Alexandra Marínina
Morir por morir
04-Anastasia Kaménskaya
Guía de Personajes
Principales
Alexei Mijáilovich Chistiakov, o Liosa, Liósenka, Liosik, Lioska: novio de Anastasia de toda la vida.
Anastasia Pávlovna Kamenskaya, también llamada Nastia, Nastasia, Nastiusa, Stásenka, Nástenka, Nastiuja, Asenka, Asia, Aska: comandante de policía, criminóloga analista de la Dirección General del Interior del Ministerio del Interior de Rusia.
Galaktiónov Alexandr Vladímirovich, o Sasha el Whist: empleado bancario y estafador en ratos de ocio.
Grigori Ilich Voitóvich, o Grisa: difunto colaborador del instituto.
Igor Konstantínovich Suprún: alto cargo de cierto organismo muy secreto.
Igor Yevguényevich Lepioskin y Konstantín Mijáilovich Olshanski, o Kostia: jueces de instrucción.
Leonid Líkov: mecánico de automóviles y aspirante a chantajista.
Leonid Petróvich: padrastro de Nastia.
Mijaíl Dotsenko, o Misha, o Míshenka: compañero de Nastia.
Nadezhda Andréyevna Sitova, o Nadiusa: amante de Galaktiónov.
Nicolai Adámovich Tomilin: alto cargo ministerial.
Nicolai Nikoláyevich Aljimenko: director del instituto, un importante centro de investigaciones científicas.
Oleg Nikoláyevich Baklánov: fiscal del distrito municipal.
Olga Mijáilovna Krásnikova, u Olia: mujer de Pável Víctorovich Krásnikov, o Pasha, y madre de Dmitri, o Dima.
Pável Nikoláyevich Borozdín, Viacheslav Yegórovich gúsev, guennadi ivánovich lysakov, Valeri Iósefovich Jarlámov e Inna Litvínova Fiódorovna: científicos del instituto.
Vadim Boitsov: subordinado de Suprún.
Víctor Alexéyevich Gordéyev: alias el Buñuelo, jefe de Nastia, encabeza el Departamento de Crímenes Violentos Graves de la Policía Criminal de Moscú (PCM).
Vladímir Lártsev, o Volodya: compañero de Nastia retirado.
Yevguéniya, o Zhenia: mujer de Voitóvich.
Yula, o Gatito, o Yúlechka: joven amante de Inna.
Yuri Korotkov, o Yura, o Yurka: compañero de departamento de Nastia.
Capítulo 1
1
Olga Krásnikova estaba colérica y arrojó el auricular sobre la horquilla.
– ¿Otra vez? -preguntó su marido frunciendo el entrecejo.
Olga asintió con la cabeza en silencio. Desde hacía dos semanas un hombre les hacía la vida imposible. Les llamaba por teléfono y les amenazaba con contar a su hijo Dima que era adoptado, si los Krásnikov no le pagaban diez mil dólares.
– Bueno, Olia, tenemos que hablar con Dima. No podemos seguir ocultándole la verdad por más tiempo.
– ¡Pero qué dices! -exclamó Olga agitando las manos-. ¿Contarle la verdad? ¡No, nunca, ni hablar!
– Oye, ¿es que no lo entiendes? -dijo Pável Krásnikov, ahora ya seriamente enfadado-. No debemos ceder al chantaje. Si no, tendremos que cargar con ese muerto toda la vida. ¿De dónde vamos a sacar tanto dinero? ¿Y si luego no nos deja en paz y hay que seguir pagándole? Empezarán a desaparecer cosas del piso, tendremos que ahorrar en la comida, en las primeras necesidades. ¿Y cómo quieres que le expliquemos a nuestro hijo todo eso? Tarde o temprano, será preciso decirle la verdad.
Olga se dejó caer sobre la silla pesadamente y se echó a llorar.
– Pero… no sé, yo… Es que tiene esa edad… Tú mismo lo sabes, es una época difícil para él, le está cambiando el carácter. Aquella historia con los tejanos… ¿Cómo le sentará que se lo contemos precisamente ahora? Pasha, me da miedo. Quizá no haga falta decirle nada.
– Sí que hace falta -respondió Pável tajante-. Y voy a hacerlo ahora mismo.
Salió de la cocina con resolución y dejó sola a la mujer, que continuaba llorando.
Dima, su hijo de quince años, estaba en su cuarto haciendo los deberes. Alto, desgarbado, con el cuello largo y delgado, de niño, y zapatos del 44, parecía un avestruz. Desde siempre había sido un chico tranquilo y hogareño pero hete aquí la sorpresa, aquella historia tonta y que escapaba a cualquier explicación: los tejanos que había intentado robar en una tienda. Le pillaron al instante, las dependientas le agarraron del brazo y avisaron a la policía enseguida; en la comisaría levantaron el atestado y metieron al chaval en el calabozo. Olga y Pável actuaron de inmediato, pidieron prestado y contrataron a un abogado, quien sin pérdida de tiempo se encargó de buscar un modo de evitarle al niño, si no ser procesado por una causa penal, al menos el calabozo. Los padres se devanaron los sesos intentando comprender qué mosca le habría picado a su hijo, normalmente tranquilo, hogareño y obediente. El propio Dima se mostró incapaz de proporcionarles una explicación mínimamente coherente. Desde entonces habían pasado ya cuatro meses, y Dima Krásnikov se había vuelto más tranquilo todavía, más obediente, e incluso empezó a sacar mejores notas en el colegio. Se diría que ni él mismo comprendía cómo se le había ocurrido aquella locura…
Pável entró en el cuarto del hijo con paso decidido y se sentó en el diván.
– Tenemos que hablar de un asunto serio, Dmitri.
El chico levantó la vista de la libreta y miró al padre con temor.
– No creo que lo sepas, hijo, pero tu mamá y yo tenemos un problema -dijo Krásnikov.
– ¿Es… por aquellos téjanos? -preguntó Dima con timidez.
– No, hijo mío. Un hombre lleva dos semanas llamándonos para exigirnos dinero. Mucho dinero, diez mil dólares.
– ¿Por qué? -susurró Dima atónito-. ¿Acaso habéis cometido un crimen?
– Debería darte vergüenza, Dmitri -respondió Pável con gravedad-. No se te ocurra ni pensarlo. Se trata de otra cosa. ¿Recuerdas que tu abuelo Mijaíl, el padre de mamá, tenía un hermano, Borís Fiódorovich, que era mucho mayor que el abuelo y murió cuando tú no habías nacido aún?
– Sí, me lo habéis contado alguna vez. También he visto sus fotos en el álbum.
– ¿Sabes, además, que el tío Borís, o mejor dicho, el abuelo Borís, tenía una hija, Vera?
– Sí, mamá me ha hablado de ella, me ha contado que también murió hace mucho tiempo.
– Bien, pues lo que ocurrió es que murió dando a luz a un niño. Le pusieron Dima.
– ¿Igual que a mí? -dijo el muchacho sorprendido.
– No igual que a ti. Precisamente a ti.
Dima arrugó la frente y clavó la vista en el libro de física que tenía abierto.
– No lo entiendo -articuló al final con un hilo de voz, sin mirar al padre.
– Tu madre murió, hijo mío -le explicó Pável con suavidad-. Te adoptamos. Ha llegado el momento de contártelo.
Dima volvió a sumirse en un prolongado silencio esforzándose por asimilar lo que acababa de oír y eludiendo la mirada de Pável. El silencio empezaba a llenarse de angustia, pero a Krasnikov padre no se le ocurría nada para romperlo sin causarle al niño un dolor aún más grande.
– ¿Y mi padre? -preguntó Dima-. ¿Quién es?
– Pero ¿qué importancia tiene eso, hijo? -repuso Pável con cariño-. Tu madre no estaba casada, y es muy posible que tu padre ni siquiera sepa que existes. Nosotros, los Krasnikov, somos tus padres. Estás con nosotros desde el momento en que naciste, llevas nuestro apellido, hemos vivido juntos quince años y pico. Reconoce que no es poco. Ya eres suficientemente mayor para que se pueda hablar contigo sin disimular nada y sin mentirte.
– ¿Así que no somos nada? ¿No somos familia? -preguntó Dima con tozudez.
– No digas tonterías -le cortó Pável-. Primero, Vera era prima hermana de mamá, así que somos parientes consanguíneos. Segundo, ¿qué significa «ser familia» y «no ser familia»? La familia es la gente a la que uno quiere y aprecia, la que le resulta cercana, eso no lo pongas en duda. De modo que sí somos familia en el sentido más estricto de la palabra. Y no te atrevas ni a pensar otra cosa.
– De acuerdo, papá -respondió el chico con voz apenas audible.
Pável se puso en pie. Era un buenazo pero de trato algo seco, y estaba desconcertado al no saber qué tenía que hacer ahora.
– Creo que necesitas estar solo y reflexionar sobre lo que te he dicho -declaró titubeando-. Voy a ver cómo está mamá, se ha puesto muy nerviosa.
En la cocina, Olga secaba los platos que acababa de fregar. Tenía los párpados hinchados y estaba temblando.
– ¿Qué ha pasado? -gritó corriendo hacia el marido-. ¿Se lo has dicho?
– Sí.
– ¿Y él qué…?
– No sé qué decirte. Está pensando.
– Pero ¿no llora? -preguntó Olga alarmada.
– No creo.
– Ay, Señor -gimió la mujer-, ¿qué hemos hecho para que nos mandes estas pruebas? ¿Qué pecados hemos cometido? Ojalá que no se encierre en su caparazón, que no se aleje de nosotros, que no nos eche la culpa.
– ¡Pero qué cosas dices! -exclamó Pável con indignación-. ¿Por qué iba a echarnos la culpa? ¿La culpa de qué?
– ¿Cómo quieres que lo sepa? -respondió Olga con desesperación-. ¿Acaso hay forma humana de comprender qué sucede en su cabeza?
Empezó a poner la mesa para la cena, sacó de la nevera la sartén llena de carne asada, cortó el pan.
– Hay que llamar a Dima, la cena está lista -dijo con timidez al cabo de un rato-. Pero me da miedo.
– ¿Miedo de qué?
– No lo sé. Estoy asustada. Me da apuro verle. ¿Y si le llamas tú?
Pável se encogió de hombros y gritó:
– ¡Hijo! ¡Lávate las manos y ven a cenar!
La voz se le entrecortó y sonó ronca, algo así como falsa. No tenía ni idea de que también él se había emocionado, y sonrió a su mujer con aire compungido.
Resonaron unos pasos apresurados. Dima entró en el cuarto de baño, se oyó el rumor del agua cayendo en el lavabo.
– Tranquila -susurró Pável por lo bajo a su mujer-. Todo irá bien, estoy seguro. Lo hemos hecho todo bien. Si nos lo hubiéramos callado, más adelante habría sido peor, créeme.
Cuando el muchacho se presentó en la cocina, sus labios temblorosos delataban una emoción comparable a la de sus padres. Se sentó a la mesa sin decir palabra y empezó a comer. Olga y Pável no probaron bocado. Al final, Olga no pudo contenerse:
– Dime, hijito, cariño, ¿estás muy disgustado?
Dima levantó los ojos del plato y dirigió la vacilante mirada a la madre.
– No lo sé. No, creo que no. En el cine he visto que los hijos suelen ponerse histéricos cuando se les dice algo así, bueno, y en general… A lo mejor tendría que echarme a llorar, ¿no?
– Pero qué dices, hijo mío, no tienes motivo para llorar. Nada ha cambiado, ¿verdad? Pase lo que pase, sigues siendo nuestro hijo, y nosotros, tus padres. Lo que muestran en el cine son bobadas, lo hacen adrede, para crear tensión.
Pável sonrió contento. Estaba seguro de que todo iba a salir bien, de que su Dima no le fallaría. Como tampoco le fallaría Olia.
– Pues, a partir de ahora, que nos llame quien quiera -dijo con coraje-. Ahora no tenemos nada que temer, ¿verdad?
Pero su alegría fue prematura porque cuando, dos días más tarde el chantajista les llamó de nuevo, simplemente no dio crédito a lo que Olga le explicó.
– Venga ya, ¿me está tomando el pelo? -le dijo echándose a reír con descaro-. Va lista si piensa que me lo voy a tragar. Que se ponga su hijo y me diga que está enterado, sólo entonces me lo creeré.
– Pero es que ahora no está -murmuró Olga, desconcertada ante el inesperado giro que tomaba la conversación.
Además, era cierto, en ese momento Dima no estaba en casa.
– Claro, claro, qué otra cosa me va a decir -refunfuñó el chantajista-. Escúcheme bien, mamaíta querida. Preparen el dinero, el plazo de las negociaciones ha terminado. Pasado mañana volveré a llamar a la misma hora. Que para entonces todo esté organizado de la mejor manera. ¿Lo pilla?
Pável, que había estado observando en silencio a su mujer mientras hablaba con el chantajista, explotó de pronto:
– ¡Ya basta! ¡Esto se ha terminado! A los sinvergüenzas hay que darles su merecido. Ahora mismo voy a la policía y presento la denuncia. ¡Hasta aquí hemos llegado!
– Pasha, cálmate, haz el favor -dijo su mujer tratando de hacerle entrar en razón-. Que llame todo lo que le dé la gana, no le tenemos miedo. Nos llamará un par de veces más y se cansará.
– ¿Que se cansará? ¿Y si se le ocurre llevar a la práctica sus amenazas? Si no cree que se lo hemos contado todo a Dima, cualquier día puede abordarle por la calle para abrirle los ojos e informarle sobre los detalles de su nacimiento. ¿Estás segura de que Dima se lo va a tomar con calma? ¿Que no le romperá la cara? ¿O que el susto no le producirá un shock nervioso? No quiero que ese degenerado le salga a mi hijo al encuentro en algún callejón oscuro.
En dos zancadas se encontró en el recibidor, poniéndose el abrigo. Olga corrió tras él pero se detuvo al comprender que su marido tenía razón. Tenía toda la razón del mundo.
2
Al entrar en el despacho del jefe de la unidad de instrucción de la Fiscalía de Moscú, Konstantín Mijáilovich Olshanski no se sentía ni cohibido ni intimidado. Primero, conocía a su superior desde hacía muchos años y le conocía bbien; segundo, sabía igual de bien que su propio talante hosco, en ocasiones rayano en simple grosería, le servía de coraza para protegerse de los caprichos de los superiores. Olshanski no era nada popular en la Fiscalía. A los demás, sus raptos de ira les daban miedo, pero todos reconocían en justa medida su profesionalidad y una intachable preparación jurídica.
La naturaleza había sido generosa con Konstantín Mijáilovich al dotarle de gran atractivo viril y, sin embargo, el hombre se las apañaba para parecer patoso y desaliñado; se presentaba en todas partes ataviado con su invariable traje arrugado, zapatos sin lustrar y gafas de montura anticuada, mil veces rota y apresuradamente pegada con cola. Lo más asombroso era que Nina, la mujer de Olshanski, prestaba muchísima atención a la indumentaria del marido, quien cada mañana abandonaba la casa con un aspecto más que decente, aunque, ya a mitad de camino hacia la Fiscalía, todos los esfuerzos de la esposa se venían por tierra. Ni ella, ni el propio Konstantín Mijáilovich, ni sus mejores amigos lograban explicarse las causas de ese misterioso fenómeno, mientras que sus dos hijas, lectoras ávidas de obras de ciencia ficción, sostenían que su papá poseía un «campo biológico peculiar».
De modo que también en ese momento, cuando se encontraba en el despacho del jefe de la unidad de instrucción ofreciendo, como de costumbre, una imagen zarrapastrosa y desdichada, su aspecto podría haber confundido a cualquiera, menos a los que alguna vez habían tenido la ocasión de tratar con el juez de instrucción Olshanski.
– Kostia, necesito que conviertas este caso en una obra de orfebrería.
Con estas palabras, el jefe le tendió a Olshanski una carpeta delgada que sólo contenía unas pocas hojas.
– ¿Qué es esto? -preguntó Olshanski cogiendo el sumario de la causa penal, todavía casi ingrávida.
– Se trata de un caso de delito contra la intimidad mediante llamadas telefónicas agravado con la extorsión. Cierto ciudadano exige al matrimonio Krasnikov dinero amenazándoles con divulgar el secreto de la adopción de su hijo.
– No he comprendido nada.
Konstantín Mijáilovich colocó la carpeta sobre la mesa con suma delicadeza como si pudiera explotar.
– Los gamberros que usan el teléfono para hacer sus gamberradas no son de nuestra incumbencia, es la policía la que se ocupa de esas cosas. ¿Para qué me necesitas?
– Te necesito para que instruyas un caso de divulgación del secreto de adopción.
Olshanski abrió la carpeta y hojeó los documentos, leyéndolos «en diagonal».
– Falta la declaración de las víctimas sobre la divulgación del secreto. Lo único que hay aquí son denuncias de llamadas molestas realizadas por un ciudadano sin identificar.
– Incoarás la causa de la divulgación del secreto -dijo el jefe-. Eres juez de instrucción nato, te viene que ni pintado.
Olshanski le miró con suspicacia.
– ¿Quieres explicarme por qué he de hacerlo? ¿Qué es lo que te propones? Y, por cierto, ¿cómo es que un caso de agresión verbal ha ido a parar a tus manos?
– No me propongo nada en especial, Kostia. ¿Qué te pasa, amigo, que en todo ves una trampa? El fiscal de la ciudad realizó una comprobación por muestreo de las causas abiertas por los fiscales de la provincia, y dio con una carta de la DI, la Dirección del Interior, de nuestra provincia. En ella se le solicitaba autorizar la escucha de las conversaciones efectuadas desde el teléfono instalado en el piso de los ciudadanos Krásnikov, en relación con una denuncia presentada por estos últimos contra un comunicante anónimo que sistemáticamente les amenaza con divulgar el secreto de la adopción y les exige dinero a cambio de su silencio. El fiscal ha planteado a los funcionarios de la policía una pregunta perfectamente legítima: ¿por qué medios el listillo del chantajista pudo enterarse de un secreto celosamente guardado? Sin lugar a dudas, alguien tuvo que contárselo y, con eso mismo, incurrir en el delito de divulgación de secreto. Dicho delito está contemplado en el apartado 1 del artículo 124 de nuestro fervorosamente amado, y de momento por nadie abolido, Código Penal. Ésta es toda la historia.
– No me convence -dijo el juez de instrucción cabeceando-. ¿Cómo ha llegado hasta aquí este atestado? ¿Qué pasa, es que los Krásnikov esos tienen amistad con nuestro fiscal? ¿Por qué no ha enviado el expediente a la Fiscalía Provincial?
– Por qué, por qué -rezongó el jefe de la unidad de instrucción-. Porque sí. Porque le ha venido en gana obtener un sumario ejemplar, paradigmático, algo así como un libro de texto para los jóvenes jueces de instrucción, un sumario que les sirva de modelo. Hace cinco años nada más, ¿quién iba a suponer que un día nos tocaría instruir expedientes sobre los delitos de injurias y calumnias? En aquel entonces, aparecía uno cada cien años, y los jueces los procesaban como querellas presentadas por la acusación particular. Ahora, en cambio, tenemos las cajas fuertes llenas a reventar de causas de la protección del honor y de la dignidad. Está claro que no son sumarios penales sino civiles pero, de todas formas, supervisarlos entra en las atribuciones de la Fiscalía. Además, la divulgación del secreto de adopción, lo quieras o no, nos corresponde a nosotros, por narices, y de un día para otro esta clase de sumarios empezarán a llegar aquí a raudales, saldrán a chorros como sale el arroz de un saco roto.
– ¿De dónde procede tal pronóstico?
– De nuestros analistas, de dónde si no.
– ¿Y desde cuándo te crees todo lo que te dicen? -le espetó Konstantín Mijáilovich soltando una risita despectiva.
– Bueno… No siempre, pero en este caso sí que me lo creo. El dinero puede comprar cualquier información, y cuanto más dinero tiene la gente, más a menudo lo utiliza precisamente con este fin. Esto es lo primero. Y lo segundo: la divulgación de un secreto puede ser un buen instrumento para obligar al imputado a soltar la pasta, a pagar con dinero contante y sonante por los daños morales causados. Así que tenemos que estar preparados para procesar esta clase de denuncias, para que nadie, ni los abogados ni los jueces, puedan echarnos en cara que no sabemos recoger pruebas o presentarlas como Dios manda. El extinto KGB sabía «montar» las causas de este tipo a la perfección, la divulgación del secreto de estado era para ellos pan comido. A nosotros, en cambio, nos falta todavía aprender a hacerlo. Quiero que reflexiones sobre ello, que elabores todo un sistema de la instrucción de los sumarios de este tipo, que definas las posibles procedencias de las pruebas, que redactes prototipos de protocolos y resoluciones. Con este fin te doy el caso de los Krásnikov. De todos los jueces de instrucción eres el más preparado, nadie más podrá hacerlo como es debido. Confío en ti, Kostia, confío en tu profesionalidad y en tu habilidad. Sé que no me fallarás y que no pasaré vergüenza cuando tenga que presentar tu sumario al fiscal.
– Tu confianza me halaga -dijo Olshanski inclinándose, con sonrisa socarrona, en una esmerada reverencia-. Por lo que veo, cuando se trata de cocinar casos modélicos, Kostia es imprescindible. Pero en cuanto se menciona una subvención, entonces, querido Konstantín Mijáilovich, lamentándolo mucho, debemos comunicarle que su petición ha sido denegada. Tienes un morro que te lo pisas, amigo mío.
El jefe torció el gesto, disgustado.
– Vamos, vamos, lo de la subvención es agua pasada. Sabes muy bien que en aquel momento la caja no tenía liquidez. Ya se te explicó entonces.
– Cómo no. Tenían lo justo para pagarte una prima equivalente a tres salarios mensuales. Oye, no me vengas con cuentos. Instruiré esta causa y cumpliré con tu encargo, pero no hace falta que me tires flores ni que me jures tu amistad. Para mí, con tenerte de jefe me sobra y me basta.
– Hay que ver qué mala baba tienes, Konstantín -se lamentó el jefe de la unidad de instrucción.
– Mala o buena, es toda la que tengo, en el almacén no queda otra, tómala o déjala, es oferta limitada -repuso Olshanski desabrido, y abandonó el despacho de su superior, con el delgado expediente penal bajo el brazo.
3
Leonid Líkov, de veintiocho años de edad, con una mitad de la cabeza calva y la otra cubierta de rizos muy, pero que muy rizados, con una tripita «cervecera» compacta y ojillos rápidos y brillantes, se revolvía en la silla frente a la mesa de Olshanski como un pez fuera del agua. Le habían detenido hacía unas horas, cuando una vez más utilizó el teléfono para tratar de convencer a Olga Krásnikova de que le regalara diez mil dólares a cambio de mantener en secreto la información que ya no tenía ningún valor. Y ahora Konstantín Mijáilovich le estaba sacando con pinzas la respuesta a la pregunta: ¿de quién había obtenido dicha información el propio Líkov?
– Me la proporcionó Galaktiónov Alexandr Vladímirovich -respondió Líkov bajando los ojos.
– ¿Para qué se la proporcionó? ¿Con qué fin? ¿Iban a compartir el dinero que pensaba cobrar a los Krásnikov?
– Nooo -protestó Líkov indignado-, Galaktiónov no se mezcla en esas cosas. Yo tenía deudas, y él me aconsejó sobre el modo de conseguir el dinero. Lo hizo desinteresadamente.
– ¿Y cómo se enteró él de la adopción?
– ¡Y yo qué sé! -contestó Líkov encogiéndose expresivamente de hombros.
– ¿No se lo preguntó?
– Nooo… ¿A mí qué más me da? Les llamé para probar, observé la reacción y comprendí que no me había mentido.
– ¿No tiene idea de cómo pudo haber conseguido aquella información? Procure recordar, Líkov. ¿No le mencionó algo que pudiera indicar que eran sus amigos o familiares? Piénselo.
– ¡No hay nada que pensar! Se lo digo sin sombra de duda, no lo sé. Fui a verle, le pregunté si podía prestarme un dinerillo por tres meses, con intereses, y él va y me dice que no es un fondo de beneficencia, que si estoy en apuros, aquí tengo un número, que por qué no intento pegarles un telefonazo, que se trata de un matrimonio que ha adoptado a un chico. Me dio los nombres, las señas, el teléfono. Eso fue todo.
– De acuerdo -contestó Olshanski suspirando-, deme los datos de ese tal Galaktiónov; voy a comprobar ese cuento chino. Dirección, teléfono, lugar de trabajo.
– ¡Pero si los tiene! -exclamó Líkov sinceramente extrañado.
– ¿Qué es lo que tengo? -inquirió Olshanski frunciendo el entrecejo.
Líkov calló mirando perplejo al juez instructor. Incluso dejó de removerse en la silla.
– Los d… Los datos… -tartamudeó.
– ¿Qué datos?
– De G… de G… de Galaktiónov. Ha muerto. Quiero decir, le han matado.
– ¿Qué?
Olshanski se arrancó las gafas bruscamente y fulminó con la mirada al desgraciado de Líkov. Konstantín Mijáilovich era muy miope y, detrás de las gruesas lentes, sus ojos parecían pequeños e inexpresivos. En realidad, tenía unos ojos hermosos, grandes y oscuros que, cuando el juez se disgustaba, se encendían con ira y literalmente dejaban al interlocutor clavado en su asiento. Siempre que, por supuesto, Konstantín Mijáilovich se acordase de quitarse las gafas en el momento oportuno.
– Haga el favor de repetir lo que acaba de decirme -le ordenó con una calma gélida-. Y procure no tartamudear.
– Galaktiónov Alexandr Vladímirovich fue asesinado hace unas tres semanas. A mí ya me interrogaron entonces. ¿Es que no lo sabía?
– ¿Cómo quiere que lo sepa? -contestó el juez furioso-. No fui yo quien le interrogó. Vuelva a la celda y esfuércese por recordar todo lo que le dijo Galaktiónov cuando le proporcionó la información sobre los Krásnikov.
Pulsó un botón y llamó al guardia. Permaneció sentado un largo rato, frotándose con los dedos el puente de la nariz. Luego recogió de la mesa los papeles y abandonó el acogedor bloque de reclusión preventiva.
A la mañana siguiente tenía encima de la mesa la memoria de la causa criminal incoada con motivo del descubrimiento del cadáver del ciudadano Galaktiónov A.V. Encontraron a Galaktiónov en el piso de su amante cuatro días después de que su esposa presentara la denuncia de su desaparición. En el momento del hallazgo del cuerpo, Galaktiónov llevaba muerto una semana como mínimo. Su amante, Sitova Nadezhda Andréyevna, había pasado todo ese tiempo ingresada en una clínica por un embarazo ectópico. Causa de la muerte del interfecto: intoxicación con cianuro.
Como objeto de investigación de homicidio, Alexandr Galaktiónov demostró ser un personaje sumamente incómodo, ya que su círculo de amistades era tan amplio y sus actividades tan variadas, que un agente operativo joven alcanzaría la edad de jubilación sólo formulando y desechando posibles hipótesis. Primero, Galaktiónov era director del Departamento de Hipotecas de un banco comercial que grupos de toda índole escogían con regularidad como objetivo de sus maniobras. Segundo, era un mujeriego impenitente y absolutamente incapaz de comportarse con discreción, a consecuencia de lo cual cada poco tenía encontronazos tanto con los maridos y novios como con su propia esposa. Tercero y, quizá, lo más importante, era un tahúr de mucha nota. Por todo ello, había hipótesis en abundancia pero escaseaba gente que pudiera encargarse de comprobarlas.
Olshanski echó un vistazo a la lista de los amigos, conocidos y familiares de Galaktiónov que habían sido sometidos al interrogatorio, y en efecto, el nombre de Leonid Líkov constaba en ella. El espabilado chantajista no le había mentido. Konstantín Mijáilovich comprendió que se había metido en una situación de lo más idiota: si Líkov estaba enterado del fallecimiento de Galaktionov desde hacía tiempo, nada le impedía nombrarle como fuente de sus informaciones sobre los Krásnikov, suponiendo con razón que comprobar sus declaraciones resultaría imposible. Pero si no le había mentido al afirmar que fue Galaktiónov quien le proporcionó los datos de Dima Krásnikov, en este caso, para intentar detectar el hilo que conduciría al origen de las informaciones de marras, habría que volver a interrogar a toda la interminable lista de los allegados del difunto. Antes de echarse a ese espeso monte, valía la pena hablar una vez más con los denunciantes, los Krásnikov. Quién sabría mejor que ellos a qué manos pudo ir a parar la noticia sobre la adopción.
4
Los chorros de agua, abrasadoramente helados, le hicieron estremecerse y comprobó con satisfacción la plétora de energía que despertaban en él mientras se restregaba la piel con un guante de crin hasta hacerla enrojecer. Se secó con toalla de rizo y empezó a afeitarse disfrutando con el placentero ardor que se expandía por su cuerpo rescatado de la gélida ducha. Se sentó a desayunar con un humor excelente y engulló con mucho apetito unos huevos fritos, dos salchichas, unas tostadas con queso y el café.
– ¿No vas a llegar tarde? -le preguntó la mujer echando una mirada al reloj y enganchando en las orejas unos pendientes de plata-. Ya son las ocho y diez.
– Hoy trabajaré en casa, quiero terminar de una vez el artículo.
– Ay, qué envidia me das -dijo ella suspirando-. ¡Ojalá yo pudiera trabajar en casa! No sé cómo os lo montáis los tíos para buscaros esos chanchullos. Vale, pues me voy pitando. Cuando te apetezca parar un rato, ve a recoger los trajes a la tintorería, los recibos están encima de la nevera.
– Ya los recogeré, ya los recogeré -respondió el hombre afable-. Cuando saque a pasear a Diamante me acercaré a recogerlos.
Después de que la mujer se marchó, permaneció un rato sentado en la cocina, luego entró en la habitación, extrajo de su maletín unos papeles y los colocó en la mesa. El artículo estaba casi terminado, sólo faltaba escribir con rotulador negro las fórmulas y añadir dos o tres párrafos con las conclusiones. Una hora y media más tarde, el trabajo estaba terminado. Tecleó a máquina la última página, con el texto añadido, ordenó las hojas comprobando su numeración y las sujetó con un clip de plástico de color. Se quedó mirando la primera página, que encabezaban las mayúsculas del título del artículo, debajo del cual estaban impresos los nombres de los cuatro coautores. Sonrió, volvió a coger el rotulador y trazó alrededor de uno de los nombres un preciso rectángulo negro. Ahora sí que estaba satisfecho con su trabajo.
5
Al acercarse al edificio de la DGI, Dirección General del Interior, de Moscú situada en la calle Petrovka, Anastasia Kaménskaya pensó con angustia que, seguramente, no iba a eludir el resfriado. El primer charco en que, con su maña peculiar, metió el pie hasta el tobillo, se lo había encontrado nada más salir de casa. Sus botas se llenaron de agua por segunda vez cuando se acercaba a la entrada del metro. Las botas eran nuevas pero, a pesar de esto, dejaban pasar el agua. Al parecer, a los fabricantes ni se les ocurría suponer que alguien fuera a ponerse sus botas de piel con forro de invierno para caminar en medio del agua y el barro que llegaban hasta la rodilla. Evidentemente, la tecnología del calzado había perdido su carrera de competición con el efecto invernadero.
Durante todo el viaje en metro, Nastia no dejaba de notar el asqueroso chapoteo en el interior de las botas, pero una vez en la calle pensó que el mal ya estaba hecho; puesto que ya tenía los pies completamente empapados, dejó de mirar a la acera y se entregó a otras reflexiones. Semejante ligereza condujo a que, en los pocos minutos que necesitaba para llegar desde la estación de metro Chéjov hasta Petrovka, se las arreglase para meterse en cuatro charcos como mínimo. Ahora, además de la humedad el frío también le torturaba los pies.
Al entrar en el despacho, se quitó las botas y se miró los pies con perplejidad. Las medias estaban empapadas. Gotas de agua se deslizaban despacio por ellas para caer con tristeza al suelo. Echó la llave, se quitó los téjanos, luego, las medias y se quedó pensativa, tratando de decidir qué era lo que tenía que hacer.
Alguien movió el pomo de la puerta, después llamó.
– Abre, Aska, te he visto llegar. Vamos, abre, tengo que decirte algo.
Era la voz de Yura Korotkov, amigo y colega de Nastia, que la había escogido de confidente y siempre compartía con ella sus problemas sentimentales, que en su vida nunca escaseaban.
– No puedo -le contestó sin abrir la puerta-. Me estoy cambiando.
– Tonterías, abre, no voy a mirar -insistió Korotkov.
– ¡Y dale! -replicó Nastia flemáticamente mientras extraía del armario el uniforme: la falda, la camisa y la guerrera con charreteras de comandante.
Lo malo era que tenía que ponerse los zapatos sin medias ni calcetines, pero no le quedaba otro remedio, sus intentos de acostumbrarse a llevar en el bolso unas medias de repuesto no habían servido de nada.
– Venga ya, Aska -rezongaba con voz quejumbrosa Korotkov al otro lado de la puerta, tirando del pomo con desesperación-. Tengo que contarte una cosa, si no, reviento.
– Oye, un poco de paciencia -respondió Nastia enfadada-. Si has aguantado toda la noche, no te pasará nada por esperar un poquitín más.
– Toda la noche, no, nada de eso -volvió a protestar Yura-. Acabo de enterarme, y he venido corriendo para contártelo. Se trata de Galaktiónov. ¿Qué, me abres o no?
La puerta se entornó lentamente. Cuando se trataba de asuntos de trabajo, Anastasia Kaménskaya se olvidaba del decoro, de modo que apareció delante de Korotkov ataviada con la falda gris de uniforme y una camiseta blanca nada seria. Iba descalza y en las manos sostenía la guerrera azul.
– Entra, deprisa -le susurró, y volvió a cerrar la puerta con llave-. Vamos, desembucha, cuéntame qué ha pasado.
– Kostia Olshanski acaba de llamar al Buñuelo para hablarle de Galaktiónov. Yo estaba en su despacho, lo he oído todo.
– ¿Olshanski? -dijo Nastia con extrañeza-. ¿Qué tiene que ver Olshanski con esto? El caso de Galaktiónov lo lleva Igor Lepioskin. ¿Es que se lo han quitado?
– Ahí está. Hasta donde he podido entender, de las respuestas del Buñuelo se desprende que Kostia ha encontrado una relación entre un caso completamente distinto y el de Galaktiónov. Dentro de media hora tenemos la reunión operativa, el Buñuelo volverá a exigirnos cuentas sobre su asesinato, y tú tienes cero conclusiones, tú misma me lo dijiste ayer. Date prisa y llama a Kostia, tal vez en esa media hora se te ocurre algo.
– Yura, eres un verdadero amigo. Lo único que me temo es que Kostia me recomiende visitar cierto lugar muy, pero que muy alejado. Ya sabes lo que suele echar por su boca. Hazme el favor, abróchame la corbata.
– Oye, acabo de darme cuenta, ¿a qué viene ese uniforme?
– A que tengo las botas llenas de agua y los téjanos mojados casi hasta la rodilla. Los he puesto a secar -explicó Nastia intentando encajar los pies en los zapatos estrechos e incómodos.
– ¿Te llevas mal con Kostia? -preguntó Korotkov, abriendo el ventanillo y sacando un paquete de tabaco-. ¿Cómo es que te da miedo llamarle?
– Nos llevamos regular. Simplemente no me gusta la gente mal educada.
– Ay, amiga, eres demasiado sensible, trabajando en lo que trabajamos hay que ser más sencillos.
– No acaba de perdonarme lo de Lártsev. Por lo demás, yo tampoco acabo de perdonármelo a mí misma.
– Déjate ya de tonterías, Aska, nadie tuvo la culpa de lo que ocurrió. Kostia lo entiende perfectamente. No le des más vueltas. Vamos, anda, llámale. A lo mejor, si aunamos los esfuerzos, conseguiremos apañar algo para dejar al Buñuelo contento.
Pero sus esperanzas se frustraron, o casi. Olshanski se mostró altivo y correcto, prescindió de las habituales pullas, pero lo que se dignó comunicarles no era en absoluto suficiente para preparar un informe que a su jefe le pareciera mínimamente aceptable.
Con las mejores intenciones, los subordinados habían distinguido al coronel Víctor Alexéyevich Gordéyev con el apodo de Buñuelo. Hacía unos treinta años que nadie se permitía tomarle a broma, y el apodo -que se le había adherido en sus años mozos y se mantenía pasando de generación en generación, pues los jubilados lo transmitían a los recién llegados- poseía en la actualidad unas connotaciones poco menos que amenazadoras. «No hagáis caso de mi figura oronda ni de mi cabeza calva, lo que soy en realidad es una bola de plomo.»
Abrió la reunión operativa, como de costumbre, en tono calmoso y amable. Pero todos sus subordinados sabían que, aunque a uno de ellos le esperase una amonestación seria, el Buñuelo nunca lo dejaría traslucir de antemano. Les tenía cariño a sus chicos, los trataba con respeto, convencido como estaba de que los tirones de orejas innecesarios y, sobre todo, prematuros no facilitaban en absoluto la investigación de crímenes violentos graves.
– ¿Cómo es que llevo tanto tiempo sin tener noticias del caso del parque Bítsev? -preguntó Gordéyev-. Lesnikov, le escucho.
Igor Lesnikov, el detective más atractivo y, al mismo tiempo, uno de los funcionarios más meticulosos, serios y eficientes de Petrovka, procedió a informar con profusos detalles sobre el trabajo efectuado con el fin de resolver una serie de violaciones ocurridas en un solo mes en el parque Bítsev. Llevaban ya cuatro meses investigando el caso y el fervor inicial había decaído; cuando eso ocurría, el Buñuelo les pedía informes aproximadamente una vez a la semana. Nastia escuchaba con atención a Igor, luchando por no pensar en el asesinato de Galaktiónov, pues había hecho una considerable aportación en la labor de la investigación de las violaciones de Bítsev, había trabajado larga y minuciosamente creando un esquema que le permitiese establecer los factores comunes a todos los crímenes. Partiendo de esos factores comunes, Nastia e Igor trazaron un perfil psicológico del criminal, definieron las características de su comportamiento y ahora, con paciencia y perseverancia, estaban investigando a todos los sospechosos posibles. Mejor dicho, era el propio Igor quien los investigaba y cada tarde le presentaba los resultados de sus desvelos a Nastia, que se encargaba de analizar la información recibida.
– Vais despacio, muy despacio -gruñó Gordéyev-. Pero, visto todo en su conjunto, creo que estáis avanzando en buena dirección. Bueno, ahora, el asesinato de Galaktiónov. ¿Quién puede informarme? ¿Kaménskaya?
– Con su permiso, Víctor Alexéyevich, le voy a informar yo -incidió Korotkov-. Se han planteado nuevas circunstancias. El círculo de amistades de Galaktiónov es extraordinariamente amplio, como por lo demás ya sabe. Durante tres semanas hemos interrogado a más de setenta personas susceptibles de proporcionarnos información tanto sobre el propio Galaktiónov como sobre los posibles motivos de su asesinato. Sólo hace tres días creíamos…
– ¿Creíamos? ¿Quiénes? -le interrumpió el Buñuelo con sorna-. ¿Yo? ¿Anastasia? ¿El zar Nicolás Segundo?
Yura respiró hondo y, tras una breve pausa, explicó:
– En primer lugar, así lo creyó el juez instructor Lepioskin, y yo compartí plenamente su opinión. Por ese motivo también convencí a Kaménskaya…
– ¿Qué pasa? ¿Acaso Kaménskaya no es capaz de pensar por cuenta propia? Vale, continúa.
– Creíamos haber identificado a todos los que tenían algo que contar sobre Galaktiónov. Las informaciones que nos han proporcionado se repiten constantemente, hay coincidencias en las declaraciones, se citan siempre los mismos hechos, nombres, apellidos, direcciones. Todas las hipótesis formuladas a partir de los datos recabados están siendo verificadas al tiempo que se están proponiendo otras nuevas. Pero ayer recibimos una nueva información que nos hace pensar que no todos los conocidos de Galaktiónov están incluidos en nuestra lista, y que el interfecto desarrollaba ciertas actividades de las que ninguno de los interrogados tiene la más remota idea. ¿Por qué no nos enteramos antes? No tengo respuesta a esta pregunta, Víctor Alexéyevich. Lo único que tengo son conjeturas que de momento preferiría no mencionar para no molestar a nadie con reproches que aún carecen de fundamento.
Gordéyev levantó la vista de la hoja de papel, sobre la que había estado dibujando algo pensativo, mientras escuchaba a los agentes operativos, y miró a Nastia con aire interrogativo. «¿Estás al corriente? ¿De qué me habla?», le preguntó con la mirada. Nastia inclinó la cabeza de forma apenas perceptible: «Todo es correcto, si quiere más detalles, luego se los daré».
– Me parece bien que no quieras molestar a nadie, en eso tienes razón -sentenció Víctor Alexéyevich asintiendo con la redonda y calva cabeza-. Pero, por otro lado, me parecería mucho mejor que fueras al grano. ¿Cómo piensas actuar a partir de ahora? ¿Cómo te propones averiguar cuáles son esas misteriosas actividades de Galaktiónov?
– En primer lugar, quiero volver a analizar escrupulosamente todas las declaraciones que hemos recogido, con el fin de tratar de encontrar defectos en el modo de conducir los interrogatorios.
– Dicho de otra forma, quieres comprobar si la gente que ya os ha llamado la atención puede contaros algo más. Quieres cerciorarte de que entre esa gente hay alguien que se está callando algo a propósito. ¿He traducido correctamente tu discurso al lenguaje de los humanos?
– Así es, camarada coronel. No tenemos posibilidad de seguir ampliando el número de interrogados hasta el infinito para buscar a alguien dispuesto a contarnos lo que nos interesa a la primera. Considero que debemos seguir el procedimiento de intensificación y procurar aprovechar al máximo a los testigos que ya hemos identificado.
– Ya.
Los ojos del Buñuelo recorrieron, fríos y sin parpadear, uno a uno, los rostros de todos los presentes.
– Nuestro estimado colega, Korotkov, ha decidido brindarnos un curso intensivo de alfabetización, con tal de camuflar sus fracasos bajo las brumas verbales. Pero mucho más triste me parece el hecho de que en todos esos años trabajando en el departamento todavía no haya llegado a asimilar la idea de que nadie debe avergonzarse de reconocer sus fracasos. Como tampoco debe avergonzarse de sus errores. Puede resultar desagradable pero de ninguna de las maneras, vergonzoso. Es más, reconocer un error o fracaso a tiempo permite rectificar y salvar la situación, mientras que, cuanto más largo sea el retraso, menos posibilidades hay de salvar nada. Os lo he dicho millones de veces. ¿O no?
Su mirada volvió a posarse en cada uno de los presentes.
– Sigamos trabajando -dijo el Buñuelo en tono inesperadamente reconciliador-. Todos los que se ocupan del caso de Galaktiónov se quedarán aquí después de la reunión.
Nastia dejó escapar un suspiro de alivio. Le daba muchísima pena Yura Korotkov, que voluntariamente había asumido el papel de cabeza de turco, pero sus cálculos habían demostrado ser correctos. El Buñuelo se había visto obligado a calentarles las orejas, cosa que era justa en todos los sentidos, aunque, por supuesto, cómo iban a saber que a Lepioskin no se le podía dejar a solas con los testigos del sexo femenino. Y, por si fuera poco, tampoco podían fiarse de lo que estaba escrito en los protocolos de los interrogatorios de esas testigos. Ya a finales de la primera semana de trabajo conjunto Nastia notó que había algo raro en Igor Lepioskin, pero se calló pensando que alguien que llevaba casi veinte años dedicándose a la instrucción debía tener suficiente oficio para no contaminar de valoraciones y emociones subjetivas los hechos y las pruebas de las causas penales. Además, el propio Gordéyev solía mostrarse muy molesto cuando sus detectives se quejaban de los jueces de instrucción. «Si no conseguís entenderos con un juez instructor, como agentes operativos no valéis nada», no se cansaba de repetirles. Además de Nastia y Korotkov, también Misha Dotsenko trabajaba en el asesinato de Galaktiónov. Entre los tres interrogaron a todos los testigos que pudieron, simultaneando mal que bien esta investigación con una decena larga de otros casos. Los otros testigos fueron interrogados por Lepioskin. Y aquí estaban los resultados… En una palabra, se amilanaron, no se atrevieron a hacerse valer, y al final Gordéyev les echó el rapapolvo merecidamente. Pero lo más importante era que en media hora habían conseguido inventarse un guión que, una vez interpretado en la reunión operativa, hizo que el jefe, de repente, viese la luz. No fue una casualidad que al principio les pusiese tibios, les leyese la cartilla y luego, de sopetón, sin previo aviso, cambiase de actitud y abordase otro asunto del orden del día, como si nunca hubiera dicho una palabra sobre Korotkov y sus fracasos. No fue una casualidad que ordenase a Nastia, Korotkov y Dotsenko quedarse después de la reunión. Esto significaba que también él se había acordado de Lepioskin y había comprendido que sus chicos no tenían la culpa de nada. Sus chicos no entraban ni salían en la asignación de los jueces de instrucción. En cambio, él, como jefe, sí había patinado. Debió haberse acordado a tiempo de cómo era Igor Yevguényevich Lepioskin, y dar a sus subordinados instrucciones oportunas, sin esperar a que se hicieran pupa, acumulando sus propias y penosas experiencias.
Cuando la puerta se cerró detrás del último de los agentes operativos que salían del despacho de Gordéyev, éste levantó bruscamente la cabeza y clavó la mirada en Korotkov.
– ¿Qué clase de parvulario me habéis organizado aquí? ¿Por qué no habéis venido a verme enseguida? ¿Por qué no me habéis dicho que Lepioskin os está aguando la fiesta?
– Víctor Alexéyevich, pero si a usted no le gusta que le vengamos con quejas. ¿Cuántas veces nos ha pegado la bronca porque nos quejábamos de un juez? Usted mismo nos ha machacado hasta la saciedad que el juez instructor es el número uno, que no somos más que sus recaderos, y que dejemos los hobbies para las horas libres, para después de la jornada laboral -dijo Nastia sentándose en su sillón favorito, situado en un rincón del despacho.
– ¡Qué más da lo que os he machacado! -gruñó el Buñuelo-. A lo mejor lo decía en broma. Así que, chicos, para resumir, os he fallado, he pasado por alto a Lepioskin. Hace siglos que le conozco, apenas lleva dos meses en la Fiscalía Municipal pero antes de esto ha pasado muchos años en las de distrito y de provincia. Gracias a Dios, hasta ahora no habéis tenido ocasión de conocerle, llevaba casos de delitos económicos. Cuando me dijeron que habían dado el asesinato de Galaktiónov al juez de instrucción Lepioskin, debí haberos avisado enseguida de que teníais que interrogar a las mujeres vosotros; si no, nunca llegaríais a ninguna parte. No lo hice y reconozco mi culpa. Sobre esta cuestión, no tengo nada más que deciros. Ahora, otra cosa. Hoy me ha llamado Konstantín Mijáilovich Olshanski para pedirme un favor un poco raro. Necesita ciertos datos del caso de Galaktiónov. Su eminencia Lepioskin, naturalmente, ha denegado su petición. Bueno, está en pleno derecho para hacerlo, el secreto del sumario es sagrado. En un principio, Kostia podría obtener esos datos por cuenta propia pero le llevará cien veces más tiempo que a vosotros tres junto con Lepioskin. Os explico de qué va todo esto: Olshanski lleva un caso de descubrimiento y revelación del secreto de adopción. Un tal Líkov intentaba conseguir dinero presionando a unos padres adoptivos con amenazas de divulgar el mencionado secreto. Cuando, sin mucha dificultad, le echaron el guante, Líkov declaró que había obtenido dicha información de Galaktiónov, recién asesinado. La pregunta del millón es: ¿cómo llegó la información a las manos del propio Galaktiónov? Lamentablemente, ya no podremos hacérsela a él. De aquí que Kostia no tiene más que una solución: trabajarse a toda la gente del entorno del difunto para intentar encontrar el hilo que le conduzca hasta cierto individuo propenso a irse de la lengua. Si ahora Kostia se pone a torturar una vez más a los familiares, amigos y conocidos de Galaktiónov con nuevas preguntas, que además de distintas les sonarán extrañas, invertirá una cantidad enorme de tiempo y fuerzas y, al final, lo único que conseguirá será alarmarlos sin necesidad. Lo tendría mucho más fácil si pudiera acceder a la lista de testigos y al resumen de sus declaraciones, pero Lepioskin se niega a dejarle ver el sumario. ¿Habéis entendido qué es lo que se os pide?
– Pero si Lepioskin tampoco nos deja ver el sumario a nosotros -objetó Korotkov-. Lo único que podemos darle a Olshanski es lo que hemos hecho nosotros, pero no tenemos ni idea de a quién o cómo ha interrogado Lepioskin. Sólo tenemos algo así como una idea general, a partir de lo que tuvo a bien mascullarnos entre dientes.
– Chicos, hay que echarle una mano a Kostia.
– Claro que sí, Víctor Alexéyevich, ni que decir tiene, Olshanski es un tío legal, con ése se puede trabajar. Le ayudaremos. Oiga, ¿por qué no se encarga él del caso de Galaktiónov?
– ¿Y cómo queréis que se haga cargo, eh? ¿Quién es Olshanski para quitarles los casos a otros? Para hacerlo, debería, como mínimo, probar que el asesinato y la divulgación del secreto pueden ser unidos en una misma causa penal. ¿Tienes motivos para pensar que eso es así? Exactamente, eso es, no los tienes. Yo tampoco los tengo. Y él, tampoco. Segundo, habría que demostrar que esa nueva causa combinada debe llevarla Olshanski y no Lepioskin. Por regla general, el expediente del crimen menos grave se agrega al del más grave, y no al revés. Es posible quitarle el caso de la adopción a Kostia para entregárselo al degenerado de Lepioskin. Pero lo contrario es poco probable.
Después de salir del despacho del jefe, Nastia se estaba acercando al suyo cuando la abordó Misha Dotsenko, alto y de ojos negros, el detective más joven del Departamento de Lucha Contra los Crímenes Violentos Graves.
– Anastasia Pávlovna, ¿puedo hablar con usted?
– Adelante, Misha, entre.
Le sonrió con amabilidad y le dejó pasar. Misha le caía bien porque era tenaz, tenía un deseo inextinguible de aprender cosas nuevas y se caracterizaba por una sinceridad, un candor y una ingenuidad casi infantiles. El propio Misha trataba a Kaménskaya con timidez, le hablaba sin apearle nunca el patronímico, cosa que en todos esos tres años no había dejado de turbarla y de sacarle los colores, pero el joven se negaba en redondo a tutearla.
– ¿Le apetece un café? -le preguntó sacando del armario una gran jarra de cerámica y un infiernillo.
Era incapaz de sobrevivir más de dos horas sin café, y si no conseguía meterse al coleto una taza de líquido caliente y fuerte a tiempo, las fuerzas le fallaban, la atención se dispersaba y los ojos se le cerraban.
– Muchísimas gracias, si no es una molestia -contestó Misha con timidez-. Anastasia Pávlovna, ¿podría explicarme qué ocurre con Lepioskin? No he entendido bien a qué se refería Víctor Alexéyevich.
Misha Dotsenko tenía un rasgo distintivo más: era el único funcionario del departamento de Gordéyev que nunca llamaba a su jefe el Buñuelo, ni a sus espaldas ni en pensamientos.
– Verá, Míshenka, yo misma me acabo de enterar esta mañana. Resulta que hace algún tiempo la mujer dejó a Igor Yevguényevich por un hombre rico y guapo. Sospecho que hubo algo más que eso pero usted es demasiado joven y no necesita saber ciertos detalles sucios. Igor Yevguényevich se lo tomó muy a pecho, tanto que, al parecer, se formó una idea propia sobre el adulterio. El hombre, ya sea soltero o casado, puede hacer lo que le venga en gana, pero la mujer que le pone los cuernos a su marido se merece todos los reproches. Odia a su ex pero no culpa en absoluto a su nuevo marido. ¿Lo entiende?
– De momento, sí -dijo Misha sin apartar de Nastia la atenta mirada de sus ojos negros-. El agua está hirviendo.
– Gracias.
Se volvió hacia la mesilla donde había colocado la jarra y el infiernillo y sacó la clavija del enchufe.
– ¿Lo quiere fuerte?
– Mediano.
– ¿Azúcar?
– Dos terrones, por favor, si no es mucha molestia.
– No lo es, aquí tiene -respondió Nastia, y le echó en la taza dos terrones de azúcar-. Míshenka, sus buenos modales me traen de cabeza. ¿A usted mismo no le cansan? Bueno, perdone, he dicho una barbaridad. Volvamos a Lepioskin. Cuando a Igor Yevguényevich le toca hablar con una mujer que tiene amante, su conversación ya se puede dar por perdida. Se muestra extremadamente brusco, intolerante, mal educado, incluso grosero, no para de darle a entender que su comportamiento va en contra de las normas morales y que, en general, no tiene nada que hacer entre los seres humanos. Bien entendido, en estas condiciones, prácticamente cualquier mujer se encerrará en sí misma y no dirá una palabra de más, con tal de perder de vista a ese desagradable sujeto cuanto antes. Además, como Galaktiónov no se privaba de relaciones amorosas ni de aventuras de una noche, resulta más que evidente que sus amigas constituyen una parte considerable de las fuentes de información para este caso. Por ello esta mañana nos hemos visto obligados a poner en tela de juicio la validez de las informaciones procedentes de esas fuentes, al menos en lo que se refiere a su integridad, es decir, a que no les falte nada. Kostia Olshanski sabe muy bien cómo es Lepioskin, y me lo ha explicado todo con detalle.
– ¿No quiere contármelo?
– ¿El qué? -preguntó Nastia confusa.
– Lo que le ha dicho Olshanski. Nunca había oído nada de eso hasta ahora, cuando lo ha mencionado Víctor Alexéyevich.
– Ay, Míshenka, querido, ¡perdóneme, por el amor de Dios! -exclamó Nastia dándose cuenta de su despiste.
En efecto, antes de empezar la reunión operativa, no había tenido tiempo de hablar con Misha, y ahora parecía que, al no haberle explicado nada, había apartado a su joven compañero del caso.
– Mire, lo que pasa es que echar la culpa a un difunto resulta feo pero, por desgracia, ocurre muy a menudo. Olshanski sospecha que el chantajista, Líkov, está mintiendo y que la información sobre la adopción no procede de Galaktiónov. Comprobarlo es muy difícil pero Olshanski se ha agarrado a este caso como si fuera un hueso, y él, un perro. Quiere que le ayudemos en lo posible. Por un lado, tenemos al matrimonio Krásnikov y, por otro, a Galaktiónov, que presuntamente estaba enterado del secreto de esta familia. Nos corresponde intentar trazar una línea que los una. Para conseguirlo, hemos acordado que Konstantín Mijáilovich avanzará hacia nosotros desde el lado de los Krásnikov y de su entorno, mientras que nosotros, por nuestra parte, volveremos a analizar el círculo de amistades de Galaktiónov, y esta vez lo haremos teniendo en cuenta los contactos con la gente relacionada con los Krásnikov. ¿Capta la idea?
– Ahora sí, ahora lo he comprendido todo -dijo Dotsenko sonriendo con alivio.
– Bueno, pues si lo ha comprendido, manos a la obra. Tráigame todo lo que tiene sobre Galaktiónov, lo ordenaré dentro de un sistema, mientras que usted, Míshenka, entrevista a las testigos que interrogó Lepioskin. Invéntese algún cuento convincente, suélteles cualquier rollo pero procure hacerlas hablar. Ni uno solo de los testigos que hemos interrogado nosotros ha dicho una palabra que nos permita suponer cómo pudo Galaktiónov haber accedido a la información sobre la adopción. Nadie ha mencionado ni que tuviera amigos en los juzgados de primera instancia, ni que tuviera relación con las clínicas de maternidad, ni que estuviera nunca en la ciudad de Sarátov, donde el chico nació y fue adoptado. ¿No lo habría soñado, verdad?
Alguien tuvo que habérselo dicho. Y nosotros debemos identificar a ese alguien.
Cuando Mijaíl le entregó todas las libretas con los apuntes sobre el caso de Galaktiónov, Anastasia Kaménskaya se encerró' en su despacho, se preparó otro café, despejó la mesa y quedó absorta revisando la lista de los que habían mantenido unas u otras relaciones con Galaktiónov Alexandr Vladímirovich.
6
Inna Litvínova, bajita, ancha de hombros y de constitución robusta, subía la escalera con ligereza; llevaba una abultada cartera en una mano y una pesada bolsa de la compra en la otra. En cuanto abrió la puerta del piso y entró en el recibidor, supo enseguida que Yula estaba en casa.
– ¡Gatito! -le llamó con alegría-. ¡Soy yo!
No recibió respuesta. Inna se despojó de las sucias botas deprisa y, sin quitarse siquiera el chaquetón de piel, irrumpió en tromba en el dormitorio. Yula estaba tumbada sobre la cama con un libro en las manos; su larga melena rojiza, resaltada por el color azul de la almohada, resplandecía con brillos dorados; la expresión de su bello rostro era la de displicencia y aburrimiento.
– Gatito, ¿por qué no me contestas? ¿Te encuentras mal? -preguntó Inna con cariño.
– Regular -murmuró Yula, apática.
– La cena estará lista enseguida. ¿Te apetece una ensalada de cangrejo? He comprado…
– Buah -masculló con la misma apatía la joven-. Quiero champiñones, te lo dije ayer. Quiero gallina con champiñones. Y gambas a la marinera.
– Te he comprado todo esto, gatito, no te enfades, dentro de nada te traigo todo eso que dices -respondió Inna nerviosa.
– ¿De veras?
Yula se animó visiblemente. Parecía mentira que esa muchacha tan joven tuviera esa pasión por la alta cocina. Comía poco, mantenía una silueta esbelta y grácil, pero sus preferencias gastronómicas eran realmente principescas, y era consciente de que Inna, cegada por el amor, se desvivía por complacerla.
Inna le sirvió la cena en la cama. Se sentó en el borde, observando con emoción a Yula, que englutía con buen apetito las gambas preparadas al vapor y aliñadas con una salsa especial.
– ¿Está bueno? -le preguntó Inna con expectación.
– Regular -contestó la joven con indiferencia-. Me habías prometido llevarme al Mediterráneo, allí en los restaurantes se pueden comer ostras, gambas y langostinos. ¿Cuándo iremos?
– Pronto, gatito. Pronto tendremos mucho dinero, muchísimo. No sé si voy a poder acompañarte, pero no te importará hacer el viaje sola, ¿verdad?
Inna tenía muchas ganas de oír que era una pena que no pudieran ir al Mediterráneo juntas. Sin embargo, tal como esperaba, la respuesta que recibió fue distinta.
– Vale, a mí no me importa nada ir sola. Incluso será mejor así. Entonces ¿qué? ¿Cuándo me marcho?
– No sabría darte la fecha exacta. Creo que tendré el dinero dentro de dos o, como mucho, tres meses. Estamos en enero, así que lo más probable es que en mayo puedas marcharte.
– De acuerdo -dijo Yula satisfecha-. Entonces, en mayo me voy a Italia, a la playa, a comer ostras.
En la cocina, Inna fregó escrupulosamente los platos y limpió el suelo con un trapo húmedo. Tenía que mantener el piso impoluto porque a Yula le gustaba andar descalza y se pasaba los días ataviada con un salto de cama, a veces blanco, a veces azul celeste, a veces malva, y cuidado con que se encontrase sobre la mesa de la cocina el circulito húmedo dejado por una taza de café o por un bote de mermelada.
Al terminar la limpieza, se metió en el cuarto de baño. Se quitó la falda y la blusa, oscuras y formales. Una vez en paños menores, se echó por costumbre una mirada al espejo. Hombros rectos, un torso macizo, una cintura totalmente inexistente y caderas estrechas y vigorosas. Una cara sin atractivos, de rasgos toscos. Pelo cortado casi al rape y con canas prematuras. «Cierto, Inna Litvínova, eres cualquier cosa menos una belleza pero, en el fondo, es lo de menos. Un hombre no tiene por qué ser guapo, con que sea un poquito menos feo que un gorila, resulta más que suficiente.»
Debajo de la ducha pensó con ternura en Yula, en sus cabellos de oro y en su cuerpo blanco como la leche tendido sobre la sábana azul, y sintió cómo en la parte baja del abdomen nacía una agradable y extenuante pesadez. Yúlechka… Yúlechka… Gatito…
Capítulo 2
1
Dima Krásnikov nació en 1979 en la ciudad de Sarátov. Su madre, Vera Borísovna Bobrova, nunca se casó. No obstante, a los cuarenta y tres años de edad, tras doctorarse y comprar un piso, pensó que ya era hora de conocer los placeres de la maternidad. Sus padres ya estaban viejos y la perspectiva de quedarse completamente sola en este mundo le parecía espantosa.
Fue «a por el embarazo» a un balneario del sur pero la primera vez no hubo suerte. Al año siguiente repitió el intento y tampoco tuvo éxito. Vera quería concebir un hijo de un hombre sano y abstemio; le encontró sólo al final de su estancia en el balneario y, aunque consiguió meterle en su cama, no se quedó embarazada. El tercer viaje sí aportó el resultado deseado pero el médico le advirtió que parir por primera vez a los cuarenta y cinco años de edad era arriesgado. El padre de Vera ya había fallecido, su madre había rebasado los setenta y su salud dejaba que desear. La perspectiva de quedar más sola que la una se le estaba echando encima, y Vera decidió desoír las recomendaciones del médico, quien insistía en que reflexionase, le mostraba los resultados de los análisis y el cardiograma y le hablaba de la alta probabilidad de un desenlace fatal.
Los pronósticos del médico se cumplieron de pleno. La prima de Vera Borísovna, Olia Bobrova, moscovita de pura cepa que por aquel entonces trabajaba como maestra de lengua y literatura rusas en Kursk -destino que le fue asignado al terminar el Instituto Pedagógico y donde el contrato de licenciatura la obligaba a permanecer por un plazo de tres años-, fue a Sarátov nada más enterarse de su muerte.
– Tía Liuba, permítame que me lleve al niño conmigo -le propuso a su tía-. Usted sola no podrá criarle, y mandarle al orfanato cuando tiene parientes vivos sería un cargo de conciencia.
La madre de Vera Borísovna reconoció que las palabras de su sobrina estaban cargadas de razón. Olga le puso al niño Dmitri y realizó todas las gestiones con rapidez y facilidad gracias a que la difunta prima y Olga tenían el mismo apellido: ambas llevaban el de sus padres, que eran hermanos de sangre. Gracias a esto, en la mayor parte de instancias, el hecho de que Olga Bobrova tramitara documentos para Dmitri Bobrov no provocó ni preguntas ni dudas.
En el momento en que tenían lugar estos tristes acontecimientos, el contrato de Olga estaba tocando a su fin. Dentro de dos meses y medio volvería a Moscú, a casa de sus padres, y un mes más tarde se celebraría su boda con Pável Krásnikov, maestro de historia que trabajaba en el mismo colegio que Olga.
– ¿Podrás dejar al niño en Sarátov durante una temporada? -le preguntó Pável cuando Olga le llamó entusiasmada a Kursk para informarle del paso que acababa de dar.
– ¿Para qué? -inquirió Olga, poniéndose en guardia.
– Nos casaremos aquí, en Kursk, luego iremos a Sarátov y tramitaremos el cambio del apellido del niño. Después escribirás una carta a tus padres diciéndoles que lo lamentas muchísimo, que has dado a luz un mes antes de la boda, que tenías vergüenza de contarles que estabas embarazada. Dirás: «En breve, queridos míos, volveré junto con mi marido e hijo para instalarnos definitivamente en la capital de nuestra patria, la Ciudad-Héroe [1] de Moscú».
– ¿Y para qué quieres que lo hagamos? -preguntó Olia desconcertada-. ¿A qué vienen esos enredos?
– No soy partidario de la publicidad innecesaria -le explicó el novio-. Cuanta menos gente esté enterada de la adopción, más tranquila será nuestra vida en el futuro. Si traes al niño a Kursk ahora, todos comprenderán qué ha pasado, ya que aquí nadie te ha visto embarazada. Si lo hacemos como te he dicho, saldrás de aquí simplemente casada pero llegarás a Moscú como una flamante madre feliz. Todos los que están al corriente de la adopción, se quedarán en Sarátov. ¿Entiendes?
– ¿Quieres decir que incluso tengo que ocultárselo a mis padres? Pues no servirá de nada, porque la tía Liuba les contará la verdad. Además, saben que Vera murió en el posparto.
– Entonces, habla con la tía Liuba. Te lo aconsejo en serio, Olia, haz lo posible por convencerla. Eres una chica lista, sabrás encontrar las palabras apropiadas. Todo esto que te digo sólo es en beneficio del pequeño. Cuanta menos gente esté enterada, mejor, créeme, cariño -insistió Pável con suavidad-. Trata de explicárselo a tu tía. Si no da resultado, bueno pues, qué remedio, pero merece la pena intentarlo. No sabemos quién es el padre del niño ni en qué circunstancias se quedó embarazada tu prima. ¿Y si mantuvo relaciones con ese hombre hasta el mismo día del parto? ¿Y si ese hombre sabe que tiene que existir un hijo suyo? ¿Puedes garantizar que un buen día no irrumpirá en nuestra vida con sabe Dios qué aviesas intenciones?
Olia tuvo que darle la razón. Siguió sus consejos a rajatabla, y tres meses más tarde los recién casados, con un niño de pecho en brazos, franquearon el umbral del piso de los Bobrov en Moscú. La tía Liuba hizo caso de los argumentos de Olga y juró no contarles nada al hermano de su difunto marido ni a su cuñada. Cinco meses más tarde falleció.
De este modo, en todo Moscú los únicos que conocían el secreto de la adopción eran los propios padres adoptivos, los Krasnikov. En cuanto a los habitantes de Sarátov que podían estar al tanto de la muerte de Vera Borísovna Bobrova, nadie sabía que el pequeño Dima había cambiado de apellido a los tres meses de nacer; mientras que aquellos que estaban enterados de que Dima Bobrov se había convertido en Dima Krasnikov no tenían ni idea de que su verdadera madre había fallecido.
Por más vueltas que Konstantín Mijáilovich Olshanski le daba a esta información, no conseguía más que aumentar su desasosiego. Claro que reconstruir el camino de Dima Krasnikov desde el momento de su nacimiento hasta la fecha era posible, pero para hacerlo había que ser funcionario de la policía y tener acceso sin restricciones a los archivos, poder hacer preguntas a muchísima gente, a la que previamente sería preciso encontrar, porque en los últimos quince años casi nadie permanecía en el mismo puesto que ocupaba en 1979. Unos se habían jubilado, otros habían muerto, algunos más se habían trasladado a otra ciudad… Y por si fuera poco, había que localizar a los propios Krasnikov. Qué más daba que en Sarátov algún charlatán hubiera contado: «Sabe usted, en 1979 tramité el cambio de apellido de un niño que se llamaba Bobrov y luego se convirtió en Krasnikov. Sé a ciencia cierta que, aunque en sus papeles pone que la madre es Olga Bobrova, ella no le ha parido». En aquel momento, Krásnikova estaba empadronada en Kursk, se marchó de allí para instalarse en Moscú, y actualmente, quince años más tarde, ya no residía en el piso adonde había llevado al recién nacido Dima, y tampoco trabajaba en el colegio donde había estado impartiendo clases después de regresar a la capital. Sin duda, encontrar a los Krásnikov era posible pero, de nuevo, sólo un funcionario de la policía o de la Fiscalía disponía de los recursos necesarios para hacerlo. Un ciudadano de a pie nunca habría sido capaz de dar con ellos.
«¿Qué cabe deducir de todo esto?», se preguntaba Konstantín Mijáilovich, sentado en su despacho ante la carpeta del sumario del caso de los Krásnikov y Leonid Líkov. Había sólo dos variantes posibles: o bien los Krásnikov, a pesar de todo, se fueron de la lengua y confiaron su historia a un extraño; o bien en el asunto estaba implicado un funcionario de la policía o la Fiscalía que se enteró del secreto de los Bobrov y por algún motivo se lo contó a alguien. Pero ¿a quién? ¿A Líkov? Entonces, Líkov mentía para cubrirle las espaldas a ese funcionario, al echarle toda la culpa a Galaktiónov. ¿O realmente se lo había contado Galaktiónov? Si así era, Líkov decía la verdad, y entre las amistades de Galaktiónov había un representante poco escrupuloso del sistema judicial a quien, por no se sabía qué motivo, no había nombrado ni mencionado ni uno solo de los casi ochenta testigos. Si Galaktiónov de veras hubiera disfrutado de esa amistad, la habría cultivado celosa y cautelosamente, sin compartir su secreto con nadie. En este caso, ¿por qué y cómo había entablado esa relación?
Pero si, a pesar de los pesares, Líkov mentía, entonces resultaba que el amigo en cuestión era suyo. Lo malo era que Leonid Líkov trabajaba en un taller de reparación de automóviles y no se podía ni hablar de intentar comprobar sus contactos, pues para hacerlo tendría que solicitar que le asignasen la mitad de todos los detectives de Petrovka y la mitad de todos los jueces de la Fiscalía Municipal. Sin embargo, era imprescindible comprobar esos contactos de Líkov, por supuesto, no le quedaba más remedio.
En lo que a Sarátov se refería, Olga Krásnikova fue incapaz de recordar un solo nombre de los que hacía quince años tuvieron algún conocimiento de lo sucedido. Por tanto, tendría que recurrir a la policía para identificarlos y poner a prueba su propensión a irse de la lengua. Mientras rellenaba diligentemente los numerosos impresos de toda clase de órdenes y oficios, Konstantín Mijáilovich Olshanski mantenía, en su fuero interno, la certidumbre de que todo eso no le iba a servir de nada. Pero se le había pedido instruir un caso modélico, y en un caso modélico sobre la violación del secreto de adopción no podía faltar la información acerca de todos los relacionados con dicho secreto. Así que las órdenes y los oficios pertinentes también debían ser modélicos.
2
Abrió la puerta de un manotazo y entró en uno de los cubículos del bloque de laboratorios. El hombre sentado delante del ordenador se dio la vuelta y le saludó sonriendo:
– Buenos días.
– Muy buenos -respondió con entusiasmo-. ¿Cómo va eso? ¿Cuándo presentas tu tesis ante el Consejo?
– No llegaré a tiempo al próximo Consejo, el siguiente se reúne el 1 de marzo, espero tenerlo todo listo para entonces.
– ¿Por qué dices que no llegarás a tiempo para el próximo?
– Tengo problemas con la impresión. La mecanógrafa ha estado enferma pero promete tener acabado todo el trabajo, el resumen incluido, dentro de diez días. Si no me falla, tardaré esos diez días más otro, que necesito para revisar el texto y las fórmulas, más uno más, para las correcciones de última hora… ya son doce. Hay que entregárselo al secretario académico como mínimo una semana antes de la reunión del Consejo. En total, cuenta veinte días. Y la próxima sesión está convocada para dentro de dos semanas.
– ¿Y seguro que llegarás a tiempo para la siguiente? ¿No se te olvida que el instituto cuenta con que estés doctorado antes de finalizar el segundo trimestre? Para que te convaliden la tesis antes de finales de junio, es preciso que el Consejo dé su visto bueno, como más tarde, el 1 de marzo. Mientras hacen copias del resumen, pasará un mes. Mientras las distribuyen, mientras recogen las reseñas… ¿Qué organización te presenta?
– El Instituto de Novosibirsk.
– ¡Anda! Necesitas tramitar un viaje a Novosibirsk en comisión de servicio, debes entregar la tesis allí en mano; si no, esperarás a que te redacten la presentación oficial hasta el día del Juicio Final. Si la envías por correo, tardará un mes, y eso será en el mejor de los casos, si es que no se pierde por el camino; luego esperarás la respuesta otro tanto o más. Vamos, espabila, coge el teléfono y llama a Novosibirsk, di a Contabilidad que necesitas que te preparen los documentos del viaje para el segundo trimestre, a primeros de abril te das una vuelta por allí y te traes la presentación redactada, firmada y rubricada.
– Gracias -dijo el doctorando con sinceridad-. Ojalá que no haya problemas.
– A ver, a ver, ¿qué clase de problemas crees que puede haber? -preguntó su interlocutor con una sonrisa ominosa.
– Bueno, todo es posible. La mecanógrafa se romperá el brazo. El secretario académico sufrirá un coma insulínico y le ingresarán en el hospital. El avión que cogeré para ir a Novosibirsk se caerá. Uno lo programa todo pero ¿cómo saber dónde tropezará, dónde le pondrá la zancadilla la suerte?
– ¡No seas pesimista! -exclamó el otro hombre con tono de reproche-. Una bomba no explota dos veces, quién lo sabrá mejor que tú. Y, por cierto, no le des más vueltas a aquella carta, no decía nada, lo he comprobado. Así que haz el favor de calmarte y de no preocuparte de nada.
Abandonó el laboratorio a paso rápido y se felicitó para sus adentros por haberse impuesto la norma de evitar recibir a sus subordinados en el despacho y procurar, en cambio, hablar con ellos en sus lugares de trabajo. Quería reservarse la libertad de maniobra y la posibilidad de interrumpir la conversación en cualquier momento y marcharse. Si recibiera a sus empleados en el despacho, nunca tendría esa libertad, ya que no iba a echarles del despacho. Y tampoco podría taparles la boca si le venían con quejas o reivindicaciones o, mucho peor, con chismes. Lo detestaba. Por lo demás, en honor a la verdad había que señalar que detestaba a la gente en general. La gente le sacaba de quicio. Todos le parecían mentecatos, mezquinos, gruñones, repugnantes en su debilidad y codicia, asquerosamente ridículos con sus tontas emociones. Si le hubiesen preguntado qué era lo que más le apetecía en esta vida, hubiese dicho que ansiaba vivir en la soledad más completa, sin ver ni hablar a nadie. Lo hubiese dicho con la más absoluta sinceridad.
3
El timbre del teléfono sacó a Nastia Kaménskaya de sus cavilaciones.
– Aska, ¿no se te habrá olvidado que para esta noche te tengo programada una cena especial?
Era Alexei Chistiakov, amigo de Nastia desde tiempos inmemoriales y, en los últimos catorce años, su amante y novio en potencia. Durante todos esos años, Nastia se había negado a casarse con él, con una obstinación incomprensible pero envidiable. Con regularidad, una vez al año aproximadamente, Liosa volvía a preguntarle, por si acaso, si había cambiado de opinión, aunque sabía de sobra que iba a recibir la misma respuesta de siempre:
– No, Liósik de mi alma, no he cambiado de opinión. Oye, ¿qué falta nos hace casarnos? ¿Acaso estamos mal como estamos? Pasamos juntos todo el tiempo que nos apetece. El matrimonio no cambiará nada, tú seguirás dedicándote a tu trabajo en tu centro de Zhukóvskoye, yo seguiré con el mío. Y para fundirnos en éxtasis no tendremos más que los domingos, lo mismo que ahora.
A Alexei estos argumentos no le parecían convincentes pero se abstenía de insistir. Simplemente, había decidido ganarse la voluntad de su amiga a fuerza de asedio permanente. Desde que se compró el coche, iba a verla no sólo en las jornadas de asueto, sino también en las laborables, para quedarse en su apartamento varios días seguidos. A Nastia no le molestaba, ya que volvía tarde a casa; además, ¡Liosa cocinaba como Dios!
Al oír su voz en el auricular, hizo un leve esfuerzo de la memoria y recordó que, en efecto, el día anterior Liosa le había mencionado una cena especial pero, por más que se esforzaba, el motivo seguía escapándosele.
– Ya he comprado todo lo que hace falta y ahora, si te parece, pasaré a recoger la llave -dijo contento-. Así lo tendré todo listo para cuando vuelvas a casa.
Nastia dedicó el resto del día a revisar las numerosas hojas de papel y las libretas que se habían acumulado sobre su mesa, apartando todo aquello que iba a llevarse a casa para trabajar el domingo. Por la mañana Olshanski le había llamado para pedirle que analizara los datos sobre la vida y el carácter de Galaktiónov con el fin de intentar establecer si éste habría sido capaz, en un principio, de un acto tan reprobable como revelar el secreto de una adopción a algún amiguete, en concreto, al mecánico de un taller de reparación de automóviles, en vez de prestarle dinero o denegarle el préstamo. En esos momentos, el juez instructor aún albergaba vehementes sospechas de que Líkov estaba mintiendo y que no se había enterado de la adopción por Galaktiónov.
Durante todo el año anterior, ver y hablar a Olshanski le había producido reparo hasta este momento. Hacía un año habían vivido una terrible tragedia. Un compañero de Nastia, Vladímir Lártsev, que había quedado viudo y a cargo de una hija de once años, cedió al chantaje y a las amenazas de matar a la pequeña y aceptó colaborar con cierta banda criminal. Mientras trabajaba junto con Lártsev en un caso de asesinato, Nastia sospechó que algo raro le estaba sucediendo y se lo dijo a Olshanski, quien tenía amistad con Lártsev. También Gordéyev se enteró de que Lártsev jugaba a dos barajas. A los tres les daba lástima su compañero, los tres querían quitarle hierro a la situación, ayudarle, protegerle y, lo más importante, evitar que algo le ocurriese a la niña, a la que en el momento de máxima tensión los criminales secuestraron para plantearle al desafortunado Lártsev el ultimátum: obligar a la díscola Kaménskaya a obedecer sus órdenes o decirle adiós a su hija para siempre. No le explicaron por qué medios debía inducir a Nastia a obedecerles, sino que le concedieron la libertad total de actuación sin descartar que tal vez tendría que matarla. No obstante, incluso en esa situación extrema, los tres continuaron compadeciéndose de Lártsev y tratándole con suma delicadeza. Para Lártsev todo terminó con una grave herida en la cabeza; salvó la vida milagrosamente, obtuvo la baja del cuerpo de la policía por minusvalía y actualmente estaba en casa. De vez en cuando se ganaba un suplemento a la pensión como asesor jurídico, pero principalmente pasaba los días tumbado en el sofá y retorciéndose por los calambres que le atacaban la mitad derecha del cuerpo. Por algún motivo, Nastia tenía la sensación de que Olshanski la culpaba de lo ocurrido. Además, a veces creía que podría haber evitado la tragedia si hubiera mandado aquel caso de asesinato al infierno y no se hubiera metido donde no la llamaban. Qué importaría un caso sin resolver más o menos si, a cambio, Vladímir estuviera bien ahora.
