemente en los últimos años. Incluso por aquí cerca.
—Supongo que sí —dijo Johanna—. Pero cuando ves los antiguos lugares donde vivías y recuerdas cómo era todo antes, las cosas que hacías allí y la gente a la que conocías... Amigos, familiares y todo eso.
Cuando pienso ahora en aquella conversación, sé que debería haberle preguntado a Johanna dónde había estado, por qué había ido a esos lugares y qué había averiguado. Pero era una noche normal en la que simplemente estábamos charlando en la cama, como siempre hacíamos, y como siempre haremos.
—También hace que me pregunte —continuó Johanna— si la gente podría haber hecho otra cosa, haber hecho algo más. Hacer las cosas de forma distinta. Y, al mismo tiempo, sé que no podrían haberlo hecho de otra manera.
Todo lo que Johanna había dicho entonces cobraba ahora un insidioso significado subyacente: Pasi Tarkiainen. Era una serpiente que se colaba entre mis pensamientos por el más pequeño de los orificios y envenenaba todos mis recuerdos. Me obligué a echar a Tarkiainen de mi mente hasta volver a ver solo a Johanna frente a mí.
Levantó la cabeza y me miró a los ojos desde tan cerca que resultaba difícil ver con claridad las motas de color de sus iris, sus pupilas negras y duras, la expresión detrás de la superficie acuosa de su mirada.
—Por una parte, he conseguido tanto... —dijo—. Y, al mismo tiempo, he perdido tanto...
Le cogí la mano. Ella me contestó con un tierno apretón.
—Si te he entendido bien, no vamos a mudarnos.
Una oscura sombra cruzó fugazmente por su mirada, luego se desvaneció. Sonrió.
—No vamos a mudarnos —me dijo muy despacio.
Se deslizó hacia arriba, poniendo una mano en la almohada a la altura de mi oreja, se inclinó sobre mí y me besó con sus labios cálidos y suaves.
—No vamos a mudarnos —repitió.
En el cruce de Fredrikinkatu con Urho Kekkosen katu se había producido un nuevo socavón. Algunos hombres pululaban alrededor del hoyo, mientras una máquina excavadora permanecía con la pala en alto en el extremo opuesto. Varias furgonetas de las compañías eléctrica y del agua estaban alineadas frente al enorme socavón, como si esperaran para entrar en él. El tráfico tenía que medio subirse a la acera para sortearlo.
Me quedé parado en la esquina. Me ajusté la bufanda, me subí la cremallera del chubasquero hasta el cuello, me calé bien el gorro y remetí los guantes por dentro de las mangas. Cuando uno de los empleados de la compañía del agua, un hombre de cara rojiza y con un mono de invierno que le daba un aspecto de niño grande, pasó junto a mí, le pregunté qué había ocurrido. «Como puede ver —dijo el hombre—, ha habido un derrumbe.» No obtuve más información de él, pero tampoco había razón alguna para que me la diera.
Rodeé el cruce y miré primero en dirección a Töölö, hasta la iglesia de Temppeliaukio, después en dirección a Malminkatu, desde Fredrikinkatu hasta Urho Kekkosen katu, y de nuevo hacia la iglesia. De vez en cuando echaba un vistazo al enorme socavón en el centro del cruce. Como no encontraba nada que me inspirara en ninguna de esas direcciones, salvo el hoyo, y como el viento arreciaba cada vez con más fuerza, desistí y eché a caminar hacia Töölö, hacia la casa de Ahti y Elina Kallio.
¿Cuándo llega el momento de reconocer que no se conoce a alguien tan bien como se pensaba hasta entonces?
Intenté repasar los hechos en mi mente de la forma más objetiva posible, filtrar la verdad de la fantasía. Traté de separar mis peores miedos de lo que podía ver con mis propios ojos que era real. No me resultó fácil, ya que se trataba de la mujer a la que amaba. Por mucho que me esforzara, era incapaz de recordar que Johanna hubiera dicho nunca una sola palabra acerca de Tarkiainen o hubiera hecho alguna referencia a la casa de Kivinokka. Pero tampoco se me ocurría por qué debería haberlo hecho. No había ninguna razón para ello. ¿Quién habría podido predecir que los caminos de Tarkiainen y Johanna volverían a cruzarse?
Atravesé el puente que une Eteläinen Rautatiekatu con Pohjoinen Rautatiekatu y miré hacia abajo. Las caravanas y vehículos abandonados allí formaban ahora una hilera de pequeñas viviendas. En los últimos años, se habían ido acumulando en torno al estrecho pasaje bajo el puente hasta convertirse en un pequeño barrio. De entre el humo y el vaho que ascendían pude distinguir al menos los olores a carne a la brasa, gasolina y, por supuesto, alcohol casero. También se oía la barahúnda de los niños, que estaban jugando o simplemente gritando sin más.
Miré el reloj: eran casi las diez. Los minutos y las horas pasaban cada vez más rápido. Llegué a Arkadiankatu, saqué el teléfono del bolsillo y llamé a Johanna, con el mismo resultado de siempre. ¿Cuántas veces más volvería a llamar? ¿Cuántas veces volvería a oír la voz monótona de mujer que, una y otra vez, diría aquellas palabras que ya conocía tan bien? No lo sabía. Tal vez las acciones debían repetirse una y otra vez hasta que la repetición produjera resultados, o hasta que fuera inútil volver a intentarlo.
Un ruidoso y abarrotado tranvía procedente del centro pasó a mi lado a un par de metros de distancia. Los pasajeros que estaban de pie junto a la puerta tenían que apretujarse contra las ventanas. Innumerables personas iban al trabajo, en un día normal y corriente, siguiendo con sus vidas. El tranvía se detuvo con un fuerte estruendo en la parada, y yo reanudé mi marcha en el viento frío, con el olor a carne quemada y el irritante hedor a etanol empujándome por la espalda, obligándome a seguir mi camino.
Llegué a la puerta del edificio de Ahti y Elina, llamé al timbre y esperé. La cámara se movió haciendo su ronda de inspección como la antena de un insecto bajo su cubierta protectora. Tras asegurarse de que yo no suponía ninguna amenaza, la antena se detuvo, el cierre de la puerta se abrió, y entré. Aunque el ascensor estaba parado abajo, decidí subir por las escaleras. En el silencio del edificio, mis pasos resonaban contra los escalones de piedra como redobles de tambor.
Desde la entrada del apartamento percibí inmediatamente el olor a enfermo. Bajo la luz eléctrica del vestíbulo, la cara de Elina se veía pequeña y pálida. Me saludó con un movimiento de cabeza, dio media vuelta y se dirigió al salón. Cerré la puerta detrás de mí, me quité el chubasquero y los zapatos y la seguí hasta el salón, deteniéndome ante la puerta del dormitorio para escuchar los ronquidos de Ahti y ver sus pies bajo el edredón. Estuve a punto de entrar, pero cambié de idea y continué mi camino.
Elina estaba sentada en el sofá sobre sus piernas, con los largos cabellos cayéndole sobre el hombro izquierdo. Una vez más la suave iluminación confería al ambiente de la estancia la forzada sensación de que el tiempo se había detenido, de que todo resultaba excesivamente hogareño. Me di cuenta de que eso era lo que me molestaba. Era una fantasía, un intento de regresar al pasado.
Me senté en el impresionante sillón tapizado de un basto tejido negro, que al momento se calentó y alivió mi cansado cuerpo. De nuevo fui consciente de lo exhausto y hambriento que estaba y, al mismo tiempo, de lo poco que me apetecía comer o sentirme cómodo.
—Afortunadamente, se ha vuelto a dormir —dijo Elina—. Porque ni siquiera logra estar consciente del todo cuando está despierto. Hace un rato hablaba de una forma tan confusa que me asusté.
—Siento mucho que Ahti esté enfermo y que vuestro viaje haya tenido que posponerse.
Elina se echó a reír, pero no había alegría en su risa. Tomó aire, exhaló rápidamente y se llevó la mano izquierda a la frente como si acabara de recordar algo.
—Perdona. Estoy un poco cansada —dijo, y se apresuró a añadir—: De todo.
—Tranquila —dije—. Solo es un retraso. Ya se nos ocurrirá algo.
Elina no dijo nada, echó un vistazo hacia el dormitorio y por un momento pareció escuchar atentamente algo que desde luego no alcanzaban a percibir mis oídos.
—Elina, tenemos que hablar —le dije.
Elina se volvió hacia mí, con una mirada más penetrante y fría.
—¿De ese tal Pasi Tarkiainen?
Asentí. «De ese tal Pasi Tarkiainen».
—¿Qué tiene que ver? —me preguntó Elina—. ¿Con la desaparición de Johanna o con cualquier otra cosa? Además, de aquello ha pasado mucho tiempo, como unos quince años. ¿Qué importa ahora?
—Tengo la teoría de que Tarkiainen tiene que ver algo en todo esto.
Sin dejar de mirarme, Elina se pasó una mano por el pelo y con la otra se tiró del borde de su jersey como si quisiera darlo de sí más allá de lo posible.
—Johanna y Pasi vivieron juntos en Kivinokka, ¿verdad?
Elina asintió, no inmediatamente, pero acabó haciéndolo.
—Me cuesta creer que remover el pasado te pueda ayudar a encontrar a Johanna —dijo Elina—. Pero en fin. Como quieras.
Suspiró y metió los pies aún más debajo de su cuerpo.
—Por aquel entonces vivíamos una vida un tanto diferente —prosiguió Elina—. No éramos más que unos jóvenes e ingenuos estudiantes. Lo hacíamos todo juntos. Algunas cosas en las que no deberíamos habernos metido.
—¿Como cuáles?
—Como las cosas que planteaba Pasi Tarkiainen. —Elina me miró y, al ver la expresión de mi cara, volvió a echarse a reír. Esta vez su risa era decididamente más auténtica que la de antes—. No es lo que estás pensando. Por aquel entonces, Pasi Tarkiainen era un ecologista radical. Y aquello llevó luego a otras cosas.
—Entiendo —dije, y noté cómo me enrojecía.
—Estás celoso —me dijo Elina.
Asentí a regañadientes, sintiendo un fuerte ardor en las mejillas.
—Todo eso ocurrió hace mucho tiempo. Tú también tendrás un pasado, ¿no?
—Desde luego —respondí, sintiendo ahora el ardor incluso en la nuca y queriendo dejar de lado ese aspecto de la cuestión—. ¿Y a qué llevaron aquellas ideas de Tarkiainen?
—Era un activista radical en la lucha contra el cambio climático. Tenía contactos con los grupos que empezaron a matar sistemáticamente a empresarios y políticos, todos aquellos que se consideraban responsables de la destrucción del medio ambiente o que no hacían lo suficiente para frenarla. Formaba parte del pensamiento en blanco y negro propio de la juventud: o estás con nosotros o contra nosotros, y en tal caso no mereces vivir. También Johanna y yo ondeamos esa bandera. En secreto, claro. Pero aun así creíamos en ello.
—No sabía que hubierais sido tan radicales —dije—. Sabía que Johanna era una activista, pero no sabía que había vivido con un terrorista.
Por un momento pareció como si Elina intentara recordar cómo habían sido las cosas realmente. La frialdad de sus ojos fue desapareciendo poco a poco.
—Pasi no era un terrorista. Era alguien apasionado, y puede que incluso obsesivo, pero no era mala persona. No habrá hecho nada malo, ¿no?
Pensé en las familias que habían sido asesinadas, y en las pruebas que demostraban su presencia en el escenario de los crímenes. Me encogí de hombros e hice caso omiso de la pregunta.
—¿Por qué te resulta tan difícil hablar de todo esto?
Elina señaló con la cabeza hacia el dormitorio.
—Ahti tal vez no lo comprenda —dijo Elina, y luego, de forma más vaga, casi a regañadientes, añadió—: Por muchas razones.
Me la quedé mirando.
—¿No habéis hablado de esto? —le pregunté.
Elina pareció sorprendida y ofendida, luego solo sorprendida.
—¿Por qué tendríamos que haberlo hecho? Vosotros tampoco lo hicisteis.
La verdad dolía.
—No, nosotros tampoco —admití, y añadí en voz baja—: Supongo que no había ninguna razón para ello.
—Mientras pensabas que sabías todo lo que necesitabas saber, eras feliz —dijo Elina—. Ahora te das cuenta de que no lo sabías todo, y eso duele. Tienes que decidir cuánto estás realmente dispuesto a saber. Aunque se trate de tu propia mujer.
Ahora percibí algo en ella que antes no había notado. La frialdad había vuelto a su expresión, y con ella también algo duro, incluso amargo.
—Cuéntame más cosas sobre Pasi Tarkiainen —le dije.
—¿Por qué?
La miré a los ojos.
—Aún no me lo has contado todo.
Elina resopló y puso los ojos en blanco. Pero era una mala actriz, y lo sabía.
—No encontrarás a Johanna removiendo cosas que pasaron hace un siglo.
—No me lo has contado todo —insistí—. Ahti está dormido. Puedes hablar.
Echó un vistazo hacia el dormitorio. Escuchamos un momento en silencio. Oí claramente los ronquidos de Ahti.
—Esto es importante, Elina —le dije—. Johanna lleva desaparecida un día y medio. No quiero ni pensar en otra posibilidad que no sea encontrarla con vida, sana y salva. Necesito toda la ayuda posible. No me resulta fácil pedirla, pero no tengo más remedio que hacerlo. Tengo que encontrar a Johanna.
Elina recogió un poco más las piernas, se apartó el pelo de la cara con unos cuantos gestos rápidos y se quedó mirando al frente, como si estuviera tomando una decisión. Luego volvió a mirarme, un poco cabizbaja, y dijo, como si se liberara por fin de algo:
—Yo estaba loca por Pasi Tarkiainen.
Elina siguió mirándome, quizá esperando alguna reacción por mi parte. Luego continuó:
—No sé cómo explicarlo ahora, pero estaba loca por él. Y naturalmente deseaba que él también lo estuviera por mí. Pero era a Johanna a quien quería. Ahora por fin puedo reconocerlo, después de tantos años. Estaba enamorada de Pasi y me moría de celos al verlos tan felices juntos.
No me sorprendió. Le pregunté:
—¿Se lo dijiste a Johanna?
—No —se apresuró a responder Elina, negando con la cabeza—. Ni siquiera se lo dije a Pasi. Solo intentaba que se fijara en mí. Y luego, cuando me enteré de que en realidad no eran tan felices, primero me alegré, y luego solo me sentí triste, pensando: ¿Qué clase de persona soy por alegrarme de que el novio de mi amiga no haya resultado ser como parecía, y de que mi amiga no sea feliz?
—¿Qué ocurrió?
—No lo sé muy bien —dijo Elina, y pareció sincera—. Todo lo que Johanna me contó fue que Pasi no había resultado ser el hombre que ella creía que era. Claro, a veces después de una copa de vino, o dos o tres, le preguntaba qué había pasado, pero de alguna manera nunca tratábamos el tema, aunque siempre habláramos de todo lo demás. Pasi desapareció de nuestras vidas y pronto lo olvidamos. Luego apareció Ahti, después llegaste tú, y todo lo que tenía que ver con Pasi pasó a la historia.
Elina esbozó una sonrisa completamente carente de alegría.
—Nunca he hablado de esto con nadie, ni siquiera con Johanna. Parece como si perteneciera a otro mundo. Es como si hubiera pasado una eternidad y ahora fuera una persona completamente distinta, al igual que todos los demás.
No dije nada.
—Johanna es mi mejor amiga —prosiguió Elina—. La mejor amiga que nunca he tenido o tendré. A Ahti le quiero, es mi marido, pero Johanna es mi amiga.
Seguí sin decir nada. Me incliné, apoyé los codos en las rodillas y la miré fijamente, sus ojos marrones todavía brillantes por la ira de hacía un momento, y las sombras en su cara. Aunque la frialdad y la dureza habían desaparecido de su expresión, aún se percibía algo oscuro en su rostro.
—Y ahora aquí estamos —concluyó Elina en el mismo tono resignado con que había empezado a hablar—. Anoche me puse a pensar que para qué nos íbamos a ir al norte. Que eso no iba a resolver nada. Nada. Que allí tendríamos incluso menos de lo que tenemos aquí. Quiero que encuentres a Johanna y que de nuevo estemos todos juntos. Johanna, Ahti y tú sois la única familia que me queda. Mis padres murieron a causa de la gripe hace cuatro años, mi hermana mayor está en alguna parte de América y no va a volver. Anoche, sentada al lado de Ahti, pensé que, pasara lo que pasara, no tenemos por qué marcharnos de aquí. No merece la pena.
Elina levantó la cabeza. Su rostro se iluminó con una leve sonrisa, cuya calidez fue ascendiendo lentamente hasta llegar a sus ojos.
—Vamos a permanecer juntos y a vivir cuanto podamos, mientras podamos —dijo en tono suave, y luego añadió, de forma vagamente consternada—: Y haremos todo cuanto podamos en estas circunstancias.
Ahti tampoco se despertó con el ruido que hice intencionadamente en el vestíbulo mientras me ponía el chubasquero y los zapatos. Me hubiera gustado hablar con él, pero Elina pensó que sería mejor que siguiera durmiendo. Le pedí que me llamara si recordaba algo más, lo que fuera, sobre Pasi Tarkiainen.
Había intentado mostrarle fotos de Tarkiainen, le había dicho que había estado viviendo en Museokatu, a escasos doscientos o trescientos metros de allí, unos años antes de que Elina y Ahti se mudaran a Töölö. Pero Elina no quiso ver las fotos de su antiguo amor, ni tampoco pensar en lo cerca que había vivido de donde ella vivía ahora.
Me dio algunos nombres, de gente de su época de estudiantes e incluso de más adelante. Uno era el de alguien a quien conocía: Laura Vuola, doctora en filosofía y letras. Su nombre me trajo inmediatamente a la cabeza cosas que había creído zanjadas y olvidadas, haciéndome casi dudar de mi cordura: qué cerca había estado del principio de toda esta maraña, y al mismo tiempo tan dichosamente ignorante. No le comenté nada a Elina.
Le di las gracias y un abrazo mucho más largo de lo que pretendía, y me separé de ella cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo.
5
La claridad de primera hora de la mañana había cambiado mientras estaba en el interior del apartamento, dando paso a un húmedo viento racheado y un cielo cubierto de nubes que presagiaban lluvia y oscurecían el mundo.
Sabía por qué me había demorado tanto en el abrazo a Elina. Echaba mucho de menos a Johanna, también físicamente: su densa calidez, su suave olor mezcla de lana y miel, la sensación que despertaba en mí su cuerpo menudo cuando estaba cerca de mí, pegado a mí, cómo su pequeña mano encajaba en la mía. Éramos muy cariñosos el uno con el otro, a todas horas. Por eso el anhelo llegó de forma tan rápida, tan profunda, tan intensa. Miré hacia arriba, respiré hondo y, desde el fondo de mi alma, concentré todos mis pensamientos en Johanna hasta dejar que solo uno aflorara a la superficie: Te encontraré.
Me encaminé hacia Museokatu con el propósito de visitar de nuevo aquel bar que me era tan conocido. No sabía si estaría abierto, pero recordaba que solía abrir sus puertas ya por la mañana. En aquel entonces los sedientos artistas y aquellos que creían serlo iban allí para aliviar los golpes y magulladuras dejados por la noche anterior.
Bajé las escaleras de piedra de Temppelikatu hasta Oksasenkatu. No podía recordar cuántas veces había bajado yo por aquellos escalones. Al llegar abajo volví la vista atrás, hacia las toscas piedras, a la puerta de acero con pernos del gimnasio situado a medio camino, y a las grandes bolas pétreas cubiertas de musgo que remataban las barandillas.
Llegué a la esquina de Tunturikatu. Más abajo, en la confluencia con Runeberginkatu, había un mercadillo. Todos los puestos estaban atiborrados de objetos, y algunos incluso ocupaban la acera. Me costaba imaginar que alguien pudiera ir allí a comprar algo. Y además, ¿qué comprarían? ¿Ropa, aunque todo el mundo tenía los armarios llenos? ¿Vajilla, aunque pronto no habría comida que poner en ella? ¿Aparatos electrónicos, aunque solo daban un momento de alegría incluso cuando eran nuevos? ¿Libros y discos, aunque ya nadie tenía tiempo para leerlos o escucharlos?
Las esculturas de dos osos hacían guardia, uno frente al otro, vigilando el cruce de Museokatu con Oksasenkatu. O quizá no fueran más que dos ositos de peluche, porque Talvia, el escultor, los había esculpido muy pequeños. Su hermoso y pétreo pelaje gris estaba cubierto por un verde manto mohoso.
La puerta del bar estaba abierta, y dentro se oía música. Al subir los escalones, sentí el mismo olor a orina y sudor de la vez anterior, aunque ahora enmascarado por productos desinfectantes. En la barra no se veía a nadie, y en las mesas de la izquierda había algunos clientes, todos ellos solos, trasteando con el móvil o mirando al vacío.
Me quedé donde estaba, pensando cómo actuaría si me encontraba al camarero de la coleta. Al cabo de unos minutos, la puerta del salón trasero se abrió y al momento apareció un individuo fornido, que se tomaba muy en serio la práctica del culturismo, llevando en brazos una caja de cartón tintineante. La dejó sobre la barra y me miró inquisitivamente.
Pedí un café.
Sin asentir ni mediar palabra, el tipo se dio media vuelta, cogió un tazón de la estantería y lo llenó con la jarra de café que parecía llevar puesta en la placa desde que el bar había abierto esa mañana. O desde que cerró la noche anterior. El tipo plantó sonoramente el tazón en la barra y se quedó esperando. Era llamativamente joven, debía de tener unos veinte años, y parecía haber sido montado a base de grandes músculos sueltos que no encajaban bien entre sí. Sus ojos azules estaban apretujados entre el hueso frontal y los pómulos, lo cual se reflejaba en su mirada.
—¿Me pagas ya? —me preguntó.
—¿Cuánto tendría que pagarte si fuera a hacerlo?
Se dio media vuelta muy despacio y señaló la lista de precios en la pared, adoptando una postura que permitía apreciar bien sus brazos.
—Es esto de aquí que empieza por C. La letra siguiente es la A. Luego le sigue la F y justo detrás la E. Se pronuncia C-A-F-É. Y el número que hay detrás es el precio.
Saqué una moneda del bolsillo y la lancé sobre el mostrador. El tipo no la metió en la caja registradora, sino en un recipiente de cristal medio lleno que había al lado. Luego empezó a sacar las botellas de la caja marrón. Al cabo de un rato se percató de que lo estaba observando. Se incorporó y se giró hacia mí.
—No me lo digas —comenzó a decir—. Te has olvidado de pedir leche.
El aire acondicionado susurraba. No dije nada.
—¿Azúcar?
Suspiró y se llevó las manos a la cintura.
—Así que tú eres uno de esos locos que se te quedan mirando —dijo—. Está bien. Tómate el café y lárgate.
—No soy ningún loco de los que se quedan mirando. Pero estoy dispuesto a tomarme el café y marcharme enseguida después de que me digas dónde puedo encontrar al camarero que estaba trabajando ayer aquí. El tipo grandote, con coleta. ¿Estará hoy detrás de la barra?
El hombre se quitó las manos de la cintura para cruzar los brazos sobre el pecho, movió los labios y me miró de la misma manera en que miraría algún objeto insignificante que se hubiera interpuesto en su camino.
—Creo que más vale que te tomes ese café y...
—Te largues de aquí —completé la frase—. Entendido. De todas formas, ¿vendrá hoy a trabajar? ¿O tienes por ahí su número de teléfono?
—¿Para qué quieres su número?
Me lo quedé mirando un momento.
—He pensado que podría llamarle —sugerí cautelosamente.
—¿Para qué?
—¿Para qué se suele llamar a alguien? ¿Y si soy un amigo que ha perdido su número?
—No tienes pinta de ser su amigo.
Volví a mirarle.