A veces tenía la impresión de que el propio Olshanski la evitaba. Había sido el primero en darse cuenta de que algo le estaba pasando a su amigo, pues la propia Nastia no empezó a trabajar en el caso hasta mucho más tarde. Entonces, también él tenía su parte de responsabilidad. Tal vez Yura Korotkov tenía razón y no debía reconcomerse, puesto que no se podía culpar a nadie de lo ocurrido.
Fuese como fuese, Nastia quería evitar por todos los medios que sus relaciones con el juez de instrucción Olshanski empeorasen. Reduciría sus encuentros al mínimo y procuraría cumplir todos sus encargos lo mejor que pudiera. Sobre todo porque, quién sabía, tal vez esa historia de la adopción arrojase algo de luz sobre el asesinato de Galaktiónov.
Metió todo el montón de carpetas y libretas en la enorme bolsa de deporte y llamó a Liosa para decirle que se iba a casa.
Al bajar del autobús, vio con sorpresa a Chistiakov esperándola en la parada.
– ¿Qué haces aquí? -le preguntó entregándole con alivio la pesada bolsa.
A raíz de una desdichada caída, levantar cosas pesadas le producía dolores de espalda inaguantables. Lo cierto era que la espalda le dolía casi siempre pero ese dolor, por engorroso que fuera, lo podía soportar. En cambio, la práctica de la gimnasia con las bolsas tenía como resultado el que Nastia se derrumbara luego sobre el suelo y se pusiera a morir poquito a poco, sin la menor posibilidad ni de sentarse ni de ponerse de pie ni de colocarse boca abajo sin ayuda ajena.
– He venido a esperarte. Necesito discutir contigo un asunto.
– ¿Tanto te urge? ¿No podías aguantar diez minutos hasta que llegase a casa?
– No, no podía.
Liosa la agarró con fuerza del brazo y la condujo despacio hacia la casa, rodeando con cuidado los charcos profundos y sucios y los resbaladizos socavones.
– He cobrado unos honorarios, unos honorarios de no te menees. Por el libro de texto que han traducido en Estados Unidos.
– Felicidades -dijo Nastia con indiferencia.
Galaktiónov ocupaba todos sus pensamientos y no entendía muy bien por qué la buena nueva sobre unos pingües honorarios no podía esperar hasta la cena.
– Quiero enviarte de vacaciones. Tienes mal aspecto, Ásenka, debes cuidarte más pero no te apetece, y por eso he decidido que te conviene marcharte una temporada a un lugar bonito, junto al mar, donde haya sol, aire limpio, comida buena y natural, y no esas porquerías que tenemos que tragarnos aquí en Moscú, o el aire ponzoñoso y contaminado que nos vemos obligados a respirar.
– ¿«Enviarme»? ¿Qué quieres decir con eso? -le espetó Nastia-. ¿Y tú? ¿Acaso piensas que voy a ir sola?
– Bueno, si no tienes nada en contra, con mucho gusto iré contigo. Sencillamente, no me he atrevido a proponértelo. Si no quieres que nos casemos, tal vez tampoco quieras que nos vayamos de vacaciones juntos -bromeó el hombre-. Bien, pues, ¿qué me dices? ¿Qué te parece mi proposición?
– Me parece interesante -respondió Nastia sobriamente-. Pero mejor será que te compres un coche nuevo. Me parte el alma ver lo que estás pasando cada vez que tienes que meter tu corpachón de dos metros de largo en esa caja de cerillas que es tu Moskvich.
– De modo que mi proposición no te gusta -constató Liosa.
Automáticamente, Nastia percibió que, por algún motivo, la decepción no le empañaba la voz pero, absorta en sus reflexiones sobre Galaktiónov, no otorgó a este detalle la menor importancia. Mal hecho.
– Tengo otra variante -continuaba su amigo imperturbable-. Tú no te vas de vacaciones y destinamos ese dinero a comprarte el ordenador. Un buen ordenador, potente, con muchos periféricos y un paquete de programas. Impresoras, escáneres, en una palabra, todo lo que puedas necesitar para tu trabajo.
Nastia dio un traspié y se paró en seco. La alegría le cortó el aliento.
– Liosa, querido, ¿de verdad vas a comprarme un ordenador? Liosa, ¡si quieres, me casaré contigo! ¡Eres el mejor!
– Calla -ordenó él afectando severidad-. Si mal no recuerdo, nada más hace dos meses me prometiste casarte conmigo a condición de que te hiciera cierto favor. ¿Es cierto esto?
– Es cierto -concedió Nastia con aire contrito.
– De modo que, antes que ir a las Hawai o las Canarias, prefieres que te regalen un ordenador. ¿Lo he entendido bien?
– ¡Sí! -exhaló ella con entusiasmo al tiempo que pulsaba el botón del ascensor.
– ¿Es tu última palabra?
– Es mi última palabra -confirmó Nastia con rotundidad.
– ¿No vas a cambiar de idea?
– ¡Pero qué dices! -protestó ella-. Pero si tú me conoces. Es pura verdad, el trabajo me importa y me interesa mucho más que las vacaciones.
– Entonces, de acuerdo -dijo Liosa con voz repentinamente cansada e inexpresiva-. Me temo que el asado ya lleva demasiado tiempo en el horno. Sería una lástima. He metido en aquella cazuela tantas cosas buenas.
Abrió la puerta del piso y se apartó para dejar pasar a Nastia. Ésta se dejó caer en la silla del recibidor nada más entrar, intentó agacharse para quitarse las botas y se llevó las manos al costado lanzando un gemido.
– Hay que jorobarse, vuelve a darme la lata. Nada de extrañar, sabía perfectamente que la bolsa pesaba demasiado pero confié en la buena suerte, pensé que por una vez no iba a pasar nada.
– Deja que te ayude.
Liosa se inclinó hacia Nastia y con una gran delicadeza liberó de las botas sus pies, que por las noches se hinchaban.
– ¿Podrás levantarte sola o quieres que te ayude?
– Intentaré levantarme sola.
Nastia hizo acopio de fuerzas y se puso en pie lentamente apoyando las manos sobre sus propias rodillas. Consiguió separarse de la silla e incluso, unos instantes más tarde, adoptar una postura erguida.
– No es nada, mañana por la mañana estaré como nueva. Liósik, ¿me pondrás una inyección antes de acostarte?
– Por supuesto. Vamos a cenar; mientras estaba guisando, con todos esos olores y colores se me hacía la boca agua. Ya no aguanto más.
– Enseguida, espera un segundo, voy a quitarme el jersey.
Abrió la puerta de la habitación, encendió la luz y se quedó de una pieza.
– ¿Qué es eso? -preguntó de repente con voz ronca.
– El objeto de tus deseos. Tú misma me has dicho que no ibas a cambiar de opinión -gritó Chistiakov desde la cocina al tiempo que trasegaba ruidosamente los platos.
Por unos segundos se instaló el silencio, sólo interrumpido por los ruidos que llegaban desde la cocina. Luego Nastia apareció en el umbral de la puerta. Sujetándose la espalda con una mano y apoyándose con la otra en un extremo de la mesa, se acomodó como pudo en la silla y fijó la vista en Liosa.
– ¿Qué te pasa? -preguntó éste sin dejar de cortar el pan-. No pareces contenta. ¿No te gusta?
– Liosa, ¿cómo sabías que el ordenador era lo que yo quería más que nada en el mundo, más incluso que unas vacaciones en las Hawai?
– Vamos, vamos, Ásenka -dijo Liosa riéndose-. ¿Te das cuenta de que hace la tira de años que te conozco, de que llevamos juntos un montón de tiempo? Sería una vergüenza si no acertase.
Nastia volvió a sumirse en el silencio. Liosa terminó de poner la mesa, escrutó con un gesto de gran chef la disposición de los cubiertos y por fin se sentó.
– ¿Qué te apetece para beber? ¿Vino? O si quieres, descorcharé champán. Todavía quedan unas botellas de la Nochevieja.
– Champán -contestó Nastia con resolución, lo que no dejó de sorprender a su amigo.
Liosa sabía que el champán no le gustaba y lo tomaba sólo en casos de extrema necesidad, cuando negarse significaba quedar irremediablemente mal.
– Liósik -dijo Nastia en voz baja, aceptando la copa llena de líquido dorado-. Te lo digo de verdad, eres el mejor. Hazme la proposición, ¿quieres?
– ¿Cómo dices? -preguntó Chistiakov poniendo los ojos como platos.
La sorpresa le hizo retirar bruscamente la mano y su codo tropezó con una copa vacía.
– Ay, qué pena, la he roto.
– Al diablo, no importa -dijo Nastia con la misma voz susurrante-. Si me conoces tan bien que puedes adivinar con los ojos cerrados qué haría yo con tres mil dólares, seré una completa idiota si me niego a casarme contigo. Liósik, lo he comprendido por fin. Nunca nadie llegará a conocerme tanto como tú. Y nunca nadie me aceptará tal como soy. Si me haces la proposición ahora mismo, la aceptaré.
– ¿Y si la hago mañana? -replicó Liosa sonriendo-. ¿Temes que para mañana hayas cambiado de opinión? No quiero decisiones improvisadas, que serías la primera en lamentar al día siguiente. Si quieres saberlo, no te he comprado el ordenador por esto.
– Temo que seas TÚ quien mañana cambie de opinión -apuntó Nastia muy seria-. Hoy mi objetivo es tomarte la palabra para que no desaparezcas mañana.
– Escucha, ¿lo dices en serio? ¿Quieres casarte conmigo? Oye, tenemos que tomar este champán, está perdiendo gas.
– No -repitió Nastia obstinadamente-, hazme la proposición y luego tomaremos el champán.
– ¡Estás como una cabra! ¿Tanto te apetece que te lo vuelva a pedir y decirme otra vez que no?
– No te diré que no, Liósenka, palabra de honor. Vamos a casarnos, ¿eh? -dijo Nastia con un extraño tono quejumbroso-. Acabo de comprender lo tonta que he sido al negarme a casarme contigo.
– Vale, has ganado -contestó el hombre riéndose, aunque sus ojos permanecían serios.
4
El domingo, a primera hora de la mañana, Nastia se puso manos a la obra. Para su disgusto, casi todo el material que había traído del despacho estaba escrito a lápiz, por lo que no pudo utilizarlo con el flamante ordenador. Colocó en el suelo las libretas y las hojas sueltas, se tumbó boca abajo y empezó a clasificar la información recopilada arrastrándose por el suelo de una pila de papeles a otra y cambiando las hojas de sitio.
La viuda de Galaktiónov contaba:
– Se casaron muy jóvenes, cuando ambos eran aún estudiantes de la Facultad de Letras de la Universidad de Moscú. Entre los regalos de boda había una cámara fotográfica carísima, traída del extranjero. En aquellos años -a principios de la década de los setenta- cámaras como aquélla sólo podían adquirirse en el extranjero o, con muchísima suerte, en un mercadillo de objetos de segunda mano. En los comercios normales no se vendían. En la caja, grande y hermosa, había dos estuches con rótulos idénticos. Uno contenía la cámara, dentro del otro había un objetivo de repuesto, filtros y otros accesorios.
– Deprisa, vámonos -le dijo entusiasmado Sasha Galaktiónov a su flamante esposa.
– ¿Adónde? -preguntó ella extrañada.
– Vamos, vamos, vamos, ya verás qué risa.
Se acercaron a una gran tienda de compraventa de objetos de segunda mano. La chica se quedó en la calle. Sasha entró, pocos minutos después salió y le enseñó un fajo de billetes.
– ¿Has vendido la cámara? ¿Cómo has podido? -exclamó la joven-. ¿Cómo se te ha ocurrido? ¡Pero si era nuestro regalo de boda!
– ¿Me tomas por imbécil? -respondió Sasha riéndose-. Tranquila, aquí tienes tu preciosa cámara. Sólo la necesitaba para enseñarla. En el otro estuche, todo lo que hay ahora es una vieja cerradura.
– ¿Por qué lo has hecho, Sasha? Dinero no nos falta.
– Calla, qué importa eso -contestó el joven-. Piénsalo, dos estuches absolutamente idénticos, con rótulos idénticos. ¡Cómo iba a desperdiciar una ocasión así! Me habría perdido todo respeto a mí mismo…
– …En uno de los exámenes del primer semestre le tocó un profesor que suspendía a todas las estudiantes que llevaban joyas. Una sortija -excepción hecha de la alianza- que adornaba la mano de la examinando era garantía de «cate» seguro. La joven llegó a la universidad, dejó en el guardarropa su lujoso y carísimo abrigo de pieles y se quitó las sortijas, una con un diamante y otra con diamantes y esmeraldas, para guardarlas en el bolso. De pronto vio que a su lado estaba aquel mismo profesor y se asustó al pensar que podía haberla visto despojarse de las alhajas y que ahora la vería ocultarlas en el bolso, por lo que las metió en el bolsillo del abrigo.
Antes de entrar en el aula donde se celebraba el examen, sacó el bolígrafo, una hoja de papel y el carnet de las notas, y le dejó el bolso a su marido, que había insistido en acompañarla para darle ánimos y consolarla en caso de suspenso. El grupo de Sasha se había examinado de esa asignatura hacía dos días.
La chica obtuvo un notable y salió del aula feliz y contenta. Su marido la cogió en brazos y se puso a dar vueltas por el pasillo.
– ¡Vamos a celebrarlo!
Bajaron corriendo al guardarropa. Pero una vez allí, la joven no pudo encontrar la ficha del abrigo en el bolso.
– No te pongas nerviosa. Vamos a aquel rincón, sacarás todo lo que hay dentro y ya verás como aparece. ¿Dónde va a estar si no? -le decía el marido para tranquilizarla.
Pero por más que miraba y remiraba el contenido del bolso no daba con la ficha. Parecía que se hubiera disuelto en el aire. Quizás, antes del examen, con los nervios y asustada como estaba por la proximidad de aquel hueso de profesor, había olvidado coger la ficha o la había dejado caer fuera del bolso.
– ¿Y yo qué quieres que haga? -manifestó tajante la malhumorada encargada del guardarropa-. Si no me traes la ficha, ¿cómo te crees que voy a darte tu abrigo? Tienes que esperar hasta la noche, es lo que dice el reglamento. Cuando todos se vayan, cuando todos recojan sus abrigos, entonces veremos si nos queda por aquí alguno de pieles. Luego redactarás una instancia, llamaremos al jefe de intendencia y él te entregará la prenda.
– ¡Tenía que pasarme a mí! ¡Ay, qué fastidio! -se quejaba la chica, a punto de echarse a llorar-. ¡Esperar hasta la noche! Sólo es la una, podríamos haber ido a alguna cafetería a celebrar…
– Ánimo, bonita -dijo Sasha queriendo consolarla-. Voy a coger un taxi, iré en una escapada a casa, te traeré otro abrigo, buscaremos algún sitio donde mojar el aprobado y por la noche volveremos aquí.
En aquel entonces, todos los problemas tenían fácil solución. Eran jóvenes, vivían en el piso de los padres de ella, gente más que acaudalada para aquellos tiempos. Media hora más tarde, Sasha estaba de vuelta con un largo abrigo de piel de color marrón chocolate en las manos. Metió a su mujer en el mismo taxi que le había llevado a casa y se fueron a Adriática, donde tomaron Champagne Cobler y Aurora Boreal. Pero por la noche, cuando regresaron a la universidad, el abrigo de piel de la chica no estaba en el guardarropa.
– Si no está, alguien lo habrá cogido con tu ficha -explicó la mujer del guardarropa encogiéndose de hombros.
Para entonces ya tenía la absoluta certeza de que había guardado la ficha en el bolso porque al hacerlo, al introducirla en un pequeño compartimento interior y cerrar la cremallera, notó que el profesor que iba a examinarla la miraba con fijeza, y pensó: «Qué mal habría quedado si estuviera metiendo aquí mis diamantes. He hecho bien en dejarlos en el abrigo». También recordó que no se había separado del bolso en todo el día. Excepto cuando se lo dejó a Sasha, durante el examen. Pero Sasha juraba que no lo había soltado de las manos…
Pregunta: ¿No se le ocurrió pensar que había sido su marido quien robó su abrigo y las sortijas?
Respuesta: Ay, por Dios, claro que se me ocurrió. Estaba completamente segura que esto era lo que había pasado.
Pregunta: ¿Ha intentado hablar con él de eso?
Respuesta: De ninguna de las maneras. Me habría dado una paliza, y eso sería todo.
Pregunta: ¿Hasta este extremo habían llegado las cosas? ¿Por qué continuaba conviviendo con él entonces?
Respuesta: En primer lugar, estaba embarazada, a principios de los setenta era una razón de mucho peso. Segundo, mis padres se habían opuesto a nuestro matrimonio pero yo insistí, les monté escenas, les dije que ya era mayorcita para saber de quién me podía fiar y de quién no, que Sasha era una maravilla de inteligencia y bondad. Era una niña todavía, y reconocer mis errores habría herido mi amor propio. Luego creo que me acostumbré. Nació mi hijo, después llegó la niña, y entonces Alexandr simplemente me dejó en paz. Ni siquiera teníamos peleas.
Pregunta: ¿Por qué?
Respuesta: Porque no hablábamos casi nunca…
La empleada del Departamento de Préstamos del banco donde había trabajado Galaktiónov contaba:
– Alexandr Vladímirovich era siempre tan amable, ¡no se lo puede imaginar! ¿Sabe usted?, existe una fundación especial para la ayuda a niños afectados por enfermedades graves. Tienen una clínica aquí en Moscú, allí los médicos examinan al niño, deciden sobre la gravedad de la enfermedad, expiden un volante para la fundación, y la fundación selecciona a los niños para enviarles allí donde podrán administrarles el tratamiento adecuado. Alexandr Vladímirovich, en su calidad de representante de nuestro banco, hacía de intermediario para los empleados que deseaban solicitar la ayuda de la fundación. Nuestro banco tiene sucursales en toda Rusia, ¿se imagina cuántos empleados son? Alexandr Vladímirovich dominaba a la perfección idiomas extranjeros y se encargaba de acompañar a los empleados y a sus hijos a consultorios médicos, a representaciones comerciales, a embajadas, y allí les hacía de traductor. Había que hablar inglés y alemán. No le importaba sacrificar sus horas libres, y si venía al caso, los acompañaba en su coche. ¡Tenía un corazón de oro!…
Nadezhda Sitova, la amante de Galaktiónov, contaba:
– Era imposible enfadarse con él, aun cuando se comportase de forma totalmente detestable. Poseía un encanto arrollador, un natural alegre, le gustaba reír y bromear. Tenía sentido del humor y una lengua afilada. Aunque, a veces, sus bromas no me hacían gracia y podían llegar a ser muy crueles.
… Un día citó a un amigo en el piso de Sitova. El amigo en cuestión tenía que devolverle un préstamo. El deudor acudió a la cita con puntualidad y le entregó un fajo de dólares. Alexandr le ofreció café y empezaron a charlar sobre nada en particular.
En ese momento llamaron a la puerta y apareció un vecino con un libro grande y grueso en las manos.
– Alexandr Vladímirovich, aquí tiene, se lo he comprado, tal como me había pedido.
– Gracias -dijo Galaktiónov animado-. Mira, Nadiusa, qué libro tan estupendo: Características técnicas y los métodos de detección de billetes falsos. Vamos a ver, ¿cómo está por dentro? Fíjate, ¿te das cuenta?, mira qué ilustraciones, y aquí, todas las explicaciones que hacen falta. Espera, espera, ¿y esto qué es? Vaya, esta tabla puede ser muy útil. Vamos a ver cómo hay que utilizarla. Hummm…, buscamos el número… en la primera columna… No hay Dios que lo entienda. Ven aquí, Vitiok, trae esos billetes, vamos a practicar un poco. Aquí está… número… columna… eso es… si coincide, localice la letra en la segunda columna… eso es…
Leyó atentamente los comentarios y aclaraciones de la enigmática tabla, comparando los números de uno de los billetes que le había entregado el deudor con los de la tabla de los dólares falsos.
– Si coinciden los seis indicadores, el billete es falso. ¡Madre mía, Vitiok! ¡Pero si este billete es falso!
– No puede ser, Alexandr Vladímirovich -protestó el deudor ansioso-. ¿Cómo va a ser falso?
– Y yo qué sé -contestó Galaktiónov encogiéndose de hombros-. Míralo tú mismo, es lo que pone aquí, negro sobre blanco. ¿Sabes qué? Siéntate y comprueba todos los billetes, uno a uno, yo ya tengo suficientes dolores de cabeza.
Vitiok, pálido, se puso a estudiar la tabla y a comparar los dólares que había traído. El resultado superó sus expectativas más pesimistas. Los únicos billetes legales fueron los de uno y cinco dólares, mientras que los treinta billetes de cien, según la tabla, resultaron ser falsos.
– ¿De dónde los has sacado? -inquirió Galaktiónov con enojo.
– Los he comprado en la calle… -balbuceó Vitiok totalmente destrozado.
– ¿Por qué no en un banco? Te lo he advertido mil veces, te dije que un día te la meterían.
– En el banco, el cambio estaba más alto -susurró el deudor justificándose.
– Menos mal que se me ha ocurrido comprobarlo, si no, en buen lío me habría metido, ¿qué haría yo luego? Vete y tráeme billetes fetén. Bueno, en vista de lo extraordinario de las circunstancias, te concedo dos días de prórroga.
Esta historia podría dar una idea de un Alexandr Galaktiónov cauteloso, previsor y, en el fondo, bondadoso, dispuesto a hacer concesiones en vista de la adversidad ajena. Podría dar esa idea excepto por un «pero». El grueso libro blanco titulado Características técnicas y los métodos de detección de billetes falsos llevaba ya una semana en el piso de Sito va cuando tuvo lugar aquel episodio, y Alexandr Vladímirovich lo había leído con mucho detenimiento. Pero dos días antes de la visita del deudor, el libro desapareció. Nadezhda Andréyevna creyó que Galaktiónov se lo había llevado a casa, puesto que era suyo…
«Curioso elemento era ese Galaktiónov», pensó Nastia revisando los apuntes tumbada en el suelo. Un pájaro de cuentas que no tenía inconveniente en robar a la propia mujer y luego consolarla con toda la sinceridad de la que era capaz. Y si la infeliz hubiese intentado cogerle en la mentira, le habría dado una paliza con el mismo entusiasmo. A todo esto, no se avergonzaba de sus inclinaciones; por ejemplo, consideraba de lo más natural hacerse acompañar por su mujer cuando iba a vender una vieja cerradura embalada en la caja de una cara cámara fotográfica de importación. En cuanto llegó a sus manos un libro sobre los billetes falsos, ideó una estafa al instante y escogió a la víctima, que no fue un desconocido sino un amigo suyo, encontró a un falsificador de moneda y le encargó fabricar los billetes con los que ágilmente sustituyó el dinero de su confiado deudor; de este modo, le obligó a pagarle la deuda dos veces. Apasionado, convencido de ser un favorito de la fortuna, alegre, ocurrente, un hombre con suerte. Veinte años de ejercicio intenso de trastadas pequeñas y grandes, y ni un solo patinazo. En los archivos policiales no había ni una mención de su nombre, ni siquiera tenía multas de tráfico. Quizás era un conductor prudente, quizá tenía una sonrisa encantadora, sobre todo si esa sonrisa dejaba a la vista unos dientes cerrados sobre un billete verde.
Si daba credibilidad a los testigos, en los últimos tiempos la suerte parecía haberle dado la espalda a Alexandr Vladímirovich. Unos cuatro meses antes de morir, se le frustró un negocio de cierto bulto. Aquél fue el primer chasco serio que se llevó en muchos años y Alexandr se lo tomó con filosofía: de acuerdo, la buena racha no tenía por qué ser permanente, la rueda de la fortuna debía dar alguna vuelta de vez en cuando, ¿no? Pero cuando, aquella misma semana, tropezó con otro revés, se preocupó en serio. ¿Sería posible que Sasha el Whist estuviera quemado? Nunca le había ocurrido nada semejante, nunca había perdido al póquer cantidades tan enormes. En realidad, no perdía prácticamente nunca, se las ingeniaba para confundir a otros jugadores aun cuando el naipe se negaba a acudir. Para conseguirlo, hacía falta ser capaz de mantener la concentración durante muchas y largas horas, una capacidad de la que el Whist siempre había alardeado. Lo normal era que sus adversarios se cansasen, empezasen a cometer errores, se olvidasen de los naipes descartados. En cambio, el Whist era infatigable y después de cinco horas de juego memorizaba las combinaciones y contaba los naipes con la misma facilidad que al comienzo de la mano. ¿Sería posible que su primera gran pérdida en el juego augurase su envejecimiento, el decaimiento de la memoria y de la atención? Pero sólo tenía cuarenta y tres años, estaba en la flor de la vida. Necesitaba demostrar que la suerte seguía favoreciéndole, que todo lo ocurrido no había sido más que un disgusto pasajero que no tenía la menor relevancia.
Se asió con vehemencia a cualquier negocio que un juez mínimamente objetivo no hubiese dudado en calificar de estafa, y se sentó ante el tapete verde más a menudo que de costumbre. Al principio todo iba bien, y ya empezaba a animarse cuando volvieron a lloverle los infortunios. Galaktiónov amansó el trote, según indicaban algunas frases suyas citadas por los testigos. Decidió hacer un balance y analizar las causas de sus desdichas. Todos los testigos afirmaban que no estaba deprimido ni daba señales de abatimiento sino que, por el contrario, parecía intrigado, como lo estaría un científico, un entomólogo, al tropezar en el Polo Norte con una mariposa del trópico. Galaktiónov seguía mostrándose ocurrente y encantador, y obviamente no se había dejado marcar por el sello indeleble de perdedor.
Hasta el mismo día de su asesinato no conoció nuevos fracasos. Había testimonios de que unos días antes de morir había recuperado de pronto toda su vitalidad y en una ocasión su mujer le oyó decir:
– Bueno, no pasa nada, incluso si la diosa Fortuna se ha echado a dormir, el talento sigue despierto, no es nada fácil mandar el talento al garete. Pero cuando, encima, se despierte también la fortuna, ¡ya veréis la que armaremos entonces!
Tal vez había vuelto a tentar la suerte y, aparentemente, le salió bien. Pero una cosa quedaba sin explicar. Todos sus turbios negocios y tejemanejes siempre tenían un testigo, alguien que estaba al corriente de la trama de turno, ya fuese su mujer, su amante o sus compañeros de trabajo. Aunque no comprendiesen todo lo repugnante e ilegal de su actuación. El propio Galaktiónov no se avergonzaba de sus proezas y declaraba sin cohibirse que sería un tonto si no se aprovechase de la necedad o simplicidad ajena, y que se perdería el respeto a sí mismo si no lo hiciera. Sin embargo, por alguna razón, de aquel último éxito -si es que había sido real y no un fruto de la mente calenturienta de Anastasia Kaménskaya- no se había enterado nunca nadie.
Le gustaría saber por qué. ¿Qué tenía de particular?
5
Miró a su interlocutor sin ocultar su aversión. Cierto, la gente le irritaba, pero dicho así resultaba demasiado general. Le irritaba la gente de estirpe eslava. Todos los demás -por ejemplo, los asiáticos, los negros, los caucasianos- le hacían estremecerse de la repugnancia que le producían. No soportaba oír su lenguaje macarrónico, le repateaba el menor atisbo de acento foráneo. Le revolvía las tripas ver una cara no eslava. Cielo santo, ¡cuánto los odiaba a todos!
– ¿Cuántas pruebas necesita realizar? -le preguntó su interlocutor.
– Tres como mucho -respondió esforzándose por controlar la voz, para ocultar la violencia con que le bullía la sangre-. Después de cada prueba tendrán que pasar dos semanas, más o menos, durante las cuales haremos los ajustes pertinentes; luego se efectuará la prueba siguiente, etcétera. En total, cuente con unas seis o siete semanas. Todo dependerá en gran medida de las existencias del material de las pruebas, a veces es difícil reunir la cantidad precisa en un plazo breve.
– A lo mejor podemos echarle una mano con esto -sugirió el hombre del Cáucaso.
– No hace falta -atajó secamente-. Nosotros nos encargamos del aparato, ustedes ocúpense del dinero. Preparen la cantidad acordada, y dentro de un mes y medio tendrán el aparato.
– ¿A qué banco tenemos que hacer la transferencia?
– Será preferible que lo abonen en efectivo.
– Esto nos complicaría mucho las cosas -declaró el caucasiano-. Transportar esa cantidad al otro lado de la zona de combates… El riesgo es considerable.
– Ése no es mi problema -respondió con frialdad-. Yo les proporciono el aparato, ustedes me entregan el importe íntegro en efectivo. ¿Me ha comprendido? El-importe-ín-tegro-en-efectivo -repitió recalcando cada palabra.
– Pero ¿por qué? -preguntó el caucasiano, que no se daba por vencido-. Le resultará mucho más difícil sacarlo fuera del país. En cambio, si lo hacemos de otra forma, el dinero estará a buen recaudo, en un banco suizo, esperándole. ¿Qué es lo que no le gusta?
– Esto no le concierne -contestó con ira-. No pienso marcharme al extranjero y no necesito su patatero banco suizo para nada. Lo que necesito es dinero contante y sonante, y lo necesito aquí. Si no, no hay aparato.
– Bueno, de acuerdo, el que pone las condiciones es usted -reconoció el caucasiano con un suspiro-. Las tropas rusas aún seguirán ocupando nuestro territorio durante mucho tiempo. Hemos perdido la primera vuelta pero queremos ganar la segunda. Y para conseguirlo estamos dispuestos a todo. Su aparato nos hace muchísima falta, y por esa razón cobrará usted en efectivo, descuide.
– Estupendo -dijo con sonrisa reconciliadora, luchando por contener las ganas de agarrar a su interlocutor por el cuello y estrangularle.
Capítulo 3
1
Misha Dotsenko llevaba ya varias horas en el despacho de Olshanski hablando con el matrimonio Krásnikov, tratando de ayudarlos a recordar si le habían mencionado a alguien que Dima no era su hijo biológico. El propio Konstantín Mijáilovich Olshanski, tras cederle a Mijaíl la mesa, se había sentado en un rincón y observaba con interés el ágil trabajo del joven agente operativo. Misha había dedicado mucho tiempo al estudio de los problemas de la memoria y de la mnemotécníca y dominaba ese arte especial que los criminalistas llamaban «estimulación de enlaces asociativos». Dicho en otras palabras, cuando una persona tenía algo que recordar y nada que ocultar, bajo la experta dirección del teniente Dotsenko lo recordaba sin falta.
Los Krásnikov, Olga y Pável, repetían al unísono que nunca…, que por nada en el mundo…, que a nadie…, etcétera. De repente, Misha cambió de táctica.
– ¿Por qué se empeñan en mentirme? -preguntó con aire de inocencia.
– ¿Mentirle? ¿Nosotros? -exclamaron los dos al mismo tiempo indignados-. ¡Pero qué dice! ¿En qué le hemos mentido?
– Bueno, quizá no me mientan sino que simplemente expresan sus ideas de forma imprecisa. Usted, por ejemplo, Olga Mijáilovna, si no le importa, haga el favor de responderme una vez más a esta pregunta: En el curso de los últimos cinco años, ¿a quién le ha hablado del secreto de la adopción de su hijo?
– A nadie -respondió la mujer con cansancio-. Ya se lo he repetido diez veces: a nadie.
– Pero ¿cómo puede ser? ¿Y a Líkov? ¿Al chantajista que les llamaba por teléfono? ¿A él sí le habló de la adopción?
– Sí… Es cierto… -balbució Krásnikova, perpleja-. Pero creía que se refería a…
– He comprendido lo que quiere decir -la interrumpió Dotsenko suavemente, sin dejarle terminar-. Pero lo que yo quiero es que también usted comprenda a qué me refería al decirle que no expresaba sus pensamientos con exactitud. Ahora, usted, Pável Víctorovich. La misma pregunta.
– No he mencionado a nadie el problema de la adopción -manifestó éste con aire triunfal, sintiéndose algo zaherido por el hecho de tener que darle la razón a ese simpático muchacho de ojos negros y traje bien planchado-. Ni siquiera a Líkov. Siempre ha sido Olga la que ha hablado con él por teléfono.
– Magnífico -aprobó Misha con una amplia sonrisa-. ¿Y tampoco nunca ha discutido sobre la adopción con su mujer, con Olga Mijáilovna?
– Pero ¿qué tiene que ver? -protestó Pável-. ¿No querrá decir que yo… que nosotros…?
La emoción y el enfado le hicieron tartamudear, y no conseguía encontrar las palabras justas.
– De ninguna de las maneras, Pável Víctorovich. Lo único que quiero decir es que, al contestar a mis preguntas, ustedes restringen sus recuerdos a ciertos límites por adelantado. Les pregunto: «¿A quién?», y su imaginación les dibuja la imagen de un malhechor andrajoso o de un espía con gafas oscuras y, al no recordar a nadie así, me contestan: «A nadie», y se quedan tan anchos. Y la respuesta no es correcta. En el peor de los casos, deberían decirme: «A nadie excepto…», y en el mejor, ponerse a enumerar a esos «excepto». ¿Está claro? Vamos a olvidarnos de todo lo que hemos hecho hasta ahora y empecemos de nuevo. No traten de evaluar a cada persona que recuerden antes de contestarme. Permítanme que me ocupe yo de eso. Empiece usted, Olga Mijáilovna…
Unos minutos más tarde, la mujer dijo vacilante:
– Tal vez, la doctora. ¿Sabe?, la oculista. Dima es muy miope y cuando le llevé a ver a la oculista, ella me preguntó si yo era miope. Me di cuenta de que no le interesaban mis ojos sino los de Vera, que por lo demás tenía una vista excelente, así que le dije con absoluta tranquilidad que no, que yo no era miope. Entonces me preguntó sobre el padre. No sé absolutamente nada del padre. Creo que la doctora advirtió mi turbación, porque mandó a Dima a esperar en el pasillo y me preguntó a quemarropa: «Su marido no es el padre del niño, ¿verdad?». No pude mentirle, no me atreví a jugar con la salud del niño. Si se lo hubiera ocultado, si le hubiera dicho que era su padre y no tenía miopía o, por el contrario, que sí era miope, se habrían puesto a buscar una enfermedad inexistente y habrían pasado por alto la que el chico tenía en realidad.
– Muy bien -la felicitó Misha-. ¿Ve cómo todo cambia cuando uno no se deja encajonar en unos límites preconcebidos? ¿Cuándo fue?
– Hará unos tres años. Eso es, sí, exactamente, Dima tenía doce entonces.
Misha tomó nota del número de la clínica y del nombre de la doctora.
– Reflexionen un poco más -les pidió-. Sólo un pequeño esfuerzo suplementario y habremos terminado por hoy.
Pero ese día no consiguieron recordar nada más. Cuando la puerta se cerró detrás de los Krásnikov, Olshanski sonrió a Misha mirándole con aprecio:
– Qué bien lo haces, teniente, daba gloria verte trabajar. Deberías ser juez de instrucción en lugar de agente operativo. A lo mejor cambias de oficio, ¿eh? Espera aquí unos diez minutos, voy a redactar el mandamiento de la entrega del historial clínico, luego iremos a la clínica y hablaremos con la oculista.
Una hora más tarde entraban en el espacioso vestíbulo de la clínica infantil. Los duros esfuerzos de aquella mañana fueron premiados y encontraron a la doctora Pertsova en su consulta.
– Sí, examiné a Dima Krásnikov varias veces -confirmó ella tras abrir el archivador y extraer una pila de fichas-. Sospeché que su miopía podía deberse a una predisposición a la diabetes. Como ve, puse aquí «diabetes» y un signo de interrogación.
– ¿Un signo de interrogación? ¿Por qué? ¿Es que no pudo comprobarlo de forma concluyente? -preguntó Olshanski.
– Verá usted, la diabetes, con enorme frecuencia, tiene origen genético. Hablé con la madre, que negó que en su familia la hubiera -contestó Pertsova consultando la ficha-. En cuanto al padre, no podemos descartar esa posibilidad; aquí tengo apuntado que la madre no dispone de información sobre el padre.
Entretanto, Misha hojeaba el historial clínico de Dima Krásnikov. Por algún motivo, aparte de la oculista, ningún otro médico se había molestado en recoger los antecedentes familiares, y el historial contenía exactamente las mismas notas que Pertsova ya les había leído de su ficha de visitas: en la familia materna había enfermedades tales y tales, no se disponía de informaciones sobre el padre.
Al salir de la clínica, Olshanski alzó cansadamente los hombros hundiendo la cabeza entre ellos, pero no concluyó el movimiento o se olvidó de enderezarlos. Solía caminar espantosamente encorvado.
– Hemos errado el golpe -constató-. Líkov sabía a ciencia cierta que los dos padres del niño eran adoptivos. Sin embargo, Pertsova no lo sabe. Cree que la madre de Dima es su madre biológica. Pero no te desanimes, teniente. Hoy les has afinado los sesos a los Krasnikov, y ahora que han cogido la onda, igual se acuerdan de algo más. Y tú reflexiona sobre mi proposición. Serías un magnífico juez instructor, tú sí que sabes hablar a la gente, todo lo contrario que yo. Antes en esto me ayudaba Volodya Lártsev, le enchufaba las preguntas más difíciles, era un verdadero maestro, de categoría superior. Tú también serás así, ya lo verás. Si pudiera contar con ayudantes como tú y Nastasia, el mundo criminal temblaría -dijo, y de pronto soltó una carcajada-. Oye, ¿por qué me rehúye? ¿Tan mal le caigo o qué? Se comunica conmigo exclusivamente por teléfono, nunca se deja caer por la Fiscalía.
– No, no, qué va, Konstantín Mijáilovich, Anastasia Pávlovna le tiene en gran estima y le aprecia muchísimo -respondió Dotsenko escogiendo cuidadosamente cada frase y poniéndose tenso en su interior.
Sabía perfectamente que Kaménskaya no le podía ni ver y que además, después de lo de Lártsev, le tenía algo de miedo.
Olshanski se detuvo en el cruce esperando que el semáforo se pusiese en verde. Misha se paró detrás, a espaldas del juez, y no podía ver la expresión de su cara. De repente, Konstantín Mijáilovich se volvió y le agarró la solapa de la elegante cazadora.
– Escucha, teniente, todas las cuentas que yo tenía con Kaménskaya para mí son agua pasada. Es una chica inteligente, la cabeza le funciona como un reloj y su mal genio va a la par con el mío. Si cree que tengo la culpa de lo que le pasó a Lártsev, que siga creyéndolo, no se lo voy a discutir. En cierto modo, tuve parte de culpa. Pero no pienso debatir aquella historia ni con ella ni con nadie. Por otra parte, nuestro trabajo saldrá ganando si somos amigos. Que deje de eludirme, díselo, ¿vale?
– Se lo diré, Konstantín Mijáilovich -contestó Dotsenko ya más tranquilo-. Creo que le alegrará oírlo. Es cierto, usted le da algo de miedo, a veces es demasiado cortante.
– ¡Ay, Señor! -dijo Olshanski riéndose-. ¡Hay que ver qué susceptibles somos! Oye, teniente, se te da bien eso de hilar fino. Seguro que Kaménskaya dice que soy un maleducado de mucho cuidado. Vamos, confiesa, ¿te lo ha dicho?
– No -respondió Misha esbozando una leve sonrisa-. Nunca consiento a los demás tergiversar los testimonios, y yo mismo tampoco lo hago. Se expresó exactamente tal como se lo acabo de decir: «A veces es demasiado cortante».
– No hay quien te apee del machito, ¿eh, teniente? -observó Olshanski con cara de satisfacción-. A primera vista pareces más bueno que el pan, pero quien te hinca el diente se da cuenta de que eres acero puro. Oye, piensa en mi proposición, no olvides lo que te he dicho. Y otra cosa. Mañana es 19 de enero, la Epifanía de Jesús [2], mi mujer va a preparar los blinis [3]. ¿Quieres venir? Conocerás a mis hijas, ya están creciditas pero siguen siendo la mar de divertidas.
– Me ha cogido por sorpresa -repuso Misha volviendo a sonreír-, pero se lo agradezco. Haré lo posible por cancelar todo lo que tenía previsto para mañana.
– Bueno, eso sí que es alto pilotaje -dijo Konstantín Mijáilovich muy serio-. Tú, teniente, vales tu peso en oro. ¿Por casualidad, no habrás estudiado en la Academia del Cuerpo Diplomático?
– ¿Por qué lo dice?
– Escucha, no soy tan tonto como crees -le espetó el juez de instrucción, al borde de un enfado serio-. ¿Quieres que te traduzca lo que acabas de decirme? Y un carajo, viejo cascarrabias, ¿crees que no tengo nada mejor que hacer mañana que comer tus blinis? ¡Pero si yo, un chico joven y apuesto, tengo todas las noches reservadas con un mes de antelación! Y mañana te diré que, lamentándolo mucho y no obstante todos mis esfuerzos, no he podido cancelar una parte de los compromisos ineludibles y vitales que tengo en mi agenda para esta noche. Y que tú, con tus sesos de mosquito, no has sido capaz de comprender que no iría a tu casa a comer los dichosos blinis aunque me estuviera muriendo de aburrimiento y de no saber qué hacer, porque tus blinis y tus crías mocosas me traen a mí, un chico joven y apuesto, absolutamente al fresco. ¿Qué te parece la traducción? ¿Es literal o he incurrido en alguna licencia poética?
– Ha sido una traducción del inglés al chino -declaró Misha riéndose, aunque en su interior volvía a ponerse tenso.
Cierto, el juez de instrucción Olshanski no se mordía la lengua, y cuando se proponía colocar a alguien en un aprieto, o dejarle a la altura del betún, no se lo pensaba dos veces. No era de extrañar que le cayese mal a Anastasia Pávlovna y que no quisiese tener tratos con ese hombre.
– ¿Por qué del inglés, precisamente? ¿Y por qué, precisamente, al chino?
– Porque una traducción del inglés al chino engorda el volumen del texto unas ocho veces. El inglés es un idioma muy compacto, mientras que el chino es complicado, con circunloquios, engloba un sinfín de definiciones auxiliares. Le dije dieciséis palabras justas, y ¿cuántas contiene su traducción?
– Vale, vale, para ti la perra gorda -contestó Olshanski agitando la mano-. No hay por dónde cogerte. ¿Adónde vas ahora?
– Tengo que volver al despacho, así que necesito coger la línea de Serpujov.
– Entonces, podemos ir juntos por la Radial; yo bajaré en Paveletskaya y tú harás el transbordo en Serpujóvskaya.
Juntos se dirigieron hacia la estación de metro. Hacía mucho que había oscurecido, y gruesos copos de nieve húmeda caían del cielo. Misha Dotsenko caminaba con la cabeza descubierta, y la blanca nieve esculpió una gorra canosa sobre su pelo negro cuidadosamente cortado y peinado. Olshanski caminaba encorvado, las manos metidas en lo más hondo de los bolsillos del abrigo, la cabeza oculta bajo el capuchón. Hicieron el resto del camino sumidos en un cansado silencio.
2
A la mañana siguiente, el teléfono sonó nada más franquear Konstantín Mijáilovich el umbral de su despacho.
– Me he acordado -anunció con entusiasmo Olga Krásnikova-. Se lo conté al juez instructor.
– ¿A qué juez instructor? -inquirió Olshanski con recelo.
– Se llama Baklánov, Oleg Nikoláyevich Baklánov. Fue él quien investigó el caso del robo de los téjanos.
Olga le resumió el extraño episodio de los téjanos.
– El juez me preguntó entonces si el chico padecía algún trastorno psíquico y si había enfermos mentales en la familia, en las últimas tres generaciones. Y yo le conté toda la verdad. Pero, Konstantin Mijáilovich, era un juez, no pudo haber…
– No, no pudo, no -dijo Olshanski para tranquilizar a la mujer-. Cuénteme, ¿cómo terminó el asunto?
Hizo la pregunta para cubrir el trámite, pues sus pensamientos ya estaban ocupados en otra cosa, y el desenlace de la historia del robo de los puñeteros vaqueros le traía sin cuidado. Pero la respuesta que obtuvo le hizo volver a prestar atención a Krásnikova.
– No lo sé pero creo que todo ha terminado bien.
– Perdón, no la comprendo -dijo Olshanski-. ¿Cómo es que no lo sabe y qué significa ese «creo»?
– Bueno, resulta que cuando fuimos a recoger a Dima para llevarle a casa, le pregunté al juez si podíamos esperar que le concediesen libertad condicional o alguna cosa por el estilo… No sé qué se puede hacer para evitar que le manden a un correccional. Nos contestó que teníamos que presentarle una solicitud, el certificado de empadronamiento, el del dispensario psiconeurológico y otro más que dijera que no padecía enfermedades venéreas. Tardé dos semanas en reunir todos los papeles y se los mandé a través del abogado.
– ¿Del abogado? ¿Y eso? -preguntó Olshanski extrañado.
– Me dijo que tenía que hacerlo así.
– ¿Se lo dijo? ¿Quién?
– Baklánov. Dijo que me sería difícil encontrarle en el despacho pero, como se reunía con el abogado en los juzgados con cierta frecuencia, lo mejor sería enviarle los papeles a través de él.
– ¿Y qué pasó luego?
– Pues ése es el problema, que no pasó nada en absoluto. Un silencio total. Creo que ya se ha terminado todo.
– ¿Cuándo ocurrió aquello, si no le importa refrescarme la memoria? -inquirió Konstantín Mijáilovich.
– El 12 de septiembre.
– ¿Y cuándo le mandó los certificados?
– El 28 de septiembre. Lo recuerdo muy bien porque esperé hasta el día en que no tenía clases por la mañana.
– Es decir, según me cuenta, el 12 de enero se cumplieron cuatro meses desde el día en que su hijo cometió el robo -precisó el juez por si acaso.
Le resultaba demasiado difícil creer lo que le estaba diciendo la señora Krásnikova.
– Exactamente -corroboró la mujer.
– ¿El juez instructor no volvió a citarla nunca más, no le mandó una notificación, no llamó por teléfono?
– No, nunca.
– ¿Y qué le dice el abogado?
– Al principio decía que todo eso nos costaría muy caro pero que podía garantizarnos que Dima no iría al correccional. Pero luego ya no había forma de encontrarle; primero estuvo enfermo, después se marchó de vacaciones, y al final me dijeron que ya no vivía allí. Así que dejé de llamarle. Pensé que todo había acabado bien y que habían decidido no llevar el caso a los tribunales.
– Escuche, Olga Mijáilovna, si me permite darle un consejo, vaya a ver al fiscal y pregúntele en qué situación está su caso. Es posible que sea cierto que encontrar a Baklánov en su despacho resulte difícil pero el fiscal del distrito siempre está en su sitio. Me parece que alguien ha querido aprovecharse de su ignorancia y le está tomando el pelo. Es imposible que todo se haya terminado y no se le haya informado. Tienen que citarla para comunicarle la resolución, y usted debe firmar una declaración conforme la ha leído y entendido. Qué está haciendo ese Baklánov con un delito donde no hay nada que investigar, no puedo decírselo. Ni siquiera logro imaginármelo. Pero me gustaría saberlo. Por favor, espere un momento -dijo Olshanski con viveza.
Hasta ahora había estado hablando como jurista y funcionario de la Fiscalía. Pero en ese instante dentro de él despertó el juez de instrucción a cargo de un caso de descubrimiento y revelación del secreto de adopción, y precisamente el día anterior había estado pensando que quién mejor que un funcionario de la policía para obtener la información sobre un secreto de esta índole. Si algo raro estaba ocurriendo con el caso de Dima Krásnikov, y el expediente contenía los datos de su adopción, no convenía, de ninguna de las maneras, mandar a Olga a la Fiscalía; era mejor no levantar sospechas y no poner en guardia a ese tal Baklánov antes de tiempo.
– No, no tiene que ir a ninguna parte -anunció Olshanski-. Iré yo mismo a ver al fiscal del distrito y me informaré. Llámeme esta tarde.
La visita al fiscal del distrito en cuya jurisdicción cuatro meses atrás Dima Krásnikov había intentado robar de una tienda unos téjanos terminó de forma completamente imprevista. Tan imprevista que, cuando Olshanski explicó lo ocurrido por teléfono a Misha Dotsenko, éste salió disparado a contárselo a Nastia.
– Anastasia Pávlovna, resulta que alguien le robó a Baklánov varios sumarios. No tuvo valor de denunciar el robo. Incurrió en negligencia grave, solía marcharse y dejar la puerta abierta, la llave de la caja fuerte la tenía permanentemente metida en la cerradura. Ahora está dándose de cabezazos contra la pared.
– ¿Y qué? -dijo Nastia encogiéndose de hombros-. Le robaron unos sumarios. ¿Y eso es todo?
– Le robaron cuatro sumarios de causas penales, entre otros, el de Dima Krásnikov. El sumario contiene los datos de su adopción.
– ¡Lo que nos faltaba! -exclamó Nastia en voz baja-. Entonces, ¿resulta que la información de un expediente robado fue a parar a las manos de Galaktiónov?
– Eso es lo que resulta, Anastasia Pávlovna.
– ¿Cómo puede ser? ¿Acaso los robó él?
– Es probable -asintió Misha-. ¿Por qué no?
– Pero ¿para qué? -exclamó Nastia con angustia, tan absurda le parecía la idea-. ¿Para qué rayos los querría? Aunque… espere un segundo, Míshenka… No, no tengo razón, estoy diciendo tonterías, y usted escucha y no dice nada aunque no debe cortarse en enmendarme la plana. ¿Cuáles son los otros sumarios robados?
– Aquí los tengo, lo he apuntado todo. El primero era el de Krásnikov, por intento de robo. El segundo, atraco a un banco con varios implicados. El tercero, un parricidio y un suicidio, el caso tuvo que ser cerrado por falta del autor de los hechos, es decir, del responsable penal. Faltaba literalmente un día para archivar el caso. El cuarto, conducta antisocial especialmente grave, artículo 206 apartado 3, el culpable fue identificado y estaba a punto de pasar a disposición judicial.
– Míshenka, consiga con máxima urgencia la información sobre todos los imputados de estos sumarios, menos de los Krásnikov, por supuesto. Querían robar un solo sumario y los demás se los llevaron para despistar, cogieron los que estaban al lado, los primeros que encontraron. Si Galaktiónov tuvo algo que ver con el robo de esos expedientes, entonces parece claro cómo consiguió la información sobre la adopción. También está claro cuál fue aquel negocio redondo que hizo justo antes de morir. También, por qué no se lo mencionó a nadie. Todas sus tramas las había montado él solo y mantenían las apariencias de legalidad. En cambio, el robo de sumarios del despacho de un juez de instrucción, esto ya es un secreto ajeno, y uno puede pagar su indiscreción con su propia vida. Por si fuera poco, se trataba de una causa penal. Hasta un oligofrénico se daría cuenta de que no se prestaba a ostentaciones, que no era un éxito empresarial del que presumir. Intentemos comprender cuál de las cuatro causas fue la que quería robar el ladrón, quien tal vez fue el propio Galaktiónov. O tal vez éste sólo organizó el robo. También debemos comprender por qué lo hizo. Quizá tenía un interés personal en la causa penal de marras, o quizá simplemente alguien le pidió ayuda para robarlo. Lo cierto es que el expediente de Dima fue a parar a las manos de Galaktiónov, de esto ya estoy casi segura.
– ¿Qué es lo que se esconde detrás de su modesto «casi»?
– Admito la posibilidad de que también Líkov pudo ser el ladrón. Y ahora le está colgando todos los perros a Galaktiónov. ¿Por qué no? De aquí que usted, Míshenka, y yo intentaremos tirar de los hilos de los tres sumarios robados hasta atarlos a uno de esos dos, a Líkov o a Galaktiónov. Uno de los tres hilos tiene que dar de sí lo suficiente para que podamos hacer ese nudo. Y una cosa más, Misha. Vaya a ver a Sitova. A ésta la interrogó Lepioskin, por lo que le costará hacerla hablar, pero hay que ponerle algún remedio a esta situación. Haga lo que pueda.
3
Al principio, Nadezhda Sitova recibió a Misha Dotsenko con frialdad.
– Nadezhda Andréyevna -dijo él con delicadeza-, comprendo su dolor y me apena tener que atormentarla con conversaciones y recuerdos justamente ahora, cuando está viviendo una tragedia.
– ¿De veras? -contestó la mujer desabridamente-.Yo diría que es a mí a quien debería saberle mal llorar a Sasha, puesto que no tengo ningún derecho a hacerlo.
– ¿Por qué? Es muy duro lo que está diciendo.
– En efecto. Pero esto fue precisamente lo que tuvo a bien explicarme con meridiana claridad su compañero Igor Yevguenyevich Lepioskin. Según él, mi comportamiento induce al adulterio, con el agravante de que yo, por mi parte, soy incapaz de resolver mis propios problemas matrimoniales y comprender mis propias relaciones con mi marido. Al parecer, cree que el sello que le ponen a una en el pasaporte el día de su boda le impone un compromiso inquebrantable, que perdura aun cuando las relaciones conyugales ya han dejado de existir y los dos ya ni siquiera conviven bajo el mismo techo.
– Igor Yevguenyevich no quiso molestarla.
– Tonterías -respondió Sitova con dureza-. Escogió las palabras justas para hacerme el máximo daño. Se notaba que era lo que pretendía.
– Nadezhda Andréyevna, por favor, le ruego que volvamos a Alexandr Vladímirovich. Por reprobable que sea la actitud personal de Igor Yevguenyevich, hay que reconocer que también tiene algunos méritos: hace todo lo posible, e incluso lo imposible, por resolver el crimen y encontrar al asesino de su amigo. Tiene un carácter difícil, no se lo discuto, a veces sé muestra demasiado duro, pero es un gran profesional. Si le resulta desagradable tratar con él, me comprometo a hacer cuanto esté en mi mano por evitarle nuevos encuentros. ¿Le parece bien?
– De acuerdo -concedió Sitova ceñuda-. Adelante con las preguntas.
Era morena, guapa y llamativa, tenía veintiocho años y vivía en un magnífico piso de dos habitaciones. Pero la mujer que se sentaba delante de Misha Dotsenko estaba pálida, su aspecto delataba tormento interior y un prolongado sufrimiento causado por la reciente intervención quirúrgica. Fue un golpe duro, cuando, pocos días después de la operación, unos policías se presentaron en el hospital y empezaron a preguntarle sobre el posible paradero de Galaktiónov. Al enterarse de que su amigo tenía las llaves de su piso, le pidieron las suyas, y al día siguiente volvieron para comunicarle que habían encontrado a Galaktiónov muerto en su casa. Al salir del hospital, Nadezhda tuvo mucho miedo a regresar allí. Creía descubrir las huellas de la presencia de los extraños en cada rincón del piso, y en el salón vio los contornos del cuerpo sin vida, marcados con tiza, que los técnicos forenses no se habían molestado en borrar después de hacer las fotografías necesarias. Le daba miedo estar sola en aquel piso, sobre todo por las noches, cuando la asaltaba la idea de que Sasha había permanecido allí varios días muerto.
El corte practicado por el cirujano cicatrizaba mal, tenía muchos dolores, apenas conseguía caminar pero, a pesar de todo, al recibir la citación de Lepioskin, fue a la Fiscalía sin escudarse en su malestar. Salió del despacho del juez instructor humillada y tragándose las lágrimas, mientras su alma rebosaba odio hacia todo el sistema judicial. Durante las tres semanas siguientes no la molestó nadie más, y ahora ante ella comparecía ese simpático joven de ojos negros que, a pesar de los pesares, lograba derretir el hielo y hacerla hablar.
– Usted conocía a Alexandr Vladímirovich desde…
– Hace casi un año ya -susurró ella.
– Me interesa la gente que él le pudo haber presentado o que usted vio a su lado, incluso si no le dijo sus nombres. Sobre todo, aquellos con los que trató en las últimas semanas antes de morir.
– Una pregunta muy extraña -observó Sitova ajustándose la gruesa bata.
La herida no le permitía llevar los pantalones ceñidos ni las faldas estrechas a los que estaba acostumbrada.
– ¿Qué tiene de extraña?
– Lepioskin me preguntó sólo sobre la gente que yo conocía. Cada vez que intenté hablarle de aquellos que Sasha no me había presentado, el juez de instrucción me interrumpía diciendo que mis conjeturas no le interesaban.
«Demonios, cómo se las arregla ese hombre para estropear así todas las cosas -pensó Mijaíl con sorda irritación-. ¿Será posible que las emociones puedan llevar a olvidarse no sólo de las normas elementales del decoro sino también hasta de los intereses de la instrucción?»
– En aquella fase de la investigación era, en efecto, mucho más importante identificar a los que usted conocía con sus nombres y apellidos -dijo Misha en un intento de proteger la buena imagen del juez instructor-, para comprobarlos a ellos primero. Ahora ha llegado el momento de ocuparnos de los demás, de aquellos a los que todavía no se ha podido ni identificar ni localizar. Para esto necesito su ayuda, Nadezhda Andréyevna. Usted era la persona más próxima a Galaktiónov, y si tenía amistades que prefería mantener ocultas, es probable que alguna vez se sincerara con usted.
La actitud de Sitova había cambiado visiblemente. Misha le había dado a entender con toda claridad que reconocía su derecho a considerarse «esposa ilegítima», en contraste con el comportamiento de Lepioskin. Si alguien le hubiese preguntado en ese momento si había amado a Galaktiónov, hubiese contestado, sin vacilar un momento, que sí. Cada uno comprendía y experimentaba el amor a su manera, creía ella, y en su caso el amor significaba una existencia fácil y divertida al lado de un hombre que podía y quería satisfacer sus caprichos, ya fuese el viaje a un balneario de prestigio, ya un trapito nuevo, las entradas para el estreno de una película sonada o las reformas del piso completadas con alguna fantasiosa decoración de interior.
Los amigos de Sasha que había llegado a conocer no eran especialmente numerosos. Algunos aparecían en su casa con cierta regularidad, venían invitados por el propio Galaktiónov, a otros se los encontraban en los restaurantes, con motivo de alguna fiesta o en una rígida cena de negocios. Había unos que parecían existir con el único fin de prestarles los más diversos servicios: les llevaban comida, organizaban las reformas, ayudaban con las reparaciones del coche, iban a buscar los billetes de avión. Era cierto, Galaktiónov no pretendía mantener sus relaciones con estos últimos en secreto. La única diferencia era que a unos se los presentaba mencionando sus nombres, apellidos, y a veces incluso los cargos desempeñados, y en cambio de otros le decía que eran amigos de toda la vida y le daba sus nombres de pila; en cuanto al resto, para dirigirse a ellos los llamaba por motes o les decía sencillamente: «¡Tú!». Y tan sólo en una ocasión…
Ocurrió aproximadamente una semana antes de su muerte, el mismo día en que fue ingresada en el hospital. La fuerte hemorragia se había declarado cuando estaba en el trabajo, pidió permiso para marcharse y se fue corriendo a casa. Al entrar en el piso, se dio cuenta enseguida de que Sasha estaba allí, y de que no estaba solo. En el perchero del recibidor, junto a su cazadora, colgaba un abrigo. Estaba quitándose el abrigo cuando Galaktiónov salió al pasillo y cerró tras de sí con cuidado la puerta del salón.
– ¿Qué haces aquí a esta hora? -le preguntó, y por algún motivo en su voz resonó la contrariedad.
– Me encuentro mal y me han permitido marcharme a casa. ¿Quién está contigo?
– No le conoces -contestó vagamente-. Tenemos que discutir un asunto importante, no entres en el salón y no nos molestes.
Era la primera vez que le hablaba en ese tono, y Sitova se sintió molesta pero no dijo nada, en parte porque la repentina hemorragia la estaba preocupando mucho más.
– ¿Os apetece un café? -le ofreció la mujer.
– No. Se irá dentro de nada.
Sasha retornó al salón y volvió a cerrar la puerta. Nadezhda no llegó a ver a su visita.
Entró en el dormitorio, se quitó el traje que llevaba en el trabajo, se puso la bata y se echó en la cama. Pasado un rato, decidió tomarse un té, se levantó y sintió un fuerte mareo. El malestar fue en aumento, volvió a sentarse en la cama y, haciendo acopio de fuerzas, le llamó:
– Sasha…
Creía que estaba muñéndose. Galaktiónov entró en el dormitorio corriendo. Seguramente ofrecía un aspecto deplorable, porque el hombre se asustó en serio.
– ¿Qué tienes, Nadiusa? ¿Quieres que te traiga algo? ¿Validol? ¿Valocordín?
No pudo contestarle, sólo gimió. Nunca antes le había ocurrido nada semejante y no tenía ni idea de cuáles eran los síntomas de un ataque al corazón. Por su parte, también Sasha gozaba de buena salud, por lo que en casa no había las medicinas adecuadas.
– ¡Nadiusa! -la llamaba él, fuera de sí de miedo-. Vamos, dime qué tengo que hacer, cómo puedo ayudarte, por favor, dímelo…
Galaktiónov salió corriendo de la habitación y a los pocos instantes volvió acompañado de su visita. Nadezhda seguía tumbada con los ojos cerrados, se encontraba muy mal y no los abrió al sentir una mano posarse sobre su muñeca.
– ¿Por qué ha venido a casa? -preguntó una desconocida voz masculina-. ¿Qué es lo que le duele?
– No lo sé -contestó Sasha-. Ha dicho que no se encontraba bien pero lo que tiene en concreto… no me lo ha dicho.
– ¿No será que está embarazada?
– No creo. Hace poco tuvo algún problema, fue a ver al médico, y le dijeron que no lo estaba.
– Nadezhda, ¿me oye? -le habló el desconocido-. ¿Cuál fue el motivo de aquella consulta? ¿Pensaba que estaba embarazada?
Entreabrió los ojos con dificultad y enseguida volvió a cerrarlos. Incluso la luz mortecina del atardecer invernal le resultaba irritante. Al desconocido, se podía decir que no lo vio, y además en aquel momento era lo último que le preocupaba.
– Tenemos que llamar a una ambulancia -dijo éste-. Es muy probable que se trate de un embarazo extrauterino. Hay que llevarla a un hospital cuanto antes. Alexandr, pida una ambulancia, deprisa, deprisa, no se quede ahí parado.
– ¿Acaso es usted médico?
La voz de Sasha, que le llegaba como a través de la niebla, estaba teñida de sorpresa.
– No soy médico pero en nuestra oficina hace poco hubo un caso parecido. Una compañera se empezó a encontrar mal, al principio también pensaron que era el corazón, llamaron a la ambulancia y resultó ser un embarazo ectópico. Luego los médicos le dijeron que, quince minutos más, y no habría llegado viva al quirófano. Cuando el tubo se rompe, la sangre anega la cavidad abdominal. ¡Pero qué hace ahí parado! ¡Corra, deprisa, llame a la ambulancia!
El mareo empezaba a remitir y al cabo de un rato Nadezhda abrió los ojos, pero Sasha estaba solo en la habitación. Después llegó la ambulancia y la llevaron al hospital.
– Dígame una cosa, Nadezhda Andréyevna, ¿iba Galaktiónov a verla al hospital?
– No.
– ¿No le pareció extraño?
– En realidad, no. Sasha odiaba los hospitales y las clínicas, ver a gente enferma le sacaba de quicio. Además, visitar a alguien ingresado en ginecología… hubiese sido como… En fin, no lo sé. ¿Comprende lo que quiero decir?
– Claro que sí. Así que, cuando la ambulancia vino a recogerla, fue la última vez que vio a Alexandr Vladímirovich.
– Sí.
Los ojos se le llenaron de lágrimas pero se dominó enseguida.
– Perdone.
– Vamos a intentar recordar todo cuanto sea posible sobre aquel hombre.
– Pero si no le recuerdo en absoluto. Apenas le vi medio segundo.
– Estupendo, es más que suficiente -declaró Misha con una sonrisa jugándole en los labios-. Empecemos por el abrigo.
– Pero qué dice, no recuerdo nada. Ni siquiera le presté atención.
– Pero ha dicho que al entrar se percató enseguida de que Sasha no estaba solo. ¿Qué pensó en aquel momento?
– Que no estaba solo. ¿Qué, si no, iba a pensar?
– Nadezhda Andréyevna, qué poco se esfuerza -dijo Dotsenko afectando un gesto de reproche-. Si yo, al llegar a casa, veo en el perchero del recibidor un abrigo de señora, me digo: «Mi madre tiene visita porque ESTE abrigo no es de mamá. Pero la que está aquí no es su hermana porque su abrigo es gris y éste es azul. Su amiga, que vive en la casa de al lado, también tiene un abrigo azul pero es un poco diferente, tiene el cuello de piel. En cambio, ESTE abrigo me resulta del todo desconocido». Por supuesto, al contarle así lo que me pasa por la cabeza en ese momento, parece que son pensamientos largos. Pero en realidad el proceso de identificación dura un instante. Intentemos restablecer ese proceso tal como lo realizó en aquel momento. ¿Comprende lo que pretendo?
– Más o menos… -contestó Sitova titubeando-. Entré, vi la cazadora de Sasha y a su lado, un abrigo, y pensé que el abrigo no era de Gosa porque Gosa lleva un chaquetón de piel vuelta.
– ¿Por qué pensó en Gosa?
– Porque si Sasha venía aquí por la mañana, casi siempre traía a Gosa. Gosa es abogado, y Sasha me decía que necesitaban un lugar tranquilo para revisar los contratos.
– Gosa es… ¿Se refiere a Sarkisov, el jefe del Departamento Jurídico del banco?
– Sí.
– Muy bien. ¿Qué pensó luego?
– Creo que… No lo sé. Recuerdo perfectamente que pensé en mi cumpleaños.
– ¿Qué es lo que pensó de su cumpleaños?
– Dios mío, ¿qué importa eso ahora? Pensé que seguramente Sasha se había olvidado de su promesa. Me había dicho que vendría a celebrar mi cumpleaños conmigo y con mis amigos.
– ¿Por qué decidió que se había olvidado?
– Porque cuando participaba en alguna fiesta mía, se encargaba siempre de dar órdenes a Stásik para que trajese comida y licores.
– De manera que, al ver aquel abrigo que no le resultaba familiar, comprendió enseguida que la visita no era Stásik.
– Desde luego que no. Stásik tiene un abrigo negro, y aquél era gris.
– Ya lo ve, Nadezhda Andréyevna, y usted me aseguraba que no se acordaba del color del abrigo.
– Huy -exhaló la mujer sorprendida-. Es increíble lo bien que le ha salido. Ni me he dado cuenta de cómo me acordé. Es cierto, es cierto, el abrigo era gris, seguro.
– Sigamos -anunció Misha satisfecho-. ¿El desconocido era un negro?
– ¿Un negro? ¿Por qué? -balbuceó atónita-. ¿De dónde lo ha sacado?
– ¿Qué pasa? ¿No era negro? -dijo Misha sonriendo con socarronería.
– Claro que no. Era un hombre normal, de típico aspecto europeo.
– Y ahora es mi turno de preguntarle: ¿de dónde lo ha sacado? ¿Por qué ha decidido que era un hombre de aspecto europeo?
– No le entiendo -contestó Nadezhda encogiéndose de hombros-. Tenía aspecto europeo, eso es todo.
– ¿Pero tal vez parecía del Cáucaso?
– No era moreno ni tenía el pelo negro… Mire, de verdad, no sé cómo explicárselo.
– ¿Lo ve, Nadezhda Andréyevna? Usted recuerda perfectamente que ni era moreno ni tenía el pelo negro. ¿Sabe cuál es su problema? Se ha convencido a sí misma de que no se acuerda de nada, de nada en absoluto, y con esto ha bloqueado su mecanismo del recuerdo. Si alguien considera que no es capaz de tocar el violín, ni se le ocurrirá coger el arco e intentar tocarlo, ¿cierto? No sé tocar, se dice, y punto. Su caso es idéntico. Cree que no recuerda nada y que por eso tratar de recordar no tiene ningún sentido. Y, sin embargo, resulta que algo sí recuerda.
Dotsenko empleó todas sus mañas pero, desafortunadamente, el retrato del misterioso visitante seguía siendo difuminado y confuso. Por lo demás, ¿quién iba a esperar que una mujer medio desfallecida se fijase bien y fuese capaz de describir a un hombre al que vio apenas unos instantes? Lo único que Misha logró establecer fue que el hombre tenía una edad entre cuarenta y cinco y cincuenta años, era de estatura media, tenía pelo de color rubio oscuro, no llevaba ni barba ni bigote ni gafas y hablaba sin acento. Prácticamente carecía de cualquier seña particular, toda la descripción se componía de una retahíla de «sin». Imposible encontrarle entre varios millones de habitantes de Moscú. ¿Y si no era de Moscú? Estaban en un callejón sin salida…
4
«Uno de los cuatro, uno de los cuatro», repetía Nastia Kaménskaya para sus adentros, sentada delante de los resúmenes de los cuatro sumarios robados. El ladrón sólo estaba interesado en uno de estos cuatro casos, los otros no eran más que una cortina de humo. Pero ¿en cuál de los cuatro?
¿El caso del intento de robo de téjanos perpetrado por Dima Krásnikov? Pamplinas. En este caso no había más implicados que el propio Dima. Su expediente no contenía nada interesante ni podía contenerlo. Aunque los datos de la adopción… ¿Habían robado el expediente para acceder a esos datos? Sólo tendría sentido si sus padres fuesen millonarios, dispuestos a pagar un dineral por el silencio. Y, por supuesto, de ser así, esa información no se la hubiese pasado a un mecánico de coches así por las buenas, en respuesta a su solicitud de préstamo. Y una cosa más: de ser éste el caso, el instigador del robo sólo podría ser el propio juez de instrucción Baklánov, puesto que era el único que sabía qué informaciones contenía aquel sumario. Y, entonces, todo el montaje empezaba a resultar desproporcionado. ¿A qué venía robar un sumario para acceder a una información que podía proporcionar el propio juez? Ya, ¿y si no había querido hablar? Pero sí habló cuando dijo que disponía de las informaciones en cuestión. Entonces, de una forma u otra, habría divulgado el secreto. Además, puesto a hablar, no habría dejado de mencionar que un matrimonio de maestros no iba a hacer rico al chantajista. Es decir, esto no se tenía en pie. Sobre todo porque el supuesto interlocutor del juez instructor que había manifestado interés en el caso de Dima Krásnikov y de este modo había «dado nota», debía comprender que estaría el primero en la lista de sospechosos en cuanto el robo de los sumarios fuese detectado.
Conducta antisocial grave. En este sumario no había nada que investigar, el delincuente fue sorprendido in fraganti, lo mismo que en el caso de Krásnikov. El culpable estaba identificado, la policía ya había mandado una «papela» a su lugar de trabajo, de manera que robar el sumario para ocultar el hecho de haber sido encausado no tenía sentido. ¿Con qué otro fin podría alguien necesitar un sumario de conducta antisocial? ¿Para evitar la cárcel? Bobadas. Una causa de conducta antisocial nunca contenía documentos únicos, cuyas copias no estuviesen incluidas en otros expedientes o cuyo contenido fuese irrecuperable. Había un atestado redactado por el servicio de patrullas y vigilancia en el momento de la detención, había testigos.
El parricidio con el consiguiente suicidio del culpable. Este caso, más que ningún otro, jamás originaría pesquisas peligrosas. En un arrebato de celos, el marido acuchilló a su joven y guapa mujer, fue detenido, la empresa en la que trabajaba (una institución altamente respetable) intercedió a su favor, el fiscal apoyó la solicitud, el encausado fue puesto en libertad bajo fianza y al día siguiente se ahorcó en su domicilio. El único interesado en ese sumario se había quitado de en medio. Aunque, bien mirado, todo podía resultar más complicado que eso si se admitía la posibilidad de que el asesinato hubiera sido cometido por otro. De ser así, el verdadero asesino estaría interesado en robar el sumario. Pero, por otra parte, ¿para qué iba a hacerlo? El injustamente inculpado estaba muerto, se le había reconocido como responsable del crimen, para qué iba a molestarse.
Atraco a mano armada a un banco perpetrado por un grupo de delincuentes. Era todo lo contrario a los casos anteriores: el crimen no estaba resuelto, los culpables seguían sin identificar, así que ¿qué sentido tenía robar un sumario que, sencillamente, no contenía nada? ¿O sí contenía? Tal vez incluía informaciones que podían conducir hasta los criminales o que representaban algún otro peligro para ellos, aunque el juez de instrucción no lo hubiese comprendido todavía. Al parecer, el atraco en grupo era el más prometedor desde el punto de vista de los posibles motivos para el robo del sumario.
Nastia suspiró, sacó dos hojas de papel en blanco y escribió en una: «Atraco. Sacarle al juez instructor todo cuanto recuerde de los materiales e informaciones», y sobre la otra: «Asesinato y suicidio. ¿Hay motivos para sospechar que el asesinato no fue cometido por el suicida?».
Descolgó el teléfono y llamó a Olshanski.
– Konstantín Mijáilovich, soy Kaménskaya, buenos días.
– Qué tal, Kaménskaya -le contestó la voz aflautada del juez-. ¿Qué me cuentas de bueno?
– ¿Han abierto el expediente por el robo de documentos y la falta de negligencia grave del juez de instrucción Baklánov?
– Cómo no, claro que sí. ¿Tienes sed de sangre?
– No, quiero plantearle unas sugerencias. ¿Puedo?
– Adelante -le concedió Olshanski magnánimo.
– En primer lugar, hay que prestar atención al atraco a mano armada. Por favor, interrogue a Baklánov y pregúntele sobre todos los materiales que contenía el sumario. Es preciso que se acuerde de todos los detalles, por nimios que sean.
– Discurres bien -la alabó el juez-. ¿Crees que a ese bobo cobarde se le pudo pasar alguna cosa por alto?
– En efecto.
– Vale. Mándame a ese ojitos negros tuyo, me ayudará con el interrogatorio.
– ¿A Misha Dotsenko? ¿Para qué le necesita?
– Me gusta cómo trabaja. Quiero que se encargue del interrogatorio, yo me sentaré en un rinconcito, a ver si aprendo algo.
– ¿Está de broma? -preguntó Nastia molesta.
Detestaba las pullas y cuchufletas, sobre todo si no comprendía su intención. Era cierto que Misha hacía bien su trabajo, ¿a qué venía burlarse del chico? Si en algo se había equivocado, debía haberle ayudado a rectificar, sacarle del error, mostrarle cómo se debía hacer, explicárselo bien, en lugar de montar ese circo.
– Ni remotamente -contestó Konstantín Mijáilovich en tono grave-. Antes era Volodya Lártsev quien me enseñaba todos esos trucos psicológicos. Ahora que no está, me he quedado a dos velas. Necesito aprender a sorberles el seso a los demás por cuenta propia. Qué mala eres, Kaménskaya. Y me miras con malos ojos.
– Se equivoca, Konstantín Mijáilovich, le miro con unos ojos perfectamente normales. Se está quejando de vicio. En cuanto a que sea mala, eso es cierto, pero no creo que usted personalmente haya tenido la ocasión de comprobarlo.
– Venga ya -dijo el juez de instrucción soltando una carcajada-. Lástima que no puedas oírte como yo te oigo, ¡qué voz se te ha puesto cuando me has preguntado si estaba de broma! ¿Pensabas que quería hacerle daño al chico? En tu voz había todo el odio del mundo, tendría que ser sordo para no haberlo captado. Bueno, no te lo tomo a mal. ¿Así que me mandarás a Mijaíl?
– Se lo mandaré -contestó Nastia sobriamente.
Estaba avergonzada.
Después de enviar a Misha Dotsenko a la Fiscalía, se agachó con dificultad y se puso las botas. Recogió las numerosas hojas de papel cubiertas de signos y garabatos que sólo ella sabía descifrar, y se las guardó en el bolso. Mientras Olshanski y Misha trabajaban con la hipótesis del atraco en grupo, Nastia se ocuparía del parricida. Tal vez los policías que habían participado en la investigación del caso podrían contarle algo interesante.
Capítulo 4
1
Le encantaban los viajes de trabajo de su mujer. Obviamente, entre todos los representantes del género humano, era la que menos le irritaba con su presencia, quizás ésta fue la causa por la que se casó con ella. Sin embargo, cuando su mujer no estaba a su lado, se sentía mejor. Quedarse solo en un piso vacío, ¿qué podía ser mejor? Únicamente, la soledad dentro de una casa grande, propia, perdida en la espesura de un bosque. No ver a nadie. No oír a nadie. No hablar con nadie.
Su infancia había transcurrido en una barraca, en medio de las chinches, cucarachas, ratones, de la inaguantable fetidez de cuerpos sudorosos y de comida podrida, ausencia de agua caliente y un retrete de madera situado en el patio. En la pequeña habitación de nueve metros cuadrados vivían cinco: un abuelo viejísimo -el padre de la madre-, sus padres, su hermana y él. En su infancia hubo demasiada gente a su alrededor y muy pocas posibilidades de estar solo. Desde aquel entonces, la gente empezó a irritarle.
Al hacerse mayor, aprendió a dividir a los demás en dos grupos: quienes podía soportar y quienes no aguantaba en absoluto. Ni se le pasaba por la cabeza que fuese capaz de amar a alguien. Es decir, había leído sobre el amor en libros, claro que sí, y también había visto películas pero entendía el amor como objeto de imaginería de las obras de arte, sólo esto. Al fin y al cabo, había obras que hablaban de Dios, de milagros, del espacio cósmico y de la vida en Marte, novelas que contaban sobre todo esto cosas interesantes, algunas se dejaban leer con cierto placer incluso. También había libros sobre el amor, puesto que pertenecía al mismo tipo de asuntos. Pero una cosa era leer y otra muy distinta, construir la propia vida ajusfándola a las lecturas de uno. No, a la hora de resolver los problemas concretos de su vida, ni se acordaba del amor. Además, ¿qué era el amor? Una memez. Un invento del tebeo. Mientras uno consiguiera convivir con otra persona, ya podía darse con un canto en los dientes.
Cuando nació su hija no experimentó los cálidos sentimientos paternos ni por un segundo. Los matrimonios debían tener hijos. Era lo correcto y lo sensato. Pero ¿por qué había que, además, achucharles y decir bobaditas? Los niños generaban ruidos, noches en blanco, trajines, preocupaciones; es decir, todo aquello que entorpecía la vida normal y fructífera de un científico. En cuanto su hija cumplió los dieciocho años, se la quitó de encima endosándosela a su flamante marido, con tal de no tener que compartir por más tiempo el piso con la niña. Y suspiró con alivio. Su hija no era especialmente lista, y su presencia le sacaba de sus casillas de la misma forma que a algunos les saca de quicio una radio permanentemente encendida. Parece una pequeñez inocua, y tampoco el volumen está demasiado alto, además, con el paso de los años, uno se acostumbra y ni la oye pero cuando, de repente, se calla, uno se da cuenta de lo mucho que le gusta el silencio.