—¿Y qué pinta se supone que debe tener un amigo? —le pregunté—. ¿Acaso los amigos de ese tipo tienen un aspecto diferente al que suelen tener los amigos? ¿Y cómo puedes distinguir si alguien es amigo suyo?
El hueso frontal y los pómulos parecían estar empujando ahora los ojos fuera de sus cuencas.
—¿Qué clase de payaso eres?
—No soy ningún payaso.
—Te digo que eres un payaso.
Tomé aire. Me dolía el cuerpo a causa del cansancio y la frustración. Me daba cuenta de que no tenía sentido provocarle y de que una discusión probablemente perjudicaría mi búsqueda. Sin embargo, no me pude resistir.
—Eso no funciona así —le dije—. Las cosas y las personas no son algo solo porque tú lo digas. A veces los niños creen que así es. Pero tú eres un adulto, o al menos lo pareces.
—¿Me estás vacilando?
—No, solo estoy buscando al camarero que estaba trabajando aquí ayer, al tipo de la coleta.
El tipo dio un par de pasos hacia mí, tan solo nos separaba el medio metro de la barra cubierta de cristal. Eché un vistazo a la parte izquierda del bar. Era evidente que la música encubría nuestro intercambio de impresiones, porque los ojos de los clientes seguían pegados a los móviles, fijos en el tablero de las mesas o perdidos en el vacío.
—Largo —dijo.
—Y si no, ¿qué? —le pregunté, de repente muy harto de aquella conversación y de todos los obstáculos que me estaba encontrando—. ¿Cómo se llama ese tío?
—Vete a la mierda.
—Muy bien. ¿Y dónde vive ese tal Vete a la Mierda?
—En tus huevos.
—Vaya, así que te escaqueaste de las clases de biología. Aparte de todas las demás, me imagino. ¿A qué clases ibas?
—A las que enseñaban a dar palizas a capullos como tú.
—Ah, así que aún siguen dando clases de eso. Pensaba que ya habían dejado de impartir ese tipo de enseñanzas. Me alegro de que todavía sigan educando a los niños.
El tipo alargó la mano por debajo del mostrador y luego levantó el brazo. Blandía una porra extensible, que alcanzó su tamaño completo con un chasquido. Empecé a retroceder. Era la segunda vez en solo veinticuatro horas que me echaban del mismo bar. Retrocedí hasta la puerta, y entonces me detuve.
—Salúdale de mi parte —le dije.
Empezó a rodear el mostrador para ir tras mí. Yo ya estaba en la calle y me dirigí a paso ligero hacia el centro, satisfecho por el resultado de mi visita. Las noticias llegarían rápidamente a los oídos adecuados: Si yo no encuentro a Tarkiainen, que Tarkiainen me encuentre a mí.
6
El lluvioso y grisáceo día había alcanzado su ecuador cuando me apeé del tranvía, plagado de ropas húmedas, toses pertinaces y caras de preocupación, en la parada de los grandes almacenes Stockmann. El centro de Helsinki hacía cuanto podía por recordar a la gente que al día siguiente sería Navidad. Aquí y allá unas pocas ristras de luces navideñas centelleaban forzadamente, y su débil fulgor parecía sugerir no solo que echaban de menos días mejores, sino también al resto de sus compañeras desaparecidas.
Unas pocas y frías gotitas me cayeron en la cara. Me las sequé y me deslicé entre el flujo humano, y solo a mitad del paso de peatones me di cuenta de que estaba cruzando en medio del tráfico. Más adelante se oía a un coro cantando «Noche de paz».
En la plaza de la escultura de los Tres Herreros había un gran árbol de Navidad. Sus luces amarillas y rojas brillaban bajo la llovizna como si fueran miles de pequeños discos luminosos que hubieran escapado de sus semáforos. Al lado del árbol había aparcada una tanqueta policial. Se veía a muchos agentes de policía patrullando a pie, y también a muchos vigilantes de empresas de seguridad. Estos iban en parejas y vestidos con monos negros y grises, y estaban apostados delante de los comercios o caminando por las aceras, casi tan numerosos como los transeúntes que hacían sus últimas compras navideñas. Calculé rápidamente que habría unos seis guardias de seguridad bajo el reloj de la entrada a Stockmann. Y también debía de haber más dentro; naturalmente, vestidos de paisano.
En los laterales de la plaza había diferentes puestos de colectas de beneficencia. A todas les venía muy bien un poco de dinero. El destino de las donaciones era básicamente para gente de Finlandia y países cercanos: colegios, hospitales y casas de infancia. La tradicional hucha del Ejército de Salvación, conocida popularmente como «puchero de Navidad», estaba situada en el centro de la plaza. Alrededor del puchero, un coro de la institución formado por cuatro mujeres y tres hombres cantaba «Noche de paz».
Saqué un billete de mi bolsillo y lo deposité en el puchero. Pensé al mismo tiempo en todos los ahorros que estaba consumiendo: en el último día y medio había gastado más dinero que en los seis meses anteriores. Habíamos acordado que los ahorros serían para situaciones de emergencia. Si la desaparición de Johanna no lo era, ¿qué podría serlo? Arrojé unas cuantas monedas más en el puchero y eché a caminar por Aleksanterinkatu hacia el este.
Pasé por delante de varias tiendas cuyos escaparates prometían rebajas de hasta un 95 por ciento. Las joyerías ofrecían relojes de marca a unos precios que hace unos años habrían ocasionado una auténtica avalancha de compradores. Ahora, aquellas piezas de oro y platino medían en sus vitrinas un tiempo que ya no existía.
Los establecimientos de comida rápida habían cerrado sus puertas. Las zapaterías y tiendas de ropa se las arreglaban a duras penas gracias a la campaña navideña. El bar situado en la esquina de Mikonkatu y Aleksanterinkatu tenía un cartel en la calle que anunciaba cerveza y almuerzo baratos, con este último tachado.
Giré a la izquierda por Mikonkatu, continué y doblé a la derecha por Yliopistonkatu, y me encontré con una pelea.
El más grande de los dos, un calvo de anchos hombros y aspecto finlandés, llevaba una cazadora corta de cuero y parecía un rival insuperable para el joven delgado de origen asiático que parecía apenas un chiquillo con su sudadera de capucha. El calvo intentaba alcanzar al joven con sus pesados puños, pero este sorteaba ágilmente los puñetazos. Tras esquivar un par de derechazos más, dejó que su pie izquierdo tomara la palabra.
La patada pilló por sorpresa a todo el mundo, pero especialmente al calvo. El golpe y el ruido producido por la fractura nasal se oyeron a metros de distancia. El calvo se tambaleó y trató de lanzar otro derechazo, impulsándose con todo el peso de su cuerpo. De nuevo el joven lo esquivó y respondió con una alta y rápida patada de su pierna derecha, que impactó cerca de la oreja del calvo y que pareció y sonó realmente dolorosa.
Los brazos del hombre cayeron a los lados y el joven se plantó ante él. Con dos golpes rápidos aplastó los labios del calvo, que se abrieron como una bolsita de ketchup, y con el tercero y último impactó contra su mentón, que pareció hundirse como si acompañara al golpe.
El calvo cayó al suelo, primero sobre su trasero, y se quedó sentado un momento con la mirada vacía y el rostro ensangrentado antes de desplomarse de costado sobre el asfalto, como si fuera a echarse una siesta. El joven dio media vuelta y regresó donde estaba su amigo, cogió su abrigo y se volvió para echar un vistazo. No vi en su mirada ni triunfalismo ni ninguna otra expresión. El incidente completo había durado menos de medio minuto. La pareja se encaminó hacia la Estación de Ferrocarriles.
Continué andando hasta la universidad. Delante del edificio Porthania todo estaba desierto y tranquilo, lo cual, en un día lluvioso y víspera de Navidad, no era de extrañar. Sin embargo, la puerta giratoria no estaba bloqueada y pude entrar.
Había telefoneado a Laura y mi llamada, naturalmente, la había sorprendido. Bajo su actitud distante y cautelosamente cortés había percibido también cierto tono de alarma y, probablemente, miedo. No me extendí en la llamada. En cuanto supe que estaría en su despacho de la universidad durante las navidades, junto con un portero y varios profesores de guardia que trabajaban para ofrecer soporte espiritual y físico a los estudiantes y también por pura tenacidad docente, le dije que iría a visitarla. «Está bien», dijo Laura, tras permanecer un momento en silencio.
Laura Vuola: el amor de mi vida... hacía veinte años.
Recordé claramente nuestro primer encuentro en la fiesta de Navidad del departamento de ciencias políticas que se celebraba en la quinta planta de la Nueva Casa de Estudiantes —Laura llevaba un jersey burdeos de cuello alto y carmín oscuro en los labios—, mi asombrada sensación de triunfo cuando aceptó marcharse de la fiesta conmigo, y el paseo a través del centro nevado hasta su apartamento, en el número 37 de Laivurinkatu.
También recordé las veces que, durante ese año, regresé a Töölö después de una de nuestras numerosas peleas, caminando a través del centro tristemente oscuro y sin nieve, azotado por un viento gélido. Laura había descubierto enseguida la verdad: yo no tenía ambición, ni determinación, ni había orientado mi carrera en ninguna dirección concreta. Si alguien me hubiera dicho que los opuestos se complementan, le habría contado nuestra historia.
En el vestíbulo del edificio Porthania pasé a través del detector de metales. Me quité el cinturón y los zapatos, como hacía en casi todos los sitios a los que iba últimamente. Me los devolvió una vigilante de ojos enrojecidos, que se apartó de la cara el pelo rubio teñido sin mediar palabra, y luego se sentó de nuevo en su silla para continuar jugando en su móvil a un videojuego de disparos en primera persona.
Subí por la escalera grande de caracol y pasé de largo frente a la cafetería de la segunda planta, donde en otra vida, hace mucho tiempo, solía sentarme y charlar, a veces durante horas, en torno a una única taza de café.
Las puertas acristaladas de la tercera planta estaban cerradas con llave. Había un timbre en la pared, con un cartel encima que rezaba: «Llama solo una vez: ya te hemos oído». Pulsé el botón solo una vez, y esperé realmente que alguien lo hubiera oído.
7
En ocasiones, uno consigue recordar las cosas tal como eran.
Los cabellos de Laura seguían siendo largos, oscuros y ligeramente rizados, peinados con raya en medio y cayendo a ambos lados de su rostro claro, casi pálido. Sus pómulos altos y sus labios algo más gruesos de lo normal daban a su cara un aire mediterráneo, al igual que los ojos marrones y las pestañas oscuras y largas.
Laura seguía pareciendo un soberbio enigma. Recuerdo muy bien cómo había querido resolver ese enigma en muchas ocasiones.
—Ni que decir tiene que ha sido toda una sorpresa.
El tono de su voz seguía siendo bajo, y resonó en la silenciosa escalera.
—No sé muy bien qué hay que decir en estas ocasiones.
—¿Comenzamos a discutir ya en la puerta o mejor entras y después discutimos?
No tuve más remedio que sonreír.
—No he venido a discutir —respondí—. Te agradezco que hayas aceptado recibirme.
Ahora fue Laura quien sonrió. Su sonrisa era cauta y tentativa.
—En fin, me alegro de verte.
Me hizo un gesto con la mano para que entrara y se aseguró de cerrar bien la puerta detrás de mí.
Laura iba vestida con el mismo estilo atemporal de por aquel entonces: un elegante jersey de punto gris con un gran cuello que caía en varios pliegues sobre su pecho, una falda larga de tweed y unas botas de cuero de color marrón claro y tacón alto. Con ellas puestas, era más alta que yo.
El pequeño despacho de Laura estaba al fondo del pasillo, y sus paredes estaban recubiertas de estanterías repletas de libros, pilas de papeles y revistas. En una de las paredes había una estrecha ventana por la que se podía ver un trozo de muro del edificio de enfrente. Era difícil imaginar que aquella vista pudiera inspirar algo, ni siquiera a una ambiciosa catedrática de literatura como ella.
Laura se sentó en su silla de trabajo, y el respaldo cedió como acogiéndola en su seno. Yo me acomodé en el otro asiento del despacho, un sofá tapizado que era el más corto que había visto en mi vida. Aunque nos situamos tan lejos el uno del otro como permitían las dimensiones de la habitación, la distancia entre nuestros rostros era de apenas un metro y medio. Laura me miró con sus ojos marrones, muy abiertos y curiosos.
—Así que te hiciste poeta.
No le respondí inmediatamente. Miré a Laura y recordé lo fácil que resultaba quedarme mirándola y perderme en ella, esperando encontrar algún resquicio que me revelara sus secretos. Puede que nunca hubiera habido ningún secreto, salvo en mi imaginación, claro.
—Y tú catedrática de literatura. Como tenía que ser. Siempre fuiste un poco más decidida que yo.
—Veo que no has perdido tu sarcasmo —replicó.
No podía hacer nada al respecto. Sus rápidas respuestas seguían haciendo que me sintiera desconcertado. También hubo algo más. Mientras observaba a mi antiguo amor, me di cuenta de cuánto echaba de menos al actual.
—Perdona —dije—. Me alegro mucho por ti, en serio.
—Gracias.
Laura apartó la mirada.
—La catedrática más joven de la historia —dijo—. Y, además, mujer. No fue fácil.
—Seguro que no —admití.
—Tuve que abrirme paso a codazos —continuó Laura—. Pero seguro que los recuerdas. Unos codos fuertes y afilados. Literalmente.
Sonreí para hacerle saber que me acordaba, sin dejar que en la sonrisa apareciera ningún atisbo de dolor. Ya antes me había percatado del anillo de diamantes que llevaba en el anular izquierdo. Señalé hacia él con la cabeza.
—Estás casada.
Laura no miró el anillo.
—Samuli murió hace un año. De tuberculosis.
—Lo siento.
—Tenemos un hijo de trece años, Otto.
—Eso es maravilloso. Felicidades.
¿Serán todos los encuentros de gente que se ve después de veinte años tan tensos e incómodos, tan plagados de trampas y minas? Laura me miró de nuevo.
—Así que te convertiste en un auténtico poeta —me dijo.
—Después de muchas dificultades.
—Lamento decir que no he...
—No importa —le interrumpí—. Tampoco los leyó nadie más. Solo imprimieron doscientos ejemplares de cada libro. Además, son de esas obras para un público reducido. Ya lo eran antes de todo esto.
De nuevo permanecimos sentados en silencio.
—¿Has pensado alguna vez qué habría ocurrido si las cosas hubieran sido de otro modo? —me preguntó Laura, cogiéndome totalmente por sorpresa.
Me encogí de hombros.
—¿Qué quieres decir con «de otro modo»? —repliqué—. ¿De otro modo entre nosotros o en general?
—En todos los sentidos —respondió Laura—. Totalmente diferente. De forma que todo hubiera tenido un final feliz.
Me la quedé mirando. ¿La había entendido bien? ¿Estaba dudando de las decisiones que había tomado? De ser así, aquella era una Laura con la que no me había encontrado nunca.
—No lo sé —dije—. ¿Y si este fuera el final feliz?
—Si tú lo dices...
—Laura —dije cuando me di cuenta de que se estaba sumiendo demasiado en sus pensamientos—. Hay un tema muy importante del que quiero hablarte. Mi mujer ha desaparecido. Quizá puedas servirme de ayuda. Estoy buscando a un hombre llamado Pasi Tarkiainen.
En la frente de Laura aparecieron dos delicadas arrugas y frunció sus gruesos labios brevemente. Recordaba aquella expresión.
—No lo entiendo —dijo, como esperaba que hiciera—. ¿Se ha ido tu mujer con Tarkiainen?
Negué con la cabeza, y me di cuenta de que lo había hecho mostrando mucha más paciencia que hacía veinte años.
—Si así fuera, no lo ha hecho de forma voluntaria. Al parecer, recuerdas a Pasi Tarkiainen.
—Y quién no —dijo Laura, y al momento la noté un tanto intranquila—. Todo el mundo recuerda a Pasi Tarkiainen, era un joven estudiante muy carismático y un activista medioambiental. Muy radical y, debo reconocer, enormemente atractivo. Mirando las cosas en retrospectiva, por supuesto que tenía razón sobre la gravedad de la situación, pero sus métodos... —Dejó la frase sin completar.
—He oído hablar de esos métodos —dije—. Y puede que tengan que ver con el hecho de que mi mujer haya desaparecido siguiendo su rastro.
—Entonces Pasi... o sea Tarkiainen —comenzó a decir Laura, mirándome a los ojos en busca de una expresión adecuada—, ¿ha hecho algo?
—Puede ser, no lo sé. Francamente, Laura, ya no sé qué pensar. Estoy desesperado. Lo único que sé con certeza es que mi mujer ha desaparecido. Todo lo demás es pura especulación. Ando detrás de cualquier información que tenga que ver con este asunto, aunque sea muy remotamente.
—¿Cuánto tiempo lleva desaparecida tu mujer?
Instintivamente hice amago de mirarme el reloj, pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo me detuve.
—Un día y medio. Casi dos.
—Lo habrás denunciado a la poli...
—Laura —la interrumpí, tan rápida y bruscamente que hasta yo mismo me sobresalté—. La policía me facilitó la pista sobre Tarkiainen. Como no tengo nada más, estoy buscándole. La policía no está haciendo nada, no puede hacer nada.
Mi voz había subido de volumen, adquiriendo un tono seco y duro. Yo mismo lo había notado. La expresión que adoptó Laura me resultaba familiar desde mucho tiempo atrás.
—Lo siento —dije.
—No importa. Es casi como en los viejos tiempos. Ahora me tocaría a mí levantar la voz.
Permanecimos un rato en silencio, luego Laura comenzó a sonreír. Yo también lo hice. Tensión. Minas y trampas.
—Qué bien que hayamos pospuesto el comienzo de la riña hasta estar al menos cómodamente sentados —dijo Laura.
Rompí a reír por primera vez en mucho tiempo. La risa se extendió por todo mi cuerpo como la calidez de un contacto. Me sentí bien.
—¿Debería empezar a acusarte de nuevo de vivir en un mundo de fantasía, de ser poco práctico y de falta de ambiciones? —me preguntó Laura.
—Adelante —contesté riendo—. Y yo podría atacarte diciéndote lo calculadora y lo trepa que eres, y cómo te gusta dar puñaladas traperas.
Laura dejó de reír, pero siguió mostrando una sonrisa que humedeció sus grandes ojos marrones.
—Me gustabas —añadió—. A pesar de todo.
La miré.
—Tú también me gustabas.
Laura continuó sonriendo.
—Tal vez no tenga sentido preguntarse si las cosas podrían haber sido distintas, ya sea a pequeña o gran escala —dijo.
—Las cosas son como son —añadí.
En los ojos de Laura vi calidez, la misma que deseé desesperadamente haber visto dos décadas atrás.
—Vosotros sois felices —dijo.
—Mucho —admití.
—Me alegro por ti.
—Gracias.
Como no dije nada más, tomó aliento y continuó:
—Así que Tarkiainen...
Laura me habló de Tarkiainen, y yo la escuché sin interrumpirla. La cronología de la historia me resultó familiar por lo que Elina me había contado: primero un activismo esperanzador, después una radicalidad de estrechas miras, y finalmente una retirada desilusionada. Adónde, Laura no lo sabía, y yo no podía decirle nada.
Laura había conocido a Tarkiainen hacia el final de su época de estudiante, cuando las informaciones sobre la gravedad del cambio climático habían unido temporalmente a la gente y había sentado las bases para la fundación de muchas estimables y bienintencionadas asociaciones, organizaciones y partidos políticos.
Pero ahora sabemos que aquella unidad fue solo momentánea, concluyó Laura, y noté en su voz cómo se iba acalorando conforme hablaba. Aquella lucha la ganaron las grandes empresas, es decir, unos pocos miles de personas que ya eran inmensamente ricas y que, una vez más, enmascararon sus propios intereses bajo la fachada de la necesidad de crecimiento económico por el bien común. El retorno a un estilo de vida anterior se vio contrarrestado por el deseo general de la población que, harta de la escasez momentánea y del menor consumismo, quería vivir como había vivido antes: de forma egoísta, codiciosa e irresponsable, tal como siempre se le había enseñado a vivir.
Y así, la idea del bien común a largo plazo fue derrotada una vez más por viviendas cada vez más grandes, coches cada vez más nuevos, televisores de plasma cada vez más anchos, interiores remodelados anualmente, equipos musicales, radios, tostadoras, licuadoras, filtros, navegadores y, naturalmente, vestuarios que se renovaban cada semana. Y todo ello había que conseguirlo por menos dinero que nunca antes. Lo cual aceleró el ciclo de destrucción de forma exponencial.
No quise interrumpirla para decirle que, a mi juicio, estaba exagerando y siendo excesivamente simplista. Sabía que ella misma era consciente de ello. Tal vez solo necesitaba desfogar sus frustraciones con alguien... ¿y por qué no conmigo? Al mismo tiempo, deseé egoístamente que abordara cuanto antes el asunto que me había llevado allí.
Entonces Laura se detuvo para recuperar aliento y volvió a Tarkiainen, al joven carismático que recordaba de hacía quince años y que se parecía un poco a Alexander Stubb, el que fuera primer ministro de Finlandia. Laura contó que se había unido a Tarkiainen y otros para fundar un grupo de jóvenes activistas universitarios. El propósito original era el de crear un nuevo movimiento ciudadano políticamente no comprometido, pero Tarkiainen pronto empezó a desmarcarse con nuevas ideas. En aquella época comenzó a tener contacto con grupos extremistas partidarios de la acción directa. Laura creía posible que hubiera llegado a participar en algunos golpes. En todo caso, Tarkiainen adoptó una postura de militante ecologista radical: si estabas implicado aunque fuera mínimamente en actividades consumistas o poco ecológicas, entonces estabas totalmente en su contra. Y muy pronto se desvinculó del grupo al que Laura seguía perteneciendo.
Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo cuando mencionó a la novia de Tarkiainen: una joven menuda y atractiva de ojos azul verdoso, de cuyo nombre no conseguía acordarse en ese momento.
—Johanna —dije en voz baja.
Un destello de reconocimiento centelleó en sus ojos, y asintió.
—Exacto, sí —dijo Laura—. ¿Cómo lo...?
—Johanna es mi mujer.
Se hizo un silencio sepulcral en la habitación. Un silencio tal que creí oír ecos y retazos de conversaciones en zonas completamente alejadas del edificio. La Laura que conocía de antes no se hubiera sentido cómoda durante un silencio tan prolongado. Pero la Laura de ahora permaneció muy tranquila en su asiento, sumida de nuevo en sus pensamientos.
—¿Qué recuerdas de Johanna? —pregunté.
Laura se encogió de hombros.
—Estuvo en el grupo durante un tiempo. Recuerdo haber pensado que estaba con nosotros de forma un tanto reticente. Tal vez se dio cuenta antes que nosotros de que Tarkiainen había cambiado su forma de pensar.
—¿Por qué permanecía entonces?
Ahora Laura me miró a los ojos, enarcó las cejas y soltó con cierta ironía:
—Tal vez confiaba en que podría cambiarle, enderezarle, influir en su forma de pensar. La gente llega a creerse ese tipo de cosas. Incluso los más inteligentes.
Estaba claro que no tenía sentido seguir por esa línea. Pero, a pesar de que me parecía contraproducente e incómodo preguntarle a mi ex novia cosas sobre mi actual mujer, continué:
—En tu opinión, ¿cómo era su relación por entonces... la de Tarkiainen y Johanna?
—De aquello hace quince años —respondió Laura, sacudiendo la cabeza—. Y tampoco entonces habría sabido decirlo. Pero creo que se trataba de una relación que había comenzado con unas aspiraciones comunes, y que luego uno de ellos había cambiado esas aspiraciones por otras que le resultaban totalmente ajenas al otro miembro de la pareja. Esas cosas ocurren. Creo que cuando tu mujer, es decir, Johanna, finalmente se dio cuenta de que Tarkiainen había ascendido a otras esferas, ella procuró alejarse de él cuanto pudo. Eso es lo que yo habría hecho. Aunque fuera algo muy arriesgado.