La observación de otros matrimonios le reafirmó en su convicción de que el amor era un mito, una patraña inventada para los imbéciles. El amor no existía, lo único que había era la tolerancia de unos individuos respecto a otros. La elección no se hacía según el principio de quién te gusta más, sino según este otro: quién te estorba menos.
Nunca había sido infiel a su esposa, pero no porque lo considerase incorrecto sino porque no había encontrado a la mujer que satisficiera sus exigencias. Todas le parecían cortitas de luces, primitivas, demasiado sueltas de lengua y alocadas. Sólo había una que catalogó como digna de sí. Era la mujer de Grisa Voitóvich.
Grisa la llevó al banquete organizado con motivo del doctorado de uno de los adjuntos del director del instituto. Una joven atractiva, taciturna y sonriente, cada palabra que pronunciaba permitía adivinar una mente nada ordinaria y un carácter recio. Le gustó enseguida. Le gustó mucho.
Cuando Voitóvich se marchó a supervisar las pruebas de unos equipos en otra ciudad, llamó a su casa.
– Me gustaría verla -le declaró sin perder tiempo con los preámbulos.
– ¿Para qué? -le preguntó lacónicamente.
Se diría que su llamada no la había extrañado en absoluto, como si la hubiera estado esperando. Esto le animó.
– Creo que tenemos que hablar.
– ¿Sobre qué? -preguntó Zhenia Voitóvich con la misma parquedad.
– Sobre nosotros dos.
– No servirá de nada. Intente comprenderlo.
– ¿Qué es lo que tengo que comprender? -le espetó él en un arranque de súbito enfado.
– Que yo quiero a mi marido -le respondió Zhenia, siempre tan lacónica, y colgó.
Se quedó anonadado. ¿Acaso estaba ciega? Grisa Voitóvich, bajito y torpe, no aguantaba la menor comparación con él, un hombre seguro de sí mismo, una promesa de las ciencias. No le cabía en la cabeza que alguien pudiese aguantar a Grisa a su lado más de veinte minutos. Y decidió que Zhenia le estaba tomando el pelo, que se estaba haciendo la interesante.
Al día siguiente volvió a llamarla.
– Deje de fingir -le dijo-. Dígame el sitio y la hora, tenemos que vernos.
Esta vez en la voz de la mujer había un deje de cansancio.
– No me llame más, no quiero que empiece a odiarme.
– ¿Por qué cree que puedo llegar a odiarla?
– Porque seguiré diciéndole que no. Cuánto más me suplique, más humillado se sentirá luego. Ahórrese usted la humillación, y ahórreme a mí el hecho de su propia existencia.
– La necedad no puede humillar a nadie porque la necedad no es más que esto, necedad -respondió él con frialdad-. Sólo es humillante un insulto pronunciado por un adversario digno. Pero su negativa no es más que una necedad. ¿Qué es lo que pretende? Lo cierto es que mi primera llamada no la sorprendió. Significa que la había estado esperando. Significa que ya entonces, en el banquete, se dio cuenta de que debíamos estar juntos.
– No. Aquella vez, en el restaurante, me di cuenta de que usted había decidido que debíamos estar juntos. Que usted lo había decidido así. Pero no yo. Buenas tardes.
No la llamó más.
2
El sábado por la mañana, el padrastro llamó a Nastia y acabó de estropearle el día.
– Niña, me ha llamado tu mamá. Quiere pedirte un favor.
La madre de Nastia, la profesora Kaménskaya, era una científica de renombre conocida como creadora de programas informáticos de enseñanza de idiomas extranjeros. Llevaba más de tres años viviendo en el extranjero. Había sido contratada por una de las universidades más grandes de Suecia, sólo iba a casa dos veces al año, en vacaciones, y, a juzgar por todo, no echaba en absoluto de menos ni a su marido ni a su hija. Hubo una época en que Nastia se lo tomó muy a pecho, sospechaba que tanto el padrastro como mamá se habían buscado nuevas parejas, y tuvo la sensación de que su familia se estaba desintegrando. Luego Leonid Petróvich, quien desde su infancia más tierna había sustituido al padre y a quien llamaba papá, le explicó a su hija en términos comprensibles que una amistad de muchos años unía a una familia con lazos muchos más firmes que el enamoramiento y el sexo, y puesto que su madre y él habían vivido casi treinta años en amistad y buena compañía, ni el romance de su madre ni el suyo propio iban a cambiar nada. Aun en el caso improbable de que la madre decidiera divorciarse para casarse con su novio sueco, todos ellos -Nastia, mamá y el padrastro- seguirían siendo íntimos amigos, su unión se mantendría igual, y se tratarían con la misma ternura, confianza y calor.
Los argumentos del padrastro convencieron a Nastia, sobre todo, cuando conoció, primero, a la querida de Leonid Petróvich y, luego, al admirador de su madre. Hacía un año que la suerte había mandado a Nastia a Roma, su madre acudió a toda prisa a la Ciudad Eterna para verla, y de paso llevó consigo a su amigo. Era cierto, no había nada de malo en que la gente se juntase si esto les hacía sentirse mejor, mientras no hicieran daño a nadie.
– Mañana por la mañana llega a Moscú un compañero de mamá -continuaba Leonid Petróvich-. Mamá te pide que vayas a buscarlo a Sheremétievo, que le acompañes hasta el hotel y que le orientes más o menos. Que le expliques dónde puede comer, dónde puede comprar objetos de primera necesidad, cómo aclararse con nuestras maravillosas costumbres, cómo pagar, etcétera.
– ¿Es que no conoce a nadie en Moscú? -preguntó Nastia sorprendida-. ¿Viene como turista?
– No, le habían invitado a un simposio pero todos los participantes llegan el miércoles, y a partir del miércoles, claro está, ya habrá quién se ocupe de él. Pero ese caballero ha querido venir antes adrede, para satisfacer su comprensible curiosidad por cuenta propia. Sólo necesitará de tu ayuda mañana, luego paseará por Moscú y observará cómo vivimos él sólito.
– ¿Y cómo se supone que debo reconocerle en el aeropuerto? -refunfuñó Nastia-. ¿Ha enviado mamá su retrato en color y a tamaño natural? ¿O tengo que escribir un cartel con letras kilométricas y colgármelo en el cuello?
– No te me enfades, niña, no ocurre a menudo que mamá nos pida un favor -le reprochó Leonid Petróvich-. Le ha dado a ese hombre tu teléfono, esta noche te llamará y os pondréis de acuerdo. Mañana pasarás por mi casa y te llevarás el coche.
– Quizá sería mejor que fueras tú a buscarlo -insinuó Nastia tímidamente-. Así tendrías la seguridad de que nada le va a pasar al coche, porque ¿y si le doy un golpe?
– ¿Y cómo quieres que me entienda con él? ¿Con el lenguaje de los gestos? Mamá te ha convertido en políglota. ¿Así es como le agradeces sus desvelos?
– Bueno -dijo Nastia lanzando un suspiro de exasperación-. Qué le vamos a hacer si lo ha decidido todo por anticipado. Papá, quiero darte una noticia, procura no caerte de la silla.
– Espera, déjame que me acomode mejor… Venga, desembucha.
– He decidido casarme con Chistiakov.
– ¡Alabado sea el Señor! -exclamó Leonid Petróvich con deleite-. Por fin estás entrando en razón. Enhorabuena.
– ¿A quién se la das? ¿A mí?
– A Chistiakov. ¿Cuántos años hace que lleva esperando? ¿Doce?
– Catorce. Papá, si vas a leerme la cartilla, cambiaré de idea.
– Menuda chantajista estás tú hecha. Eres una pequeña y repugnante chantajista -dijo Leonid Petróvich riéndose-. ¿Cuándo es la boda?
– No lo sé todavía. Lo más importante es resolver la cuestión a rasgos generales, lo demás son nimiedades.
– ¡Bonitas nimiedades! -protestó el padrastro-. ¿Y mamá? Querrá venir, tienes que avisarla con tiempo, no es como si tuviera que ir de San Petersburgo a Moscú.
– Bueno… Será hacia la primavera, quizás en mayo.
– De acuerdo, niña, planifícalo todo y luego informa a mamá. Has hecho bien en decidirte por fin.
Por la tarde recibió una llamada internacional.
– ¿Podría hablar con mademoiselle Anastasia? -dijo una voz en francés.
– Soy yo -respondió Nastia-. Estaba esperando su llamada.
– ¿Le parece bien que hablemos en francés o prefiere el español? -le preguntó educadamente el compañero de la profesora Kaménskaya.
– Prefiero hablar en francés si no le importa. ¿A qué hora llega su avión?
– A las 9.50 horas, mañana. Vuelo procedente de Madrid. ¿Cómo la reconoceré?
– Yo… Cómo se lo diría… -balbuceó Nastia desconcertada-. Soy rubia, alta…
Estaba a punto de darle a su interlocutor una descripción de sí misma vestida con téjanos y cazadora cuando de pronto pensó que reconocerla por estas señas sería sumamente difícil. ¿Quién sería capaz de destacar entre la muchedumbre que se agolpaba en la puerta de la salida de vuelos a una mujer desconocida de aspecto carente de un solo rasgo notable? ¿La cara? Ninguno. Corriente. ¿Los ojos? Incoloros. ¿El cabello? Algo así como rubio. La cazadora… medio Moscú llevaba cazadoras idénticas a la suya. ¿Monstruosamente fea? Pues no, simplemente del montón. ¿Guapa? Esto sí que no, garantizado.
– ¡Oiga! ¡Anastasia! -le llamó el hombre.
– Sí, sí -se apresuró a contestarle-. Rubia platino, pelo largo y rizado, ojos castaños, chaquetón de piel de color verde esmeralda y bufanda roja. ¿Me reconocerá?
– Reconocería a una rubia de ojos castaños incluso en oscuridad completa y si todo Moscú se hubiera echado a las calles -bromeó el hombre, caballeresco-. Por encontrarla, correría delante del avión.
«Lo que faltaba, un gracioso -pensó Nastia con irritación-. No le basta con arruinarme una jornada de trabajo, encima tendré que tragarme sus chorraditas y fingir que me encantan para no quedar mal.»
Enseguida advirtió que no había decidido cómo iría a la mañana siguiente a Sheremétievo. Para estar en el aeropuerto a las 9.50 tendría que levantarse a las seis y media y salir de casa a las siete y media. ¡Vaya forma de celebrar el domingo!
Arrugó la frente contrariada. Los madrugones siempre eran un tormento para ella, tenía que hacer acopio de todas sus fuerzas para sacudirse la somnolienta languidez. Seguían una larga ducha combinada con la «gimnasia mental» -multiplicar números de tres dígitos y recordar palabras de idiomas extranjeros-, un zumo de naranja helado, luego dos tazas de café bien cargado y un cigarrillo. Sólo entonces Anastasia Kaménskaya estaba lista para ir a trabajar. Pero en cuanto le tocaba en suerte un día libre, dormía hasta las once, o casi. Sin embargo, difícilmente alguien podría llamarla dormilona: le costaba conciliar el sueño y a menudo recurría a somníferos. Simplemente, la naturaleza había diseñado su organismo para que empezase a funcionar por la tarde y dedicase las mañanas al descanso.
Para conseguir la imagen descrita por teléfono, Nastia debía hacer, como mínimo, tres cosas. En primer lugar, coser al chaquetón verde los tres corchetes que se habían caído el año anterior. Tampoco estaría de más recordar dónde había guardado dichos corchetes. Segundo, rebuscar en el armario y encontrar el fular de seda rojo que Liosa le había regalado hacía siglos y que aún no había estrenado. Y tercero, teñirse el pelo con aerosol y moldearlo para formar grandes bucles. Antes de salir de casa, por la mañana, se pondría lentes de contacto de color marrón. ¡Qué fastidio tener que ocuparse de esas tonterías en vez de sentarse ante el ordenador y hacer algo de provecho!
Nastia se colocó sobre las rodillas el chaquetón de piel de conejo y, mientras cosía diligentemente los corchetes de cuero, con sus ganchos y presillas, reflexionó sobre lo que había conseguido averiguar respecto al suicidio de Grigori Voitóvich.
La que avisó a la policía fue su madre, quien al volver a casa se encontró ante una escena aterradora: su hijo Grigori, estupefacto, estaba sentado en la silla, y delante de él, en el suelo, yacía el cuerpo ensangrentado de su nuera, Yevguéniya Voitóvich. Al lado estaba tirado un cuchillo de cazador, que habitualmente permanecía colgado y envainado en la pared. Grigori no era cazador, le habían regalado el cuchillo en una de las colonias académicas de Siberia, adonde había ido para actuar de oponente en la presentación de una tesis doctoral.
La policía sacó a Voitóvich del piso y le encerró en el calabozo. Durante los primeros interrogatorios no hizo más que cabecear atónito y repetir:
– ¿Acaso he sido yo quien lo ha hecho? Esto es imposible. No puedo haberlo hecho. No puedo haber matado a Zhenia ¡porque la quiero!
Tras pasar la noche en el calabozo, empezó a ser más coherente en sus declaraciones y contó que había matado a Yevguéniya con el cuchillo de cazador en el fragor de una discusión. Se mostraba profunda y sinceramente arrepentido, se daba golpes de pecho, expresaba su consternación por lo ocurrido, y al final cayó en la depresión. Entretanto, el juez instructor había recibido la carta de la dirección del instituto donde Voitóvich llevaba muchos años trabajando, con la petición de concederle libertad bajo fianza e imponerle una pena alternativa que le eximiese de la reclusión en un centro penitenciario. Por toda respuesta, el juez de instrucción Baklánov se limitó a esbozar una sonrisa: ¿dónde se había visto que se dejase en libertad a un asesino sorprendido prácticamente con las manos en la masa? Sin embargo, aquel mismo día le llamó el fiscal del distrito para decirle que la Fiscalía de la ciudad había recibido ciertas «indicaciones», y que los de la Fiscalía se remitían a alusiones fáciles de descifrar procedentes de la Oficina del Fiscal General. El sentido de dichas alusiones se resumía en que Voitóvich era uno de los autores de cierto proyecto científico secreto de importancia crucial para la industria de la defensa, que dicho proyecto se encontraba en la última fase de su desarrollo, que Voitóvich era la cabeza pensante del proyecto y que sería imposible llevarlo a su término sin contar con su colaboración. Para concluir los trabajos y realizar las pruebas necesarias hacían falta unas dos o tres semanas, después de lo cual el querido camarada Grigori Ilich podría retornar al calabozo. La dirección del instituto no estaba interesada en que Voitóvich continuase acudiendo al despacho. Tendría suficiente con que trabajase desde casa dando todas las órdenes precisas por teléfono, por lo que rogaba sustituyeran la detención custodiada por un arresto domiciliario o cualquier otra cosa por el estilo.
Así las cosas, el juez de instrucción Baklánov no creyó conveniente oponer especial resistencia. No se había caracterizado nunca por atenerse a cualesquiera principios o por empeñarse en defender su punto de vista particular ante los superiores. La opinión que éstos podían formarse sobre él le importaba mucho más que su propia opinión sobre lo que fuese. En menos de tres horas, Voitóvich retornó a casa. Y unos días más tarde se ahorcó después de redactar una nota en la que expresaba confusamente su arrepentimiento y hablaba de culpa y de venganza.
Tras repasar los imprecisos recuerdos de los funcionarios de la policía y del juez instructor, Nastia se fijó en un detalle que le pareció extraño. Voitóvich no estaba afectado por ninguna enfermedad mental, el médico que le había examinado dos veces en un breve período de tiempo no encontró el menor indicio de una anomalía psíquica. No obstante, un instante después de perpetrar su crimen no se acordaba en absoluto de por qué había asesinado a su mujer. Fue recuperando los recuerdos poco a poco, y con el paso del tiempo, la imagen del asesinato se fue haciendo cada vez más nítida. Cuando se trataba de crímenes cometidos en estado de enajenación mental transitoria, el cuadro era completamente distinto. El culpable no se daba cuenta de lo que estaba haciendo pero tampoco rememoraba los detalles con posterioridad. El olvido era total. En cambio, lo que le había ocurrido a Voitóvich no se parecía a ningún cuadro clínico conocido en la ciencia médica. Pero sí tenía una gran semejanza con la monstruosa situación en que el individuo en cuestión no ha cometido ningún crimen pero más tarde le cuentan, con los pormenores de rigor, cómo ocurrió todo, y él se lo repite escrupulosamente al juez de instrucción. Pero ¿para qué lo habría hecho? ¿Por qué motivo habría asumido la culpa ajena? Y si, en efecto, esto fue lo que hizo, ¿QUIÉN pudo habérselo contado mientras estaba recluido en el calabozo? Sería interesante ver qué ponía la nota que Voitóvich redactó antes de morir. Lástima que se hubiera perdido junto con el sumario…
Por fin, todos los corchetes estaban en su sitio y Nastia se dedicó a buscar el fular de seda rojo con desgana. Al hurgar en el armario encontró un montón de cosas útiles, unas las había dado por perdidas hacía tiempo y se había olvidado de la existencia de otras al día siguiente de haberlas comprado. Por ejemplo, descubrió que tenía como mínimo cinco pares de medias nuevas, dos paquetes de pañuelos chinos, unos magníficos y gruesos calentadores que llevaba años buscando con desesperación y que tan buen servicio le rendían cuando en el piso hacía frío. También encontró unas zapatillas de invierno con forro de piel que había comprado hacía dos años y que continuaban dentro de su bolsa de plástico, que seguía sellada. Nastia se acordó de que las había comprado en verano y las había guardado en la maleta pensando sacarlas de allí en invierno, con lo que la hoja de servicio de las maravillosas zapatillas peludas de color lila se había cerrado en aquel mismo instante sin pena ni gloria. Se alegró especialmente de ese hallazgo porque era muy friolera y en casa siempre hacía frío. Al final, también apareció el fular. Ahora sólo faltaba ocuparse del pelo, tras lo cual podría irse a la cama con la conciencia tranquila.
3
El vuelo de Madrid llevaba un retraso de tres cuartos de hora. Nastia dio varias vueltas por el aeropuerto, no aguantó más y llamó a Yura Korotkov.
– ¡Aska! -la saludó Yura con alegría-. ¿Dónde te has metido a esas horas? Llevo llamándote desde las ocho de la mañana y no estás. Quise llamarte anoche pero volví tarde a casa y no me atreví a despertarte.
– ¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿Hay novedades?
– Según cómo se mire. ¿Sabes quién es aquel gamberro de la conducta antisocial? ¿El del sumario que le han mangado a Baklánov?
– No. Tengo su nombre pero no me dice nada. ¿Quién es?
– El asesor de imagen de Vladímir Tarsukov.
– ¿Qué dices? ¿Del mismísimo Tarsukov?
– ¡Pues claro! Me gustaría saber qué clase de oficio le ha mandado el descerebrado de Baklánov a la presidencia, pero sospecho que el papel en cuestión nunca se materializó. No tiene agallas para mandarle comunicados a Tarsukov. Pero aunque se lo hubiese mandado, supongo que el propio Vladímir Ignátievich se habría encargado de que no lo leyese nadie más que él. ¿Te imaginas el escándalo si sale a la luz que Tarsukov, el orgullo y la gloria de la política económica de todas las Rusias, ha esculpido su imagen pública aconsejado por un delincuente común? Las amas de casa nacionales le adoran, y ¡zas!, ¡qué disgusto tan grande!
– Vaya, vaya, Yura, eso sí que es una sorpresa -gruñó Nastia, secretamente contenta porque tenía en qué ocupar la cabeza mientras el lujoso aerobús con el gracioso madrileño a bordo se acercaba a Moscú.
– ¿Qué planes tienes para hoy? -preguntó Korotkov.
– ¿Planes? Mis planes están por determinar. Estoy en Sheremetievo, tengo que recoger a un amigo de mamá que viene desde Madrid, luego tengo que acompañarle al hotel y, después de esto, el programa se acomodará a la conveniencia de ambas partes. ¿Qué me propones?
– Que nos encontremos en la ELEP [4] -dijo Korotkov-. Lleva allí a tu temperamental español, enséñale nuestros festejos populares con coros y danzas, y de paso discutiremos algunos asuntillos.
Nastia comprendió que en casa de Yura se había organizado la pelotera de turno y que necesitaba un sitio a donde escaparse. Normalmente en estos casos se refugiaba en el despacho. Lo que le proponía era, en realidad, lo mismo.
– ¿Vas al despacho? -le preguntó Nastia.
– ¿Ya lo has adivinado? -contestó Korotkov mustio-. Adónde voy a ir si no; está claro que voy al despacho.
– Quedamos a las cuatro delante de aquel chiringuito donde este verano comimos shashlyks [5]. ¿Te acuerdas?
– Claro que sí -respondió el joven animándose-. Gracias, Aska, sabía que podía contar contigo. Voy a llamar a Lusia, por si la dejan salir de casa. Se encargará de entretener a tu Escamillo mientras tú y yo charlamos.
La media hora de espera que le quedaba todavía a Nastia la pasó en el coche. Bajó la ventanilla, se reclinó en el asiento, encendió un pitillo y cerró los ojos. Tres casos. Tres sumarios. ¿Cuál de los tres? Desde luego, el de la conducta antisocial ahora cobraba un aspecto completamente distinto. Era el único que de veras merecía la pena robar. Había demasiado en juego, sobre todo teniendo en cuenta la situación política del momento. La guerra de Chechenia había dejado notar sus efectos, y mucho, en la distribución de fuerzas en las altas esferas. Tarsukov se había apuntado al bando del presidente, y una piedra tirada a su tejado se convertiría en una bomba que pondría bajo amenaza al líder legítimamente elegido. La carpeta con los materiales de una causa penal que arrojaba sombras de duda sobre uno de los acólitos del presidente resultaba igual de atractiva tanto para el propio Tarsukov como para sus adversarios. Tarsukov la necesitaba para ocultarla; sus adversarios, para hacer público su contenido. Tanto en un caso como en otro, el robo representaba un modo perfectamente aceptable de resolver el problema. Aunque, pensándolo bien, Tarsukov lo tendría mucho más fácil si emplease los viejos y probados métodos: dinero y llamadas telefónicas. Sólo en el caso de que le fallasen, no le quedaría más remedio que recurrir al robo. Pero con una reserva: había que formarse una idea muy exacta del talante del juez de instrucción Baklánov y tener la seguridad de que no armaría la de Dios es Cristo con motivo de la sustracción de los sumarios. Había que saber a ciencia cierta que Oleg Nikoláyevich Baklánov era un necio y un cobarde. Por lo demás, tal conocimiento difícilmente podría calificarse de arcano impenetrable. Quien tomó la decisión de robar los documentos debía ser buen psicólogo y supo anticipar la reacción del juez. ¿O se puso de acuerdo con él, ofreciéndole un pastón a modo de recompensa por los disgustos que le acarrearía? ¡Menudos disgustos! Un expediente disciplinario por motivo de negligencia grave no era una simple sanción, por dura que fuese. Claro estaba que no le meterían en la cárcel pero le amargarían la vida en serio. No, esta versión de los hechos no acababa de sostenerse en pie.
En cambio, si el robo fuera obra de los adversarios de Tarsukov, armase el escándalo que armase el juez instructor, les traería sin cuidado, pues lo que más les importaba era que el caso no quedase cerrado y que no echasen tierra al asunto. Necesitaban hacerse con los originales de los protocolos que describían la conducta grosera e indigna del ciudadano Svirídov, las profusas expresiones soeces empleadas, cómo hacía sus necesidades delante de los ojos del pasmado público a la vez que comentaba el proceso explicando que era su modo de expresar su actitud respecto a la plataforma política de una de las facciones parlamentarias. A juzgar por todo, el documento en cuestión era ciertamente escabroso. En cuanto a las manifestaciones del propio Svirídov, realizadas una vez superados los efectos de la borrachera, se caracterizaban -según las recordaba el juez de instrucción- por lo subido de su color y por una llaneza nada habitual en los círculos políticos, contenían acusaciones dirigidas contra varios políticos de primera fila y, aunque no permitían atribuirle al asesor de imagen de Vladímir Ignátievich Tarsukov un intelecto desarrollado, no carecían de interés para según quién, y para según quién también podían resultar peligrosas. De no conocer el oficio de Svirídov, esos documentos se podrían interpretar como fruto de la mente calenturienta de un hombre que de tanto dar vueltas a asuntos políticos había perdido eljuicio. Gracias a Dios, ahora chiflados de este tipo había a puntapala. Justamente por este motivo, el caso de conducta antisocial le había parecido a Nastia poco prometedor desde el principio, le faltaba sustancia para constituir el móvil del robo. Pero suponiendo que lo dicho por el inculpado podía resultar algo más que imaginaciones etílicas, el asunto tomaba otro cariz.
El caso de conducta antisocial grave protagonizada por el ciudadano Svirídov era sencillo y simple pero muy atractivo para lectores curiosos. En cambio, como botín de un robo el suicidio de Grigori Voitóvich no tenía el menor interés. Sin embargo, había algo en este caso que no acababa de gustarle a Nastia. Además, había un sumario más, el del atraco en grupo. Confiaba en que Korotkov hubiera averiguado lo suficiente para llegar a alguna conclusión.
Nastia miró al reloj y bajó del coche sin ganas. Era hora de acercarse a la puerta de llegadas.
4
Lusia, la amiga de Yuri Korotkov, también conocida como comandante de policía Ludmila Semiónova, trabajaba como jefa de laboratorio de uno de los centros de investigación del MI, Ministerio del Interior, y antes de ocupar este cargo había sido jueza de instrucción. Yura la conoció hacía dos años y medio, mientras investigaba el asesinato de Irina Filátova, que había sido compañera y amiga de Lusia. A partir de aquel momento, el enamoradizo de Korotkov dio un parón a sus aventuras amorosas y se armó de paciencia para esperar que tanto sus hijos como los de Lusia se hicieran mayores con el fin de contraer un nuevo matrimonio. Por extraño que pareciera, Lusia consiguió escapar de casa para pasar el domingo paseando por el recinto ferial que todo el mundo seguía llamando por su viejo nombre soviético, la ELEP.
Caminaban por el vasto recinto ferial despacio, cogidos de la mano y disfrutando con la posibilidad, últimamente cada vez menos frecuente, de encontrarse a solas y charlar con tranquilidad. Pero inexplicablemente, la conversación sobre asuntos personales giró de pronto hacia el trabajo.
– En tus tiempos de jueza de instrucción, ¿se vigilaba el cumplimiento de los plazos? -preguntó Korotkov mientras rompía la envoltura del helado, al que enseguida sus dientes sanos y fuertes dieron un buen mordisco.
– Vaya que si se vigilaba. Apenas pasaban dos meses, ibas zumbando a ver al fiscal para solicitar la prórroga, sin esperar un solo día, para no llegar tarde. Y si se trataba de una segunda prórroga, el fiscal siempre cogía el sumario, lo leía y luego te metía un varapalo: que se habían pasado los cuatro meses sin dar palo al agua, que el sumario no contenía materiales, «¿Qué has estado haciendo durante todo ese tiempo?», «¿Cómo se te ocurre pedirme una nueva prórroga?». Esto es lo que decía, más o menos. ¿Por qué me lo preguntas? Quién lo sabrá mejor que tú.
– Lusia, ¿es posible que un sumario lleve meses en el despacho del juez instructor sin prórrogas?
– Ahora todo es posible. La instrucción se ha convertido en un cachondeo como no te lo puedes imaginar. A nadie le importa nada. Nadie supervisa a nadie, nadie controla a nadie. Todo se acuerda de palabra, y a veces ni se acuerda. No me has contestado, ¿a qué se debe ese súbito interés en los problemas de la instrucción sumarial?
– Verás, Lusia, me he encontrado con que a un juez le robaron cuatro sumarios y no dijo esta boca es mía. Hasta que le colocaron entre la espada y la pared, no mencionó el robo a nadie. Así que intento comprender cómo es posible que suceda algo semejante.
– Elemental, mi querido Watson -dijo Ludmila sonriendo-. ¿Quién puede necesitar los materiales de un sumario? El fiscal y el propio juez de instrucción. Nadie más está autorizado a reclamarlos. ¿Correcto?
– Bueno, sí -convino Korotkov.
– El fiscal no los reclama porque le traen al fresco. El propio juez se comporta ante los agentes operativos como si no hubiera sucedido nada, los chicos trabajan, el juez les dice amén a todo, les asigna nuevas tareas, y entretanto, bajo mano, empieza a llenar una carpeta nueva, escribe los protocolos de memoria, luego cita bajo cualquier pretexto a los principales testigos y a la víctima, vuelve a interrogarlos, copia sus firmas en aquellos protocolos, y en paz. Si el sumario contenía fotos del lugar de los hechos, pues, como los forenses conservan los negativos, no hay nada más fácil que pedirles nuevas copias diciendo que las necesita con algún fin especial. Por ejemplo, para realizar un experimento criminalista. Dirá que las primeras copias están cosidas en el sumario, que la carpeta pesa mucho, que cargar con ella le será incómodo. Por supuesto que habrá documentos imposibles de duplicar pero te aseguro, Yura, que un juez instructor con experiencia se inventará una justificación para cualquier papelito extraviado y conseguirá la copia. Sobre todo porque ahora no tienen que molestarse con las explicaciones, te repito que ahora nada le importa un comino a nadie, nadie controla a nadie. Y si se da el caso de que el crimen está resuelto y los detectives no le dan la lata, nada más fácil que olvidarse del caso como del sueño de la noche anterior. ¿Qué sumarios le han robado?
– Un intento de robo de téjanos de un comercio, una conducta antisocial, un parricidio seguido de suicidio y un atraco. Creo que tienes razón, viejecita mía…
– ¡Claro que tengo razón! -respondió Ludmila-. En el caso del intento de robo de un comercio no hay víctima real, los daños han sido reparados, ¿quién va a exigirle al juez de instrucción que castigue al culpable? Nadie. ¿Hubo daños personales en el caso de conducta antisocial?
– No. Nadie le rompió la cara a nadie.
– Ya lo ves. El delincuente está identificado, no hay víctimas, nadie va a presentar una denuncia. El propio malhechor, como entenderás, no irá corriendo al despacho del juez instructor para reclamarle: «¡Dése prisa por castigarme!». En cuanto al parricidio, el caso queda cerrado por causa del fallecimiento del asesino desde el momento en que éste se suicida. Lo único que queda es el atraco. ¿Qué ocurrió allí?
– Casi nada. El caso es reciente, fue abierto tres días antes del robo de los expedientes. Los detectives están trabajando a marchas forzadas.
– Claro. El juez de instrucción ha conseguido los duplicados de los frutos de su trabajo de tres días y se ha echado a dormir. Korotkov, deja de comer el helado, se me congela el alma sólo de verte.
Yura miró el reloj.
– Podríamos comer algo, ¿no te parece? Me dan calambres del hambre que tengo. Te invito a un shashlyk.
Se acercaron al chiringuito donde el verano anterior Yura y Nastia comieron shashlyks. Pero en su lugar vieron unas simpáticas casetas con carteles que anunciaban a los visitantes de la feria la reciente inauguración de un restaurante indio.
– ¿Corremos este riesgo? -propuso Korotkov.
– No sé, me da un poco de reparo -contestó Lusia vacilante-. ¿Y si es algo impotable?
– Tengo curiosidad -insistió Yura-. Vamos a echarle un vistazo.
Entraron y se sentaron a una mesa. Un camarero moreno, un hindú, se les acercó enseguida con la carta en las manos.
– Bienvenidos -pronunció con la mejor urbanidad y un fuerte acento-. ¿Qué desean tomar?
Escoger los platos resultó difícil, todos los nombres les resultaban desconocidos y no proporcionaban respuesta a la pregunta esencial: «¿De qué está hecho ESTO?». Finalmente, se decidieron por algo llamado rollos de primavera y el pollo a la naranja.
Yura se percató de que Ludmila, al tiempo que charlaba con él, de vez en cuando apartaba la vista para fijarla, con una expresión peculiar, en algo situado a sus espaldas.
– ¿Qué te pasa? -preguntó interceptando una nueva mirada suya.
– Hay una pareja sentada detrás de ti. Tengo la impresión de haber visto a la mujer antes pero no acabo de recordar de qué la conozco.
– ¿Qué mujer? -preguntó sin girarse.
– La rubia del chaquetón verde. Creo que es francesa.
– Es nuestra Aska -explicó Korotkov cortando con movimientos precisos un trocito de la crujiente hojuela rellena de verduras e introduciéndosela en la boca.
– Está hablando en francés -objetó Lusia sin darse por satisfecha.
– Está entreteniendo a un español -aclaró Korotkov sin inmutarse y sin dejar de masticar diligentemente el rollo de primavera.
– Korotkov, ¿me estás tomando el pelo? ¿Que esa rubia es Kaménskaya? ¿Y habla francés con un español?
– Fíjate bien -le aconsejó el joven dando un largo trago al batido de plátano servido en un vaso de plástico.
Durante un rato, Ludmila se mantuvo callada lanzando de vez en cuando rápidas miradas de soslayo a la mujer de la mesa vecina y a su acompañante. Luego clavó la vista en Yura.
– Korotkov, eres un tipo vil, amoral y falso. ¿Habías quedado con ella aquí? ¿Se trata de otro asunto de trabajo?
¿Para qué demonios me has sacado de casa? ¿Para qué os sirva de tapadera?
Yura se atragantó y tosió.
– Ay, Lusia de mi vida… Oye, no se puede acribillar a nadie a preguntas de este modo, sobre todo cuando uno está comiendo. ¿Quieres que me asfixie y muera? Sí, es cierto, había quedado con ella. Luego decidí que, ya que se me brindaba la oportunidad de pasar un domingo fuera de casa y lejos de mi familia, sería tonto si no lo aprovechase para verte a ti. Piensa en cómo y dónde nos vemos. Media hora, cuarenta minutos, en casas ajenas, siempre corriendo, con prisas. Y hablar, sólo hablamos por teléfono porque cuando nos vemos el tiempo nunca nos da para las charlas. Lusia, no soy un obseso sexual, tengo ganas de que hablemos, de que pueda mirarte a los ojos, ver tu cara, cogerte de la mano. ¿Acaso no lo entiendes? ¿Es esto lo que me reprochas?
– Perdona -le sonrió Ludmila con gesto reconciliador-. Pero hubiera sido mejor que me hubieses avisado.
– ¿Por qué?
– Porque lo que acabas de decirme es casi una declaración de amor, en estos dos años y medio es la primera vez que te oigo hablar así. ¿Tienes idea de la alegría que me da escucharlo? Si me hubieras dicho todas esas palabras antes, ya llevaría tres horas de buen humor.
– ¿Es que es preciso decirlo con palabras?
– Es indispensable.
– Pero, Lusia, escucha, si de todos modos estamos juntos, ¿qué sentido tiene gastar saliva?
– Korotkov, eres un imbécil -le espetó la mujer soltando una risa bonachona-. Y ahora ¿qué hacemos? ¿Esperamos a que nos llame o la llamamos nosotros?
– En realidad, preferiría que la llamases tú. Le estoy dando la espalda, se supone que no puedo verla. Aunque pensándolo bien, no sé qué será mejor -dudó Yura-. ¿Deberíamos esperar a que ella dé el primer paso?
– Podríamos esperar hasta mañana -manifestó Ludmila con firmeza-. Ni siquiera nos mira, está embobada con su español. Igual se ha enamorado.
– No -contestó el hombre negando con la cabeza-, ha decidido casarse con Chistiakov.
– ¡No me digas! Esto es el fin del mundo. En este caso, ¡adelante y que Dios nos ayude!
Unos minutos más tarde, los cuatro estaban sentados juntos y charlaban animadamente. Ludmila se superaba acaparando la atención del forastero, haciéndole mil preguntas y comentando inspiradamente sus respuestas. Al final, el español quedó absorto en la conversación con su nueva amiga, y empezó a hablarle en un inglés macarrónico pero ya sin recurrir a la ayuda de Nastia, que hasta ese momento había asumido las funciones de intérprete.
– Cuéntame -dijo Nastia en voz baja tras comprobar que el español se había enfrascado en la conversación con Ludmila y no se molestaría con su falta a las normas de hospitalidad.
– Lo de las gamberradas de Svirídov ya te lo he contado. En cuanto al atraco al banco, allí todo son incógnitas. El sumario incluía las declaraciones de los testigos pero las descripciones de los criminales no sirven de nada: todos iban enmascarados. Se detectaron algunas huellas en el lugar de los hechos pero todas las muestras, pruebas materiales, etcétera, en el momento del robo se encontraban en el laboratorio forense, los peritos justamente estaban preparando las conclusiones. Si el objetivo del robo era este sumario, han marrado el golpe. La carpeta estaba simplemente vacía.
– ¿Sabes qué es lo que no acabo de comprender? -dijo Nastia pensativa-. El atraco era un caso reciente, en el momento del robo sólo llevaba en la Fiscalía tres días. El de la conducta antisocial, el juez de instrucción lo había abierto apenas una semana antes. El suicidio de Voitóvich también tenía de seis a ocho días. Pero el expediente de Dima Krásnikov llevaba encima de la mesa de Baklánov desde el 12 de septiembre. ¿Te das cuenta? ¡Desde el 12 de septiembre! En el momento del robo llevaba ya tres meses y medio en fase de instrucción. Y eso, a pesar de que al chico le habían sorprendido en flagrante delito, de modo que no había nada que investigar. Tampoco comprendo por qué Baklánov le encerró en los calabozos. ¿A santo de qué lo hizo, eh? Encima, para estar instruyendo un caso durante dos meses y pico, Baklánov debió haber solicitado al fiscal una prórroga. ¿Cómo argumentó su petición? ¿Por qué el fiscal accedió a ampliarle el plazo?
– Ya se lo he preguntado a Lusia, ya que fue jueza de instrucción; además, su trabajo científico está relacionado justamente con la instrucción preliminar. Me lo ha explicado todo con claridad. Aska, no busques escollos misteriosos, se trata de una chapuza de lo más corriente, aunque de envergadura. Te lo deletreo: Chuk, Anna, Piotr, Uliana, Zinaída y Antón. Cha-pu-za. Baklánov no tenía por qué solicitar la prórroga, nadie se enteraría si un sumario llevase cien años metido en un cajón de su mesa. O tal vez pasteleó un informe para presentarlo al fiscal y, sin enseñarle el sumario, obtuvo la prórroga basada únicamente en su palabra. También pudo pegar un telefonazo y decir: «Iván Ivánovich, necesito la prórroga pero tengo las manos llenas, voy de cráneo, me resulta imposible pasar por su despacho». Y el otro le pudo contestar: «Bueno pues, si un siglo de éstos te pilla de paso, ven a verme y resolveremos todos los asuntos pendientes de una sentada». Pero lo más probable es que metiese la carpeta en el armario y allí se quedase, cogiendo polvo sin la bendición del fiscal.
– Pero ¿por qué? -se extrañó Nastia-. Instruir un caso así está chupado, ¿por qué no hacerlo y no pasarlo al juzgado? ¿Para qué tenerlo metido en el armario?
– Ay, Nastasia, ¡pero qué idealista eres! ¿Cuánto cobra un juez de instrucción? Correcto, una miseria. Y ¿cuánto trabajo tiene? Correcto otra vez, mogollón. ¿Le gustaría ganar más o, si no puede ser, por lo menos tener más tiempo libre? De nuevo, correcto, sí que le gustaría. Entonces, ¿cómo quieres que se mate trabajando para instruir un caso que, como tú misma acabas de decir, está chupado? Tienes toda la razón, Anastasia, no se matará trabajando. Antes dirá que va a la Fiscalía, y en realidad se irá corriendo a su casa porque necesita pintarla. Anunciará que tiene que hacer un «trabajo de campo» y en realidad se irá pitando a una empresa privada que le ha contratado de consultor. Y que le paga en dólares, dicho sea de paso. O se limitará a esperar a que el delincuente, jurídicamente analfabeto, o sus padres, igual de ignorantes, le unten la mano para que cierre el caso bajo un pretexto oportuno. Los padres no se han enterado de que los tribunales de camaradas han sido abolidos, de que ya no basta con prometer ser bueno para que el caso no llegue ante el juez, ni de que las comisiones para los asuntos de los menores también han pasado a mejor vida. El juez instructor aceptará el dinero y luego les dirá que ha hecho todo lo humanamente posible pero que el malvado fiscal le ha denegado la moción. ¿Crees que todos son como tú? Para ti en esta vida no hay nada más interesante que el trabajo. Pero para la aplastante mayoría de nuestros compañeros el trabajo es una carga que conviene quitarse de encima cuanto antes para hacer algo de provecho, es decir, algo que beneficie sus bolsillos. ¿Comprendes?
– En la teoría, sí, pero no en la práctica -confesó Nastia con sinceridad-. Me niego a comprenderlo porque es denigrante. Para mí, un ejemplo válido es Kostia Olshanski. Tiene dos hijas pequeñas. ¿Crees que no necesita dinero? Y, sin embargo, trabaja como una muía, de sol a sol, y lo que le mueve no es el miedo sino la conciencia. ¿Es que tengo que ver en Olshanski una ridicula excepción de una regla abominable? No quiero verle así y para mí nunca lo será.
– Vamos, vamos, no te me enfades, cálmate. No todos los jueces son unos chapuzas; en realidad, la mayoría cumple con su trabajo como está mandado. Simplemente, he querido explicarte por qué Baklánov…
– Lo he entendido, gracias. ¿Sabes si Dotsenko ha recogido los datos sobre las llamadas al servicio de ambulancias?
– Creo que todavía está en eso. Le he visto esta mañana en el despacho, andaba liado con unas listas de kilómetros de longitud. Oye, ¿no pretenderá ese hidalgo tuyo birlarme a mi Lusia? Se la está comiendo con los ojos.
– Mientras sólo sea con los ojos, vale. Qué más te da si la mira un rato. Luego se irá por donde ha venido, y aquí no ha pasado nada.
– ¿Está casado? -se interesó Yura.
– ¿Cómo quieres que lo sepa? -respondió Nastia encogiéndose de hombros-. Ni se me ha pasado por la cabeza preguntárselo. ¿Qué te importa?
– Simple curiosidad.
– Yura, no digas tonterías, ¿quieres? Deja que la mujer coquetee un poco con un hombre rico y atractivo, es bueno.
– ¿Bueno para qué?
– Para mantenerse en forma. Una mujer debe tener la posibilidad de ser mujer aunque sólo sea media hora al mes. ¿Le proporcionas tú tal posibilidad?
– Bueno… yo… -tartamudeó Korotkov atónito-. Yo hago lo que puedo.
– Él hace lo que puede. Está bien. Cállate.
Fuera ya había oscurecido. Los cuatro se dirigieron a la salida y allí se despidieron. Yura y Ludmila se encaminaron hacia el metro, querían pasar un rato más juntos y declinaron la invitación de Nastia de acompañarlos en coche.
– Tiene una amiga muy atractiva -observó el forastero subiendo en el coche-. Pero creo que su marido es demasiado celoso. Me miraba con una rabia… Espero que no se haya enfadado conmigo.
– Por supuesto que no -le tranquilizó Nastia-. Sobre todo teniendo en cuenta que no es su marido.
– ¡Vaya, entonces todo está claro! -exclamó el español gesticulando vivamente-. Ya me parecía raro, pues no es frecuente que un marido se muestre tan celoso como ese Yuri. Aunque no puede oírme, le presento mis disculpas.
– Se las transmitiré -dijo Nastia sonriendo, giró el volante y se incorporó al tráfico de la avenida.
5
Inna Litvínova dejó caer las bolsas con cansancio en medio de la cocina y miró a su alrededor. Encima de la mesa había dos tazas y una botella de ginebra vacía. Los restos de bocadillos de salami y pepino fresco se iban acorchando abandonados sobre un plato. De nuevo, Yula había traído a alguien a casa, probablemente, de nuevo se había emborrachado y se había ido a algún guateque. Dios mío, ¡ojalá volviese! Inna estaba dispuesta a perdonarle cualquier cosa con tal de que la joven no la abandonase. Que trajese a sus amigos, que saliese con ellos, cualquier cosa, pero ¡que no dejase de volver!
Lo que Inna más temía era que Yula se enamorase de un hombre. El cuerpo femenino dejaba a Yula indiferente, no se mostraba ni atraída ni repelida por él, y cuando la suerte quiso que en su camino se cruzase Inna Litvínova, decidió organizar su vida provisionalmente en torno al papel de compañera de ésta. Le estaba sacando dinero a Inna, se había instalado en su piso, le consentía que le diera de comer, de beber y que atendiera sus mínimos caprichos, pero a cambio de todo esto se esforzaba honradamente por complacerla en la cama aunque no le agradase especialmente. Pero qué remedio le quedaba a una si su familia de seis vivía en un piso comunal [6], con un padre alcohólico y uno de los hermanos afectado por el síndrome de Down. Y si padecía de falta de dinero permanente…
Inna sabía todo esto, como también sabía que, tarde o temprano, Yula se iría. ¡Pero que fuese lo más tarde posible! Necesitaba dinero, muchísimo dinero, era lo único que le permitiría retener a su lado, al menos por un tiempo, a esa putilla de piel de alabastro, cabellos rojos, ojos desvergonzados de color verde claro y un cuerpo tan seductor…
Capítulo 5
1
Definitivamente, la vida de Anastasia Kaménskaya había entrado en una racha de mal humor. Ya el sábado se angustió porque tenía que sacrificar el domingo para atender al amigo de mamá, y el lunes acudió al trabajo ceñuda. Un nuevo disgusto no se hizo esperar.
Al subir la escalera del edificio de la DGI tropezó con Katia, de Contabilidad.
– Kaménskaya, ¿por qué no vas a cobrar la prima? ¿Es que necesitas una invitación personal?
– ¿De qué prima me hablas? -preguntó Nastia agradablemente sorprendida.
– La que se concede por los resultados del año. Todo el mundo ha cobrado ya, y por tu culpa no podemos cerrar el balance.
– Vaya, no tenía ni idea de que me habían incluido. Pasaré tan pronto como pueda.
– Hay que ver ¡no tenía ni idea! -gruñó Katia áridamente-. ¿Hubo acaso un solo año en que no te la dieran? Como si no fueras la chica favorita del coronel Gordéyev.
Tras lanzar este dardo envenenado, Katia prosiguió su camino, reclamada por algún urgente menester. Nastia sintió cómo le subían los colores a la cara. Hacía mucho que no oía las feas alusiones a su supuesta relación con el jefe. «No estoy en forma -pensó-. Antes era imposible pillarme con la guardia baja. Aunque no supiera qué contestar a esas barbaridades, al menos no me sonrojaba y no me callaba.»
Con los brazos caídos, apenas arrastrando los pies, llegó a su despacho, dejó caer la cazadora sobre la silla y enchufó el infiernillo. ¿Cuándo terminaría todo esto? Cuando empezó a trabajar en Petrovka, a menudo sorprendía miradas de perplejidad o de indisimulada malicia, oía a sus espaldas repugnantes cuchicheos cargados de mala intención: ¿cómo se le habría ocurrido a Gordéyev sacar de una comisaría de distrito a esa mocosa que se pasaba los días de brazos cruzados encerrada en su despacho (¡un despacho personal!, ¡véase la sinvergonzonería!, ¡mientras los detectives que llevaban veinte años trabajando compartían despachos con dos compañeros!) y se daba postín de estar pensando mucho? Tuvo que pasar mucho tiempo para acallar las voces de protesta de la mayoría de los chismosos, puesto que los agentes operativos del Departamento de la Lucha Contra los Crímenes Violentos Graves fueron los primeros en salirles al paso cuando comprendieron que la muchacha que el Buñuelo había traído poseía muchísimos conocimientos necesarios y útiles. Cierto, no sabía correr ni disparar, no tomaba parte en las emboscadas, no gastaba zapatos buscando testigos de puerta en puerta, no acudía a los lugares de los hechos y no combatía las náuseas al ver cadáveres mutilados y a veces medio descompuestos. Pero en cambio sabía pensar, analizar, generalizar, poseía una imaginación rica y libre de ataduras, combinada con la precisión de una mente fría y una memoria prodigiosa, que le permitía guardar en la cabeza simultáneamente gran cantidad de hechos, circunstancias, nombres, fechas y direcciones, todos los datos sueltos y dilatados en el tiempo. Y nada le importaba ni interesaba más que el trabajo que estaba haciendo. Pero tenía que pasar, las habladurías estaban aquí de nuevo…
Nastia se preparó el café con movimientos mecánicos tratando de reprimir la rabia, echó en la taza dos terrones de azúcar sin mirar y se sentó a la mesa. Al diablo, pensó, que se pudrieran Katia y sus indirectas, no iba a consentir que las malas lenguas le impidiesen hacer su trabajo.
Apuró el café abrasadoramente caliente de un sorbo y fue a ver a Misha Dotsenko.
– Aquí tiene -dijo el joven tendiéndole una larguísima lista de llamadas recibidas en el centro de ambulancias desde septiembre hasta la Nochevieja -. Sitova ingresó en el hospital el 22 de diciembre. He marcado todas las salidas relacionadas con un posible embarazo extrauterino.
Nastia asintió con un movimiento aprobador. Tan sólo dos años atrás, Misha, confiado y educado, habría pedido únicamente los datos de las salidas de ambulancias que le interesaban, la lista habría sido varias veces más corta pero habría dejado a Nastia con la corrosiva duda sobre un posible error por parte de los que la habían compuesto. Los seres humanos no eran máquinas, a veces se cansaban, se equivocaban, sobre todo cuando se trataba de seleccionar, entre una gran cantidad de datos, sólo aquellos que reunían ciertos requisitos. Eran capaces de pasarlos por alto, distraerse y, al fin y al cabo, simplemente hacer una chapuza. Misha había tardado en acostumbrarse a las exigencias de Nastia, creía que hacía mal en sospechar negligencias por adelantado, y sólo tras pegar un par de patinazos le dio la razón. Por eso esta vez había solicitado la información sobre todas las salidas de las ambulancias para luego hacer la selección él mismo y dar a Nastia la posibilidad de comprobarla.
Nastia llevó la lista a su despacho y cerró la puerta con llave. Nada debía interferir en su trabajo, que requería atención y concentración. Para la reunión operativa faltaba media hora todavía, y confiaba en poder revisar al menos una parte de la lista. Se impacientaba por intentar identificar al misterioso visitante al que Galaktiónov había citado en el piso de su amante a una hora en que ésta no debía encontrarse en casa. De creer lo que contaban los testigos, no era en absoluto habitual en él, lo que significaba que no se trataba de un visitante cualquiera sino de alguien especial. Y dos días después de aquel encuentro, Galaktiónov moría por intoxicación con cianuro potásico… No existía el menor motivo para suponer un suicidio. La ampolla que contenía el polvo venenoso fue encontrada, abierta, allí mismo, en el lugar de los hechos. La taza con los posos de café secos y unos rastros débiles de cianuro estaba encima de la mesa del salón, y junto a la ventana, en el sillón, yacía el cuerpo yerto de Galaktiónov, que falleció al instante. Sus huellas dactilares eran las únicas que había sobre la ampolla. Pero los peritos que examinaron palmo a palmo todo el piso fueron tajantes al afirmar que alguien había frotado con un trapo algunos objetos. Justamente los que era inevitable que tocase cualquier persona que pasara en el piso al menos unos minutos. Sería difícil suponer que Galaktiónov, al decidir quitarse la vida, se dedicara a limpiar escrupulosamente el piso, máxime cuando la cafetera turca en que se había preparado el café seguía sucia encima de la cocina. Desde el principio a nadie le cabía la menor duda de que se trataba de un asesinato. Lo único era que la ampolla…
Si Sitova no lo había soñado y el misterioso visitante dijo la verdad, una de las llamadas de la lista del centro de ambulancias debía ser la realizada desde su lugar de trabajo. Pero ¿cuál de ellas? Además, ¿qué entendía aquel hombre por «hace poco»? ¿La semana anterior? ¿El mes anterior? Para empezar, Nastia decidió limitar la búsqueda a cuatro meses pero era consciente de que probablemente debería ampliarla. Además, ¿cuál sería el indicio para reconocer entre todas las llamadas precisamente aquélla, la única?
Una vez finalizada la reunión, Nastia retomó su escrutinio de la lista. Al cabo de una hora encontró lo que buscaba. Había resultado tan sencillo que al principio se resistió a creer en su buena fortuna.
2
Miraba al hombre obeso y jadeante sentado a la enorme mesa del espacioso despacho y luchaba por disimular la repugnancia que le inspiraba.
– Me temo que tiene un problema -declaró ominosamente el gordinflón extrayendo de la carpeta un papel-. El ministerio ha recibido un anónimo con una denuncia contra el instituto. La ha pifiado usted.
– ¿Con una denuncia de qué? -inquirió el otro parcamente, aunque por un momento se le heló el corazón.
– De su instalación. Dígame, ¿controla alguien su funcionamiento o una vez montada la han abandonado a su suerte?
– La controlamos constantemente, no podría ser de otro modo puesto que se trata de un experimento.
– ¿Y no han observado ningún fenómeno colateral?
– Ninguno -contestó con firmeza notando cómo se le humedecían las palmas de las manos.
– En este caso, ¿cómo debo interpretar esto?
El gordinflón agitó en el aire la hoja de papel que había extraído de la carpeta y su cara expresó un grado superlativo de indignación. Dejó caer el papel en la mesa bruscamente, sacó de un cajón un aerosol para asmáticos y pulsó varias veces el pulverizador dirigiendo el chorro hacia la boca abierta. Los jadeos cesaron.
– Aquí pone que su instalación produce el efecto de «bucle inverso». El anónimo pasó por todas las instancias, estuvo en todas las mesas, y al fin ha venido a parar aquí, a la mía, puesto que soy el monitor de su instituto. Lleva adjunta la orden de comprobar la denuncia y redactar la conclusión. ¿Qué cree que tengo que escribir en esa conclusión, eh?
– Puede escribir con toda tranquilidad que los materiales científicos que le han sido presentados prueban la total ausencia de cualquier efecto negativo derivado del funcionamiento de nuestra instalación -respondió con aplomo.
Sentía una desagradable sequedad en la boca. ¡Así que el hijo de puta de Voitóvich, a pesar de todo, había escrito al ministerio aunque no firmó la carta!
– De momento no he visto esos materiales científicos a los que se refiere -rebatió el gordinflón aún más colérico.
Su respiración volvía a producir silbidos y su gruesa cara con la triple papada fue cobrando poco a poco un tono alarmantemente rojizo.
– En cambio, recuerdo muy bien con qué ahínco nos aseguró usted, a mí y a todos los miembros de la comisión, que su antena no tenía efectos dañinos para el medio ambiente. Justamente por eso se autorizó su instalación en la ciudad y no en el polígono, como está previsto en estos casos. Yo, en mi calidad de presidente de la comisión, tengo la responsabilidad personal de aquella resolución, ¿y ahora resulta que usted me ha engañado? ¿Es así o no? ¡Conteste!
– Escúcheme, Nicolai Adámovich -respondió con tono tranquilizador; había conseguido vencer el miedo y ahora se sentía más seguro-. La comisión tuvo acceso a todos los informes científicos sobre el asunto, no fue usted solo quien los leyó. Los informes explican que el efecto que menciona el anónimo no se produce. No se produce, ¿me entiende? La resolución fue adoptada por todos los miembros de la comisión de forma colegiada. Esto es lo primero. Ahora, lo segundo. ¿Quién le ha remitido el anónimo? ¿Quién ha escrito «comprobar»?
– El subsecretario del ministerio, Yákubov. ¿Tiene alguna importancia?
– Claro que la tiene, Nicolai Adámovich. De todos es sabido que Yákubov está a punto de jubilarse. Hay dos pretendientes a su puesto: Starostin y usted. Starostin es un viejo amigúete de Yákubov. Al remitirle el anónimo, Yákubov crea la apariencia de objetividad pero lo que hace en realidad es avivar el escándalo, impedir que se extinga por sí solo. Porque, mire usted, ¿acaso no podría haberlo tirado a la papelera? Claro que sí. Desde tiempos inmemoriales existe una regla: no perder tiempo con los anónimos. Nadie se lo habría reprochado. También podría haberle llamado a su despacho y preguntar si había algo de cierto en lo que decía el anónimo. Usted le habría contestado que no. Y eso sería todo, Nicolai Adámovich, no habría más que hablar. Es lo que habría hecho si confiara en usted y le tuviera simpatía. Pero, en lugar de esto, le remite el papel escribiendo encima su orden, y lo hace a través de la Secretaría, para que otros cinco pares de ojos lo vean y lo recuerden, y para que dos días más tarde todo el ministerio se entere de que en el instituto que usted supervisa se ha producido un escándalo. Y lo que se me ocurre pensar, Nicolai Adámovich, es lo siguiente: ¿no será que detrás de toda esta historia del anónimo está Starostin?
– No me extrañaría -ronqueó el gordinflón volviendo a agarrar el aerosol-. Ese cabroncete es capaz de cualquier cosa. Con ése hay que andarse con mucho ojo. Tal vez tenga razón. Sin embargo, dígame de una vez: ¿existe ese dichoso «bucle inverso» o no?
– No. No, no y, una vez más, no. Y quíteselo de la cabeza.
Al salir del despacho del director pensó: «El efecto existe, claro que existe. ¡Un efecto de un par de narices! Pero tú, trepa gordo e ignorante, no tienes por qué saberlo. Te quitaría el sueño».
3
– ¡No fastidies! -exclamó Yuri Korotkov emitiendo un silbido cuando Nastia le enseñó la lista de los avisos a ambulancias-. Resulta que una mujer con probable embarazo extrauterino fue recogida en aquel mismo instituto donde trabajaba el suicida Grigori Voitóvich. Tenemos una situación entretenida.
– Y que lo digas -gruñó Nastia cejijunta, pues todavía no había superado el disgusto causado por el encontronazo con la muchacha de Contabilidad ocurrido aquella mañana-. Ahora presta atención, Yura, voy a contarte cómo me imagino que ocurrió aquello, y tú harás de oponente. Espera, llama a Misha y dile que venga, actuará de árbitro.
Se sentaron los tres en el despacho de Nastia; ella, delante de su mesa, Korotkov ocupó la de al lado, que no tenía dueño fijo, y Dotsenko se acomodó en una silla que colocó junto a la ventana.
– Empezamos -anunció Nastia asintiendo con la cabeza como para coger impulso-. El 7 de diciembre uno de los científicos del instituto, Grigori Voitóvich, es detenido delante del cadáver de su mujer. El 10 de diciembre le ponen en libertad provisional para que pueda terminar, trabajando en casa, un importante proyecto científico. El 13 de diciembre Voitóvich se suicida. El 21 de diciembre alguien roba el sumario del caso de Voitóvich. Junto con este sumario, el ladrón se lleva otros tres, uno de los cuales contiene la inculpación de Dima Krásnikov en el robo de los téjanos, así como los datos de su adopción. Al día siguiente, el 22 de diciembre, un tal Galaktiónov visita cierto taller de reparación de automóviles y hablando con uno de los mecánicos le menciona dichos datos. Ese mismo día recibe en el piso de Nadezhda Sitova a un hombre que, a juzgar por todo, trabaja en el mismo instituto que Voitóvich. ¿Encaja todo de momento?
– Por ahora, sí -convino Korotkov-. Siempre que asumamos que Líkov, el mecánico de aquel taller, dijo la verdad en sus declaraciones.
– Acepto la rectificación -declaró Nastia-, pero no nos queda más remedio que creer que Líkov dice la verdad. Sigamos. Dos días más tarde, Galaktiónov vuelve al piso de Sitova y allí muere por intoxicación con cianuro disuelto en su café. Éstos son los hechos. Ahora despega la imaginación. Chicos, voy a soltar una sarta de disparates pero no os riáis, os lo ruego, sólo corregidme cuando diga alguna incongruencia. ¿De acuerdo?
Korotkov y Dotsenko asintieron, asumiendo posturas más cómodas.
– Voitóvich, acusado de haber asesinado a su mujer, ingresa en el calabozo. Alguien quiere sacarle de allí a toda costa, se producen llamadas y peticiones de dejarle volver a su casa aunque sólo sea por unos días, supuestamente para terminar un proyecto científico de gran importancia estratégica. Voitóvich trabaja en un centro de investigaciones dedicado al estudio de la difusión de las ondas electromagnéticas en distintos medios, de modo que todas las explicaciones tienen visos de verosimilitud. Pero yo no me las creo. Tengo la impresión de que, en efecto, alguien se empeñó en evitar a cualquier precio que Voitóvich permaneciera encerrado. ¿Por qué? No lo sé. Ésta es la pregunta a la que quiero obtener respuesta. En el momento de su detención, Voitóvich se encontraba en… por decirlo suavemente, en un estado psíquico alterado que, a medida que pasaban los días y su reclusión se prolongaba, empezaba a remitir. Sus declaraciones se volvían cada vez más precisas y detalladas, y coincidían de pleno con lo descubierto en el lugar de los hechos. Los médicos no detectaron en él el menor indicio de enfermedad mental, por lo que no queda claro qué clase de amnesia padeció ni qué le provocó la pérdida de memoria. Tras comprender toda la gravedad de lo ocurrido, Voitóvich se ahorcó. Y dejó una nota de despedida que, lógicamente, fue incluida en el sumario. Y una vez más, alguien muestra un interés malsano en ese sumario. El sumario de la causa penal desaparece del despacho del juez instructor, que en un momento dado sale y, como es su costumbre, deja abierta no sólo la puerta sino también la caja fuerte donde guardaba los sumarios. Al parecer, uno de los empleados del instituto contrató a Galaktiónov para que perpetrase el robo. Podía ser un viejo amigo al que Galaktiónov llevaba muchos años sin ver o, por el contrario, alguien a quien conoció casualmente. Pero su primer encuentro debió de haberse producido en unas circunstancias que permitiesen al hombre del instituto comprender que podía dirigirse a Galaktiónov con una proposición de este tipo. De manera que el hombre del instituto le pide a Galaktiónov que le consiga el sumario de Voitóvich. El nombre del juez de instrucción y la situación de su despacho no eran ningún secreto para nadie del instituto, puesto que muchos empleados habían sido llamados a prestar declaración como testigos en el caso del asesinato de la mujer de Voitóvich. ¿Os parece que estas elucubraciones se mantienen en pie?
– Más o menos -dijo Korotkov.
– Y usted, Misha, ¿qué opina?
– No estoy seguro de que Galaktiónov hubiera aceptado ese trabajo -respondió Dotsenko dubitativo-. Era un estafador redomado, un aventurero, pero difícilmente, un ladrón. Es un poco distinto.
– Estoy de acuerdo. Para contestar a la pregunta de si Galaktiónov aceptó semejante trabajo, hay que intentar comprenderle. ¿Qué sabemos de él? Que en su juventud cometió al menos un robo. Estoy hablando del robo del abrigo de piel y de las sortijas de su propia mujer. Este hecho demuestra también que ya en aquel entonces era un pájaro de mucho cuidado. Pero aquello ocurrió hace muchos años, y podría haber cambiado desde entonces. De aquí surge mi segunda pregunta a la que tenemos que encontrar respuesta; lo que quiero saber es si a los cuarenta y tres años de edad continuaba siendo tan ruin como lo era a los veintitrés. Aquí hay que considerar dos circunstancias. Primero, según afirman sus amigos, llevaba una racha de mala suerte y hacía lo imposible por dejarla atrás. ¿Existe la posibilidad de que pensara que un robo audaz, coronado por el éxito y tan incuestionablemente aventurero, un robo de sumarios del despacho de un juez de instrucción, le confirmaría que la suerte volvía a estar de su lado?
– En un principio, sí -convino Dotsenko pensativo-. Cuando las circunstancias aprietan, todos los medios son buenos.
– Segundo, resulta que, una vez robados los sumarios, lo primero que hace es leerlos. En uno de ellos encuentra y. memoriza, o tal vez anota, los datos que quizás un día podría utilizar para conseguir dinero. Me refiero al caso de los Krásnikov. El chantaje basado en la divulgación del secreto de adopción es una vileza. Pero, al parecer, Galaktiónov no lo cree así. Y no tiene inconveniente en entregar esos datos al primero que encuentra, a un amigo que le ha pedido prestado. Convendrán conmigo que es bastante feo.
– Pero, Anastasia Pávlovna, no podemos estar seguros -objetó Misha-. ¿Y si Líkov miente?
– Y si Líkov miente, y si Líkov miente… -repitió Nastia pensativa-. Lo que necesitamos comprender es cómo era Galaktiónov por dentro. Míshenka, ¿recuerda las declaraciones de su compañera del banco, cuando dijo que Galaktiónov ayudaba a organizar viajes a clínicas extranjeras para niños enfermos? ¿Que dedicaba su tiempo libre a acompañarlos en su coche a consultas médicas? Vaya hoy mismo al banco y procure averiguar algo más sobre esto. Excepto aquella mujer, nadie más ha notado que fuese particularmente bondadoso y desinteresado. ¿Lo conocía ella mejor que los demás? Tal vez Galaktiónov se dedicaba en secreto a la beneficencia, como el famoso Yuri Détochkin; tal vez, como él, engañaba a los tiburones del mundo de los negocios y bajo mano mandaba dinero a orfanatos y hospitales. Tenemos que hacernos una buena idea de su carácter y a partir de eso construir una hipótesis, pero de momento trabajaremos con lo que hay. Sigamos. Galaktiónov recibe al hombre del instituto en el piso de su querida cuando ésta no se encuentra en casa, es decir, lo hace en horario laboral. Su primer encuentro tiene lugar entre el 15 y el 19 de diciembre, es decir, después del suicidio de Voitóvich y unos días antes del robo de los sumarios. Si Galaktiónov se había brindado a colaborar, necesitaba tiempo para los preparativos. Ver el sitio, etcétera. El 21 de diciembre realiza con éxito lo que se propone, el 22 de diciembre se encuentra con el hombre del instituto en el piso de Sitova otra vez y, a todas luces, le entrega los sumarios y recibe a cambio los honorarios previamente estipulados. O no, no los recibe.
Lo más probable es que cobre el trabajo más tarde. Desgraciadamente, Sitova se siente mal y se va a casa. Galaktiónov le pide que no entre en el salón y no les moleste porque necesitan discutir un asunto serio. Cómo se desarrollaron los acontecimientos a continuación, lo sabemos por lo que nos ha contado Sitova. Dos días más tarde, Galaktiónov vuelve a encontrarse con su nuevo amigo. Por última vez. El hombre del instituto envenena a Galaktiónov, borra las huellas de su presencia en el piso y se marcha. Si no fuera porque se le escapó la mención de una compañera de trabajo para la que se tuvo que llamar una ambulancia, no nos habría quedado más remedio que despedirnos de él agitando pañuelos, y decirle adiós a la esperanza de encontrarlo algún día. Sitova prácticamente no le recuerda y no puede describirle. Es natural, puesto que estaba casi inconsciente. De todo lo cual se deduce que la clave de todo es Voitóvich, y que tenemos que buscar al asesino de Galaktiónov en el instituto.
– No está mal -observó Yura escéptico-. Excepto que la relación de Galaktiónov con los sumarios robados que has trazado es algo floja. Pero aparte de esto, parece aceptable.
– Por eso tenemos que averiguar si Galaktiónov era capaz de comportarse de la manera en que supongo se comportó. Misha, ésta será su tarea. Yura y yo nos ocuparemos del instituto. Allí buscaremos a nuestro hombre sin señas particulares.
– Y sin acento particular -recordó Korotkov.
4
El ordenador no paraba de bloquearse, e Inna empezaba a perder la paciencia. Ese día ya había hecho venir dos veces a los técnicos pero cada vez, nada más marcharse ellos, la caprichosa máquina funcionaba media hora como mucho, después de lo cual en la pantalla volvía a dibujarse el odioso rectángulo verde. Apagó el ordenador furiosa y fue a ver al jefe del laboratorio para preguntarle cuándo, por fin, el reparto de los equipos se realizaría con un mínimo de orden.
Litvínova irrumpió en el despacho del jefe como un torbellino, sin hacer el menor caso de las visitas.
– ¡Pável Nikoláyevich! -dijo con indignación-. No hay quien lo aguante, no puedo seguir trabajando con Istra, esa máquina tiene más años que yo. Todo el mundo sabe que en el almacén hay seis equipos nuevos, ¿por qué no los reparten entre los laboratorios?
– Permítanme que les presente -repuso fríamente Borozdín-. Jefa de uno de nuestros equipos científicos, Litvínova Inna Fiódorovna. Estos camaradas son policías. Han venido para hablar de Voitóvich.
– Para… ¿Cómo…? -tartamudeó Litvínova desconcertada-. Pero si ha muerto.
Sólo entonces se fijó en las visitas de su jefe. Evidentemente, el que mandaba era el hombre robusto, ancho de hombros, de unos cuarenta años de edad, cara bonachona y ojos risueños. A su lado se sentaba una joven, casi una niña, ataviada con téjanos y un jersey, de pelo largo recogido en la nuca en una coleta. Era anodina, corriente, delgadita pero, al parecer, alta, e iba sin maquillar. «No parece de este siglo», pensó Inna, y enseguida recordó a su adorable Yúlechka, que se peinaba en peluquerías caras y pasaba unos cuarenta minutos delante del espejo maquillándose.
– Verá usted, Inna Fiódorovna -dijo el policía-, ha ocurrido un imprevisto. En el edificio de la Dirección Regional del Interior ha habido un incendio. La verdad es que sólo ha afectado a una planta y ha sido sofocado inmediatamente pero el despacho del juez de instrucción Baklánov ha sufrido graves daños. Se han quemado varios sumarios de causas penales, entre otros, el de su difunto empleado, Grigori Voitóvich. Estamos intentando reconstruir los materiales del sumario, por lo que nos hemos visto obligados a molestarles una vez más. Le ruego que nos perdone, comprendo que no les dejamos trabajar pero no nos queda otro remedio… -Sonrió encantadoramente, se encogió de hombros y añadió-: Nos encontramos ante una situación de fuerza mayor.
– Por supuesto, por supuesto -respondió Inna asintiendo con la cabeza-. Lo entiendo perfectamente. ¿Necesitan mi ayuda?
– Sólo que nos conteste a algunas preguntas. Espero no robarle mucho tiempo, sobre todo teniendo en cuenta que, al parecer, su ordenador está estropeado -contestó el hombre, y volvió a sonreír, esta vez con picardía-. Mientras lo reparan, podemos charlar un rato, si no tiene nada en contra.
– Síganme -les pidió Inna abriendo la puerta y saliendo del despacho de Borozdín.
– Soy Korotkov -se presentó el policía cuando Inna le condujo a su despacho y le ofreció el asiento-, Yuri Víctorovich. Así que, ¿empezamos?
– Cuando quiera -dijo Litvínova poniendo cara de atención y de disposición a emplearse a fondo.
– ¿Conocía usted bien a Grigori Voitóvich?
– Muy bien -contestó sin dudarlo un instante-. Trabajamos juntos muchos años y juntos también preparamos nuestros doctorados.
– En este caso, hábleme de su vida familiar. Cómo se casó, cómo se llevaba con su mujer, si tenían problemas, etcétera.
– Los tenían -respondió Litvínova con la misma presteza-. Tenían problemas, y muy serios. Grisa no hablaba de sus peleas con nadie, sólo conmigo, tal vez porque éramos viejos amigos. En realidad, era bastante reservado, aquí en el instituto no se sinceraba con nadie. Pero a mí sí me contaba cosas.
– ¿Por qué motivo se peleaban?
– No es fácil nombrar un motivo en concreto, se habían juntado muchas cosas.
Se calló reflexionando.
– Zhenia era mucho más joven, como probablemente ya lo sabe. Grisa se casó a una edad tardía, no acababa de encontrar a su princesa. Cuando conoció a Zhenia se enamoró como un cadete, y luego, como había pasado tanto tiempo esperando y escogiéndola, también empezó a exigirle mucho a la flamante esposa. Se angustiaba un horror si le parecía que Zhenia no correspondía a su «estándar ideal». Pero no ocurría a menudo, era muy buena chica. Y muy guapa.
– ¿Cree usted que ella quería a su marido?
– ¡Con locura! -exclamó Inna efusivamente, pero acto seguido se moderó-. Bueno, ya sabe, nadie puede leer en el alma ajena, tal vez…
– Continúe, por favor -dijo Korotkov animándola.
Inna vaciló.
«Tonta -se reprochó mentalmente-. Quién te manda hablar. Si Grisa la mató, por algo sería. Y ese algo debe ser perfectamente tangible, concreto, para que le parezca convincente a un policía. Los celos, el dinero, cualquier cosa, pero tiene que ser sencillo y fácil de comprender.»
– Verá, Zhenia era una auténtica belleza y trabajaba en la televisión, hacía cortos publicitarios. Por supuesto, los hombres la asediaban, la cortejaban. Tenía muchos admiradores y era muy joven, le apetecía divertirse, flirtear, coquetear. Es fácil de comprender, no se lo reprocho de ninguna de las maneras, incluso intenté convencer a Grisa de que no tenía por qué tomárselo tan a pecho. Pero no me hizo caso.
– De modo que usted cree que el motivo del asesinato fueron los celos, ¿no es así?
– Sí, es lo que creo.
– Dígame, Inna Fiódorovna, ¿advirtió últimamente si el carácter de Voitóvich había cambiado? ¿Empezó quizás a padecer de fallos de memoria, se volvió distraído, irritable?
– Sí, sí, tiene toda la razón, en efecto, Grisa se había vuelto más… agresivo, tal vez.
– ¿En qué se notaba? ¿Se peleaba con sus compañeros?
– No, no creo que nadie más que yo se diera cuenta.
– ¿En qué se manifestaba ese cambio?
– En cómo hablaba de Zhenia. En sus ojos se leía un odio tan grande, ¿sabe?, la rabia le empañaba la voz, le temblaban las manos. A veces no sabía dónde meterme. En cambio, con otros compañeros siempre se mostró agradable y educado, nunca le levantó la voz a nadie.
– ¿Y los olvidos, las distracciones? ¿No hubo nada de eso?
– No vi que le pasara nada semejante, para qué voy a engañarle.
– Una pregunta más, Inna Fiódorovna. ¿Le contó todo esto al juez de instrucción Baklánov?
– ¿A Oleg Nikoláyevich? No, no se lo he contado.
– ¿Puedo preguntarle por qué?
Litvínova volvió a titubear. «Por qué, por qué -pensó con ira-. Porque entonces Grisa todavía estaba vivo y hubiese dicho inmediatamente que era mentira. Y ahora ya no puede decirlo.»
– Verá usted… Fue sólo después de que Grisa se suicidó que acabé por aceptar que había matado a Zhenia. Pero en aquel entonces no me lo creía. No quería creérmelo. Hacía tantos años que le conocía, éramos amigos… Quería protegerle. Reconozco que no tenía razón, y les ruego que me perdonen.
– Bueno, debería pedirle perdón a Baklánov, no a mí. No está bien dar falsos testimonios, Inna Fiodorovna, está tipificado como delito. ¿Lo sabía?
Litvínova suspiró con aire contrito.
– Pero con esto no he perjudicado a nadie, ¿verdad? Si por culpa de mis declaraciones hubiesen condenado a un inocente o absuelto a un criminal, entonces, sí, claro está, deberían procesarme. Pero así… Grisa dictó su propia sentencia.
– Por cierto, se me olvidaba… -dijo Korotkov-. ¿Recuerda en qué proyecto estaba trabajando Voitóvich cuando ocurrió todo aquello?
Esto era una puñalada trapera. Korotkov la estaba mirando con unos ojos límpidos y serenos, mientras Inna le soltaba términos científicos, le nombraba apartados del programa de trabajos del instituto y sentía cómo el terror le helaba las entrañas.
5
Mientras Korotkov interrogaba a los empleados del laboratorio donde había trabajado Grigori Voitóvich, Nastia Kaménskaya estaba sentada a una mesa del Departamento de Personal del instituto revisando las fichas de sus trabajadores. Para empezar, apartó todas las de los hombres; luego seleccionó a los que tenían de cuarenta a cincuenta y cinco años. Según Sitova, la edad del misterioso visitante se situaba entre los cuarenta y cinco y cincuenta años, pero Nastia, por precaución, amplió este margen añadiendo cinco años a sus límites superior e inferior. El aspecto de un hombre podía variar dependiendo de si se cuidaba o, por el contrario, padecía de alguna enfermedad o llevaba una vida poco sana. Además, Sitova no era una testigo demasiado fiable, teniendo en cuenta el estado en que se encontraba en aquel momento.
Tuvo que hacer una nueva criba de esos empleados de cuarenta a cincuenta y cinco años, basándose en las fotografías de las fichas. Los morenos llamativos y los académicos canosos: descartados. Los calvos y aquellos cuyas facciones no se dejaban, de ninguna manera, definir como «típicas europeas»: ídem. Apartó en una pila las fichas de hombres con bigote o barba: también las fotografías tenían su edad, y actualmente esos hombres podían ir perfectamente afeitados. Colocó en otra pila a todos los que habían nacido y se habían criado en regiones que no pertenecían a la Rusia central. La gente de esa procedencia a menudo hablaba con acento, su hablar era más abierto o aspiraban las ges, aunque, de nuevo, el acento podía haber desaparecido tras largos años de vida en Moscú. También a ellos era preciso comprobarlos, lo mismo que a los bigotudos y barbudos. Al final, quedaron sólo aquellos a los que Nastia calificó de «especímenes puros»: cabellos rubios, sin señas particulares, nacidos en Moscú o en San Petersburgo, y rasurados.
Había pedido que el instituto le organizase la visita de modo que una secretaria muy sociable le enseñase el centro científico parándose por el camino a charlar con todo quisque y trayendo a colación ciertos asuntos previamente «encargados» por Nastia. Juntas recorrieron largos pasillos, laberínticos pasajes que comunicaban varios edificios, bajaron al sótano, se elevaron casi volando en el ascensor ultrarrápido a la planta más alta, donde admiraron las macizas puertas metálicas provistas de imponentes candados que protegían los accesos a las escaleras por las que uno podría introducirse en el tejado. En el tejado, según le explicó la secretaria, se encontraban numerosos aparatos específicos para «el perfil del instituto», indispensables para que éste pudiera desarrollar su labor científica.