—¿Qué quieres decir?
—A los hombres les cuesta siempre entender este concepto —dijo Laura—, pero cuando un hombre está dispuesto a usar la violencia, lo más probable es que la use. Supongo que entiendes lo que quiero decir.
Le dije que lo entendía.
—Si tuviera que seguir especulando, y esto no son más que conjeturas, Johanna estaba esperando el momento oportuno para dejar a Tarkiainen. Y quizá...
Permanecí muy callado. Laura negó con la cabeza.
—Esto ya es pura especulación —dijo.
—No importa, Laura, dímelo. Todo, cualquier cosa, puede ser de ayuda.
Laura siguió sacudiendo la cabeza.
—Esto puede sonar algo descabellado —dijo, sin que sonara en absoluto descabellado—, pero cuando Johanna miraba a Tarkiainen, o estaba cerca de él, se la veía como incómoda, cohibida, como si hubiera comprendido algo acerca de él, de Tarkiainen, que no podía decir en ese momento, aunque sabía que deba hacerlo, que necesitaba hacerlo. Pero, claro, esto no son más que especulaciones. Realmente no recuerdo muy bien todo aquello.
—Gracias, Laura.
—No sé si esto te servirá de ayuda —dijo.
—Mucho —le dije de la forma más amable y afectuosa que pude, lo cual me resultó fácil, porque sentía un sincero agradecimiento—. Me ayudará en muchos sentidos. Me alegro de haber venido a verte.
Me levanté de mi asiento, Laura también se puso en pie. Sentí un fugaz desconcierto... como si viviera en dos tiempos distintos, el de hacía veinte años y el actual. Por suerte, la sensación pasó rápidamente. Me acerqué a ella y le cogí la mano, que parecía sorprendentemente familiar en la mía, y la sostuve durante un rato. Cuando la solté, la rodeé entre mis brazos.
Veinte años... y mis brazos no llegaron ni un ápice más lejos de lo que lo habían hecho antes.
8
El taxi de Hamid esperaba con el motor en marcha a la vuelta de la esquina, en Fabianinkatu, a tan solo unos cien metros de distancia. Apresuré mis pasos para no mojarme, pero aun así acabé empapado. La lluvia caía en pesadas cortinas de agua que el viento zarandeaba de un lado a otro. Recibí en la cara el impacto directo de una de aquellas ráfagas, con la que fácilmente podría haberme lavado el pelo. Llegué hasta el taxi, abrí la puerta y entré. Hamid se dio media vuelta en el asiento delantero y se echó a reír con ganas cuando vio lo mojado que estaba.
—Llueve con fuerza —dijo alegremente.
—Llueve con fuerza —admití.
Le pedí a Hamid que me llevara a Herttoniemi. Por el camino le expliqué que necesitaría de sus servicios durante un tiempo y que naturalmente le pagaría por ello. A Hamid le pareció bien y, después de un pequeño tira y afloja, logramos llegar a un acuerdo sobre el precio. Me recliné en el asiento, me pasé los dedos por el pelo mojado para peinármelo hacia atrás y, tras un breve titubeo, probé a llamar al número de Johanna. No estaba disponible.
A continuación llamé a Jaatinen. No contestó, de manera que dejé un mensaje en su contestador diciéndole que se pusiera en contacto conmigo lo antes posible. Conseguí hablar con Elina y le pedí que le dijera a Ahti que me llamara en cuanto se hubiera recuperado.
Hamid se adentró por el paseo marítimo de Sörnäinen buscando el carril más rápido, pero no lo había. Cada vez que lograba acelerar y meterse en un hueco que parecía prometedor, el tráfico se ralentizaba casi al ritmo de los peatones. Hamid era un hombre joven y conducía como siempre han conducido los jóvenes: sin preocuparse de ahorrar combustible, sin importarle la vida humana. Ambas cosas eran cada día más baratas.
El petróleo aún no se había agotado, a pesar de lo que se llevaba vaticinando desde hacía décadas. El problema era, precisamente, lo contrario. Seguía habiendo petróleo en cantidad suficiente para hacer todo aquello que había acelerado aún más la desaparición de las reservas de agua, suficiente para destruir para siempre el aire, la tierra y el agua, suficiente para contaminar y acabar con la vida en lagos, ríos y mares, suficiente para continuar fabricando todas aquellas cosas que resultaban inútiles. Los que habían temido que se agotaran las reservas de combustible podían estar felices porque el petróleo había conseguido sobrevivir. Cuando el mundo llegara a su fin algún día, seguiríamos teniendo en los puertos buques cisterna llenos de petróleo, miles de millones de barriles de oro negro para emprender el viaje hacia la eternidad.
Finalmente Hamid logró encontrar un carril que circulaba con fluidez. Llegamos hasta el puente de Kulosaari, al final del cual el tráfico volvía a estar prácticamente parado. El carril derecho, el del lado del mar, estaba cerrado, así que tuvimos que avanzar por el izquierdo a paso de tortuga. El destello intermitente de las sirenas de los bomberos teñían de azul la lluvia como en una escena de un cuento de terror, y a lo lejos vimos un camión cuya cabina todavía estaba en el puente mientras que el remolque se había estrellado contra el costado de un edificio de oficinas. Desde la distancia, por un instante, daba la impresión de que no hubiera ocurrido nada fuera de lo normal, como si el camión estuviera saliendo desde dentro del edificio para incorporarse al puente.
Sin embargo, vista de cerca, la situación era muy diferente: las ambulancias, que hasta hacía poco habían permanecido ocultas tras los coches de bomberos, esperaban con las puertas abiertas a que al menos una parte de los peatones y trabajadores de las oficinas atropellados por el camión pudieran ser instalados en camillas para recibir los primeros auxilios. Pasamos junto al lugar del accidente en silencio, sin decir palabra. Pronto aceleramos a través de Kulosaari hasta llegar a Herttoniemi.
Cuando paramos frente a la puerta de mi edificio, saqué del bolsillo el adelanto del pago que habíamos acordado. Luego Hamid dio marcha atrás y se alejó. Había prometido presentarse en cuestión de un cuarto de hora en cuanto lo llamase.
El apartamento, vacío y silencioso, parecía aún más triste que antes, como si también sintiera la preocupación y la angustia y no supiera muy bien cómo hacer para volver a ser de nuevo un lugar acogedor, cálido y seguro. Me quité los zapatos y logré colgar el abrigo mojado en el perchero antes de sentir que tenía que sentarme en el pequeño taburete giratorio que había junto a la entrada. A duras penas conseguí tomar asiento antes de que las primeras lágrimas comenzaran a aflorar. Las lágrimas, las primeras en años, brotaron de mis ojos y las sentí correr calientes y pesadas por mis mejillas.
Estaba totalmente exhausto. Tenía la sensación de que todo era en vano, que todos mis esfuerzos no habían sido más que palos de ciego en la oscuridad. Estaba decepcionado conmigo mismo por haber defraudado la confianza de Johanna. Todas las promesas que le había hecho... Siempre te ayudaré, te amaré siempre, haré cuanto esté en mis manos para que todo sea más fácil para ti.
Tranquilízate, Tapani, tranquilízate, me dije a mí mismo.
Puedes mantener tus promesas, aunque no puedas cumplirlas en este momento.
Dejé que las lágrimas fluyeran libremente. Dejé que la tristeza y las preocupaciones crecieran y crecieran hasta consumirse. No sé cuánto tiempo permanecí sentado en aquel taburete de la entrada. Me pareció una eternidad.
Cuando finalmente logré ponerme en movimiento, traté de no mirar a mi alrededor. Todo lo que había en nuestra casa me recordaba a Johanna y me hacía que me preguntara por qué no podía averiguar dónde estaba.
Me quité la ropa y me metí en la ducha. Me daba cuenta de que todo lo hacía de forma muy precipitada, como a rápidos manotazos: el champú, el gel, el afeitado... Traté de contar hasta diez con la cuchilla en la mano mientras me afeitaba, pero solo conseguí llegar hasta tres.
Tampoco estaba suficientemente preparado para lo que iba a encontrar en el ropero. Cuando fui a coger unos calcetines limpios vi de pronto un envoltorio de colores rojo y dorado. Era mi regalo de Navidad para Johanna. Saqué el paquete del armario, lo dejé sobre la cama y me quedé mirándolo. Me quedé plantado delante del regalo con solo un calcetín puesto, sin poder decidir qué debía hacer a continuación. Resulta extraño cómo puede cambiar el significado de las cosas. Sobre la cama no había un poemario manuscrito y encuadernado a mano, junto con una modesta cantidad de dinero para algún capricho, sino toda nuestra vida anterior. Todo lo que conformaba a diario la vida en sí misma. Sentí de nuevo brotar las lágrimas, grandes y calientes, y cómo rodaban por mi cara hasta el labio superior e incluso el mentón.
Me di la vuelta, me puse el otro calcetín y salí del dormitorio, dejando el regalo sobre la cama.
Preparé café, cogí el tazón de Johanna de la encimera y lo guardé en el armario sobre el fregadero, luego llené el mío y me senté frente al ordenador. Volví a repasarlo todo concienzudamente sin encontrar nada nuevo que mereciera la pena investigar. Miré otra vez las imágenes de la cámara de vigilancia de la esquina de Fedrikinkatu y Urho Kekkosen katu y seguí sin ver nada que, en una nueva ojeada, me llamara la atención.
Me eché más café y tuve una idea: usé la contraseña de Johanna para buscar en sus archivos todos los artículos que había escrito para diferentes periódicos y revistas. Los revisé con la misma minuciosidad con que había examinado las notas referentes al Sanador, hasta que me acabé el café y tuve que levantarme a estirar las piernas. El dolor del costado ya no era constante, y las huellas de la porra solo se hacían notar al sentarme en determinadas posturas.
Intenté llamar de nuevo al comisario Jaatinen, pero seguía sin contestar. Regresé frente al ordenador y continué leyendo los artículos de Johanna.
Johanna había sido siempre una periodista eficaz y diligente, especialmente cuando era una joven freelance. Colaboró con muchas publicaciones, escribiendo de manera rápida y clarificadora y consiguiendo ganarse fácilmente la confianza de la gente, incluida la de los entrevistados. Todas ellas cualidades que la convirtieron en una magnífica periodista. No obstante, el verdadero talento de Johanna residía en su capacidad de encontrar las pequeñas, o grandes, conexiones entre todos los detalles, que permitían resumir toda la información para que se entendiera perfectamente. Ojalá hubiese tenido yo ahora esa capacidad.
Sin embargo, en medio de toda la incertidumbre que acompañaba a mi búsqueda, había logrado avanzar algo en lo que consideraba mis investigaciones. Por ejemplo, la historia de Laura había confirmado mis impresiones sobre la relación de juventud entre Johanna y Pasi Tarkiainen. Y lo que me había contado Elina sobre el silencio total que había guardado Johanna demostraba claramente que esta había tenido miedo, y a juzgar por todo lo averiguado había razones para ello.
¿Por qué estaba entonces tan celoso?
¿Y por qué eso me hacía sentir tan miserable?
Estaba celoso porque sentía que se me habían ocultado cosas. Pero esos celos no solo eran desagradables, sino también abrumadoramente mezquinos. Familias enteras habían sido asesinadas y a mí solo me preocupaba si habían herido o no mis sentimientos. Resultaba humillante darse cuenta de que podía ser más infantil y egocéntrico de lo que nunca hubiera imaginado.
Y tampoco contribuyó a mejorar esa terrible sensación el hecho de que en ese momento, consumido por los celos y con la paranoia campando a sus anchas, mis ojos volvieron a fijarse en el icono de correo electrónico que brillaba de una forma tan atrayente en la pantalla.
9
El rostro de Jaatinen estaba mojado por la lluvia, enrojecido por el viento marino y, en mi opinión, intencionadamente inescrutable. Estábamos en el lado del mar de Jätkäsaari, a unos doscientos metros al norte del lugar en que mi espalda y mi costado habían probado las porras y las botas de los vigilantes. El viento sacudía mi ropa, metiendo sus gélidas garras por debajo del chubasquero y a través de la tela de mis pantalones. Habría estado tiritando por el frío si no estuviera haciéndolo ya por la conmoción.
Unos minutos antes, Jaatinen me había llevado al edificio de seis plantas que estaba detrás de nosotros. En el ático de más de trescientos metros cuadrados, diáfano, limpio y exquisitamente decorado, habían asesinado a un banquero y a toda su familia.
Jaatinen estaba mirando al mar, buscando algo con la mirada en la superficie verde grisácea, y, más que sopesar lo que tenía que decirme, parecía estar posponiéndolo.
¿Qué se podía decir en una situación como aquella? Sin duda, muchas cosas, pero yo no encontraba palabras. Nunca había visto nada igual. Y nada te prepara para algo así. Nada, repetía en voz baja para mí.
—La razón por la que le he pedido que viniera está relacionada, evidentemente, con nuestras sospechas sobre Tarkiainen. Para averiguar cualquier nueva información que haya obtenido sobre él.
Le había contado a Jaatinen mi visita al bar habitual de Tarkiainen, mis teorías respecto a él y mis conversaciones con las personas que le habían conocido.
—Y lo que acaba de ver es completamente extraoficial —me dijo Jaatinen.
—Por supuesto —contesté tragando saliva.
Aunque intentara apartar de mi mente lo que había visto, no podía hacerlo. El pelo ensangrentado, la ropa de cama, las oscuras manchas de sangre en las paredes, los pequeños cuerpos bajo las mantas. ¿En qué habrían pensado antes de quedarse dormidos? ¿En los juegos a los que habían jugado durante el día? ¿En el momento en que fueran a abrir los regalos en Navidad?
—¿Cómo es...? —comencé a decir, sin saber muy bien cómo expresarlo—. ¿Cómo es posible que siguieran durmiendo mientras alguien estaba disparando a su alrededor?
—Esa es precisamente la razón de que estemos cada vez más interesados en Tarkiainen. Él sabe de medicina. Es muy probable que sepa qué hay que utilizar para hacer dormir a la gente, y de qué forma administrarlo. Pero no lo sabremos con certeza hasta que tengamos los resultados de los informes del laboratorio y de los estudios técnicos. Y, como ya le dije, nos encontramos en una situación bastante crítica, por decirlo de algún modo, debido a la escasez actual de personal. Creo, sin embargo, que este caso es tan grave que tendrá máxima prioridad. Pero aun así tardaremos días, incluso semanas, en obtener respuestas.
Su voz se había ido apagando. Yo no sabía cómo continuar, de modo que no pude hacer otra cosa que esperar a que Jaatinen volviera a retomar el hilo. Delante de nosotros, a la derecha, había un embarcadero rodeado de una alta verja rematada con alambre de púas. En ese momento, el largo y estrecho muelle se hallaba vacío. Extendía su brazo marrón claro hacia el mar como rogando a alguien que viniera hacia él. Al otro lado de la verja había una garita de vigilancia del tamaño de una cabaña de veraneo, que volvería a estar ocupada cuando llegara la primavera, suponiendo que en la zona quedara suficiente gente adinerada para seguir practicando actividades náuticas.
—Naturalmente, esto no es más que una hipótesis —dijo Jaatinen después de que hubiéramos permanecido en silencio demasiado tiempo, sintiendo cómo la bilis me subía por la garganta, expuestos al punzante viento implacable e invadido por una sensación de angustia y pánico.
—Y totalmente extraoficial —logré decir.
—Por descontado —añadió Jaatinen—. En teoría, el desarrollo de los acontecimientos podría haber sido el siguiente: un miembro de la familia necesita atención médica y solicita un médico por internet. Alguien que está metido en el sistema esperando una ocasión como esta desvía o intercepta el mensaje. En el domicilio se presenta Pasi Tarkiainen, que se hace pasar por médico usando un nombre falso, porque cualquiera podría comprobar fácilmente en la base de datos on-line que no hay ningún médico llamado Pasi Tarkiainen, y descubrir que en realidad Pasi Tarkiainen lleva varios años muerto. Aunque lo cierto es que la gente no suele comprobar esas cosas, ni siquiera cuando se trata de su propia salud o seguridad. En ese sentido, nada ha cambiado.
Jaatinen tomó aliento y organizó sus pensamientos. Al menos eso era lo que parecía hacer mientras se apretaba el puente de la nariz entre el pulgar y el índice. Volví a ver las sábanas ensangrentadas, el charco de sangre coagulada bajo la cama de los niños, un mechón de pelo sanguinolento sobre el laminado blanco de la mesita de noche.
—Tarkiainen se hace pasar por médico, examina al paciente, le prescribe unos medicamentos y después les dice que sería conveniente que todos se vacunaran contra la malaria o algo así. ¿Quién se opondría a ello, si es un médico quien lo sugiere? Y Tarkiainen les inyecta algo, pero no precisamente la vacuna. Supongamos que les administra algún somnífero que no hace efecto de forma inmediata. De modo que, al cabo de unas horas, el encargado de hacer el trabajo sucio tiene el camino libre. Tarkiainen le ha facilitado los códigos de la puerta, tal vez incluso una tarjeta de acceso robada, y así puede entrar en el piso donde todos duermen y...
—Dispararles, uno por uno —completé la frase.
—Exacto —confirmó Jaatinen.
De nuevo permanecimos un rato a merced del viento fustigador. El cielo gris plomizo se extendía sobre nuestras cabezas más allá del horizonte hasta hacerse invisible. Un perro mestizo negro y marrón deambulaba solitario por la playa, mientras unas cuantas gaviotas de plumaje blanco y gris se apartaban perezosa y diligentemente a su paso.
—Eso es mucho conjeturar —comenté.
—Solo es una hipótesis —dijo Jaatinen.
—Aunque sabiendo lo que ahora sabemos...
—Tal vez no sea tan solo una mera hipótesis —confirmó Jaatinen asintiendo—. Hemos dado orden de busca y captura contra Tarkiainen. Seguramente no tendrá ningún efecto práctico, pero nunca se sabe. Puede que haga sonar algunas alarmas por ahí. Es bastante improbable, pero en estos momentos parece que Tarkiainen no esté tan muerto como parecía estarlo hace poco.
Jaatinen se frotó los ojos con un pañuelo de algodón que se había sacado del bolsillo. De nuevo permanecimos en silencio. Parecía que ya estábamos acostumbrados a ello. Jaatinen volvió a guardarse el pañuelo en el bolsillo de su abrigo beis e hizo un exagerado gesto de enderezar la espalda.
—Tengo que preguntarle algo —le dije—. ¿Por qué me lo ha enseñado? ¿Por qué he tenido que ver las cabezas reventadas por los disparos y los charcos de sangre debajo de la cama?
Jaatinen me miró.
—Usted quería formar parte de la investigación —me dijo, y volvió la mirada hacia el mar.
Me volví hacia Jaatinen y al principio pensé que estaba mirando algún punto específico, como si quisiera divisar algo. Sin embargo, su mirada tan solo se dirigía hacia el horizonte. De hecho, pareció caer pesadamente como una piedra en algún lugar muy lejano en alta mar.
—Y va tras la pista de Tarkiainen. Es conveniente que sepa a qué se enfrenta. Está usted muy cerca.
Jaatinen siguió bajando la mirada hasta que apenas alcanzó la línea de la orilla.
—Pero piense una cosa: estamos persiguiendo a un lunático al que se le ha metido en la cabeza que unos pocos individuos son los responsables de la destrucción del mundo. ¿Y qué ocurrirá cuando consigamos capturarlo? Pues que vendrá otro lunático y el mundo continuará avanzando hacia su completa destrucción. Y en todo esto no hay nada nuevo. La historia nos cuenta que estas cosas han ocurrido muchas veces con anterioridad. Las civilizaciones florecen y se destruyen. Eso ha ocurrido en este planeta, a millones y millones de personas, en el pasado. E incluso en nuestros tiempos. Pero de alguna manera nos parece mucho más trágico cuando es nuestro pequeño mundo el que agoniza. ¿No es cierto, Tapani?
—Supongo que sí.
En alta mar apareció un gran buque de casco ennegrecido, rumbo a alguna parte. Lo estuve observando durante un rato, hasta que ante mis ojos aparecieron de nuevo las sábanas ensangrentadas, la pequeña cabeza de pelo castaño partida en dos. Maldad y sinsentido. No podía ver nada más. Tenía que salir rápidamente de allí.
10
A pesar de toda la conmoción y el angustioso malestar, me quedé dormido en el asiento trasero del taxi. Los sueños me asaltaron en rápidas oleadas, como ataques. En el más claro de todos ellos, Johanna le susurraba algo al oído a Laura Vuola y ambas me miraban, asustadas o tal vez enojadas. Johanna se tapaba la boca para que no pudiera ver el movimiento de sus labios, pero por la expresión de la cara de Laura y la dirección de su mirada sabía que estaban hablando de mí. Sentí otra fugaz e irracional punzada a causa de los celos, y entonces me desperté. Al principio no conseguí apartar aquel sueño de mi mente, y permanecí como en duermevela preguntándome qué era lo que Johanna le estaba contando a Laura.
Me desperté del todo cuando Hamid frenó de repente y me precipité hacia delante contra el cinturón de seguridad, que quedó bloqueado con un clic, volviendo a provocarme un terrible dolor en el costado. Cuando el coche se detuvo por completo, logré recuperar el ritmo normal de mi respiración y aflojarme un poco el cinturón. Estábamos parados detrás de un autobús, con apenas unos milímetros de separación entre los parachoques de ambos vehículos.
—Lo siento —dijo Hamid—. El autobús ha frenado bruscamente.
—Está bien —contesté, mirando a mi alrededor.
Estábamos llegando a Munkkiniemi. Habíamos tenido que parar en el congestionado cruce de Paciuksenkatu y Huopalahdentie, esperando poder incorporarnos al único carril disponible.
La lluvia había cesado, siendo reemplazada por una niebla que cubría todo el espacio entre el cielo y la tierra y que en ocasiones era tan densa que hacía desaparecer las formas de los coches más cercanos, y lo único que se percibía de su existencia eran las luces blancas de sus faros delanteros y las rojas y amarillas de los traseros. Cuando nos pusimos de nuevo en marcha, el mundo entero se veía fragmentado en franjas poco nítidas, como en una emisión televisiva de mala calidad: el coche que antes estaba allí ahora estaba aquí, el edificio que se veía allá a lo lejos de repente había desaparecido, la luz que centelleaba a nuestro lado de pronto estaba delante de nosotros.
Volví a mirar mi teléfono y comencé a repasar rápidamente los archivos sobre Tarkiainen que había guardado en la memoria. En ocasiones anteriores lo había hecho de forma muy somera. No me había dado cuenta de que no eran cuatro los domicilios conocidos de Tarkiainen, sino cinco. Este detalle se me había pasado por completo porque una de las direcciones era la misma: Tarkiainen había vivido en el mismo apartamento de Munkkiniemi en dos ocasiones diferentes, la primera hacía veinte años, durante un período de dos años, y la segunda en el año en que fue declarada su muerte.
Hamid encontró rápidamente la casa de Kadetintie, aparcó y escuchó con expresión amable y paciente mientras le explicaba una vez más que necesitaba que se quedara allí y que no podía aceptar otro servicio.
—Lo entiendo, lo entiendo —suspiró Hamid, e interrumpí mi explicación.
Eso le hizo sonreír.
Dejé a Hamid sonriendo por el espejo retrovisor, salí del coche y caminé por el estrecho y asfaltado camino de acceso que llevaba hasta el portal A. Un suave y casi imperceptible viento agitaba las columnas de niebla como algodón de azúcar en una película a cámara lenta. Mientras caminaba, veía cómo la niebla se abría ante mí para cerrarse luego a mi espalda.
El edificio había sido construido en la década de 1930, y a simple vista parecía conservarse en buen estado: la hermosa madera veteada de la superficie de la puerta había sido lacada recientemente, y a su izquierda, en la pared, había un panel delicadamente iluminado con los nombres de los vecinos del inmueble, con un timbre al lado de cada uno de ellos. Ninguno de los nombres me decía nada. Pulsé algunos timbres al azar: Saarinen, Bonsdorff, Niemelä, Kataja.
Bonsdorff abrió.
Antes de cruzar la puerta eché un vistazo atrás. La niebla era tan densa que, si no hubiera sabido que el taxi de Hamid estaba aparcado en la calle, habría tenido que buscarlo. Según el directorio del portal, Bonsdorff vivía en la cuarta planta. Llamé al ascensor, subí al cuarto piso e hice girar la anticuada campanilla de metal en la puerta en cuyo buzón se leía «Bonsdorff».
El punto de luz de la mirilla se oscureció un instante, y luego se abrió la puerta. Bonsdorff, al parecer, era la señora Bonsdorff, y tendría al menos ochenta años.
—Le estaba esperando —dijo.
No sabía qué decir, así que contesté:
—Perdone por el retraso.
—Son los tiempos que corren —replicó soltando un bufido—. Pase.
La señora Bonsdorff se dio la vuelta y se dirigió al interior del apartamento. No sabía a quién estaba esperando, pero como me había abierto la puerta y me había invitado a entrar, obedecí.
El apartamento era grande; de una rápida ojeada pude apreciar que tenía cinco habitaciones y cocina. Por lo visto, la señora Bonsdorff vivía sola allí. Un vistazo a un par de estancias confirmó mi impresión: parecían estar en desuso, con las consabidas colchas a los pies de la cama y los cojines decorativos colocados en los sillones hacía mucho tiempo. La seguí hasta el salón comedor y esperé a que parara y me contara a quién estaba esperando, y tal vez me dejara que le contara qué me había llevado hasta allí.
La señora Bonsdorff atravesó la alfombra oriental de tonos burdeos y negro y del tamaño de una pista de squash, en la que estoy seguro que alguien se habría perdido alguna vez. Se acercó hasta el televisor y le dio un par de golpecitos con su pequeño puño.
—Aquí está —dijo—. No se ve nada.
Miré el televisor y luego a la señora Bonsdorff. Era una mujer bajita y de pelo rizado, que incluso para estar en casa vestía con una elegante chaqueta gris y que, a pesar de su edad y de su porte ligeramente encorvado, emanaba decisión y vitalidad.
Me quedé pensando un momento.
¿Qué daño podría hacerle?
Atravesé la pista de squash hasta llegar al televisor, comprobé que los cables estaban bien y traté de encenderlo.
—No funciona —dijo la señora Bonsdorff.
Volví a examinar los cables y me di cuenta de que uno de ellos colgaba un poco flojo. Seguí su recorrido por debajo de una cómoda de anticuario de madera oscura y por detrás de un sofá de estilo rococó, y descubrí que se había salido del enchufe del alargador. Volví a enchufarlo, regresé junto al televisor y lo encendí. La imagen apareció al momento.
—Pero eso podría haberlo hecho yo misma —me dijo la señora Bonsdorff.
Apagué el aparato y me giré para mirarla.
—¿Qué le parece si no le cobro nada a cambio de que me conteste a un par de preguntas?
Un destello fugaz cruzó su mirada.
—Debería habérmelo imaginado —dijo—. En los tiempos que corren, ¿qué técnico acude el mismo día en que se le llama? ¿Quiere un café?
Tomamos café en tazas de porcelana sentados a la mesa del comedor. La señora Bonsdorff lucía en el anular izquierdo una vistosa sortija de oro y diamantes con la que no paraba de juguetear, generalmente haciéndola girar hasta que el diamante se apoyaba contra el meñique y después volviendo a ponerla derecha. Esto me hizo fijarme en mi propia alianza, un grueso anillo de platino redondeado por encima y de bordes planos. Lo llevaba en mi dedo desde hacía diez años, y me lo había puesto en él la mujer cuya búsqueda me había llevado hasta allí.
El café era oscuro y con un fuerte sabor a chocolate. Me di cuenta de lo mucho que había echado de menos una taza de café. También de que, apenas un momento antes, habría sido incapaz de tomar nada. Volví a apartar de mi mente las imágenes que había visto en el ático de Jätkäsaari.
Le expliqué a la señora Bonsdorff que estaba buscando a un hombre que había vivido hacía tiempo en su mismo edificio, le describí cómo era Tarkiainen, le dije su nombre y su profesión, y añadí que tal vez me encontrase en el edificio equivocado. Finalmente le mostré la foto de Tarkiainen en mi móvil. La señora Bonsdorff se puso muy rígida y me aseguró que me encontraba en el lugar correcto.
—Me acuerdo muy bien de ese hombre —añadió.
—Murió hace cinco años —dije.
La señora Bonsdorff pareció desconcertada.
—¿Hace cinco años?
Asentí.
La anciana apretó el asa de la taza de porcelana como si fuera a pellizcarla.
—A mi edad los años pasan cada vez más deprisa, pero es imposible que puedan haber pasado ya cinco años.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque fue justo antes de que Erik muriera —contestó—. Era mi marido. Murió de un cáncer hepático. Primero empezó con cáncer de garganta y de estómago. Los dolores que tenía eran horrorosos, indescriptibles.
Su mirada se perdió en la niebla al otro lado de la ventana.
—Amaba a Erik. Solo nos teníamos el uno al otro —dijo en voz baja, y tomó un sorbo de café.
Cogí una pasta de la bandeja que había en la mesa, la probé y dejé que la esencia del toffee se deshiciera en mi boca. La señora Bonsdorff dejó su taza en el platito con un leve tintineo.
—Erik era un hombre valiente, un buen hombre, un hombre fuerte. Al menos, mientras fue capaz de serlo. Pero nadie puede seguir siéndolo cuando llegan la vejez y las enfermedades y no queda mucho tiempo por delante. Nuestros hijos y nietos están todos lejos, en América, y mantenemos el contacto por videoconferencia. Eso hace que los eche aún más de menos. Soy ya tan vieja que tengo la necesidad de tocarles, de estar cerca de ellos, de mimarles y acariciarles y abrazarles y que ellos me abracen. Erik sentía lo mismo. Nos teníamos el uno al otro, cuidábamos el uno del otro.
La señora Bonsdorff hizo una pequeña pausa, sumergiéndose cada vez más en la niebla, hasta que ella misma se dio cuenta y volvió la mirada hacia mí.
—¿Está casado? —me preguntó.
—Sí —contesté, y añadí rápidamente—: De hecho, esa es la razón por la que estoy hoy aquí.
La señora Bonsdorff pareció intrigada.
—Mi mujer ha desaparecido —dije—. Y ese hombre por el que le pregunto puede que sepa algo del asunto. En realidad, no estoy buscándole a él, sino a mi mujer.
—¿Tienen hijos?
—No.
—¿Puedo preguntarle por qué?
—Sí: no podemos tenerlos.
La señora Bonsdorff pareció sopesar la respuesta.
—Así que están solos los dos.
—Sí.
—Eso también está bien.
Sentí en mi garganta algo rasposo, y me sequé los ojos por si acaso.
—Sí, también está bien —dije.
Estábamos sentados a la mesa uno frente al otro, dos personas que se habían encontrado por azar, y pude sentir de manera casi tangible lo mucho que teníamos en común. Lo mucho que todos teníamos en común. No quise romper el silencio que también nos unía. Parecía extrañamente tranquilizador, casi definitivo. No quise seguir hurgando, ni interrogarla. Tal vez, antes o después, ella misma volvería a retomar el asunto por el que le había preguntado.
Tomé un sorbo del fuerte café y dejé que me picara suavemente en la lengua antes de tragarlo. Miré los cuadros: marinas resplandecientes bajo la luz del sol, granjas en tonos rojos y amarillos, campos dorados y relucientes y oscuros bosques frondosos. Lugares de fantasía.
—Los dolores de Erik parecían intensificarse a medida que aumentaba la medicación —continuó diciendo la señora Bonsdorff, justo cuando, después de haber estado caminando entre el heno mecido por el viento, me disponía a abrir la puerta de una cabaña de clara madera grisácea que apenas se vislumbraba a un lado del campo—. Naturalmente, el cáncer seguía avanzando. Y fue entonces cuando ese joven nos ofreció su ayuda.
—¿Cómo lo hizo?
Pareció quedarse pensativa un instante.
—Ahora que lo menciona, resultó bastante sorprendente. ¿Cómo supo que tenía que venir justo cuando la situación estaba en el peor momento? Simplemente, un día apareció en la puerta.
—¿Cuándo sucedió eso? —le pregunté, dejando la taza vacía en el platito.
—Erik murió hace un año —contestó—. Ese hombre vino unos seis meses antes de que él muriera. Por eso le he dicho antes que no lo entiendo. Usted afirma que murió hace cinco años, pero alguien con el mismo nombre y el mismo aspecto, y que a mi juicio parecía ser médico, se presentó aquí hace un año y medio diciendo que quería ayudarnos.
Se la veía claramente desconcertada. Podía entender por qué.
—Su memoria no le está fallando —dije—. El error es mío. Me han facilitado una información incorrecta, eso es todo.
—Debe de ser eso —dijo la señora Bonsdorff, y durante un instante pareció más vieja de lo que era—. Es algo que me asusta mucho. Si pierdo la memoria, la razón, ¿qué será de mí entonces?
—No tiene por qué preocuparse de eso —le aseguré—. Su memoria está en perfecto estado. Cuénteme más cosas sobre ese hombre que se presentó aquí hace un año y medio. ¿En algún momento les dijo por qué había venido?
—Bueno —respondió—, en realidad, no se puede decir que viniera por dinero, porque no nos cobró por su tiempo y pidió muy poco dinero a cambio de las medicinas. Para entonces Erik estaba ya tan enfermo que necesitábamos todos los medicamentos que pudiéramos obtener. Medicamentos que no podíamos conseguir en ninguna otra parte.
—¿Y ese hombre les ayudó?
—Sí. Y le estoy muy agradecida por ello. Él también acompañó a Erik en su último viaje.
—¿Aquí en su casa?
—¿Qué mejor sitio para morir?
Ante mis ojos apareció de nuevo el ático de Jätkäsaari. Las formas humanas bajo la manta. Las manchas de sangre en la pared sobre la cama.
—Supongo que sí —respondí—. ¿Y qué pasó luego?
La señora Bonsdorff me miró.
—Luego Erik fue incinerado, y yo me quedé sola después de cuarenta y seis años de vida en común.
—Lo siento. ¿Y después de eso?
Ahora la anciana pareció impacientarse.
—Me habría gustado morirme, pero no ocurrió —respondió—. A veces, es tan simple como eso.
—Perdóneme, señora Bonsdorff —dije en voz baja—. No me refería a eso. Tal vez no he planteado bien la cuestión. Me refería al médico, a ese tal Tarkiainen. ¿Llegó a saber algo más de él?
—Desapareció de la misma manera en que había aparecido. Vino sin que nadie le hubiera llamado y se marchó sin despedirse. Y no volví a saber nada más de él.
—¿Recuerda si vivía en este mismo edificio mientras ayudaba a Erik?
La señora Bonsdorff se quedó pensativa.
—Nunca había pensado en ello. Puede que sí. Sin duda es posible.
—¿Se topó con él alguna vez en el portal o en el patio?
Negó con la cabeza, lenta pero firmemente.
—Creo que no. Sin embargo...
—¿Sí?
—Ahora que lo pienso, quizá me resultaba extraño que apareciera en casa tan rápido después de haberle llamado, en mangas de camisa y con el maletín en la mano. Pero por aquel entonces no me paré a pensar demasiado en ello.
No sabía en qué dirección continuar con mis indagaciones. Me sequé las comisuras de la boca con una servilletita, aunque las sentía ya dolorosamente secas.
—¿Son felices? —me preguntó de pronto la señora Bonsdorff.
Miré en el fondo de sus ojos de color azul verdoso, tan parecidos a los de Johanna que, durante una fracción de segundo, casi me pierdo en ellos.
—Nunca he querido a nadie ni a nada tanto como quiero a mi mujer —me oí decir.
La mirada de la anciana permaneció inmutable. Unas profundas arrugas aparecieron en sus mejillas y en torno a sus ojos. Una cálida sonrisa se dibujó en su rostro, y caí en la cuenta de que eran sus ojos, no los de Johanna.
Ya estaba en el vestíbulo poniéndome el chubasquero y echándome un vistazo en el gran espejo de anticuario de marco dorado cuando la señora Bonsdorff dijo:
—Cuando encuentre a su mujer...
Me volví a mirarla. Apenas se la veía enmarcada en el gran umbral que daba al salón, envuelta en la densa niebla que se vislumbraba más allá de las ventanas.
—... no vuelva a perderla nunca más.
Me anudé la bufanda al cuello.
—Haré todo lo que pueda, señora Bonsdorff.
Ya estaba de espaldas a ella, con la mano derecha en el picaporte y la izquierda en el cerrojo, cuando la oí decir:
—No será fácil, pero merece la pena.
11
Una vez en el portal miré de nuevo el panel con los nombres de los vecinos del inmueble para localizar el número del apartamento del portero. Estaba en la planta baja, a nombre de un tal Jakolev. Llamé, pero no obtuve respuesta. Tal vez no se encontraba en casa, o tal vez permanecía muy quieto y callado al otro lado de la puerta. Pude oír mi respiración, el agua corriendo en las cañerías en algún lugar del edificio, y sentí un intenso y rancio olor a huevos fritos. Esperé un momento, luego miré su número de teléfono en el panel de la puerta y probé a llamarle. Jakolev no contestó. Empezaba ya a acostumbrarme a que nadie respondiera a mis llamadas. Me guardé el móvil en el bolsillo y salí a la calle.
Ya en el exterior inhalé profundamente el aire fresco, abrí la puerta del taxi y entré, despertando a Hamid.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó, más despierto en un segundo de lo que yo nunca había estado.
Pensé adónde ir a continuación, cuál sería el paso más lógico. Y también en lo que ahora sabía con total seguridad:
Tarkiainen estaba vivo.
Johanna había estado siguiendo el rastro del Sanador.
Tarkiainen estaba relacionado de algún modo con el Sanador.
Tarkiainen y Johanna se conocían de antes.
En todo eso estaba pensando cuando Hamid se dio la vuelta y me miró con sus ojos oscuros, casi negros.
—¿Adónde quieres ir? —volvió a preguntarme.
En ese momento sonó mi móvil para indicar que había recibido un mensaje. Lo saqué, leí el mensaje e inmediatamente supe adónde ir a continuación.
Por el camino, Hamid detuvo el vehículo en la estación de servicio del cruce entre Mechelininkatu y Hietaniemenkatu. Saltó ágilmente del coche, fue hasta los surtidores, introdujo la tarjeta y el código y comenzó a repostar. Yo también bajé; al momento sentí los aturdidores efluvios metálicos de la gasolina, y caminé los pocos pasos que me separaban de la tienda de la estación. La niebla seguía siendo densa y sentía cómo el aire se adhería húmedo a mi piel.
La antigua escuela de hostelería se alzaba silenciosa y con las ventanas a oscuras por detrás de la estación. Delante del edificio merodeaban más o menos una decena de personas, hombres y mujeres, comunicándose entre sí mediante bramidos, gruñidos y gritos monosilábicos. Se pasaban de mano en mano una botella de plástico, que levantaban por turnos hasta sus labios.
Un todoterreno voluminoso y de gran altura, con los cristales tintados, se detuvo al otro lado del surtidor que estaba usando Hamid. Las puertas delanteras se abrieron y dos hombres de aspecto eslavo y del tamaño de bulldozers se bajaron del vehículo; uno de ellos fue hasta el surtidor y el otro se quedó junto al coche. No pude ver el interior, pero era fácil intuir que en el asiento trasero iba un acaudalado hombre que nunca tendría tiempo de gastar todo su dinero.
La estación de servicio era un reflejo del mundo en miniatura: el petróleo bajo tierra, las masas de gente desposeída y unos pocos que se han enriquecido a costa de la desgracia de los demás. Supongo que todos tenemos nuestro lugar, ya sea en esa estación de servicio invadida por la niebla o en el universo.
Hamid volvió a colocar la manga en el surtidor con un ruido metálico, sacándome de mis pensamientos. Fue realmente oportuno, ya que, a juzgar por su expresión, el bulldozer que vigilaba el vehículo estaba a punto de venir a preguntarme si tenía algo que decirle. Y, honestamente, no lo tenía.
Hamid dio marcha atrás para alejarse del surtidor y nos dirigimos hacia el centro.
La plaza de la estación de ferrocarriles estaba prácticamente abarrotada de gente y vehículos. Hamid me dejó frente a la estación, delante de un centro comercial. Me abrí paso entre la multitud, entré en la cafetería y me puse en la cola. Mientras aguardaba mi turno, oí fragmentos de conversaciones en al menos diez lenguas distintas. Pude entender algunas, pero la mayoría me resultaban indescifrables. Pedí un café y un bocadillo, tan estrechamente envuelto en fino papel que solo la pequeña punta de color marrón dorado que asomaba permitía apreciar que se trataba de un bocadillo. Pagué y miré a mí alrededor en busca de algún sitio donde sentarme. Tuve la fortuna de que en ese momento una familia de africanos se levantara, cogiera sus abrigos y sus bolsas y se encaminara hacia la estación.
Me senté a la mesa, y cuando un caballero mayor de amplia sonrisa me preguntó, en un inglés con deje español, si podía coger alguna silla, le dije que podía llevárselas todas menos una. Una de las sillas estaba reservada para Lassi Uutela, el redactor jefe. Esto último no lo dije en voz alta.
El bocadillo estaba reseco y llevaba dentro la loncha de queso más fina que había visto en mi vida. Si hubiera sido un poco más fina, igual no la habría visto.
Ya me había acabado el bocadillo y el café cuando llegó Lassi.
Me estrechó la mano, mirándome brevemente a los ojos, y luego se sentó, cruzando la pierna izquierda sobre la derecha, se alisó un poco el pelo y se pasó una mano por la barba de dos días. Cogió una cucharilla y removió su café.
Lassi parecía tan cansado y hastiado del mundo como el día anterior, pero en ese momento entendí más claramente que lo que había tomado por un aspecto elegantemente maltrecho y desaliñado era una especie de coraza, a cuyo amparo le resultaba más fácil tomar decisiones, ganar tiempo y ocultar sus pensamientos y sus siguientes movimientos. Toda esa imagen de cansado aunque duro periodista, con los ojos enrojecidos y la barba entre canosa y azulada calculadamente sin afeitar, solo era el personaje que se había fabricado a medida este experimentado manipulador.
—Llevo un día muy ajetreado —dijo Lassi, y señaló con la cabeza hacia el edificio del periódico—. Tenemos un completo caos en la oficina, un montón de artículos sin acabar. Por eso te propuse que quedáramos aquí. Podremos estar un rato tranquilos.
—Entiendo —le contesté y miré a mí alrededor. La gente de todas las edades y colores, la multitud de idiomas y el bullicio general de la cafetería ofrecían sin duda un ambiente agradable para un encuentro, pero desde luego hubiéramos disfrutado de más tranquilidad en cualquier otro lugar—. Ni siquiera he podido echar un vistazo al periódico de esta mañana, aunque seguro que contiene un artículo sobre la cantante y el caballo de los que me hablaste ayer.
Lassi seguía sin mirarme a los ojos.
—¿Querías felicitarme por haber publicado un artículo de calidad?
Sorbió su café, sosteniendo la taza con firmeza y sin apartar ahora sus ojos ni un milímetro de los míos.
—¿Por qué no hemos quedado en tu despacho? —le pregunté.
—Como te he dicho —suspiró, colocó la taza suavemente sobre la mesa y la empujó un par de centímetros hacia delante—, aquí estamos más tranquilos.
—Primero no contestas a mis llamadas, pero cuando te mando un mensaje diciendo que voy de camino a tu despacho, me llamas para que quedemos en otra parte. Eso hace que me pregunte: ¿quién hay en tu oficina que no es conveniente que me vea?
Uutela me miró inquisitivamente, una vez más con su expresión de cansado escepticismo para indicar que quizá estuviera un poco intrigado, pero también convencido de que yo no era más que un imbécil y un incordio.
—¿Quién no puede saber que Johanna ha desaparecido y que su marido la está buscando? —pregunté.
Permaneció callado un momento.
—No digas tonterías —respondió—. No sé de qué estás hablando.
—Vale, vamos a olvidar eso por ahora. Explícame por qué me llamaste para decirme que Gromow había muerto.
Lassi me miró ahora casi compasivamente.
—Intentaba ayudar —respondió.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo —dijo con un suspiro.
—No recuerdo qué palabras usaste exactamente, pero dijiste algo así como que os preocupáis por vuestros empleados.
—Es verdad —repuso Lassi.
—Entonces, dime: ¿por qué no has hecho nada después de enterarte de la desaparición de Johanna? Sabes que Gromow ha muerto, y tienes razones para suponer que Johanna está metida en algún tipo de problemas. También tienes razones para suponer que esos problemas puedan estar relacionados de algún modo con los asesinatos de esas familias sobre los que ella estaba investigando.
—Tú eres poeta, Tapani. Un periodista va al meollo de la cuestión, reflexiona sobre cuál es la verdad e informa de ella. En cambio tú estás construyendo historias, fabulando. Te estás inventando las cosas. Por otra parte, la imaginación es algo muy bueno. Muy necesario en estos tiempos.
—Ningún redactor jefe dejaría escapar una historia como esta —le dije.
—Yo no veo aquí ninguna historia.
—No la quieres ver. Y quiero saber la razón de ello.
Lassi se reclinó en su asiento.
—Suenas igual que tu mujer —dijo—. Y no es ningún cumplido.
—¿Qué tienes en contra de Johanna?
Negó con la cabeza.
—La pregunta es: ¿qué tiene Johanna en mi contra?
—Para empezar, tu actitud, diría yo.
—Intento hacer un periódico.
—¿Y acaso Johanna no?
—No el mismo periódico. Ya te conté cuál es nuestra situación. Algunos lo entienden, otros no.
—¿Y Johanna es de las que no lo entienden?
Miré afuera. La niebla parecía estar empujando contra las ventanas, como si quisiera entrar.
—Para nada —dijo Lassi, y se reclinó más en su silla—. Vivimos tiempos muy complejos, en muchos aspectos, pero una cosa empieza a estar clara: ese tipo de verdad que algunos periodistas como Johanna todavía siguen buscando, simplemente ya no existe. No hay nada sobre lo que sustentarla, nada en que basarla, nada que la sostenga. Podría hablar largo y tendido sobre el final de la historia, sobre la desaparición de los valores y sobre que ahora se hace pornografía de todo. Pero de esas cosas sabéis más tú y otros estirados como tú. En esta situación, lo que nosotros intentamos es sacar un periódico a la calle. Tenemos una página en blanco que debemos llenar con imágenes y textos que parezcan noticias, cosas que interesen a la gente. ¿Y qué es lo que interesa a la gente? Hoy es la cantante de R amp;B y su caballo. Mañana, por lo que a mí respecta, será una famosa robando en una tienda y haciendo exhibicionismo. Tenemos las imágenes de las cámaras de vigilancia, casi primeros planos, en los que se ve a esa mujer metiéndose un reproductor musical dentro de las bragas, y también se le puede ver, no sé si me entiendes, casi todo.
—Felicidades —dije.
—¿Crees que puedes permitirte el lujo de ser sarcástico? Tú eres un poeta de cuyo libro de mayor éxito se vendieron menos de doscientos ejemplares. Nosotros vendemos todos los días un mínimo de doscientos mil periódicos on-line.
—Y es para ti un alivio que Johanna haya desaparecido.
—«Alivio» no es la palabra correcta —puntualizó Lassi, negando con la cabeza.
—Hay mucho más en todo esto —dije a continuación.
—Pues claro que lo hay —replicó riendo, y en su risa había algo más que un toque de arrogancia. Me miró divertido—. Tú puedes imaginarte cuanto quieras. Escribe un libro de poemas y mete en él todas las delirantes hipótesis fruto de tu imaginación.
Me incliné hacia delante y apoyé los codos sobre la mesa.