Hacia el final del paseo, Nastia tenía agujetas, la espalda la atormentaba y soñaba con volver a casa y acostarse. Pero se había enterado de muchos detalles útiles. Ninguno de los hombres que llevaban bigote había cambiado de aspecto, todos continuaban luciendo el mostacho, pero dos barbudos sí se habían afeitado. Uno de los dos, según supo, se había roto una pierna a primeros de diciembre y seguía con la escayola, al otro Nastia le incluyó de inmediato en el grupo de «especímenes puros». Entre los empleados que presuntamente tenían aunque sólo fuera un atisbo de acento o particularidades de dicción perceptibles para el oído de un moscovita, dos habían llamado su atención. Uno era originario de Oriol, el otro había nacido en Riazán, los habitantes de ambas regiones hablaban un ruso reconocidamente correcto. Cuando esta suposición suya se vio confirmada, también estos dos fueron trasladados al grupo de «puros». Por último, Nastia excluyó de la lista inicial de dicho grupo a tres. Uno era un gangoso irrecuperable, tenía dificultades, como mínimo, con la mitad de las consonantes del alfabeto. El segundo padecía un marcado tartamudeo. El tercero había pasado todo el mes de diciembre en el extranjero haciendo prácticas.
Nastia regresó al Departamento de Personal, cambió de sitio algunas fichas más moviéndolas de un montón a otro y revisó los resultados de sus pesquisas. Quedaban cinco candidatos a sospechoso:
El director del instituto, Aljimenko, doctor en Ciencias Técnicas, catedrático de la universidad.
El secretario académico del instituto, Gúsev, doctor en Física y Matemáticas, profesor universitario.
El jefe del laboratorio Borozdín, doctor en Ciencias Técnicas, catedrático de la universidad.
El colaborador científico superior Lysakov, doctor en Medicina.
El colaborador científico Jarlámov, sin grado académico.
«Empecemos por éstos -decidió Nastia sacando una diminuta cámara fotográfica-. Vamos a enseñárselos a Sitova, y si no identifica a ninguno, nos ocuparemos de los demás.»
Hizo diez fotos con rapidez, dos por candidato a sospechoso, luego tomó algunas notas, devolvió las fichas al empleado del Departamento de Personal y salió en busca de Korotkov.
6
Litvínova corría hacia su casa tan rápido como podía. El corazón le latía con frenesí, incluso había empezado a jadear, aunque solía aguantar velocidades superiores a ésta y de joven había practicado deportes largamente y con buenos resultados. Al irrumpir en el piso, comprobó que Yula no estaba en casa y se precipitó hacia el teléfono.
– La policía está en el instituto -comunicó con la respiración entrecortada por la reciente carrera.
– ¿Por qué motivo? -le preguntaron.
– De momento, no por ESE, pero pueden desenterrar ESE motivo también. Hago todo cuanto está en mi mano pero…
– ¿Cuándo terminará el trabajo?
– Ayer mismo le hubiera garantizado que dentro de un mes y medio todo estaría listo. Pero ahora no lo sé. No se puede descartar la posibilidad de que tengamos que parar los trabajos por un tiempo indefinido. O cancelarlos.
– Para nosotros resulta inaceptable -le contestaron-. Los trabajos deben llevarse a término y suministrar el aparato al cliente. Su cometido será informarnos en el momento en que el aparato abandone el recinto del instituto. Nosotros nos encargaremos del resto. Debe hacer todo lo posible e imposible para impedir que la policía se entere de su existencia. Se le pagará en correspondencia.
– ¿Cuánto? -preguntó enseguida Inna, que empezaba a recuperar el aliento.
– Cuarenta por ciento de la cantidad inicial.
– Hay cosas que no dependen de mí. Pero haré todo lo que pueda -prometió la mujer.
Necesitaba el dinero con apremio. Necesitaba mucho, muchísimo dinero.
7
El hombre que acababa de hablar con Inna Litvínova por teléfono colgó y miró pensativo el cuadro expuesto en la pared. Representaba un ramo de graciosas flores exóticas en un florero alto y estrecho de cristal de roca. Le gustaba mirar ese cuadro, por algún motivo le producía un efecto tranquilizador.
¡Cuánta razón había tenido al insistir en que debían abstenerse de establecer contactos directos con el instituto! Ni que se hubiera olido el peligro. Tenía gente propia en el entorno de Merjánov, y fue esa gente la que le comunicó que
Merjánov estaba esperando cierto aparato. Lo que siguió a continuación fue cuestión de técnica de espionaje altamente profesional: averiguar de qué aparato se trataba, de dónde esperaba recibirlo Merjánov e incluso cuánto había prometido pagar por el aparato de marras. Podría haber actuado sin tantos rodeos: interceptar el pedido ofreciendo una suculenta gratificación, o simplemente dar la orden correspondiente, la hubieran obedecido, qué remedio. Pero ¿por qué iba a pagar más si podía pagar menos? Una pregunta ridicula. Además, tampoco convenía «dar la nota».
Le consiguieron a Inna, una de los implicados en la fabricación del aparato. Desdichada en su vida personal, tenía una necesidad acuciante de conseguir dinero para retener a su lado a su amiguita lesbiana, la única luz en su ventana. Resultó que no tenía ni idea de QUÉ CLASE de aparato estaban fabricando. Le habían propuesto una chapucilla, confeccionar un dispositivo de alimentación de antena a partir de los materiales registrados como desechados para venderlo luego por un buen fajo de billetes al cliente, una empresa extranjera que por algún motivo tenía una necesidad perentoria de hacerse con el ingenio en cuestión. Bueno, si tanta falta les hacía, se lo harían, no había más que hablar, fabricárselo era la cosa más sencilla del mundo. Había cuatro personas montando el aparato, todos cobraban más o menos lo mismo. Más o menos, porque el que había encontrado al cliente y había diseñado el esquema, ajustado a los deseos de éste, cobraría más. A Inna le pareció justo.
Así estaban las cosas en el momento en que ficharon a Litvínova. Le explicaron a qué usos estaba destinado el aparato, y se horrorizó. Pero sólo por un instante. En cuanto se enteró del dineral que cobraría, su horror se disipó con pasmosa rapidez. Su misión consistía en mantenerlos informados sobre la marcha del proyecto y avisarles en cuanto estuviese terminado. Tras recibir su aviso, seguirían a los hombres de Merjánov que irían a recoger el ingenio. El resto sería coser y cantar. Un pequeño esfuerzo más, un esfuerzo que, la verdad sea dicha, suponía el uso de armas de fuego, y el aparato se encontraría en su poder. Inna cobraría su parte del dinero abonado por Merjánov y, además, un plus, que le pagarían ellos. Esto les iba a salir más barato que sobornar a los que fabricaban el aparato para que se lo revendieran. Merjánov no presentaría denuncia. Quien roba a un ladrón…
No estaría de más averiguar qué andaba buscando la policía en el instituto. Quizá debería tomar precauciones contra posibles complicaciones.
«No nos apresuremos -decidió-, las prisas son muy buenas para cazar las pulgas pero a la hora de resolver problemas estratégicos no valen. No se deben tomar decisiones a la ligera. Consultémoslo antes con la almohada.»
Se quedó mirando embelesado las graciosas flores de tallos largos, que tan hermosamente resplandecían sobre el color gris claro del fondo del cuadro. Qué pintura tan maravillosa, cuánta paz le infundía…
Capítulo 6
1
Nadezhda Sitova se quedó un largo rato examinando las fotografías de los cinco hombres de «entre cuarenta y cinco y cincuenta años, sin señas particulares».
– No consigo reconocerle -dijo por fin mirando contrita a Misha Dotsenko.
– Pero ¿alguna de esas caras le resulta familiar?
– No, ninguna. Le he dicho la verdad, no recuerdo su cara. Lo siento mucho.
– Yo también lo siento, Nadezhda Andréyevna -dijo Misha con un suspiro de cansancio.
Tenía mucho sueño. La noche anterior su madre había vuelto a tener dolores de corazón, de nuevo hubo que llamar una ambulancia, luego permaneció junto a su cabecera hasta el amanecer y sólo pudo meterse en la cama una hora y media. Apenas si llegó a descabezar un sueño, y ahora intentaba arduamente combatir la apatía y los bostezos.
No podía permitirse dejarlo todo y marcharse a casa a dormir. Tenía que ir al banco donde había trabajado Galaktiónov y hablar con la empleada del Departamento de Préstamos que tantos elogios le había prodigado al estafador y aventurero Sasha el Whist.
Encontrarla no fue fácil. Ese día no había ido a trabajar, había solicitado dos días libres a cuenta de las vacaciones para atender algún problema doméstico. Misha no podía esperar dos días; ir a su casa le daba reparo pero supo sobreponerse a sus modos de chico bien educado y se presentó en el piso de Natalia Tovkach sin avisar.
Era evidente que su visita no podía ser más inoportuna. Natalia, que lucía un pantalón deportivo arremangado hasta las rodillas y una camiseta vieja y rota, estaba limpiando el piso. En medio del recibidor zumbaba, como un dragón escuchimizado, la aspiradora con la manguera abandonada en el suelo; desde el cuarto de baño llegaba el fuerte rumor del agua cayendo de un grifo abierto; y desde la cocina, chillidos estridentes: «¡Andrés! ¡Cómo se te ocurre! ¡No vuelvas a hablarme de esta manera!». Misha comprendió que la dueña del piso pretendía seguir las peripecias de uno de los culebrones sudamericanos de sobremesa al tiempo que se dedicaba a la limpieza.
Frunció el entrecejo involuntariamente. El estruendo le había causado un dolor de cabeza instantáneo. Por supuesto, de no ser por la noche pasada en blanco ni se habría percatado de los ruidos. Misha Dotsenko tenía veintisiete años, gozaba de una excelente salud física, podía pasar el día entero corriendo de un lado para otro sin sentarse a descansar ni un minuto, y era capaz de permanecer mucho tiempo sin moverse, de pie o tumbado en una postura incómoda, si le tocaba participar en una emboscada; cuando hacía veinte grados bajo cero, paseaba sin prisas por la calle vestido con una cazadora tejana y con la cabeza descubierta, y no se resfriaba. Pero lo que no podía soportar en absoluto, nunca, era la falta de sueño. La necesidad de dormir era el punto débil de Misha. Concillaba el sueño enseguida, en el mismo instante en que su cabeza tocaba la almohada, y despertaba exactamente al cabo de seis horas, descansado y rebosando energía. Pero si a esas seis horas que su organismo reclamaba alguien o algo les restaba un ratito, por pequeño que fuese, Misha se sentía enfermo y roto.
Nastia siempre decía que ella y Misha estaban organizados a partir de dos esquemas radicalmente opuestos. Para Misha lo importante era conseguir sus seis horas de sueño legítimas, le daba absolutamente igual si era desde las diez de la noche hasta las cuatro de la madrugada, o desde las cuatro de la madrugada hasta las diez de la mañana. Para Nastia, en cambio, lo que contaba era que en el momento de su despertar hubiese luz fuera, en la calle, y era incapaz de sentirse bien si tenía que levantarse a las cinco de la mañana, incluso si la habían dejado dormir nada menos que diez horas.
Esforzándose por no hacer caso del dolor de cabeza y del cansancio, Misha derrochó sonrisas y diplomacia, conversó con la empleada del Departamento de Préstamos del banco Natalia Tovkach y no sólo consiguió vencer su aprensión causada por el trabajo de la limpieza bruscamente interrumpido sino que la dejó poco menos que enamorada. Le prodigó piropos pronunciados en voz baja, acompañó unos suspiros leves de miradas enigmáticas y cargadas de significados, y en general fingió que la propia Tovkach le interesaba muchísimo más que el pobre finado, ese tal Galaktiónov.
Sin embargo, en cuanto Dotsenko salió de su piso, la sonrisa se borró de su rostro al instante. Lo que empezaba a vislumbrar tras escuchar el relato de la testigo no le hacía ni pizca de gracia.
Llamó a Nastia desde la primera cabina telefónica que encontró en su camino.
– Anastasia Pávlovna, me temo que tendré que molestarla.
– ¿Qué sucede? ¿Ha ido a ver a Tovkach?
– Sí, y ahora tengo que ir al centro médico americano. Definitivamente, aquí hay gato encerrado.
– ¿Me necesita de intérprete? -adivinó Nastia.
– Bueno, si no es pedir demasiado -dijo Misha sonriendo blandamente.
Llegaron al Centro de Diagnósticos cuando ya estaban a punto de cerrar. Les llevaron a ver al administrador sin pérdida de tiempo, y luego se dirigieron al Departamento de Información y Control, donde obtuvieron el listado de todas las consultas médicas que se habían efectuado en el Centro de Diagnósticos a hijos de los empleados del banco Exim, y al final pudieron ver a los médicos que habían atendido a los niños que había llevado allí Galaktiónov.
– Yo advertí a los padres enseguida de que no había esperanza de que el niño se recuperase -declaró el primero de los médicos entrevistados sin apartar la mirada del monitor donde aparecían todos los datos del niño examinado al que se había diagnosticado leucemia-. ¿Qué otros niños le interesan?
– Éstos -respondió Nastia tendiéndole una lista que incluía siete nombres.
El Departamento de Información y Control le había proporcionado esta lista de los hijos de los empleados del banco Exim.
– Todos pertenecen a casos de enfermedades de la sangre, doctor Farrell.
– Desgraciadamente, ninguno de esos niños tenía la menor posibilidad de recuperación -anunció Farrell encogiéndose de hombros-. Y en cada caso así se lo dije a los padres.
– ¿Recuerda si venían acompañados siempre por el mismo intérprete?
– Sí, me acuerdo bien porque aquel hombre no tenía aspecto de intérprete. Se llamaba Alexandr, ¿no es así?
– Sí. ¿Por qué dice que el hombre no tenía aspecto de intérprete?
– ¿Sabe?, los intérpretes suelen comportarse con indiferencia. Los problemas de la gente a la que ayudan con su traducción no les importan. En cambio, Alexandr daba la impresión de estar interesado en la suerte de cada niño. No sé cómo se lo explicaría… Llevaba al niño de la mano, le acariciaba el pelo, mantenía una actitud protectora o algo así. También con los padres se mostraba muy atento y solícito, incluso diría que los mimaba especialmente. Piense cómo es esto, escuchar el veredicto que te dice que para tu hijo no hay esperanza, que no se pondrá bien nunca sino que lo más probable es que muera en un futuro casi inmediato. Pero Alexandr sabía encontrar las palabras justas, que animaban a los padres a recibir la terrible noticia con valentía y fortaleza. Por supuesto, algunos lloraban, pero cuando Alexandr estaba delante nunca se producían ni ataques de histeria ni desmayos.
– Gracias, doctor Farrell -dijo Nastia.
Con una nueva lista de los hijos de los empleados del banco Exim en ristre, fueron a ver al médico siguiente, al doctor Totenheim, oncólogo. Nastia tenía en el bolso dos listas más, cuyas cabeceras contenían, respectivamente, los nombres del «doctor Robinson, enfermedades del cerebro» y del «doctor Linnes, enfermedades de la columna vertebral».
No escucharon nada nuevo. Todos los hijos de los empleados del banco Exim habían llegado acompañados por un tal Alexandr, un hombre sumamente atento y amable, y todos esos niños padecían enfermedades incurables. En algunos casos se advertía a los padres de que sin intervención quirúrgica al niño le quedaban uno o dos años de vida; una operación realizada con éxito le regalaría, cuando no una existencia completamente normal, sí una vida larga, aunque todo parecía indicar que el niño, con toda seguridad, no soportaría esa operación. En otros casos se les dijo con franqueza que el pequeño se estaba muriendo y que únicamente un milagro podría salvarle. Y en otros casos más se les anunció que sí había una probabilidad, no muy grande, pero la había. Esos casos habían sido pocos, sólo tres de los veintinueve. Pero, a pesar de todo, los hubo.
– Veo que hay algo que no le gusta -observó uno de los médicos, el doctor Robinson-. Su expresión la delata.
– ¿Sabe?, en nuestro país no se suele hablar con el paciente del pronóstico, sobre todo cuando se trata de decirle que ese pronóstico es negativo. Nuestros médicos tratan a sus pacientes con más… tal vez con más compasión. El enfermo no debe perder la esperanza, si no…
– El enfermo debe conocer la verdad sobre sí mismo y sobre su vida -la interrumpió con brusquedad Robinson, hombre de piel oscura, baja estatura, facciones cinceladas y pelo espeso y lacio-. Si no, sumergirá a sus allegados en un abismo de desbarajustes económicos y legales. Le ruego que me disculpe la franqueza, miss, pero en su poco civilizado país la gente no ha empezado todavía a entender esta clase de razonamientos. Cuando cada uno de ustedes tenga al menos una cosita pequeñita en propiedad y, en consecuencia, asuma ciertos derechos y obligaciones, y se vea obligado a pensar en herederos y sucesores, cuando se implante aquí un sistema de seguros amplio y complicado, entonces nos comprenderán. Pero no antes. ¿Puedo ayudarla en alguna cosa más?
Tras abandonar el Centro de Diagnósticos, Nastia y Dotsenko fueron a toda prisa a la Fundación de Ayuda a la Infancia creada por Alemania para los niños que necesitaban algún tratamiento médico. Para ser admitido en la fundación, el niño debía ser examinado por los especialistas del Centro de Diagnósticos. A los padres, esa revisión médica les salía gratis, ya que era el banco intermediario el que mandaba a los niños al centro y el que corría con todos los gastos. Luego, tras obtener el dictamen de los médicos del centro, los padres acudían a la fundación. Allí, los documentos presentados eran estudiados y se seleccionaba entre los niños a los que serían enviados a las mejores clínicas de Occidente. La fundación asumía parte de los costes del tratamiento aunque su función principal consistía en conceder al enfermo la posibilidad de desplazarse al extranjero e ingresar en una clínica que contase con especialistas necesarios. La fundación determinaba también el importe que los padres del niño enfermo debían abonar en concepto de tratamiento. Pero si el niño moría durante su estancia en la clínica, a los padres se les reembolsaba casi íntegramente el pago previamente satisfecho.
Lo que les contaron en la fundación les angustió más todavía. De los veintinueve padres que Alexandr Galaktiónov llevó al Centro de Diagnósticos, veintiséis presentaron sus solicitudes a la fundación. Cuatro de éstas fueron denegadas, los otros veintidós niños fueron enviados a centros médicos extranjeros. Fallecieron todos. Los padres de tres pequeños nunca acudieron a la fundación. Los niños en cuestión eran justamente aquellos que tenían una probabilidad, aunque mínima, de recuperación.
– Ya es suficiente, Misha, no lo aguanto más-declaró Nastia con un suspiro cuando salieron del lujoso edificio que albergaba la fundación alemana-. Tengo la sensación de que me han tirado a una cloaca. Ahora sólo nos falta ir a ver a las veintidós familias que perdieron a sus hijos, y preguntarles si han cobrado el dinero que la fundación devolvió. Estoy segura de que no han cobrado nada. Firmaron papeles mirándolos sin ver, con los ojos cegados por el dolor, y eso fue todo. No hablan ni leen ni alemán ni inglés. De todos los padres que acudían al banco intermediario para solicitar ayuda, ese cabrón escogía sólo a aquellos cuyos hijos padecían enfermedades especialmente graves, y probablemente terminales, que no sabían idiomas extranjeros y precisaban los servicios de un intérprete. El médico les dice que el niño no vivirá, y ¿qué les cuenta Galaktiónov a los padres? Aprovechando su ignorancia general y su desconocimiento del idioma, les calienta la cabeza con enorme agilidad. Por eso a los médicos les sorprendía tanto que sus trágicos veredictos nunca provocasen ni llantos ni crisis nerviosas a los padres. Pero lo más repugnante de todo es que abusaba de la confianza de un padre o una madre cuyo hijo se estaba muriendo y que tanto deseaba que le dieran al menos alguna esperanza. La esperanza de un milagro. En esta situación, la gente tiende a abandonar la actitud crítica y a creerse a pies juntillas cualquier disparate, sólo porque quieren creérselo con locura. Y ese sinvergüenza se aprovechaba de su estado de ánimo. Cuando un niño moría, el banco recibía de la fundación la transferencia del dinero que se devolvía a los padres. Galaktiónov les llevaba papeles, les señalaba con el dedo dónde tenían que firmar y pronunciaba unas palabras de condolencia. Los padres ni se enteraban de lo que estaban firmando, se marchaban y Galaktiónov se metía el dinero en su propio bolsillo. ¡Bazofia humana!
– ¿Y aquellos tres? -añadió Misha huraño, cogiendo a Nastia del brazo porque, absorta en su ira, ni se daba cuenta de que se metía en todos los charcos profundos, en los que el agua negra se mezclaba con la nieve sucia y húmeda-. ¿Qué les debió de decir? ¿Que no se podía enviar a sus hijos a curarse? ¿Por qué no fueron a presentar sus solicitudes a la fundación?
– Podríamos, por supuesto, preguntárselo a ellos, pero ya está claro que les contó alguna milonga. Les debió de contar que clínicas como la que necesitaban no existían o que las enfermedades de esa clase no tenían cura, o que su caso particular no cumplía con algún requisito. ¿Para qué iba a enviarlos al extranjero si había posibilidad de que el niño se curase? En este caso no se embolsaría la pasta.
– Pero si no perdía nada -objetó Misha-. No era él quien les pagaba el tratamiento. Podría haberlos mandado a la clínica, ¿qué le importaba?
– Nada. Esto es lo más asqueroso de todo. Probablemente, creía que las fundaciones benéficas existían con el único fin de engordarles las carteras a todos los espabilados Galaktiónov de este mundo, y no para ayudar a la gente y hacer bien. Ni se le pasó por la cabeza pensar que, ya que el banco había pagado de todos modos la consulta con el especialista para el niño que tenía una posibilidad de recuperación, ¿por qué no dejar que la fundación hiciese el resto? La fundación era para él un medio para desplumar a los desgraciados padres. ¿Se acuerda de cómo lo dijo la mujer de Galaktiónov, cuando vendió una vieja cerradura metida en la caja de cámara fotográfica?
– ¿«Me habría perdido todo el respeto a mí mismo»?
– Exactamente. Ya lo ve, Míshenka, ahora tengo la absoluta certeza de que, si el sumario de Dima Krasnikov, en efecto, fue a parar a las manos de Galaktiónov, Líkov está diciendo la verdad. Un sujeto de su calaña es muy capaz de anunciar a los cuatro vientos un secreto ajeno, de echárselo a un pedigüeño como si fuera un hueso de la mesa del gran señor, con tal de no apoquinar.
Misha tuvo el detalle de guiarla por la calle dando rodeos alrededor de los charcos grandes.
– ¿Va a su casa? -preguntó cuando se acercaron a la parada de autobús, y bizqueó los ojos intentando distinguir los números de las líneas apenas visibles en las tinieblas nocturnas.
– No, todavía debo pasar por el despacho. Esta mañana he salido corriendo en cuanto me ha llamado, y he dejado todos los papeles encima de la mesa, entre otros, los que tengo que llevarme a casa. ¿Y usted?
– Yo también voy para allá. Creo que éste nos sirve -dijo señalando con la cabeza el moderno Icarus que se acercaba a la parada repleto de gente-. Adelante, Anastasia Pávlovna, nos dejará junto al metro.
– ¡Pero qué dice, Míshenka! -exclamó Nastia espantada al ver una muchedumbre de pasajeros en su interior y otra, casi igual de nutrida, de personas que se disponían a atacar el autobús desde la calle-. Esto sería mi muerte. No puedo estar entre empujones en un ambiente donde no se puede respirar, me dará un soponcio. Vamos andando, andando, sólo andando.
– Pero queda lejos -le advirtió con toda honradez Misha, conocedor como era de las leyendas que corrían por el departamento sobre la increíble pereza de Anastasia Kaménskaya-. Andando tardaremos unos veinte minutos.
– Da igual -declaró Nastia y movió la cabeza para recalcar su decisión-. Siempre será mejor que desmayarme y tener que oler amoníaco para volver a la vida.
Se encaminaron despacio por la calle oscura e inhóspita. La impresión que les había causado la profunda amoralidad de Alexandr Galaktiónov resultaba tan impactante que, por algún motivo, a los dos les partía el corazón no ya mencionarla sino tan sólo pensar en ella. La acera era ancha, Nastia avanzaba casi sin mirar al suelo y no sospechaba que, en realidad, a partir de ese día, estaba caminando sobre una tabla estrechísima, a ambos lados de la cual acechaba… la muerte.
2
Al llegar a casa, lo primero que hizo Nastia fue meterse bajo la ducha caliente. Le parecía que la suciedad del alma de Galaktiónov, fallecido hacía ya algún tiempo, se le había metido en los poros de la piel. Obedeciendo al puro instinto, se lavó con ahínco, como si quisiera arrancársela.
Después de ducharse se sintió algo mejor. El dolor de la espalda se había atenuado, y habían desaparecido los desagradables escalofríos, esos compañeros suyos casi permanentes por culpa de la mala circulación. Nastia se preparó un café bien cargado, abrió una lata de conservas y cortó una rebanada de pan, pero de repente, al notar el olor de las conservas, guardó la lata en la nevera. No tenía apetito. En vez de comer, se metió entre pecho y espalda dos vasos llenos hasta los bordes de zumo de naranja helado que sacó de la nevera.
A pesar del café caliente, volvía a tener escalofríos. Se metió en la cama, se cubrió con dos mantas, enchufó el vídeo, introdujo la cinta de su concierto favorito que los tres grandes tenores -José Carreras, Plácido Domingo y Luciano Pavarotti- dieron en el Campeonato del Mundo de fútbol.
Nastia se dejó llevar con deleite por la brillante maestría de los cantantes, que en el campo, con O sole mio, estaban representando un auténtico espectáculo futbolístico, en el que intervenían un respetabilísimo y muy serio delantero centro, un risueño medio centro y un divertido e inquieto alevín que parecía corretear al lado del formidable veterano quejándose: «¡Deja ya de chupar pelota! ¡Pásamela a mí!». Había que poseer unas dotes cómicas extraordinarias para representar esas pasiones futboleras mientras interpretaban la popular canción napolitana. Y a modo de conclusión, por supuesto, sonó el Aria de Calaf, el gran Pavarotti nunca abandona el escenario de ningún concierto sin interpretarla. El público, sencillamente, no le deja. Nastia estaba dispuesta a ver una y otra vez, mil veces, cien mil veces, su cara ensimismada, que al final del aria iluminaba una sonrisa triunfal, y escuchar su espléndida voz que proclamaba: «Vxncerol Vincero!». En ese momento, ningún espectador dudaba de que ese sesentón rollizo y sudoroso, de poblada barba negra, dentadura de blancura deslumbrante e inevitable pañuelo en la mano, en efecto iba a derrotar al enemigo una vez se ponía al mando del ejército, tal como juraba el príncipe Calaf…
La ley de la vileza universal ordenaba que justamente en ese momento debía sonar el teléfono. Y, faltaría más, sonó.
– ¿Qué hay de tu vida, niña? -dijo la voz de Leonid Petróvich.
– Sin novedad.
– ¿Sigues pensando en casarte? ¿No has cambiado de idea?
– De momento, parece que no -bromeó Nastia sin ganas.
– Oye, ¿qué tienes allí? -preguntó el padrastro poniéndose en guardia al reconocer en el auricular la voz del famoso cantante-. ¿Es Pavarotti? ¿En qué canal lo dan? Espera, voy a poner la tele.
– Es el vídeo.
– ¿Desde cuándo tienes tú vídeo?
En la voz del padrastro resonó de repente la suspicacia. No se cansaba de repetirle a Nastia lo de «la doncella que honra pierde más feliz estará muerta». Un funcionario de policía no podía tener más que su nómina y las retribuciones por su actividad creativa y docente. Ni un céntimo debía provenir de otras fuentes. Aprobaba que Nastia aprovechase las vacaciones para ganar un dinerillo extra haciendo traducciones del inglés o francés para las editoriales, pero también estaba enterado de cómo y en qué gastaba sus ingresos, tanto los mensuales como los extraordinarios. De aquí que sabía muy bien que no se había comprado un vídeo y que no podía comprárselo a menos que pidiese un préstamo. Cosa que no sería propia de Nastia…
– Papá, no te preocupes, tengo el vídeo desde el mes de octubre. No es mío, es decir, no del todo…
– Anastasia, ¿de qué me estás hablando? ¿Es que ahora tenemos secretos?
– Papá, escucha…
De golpe sintió que las lágrimas, por traición, le asomaban a los ojos y que un calambre asqueroso -el anuncio de un inminente llanto- le inmovilizaba los labios. No podía ponerse a contarle la historia de Bokr [7], pues se echaría a llorar enseguida. Aquel hombrecillo pequeño y divertido, el presidiario lingüista e intelectual, cumplidor, imaginativo, dueño de su palabra, poseía todas las cualidades que se esperaban de un hombre de verdad. Ecuánime, reservado, dotado de tacto y comedimiento. Absurdo y a veces conmovedor, que reía con una risa estridente y alocada. Le trajo ese vídeo para que pudiera ver las cintas que filmaba obedeciendo sus órdenes cuando Nastia se ocupaba de una investigación extraoficial. Se lo trajo pero luego no se lo llevó porque le mataron. Murió en un hospital, delante de Nastia. Tal vez, algún día aprendería a hablar de él con calma, sin sucumbir a la histeria. Tal vez algún día…
– Te lo contaré luego. Eso es todo, papá, me estoy cayendo de sueño. Un beso -dijo en un tono relativamente normal para que Leonid Petróvich no se percatara de nada.
Colocó con suavidad el auricular sobre la horquilla, apagó deprisa el televisor y la luz, se derrumbó encima de la cama, hundió la cara en la almohada y dio rienda suelta a los sollozos.
3
Bajó de la cama moviéndose con cuidado para no despertar a la mujer y se deslizó hacia el pasillo de puntillas. Cerró tras de sí la puerta del dormitorio, respiró hondo, en el cuarto de baño descolgó del gancho el albornoz de listas oscuras y entró en la habitación que hasta hacía poco había sido de su hija y que, ahora que se había casado y vivía con la familia del marido, se había convertido en su estudio.
Lo había decorado con amor y sentido común. Compró las estanterías y luego las colgó personalmente en las paredes, recorrió tiendas de muebles hasta encontrar un escritorio a su gusto, grande y con una fila de cajones a cada lado, donde pudiera colocar ordenadamente todos los papeles y documentos sin confundir ni perder nada. La luz del día no le agradaba, por lo que hizo instalar en el estudio unas tupidas cortinas oscuras que siempre permanecían corridas y no dejaban pasar casi nada de luz, con lo que el cuarto se mantenía en una reconfortante penumbra.
También había sido él mismo quien perforó la pared que había junto al escritorio para instalar allí una pequeña caja fuerte. No guardaba en ella nada especial, para los documentos secretos utilizaba la de su despacho, pero quería crear la sensación de retraimiento, de aislamiento del mundo exterior, de sus familiares, la seguridad de que si le apetecía ocultarles algo, podría hacerlo. Lo que más odiaba era estar a la vista, cuando todo el mundo lo sabía todo de él. Esto no se aplicaba únicamente a los extraños sino, en la misma medida, a su mujer. La idea de que alguien supiese demasiadas cosas de él le resultaba insoportable, no porque tuviese algo que ocultar sino porque le producía el mismo efecto que si se encontrase desnudo en medio de la gente perfectamente vestida. Desde la edad más tierna defendía su derecho a poseer un secreto propio, puesto que en la barraca, donde vivían apiñados, sin caber ni de pie, se imponía la condición de indiscreción forzosa. Si a uno le daba diarrea, todos los demás se enteraban enseguida porque para ir al retrete, situado en el patio, se tenía que pasar debajo de todas las ventanas. En aquella barraca no se podía ocultar nada, ni una sola palabra, ni un solo gesto, por insignificante que fuera. Su infancia le había llenado de odio hacia la gente y había forjado su talante patológicamente retraído.
Ese estudio acabó por convertirse en su verdadera casa, en su refugio, en el único lugar donde encontraba al menos un simulacro de paz.
Encendió la lámpara de sobremesa pero no la luz del techo, marcó el código en el tablero de la portezuela, abrió la caja fuerte, extrajo una abultada carpeta y se sentó a la mesa. Hojeó con movimientos mecánicos, sin leer, las primeras páginas. Aquí estaban. Las fotos.
Las fotografías eran en blanco y negro pero aun así permitían ver con claridad aquello que deseaba ver. El hermoso cuerpo de Yevguéniya Voitóvich mutilado con el enorme cuchillo de cazador, y la sangre, la sangre, la sangre… Incluso muerta, incluso muerta de esa muerte tan espantosa, la mujer conservaba su belleza, y su maravilloso rostro seguía siendo hermoso, perfecto y lleno del misterio que él nunca penetró. «Quiero a mi marido», le había repetido. Tontita. ¿Cuál era la esencia de tu amor? ¿Para qué le querías? ¿Para dejar que, al final de todo, su mano de carnicero te aniquilase y martirizase?
Después de aquellas dos conversaciones por teléfono tardó en recuperar la serenidad. Tenía la impresión de haber rozado algo incomprensible y enigmático, algo que, por más que se esforzara, escapaba a su comprensión. Y entonces, por primera vez en su vida, se asustó de verdad. Tal vez no estaba tan bien como creía. Tal vez su frialdad emocional, que a él le parecía perfectamente normal, era en realidad un horrible defecto, un vicio, una malformación, una insospechada anormalidad. Pero eso significaría que el propio concepto de su yo, que tan minuciosamente había construido, estaba equivocado, que toda su vida había sido un error, que por lo bajo la gente se reía de él y le compadecía como se compadecía a los minusválidos y a los monstruos.
La idea le sorprendió de tan dolorosa que era. Y se puso a erigir en torno a su yo un muro de contención. Yevguéniya Voitóvich era una joven bobita y hueca, que por simplicidad se había creído las palabras leídas en los libros y las imágenes vistas en el cine. El amor no existía, no lo había, lo único que había eran distintas formas de convivencia de personas que por unos motivos u otros se aguantaban mutuamente. Aquí estaba la prueba definitiva de que el amor no existía. Aquí estaba esta prueba, la tenía en la mano, la acercaba a la luz, la estaba mirando, y era real. El amor, en cambio, era un mito.
Volvió la página y releyó con atención las escuetas líneas:
… Las superficies cutáneas… están manchadas de sangre. El cadáver se presenta tibio al tacto. El rigor mortis está poco pronunciado… La temperatura del cuerpo tomada en el recto mediante termómetro químico capilar… Al golpear bruscamente con el mango del martillo de reflejos la zona delantera del hombro derecho no cubierta por la ropa, se observa la tumefacción de los tejidos musculares en el tercio medio… La herida rectilínea vertical navicular de 3,8 cm (juntando los bordes)… Horizontal… de 3,6 cm de largo… Vertical… de 3,9 cm de largo… Horizontal… de 16,4 cm de largo…
Comprendía que no debería tenerlo en casa. No era por eso para lo que había hecho robar el sumario. Necesitaba recuperar la nota que Voitóvich había escrito antes de morir. El juez instructor se había negado a enseñársela, cosa que le infundió malos presentimientos. ¿Qué ponía? ¿Qué habría escrito ese cretino antes de ahorcarse? Era preciso conseguir la nota a cualquier precio, para destruirla o para asegurarse de que su alarma estaba inmotivada. La consiguió, y en efecto, la nota contaba muchas cosas pero los únicos que podrían comprenderlas eran los que ya LO sabían. Y lo sabía poca gente. A todos los demás la nota les parecería un delirio incoherente de un hombre corroído por el arrepentimiento después de haber perpetrado el cruel asesinato. Galaktiónov había hecho el trabajo pulcramente, y además eljuez de instrucción le ayudó sin sospecharlo. Se acobardó y se calló que, infringiendo lo dispuesto por todas las ordenanzas, siempre dejaba abiertos tanto el despacho como la caja fuerte. En vez de cantar la palinodia, al parecer, organizó un pequeño incendio encima de la mesa como excusa para explicar la desaparición de los sumarios. Bien hecho, miedica, pequeño gorrión gris timorato, eres más listo que un listón.
Junto con el sumario obtuvo también todos los materiales del caso. Estos protocolos. Y estas fotos. Las estaba mirando como hechizado. Aquí tenía la prueba de que estaba en lo cierto. De que él era un hombre perfectamente normal, y los demás, unos memos descerebrados, charlatanes de intelecto infra desarrollado. También ella… Ella le dijo que no, la pobre mema creía que se iba a enfadar por eso. Imbécil. Si no le hubiera rechazado, ahora estaría viva. Pues no, tuvo que decirle que si el amor aquí, que si el amor allá, que si quería a su marido. Bobadas.
El frío raciocinio le decía que debía quemar el sumario, tal como había quemado los otros tres, echar las cenizas en el váter y tirar de la cadena. Pero no podía privarse de esa prueba de su normalidad. La necesitaba. Esa prueba le proporcionaba fuerzas y seguridad en sí mismo. La seguridad de que era todo lo normal que el Homo sapiens podía ser. No era un monstruo. Simplemente, los demás eran unos seres primitivos y retrasados.
4
El director del instituto profesor Aljimenko oyó el teléfono desde el pasillo. Estaba a punto de marcharse al ministerio y en un primer impulso decidió no volver al despacho y no contestar. La secretaria Tánechka, que habitualmente se encontraba en la antesala, se había ido al cuarto de baño para lavar las tazas del té que por las mañanas el director compartía con sus favoritos. El teléfono de la mesa de la secretaria seguía llenando la antesala de estridencias, y sin saber por qué Aljimenko pensó que esa llamada no anunciaba nada bueno. En un acto reflejo, desanduvo lo andado y cogió el auricular.
Le llamaba el comandante Korotkov, aquel policía de Petrovka que se encargaba de restablecer el contenido del sumario quemado.
– Necesitamos hablar un minuto con usted y con algunos de sus compañeros, y firmar los protocolos. ¿Podrían estar todos ustedes en Petrovka a eso de las cinco?
– ¿Es que tenemos que ir todos juntos? -preguntó Aljimenko arrugando la frente-. No estoy seguro de que todos a los que quiere ver estén disponibles a esa hora.
– Es preciso que hagan lo posible para que así sea, Nicolai Nikoláyevich. El sumario contenía un documento que no podemos reconstruir sin la ayuda de todos ustedes juntos. Por eso le pido que vengan usted y el secretario académico del instituto, además, también tenemos que hablar con el jefe del laboratorio donde trabajaba Voitóvich, con su colega Jarlámov y con Guennadi Lysakov. ¿Sabe?, he pensado que si uno de ustedes cinco tiene coche, les será más cómodo venir aquí juntos, pues cabrían en un coche. Podría ofrecerles que viniesen por separado pero, a decir verdad, no dispongo de tanto tiempo. Ya he terminado todo lo que tenía que hacer hoy, me quedan un par de horas libres, y me he apresurado a llamarle.
– De acuerdo, tomo nota -accedió Aljimenko de pronto-. Gúsev, Borozdín, Jarlámov, Lysakov y yo. A las cinco.
– Exactamente -confirmó Korotkov animado-. A las cinco mandaré a alguien a la recepción para que los acompañe hasta mi despacho. No olviden traer sus pasaportes para que les dejen entrar.
Aljimenko echó una mirada al reloj. Estaba llegando tarde al ministerio, no le daba tiempo de buscar a Gúsev y a Borozdín. Abrió un cajón de la mesa de su secretaria con resolución, cogió una hoja de papel y con lápiz rojo, el primero que encontró, escribió con grandes letras: «Gúsev, Borozdín, Lysakov, Jarlámov: a las 16.00, en mi despacho. Dígales que cancelen sus compromisos a partir de esa hora».
5
Cuando los cinco, al alimón, bajaron del coche y entraron por la puerta de la recepción, ya los estaba esperando una rubia delgada y de cara insignificante. Borozdín la reconoció, había estado en el instituto junto con Korotkov.
– Buenas tardes -le saludó ella con amabilidad-. Los estaba esperando. Denme sus pasaportes, les harán los pases y les acompañaré arriba.
Unos minutos más tarde, subían la escalera en pos de la rubia. Los llevó a un despacho espacioso y confortable, donde había una mesa de trabajo enorme y, a su lado, otra de conferencias. Quien se sentaba presidiendo todo ese esplendor era Korotkov, y las estrellas de comandante de sus charreteras relumbraban alegremente. Se levantó con ligereza, incluso con ímpetu, para saludar a las visitas, les sonrió obsequiosamente, les ofreció asiento y ni siquiera miró a la rubia. Ésta se acomodó en silencio en un rincón, se sentó en un sillón, colocó sobre las rodillas una gran carpeta, al parecer vacía, y se preparó para tomar notas.
– Como, probablemente, ya sabrán ustedes -dijo Korotkov en cuanto los cinco se sentaron-, después de cometer el asesinato de su mujer Yevguéniya, Grigori Voitóvich fue apresado y recluido en una celda de detención preventiva donde se le mantuvo incomunicado. Tres días más tarde salió de prisión gracias a la autorización otorgada por el fiscal. Tanto el juez instructor como el fiscal afirman que su instituto había mandado una carta solicitando que le concedieran a Voitóvich libertad provisional, repito, provisional, con el fin de que pudiera terminar cierto proyecto importante y supersecreto. No les pregunto qué proyecto era aquél, no me concierne y no tiene la menor importancia. Pero para mi asombro, en la secretaría de su instituto no he encontrado ni rastro de la solicitud en cuestión. Por este motivo los he citado aquí, tanto a los representantes de la dirección del instituto como a los compañeros de Voitóvich que le conocían bien, como posibles autores de dicha petición, que tal vez redactaron animados por la pura compasión que les inspiraba aquel hombre. Repito, no voy a discutir ahora si hicieron bien o mal los que se empeñaron en sacar a Voitóvich de la cárcel. Actuaban de acuerdo con lo que creían necesario y no podían prever un desenlace tan desastroso. Me interesa otra cosa. Si del instituto ha salido un papel oficial firmado por un representante de la dirección, en la secretaría debe conservarse una copia. ¿Por qué no la hay?
Sobre la mesa de conferencias flotó un silencio de perplejidad.
– Es la primera vez que lo oigo -dijo al fin el director del instituto Aljimenko-. Precisamente no dejaba de preguntarme cómo pudo ser que un hombre que había cometido un crimen tan atroz saliese en libertad al cabo de tres días. Viacheslav Yegórovich, ¿sabe usted algo por casualidad?
– Nada en absoluto -declaró el secretario académico del instituto Gúsev.
– ¿Y usted, Pável Nikoláyevich? -le preguntó Korotkov a Borozdín, en cuyo laboratorio había trabajado Voitóvich.
– Tampoco. Es la primera vez que oigo hablar de esto -respondió-. A lo mejor, el juez instructor se confunde. Yo nunca firmé ningún papel, esto se lo puedo asegurar.
– ¿Y usted, Guennadi Ivánovich?
– No, no sé nada de esto -respondió Lysakov negando con la cabeza.
– ¿Valeri Iósefovich?
– Ni idea -contestó Jarlámov.
Desde su rinconcito, Nastia estudiaba con enorme atención a los cinco empleados del instituto, de edades comprendidas entre los cuarenta y cinco y cincuenta años, sin señas especiales, sin particularidades del habla. «Qué distintos son -pensaba Nastia-, qué poco se parecen, pero si tuviera que describirlos con palabras, le daría a cada uno la misma definición. Incluso los trajes que llevan son todos grises. El de Aljimenko es un temo oscuro de finas rayas azules, el de Jarlámov es oscuro también pero es un dos piezas y no tiene rayas, el de Gúsev es gris claro… También los peinados son casi idénticos, y los cinco empiezan a perder pelo, unos más, otros menos. Pero la expresión de la cara de cada hombre es diferente. Gúsev parece preocupado. Aljimenko, disgustado. Lysakov mantiene el gesto de frío distanciamiento, como si nada de esto le concerniese.
En el rostro de Borozdín se lee un vivo interés en lo que está ocurriendo. Pero Jarlámov da la impresión de ser presa del pánico. Me gustaría saber qué es lo que le produce tanto pánico. ¿No estará metido en el asunto?»
Sentado ante la larga mesa de conferencias, conservaba toda su calma, tamborileaba con los dedos sobre la superficie pulida y no apartaba la vista del comandante, robusto y risueño. Pero en su interior, el mundo se le estaba viniendo abajo.
«En el sumario no había ninguna solicitud. ¿De dónde ha sacado el comandante Korotkov esa idea? No había ninguna carta. Alguien está mintiendo, alguien quiere confundirnos, y luego a mí me tocará pagar los platos rotos. ¿Galaktiónov? ¿Mangó la carta del sumario? ¿Para qué? No, qué va, es una tontería, el instituto nunca mandó ninguna carta a la Fiscalía, sería imposible que lo hicieran sin mi conocimiento, está totalmente descartado. El propio Korotkov ha dicho que la secretaría no tiene la copia. Entonces, tampoco existió el original. ¿Y qué significa esto? ¿Que eljuez instructor miente? ¿Que soltó a Voitóvich y luego se inventó ese cuento de la carta que quedó destruida en el incendio? Es posible. Pero ¿para qué lo hizo? ¿Para qué puso a Grisa en libertad? ¿Le pagó alguien para que lo hiciera? ¿Quién? ¿Quién puede comprar a un juez de instrucción? ¿No será… Merjánov? Le avisé enseguida, nada más detuvieron a Grisa, de que el trabajo podía quedar parado. Merjánov debió de tocar algunas palancas, tiene enchufes poderosísimos, incluso ahora. O tal vez simplemente sobornó al juez instructor y al fiscal, les dio un pastón, más dinero del que podían soñar, tanto que nadie se habría atrevido a rechazarlo si quería conservar la vida. De aquí ese cuento chino de la carta. Pero si eso es cierto, si a Grisa le soltaron por la intercesión de Merjánov, ¿por qué narices ese puñetero aguilucho montañés no me ha dicho ni palabra? ¿No quería rebajarse a informarme? ¿Qué soy yo para él? Un peón, un chico para todo, un artesano y, encima, un infiel. Bueno, pase, lo aguantaré, puedo tragármelo todo por vivir como quiero vivir. Los desmanes de un necio no molestan ni ofenden. Sólo un acto de un adversario digno puede convertirse en injuria.»
– Tal vez uno de ustedes utilizó unos canales personales para dirigirse al ministerio y ayudar a Voitóvich. Tal vez uno de ustedes tiene amistades en la Fiscalía General y les pidió un favor. O tal vez las tiene en el Ministerio del Interior -continuaba haciendo preguntas indirectas Korotkov.
A cada una de las preguntas recibía cinco respuestas idénticas: «No, no tengo, no sé de qué me habla».
– Entiéndanme bien -proseguía intentando convencerlos-, no entra en mis atribuciones probar que a Voitóvich se le puso en libertad de manera ilegítima, a mí esto me da absolutamente igual. Se me ha encargado reconstruir los materiales del sumario quemado, y la legalidad o la legitimidad de esos materiales no me preocupan lo más mínimo. Pero si a Voitóvich le pusieron en libertad, lo hicieron basándose en algo. Por favor, traten de recordar, tal vez hablaron de la detención de Voitóvich con algún mando superior o con algún funcionario de la policía…
La puerta del despacho se abrió, en el umbral apareció un jovencito desgarbado embutido en un uniforme mal ajustado a su cuerpo gordezuelo.
– Disculpe -dijo en un tono curiosamente hogareño-. Hay una llamada para Kaménskaya.
– Que la pasen aquí -ordenó Korotkov lacónicamente fulminando al incongruente policía con la mirada.
Un minuto más tarde sonó el teléfono de la mesa de trabajo. El comandante descolgó y pasó el auricular a la rubia que había estado sentada en su rinconcito sin despegar los labios y que ahora se le acercó corriendo.
– ¿Diga? Sí, Nadiusa. Ahora mismo, un segundo…
Tapó el micrófono con una mano y se dirigió al comandante:
– Yuri Víctorovich, ¿cuándo podré marcharme?
– Ya estamos terminando. Dentro de unos quince minutos, creo -contestó Korotkov.
– Nadiusa, ¿puedes recogerme dentro de veinte minutos? No, no te preocupes, no hace falta que compres nada, conozco un sitio, nos coge justo de camino, allí lo venden a mitad de precio. Vale. Dentro de veinte minutos, pues. De acuerdo.
Veinte minutos más tarde abandonaron el edificio de la DGI en compañía de la rubia Kaménskaya. Justo delante de la puerta vieron aparcado un coche de un suave color celeste y, a su lado, apoyada con negligencia en el capó y con un fastuoso ramo de rosas en las manos, se apostaba una estupenda y despampanante morena ataviada con un abrigo de piel de diseño que le llegaba hasta los talones y que llevaba desabrochado dejando ver un exiguo vestido de seda y unas piernas impresionantes. Sonrió provocadoramente mientras sus ojos recorrían lentamente a los cinco hombres, luego su mirada se posó en su amiga y agitó la mano saludándola. Las puertas del coche se cerraron. Las dos jóvenes se marcharon.
– ¿Qué me dice? -preguntó Nastia con una tímida esperanza en cuanto el coche hubo dejado atrás el edificio de la DGI.
– Nada -suspiró Sitova cambiando de marcha-. Tampoco esta vez le he reconocido. Su compañero Dotsenko tenía tanta confianza en que podría reconocerle si le veía «de cuerpo presente», por alguna inclinación de la cabeza, por una mirada, por un gesto, en una palabra, por alguno de esos detalles que una fotografía raras veces capta. ¿Sabe?, su
Misha es tan simpático. Me gustaría tanto poder ayudarle y me sabe tan mal decepcionarle. Casi le mentiría, casi le diría que he reconocido al hombre -dijo riéndose.
– Dios nos libre -exclamó Nastia agitando las manos-. No se le ocurra. Le estamos muy agradecidos, Nadezhda Andréyevna. Perdone si la hemos molestado. Déjeme junto a alguna boca de metro.
También los cinco hombres se metieron en un coche. En el Volga de color beige que pertenecía a Viacheslav Yegórovich Gúsev.
– Qué cosa más rara, lo de esa carta -dijo Borozdín colocando sobre las rodillas su voluminoso maletín.
– Y que lo diga, Pável Nikoláyevich -le secundó Gúsev-. Pero, en realidad, nos han metido el dedo en el ojo. A ninguno de nosotros ni se le había pasado por la cabeza hacer algo por Voitóvich, intentar ayudarle de alguna forma. Nos apresuramos a ponerle el sambenito de asesino y le olvidamos, como si fuera un extraño y no un compañero que trabajó con nosotros más de diez años.
Pero la conversación pronto se desvió de Voitóvich para centrarse en los asuntos de trabajo.
– El 1 de marzo tendremos un consejo complicado. Se presentan dos doctorados, uno de los dos es muy cuestionable…
– Nunca más les mandaré trabajos a la sucursal de Kémerovo. Tienen cada papelito durante meses, como si pensaran vivir eternamente. No hay forma de que te envíen algo a tiempo…
– Lozovsky se ha vuelto completamente insoportable. Le invitan al consejo para hacer de oponente, y lo que hace es subirse a la tribuna y ponerse a contar batallitas. Está haciendo el ridículo…
– El tercer laboratorio se ha desmandado por completo.
Redactan los informes finales como si fueran los parciales, escriben cinco páginas y se quedan tan anchos; encima, de esas cinco páginas la primera es la portada y la segunda, la lista de los realizadores. Ya me dirán qué clase de informe es éste, tres páginas para hacer el balance de un trabajo de tres años. Y en cuanto a los informes parciales, ya ni siquiera se preocupan de escribirlos, se limitan a presentar una notita de dos párrafos. No sé qué piensan en el Departamento de Coordinación y Planificación, que les dicen amén a todo.
– Y qué otra cosa van a decirles si los dos jefes viven en la misma escalera y llevan a sus hijos al mismo colegio. Espera, ya verás como pronto ni notas escriben…
Participaba en la conversación mecánicamente, mientras hurgaba en la memoria repasando febrilmente todos los detalles del encuentro con Sitova. ¿Era posible que fuese amiga de aquella rubia, Kaménskaya? El mundo era un pañuelo. ¿Le había reconocido? ¿O no? ¿Le había reconocido o no? Se había quedado parada mirando a los hombres con esa sonrisa de putón verbenero, inspeccionó a cada uno de ellos como si les estuviera tomando medidas para saber a cuál llevarse a la cama. Creía recordar que a él le había escudriñado con más interés que a los demás. No, se lo habría parecido. ¿O a pesar de los pesares le había reconocido?
Pero lo había hecho todo bien, supo dominarse, no le tembló ni un músculo, no apartó la vista. Todos los tíos se habían quedado lelos mirándole las piernas, y él tampoco se quedó corto. Uno debía comerse con los ojos a ese cromo detonante, hacer otra cosa no sería propio de un hombre y, por consiguiente, habría resultado sospechoso. Se la comió con los ojos. No dejó de mirar ni por un momento a sus piernas, lo mismo que los demás, e incluso se esforzó por sonreír con admiración.
No, no creía que le hubiera reconocido…
Capítulo 7
1
– No ha servido de nada -constató Nastia después de escuchar el informe de Misha Dotsenko, que había estado observando el encuentro de los cinco empleados del instituto con Nadezhda Sitova.
No sólo esto, sino que había filmado a los cinco en vídeo y acababan de ver la grabación con suma atención, secuencia por secuencia. No, ninguno de los cinco se había puesto en evidencia.
– Un resultado esperanzador -dijo Nastia soltando una risita amarga mientras guardaba la cinta en la caja fuerte-. Una de dos: o somos unos ineptos totales y lo hemos hecho todo mal y no hemos buscado a quien había que buscar, o hemos topado con un adversario fuerte. Una hora entera de tratamiento de alta tensión, cuando Yura les estaba calentando la cabeza en el despacho del jefe con esa carta que nunca existió y, para rematar, la deslumbrante Sitova, con rosas y piernas… Esto no lo aguanta nadie si tiene algo que ocultar. Vale, pues sigamos viviendo. El aspecto físico no nos ha aportado nada, Sitova no ha reconocido a nadie, y nadie ha dado señales de conocerla a ella. El truco de la solicitud también cayó en saco roto. Uno de los cinco sabe a ciencia cierta que el sumario no contenía ninguna carta oficial y sin embargo ha sabido disimular. Las únicas pistas que nos quedan ahora son el arma del crimen, el cianuro, y la supuesta amistad que unía al criminal con Galaktiónov. También tenemos la nota que Voitóvich escribió antes de morir. Misha, usted se ocupará de la nota. Entretanto, Yura y yo debemos librar una batalla de importancia local y darle un vapuleo a Lepioskin.
Después de mandar a Dotsenko a identificar a los que habían visto y leído la nota que Grigori Voitóvich había redactado antes de morir, Nastia fue a informar al jefe. Tuvo que hacer un acopio de voluntad para reprimir la risa: ayer mismo, en ese mismo sillón, ante esa misma mesa se sentaba Korotkov, joven y vigoroso, dueño de unos poderosos bíceps, una sonrisa seductora y relucientes estrellas de las charreteras, y ahora el sillón volvía a estar ocupado por el gordo Gordéyev el Buñuelo, de aspecto hogareño, traje de paisano y una calva inmensa.
– Adelante, Nastasia -la saludó el coronel, ocupado en buscar algo entre los abundantes papeles que cubrían la mesa-. Creo que nuestro querido Korotkov ayer me chorizo mi bolígrafo favorito. No consigo encontrarlo. Se os deja el despacho por un momento y arrambláis con todo.
– Busque mejor-le aconsejó Nastia.
Recordaba con claridad que el día anterior Yura había estado jugando con ese bolígrafo, dándole continuas vueltas entre los dedos y luego, por puro automatismo, se lo guardó en el bolsillo de la guerrera. El mismo ni se acordaría ahora, sobre todo porque su guerrera había retornado al armario para esperar allí tiempos mejores, y Yura tardaría en volver a ponérsela.
– Hay que fastidiarse -continuaba gruñendo Gordéyev abriendo uno a uno los cajones de la mesa y revisando su contenido-. Dichosos detectives, la madre que os parió, menudos luchadores contra la delincuencia estáis hechos. Y, por cierto, todos con título universitario, todos juristas de pro. Oficiales. No se puede dejar aquí nada, se quedan con todo y luego ponen los ojos de carnero degollado y dicen: «Pero cómo se le ocurre, camarada jefe, no hemos cogido nada, no hemos tocado nada, no hemos visto nada, seguramente usted lo habrá confundido con la salchicha y se lo ha zampado». ¿Y a ti qué te pasa? -dijo levantando bruscamente la cabeza.
– Lo que me pasa, Víctor Alexéyevich, es que Lepioskin y Olshanski se me han juntado y no consigo separarlos.
– ¿Cómo es eso?
– Que se han convertido en hermanos siameses. Lepioskin lleva el asesinato de Galaktiónov y Olshanski, la divulgación del secreto de adopción, pero son, como ahora sabemos, la copla y el refrán de una misma canción. Oficialmente trabajamos con Lepioskin, a Olshanski le ayudamos bajo cuerda pasándole la información sobre el caso de Galaktiónov. Comprenderá que esto no puede continuar así. Estamos sentados sobre un polvorín. Mientras intentemos servir a dos jueces diferentes, nunca resolveremos el asesinato de Galaktiónov. Pero si juntamos los dos casos y se los entregamos a Lepioskin, me dará el telele. Y Misha Dotsenko abrazará la poligamia. Para subsanar lo que Igor Yevguényevich ha estropeado, Mijaíl ha tenido que enamorar a medio Moscú, o casi. El interfecto tenía muchas amigas, Lepioskin se las arregló para insultarlas a todas, y cada una de ellas salió de su despacho llevándose no sólo una viva animadversión hacia el juez instructor, sino también informaciones que no había compartido con él.
– ¿Me estás diciendo que Lepioskin es un indocumentado y que no quieres trabajar con él? -preguntó Gordéyev mirando fijamente a Nastia y abandonando la búsqueda infructuosa del extraviado bolígrafo.
– Usted sabe perfectamente lo que le estoy diciendo -respondió Nastia con irritación-. Lepioskin es un buen especialista, tiene una gran formación jurídica, no hay duda de que trabaja a conciencia, no escatima esfuerzos, es un caballo de carga. Si eso no fuera así, difícilmente habría pasado tantos años dedicándose con éxito a investigaciones de delitos económicos. Y si se hubieran conocido sus peculiaridades de antemano, se podría haber pensado algo para contrarrestarlas y evitar sus nefastas consecuencias. Pero ahora nos encontramos ante esta situación: Misha vuelve a interrogar a todas las testigos, Igor Yevguényevich se entera y le monta una pequeña escena, le dice que a qué viene esto, quién le mandaba hacerlo, quién le ha autorizado, cómo es que se toma esas libertades. La buena educación de Misha no le permite mandar a Lepioskin a hacer puñetas y explicarle a las claras que lo que está haciendo es rectificar sus propias melonadas. Pero como Lepioskin, Dios no lo quiera, se entere de nuestra secreta colaboración con Olshanski, le dará un ataque. O si no, nos estrangulará a los dos, a mí y a Misha. O nos pegará un tiro, ya que ahora los funcionarios de la Fiscalía tienen licencia de armas.
– Menos lobos, hija mía -rezongó Gordéyev-. ¿Qué es lo que quieres que haga? ¿Que me adelante y estrangule a Lepioskin? No acabo de captar el sentido de tus lamentos.
– Quiero -dijo Nastia Kaménskaya en voz muy, muy baja- que abra su caja fuerte y saque cierta carpetita de color verde. Una carpeta delgadita, ¿sabe?, aquella que tiene lazos blancos.
El coronel se quedó mirándola un largo rato sin apartar la vista y, al parecer, hasta sin parpadear. Luego exhaló:
– Hay que ver qué cabrona eres, Anastasia.
Sería difícil decir si en sus palabras había más asombro o admiración.
2
El jefe de la unidad de instrucción de la Fiscalía Municipal conversaba con Igor Yevguényevich Lepioskin y apenas conseguía oír lo que él mismo decía.
– Pero no acabo de comprender por qué me quita el caso de Galaktiónov -protestaba Lepioskin-. ¿Qué motivos tiene para creer que no voy a poder con ese caso? Se ha realizado mucho trabajo, se ha interrogado a mucha gente, y de pronto quiere dárselo a otro juez instructor.
– Ya le he explicado que no se lo doy a otro juez sino que junto dos sumarios de dos crímenes diferentes, puesto que se ha comprobado que están estrechamente relacionados. Y tampoco lo hago porque crea que es usted un mal juez de instrucción, sino porque será más rentable desde el punto de vista de la calidad de la instrucción, para que sea más completa y objetiva.
– Pero ¿por qué no hacerlo al revés? ¿Por qué no me pasa el caso de Olshanski? ¿Por qué, en vez de pasármelo a mí, me quita el mío para dárselo a él? ¿Acaso he hecho algo mal? ¿Tiene razones para creerme incompetente? Soy su subordinado, y para mí es importante comprender los motivos que llevan a mi superior a tomar una decisión u otra. ¿Cómo quiere que trabaje con usted si no comprendo sus exigencias?
«Dices que no las comprendes -pensó con angustia el jefe de la unidad de instrucción-. Como si hubiera algo que comprender. Hay un pecado, no demasiado antiguo, del que casi nadie está enterado. Pero da la casualidad de que entre los enterados está el tozudo de Gordéyev. Yo ya ni me acordaba de que lo sabía. Me preguntó si al juntar los sumarios no se podría dar ese nuevo caso a Olshanski, hacerle el único responsable. Y yo, viejo cascarrabias, dejo de lado las cautelas, cojo y le suelto alegremente: "Según lo reglamentado, los sumarios se juntarán como ampliación del caso de Lepioskin, y no veo por qué razón usted, mi estimado Víctor Alexéyevich, se mete donde no le llaman. Esto es una diócesis aparte, y el que corta el bacalao aquí soy yo". Entonces me ha recordado cómo acato yo mismo los reglamentos, en particular, aquella vez cuando por mi escrupuloso respeto a las reglas del juego murió un ser humano, una muchacha de diecisiete años. Nadie me echó la culpa de forma oficial pero Lártsev presentó su informe, y allí lo explicó todo tal como había acontecido. A juzgar por todo, Gordéyev puso ese informe a buen recaudo aunque Lártsev creo que ya lleva un año retirado, desde que le dieron la pensión por invalidez. Gordéyev es un hombre sencillo, ése no se sale por peteneras, no se anda por las ramas, sino que coge y me suelta a bocajarro: "Una de dos, o bien hoy se olvida de sus tontos reglamentos y en adelante se guardará muy mucho de admitir en la Fiscalía a cada puñetero pelagatos, o si no, hoy mismo haré llegar a los padres de la muchacha la dirección de su piso de la ciudad y la de su enorme y hermoso chalet". Es de suponer que al hablar de "cada puñetero pelagatos", se refería a usted, Igor Yevguényevich. ¿Qué habrá hecho, amigo mío, para cabrearle tanto?»
– No necesito que mis subordinados comprendan los motivos que me guían para adoptar decisiones -le contestó a Lepioskin con frialdad-. Pero sí exijo que, una vez tomadas, las acaten sin discutir ni criticarlas. ¿Lo comprende, Igor Yevguényevich?
– Sí, lo comprendo.
En los ojos de Lepioskin se encendieron desagradables chispas de rabia. Pero al jefe de la unidad de instrucción no le importó. Prefería que uno de sus subordinados, un juez de instrucción, le odiase, a que los padres de la muchacha obtuviesen la dirección del verdadero culpable de la muerte de su hija.
3
Nastia y Yura Korotkov intentaban aclarar la cuestión siguiente: ¿dónde podía conseguir un ciudadano ácido cianhídrico? La pregunta resultó ser sencilla y complicada al mismo tiempo. El ácido cianhídrico se utilizaba en la minería, en la industria textil, así como en los procesos de galvanoplastia y en la fotografía. Aparte de esto, se empleaba ampliamente para diversos trabajos de laboratorio. Por un lado, el control del almacenamiento y suministros del cianuro era más que riguroso pero, por otro, en Moscú había miles de sitios que lo utilizaban. ¿Por dónde empezar la búsqueda?
Evidentemente, tenían que empezar por el propio instituto, decidió Nastia. Había que averiguar cuál de los cinco sospechosos tenía acceso al cianuro, cuál de ellos pudo haberlo robado o, tal vez, haberlo cogido de forma perfectamente legal.
– Verá usted -le explicaba a Nastia el técnico de uno de los laboratorios del instituto-, para robar el cianuro es imprescindible llevarse la ampolla entera. Pero aquí todas las ampollas están contadas y numeradas; cuando recibimos del almacén una ampolla nueva y la abrimos, lo apuntamos en el registro y firmamos. Por ejemplo, mire aquí, a primeros de septiembre recibimos cien ampollas. Ahora abrimos el registro y vemos que todas llevan números consecutivos, del 1 al 27, y al lado vienen las firmas de los que las cogieron para utilizarlas en sus trabajos de laboratorio. Luego abrimos el armario y comprobamos las ampollas que quedan. Aquí las tiene, desde el número 28 hasta la ampolla número 100. Puede contarlas si quiere.
Nastia las contó. Luego revisó los números. Cada ampolla llevaba una etiqueta con el número y dos firmas. «Está bien ideado -pensó-, una buena medida de seguridad por si alguien decide, en vez de robar la ampolla, sustituirla y dejar en el armario una sustancia que a primera vista podría pasar por cianuro pero que en realidad es inocua.» A juzgar por las marcas en el cristal, la ampolla que se encontró en el piso de Sitova procedía del mismo fabricante que suministraba el cianuro al instituto. Pero las cien ampollas estaban en su sitio, ya fuese dentro del armario, ya entregadas a unos u otros trabajadores del laboratorio, como lo acreditaban sus firmas.
– Dígame, ¿podría alguien aprovecharse de que un compañero ha recibido el cianuro que necesita para su trabajo y coger una mínima cantidad de la ampolla abierta? Mínima, literalmente.
– En un principio, es posible -convino el técnico tras reflexionar unos instantes-pero depende de para qué lo necesite. Si lo que quiere es llevarlo a su mesa para utilizarlo de inmediato, pues esto es el pan nuestro de cada día. Pero si lo que pretende es llevárselo a su casa para envenenar a alguien, lo tendrá difícil.
– ¿Por qué?
– El cianuro es una sustancia altamente volátil, hierve a la temperatura de 20o C. Se descompone con rapidez. De aquí que lo guardan en envases herméticos siempre, puesto que, una vez abierto el envase, el cianuro empieza a transformarse en potasa. ¿Recuerda que en los libros sobre la posguerra se contaba que a falta de jabón la gente utilizaba potasa para hacer la colada y fregar el suelo? Es un ejemplo de lo inocuo que se vuelve el cianuro. De modo que sólo hay dos soluciones: utilizar el cianuro en el acto o robar la ampolla herméticamente cerrada.
– ¿Puede un empleado del instituto firmar en el registro conforme ha cogido la ampolla para trabajar y luego llevársela?
– Puede -asintió el técnico sonriendo-. Pero en este caso corre el riesgo de que se realice un inventario por sorpresa. Las sustancias tóxicas no se entregan a los científicos sino a los técnicos y secretarios, quienes antes de empezar a trabajar reciben las correspondientes instrucciones y disponen de cajas fuertes donde deben guardar estas sustancias. El que firma conforme ha recibido la ampolla asume la total responsabilidad sobre ella. Y tiene que devolverla una vez usada. Mire -dijo abriendo otro libro de registro-, aquí se anotan las ampollas devueltas. La devolución se realiza ante varios empleados, aquí tiene las firmas. De las veintisiete ampollas entregadas, veintitrés han sido devueltas, las otras cuatro están en poder de los técnicos.
– ¿Podemos comprobarlo ahora? -preguntó Nastia esperanzada.
– Si quiere -contestó el técnico encogiéndose de hombros-. Vamos a verlos.
En media hora recorrieron los cuatro laboratorios que, según el registro, habían recibido las cuatro ampollas que aún no habían sido devueltas. Las cuatro ampollas estaban en su sitio. Todo coincidía: los números, las firmas, incluso el papel cuadriculado de las etiquetas.
A todas luces, la ampolla encontrada junto al cuerpo de Galaktiónov no procedía del instituto. ¿De dónde, entonces?
Nastia volvió a estudiar las fichas del Departamento de Personal, los cuestionarios rellenados por los sospechosos. «Intentemos abordar la búsqueda de las fuentes del cianuro desde otro extremo.»
4
Estaba mirando la espalda de Kaménskaya, que en ese momento salía del laboratorio, y luchaba por dominar los latidos frenéticos del corazón. Ya lo sabía, tarde o temprano acabarían por descubrir lo de Galaktiónov. Si no, ¿a qué venía comprobar las posibilidades del extravío del cianuro? Pero ¿cómo se les habría ocurrido suponer que entre Galaktiónov y el instituto existía una relación? ¿Cómo? ¿Qué error había cometido?
«Tranquilo -se dijo a sí mismo-, no te dejes llevar por el pánico. El asesinato de Galaktiónov no ha sido resuelto, por lo tanto, la policía continúa buscando de dónde habrá salido el ácido cianhídrico que se utilizó para envenenarle. Eso es todo lo que están haciendo, buscar. Y buscan en sitios donde ese ácido se utiliza. Luego irán a las fábricas de pieles, y después darán una vuelta por los talleres de revelado de fotografías. Tranquilo, todo está en orden. En la investigación del caso de Voitóvich, quien manda es aquel comandante, creo que Korotkov se llama, la chica es una simple recadera, se sienta en un rincón, se está calladita, baja a buscar a las visitas. Probablemente, está haciendo prácticas o algo por el estilo. Es muy joven. Forma parte del equipo que trabaja en el caso de Galaktiónov, y le ha tocado recorrer los sitios donde se emplea cianuro. Eso es todo. ¿Cuál es la diferencia entre la policía y un centro científico? Ninguna, excepto que los policías llevan charreteras. Un científico puede encabezar un grupo de desarrollo de un proyecto y al mismo tiempo puede ser consultor científico de otro y coejecutor de otros cinco. Cada científico participa en cinco proyectos como mínimo. Lo mismo les ocurre a los agentes operativos: en una investigación eres un peón, en otra te confían alguna tarea y tienes tu parcela de trabajo propio, pero cada detective siempre colabora con varias investigaciones a la vez. Eso es, no hay ningún motivo de alarma.»
Debía reconocer que, lo había hecho todo bien y que había sido previsor, por un lado, al elegir cianuro para liquidar a Galaktiónov, que en el instituto estaba al alcance de cualquiera, de modo que, si se trataba de buscar sospechosos, la sospecha recaería sobre toda la plantilla en su conjunto; y por otro lado, al no llevarse el veneno del laboratorio. Justamente porque había previsto que podía ocurrir precisamente lo que estaba ocurriendo. En realidad, no se lo había llevado. De ninguna parte. ¡Ay, qué listo era!
5
Emplearon otros dos días en comprobar a los familiares, allegados y amigos de los cinco sospechosos. A Nastia le daba vueltas la cabeza, Korotkov simplemente estaba medio muerto de cansancio.
Esa investigación parecía cosa de brujería, no había forma de eliminar de la lista de sospechosos a ninguno de los cinco para así reducir al menos un poco el volumen de investigaciones individuales. Desde que fracasaron sus estratagemas -la carta, Sitova-, ya no se atrevía ni a soñar con eliminar de ese quinteto a un único sospechoso. No quedaba más remedio que ir rondándolos larga y cautelosamente, sometiendo a escrupulosos análisis toda la información obtenida, y esperar a que se desvaneciesen las sospechas que pesaban sobre cada uno de los cinco.
Por si fuera poco, todos tenían la posibilidad de conseguir cianuro a través de algún familiar o amigo. ¿Por qué esas cosas tenían que ocurrir justamente con las investigaciones criminales que llevaba ella?, pensaba Nastia contrariada, mirando y remirando los apuntes que cubrían su mesa.
La mujer del director del instituto Nicolai Nikoláyevich Aljimenko era ingeniera en jefe de una enorme fábrica de calzado.
El cuñado del secretario académico del instituto Viacheslav Yegórovich Gúsev era joyero y utilizaba cianuro para aplicar el oro molido sobre las piezas.
La sobrina del jefe del laboratorio Pável Nikoláyevich Borozdín trabajaba como secretaria en el Instituto de Minería.
La hija del jefe del proyecto científico Guennadi Ivánovich Lysakov estaba casada con un fotógrafo.
Y, por último, el colaborador científico Valeri Iósefovich Jarlámov tenía un vecino que solía acompañarle en sus excursiones de pesca y que trabajaba en la industria textil y tenía muchísimos amigos en diferentes fábricas textiles.
Emplearon otro día más en recorrer esas cinco empresas y cotejar las marcas estampadas en la ampolla encontrada en el piso de Sitova con las de las ampollas utilizadas en esos sitios. No sirvió de nada. En las cinco empresas las ampollas de cianuro provenían de otras tantas fábricas químico- farmacéuticas, todas ellas distintas de la que había «suministrado» el veneno que mató a Galaktiónov.
Pero Nastia no se desanimaba. Todavía quedaban muchas posibilidades de llevar a cabo otras averiguaciones, los fracasos sólo avivaban su encono, le daban alas.
– Otro golpe en falso -le anunció con alegría a Korotkov-. Menudo criminal nos ha tocado en suerte, así da gusto trabajar. ¿Sabes?, si a pesar de todo un día resolvemos este asesinato, me cobraré un gran respeto a mí misma. Palabra de honor.
– ¡Cielos! -exclamó Korotkov llevándose las manos a la cabeza-. Ojalá que te cases pronto. Estás a punto de cumplir los treinta y cinco…
– A punto, no -rectificó Nastia-, faltan cuatro meses todavía. Soy géminis, nací en junio.
– Bueno, da lo mismo, tienes treinta y cuatro, que, dicho sea de paso, también son unos cuantos. Deberías estar lavándole camisas a tu marido, haciéndole guisos y potajes, criando a los hijos y tenerte respeto por todo eso, y no porque puedas echarle el guante al degenerado de turno.
– Yura, cariño, ya es un poco tarde para reeducarme, compréndelo. Tú mismo acabas de decir que pronto voy a cumplirlos treinta y cinco. Soy como soy, ya no hay nada que hacer. En cuanto a lavar camisas y hacer potajes, de eso nada, aunque revientes de la justa indignación aquí mismo, delante de mis ojos. Nunca voy a hacer esas cosas, nunca, y ya está.
– Me gustaría saber quién lo hará si tú no lo haces.
– Chistiakov. Que siga cobrando sus lucrativos honorarios en dólares, que se compre electrodomésticos de fantasía y que me lleve a cenar a restaurantes. Yo no me caso para ser ama de casa.
– Qué dura eres, Aska -suspiró Korotkov-. Bueno, ¿qué hacemos ahora?
– Probemos la dirección inversa. Como no nos dejan entrar por la puerta principal, vayamos hacia la escalera de servicio. Pediremos a la fábrica químico farmacéutica que nos mande la lista de empresas a las que suministra cianuro. Luego iremos a esas empresas y allí buscaremos el rastro que nos conduzca hacia uno de nuestros cinco doctos varones.
– Vaya tute -dijo Yura con gesto dubitativo.
– Nooo, de tute, nada -le contradijo Nastia y cabeceó alegremente-. Se me acaba de ocurrir una idea loca…
– ¿A ver? -le preguntó Korotkov animado-. Anda, dímelo.
– No, no te diré nada. Te vas a reír. De veras, de veras, es demasiado descabellada. Será mejor que la ponga a prueba yo solita.
– Como quieras.
Resolló con enfado y empezó a prepararse para marcharse a casa.
6
Al última hora de la tarde del día siguiente, Nastia tenía delante de sí la lista de las empresas e instituciones a las que la fábrica químico farmacéutica número 16 suministraba cianuro en ampollas. Echó una ojeada a la lista y lanzó un suspiro de angustia. Tenía la impresión de que su idea loca, aquella que no había querido compartir con Korotkov, era la acertada. Pero si era así, entonces, el asesino al que quería identificar podía resultar aún más cruel y peligroso de lo que se imaginaba. Y era muy probable que enfrentarse con él no tuviese nada que ver con la cuestión del respeto hacia sí misma de Anastasia Kaménskaya, sino que se convirtiese en un juego a vida o muerte. Esta conclusión le produjo honda inquietud.
La lista de empresas citaba la fábrica de joyería El Diamante, y era precisamente en esta fábrica donde trabajaba un tal Setunov, amigo del alma del difunto Galaktiónov.
– Yura, corre, vamos a ver a Setunov -ordenó Nastia tras cotejar la lista de empresas con la de los amigos y conocidos de Galaktiónov.
Nastia y Korotkov fueron zumbando a casa de Vasili Setunov. No tuvieron suerte: el hombre estaba borracho.
Borracho hasta el punto de no acabar de comprender quién y para qué habían ido a verle. Al parecer, había estado bebiendo en compañía de su propia esposa, que se encontraba bastante achispada pero mantenía cierta lucidez mental e incluso podía expresarse de forma coherente. Dado el estado de ambos, no era posible interrogarles.
– Aquí les dejo una citación -dijo Korotkov en voz alta, hablando despacio, mientras colocaba la citación en un lugar visible-. Mañana, a primera hora de la mañana, en cuanto se despierten, quiero que vayan corriendo a la Fiscalía, a ver al juez de instrucción Olshanski, aquí pone el número del despacho. ¿Han comprendido?
– Hummm -masculló Setunov asintiendo con la cabeza, pero era evidente que no había comprendido ni una palabra.
– Claro que hemos comprendido -le aseguró la no tan achispada esposa-. Pero ¿qué quieren? ¿Y si se lo decimos ahora de una vez, y nos ahorramos el viaje, eh?
Miró a los ojos de Nastia con aire de súplica, probablemente, porque le había parecido más blanda y compasiva.
– Adelante, pregúntenos, les contaremos todo lo que sabemos. No hagan caso de que estamos pilili, lo entendemos todo… Estamos perfectamente bien, camaradas policías…
– Vamonos de aquí -dijo Yura, y tiró a Nastia de la manga-. Tal como están, no nos sirven de nada. Nos soltarán un cuento chino…
– Qué pena -suspiró ella-. Tendría toda la noche para inventar alguna idea aprovechable.
– La noche está para hacer el amor y dormir, y no para inventar ideas aprovechables -pontificó Korotkov-. Ya que piensas dejar la vida de soltera, has de quitarte también los malos hábitos.
De nuevo, Nastia volvió tarde a casa. Y, por primera vez en muchos años, de pronto pensó en lo bonito que sería que la esperasen luces encendidas, la mesa puesta y Liosa. Últimamente le daba miedo dormir sola. Antes no le pasaba nunca. Había empezado hacía algo más de un año, justamente cuando a Volodya Lártsev le ocurrió aquella desgracia. Los criminales que intentaban asustarla se habían apoderado de las llaves de su piso y se lo hicieron saber enseguida al dejar la puerta abierta. El miedo que pasó aquella noche, sola en el piso que los criminales habían abierto, no lo había experimentado en su vida, y no volvió a experimentarlo luego. Sin embargo, algo de aquel miedo seguía acompañándola desde entonces.
Tras cerrar la puerta desde dentro, se dejó caer cansadamente en la silla de la cocina y reflexionó con pereza sobre lo que podía cenar. Además de unas latas de conservas de carne y de pescado, en la nevera había huevos, medio bote de ketchup, mayonesa, un trozo de queso que aún era posible consumir si lo pasaba por un rallador. Podía hacerse una tortilla a la francesa. O preparar una ensalada con dos huevos duros y las conservas de pescado. También podía elegir lo más fácil: echar sobre la sartén dos rebanadas de pan y espolvorearlas con queso rallado. Hacer café y tomárselo con las tostadas. ¿Acaso no era buena cena? Lo importante era que prepararla sería rápido y no requeriría esfuerzos.
Molió café en grano, vertió en la cafetera turca el agua hirviendo y la dejó en el fuego, que bajó al mínimo. A Nastia le gustaba el café bien cocido y macerado. Sacó el rallador y, despellejándose los dedos, ralló el queso, que tenía la consistencia de una piedra, lo echó encima de las rebanadas de pan blanco levemente untadas de ketchup, que se freían en la mantequilla, y tapó la sartén. El encanto de esta clase de cenas consistía en que, para prepararlas, una no necesitaba ni levantarse de la silla. La cocina del piso de Nastia era minúscula, y la había amueblado de modo que podía alcanzar la nevera, los fogones y el armario colgado sin moverse de la silla.
Esperando a que se hicieran el café y las tostadas, encendió un cigarrillo, se reclinó sobre el alto respaldo de la silla y volvió a darle vueltas en la cabeza al asesino de Galaktiónov. Si no estaba equivocada, no sólo era más peligroso de lo que había pensado. Era aún más vil y repulsivo que el propio Galaktiónov. Ahora podía entender por qué tuvieron que volver a verse. El 22 de diciembre, en el piso de Sitova, Galaktiónov le entregó los sumarios robados. En teoría, ese día debía cobrar la retribución apalabrada. ¿A qué venía celebrar un nuevo encuentro? Nastia suponía que, por algún motivo, el 22 de diciembre Galaktiónov no recibió el dinero pero, a decir verdad, no conseguía dilucidar ese motivo. Sasha el Whist, aventurero y estafador, jamás habría entregado a su cliente los sumarios sin cobrar. Acostumbrado como estaba a jugar con la credulidad de los demás, evitaba caer en el mismo error. «¿Y si suponemos que, tras coger los sumarios y entregar el dinero, el futuro asesino de Galaktiónov le encargó a éste otra tarea? Por ejemplo, que consiguiese el cianuro.» Y sería ese mismo cianuro el que emplearía para envenenarle durante su nueva visita. Contaba con que, para un juez instructor poco perspicaz, su muerte pasaría por suicidio, puesto que el cianuro se lo había procurado el propio difunto. También la ampolla estaría a la vista, allí donde supuestamente se le había caído al fallecido. En el caso de que el juez instructor descartara el suicidio, tampoco pasaría nada, no tenía importancia. Busquen ustedes al asesino. No le encontrarán ni aun buscándole con candil…
El fuerte olor a pan quemado la devolvió a la realidad. Demonios, ¡era incapaz de preparar siquiera una comida tan sencilla!
Al sacar las tostadas de la sartén y servirse un café fuerte y aromático, Nastia Kaménskaya pensó por enésima vez que había hecho bien al aceptar por fin casarse con Chistiakov. A su lado se sentía tranquila, cómoda y segura, a su lado no tenía miedo. Además, a Chistiakov la comida no se le quemaba nunca.
7
Nastia se consumía de impaciencia esperando la llamada del juez de instrucción Olshanski. ¿Y si la resaca le impedía a Setunov acordarse de que la noche anterior habían venido unos policías y le habían dejado la citación? ¿Y si la había perdido y no sabía adónde tenía que ir ni por quién debía preguntar? ¿Y si aún continuaba borracho? Llevaba llamando a casa de Setunov desde primera hora de la mañana pero nadie cogía el teléfono.
Olshanski la llamó alrededor de las doce.
– Oye, Kaménskaya, ¿de dónde has sacado a ese trompeta que me has mandado? -gruñó en el auricular el familiar falsete-. Despide tales efluvios que me ha empañado las gafas. Bueno, ha confesado que le proporcionó cianuro a Galaktiónov. Dos ampollas. Eres una chica lista, no sé cómo lo has adivinado. ¿Cómo se te ha ocurrido?
– No lo sé -dijo Nastia con una risa de alegría-, probablemente, de pura desesperación. Como no conseguía establecer la relación entre el veneno y el asesino, había que intentar buscar la que unía el veneno con la víctima. En realidad, la idea no es demasiado novedosa, en la literatura mundial ha sido utilizada con creces.
– Oye, oye, no me metas los dedos en el ojo, no soy tan ignorante, así que deja eso -declaró Konstantín Mijáilovich con su habitual estilo cortante-. Yo también leo libros. Cierto, se conocen muchos casos de criminales que usan alguna sustancia que pertenecía a la víctima. Pero que el asesino le pida a la víctima que le procure el veneno, y que luego le administre el veneno en cuestión, eso ya, bueno, lo supera todo… Es lo mismo que obligarle a cavar su propia tumba o hacer el nudo en la soga. Que el asesino de Galaktiónov fuera capaz de hacerlo no es, por supuesto, ningún timbre de gloria para él. Pero ¿a ti cómo se te ha ocurrido siquiera pensar en esto? Una criatura frágil, ojitos azules, pelillos blancos, susceptible como una rosa, siempre eres la que se compadece de todos y se toma a pecho sus desgracias. ¿Creías que no lo sabía? Lo sé de sobra. Pues dime, ¿cómo se te ocurre a ti, tan buena y tan sensible, llegar a esos pensamientos tan asquerosos e idear esas conjeturas tan repugnantes, eh? Para pensarlo hay que poseer una mente perversa y odiar a la humanidad, pero tú, tú la amas. ¿O no la amas y sólo finges amarla?
– Konstantín Mijáilovich, no le servirá de nada tratar de sacarme de quicio -contestó Nastia haciendo un esfuerzo por no alzar la voz y conteniendo a duras penas la rabia que bullía en su interior-. Si éste es el objetivo que persigue, démoslo por alcanzado y empecemos por fin a trabajar con normalidad. No me gusta que los hombres, por muy jueces de instrucción de la Fiscalía Municipal que sean, discutan mi aspecto físico, y encima, haciendo uso de diminutivos cariñosos. Sé que no le caigo bien, que no puede ni verme, pero no tengo la menor intención de ahorcarme de pena. Y puesto que ni usted ni yo pensamos presentar la dimisión en un futuro histórico inmediato, le propongo que nos dominemos, porque de todas todas tendremos que trabajar juntos, y en más de una ocasión. ¿Cree que podríamos pactar algo y calcular un denominador común, o considera que es del todo imposible?
– Escucha, Kaménskaya, creo que ese amor propio tuyo te ha vuelto majara -respondió el juez instructor sin inmutarse-. ¡Pero si te estoy alabando, tontita! ¿Es que no lo comprendes? ¡Alabando! Pero si acabo de decirte que eres una chica lista. ¿Qué mosca te ha picado? Bueno, ya sabes, es mi modo de hablar, podrías haberte acostumbrado ya, que no nos conocemos desde ayer, ¿eh?
– Pero por qué tiene que tratarme como a una niña…
De repente, la voz de Nastia se entrecortó y soltó un sollozo.
– Porque es lo que eres, una niña. Mi hija mayor tiene casi la misma edad que tú. ¿Cuántos años tienes? Veintisiete o por ahí, ¿no? Y yo ya he cumplido los cuarenta y seis, casi podría ser tu padre. Así que no tienes derecho a enfadarte.
– Tengo treinta y cuatro. Pronto voy a cumplir los treinta y cinco -contestó Nastia resoplando.
– ¡Venga ya!
– Se lo juro por Dios, Konstantín Mijáilovich, ¿por qué no se lo pregunta a alguien? Todo el mundo lo sabe. ¿Quiere que le traiga mi pasaporte para que lo vea con sus propios ojos?
– Pues tienes el aspecto de una chávala. ¿Cómo lo haces? ¿Tomas el elixir de la juventud?
– No, paso hambre y vivo sin preocupaciones. No tengo ni familia ni hijos, lo único que tengo es mi trabajo. Éste es todo el secreto.
– Eres de lo que no hay -se admiró sinceramente Olshanski-. Perdona si te he dicho algo que te haya molestado. Hacía mucho que quería hablarte, incluso te mandé señales a través de Dotsenko pero no te dabas por enterada de mis indirectas. ¿Pelillos a la mar?
– Pelillos a la mar -exhaló Nastia aliviada.
Bueno, un problema menos.
Setunov se había procurado dos ampollas de cianuro para dárselas a Galaktionov. Le gustaría saber qué había sido de la segunda ampolla. En el piso de Sitova no estaba. Tampoco habían encontrado el veneno ni en casa de Galaktionov ni en su lugar de trabajo en el banco. ¿Dónde estaría? La pregunta era, sin lugar a dudas, retórica, ya que la respuesta parecía evidente: la segunda ampolla de cianuro la tenía el asesino. ¿Cómo decía Bernard Shaw? Aquel que robó la gorra es quien le dio el pasaporte a la abuelita. Si encontrasen la ampolla, encontrarían al asesino.
8
Cuatro personas habían leído la nota que Grigori Voitóvich escribió antes de morir: su madre, el médico de la ambulancia y el policía que acudieron en respuesta a su llamada, y el juez de instrucción Oleg Nikoláyevich Baklánov. Misha Dotsenko juzgó que quien mejor recordaría el texto de la nota sería el juez instructor, ya que sin duda la había leído más de una vez. Empezaría por él, pues.
Pero la conversación con el juez instructor no arrojó la luz esperada. No recordaba bien el texto, que, según aseguró, era incoherente.
– Eran unas divagaciones sin pies ni cabeza -le explicó a Misha-. Parece que tengo la culpa pero no la tengo, mi culpa es tremenda pero no es mía… O algo así.
– Trate de recordar, ¿qué le produjo la sensación de que aquella carta era incoherente? -preguntó Dotsenko armándose de paciencia-. Tal vez había palabras omitidas y le resultaba difícil captar el sentido de las frases.
– No, no creo.
– Tal vez las frases estaban inconclusas, incompletas.
– No, no recuerdo que hubiese algo así.
– Tal vez había palabras que no entendía. Términos científicos, nombres que le resultaron desconocidos.
– Sí, me parece que algo de eso sí hubo… ¿Sabe?, mientras estaba leyendo la carta, de pronto tuve la impresión de que era una sarta de disparates. A primera vista, todo estaba claro, bien expresado, y luego, de golpe, ¡zas! Y no se entendía nada de nada.
«"¡Zas!, y no se entendía nada de nada." Habría que darte palos hasta en las orejas para que te acordaras de lo que se debe hacer cuando de tu despacho desaparecen los sumarios. Así que en la segunda mitad de la carta o tal vez hacia el final había una frase difícil de comprender. Hace falta reconstruirla como sea.»
Después de Baklánov, le tocó el turno a la madre de Voitóvich, ingresada en una clínica a raíz de las dos tragedias sucedidas en tan breve espacio de tiempo. Esa mujer de setenta años, hasta hacía poco fuerte y enérgica, había sucumbido a la decrepitud, le costaba hablar y no se levantaba casi nunca de la cama. Recibió a Misha con gesto de alarma y desconfianza.
– ¿A qué viene todo eso? -le dijo en voz baja-. Se ha quemado el sumario, pues qué le vamos a hacer. Esto no me va a devolver a Grisa. Y tampoco resucitará a Zhenia.
Tuvo que pasar un largo rato al lado de la anciana hasta que la tranquilizó y la convenció de retroceder hacia aquel día horripilante, cuando volvió a casa después de hacer la compra y encontró a su hijo con la soga en el cuello.
– ¿Sabe lo que me extrañó? Parecía que se había quitado la vida porque no conseguía aceptar su pecado, haber matado a Zhenia. Pero a todo eso, en la carta no había ni una palabra de arrepentimiento. Reconocía su culpa pero no se arrepentía. ¿Me comprende? Y no decía ni una palabra del pecado, de la pena, del arrepentimiento. No hablaba más que de la culpa. Mi culpa, la culpa no es mía, tengo la culpa, no tengo la culpa… Y al final ponía algo del todo incomprensible, algo sobre el infinito.
– ¿Qué, exactamente? -preguntó Misha poniéndose en guardia-. María Davídovna, cariño, haga el favor, acuérdese, ¡es muy importante!
– No -contestó la anciana negando con la cabeza-. No podré recordar las palabras exactas y no quiero contarle una cosa por otra. Decía algo sobre la culpa y el infinito.
Con el médico y el policía que habían estado en el piso de Voitóvich, Misha adoptó otro tono. Los hizo sentarse ante él y le dio a cada uno una hoja de papel.
– Escriban lo que recuerden -les dijo-. Aunque no sean frases completas, aunque sólo sean palabras sueltas.
Cuando el médico y el policía habían garabateado unas cuantas palabras, les ordenó:
– Y ahora, intercambien las hojas y corrijan lo que ha escrito el otro.
Los dos hombres volvieron a quedar absortos en el trabajo. De pronto, el médico levantó la cabeza.
– No, no lo decía así -le dijo al policía-. No ponía «no tengo la culpa» sino «la culpa no la tengo yo». Recuerdo que en aquel momento pensé: «¿Quién si no?».
– ¿Cuál es la diferencia? -preguntó el policía desconcertado.
– La diferencia es notable -aclaró Dotsenko-. Cuando alguien dice «no tengo la culpa» se está justificando. Cuando dice «la culpa no la tengo yo», esto implica que la culpa la tiene alguien más y que el que está hablando sabe quién es en concreto. ¿Cierto?
– Cierto -convino el médico enseguida-. Ésta fue la impresión que tuve al leer la nota. Además, al final decía algo sobre las raíces… No logro acordarme.
– ¡Eso es! -se animó el policía-, «Las raíces de nuestra culpa se ocultan en el infinito.» Recuerdo que entonces pensé: «Pobre hombre, está desbarrando».
– ¿Está seguro? ¿Se acuerda bien de aquellas palabras?
– Es cierto lo que dice -corroboró el médico-. Eso era, exactamente, lo que ponía. Sabe, era justamente esta frase la que producía la sensación de que era un texto ininteligible. Al principio todo tenía coherencia: «No tengo la culpa pero sí la tengo porque he dejado que eso ocurra». Algo así, más o menos. Y luego, de pronto, esa incongruencia sobre el infinito.
– ¿No se les ocurre nada? ¿Qué piensan que quería decir? -preguntó Dotsenko por si acaso.
– No -contestaron al unísono-. Una frase sin ningún sentido.
9
Estaba sentado a la mesa de su despacho revisando los resultados de las pruebas. Bueno, el trabajo avanzaba de forma más que satisfactoria. A lo mejor, el aparato estaría listo antes aun del plazo que había prometido a Merjánov. Se tendría que ajustar un poco esta lámina, reforzar el contorno derecho, reducir en una tercera parte la superficie del plano A-6 y aumentar en una octava el A-2. Iba a ser un primor de aparato. También las dimensiones eran las apropiadas, desmontado cabría en un maletín.
A ver si Merjánov no se la jugaba. Podía llevarse el aparato y no abonar el precio. ¿Quién sería el valiente que le obligase a apoquinar entonces? Por el momento, claro estaba, tenían interés en el aparato y bastaba con darles un telefonazo para que viniesen corriendo. Pero luego… si te he visto, no me acuerdo. Debería inventar alguna bonita añagaza, tender una red de seguridad para conseguir cobrar, para que no le tomasen el pelo. Aquella gente, por su parte, era muy capaz de venirle con cuentos, decirle por ejemplo que no soltarían la pasta hasta que probasen el aparato, que igual les estaba colocando una filfa. Tendría que ir con ellos para estar presente en las pruebas de campo. ¿Y cómo iba a ir? Iría pero tal vez nunca volvería. ¿Qué era para ellos? Un infiel…
¿O debía invitar a su representante a que viniese aquí, llevarle al instituto, enseñarle el funcionamiento del aparato en condiciones de laboratorio, coger la pasta y acompañar al invitado junto con el aparato hasta la puerta? Desde luego, eso sería lo más seguro. Pero en condiciones de laboratorio, el aparato no produciría el mismo efecto. La mercancía había que mostrarla en todo su esplendor. Y, en este caso, el esplendor debía tener cara humana y no un hocico de rata o ratón.
Se dio cuenta de que, ensimismado, estaba trazando con un lápiz sobre el papel un ocho tumbado. El símbolo matemático del infinito. Se había relajado, ¡había bajado la guardia de forma imperdonable! Arrugó el papel y lo tiró a la papelera. Se secó las manos, de repente húmedas, respiró hondo. Tenía la sensación de haber estado a punto de agarrar un cable de alta tensión y sin aislamiento, y de haber escapado de la electrocución por los pelos.
Reflexionó un instante, recuperó de la papelera la hoja arrugada, la colocó en el cenicero de metal y le prendió fuego. Eso estaba mejor.
Capítulo 8
1
Nastia decidió dedicar el domingo a familiarizarse con los programas de ordenador que podría utilizar para su trabajo. Liosa le había traído uno que permitía explorar el mapa de Moscú y, llena de entusiasmo, se puso manos a la obra.
Colocó delante de sí los datos estadísticos de todo el año anterior y sus propios informes analíticos, que cada mes preparaba para Gordéyev, y empezó a marcar en el mapa de la ciudad los sitios donde se habían cometido asesinatos y violaciones. Señaló con puntos verdes los crímenes resueltos. Y con los rojos los que seguían sin resolver.
Quedó absorta en el trabajo llenando con los puntitos multicolores el mapa de Moscú que resplandecía en la pantalla del monitor. Los puntitos se fueron multiplicando, Nastia empezó a sentir irritación en los ojos. Decidió tomarse un descanso y preparar café.
Media hora más tarde volvió junto al ordenador, que seguía encendido, y se quedó de una pieza. En la parte derecha de la pantalla, la correspondiente al distrito Este de Moscú, se veía con nitidez una elipse verde formada por los puntos que indicaban los lugares de crímenes resueltos. La elipse tenía una forma perfectamente regular y estaba orientada de noreste a suroeste.
«Estoy viendo visiones -pensó-. Es fruto de mi imaginación enfermiza. Seguramente, la tensión y el cansancio me han afectado a la vista y ahora sufro alucinaciones.»
Retornó a la cocina, se sentó, se tapó los ojos, esperó unos minutos. Luego se acercó al ordenador de nuevo. La elipse seguía en su sitio. Lo malo era que ahora le parecía ver otra, situada en la misma zona pero algo más arriba. Esa segunda elipse representaba una forma regular de color gris claro, el del fondo del mapa, pues allí casi no había puntitos, ni rojos ni verdes.
«No cabe duda, me habré equivocado al introducir los datos -decidió Nastia-. O si no, es un virus. Aunque ¿de dónde habrá salido? El equipo es completamente nuevo, hace cuatro días que lo tengo, no lo ha utilizado nadie más que yo.»
Pasó el antivirus: todo estaba correcto, el ordenador no estaba infectado. Borró del mapa todos los puntos y empezó de nuevo. Comprobó cada dirección dos veces antes de marcarla en el mapa. Tres horas más tarde, en el territorio del distrito Este volvían a dibujarse dos elipses, una verde y la otra de color gris claro. Sus ejes largos se tocaban, de modo que las dos elipses formaban un ocho de bucles desiguales. El bucle claro era más largo y ancho; el verde, más corto y estrecho.
«Esto es imposible. Lo estoy soñando», se dijo Nastia con rotundidad, pensando que ese misterioso ocho carecía de cualquier explicación racional. Sacó otra tabla de estadísticas, donde los crímenes no estaban clasificados según habían sido resueltos o no, sino por los tipos: malos tratos, conducta antisocial, estafas, ajustes de cuentas, agresiones sexuales. Abrió un nuevo mapa y volvió a poner las marcas. Esta vez utilizó cinco colores. A medida que el mapa iba cubriéndose de puntitos, Nastia comprobaba horrorizada que en el distrito Este volvía a dibujarse el maldito ocho. Esta vez, en el bucle inferior predominaban los colores negro y lila, los correspondientes a los parricidios y asesinatos relacionados con la conducta antisocial, mientras que el bucle superior continuaba siendo de color gris claro.
«Me estoy volviendo loca. Necesito con urgencia tomarme unas vacaciones y descansar. Dormir mucho y comer bien. Y no pensar en el trabajo. Sólo me falta perder la chaveta a los treinta y cinco años, y justamente en vísperas de la boda.»
El tiempo se le había ido volando, ya eran casi las nueve de la noche. Nastia apagó el ordenador, cenó, permaneció unos veinte minutos bajo la ducha caliente. Luego se sirvió en un vaso dos dedos de martini, el mejor somnífero de los habidos y por haber, y se metió en la cama.
Se despertó a medianoche, salió de la cama y volvió a encender el ordenador. El ocho seguía en su sitio. Nastia amplió la imagen, las dos elipses multicolores se expandieron, sin dejar de tocarse, por toda la pantalla, y miró en qué calle se situaba el punto de intersección de los bucles. Era la misma calle donde se encontraba el instituto.
2
Lo primero que hizo fue hablar con el policía del barrio. El capitán tenía una incipiente tripita, unos cuarenta años, pelo ralo y nariz cubierta de venillas rojas.
– Qué quiere que le diga, éste es un barrio de rompe y raja -se lamentó el hombre-. Tenemos una escuela de formación profesional de no te menees, allí no hay ni un adolescente normal, todos se drogan, se emborrachan, roban, se lían a bofetadas. Luego también tenemos un colegio de enseñanza secundaria, sus alumnos tampoco son ningunos angelitos, no pasa un día sin que tengan que avisar a la policía. Sea porque los chicos la han emprendido a tortazos entre ellos, sea porque le han dado una paliza a algún pobre muchacho que pasaba por la calle. Ni que estuvieran poseídos. Antes no sucedían estas cosas. Y lo que ocurre en las casas, ¡ni se lo imagina! Los maridos pegan a las mujeres, las mujeres a los hijos, los pequeños a los viejos, los crios torturan a los perros y a los gatos. No sé dónde iremos a parar. Se diría que la gente ya no bebe tanto como antes, también tiene más posibilidades de ganar dinero, no acabo de comprender de dónde sale todo ese odio.
– Ha dicho que antes no ocurría nada semejante -observó Nastia-. ¿Quiere decir que hace poco que han empezado a pasar esas cosas?
– Hace unos seis meses, más o menos -explicó el locuaz policía del barrio-. Lo que más rabia me da es que antes trabajaba en el distrito vecino. Y solicité el traslado el año pasado. Allí todo era paz y tranquilidad. Se diría, una pensión de señoritas de familia bien. Si lo hubiera sabido, jamás me habría marchado. Sólo lo hice por mi chaval. Aquí hay un colegio inglés justo al lado de la comisaría, matriculé al chico y después pedí el traslado para llevarle al colegio por las mañanas, y luego poder echarle una ojeada, por si las moscas… Ya me entiende.
– Aquel otro distrito, donde trabajaba antes, ¿siempre había estado tan tranquilo?
– Pues ahí está el problema, que no. Cuando tramité el traslado, los dos distritos andaban a la par. Por eso pensé entonces que qué más daba dónde trabajar. El trabajo era, '] más o menos, el mismo. Quién iba a pensar que las cosas se torciesen de ese modo.
– ¿Por qué cree que se han torcido? -preguntó Nastia perdiéndose ella misma en suposiciones-. ¿Cree que en su territorio opera algún grupo criminal que, por ejemplo, suministra droga a los chavales?
– No, me habría enterado -respondió el policía del barrio negando con la cabeza-. A lo mejor, yo solo no hubiera podido con ellos, eso seguro, pero enterarme, me habría enterado. Además, un grupo criminal no tiene nada que hacer aquí. Todo lo que hay por aquí son bloques de viviendas, no tenemos ni empresas ni concesionarios de automóviles ni bancos. Cierto, hay un buen hotel, pero nada más. En el distrito vecino sí tienen empresas, pero allí todo está en paz.
– No entiendo nada -dijo Nastia encogiéndose de hombros-. ¿Por qué sus vecinos viven en paz y aquí hay esa situación tan grave? Tiene que haber alguna explicación.
– Quizá la haya -contestó el capitán, y se encogió de hombros a su vez-. Ustedes allí, en Petrovka, están arriba de todo, ven más lejos, así que, ¿quién más indicado para encontrarla?
Nastia regresó a su despacho angustiada y cansada. El ocho no había sido un sueño, pero el hecho de su presencia seguía escapando a su comprensión. ¿Tendría algo que ver el instituto? ¿No se referiría a ese ocho el malogrado Voitóvich cuando escribió: «Las raíces de nuestra culpa se ocultan en el infinito»? El ocho tumbado, el símbolo del infinito…
3
– Víctor Alexéyevich, tengo una verdadera empanada mental. En ese instituto está ocurriendo algo. Necesito a un experto en dispositivos de alimentación de antenas.
– Espera, espera, no corras tanto -gruñó Gordéyev-. Cálmate y empieza por el principio.
– Quiero comprobar que en el tejado del instituto no esté instalada alguna sofisticada antena, una que emite unas ondas que tienen efectos relajantes sobre el sistema nervioso cuando salen orientadas en una dirección y que mandan en dirección opuesta una especie de «bucle de realimentación» de acción totalmente contraria. El bucle de realimentación siempre es más corto y más estrecho, lo que coincide exactamente con lo que podemos observar en este mapa. Mire, la zona de «paz» es más amplia; la de las manifestaciones violentas, más reducida. Pero se tocan justo en el punto donde está situado el puñetero instituto. Todo parece indicar que es aquí donde hay que buscar la solución a todo lo que le ocurrió a Voitóvich.
– ¿Y cómo piensas buscar la dichosa solución? -iniquirió Gordéyev.
Se había metido la patilla de las gafas entre los dientes, tenía la costumbre de morderla en momentos de reflexión, y entonces seseaba al hablar.
– Necesito hablar con alguien que entienda de radiaciones electromagnéticas y conozca bien el tipo de problemas que estudian en el instituto. Pero no puede ser ninguno de los que trabajan allí.
– ¿Por qué no? ¿Es que sospechas de todos sus empleados sin excepción?
– Claro que no, sin embargo…
– Intentaré encontrar a alguien. ¿Algo más? ¿Piensas investigar un día el asesinato de Galaktiónov o es que ahora tienes un hobby nuevo, la física de ondas?
– Cuando comprenda qué es lo que está pasando en ese instituto, le diré quién ha envenenado a Galaktiónov.
– Vale, vale -masculló el Buñuelo-. En buena hora lo digas.
4
Por la noche volvió a sentarse en el estudio a mirar las fotos. No quería confesarse a sí mismo que había deseado a
Yevguéniya Voitóvich larga y apasionadamente. «¿Cómo puede nadie desear "eso"?», se preguntaba con ironía mientras miraba las terribles heridas que habían destrozado aquel maravilloso cuerpo. ¿Acaso se podía desear a una mujer de la que habían escrito: «Los órganos sexuales exteriores presentan un desarrollo normal. La circunferencia del ano en estado contraído (antes de introducir el termómetro) está limpia. El examen táctil de los huesos largos de las extremidades no ha revelado indicios de fracturas».
Una vez más, decidió hacer un esfuerzo y destruir la «prueba», quitársela de encima para siempre. Y una vez más comprendió que no podía. Necesitaba que esos protocolos y esas fotos siguiesen dándole la razón. Nadie los encontraría mientras viviera. Y después de morir le daría igual…
Faltaba poco, muy poco, para que por fin cobrase el dinero que iba a darle la libertad. No se iría de Rusia por nada en el mundo, carecería de sentido. El extranjero no le atraía en absoluto, no deseaba ni lujos, ni éxito, ni limusinas, ni chalets con piscina y criados. Lo que sí deseaba era tener una casa -una casa grande y de construcción sólida situada en medio de un bosque- y un todoterreno para ir de compras una vez a la semana, o mejor aún, una vez al mes. Y nada más. No necesitaba nada más. Vivir apartado del mundo, no ver a nadie, no oír a nadie. Divorciarse, dejarle a la mujer el piso de Moscú, y que se las apañase como quisiera. A ella no le dolería, todo lo contrario, probablemente, se alegraría de quedarse sola en un piso de tres habitaciones. Ella no le quería… ¿Cómo? ¿Qué era eso que acababa de pensar? ¿Que no le quería? Había que ver, se rió para sus adentros, llevaba demasiado tiempo pensando en Yevguéniya, recordando lo que le había dicho, y por automatismo había empleado una de sus palabras. Por lo demás, tampoco su mujer parecía enterada de que el amor no existía, puesto que también ella aplicaba a su propia vida y la de él esa vara de medir, tonta e irreal. En el curso del último mes se había levantado mil veces por la noche para permanecer horas largas en el estudio sin que ella se despertara nunca, sin que se percatara de su ausencia en una sola ocasión. Seguro que su proposición de divorciarse y marcharse cada uno por su lado la alegraría. El no le hacía falta. Como, por lo demás, tampoco ella le hacía falta a él.
Se puso a soñar en la casa que se iba a construir en la espesura del bosque. De ladrillo, por supuesto. Dos plantas, con garaje y sauna. Con un sótano bien seco, para utilizarlo como despensa. Con una caldera individual, para no pasar frío. Necesitaría muchísimo dinero para instalar allí la electricidad y el teléfono. Pero siempre que Merjánov no se la jugara, tendría dinero de sobra.
Se llevaría los libros y a Diamante, el setter irlandés negro de patas rojas y con unos conmovedores redondeles, rojos también, encima de los ojos. Diamante era el único ser en el mundo que no le sacaba de quicio.
5
Para ir al Ministerio de las Ciencias, Nastia tenía que escoger un atuendo que no desafiase las normas del decoro. Por consiguiente, los téjanos y el jersey quedaban descartados. Permaneció un buen rato delante del ropero abierto reflexionando sobre lo que podía ponerse para sentirse cómoda y, al mismo tiempo, dar la impresión de seriedad y formalidad. Al final se decidió por un pantalón negro y una chaqueta verde oliva con acabados negros. Había comprado ese traje en otoño pagándolo con el dinero de su hermano, que se empeñó en hacerle un regalo, pero hasta ahora no lo había estrenado. Y, al parecer, después de esa visita al ministerio tampoco volvería a ponérselo.
Gordéyev estaba esperándola en el vestíbulo. El coronel no ocultaba su nerviosismo.
– ¿Te das cuenta de adonde vamos y para qué? -inquirió Gordéyev cuando se encaminaron por el pasillo, largo y alfombrado-. Vamos a ver a un hombre serio para formularle una grave acusación contra el instituto cuyo trabajo supervisa. No tenemos nada que hacer aquí si no disponemos de pruebas contundentes, sólo haremos el ridículo.
– Hagamos el ridículo, pues -contestó Nastia indolente-. Que se rían de nosotros, si a cambio obtenemos respuestas a nuestras preguntas; por lo menos podremos estar seguros de que esa pesadilla que me estoy imaginando no existe en realidad. Creo que es mejor esto que seguir con las dudas. ¿No?
– No -contestó el Buñuelo desabridamente buscando con la mirada la puerta del despacho donde les estaban esperando-. Yo, querida, ya no tengo edad para hacer gansadas. En este país, dicho sea de paso, hay libertad de prensa, y mañana en la sección de humor de los periódicos puede aparecer la historia sobre los analfabetos que trabajan en Petrovka velando por el descanso de los confiados habitantes de Moscú. Pondrán que sacábamos malas notas en el colegio y que no tenemos ni idea del curso de física elemental. Por otra parte, en literatura no bajábamos de sobresalientes y todos, como un solo hombre, nos tragamos las novelas de ciencia ficción. ¿No se te habrá olvidado cuántos años tengo?
– Pronto cumplirá cincuenta y cinco.
– Exactamente. Y si tú, hija de la grandísima, me haces quedar en mal lugar, te cortaré la cabeza. ¿Está claro?
– Está claro, Víctor Alexéyevich. Me cortará la cabeza.
– Es aquí. Adelante.
En la antesala se sentaba una muchacha con cara de rata. Rezumaba mal genio. Al ver a Gordéyev y a Nastia apenas levantó la cabeza, coronada por un severo moño, y clavó la vista en los recién llegados sin pronunciar palabra.
– Tenemos una cita con Nicolai Adámovich -anunció educadamente Gordéyev.
La mujer se puso en pie en silencio y entró en el despacho por una puerta forrada de polipiel roja. Medio minuto más tarde estaba de vuelta y, sin abandonar su mutismo, se colocó al lado de la puerta abierta, una mano en el pomo. A todas luces, esto significaba que podían pasar.
Nicolai Adámovich Tomilin recibió a sus invitados con afabilidad, les pidió que se sentaran en unos sillones, les ofreció té y café. Gordéyev rechazó la oferta, Nastia dijo que tomaría café.
– Les escucho con mucha atención -declaró Tomilin luchando con el jadeo asmático-. ¿Qué es lo que ha traído a una mujer tan encantadora a nuestro aburrido ministerio, que sólo se ocupa de la ciencia?
– Nicolai Adámovich -empezó Nastia-, ¿por casualidad el instituto que usted supervisa ha desarrollado algún proyecto relacionado con la emisión de radiaciones que influyen favorablemente sobre el sistema nervioso o sobre la psique humana?
– ¿Qué la ha llevado a hacerme una pregunta tan estrambótica? -preguntó Tomilin, y su orondo cuerpo se agitó blandamente, lo que al parecer en su caso era un equivalente de la risa-. ¿Desde cuándo la policía criminal siente curiosidad por los problemas científicos relacionados con la radiación electromagnética?
– Le voy a explicar a qué se debe nuestro interés en el instituto.
Sacó el mapa y en pocas palabras resumió el estado de la delincuencia en el territorio de las dos elipses. Por supuesto, no mencionó para nada ni a Voitóvich, ni el robo del sumario, ni a Galaktiónov.
– Hemos tropezado con este inexplicable fenómeno mientras estábamos analizando las estadísticas anuales. ¿Sabe?, se trata de un trabajo de rutina que hacemos cada año. A primeros de febrero todos los datos ya están recogidos, y por estas fechas solemos empezar a analizar los actos criminales del año anterior.
– Pero ¿qué le hace suponer que el trabajo científico del instituto tiene algo que ver con estos dos distritos? -preguntó Tomilin con retintín.
– Porque el instituto se encuentra aquí, justo en medio, mire, Nicolai Adámovich.
Nastia señaló con el bolígrafo el punto del mapa donde convergían la elipse gris y la negra y lila.
– ¿Y qué? -preguntó el hombre sin inmutarse.
– Hasta donde recuerdo mis clases de física, esto puede estar relacionado con el efecto de inversión -empezó a decir Nastia, pero Tomilin prorrumpió en estentóreas carcajadas antes de que pudiera terminar.
Su orondo cuerpo se estremecía, y daba la impresión de que de un momento a otro desbordaría el sillón como la masa de pan que ha subido demasiado. Su risa se mudó en una tos insidiosa acompañada de silbidos y jadeos, el hombre extrajo de un cajón de la mesa el aerosol y se roció con la medicina el interior de la boca. Poco a poco fue recuperando el aliento.
– ¿Dónde ha estudiado física si me permite preguntarle?
– En el colegio.
Estuvo a punto de añadir que se trataba de un colegio especial, donde la física y las matemáticas se estudiaban con más profundidad que en otros colegios, pero por algún motivo se mordió la lengua.
– ¿Cuánto hace de esto? ¿Unos diez años?
– Casi veinte ya -confesó Nastia con sinceridad.
– Querida, no lo tome a mal, pero en este caso podemos considerar que usted no sabe nada de física. ¿Cómo es que se le han metido en la cabeza todas esas paparruchas?
Nastia se dominó y procuró exponerle a Tomilin su hipótesis sobre el «bucle inverso» de la forma más concisa posible para no incurrir en algún craso error.
– ¡Pamplinas! -sentenció Tomilin con rotundidad-. Hace ya unos cinco años que está probado que tal fenómeno no existe. Antes, efectivamente, se creía que una serie de radiaciones, en particular las de microondas, poseían eso que usted ha tenido a bien llamar «efecto de inversión o bucle inverso». Esa equivocación era una consecuencia de la escasa comprensión de la naturaleza de esta clase de emisiones. Hace cinco años, el científico alemán Meyerstranz revolucionó la física moderna al demostrar que nuestros conceptos de la radiación electromagnética eran erróneos. Se puso a la cabeza de toda una escuela científica que se ha convertido en un punto de referencia para el mundo entero. Pues, gracias a ese nuevo enfoque del problema, se pudo probar también que el efecto de inversión de las microondas era un mito. Un error de laboratorio. Usted, bonita mía, está en una institución seria enarbolando sus conocimientos de colegio de hace veinte años para atacar el buen nombre de unos científicos respetables sin tener la menor idea de la materia a la que se dedican. Una vergüenza.
La cara de Gordéyev estaba congestionada. Todo había ocurrido exactamente como lo había augurado. Incluso peor. Nastia tenía ganas de salir corriendo, de esconderse en algún rincón oscuro y apartado, y de romper a llorar.
– De ninguna manera pretendía atacar el buen nombre de los trabajadores científicos del instituto -respondió haciendo de tripas corazón-. Lo único que quería era simplemente comprender qué era lo que ocurría allí. Usted lleva ya muchos años al frente de la ciencia, Nicolai Adámovich, y el interés en hallar una explicación a lo que parece inexplicable ha de serle familiar. Ese interés puede quitar el sueño, el apetito, ganas de tratar con los seres queridos. Llega a subyugar la voluntad, a dictar comportamientos a veces absurdos y a veces ridículos, pero siempre encaminados hacia un solo objetivo: comprender por qué ocurre algo y cómo ocurre. Probablemente, mi impulso de venir aquí para hablarle le parece ridículo y absurdo, pero espero sinceramente que usted, un hombre próximo al trabajo científico, no me señalará la puerta porque soy una ignorante sino que me aconsejará en qué rama de la ciencia tengo que buscar la respuesta a la pregunta que me ocupa. Tal vez hasta será tan amable como para recomendarme a un especialista de esa rama de conocimiento. Tengo mucha confianza en que usted así lo haga, Nicolai Adámovich.
– Bueno, bonita, su afán por ampliar sus conocimientos me parece muy encomiable -ronroneó Tomilin magnánimo-, ver a los jóvenes que se interesan en la ciencia siempre resulta reconfortante. Pero tengo que decepcionarla. Es en el ámbito social donde debe buscar las claves para comprender la naturaleza de su misterioso fenómeno. La delincuencia, como es sabido, es un fenómeno social, carece de raíces biológicas, creo que esto ha sido demostrado hace muchísimo tiempo. Las peculiares incidencias observadas en su distrito Este no tienen nada que ver con las ciencias exactas. Y aprenda física, apréndala sin pereza si no quiere pegar otro patinazo como el de hoy. Ha tenido suerte al dar conmigo. Soy tolerante con la ignorancia ajena, comprendo que todo el mundo no tiene por qué poseer cultura enciclopédica como Lomonósov [8] o Rousseau. Usted trabaja en la policía, y soy capaz de aceptar el hecho de que no sepa física. Supongo que está mejor preparada para desempeñar su labor profesional. Pero no todo el mundo es tan complaciente como yo. Cualquier otro la habría echado de aquí, la habría echado con cajas destempladas.
– Gracias, Nicolai Adámovich -dijo Nastia con una sonrisa forzada guardando el mapa en el bolso y poniéndose de pie-. Nuestra conversación me ha resultado de gran utilidad.
– Espero que así haya sido.
El hombre estuvo a punto de prorrumpir en una nueva carcajada pero de pronto se puso colorado, agitó las manos y volvió a sacar el aerosol.
Al salir del despacho de Tomilin, Nastia y Gordéyev guardaron silencio durante varios minutos. Sin intercambiar palabra, recogieron sus abrigos en el guardarropa, salieron a la calle y se dirigieron a la estación de metro más cercana. Al bajar de la escalera mecánica, Nastia se encaminó hacia el andén derecho.
– Es por allí, a la izquierda -murmuró el Buñuelo cejijunto, casi sin despegar los labios.
– No vuelvo a la oficina con usted.
– ¿Y eso por qué?
– Porque me voy a casa. Tengo que limpiarme de la porquería con que acaba de cubrirme Tomilin. Y no volveré al trabajo hasta que comprenda qué rayos está pasando en ese maldito instituto. Si quiere, puede despedirme por infracción disciplinaria.
A la derecha se oyó el estruendo del tren que se acercaba a la estación. Nastia se volvió de espaldas a Gordéyev y se dirigió hacia el andén.
– ¡Nastasia! ¡Espera, Nastasia! -la llamó Gordéyev inútilmente, abriéndose paso entre la muchedumbre de pasajeros que bajaban del tren.
En el último momento consiguió meterse en el vagón sujetando las puertas, que empezaban a cerrarse, con las manos.
Nastia estaba sentada en un rincón, la cabeza apoyada en la pared del vagón y los ojos cerrados. El coronel observó la terrible palidez que cubría su rostro, las sombras azuladas que se extendían por sus mejillas y el temblor traicionero de sus labios. Se le acercó y se inclinó hacia ella.
– Stásenka -la llamó en voz baja-. No te desanimes, pequeña. Todo está en orden. No ha pasado nada especial.
Nastia abrió los ojos lentamente e intentó sonreír.
– No se preocupe, Víctor Alexéyevich, estoy bien. Baje del tren, va en otra dirección.
– Prométeme que no llorarás -exigió Gordéyev.
– Se lo prometo.
– Y prométeme también que no te vas a derrumbar. Es perfectamente normal que una hipótesis no se confirme. Suele ocurrir mucho más a menudo que lo contrario. No tiene sentido hacer de esto una tragedia. ¿Me oyes?
– Le oigo.
– ¿No te me derrumbarás?
– No -aseguró Nastia blandamente.
– ¿Puedo ir al despacho con la conciencia tranquila y tener la seguridad de que estarás bien?
– Claro que sí, Víctor Alexéyevich. Ya soy mayorcita, saldré de ésta. Me sentaré un ratito, reflexionaré, recuperaré las fuerzas y… ¡manos a la obra! Soy como un perro, cicatrizo enseguida.
El tren redujo la marcha al acercarse a la siguiente estación. Víctor Alexéyevich dio unos pasos hacia la puerta pero no le quitó la vista de encima a Nastia. Tenía la impresión de que estaba algo más tranquila, los labios ya no le temblaban y no parecía que fuera a llorar.
Las puertas se abrieron, el coronel le echó una última ojeada. Nastia continuaba sentada con los ojos cerrados, pálida y desdichada. Se le partía el corazón de la lástima que sentía. «Es inteligente y fuerte, tiene un cerebro frío y calculador que funciona como un ordenador. No se dejará llevar por las emociones. Sabrá superarlo. Ese adiposo, Tomilin, la insultó gravísimamente pero ella lo superará. Stásenka, pequeña mía…»
Bajó al andén junto con toda la masa de pasajeros y cruzó al otro lado para coger el tren en dirección opuesta.
6
Hacía mucho que la puerta se había cerrado detrás de sus visitas pero Nicolai Adámovich Tomilin continuaba inmóvil, sentado en su sillón con los ojos fijos en un punto y luchando por dominar la sensación de alarma. Al final descolgó el auricular y marcó un número del instituto.
– ¿Cómo se supone que debo entenderlo? -dijo sin ambages-. Usted me ha jurado que su antena es enteramente inocua, y he aquí que viene a verme una mocosa, una policía, y afirma que no lo es.
– ¿Qué mocosa? ¿Que afirma qué? Nicolai Adámovich, no entiendo de qué me está hablando.
– ¿Que de qué le estoy hablando? -proseguía Tomilin sulfurándose-. Le estoy hablando de su repajolera antena, ¿de qué si no? Me ha enseñado un mapa de Moscú y hay que ser ciego para no ver en ese mapa el campo de acción de su aparato y el del efecto de inversión. ¿Qué me dice? ¿Ha estado tomándome el pelo? ¿Ha querido ocultármelo? ¿Ha falsificado los resultados de las pruebas?
– Cálmese, Nicolai Adámovich. Creo que ya discutimos todo esto cuando estuve en su despacho. No hay efecto de inversión y no puede haberlo. Sí hay un efecto directo, y fue para controlarlo mejor que instalamos la antena en la zona urbana, puesto que está destinada precisamente a ser utilizada en condiciones de una ciudad y no en un polígono. Por cierto, ¿a qué mapa se refiere?
– A un mapa de Moscú sobre el que están marcadas las zonas donde se ha registrado un incremento de la agresividad de la población. ¿Qué piensa que debía contestarle cuando puso delante de mí ese mapa?
– ¿Qué le ha dicho?
– Que es una tonta de capirote, eso es lo que le he dicho. Le he explicado que ignora los conceptos más elementales y que de física no entiende ni jota. En una palabra, le he dicho lo que había que decirle. Es lo que le he dicho a ELLA. Pero ahora quiero oír lo que USTED tiene que decirme A MI.
– No le diré nada nuevo, Nicolai Adámovich -respondió su interlocutor acompañando sus palabras con un elocuente suspiro-. Se trata de una provocación. Stárostin continúa enredando para hacerse con el sillón de subsecretario del ministro, eso es todo. ¿Cómo se llama la señorita que ha ido a verle?
– Un momento, ahora se lo digo, lo tenía apuntado por aquí. Diablos, ¡dónde habré puesto ese papelito…! No consigo encontrarlo. Algo así como Kaméneva o tal vez Kamínskaya.
– ¿No será Kaménskaya?
– Eso es, exacto, Kaménskaya.
– ¡Vaya! Mire, Nicolai Adámovich, ¡eso es ridículo! -dijo riéndose de corazón-. ¿Sabe que Kaménskaya está emparentada con Stárostin? Es más que evidente que su visita no ha sido más que una hábil maniobra, un intento de avivar la llama que encendió aquel anónimo. Es una impostora. ¿Le ha enseñado su identificación?
– No. ¿Cómo sabe que es pariente suya?
– Él mismo me contó en una ocasión -ya sabe cómo se van de la lengua los borrachos cuando les da por presumir-, que su prima trabajaba en la policía de tráfico, por lo que nunca tenía problemas con las inspecciones técnicas. Y mencionó su nombre. Ya sabe, se lo dije alguna vez, el monitor científico de Stárostin tiene su chalet al lado del mío, por lo que estoy mejor informado que usted. Así que tranquilícese, Nicolai Adámovich, no malgaste su sistema nervioso. ¿Qué le ha contado esa nena? ¿Que trabaja en la policía criminal?
– No, no dijo nada de eso. Sólo mencionó algo sobre no sé qué análisis anual de la delincuencia.
– Pues ya lo ve, ni siquiera se ha atrevido a mentirle, no le ha dicho que se dedica a la investigación de crímenes. ¿Ha oído alguna vez que los policías hagan estudios analíticos?
– Nunca.
Tomilin estaba notablemente más tranquilo.
– Tampoco yo lo he oído nunca. Para realizar estudios analíticos hace falta el intelecto, ¿y qué policía lo tiene? Así que no se angustie sin motivo. No haga caso de los tejemanejes de Stárostin, tiene que comprender que se está dejando la vida en su intento de conseguir el ascenso, pero haga lo que haga se quedará con un palmo de narices. El sillón es suyo, créame.
– ¿Cómo puede estar tan seguro? -preguntó Tomilin poniéndose en guardia-. ¿Es que sabe algo en concreto?
– Sí que sé algo, Nicolai Adámovich, sí que lo sé. De momento no puedo decirle nada pero me consta que las probabilidades de que el puesto de subsecretario lo ocupe usted son mucho más altas. Ya ha tenido la oportunidad de comprobar que dispongo de unas fuentes de información sumamente fiables. ¿Se acuerda de aquella historia con el Instituto de Radiología Médica? Le había dicho con seis meses de anticipación que iba a estallar un escándalo y que a Rusakov le mandarían a freír monas. Eso fue justamente lo que ocurrió, porque no se trataba de una casualidad sino de una operación programada. Pero si se empeña en no creerme, estoy dispuesto a presentarle una vez más todos los datos de nuestra antena: el informe científico, el diario de observaciones, los resultados de las pruebas.
– No, no -se apresuró a replicar Tomilin-, no hace falta. De todas formas, no tengo tiempo para ocuparme de eso. Sin embargo, le rogaría que volviese a comprobarlo todo. Nunca se sabe lo que puede ocurrir, es preciso mantener toda la documentación en regla. ¿De acuerdo?
– Por supuesto, Nicolai Adámovich. Si insiste…
7
Como siempre, el coronel Gordéyev tenía razón. El mal humor de Nastia había durado el tiempo justo que tardó en llegar a casa. Ya subiendo en ascensor al octavo piso, lamentó haberse dejado llevar por los nervios y haber hablado con tan malos modos al Buñuelo, cuando le dijo que no volvería al trabajo hasta que sacase en claro lo del instituto y de las misteriosas elipses del mapa. Pero como Gordéyev no había querido insistir y se mostró comprensivo con su capricho, tenía que procurar sacarles el máximo provecho a esas horas libres.
Una vez en casa, se apresuró a cambiarse, se quitó el elegante traje de precio astronómico, se puso sus queridos téjanos y jersey, y llamó a Liosa a su casa de Zhukóvskoye. Éste no rechistó cuando le pidió que viniera a verla de inmediato, e incluso, hecho todo un caballero, le preguntó si quería que le llevase comida.
– No, no te molestes, cielo. Voy a bajar a comprar algo y tal vez intente preparar la cena. He pensado que a lo mejor nos da tiempo a pasar por la Oficina del Registro Civil si no cierran antes de que llegues aquí.
– Estás… ¿lo dices en serio? -preguntó Chistiakov cauteloso-. A decir verdad, temía preguntarte por si habías cambiado de opinión.
– Liosa, ¡no soy un monstruo! -imploró Nastia en broma.
– ¿Qué eres entonces? -objetó él con mucha razón-. ¿Caperucita Roja? Llevas catorce años calentándome la cabeza. Claro que eres un monstruo.
La mujerona gorda con pintas de verdulera que les atendió en el Registro Civil escrutó largamente con un gesto de suspicacia adherido a la cara pintarrajeada como el tiovivo de la feria, los impresos que le presentaron después de rellenarlos.
– ¿Es su primer matrimonio? -volvió a preguntar incrédula mirando a Nastia.
– Primero -confirmó ésta.
– Año de nacimiento, ¿sesenta?
– Sesenta.
La mujerona movió la cabeza y clavó la vista en el impreso de Liosa.
– ¿También en su caso, joven, se trata de un primer matrimonio?
– También en mi caso.
– ¿Ninguno de ustedes tiene hijos? -preguntó continuando con el duro interrogatorio aunque todo cuanto podía interesarle estaba escrito en los impresos.
Nastia estuvo a punto de soltarle alguna tonta obviedad, como por ejemplo: «Todo esto lo pone ahí, a qué vienen esas preguntas», pero se mordió la lengua a tiempo. Comprendió que a la rolliza mujerona simplemente no le cabía en la cabeza que esa policía, feúcha y corriente, hubiese conseguido cazar a un doctor en Ciencias, a un profesor al que no tuvo que convencer para que se divorciase y que no iba a vivir durante largos años pendiente del pago de la pensión a su primera mujer. ¿Cómo iba a saber que Nastia había «cazado» a Liosa Chistiakov durante el examen de matemáticas del fin del noveno curso de secundaria? Aquel día, tras entregar el examen escrito, en vez de marcharse a casa, se quedó en el pasillo junto a la ventana e intentó resolver el problema del examen por otro procedimiento. Absorta en esta tarea, encontró casi sin darse cuenta no uno sino nada menos que tres modos de solución alternativos y, cuando volvió en sí, la señora de la limpieza ya estaba armando jaleo trasegando con las llaves y los cubos.
– Anda, mírala, resulta que no eres tú solo -dijo con un gruñido bonachón y estridente-. Aquí tenemos a otra criaturita extraviada, otra que tal, que tampoco sabe por dónde se va a casa.
Nastia levantó los ojos del cuaderno y vio, junto a la señora de la limpieza, a un chico pelirrojo espigado y zancudo del otro grupo de su mismo curso, que caminaba melancólicamente junto a la mujer mayor de estatura baja y parecía dos veces más alto que ella.
– Yo ya había cerrado la puerta principal cuando oí que en el aula de física alguien estaba cantando cual un ruiseñor, y tan bien que llegaba al alma. Es la radio, pensé -le dijo a Nastia adoptando el tono de confidencia-. Entro allí y ¡madre mía de mi vida! Está allí sentado, apañuscando un aparato y canta que te canta, como si los padres no le esperasen en casa. Seguro que en todo el día no has probado bocado, ¿eh, físico? Deprisa, deprisa, aligera. Mañana tendrás tiempo para acabar de destrozar aquel aparato. Y tú, bonita, vamos, guarda esos cuadernos, ya son las siete y pico.
Juntos cruzaron el patio del colegio dirigiéndose hacia la parada de tranvía.
– ¿Estudias en el noveno B? -le preguntó al pelirrojo.
– Ajá -farfulló el chico de mala gana-. ¿Y tú?
– En el noveno A.
– Creo que no te he visto antes. ¿Eres nueva en el colegio?
– No, empecé junto con todos, el 1 de septiembre. Simplemente, soy poca cosa y por eso no recuerdas haberme visto.
– ¿Quién te ha dicho que eres poca cosa?
– Papá. Él entiende de eso.
– Sandeces. Dile a tu papá que de chicas no entiende nada.
Ya a los dieciséis años de edad, Liosa Chistiakov era un perfecto caballero. ¿Tal vez por eso le había llamado la atención?
– Oye, ¿qué hacías en el cole después de las clases? -preguntó Liosa.
– Resolver el problema del examen.
– ¿Y qué pasó en el examen? ¿No te dio tiempo?
– No, qué va, sí me dio tiempo. Es que quería encontrar otras variantes.
– ¿Y qué tal? ¿Las has encontrado?
– Sí. Y no sólo una sino tres…
Se enfrascaron en la conversación al llegar al jardín que había junto al colegio, y allí permanecieron una hora y media discutiendo con ardor las variantes de la solución del problema. En dos ocasiones, poco les faltó para pelearse. Dos veces hicieron las paces y se estrecharon las manos con solemnidad. Sólo recobraron los sentidos cuando empezó a anochecer.
– ¡Mis padres me matarán! -exclamó Nastia horrorizada.
– ¿Quieres que te acompañe? -le propuso el chico valerosamente-. Les diré que tengo toda la culpa, a mí no me matarán.
– No, iré sola -dijo ella negando con la cabeza-. Papá siempre dice que no debo buscar la protección de nadie. Además, si me regaña, será con razón. La culpa ha sido mía, así que tengo que dar la cara.
– ¡Eres una chavala de categoría superior! -exclamó el pelirrojo con admiración-. Por cierto, ¿cómo te llamas?
– Nastia.
– Yo soy Alexei. Puedes llamarme simplemente Liosa.
Aquello ocurrió dieciocho años atrás… Para Nastia seguía siendo «simplemente Liosa» a pesar de sus títulos académicos y sonados premios internacionales. Le propuso el matrimonio por primera vez cuando ambos tenían veinte años. Luego, a los veintitrés, Nastia se enamoró perdidamente de otro. Casi se vuelve loca. A punto estuvo de sufrir un trastorno mental. Liosa soportó su traición estoicamente aunque fue por aquella época que en su pelo aparecieron las primeras canas. Liosa sabía esperar. A los veinticinco años de edad, Nastia se serenó, recuperó el dominio de sí misma al comprender que en ese caso el amor no correspondido era humillante para ella y cargante para el hombre a quien amaba. No le dio nuevos sustos a Chistiakov, y si alguna vez sintió interés por otros hombres, se esforzó por mantenerlo en secreto.
Al salir del Registro Civil fueron a casa. Durante la cena, Nastia le contó a Liosa el chasco que se había llevado aquella mañana.
– Imagínate, resulta que todo lo que nos enseñaron en el colegio ha perdido validez. Hoy me han restregado mi ignorancia por los morros de tal manera que creo que me quedarán moretones de por vida.
Le resumió la epopeya de la visita al Ministerio de las Ciencias.
– ¿Qué? -balbuceó Chistiakov con los ojos como platos-. ¿Eso te ha dicho?
– Pues sí.
– ¿Te ha dicho que Meyerstranz derribó todos los postulados de la física de las ondas? ¿Que el efecto de inversión no existe?
– Pues sí, eso es exactamente lo que ha dicho. ¿Por qué?
– Porque te ha engañado como a una china. Y tú te lo has tragado todo. Cualquier físico sabe lo que es el efecto de inversión. Por si te interesa, a causa de ese efecto Estados Unidos incluso ha tenido que cancelar algunos proyectos científicos. En Rusia, claro está, nadie cancela proyectos por culpa del efecto de inversión, se limitan a redactar instrucciones para tomar medidas de precaución, restringen el uso de según qué instalaciones y cosas por el estilo. Pero el efecto se produce cada dos por tres. Por ejemplo, existe una antena que no se puede colocar paralelamente a la superficie de la tierra porque debajo de ella nada crece. Causa graves alteraciones de los procesos biológicos. Podría contarte muchas cosas más… ¿Cómo has consentido que te tomen el pelo de esa manera, Ásenka?
– No lo sé -contestó Nastia pensativa-. Me apabulló con su aplomo. O tal vez quería ofenderme seriamente adrede, para que el desánimo me ofuscase la mente, y bien que me la ofuscó, no hay duda. Liosa, bueno, vale, soy una tontita analfabeta, no se hable más. ¡Pero ese hombre! ¿Verdad que no podía ignorar que estaba diciendo disparates? ¿Verdad que no puede ser un imbécil y un indocumentado?
– Pues claro que puede serlo. Si fuese un físico de valía, no estaría administrando la ciencia sino practicándola. Los científicos de primera trabajan en centros de investigación, los de tres al cuarto se dedican a dirigirlos desde un sillón ministerial, eso lo sabe todo el mundo.
– Ay, Liósik, ojalá tengas razón. Ojalá.
– ¿Por qué lo dices?
– Porque si no es así, entonces, me ha engañado deliberadamente. Y esto está pero que muy mal. Significa que pretende ocultar algo. ¡Lo que me faltaba! -gimoteó llevándose las manos a la cabeza. Luego miró a Chistiakov casi con exultación y le guiñó un ojo-: Pero si de veras está ocultando algo, entonces, a pesar de los pesares, tengo razón. ¡Y esto ya está pero que muy bien!
8
Al salir del bloque de laboratorios se dirigió hacia el edificio donde estaba situado su despacho. Una vez dentro, abrió la caja fuerte, sacó una carpeta y colocó allí unas cuartillas con los resultados de las pruebas de turno. Todo marchaba conforme lo previsto, sin fallos. Ya faltaba muy poquito para el final. Ojalá que a esa mocosa no le diese por embarullar las cosas…
¿Cómo se había enterado? ¿Cómo se le había ocurrido? Desde el punto de vista de la seguridad, lo recomendable era interrumpir los trabajos por un tiempo, avisar a los compañeros que trabajaban en la fabricación del aparato de que provisionalmente iban a parar la «chapuza». En ese caso, Merjánov tendría que aguantarse, pero bueno, que le diesen morcilla. La seguridad estaba por encima de todo.
Pero faltaba tan poco para terminar. Tenía tantas ganas de rematar el asunto, cobrar, presentar la dimisión, mandar al diablo el instituto, cuyo solo nombre le daba dentera, y largarse al bosque donde no había nadie. Últimamente, tratar con la gente se le hacía cada vez más cuesta arriba. Se había vuelto aún más irritable y agresivo pero lo disimulaba con habilidad, se controlaba, no se permitía deslices. El trabajo en el aparato le estaba costando lo suyo, empezaba a sentir los estragos. Un poco de paciencia, sólo un poquito, y el final no se haría esperar. La liberación de todo y de todos.
¡Pero había que ver cómo era ese Tomilin! Se había alarmado. El asqueroso cerdo cebón. Menos mal que lo del monitor científico de Stárostin que tenía un chalet al lado del suyo era pura verdad. Este hecho le había permitido improvisar la patraña sobre la provocación del adversario. El pacato de Tomilin se lo tragó todo y no se atragantó.
No. Convenía evitar el riesgo. Al día siguiente hablaría con el hombre de Merjánov. No iba a tolerar que esa mocosa, Kaménskaya, destruyese su sueño. Pero ¿cómo demonios se había enterado? ¿Con quién había hablado? Era una razón más para parar los trabajos por un tiempo, para aclarar quién era el que tenía la lengua demasiado larga.
Capítulo 9
1
En el bar nocturno había poca luz, mucho ruido y una atmósfera irrespirable. Lo frecuentaban prostitutas, no demasiado baratas pero tampoco inasequibles, y elementos criminales de categoría superior a la del común ratero pero por debajo de la de los tiburones del gremio. La clase media del ambiente marginal. La parroquia tenía su cuota de jóvenes en busca de sensaciones fuertes, deseosos de comulgar con los misterios de la vida nocturna. El bar no tenía nada de elitista, el suelo pedía a gritos que lo fregasen y los vasos podrían estar más limpios. Cuando los diseñadores estaban decorándolo, se suponía que iba a ser un local decente y tranquilo, adonde gente decente y respetable acudiría para discutir sus asuntos y donde los enamorados hablarían de los asuntos del corazón alrededor de una copa de champán. Como suele suceder, nada salió según se esperaba. El primer dueño del bar, el que lo concibió como un establecimiento elegante y decoroso, desapareció como por arte de magia; después el local, junto con su mobiliario, cambió de manos varias veces hasta degradarse y convertirse en un antro de la clase media del mundo de la delincuencia. Allí no se celebraban ajustes de cuentas y hasta ese momento nadie se había liado a puñetazos con nadie, pero el espíritu de agresión furibunda y temeraria ya se había instalado en el bar hacía mucho tiempo, amenazando con materializarse de un momento a otro en una explosión de violencia perfectamente real y palpable.
Yula estaba sentada en su lugar favorito, la mesa del rincón, y sorbía licor de plátano de una copa diminuta. A su lado estaba su nueva amiga, Oxana, más conocida como la Cobra. Una morena alta y esbelta de pelo lacio que tenía la extraña costumbre de fijar en el interlocutor sus oscuros ojos almendrados, que no parecían parpadear nunca, lo que le mereció su apodo. En efecto, su mirada era inquietante y algo así como hechicera. A sus clientes les resultaba excitante. La Cobra era una cliente habitual. En el bar, todo el mundo la conocía. Cuando, hacía unas semanas, Yula entró allí por primera vez, la Cobra sospechó que venía a hacerle la competencia, que se proponía pastar en los pastizales ajenos, y se apresuró a cantárselas claras a la novata. Pero resultó que la muñequita, Yula, no era, como se dice, de su cuerda y no tenía la menor intención de arrebatarle las atenciones de los clientes potenciales. Además, a la Cobra le encantó saber que a Yula los tíos en general la traían sin cuidado. No es que fuera frígida o alguna cosa rara como lesbiana, por ejemplo, no, ni mucho menos, lo que ocurría era que los hombres, sencillamente, la aburrían. Las muchachas se hicieron amigas enseguida.
Ese día estaban planeando su viaje al mar. La idea de la excursión era de Yula, que tenía muchas ganas de tomar el sol en una playa mediterránea pero le daba corte ir allí sola.
– Llévate a algún chorlito -le aconsejaba la Cobra -. Por un lado, estarás segura; por otro, no te aburrirás.
– No me vengas con esas bobadas -replicó Yula torciendo el gesto-. Me fastidiaría las vacaciones. Oye, ¿por qué no vamos juntas?
– ¿Qué dices? -preguntó la Cobra desconcertada-. Estoy sin blanca, tengo que amueblar el piso, necesito cada céntimo.
– Tonterías -dijo Yula acompañando la palabra con un gesto expeditivo de la mano-. Tendré dinero suficiente para las dos.
– Nunca vivo de prestado -le advirtió la Cobra.
– No te ofrezco un préstamo. Te invito sin más. Es una ley de la buena sociedad, ¿sabes? El que invita, paga.
La Cobra miró a la muchacha con curiosidad. Yula no tenía en absoluto el aspecto de alguien que tuviese la menor idea de lo que era la buena sociedad.
– No serás por casualidad…
La Cobra clavó en la chica su mirada pesada, nunca atenuada por el parpadeo. Sólo le faltaba pasar las vacaciones en compañía de una tortillera.
– No, no -la tranquilizó Yula-. Soy normal. No me echo encima de las tías. Pero también estoy hasta las narices de los tíos. Mira, si me voy con un tipo fijo, no me dejará salir de la cama en todo el tiempo. ¿Y si dos días más tarde deja de gustarme? Un paso a la derecha, un paso a la izquierda; se considera intento de fuga y se dispara sin avisar. ¿A que sí?
– Según qué chorbo, puede ser verdad -convino la Cobra -. Hay algunos que no consienten faltas disciplinarias.
– Es justo lo que te estoy diciendo. En cambio, si me busco el plan en el sitio, no habrá nada de compromisos ni problemas. Nos divertimos un par de días y luego adiós muy buenas, cada uno se va por donde ha venido. Sencillamente, ir sola me da miedo. Nunca he estado en el extranjero, no conozco el idioma y en general… Ven conmigo, ¿eh?
La proposición era atractiva pero demasiado insólita. ¿Ir a un país extranjero con una chica a la que apenas conocía, por simpática que pareciese, y que, encima, le prometía asumir todos los gastos? Seguro que se metería en un buen lío o incluso tal vez se jugaría el tipo.
– Oye, ¿cómo es que tienes tanto dinero? -inquirió la Cobra, siempre precavida y suspicaz.
– Pierde cuidado, bonita, no lo he robado -contestó Yula con una sonrisa cínica-. Sale del bolsillo de mi mami.
– Caramba, ¿así que tenemos una mamaíta forrada? -exclamó Oxana sorprendida.
Yúlechka, con su vulgaridad, no encajaba en su idea de hija de una mamá con posibles. Cierto, era una niña antojadiza; cierto, era una niña mimada; pero la infancia pasada en la miseria no había modo de ocultarla, se transparentaba debajo del caro vestido y de las pretensiones de gran señora, la Cobra tenía mucho ojo para esas cosas.
Sin embargo, fuese como fuese, aceptó acompañar a Yula a la costa mediterránea. Las muchachas decidieron que harían el viaje en mayo. Aunque el mar estaría todavía fresquito, el sol sería el mejor para ligar un bronceado fenomenal. Y bañarse, ya se bañarían en la piscina.
2
Mientras se preparaba para marcharse a casa, Inna Litvínova contemplaba horrorizada la perspectiva de tener que explicarle a Yúlechka que su viaje al Mediterráneo se aplazaba. Acababan de comunicarle que había que darle un parón a la «chapucilla». Todo por culpa de aquel absurdo incendio que destruyó el sumario del caso de Grisa Voitóvich, por lo que ahora por el instituto pululaban los funcionarios de la policía. ¡Tantas ganas tenían de saber quién había solicitado la excarcelación de Grisa, supuestamente para concluir cierto importante proyecto! En todo el instituto, Inna era la única que estaba enterada de la dichosa solicitud y del proyecto en cuestión. Ahora los policías habían reclamado los planes de investigaciones científicas y andaban indagando sobre los últimos trabajos de Voitóvich. Empezaba a ser preocupante. Pero en todo el instituto sólo había dos personas que sabían lo preocupante que era. Una de las dos era Inna Fiódorovna Litvínova.
Camino del instituto a casa pasó por varias tiendas buscando alguna golosina para Yúlechka. Tal vez una deliciosa comida e insólita la ablandaría, y entonces le hablaría de su viaje a la costa. Ya junto al portal, Inna echó una ojeada al reloj e intentó imaginar por dónde andaría en esos momentos su tesoro de piel blanca y cabellos rojos. Si estaba en casa, difícilmente podría hacer la llamada y necesitaba hacerla. Para que le echasen una mano. Inna se metió en una cabina con resolución.
– El trabajo sobre el proyecto se ha parado -anunció cuando al otro lado descolgaron el teléfono.
– ¿Por qué?
– Por la policía. Se empeñan en averiguar por qué soltaron a Voitóvich y quién mandó aquella carta.
– Espero que no les haya dicho que fuimos nosotros.
– Por supuesto que no. Pero seguirán en el instituto hasta que obtengan respuestas a sus preguntas. Durante todo ese período, los trabajos permanecerán suspendidos, y su conclusión queda aplazada hasta una fecha indefinida. Escuche, lo que ocurre es que en el instituto nadie tiene la menor idea de lo que ocurre, y la policía tardará muchísimo en sacar en claro lo que sea. Esto significa que pasará mucho tiempo hasta que podamos reanudar los trabajos. Debe hacer algo.
– ¿Por qué le preocupa eso, Inna Fiódorovna? ¿Tiene algún problema?
– Necesito dinero. Con urgencia. Mucho dinero. No puedo esperar a que esa historia de Voitóvich se desvanezca sola.
– ¿Cuál de los funcionarios de la policía representa, en su opinión, el mayor peligro?
– Son tres. Dos hombres y una mujer. Yo personalmente tengo la impresión de que el más peligroso es Korotkov Yuri Víctorovich. Pero hoy me han dado a entender que a la que hay que temer es a la mujer. Se llama Kaménskaya. No sé su nombre de pila, no he hablado nunca con ella.
– Pero a usted esa Kaménskaya no le parece peligrosa, ¿verdad?
– Ya se lo he dicho, no he hablado con ella nunca, así que difícilmente puedo opinar. Pero no está en el instituto, al menos últimamente no la he visto por allí. En cambio, los dos hombres están allí plantados.
– Está bien, Inna Fiódorovna, no se preocupe. Nos encargaremos de todo y haremos lo que podamos. Gracias por avisarnos.
Inna salió de la cabina y se arrastró hacia la casa. Por primera vez desde que Yula había aparecido en su vida, no tenía ganas de volver a casa.
Yula estaba allí y, como de costumbre, se encontraba tumbada en la cama.
– ¿No se te habrá olvidado que me has prometido enviarme al mar? -le espetó nada más cruzar Inna el umbral-. Me marcho en mayo. Ya me he informado de todo en una agencia de viajes. En las próximas dos semanas tengo que entregar en la embajada el formulario y el pasaporte; luego, antes de mediados de marzo, hay que abonar la reserva del hotel y el importe de los billetes. Son dos mil ochocientos dólares. Además, tengo que llevar otros quinientos para los gastos. ¿Me los darás?
– ¿Tanto? -balbuceó Inna atónita-. Creía que todo el viaje costaría mil quinientos como mucho. ¿Qué lugar has elegido? ¿Por qué es tan caro?
– Un sitio muy bueno -contestó Yula con brusquedad-. Si no quieres pagarme el viaje, dilo de una vez. Me has sorbido el seso, me has dado esperanzas, me hace tanta ilusión, y de pronto, tú…
Estaba casi llorando de rabia.
Inna se apresuró a calmarla:
– Pero qué dices, qué dices… Nunca te negaría ningún dinero. Pero ¿sabes una cosa, gatito?, no estoy segura de que pueda tener esa cantidad para mediados de marzo. Se han presentado ciertas complicaciones…
– ¡Pero si lo habías prometido!
Yula prorrumpió en sollozos.
– Yúlechka, cariño, no siempre las cosas salen como uno quiere. Escúchame, pequeña, tendrás el dinero, lo tendrás seguro, pero quizás algo más tarde. Oye, podrás ir en otoño, ¿por qué no? En otoño será aún mejor, el mar está más caliente, está como la leche recién ordeñada…
Pero Yula no la escuchaba. Se estremecía con todo el cuerpo, lloraba amargamente y golpeaba la manta con los pequeños puños.
– ¡Me lo habías prometido! ¡Me hacía tanta ilusión! ¡Había hecho mis planes! Me estabas tomando el pelo, en realidad, no quieres que vaya. ¡Has montado todo este tinglado sólo por fastidiarme, cabrona, cabrona!
Inna estaba sentada en el borde de la cama en silencio, doblada hacia delante y apretándose las sienes con las manos. Cualquier cosa antes que escuchar los sollozos de Yúlechka. Había que conseguir el dinero por cualquier medio. Aunque tuviera que matar a alguien. Cualquier cosa menos hacer enfadar a Yula. Cualquier cosa antes que dejar que Yula la abandonase. Si no, volvería la soledad, una soledad de muchos años. Si no, volvería el humillante sentimiento de insatisfacción que la despertaba por las noches y la lienaba de repugnancia hacia sí misma. Y volverían las amistades casuales, que tanto costaba encontrar y que a menudo la dejaban con un mal sabor de boca por su incapacidad de comprender y de sentir el encanto del amor femenino, y por sus fingimientos, puesto que lo único que les interesaba era la posibilidad de ganar un poco de dinero. Inna necesitaba una compañera fija que, además de compartir con ella el lecho, le permitiese cuidarla como se cuida a un ser cercano y querido. Como Inna cuidaba a Yúlechka…
3
Después de hablar con Inna Litvínova, Igor Suprún se reclinó pensativo en su sillón. Litvínova necesitaba el dinero con urgencia. Ése era su problema. Pero ellos necesitaban el aparato. Y también con urgencia. Y sin que nadie se enterase. Los soldados no querían pelear, hacía tiempo que habían desgarrado y tirado a la papelera sus sentimientos patrióticos como si fueran un papelito que no servía de nada. No entendían por qué tenían que seguir derramando su sangre. El Estado, por su parte, no tenía fondos para pagar a unos chicos jóvenes por participar en combates. Para pagarles un sueldo que les sirviese de acicate, que despertase en ellos el interés por la guerra. No había interés. No había patriotismo. No había nada.
De aquí que el aparato resultara imprescindible.
Pero unos polizontes se empeñaban en pasarse de listos y se habían metido en medio.
Suprún descolgó el teléfono interior.
– Que venga Boitsov -dejó caer lacónico.
Esperando la llegada del subalterno, Suprún clavó los ojos en el cuadro por costumbre. Las flores exóticas de tallos largos en un alto florero de cristal. ¿Qué tenía ese sencillo lienzo? ¿Por qué le causaba ese efecto tranquilizador?
Vadim Boitsov hizo su entrada de forma casi inaudible. Era un hombre de unos treinta años, de estatura media, esbelto, de cara inteligente y distinguida, y ojos fríos y grises. Tenía estudios y sangre fría. Suprún confiaba en él más que en nadie.
– Me interesan dos funcionarios de la policía criminal, de Petrovka. Korotkov y Kaménskaya. Quiero saberlo todo sobre ellos. Lo antes posible.
4
En la cantina del instituto hacía calor y se oía un rumor continuo de voces. El salón de los directivos estaba provisionalmente cerrado por obras, y el director tenía que almorzar en la sala común. El solo olor, tan inexpugnable, a comedor colectivo le producía náuseas, y apenas si lograba contener su irritación, intentando sin éxito cortar un correoso filete con un cuchillo romo.
A su lado estaba sentado Viacheslav Yegórovich Gúsev, el secretario académico del instituto. En un principio, no acostumbraba almorzar en el trabajo pero últimamente la visita al comedor le brindaba una de las raras ocasiones de charlar con el director en privado. Aljimenko había introducido la extraña regla de ahorrar a sus visitas las esperas en la antesala, por lo que la secretaria dejaba pasar, sin rechistar, a todos cuantos venían a verle, a excepción, por supuesto, de gente ajena al instituto, a consecuencia de lo cual la cola se formaba en el propio despacho, y cada conversación se desarrollaba en presencia de dos o tres testigos.
– Nicolai Nikoláyevich -dijo Gúsev-, seguimos sin aprobar el plan de trabajos de investigación científica para el año en curso.
– ¿Cuál es el problema? -preguntó Aljimenko enderezando la espalda.
– Hemos recibido varias demandas oficiales de incluir en el plan ciertas tareas puntuales. He mandado las copias a todos los laboratorios para que presenten proposiciones antes del 1 de febrero. Hasta el momento no he recibido una sola respuesta. Los laboratorios no quieren asumir cargas adicionales, para este año ya tienen planes de trabajo suficientemente intensos. Y a decir verdad, comparto su postura totalmente. Si de mí dependiera, denegaría esas demandas. No pasa un año sin que nos veamos obligados a incluir en nuestro programa de trabajo científico proyectos de encargo y, como resultado, nuestras propias tareas de importancia vital mueren antes de nacer. Me gustaría que lo discutiéramos. Como secretario académico, me preocupa que el instituto esté perdiendo su identidad científica. ¡Mire a su alrededor! Lysakov sigue sin poder ultimar su doctorado, y tenemos que ir concediéndole prórrogas de año en año puesto que le falta simplemente el tiempo para sentarse a pensar. Ya ha presentado dos solicitudes de vacaciones para poder concluir el doctorado, y cada vez hemos tenido que denegárselas, pues está muy comprometido con las tareas de encargo, que suponen unos ingresos altamente lucrativos para el instituto. Nicolai Nikoláyevich, tengo muy presente que somos pobres y que este dinero nos es de gran ayuda, puesto que nos permite pagar equipos y primas a los trabajadores, pero lo que ocurre es que nos amenaza la perspectiva de quedarnos sin un solo doctor en ciencias. El año pasado, cuatro doctores se jubilaron, este año van a jubilarse otros tres, mientras que los científicos jóvenes no consiguen doctorarse porque de hecho arrastran todo el presupuesto del instituto. Como sigamos así, pronto no tendremos ni aspirantes a doctorarse. Todo el mundo trabaja de sol a sol, y no se ven por ningún lado nuevos doctorados.
– Ha pronunciado un discurso ciertamente encendido -contestó Aljimenko con frialdad-. Puede darme por convencido de lo penoso de la situación de nuestro instituto. ¿Tiene alguna proposición concreta o debo catalogar su intervención como unos llantos en el hombro del director?
– Nicolai Nikoláyevich, el instituto puede pedir al Ministerio de las Ciencias que nos autorice a ampliar la plantilla. Si nos asignaran unos efectivos adicionales, seleccionaríamos a unos jóvenes espabilados recién diplomados y aliviaríamos, aunque sólo fuese un poco, la carga de nuestros doctorandos.
– ¿Está seguro de que alguien vendrá a trabajar aquí para cobrar esos sueldos de hambre que pagamos?