—Sé que eres amigo de Pasi Tarkiainen. Al menos, lo fuiste.
Se quedó petrificado. En su calculada expresión cínica apareció una fisura, un breve atisbo de inseguridad, antes de que su avezada coraza se acordara de sellarla. Agradecí mentalmente a Jaatinen haberme proporcionado esa información.
Lassi me miró un momento antes de continuar hablando.
—Lo fui.
—Jugabais en el mismo equipo de floorball —dije.
—Por una parte, me asombra que un escritorzuelo como tú haya podido averiguar algo así, pero, por otra, me siento bastante decepcionado. ¿Sabes por qué?
Negué con la cabeza y abrí los brazos animándolo a que siguiera.
—Por mucho que me esfuerce —continuó Lassi—, no consigo encontrarle ningún sentido a todo esto. ¿Qué importancia tiene que hace tiempo jugara a floorball con ese tal... cómo se llamaba?
—¿No te acuerdas de su nombre? ¿A pesar de que hace un momento afirmaste que había sido amigo tuyo?
Lassi respiró hondo, de nuevo protegido tras su personaje: el periodista cansado y hastiado de todo. Cruzó las manos sobre el pecho.
—Pasi Tarkiainen no solo era tu amigo, sino que también os unía el activismo radical —dije—. Descubrí lo del floorball por casualidad, haciendo una búsqueda de imágenes y poniendo juntos vuestros nombres. Investigando otro tipo de fuentes averigüé que eras miembro de uno de los movimientos ecologistas más radicales. Tarkiainen se unió a vuestro grupo después de que os conocierais, ¿verdad? Erais jóvenes, lo bastante jóvenes para pensar que se pueden cambiar las cosas haciendo estallar bombas. En sentido figurativo y literal.
Lassi me miró con una expresión impasible ya familiar, bajo la cual podía no estar pensando ni sintiendo nada en absoluto. Continué:
—Y cuando hace quince años alguien hizo estallar una bomba en la sede de la compañía eléctrica Fortum, tú fuiste uno de los interrogados. Junto con Tarkiainen. Sin embargo, ninguno de los dos fuisteis acusados, y tampoco se logró encontrar nada que os relacionara con el atentado. Con todo, no creo que sea el tipo de información que un redactor jefe quiere que se sepa sobre él. No es algo que quede muy bien en el currículum: «ataque con bomba contra Fortum, en tal y tal fecha».
Lassi miró por la ventana antes de hablar.
—Alguien dijo alguna vez que un hombre que no ha sido idealista en su juventud no ha vivido, y que un hombre que no es conservador de mayor tampoco ha aprendido nada de la vida. Y debo añadir que por conservador me refiero a realista, alguien que reconoce la realidad. Y sí, tu información es correcta en el sentido de que fui un joven idealista. Por lo demás, no tengo más remedio que pedirte educadamente que te vayas a la mierda.
Asentí y le pregunté con voz suave:
—¿También Tarkiainen era un joven idealista que se ha convertido en un cínico de mierda como tú?
Lassi había recuperado su sonrisa arrogante, y ahora la utilizó.
—Pasi Tarkiainen murió hace años. Si murió como un idealista o como un cínico de mierda, ni lo sé ni me importa. Y, además, ¿qué tiene que ver él con todo esto?
—Puede que mucho. Y ahora estás mintiendo otra vez. ¿Desde cuándo sabes que Tarkiainen no está muerto?
La mueca risueña de Lassi se contrajo levemente en las comisuras. Se rascó el puente de la nariz. Parecía estar un poco nervioso.
—¿Es una pregunta capciosa?
—No —respondí—. Es una pregunta muy directa que tiene que ver con Johanna. Tiene que ver con tu obstinado rechazo a invertir tiempo y recursos en su búsqueda, y con tu repentina falta de interés por publicar un artículo que sin duda atraería a multitud de lectores. Piénsalo bien: familias brutalmente asesinadas, una ambiciosa periodista desaparecida, la policía desconcertada. Un caso de manual de los que atraen la máxima atención mediática. ¿Te está chantajeando Tarkiainen?
Lassi se rió, pero esta vez sin apenas fuerza. No contestó, ni me miró a los ojos.
—La última pregunta —dije—. Volvamos al principio: ¿por qué no hemos quedado en tu despacho?
12
Johanna estaba haciendo un trabajo periodístico cuando nos conocimos. Estaba escribiendo un artículo sobre el cierre de las bibliotecas, y dio la casualidad de que yo fui uno de los usuarios entrevistados.
—¿Vienes a menudo por aquí? —me preguntó al encontrarnos a la entrada de la biblioteca de Kallio, que cerraría al cabo de una semana, y se dio cuenta del modo en que había formulado la pregunta.
Aproveché la oportunidad y dije:
—¿No nos hemos visto antes en alguna parte?
Johanna se sonrojó como solía hacer: con un leve y fugaz toque de rubor. Apuntó las respuestas en su bloc, me dio las gracias, y ya se estaba dando la vuelta cuando le pregunté con qué frecuencia venía a la biblioteca.
Sonrió un poco al volverse de nuevo hacia mí.
—Un par de veces por semana —respondió.
Fue entonces cuando me fijé en sus ojos. Parecían acumular toda la luz del sol que se filtraba en la biblioteca a través de los altos ventanales de múltiples paneles acristalados. Era como si toda la luz de este agonizante mundo que poco a poco se iba oscureciendo brillara en los ojos de aquella joven periodista.
—¿Qué te gusta leer? —le pregunté.
Johanna se quedó pensando un rato.
—Sobre todo libros de no ficción —respondió, y parecía como si de verdad estuviera reflexionando sobre ello—. Cosas relacionadas con mi trabajo. Directa o indirectamente.
—¿Historia?
—A veces.
—¿Novelas?
—A veces.
—¿Poesía?
—Nunca.
—¿Por qué?
—Es engorrosa. Especialmente la poesía moderna. Está hecha consciente e intencionadamente para que resulte difícil de entender. «La sangre del corazón en el mango de un martillo golpea la eterna luz de la luna mientras el tierno pañuelo de los cascos fustiga sus sienes de regaliz.» ¿Quién puede leer algo así y fingir que le dice algo especial?
—De acuerdo —dije—. ¿Recuerdas qué poetas o qué libros de poesía has leído?
Johanna me miró con sus maravillosos ojos, mencionó un par de poemarios y sacudió la cabeza. Le dije que estaba de acuerdo con ella sobre la dificultad de entender ese tipo de poesía, pero que probablemente en esos libros también habría algunos poemas buenos y que conocía un par de poemarios excelentes que estaba seguro de que la harían cambiar de opinión, o al menos entender que dentro de ese género que rechazaba de plano también había algunas excepciones.
—¿Tú lees esas cosas? —me preguntó Johanna con cierta incredulidad.
—Sí, leo esas cosas —le respondí, enfatizando las dos últimas palabras.
Nos miramos sonriéndonos durante un rato, con la luz danzando en los ojos de Johanna.
—Entonces podrás recomendarme algún libro que me haga cambiar de opinión.
—Tal vez —le dije.
Johanna me siguió hasta la sección de poesía de la biblioteca, y podía sentir su mirada en mi nuca. La sensación no era desagradable. Pensé que la luz azul verdosa seguía brillando en los ojos de aquella mujer, posándose sobre mí como la luz del arcoíris o la de un día radiante y soleado.
Llegamos a las estanterías destinadas a la poesía, cogí algunas obras de unos cuantos poetas finlandeses y metí debajo del montón uno de mis libros. Johanna se puso a mi lado y escuchó, si no interesada al menos con aspecto de estarlo, mientras le hablaba de los rasgos característicos de cada poeta y le leía un poema de cada uno para mostrarle la claridad y concisión de su lenguaje.
Johanna llevaba unos vaqueros de pernera ancha, un jersey negro de cuello alto y un calzado que parecía una combinación entre zapatos de cordones y botas. Y allí, tan cerca el uno del otro, no pude dejar de oler el aroma de su pelo, de sentir el calor de su cuerpo, ni de notar la atracción de aquellos ojos de color azul verdoso que absorbían la luz.
Abrí el libro que estaba debajo de la pila y le leí un poema. Al terminar, miré a Johanna. No estaba tan impresionada como había esperado.
—No sé —dijo.
—¿Te leo otro?
—Bueno.
Leí otro poema.
—Te lo sabías de memoria —dijo—. No estabas mirando el libro.
Johanna me cogió el libro de las manos, lo abrió y vio mi foto en la solapa delantera. Levantó la mirada.
—Muy astuto —dijo, y sonrió.
13
Permanecí un momento en la acera de Lutherinkatu, observando cómo las luces traseras del taxi de Hamid desaparecían en la niebla.
En el corto trayecto desde la estación hasta Temppeliaukio tuve tiempo de pensar en los fuertes y tenaces hilos que nos unen a unos con otros. Johanna, Pasi Tarkiainen, Lassi Uutela, Laura Vuola, Harri Jaatinen y yo mismo. Incluso la señora Bonsdorff y Hamid. Por no mencionar a Ahti y Elina Kallio. Todos nos esforzábamos en tomar caminos separados, en seguir cada uno su propia dirección, y cuanto más forcejeábamos para conseguirlo más cerca acabábamos los unos de los otros.
Elina abrió la puerta. Me saludó con una cálida sonrisa y por un momento asomó a su rostro una expresión de desconcierto. Vislumbré mi imagen fugazmente en el espejo de la entrada y entendí la razón. Mis ojos brillaban de un modo que podía interpretarse como enojo, incluso como furia. No quise explicarle el asunto: no creo que hubiera podido. Al menos, todavía no. Le dije que quería hablar con Ahti.
—Ahti está durmiendo.
—Despiértalo.
—¿Perdón?
—Despiértalo.
Elina me miró asombrada al principio, después claramente irritada. Finalmente, accediendo a mi petición, se dirigió al dormitorio sacudiendo la cabeza.
Todo lo que vi en el salón me resultaba de sobra conocido. Conocía de memoria la estantería de Ahti y Elina. Los libros y el orden en que estaban colocados habían quedado grabados en mi mente durante las decenas de veces que habíamos estado sentados todos juntos en aquel salón. Sin necesidad de sentarme sabía lo mullido y acogedor que era el sillón negro que estaba situado delante de la estantería, y lo brillante que era la alta lámpara de pie hecha de acero que había a su lado. Recordaba que, cuando empezaba a anochecer, sacaban velas y candelabros del arcón de anticuario de color marrón oscuro que había al otro lado del sillón, y sobre cuya tapa descansaba como siempre un libro abierto boca abajo.
Aunque todo me resultara tan familiar, miré la habitación como si lo hiciera por primera vez, mientras oía las voces que llegaban desde el dormitorio. Pensé que no son las cosas nuevas las que nos sorprenden, sino las que creíamos conocer y de pronto descubrimos que no era así.
—Ahti vendrá enseguida —dijo Elina detrás de mí.
—Gracias.
—No lo entiendo.
—Casi no lo entiendo ni yo —respondí.
Nos sentamos en los extremos del sofá, dejando entre ambos el cojín de en medio, como si lo hubiéramos decidido de mutuo acuerdo.
—No eres el de siempre.
No dije nada. Continué ordenando mis ideas.
—Tapani —dijo Elina en voz baja, inclinándose hacia mí—. Seguramente entendiste mal lo que te dije. Acerca de lo que pasó. Con Pasi Tarkiainen.
—Creo que lo entendí perfectamente.
Ella vaciló.
—Espero que no se lo cuentes todo a Ahti.
La miré, queriendo decirle que no creía que tuviera que hacerlo, cuando Ahti entró en la habitación.
—Hola, Tapani.
Ahti parecía haber adelgazado varios kilos en las últimas veinticuatro horas, como si se hubiera encogido un poco o hubiera perdido algo de su constitución física. Sabía que era imposible, pero tuve esa sensación al verlo con el pantalón del chándal, un jersey de lana y unos gruesos calcetines blancos de deporte. Ahti miró a su alrededor y luego decidió encaminarse hacia el sillón. Elina se alejó un poco más de mí en el sofá. Ahti se sentó y me miró desde su asiento.
—Elina me ha dicho que querías hablarme de algo.
Miré a Elina, luego a Ahti.
—No le he dicho que quería hablarte de algo. Solo le he pedido que te despertara.
Ahti cruzó las manos sobre el pecho y reclinó la cabeza contra el respaldo del asiento. Tal vez tratara de resaltar su condición de abogado más de lo que la situación y su atuendo permitían.
—No suenas como si fueras tú mismo —me dijo.
—¿Y cómo sueno normalmente? —le pregunté—. ¿Como un amigo que no se da cuenta de nada y que se cree todo lo que le cuentan?
Ahti echó un vistazo rápido hacia Elina.
—Han sido unos días muy duros para todos. Me mordió una rata, lo cual no parece gran cosa, pero ha cambiado nuestros planes por completo. Seguro que Elina te ha contado que al final nos quedamos en Helsinki.
—Sí —dije.
—Anoche tuve mucha fiebre y aún estoy bastante aturdido. Y muy cansado, la verdad. Si podemos hacer algo por ti y por Johanna, lo haremos. Pero dudo que nos ayude mucho a ninguno de nosotros que vengas aquí comportándote de malos modos e intimidando a Elina. Nuestra amistad no te da ningún derecho a hacerlo. Especialmente, en tiempos como estos.
Miré de nuevo a Elina. Ahora estaba tan alejada de mí como le permitía el sofá. Subió las piernas y se las rodeó con los brazos.
—Yo no he intimidado a Elina —le dije—. Y si lo he hecho, ha sido sin querer y le pido disculpas. En cuanto a lo que significa la amistad en tiempos como estos, estoy completamente de acuerdo. Es todo lo demás lo que me tiene un poco sorprendido.
Ahti cruzó una pierna sobre la otra y se inclinó un poco hacia la izquierda, apoyando el codo sobre el reposabrazos y levantando el mentón. En otras circunstancias, su pose habría inspirado diligencia y una confiada superioridad. Pero el hábito hace al monje, y especialmente al abogado. Con un chándal y calcetines de deporte resulta imposible tratar de aparentar dignidad.
—Cuando Johanna desapareció —comencé a decir, y a punto estuve de volver a mirarme el reloj—, hace ya casi dos días, me asusté mucho. Como se asustaría cualquiera de nosotros. Y como no tengo familia, me dirigí a mis amigos. Vine aquí. Y vosotros estabais a punto de marcharos. Precisamente en ese momento. Una terrible casualidad. Y cuando os conté lo que me pasaba, Ahti accedió inmediatamente a venderme un arma. A pesar de ser tan estricto en todo, especialmente en el cumplimiento de la ley y las normativas. Pero no le di más vueltas. Como tampoco me paré a pensar por qué nuestros amigos más íntimos no nos habían contado que se marchaban de la ciudad.
Ninguno de los dos mostró intención de decir algo, así que continué:
—Y tampoco sospeché nada cuando me dijisteis que no habíais podido vender el apartamento. Porque estaba en muy mal estado y el edificio también se encontraba en pésimas condiciones, con agua en el sótano y agujeros en el tejado. Entonces se me ocurrió comprobar el asunto. Este piso nunca ha estado en venta, y nadie se lo ha intentado vender a nadie. Y por lo que respecta al edificio, acaban de vender un apartamento. Dos plantas más arriba. Más cerca de ese tejado lleno de agujeros.
Sentí un extraño escozor en la garganta, que hacía que me costara tragar y me impedía concentrarme. Veía sombras borrosas en la periferia de mi visión. Los síntomas físicos del cansancio, y del sentimiento de haber sido traicionado.
—Ya entonces hubo dos cosas que no me encajaban —continué cuando por fin pude tragar de nuevo—. ¿Por qué quieren marcharse tan rápido de Helsinki, si ni siquiera han podido vender su apartamento? ¿Y por qué tanta prisa por marcharse precisamente ahora, cuando la mejor amiga de Elina ha desaparecido?
Ahti puso las manos sobre los reposabrazos y las deslizó hasta delante, de modo que parecía como si estuviera manteniendo el sillón en su sitio, o preparándose para levantarse.
—Tapani, he estado bastante mal, y esto no va a ayudarme a levantar el ánimo.
Hice caso omiso de su comentario. Tenía que continuar.
—Pensé: Tengo que preguntarle a Ahti. Seguro que hay una explicación razonable para todo esto. En Ahti sí puedo confiar. Él es un buen amigo, un viejo amigo. Pero ¿realmente es tan buen amigo? Eso es lo que empecé a preguntarme.
Ahti sacudió la cabeza.
—Tapani, estás muy confuso por culpa de la desaparición de Johanna. Lo entendemos perfectamente.
—Empecé a preguntarme —continué sin hacer caso de sus palabras—: ¿por qué Ahti había dicho que no tenía trabajo desde hacía medio año, cuando no me costó nada averiguar que había estado trabajando en un caso la semana pasada?
Ahti se frotó la frente, como si de pronto le hubiera sobrevenido un misterioso dolor de cabeza.
—Fuiste uno de los abogados de A-Secure —le dije— cuando la empresa empezó a expandirse. Es una jauría de bandidos, Ahti. Emplean la violencia. Roban y dan palizas a la gente, incluso puede que maten a personas. Y aun así trabajabas para ellos.
Permanecimos un rato en silencio. Me preguntaba cómo seguir después de aquello. Observé cómo Ahti miraba a Elina, y con el rabillo del ojo vi que ella le dedicaba una leve sonrisa... no una sonrisa alegre, sino de amor, de afecto. Elina asintió, y Ahti le devolvió el gesto.
—Está bien —comenzó a decir Ahti, o más bien a susurrar, dirigiéndose a mí—. No sé si lo habrás notado, Tapani, pero siempre he sido bastante reservado respecto a los pormenores de mi trabajo. He tenido mis razones. Y también he tenido mis razones para ejercer de abogado de la empresa que has mencionado.
No quise alterarme. Hablé de la forma más precisa y tranquila posible:
—De algún modo, Johanna llegó a averiguarlo. Descubrió que llevabas años trabajando para empresas como A-Secure. Así que se puso en contacto contigo. Me he enterado de eso hace un par de horas, cuando he leído los mensajes en el ordenador de Johanna. Ella se puso en contacto contigo, y entonces ocurrió algo. Algo que os afectaba tanto a Johanna como a ti. ¿Qué sucedió para veros obligados a hacer las maletas y marcharos de forma tan repentina?
Ahti parecía tranquilo, totalmente sereno.
—Éramos amigos —dije—. ¿Qué ha pasado?
—¿Qué es la amistad? —preguntó Ahti—. Vamos a la sauna, cenamos, tomamos vino, charlamos, compartimos algunas ideas y algún que otro secreto. Hacemos lo mismo durante años y creemos que nos conocemos. Es algo agradable y se le puede llamar amistad, pero eso no significa que hayamos llegado a conocernos en lo más mínimo. Es sobre eso sobre lo que acabas de filosofar, ¿no?
—Te agradezco la clase de cinismo —repuse—. Creo que Johanna también coincidirá plena y sinceramente con ello cuando regrese sana y salva del lugar donde se encuentra ahora. ¿Qué es lo que ocurrió? ¿Por qué tenéis que marcharos de Helsinki?
Ahti estaba a punto de abrir la boca cuando Elina dijo:
—Seguimos siendo vuestros amigos.
La miré de soslayo. Continuó hablando:
—Lo que pasó no tiene nada que ver con nuestra amistad. Johanna es mi mejor amiga. No sabíamos que las cosas se irían a la mierda.
—Cuando trabajas para criminales —repliqué—, las cosas suelen irse a la mierda.
—No de esta manera —dijo Ahti.
Le miré fijamente. Él me sostuvo la mirada.
—La última vez —dije—. ¿Qué pasó?
Ahti y Elina volvieron a cumplir su ritual de asentimiento.
—Johanna me llamó —comenzó a explicar Ahti—. Me habló de los asesinatos de esas familias, de cuándo y dónde habían sucedido. Luego me contó su teoría, que al principio me pareció bastante increíble. Pero he preparado cientos de contratos para A-Secure y recuerdo muy bien en qué zonas tienen contratos suscritos con empresas y, directamente, con asociaciones de vecinos y propietarios. Y no tuve que revisar muchos contratos hasta darme cuenta de que los asesinatos se habían cometido en las mismas zonas e incluso las mismas asociaciones de vecinos. Y luego comprobé en el registro de contactos de A-Secure las fechas entre los contactos preliminares y la firma definitiva del contrato.
Ahti sacudió la cabeza y volvió a frotarse la frente, esta vez más fuerte.
—El procedimiento era siempre el mismo en todos los distritos: primero enviaban a algún representante de la empresa por toda la zona, luego se producían los asesinatos, e inmediatamente después se firmaban un montón de contratos, con vigilantes de seguridad, sistemas de alarma y todo tipo de servicios. De ese modo hicieron una gran cantidad de dinero en muy poco tiempo. Johanna lo descubrió.
Ahti levantó la mirada.
—Yo no sabía qué hacer, ni qué podía contar, ni a quién.
—¿No se te ocurrió llamar a la policía? —le pregunté.
Ahti volvió a negar con la cabeza.
—¿Cómo habrían podido protegernos? ¿Y cuánto tiempo habrían tardado en investigar algo así, o en poder establecer la conexión con A-Secure? Además, yo tampoco podría haber demostrado nada. Solo puedo hacer conjeturas sobre el procedimiento que han seguido y sobre el motivo que hay detrás de todo ello.
—¿A quién se lo contaste? —pregunté.
—A Elina.
—¿A nadie de A-Secure?
Ahti respiró hondo.
—Todavía hay algo más.
—¿Qué? —pregunté.
—Que todos esos contratos que se firman después de los asesinatos están redactados por la misma persona. La razón por la que quería irme a Noruega es que esa persona es el mismísimo director de la compañía. Solo le he visto una vez, de pasada. El caso es que, en realidad, A-Secure no es más que un par de hombres y una campaña de publicidad muy efectiva. Todo lo demás se consigue fuera, mediante subcontratas.
Tuve una idea que me pareció un poco descabellada, pero que merecía la pena probar. Le pregunté:
—¿Cuándo se creó A-Secure?
—Hace unos cuatro años y medio —respondió Ahti.
—¿Quién la fundó?
—Harry Rosendahl y Max Väntinen.
Saqué mi móvil del bolsillo, encontré la foto que buscaba y giré la pantalla hacia Ahti. Este entornó los ojos, se levantó del sillón y cogió el teléfono, y tras examinar un rato la imagen dijo:
—Aquí está bastante más joven, pero es él. Harry Rosendahl.
Me devolvió el móvil.
Pasi Tarkiainen seguía mirándome con esa sonrisa cautivadora que parecía exigirme siempre que se la devolviera.
14
La penumbra del suave anochecer de julio se adentra sigilosamente en el apartamento. Los muebles y sus sombras se funden en el aire estival, el mullido sofá parece desfondarse en la habitación que se oscurece. Oigo los pasos de Johanna en el suelo de madera de la cocina, cómo corta jengibre fresco para su té, lo remueve y añade algo, tal vez miel, y luego vuelve a removerlo. Oigo el suave tintineo de la cucharilla contra los finos bordes del ancho tazón. Casi puedo oír cómo levanta el tazón de la mesa, aunque ese gesto no produzca ningún sonido.
Luego Johanna entra en la habitación, se sienta a mi lado, y huelo su pelo y el té verde aromatizado con fragante jengibre y cáscara de naranja seca.
—Podría haberte preparado uno a ti también —me dice Johanna, su voz tan suave como la tarde que languidece.
—No, gracias —le respondo.
Johanna prueba el té, sorbiéndolo cuidadosamente de la cucharilla. El té humea frente a su rostro.
—Aquí estamos —dice al rato—, los dos solos.
La rodeo entre mis brazos.
—Sin padres —dice—. Sin hijos.
La miro a los ojos. En ellos no hay ni rastro de tristeza. Si acaso, lo que se ve es fe en la vida, coraje. Johanna sorbe el té a cucharaditas, frunciendo los labios con cada sorbo.