– Si no viene nadie, podremos organizar pagas extra para nuestros trabajadores. ¡Tenemos que darle a la gente algún aliciente, Nicolai Nikoláyevich! Si no, jamás saldremos del agujero en que nos hemos metido. Tendremos cada vez más trabajo y menos científicos.
– El ministerio no nos dará esa autorización jamás -manifestó Aljimenko apurando de un sorbo el té en el que flotaba una rodaja transparente de limón.
– ¿Por qué no? -objetó Gúsev-. Creo que Nicolai Adámovich Tomilin tiene una excelente opinión tanto del instituto como de usted mismo. Es nuestro monitor, será a él a quien encargarán estudiar el asunto. Estoy seguro de que querrá complacerle en su petición.
– Pues yo no lo estoy tanto.
– De todas formas, tiene que intentarlo -insistió el secretario científico-. No podemos quedarnos de brazos cruzados mirando cómo el potencial científico del instituto se viene al suelo. Voy a redactar la carta al ministerio, ¿de acuerdo?
– No -respondió Aljimenko con rotundidad-. No quiero deberle favores a Tomilin. No vamos a pedirle nada al ministerio. Comparto su inquietud y pensaré en lo que se puede hacer. Pero a Tomilin vamos a dejarlo en paz.
El director se levantó de su asiento con brusquedad y se dirigió a la salida sin desearle siquiera buen provecho a Gúsev. Por lo demás, la fórmula de cortesía difícilmente habría surtido efecto: después de hablar con el jefe, el secretario académico se sentía completamente desganado.
5
Konstantín Mijáilovich Olshanski irrumpió en su despacho en tromba y, colérico, dio un portazo. No aguantaba que le hablasen como a un párvulo. Atrás quedaban los tiempos en que se esgrimían las consignas de transparencia para exigir respuestas claras y comprensibles a todas las preguntas. Las aguas volvían por do solían ir, retornaban los secretos, los silencios preñados de significados, las alusiones a la miopía política y a la necesidad de prestar apoyo al poder legítimo.
Acababa de hablar con el fiscal de la ciudad, de quien había intentado obtener la respuesta a una pregunta: ¿por qué, al fin y al cabo, se había puesto en libertad a Grigori Voitóvich? El juez de instrucción Baklánov no supo darle ninguna explicación razonable, ya que últimamente tenía la mente ocupada exclusivamente con los problemas de la legislación inmobiliaria: todas las horas que le quedaban después de satisfacer su necesidad de sueño y alimentación, las dedicaba a colaborar como consultor en una empresa que explotaba el negocio de desalojar a los inquilinos de los antiguos pisos comunales para luego comprarlos y revenderlos. Había llegado a descuidar sus obligaciones profesionales hasta el punto de que simplemente ignoraba cualquier orden extraña o sorprendente de sus superiores. Lo único que recordaba era que a Voitóvich le habían dejado ir en lugar de imponerle, como medida preventiva, el ingreso en prisión. En aquel momento tenía la condición de detenido y sólo podía permanecer en la celda durante tres días. Al transcurrir esos tres días, se debía adoptar la decisión sobre su detención o libertad de cargos. La decisión adoptada le declaraba libre de cargos. ¿Y qué? ¿Qué más daban los criterios de los superiores para tomar una u otra resolución?
– Pero ¿qué tienen que ver con eso sus superiores? -se indignó Olshanski-. Usted es juez instructor, posee autonomía procesal, tomar esa resolución era de su incumbencia, sus superiores no tenían nada que decir al respecto. Los superiores pueden aprobarla o desautorizarla. Pues, ¿por qué ha dictado usted esa resolución precisamente?
– Bueno -dijo Baklánov encogiéndose de hombros-, me dieron a entender que sería lo deseable, así que la dicté. Es lo que se suele hacer, no se me haga de nuevas.
– ¿Quién le dio a entender tal cosa?
– El fiscal del distrito.
– Y ése, ¿qué le dijo? ¿Quién le dio a entender a él que debía hacerlo?
– El fiscal de la ciudad.
El fiscal de la ciudad, prodigando finas sonrisas y frases escurridizas, acababa de explicarle a Olshanski que existían cosas que se aceptaban sin discutir, y menos, con los jueces de instrucción. Que la resolución tenía sus fundamentos, unos fundamentos de gran solidez, ¡de una solidez enorme! Créalo, Koristantín Mijáilovich, los tenía. No consiguió sacarle nada más excepto vagas alusiones a ciertos intereses nacionales y una solicitud verbal de ciertos organismos implicados. ¿Qué intereses nacionales eran aquéllos? ¿De qué organismos se trataba? Silencio…
Olshanski se sentó a la mesa sin quitarse el abrigo ni encender la luz. A última hora de un día gris de invierno, el despacho estaba casi completamente a oscuras. Pensó que hacerle frente al fiscal era posible pero ¿valía la pena? Había palancas que podía pulsar para obligarle a revelar la identidad de los solicitantes de la libertad para Voitóvich, el problema era que, tal vez, no debía pulsarlas.
Tendió la mano hacia el teléfono sin encender la luz y, forzando la vista para distinguir los botones, marcó el número de Kaménskaya.
– Resulta extraño que en el instituto nadie sepa nada de tal solicitud, ¿no cree? -le preguntó ella.
– Eso es exactamente lo que creo -dijo el juez instructor-. Y no me gusta nada. Una de dos: o bien los del instituto están ocultando algo, o bien nos hemos vuelto a meter en algún sucio asunto y nos estamos jugando el pellejo. ¿Qué me dices, pues, Kaménskaya: nos arriesgamos o nos refugiamos en el fango como las truchas?
– El fango, eso está bien, el fango -repitió Nastia riéndose-. El fango es el lugar ideal para nosotros. Lo importante es que nadie nos vea, ni nos huela, ni se entere de lo que estamos tramando.
– ¿Y si nos ahogamos?
– Nos llevaremos botellas de oxígeno, y así podremos respirar. En un principio, no soy partidaria de arrebatarle nada a nadie por la fuerza. Si su estimadísimo fiscal no quiere hablar, no le presionemos. Es la regla de oro, la for- * mulo Bulgákov, ¿se acuerda? Nunca pidas nada a los que son más fuertes que tú. Llegará el día en que te lo ofrecerán ellos mismos, incluso te suplicarán para que lo aceptes.
– Lo que es de oro son tus palabras, Kaménskaya -respondió el juez de instrucción sonriente-. Piensas exactamente igual que yo. No sé qué hacíamos todo este tiempo peleándonos si en realidad nos parecemos tanto. ¿Lo sabes tú acaso?
– A lo mejor nos peleábamos precisamente porque nos parecemos -dijo Nastia riéndose a su vez-. Yo, por mi parte, me enfadaba porque me soltaba cada grosería…
– Bueno, te pido perdón. Pero ten en cuenta que seguiré diciéndote groserías porque soy así, ya es tarde para reformarme. Pero no hace falta que me las toleres, te permito que me correspondas, que me pongas a parir. No soy rencoroso, no temas.
– No sé poner a parir a la gente -se lamentó Nastia lanzando un suspiro-. Será mejor que procure tratarme con educación.
– Si lo hiciera, mañana mismo el dólar caería en picado. Oye, Kaménskaya, no pidas peras al olmo. Escucha, echa el freno a las indagaciones en el instituto, redúcelas a su mínima expresión, a preguntas aburridas y rutinarias, que produzcan la impresión de que sólo se trata de cubrir el expediente. Que los del instituto no se olviden de que estamos allí, pero de momento no les des pie para tomar medidas contra nuestra presencia. Tenemos que convertirnos en algo así como un pesado moscardón. Aparentemente, no hace daño puesto que no pica, pero tampoco es posible ignorarlo porque no para de zumbar junto a la oreja y de vez en cuando intenta posarse en la nariz, no para hacer daño sino porque es tonto. ¿Comprendido?
– Hummm -farfulló Nastia.
– Y otra cosa. Es una pregunta delicada, así que si no quieres, no me contestes. ¿Sabes que han juntado el caso de los Krásnikov con el de Galaktiónov y que ahora lo llevo yo?
– Lo sé.
– ¿Sabes también que esta decisión ha dejado a Lepioskin en estado comatoso?
– Me lo suponía.
– ¿Quién lo ha arreglado? ¿Ha sido Gordéyev?
Nastia calló. No tenía la menor intención de explicarle a Olshanski lo de la carpetita verde que el Buñuelo guardaba en su caja fuerte.
– Comprendo -dijo Konstantín Mijáilovich sin inmutarse-. No eres una tía, eres una roca.
– Ya empezamos.
– Vale, vale, lo retiro, ¿de acuerdo?
Después de hablar con el juez instructor, Nastia se ocupó de asuntos pendientes que se habían acumulado sobre su mesa formando un montoncito muy estimable. Hacia el final de la jornada habló con Korotkov y Dotsenko, y juntos trazaron a vuelapluma el guión de la «vida en el fango». La panorámica resultante no era nada risueña, no incluía efectos de impacto pero sí prometía ser muy relajante.
6
El hombre de Merjánov dio un respingo de indignación cuando oyó que los trabajos en el aparato iban a ser suspendidos y, por si fuera poco, que la suspensión duraría un tiempo indefinido.
– ¡No podemos esperar tanto! -protestó.
– Tendrán que esperar, si no, existe la posibilidad de que no le suministremos nada en absoluto. Debe entenderlo, la policía anda husmeando en todos nuestros proyectos.
– Debe hacer algo -insistió el hombre de Merjánov.
– ¿Yo? -se extrañó su interlocutor-. Yo no puedo hacer nada aparte de suministrarle el aparato. Además, no soy un mandamás del Ministerio del Interior sino un científico.
– Y si liquidamos a los que les estorban, ¿reanudarán el trabajo?
– Por supuesto. Pero tenga cuidado, procure no empeorar la situación.
– ¿Qué quiere decir? ¿Por qué iba a empeorarla?
– Porque cuando se liquida a un policía que lleva un caso concreto, todo el mundo se da cuenta de que se le ha liquidado por este caso. Y entonces, literalmente, no dejan piedra por remover. Esto es lo que quiero decir.
– No le dé tantas vueltas al asunto. Nos encargaremos de resolverlo para que puedan trabajar tranquilamente en nuestro encargo.
– Con una condición.
– ¿Qué condición es ésta?
– Necesito tener una coartada a toda prueba. Si piensa emprender lo que sea, debe ocurrir en un momento en que me encuentre en algún lugar público, en medio de la gente que luego pueda confirmar que estuve allí.
– De acuerdo.
– Voy a consultar mi agenda. Aquí está, el miércoles 1 de marzo tenemos la reunión del Consejo Científico del instituto, que empieza a las tres. Se presentan dos doctorados y se debatirá sobre unos cuantos asuntos corrientes, de modo que pasaré allí unas tres horas y media. Sigamos. El 3 de marzo, que será viernes, tenemos un acto de homenaje al académico Mináyev con motivo de su sesenta aniversario. Al principio habrá una sesión solemne, luego se ofrecerá un cóctel al que están invitados todos los científicos del instituto. Empieza a las cuatro y supongo que no terminará hasta las tantas de la madrugada.
– ¿No tiene en su agenda nada para alguna fecha más próxima?
– Para una fecha más próxima… Sólo mañana pero será poco tiempo, de nueve a diez de la noche.
– De acuerdo, vamos a ver si podemos hacer algo.
7
Vadim Boitsov cumplió con la tarea en un plazo sorprendentemente breve. Pero esto tenía explicación: sólo había tenido que recabar información completa sobre el comandante Korotkov. La relacionada con Anastasia Kaménskaya llegó a sus manos, por así decirlo, sola.
– Está a punto de casarse -le comunicó a su jefe, Suprún, esbozando una tenue sonrisa-. ¿Y sabe quién es el novio?
– ¿Quién?
– El profesor Chistiakov del Centro de Investigaciones número 34.
– ¿No me digas? -exclamó Suprún sorprendido-. ¿Aquel mismo Chistiakov?
– Aquel mismo. Hace mucho que empezamos a investigarle, cuando todavía era un doctorando, una joven promesa de la ciencia. Fue entonces que se empezó a completar su dossier. Nuestra Kaménskaya tiene en aquel dossier una presencia constante. Resulta que se conocen desde el año 1976. Estudiaron en el mismo colegio. Los materiales operativos la califican de su amante.
– Muy interesante -murmuró Suprún pensativo-. ¿Es que Chistiakov nunca ha estado casado?
– Pues no, sigue soltero.
– ¿Y Kaménskaya? ¿Tampoco?
– Tampoco.
– Hay que ver, llevan tantos años juntos y hasta ahora nunca han pensado en casarse. ¿Qué crees que significa? ¿A qué viene casarse ahora si han vivido tanto tiempo sin formalizar su relación y no les iba nada mal?
– No sabría decírselo, Igor Konstantínovich. Tal vez está embarazada o algo por el estilo.
– Eso es, algo por el estilo. Échales un vistazo, quizás el quid de la cuestión está en ese «algo por el estilo». Tenemos que agarrarla por allí, para que no nos dé ningún disgusto.
8
Yuri Korotkov hojeaba distraídamente el abultado plan de trabajos de investigación científica del instituto para el año 1994. Le costaba sacar algo en claro, puesto que la mayor parte de términos y expresiones le resultaban a Yura completamente ininteligibles. Lo único que le interesaba eran los temas de proyectos en que había participado Grigori Voitóvich. ¿Cuál de esos proyectos fue la causa para que un anónimo benefactor intercediese por Voitóvich ante la jefatura de la Fiscalía? Si identificase el proyecto en cuestión, podría intentar identificar también a los interesados en ese proyecto o, dicho con otras palabras, al desconocido benefactor.
El jefe de laboratorio Borozdín esperaba con paciencia a que el pesado del detective satisficiese su curiosidad científica.
– En diciembre, Voitóvich colaboraba con seis proyectos. Uno era un encargo del Ministerio de Agricultura, otro, del de Sanidad, dos eran para la Compañía de Radio y Telecomunicaciones de Rusia. El sexto proyecto era de orientación, no tenía patrocinador.
– ¿Qué significa «proyecto de orientación»? -preguntó Korotkov.
– Significa que un científico tuvo alguna idea que tal vez podría dar resultados interesantes. O podría no darlos. Para averiguarlo, hace falta estudiar el problema, llevar a cabo una serie de experimentos. En una palabra, hincarle el diente. Con este fin, nuestros planes de trabajo a menudo incluyen «proyectos de orientación». Se les suele asignar un plazo de seis meses aunque alguna vez pueden ampliarse hasta nueve. Luego se redacta un informe científico que se presenta ante el Consejo Académico del instituto. Después de discutirlo se adopta la resolución: cerrar el proyecto o, por el contrario, recomendar su inclusión en el plan de trabajos de investigación científica.
– ¿De modo que en diciembre, Voitóvich no participaba en ningún proyecto supersecreto?
– Así es -le confirmó Borozdín.
– ¿Quién, entonces, pudo haber presentado la solicitud?
– No tengo ni la más remota idea -contestó el jefe de laboratorio con sinceridad-. No había el menor fundamento para presentarla, eso se lo puedo asegurar. ¿Sabe una cosa, Yuri Víctorovich?, le compadezco de corazón. Por si fuera poco tener que hacer un trabajo tan ingrato como reconstruir los materiales de un sumario que se ha quemado, encima le ha tocado hurgar en problemas tan oscuros. Seguramente se está muriendo de aburrimiento leyendo nuestro plan. ¿Estoy en lo cierto?
– Totalmente -dijo Korotkov sonriendo-. Y para acabar de arreglarlo, me han quitado a Anastasia. Digan lo que digan, como ayudante no tiene precio. Es cumplidora, espahilada. Le endosaría la mitad de esas tareas. Pero tal como están las cosas, tengo que cargar con mi cruz yo solito.
– ¿Le han quitado a su ayudante? ¿Cómo es eso?
– Hay más gente que necesita que les echen una mano, a nadie le amarga un dulce. No lo tome a mal, Pável Nikoláyevich, pero en nuestra lista de prioridades el caso de Voitóvich se sitúa tal vez en el lugar número veinticinco. Ya lo sé, ha sido una tragedia y se trata de un compañero suyo con quien llevaba trabajando muchos años pero… En Moscú se cometen a diario una docena de asesinatos, los asesinos pasean por las calles tan tranquilos, y para nosotros estos crímenes son los más importantes. En cambio, Voitóvich abandonó este mundo por voluntad propia, no hay culpables, de modo que nos dedicamos a la reconstrucción del sumario en los ratos libres. ¿Me explico?
– Cómo no, cómo no, se explica perfectamente. Tengo que darle la razón, mal que me pese. Ya veo que problemas no les faltan, nuestro Voitóvich es sólo uno de ellos. Por cierto, Yuri Víctorovich, siempre se me olvida preguntarle una cosa: ¿para qué quería su ayudante comprobar las condiciones del suministro de cianuro al instituto? ¿Acaso tiene alguna relación con lo de Voitóvich?
– De ninguna de las maneras. Ocurre que el año pasado en Moscú hubo varios casos de envenenamiento intencionado con cianuro, por lo que el Comité de Investigaciones Fiscales nos mandó a Petrovka una circular demoledora diciendo que la situación era caótica, que en ningún sitio se observaba lo dispuesto por las ordenanzas para el trabajo con sustancias tóxicas y venenosas. Supongo que se imagina cómo reaccionan los jefes ante esta clase de papeles. Vamos a comprobar a todo el mundo, a rajatabla, vamos a detectar las infracciones y a cortar cabezas. Como ve, padecemos la misma burocracia que cualquier hijo de vecino.
Korotkov echó una mirada al reloj.
– Santo cielo, todo el mundo se ha marchado a sus casas, y yo aquí, entreteniéndole. Le ruego que me perdone, Pável Nikoláyevich.
– Tranquilo, tranquilo -dijo Borozdín con sonrisa bonachona-. No tengo prisa, no es que en casa me espere un kilo de hijos llorando de hambre. Venga, le acompaño hasta el ascensor, tengo que pasar por el laboratorio.
Tras despedirse de Korotkov, Pável Nikoláyevich cruzó la galería en dirección al bloque de laboratorios. Los largos pasillos estaban bien iluminados pero casi todas las puertas se encontraban cerradas y precintadas. Borozdín pasó al lado del gran tablero de anuncios donde cada semana se exhibían los horarios de la asignación de unas u otras instalaciones a distintos laboratorios, dobló la esquina y empujó una puerta que no estaba cerrada con llave. En la espaciosa sala llena de equipos de lo más variado estaba trabajando un solo empleado, Guennadi Ivánovich Lysakov. Al oír los pasos, volvió hacia Borozdín una cara desencajada, de ojos enrojecidos.
– Buenas tardes, Pável Nikoláyevich.
– Muy buenas. ¿Qué hace aquí a estas horas? Tiene un aspecto horrendo, está usted hecho un guiñapo, amigo mío. Esto es una locura, deje enseguida lo que está haciendo y váyase a casa, a descansar.
– No puedo. Necesito terminar algunas cosas. Me quedaré por lo menos hasta las nueve, hay mucho trabajo -contestó Lysakov huraño.
– No diga tonterías, Guennadi Ivánovich -le cortó Borozdín enfadado-. ¿Quiere que hable con sus jefes para que no le den tantas cosas? Se lo digo en serio, tiene una cara que asusta. Vamos, vamos, bueno está lo bueno. Le llevo a casa en coche. Póngase el abrigo y vamonos.
– De verdad se lo digo, no puedo, Pável Nikoláyevich. Tengo conejos dentro de la instalación, todavía faltan… -dijo echando un vistazo al gran reloj digital de la pared-, tengo que esperar una hora y quince minutos todavía para ver los resultados, y luego introducir los datos en el diario. Serán dos horas como mínimo. Vayase a casa, no me espere.
– Bueno, como quiera -respondió Borozdín encogiéndose de hombros contrariado-. ¿Se trata al menos de un trabajo propio o es un encargo de fuera?
– Propio. Es mi doctorado.
– Entonces, vale. No me maltrate a los conejos y ratoncitos, no les dé pócimas ponzoñosas. Que se divierta.
– Por cierto, hablando de pócimas ponzoñosas -dijo Lysakov, de pronto animado-. ¿No sabrá qué hacía la policía comprobando el cianuro en todos los laboratorios? Voitóvich no se envenenó sino que se ahorcó.
– Resulta que están pasando inspecciones en todas las empresas de la ciudad. El agente operativo, aquel de Petrovka que ha estado aquí hoy, me ha contado que en Moscú se ha cometido una serie de asesinatos, uno tras otro, y en todos los casos se ha utilizado ácido cianhídrico, por lo que han decidido poner orden en esta cuestión. Ya sabe cómo se hacen las cosas en este país: mientras se está aún a tiempo para evitar el mal, pasamos del orden, pero cuando la desgracia ya ha ocurrido y toca meterle el puro a alguien, entonces nos acordamos de las medidas preventivas. Bueno, se lo pregunto por última vez: ¿viene conmigo?
– No, Pável Nikoláyevich, gracias por la invitación pero me quedo a trabajar.
– Como quiera. ¿Está solo aquí o hay alguien más trasnochando?
– Creo que está Inna. Ésa también tiene algún trabajo urgente.
– Qué va a tener trabajos urgentes, no me haga reír -replicó Borozdín abriendo la puerta-. A esa pobre solterona lo que le pasa es que no le apetece ir a casa, prefiere quedarse aquí. Por lo menos, la echaré a ella, ya que usted no se deja.
Salió y cerró la puerta con cuidado. El colaborador científico superior Guennadi Ivánovich Lysakov se quedó un largo rato escuchando los pasos que se alejaban por el pasillo, luego su mirada se posó en su mano, que asía un rotulador. La mano le temblaba tanto que pensó que jamás lograría trazar una línea recta. Demonios, ¿es que de veras había llegado a ese extremo de extenuación y se encontraba al borde de una crisis nerviosa?
9
Nastia caminaba fatigosamente de la parada de autobús a casa. Era muy tarde, había pocos transeúntes y, como le solía ocurrir, no se sentía nada a gusto sola en una calle oscura. Nunca había sido ni valiente ni temeraria, y los callejones oscuros y desiertos le daban miedo, por lo que siempre procuraba escoger el camino mejor iluminado y más cercano a las calles de mucho tráfico, incluso si tal itinerario resultaba más largo.
Tras doblar la esquina, fue bordeando la valla del aparcamiento de una cooperativa. El lugar era aislado y repugnante. Una vez, por pura curiosidad, llamó a la garita del vigilante, le preguntó la primera tontería que se le pasó por la cabeza, sólo para oírle hablar, y comprendió que en caso de apuro no podría contar con él. Había tres vigilantes que se turnaban, los tres eran unos viejos antipáticos que preferían pasar el tiempo emborrachándose, durmiendo la mona y «prohibiendo todo aquello que no estaba autorizado»; todo lo demás les traía al fresco.
Sintió una opresión en el pecho aun antes de darse cuenta de que delante de ella se habían dibujado las siluetas de hombres. «Vaya, ya lo sabía, un día u otro tenía que suceder», pensó exasperada, agarrando con fuerza las asas de su abultada bolsa de deporte. En la bolsa estaban su carnet de policía y las llaves del piso y del despacho de Petrovka. Llevaba el monedero casi vacío, además, no le habría importado que le quitasen el dinero, puesto que al lado de la perspectiva de perder el carnet y tener que afrontar luego toda clase de disgustos, ninguna cantidad habría sido demasiado grande.
La bolsa era lo único que podían quitarle. No llevaba ni pendientes ni sortijas, su chaqueta era de lo más corriente, así que si esos hombres de veras tenían la intención de atracarla, con toda seguridad, se llevarían la bolsa. Por un instante sintió la débil esperanza de que, tal vez, no había peligro… Pero al ver a las siluetas reagruparse y avanzar hacia ella, comprendió que sí lo había. En la oscuridad, Nastia no podía ver sus caras pero sintió de pleno el arrebato de una ola de rabia y agresividad que desprendían. «Al diablo con la bolsa, quiera Dios que salga de ésta con vida», eso fue todo lo que llegó a pensar mientras el miedo la hacía bizquear los ojos. Uno de los hombres vino a su lado, incluso pudo sentir cómo su aliento, con olor a chicle de fresa, rebotaba en su cara.
En ese instante, sonó un disparo a poca distancia.
En el instante siguiente, se oyó el ulular histérico de la alarma de un coche.
Las sombras que rodeaban a Nastia se inmovilizaron. Lo que más la sorprendió fue que los hombres no pronunciasen ningún sonido, no intercambiasen una sola palabra.
Pasó un segundo más, y echaron a correr, cada uno en una dirección diferente. Por un momento, tuvo la impresión de que nada de esto había sido real, que lo había soñado todo. La alarma continuaba ululando de forma intermitente aunque iba bajando de intensidad hasta reducirse a un asqueroso chirrido. Nastia miró a su alrededor y vio un coche patrulla que se le acercaba. El coche, que circulaba ni demasiado deprisa ni demasiado despacio, pasó de largo y se perdió detrás de una esquina. Probablemente, se dirigía al lugar del que procedía el disparo.
Nastia permaneció inmóvil, petrificada. Del susto, las piernas habían dejado de obedecerle; la mano, convulsamente cerrada sobre las asas de la bolsa, se le había entumecido; gotas de sudor se deslizaban a lo largo de su columna vertebral. Unos pasos resonaron a sus espaldas, y el miedo volvió a asaltarla. Pero el hombre que se le acercó siguió su camino sin volver la cabeza, simplemente pasó a su lado como si no estuviera allí. Se dominó y fue detrás de él. En la oscuridad no podía distinguir si era viejo o joven pero, a juzgar por su porte y el modo de andar, sería capaz de socorrerla si volviese a ocurrir algún imprevisto.
Al llegar a casa estaba destrozada. Hurgó desganada con el tenedor en una lata de maíz dulce, se comió un bocadillo y se tomó un café. Poco a poco, la tensión fue menguando, incluso se animó un poco al recordar que, según las estadísticas militares, un proyectil nunca daba dos veces en el mismo blanco. Trasladando este razonamiento a las estadísticas celestiales, resultaba que si estaba destinada a convertirse en víctima de un atraco, podía dar el hecho por consumado y a partir de ahora contaba como mínimo con uno o dos años para deambular por los callejones oscuros con total tranquilidad. Consolada con sus elucubraciones matemáticas, se tomó una ducha caliente y se fue a la cama.
10
Vadim Boitsov pasó junto a Kaménskaya y tuvo que hacer cierto esfuerzo de voluntad para no volver la cabeza y no mirarla a la cara. Tenía una vista magnífica, y había visto de lejos a los hombres agazapados en las tinieblas. La experiencia y el olfato le advirtieron de que su «cliente» iba a ser asesinada. Al primer pronto pensó que, tal vez, sería la solución óptima del problema. Que le ocurriese algo gordo y por un tiempo (si no para siempre) quedase fuera de juego y dejase de importunar a los creadores del aparato. Pero acto seguido prevaleció su criterio profesional. En la calle adyacente había visto un coche patrulla, si Kaménskaya se ponía a gritar o si hacía uso del silbato policial, todo terminaría de una forma en absoluto tan apetecible como pensaba. Y si llegaban a detener a uno solo de sus agresores, no tardarían en descubrir la verdad. Vadim no podía menos que reconocer que todo había sido planeado de la mejor manera: había poca luz, ningún testigo, habría parecido un atraco con asesinato común y corriente. Era una pena tener que cancelar una acción tan perfecta pero… Pero los atacantes, sin lugar a dudas, no habían advertido la presencia de aquel maldito coche policial, con el motor en marcha y tres agentes dentro. Se plantarían allí en un periquete.
Boitsov vio, a unos pasos de él, dos coches estacionados. Detrás del parabrisas de uno brillaba el piloto rojo de la alarma. Sacó la pistola de aire comprimido, descerrajó un tiro al aire y simultáneamente golpeó con todo el cuerpo el capó. La alarma se disparó llenando las penumbras circundantes de inaguantable estruendo intermitente.
El truco funcionó. La oscuridad pareció tragarse a los matones, y Boitsov exhaló un suspiro de alivio. Ahora tenía que procurar eludir a la policía.
Tenía muchas ganas de acercarse a Kaménskaya y entablar una conversación. Le gustaría saber si había pasado miedo. Si llevaba un arma y si había pensado en utilizarla. Si había comprendido lo que acababa de ocurrir. Si pudiese hablarle, se aclararían tantas cosas… Si pudiese…
Pero no podía.
11
A la mañana siguiente, Vadim Boitsov informó a su superior de lo ocurrido. Suprún pareció muy contento.
– Magnífico -dijo una y otra vez entrelazando y desenlazando los largos dedos de manos grandes y cuidadas-. Así que el creador del aparato ha tenido tiempo de irle con el cuento a Merjánov y de llorarle sus penas, de quejarse de que nuestro pajarito le estorba. Lógicamente, Merjánov, hombre impulsivo y resuelto donde los haya, no quiere esperar y decide ponerle al problema un remedio radical. Bueno, allá él, que se lo ponga. Tu tarea, Vadim, consiste en evitar que sus hombres metan la pata. No tengo nada en contra de que Kaménskaya desaparezca del horizonte pero hay que hacerlo de tal modo que nadie llegue a descubrir los motivos verdaderos. ¿Comprendes? Tu reacción de anoche ha sido todo un acierto, sigue manteniendo esta capacidad de reaccionar correctamente. Ve pisándole los talones y vigila que el atentado esté preparado a la perfección. Los gatillazos son inadmisibles, jamás obtendríamos el aparato. Nos quitaremos a Kaménskaya de encima con las manos de Merjánov sin mancharnos nosotros. ¿De acuerdo?
Boitsov asintió en silencio, sin apartar sus fríos ojos grises de los de Suprún. Como siempre, su cara no expresaba nada, y Suprún no comprendió si su subalterno compartía su opinión. Pero era lo que menos le preocupaba a Igor Konstantínovich. Sabía que Vadim nunca tomaba iniciativas y nunca desobedecía las instrucciones de un superior. Era un hombre sumamente disciplinado. Y pensar, podía pensar todo lo que le apeteciera, sus pensamientos no le importaban un pimiento a nadie. Además, ¿qué iba a pensar que mereciese la pena conocer?
– Por cierto, amigo mío, ¿has hecho lo que te pedí? ¿Has averiguado por qué Kaménskaya y Chistiakov han decidido casarse?
– De momento no, Igor Konstantínovich. Creo que la única que puede responder a esta pregunta es la propia Kaménskaya. A juzgar por los datos de que disponemos, es una mujer reservada y no acostumbra hacer confidencias a nadie, sobre todo, tratándose de una información tan… íntima.
– En este caso, hazte su amigo y entérate. ¡No eres un niño pequeño, qué demonios! -exclamó Suprún de repente irritado-. ¿Es que tengo que explicarte esas cosas tan sencillas?
– Me gustaría evitar trabar amistad con ella. Me impediría seguir vigilándola, puesto que conocería mi cara.
La de Suprún pareció helarse. ¿Qué se creía que era ese mocoso? ¿Suponía acaso que Suprún no había pensado en eso? Ese desgraciado, ese pelagatos…
– Eres el jefe del grupo. Te lo recuerdo por si se te ha olvidado. Cuando te digo «haz», no quiero decir que tengas que salir disparado a hacerlo todo tú solito. Encárgaselo a alguien. Tú respondes de que se haga, de que se obtenga el resultado final deseado. Pero la manera en que se cumpla cada trabajo es asunto tuyo. Y si no lo entiendes, entonces es que me he precipitado al ascenderte y como jefe no vales nada.
Boitsov permaneció en silencio, la fría mirada fija en los ojos de su superior. Esa mirada llenó a Suprún de desasosiego. Claro, tenía plena confianza en Vadim. Apreciaba su profesionalidad. Creía en su honradez personal. Pero nunca lograría comprenderle.
Capítulo 10
1
Como cada hijo de vecino, o casi, Vadim Boitsov tenía su propio esqueleto escondido en el armario. Pero a diferencia de lo que le ocurría a la mayoría de la gente, su esqueleto no dejaba de dar señales de vida y, para colmo, intentaba escaparse del armario en los momentos menos oportunos para ofrecer a la atención pública cierto secreto celosamente guardado. El secreto consistía en que Boitsov tenía pavor a las mujeres. Le daban tanto miedo que se ponía a temblar interiormente y tenía que luchar por contener un ataque de histeria. Como resultado, su pavor le llevó a lo que los médicos denominan impotencia psicogénica. Lo más extraño era que Vadim gozaba de una perfecta salud física y estaba dotado de una potencia sexual excepcional.
Desde su infancia, veía en las mujeres unos seres envueltos en un velo de misterio, un velo que no podía ni soñar con levantar nunca. Su madre era crítica teatral, y de algún modo, esta circunstancia imprimió un pronunciado carácter propio sobre todos los aspectos de la vida de su familia. Vadim creció en total ausencia de todos aquellos pequeños detalles que a su modo de ver debían formar parte integrante de los conceptos «el hogar» y «la familia». Cada noche, mamá se marchaba a algún teatro, por lo que era su padre quien le acostaba, y también era su padre quien le leía el cuento para que se durmiese y quien le daba el beso de buenas noches. Mamá regresaba pasada la medianoche y por las mañanas no se levantaba antes de las diez u once, por lo que, de nuevo, tenía que ser el padre quien le despertaba, quien le preparaba el desayuno y quien también le acompañaba al colegio, al menos en los primeros tiempos.
En cambio, cuando Vadim volvía a casa después de las clases, mamá solía estar en casa. Pero esto no significaba en absoluto que, como hacían miles de madres de colegiales, se lanzase a preguntarle sobre sus progresos y sobre sus notas, y que le diese de comer. No, no, qué va. Mamá estaba sentada en la cocina escribiendo rápidamente a máquina sin soltar de los labios un pitillo, y el hijo que volvía del colegio era un incordio y un engorro para su proceso creativo. Ni se le pasaba por la cabeza interrumpir el trabajo para despejar la mesa de la cocina y darle de comer al niño. No, ¿para qué? El niño se había criado solo, era independiente y perfectamente capaz de calentarse la comida sin molestar a la madre, llevársela a su cuarto y volver luego, caminando de puntillas, para aclarar los platos bajo el grifo y colocarlos en su sitio.
Tampoco las notas del hijo le interesaban. ¿Qué más le daba qué notas traía a casa? Mientras no cayera enfermo y no andará con malas compañías emborrachándose en los portales de las casas… Hasta aproximadamente el tercer curso, Vadim, ingenuo de él, intentó discutir con la madre sus asuntos escolares, le enseñaba los «sobresalientes» de su libreta, presumía de los éxitos en las clases de dibujo y de manualidades. Era cierto, era un manitas, y los divertidos juguetes y pequeños artefactos producidos por Vadim Boitsov ganaban los primeros premios de los certámenes del colegio y obtenían toda clase de galardones. Pero por algún motivo, mamá no parecía percatarse de eso.
En realidad, Vadim no lograba comprenderla y por eso se le antojaba misteriosa como una princesa encantada, a la que una mala bruja había convertido en una mujer veleidosa, antojadiza e histérica. Una noche, Vadim despertó y oyó unos sollozos desesperados que llegaban desde el cuarto de baño. Corrió asustado al dormitorio de los padres. El padre estaba tumbado en la cama y fumaba sin encender la luz.
– Papá, ¿qué ha pasado? -le preguntó el niño.
– Nada, hijo, todo está en orden -contestó el padre con calma, como si de veras no hubiera ocurrido nada especial.
– ¿Por qué está llorando mamá? ¿Os habéis peleado?
– No, hijo mío, qué dices. Ya sabes que tu madre y yo no nos peleamos nunca. Sencillamente, se ha sentido triste y ha salido al baño a llorar un ratito. No pasa nada, a las mujeres les sucede con frecuencia.
El padre le había dicho la verdad, era cierto, la madre y él no se peleaban nunca. En la vida real, lo que ocurría era lo siguiente: la madre se ponía histérica, animada por el obvio deseo de provocar al hombre para que le correspondiera con un ataque similar, lo que al instante utilizaría como pretexto para organizar una escena y entonces dar rienda suelta a sus impulsos, chillar, llorar, incluso, si había suerte, romper dos o tres platos, soltar el gas, desfogarse. Pero, hasta donde Vadim podía recordar, el padre jamás había cedido a sus provocaciones. Esto sacaba a la madre de quicio pero, por extraño que pareciera, la mujer no lo entendía. Cada vez, la situación seguía el curso definido por aquel mismo guión clásico.
– Voy a volverme loca -declaraba mamá irrumpiendo en el piso, arrojando el bolso al suelo y dejándose caer sobre el sofá sin quitarse el abrigo-. No lo aguanto más. Quieren acabar conmigo, no me perdonan aquella reseña. Para todo el mundo, Lébedev es una estrella, es el rey del escenario, todo el mundo le lleva en palmitas, poco más y se echan a lamerle el culo, mientras que yo, perversa de mí, me permito escribir que la puesta en escena del segundo acto de Los burgueses es un desatino. No digo nada, Lébedev es un gran director pero esto no significa que no pueda cometer fallos y errores. Mi tarea como crítica consiste en advertir esos fallos y errores. ¡Pues si oyeras cómo me ha gritado hoy el jefe de la redacción! Me ha puesto a la altura del betún. No tengo ganas de continuar viviendo.
Al llegar a este punto, mamá acostumbraba respirar hondo y miraba alrededor. Y como en cualquier casa normal, a menos que su dueña fuese una maníaca de la limpieza, su mirada tropezaba con algún «desorden». A veces se trataba de algo «grave», como la presencia de polvo en la superficie pulida de un mueble; a veces era una minucia, como un libro que alguien había cogido de la estantería y dejado encima del sofá. La envergadura del «desorden» era lo de menos, lo que importaba era el pretexto, el empujoncito para cambiar el objeto de sus iras, para sustituir al jefe de redacción, que en ese momento se encontraba fuera de su alcance, por el personal disponible.
– ¡Dios mío! -gemía la mujer-. Ese maldito trabajo está acabando con mis nervios, y por si fuera poco, ni siquiera en casa encuentro descanso. Tengo que coger la bayeta y ponerme a limpiar lo que habéis ensuciado. Dos tíos adultos que son incapaces de mantener un mínimo orden. Pero ¿por qué he de hacerlo todo yo sola, por qué me obligáis a cargar con todo el trabajo de casa? Tengo que preparar la comida, hacer la colada, y por si fuera poco, encima tengo que ganar dinero para manteneros.
– Cálmate, cariño -solía contestar el padre-, échate y relájate un rato, estás cansada, Vadim y yo lo limpiaremos todo en un momento, ahora lo arreglaremos todo, no te pongas así.
A Vadim no dejaba de sorprenderle que el padre no le gritase a mamá, que no le dijese que, por cierto, también él trabajaba y que ganaba muchísimo más dinero, que el piso estaba suficientemente limpio porque precisamente ayer habían pasado la aspiradora.
A la madre, ni que le hubieran dado cuerda. Cada vez encontraba nuevas cosas que reprochar a su marido y a su hijo. Tras comprobar lo inútil de sus esfuerzos por provocar una reacción a sus ataques, rompía a llorar, se marchaba a la cocina, cerraba la puerta y rechazaba todo intento de diálogo. Al cabo de un tiempo recuperaba su talante alegre y cariñoso, como si nada hubiese ocurrido.
– Papá, ¿por qué no le dices a mamá que tú también trabajas y traes un sueldo a casa? -preguntaba el niño.
– Porque, hijo mío, no servirá de nada y no interesa a nadie -explicaba el padre vagamente-. No pensarás que mamá no lo sabe, ¿verdad? Sabe perfectamente que trabajo, que mi trabajo es duro y peligroso y que por hacerlo cobro mucho dinero.
– Entonces, ¿por qué te hace esos reproches si lo sabe todo? -preguntaba Vadim extrañado.
– Es complicado explicarlo pero voy a intentarlo, ya eres lo bastante mayor para comprender esas cosas. No me reprocha nada, hijo mío, está enfadada con su jefe y con sus enemigos, pero como les tiene miedo y no puede levantarles la voz nos echa la bronca a nosotros. Lo hace porque nos quiere, porque confía en nosotros y porque no nos teme. En cambio, no confía en sus enemigos, les tiene un poco de miedo y por eso no puede dejarles ver que está enfadada con ellos. ¿Entiendes?
– Entonces, ¿nos hace esas escenas porque nos quiere?
– Claro.
– ¿Y por qué tú no me chillas nunca? ¿Es que no me quieres?
– Ay, hijo mío, ¡cómo se te ocurre! -decía el padre sonriendo-. Te quiero más que a nadie de este mundo. Pero yo soy un hombre y mamá es una mujer. Las mujeres son diferentes, están organizadas de otra forma, piensan y sienten de una manera distinta. No trates nunca de comprender a las mujeres, hijo mío, es inútil. Nosotros los hombres no somos capaces de comprenderlas. Lo único que podemos hacer es adaptarnos, lo mismo que yo me he adaptado a mamá.
Cuando tenía unos quince años, Vadim Boitsov concibió la firme convicción de que su padre tenía razón. Las mujeres estaban hechas de forma distinta de como estaban hechos los hombres, y no sólo en lo que a la fisiología se refería. No había manera de tratar con ellas porque eran imprevisibles e impronosticables, porque escapaban a toda lógica, porque infringían continuamente las reglas del juego, y por si fuera poco, infringían justamente aquellas reglas que ellas mismas habían introducido. Decían: «No se te olvide, a las ocho en punto», y luego o bien faltaban a la cita, o bien llegaban con dos horas de retraso. Decían que querían ver una película de Alain Delon pero cuando uno les llevaba las entradas, las tiraban al suelo y refunfuñaban: «¡Ni loca iría a ver a ese pederasta, a ese viejo verde!». Jamás en la vida le consentían a uno que les copiase un examen, pero no se cansaban de lamentarse porque no sabían resolver un problema y pedían que las ayudase (queriendo decir que les dejase copiar).
Vadim había llegado a la conclusión de que convenía evitar tener tratos con las mujeres. A excepción de un solo instante, único pero imprescindible. Tardó mucho en resolver el problema de cómo conciliar la desgana de aguantar a las mujeres con el deseo físico de su proximidad. Mientras se atormentaba inventándose un modelo de administración de su propia existencia, el problema se resolvió solo.
Vadim era un chico guapo. Muy guapo incluso. La naturaleza, como queriendo gastarle una broma, le había dotado de una mirada tan tierna e intensa que las chavalas perdían la cabeza nada más sentirla posarse en ellas. También poseía la capacidad de tocar, con la misma ternura e intensidad, las manos, los cabellos y los hombros de las mujeres. Sin proponérselo, las volvía locas. Y si a eso añadimos unos ojos claros, unos pómulos hermosamente trazados, unas cejas rectas y un hoyuelo en la barbilla, la imagen resultante no podría ser más impactante. La hermana mayor de un compañero de colegio le echó el ojo a Boitsov, en aquel entonces estudiante de diecisiete años de décimo, mientras que la chica tenía a la sazón nada menos que veintitrés. A juzgar por todo, pretendientes no le faltaban pero se había encaprichado con Vadim. Y lo consiguió.
El proceso de seducción del menor se desarrolló deprisa y sin remoras dignas de mención. Al principio, el chico simplemente no comprendía qué era lo que pretendía Anna, e interpretaba su indisimulado interés por su persona como una muestra de consideración y simpatía de lo más normal. Al final, Anna se dio cuenta de que Vadim nunca había cortejado a las chicas, que carecía de cualquier habilidad en la sutil materia del flirteo, por lo que no era capaz de distinguir entre una sincera amabilidad y un interés sexual. Abandonó todo disimulo y provocó deliberadamente una situación en que cualquier tío normal no podría menos que sucumbir a la excitación. Lógicamente, Vadim Boitsov sucumbió a la excitación.
Aquélla fue su primera experiencia, el qué y el cómo había que hacer, lo sabía sólo por los relatos de sus amiguitos y por los chistes verdes. Lo malo era que los relatos de los amiguitos tampoco estaban basados en la realidad práctica, pues se limitaban a repetir las historias que habían oído a medias en alguna parte y que aderezaban con sus propias fantasías eróticas juveniles. El folclore sexual adolescente pregonaba el vigor y la resistencia. Por lo que Vadim, al conseguir «hacer gozar» a su pareja durante nada menos que quince minutos, se llenó de orgullo y satisfacción consigo mismo. Sobre todo, teniendo en cuenta las advertencias de los amiguitos sobre el desenlace vergonzosamente precipitado de la primera vez y sobre lo decepcionadas que solían quedar las mujeres. A él no le pasó, no había quedado mal.
– ¿Qué te ha parecido? -le preguntó ufano a Anna en el minuto decimosexto-. ¿Te ha gustado?
Lo que ocurrió a continuación le dejó anonadado. Anna le empujó liberándose de su peso, se tapó con la manta para ocultar su desnudez y chilló:
– ¡Fuera de aquí, idiota! ¡Que no vuelva a verte en mi vida! Santo cielo, pero qué tonta he sido, creía que eras un ser humano y lo que eres es un… ¡degenerado! ¡Un cretino! ¡Un aborto! ¡Largo de aquí!
Aproximadamente una semana más tarde, tras largas noches de insomnio e intensas reflexiones, Boitsov comprendió que en algo no se había comportado como debía. Había fallado en algo importante, no había hecho algo que Anna esperaba que hiciera. Pero se le escapaba qué era. Es más, estaba completamente convencido de que, ya que las mujeres infringían constantemente aquellas reglas del juego que ellas mismas habían impuesto, uno nunca podía tener la plena seguridad de que las estuviera tratando correctamente. Uno podía hacerlo todo conforme ellas deseaban y al final se lo agradecían escupiéndole en el alma y dándole una patada en el trasero.
A lo largo de los tres años siguientes, Vadim hizo otros intentos de buscar la proximidad camal con las chicas que le gustaban, pero en cada ocasión el resultado fue deplorable. Tan cariñoso y atractivo en el trato (¡aunque Dios era testigo de los esfuerzos que le costaba serlo!), se revelaba como una engañifa total cuando lo que pretendía era una unión más íntima. No dejaba de darle las gracias a Anna, que en pocos segundos y con dos docenas de palabras creó un abismo infranqueable entre los conceptos de «el sexo» y «las relaciones humanas». Tanto le costaba tratar con las mujeres que la sola idea de tener que establecer relaciones emocionales con ellas le aterraba. Al mismo tiempo, el episodio con Anna le había demostrado que sin esta clase de relaciones o, cuando menos, sin una apariencia de tales, jamás accedería al sexo, como un niño jamás conseguiría una visita al zoo si no traía a casa cinco sobresalientes en geografía. El organismo joven reclamaba lo suyo, y Vadim llegó a la conclusión de que tenía que buscar a una mujer que le ofreciese su cuerpo sin exigirle el alma a cambio. La respuesta fue sencilla como, por lo demás, lo son las soluciones de casi todos los problemas complicados: necesitaba una prostituta.
Hacia la edad de treinta años, la vida de Boitsov se había estabilizado. Como buen profesional que era, sabía comunicarse tanto con las mujeres como con los ancianos o con los niños, sabía ganarse la confianza tanto de un director de banco comercial como de un vagabundo. Pero acostarse, seguía acostándose únicamente con las prostitutas, ya que sabía a ciencia cierta que ellas nunca le obligarían a buscar fatigosamente las palabras justas, a adaptarse a unas reglas del juego que ellas reinventaban sin parar. Uno pagaba y recibía aquello que deseaba. Y no debía hacer nada más. En los últimos dos años contaba con una compañera fija, una muchacha tranquila y callada, que no le cobraba un precio excesivo y le daba un buen servicio. No le exigía esfuerzos de ningún género, y era lo que Vadim quería. Vivía con su adorada mascota, un joven y simpático galgo afgano, ni se le ocurría pensar en casarse, seguía sin comprender a las mujeres, seguía teniéndoles miedo, aunque nada de eso influía en su actividad profesional.
El encargo relacionado con Anastasia Kaménskaya había despertado su interés. Junto con un cierto temor. Al leer las informaciones recogidas sobre ella a lo largo de los muchos años de vigilancia de su novio, Chistiakov, Boitsov se dio cuenta de que allí había algo raro. Llevaban tantos años juntos, eran novios desde hacía tanto tiempo, pero hasta ese momento no habían pensado en casarse. Resultaba muy extraño. Según se desprendía de las informaciones disponibles, Chistiakov le había ofrecido el matrimonio en más de una ocasión pero cada vez la mujer había declinado la proposición. ¿Por qué? ¿Qué clase de mujer era ésta, que se negaba a casarse con un hombre con quien ya estaba viviendo de todos modos? La lógica de Vadim era sencilla: si no quieres casarte con ese hombre porque no te gusta, no le metas en tu cama, sin hablar ya de meterle en tu casa. Si vives con él porque te resulta aceptable, ¿por qué no quieres casarte con él?
Al ver a Kaménskaya por primera vez «en vivo», se quedó sorprendido por su escaso atractivo y por lo corriente de su físico. En un primer instante pensó que quizá podía comprender por qué continuaba viviendo con Chistiakov incluso si no le gustaba. Porque tal vez no encontraría a otro hombre en su vida. Así, al menos, tenía a uno, fuese o no de su agrado. Pero en el momento siguiente se le ocurrió pensar que algún motivo tendría Chistiakov para desear tanto casarse con ella. Se preguntaba qué tenía esa mujer de especial.
2
Suprún identificó sin dificultad a los hombres de Merjánov encargados de «neutralizar» a Kaménskaya. Sólo uno de ellos era «ciudadano de origen no eslavo» y, por tanto, representante de los intereses de Merjánov, todos los demás eran moscovitas. Los hombres de Suprún no les quitaban el ojo de encima, al menor indicio de peligro se ponían en comunicación con Boitsov, quien había asumido la responsabilidad personal de la seguridad de Anastasia Kaménskaya. Por supuesto, dicha seguridad era relativa, y la responsabilidad de Boitsov terminaría en el momento en que considerase que el atentado contra su vida estaba suficientemente bien organizado y. que las probabilidades de encontrar a los culpables del asesinato se reducían al mínimo.
A las 15.10 horas del 1 de marzo, Vadim recibió la noticia de que los mercenarios se dirigían en coche hacia la carretera de Schelkovo, barrio en que vivía Kaménskaya. Conocía al dedillo las calles de la ciudad y tenía un coche suficientemente potente, así que llegó junto a la casa de Kaménskaya sólo unos minutos más tarde que los matones. Tras recibir el aviso, se había apresurado a marcar el teléfono del despacho de Kaménskaya y colgó cuando le respondió una voz femenina. Recordaba bien su voz, pues la había llamado varias veces a casa con este fin, para familiarizarse con su voz mientras, en respuesta a su silencio, ella repetía con impaciencia: «Diga, diga, vuelva a marcar, no le oigo». Estaba sentado en su coche, esperando a que los matones saliesen del portal y se marchasen. Entonces subiría al piso de Kaménskaya, pues se había hecho previamente con las llaves, y miraría qué tal estaba el apaño. Si descubría algo que había que corregir, lo corregiría.
– ¡De nuevo aparcan aquí! -chilló una voz histérica de anciana-. Es el único sitio donde la gente puede pasar sin hundirse en los charcos y ahogarse, pues no, tienen que aparcar justamente aquí. Hijos de puta, cuántas veces hay que decírselo…
Vadim miró hacia el lugar de donde provenían los gritos, y vio a una anciana obesa que se apoyaba en un bastón intentando acercarse al inmueble desde el vallado del área del aparcamiento de los vecinos, popularmente conocido como «el Bolsillo». El lugar escogido para el aparcamiento no era el mejor, puesto que se encontraba justo enfrente de la parada de tranvía y, al bajar, los pasajeros que querían acercarse al portal del inmueble tenían que dar un considerable rodeo para no pisar el césped encharcado, o si no, tenían que buscar un resquicio por donde colarse entre los coches aparcados ajustadamente, sin desperdiciar un milímetro de espacio, y con eso correr el riesgo de mancharse los abrigos y las gabardinas. El césped que rodeaba el aparcamiento parecía un pantano negro y sucio, sólo un camicace dotado de una vista perfecta y calzado impermeable podría atreverse a cruzarlo. Pero había un sitio donde una alma caritativa había tirado unas tablas largas para facilitar el paso por encima de la fangosa suciedad, gracias a lo cual los transeúntes podían ahorrarse el kilométrico rodeo del césped. Los matones se las habían arreglado para dejar su Saab justo encima de esas tablas…
– ¡Hay que avisar a la policía, eso no hay quien lo aguante! -continuaba diciendo la anciana indignada.
En efecto, se movía con dificultad, y rodear el césped representaba para ella un problema complicado.
– Tiene toda la razón -convinieron otros dos vejestorios sentados en un banco junto al portal-. Montan en coches, aparcan donde mejor les parece sin pensar en los demás.
Les trae sin cuidado, son jóvenes, tienen salud, nosotros los viejos les importamos un rábano. Toda la periferia ha venido hacia aquí, han infestado todo Moscú, uno no puede dar un paso sin ver sus jetas provincianas…
El intercambio de opiniones pronto se desvió del asunto inicial para centrarse en el gobierno de Moscú, luego en la Duma Estatal y en el presidente personalmente. Las viejas descubrieron que coincidían en todas sus conclusiones y se enzarzaron en una animada conversación proclamando a voces sus valoraciones nada halagüeñas de la actividad de los organismos del poder y de la Administración, para que alcanzaran los oídos de su obesa compañera que había emprendido el arduo periplo alrededor del césped. La situación, que al principio le había parecido divertida a Vadim, tuvo un desenlace completamente inesperado.
– Vamos, Vera Isáakovna, así no se puede vivir. ¿Sabe una cosa?, creo que voy a llamar a la policía, que le pongan una multa al conductor. Fíjese, la matrícula no es de Moscú, ya le digo que todos los problemas nos los traen los provincianos. Voy a apuntar el número…
La anciana extrajo del bolso un trozo de papel y un lápiz, y anotó el número de la matrícula. Esa simple acción le salvó la vida a una vecina de la escalera, a Nastia Kaménskaya.
Al cabo de un rato, los matones salieron del portal, se metieron en el Saab y se marcharon. Eran las 16.30 horas.
Unos minutos más tarde, Vadim subió al octavo piso, donde se encontraba el apartamento de Anastasia, escrutó su puerta aguzando la vista y vio, abajo, junto al suelo, una pequeña rasgadura en el forro de polipiel que la cubría. Se puso en cuclillas y examinó el lugar sospechoso. Luego lo rozó con los dedos. Eso era, el desgarrón estaba tapado con un trozo de celo, para que el relleno no se escurriese de debajo del forro y no llamase la atención. Vadim extrajo del bolsillo un pequeño estuche de piel, preparó las herramientas, se puso manos a la obra y un minuto más tarde sostenía en la palma de la mano un pequeño artefacto explosivo, ahora totalmente inofensivo, que tenía que explotar en el momento en que Kamenskaya abriese la puerta del piso. Un fino alambre unía la puerta al umbral de madera. Al abrir la puerta, el alambre se habría roto y habría desencadenado un proceso similar al que se producía cuando se arranca la espoleta de una granada. La puerta y la dueña del piso habrían quedado hechas pedazos.
Boitsov respiró hondo y se guardó el peligroso juguete en el bolsillo. Todo esto habría sido aceptable si no fuera por la vieja pesada que había tomado la matrícula del coche utilizado por los asesinos. Las abuelitas que se pasaban los días sentadas en los bancos junto al portal eran las primeras en ser interrogadas por la policía cuando en un inmueble se producía un hecho criminal, ya fuera un robo, ya un asesinato. Si no hubiera sido por ellas, se podría haber acabado con Kamenskaya ese mismo día, y al siguiente reanudar el trabajo sobre el aparato que Suprún necesitaba con tanto apremio.
Regresó al despacho y volvió a llamar a Kaménskaya. Seguía allí. El reloj marcaba las 17.42 horas.
3
La enorme sala del consejo del instituto no estaba ni medio llena. La presentación de las tesis doctorales hacía tiempo que había dejado de llamar la atención a los científicos del centro. Además de los miembros del consejo, los únicos en acudir a esta clase de actos eran los afectados por algún asunto del orden del día y la «hinchada» de los doctorandos: sus compañeros, amigos y familiares (siempre que, ni que decir tiene, el tema de la tesis doctoral no estuviera catalogado como secreto de estado).
Los propios miembros del Consejo Académico se comportaban como si se tratara de un festejo oficial, conversaban en pequeños corrillos, juntándose dos o tres para intercambiar impresiones con los compañeros a los que llevaban mucho tiempo sin ver, se levantaban y cambiaban de sitio, salían de la sala y volvían a entrar. Nadie hacía el menor caso del desdichado doctorando, que marmoteaba sus explicaciones sin intentar siquiera hacerse oír por encima del rumor de voces que se extendía por toda la sala. Cuando les llegaba el turno a los oponentes de designación oficial, el rumor se aquietaba un poco: se trataba de unos colegas merecedores de todo respeto y, aunque nadie tenía la intención de escuchar lo que decían, convenía guardar las apariencias.
– Tiene la palabra el oponente oficial, doctor en Ciencias Técnicas, profesor Lozovsky -anunció solemnemente el presidente del consejo Aljimenko con gesto arisco y fulminando a los miembros del consejo con la mirada-. Si es tan amable, Mijaíl Solomónovich.
– Estimados colegas -habló Lozovsky tras encaramarse en el estrado y rodear la tribuna con los brazos como si alguien fuera a arrebatársela-. Lo que tenemos delante de nosotros es el fruto de muchos años de un trabajo tenaz, lo que de por sí sería suficiente para llenarnos de profunda admiración. Me refiero, por supuesto, al trabajo, no al fruto. Nuestro doctorando Valeri Iósefovich Jarlámov nos ha presentado una obra, sin lugar a dudas interesante, que puede contestarnos con claridad a la pregunta primordial: ¿posee el aspirante a grado científico la capacidad para realizar una labor científica de forma autónoma? ¿Dispone de un potencial científico suficiente para hacerlo? Puesto que tal es el sentido de toda tesis doctoral si la memoria no me falla y si interpreto correctamente las estipulaciones de la Comisión Superior de Calificaciones.
Tras lanzar esta parrafada, Lozovsky se calló y volvió la cabeza hacia Viacheslav Yegórovich Gúsev, quien, en su calidad de secretario académico, debería conocer a fondo el reglamento y las exigencias de la CSC. Viacheslav Yegórovich asintió expresivamente con la cabeza, conteniendo la risa. Esa escena se reproducía invariablemente cada vez que Lozovsky intervenía como oponente en la presentación de una tesis doctoral. Era el único científico que sostenía que el asunto central del debate alrededor de una tesis no era el significado del trabajo presentado sino su nivel y su calidad.
«Si discutiésemos el significado, Einstein jamás habría conseguido doctorarse ante nuestro consejo porque todos habríamos declarado con unanimidad que estaba equivocado. El doctorando no necesita que todos le demos la razón al unísono, ya que si sólo concediéramos títulos académicos a aquellos cuyas ideas nos pareciesen correctas, la ciencia no avanzaría nunca. No surgiría ninguna escuela científica nueva. Nadie podría plantear una tesis científica innovadora, pues innovar supone derrocar lo antiguo. Al valorar una tesis doctoral, debemos ceñirnos a las respuestas de estas preguntas: ¿posee el doctorando una cultura científica suficiente?, ¿analiza los resultados de sus experimentos a conciencia?, ¿tienen lógica sus razonamientos?, ¿es capaz de inventar algo original? Dicho de forma lapidaria, la presentación de una tesis debe darnos pie para decidir si tiene cerebro o no. Eso es todo. Y yo en mi calidad de oponente oficial no trataré otras cuestiones. Si no les gusta, no me inviten a hacer de oponente», acostumbraba declarar el profesor Lozovsky en actitud tajante.
Esa actitud encantaba a los doctorandos, que siempre pedían que les pusieran a Lozovsky de primer oponente. Sin embargo, se conocían algunos casos, presentes en la memoria de todos, en los que el tozudo profesor, tras leer una tesis perfectamente correcta y sólida, al acudir a su presentación manifestaba:
– No tengo nada que objetar contra una sola palabra de este trabajo. Todo es correcto. Todo, desde la primera mayúscula hasta el punto final. Y por eso me ha resultado aburrido. Esta tesis es una buena tesina estudiantil pero nada más que esto. No he podido observar la menor presencia de pensamiento. No he apreciado una sombra del gusto por el experimento. Mi opinión es ésta: el doctorando no está preparado para desarrollar la labor científica por cuenta propia, concederle el grado de doctor sería prematuro.
Algunos iban a escuchar a Lozovsky como otros van al circo. Se enteraban de si hacía su discurso de oponente durante la primera o segunda presentación, entraban en la sala del consejo en el momento justo, cuando Mijaíl Solomónovich subía al estrado, y se marchaban en cuanto bajaba.
– Siento un profundo respeto por el monitor científico de nuestro doctorando, el profesor Borozdín -continuaba perorando Lozovsky-. Y dado que estoy familiarizado con el estilo científico de Pável Nikoláyevich, leí con especial atención el texto de la tesis presentada tratando de reconocer la influencia del monitor científico y, cosa que nunca se debe descartar, la ausencia de la solvencia científica de Valeri Iósefovich Jarlámov. ¡Pues no! -Al pronunciar estas palabras, Lozovsky blandió el dedo índice deformado por la artritis-. No he observado en la tesis ni rastro de la participación de Pável Nikoláyevich. Tengo la impresión de que el profesor Borozdín simplemente ha cometido un atraco a nuestro estado al cobrar por la supervisión científica del trabajo de un hombre de ciencias totalmente maduro, de un sabio varón a quien la mencionada supervisión no le hacía ninguna falta.
La sala se animó. Todo el mundo comprendía que Mijaíl Solomónovich estaba bromeando y que en realidad sus palabras encerraban un máximo elogio al doctorando. Pero una vez ya ocurrió algo parecido… Y terminó con que el profesor encargado de realizar la supervisión científica del doctorando fue despojado del grado académico, ya que justo después de una intervención similar de Lozovsky se descubrió que en realidad nunca había actuado como monitor con ninguno de los doctorandos, pues hacía muchísimos años que había perdido el tren de la ciencia y había dejado de entenderla. Se limitaba a pasar los capítulos y apartados que le mandaban los doctorandos a su hijo, un físico joven y brillante, que se encargaba de escribir comentarios sobre cada página y de explicarle a su papi querido el significado de sus observaciones. Luego el papi querido contaba todo esto a sus doctorandos poniendo gesto de superioridad intelectual. Quería mantener su reputación científica, le gustaba lucir el título de profesor y guardaba celosamente su secreto, que consistía en que hacía mucho tiempo que había dejado de ser profesor. El escándalo fue sonado, y desde entonces la gente empezó a frecuentar la sala del consejo para «ver a Lozovsky», como en otras épocas la gente acudía al circo para ver a los equilibristas que hacían sus acrobacias sin red. No se perdían ni una presentación esperando que un día volviese a suceder algo por el estilo.
– Confío en que el monitor científico del doctorando nos explique en su discurso a quién ha estado supervisando durante todos estos años y en qué consistía tal supervisión -seguía guaseándose Lozovsky.
– Así lo haré, Mijaíl Solomónovich -contestó Borozdín desde su asiento.
Los miembros del consejo empezaron a reírse por lo bajo. Habían comprendido que justo antes de empezar la sesión alguien había invitado al viejo Lozovsky a unas copichuelas de coñac.
La puerta de la sala se abrió silenciosamente, entró Lysakov y, procurando pasar desapercibido, se sentó en la primera silla libre que vio, al lado de Inna Litvínova.
– Oye, ¿qué es lo que pasa? -preguntó en un susurro.
– Lozovsky y sus bufonadas de siempre -contestó Inna Fiódorovna susurrando también-. ¿Qué haces tú aquí? ¿También quieres escuchar a nuestro Solomónovich?
– Claro que sí. Es una pena, llego tarde, he calculado mal el tiempo. ¿Qué tal nuestro Jarlámov? ¿Se ha puesto nervioso?
– Cómo no. Mira tú mismo, está blanco como la pared.
– ¿Cómo es que está tan afectado? ¿Son desfavorables las reseñas?
– No, no creo. En alguna ocasión, Gúsev mencionó que todas las reseñas de su resumen eran positivas y que Valen había ido personalmente a la empresa patrocinadora a llevárselas porque no se fiaba de Correos.
– ¿Entonces por qué está tan nervioso? Si fuera un primerizo que nunca ha visto este numerito… Pero Jarlámov ya ha visto tantas presentaciones de tesis que debe saberse de memoria todo el guión.
– No digas tonterías, Guennadi -replicó Litvínova con enfado-. Es fácil decirlo desde este asiento de la sala. Recuerda tu propia presentación. Seguro que te pusiste de todos los colores a causa de los nervios.
– ¡Esta comparación no vale! -rebatió Lysakov sacudiéndose en mudas carcajadas-. En aquel entonces yo tenía veintiséis años, me ponía de los nervios por cualquier tontería, desfallecía sólo con ver a Solomónovich, piensa que había estudiado la carrera con sus libros, para mí era algo así como un monumento erigido en honor a la biofísica, y de repente, helo aquí, vivito y coleando, en persona. Dicho sea de paso, Jarlámov tiene unos veinte años más de los que yo tenía entonces. Así que no es lo mismo.
Lozovsky concluyó su discurso y descendió lentamente del estrado. Tomó la palabra el segundo oponente oficial. Guennadi Ivánovich miró el reloj.
– ¿Qué pasa, se habrá parado? -murmuró cejijunto clavando la mirada en la esfera del reloj-. ¿Qué hora es?
– Las cuatro menos cuarto -contestó Litvínova.
– Pues marca las tres y diez. Ahora entiendo por qué he llegado tarde para ver a Lozovsky aunque había calculado bien el tiempo. Oye, ¿sabes si Solomónovich también hace de oponente en la otra presentación?
– Por supuesto que sí. Aquella tesis es muy polémica, el propio monitor científico ha puesto al doctorando de vuelta y media, dice que no le obedece, que lo hace todo a su manera y que por eso él, como su monitor, no puede asumir la responsabilidad del lado científico de la cuestión. A Lozovsky estas cosas le chiflan. La que se va a armar. Ojalá que no lleguen a las manos. Todo el instituto estará aquí.
– ¡Magnífico! -dijo Lysakov frotándose las manos-. En este caso, tengo una proposición que hacerte. Subamos ahora a mi despacho, te enseño algunos de los últimos resultados, me dices rápidamente qué te parecen, de paso nos tomamos un té y volvemos aquí para no perdernos la segunda presentación. ¿Te parece?
– Pero ¿qué dices, Guennadi? ¿Estás loco? Si he venido adrede para prestarle a Valeri apoyo moral. ¿Cómo quieres que me vaya y le abandone a su suerte? No, no puedo. Mira, aquí soy la única de nuestro laboratorio, imagínate cómo se sentiría.
– ¿Cómo que la única? ¿Y Borozdín?
– Ése no cuenta. Es su monitor y miembro del consejo. Supon por un momento que Jarlámov mira a la sala y aquí no hay nadie, ni una cara que le sonría para darle ánimos. Lo peor será cuando los miembros del consejo salgan para votar. Recuerdo el terror que se siente. Te quedas en el pasillo más solo que la una y piensas que allí, detrás de aquella puerta, se decide tu destino, que allí se han reunido todos esos sabios varones a los que tú les importas un comino, que no te ven te pongas como te pongas, y que para esos hombres simplemente no existes. Lo único que les interesa es fumarse un pitillo, tomarse un té, chismorrear, llamar por teléfono. Porque para rellenar el boletín y echarlo en la urna, con medio minuto tienen de sobra. Pero tardan media hora porque no les apetece volver a la sala, así que pasean por todo el instituto, van a ver a los amigos, resuelven sus asuntos personales. Y durante todo ese tiempo, tú te quedas en el pasillo, entre la sala y el salón de votaciones, y te vas muriendo lentamente. No le haces falta a nadie. Y tampoco hace falta tu tesis, que te ha costado sangre, sudor y noches de insomnio. No se debe abandonar a Valeri a su suerte en un momento así. Por mi propia experiencia sé muy bien lo duro que es.
– Entonces, ¿tú estuviste sola?
– Sola. Lo que viví en aquella media hora, no se lo deseo ni a mi peor enemigo. Cuando presenté mi doctorado, ya tenía treinta y seis años, es muy distinto de tener veintiséis.
– ¡No me digas! ¿Por qué?
– Porque cuanto mayor eres, más sacrificios te cuesta escribir esa maldita tesis. Cuando uno la escribe durante el posgrado, como fue tu caso, empieza a los veintitrés y acaba a los veintiséis, no pierde nada si recibe malas reseñas o incluso si su tesis no va a ninguna parte. Lo tenía todo por delante, y sigue teniéndolo igual. Pero cuando uno combina la tesis con un empleo, cuando no la escribe durante el posgrado, cuando uno tarda no tres sino diez años en prepararla, y esos diez años empiezan a los treinta y terminan a los cuarenta o incluso más tarde, a menudo tiene que decidir sobre el orden de sus prioridades. Si ha de anteponer la ciencia a la familia. Si ha de anteponerla a sus hijos. A su salud. A sus padres, que se van haciendo viejos. A cada paso tropieza con el peso del deber moral respecto a uno de los suyos o respecto a sí mismo. Y debe hacer la elección, al precio de nuevas canas, al precio de cicatrices en su conciencia. Por eso, mi querido Guennadi, cuando estás allí en medio del pasillo esperando los resultados de la votación, sólo piensas en una cosa. Estás recordando todos los sacrificios realizados en aras de tu, y perdona la expresión, jodida tesis, y te preguntas si valía la pena, si tu tesis se merece tanto sacrificio. Entonces te das cuenta de que, si los miembros del consejo vuelven a la sala, y el presidente de la comisión del cómputo anuncia que has sacado demasiadas bolas negras, resultará que todos tus sacrificios han sido en vano. Recordarás a la mujer, tal vez, la mejor de toda tu vida, a cuyo amor has renunciado. Recordarás las graves enfermedades de tus padres, y que no pudiste acompañarles entonces. Recordarás muchas cosas. Y al saber que tu tesis ha sido rechazada, te darás cuenta de que tu vida ha sido un error, de que has apostado a un caballo equivocado y como resultado lo has perdido todo, porque has hecho demasiados sacrificios.
– Vale, vale, vale, me rindo -dijo Lysakov levantando las manos-. Me has convencido de que soy un monstruo del egoísmo. En gesto de solidaridad me quedaré aquí contigo hasta el final y luego procuraré prestar apoyo moral a Valeri Iósefovich, cuando salga al pasillo a pasárselas canutas. Pero dime una cosa, ¿cuándo vamos a hacer por fin alguna cosa de provecho, eh? Tenemos todo el trabajo parado, ¿quién crees que va a hacerlo?
– Guennadi, te doy mi palabra de honor, mañana a primera hora de la mañana nos meteremos de pleno en la harina. Por cierto, ¿piensas terminar tu segunda tesis, la académica, o la has abandonado definitivamente?
– Déjame en paz, Inna. Tengo suficiente con Borozdín, que no deja de darme la tabarra a propósito de la dichosa tesis de la academia, sólo me falta que también tú te me pongas pesada.
– De acuerdo, no he dicho nada. Vamos a escuchar, ahora Borozdín va a contestarle a Lozovsky.
Lysakov y Litvínova se callaron mirando al profesor Borozdín acercarse sin prisas al estrado.
4
Estaba mirando a Lozovsky, radiante y satisfecho de sí mismo, y sentía cómo el odio empezaba a corroerle las entrañas. Ese viejo mequetrefe. Ese payaso de feria. Ese tarambana senil, con su asquerosa voz rechinante y sus ralos pelillos blancos. Dios, cuánto odiaba a todos los que se habían reunido en esa sala, cuánto le irritaban su necedad, su simplonería, sus chismorreos. Ojalá que todo se resolviese pronto, que terminasen el aparato y cobrasen los honorarios. Para no ver nunca más esas jetas repugnantes ni oír esas voces que pomposamente soltaban una tontería tras otra.
La primera vez, Merjánov había dado un patinazo. Le gustaría saber si hoy iba a conseguir por fin lo que pretendía. Para hoy le había concedido el intervalo desde las tres hasta las siete de la tarde. Podría haberle dado más tiempo si hubiese sabido que Lozovsky iba a ponerse tan belicoso. Lo normal era que la presentación de una tesis doctoral se prolongase una hora y cuarto, una hora y media como mucho, incluyendo la votación y el anuncio de los resultados. Pero hoy ya llevaban una hora y veinte minutos de sesión, y los miembros del consejo aún no se habían retirado a votar.
Parecía que últimamente Kaménskaya estaba más quietecita. Después de su visita a Tomilin no se la había vuelto a ver por el instituto, y el propio Korotkov sólo se dejaba caer por aquí de vez en cuando. Por supuesto, en aquel momento la situación era peliaguda: había salido de no se sabía dónde aquel mapa que señalaba nítidamente la zona de la acción de la antena. Si la chica tuviera redaños, se habría agarrado de aquel mapa con los dientes y no lo habría soltado hasta alcanzar el final victorioso, hasta llegar al fondo de la cuestión, a saber, hasta la antena y el aparato. Pero la muchachita se echó atrás. Así que era perfectamente posible que esas medidas radicales no fueran necesarias y pudieran continuar trabajando en el aparato con total normalidad. No cabía duda de que sin Kaménskaya la normalidad sería aún mayor. Fuese como fuese, habría que esperar una semanita más. Si durante ese plazo Merjánov conseguía deshacerse de ella, miel sobre hojuelas. Pero aun cuando no lo consiguiese, podrían reanudar el trabajo de todas formas.
Estos últimos días a Inna se la veía muy nerviosa. Cuando le dijo que se tenía que suspender el trabajo se dejó llevar por el pánico, le repitió una y otra vez lo mucho que necesitaba el dinero que él le había prometido como pago por su participación en la fabricación del aparato. ¿Para qué querría tanto dinero esa triste solterona? Tal como se arreglaba y vestía, se diría que vivía de limosnas. Seguro que incluso el sueldo de hambre que cobraba le sobraba para pasar el mes. ¿Sería una millonaria clandestina como aquel famoso mendigo? Iba ahorrando, metía los billetes en el calcetín. Pues ¿qué falta le hacía el dinero? Vivía sola, tenía piso propio, ¿qué más quería? Cielos, ¡ojalá pudiese vivir solo, sin ver a nadie! La soledad era la dicha suprema. Sólo la muerte estaba por encima de la soledad.
5
Esa noche todo transcurría como de costumbre. Como siempre, Nastia regresó a casa tarde, de nuevo le dio pereza preparar la cena, a consecuencia de lo cual se contentó con el insípido bocadillo de rigor que regó con el ineludible té. Habló por teléfono con su padrastro, luego llamó a Liosa. Se duchó. Miró la televisión un rato. Permaneció mucho tiempo tumbada a oscuras, con los ojos cerrados, pensando. Luego, cuando ya eran casi las dos de la madrugada, por fin pudo conciliar el sueño.
Una noche común y corriente. Noches así tenía trescientas cada año.
Una vez más, había pasado a dos milímetros de la muerte. Y una vez más, ni se dio cuenta.
Capítulo 11
1
Boitsov empezó a seguir a Anastasia Kaménskaya desde el propio edificio de la DGI situado en Petrovka. Era viernes, el 3 de marzo. Una vez más, había terminado de trabajar muy tarde, y de nuevo iba a tener que pasar delante de aquel aparcamiento privado donde hacía poco habían intentado agredirla.
Salieron del metro a la calle. Cuando ya se acercaban a la parada de autobús, Boitsov vio delante de sí un coche familiar. Era el mismo Saab, cuya matrícula dos días antes había apuntado aquella vieja sentada delante del portal de la casa de Kaménskaya.
Cuando sólo unos metros separaban a Nastia del coche, éste se puso en marcha y avanzó hacia ella despacio, con las luces apagadas. Vadim llegó a fijarse en que la ventanilla del lado derecho del asiento de atrás empezaba a bajar. No tenía ni una décima de segundo para tomar la decisión. Se precipitó hacia adelante abriéndose paso entre los peatones a codazos y, dando un desesperado y larguísimo salto, alcanzó a la mujer de chaqueta azul que caminaba delante. Juntos cayeron sobre la sucia y húmeda acera. El Saab aceleró bruscamente y desapareció.
Kaménskaya permanecía inmóvil, y se asustó pensando que se había golpeado la cabeza y estaba inconsciente.
– Por el amor de Dios, le ruego que me perdone -dijo Vadim poniéndose en pie-. Permítame que la ayude a levantarse.
Se inclinó sobre Nastia y tropezó con su mirada, furiosa y brillante por las lágrimas que le asomaban a los ojos. La mujer le tendió la mano sin decir palabra, y Vadim la ayudó a incorporarse con delicadeza. La chaqueta de color azul celeste se había vuelto parda, los téjanos estaban empapados.
– Santo cielo, ¡qué he hecho! Señorita, por favor, la culpa es toda mía, ¿qué tengo que hacer?, no se me ocurre nada. ¿Quiere que la acompañe a casa en taxi?
– No -masculló Nastia entre los dientes-. Vivo aquí al lado. ¿Adonde iba con esas prisas?
– A la parada de autobús -dijo Vadim con aire contrito-. Se lo suplico, déjeme purgar mi culpa. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Quiere que le compre otra chaqueta?
– Sí quiero -contestó ella sorprendiéndole con una sonrisa-. Pero que sea ahora mismo. La necesito para llegar a casa, porque tal como estoy me va a detener la policía, pensarán que soy una vagabunda o algo así. ¿Sabe si por aquí cerca hay una tintorería? Aunque con toda seguridad a esta hora ya estará todo cerrado.
– La hay -contestó Boitsov con ímpetu-. Aquí al lado hay un hotel, tienen una tintorería que está abierta las veinticuatro horas del día, es autoservicio. Venga conmigo, la acompaño.
– ¿En un hotel? -preguntó Nastia con suspicacia-. ¿Se refiere a El Zafiro? Pero si allí sólo aceptan dólares.
– Tienen servicio de cambio. Vamos.
– No -dijo Nastia negando con la cabeza-. De todas formas, saldrá demasiado caro. No llevo tanto dinero encima.
Pasó la mano por la húmeda chaqueta y se la acercó a los ojos. La palma de la mano estaba casi negra de suciedad.
– ¡Por qué demonios tenía que hacerme esto! -exclamó con ira-. ¿Qué quiere que me ponga mañana para ir al trabajo?
– Por eso mismo necesita la tintorería -apostilló Boitsov-. Si no tiene dinero, le prestaré. Palabra de honor, me sabe tan mal, necesito hacer algo por usted. Se lo ruego, haga el favor, deje que al menos le pague la tintorería. Escuche, señorita, se lo pido por favor.
– De acuerdo, vamos allá -dijo ella lanzando un suspiro de cansancio-. Pero déjeme su teléfono, mañana le llamaré y le devolveré el dinero.
– ¿Tiene que ser así? -preguntó Boitsov con sonrisa picara.
– Tiene que ser así -respondió Nastia con firmeza.
Se encaminó con decisión hacia el hotel El Zafiro y acto seguido se llevó la mano a la espalda lanzando un gemido.
– Hay que fastidiarse, creo que he vuelto a lastimarme la espalda. ¡Lo que faltaba!
– ¿Qué ocurre? -preguntó Boitsov alarmado-. ¿Le duele la espalda?
– Me duele horrores. Desde hace ya algunos años. También entonces tuve la mala suerte de caerme y como resultado…
Se encogió de hombros con gesto de perplejidad.
– Ahora tendrá que ayudarme a llevar la bolsa.
– Claro que sí, claro que sí -contestó el hombre apresuradamente-. Démela, se la llevo. Y los médicos, ¿qué le dicen de su espalda? ¿Cómo tiene que tratarla?
– No voy al médico, no tengo tiempo.
– Mal hecho. No deben tomarse a broma los dolores de espalda, sobre todo, una mujer nunca debe descuidarlos. Se dejan notar mucho durante el parto, ¿sabe? ¿Tiene hijos?
– No.
– Pues los tendrá -vaticinó Vadim con aplomo-. Por eso es imprescindible que se trate la espalda.
– Bueno, lo haré el día que tenga un rato libre -le prometió Nastia flemáticamente.
– ¿Y cuándo lo tendrá, ese rato libre?
– Creo que cuando esté a punto de jubilarme -contestó ella riéndose-. Por cierto, ¿está seguro de que nos dejarán entrar en ese paraíso de divisa convertible? Tengo un aspecto que a decir verdad…
– Entraremos, por las buenas o por las malas -contestó Boitsov con indolencia-. Lo más importante es poner cara de poca vergüenza y tirar para adelante.
El portero les dejó pasar sin rechistar, cosa que a Nastia le sorprendió muchísimo.
– Vivir para ver -dijo quitándose la chaqueta húmeda y sucia-, resulta que para entrar en un hotel de divisas hay que tener el peor aspecto posible, entonces creerán que eres extranjera. En realidad, no les falta razón, hace tiempo que vengo observando que los turistas llevan ropa sencilla y cómoda. Bueno, ¿cuánto me costará el placer de poner en orden mi indumentaria?
– Doce dólares -respondió Vadim, que estaba estudiando los anuncios pegados junto al mostrador detrás del cual se sentaba la empleada de la tintorería.
– ¡Toma ya! Cincuenta y cinco mil rublos, más incluso. Su autobús me está saliendo por un ojo de la cara -apostilló Nastia mientras metía la chaqueta dentro del tambor y lo cerraba con fuerza-. Los sacrificios inútiles no me hacen ni pizca de gracia.
– No la comprendo -dijo Boitsov dirigiéndole una mirada interrogativa-. ¿A qué se refiere eso de «sacrificios inútiles»?
– Sabe de sobra a qué se refiere, señor benefactor. Si se ha sentado con esta calma aquí, a esperar conmigo a que mi chaqueta esté lista, significa que no tenía tanta prisa. ¿A qué venía eso de correr como un loco detrás de un autobús? ¿Por qué corría?
«Por salvarte la vida, Anastasia Kaménskaya, sólo por esto -le contestó para sus adentros-. Cuando la ventanilla del coche empezó a bajar, comprendí que iban a dispararte. Te habrían dado, de esto no te quepa duda, caminabas despacio y ellos justo, justo acababan de poner el coche en marcha. En estas condiciones, hay que apuntar con los pies para fallar. Pero los disparos hechos desde un coche no me parecen la mejor forma de asesinarte. Los disparos hechos desde un coche siempre denotan que se trata de un asunto serio, que detrás hay un deseo de eliminar a una persona en concreto y no se dejan confundir con un asesinato accidental, cuya víctima puede ser cualquiera. El otro día, cuando te salieron al encuentro junto al aparcamiento, el plan era bueno. Si no hubiera sido por el coche patrulla que apareció a dos pasos de allí, todo esto se habría acabado ya entonces. Incluso la bomba que anteayer te colocaron en la puerta podría haber pasado por una gamberrada o por un acto terrorista aleatorio, sobre todo si hubiésemos adoptado medidas oportunas y filtrado a ciertas personas la información pertinente reivindicando el atentado como acción dirigida contra los funcionarios policiales en general. Habríamos inventado algo, si no hubiera sido por la pesada de tu vecina coja, que tomó nota del número de la matrícula de aquellos chicos. En cambio, el atentado de hoy ha sido un disparate morrocotudo. El típico asesinato perpetrado por unos mercenarios. Justo lo que debemos evitar. Bueno, pues ya que hemos tenido que conocernos, déjame que intente averiguar cuánto sabes y, de paso, por qué te urge tanto casarte.»
– Es cierto, no tenía prisa por llegar a ningún sitio -dijo justificándose-. Lo que ocurre es que, simplemente, los autobuses pasan con intervalos tan grandes que, si se me hubiera escapado, sabe Dios el tiempo que habría tenido que esperar allí en la parada.
– Lástima que también tenga sucio el pantalón -dijo Anastasia con un suspiro-. Si no, podríamos ir al bar a tomar un café; en cualquier caso, tenemos que esperar veinte minutos.
– ¿Le apetece un café? Enseguida se lo traigo.
– ¿Cómo? ¿Va a traérmelo aquí?
– ¿Por qué no? Perdone, no sé cómo se llama…
– Anastasia.
– Vadim -correspondió el hombre cumpliendo con el trámite de las presentaciones-. Pues escuche, Anastasia, los hoteles de divisas lo que tienen de bueno es que también se rigen por unas normas de divisas. ¿Ha estado en el extranjero?
– Alguna vez.
– Sabrá entonces que allí, después de pagar, usted puede llevarse del bar su vaso, copa o taza adonde le parezca, aunque sea al fin del mundo, bueno, se entiende que dentro del recinto del hotel, y nadie le dirá ni una palabra. Se considera perfectamente normal que uno desee tomarse su café allí donde le guste, ya sea al aire libre, ya en la entrada, ya debajo de la escalera. ¿Quiere que le traiga algo más aparte del café?
– No, gracias, nada más. Sólo el café.
– Tal vez, ¿le apetece un pastel? ¿Frutos secos? ¿Un zumo? ¿Una copita?
– No, el café únicamente, gracias.
Vadim se marchó al bar a pedir dos cafés. «Qué rara es esta mujer, no se parece a nadie», pensó. Cuando se cayó, se diría que estaba a punto de echarse a llorar del dolor y, sin embargo, no le alzó la voz, no le echó una bronca. Sólo accedió a aceptar el dinero a condición de devolvérselo porque no le gustaba estar en deuda con nadie. Había rechazado su invitación a coger el taxi, por tanto, era cautelosa. Tampoco reaccionó a sus intentos de entablar una conversación sobre sus problemas de la espalda y los futuros hijos, así que seguramente no se casaba porque estuviese embarazada. Y no quiso aprovecharse de su generosidad, no le pidió nada además del café.
Todo esto la hacía tan distinta de todas las mujeres con las que Vadim había tratado… Comprobó con asombro que no se sentía nada violento, como habitualmente le hacía sentirse la compañía de las mujeres. Cierto, Kaménskaya no se parecía a otras pero por algún motivo eso no le provocaba tensión, no le ponía en guardia ante posibles desmanes. Kaménskaya le producía la impresión de sencilla y asequible, ajena a las peligrosas profundidades y las puñaladas traperas. Qué raro. Tal vez era porque era feúcha y nada llamativa, y no la percibía como una mujer con la que uno podía flirtear, a la que podía cortejar y con la que podía acostarse.
Después de recoger en el bar dos tacitas de café, las llevó con sumo cuidado hasta la sala de la tintorería. Kaménskaya continuaba sentada en la misma postura, igual que cuando la dejó, y parecía estar absorta en sus pensamientos. Le pareció que ni se dio cuenta de que había vuelto.
– Aquí tiene.
Con gesto solemne colocó las tazas sobre la pequeña mesa situada al lado de su sillón.
Kaménskaya cogió la taza en silencio y bebió a sorbitos. Vadim miró la mano que sostenía la taza, y apreció las líneas gráciles de la palma y de los dedos. Tenía unas manos delicadas y bien cuidadas, aunque las largas uñas almendradas no estaban pintadas. Daba la impresión de que era consciente de que tenía unas manos bonitas pero que no quería atraer atención hacia ellas.
– ¿Está permitido fumar aquí?
– Aquí todo está permitido -contestó riéndose-. Si se lo acabo de explicar. Espere, ahora le traigo un cenicero, voy al vestíbulo a buscarlo.
Vadim le trajo un cenicero y, mientras Nastia fumaba manteniendo el mismo silencio pensativo, estudió a hurtadillas a su nueva amiga. Tenía un rostro extraño, de rasgos austeros y correctos: una nariz recta, pómulos altos, labios de hermoso contorno. Pero por algún motivo, el conjunto producía la impresión de algo inexpresivo e incoloro. ¿Sería porque tenía las cejas y las pestañas claras, porque en su cara no había ni una sola mancha de color? A lo mejor, si se maquillaba, era una belleza. ¿Es que no lo sabía? Y si lo sabía, ¿por qué desperdiciaba la posibilidad de ser atractiva? No, definitivamente, no se parecía a ninguna otra mujer.
Unos minutos más tarde, el tambor dejó de girar. Vadim se levantó de un salto, extrajo la chaqueta que ahora estaba impoluta y la colgó en una percha para que se aireara.
– ¿Por qué lo hace? -preguntó Nastia sorprendida.
– Para quitarle el olor. Los productos que utilizan para la limpieza en seco son de una fetidez inaguantable -le aclaró-. En todo caso, aún no ha terminado su café, así que, entretanto, acabará de tomárselo.
– Déme su teléfono -dijo Nastia sacando del bolso un bolígrafo y la libreta-. ¿A qué hora puedo llamarle?
Le dictó su número.
– Es de mi casa, puede llamar a la hora que quiera a partir de las seis de la mañana.
– ¿Tanto madruga? -preguntó Nastia asombrada.
– A veces me levanto incluso antes. Pero a las seis siempre estoy en pie. Aunque quisiera dormir más tiempo, el perro no me dejaría. A las seis en punto viene a mi lado y me lame la nariz, y si intento fingir que todavía estoy durmiendo, tira con los dientes de la manta. Así que puede llamarme a primera hora de la mañana, a última de la noche, no se preocupe, no despertará a nadie. Vivo solo.
Nastia le miró fijamente pero no dijo nada. Esa mirada le produjo escalofríos a Vadim. ¿Qué le sucedía? ¿No le creía o qué? ¿O se había permitido demasiadas confianzas?
– Muchas gracias por todo, Vadim -dijo Nastia poniéndose la chaqueta de nuevo limpia, que todavía desprendía un fuerte olor a sustancias químicas-. Mañana mismo le llamaré y quedaremos para devolverle el dinero.
Se echó al hombro la gran bolsa de deportes con un gesto brusco e hizo una mueca.
– ¿Le duele mucho? -preguntó Boitsov con compasión.
– Mucho. Bueno, de alguna manera podré arrastrarme hasta casa.
– Tal vez quiera coger el taxi a pesar de todo. La acompañaría.
– No -contestó Nastia tajante-. Cogeré el autobús. Si quiere, puede acompañarme hasta la parada, me ayudará con la bolsa.
Salieron del hotel y se dirigieron despacio hacia la parada de autobús.
– Para ser la bolsa de una mujer bonita, pesa demasiado -bromeó Vadim-. ¿Qué lleva aquí? ¿La compra?
– No se moleste en piropearme de esta forma tan exagerada, no soy una mujer bonita, en absoluto. Y en la bolsa no llevo más que tonterías.
– ¿Herramientas de trabajo?
– Bueno, puede llamarse así -contestó Nastia sonriendo.
– ¿En qué trabaja?
– Sabe, Vadim, hay profesiones que más vale no confesar, puede resultar peligroso. Por ejemplo, dices que eres médico y enseguida tu interlocutor se pone a contarte sus enfermedades y a reclamarte el diagnóstico y el tratamiento. O dices que eres técnico de televisores y te piden que vayas a ver algún electrodoméstico. No te apetece pero tampoco quieres quedar mal y decir que no.
– Entonces, ¿es médico?
– No. Soy técnico de televisores.
– ¿Lo dice en serio?
– Completamente en serio. Y si piensa pedirme que revise su televisor, le quito mi bolsa y sigo el camino sola. Que le remuerda la conciencia porque una pobre mujer que padece de dolores de espalda lo está pasando mal por culpa de su tozudez.
Vadim prorrumpió en carcajadas.
– Escuche, es usted una mujer absolutamente extraordinaria. No sóio no me ha roto la cara cuando la tumbé ocasionando daños de consideración a su espalda, chaqueta y téjanos, no sólo ha rechazado que le repare esos daños pagándole o acompañándola en taxi, no sólo tiene un talante asombrosamente apacible sino que, para colmo, sabe reparar televisores. ¡Eso es imposible!
– ¿Por qué imposible? Estoy aquí, puede tocarme, soy real. Es nuestro autobús, adelante.
Una vez en el autobús, Vadim, como no podía ser menos, sacó de la cartera dos billetes y los pasó por la máquina.
«Por si fuera poco, Kaménskaya, también eres discreta. Tienes derecho a utilizar el transporte público gratis, como cualquier funcionario de la policía. ¿Por qué no me has parado cuando saqué dos billetes? ¿Te empeñas en ir de técnico de televisores? Bueno, bueno.»
Cuatro paradas más tarde bajaron. Nastia se dirigió hacia el callejón que Vadim ya había visitado hacía unos días.
– Qué sitio más desagradable -observó él-. ¿No le da miedo andar por aquí sola?
– Sí que me da miedo, pero qué quiere que haga. Por la calle se tarda diez minutos más y, por cierto, no está mucho mejor. Tampoco hay mucha luz ni gente.
Boitsov pensó que le iba a contar cómo había estado a punto de sufrir un atraco en ese mismo callejón. Pero por algún motivo la mujer calló.
– Pida que salgan a buscarla cuando vuelva a estas horas.
– ¿Qué es eso, la noche de consejos gratis? -replicó Nastia esbozando una sonrisa-. Primero me dice que tengo que tratarme la espalda, luego me hace recomendaciones sobre cómo tengo que volver a casa.
– Perdón -dijo Vadim con turbación-. No quería molestarla. Es usted muy independiente, ¿cierto?
– Cierto. Soy muy independiente. Pero ya basta, Vadim, gracias, ya hemos llegado. Vivo en esta casa. Déme la bolsa.
Le tendió la pesada bolsa sin entusiasmo y comprobó con sorpresa que no tenía ganas de decirle adiós. ¿Sería posible que le gustara? No, en absoluto, como mujer no le atraía ni lo más mínimo. Y, sin embargo, había despertado su interés justamente porque era mujer y porque no se parecía a otras mujeres. Por primera vez en su vida le hablaba a una mujer con franqueza, sin cortarse, sin acobardarse, como si le hablara a un hombre. Así que era posible tratar con las mujeres con esa facilidad, con esa desenvoltura, disfrutando con la conversación y sin pensar con horror en lo que le esperaba cuando se acercase el momento crucial. Porque cuando estaba con ESTA mujer, lo crucial era otra cosa completamente distinta. Con esta mujer no se debía fingir, a esa mujer no se le debía contar mentiras. Era demasiado… Ni siquiera podía encontrar la palabra correcta que le permitiese formular la idea. ¿Inteligente? ¿Dura? ¿Reservada? No sabía qué clase de mujer era, sólo que, si un día necesitase algo de ella, el único camino sería una franqueza absoluta. La sinceridad.
– Le ruego que me perdone, Anastasia, no quisiera parecerle banal y descarado, por lo que omito alusiones a una tacita de té en su cocina. Podrían ser mal interpretadas. Pero deseo que sepa que lamento profundamente que el camino hacia su casa haya sido tan corto. Palabra de honor, lo lamento mucho. No le pido su número de teléfono pero espero sinceramente que me llame.
– Por supuesto que le llamaré -contestó Nastia muy seria-. Me repatea tener deudas, y para mí doce dólares son mucho dinero. Así que no se preocupe, le llamaré sin falta. Buenas noches, Vadim.
La vio desaparecer en el portal, permaneció unos minutos delante de su casa inmóvil, sumido en sus pensamientos. Luego dio la vuelta y se dirigió hacia la parada de autobús caminando deprisa. Se preguntaba cuándo le llamaría.
La situación se había complicado de forma inesperada y confundía todos sus planes. No quería conocerla pero ese día no había tenido más remedio que hacerlo, para salvarla. Ahora iba a tener que encargar su vigilancia a alguien más, iba a tener que confiar la misión de controlar los intentos de matarla. A él mismo, a Boitsov, en cambio, en ese nuevo reparto de tareas le tocaba el papel de admirador que intentaría sonsacarle a Kaménskaya informaciones. Presentía que ese papel le vendría ancho. Era obvio que Anastasia no pensaba reconocer que trabajaba en la policía criminal ni confesar su interés en el instituto. Para inducirla a sincerarse había que intimar con ella, trabar amistad, cosa que su situación de novia a punto de casarse no propiciaba en absoluto. Para conseguirlo, debería como mínimo asumir el papel de enamorado que cedía al ímpetu de la pasión con prontitud. ¿Iba Kaménskaya a morder al anzuelo? Lo dudaba. Además, jamás podría demostrarle nada, puesto que jamás podría amarla. No, había que encontrar algún otro método para trabajarse a Kaménskaya. Algo diferente…
2
Nastia apagó la luz, se tapó bien con la manta y se hizo un ovillo. Sabía que tardaría en conciliar el sueño, los somníferos se le habían acabado y por una cosa o por otra no conseguía comprar más. Unas veces no los tenían en la farmacia, otras le exigían la receta y para obtenerla tenía que ir a la clínica, pero lo que más veces ocurría era que cuando Nastia superaba su prodigiosa pereza y se acercaba a una farmacia, ya estaba cerrada.
Intentó ordenar sus pensamientos porque había algo que la inquietaba. Antes que nada tenía que comprender qué era. «Todo -se contestó a sí misma sin vacilar-. Todo esto me da mala espina. No me gusta ese Vadim a pesar de que parece un tipo simpático y bonachón. ¿Por qué no me gusta? Esto es lo que necesito aclarar. Además, hay otra cosa que me preocupa pero no acabo de captar de qué se trata. Algo de lo que ha ocurrido esta mañana me ha dejado mal sabor de boca. Empecemos por el principio.»
Como siempre se había despertado con dificultad, a duras penas se había obligado a levantarse. En eso no había nada nuevo, eso le ocurría cada día. Luego se había metido en la ducha, había esperado allí a que despertase el organismo. A modo de gimnasia, se había dedicado a recordar el italiano, se había impuesto la tarea de recordar como mínimo ocho líneas de la Divina comedia de Dante. Luego se había tomado un café. Ahí estaba, ahí… ¿Qué tendría de desagradable un café si los granos estaban recién molidos y estaba preparado tal como le gustaba? ¡Qué disparate! Lúego había encendido un cigarrillo, después se había vestido. Y no había ocurrido nada más esa mañana. ¿De dónde le venía entonces esa sensación de desasosiego?
¡Alto! Mientras el café se estaba haciendo a fuego lento, había salido a la escalera para sacar la basura. Como de costumbre, el cubo estaba lleno hasta los bordes, y había tenido que caminar aguantando con una mano el asa de plástico y con otra, dos cajetillas de tabaco vacías que estaban encima de la basura y todo el tiempo querían escaparse. Al llegar a la puerta había tenido que apartarla mano de esas cajetillas para abrir la cerradura. Había franqueado el umbral y en ese momento, cómo no, las cajetillas se habían caído al suelo… Se había inclinado para recogerlas y entonces… ¡Ahí! Y entonces, ¿qué? ¿Qué había pasado luego? Entonces había pensado en algo… ¿En algo desagradable, en algo que la había puesto de mal humor? ¿Qué podía haber pensado al recoger del suelo dos cajetillas de tabaco vacías? Pensaría que era una patosa y una lerda pero eso no era suficiente para dejarla con la moral por los suelos. ¿Que le dolía la espalda y le costaba inclinarse? Pero a lo largo de los años se había acostumbrado al dolor, y notar su presencia había dejado de emocionarla.
Los pensamientos de Nastia retornaron al dichoso cubo de basura.
Se acerca a la puerta, la abre, da un paso hacia la escalera, murmura una maldición, deja el cubo en el suelo y se inclina para recoger las cajetillas. Y ve que el forro de polipiel de la puerta está desgarrado…
¿Qué había pensado en aquel momento? Que era una manazas y jamás conseguiría remendar aquel roto. Que iba a tener que pedirle a Liosa que lo hiciera y que en general en una casa debía haber un hombre. Hacía mucho que el piso necesitaba reformas, todos los enchufes se habían desprendido de las paredes y soltaban chispas, por las rendijas de la balconera se colaba el aire frío; en el recibidor, el papel pintado se estaba despegando. ¿Sería posible que en el fondo de su alma anidase la repugnante sospecha de que no se casaba con un hombre amado y compañero fiel sino con unas manos masculinas sin las que una casa no era una casa? Probablemente, había sido ese pensamiento el que la había puesto de mal humor. Sí, cierto, eso era lo que había ocurrido.
En un pispas, la imagen del forro roto de la puerta se había unido a la del coche que se ponía en marcha y avanzaba hacia ella con las luces apagadas. Vio el coche pero en aquel momento, unas horas antes, no lo había relacionado con el repentino empujón y la caída sobre la acera. El coche significaba una cosa, y el hombre que tenía prisa por coger el autobús, otra distinta.
Nastia sintió su corazón detenerse, un escalofrío le recorrió la espalda. Se envolvió con la manta apretándola con fuerza, luego, de un gesto decidido, sacó una mano fuera y encendió la luz. El reloj marcaba las doce y unos minutos. A esa hora no tenía a nadie a quién llamar. Si acaso, a Vadim… Pero ¿en qué podía ayudarla? Necesitaba a un experto, a Oleg Zúbov, sin consultar con él no se arriesgaría a comprobar el desgarrón en el forro de la puerta. ¿Y si dentro había un artefacto explosivo? Mientras vacilaba y se asustaba y no se decidía a abandonar el lecho caliente, su piso podía salir volando por los aires. ¿Qué podía hacer? ¿Llamar a Oleg? No se atrevía, el hombre tenía hijos pequeños, con su llamada despertaría a toda la familia. ¿Liosa? Tampoco vivía solo, tenía a los padres en casa. ¿Korotkov? Mujer, dos hijos y la suegra parapléjica. ¿Dotsenko? Vivía con su madre. El único que quedaba era Vadim.
Se levantó de la cama, se trajo el bolso del recibidor y sacó de él la libreta, donde había apuntado su teléfono.
3
Cuando sonó el teléfono casi a las doce y media de la madrugada, Boitsov no se había acostado todavía. Lo primero que hizo al volver a casa fue llamar a su jefe, Suprún, para informarle de un nuevo atentado contra la vida de Kaménskaya y de que había tenido que darse a conocer. Suprún le ordenó que fuera a verle a primera hora del día siguiente, hacia las ocho, para discutir las nuevas circunstancias, le pidió la dirección de Kaménskaya y le prometió asignar la tarea de su protección a otro hombre.
Luego sacó a pasear a Bill, su galgo afgano, cenó lo primero que encontró en la nevera, enchufó el vídeo y puso una de sus películas viejas favoritas, Sonrisas y lágrimas, de producción norteamericana. Le gustaban las películas en las que el amor entre los protagonistas no surgía a consecuencia de la atracción carnal sino que nacía como sentimiento de una tierna unión y mutua necesidad, y disfrutó viendo por enésima vez la historia de las complicadas relaciones entre un viudo entrado en años, y padre de una familia numerosa, y de una joven institutriz. Fue en el momento en que la protagonista explicaba a los crios la escala musical y juntos entonaban una simpática cancioncilla, cuando sonó el teléfono. Vadim paró la cinta con desgana y descolgó.
– Soy Anastasia -oyó en el auricular-. ¿Me permite hacerle una pregunta?
– Claro que sí -contestó Boitsov sonriendo de oreja a oreja-. Me alegra que me haya llamado. ¿Qué es lo que quiere preguntarme?
– Quería preguntarle por qué lo ha hecho.
– No la entiendo -respondió con cautela sintiendo cómo se le helaban las entrañas.
«Ya estamos, lo que faltaba, ya tienes aquí las sorpresas. Con lo sencilla y comprensible que parecía esa mujer…»
– ¿Por qué quería salvarme? Vadim, no voy a jugar al escondite con usted, no voy a obligarle a decir mentiras para luego cogerle en ellas, así que será mejor que hablemos claro desde el principio. Hace unos días impidió que me agrediesen cuatro hombres. No voy a engañarle, no pude verle la cara cuando pasó a mi lado pero sí me fijé en el olor de su colonia. Hoy ha vuelto a impedir que me maten. Supongo que no tengo que decirle que se lo agradezco. Pero quiero saber por qué lo ha hecho. Y si me contesta a esta pregunta, le haré otra.
Boitsov se quedó de una pieza. Convulsamente tragó saliva varias veces perdiéndose en febriles consideraciones sobre lo que tenía que hacer y qué podía contestarle.
– ¿Me escucha, Vadim? Espero su respuesta.
– Verá… -balbuceó el hombre-. Tenía que haber hablado con usted, tenía que haberle explicado cierto asunto delicado. Pero antes quería observarla para asegurarme, ¿entiende? Y mientras estaba observándola, ocurrió lo que ocurrió.
– ¿Qué es lo que tenía que explicarme?
– Por favor, Anastasia -le suplicó-. Dejemos esta conversación para mañana. No niego nada, lleva toda la razón pero entiéndame bien, soy un mandado a las órdenes de un jefe, no soy un detective privado.
– ¿Necesita recibir instrucciones? -preguntó Nastia con regodeo.
– Bueno… Algo así. Le juro que no quería hacerle daño. Se lo explicaré todo mañana, ¿vale?
– No me vale en absoluto -contestó ella con enfado-. Pero no tengo elección. Entonces, contésteme al menos a mi segunda pregunta. ¿Cómo es que tengo un desgarrón en la puerta? ¿Han colocado allí algo?
– Sí. Anteayer le colocaron un artefacto explosivo.
– ¿Sigue allí?
– No, yo lo saqué.
– ¿Cuándo?
– El mismo día.
– ¿Puedo dormir tranquila y tener la seguridad de que aquí no va a explotar nada?
– Sí.
– ¿Seguro? -insistió Nastia.
– Absolutamente seguro. Después de lo que pasó no puedo pedirle que me crea pero le doy mi palabra de honor, el artefacto ya no está allí.
– De acuerdo. Buenas noches -dijo despidiéndose con brusquedad, y arrojó estruendosamente el auricular sobre la horquilla.
Boitsov casi ni se atrevía a respirar. ¡En menudo lío se había metido! No podía permitirse engañarla, habría sido peor. Si Kaménskaya había llegado a desentrañar lo ocurrido, si había sabido vincular unos hechos con otros y reconstruir correctamente el cuadro completo, le habría cogido en la primera mentira y se habría cerrado en banda para siempre. Por si fuera poco, contrariamente al plan inicial que Suprún había aprobado, no haber podido permanecer invisible si quería evitar el atentado y haber tenido que establecer contacto personal con Kaménskaya, encima, como resultado, ahora todo podía irse al garete si intentaba consolidar ese contacto. Para un profesional, esta clase de fallos era de todo punto inadmisible. Existía una regla de hierro: las cosas se presentaban llanas sólo sobre el papel, uno debía saber superar los baches y salir triunfador. Había que sacar el máximo provecho de cada error, de cada patinazo imprevisto, y saber convertirlos en victoria.
La rectitud de Kaménskaya le había dejado anonadado. Mientras que la rapidez y la precisión de sus razonamientos le habían asustado. Y para remate, ese último numerito suyo le llenó de perplejidad. Sí, sí, ese numerito, ésta era la palabra exacta, no podía dar otro nombre a lo que acababa de hacer. Percatarse de que alguien estaba jugando con ella y no intentar devolver la jugada y meter al adversario en cintura, esto se apartaba del modo de proceder de los verdaderos agentes operativos. Precipitarse a aclarar acto seguido quién y por qué la estaba engañando, acribillar a preguntas y aporrear todas las puertas, esto no era una conducta profesional. Ahora le tocaba a él, a Boitsov, hacer una contrapregunta, idéntica a la que la propia Kaménskaya acababa de plantearle: ¿por qué lo había hecho? ¿Porque era tonta? ¿O le estaba devolviendo la jugada pero se trataba de un juego aún más enrevesado?
No disponía de tiempo suficiente para tratar de comprenderlo. Ya era la una, a las ocho de la mañana tenía que estar en el despacho de Suprún.
4
– Menuda la has armado -gruñó Suprún con el cejo fruncido, mirando a Boitsov que estaba sentado delante de él-. Una cosa está clara: esos artistas de Merjánov son incapaces de liquidar a Kaménskaya como Dios manda. El primer intento aún podía pasar, era aceptable, lástima que no diera resultado. Pero luego todo fue de mal en peor. Es comprensible, el tiempo apremia, ya no pueden permitirse preparar algo a conciencia, pensar a fondo todos los detalles. Hemos cometido un error al confiar en ellos, nunca harán nada a derechas. ¿Se te ocurre alguna solución?
– Propongo contarle a Kaménskaya la verdad. Tratar de engañarla no servirá de nada, acabaremos por estropearlo todo.
– ¡Estás loco! -le espetó Suprún bufando de indignación-. ¿Qué quieres que le digamos? ¿Que nos proponemos hacernos con el aparato que están fabricando en el instituto para Merjánov?
– No, para qué íbamos a decirle eso, Igor Konstantínovich. Korotkov sólo va al instituto con la intención de averiguar quién mandó aquella solicitud para que pusieran en libertad a Voitóvich. No nos dejará en paz hasta que lo consiga. Pero como no lo conseguirá en su vida, el trabajo con el aparato no se reanudará jamás. Creo que podemos decirle a Kaménskaya que fuimos nosotros los que pedimos que soltasen a Voitóvich. Y entonces los de Petrovka se darán por satisfechos.
– Supongamos que tienes razón -contestó Suprún ya más tranquilo-. Pero ¿por qué dices que no se la puede engañar? ¿Qué pasa, tiene algún olfato especial para las mentiras?
– No, no creo -dijo Vadim pensativo-. No es probable que tenga un olfato especial. Pero discurrir, discurre muy bien. Sorprendentemente bien. Aunque despacio. Tarda en ver el engaño pero luego, cuando se pone a reflexionar sobre los hechos en su conjunto, sabe encajarlo todo a la perfección. Por lo visto, posee una memoria prodigiosa y una gran capacidad de razonamiento lógico. Aunque no enseguida, tarde o temprano descubrirá el engaño. Además, es desconfiada y suspicaz. En mi opinión, lo mejor sería adoptar esta táctica: no decirle ni una palabra falsa pero tampoco contarle toda la verdad.
– En tu opinión -refunfuñó Suprún-. Ojalá hubieses tenido esa opinión tan acertada ayer, entonces no habrías metido la pata hasta el corvejón. Y si aún no lo sabes, tu información operativa no vale un pimiento, no le sacarías ningún beneficio aunque la pusieras en subasta. Pero adelante con los faroles, ahora ya es tarde para echarnos atrás, ya tiene tu número de teléfono, así que ya no podrás esconderte, te identificará en un periquete. Será mejor que le confieses de plano a qué te dedicas, antes de que se entere por cuenta propia. Por cierto, ¿has averiguado algo sobre su boda?
– Me ha sido imposible. Lo único que puedo decirle es que no está embarazada.
– Vaya -dijo Suprún con regocijo-. De lo otro no has conseguido nada de nada pero de ese matiz tan sutil sí te has enterado. Pues dime, ¿existe al menos una remota esperanza de que un día la hagas hablar? ¿Sabrás ganarte su confianza?
– Lo intentaré. Pero es muy reservada, va a ser difícil.
– ¡No me vengas con ésas ahora! -explotó Igor Konstantínovich-. «¡Es reservada, va a ser difícil!» ¿Quién es reservado?
Sacó de la carpeta la fotografía de Kaménskaya y la arrojó sobre la mesa.
– Mírala, ésta se mearía de felicidad si un tío como tú se encaprichase de ella. Con esa cara, en su vida se ha comido una rosca. ¡No me digas nada, no quiero oírlo! Si padeces de impotencia, si tienes problemas, no me salgas por peteneras, dímelo y asignaré a otro, ya me encargaré yo de buscar a un garañón que los tenga bien puestos y que deje contenta a esa cacatúa. Bueno, Boitsov, eso es todo. Vete y tráeme un informe detallado sobre los mercenarios que la están cazando. Después irás a buscar a Kaménskaya, hoy es sábado, de modo que estás libre hasta el lunes. Y no te lo tomes tan a la tremenda, ¿entendido? A la policía ahora lo único que le interesa es el asesinato de ese periodista de televisión, no dispone de efectivos para trabajar en otras cosas, así que, si Dios quiere, la sangre no llegará al río. Puedes irte.
Una hora y media más tarde, Igor Suprún tenía encima de la mesa el informe de Boitsov sobre los sicarios que en tres ocasiones habían intentado matar a Anastasia Kaménskaya. Descolgó el auricular y mandó venir a un subalterno de rango igual al de Boitsov pero que estaba al mando de otro grupo.
– Encárgate de esos capullos -le dijo Suprún tendiéndole el informe-. Pero que no se entere la policía criminal. Un accidente de tráfico, un incendio, una inundación, lo que sea, lo que mejor te parezca. Siempre que sus fotografías no lleguen al Departamento de Lucha Contra los Crímenes Violentos Graves. Allí podrían identificarlos. ¿Lo pillas?
– A sus órdenes -contestó el otro utilizando la lacónica fórmula castrense.
Cuando se quedó solo, Igor Konstantínovich se arrellanó en el sillón adoptando su postura habitual y fijó la vista en el cuadro que representaba las exóticas flores del estrecho florero de cristal. ¿Por qué se habría complicado tan de repente la situación con el aparato? Durante mucho tiempo todo había estado quieto como una balsa de aceite, ni siquiera el asesinato cometido por Voitóvich y su consecutivo suicidio habían atraído tanta atención como la que de pronto se había centrado en aquel estúpido incendio y en el sumario que había destruido. ¿De veras la causa de todo esto era aquella carta a la Fiscalía? Había que comprobarlo para estar más tranquilo. De paso, iba a aclarar el asunto del cianuro. Litvínova afirmaba que se trataba de una inspección extraordinaria y que se debía al incremento de casos de intoxicación. Pero ¿era verdad?
Capítulo 12
1
Nastia Kaménskaya estaba sentada delante del coronel Gordéyev, adoptando una pose entre la desdicha y el abatimiento.
– ¡No lo entiendo! -gritaba el Buñuelo furioso rebotando como una pelota de goma por el despacho y dando vueltas alrededor de la larga mesa de conferencias-. ¡Cómo has podido cometer semejante tontería! Pero si eres una mujer inteligente, al menos, siempre te he tenido por tal. ¿Te das cuenta por lo menos de la envergadura del problema? ¡No quería despertarme, hay que ver eso! ¿Y si aquel chisme hubiese explotado? ¿Entonces, qué? ¿Comprendes la diferencia entre la molestia y la muerte, o no la comprendes? Pero tú, en vez de llamar a uno de nuestros expertos y ordenarle que fuera a examinar tu puerta, coges y llamas a ese Vadim y te metes en la boca del lobo. Dime, ¿tienes cerebro o no? ¡Contesta!
– Me asusté mucho, Víctor Alexéyevich -murmuró Nastia contrita-. No sabe lo asustada que estaba. Sola en casa, noche cerrada, acababan de intentar matarme disparando desde un coche, y encima, esa puerta… Casi me vuelvo loca de miedo.
– Sin casi, te volviste loca -gruñó Gordéyev algo menos furioso.
Había dejado de dar vueltas por el despacho y se sentó a la mesa. Entrelazó las regordetas manos, apoyó en ellas la barbilla y se quedó mirando a Nastia como esperando que le dijese algo extraordinariamente inteligente.
– ¿Has comprobado el número de teléfono de ese Vadim?, ¿le has identificado? -preguntó al fin.
– Sí. Información no disponible.
– Cómo no -murmuró Gordéyev-. Sea como sea, es de los nuestros. Dame el número, pediré autorización al ministerio. ¿Por qué callas, Nastasia? Veo en tus ojos que tienes alguna idea. Cuenta, cuenta, no te cortes. Ya te he dicho todo lo que pienso de ti, así que pierde cuidado, lo peor ha pasado.
– Verá, Víctor Alexéyevich, todo se complicó a raíz de nuestra visita al Ministerio de las Ciencias. No se lo dije pero Tomilin nos ha mentido.
– ¿Cómo que mentido? -aulló el Buñuelo presa de un nuevo ataque de furia-. ¿Por qué no me lo has dicho antes? No, si ya veo que todavía no te he dicho todo lo que debo decir, no te he reñido lo suficiente.
– Espere, Víctor Alexéyevich, no me riña, si no, me echaré a llorar, y ya tengo bastantes disgustos. En cuanto volví del ministerio le pregunté a Liosa sobre toda aquella mandanga del efecto de inversión y Meyerstranz, y me dijo que eran desvarios de un indocumentado y una memez como una casa. Entonces pensé que Tomilin se había comportado de esa manera sin mala intención, sólo a causa de su ignorancia. Liosa me dijo que si Tomilin entendiese de física se habría dedicado a la ciencia y no a la administración. En una palabra, creí que…
– Ya sé lo que creíste -la cortó Gordéyev impaciente-. ¿Qué pasó luego?
– Luego intentaron atacarme a altas horas de la noche justo al lado de mi casa pero afortunadamente aquello se frustró. Alguien dio un tiro al aire, luego se disparó la alarma de un coche, mis agresores salieron pitando y un minuto más tarde, pasó por allí un coche patrulla. Entonces pensé que había tenido suerte, nada más, pero después de lo de ayer comprendí que alguien me había salvado la vida. Tal vez podríamos abordar el asunto por este lado…
– Podemos intentarlo -respondió el coronel pensativo-. Aunque tenemos poca gente, estos días todo el mundo está trabajando en el caso de aquel periodista. Pero vamos a intentarlo, igual sacamos algo en claro. Hay que mandar a Dotsenko al ministerio, que se entere de qué le pasa a Tomilin, y entretanto, que Korotkov compruebe las coartadas de los cinco sospechosos del instituto. Aunque es un mal momento, hoy es sábado, mañana domingo, todo lo que nos queda es el lunes y la mitad de martes.
– ¿Por qué la mitad? -preguntó Nastia sorprendida.
– El martes es el 7 de marzo, la víspera de la fiesta, el día de la Mujer Trabajadora. ¿Es que se te ha olvidado?
– Se me ha olvidado -confesó Nastia-. Odio las fiestas. Me estorban en el trabajo.
– ¿Y los criminales no te estorban? -inquirió Gordéyev con sorna-. No digas bobadas, querida. Por cierto, mis espías me informan de que al fin tú y Chistiakov os casáis. ¿Es cierto?
– Sí -asintió ella-. ¿También de esto se va a guasear?
– ¿Por qué iba a guasearme? Voy a alabarte. Bien hecho, pequeña, parece que estás entrando en razón, empiezas a parecer un ser humano.
– Ya lo ve, he dicho que iba a hacer guasa. No sé por qué todos tienen que meterse con esa boda. ¿En qué les molesta mi soltería? ¿Acaso trabajo peor porque no estoy casada?
– ¡Pero si no entiendes nada! -dijo Gordéyev riéndose-. No molestas sino que les das envidia a todos los compañeros. Mirad todo el mundo qué bien me las arreglo sin una familia y sin hijos, y encima trabajo mejor que nadie. Y ellos te miran y piensan: nosotros las pasamos moradas, tenemos problemas a manta, padecemos apuros de dinero, apuros de vivienda, vivimos apiñados, en el trabajo no nos da nunca tiempo de hacer nada, así que ¿nos habremos equivocado al organizar nuestras vidas? ¿Crees que a la gente le gusta esto, reconocer que vive una vida equivocada? Reflexiona un poco tú misma, con esa cabecita tuya tan inteligente: ¿a quién le hace gracia reconocer que ha errado toda su vida? En cambio, cuando te cases, todo el mundo suspirará con alivio: no, sí que estábamos en lo cierto, cada ser humano tiene que vivir en familia, incluso nuestra Kaménskaya, que tanto se resistía, que se las daba de feminista emancipada, al final también ha claudicado y nos ha dado la razón.
Después de hablar con el jefe, Nastia se animó un poco. Había hecho bien en reprenderla, le sobraban motivos, eso era indiscutible. Pero a pesar de todo había apoyado su proposición y había prometido ayudarla. Tenía que darse prisa por encontrar a Korotkov y Dotsenko aunque difícilmente iban a poder hacer algo antes del lunes. Ay, Señor, ¡para qué habría inventado la gente las fiestas!
2
Oleg Zúbov, experto forense permanentemente huraño y descontento con la vida, se inclinó hacia el desgarrón del forro de la puerta, se irguió, abrió su maletín y extrajo un potente foco de pie plegable.
– Enchúfalo -le pidió a Nastia mientras desenrollaba el cable de unos diez metros de longitud-. De paso, tráeme algún periódico viejo para ponerlo sobre el suelo, voy a arrodillarme. Ya soy viejo, me cuesta estar mucho rato en cuclillas.
Era el peculiar hobby de Zúbov: siempre se estaba quejando de su edad y de enfermedades aunque no había cumplido los cuarenta y tampoco tenía problemas de salud. Todos lo sabían pero todos ponían cara de compasión y asentían a los lamentos del experto, pues de otro modo tendrían que esperar el triple del plazo reglamentario para tener las conclusiones forenses. Cuando alguien ponía en duda las enfermedades incurables de Zúbov, éste le declaraba que tenía dolor de cabeza y que se le empezaban a desprender las retinas, por lo que los médicos le habían prohibido forzar la vista y le habían prescrito un colirio especial, de manera que las conclusiones peritales tardarían en estar listas. O se inventaba algún otro cuento lastimero. Nadie acababa de entender por qué lo hacía, pero como Oleg era un experto, por así decirlo, por la gracia de Dios, todos le consentían sus manías y el mal humor crónico.
Nastia le trajo una vieja manta doblada que solía poner en el suelo cuando le daba el dolor de espalda y no podía acostarse en el mullido sofá.
– Ay, qué bien -se alegró Oleg-. Así hasta podré sentarme.
Se acomodó a gusto, colocó el foco de manera que la luz se proyectase sobre el umbral y la parte inferior de la puerta, y sacó su instrumental.
– Apártate -ordenó.
– ¿Por qué? ¿Te estorbo? -preguntó Nastia sorprendida-. Me interesa ver cómo lo haces.
– Le interesa -gruñó Zúbov sin levantar la vista-. ¿Y si ese trasto funciona?
– Pero si allí no hay nada.
– ¿Cómo lo sabes? ¿Alguien te lo ha dicho y tú te lo has creído? ¿Y si quería engañarte? Vamos, vamos, quita de aquí, ve a la cocina y prepárame un té.
Nastia se retiró a la cocina dócilmente, aguzando el oído para escuchar con estremecimiento los sonidos que llegaban desde el rellano. ¿Y si era cierto y Vadim le había mentido? ¿Y si ese cacharro explotaba?… No quiso terminar de pensarlo, resultaba demasiado desagradable.
Hirvió el agua, preparó un té bien cargado, hizo unos bocadillos de jamón dulce y queso, y los colocó sobre una gran fuente. Luego decidió que no estaría de más adornarlos. Examinó el exiguo contenido de la nevera cogió dos huevos, los metió en un cazo lleno de agua y encendió el fuego. Abrió un tarro de pepinillos marinados, cortó unos cuantos en finas rodajas de fantasiosos contornos. Encontró en el congelador una bolsa de grosellas rojas congeladas de cuya existencia ni se acordaba. Le venía de perlas, sabía cómo iba a aprovecharla.
Cuando los huevos estuvieron hechos, Nastia los enfrió sumergiéndolos en el agua fría, les quitó la cáscara y los cortó en rodajas blanquiamarillas. Colocó dos rodajas sobre cada bocadillo, encima dispuso unos trocitos verdes de los pepinillos y remató la complicada decoración con unas cuantas grosellas de color rojo encendido. Resultó muy bonito, Nastia no quedaría mal al ofrecer el refrigerio a su invitado.
Puso encima de la mesa las tazas con sus platillos, el azucarero, la tetera y un bote de café instantáneo, colocó en el centro la fuente de los bocadillos, se armó de paciencia y se sentó a esperar. ¿Explotaría o no explotaría? ¿Llegarían ella y Zúbov a comer estos hermosos bocadillos o de un momento a otro saltarían en pedazos? La tensión era tan grande que, si hubiese podido, se hubiese puesto a aullar.
– ¡Nastasia! -llamó Oleg-. Desenchufa el foco, ya he terminado.
Irrumpió en la cocina como un oso enorme y torpe, y se dejó caer pesadamente sobre un taburete.
– ¡Huy, qué hermosura! -exclamó con admiración acompañando sus palabras con un silbido, y acto seguido cogió un bocadillo de la fuente-. Se nota que vas a casarte, que te estás preparando para la vida familiar.
– Una palabra más y te tiro el agua hirviendo encima -le advirtió Nastia.
– ¿Qué te pasa, Kaménskaya? ¿Estás loca? -preguntó el hombre con la boca llena-. ¿A qué viene esto? No se te puede decir nada.
– Perdona. Es que ya estoy hasta el gorro de esa boda. Una palabra más, y la cancelo. ¿Has encontrado algo?
– Sí. En efecto, te habían metido algo allí. Mira, aquí tienes, un pedacito del cable. Y aquí otro. Quien desactivó el artefacto sabía qué y cómo tenía que actuar, pero parece ser que iba apurado de tiempo. O no disponía de las herramientas necesarias.
– ¿Es posible determinar cuándo me lo colocaron?
– ¿Que cuándo te lo colocaron? Pues no, no es posible. Pero cuándo te lo quitaron, eso sí podemos saberlo. Los cables sin recubrimiento se oxidan por la acción del aire, por lo que es posible conocer con cierta precisión el tiempo en que fueron cortados. ¿Te corre mucha prisa?
– Oleg, querido… -susurró Nastia poniendo cara de súplica-. Cuanto antes lo sepa, mejor; ten en cuenta que se trata de mi propia seguridad. Antes de hablar con el hombre que me contó lo del explosivo, quiero saber si miente o dice la verdad. Y tengo que hablar con él cuanto antes.
– Ya entiendo, ¿me estás diciendo que en vez de ir a casa tengo que volver al trabajo? ¡Tienes una cara, amiga…! Me has pedido que pasara por aquí, le echara un vistazo al desgarrón en la puerta y… ¡mírenla!
– ¡Pero, Oleg, querido!
– Vale, vale, no llores, lo haré. Por si te ocurre algo, porque entonces sería el principal culpable. ¿Puedo coger otro bocadillo? Están muy ricos. Échame un poco más de té.
Tendió su taza a Nastia.
– Come, Oleg, querido, que te aproveche, voy a envolverte unos cuantos bocadillos más, así no te aburrirás trabajando -bromeó Nastia sin alegría-. Pero dame la respuesta lo más pronto que puedas.
Acompañó a Zúbov hasta la puerta, regresó a la cocina y empezó a quitar la mesa. De repente, sus manos perdieron fuerza, los dedos se abrieron solos, y las tazas y los platillos que iba a dejar en el fregadero fueron a parar con estrépito a sus pies. Tardó en comprender lo que había ocurrido y se inclinó para recoger los trozos. Parecía que las esquirlas de la porcelana rota habían cobrado vida propia y se le escurrían entre los dedos, deslizándose de un lado a otro, parecían burlarse de ella mostrándose cercanas y accesibles pero enseguida se escapaban de sus dedos, que de pronto se habían vuelto extrañamente torpes y rígidos. La cabeza empezó a darle vueltas, y Nastia tuvo que erguirse y sentarse. Y entonces empezó a tiritar.
Habían pasado dieciocho horas desde el momento en que se dio cuenta de que alguien quería matarla. Durante todo ese tiempo se había comportado como una persona perfectamente normal que se encuentra en pleno dominio de sus facultades. Había sabido dar explicaciones a su jefe, encontrar a Korotkov y a Dotsenko y exponerles de forma inteligible su nueva misión. Había traído a Oleg Zúbov a casa y se había superado preparándole los bocadillos. Durante todo ese tiempo, su psique hacía alardes de valor desterrando de su conciencia la idea de que había pasado toda una semana caminando al borde del precipicio y no se había despeñado de puro milagro. Durante aquella semana pudo haber muerto tres veces. Tres veces. La muerte se le había acercado tanto que ahora Nastia tenía la impresión de haberse familiarizado con su olor. La muerte olía a goma de mascar con sabor a fresa y estaba impregnada del perfume fuerte y agrio de una colonia cara. Ese olor agrio había rozado su olfato en aquel callejón, junto al aparcamiento privado, pero ayer, cuando un desconocido la derribó y cayó encima de ella, la tibia acritud de ajenjo, la mezcla de los olores de esencias de perfume y de la piel caliente, literalmente, le golpearon la nariz. A lo largo de las últimas dieciocho horas, Nastia había conseguido comportarse de forma más o menos racional y consciente, pero ahora las fuerzas la habían abandonado, el mecanismo de bloqueo psíquico se había calado y se había parado definitivamente, y la terrible idea de la muerte le atravesaba el alma causándole un dolor insoportable.
Al principio le temblaron las manos, luego los escalofríos hicieron castañetear sus clientes. Nastia empezó a dar vueltas por el piso, sin saber lo que estaba buscando, deambulando sin sentido por las habitaciones. De vez en cuando se sorprendía buscando con la mirada la nevera y el fregadero al entrar en la habitación, o asustándose al no ver el ordenador cuando abría la puerta de la cocina. Perdía el control sobre sus pensamientos y ni se daba cuenta cuando salía de un sitio y entraba en otro. Miraba el reloj repitiendo para sus adentros la hora, pero al cabo de unos segundos se olvidaba de la hora que era y volvía a escudriñar la esfera del reloj. Tuvo la sensación de que si pudiera dar un alarido, aunque no muy alto, se sentiría mejor, pero se le había trabado un nudo en la garganta y no consiguió emitir un solo sonido.
Su estado fue empeorando por momentos, a los escalofríos y temblores se les había sumado el dolor de cabeza, luego sintió pinchazos en el corazón y se le entumeció el brazo izquierdo. Quiso llamar a Liosa para pedirle que viniera pero por algún motivo no conseguía marcar correctamente su número. Era como una pesadilla, necesitaba con urgencia llamar por teléfono pero el disco de pronto no tenía los dígitos precisos, o resultaba que el teléfono funcionaba de un modo incomprensible y no había manera de aclararse en su embrollada mecánica. Nastia marcó varios números equivocados y, desesperada, abandonó sus intentos infructuosos de hablar con Chistiakov. Tuvo la impresión de que sencillamente había olvidado su número de teléfono, lo que acabó de desanimarla. Desde siempre, su memoria era su herramienta infalible, y si no conseguía recordar un número al que llevaba muchos años llamando, entonces, en efecto, no estaba bien de la cabeza.
Nastia había perdido el control no sólo sobre sus pensamientos sino también sobre el tiempo. Cuando Zúbov llamó, creyó que acababa de marcharse aunque en realidad ya habían transcurrido como mínimo tres horas.
– Ya lo tengo todo -le comunicó el experto forense-. Los cables fueron cortados hace unas setenta y cinco o setenta y ocho horas. Es decir, ocurrió el miércoles, el 1 de marzo, entre las tres y las seis de la tarde.
Después de hablar con él, Nastia se sintió un poco mejor. Hizo un esfuerzo y pensó en el asesinato de Galaktiónov, en el suicidio de Voitóvich y en los tres atentados contra su propia vida no como muertes, que traían a la gente el dolor de la pérdida, sino como acontecimientos que debía unir para formar con ellos un solo cuadro coherente. Menos emociones, menos valoraciones morales. Ahora había que operar exclusivamente con los hechos escuetos para calmar el cerebro ocupándolo con el trabajo analítico habitual, con las elucubraciones lógicas, impedir que el miedo se saliera con la suya y la privara de capacidad de trabajar. No había más remedio, ella, Nastia, tenía que dominarse y llamar a Vadim. Le había prometido explicarle cierto asunto delicado. Claro que sería mejor hablarle disponiendo de las informaciones que debían proporcionarle Korotkov y Dotsenko, pero no podía seguir aplazando esa llamada por más tiempo.
Marcó el número correctamente a la primera, respiró hondo y esbozó una sonrisa apenas perceptible. Parecía que empezaba a recuperar el control.
– ¿Qué tal, ha recibido las instrucciones? -le preguntó sin molestarse siquiera en saludarle-. ¿Podré por fin escuchar sus explicaciones?
– Sí -contestó Vadim con firmeza-. ¿Dónde podríamos vernos?
Nastia miró el reloj. Las nueve y media de la noche. Una hora algo tardía para la cita con un hombre casi desconocido que, además, no le inspiraba confianza.
– ¿No podemos hablar por teléfono? -le preguntó.
– No es lo más indicado. No es una historia para contarla por teléfono.
– Me lo está poniendo difícil, Vadim. ¿Se da cuenta de que después de la comedia que me montó ayer, con el encuentro accidental y el autobús que pasa raras veces, usted no me merece especial confianza? Y, aunque comprendo que hasta cierto punto es un compañero y que actuó como un profesional, sus engaños me han dado qué pensar. Si fuera una mujer cualquiera de la calle que sin comerlo ni beberlo se hubiese encontrado en medio de una situación criminal, su comportamiento sería calificado de estratagema, y sus cuentos sobre el autobús, de leyenda operativa.
Pero como no soy una mujer de la calle que se ha cruzado en su camino por casualidad sino que me ocupo de la situación criminal de marras por deber profesional, sólo puedo calificar las tácticas operativas que ha empleado conmigo como trampas. Dicho groseramente, me parecen una sarta de mentiras, y dicho con suavidad, un juego sucio que mis colegas, aunque no sé de qué departamento, llevan en dicha situación criminal contra mí y contra mis intereses. ¿Me explico? ¿Y usted pretende que vaya a verle a esta hora? ¿Dónde quiere que nos encontremos? ¿En la calle? ¿En su casa? ¿En la mía? Tiene que comprender que ninguna de estas variantes me resulta aceptable. No me fío de usted y le tengo miedo.
– No sé qué proponerle -dijo Vadim desconcertado-. Estoy dispuesto a cumplir cualquier condición que me ponga excepto hablar por teléfono.
– Y yo, por mi parte, no puedo ofrecerle nada salvo hablar por teléfono. ¿Cómo podemos resolver esta situación?
– No lo sé. ¿Quiere que vaya a verla a su trabajo? ¿Le parece conveniente?
– Me parece conveniente desde el punto de vista de mi seguridad pero no desde el punto de vista del tiempo. No puedo esperar hasta mañana, quiero oír sus explicaciones hoy mismo. Mejor, ahora mismo.
– ¡En este caso, no puedo hacer nada! -exclamó Vadim con encono-. Usted misma no sabe qué es lo que quiere. Le acabo de decir que estoy dispuesto a todo menos a hablar por teléfono. Cuando se le ocurra alguna variante que me pueda parecer conveniente, llámeme.
Al oír los pitidos cortos, Nastia miró el auricular con perplejidad. ¡Menuda película! Anoche iba de coronilla por complacerla, casi se echó a llorar porque no quería separarse de ella, había arriesgado su propia vida para salvar la de Nastia, la miraba con arrobo. Y hoy le hablaba como si ella le estuviera pidiendo limosna. Era del todo evidente que no pensaba discutir nada por teléfono. Esto sólo podía deberse a dos causas: o bien lo que iba a decirle era, en efecto, un secreto de estado increíblemente importante, y tenía motivos para pensar que su teléfono estaba pinchado; o bien buscaba un pretexto para verla y tenía una necesidad perentoria de verla en persona. La pregunta volvía a ser la misma, ¿por qué? Y las causas volvían a ser varias. Quería matarla. Algo había cambiado desde el día anterior si ayer impidió el atentado pero hoy consideraba que había llegado la hora de llevarlo a cabo. O quería mostrársela, a Nastia, a alguien más. Tal vez a los mismos asesinos que la despacharían más tarde, en otro lugar y en otro momento. O bien quería grabar su voz para utilizarla en algún astuto montaje. O fotografiarla y luego trucar las fotos. En cualquier caso, una cosa estaba clara: para él era imprescindible verla en persona, tal vez no se trataba de una necesidad inaplazable pero sí apremiante, y cuyo objetivo era una nueva estratagema. No le quedaba más remedio que invitarle a venir a su casa, así al menos tendría la seguridad de que no la iban a fotografiar ni mostrar a nadie.
Volvió a marcar el número de Vadim.
– Puede venir a mi casa -le anunció con sequedad-. Pero hay una condición: cumplirá con todas mis exigencias. Y tenga en cuenta una cosa: si lo acepta, ahora mismo informaré de su visita a mi jefe. Me llamará cada diez minutos hasta que se marche. Si no contesto al teléfono, en mi domicilio y en el suyo se presentarán enseguida grupos operativos. ¿Se apellida usted Boitsov?
– Sí.
– ¿Vive en el bulevar Oréjov, número 17, apartamento 532?
– Sí, así es.
– Como ve, estoy hablando en serio. ¿Qué me dice pues, Vadim, acepta mis condiciones? -Voy para allá -contestó lacónico.
3
Aparcó en el mismo sitio donde tres días atrás estuvo esperando a que los mercenarios saliesen del inmueble. Activó la alarma, cerró el coche y por costumbre comprobó las puertas. Al subir en ascensor al octavo piso sintió los latidos sordos del corazón. Esa mujer era imprevisible. Su principal artimaña era la ausencia de artimañas, algo a lo que no estaba acostumbrado. Se pasaba la vida perfeccionando su habilidad para adivinar complicadas jugadas y embrollos descomunales, era un terreno en que se sentía seguro. Pero resultaba que la sencillez y la rectitud también requerían costumbre cuando uno no estaba hecho a ellas. Una cosa eran las medias palabras, alusiones, subterfugios, la rivalidad con el adversario por ser el primero en mover la pieza, y otra muy distinta, cuando a uno le decían: como una vez ya me has engañado, ahora ya no te creo y te tengo miedo. Entonces uno se encontraba en una situación absurda, se veía obligado a jurar y perjurar que no estaba mintiendo y al mismo tiempo comprender que, primero, sí seguía mintiendo y, segundo, que de todas formas, ya no le creían ni una palabra.
Vadim se acercó a la puerta que ya le era familiar, de la que hacía tres días había extraído un artefacto explosivo, y pulsó el timbre.
– ¡Está abierto! -gritó la voz de Nastia desde las profundidades del piso-. ¡Adelante!
Abrió la puerta con cautela y entró en el recibidor. La luz estaba encendida.
– Anastasia -llamó sin levantar la voz.
– Estoy aquí, en la cocina. Quítese el abrigo, enseguida estoy con usted.
Boitsov se quitó la delgada chaqueta de piel. Prefería llevar ropa ligera cuando tenía que conducir. La colgó en la percha y echó un vistazo al espejo. Las mujeres le veían atractivo, los hombres decían que «tenía categoría», que le faltaba «un punto de dulce» pero que en cambio se dejaba notar el pedigrí.
– ¿Tengo que quitarme los zapatos? -preguntó en voz alta.
– Por supuestísimo. Si lleva jersey o americana, quíteselos también.
– ¿Para qué? -dijo sorprendido, despojándose de los pesados zapatones que colocó sobre la alfombrilla de modo que el húmedo barro no manchase el parquet.
– He dicho que se los quite -respondió la fría voz de Kaménskaya-. Habíamos quedado en que iba a cumplir con todas mis exigencias. Serán bastante rígidas, teniendo en cuenta el grado de desconfianza que me inspira. Así que prepárese.
Boitsov se quitó dócilmente el jersey y lo echó encima de la silla que había en un rincón del recibidor.
– ¿Puedo entrar en la cocina ahora?
– Puede, pero muévase despacio. Deténgase en el umbral para que le vea.
Vadim dio dos pasos hacia la cocina y se inmovilizó en el vano de la puerta. Kaménskaya estaba justo delante de él. En una mano tenía un pantalón deportivo y una especie de camiseta de punto, con la otra asía una pistola que apuntaba exactamente al vientre de Boitsov.
– Tome -dijo tendiéndole el pantalón y la camiseta-. Cámbiese.
– ¿Dónde? -preguntó Vadim estúpidamente.
– Aquí mismo, donde pueda verle.
– Pero ¿para qué?
– ¿Es que no lo entiende? Quiero estar segura de que no oculta nada en los bolsillos y de que no lleva ningún chirimbolo de esos que no me gustan nada pegado al cuerpo con celo. No pienso cachearle, rae resulta más fácil hacerle cambiarse de ropa. Y no me venga con el cuento de que le da vergüenza, no sea ridículo.
Boitsov aflojó el nudo de la corbata en silencio y de un movimiento brusco se la arrancó sin desatarla por completo, se desabrochó la camisa, se la quitó y la arrojó sobre la misma silla donde había dejado el jersey. Se puso la camiseta que Nastia le tendía e, indeciso, se llevó la mano al cinturón del pantalón.
– Deprisa, Vadim, no se haga el remolón, ya son casi las once. A esta hora, la gente de bien se va a la cama, no me dé la lata con sus delicados secretos.
Se desabrochó el cinturón con sumisión y se quitó el pantalón dando gracias para sus adentros a la suerte porque nunca había tenido motivo de avergonzarse de su cuerpo, musculoso y bien proporcionado. El pantalón deportivo que le había preparado su anfitriona le venía algo corto pero, dada la situación, eso carecía de importancia. Estaba en el umbral de la cocina ataviado con calcetines, un pantalón corto y una camiseta estrecha y extraña, frente a una pistola que le apuntaba a la barriga, una pistola que sin duda estaba cargada. Era lo único que tenía importancia en ese momento.
– Adelante, entre y siéntese -dijo Nastia retrocediendo para dejarle pasar-. No, aquí no, vaya allá, haga el favor, siéntese de espaldas a la ventana.
Cuando se sentó, Kaménskaya tomó asiento frente a él, es decir, junto a la puerta. «Es toda una profesional -apreció Boitsov-. Ahora no podré salir de aquí si ella no quiere que salga.»
Sin soltar el arma, descolgó el auricular del teléfono situado en la mesa de la cocina y marcó un número.
– Soy yo -dijo-. Boitsov está aquí. Sí, de acuerdo, cada cinco minutos.
– Había dicho que cada diez -observó Vadim cuando Nastia colgó.
– He cambiado de idea -contestó Kaménskaya sin inmutarse-. Bueno, le escucho.
– Hemos sabido -comenzó Vadim- que está reconstruyendo el sumario de la causa penal de Grigori Voitóvich que se perdió en el incendio. Y que se ha encontrado con la pregunta sobre la identidad del autor de la solicitud que condujo a su excarcelación. Estoy autorizado a comunicarle que fuimos nosotros los que la cursamos, los que pedimos que le concediesen la libertad provisional. Obviamente, no se conservan documentos que lo confirmen. Sin embargo, quisiéramos evitar que el fiscal que dio su visto bueno tuviese algún disgusto por este motivo. Le aseguro que al principio se negó a satisfacerla pero los intereses de la seguridad nacional hacen palidecer todas las demás razones. ¿Está de acuerdo?
– De momento, no. ¿De qué clase de intereses de la seguridad nacional se trata?
– Verá, Voitóvich estaba haciendo un trabajo para nosotros, desarrollaba un proyecto ultrasecreto y perpetró el asesinato de su mujer en un momento crucial para esa tarea. Continuar con el proyecto sin contar con su colaboración hubiera sido imposible; Voitóvich era el generador de ideas, sin él todo el trabajo quedaría atascado. Naturalmente, tocamos todas las teclas para que dejasen que Grigori Ilich se fuese a su casa. Comprenderá que no se trataba de liberarle de la responsabilidad penal, puesto que había cometido un crimen grave y debía ser castigado. Se trataba sólo de que durante el período de la instrucción preliminar y vista de la causa, Voitóvich permaneciera en su domicilio comprometiéndose a no abandonar la ciudad, y pudiera continuar su labor científica. Eso es todo. No tenía la menor intención de fugarse, no negaba su culpa, y su liberación de ningún modo supondría una obstrucción de la justicia. Estaba interesado en llevar el proyecto a su término puesto que iba a cobrar unos honorarios muy sustanciosos, que permitirían a su madre criar a su hijo pequeño sin pasar apuros mientras cumplía la condena por el asesinato. Es decir, que no se fugaría, eso seguro, era un hombre honrado y cabal.
– ¿Tan cabal que mató a su mujer? -puntualizó Kaménskaya sin disimular el sarcasmo-. ¿Puedo saber de qué proyecto se trata?
– No. Nos está terminantemente prohibido discutirlo. Ni yo mismo lo sé. Sólo sé lo que acabo de contarle.
– ¿Estaba enterado alguien del instituto de que Voitóvich trabajaba para ustedes?
– Nadie. Firmamos un contrato donde una parte era él y la otra, cierta empresa privada.
– ¿Cuál?
– No lo sé. Palabra de honor, no lo sé. No tengo acceso a proyectos estratégicos, sólo soy agente operativo, lo mismo que usted.
– Entonces, ¿en el instituto no lo sabe nadie?
– Espero que no, siempre que el propio Voitóvich no se lo hubiera contado a alguien. Pero espero que no haya ocurrido. No era la primera vez que nuestro departamento recurría a los servicios de Grígorí Ilich, y le conocíamos como un hombre muy responsable, que no tomaba a la ligera la divulgación de secretos. Por cierto, lo confirma también el hecho de que sus compañeros llevan un mes trabajando en el instituto y hasta ahora no han conseguido averiguar quién intercedió a favor de Voitóvich. Si se lo hubiese contado a alguien, el hecho de que estaba trabajando para nosotros, habría salido a la luz hace tiempo, y ustedes se habrían enterado.
»Creo que de momento todo va bien. Lo que le estoy contando corresponde a la realidad en gran medida. Es cierto que pedimos que pusieran en libertad a Voitóvich porque teníamos mucho interés en que continuase trabajando en el proyecto. Es la pura verdad. Con una pequeña excepción: Voitóvich no firmó con nosotros ningún contrato y en general, no tenía ni idea de que estaba trabajando para nosotros. Trabajaba para cierto cliente "civil" anónimo al que se le había metido en la cabeza que debía tener una antena idéntica a la que acababa de instalar el instituto para sus propios usos. Incluso el director científico del proyecto ignora que en realidad está trabajando para nosotros, está seguro de que el destinatario del aparato es Merjánov. Es más, también Merjánov está convencido de serlo. Menudo chasco se va a llevar… Es una suerte que el equipo cuente con Litvínova, gracias a sus problemas sexuales y una amenaza de darlos a conocer pudimos ficharla en un momento y sin esfuerzo. Como sustituía de Voitóvich, ha resultado perfecta. Aunque claro está, el hombre tenía un talento excepcional pero colaboraba con el proyecto "a ciegas", le contábamos mentiras y le ocultábamos la verdadera finalidad de la antena. Su jefe demostró ser suficientemente prudente y no compartió con nadie su monstruosa idea. No podía ignorar que, si Voitóvich hubiese conocido la verdad, habría diseñado el aparato en dos semanas. Pero no se debía saber la verdad, por lo que llevan enfrascados casi tres meses. A Litvínova sí tuvieron que explicarle cómo son las cosas. No llega ni a la suela de los zapatos de Voitóvich, no tiene ni una décima parte de su talento pero, al estar enterada del verdadero destino del aparato y disponer de todos los apuntes de Voitóvich, va avanzando de forma satisfactoria. Aunque el hombre que le ha confiado nuestra "chapuza" no sospecha siquiera que Inna Fiódorovna está al corriente de todo. Gracias a Dios, en nuestro país, las minorías sexuales siguen siendo consideradas todavía algo así como un atajo de degenerados o disminuidos mentales. Esto es, de hecho, todo lo que tenía que contarle.
– Pero en lugar de hacerlo anduvo pisándome los talones durante una semana entera -contestó Kaménskaya colérica-. ¿Por qué? ¿Por qué no me lo dijo desde el principio? ¿Y por qué ha decidido contármelo a mí y no a Korotkov, que se pasa todo el tiempo en el instituto, o a mi jefe?
– Me correspondía a mí tomar la decisión de a cuál de ustedes podía contarle todo esto. Comprenda que se trata de una materia de veras sumamente reservada, que no se podía confiar a cualquiera. Ni a usted ni a Korotkov ni al coronel Gordéyev no les conocía de nada, y para empezar quise investigarlos a todos para decidir quién sería el primero en ser informado. Era consciente de que tal información debía revestir cierto… digamos que carácter oficial. Es decir, el juez que instruía el caso tenía que disponer de una razón de mucho peso para excarcelar a Voitóvich, y esa razón no debía constar en ninguna parte excepto en la resolución redactada por el propio juez instructor. De aquí que era muy importante escoger correctamente a quién iba a decírselo primero, para entablar con esa persona un diálogo, para alcanzar un entendimiento mutuo y juntos elaborar una política de comportamiento que más adelante nos evitase, por un lado, revelar secretos de Estado y, por otro, comprometer a terceros.
– Entonces, usted se dedicaba a investigarme y, entretanto, alguien trataba de matarme. ¿Es correcto?
– Correcto -corroboró Vadim.
Había fijado en Nastia sus expresivos ojos grises y se esforzaba por hacer su mirada lo más cálida y cariñosa posible. Pero resultaba que conseguirlo no era nada fácil cuando a uno le encañonaban con una pistola. Kaménskaya estaba sentada frente a él, ni una sombra de sonrisa distendía sus labios; sus ojos, tan claros, semejaban agujas y eran penetrantes; pero Vadim se daba cuenta de que era el efecto que producían casi todos los ojos claros, cuando aquel que los poseía se enfadaba, aunque por su naturaleza la persona en cuestión no fuese nada perspicaz.
– ¿Quién intenta matarme? -prosiguió Nastia su interrogatorio.
– No lo sé. -Boitsov trató de asumir la expresión de total sinceridad-. Yo mismo me estoy perdiendo en suposiciones.
– No le creo -dijo Kaménskaya con calma clavando la vista en un punto situado más o menos en el entrecejo de Boitsov y que sólo ella podía ver.
– ¡Le digo la verdad, no lo sé! -exclamó él comprobando con terror que en su interior no se encendía aquella llama de actor dramático que solía acompañarle en los momentos en que le tocaba representar un papel y que le ayudaba a ser sumamente convincente.
Ese día, el estupor parecía haberse apoderado de él, y era evidente que su actuación empezaba a ser un fracaso. Tal vez eran los nervios, tal vez el efecto que le producía esa mujer. El arte de ganarse la confianza de otros requería interpretar el papel de un personaje que caía especialmente bien al interlocutor. Qué clase de gente despertaba simpatía en Kaménskaya, no lo sabía. La intuición no podía ayudarle porque Anastasia no se parecía a ninguna de las mujeres que conocía, a las que se había entretenido en catalogar y tipificar, y que le habían dado pie para componer los retratos robot de los hombres con los que cautivaba con especial facilidad a las representantes de cada grupo. Esa mujer no se dejaba incluir en ninguno de los tipos que le eran familiares, ni femeninos ni masculinos, y Vadim no acababa de concebir una línea de conducta que le permitiese obtener el resultado deseado. O tal vez le estorbaban las llamadas telefónicas, que se producían con puntualidad cada cinco minutos.
– No le creo -le repitió Nastia con cansancio-. Y usted no se marchará de aquí hasta que aclaremos esta cuestión. O bien me proporciona pruebas fehacientes de que, en efecto, no lo sabe, o bien me dice de quién se trata. Tertium non datur, como dirían en la Roma antigua. ¿Quiere tomar algo, té o café?
– Sí quiero -respondió agradecido consiguiendo disimular la sorpresa que le causaba el cambio repentino del humor de su anfitriona.
Le estaba demostrando una desconfianza total y al mismo tiempo le ofrecía té. ¡Era increíble!
– Entonces, levántese, encienda el fuego y ponga el agua a hervir. No puedo arriesgarme a dejar de apuntarle.
– Pero si no estoy armado -replicó Boitsov colocando la tetera llena de agua sobre la cocina-. ¿Qué es lo que teme?
– Usted es fuerte y está bien entrenado, y yo no sé pelear, no domino la defensa personal y no podré reducirle. Si dejo de apuntarle, podrá conmigo sin mover más que un meñique.
– ¡Pero por qué piensa que quiero atacarla, Anastasia! Si quisiera hacerle daño, no le habría salvado la vida en tres ocasiones. ¿Es que no le parece evidente?
– Nooo -musitó cabeceando y luego, de pronto, le sonrió con picardía-. Esto es, precisamente, lo que más rae intriga. Bien, pues, Vadim Boitsov, año de nacimiento 1962, titulado superior, soltero sin hijos, sin antecedentes penales, exento, no susceptible, dos viajes al extranjero, ¿me dirá al fin quién es el que intenta cazarme o no?
4
Estaba escuchando a Boitsov, que tanto se esforzaba por convencerla de que no tenía ni idea de quién se empeñaba en matarla. El hombre le formulaba conjeturas de toda índole, le hablaba de extremistas vesánicos que pretendían demostrar a la población, pegando tiros a los funcionarios de policía, lo poco fiables que eran los organismos responsables del orden público. Le pedía que recordara si últimamente había investigado algún crimen peligroso cuya solución pudo haber despertado en alguien el afán de venganza. Le preguntaba si tenía un amante celoso o un deudor insolvente al que hubiera prestado dinero y que ahora no quería devolvérselo. Se estaba empleando a fondo.
Nastia participaba en la conversación con apatía, sorbía el té y esperaba con paciencia el momento en que «el cliente alcanzase el punto de caramelo» y se cansase de sus propios ajetreos. Gordéyev llamaba cada cinco minutos, Nastia le decía unas palabras, algo así como «de momento sigo viva», y continuaba escuchando a Boitsov. «Lo sabe -pulsaba el pensamiento en su cabeza-. Sabe quién ha querido matarme. ¿Por qué se habrá molestado en salvarme la vida?
Tal vez, sin proponérmelo, me he metido en algún juego que llevan entre sí. Tal vez, Vadim está en el bando contrario de los que quieren matarme y por eso me protege. Cualquiera sabe por qué hueso se pelean… Vadim quiere perjudicarles, tiene un motivo para desbaratar sus planes. Está claro que no me dirá sus nombres porque al hacerlo firmaría su propia sentencia de muerte. Ellos no le perdonarían haberse ido de la lengua. Pero si mis asesinos no son sus colegas, y a pesar de esto quiere encubrirlos, entonces no tengo salvación. Entonces, me he metido en una historia en la que su departamento tiene intereses comunes con los criminales. Si es así, puedo dar por sentado que no saldré de ésta. Cómo voy a poder con todos ellos…»
– ¡Pero por qué no quiere creerme! -imploró Boitsov desesperado-. Es la pura verdad, no sé quién está detrás de los atentados contra su vida. ¡No lo sé, no lo sé! Le he contado todo cuanto sé.
– Vale -dijo Nastia en tono reconciliador-. Ahora me toca a mí contarle todo lo que sé, para que no se sienta en desigualdad de condiciones. ¿Le parece? Pues escuche.
»Érase una vez un físico de talento, Grigori Voitóvich, vecino de la ciudad de Moscú. Había tardado en casarse, no lograba dar con una mujer a su gusto pero al final encontró a su elegida, una joven de belleza deslumbrante, Yevguéniya. Mire, aquí tiene su foto de aquella época, cuando conoció a Voitóvich. Se casaron, tuvieron una hija. Todos los hombres envidiaban al bajito y calvo Grisa Voitóvich que había sabido procurarse un bocado tan goloso. Yevguéniya amaba a su marido y le era fiel, en la familia reinaban la paz y la tranquilidad.