—¿Has visto las noticias? —me pregunta luego.
—Sí.
—Nosotros estuvimos allí. Fue nuestro primer viaje juntos.
—Ahora ha desaparecido —digo.
—Muchas cosas han desaparecido.
—Eso es lo que pensé —digo—. Hay tantas cosas que han desaparecido...
—Es lo mismo que darle vueltas a cuánto mide un metro.
—No es lo mismo.
—Sí que lo es —dice sonriendo, mientras observa fijamente el interior de su tazón, como si algo hubiera desaparecido en él—. Un metro es un metro. Y ni tú ni nadie puede hacer nada para impedirlo.
Me echo a reír.
—De acuerdo —digo—. Un metro es un metro. El mundo está en llamas. Y no podemos hacer nada al respecto.
Johanna me mira y ya no sonríe.
—Y estamos los dos solos. ¿Qué piensas de ello?
—Pienso en ti —le contesto—. Pienso: Estoy contigo.
—¿Es suficiente con eso? —pregunta sin mirarme a los ojos.
—Sí, es suficiente —le digo—. Pero no está bien expresado. Soy feliz contigo. Eso es lo que quería decir.
Johanna toma el té directamente del tazón, su labio superior posado medio centímetro sobre el borde. Sorbe el té caliente en su boca, lo saborea de forma cuidadosa, concentrada. Permanecemos en silencio.
—¿Qué has pensado de todas esas noticias? —me pregunta Johanna.
—Creo que no me sorprenden —le contesto—. Todas las señales estaban en el aire hace ya mucho tiempo.
Unas pocas motas de polvo danzan en los últimos rayos de sol.
—¿Cuánto tiempo llevamos juntos? —me pregunta Johanna, y la sonrisa no está alejada de su rostro.
—¿Es que no lo sabes?
Johanna se echa a reír.
—Bobo —me dice—. Te pregunto si lo sabes.
—Por supuesto que lo sé.
—Seis años y medio.
—Estoy sorprendido. Te acuerdas.
—Pues claro que me acuerdo.
Johanna bebe su té. Ya está más templado, y lo va sorbiendo con normalidad.
—Los mejores años de mi vida —digo.
—¿Estos años?
—Sí —contesto—. Los últimos seis años y medio.
—Lo mismo digo.
Johanna va cogiendo con la cucharilla trocitos de jengibre del tazón, que tratan de escapársele pero que ella captura con rápidos movimientos envolventes. Cuando por fin tiene una cantidad suficiente en la cucharilla, se la lleva a la boca. Oigo cómo saborea el jengibre crudo. Cuánto amo a esta mujer, y sus hábitos personales, peculiares, incluso extraños.
—¿Qué cambiarías si pudieras? —me pregunta después de tragarse el jengibre y dar un sorbo al té.
—No lo sé —le digo—. Leí una vez un libro en el que cada vez que alguien cambiaba una pequeña cosa, todo lo demás, en todo el mundo, cambiaba. Lo cual puede ser cierto. De hecho, creo que lo es. Si yo cambiara algo, podría afectar sin querer a todo lo demás, podría cambiar cosas que no me gustaría que cambiaran. Y yo no quiero que cambie esto.
Le apreté suavemente el hombro. El músculo bajo su camisa es como una bola pequeña y compacta. Johanna hace ejercicio, y se nota cuando la tocas.
—¿Ni siquiera cambiarías este día? —me pregunta Johanna.
—Ni siquiera este día.
Johanna deja el tazón en la mesita que está delante del sofá, y las sombras lo acogen en su seno, sus contornos se suavizan y ya no se puede ver en su interior, completamente oscuro.
—Creo que estaba equivocada —dice Johanna.
—¿Sobre qué?
—Pensaba que, cuando recibiéramos noticias como las de hoy, el mundo entero se derrumbaría.
—No se va a derrumbar.
—No. No se va a derrumbar —repite Johanna.
Permanecemos sentados en silencio. A lo lejos, en alguna parte, se abre una puerta, luego se cierra. El eco hace un breve intento, pero enseguida vuelve el silencio.
—¿Y ahora qué? —me pregunta Johanna.
—¿Qué quieres decir?
—A partir de ahora —responde—. ¿Qué va a pasar?
—Nada en particular, supongo —le digo—. El mundo seguirá su curso. Nosotros nos querremos.
—¿Y después?
—Lo que te he dicho. El mundo seguirá su curso. Nosotros nos querremos.
Johanna se ríe.
—Eres un tipo de ideas fijas.
—Te casaste conmigo.
—Es verdad. Y me equivoqué.
—¿Y eso?
—Me equivoqué al pensar que necesitaba algo más para ser feliz.
—¿Qué necesitas para ser feliz? —le pregunto.
Johanna me pasa dos dedos por el brazo. Su gesto es placentero, me provoca un agradable cosquilleo. Las motitas de polvo han iniciado un baile enloquecido: una corriente de aire debe de estar pasando por la habitación. Tiene que proceder de la ventana de la cocina, que está entreabierta.
—¿Qué necesitas para ser feliz? —vuelvo a preguntarle.
—Esto. Tú. Nosotros.
Permanecemos en silencio.
—¿Has escrito hoy? —me pregunta Johanna.
—Todos los días —le respondo—. De esa manera sé adónde me dirijo.
—¿Algo bueno? ¿En lo que has escrito?
—Puede ser.
—¿No lo sabes?
—A veces lo sabes al instante; otras veces no lo sabes hasta más adelante.
—¿Y hoy?
—Hasta más adelante —le digo, y añado—: Quizá bastante más adelante.
Johanna se vuelve hacia mí. Levanta las piernas del suelo y las coloca sobre mi regazo. Sus pies están descalzos y los dedos casi fríos, aunque ha sido uno de los días más soleados del verano. Le masajeo las yemas de los dedos, y luego los cojo dentro de mi mano. El pequeño manojo entra en mi puño.
—No quiero decir esto —comenta al cabo de un rato.
—No lo digas.
—Está a punto de salir.
—Entonces no tendrás más remedio que hacerlo.
Johanna espera un momento.
—¿Qué ocurrirá si a alguno de nosotros le sucede algo?
—¿Algo malo? —pregunto—. ¿O algo irremediable?
—¿Hay alguna diferencia?
—Mucha.
—¿Y si uno de nosotros muere?
—El otro sobrevivirá.
—No, en serio.
Por la ventana abierta de la cocina se oye cómo alguien llega al patio interior en bicicleta y la coloca en el soporte. Luego le pone la cadena. La puerta del portal se abre y se cierra.
—La vida continuará —digo.
—Siempre dices que la vida continuará.
—Porque siempre lo hará.
—Hasta que se acabe.
—No lo sé —digo—. Todo a su debido tiempo, supongo.
—Si a mí me ocurriera algo —dice Johanna—, espero que sigas adelante. Espero que sigas adelante con tu vida.
—Lo mismo te digo —le respondo.
Cada vez hay menos rayos de sol donde puedan bailar las motas de polvo.
—Una cosa más —dice Johanna—. Si me ocurre algo y sigues adelante con tu vida por el mal camino, puedes estar seguro de que vendré para hacértelo saber.
—Sabía que había gato encerrado.
—Por supuesto —dice—. Siempre hay gato encerrado.
Le masajeo los pies y me doy cuenta de que ha cerrado los ojos. Una penumbra suave y segura nos envuelve, y los labios de Johanna se curvan en una pequeña sonrisa. Está a punto de quedarse dormida, o de echarse a reír.
15
—Tienes que entenderlo —me dijo Elina sin apenas convicción, sin creerse ella misma sus palabras.
La amistad no acaba con un estallido, sino con un derrumbe, una decepción. Me di cuenta de que Ahti no había dicho nada. Fui hasta el vestíbulo y me puse el chubasquero y los zapatos. Una vez en la puerta, por alguna razón, me di la vuelta. Ahti y Elina estaban en el umbral del pasillo. Para el caso, podrían haber estado en el espacio exterior.
¿Qué se podía decir en una situación como aquella? ¿Conservemos los recuerdos más preciados y quedémonos solo con lo bueno, con los buenos momentos que hemos pasado juntos? ¿No dejemos que algo tan pequeño arruine aquello más grande, aquello que antaño fue tan hermoso e íntegro? Repasé las alternativas. No se me ocurrió nada mejor que decir que:
—Adiós.
Se suele decir que, aunque no aprendas nada más en la vida, al menos debes aprender a andar despacio. Sumido profundamente en mis pensamientos, caminé hasta el cruce que había examinado una y otra vez en el vídeo de la cámara de vigilancia, sin encontrar nada.
El sol se había puesto hacía un rato y el cielo estaba totalmente oscuro. Aquella lluvia que parecía no tener principio ni fin había perdido por un momento su pasión y su fuerza. El cielo dejaba caer pequeñas gotas aquí y allá, esparciéndolas, sembrando la tierra con ellas, pero parecía como si, a mitad de la faena, hubiera cambiado de opinión y empezado a ahorrar semillas. Mientras caminaba por la calle, no me importaban los coches que tocaban el claxon o los peatones que me empujaban al pasar.
De alguna parte me llegó un persistente olor a plástico quemado, pero no miré a mi alrededor para ver de dónde procedía. El olor me persiguió durante varios minutos. Al secarme las gotas de lluvia de la cara, me di cuenta de que había olvidado mis guantes en alguna parte. Al otro lado de la calle había una discoteca, y por su puerta abierta salía un ritmo constante, fuerte, amenazador, que atraía a la gente a su interior. Miré el reloj, miré el móvil. El tiempo pasaba y Johanna no llamaba.
Los dos últimos días habían sido como una vida entera: voraz, rebosante, desesperada. Los autobuses y los coches pasaban a toda velocidad chirriando, y los gases que salían de sus tubos de escape dejaban una sequedad en mi garganta que no podía tragar. Sentía la gasolina y los gases en mi paladar como algo vomitivo y a la vez excitante. Un grupo de jóvenes se acercaba corriendo en mi dirección e intenté echarme a un lado para esquivarlos, lo cual solo conseguí mucho después de que hubieran pasado. No sabía en qué idioma gritaban, ni tampoco por qué corrían. Dos vigilantes les perseguían. De estos sí que entendí el idioma. Los jóvenes no se detuvieron a pesar de que los vigilantes les pidieron en finés que pararan.
Llegué al cruce, vi la cámara atornillada a la pared a unos diez metros de altura, y sentí las gotas cayendo sobre mis párpados como si trataran de despertarme. Miré en la misma dirección que la cámara. Vi el cruce, vi tanto Urho Kekkosen katu como Fredrikinkatu. Cientos de personas, tráfico, luces. Había intentado localizar a Johanna en medio de todo aquello.
«A veces no lo ves hasta que dejas de mirar», me había dicho Jaatinen.
Le llamé.
Naturalmente, no podía estar seguro, pero tenía la sensación de que las siete personas que estaban delante de los monitores eran las mismas de la vez anterior. Una expresión preocupada y concentrada parecía haberse petrificado en sus rostros.
Jaatinen me llevó a la misma mesa situada en la parte delantera de la sala, y utilizó su contraseña para acceder a las bases de datos. No habíamos cruzado más que unas pocas palabras en el camino desde el vestíbulo hasta la segunda planta. Jaatinen no solo mostraba su aspecto habitual de cansancio, sino que también parecía estar irritado, ausente, como si su mente estuviera ya en otra parte e incluso allí estuviera malhumorado. Este era un aspecto nuevo en él.
Me pareció que el teclado crujía bajo sus gruesos y fuertes dedos, y estaba seguro de que unas miradas inquisitivas seguían todos nuestros movimientos, pero cuando me volví rápidamente comprobé que nadie nos prestaba la más mínima atención. Jaatinen se enderezó delante de la pantalla, me miró y pareció a punto de decirme algo. En su mirada pude ver que su mente estaba realmente en otra parte. Fuera lo que fuese lo que Jaatinen quería decirme, lo estuvo meditando largo rato. Finalmente hizo un gesto con la mano para señalar la pantalla, y prometió volver en media hora para ver cómo me iba. Le dije que no creía que necesitara tanto tiempo.
Jaatinen me miró de nuevo, como si yo no estuviera realmente allí. Sin decir una palabra, se dio la vuelta y se marchó. Sus pasos eran apresurados y malhumorados. Jaatinen desapareció por la puerta, dejando tras sí una sensación dispersa, irritada, que amenazaba con apoderarse de mí también, así que me puse enseguida manos a la obra.
El número de cámaras de vigilancia era abrumador. Aunque una parte de ellas no funcionaran, el flujo de imágenes grabadas por el resto de las cámaras era suficiente para ofrecer un registro visual bastante nítido de casi toda la zona centro. Algunas calles y cruces podían verse desde distintos ángulos y diferentes alturas.
Volví al momento y al lugar exacto frente al cual había pasado ya tantas horas: el cruce de Urho Kekkosen katu y Fredrikinkatu, el punto geográfico donde el móvil de Johanna había estado operativo por última vez. La visión era tan brillante y borrosa por la lluvia como la recordaba. Dejé que el flujo de imágenes avanzara.
Cuando el vídeo se aproximaba al minuto en que el móvil había desaparecido de la red, me incliné instintivamente hacia delante. El paisaje seguía siendo borroso y lleno de reflejos, más parecido a una pintura que a una foto o película. Casi exactamente un minuto antes de la hora clave, en el extremo de Urho Kekkosen katu donde se encontraba Narinkkatori, vi algo que me pareció reconocer incluso antes de que hubiese podido hacerlo. Pero, claro, ahora sabía por los correos de Johanna a quién debía buscar.
En ese punto, la figura todavía no era más que dos pinceladas perfectamente ejecutadas, con un movimiento que revelaba prisa. La figura avanzó con pasos largos y decididos, acercándose segundo a segundo, y dejó de ser las dos pinceladas oscuras del principio hasta convertirse en muchas, dibujando una figura humana con rasgos cada vez más individualizados y reconocibles. Su manera de andar, de mirar a los lados, de meter la mano en el bolsillo. Esperé un momento hasta asegurarme por completo de estar en lo cierto.
La figura alcanzó la esquina de la calle, sacó algo de su bolsillo, lo tocó con la otra mano y volvió a metérselo en el bolsillo. En ese preciso instante, el móvil de Johanna desapareció de la red. Un gran camión atravesó el cruce, seguido de una ambulancia con la sirena encendida. Por un momento la imagen pareció de nuevo una pintura impresionista, y entonces caí en la cuenta de lo poco que había captado antes de la misma. Cuando el camión y la ambulancia desaparecieron del plano, la figura permaneció parada un momento delante del paso de peatones, tan inmóvil que no había sido capaz de detectar que se trataba de una persona.
Paré la imagen y la aumenté. La figura fue creciendo poco a poco hasta hacerse cada vez más reconocible. Cuando el rostro de la misma ocupó toda la pantalla, regulé el brillo y me recliné en el asiento: incluso fui capaz de distinguir la incipiente barba en el mentón de Gromow.
16
DE: Gromow, Vasili
PARA: Lehtinen, Johanna
FECHA: 21 de diciembre, 01.37
ASUNTO: Un último favor
Johanna:
Quiero dejar claro una vez más que entiendo tu postura. Te comprendo cuando dices que estás felizmente casada y que nosotros solo somos compañeros de trabajo. Y entiendo también que no quieras volver a trabajar conmigo después de este reportaje, por muy triste e injusto que resulte. Respeto sinceramente tu decisión de trabajar con otros fotógrafos de ahora en adelante. Pero antes tengo que pedirte un pequeño favor. Antes de que nuestros caminos se separen, quiero que te lo vuelvas a pensar y rememores todo lo que hemos vivido juntos. ¿Recuerdas cuando estuvimos juntos bajo el fuego en Kosovo? ¿Recuerdas a qué hombro te aferraste, quién estuvo allí para protegerte? ¿Y recuerdas cuando nuestro minibús se averió en la costa ártica y el viento gélido amenazó con congelarnos a todos? ¿Recuerdas lo que dijiste cuando logré arrancar de nuevo el motor? Yo sí lo recuerdo. Dijiste que me estarías eternamente agradecida. Eternamente, Johanna. Esas fueron tus palabras. Ahora solo te pido un favor. Si realmente dijiste aquello en serio, ahora aceptarás mi petición. La aceptarás para ser honesta contigo y conmigo. Aceptarás hablar conmigo cara a cara y decir la verdad. Considero que es lo mínimo que puedes hacer por la persona que te salvó la vida. Y si, después de que hablemos, sigues creyendo que ya no formo parte de tu vida, lo aceptaré. Solo te estoy pidiendo otra oportunidad, una última oportunidad para que hablemos cara a cara. Me temo que, si no aceptas, tendré que acceder de nuevo a ti por otra vía.
VASILI
17
Encontré la hilera de casas adosadas en Maunula, cerca del Parque Central. Construido en ladrillo rojo en la década de 1950, el conjunto comprendía seis viviendas. A juzgar por las luces que se veían desde la calle, todas estaban habitadas. La vivienda de Gromow era la penúltima contando desde la izquierda. En la ventana de la planta de arriba había una tenue luz encendida.
Me resultó fácil averiguar la dirección de Gromow; sin embargo, me fue imposible conseguir que Jaatinen se interesara por el asunto. Cuando le mostré el correo electrónico y la imagen de la cámara de vigilancia, se limitó a decir que tal vez hubiera encontrado algo. Estuve a punto de perder la paciencia. ¡¿Que tal vez hubiera encontrado algo?! Y cuando le pregunté si quería acompañarme, me dijo que no tenía tiempo. Ahí acabó nuestra conversación.
Le pedí a Hamid que detuviera el taxi y apagara el motor al otro lado de un pequeño patio ajardinado situado frente a la hilera de adosados. El jardincito, con sus árboles, arbustos y farolas apagadas, ofrecía cierto abrigo frente a las miradas indiscretas, que al menos de momento parecía suficiente. No tenía intención de llamar al timbre. Tampoco quería precipitarme ni ir a pecho descubierto, repitiendo el mismo error que había cometido en Jätkäsaari: aún tenía el recuerdo del costado dolorido. Lo más prudente era examinar primero la situación, y luego acercarme a pie y esperar un momento en la oscuridad, escuchando cómo la lluvia caía suavemente sobre los árboles y los arbustos, el tranquilizador repiqueteo de las gotas sobre las húmedas hojas muertas.
En el flanco izquierdo, la hilera de adosados estaba separada de otra igual por apenas unos diez metros. En el derecho, en cambio, había una ancha y oscura franja de bosque hasta la siguiente hilera de viviendas, situada a unos setenta metros. Las luces de las ventanas más próximas centelleaban entre el ramaje como rayos huidizos.
Crucé la calle y llegué hasta un camino que atravesaba la zona boscosa. En ocasiones, la tierra mojada crujía bajo mis pies, y en otras hacía un sonido como de chapoteo, a pesar de que trataba de caminar sin hacer el menor ruido posible. El borde del camino estaba más seco y resultaba más silencioso. Más adelante encontré un sendero que giraba en dirección a las casas. Subía serpenteante por una pequeña cuesta, y parecía haber sido abierto entre las raíces de los árboles por décadas de uso. Tuve que vigilar mis pasos cuidadosamente en la oscuridad.
Los patios traseros de las viviendas no estaban vallados. El césped empezaba delante de las puertas traseras y terminaba en el lindero del bosque. Miré un rato hacia las ventanas, no vi movimiento alguno y crucé los quince metros de zona ajardinada en dirección a la puerta trasera. Solo cuando atravesé el pequeño patio enlosado y me acerqué a la entrada me fijé en que uno de los paneles de la puerta doble, el de la cerradura, estaba entornado apenas medio centímetro.
Me detuve a escuchar. La lluvia repicaba contra los cristales de las ventanas, golpeteaba la superficie de la mesa del jardín y murmuraba entre el follaje del bosque. En alguna parte un coche aceleró, frenó y volvió a acelerar. No se oían sonidos humanos en la noche. De nuevo flotaba en el aire un olor un poco acre, como si la tierra estuviera ya demasiado mojada, después de tantas veces empapada y saturada.
La puerta se abrió sin hacer ningún ruido. Daba a una pequeña y acogedora salita con chimenea, decorada profusamente pero con buen gusto. Al fondo de la estancia, unas escaleras de piedra conducían hasta la planta baja. Las subí y llegué a la sala de estar, un espacio diáfano que se prolongaba a través de la cocina hasta el comedor, que daba a la calle. La luz del porche iluminado entraba a través de las ventanas, proyectando largas sombras en el suelo y creando zonas de oscuridad a lo largo de las paredes. Me detuve a escuchar. El único sonido eran los latidos de mi corazón, que parecían resonar en las paredes llenas de fotografías enmarcadas. En medio de aquel espacio diáfano había una caja de escalera abierta y rodeada de listones verticales, en lo alto de la cual resplandecía la luz que ya había visto desde la calle.
Subí, escalón a escalón, hasta ver la lámpara sobre la mesita de noche que iluminaba suavemente una habitación, y en ese momento escuché una voz angustiosa y entrecortada delante de mí, a la derecha:
—¿Quién anda ahí?
Reconocí la voz de Gromow, aunque sonaba áspera y ronca, como si llevara mucho tiempo forcejeando por atrapar el aire. Entré en la habitación, y ambos nos asustamos, pero solo yo retrocedí. Gromow no se movió. Yacía en la cama completamente vestido, con las manos y los pies extendidos, totalmente ensangrentado. La cama a su alrededor parecía un estanque en el que flotara. La habitación olía a excrementos y a algo parecido a carne cruda.
—No me siento el cuerpo —dijo, luchando por hablar.
Miré a Gromow, bañado en sangre. Y entonces recordé por qué estaba allí.
—¿Dónde está Johanna?
—No me siento el cuerpo —repitió, como si no hubiera oído mi pregunta.
—Vasili, escúchame. ¿Estás solo? ¿Ha estado aquí Johanna?
Gromow emitió un sonido rasposo que le hizo toser hasta casi asfixiarse.
—Vasili —le dije—. Tienes que ayudarme. Estoy buscando a Johanna, y sé en qué artículo estabais trabajando. Sé lo del Sanador y Pasi Tarkiainen.
Di un par de pasos hacia él, y me detuve más o menos a la altura de su cintura. En medio del pecho de Gromow había un agujero más oscuro que la sangre. Su cara estaba sorprendentemente sosegada, en contraste con el tórax que se contraía y desgarraba como si tuviera vida propia. Gromow parecía estar paralizado. Puede que la bala hubiese atravesado el pecho y perforado la columna vertebral.
—También sé lo tuyo —continué—. Tengo el mensaje que le enviaste a Johanna.
Estaba ya sacando el móvil del bolsillo para mostrarle el mensaje cuando Gromow habló.
—Hay algo más. Aparte de Tarkiainen.
Volví a dejar caer el móvil en el bolsillo. En los ojos de Gromow había ahora una mirada de angustioso anhelo. Dijo algo que no pude entender. Me incliné hacia él. Al cabo de un rato, conseguí entenderle. Amor.
—Lo hice por amor —dijo.
—¿El qué? —pregunté—. ¿Qué es lo que hiciste por amor?
Parecía que no podía tragar suficiente aire. Era evidente que trataba de expresarse con el mínimo de palabras posible.
—Johanna. Quería que entendiera que la sigo amando. Tarkiainen prometió ayudarme.
—¿Cómo podría ayudarte Tarkiainen en eso?
Mis preguntas resonaban impacientes y apresuradas en la habitación. Era como si procedieran de fuera de mí.
—Johanna no quiso escucharme. Yo quería otra oportunidad.
—¿Una oportunidad para qué? —le pregunté.
—Quería que Johanna comprendiera que la amo.
Claro. Y para demostrarle que la amas, traicionaste a tu compañera de tantos años y la arrojaste en manos de un asesino.
—Tarkiainen me prometió —continuó Gromow con voz áspera— que lograría que Johanna entendiera mi situación. Pero antes tenía que encontrarse con ella, porque él disponía de datos sobre el Sanador que solo podía contarle a Johanna en persona.
Las palabras de Gromow salieron en un flujo continuo de susurros y exclamaciones entrecortadas.
—Tarkiainen sabía muchas cosas —prosiguió Gromow como si estuviera corriendo una carrera—. De Johanna, de mí, de todo. Lo arreglé para que quedara con Johanna, y a ella le dije que había encontrado una pista. Tarkiainen tenía que hablar con ella y luego traerla aquí. Para que pudiéramos hablar tranquilamente.
Gromow se detuvo en seco y trató de respirar. Parecía como si no llegara tanto aire a sus pulmones como el que salía de ellos. Se forzó a decir algo más:
—Pero solo vino Väntinen. Y ahora mírame.
—El teléfono de Johanna —dije—. Tú lo tenías.
Trató de asentir. Sus ojos se cerraron y el mentón comenzó a temblarle convulsamente. De alguna manera, consiguió oxígeno.
—Una cosa más —dijo—. Para ti.
Le miré a los ojos. En ellos se alternaban la desesperación y la esperanza. Como un hombre que se aferraba a una cuerda salvadora que una y otra vez se le escapaba de las manos. Esperé tanto como fui capaz de soportar. Estaba ya dándome la vuelta para buscar el teléfono de Johanna cuando Gromow volvió a hablar.
—No sabes lo que se siente —dijo.
Guardé silencio.
—No sabes lo que es el amor. No sabes lo que es perder a la persona que amas —dijo Gromow—, y luego volver a encontrarla.
¿De qué estaba hablando? Permanecí callado, mirando su rostro brillante del que había desaparecido todo el color.
—Amo a Johanna desde mucho tiempo antes que tú. Tú no lo sabes todo.
Si Gromow hubiera sido capaz habría sonreído. Hundí las manos en los bolsillos de mi chubasquero, un gesto bastante despreocupado teniendo en cuenta que ante mí yacía un hombre moribundo con el pecho reventado.
—Éramos jóvenes y estábamos enamorados —dijo, y si un hombre a punto de morir podía sonar triunfante y orgulloso, Gromow lo consiguió—. Hace veinte años. Hasta que ella me dejó. Por un malentendido. Luego la vida volvió a unirnos. Siempre he sido hombre de una sola mujer.
Miré la figura ensangrentada tumbada sobre la cama. Saqué las manos de los bolsillos.
—Según Johanna, eres cualquier cosa menos un hombre de una sola mujer —le dije.
Su suspiro fue como el rechinar de una sierra contra el metal.
—Quería que Johanna sintiera celos. Los mismos celos que me corroían a mí.
Sacudí la cabeza, tratando de mantener la calma. A Gromow no le quedaba ya mucho tiempo. Pero veía en sus ojos la misma arrogante y ruda altanería que le había visto alguna vez en el pasado. No entendí de dónde sacaba las fuerzas para ello.
—Entonces ella sabría lo que se siente —dijo con una voz tan parecida a su voz normal que casi me asusté.
—¿Dónde está el teléfono de Johanna? —le pregunté.
—Johanna sigue amándome. ¿Sabes por qué lo sé?
—Basta ya de tonterías —dije, tratando de no alzar el tono—. Necesito ese teléfono.
Luchó de nuevo por respirar, cerrando con fuerza los ojos, y cuando logró tomar algo de aire volvió a abrirlos. Tenían de nuevo una mirada desafiante.
—Lo sé por una cosa —dijo.
Permanecí callado.
—En el momento de mayor necesidad, no quiso llamarte.
Miré a Gromow, y deseé tanto que muriera como que siguiera con vida.
—Mientes —dije, preguntándome si él también percibiría la falta de seguridad en mi voz.
—¿Por qué habría de hacerlo? —continuó Gromow, como si hablar requiriera de todas sus fuerzas—. Mírame. Solo te estoy contando lo que ocurrió.
—Si hubiera podido, Johanna me habría llamado.
—Tuvo oportunidad de hacerlo —dijo Gromow. En ese momento, su pecho pareció dejar de contraerse. Él también lo notó y tuvo prisa por hablar. Solo llegó a decir unas palabras—: Pero no te llamó.
Un fugaz espasmo de asombro cruzó el rostro de Gromow, abrió la boca y la cerró. La cabeza casi se despegó de la almohada, y luego volvió a caer. Sus ojos se quedaron mirando al techo.
La asfixiante humedad del cuarto, el olor a podrido y crudo que emanaba del cuerpo muerto de Gromow, y mis pensamientos opresivos y angustiosos eran demasiado para aquel espacio tan pequeño. Sus últimas palabras seguían resonando en la habitación con más claridad que en el momento de salir de su boca. Antes de abandonar el cuarto, eché un vistazo alrededor, abrí cajones y armarios en busca del móvil, pero no lo encontré. Cuando ya estaba en la puerta, miré hacia atrás. Gromow yacía inmóvil en el oscuro charco como un gran muñeco destrozado. No supe qué debería decir, ni qué pensar. Apagué la luz y bajé.
Estaba examinando una vez más la planta baja en penumbra cuando de pronto recordé la imagen de la cámara de vigilancia. Junto a la puerta había un perchero, y de uno de sus ganchos colgaba pulcramente la cazadora oscura de Gromow. Se veía vacía y gastada, con los hombros caídos lánguidamente. También me sentí mal mientras hurgaba en sus bolsillos. El izquierdo estaba vacío, pero en el derecho encontré lo que buscaba: el móvil de Johanna. Lo sostuve en mis manos como si fuera algo más que plástico y componentes electrónicos, como si esperara que me contara lo que había ocurrido, cuál era la verdad. Apreté la tecla de encendido, pero el teléfono no dio señales de vida.
En ese momento oí acercarse un coche por la calle. El ruido me indicó que venía a gran velocidad hasta que frenó en seco frente a la casa. Llegué a tiempo de mirar por la ventana antes de que el motor se apagara. El coche era un deportivo negro, y dentro solo iba el conductor. La puerta delantera se abrió y de él bajó Max Väntinen. Me aparté de la ventana y miré rápidamente a mí alrededor.
Väntinen abrió la puerta con llave mientras yo me escondía en el hueco entre las cortinas de las ventanas y el saliente de la pared. Entró con pasos rápidos y enérgicos, y entonces se detuvo. No podía verlo, pero oía y notaba su presencia. Estaba a escasos metros de mí, y por un momento estuve seguro de poder oír su respiración, el latido de su corazón, e incluso cómo corría la sangre por sus venas.
Después de un rato insoportablemente largo, Väntinen empezó a subir las escaleras. Esperaba no haber dejado abiertos ningún cajón o puerta de armario, ni tampoco haber olvidado nada que pudiera revelar que yo había estado allí. Sin embargo, algo ocurrió, porque casi inmediatamente Väntinen bajó las escaleras con pasos rápidos y ruidosos y se marchó. Oí cómo el coche se alejaba a toda velocidad, y sólo al cabo de un rato me atreví a moverme.
La adrenalina y el miedo hicieron que mis manos temblasen y respirase jadeante mientras echaba un vistazo a la parte delantera de la casa. Aunque vi que el coche de Väntinen no estaba, decidí salir por la puerta de atrás y volver al taxi por el mismo camino por donde había venido.
Abrí la puerta y me detuve a escuchar brevemente el murmullo de la lluvia y sus múltiples matices al caer sobre el empedrado del patio, arriba en el canalón, a mi lado entre los arbustos. Más allá, los árboles del bosque parecían observar un momento de respetuoso silencio. Gromow había muerto. Yo había estado escondido a pocos metros del asesino. Y ni siquiera había pensado en el arma, que seguía en mi mochila. ¿Para qué iba a llevarla conmigo? Solo quería encontrar a Johanna. Las palabras de Gromow resonaron de nuevo en mis oídos: «Tuvo oportunidad de hacerlo, pero no te llamó». Sentí el móvil de Johanna caliente en el bolsillo de mis vaqueros, a pesar de estar sin batería. En él estaría la respuesta, al menos para las últimas palabras de Gromow: algo en el registro de llamadas, en los mensajes, las notas o las imágenes, me daría la clave para averiguar lo ocurrido durante las horas previas a la desaparición de Johanna. Aquello tenía que aclarar las cosas.
El sendero serpenteaba entre las raíces resbaladizas por la lluvia. En un momento dado pisé un charco, más adelante mi pie se hundió en el lodo. Trataba de salir de allí caminando por el borde del sendero cuando, de repente, oí una voz detrás de mí:
—¡Lo que me imaginaba!
Me di la vuelta y vi a Väntinen saliendo de detrás de un gran roble de tronco retorcido para plantarse en medio del camino. En la mano llevaba una pistola de gran calibre. Probablemente se trataba de la misma pistola que había destrozado a Gromow. Y, por supuesto, el mismo tipo de arma que se había utilizado para asesinar a familias enteras.
Bajo la escasa luz, su rostro tenía un aspecto frío y funesto. Llevaba puesta la capucha del impermeable. El borde de la capucha proyectaba una sombra en la parte superior de su cara que llegaba hasta el puente de la nariz y los pómulos. No podía verle bien los ojos.
—¿Cómo es que un tipo tan curioso como tú sigue todavía vivo? —dijo.
—No te merece la pena matarme —me oí decir—. No os servirá a ninguno de los dos.
—¿A quiénes? —preguntó Väntinen.
La fría lluvia había hecho que el pelo se me pegara a la frente y me provocara un ligero cosquilleo en el cuero cabelludo. A lo lejos, a la izquierda, las luces de la siguiente hilera de adosados centelleaban entre el ramaje. Miré a Väntinen tan fijamente como pude, pero seguía sin poder distinguir sus ojos entre las lúgubres sombras. Sin embargo, su pregunta había sonado sincera.
—A vosotros dos —dije—. Tú y Tarkiainen.
Asintió rápidamente.
—Ah, claro. Pero hemos tenido unas pequeñas diferencias de criterio. Pasi es demasiado idealista. Siempre tratando de cambiar el mundo. Yo, en cambio, me he hartado de seguir siendo pobre.
Al mirar el cañón del arma no pude evitar pensar en Gromow. Tuve que preguntarle:
—¿Tarkiainen sigue vivo?
Las comisuras de su boca se ensancharon en una breve sonrisa.
—Supongo que te interesará más saber cómo se encuentra tu mujer, ¿verdad?
Tenía razón.
—¿Dónde está Johanna? —pregunté, consciente de estar tiritando: la lluvia, el viento y las bajísimas temperaturas formaban una gélida combinación.
—Creo que no te lo voy a decir —respondió.
El cañón del arma subió unos centímetros.
—Tendrás que morir sin saberlo. En general, los capullos entrometidos como tú me revientan. Piénsalo bien: ¿estarías en esta situación si no hubieras venido a mi bar gimoteando en busca de tu mujer?
Tenía que ganar tiempo.
—Tarkiainen —dije, agarrándome a algo, lo que fuera—. ¿Es él quien comenzó todo esto?
Las comisuras de su boca se ensancharon más aún.
—Muy bien —dijo con voz despreocupada y arrogante—. Quedémonos aquí bajo la lluvia y hablemos. ¿Cómo empezó todo? Pasi quería mejorar el mundo, como siempre. Todas esas historias sobre el cambio climático y demás. Decía que ciertas personas tendrían que cargar finalmente con la responsabilidad de sus actos. Y yo le dije: «¿Por qué no?»
Su sonrisa se desvaneció y el cañón del arma subió un poco más.
—Pasi dijo que estaba dispuesto a emplear métodos drásticos. Pero eso es lo que dicen todos hasta que realmente empiezan a utilizarse. Lo mismo le ocurrió a Pasi. Al principio muy lanzado y bravucón, y después un quejica lastimero cuando la cosa se puso en plan serio. Para mí el asunto era muy simple: matar a unos cuantos gilipollas y ganar un montón de pasta. Sin quebraderos de cabeza. Pero Pasi tenía algunos reparos al respecto. Y, al final, no pudo ser el Sanador. Así que, además de todo mi trabajo, también tuve que ocuparme de esa patraña poética de mierda.
Miré disimuladamente a mí alrededor. Väntinen se dio cuenta.
—¿Quieres escuchar lo que te estoy contando o intentar escaparte? A mí me da igual. Tan solo estoy tratando de decidir si voy a dispararte en la frente, en el cuello o en el pecho.
Tirité a causa del frío. Mantuve la mirada fija en las sombras de su cara. Estaba como a unos cuatro metros de mí. No oía más que la lluvia; ningún coche, y mucho menos gente. ¿Dónde estaban todos esos peligrosos moradores del Parque Central cuando se los necesitaba?
—Creía que te interesaba —prosiguió Väntinen—. Pronto llegaré al tema de tu mujer... un auténtico incordio, si me permites que lo diga. ¿Quieres escucharlo o no?
Asentí de forma entrecortada. Tenía el frío metido hasta la médula.
—Eso pensaba —dijo Väntinen—. Aquello fue la gota que colmó el vaso, el último malentendido en todo este lío de mierda. No fue del todo culpa de tu mujer, aunque sea una jodida fisgona. Como bien sabrás.
Sonrió. Luego prosiguió:
—Pasi tenía esas quimeras en la cabeza. Quería contactar con alguien de la prensa que entendiera lo que estábamos haciendo. Conseguir publicidad positiva... por muy increíble que suene. Decía que cuando la gente entendiera lo que estábamos haciendo y por qué, comprenderían que se trataba de algo necesario.
Ahora estaba casi riendo, con el cañón del arma balanceándose ligeramente adelante y atrás.
—Y lo mejor de todo: al final se unirían a nuestra causa. ¿Qué te parece?
No dije nada. Väntinen observó que estaba tiritando.
—Estás temblando por la emoción. Yo no me mostré tan entusiasta. Pero, en fin, tampoco me molestaba. Teníamos entre manos un fabuloso negocio en marcha.
—Tarkiainen también estaba metido en eso —dije.
—Se vio más o menos forzado. Era bastante escéptico respecto al tema de la empresa de seguridad. Temía que, si la gente llegaba a enterarse de cómo funcionaba la cosa, eso se volvería contra nosotros. Por eso teníamos que conseguir a un periodista que fuera capaz de entenderlo, alguien que viera el objetivo global de todo esto y le contara al gran público la parte positiva. Finalmente, Pasi se decidió por su ex mujer.
—Nunca llegaron a casarse —le dije—. ¿Dónde está Johanna?
Väntinen soltó una risotada fría y cortante.
—¿Es que no lo entiendes? No pienso decir nada más. Querías saber cómo empezó todo. Ahora ya lo sabes. No voy a contarte nada más.
Permanecimos un rato en silencio. La lluvia tamborileaba y danzaba entre los árboles y sobre el suelo mojado. A mi izquierda oí el murmullo de un arroyo. En algún lugar lejano, en lo más profundo del bosque, resonó el chirrido estridente de una motosierra o un ciclomotor... tan lejos que no podía servirme de ninguna ayuda. Tenía que continuar la conversación.
—¿Por qué? —le pregunté.
—¿A qué te refieres con «por qué»?
—Por qué en general —dije, y volví a mirar a sus ojos sin ver nada más que sombras—. ¿Por qué no me dices dónde está Johanna? ¿Por qué mataste a gente inocente?
Väntinen se encogió de hombros con absoluta indiferencia, como si estuviéramos hablando de lo que comeríamos en el almuerzo.
—El fin está cerca —dijo con ligereza—. ¿Qué importa lo que hagas? Hay dos alternativas: o seguir trabajando como un pobre camarero cabrón en ese tugurio de mierda, cada vez más y más miserable hasta el final, o marcharse al norte, a vivir confortablemente en tu propia casa, en paz. Y, de todas formas, ¿cuánta gente queda que sea realmente inocente? En esto, opino un poco como Pasi. Todos supimos hace décadas lo que iba a ocurrir, pero nadie quiso mover un dedo para intentar detenerlo.
—Muchos lo intentaron —dije, notando cómo incluso me temblaban los labios—. Y lucharon por ello.
Väntinen soltó un resoplido. Frente a su rostro apareció una pequeña nube de vaho, que las gotas de lluvia disiparon casi al momento.
—Ya, ya —dijo, y de pronto sonó completamente hastiado—. Pasó lo que pasó. Pero ahora tengo que ir a otro sitio.
Väntinen enderezó la mano que sostenía el arma. El agujero del cañón pareció crecer delante de mis ojos, y pensé que esa sería la última cosa que vería en el mundo: un ojo negro y pequeño, que guiñaría una vez y acabaría con todo.
El disparo me ensordeció y me sacudió todo el cuerpo, y estaba seguro de que incluso los árboles del bosque se habían agitado. La capucha de Väntinen cayó sobre su nuca. Algo faltaba en su cabeza. La frente, pensé. El disparo, que había sonado desde algún lugar a mi derecha, se la había destrozado. Väntinen se desplomó hacia delante. La cabeza sin frente fue lo primero que impactó con un ruido sordo contra la tierra mojada.
Hamid salió desde detrás de un árbol, sorteando ramas y raíces hasta llegar al camino. Parecía diferente. Su mirada era sombría, su pelo corto y rizado brillaba en la lluvia como estropajo de aluminio, y el temblor metálico en las mejillas de su delgado rostro se apreciaba ahora con más claridad. Llevaba en la mano la pistola que había dejado en mi mochila. Me la quedé mirando un rato, y luego miré a Väntinen.
La mano de Väntinen seguía sosteniendo la pistola, su cañón ahora cubierto de tierra y lodo. En un lado de la cabeza se veía el hueso ya blanco, limpiado por la lluvia. Levanté la vista hacia Hamid.
—No siempre he sido taxista —dijo.
NOCHEBUENA
1
Una estrella de Navidad roja como el fuego lucía en la ventana de la segunda planta, exactamente en el centro de la vivienda a oscuras. El edificio parecía querer proteger la llama que ardía en su interior. El susurro del aire acondicionado y el repiqueteo de la lluvia sobre la carrocería del coche fueron los únicos sonidos que pude oír cuando por fin recuperé la audición.
Hamid estaba sentado en silencio en el asiento del conductor. También en silencio había aceptado mi agradecimiento. Mantenía la mirada fija al frente y, mientras permanecía allí sentado, inmóvil, parecía que en cualquier momento pudiera hacer algo totalmente inesperado. Había guardado el arma en la guantera. Estuve a punto de pedírsela, pero de algún modo me parecía algo completamente innecesario. Estaba claro que él era el único que sabía cómo usarla.
Encontramos el coche de Väntinen tras una breve búsqueda. Un pequeño terraplén de un metro de alto separaba la zona de aparcamiento de la calle. Comprobé que el móvil de Johanna se estaba cargando y que las llaves del coche de Väntinen seguían en mi bolsillo, y, sin decir nada, salí del taxi.
El viento había amainado, al menos, momentáneamente. El aire fresco de la noche desprendía un olor limpio y penetrante. El coche negro de Väntinen brillaba como si acabaran de lavarlo. Las gotas en los laterales negros del vehículo resplandecían como perlas. Me senté en el asiento del conductor.
Por dentro el coche estaba tan pulcro como por fuera. Revisé los laterales de las puertas y el compartimento central entre los asientos. Encontré una gamuza, unos guantes de trabajo y unas cuantas monedas. En la guantera solo estaba el manual del vehículo. El pequeño y estrecho asiento de atrás parecía estar intacto. El espacio para los pies estaba completamente limpio, como si solo se hubiera pisado en la zona del conductor. Salí del vehículo y moví los asientos para poder ver debajo de ellos. No encontré nada, ni siquiera polvo.
Me dirigí a la parte de atrás y abrí el maletero. Era pequeño y estaba lleno hasta los topes. En el centro había una gran bolsa de deporte con una larga cremallera de acero. La abrí: ropa de hombre, supuestamente de Väntinen. Después de rebuscar un poco, descubrí que había ropa tanto de invierno como de verano. Era Nochebuena. Väntinen no había mentido cuando había dicho que se iba al norte. Y si ya tenía el equipaje hecho era porque pensaba marcharse muy pronto.
Examiné también otras dos bolsas y una pequeña mochila, donde encontré más artículos de viaje: ropa, productos de aseo, máquina de afeitar y, finalmente, el pasaporte de Väntinen. Saqué todas las bolsas fuera y miré debajo de la alfombrilla. Solo había el neumático de repuesto y el gato.
Tras cerrar el maletero y la puerta del conductor, me alejé del coche. Iba caminando hacia donde estaba Hamid —con su rostro aún mirando al frente, como una máscara de cera tras el parabrisas mojado— cuando caí en la cuenta de que podría averiguar cuál sería el destino de Väntinen si volvía a donde le había dejado.
El cuerpo estaba tirado en el camino en la misma posición en que había quedado tras la caída. El arma parecía como si hubiera sido clavada en la tierra. La lluvia había blanqueado aún más los huesos del cráneo, y había empapado tanto las ropas de Väntinen que parecían formar parte del lodo y el fango que las rodeaban. Hurgar en sus bolsillos me hizo sentirme mal. Era la segunda vez esa noche que metía las manos en el abrigo de un hombre muerto. La diferencia era que en esta ocasión había alguien dentro del abrigo. Encontré su móvil, y mientras volvía hacia el taxi lo sequé con mi camisa.
Hamid había puesto la radio, y de nuevo inundaba la cabina la voz de aquel hombre que lanzaba mil palabras por minuto en una lengua desconocida a ritmo de hip-hop. Quizá Hamid estuviera intentando recuperar la normalidad. Sin embargo, no pude ver la expresión de sus ojos, de manera que puede que se tratara de otra cosa. Y continué sin preguntarle dónde había aprendido a disparar con tanta precisión, dónde había aprendido a matar gente. Quizá él mismo me lo contara algún día. Y tal vez ese día no me sentiría tan mortalmente exhausto y tendría más fuerzas para reflexionar sobre ello.
El móvil de Väntinen no estaba bloqueado con ningún código de seguridad, de modo que pude acceder directamente a sus mensajes. No tuve que indagar mucho hasta encontrar lo que andaba buscando.
El billete de tren estaba a nombre de una sola persona, pero por los datos de la reserva quedaba claro que habría otros dos pasajeros en el grupo, y que partirían esa misma noche.
Quedaban cuarenta y seis minutos para la salida.
2
La plaza de la estación de ferrocarriles era un hervidero de gente, bañado por la luz cruda y descarnada de los focos. Era tan brillante que sus haces parecían atravesar los cuerpos de las personas antes de llegar al suelo. Por todos lados se oían gritos, discusiones, voces mendicantes, ruegos y amenazas. Cada hora salían trenes con rumbo al norte, pero ni siquiera eso servía para reducir la muchedumbre allí congregada. Cada vez llegaba más gente procedente del este, el sur e incluso el oeste. En la plaza había un mercado negro de reventa de billetes, compradores de objetos valiosos, cientos de ladrones y timadores con sus cientos de artimañas y engaños, y por supuesto gente normal y corriente, a cuál más desesperada. De cada dos transeúntes, uno parecía ser policía, militar o vigilante.
Las amenazas y exigencias de los adultos y el llanto de los niños pequeños se fundían en una única y gran manifestación de las tribulaciones humanas. Fui corriendo con largas y rápidas zancadas hasta el edificio de la estación, y solo reduje la velocidad cuando creí estar al alcance de la vista de los soldados equipados con fusiles de asalto que custodiaban la puerta. Guardé cola para pasar el control de seguridad, tratando de no pensar en los minutos que se escapaban y sin dejar de mirar a mí alrededor.
Sabía muy bien que los otros dos pasajeros mencionados en el billete de Väntinen podían perfectamente no ser Johanna y Tarkiainen. No alcancé a ver ningún rostro conocido entre aquella heterogénea mezcla de razas y nacionalidades. Lo único que me resultó familiar fue el miedo y la incertidumbre que acechaban en los ojos de todos ellos. Todos tenían claro que solo una mínima parte de los que partieran hacia el norte encontrarían un trabajo mínimamente digno, una vivienda o incluso comida.
Jaatinen me estaba esperando en el lugar acordado. Su aspecto no era tan ausente ni amargado como el de unas horas antes, pero tampoco había recobrado el aplomo y la confianza en sí mismo de cuando le vi por primera vez. Seguía siendo un hombre al que parecía faltarle algo, y sabía que los demás se daban cuenta de ello.
—Andén veintiuno —me dijo antes siquiera de poder saludarle.
Me disponía a seguir mi camino hacia la zona de los andenes cuando Jaatinen me cogió del brazo derecho. La firmeza de su agarre por debajo del hombro me obligó a pararme.
—Tapani —dijo en voz baja—. Si encontramos a Tarkiainen...
—Si nos ponemos en marcha ya le encontraremos —le contesté, liberando mi brazo de un tirón.
Con un par de pasos rápidos, Jaatinen se plantó delante de mí, perforándome con la mirada.
—Si encontramos a Tarkiainen no podré detenerle.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Hay un problema con los resultados del ADN. Más concretamente, el problema es que esos resultados ya no existen.
No dije nada, pasé por el lado de Jaatinen y me dirigí hacia las puertas. Jaatinen me siguió sin parar de hablar, aunque solo pude distinguir palabras sueltas: caída del servidor, pérdida de copias de seguridad, catástrofe. El andén veintiuno quedaba bastante lejos, a la izquierda. Faltaban nueve minutos para la salida.
Avancé medio corriendo entre pesadas maletas, mochilas completamente llenas y gente que cargaba con ellas, algunos avanzando deprisa, otros atrapados sin poder moverse. En la zona bajo la alta cubierta de la estación el ruido era tal que no podía oír el sonido de los pasos de Jaatinen, ni los míos, sobre el asfalto. Sentí el olor de los puestos de comida de la calle y la desesperación de la gente. Era Nochebuena, pero no se notaba en nada.
Pasé de largo países y continentes enteros, crucé a través de lenguajes y dialectos. Helsinki, por fin, era internacional. Pero seguramente no era como la ciudad había imaginado.
El andén veintiuno se encontraba totalmente abarrotado de gente y equipajes. El tren que esperaba junto a la plataforma parecía llegar más allá de lo que alcanzaba la vista. El asiento de Väntinen estaba en el vagón dieciocho. Fui corriendo por el exterior del andén para evitar chocar con la gente que se apretujaba para subir al convoy. Jaatinen me seguía. Debíamos de parecer dos funambulistas especialmente torpes que trataban de avanzar tan rápido como podían por el estrecho borde del andén.
Fui contando los vagones mientras corría. La muchedumbre tapaba el lateral del tren, y el proceso de contarlos al tiempo que practicaba mi número de funambulismo resultaba bastante difícil. Cuando llegué al que creía que era el número dieciséis, me abrí paso entre el gentío. Un enorme hombre de barba negra me apartó a empujones cuando intentaba comprobar el número del vagón. Me quedé atrapado detrás de la mugre incrustada y el agrio olor a sudor de aquel gigante, y no tuve más remedio que esperar a que se moviera.
Finalmente pude ver el número: el quince.
Continué avanzando con mi hombro izquierdo casi rozando el costado del tren. Oí los últimos avisos de embarque en finés, inglés, ruso y otra lengua. Caminar por el interior del andén resultaba mucho más difícil y tuve que abrirme paso a codazos entre la gente que esperaba para subir. A modo de respuesta, recibí gritos y unos cuantos empujones. Una anciana de ojos oscuros con un pañuelo en la cabeza me clavó un doloroso pinchazo en el muslo derecho con la larga punta metálica de su paraguas.
El vagón dieciocho estaba delante de mí. Traté de abarcarlo con la vista en toda su extensión. En ese momento Jaatinen llegó detrás de mí. Antes de que pudiera decir nada, le oí gritar algo y se lanzó corriendo delante de mí. Para ser un hombre grande y robusto se movía muy deprisa.
Primero vi la cara de Tarkiainen de perfil. Tal vez intuyó que Jaatinen iba corriendo hacia él. Tal vez la expresión de su rostro cambiara siempre de forma tan imperceptible. En una fracción de segundo tomó la decisión, se dio la vuelta y echó a correr. Salí corriendo detrás de ambos.
Jaatinen estaba a unos diez metros de Tarkiainen cuando las asas de una bolsa que había en el andén se enredaron entre sus piernas. Jaatinen soltó un rugido de dolor. Su rodilla izquierda se dobló de una manera extraña hacia dentro, y cayó de bruces con solo su mano izquierda para amortiguar el impacto. Oí cómo se le fracturaba la muñeca.
Alcancé a Jaatinen cuando se daba la vuelta agarrándose la pierna herida hasta quedar boca arriba. Su rostro era una rígida máscara de dolor. Encogió la mano fracturada sobre el pecho. Con la mano ilesa sacó el arma de su funda y me la dio. Sin mediar palabra, sin ni siquiera tiempo de pensar, la cogí y salí corriendo.
Tarkiainen había saltado a las vías. Le seguí. Me dejé caer desde el andén y sentí cómo el ácido láctico ya había vuelto rígidos mis músculos. El aterrizaje no fue limpio, sino rígido y tambaleante. Pese a todo conseguí mantenerme en pie, y oí la voz metálica que anunciaba los trenes que salían y llegaban, y noté una fina llovizna sobre mi piel. A mi izquierda, las negras superficies acristaladas de los bloques de oficinas brillaban como agua sobre hielo.
Tarkiainen me llevaba bastante ventaja, y yo corría jadeante tratando de alcanzarlo. Se estaba acercando a la zona de verdes peñascos y antiguas villas que bordeaban las vías en Linnunlaulu. El arma pesaba en mi mano. Con cada paso se hacía más pesada. Conseguí coger ritmo y ajusté mis zancadas a las traviesas. La espalda de Tarkiainen empezaba a hacerse más grande ante mis ojos. La lluvia, la oscuridad de la noche y la pálida iluminación de la zona de las vías hacían que la visión fuera brumosa y desdibujada. Los postes de electricidad con sus haces luminosos entrecruzados se alzaban sobre nuestras cabezas como una cubierta a medio terminar.
Con cada inhalación, el aire frío y húmedo me desgarraba la garganta y el pecho. Sentía las piernas realmente pesadas al llegar a la altura del puente de Linnunlaulu, donde la zona de vías se estrechaba al pasar entre dos peñascos rocosos. Por el lado derecho se acercaba un tren local que llegaba a Helsinki con un balanceo traqueteante. Las vías del lado izquierdo resplandecían vacías.
Cuando atravesé la garganta rocosa, la distancia con Tarkiainen era de apenas unos quince metros. Pero mis piernas parecían de hormigón y mi velocidad iba disminuyendo. Sentí la pistola en mi mano derecha cada vez más pesada y tomé la decisión. Quité el seguro, tal como Ahti me había enseñado, levanté el brazo hacia el cielo y apreté el gatillo.
Tarkiainen se asustó, trastabilló y a punto estuvo de perder el equilibrio. Miró hacia atrás. No fui capaz de decir nada, tan solo le apunté con el arma. Tarkiainen se detuvo. Me costaba mucho respirar y me concentré únicamente en sostener la pistola frente a mí y tratar de mantenerme en pie. El peso que sentía en mis pulmones me incitaba a doblarme y apoyar las manos en las rodillas, o mejor aún, a tumbarme en el suelo boca arriba. Por alguna razón, Tarkiainen no estaba tan jadeante.
—Tú debes de ser el marido de Johanna —dijo, sin parecer en absoluto sorprendido.
Asentí. Traté de calmar mi respiración y sujetar el arma con firmeza, a pesar de que la notaba tan pesada que mi mano parecía entumecerse por momentos. Di unos pasitos cortos hacia Tarkiainen. No porque necesariamente tuviera que acercarme a él, sino porque estar en movimiento me resultaba menos doloroso y hacía que sintiera los miembros menos rígidos que si me quedaba parado.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó—. ¿Vas a dispararme?
Empleé todas mis fuerzas para dejar de resollar.
—Si no queda más remedio —respondí, y aspiré con avidez en busca de aire.
Estaba a unos cinco o seis metros de Tarkiainen. Un segundo tren de cercanías pasó muy cerca a mi derecha, haciendo que la tierra se sacudiera y mis piernas temblaran. Los tonos más graves de su traqueteo parecieron retumbar en mi esternón.
—Deberías oírte —dijo Tarkiainen, y repitió mis palabras—: «Si no queda más remedio».
Su rostro estaba húmedo y resplandeciente, pero por lo demás era igual a como aparecía en las fotos: confiado, fuerte, incluso apuesto. En sus ojos brillaba una expresión inteligente y mesurada, y su pelo corto estaba elegantemente moldeado con gel fijador. Tampoco había nada que mi gusto estético pudiera reprochar a su abrigo tres cuartos, su camisa, sus vaqueros o sus zapatillas deportivas. Permanecía allí plantado sobre los raíles como un modelo posando para una foto de moda. Esas fotos en las que gente guapa y apuesta posa en ambientes deprimentes: naves de fábricas abandonadas, viejos talleres o, como en este caso, una zona de vías en plena noche.
Mi respiración se fue calmando. Sentía que las piernas me flaqueaban y notaba la mano que sostenía el arma completamente entumecida.
—Sabes a quién estoy buscando —dije.
Tarkiainen permaneció callado.
—A Johanna —añadí, secándome con la otra mano los párpados empapados por el sudor y la lluvia.
El semblante de Tarkiainen permaneció inmutable.
—Al parecer, ya has encontrado a Väntinen —dijo, y me percaté de que estaba mirando el arma que sostenía en mi mano.
También yo la miré.
Parecía la misma arma que había quedado en la mano de Väntinen, la que ahora yacía hundida en la tierra fangosa del Parque Central.
Asentí y volví a mirar a Tarkiainen.
—Espero que haya tenido su merecido —dijo.
Asentí.
—Era un salvaje. Un enfermo —añadió.
—¿Quién? —pregunté.
—Ya lo sabes. Väntinen.
—¿Y tú no?
Tarkiainen negó con la cabeza.
—¿Aunque participaras en el asesinato de todas esas familias?
—Fue Väntinen quien los asesinó —dijo Tarkiainen—. Y disfrutaba con ello. Yo no los maté. Solo hice lo que tenía que hacer.
—¿Y qué era?
—No tienes por qué fingir que estás horrorizado o escandalizado. Puedes mostrarte como la persona inteligente que eres y decir que lo entiendes. —Hizo una pausa, y añadió—: Porque si eres la mitad de inteligente de lo que me dijo Johanna, estoy muy seguro de que lo entiendes. Sabes muy bien que no era mi objetivo matar a esas familias. Mi objetivo era demostrar que los hechos siempre tienen consecuencias.
—Eso tendrías que explicárselo a todos esos niños muertos.
—¿Y qué van a perderse? —preguntó, y dio un paso a un lado. Moví la mano, siguiéndole con la pistola. Tarkiainen continuó—: Cómo se agota la comida, el agua limpia, todo. Solo van a perderse cómo se van ahogando lentamente hasta que finalmente llegue la asfixia. ¿De qué otra cosa podrían haber disfrutado? ¿Del canibalismo? ¿De la peste? ¿De una guerra de todos contra todos en un mundo convertido en un gigantesco vertedero?
—Tal vez se les podría haber dejado que eso lo decidieran ellos mismos —dije, moviendo el arma un poco más a la izquierda.
Tarkiainen dio unos pequeños pasos de lado hasta la última vía. Por allí no tenía posibilidad de escapatoria.
—En el fondo, ese era el problema —dijo. Su rostro estaba ahora más tenso, más excitado—. Que la gente podía elegir. De forma infinita, ilimitada. Esa es la razón de que hoy estemos aquí. Nosotros dos. Tú y yo.
Otro tren de cercanías pasó a nuestra derecha traqueteando con gran estrépito. En algún momento alguien tendría que percatarse de la presencia de aquellos dos hombres sobre las vías. ¿Dónde estaban todos aquellos vigilantes, soldados y policías que había visto en la estación?
Eché un vistazo hacia atrás. La estación brillaba a través de la lluvia, pero era poco probable que alguien pudiera vernos en la oscuridad, medio ocultos por las rocas.
—¿Dónde está Johanna? —pregunté exasperado.
—¿A qué viene tanta prisa? Charlemos un poco —dijo Tarkiainen. En su tenso rostro asomó una sonrisa—: Siempre estás a tiempo de dispararme. ¿Qué piensas hacer? ¿Vas a entregarme a la policía?
Recordé las palabras de Jaatinen. Las pruebas habían desaparecido. Tarkiainen no podría ser acusado, ni siquiera detenido. Si se lo dijera, podría salir airoso de todo aquello. Y entonces no tendría más alternativa que dispararle. No creía que fuera capaz de hacerlo. Pero, por otro lado, recordé haber oído que hay algo en todos nosotros que nos puede llevar a hacer casi cualquier cosa.
—¿De qué quieres que charlemos? —le dije para ganar algunos segundos.
—¿No quieres saber de qué iba todo este asunto?
—Väntinen ya me lo contó: codicia, negocio... Y podría añadir también que cierto gusto por matar.
Tarkiainen negó disgustado con la cabeza.
—Nada de eso —dijo con vehemencia, como si estuviera en un programa de debate y no siendo apuntado por un arma sobre unas vías de tren—. Se trata de humanidad, de hacer, a fin de cuentas, lo correcto. ¿Quién te crees que era toda esa gente asesinada? ¿Benefactores? ¿Humanistas? Eran unos narcisistas, egoístas e insensibles. Ellos eran los verdaderos asesinos.
Detrás de su sonrisa crispada sonó una risotada seca y tajante.
—No se les puede llamar de otra manera. Incluso después de ser conscientes de la destrucción que estaban causando, siguieron haciéndolo. Continuaron asesinando... a base de mentiras. Lo peor de todo es la mentira. Todo ese discurso sobre el respeto al medio ambiente, sobre la ecología y sobre el amor a la naturaleza. Como si la electrónica envuelta en plástico o el algodón regado con agua potable no fueran otra cosa que un acto vandálico y destructor, sustituyendo lo que es irreemplazable por un montón de desperdicios.
Tarkiainen volvió a dar un paso hacia la vía más alejada. Le seguí, cruzando primero un raíl, luego otro. Siguió hablando, con una voz que no paraba de subir de volumen:
—Tú eres un tipo inteligente. ¿No creerías de verdad que un problema como este podría solucionarse consumiendo comida ecológica o conduciendo coches híbridos? ¿O comprando productos respetuosos con el medio ambiente? Y, además, ¿qué significa todo eso en realidad? ¿Por qué los partidarios de la economía de mercado usan un lenguaje de inspiración soviética? Es como hablar de liberación a través del comunismo. ¿Es que no lo entiendes, Tapani? Hemos estado viviendo en una dictadura. ¿Y acaso no debemos luchar contra los dictadores?
Tarkiainen estaba ahora junto a la vía más a la izquierda. Le había estado escuchando y observando sin mediar palabra. Entonces la tierra volvió a retumbar y miré hacia atrás. El tren había salido de la estación y llegaría a donde estábamos en cuestión de un minuto.
—Estamos en caída libre, Tapani. Lo único que podemos hacer ahora es lo que nuestro corazón nos dicta que es lo correcto. Defender lo que consideramos justo, aunque sepamos que es demasiado tarde.
El tren hacía temblar la tierra. Podía oír el ruido del acero contra el acero, el chirrido de las ruedas sobre los raíles.
—Tapani, yo estoy en el lado del bien. Hace un tiempo mi único propósito era nada menos que luchar por salvar el mundo. Ahora que el mundo ya no puede ser salvado, tengo que asegurarme de que el bien perviva al menos mientras sigan existiendo el mal y el egoísmo. Puede que la justicia no haya triunfado, pero tampoco ha desaparecido por completo.
El tren emitió una prolongada y grave señal de alerta. Sin saber muy bien por qué, levanté el arma. El convoy estaba casi a nuestra altura. Retrocedí un par de pasos para apartarme y volví a mirar en dirección a Tarkiainen. Estaba plantado delante del tren, en medio de los raíles, iluminado por sus faros. La grave señal acústica resonó entre las rocas. Luego el tren pasó a un par de metros de mí y ya no pude ver a Tarkiainen. Bajé el arma.
Cuando todos los vagones del convoy hubieron pasado y su rugido atronador fue disminuyendo, miré cautelosamente hacia las vías. Dirigí la mirada hacia el punto donde había visto por última vez a Tarkiainen y me preparé para ver... ¿qué? ¿Los pedazos de una persona, sus huesos blanquecinos, sus coloridas entrañas?
Vi gravilla gruesa, traviesas y raíles que brillaban en la noche. Cuando levanté la mirada, vi una valla alta y, detrás, una pared rocosa aún más alta y reluciente por el agua. Miré a lo lejos: la cola del tren se iba perdiendo en la distancia hasta que, finalmente, desapareció. Solo quedaron las vías que se extendían hasta el infinito.
Al mirar en dirección contraria, vi la amplia zona de vías, con sus raíles como una enorme telaraña de acero, y la estación fuertemente iluminada en el horizonte, refulgiendo como la fogata más grande del mundo, ardiendo constante a pesar del fino velo de lluvia. Ni rastro de Pasi Tarkiainen.
Me volví a mirar un par de veces más. Lo único que conseguí ver fue la lluvia gélida que caía en mis ojos. Las garras entumecedoras del frío volvieron a apoderarse de mi cuerpo. Finalmente, me metí el arma en el bolsillo del chubasquero y me encaminé hacia la estación.
Alguien estaba bajando desde el andén a las vías y caminaba en mi dirección. Se movía con pasos rápidos, cada tres o cuatro amenazando con tropezar. Reconocí la manera de andar, su ligereza y decisión. Reconocí el abrigo gris azulado que colgaba ligeramente ladeado de sus hombros, y los holgados pantalones negros. Aunque encontré un tanto extraño que caminara con las manos extendidas por delante del cuerpo, y no balanceándolas de un lado a otro para equilibrar su enérgico caminar. Cuando por fin pude distinguir su pelo y su cara, estuve completamente seguro. El pelo estaba sucio y revuelto, la cara pálida y mojada. Cuando estuvo más cerca, vi un rasguño ensangrentado en la mejilla derecha y una mancha oscura en el mentón. Sus labios estaban secos y agrietados. Llevaba las manos sujetas por las muñecas con una brida de plástico. Sus ojos tenían un brillo febril de total extenuación, pero todavía llenos de tenacidad y fuerza, cuando fijaban su mirada una y otra vez en mí.
Johanna cayó tambaleante entre mis brazos. Besé su pelo y apreté su cabeza contra mi pecho. Ella se aferró a mi torso, después cogió mi cara y mis manos. Vi en sus ojos que había sido drogada. Le costaba hablar por culpa de los labios resecos, la lengua abotargada y la garganta áspera. Las palabras salieron de su boca en forma de sonidos entrecortados y roncos que no pude entender. No me importaba. La sostuve entre mis brazos y le susurré al oído palabras tranquilizadoras. Le dije mil veces que la amaba.
Por detrás de Johanna pude ver a Jaatinen. Se había montado, o le habían subido, en un carrito de equipajes, y lo había conducido hasta el final del andén. Allí, en medio de la lluvia, parecía un capitán de navío oteando el mar. Extendió los brazos y supe que estaba preguntando por Tarkiainen. Negué con la cabeza.
Los brazos de Jaatinen cayeron a los lados y se quedó mirándonos a Johanna y a mí. Su expresión podía ser de desconcierto o de decepción. Pero no tenía fuerzas para preocuparme por eso. Cerré los ojos para sentir mejor a quien tenía entre mis brazos.
Ayudé a Johanna a caminar de vuelta a la estación. Sus pasos eran cortos e inseguros, pero iban en la dirección correcta.
LA MAÑANA DEL
VIERNES SANTO
El más mínimo crujido en la estructura de la casa, el rasgueo de las patitas de un pajarito sobre la chapa metálica del alféizar, o el aire soplando con fuerza en las copas de los pinos que se alzaban frente a la ventana del dormitorio, y Johanna se sobresaltaba. Pero enseguida volvía a dormirse.
Es una radiante mañana de primavera de finales de abril. El sol sale temprano y en cuanto empieza a alzarse en el cielo resplandece ya con fuerza, amarillo como el diente de león.
Procuro no tocar a Johanna. El más mínimo roce la despierta. Se ha enrollado el edredón alrededor como si fuera un vendaje. Su mejilla está hundida sobre la almohada, y puedo oír el resoplido suave y regular que sale de su nariz.
Me levanto sin hacer ruido, cierro la puerta del dormitorio detrás de mí y me dirijo a la cocina. Preparo café y me quedo de pie delante de la ventana. La superficie de la bahía de la Ciudad Vieja presenta un azul deslumbrante, rizada por el viento. Aquí y allá, en las aguas de alrededor, se ven ya los tonos verdosos que presagian el verano, desde los más claros y someros hasta los más profundos y oscuros.
Apenas hay nada ya que me recuerde a las pasadas navidades. Naturalmente, hace tiempo que Johanna se recuperó físicamente. Aún le quedan las pesadillas, el estado de alerta constante y una sensación de miedo en ciertos lugares y a ciertas horas, algo que le cuesta reconocer, incluso a sí misma.
Me pongo un café, me siento a la mesa y enciendo el lector. Repaso las noticias. Por alguna razón ya no me deprimen, aunque no hagan más que empeorar. Cuando Jaatinen vino a visitarnos ayer, me dijo que eso se debía a que tengo la misma actitud ante la vida que tiene él ahora: realista, sin vanas esperanzas, sin echar la vista atrás. Parecía querer decirme que yo vivía la vida día a día. No le contradije.
Ciertamente la visita de Jaatinen tenía otros propósitos aparte del de comentar mi actitud vital. Me informó del avance de las investigaciones: se había demostrado que Väntinen había asesinado a decenas de personas, y que Gromow también había estado implicado, e incluso había chantajeado a Lassi Uutela.
Intenté decirle a Jaatinen que ya sabía todo eso, pero él hizo oídos sordos a mis palabras. Así que le dejé que me lo explicara todo una vez más. Repasamos de nuevo lo ocurrido durante aquellos minutos en la zona de vías, sin que pudiéramos sacar nada en claro. Cuando finalmente se marchó, vi en su rostro la misma expresión de decepción que había mostrado en Navidad.
No sé por qué estoy dándole vueltas a todo esto en mi cabeza, cuando mis ojos se posan en el icono del programa de mensajes y lo abro sin pensar. Es Viernes Santo y no espero que nadie vaya a contactar conmigo.
El título ya dice mucho por sí mismo: «LA LUCHA POR EL BIEN CONTINÚA».
Leo el mensaje. Está bien escrito, claramente argumentado y resulta completamente estremecedor.
Me levanto y voy al despacho. Saco la mochila que metí al fondo del armario en navidades. En la mochila encuentro lo que busco.
Mientras abro la puerta del dormitorio, recuerdo los frenéticos pensamientos que me asaltaron tras la desaparición de Johanna. Recuerdo haber pensado: ¿Con qué me quedo: con la certeza absoluta de que lo peor ya ha pasado, o con este temor que crece a cada instante? ¿Un derrumbe rápido o un desmoronamiento lento y doloroso?
Tal vez debería alegrarme porque ahora conozco la respuesta.
Las pestañas de Johanna se mueven, el sol primaveral es implacable. Sus rayos penetran a través de la cortina y pronto invaden toda la habitación. Johanna no se despierta cuando me acuesto a su lado. Hunde más la cabeza contra la almohada.
No puedo resistirme a tocar sus dedos. Cuando los rozo, primero se retiran un poco, pero luego deja que entrelace mis dedos con los suyos. Algo ocurre cuando toco a Johanna. Algo se agita en mi corazón, diciendo que esto es lo correcto, que está bien.
Y, efectivamente, está bien. Soy parte de ella y ella es parte de mí. Somos tan felices como dos personas pueden serlo en este mundo. Pase lo que pase, amo a Johanna.
Espero pacientemente y, cuando se despierta, le explico por qué tengo la pistola en la mano.