»Unos meses atrás, mientras estaba trabajando en un proyecto, Voitóvich se dio cuenta de que el ingenio que estaban creando producía el así llamado efecto de inversión. Los animales utilizados en los experimentos manifestaban reacciones extremadamente agresivas, hasta el punto de devorarse unos a otros, cosa que en condiciones normales no les era propia. Ya que el aparato en cuestión estaba destinado a ser usado en un medio urbano, Grigori Ilich empezó a insistir en incluir en el informe final los resultados de la observación de los animales utilizados en el experimento. De hacerlo, saldría a la luz el hecho de que una antena creada con fines enteramente pacíficos, producía también un efecto inverso, consistente en un incremento brusco de la agresividad de los seres vivos que se encontraban en el campo de la acción del bucle invertido. Pero a alguien la idea no le gustó en absoluto. Ese alguien quiso disuadir a Voitóvich de presentar los verdaderos resultados del experimento. Ignoro a qué argumentos recurrió, cómo pudo convencerle, no descarto que le ofreciese dinero, el caso es que consiguió lo que pretendía. El informe fue falsificado, no decía ni una palabra de que en el campo de la acción directa de la antena se observaba un efecto secundario de la reducción de la agresividad pero que en el de la acción invertida la agresividad subía de un modo bestial. Los creadores de la antena habían ocultado esos datos. ¿Con qué fin? Esto es lo que quisiera averiguar. De obtener la respuesta a esta pregunta, sabría las respuestas a todas las demás. Usted, Vadim, ¿no podría decirme por casualidad para qué han ocultado los datos y falseado el informe? ¿No? Lástima, confiaba tanto en que me lo explicase. De acuerdo, voy a continuar. Grigori Ilich Voitóvich, junto con su hermosa mujer y la pequeña y encantadora hija, viven al lado del instituto, precisamente en el territorio afectado por aquel mismo «bucle inverso». Pasado cierto tiempo, Voitóvich empieza a sentir los efectos de la antena en su propia piel. La belleza y la juventud de su mujer, que hasta entonces eran para él objeto de orgullo y adoración, se convierten de pronto en una fuente constante de celos. Los celos van en aumento, prácticamente cada día hay peleas familiares que antes simplemente no existían, y que son cada vez más violentas, hay gritos, platos rotos y amenazas. Voitóvich trabaja mucho, se queda en el instituto hasta las tantas, va allí en sus días libres, en los festivos, de hecho, los únicos sitios donde pasa su tiempo son la casa y el laboratorio. Dicho de otro modo, durante varios meses se encuentra bajo la influencia constante de la antena. No puede menos de darse cuenta de lo que le está ocurriendo, y habla en varias ocasiones con el hombre que hace un tiempo colaboró con él en la creación de la antena. Le pide que dé a conocer los verdaderos resultados de los experimentos. Pero una vez más, ese hombre consigue persuadir a Voitóvich. ¿Cómo? ¿Con qué argumentos? No lo sé pero me gustaría mucho saberlo. Al final, sucede lo peor: Voitóvich asesina a la mujer que con tanta pasión ama. La antena tiene sobre la gente efectos diferentes, que dependen de la duración de la exposición del individuo, de su presencia dentro del campo de su acción y de las particularidades del sistema nervioso y de la psique de cada uno. Voitóvich tiene la mala suerte de que su psique responda a la acción del efecto inverso con una vehemencia extraordinaria, además, se da la circunstancia de que ha permanecido expuesto a sus radiaciones de forma prácticamente ininterrumpida a lo largo de seis meses. Ni siquiera se percata de que ha matado a su mujer, no acaba de creérselo, en el momento de la llegada de la policía está medio enloquecido. Le detienen y se lo llevan al centro de detención preventiva situado a cierta distancia del instituto y de la antena. Entonces empieza a recobrar el sentido de la realidad, a asimilar lo ocurrido, a recordar cómo y por qué ha perpetrado el asesinato. Y cae en la cuenta de que tiene la culpa de todo. Se dejó convencer, fue débil, cedió a la tentación… ¿No sabrá usted, Vadim, cuál era esa tentación a la que el científico cedió? ¿No? Lástima. Pues bien, Voitóvich comprende que es el único culpable. Ustedes solicitan que le dejen marcharse a casa. Tres días más tarde se quita de en medio después de escribir una nota de despedida en la que dice: "Las raíces de nuestra culpa se ocultan en lo infinito". Vadim, ¿entiende usted el sentido de esta frase? ¿Otra vez no? Bueno, se lo voy a explicar. Para empezar, eche un vistazo a esto. Abra la carpeta y mire lo que hay dentro. Adelante, ábrala, no se corte. Son las fotografías de Yevguéniya Voitóvich brutalmente asesinada. Y aquí tiene a las víctimas de otros crímenes cometidos en el territorio de ese mismo "bucle inverso". Ese muchacho de allí murió de la paliza que le dieron unos colegiales, alumnos de octavo. ¿Sabe por qué se la dieron? Estaba paseando al perro junto al campo de fútbol. El perro vio el balón, se soltó y corrió hacia el campo. A los jóvenes futbolistas les molestó mucho ver al perro en medio del campo, y mataron a su dueño de ocho años de edad. Mire cómo le han dejado. Mírelo, Vadim, mírelo bien, necesita saberlo. Y aquí tiene a dos chicas, alumnas de sexto, de once años de edad. Las violaron y asesinaron los alumnos de una escuela de Formación Profesional, catorce jóvenes de dieciséis y diecisiete años. Mire a este hombre, se encontró en aquella calle por casualidad, regresaba a casa después de pasar una velada con unos amigos, quiso encender un pitillo pero se le habían acabado las cerillas y tuvo la desafortunada idea de pedir fuego a un grupo de muchachos que estaban discutiendo algo en ese jardincillo. Les pareció que el transeúnte no les demostró suficiente consideración al preguntarles: "¿Tenéis fuego, chicos?". En su opinión, primero tenía que haberles saludado. Tardaron en identificarle porque cuando se fue a ver a sus amigos no llevaba encima documentación alguna, y los muchachos habían reducido su cara a una masa deforme. Aquí tiene a una anciana parapléjica a la que mató su propia hija. La anciana estaba completamente inmovilizada pero conservaba el habla y, como cualquier enfermo, sobre todo entrado en años, era insoportable. Era difícil de complacer, le ponía peros a todo, se quejaba continuamente, su presencia impedía que su hija tuviese al menos algo parecido a una vida privada. Pero ¿es bastante para asesinar a nadie? Además, con esa crueldad. Mire, Vadim, preste atención, es todo lo que he podido reunir pero no disponía de mucho tiempo. Sólo es una pequeña parte de la pesadilla que vive el distrito Este de nuestra ciudad. Pero aun así resulta suficiente para comprender cuál era el precio pagado para que alguien consiguiese convencer a Voitóvich de que guardara silencio. Tal vez usted podría decirme por qué calló. Por qué obligó a esa gente a pagar un precio tan monstruoso. ¿Otra vez no? De acuerdo, traiga aquí la carpeta de las fotos, y ahora mire ese mapa. Aquí tiene el distrito Este, aquí, el instituto. ¿Ve ese ocho de contorno irregular? El lazo mayor coincide con el campo de la acción directa de la antena y, por tanto, con la zona donde se manifiesta el efecto secundario de la disminución de la agresividad. Como ve, aquí hay muy pocos puntitos. Los puntitos marcan lugares donde se han cometido asesinatos y violaciones. Además, entre los puntitos, que como ve, son de diferentes colores, no hay apenas ninguno negro o violeta. Esto significa que, aunque aquí ocurren homicidios, en su mayoría no se deben ni a alteraciones de conducta ni a discusiones familiares o de vecinos, sino a la codicia, la venganza, los ajustes de cuentas mafiosos, o bien se derivan de la necesidad de encubrir otro crimen como, por ejemplo, una violación. Aun así, aquí se cometen muchos menos asesinatos que en cualquier otro distrito de la ciudad. Ahora mire aquí, es el lazo menor y está compuesto casi íntegramente de puntitos negros y violeta, que marcan los asesinatos perpetrados como acto de conducta antisocial o por causa de conflictos de convivencia. ¿Sabe qué es un asesinato consecuente de la conducta antisocial? Es cuando el asesino mata a alguien con quien no le une relación alguna, cuando le mata sin motivo, simplemente porque no le gusta su color de pelo o porque le ha pedido fuego sin decir primero "Buenas tardes, señores", o sólo porque está de mal humor y le apetece matar. ¿Por qué me mira de este modo, Vadim? ¿No sabía que asesinan por esas nimiedades? Claro, claro, lo suyo son los intereses de Estado, qué importancia pueden tener nuestras aburridas preocupaciones policiales, cómo va a saber por qué unos seres corrientes matan a otros seres corrientes si lo que tiene en la cabeza son las pasiones de contraespionaje…
Retiró el mapa con una mano mientras con la otra seguía sosteniendo la pistola con firmeza. El rostro de Vadim permanecía impasible, tal vez sólo había asumido una expresión un poco más rígida y algo así como seca, los ojos grises ya no irradiaban calidez sino que se habían vuelto fríos y duros. No había interrumpido su penoso relato con una sola palabra, ni siquiera cuando su triste crónica quedaba suspendida, con irritante regularidad, a causa de la llamada telefónica de turno.
– ¿Qué me dice pues, Vadim Boitsov, soltero y sin antecedentes penales? ¿Va a responder a mis preguntas? ¿En nombre de qué se ha hecho todo esto? ¿Para qué se ha hecho? ¿A quién se le ha pagado con esa moneda abominable? ¿Y quién fue el que persuadió a Voitóvich a guardar silencio?
El hombre seguía en silencio. Nastia se levantó con resolución y movió la pistola expresivamente hacia arriba.
– En este caso, largo de aquí. Cambíese y vayase. No puedo hablar con alguien que no tiene nada que decir después de ver y oír todo lo que usted acaba de ver y oír aquí. Gracias por la información sobre la solicitud cursada al fiscal. Y gracias por no haber dejado que me maten. Pero mi gratitud abulta poco al lado del asco que me causa su indiferencia. ¿Le preocupa la seguridad del Estado? Pues a mí no me preocupa lo más mínimo un Estado al que sus ciudadanos le traen al fresco. Y por mi parte, a mí me trae sin cuidado la seguridad de ese Estado. Estoy dispuesta a aceptar que ese Estado deje de existir porque a un Estado así le estorban sus propios ciudadanos lo mismo que a un dependiente grosero le estorban los clientes y a un mal médico no le dejan vivir tranquilo los pacientes con sus tontas enfermedades y sus aburridos lamentos. Si usted, Boitsov, actúa en nombre de un Estado ASÍ, los odio, a ese Estado, a usted y a sus colegas. Y haré todo cuanto esté en mi mano para poner fin a la pesadilla que se ha instalado en el distrito Este. Sobre el tejado del instituto hay medio centenar de antenas y no sé cuál es la que me interesa. Pero si no lo averiguo, volaré el propio instituto. Colocaré una bomba y la detonaré, haré cualquier cosa con tal de acabar con este horror. Y luego que me metan en la cárcel.
5
Boitsov escuchaba su voz queda y monótona y no daba crédito a sus oídos. Cuando se pronunciaban esas palabras, lo normal era que el orador se excitara, que se enardeciera, pues estaba hablando del principio clave de su vida, de su credo, de aquello que le salía del corazón. Había oído un buen puñado de monólogos y confesiones similares y sabía cómo sonaban. Pero Kaménskaya le hablaba como si su desesperación hubiera alcanzado un límite tras el cual ya no había nada, ni siquiera el miedo por la propia vida, ni siquiera el instinto de conservación común a cualquier persona en su sano juicio.
Se puso su ropa sin decir palabra, recogió su chaqueta y salió del piso en silencio. Al pisar el umbral se detuvo luchando con el fuerte deseo de darse la vuelta y mirarla a los ojos. Pero sabía que el cañón de la pistola atraería su mirada como un imán y que ya no la soltaría, y le faltaría, sencillamente, el valor para mirarla a la cara. Vadim Boitsov poseía un instinto de conservación bien desarrollado. Cuando se encontraba frente a un adversario que empuñaba un arma, esa arma se convertía en el factor decisivo y anulaba todos los demás.
Salió del piso de Anastasia Kaménskaya sin volver la cabeza.
Capítulo 13
1
A diferencia de Nastia Kaménskaya, el juez de instrucción Olshanski adoraba los días de fiesta. No tenía que madrugar, y le despertaban los ricos olores procedentes de la cocina y el tintinear de los platos. Para él, en el mundo no había nada más maravilloso que esos sonidos y olores que invariablemente acompañaban un día pasado en compañía de su mujer e hijas. Los días laborables se levantaba antes que Nina, que trabajaba en una clínica situada al lado de la casa, mientras que él necesitaba más de una hora para llegar a la Fiscalía Municipal.
Konstantín Mijáilovich se desperezó dulcemente, dejó caer la cabeza sobre la almohada de la mujer e inhaló el apenas perceptible y tan familiar olor del pelo de Nina. No tenía ganas de levantarse.
– ¡Papá! -dijo la hija menor, embutida en el pijama de franela de color azul celeste con estampado de flores, asomándose al dormitorio-. Mamá dice que te levantes, si no, los blinis se van a enfriar.
– ¿Por qué motivo comemos blinis? -preguntó perezosamente Olshanski apoyándose en el codo.
– ¿Cómo que por qué motivo? Se termina el Carnaval, hoy es el último día, ¿qué pasa?, ¿te has olvidado? -contestó la niña indignada-. Mamá dice que hoy tenemos que comer todo lo que podamos porque luego empieza la Cuaresma y durará hasta la Pascua de Resurrección.
Konstantín Mijáilovich se desternillaba de risa. Qué alegría le daba y, al mismo tiempo, cuánto le divertía observar a la generación que había crecido ajena al ateísmo beligerante1 [9]. Sus hijas, por supuesto, no eran nada religiosas y se habían enterado de las historias bíblicas leyendo no el original sino la obra de divulgación de Zenón Kosidovsky, y sin embargo, conocían las fiestas ortodoxas y se las tomaban muy en serio. Los de su propia generación, en cambio, nunca estaban seguros de en qué fecha caía la Semana Santa ese año, y en cuanto al Carnaval, ya ni se acordaban de que existía.
– ¿Piensas ayunar? -preguntó afectando gravedad-. Ten en cuenta que es muy difícil, sobre todo cuando uno no está acostumbrado. Tendrás que decir adiós a los pasteles que tanto te gustan. ¿Podrás aguantarlo?
– Pero si los pasteles no llevan carne -objetó la pequeña-. Mamá ha dicho que lo único que no se puede comer es aquello que viene de organismos vivos. Están prohibidos la carne y el pescado pero todo lo demás está permitido.
– ¡No me digas! ¿De qué crees que está hecha la crema de los pasteles? De la leche y de la mantequilla, y nos las dan las vacas, unos organismos perfectamente vivos.
– Venga ya, papá -dijo la niña riéndose-, tú lo que quieres es confundirme. Levántate, si no, mamá te reñirá. ¡No te imaginas lo ricos que han salido los blinisl Una maravilla. ¡De chuparse los dedos!
Y se fue corriendo a la cocina. Konstantín Mijáilovich apartó la manta sin prisas y empezó a ponerse el chándal. Entró en la cocina bien afeitado y sonriente. Desprovista de las gafas de montura antañona, rota y mal que bien remendada, su cara sorprendía por su belleza.
– ¿Qué progama tenemos para hoy? -le preguntó la esposa mientras le servía el té recién hecho y le acercaba una gigantesca fuente llena de blinis, un bote de crema agria y tres boles con tres tipos de mermelada.
– El que Dios nos depare -respondió Olshanski saliéndose por la tangente.
Los largos años de experiencia profesional como juez de instrucción le habían enseñado que era preferible no hacer planes de antemano ni aun para los días de asueto si uno no quería llevarse un disgusto, porque siempre podía presentarse un imprevisto que le obligase a abandonar los deleites hogareños para salir corriendo rumbo al despacho.
– A primera hora de la mañana te ha llamado Gordéyev, le he dicho que estabas durmiendo. Que le llames en cuanto te hayas despertado -le comunicó Nina.
– ¿Está en su casa?
– En el despacho. Parece ser que Dios ya te ha deparado tu programa. Lala -dijo a la hija mayor-, corre, tráele el teléfono a tu padre.
Konstantín Mijáilovich miró a su mujer con agradecimiento. En los veinte años de matrimonio ni una sola vez se había mostrado descontenta porque el trabajo le robase demasiado tiempo a su marido y porque casi nunca encontraba la posibilidad de estar con su familia. No era porque Nina Olshánskaya fuese de talante reservado ni por buena educación, sino porque creía que tal orden de cosas era el más natural del mundo. Al casarse con un joven juez instructor que todavía no había completado su período de prácticas, tenía una idea muy clara de las dificultades que la esperaban, y las aceptó con plena conciencia. Sus padres eran cirujanos, y desde pequeña se había acostumbrado a jornadas laborales irregulares y avisos urgentes en días festivos. Del mismo modo, desde pequeña se había familiarizado con los conceptos de «trabajar en lo que a uno le gusta» y «el deber profesional».
Los padres del propio Olshanski eran completamente distintos, su infancia había transcurrido en medio de peleas continuas, de intercambios de reproches y escándalos. En los últimos veinte años no había pasado un día sin que Konstantín Mijáilovich, por un motivo u otro, diese gracias al destino por la increíble suerte de tener a la mujer que tenía. Por si fuera poco, Nina era una magnífica ama de casa, hospitalaria y obsequiosa, que no se cansaba de invitar a amigos y compañeros del marido, quien experimentaba un placer especial e incomparable al escuchar los piropos llenos de indisimulada envidia que aquéllos prodigaban a su mujer.
– ¿Tardarás mucho?
Ésta fue la única pregunta que le hizo Nina cuando Konstantín Mijáilovich colgó el auricular.
– Espero que no. Una compañera de Gordéyev tiene algún problema, vamos a reunimos para discutirlo.
– ¿Sólo reuniros y discutirlo?
– Sí. ¿Por qué?
– Si no me engañas, Olshanski, invítales a venir aquí. Podéis estar en el salón y allí discutiréis todo lo que os apetezca, ni yo ni las niñas os estorbaremos. Luego despediremos todos juntos el Carnaval, tengo preparado para hoy un programa gastronómico extraordinario, será una pena si todo se echa a perder.
– ¿Tú crees? -preguntó el hombre dudando.
– Claro que sí. Llama a Gordéyev y plantéale esta opción. ¿Qué me dices, Kostia? -le pidió Nina con gesto de súplica.
– Voy a intentarlo -dijo Olshanski con un suspiro, y volvió a marcar el número-. Víctor Alexéyevich, soy yo de nuevo. Escuche, ¿por qué no vienen todos aquí? Mi mujer dice que hoy para comer tenemos algo absolutamente excepcional. ¿Qué molestias? Ha sido ella misma la que lo ha propuesto. Hace mucho que no recibimos gente a comer, y ella, buena profesional que es, no aguanta mucho tiempo sin público, dice que está perdiendo el hábito. Ah, ya veo, ya… -Tapó el auricular con una mano y se volvió hacia Nina-. Aquella compañera suya tiene miedo a salir sola de casa. Parece ser que es algo serio.
– Olshanski, que Dios te confunda -contestó Nina con reproche-. Ve a buscarla y tráela aquí si le da miedo. Tu querido Gordéyev no tiene remedio, debía habérsele ocurrido. El viaje te ocupará dos horas pero luego, en cambio, estarás todo el día en casa.
– Víctor Alexéyevich, ¿y si voy a buscarla? ¿Le parece? Ahora mismo la llamo y se lo digo.
Después de desayunar, Konstantín Mijáilovich empezó a vestirse para ir a casa de Nastia Kaménskaya.
– No tenía ni idea de que en la policía criminal trabajasen mujeres -observó Nina tendiendo a su marido la bufanda y alisándole el cuello del abrigo.
– Son poquísimas -replicó el juez-. Si de mí dependiese, compondría toda la plantilla de la PMI de mujeres como Kaménskaya, no dejaría más que dos o tres tíos, para las operaciones donde hace falta fuerza física.
– ¿Qué tiene de particular esa Kaménskaya? -preguntó Nina afectando celos.
– Nada. Es una chica común y corriente. Ya lo verás -le prometió Konstantín Mijáilovich, y abrió la puerta.
2
Llevaban ya dos horas hablando, encerrados en el salón grande del piso de los Olshanski. Nina y las niñas no les molestaban, además, Konstantín Mijáilovich había advertido que no pensaba ponerse al teléfono excepto si le llamaba Korotkov o Dotsenko.
– Es como si esos cinco empleados del instituto estuviesen embrujados -se lamentaba Nastia-. Ha habido tres atentados, y todos tienen coartada para cada uno de los tres. Además, mientras la noche del 24 de febrero deja un mínimo lugar a dudas, el 1 y el 3 de marzo todos estaban asistiendo al Consejo Académico y al cóctel, decenas de invitados les vieron allí, de modo que sus coartadas son sólidas. Hay que ver, qué mala suerte, no podemos ni identificarlos ni probar nada contra ellos.
– ¿Ha podido averiguar algo Dotsenko en el Ministerio de las Ciencias? -preguntó Olshanski.
– Misha ha tenido la suerte de dar con una mujer maravillosa que trabaja en la secretaría. Se le ocurrió pensar que si había alguien que se enteraba de todos los secretos, había que buscarlo entre los empleados de una secretaría. Todos los papeles pasan por sus manos, no sólo los recibidos desde los organismos externos sino también los que circulan por los despachos del propio ministerio. Las notas que cada destinatario escribe encima permiten ver quién encarga a quién qué tareas, y todo el curso que el asunto sigue luego. La secretaría es la primera instancia adonde llegan las noticias de futuros nombramientos y relevos, antes incluso de que se planteen oficialmente. Pongamos por caso que los documentos relacionados con cierta materia se remiten siempre a un funcionario determinado considerado como el más competente y el mejor puesto en el asunto. Pero de pronto, sin motivo aparente, un documento sobre esa materia es remitido a otro funcionario aunque el que llevaba esos asuntos antes no está enfermo ni se ha ido de vacaciones. ¿Cuál es la conclusión? Exacto. Ha caído en desgracia y han dejado de confiarle los asuntos en cuestión. O tal vez piensa dimitir, y han empezado a poner al corriente al futuro sucesor. En una palabra, Misha Dotsenko tuvo en cuenta todo esto cuando decidió trabar amistad con alguna empleada de la secretaría conocida por su inclinación a curiosear en los documentos y a ser la primera en enterarse de todo. ¿Saben?, en todas partes hay entrometidos, gente curiosa que siempre tiene que estar al cabo de la calle. Pues esa mujer le contó que hacía dos meses el ministerio había recibido un anónimo que hablaba del instituto. Misha, por supuesto, empleó todos sus encantos y malas artes, y como resultado, nuestra amiga de mente inquieta se acordó de que se trataba en concreto de los resultados de un experimento que habían sido falsificados con el fin de ocultar los efectos nocivos de uno de los aparatos creados por el instituto. El anónimo también mencionaba el efecto de inversión. Y fue enviado, con el fin de que se verificaran los hechos, a Nicolai Adámovich Tomilin, el mismo que con tanto ardor trató de convencerme de que era una idiota indocumentada y el efecto de inversión no existía. Por ese motivo, en este momento, Yura Korotkov está comprobando quién de nuestros cinco sospechosos tiene tratos con Tomilin y goza de su simpatía. Si este indicio nos permite destacar a uno de los cinco, se podrá suponer que fue gracias a su intervención que no se hizo caso del anónimo. Dicho de otro modo, se trata de alguien interesado en ocultar los verdaderos resultados del trabajo y ha de ser la misma persona que convenció a Voitóvich de abstenerse de publicarlos. Pero mucho me temo que volverá a ser una pérdida de tiempo.
– ¿Por qué? -preguntó Gordéyev apurando de un trago otro vaso de agua mineral.
Delante de sí en la mesa tenía nada menos que tres botellas de Narzán vacías y alargó la mano hacia el abridor para destapar la cuarta. Últimamente, el hombre, ya de por sí rollizo y orondo, había empezado a engordar muchísimo, y alguien le había recomendado un extraño régimen que consistía en beber grandes cantidades de agua mineral.
– Porque es casi seguro que los cinco tienen estrechas relaciones con Tomilin. El director del instituto, el secretario académico, el jefe de laboratorio, ésos por descontado que las tienen, no hace falta consultar la bola de cristal para adivinarlo, ya que Tomilin es el monitor científico del instituto. Lysakov y Jarlámov, por su parte, aunque no ocupan puestos directivos, también encajan en ese ambiente, pues llevan muchos años trabajando en el instituto y en tiempos pasados, cuando estaba preparando el doctorado, Tomilin se dejaba caer por allí a menudo. ¡Ojalá supiéramos por qué ese artista anónimo puso tanto empeño en ocultar los resultados de las pruebas! Debía tener motivos de mucho peso para emplearse tan a fondo con el fin de que no salieran a la luz. Encontró un modo de taparle la boca a Voitóvich, le sorbió el seso a Tomilin, contrató a Galaktiónov para que robara el sumario y luego le dio el pasaporte a él también. La gente no suele tomarse tantas molestias con el único fin de conseguir la gloria académica.
– ¿Que no suele…? ¡Qué dices! -refunfuñó Olshanski-. ¿Es que ya no te acuerdas de Irma Filátova? Si la memoria no me falla, la mataron justamente para hacerse con su tesis doctoral, la había escrito para el asesino y éste no quiso pagarle.
– No, no, Konstantín Mijáilovich, eso no fue así. Es decir, en el fondo; es cierto, se trataba del doctorado pero el asesino no temía el escándalo porque pudiese afectar a su reputación como científico sino porque no podía permitirse que un escándalo de cualquier índole salpicase su nombre. Allí había una trama montada por los peces gordos de la mafia aunque nunca pudimos probar nada -explicó Gordéyev el Buñuelo-. Oye, Konstantín Mijáilovich, esos aromas me van a provocar un soponcio agravado por un patatús. ¿Qué festín nos está preparando tu señora? Por más que huelo, no acabo de adivinar qué es. Parece pescado pero al mismo tiempo no lo parece…
Olshanski sonrió y abrió la puerta.
– ¡Nina! -llamó-. Ven aquí un momento.
Nina, con la cara arrebolada y ataviada con un delantal de lino bordado, salió de la cocina corriendo con las manos y los antebrazos, cubiertos de harina, en alto y separados del cuerpo.
– Nina, cariño, si eres tan amable de explicarle al camarada coronel qué es lo que huele tan bien, está que se muere de curiosidad.
– ¿De curiosidad o de hambre? -precisó Nina risueña.
– De momento, sólo de curiosidad, pero poco le falta para que también el hambre le agarre del cuello con su mano huesuda.
– En el asador se está haciendo salmón, y en el horno, cochinillo con trigo sarraceno. Creo que le confunde la mezcla de los olores -aclaró la señora de la casa con seriedad-. Dentro de media hora ya estará todo listo.
Cuarenta minutos más tarde, todos estaban sentados a la mesa festivamente engalanada. Nastia miraba con angustia los platos humeantes y olorosos, y pensaba que difícilmente conseguiría probar nada. Todavía no se había recuperado del terror que la asaltó la noche anterior, cuando advirtió que en tres ocasiones había estado a punto de morir.
Nina le añadía solícita un bocado apetitoso tras otro, y Nastia le sonreía con agradecimiento pero no podía comer. Nina empezó a lanzarle miradas de preocupación, hasta que no aguantó más y le hizo señas invitándola a salir de la cocina.
– ¿Se encuentra bien? -le preguntó estudiando a su invitada con la mirada de una profesional de neuropatología-. ¿Por qué no come nada? ¿Le duele algo?
– El alma -dijo Nastia sonriendo con parsimonia-. Llevo dos noches sin dormir.
– ¿Mucho trabajo?
– No es tanto el trabajo como los nervios y el miedo. Ayer me dio la tiritera, pensé que se me iba a fundir el cerebro. Todo me daba vueltas, los pensamientos se me escabullían, las manos me temblaban tanto que no conseguía ni siquiera marcar un número, confundía todas las cifras.
– ¿La han asustado?
– Sí, un susto tremendo. Aunque, tal vez, no era para tanto sino que simplemente soy una miedica empedernida.
– ¿Ha tomado alguna medicación?
– No tenía nada a mano, justamente se me habían acabado todas las pastillas. ¡Mala suerte!
– ¿Qué toma habitualmente para calmar los nervios?
– Algún benzodiazepino. Fenazepam, tazepam, etcétera.
– Ya veo -dijo Nina asintiendo con la cabeza-. Ahora le daré dos pastillas de Valium, coloque las pastillas debajo de la lengua y échese. Venga conmigo, podrá descansar en el cuarto de las niñas, allí nadie la molestará. Túmbese media hora, nada más, y se sentirá mejor. Luego le daré dos pastillas más para que se las lleve a casa, se tomará una antes de acostarse y la otra, guárdesela por si acaso, por si mañana, cuando vaya a trabajar, vuelve a encontrarse mal, entonces podrá tomársela.
– ¿Y qué será de mí pasado mañana? -intentó bromear Nastia.
– Y pasado mañana le mandaré con Kostia una cajita completa. No se preocupe por esas nimiedades.
Resultó que Nina Olshánskaya tenía razón, y al cabo de poco Nastia se sintió mucho mejor y volvió junto a la mesa festiva.
– Ha llamado Korotkov -le dijo enseguida Gordéyev-. Tú, Stásenka, tienes el mal de ojo, ni que fueras gitana. Los cinco son viejos amigos de Tomilin.
– Ya me lo imaginaba -murmuró Nastia con desesperación-. No nos queda más que un último recurso, que me reservaba para un caso extremo. Si tampoco funciona, entonces no nos quedará otro remedio que darnos por vencidos y cruzarnos de brazos. Ya no se me ocurre nada más.
Hacía tiempo que Nina Olshánskaya había quitado la mesa y fregado todos los platos, pero los tres permanecían sentados en el salón discutiendo los modos de poner en práctica el «último recurso».
3
La tarde de ese domingo fue dura también con Igor Suprún. No le gustaba ir al despacho en días festivos, por lo que citó a Boitsov y habló con él en el coche.
– Esa Kaménskaya tuya, a la que, como dices, no se debe mentir, te está tomando el pelo -declaró nada más llegar Vadim y trasladarse de su coche al del jefe-. El sumario de Voitóvich no se quemó, en el edificio de la DI nunca ha habido ningún incendio. Pero el juez que instruía el caso está teniendo serios problemas porque de su despacho desaparecieron cuatro sumarios. Se da la casualidad de que sucedió por las mismas fechas en que supuestamente se produjo el dichoso incendio. ¿Lo coges? ¿A santo de qué nuestros valerosos amigos de la policía han ido contando a todo el instituto sus milongas sobre un incendio que nunca ocurrió?
– Pero si está clarísimo -objetó Boitsov-. ¿No van a pregonar a los cuatro vientos que sus jueces de instrucción son unos ineptos? Velan por el honor del uniforme, no me parece una actitud reprochable. No veo el menor motivo de preocupación, Igor Konstantínovich.
– ¿Ah, no? Entonces, deja que te cuente unas cositas más. Ellos dijeron en el instituto que estaban revisando las condiciones del almacenamiento de sustancias tóxicas porque en Moscú se había producido una serie de intoxicaciones con cianuro. Pues es otra mentira podrida. El año pasado sólo hubo un caso de asesinato mediante envenenamiento con cianuro. Uno solo, ¿comprendes? ¿Qué pasa entonces, es que a causa de un solo caso están revisando todas las empresas de la ciudad que utilizan ácido cianhídrico? ¿También esto te lo crees?
– ¿Y por qué no? -dijo Boitsov encogiéndose de hombros-. ¿Acaso va contra la ley? Un trabajo normal de investigación de un asesinato.
– Ya, claro, cómo no -se regodeó Suprún desdeñoso-. Esta clase de revisiones se llevan a cabo cuando la víctima es un personaje de primera fila, alguien poderoso. ¿Y qué era ése? Jefe del departamento de préstamos de un banco, nada más. Ahora tenemos bancos en cada esquina. El instituto no tiene ninguna relación con ese bancario, así que, dime, ¿a qué viene ese cuento sobre una serie de envenenamientos?
– Mienten porque han recibido la orden de mentir. Me parece que está viendo fantasmas.
– A ver, a ver, dime ¿por qué los defiendes? -inquirió Suprún entornando los ojos con suspicacia-. Ahora que tú y Kaménskaya sois buenos amigos, ¿te ha dado por proteger sus intereses? Por cierto, ¿cómo reaccionó a tu confesión sobre lo de la carta a la Fiscalía?
– Me creyó -dejó caer Boitsov con indiferencia-. Pero lo que se niega a creer es que no sepa quién quiere matarla.
– ¿Se niega a creerlo? ¿Por qué?
– Porque no es verdad, sólo por eso -dijo fijando en el jefe la mirada de sus fríos ojos grises-. Igor Konstantínovich, ¿estaba enterado usted de lo de la antena?
– ¿De qué antena? -dijo Suprún con un asombro que no podía ser fingido.
– De la que está instalada en el tejado del instituto y amarga la vida a todos los que pasan por el distrito Este. ¿Lo sabía o no?
– Es la primera vez que lo oigo -contestó Suprún con total sinceridad-. ¿Qué antena es ésa?
Despacio, escogiendo cuidadosamente cada palabra para evitar dar la impresión de ser un baboso sentimental y, al mismo tiempo, comunicar al jefe todo el terror que la noche anterior le había revelado la inefable Kaménskaya, Boitsov le contó la historia de Voitóvich y la antena.
Cuando Vadim concluyó su relato, Suprún se sumió en un largo silencio. Fumó dos cigarrillos y sólo entonces reanudó la conversación.
– De modo que éste es el motivo de su interés en el instituto -dijo pensativo-. Saben algo sobre uno de los que trabajan en el proyecto y quieren echarle el guante. Lo más probable es que sospechen que fue él quien robó el sumario de Voitovich, en este caso se puede comprender por qué se han inventado lo del incendio. No quieren espantarle. Bueno, Vadim, veo que tendremos que seguirles la corriente a los de Petrovka, no podemos permitirnos un conflicto con esa gente, están en su perfecto derecho a hacer lo que hacen. ¿Lo pillas?
– De momento no.
– Tenemos que sacrificar a ese colega del instituto, si no, no nos dejarán en paz nunca. Litvínova terminará la fabricación del aparato, ya he hablado con ella, cree que podrá hacerlo. Que entregue el aparato a Merjánov y que le cobre. Por supuesto, sería mucho más fácil recoger el aparato nosotros y ahorrarnos las negociaciones con Merjánov, pero esto nos saldría demasiado caro. No podemos pagarle a Litvínova sus honorarios, no tenemos presupuesto para soltar tanto dinero. Nos han concedido la cantidad de divisas justa para pagarle los servicios extra y cubrir los costes de la intercepción del aparato cuando se encuentre en poder de Merjánov. Ya que Litvínova va a cobrar los honorarios completos y no las migajitas que pensaba apoquinarle nuestro sabio varón, no tendremos por qué pagarle los servicios extra. Así obtenemos al menos un mínimo ahorro. Nosotros dos vamos a colaborar con los policías, para que se larguen del instituto cuanto antes. Nos hemos metido en un buen lío, hay que admitirlo. Los policías saben de algún crimen pero ignoran quién lo cometió. Y nosotros dos sabemos quién es el criminal pero ignoramos de qué se le acusa. Esperemos que sólo sea el robo del sumario. Pues bien, nuestra tarea consiste en encontrar las pruebas y hacérselas llegar a Kaménskaya y Korotkov. Ojalá supiésemos qué pruebas les hacen falta. Hoy mismo hablaré con Litvínova, le daré un encargo, y más adelante también tú entrarás en acción. Vamos a buscar por dónde lo podemos coger, a nuestro genio de la ciencia. ¿Por qué pones esa cara de muermo? ¿No estás de acuerdo?
– Igor Konstantínovich, creo que debemos renunciar al aparato -declaró Boitsov en voz baja.
– ¿Y eso por qué? -exclamó Suprún.
– Porque todo eso es amoral. Una cosa es la guerra, y otra muy distinta, la población civil. Si hubiera visto las fotos que me enseñó Kaménskaya…
– Ya estamos -dijo Suprún; sacó un nuevo cigarrillo e hizo chasquear el mechero-. Conque haciendo pucheros, ¿eh? ¿Te han mostrado los cadáveres de niñitos inocentes y te lo has tragado? Gusano. Mamarracho. De este aparato depende el prestigio del país, y tú te me sales con esos disparates. Está en juego el prestigio del país, ¿te das cuenta? Si dejamos que se conozca la historia de la antena, se enterarán de lo del aparato enseguida.
– Entonces, ¿usted quiere que la antena siga donde está y que todo vaya como hasta ahora?
– Escucha, Boitsov, no me hagas enfadar -dijo Suprún en tono amenazador-. Con sacrificar a nuestro científico ya habremos hecho suficiente. Con esto van que arden. ¿Has entendido bien qué tenemos que hacer exactamente?
– Tenemos que encontrar pruebas que permitan a los policías pedirle cuentas al principal responsable de la creación del aparato -respondió Boitsov, inexpresivo y algo así como distante, mirando a otro lado.
– Correcto. ¿Y qué más?
– ¿Y qué más? -repitió Vadim con la misma falta de interés.
– Tenemos que estar seguros de que él no le dirá nada a nadie por su cuenta. ¿Por qué?
Boitsov callaba. De pronto sus mejillas estaban hundidas, los pómulos parecían más marcados, los labios apretados formaban una línea delgada.
– No te hagas el estrecho -le reprendió Suprún con desprecio-. Las pruebas tienen que ser palpables, auténticas, convincentes. Tienen que estar vivas. Y el criminal, muerto. Vete y piensa en el modo de hacerlo. Le pediré a Litvínova que haga moldes de sus llaves, todo lo demás corre de tu cuenta. Y no se te ocurra ponernos chinitas, porque no salvarás el pellejo, puedes creerlo.
Boitsov bajó del coche en silencio y dio un portazo todo lo fuerte que pudo.
– ¡Mocoso! -masculló entre dientes Igor Konstantínovich-. Niñato. Ahora admiten en el servicio a cada inútil…
Hizo girar con brusquedad la llave de contacto, pisó el acelerador y arrancó.
4
Después de hablar con Suprún, Inna Fiódorovna Litvínova recuperó la moral de forma visible. Estaba segura de que sería capaz de realizar todas las pruebas de control necesarias y de llevar la construcción del aparato a su término. Qué suerte que pronto fueran a quitarse de encima a los pesados de los policías, por su culpa el trabajo se había quedado suspendido durante un período indefinido. Dentro de nada podrían reanudarlo, concluirlo y, al fin, cobrarlo. Aunque Suprún había mencionado que el aparato no se le tendría que entregar a él sino a alguien más, quien le pagaría el precio convenido. Cuando el aparato estuviese listo, le indicaría cómo ponerse en comunicación con ese alguien. Inna era consciente de que allí había gato encerrado. Pero no tenía ganas de pensar en trampas y engaños. Al día siguiente haría todo lo posible y aun lo imposible por acceder a las llaves y obtener moldes de ellas, y luego venga lo que viniere. Lo más importante era Yúlechka. Ahora ya iba a poder pagarle el viaje al Mediterráneo.
Casi volando de felicidad, Inna irrumpió en el dormitorio, donde Yúlechka, como de costumbre, se encontraba tumbada en la cama con un libro en las manos.
– Gatito, todo está arreglado, tendrás el dinero para marcharte, ya puedes preparar las maletas -anunció con júbilo.
– ¿De veras? -se alegró la bella pelirroja-. ¿No me estarás tomando el pelo? Inna, cielo, pichoncito mío, ¡no sabes cuánto te quiero! -gorjeó la joven mientras tiraba la novela romántica sobre la cama y atraía a Litvínova hacia sí-. ¡Eres la mejor del mundo! Sabía que no me fallarías, Inna, preciosa, tesoro mío, vida mía, corazón mío.
Inna hundió la cara en el pecho blanco y sedoso de Yula y exhaló un suspiro de felicidad. Por un momento así, estaba dispuesta a todo. Ojalá que Yúlechka siguiese amándola, ojalá que no la abandonase. Al notar que la mano de Yula empezaba a bajar por su espalda, deteniéndose sugestivamente en las nalgas firmes y musculosas, Inna se dijo que en el mundo no había fuerza capaz de impedirle trabajar en el aparato y cobrar la cantidad prometida. Conseguiría ese maldito dinero a cualquier precio.
5
– Lástima que no hayas podido ir conmigo al chalet -observó su mujer quitándose en el recibidor el abrigo-. ¡Qué bien se está allí! Aire fresco, sol… La primavera ya ha llegado. Y tú aquí, encerrado en el estudio, sin moverte del sitio, pareces un buho. No te cuidas nada.
El hombre pensó que era una pena que el sábado y el domingo hubieran pasado tan deprisa. Por supuesto que no había acompañado a su mujer al chalet. Siempre procuraba evitar ir allí con ella, unas veces se marchaba solo y se llevaba a Diamante, o si no, se quedaba en casa mientras su mujer se iba de fin de semana a la casa del campo. Esos dos días pasados en soledad le permitían cargar las baterías para toda la semana laboral, para los cinco días de comunicación continua con la gente y de lucha incesante con la irritación y el odio que le abrasaban las entrañas.
– He invitado para el 8 de marzo a los niños y a los padres de Sasha, así que nos iremos el 7 enseguida de comer. Después del trabajo, ven directamente a casa, por el camino tendremos que parar a comprar comida.
Miró a la cara ingenua de la mujer con odio. ¡Lo que le faltaba, pasar un día entero tratando con los subnormales de los padres del yerno, sin hablar ya del propio yerno, que tampoco le caía especialmente bien! ¿Quién le mandaba a su mujer organizar esa comida? Iba a ser una tortura china, esforzarse por mantener la conversación, interpretar el papel de anfitrión obsequioso, ver sus caras de imbécil. Ellos mismos se tenían por superinteligentes y se dedicaban a pontificar, con gesto solemne, sobre la política, sobre la posible dimisión del alcalde de Moscú y los ceses de los altos cargos de las fuerzas del orden público provocados por el asesinato del famoso periodista de televisión. Esos días, nadie hablaba de otra cosa, como si no hubiera asuntos más importantes e interesantes. Mientras que a él lo único que le preocupaba era su paz interior, su libertad, su soledad.
– Oye, ¿qué es eso?, ¿no has comido nada en dos días? -le gritó la mujer desde la cocina-. Todo está intacto, y yo que te preparé tanta comida antes de marcharme… ¿O es que has pasado todo el fin de semana fuera y no estabas en casa?
– Sí que estaba en casa, no te preocupes.
– Entonces, ¿cómo es que no has comido nada?
– No tenía hambre. Además, sí que he comido. Me tomaba bocadillos y té, me preparaba huevos fritos.
– Siempre haces lo mismo -le reprochó la mujer-. Me paso el día preparándote comida, y tú no la tocas, dale que te pego con los bocadillos y huevos fritos. Pero ¿por qué no quieres cuidarte un poco? Como sigas así, tienes la úlcera del estómago asegurada. ¿Oyes lo que te digo?
– No -contestó con desprecio-. Ya lo he oído todo.
– No me hables de este modo, haz el favor -replicó la mujer con calma.
Una de sus indudables virtudes, para el marido, era que no se enfadaba nunca.
Regresó al estudio y se sentó delante de sus cálculos. Pero sus pensamientos retornaban, una y otra vez, al mismo problema. Merjánov había vuelto a fallar, pero tal vez era mejor así. No estaba bien decirlo pero el asesinato de aquel periodista le venía al pelo. Gracias a ese crimen, ahora toda la policía iba de coronilla, y transcurriría mucho tiempo hasta que volviesen a ocuparse del sumario destruido por el incendio, si es que volvían a ocuparse de él. El peligro estaba disminuyendo por días. Aunque la policía se había olido la tostada, habían estado comprobando las coartadas por nada. Para lo que les sirvió. Tenía una coartada a toda prueba, sólida, intachable. Aquella niñata no había vuelto por el instituto, el comandante se dejaba caer por allí de uvas a peras, hacía alguna cosilla deprisa y corriendo, y se marchaba pitando. Pues ahora no iba a tener tiempo ni para esas visitas relámpago. Lo habían dicho por la televisión, para investigar el asesinato del periodista se había creado toda una unidad especial, ya no trabajarían en nada más hasta que cogieran a los asesinos. «¡Ya veremos cómo los cogen!»
Todo habría ido como una seda si no hubiera sido por Grisa Voitóvich. ¡Con qué fervor reclamó tomar medidas en cuanto detectó que el comportamiento de los conejos y de las ratas del laboratorio manifestaba un brusco cambio hacia la agresividad! ¡Qué ganas tenía de ir corriendo a informar a todo el mundo! A duras penas consiguió entonces hacer entrar en razón a Grigori, convencerle de que se callara la boca por el momento, puesto que comprendió enseguida qué partido podría sacarle al efecto de inversión para cobrar por él un buen puñado de billetes. Fue la mención de esa pasta gansa la que le ayudó a convencer a Voitóvich. Tenía una mujer joven, un hijo recién nacido, el dinero le hacía mucha falta, muchísima. ¿Con qué otra cosa, si no, podía uno retener a su lado a una joven hermosa, con qué si no era ofreciéndole una existencia desahogada, viajes, vestidos, bienestar? ¿Cómo iba a conseguirlo sin dinero? Intencionadamente fue avivando los celos de Grisa, se lo trabajó a conciencia para llevar esos celos a un extremo casi patológico. Se inventó chismes que supuestamente le contaban unos amigos que trabajaban en la televisión, sobre un actor u otro, un director, un periodista famoso que cortejaban a Yevgueniya. Hizo lo imposible por pulsar las dos palancas que le parecían las más potentes, el amor y el dinero. Durante un largo tiempo le dio buenos resultados.
Prometió a Voitóvich una cantidad suculenta si participaba en la construcción del aparato, después de asegurarle que cierta institución civil necesitaba un ingenio exactamente igual al que habían montado en el instituto para recibir y emitir ondas desde una instalación situada en un terreno montañoso. Eran cinco en total. Además de él mismo, Voitóvich e Inna Litvínova, también colaboraban otro científico y un técnico. Pero sólo él y Grisa sabían que el aparato producía efectos secundarios tanto en el campo de acción directa como en el del «bucle inverso». En cuanto al verdadero destino del proyecto, nadie más estaba enterado. Sólo él. Por supuesto, el honrado de Voitóvich no paraba de darle la lata, de vez en cuando se le desmandaba e intentaba leerle la cartilla, se ponía a perorar sobre la moralidad y el sentido del deber. Por un lado, su desaparición le había venido bien. Había dejado de estorbarle, de incordiarle, de llorarle. Pero por otro lado, había escrito aquella maldita nota de despedida y con eso le obligó a dar unos pasos difíciles y arriesgados. Pasos que ahora estaba pagando al verse forzado a permanecer provisionalmente inactivo, al tiempo que la llegada del ansiado dinero se aplazaba. Dinero que le traería libertad e independencia. Dinero que le traería la dulce soledad…
Capítulo 14
1
El lunes por la mañana, al caminar por el largo y lóbrego pasillo del edificio de Petrovka hacia su despacho, Nastia Kaménskaya tropezó con un compañero del Estado Mayor de la DMI, que salía a todo correr del despacho del coronel Gordéyev.
– Menudo jefe que tienes, Kaménskaya -murmuró su colega del Estado Mayor pasando al lado de Nastia como una exhalación-. Te compadezco.
Ya en su despacho, apenas le había dado tiempo a quitarse la chaqueta y las botas cuando sonó el teléfono interior. El Buñuelo quería verla.
En contra de lo esperado, Víctor Alexéyevich no parecía ni enfadado ni furioso. Nada de eso. Más bien daba la impresión de avergonzarse por adelantado de lo que tenía que decirle a Nastia.
– Desde primera hora de la mañana, el Estado Mayor no me deja respirar -dijo evitando su mirada-. Me exigen que destaque a tres agentes para que trabajen en la unidad creada para investigar el asesinato del periodista de televisión.
– ¿Tantos? ¿Por qué? -preguntó Nastia extrañada-. Nos quedaremos sin gente si les mandamos tres agentes. ¿Es que en todo Moscú no hay otros detectives?
– Es justamente lo que les he dicho -declaró el coronel con cara contrita y lanzando un suspiro-. Entonces, me han ofrecido una solución de compromiso.
– ¿Cuál? -dijo Nastia con voz repentinamente ronca, presintiendo una noticia desagradable.
– Están dispuestos a conformarse con un solo agente en lugar de tres. Pero tienes que ser tú la que vaya a trabajar con ellos.
– No.
Contestó enseguida y con un sentimiento tal de aprensión como si le hubieran ofrecido comerse un sapo crudo.
– Pero ¿por qué no, Stásenka?
– Lo sabe perfectamente, Víctor Alexéyevich. Tengo varios casos pendientes, no puedo dejarlos aparcados así como así sólo porque a algún jefe se le ha metido en la cabeza que debe tener un analítico propio.
– Nastasia, ¿te das cuenta de lo que estás diciendo? -la voz de Gordéyev sonó seca y áspera-. Han asesinado a un hombre de enorme popularidad en nuestro país, lo mejor y lo más granado de los efectivos de la policía y de la Fiscalía está trabajando en la resolución de este crimen, se ha creado una unidad especial para coordinar los esfuerzos y dirigir la investigación criminal. Y a ti, a una mocosa, te ofrecen asumir la responsabilidad del trabajo analítico de esa unidad. Debes estar orgullosa de esta muestra de confianza. Significa que se han fijado en ti y aprecian lo que haces. Significa que al fin han reconocido que tenía razón cuando te contraté para trabajar en el departamento. ¡Significa que, a pesar de todo, hemos ganado! Y ahora ha llegado la hora de la verdad, cuando de ti depende demostrar que tenemos razón, no sólo a Petrovka sino a todo el cuerpo policial. Trabajarás en esa unidad especial y les demostrarás a todos, ¿me oyes?, a todos, desde un simple agente operativo hasta el ministro, lo importante y necesario que es el trabajo analítico, no sólo para tomar decisiones a escala municipal sino para resolver crímenes concretos, les demostrarás lo bien que sabes hacerlo. Y una cosa más. No te olvides de que en nuestro departamento falta gente, tenemos vacantes sin cubrir. Unos se van y por algún motivo nadie viene a reemplazarlos. Es decir, claro que vienen pero no les admito porque veo que les falta aquello que debe tener todo buen detective. De aquí que si consigues demostrarles que vales, si les enseñas cómo eres y cómo es tu trabajo, con esto nos harás publicidad a mí y a todo nuestro departamento. ¿Lo comprendes? La gente empezará a pensar: «¿Quién será ese Gordéyev, que ha tenido la feliz idea de crear en su departamento un puesto especial para un especialista en el trabajo analítico? ¿Qué departamento será ése, que tiene un analista que les ayuda a investigar los crímenes?». Al principio despertaremos su curiosidad, luego aparecerán los interesados en trabajar aquí, no la escoria que viene ahora sino lo mejor de lo mejor. Así que, querida, déjate de historias y ponte a disposición de la unidad especial.
– No puedo -repitió Nastia con obstinación, de repente apartando su mirada de la cara del jefe para fijarla en la superficie pulida de la larga mesa de conferencias.
– ¿Por qué?
– Tengo que terminar mi trabajo en el instituto. Tengo que averiguar qué es esa antena que tienen montada en el tejado, lograr que la quiten y que los culpables de su instalación reciban su castigo. No pararé hasta que lo consiga.
– ¡Pero con esto me atas de pies y manos! -exclamó el Buñuelo con desesperación-. Si te quedas, tendremos que darles tres agentes. ¡Tres! ¡Y esto, cuando tenemos más vacantes que personal! En torno a ti se está creando una extraña situación y hasta que se despeje es preciso escoltarte cada vez que sales de casa para ir al despacho y viceversa. Esto supone que un agente más tendrá que interrumpir su trabajo dos veces al día como mínimo. El funcionamiento de todo el departamento se viene abajo, y todo por culpa de tu tozudez. Ten en cuenta que sólo me entretengo con estas mundanas conversaciones porque te tengo afecto pero en mi mano está darte la orden, y allá tú. Y te la daré si no cambias de opinión.
– Víctor Alexéyevich -contestó Nastia despacio, entre dientes, como exprimiendo las palabras a duras penas-. No quiero trabajar en esa unidad porque lo considero amoral. Comprendo que se creen unidades y brigadas especiales para cazar a un criminal peligroso que, si permanece en libertad, puede perpetrar otros crímenes graves. Cuando el problema se plantea así, me parece justo. Pero crear esas unidades y brigadas para investigar un solo asesinato es el colmo del cinismo, es una grosería y una cerdada, esto es escupir en el alma de toda la población, de todos nosotros. Y no quiero, no puedo y no voy a participar en esa barbaridad.
– ¿Qué te pasa, Stásenka? Creo que no te entiendo -dijo Gordéyev desconcertado; la sorpresa ya le había hecho olvidar que acababa de decirle que se dejase de historias, y que la había amenazado con abandonar la persuasión amistosa para pasar a órdenes administrativas.
– Pues lo que ocurre es que han matado a un hombre. Es cierto que era famoso, es cierto que era popular y que mucha gente lo quería, pero se trata de un asesinato igual a casi todos los que se cometen en nuestro país. Víctor Alexéyevich, la gente es diferente sólo en vida pero en la muerte todos son iguales. Porque cada víctima de asesinato tenía familia y amigos que le lloran, y esa pérdida ha abierto en sus almas una herida que tardará en cerrarse. No hay víctimas más dignas o menos dignas, no hay víctimas cuyos asesinatos tienen que ser investigados sin falta y otras objeto de unos crímenes que se pueden dejar sin resolver. No las hay, ¿comprende? No las hay y no puede haberlas. Hoy nuestro magnífico país se parece demasiado a la Roma antigua, donde había esclavos, donde el asesinato de un patricio se consideraba asesinato y el de un esclavo ajeno, destrucción del bien ajeno. Ajeno, fíjese bien, puesto que el asesinato de un esclavo propio ni siquiera era contemplado en la jurisprudencia de aquel entonces. El difunto periodista de televisión es nuestro patricio, y el país ha dirigido lo mejor de sus fuerzas del orden a investigar su asesinato. Han destituido al jefe de la DMI de Moscú y al fiscal de la ciudad. Se plantea la moción de confianza contra el ministro del Interior y el fiscal general. ¿Cómo cree que les ha sentado a las madres cuyos hijos murieron de la mano de criminales sin identificar, o a las mujeres y maridos que perdieron a sus amados cónyuges, o a los niños que quedaron huérfanos? ¿Se ha parado alguna vez a pensar qué pasa por sus mentes cuando oyen esas noticias? Para ellos, la persona que han perdido era y sigue siendo el eje alrededor del cual se concentran su dolor, sus sufrimientos, sus lágrimas. ¿Y qué? Nadie creó ninguna brigada especial para investigar la muerte de SU familiar. Cuando mataron a SU ser querido, por algún motivo nadie destituyó y ni siquiera abrió expediente a nadie. Entonces, ¿mi hijo es peor? Mi niño, mi marido, mi hermano ¿no son dignos de que se busque a su asesino? ¿Por qué? ¿Porque son pobres? ¿Porque no trabajan en la televisión y por tanto, no tienen acceso al medio de información más popular? ¿Porque no fueron elegidos en la Duma? ¿Por qué? ¿POR QUÉ? ¿Y MI HIJO, MI MARIDO, MI HERMANO…? Víctor Alexéyevich, lo que está ocurriendo es una mofa a la gente que ha perdido a sus seres queridos. ¡Y no pienso participar en esa mofa!
Ni se había dado cuenta de que había empezado a gritar. De lo más hondo de su alma subía un dolor que hacía vibrar sus cuerdas vocales y que, al fin, escapó fuera tomando forma de lágrimas incontenibles. Nastia rompió a llorar. El Buñuelo se levantó enseguida de su sillón de jefe y en dos zancadas se plantó a su lado.
– Pero ¿qué te pasa, pequeña?, ya está bien, cálmate, querida -balbuceó acariciándole la cabeza-. No te lo tomes tan a pecho. Tenemos trabajo que hacer, y tenemos que hacerlo bien, ésta es toda nuestra filosofía. En cuanto al asesinato del periodista, es un asesinato como otro cualquiera, y hay que investigarlo también. No podemos negarnos a investigarlo sólo porque el Estado hace esas cochinadas, ¿verdad? Es cierto que las autoridades han actuado mal pero da igual, tenemos trabajo que hacer y vamos a hacerlo pase lo que pase, aunque no estemos de acuerdo con las autoridades. El periodista asesinado no tiene la culpa de que alrededor de su muerte se haya montado ese circo con coros y danzas. Sus familiares tienen derecho a confiar en que se coja al asesino y que reciba el castigo merecido. Vamos, pequeña, seca esas lágrimas, tranquilízate y pensemos mejor en lo que podemos hacer. ¿Cuánto tiempo necesitas para terminar con el instituto?
– Tres días -sollozó Nastia enjugándose los ojos con el enorme pañuelo azul que le había tendido Gordéyev-. Si he vuelto a fallar, dentro de tres días lo sabré. De todas formas, ya no se me ocurre nada.
– De acuerdo -asintió Víctor Alexéyevich-. Les mandaré a tres chicos para estos días que me pides. Para el lunes, el martes y el miércoles. Y les prometeré que a partir del jueves tú los sustituirás. ¿Te parece?
– ¿Y si en esos tres días se me ocurre alguna solución para el caso del asesinato de Galaktiónov? ¿Entonces no me mandará a la unidad especial? -preguntó Nastia con una tímida esperanza mirándole a los ojos.
– No regatees, no estás en un mercado -gruñó el Buñuelo-. Trabaja como hemos convenido. Si hay resultados, bien. Si no los hay, será una pena pero no te lo echaré en cara, habrás hecho todo lo humanamente posible. Tanto en un caso como en otro, a partir del jueves empezarás a trabajar en la brigada especial. Y si para entonces hay algún cambio, entonces ya decidiremos qué es lo que se hace. Hay que superar las dificultades a medida que se presentan, no antes. ¿Has hablado con Dotsenko?
– Sí, tiene que empezar esta misma mañana. Seguramente ya lo habrá hecho. Menos mal que Sitova es una mujer como Dios manda. Creo que ha quedado encandilada con nuestro Misha y por eso accedió gustosísima a intentar una vez más restaurar sus recuerdos. Pobre Misha, con cada sesión de ésas, cuando se mete en las profundidades, pierde dos kilos de peso.
– ¿De veras? -preguntó el coronel, y se quitó las gafas y se metió una patilla en la boca, señal de que se estaba concentrando preparándose a reflexionar sobre la información recibida-. ¿Y cómo lo hace, eh? A lo mejor me iría bien probarlo. Pronto no voy a caber en este sillón.
– No diga tonterías, Víctor Alexéyevich -le contestó con una sonrisa Nastia, que ya había recuperado el dominio de sí misma y algo de serenidad-. Seguiremos queriéndole igual aunque esté gordo.
2
Nadezhda Andréyevna Sitova cumplió obedientemente todas las indicaciones de Misha Dotsenko. Se puso el mismo traje que se había puesto para ir al trabajo la mañana del 22 de diciembre, el día en que fue hospitalizada, y volvió a colgar en el perchero del recibidor la ropa de invierno que justamente acababa de meter en bolsas especiales: una chaqueta forrada, un abrigo de piel vuelta, otro caro, de visón, otro más ligero, de seda forrada en piel. Tal como Misha se lo pidió, puso sobre el estante que había encima del perchero gorras de piel, bufandas y pañuelos de lana, en una palabra, todo cuanto se encontraba allí el 22 de diciembre.
Después pasaron al dormitorio. Sitova se quedó reflexionando un rato, luego trajo de algún sitio objetos que claramente habían pertenecido al difunto Galaktiónov: un despertador con la dedicación grabada: «A mi papá de Katiusa», un cenicero macizo y un encendedor de sobremesa, un pequeño y elegante casete y una pila de cintas, pues a Alexandr Vladímirovich le gustaba escuchar música tumbado en la cama. Tras colocar esos objetos del mismo modo que en vida de Sasha, dio unos pasos atrás y revisó con mirada crítica los resultados de su trabajo. Luego se acercó, movió algunas cosas de forma casi imperceptible y sonrió satisfecha.
– Ahora todo está como antes.
– ¿Entró usted en la cocina? -preguntó Dotsenko.
– No. Me encontraba muy mal, pasé del recibidor directamente al dormitorio, me cambié y me eché. Luego me sentí un poco mejor y decidí tomarme un té. Fue justamente en aquel momento, cuando me levanté de la cama, que se rompió la trompa y tuve la hemorragia interna. Así que no llegué hasta la cocina.
– Muy bien, entonces nos olvidamos de la cocina. ¿Lista?
– ¿Qué vamos a hacer? -quiso saber Sitova.
Lamentó que el simpático agente operativo de ojos negros la hubiese hecho ponerse el sobrio traje que solía llevar al trabajo. Nadezhda hubiera preferido charlar con él ataviada con algo más interesante, por ejemplo, con el mono, al que dejaría los botones superiores desabrochados, o con la larga falda que llevaba en casa y que tenía cuatro rajas larguísimas. Aunque Mijaíl le había pedido también que tuviese a mano la bata que se puso entonces, así que tal vez todavía…
– Vamos a hacer algo parecido a una sesión de hipnosis -explicó Dotsenko muy serio-. Para empezar la ayudaré a relajarse, a desconectarse por completo de todo cuanto ocurrió en las últimas semanas. Luego recorreremos paso a paso, empezando por el principio mismo, todo el camino desde que regresó a casa aquel día, hasta el momento en que abrió los ojos y vio al hombre que vino aquí para hablar con Alexandr Vladímirovich y que le aconsejó avisar a la ambulancia. Después volveré a enseñarle las fotografías. No piense que va a ser fácil. Le exigirá grandes esfuerzos y mucha concentración.
Misha la hizo sentar en el salón y se puso manos a la obra. Ese día el trabajo avanzaba con más facilidad que de costumbre, ya que Nadezhda no escatimaba esfuerzos. Al parecer, tenía muchas ganas de complacer a Misha Dotsenko, y para eso había que ayudarlo. Al fin y al cabo, no había venido para torturarla porque sí, sino que quería resolver el asesinato de su amante, de su compañero. Cuando Misha decidió que por fin podían empezar, tenía la espalda empapada en sudor y estaba exhausto, como si acabase de descargar un vagón lleno de carbón.
Le pidió a Sitova que cerrara los ojos, la llevó al recibidor, la ayudó a ponerse el abrigo de visón e hizo chasquear la cerradura abriendo la puerta del piso.
– Bueno, Nadezhda Andréyevna, empecemos. Ha llegado a casa… No olvide, por favor, hemos quedado en que va a pensar en voz alta.
– Sí, abro la puerta, entro, enciendo la luz, miro el perchero y enseguida veo la chaqueta de Sasha y al lado, un abrigo que no me es familiar, y pienso que no es ni Gosa Sarkisov ni Stásik…
Sitova se fue quitando el abrigo y las botas de invierno despacio, habló con Galaktiónov, que le explicó que tenía una visita importante y le pidió que no les interrumpiera y no entrara en el salón. En ese momento, Sitova pensó que Sasha, con toda seguridad, no iba a organizarle la fiesta de cumpleaños y también que se encontraba muy mal y que si al día siguiente no se ponía mejor, tendría que llamar al médico. Al ponerse la bonita y gruesa bata pensó en la colada que había planificado para el día siguiente por la noche y que, a todas luces, tendría que dejar para más tarde si seguía enferma. Se notó tan espantosamente débil que llegó a asustarse y, cuando se metió entre las sábanas frescas y recién lavadas, pensó que hacía mucho que había dejado de ser una jovencita pero que nunca antes se le había pasado por la cabeza que las enfermedades y los achaques empezarían tan pronto. Si resultaba que tenía algo grave, ¿la abandonaría Sasha? Y si la abandonaba, ¿supondría esto algún cambio sustancial en su vida, o todo transcurriría de forma suficientemente indolora? En duermevela echó sus cuentas, valorando los bienes y las comodidades que Alexandr Galaktiónov había aportado a su vida y preguntándose si su pérdida era inevitable en el caso de que Sasha decidiera decirle adiós. Era la primera vez que se le ocurría la idea de la separación, y se sorprendió de la confianza en sí misma que había tenido antes: hasta que cayó enferma no pensó en eso.
Misha, de pie junto a la cama, escuchaba con atención a la mujer tendida bajo la manta. Daba la impresión de que se empleaba a fondo, y se lo agradecía. No era la primera vez que Dotsenko realizaba esta clase de experimentos pero lo habitual era que los testigos le hicieran trabajar larga y penosamente. Las chicas jóvenes esbozaban risitas tontas y no conseguían por ningún medio tomar en serio lo que hacían. Las mujeres de más edad se cohibían y se empeñaban en decidir por cuenta propia qué detalles eran significativos y cuáles no, y de pronto abandonaban su papel para anunciarle en un tono que no admitía reparos:
– Bueno, esto lo omitimos, aquí no hay nada que merezca la pena.
En estos casos, a Misha le costaba duros esfuerzos contenerse y no echarles una bronca. Siempre trataba de conservar la calma y los buenos modales para no «espantar» al testigo, para evitar que sus recuerdos se saliesen del carril. Sin embargo, se le había grabado en la memoria el caso de una testigo que declaró con esa misma firmeza «esto lo pasamos por alto» porque no veía nada digno de atención en el hecho de que al salir del portal y dirigirse a la estación de metro fuese tarareando una cancioncilla. En un primer momento, Misha se dejó impresionar por lo tajante de su tono pero luego recuperó los sentidos y le preguntó qué canción era aquella que había estado tarareando. Resultó que se trataba de Si no existieras, ¿qué sentido tendría vivir? del repertorio de Joe Dassen. ¿Por qué cantaba esta canción precisamente? El cantante había muerto hacía muchos años, el apogeo de su popularidad pertenecía al pasado, hoy sus canciones no se oían ni por la radio ni por la televisión, y eran pocos los hogares donde se conservaban todavía sus discos y casetes. Misha se puso pesado con la desventurada testigo, y como resultado se enteró de que, al salir del ascensor, había tropezado con un hombre que se parecía muchísimo al cantante. La misma mata de pequeños rizos castaños y una cara de tipo semítico, de nariz grande y labios sensuales bien contorneados. El retrato verbal que le proporcionó la testigo permitió destacar a un solo hombre de una lista interminable de potenciales sospechosos. Después de aquel incidente, Dotsenko se dijo que cuando se trabajaba con la memoria de un testigo, cada momento era importante, puesto que en ese instante podía deslizarse un pensamiento clave.
Por eso ahora, al escuchar el murmullo relajado de la mujer arropada con la manta, estaba pendiente de cada palabra suya, de cada suspiro, de cada pausa.
– Preguntó si estaba embarazada. Sasha le contestó por mí que precisamente acababa de consultar con el médico y que el médico había dicho que no lo estaba. Entonces preguntó por qué había ido al médico, es decir, si tenía motivos para creer que podía estarlo. Le conté que sí, que los había tenido hasta el día anterior, cuando me bajó la regla, aunque lo cierto es que con un retraso muy grande. Entonces murmuró que no era la regla sino, lo más probable, una hemorragia. Allí donde trabajaba había ocurrido un caso similar, una mujer se sintió indispuesta, y lo primero que le preguntó el médico de la ambulancia fue justamente eso…
– Nadezhda Andréyevna, ¿recuerda lo que me ha prometido? -preguntó Dotsenko sacando un sobre del bolsillo.
– Sí -contestó ella en voz baja sin abrir los ojos.
– Entonces, abra los ojos y mire.
No dijo nada más, no se enzarzó en advertencias sobre lo importante que era que no se equivocase, prescindió de recordarle los dos meses y pico de trabajo minucioso y extenuante que duraba la búsqueda del asesino de Galaktiónov ni cuánto dependía del funcionamiento correcto de su memoria. Dotsenko no quería confundirla. Todo debía seguir su curso natural: el 22 de diciembre, en ese momento, Nadezhda abrió los ojos y vio al hombre que, según sospechaba, dos días más tarde envenenó a Galaktiónov. Pues que volviese a abrir los ojos y mirase una cara. Era todo lo que se le pedía.
Sitova se giró de cara a Misha y entreabrió los ojos. Delante de ella, Dotsenko sostenía cinco fotografías, dos con una mano y tres con otra.
– Es éste -anunció Sitova sin vacilar cogiendo una de las fotos que Misha le mostraba.
– ¿Seguro? -preguntó él.
– Segurísimo -confirmó la joven con rotundidad-. Al ciento por ciento.
– Gracias -dijo Dotsenko sonriendo con alivio-. Dios mío, si supiera lo cansado que estoy.
Nadezhda bajó de la cama con agilidad, ajustando con deliberada negligencia la bata, que había desabrochado previsora y astutamente mientras estaba tumbada debajo de la manta.
– Descanse, Mijaíl Alexándrovich, ahora déjeme que cuide de usted un poco. Como he cogido el día libre, no tengo ninguna prisa.
– Pero yo sí la tengo -objetó Misha agotado hasta el punto de que la cabeza empezaba a darle vueltas.
¡Se moría por una buena comida y al menos una hora de sueño!
– Tonterías, suponga que lo he hecho todo mal y que ha tenido que estar conmigo el doble de tiempo. ¿Pudo haber sucedido así? Claro que sí.
– En un principio, sí -convino Dotsenko, que tenía muchas ganas de dejarse convencer.
Estaba al límite de sus fuerzas. Sitova le gustaba. Era una chica alegre y campechana y, a pesar de su llamativa belleza y elevadas exigencias económicas, parecía simpática y generosa. La mujer era, en efecto, muy guapa.
– ¡Lo ve! Vamos a la cocina, allí tengo un pequeño sofá, se echará y yo le serviré toda clase de golosinas.
– Tengo que hacer una llamada.
– Claro que sí, claro que sí. El teléfono está en la cocina, y así de paso lo enchufa.
– ¿Es que está desconectado? -preguntó Misha sorprendido.
– Por supuesto. Teníamos que hacer un trabajo serio. ¿Cree que hubiéramos llegado a alguna parte si cada quince minutos sonase el teléfono?
– ¡Qué inteligente es usted! -exclamó Dotsenko con admiración, introduciendo la clavija en el enchufe y marcando un número.
– He hecho lo que he podido -le dijo Sito va con una sonrisa seductora-. Tenía muchas ganas de ayudarle.
– Soy yo -dijo Misha cuando al otro lado cogieron el teléfono-. Según nuestros resultados, es Lysakov. Sí, Guennadi Ivánovich Lysakov. ¿A las cinco? -preguntó echando una ojeada al reloj-. De acuerdo, Anastasia Pávlovna, a las cinco delante del instituto.
Colgó y miró a Sitova con aire contrito.
– Nadezhda Andréyevna, necesito pedirle un favor más. Tenemos que estar a las cinco en un sitio. Lo que vamos a hacer allí nos llevará una hora como máximo, y luego la acompañaré a casa. ¿Podrá venir conmigo?
– Con una condición. Que ahora vuelva a desenchufar el teléfono -respondió Sitova mientras extraía de la nevera varios envoltorios y paquetes.
– ¿Para qué? ¿Hay otro trabajo serio que tenemos que hacer? -bromeó Dotsenko perfectamente consciente de adonde conducía esa charla, e igualmente consciente de que no tenía nada en contra.
– Y que lo diga. Muy serio. Cuidar de un detective cansado y darle de comer es el trabajo más serio del mundo.
– ¿Y no podríamos dividir el proceso de la alimentación del detective en dos partes? -preguntó Misha con aire inocente.
Ahora todo se aclararía. El lanzaba una señal, aparentemente inofensiva, y si Sitova quería, le contestaría, y si no, fingiría no haberla captado. Misha continuó:
– Podríamos realizar la primera parte antes de cuidar del detective, y la segunda, después.
Nadezhda alzó hacia Misha sus ojos oscuros y expresivos, le estudió larga y atentamente, y finalmente esbozó una sonrisa apenas perceptible.
– Podríamos. Si no tiene nada en contra, vamos a aligerar la primera parte al máximo para que no se duerma en la fase de los cuidados.
Misha dejó de sentir el hambre y el cansancio de golpe, lo único en que pensaba era que delante de sí tenía a una mujer joven y apetecible, que vestía una bata a medio abrochar, que tenía unas piernas estupendas y unos ojos oscuros y enormes; una mujer a la que él, a todas luces, gustaba y que le gustaba a él, y como no era nada frecuente que dos personas se sintiesen tan atraídas una hacia la otra, y para las cinco faltaba mucho todavía…
Alargó la mano, le quitó el cuchillo que había cogido para cortar un fiambre y apretó con cariño los dedos cálidos y tiernos.
– No tendré nada en contra si omitimos la primera parte por completo -susurró Misha.
3
Vadim Boitsov pensó que desde el día anterior ya no conseguía mirar a los ojos a su jefe, Igor Suprún. Se diría que nada había cambiado, no era la primera vez que Igor Konstantínovich le reprendía, también había habido otras situaciones en que no ocultaba estar en desacuerdo con sus superiores. Sin embargo, hasta ahora, sus discrepancias nunca habían puesto en entredicho la atmósfera de amistad, que permitía a Suprún respetar a Boitsov y confiar en él. Pero después de la conversación que habían mantenido el día anterior en el coche, todo cambió. Boitsov no se daba cuenta siquiera de la causa de esos cambios pero los percibía, igual que un animal percibe la proximidad de un terremoto y huye hacia un lugar seguro sin comprender por qué y de qué está huyendo.
– Dígame, Igor Konstantínovich -le pidió Boitsov mirando por la ventana a las aburridas brumas de un día de primavera.
– Durante un tiempo, la gente de Merjánov no molestará más a Kaménskaya, así que, si piensas seguir trabajando con ella, tenlo presente. Esta madrugada los mercenarios que viste el otro día han sido ingresados en la clínica Sklifosovsky a causa de una aguda intoxicación alimentaria. Si no he entendido mal, han fallecido los cuatro. Si a Merjánov le parece poco, es igual, necesitará tiempo para encontrar nuevos sicarios, y éstos, a su vez, necesitarán tiempo para tomarle el pulso a Kaménskaya. Creo que durante la próxima semana estará fuera de peligro. Te lo comunico por si acaso, tal vez la información te resulte útil.
– Lo tendré en cuenta -contestó Boitsov con voz incolora, eludiendo la mirada del jefe.
– Ahora, otra cosa. Hoy irás a ver a Litvínova, te entregará los moldes de las llaves. Debe decirte qué planes tiene nuestro artífice del aparato para las fiestas. Habrá que dar una vuelta por su piso, a ver si por casualidad guarda allí alguna prueba comprometedora que podría interesar a los de Petrovka. ¿Alguna pregunta?
– No.
– Entonces, puedes irte.
Boitsov salió del despacho del jefe y se dirigió hacia el suyo pensando hurañamente que no iba a poder mantenerse a distancia de los horrores de los que le había hablado Kaménskaya. Suprún tenía razón, el prestigio del país era un asunto tan importante que muchos otros palidecían a su lado. Pero también Kaménskaya tenía su parte de razón: un país que trataba los sufrimientos de sus ciudadanos con desprecio, no era digno de que se defendiese su prestigio. Pero si se dejaba de luchar por ese prestigio, la comunidad internacional perdería el respeto al país en cuestión, se acabarían los préstamos, y como consecuencia, la economía no despegaría nunca, la vida se iría haciendo cada vez más dura y penosa, y la población del país conocería aun nuevos sufrimientos. Pero si en este caso concreto se concedía al prestigio un papel preponderante, sería a costa del sufrimiento de una parte minúscula de la población, aquellos que tenían la mala suerte de vivir en el distrito Este de la capital. Y ni siquiera afectaría a los habitantes del distrito Este en su totalidad, sino sólo a los que residían en una parte de su territorio. Planteado así el problema, Suprún tenía toda la razón. Pero bastaba recordar que esa minúscula parte de la población pagaba el mantenimiento del prestigio del país con su salud, e incluso con sus vidas, para que quedase claro que era Anastasia Kaménskaya quien tenía la razón. Pero ¿y si le había mentido? ¿Y si las fotos que le había enseñado no tenían ninguna relación con el dichoso «bucle inverso»?
Iría al distrito Este para ver con sus propios ojos qué era lo que pasaba allí. Por la noche pasearía por sus calles, se acercaría a los bares y discotecas, observaría a los borrachos, charlaría con los viejos, que siempre acogían con los brazos abiertos a cualquier interlocutor. Iría allí y lo vería todo con sus propios ojos. Y entonces, si resultaba que Kaménskaya le había dicho la verdad, tendría que tomar una decisión, probablemente, la más difícil de su vida pero también la más importante.
4
Habían llegado al instituto casi en el mismo momento, Korotkov, en el coche patrulla blanco con la franja azul, y Dotsenko, al que Sitova había traído en el suyo. Hablaron unos minutos, entraron en el edificio y sin pérdida de tiempo se dirigieron al despacho del director del instituto Nicolai Nikoláyevich Aljimenko. Korotkov entró en el despacho mientras Sitova y Dotsenko se sentaban en silencio en la antesala, frente a la secretaria que atendía varios teléfonos que no paraban de sonar.
Se encendió el piloto del interfono, la secretaria pulsó el interruptor.
– Dígame, Nicolai Nikoláyevich.
– Llame a Lysakov, dígale que venga a verme, por favor -dijo por el altavoz la voz de Aljimenko.
– Enseguida.
Descolgó con prontitud el auricular de uno de los numerosos aparatos.
– ¿Gueorgui Petróvich? Buenos días. Nicolai Nikoláyevich necesita que Lysakov venga aquí urgentemente.
Dotsenko notó cómo se tensaban las manos de Sitova, que estaba sentada a su lado.
– Relájate -le susurró con voz apenas audible-. ¿De qué tienes miedo? Entrará un hombre, pasará a tu lado, le observarás en vivo y en directo, y nada más. La secretaria le hará alguna pregunta, él contestará, y así podrás oír su voz. Tengo que estar seguro de que no te has equivocado.
– Sé a ciencia cierta que no me he equivocado -le contestó Nadezhda, también en un susurro-. Estoy terriblemente nerviosa.
– No tienes por qué estarlo -dijo Mijaíl encogiéndose de hombros con indolencia, aunque sentía un desagradable frío recorrerle las entrañas.
Ya habían emprendido algunas acciones partiendo del supuesto de que Lysakov era el hombre al que buscaban. ¿Y si Nadezhda se había equivocado?
Ésta se había acercado a Misha aún más, de modo que el joven pudo sentir el calor de su cuerpo incluso a través de la gruesa tela de la americana.
– Misha, y si resulta que me he equivocado, ¿te reñirán?
– Claro que sí -murmuró él casi sin mover los labios.
Sentado sobre el mullido sofá de la bien caldeada antesala, tenía que esforzarse por combatir el sueño. El proceso de los cuidados del detective emprendido por Sitova en su piso se había prolongado tanto que la segunda parte de trabajos de mantenimiento tuvo que ser sumamente intensa y acelerada. En diez minutos, Nadezhda consiguió meterle entre pecho y espalda una cantidad tal de comida que en condiciones normales Misha habría necesitado como mínimo una hora para ingerirla. Luego bajaron la escalera de dos en dos, corrieron hacia el coche, y Nadezhda condujo a velocidad vertiginosa para llegar al instituto a las cinco en punto. La tensión producida por aquella carrera automovilística había remitido, y ahora Misha Dotsenko se sentía como correspondía a un hombre que veinte minutos antes se había hinchado de comida rica y abundante. Le costaba esfuerzos sobrehumanos mantenerse justo al borde del abismo sin fondo del sueño.
La puerta que comunicaba la antesala con el pasillo se abrió, y entró Guennadi Lysakov. Nadezhda le miró de reojo procurando no volver la cabeza.
– Tánechka, ¿me ha llamado? -le preguntó Lysakov a la secretaria sin hacer caso de la pareja sentada en el sofá.
Sitova estaba sentada de modo que los que entraban en la antesala no podían ver su cara, casi del todo oculta tras el perfil viril de Misha Dotsenko.
– Espere un momento, está con una visita -respondió Tánechka en tono desabrido pulsando otra vez el interfono-. Nicolai Nikoláyevich, Lysakov está aquí. Bien. Ya puede pasar -le dijo a Guennadi Ivánovich con una breve inclinación de la cabeza.
Misha apretó con fuerza la mano de la mujer sentada a su lado.
– ¿Qué me dices?
– Estoy completamente segura -contestó Nadezhda con firmeza.
– De acuerdo, vamonos.
Salieron de la antesala y se adentraron en el laberinto de largos pasillos dejando atrás una tras otra las puertas de despachos personales, de oficinas, de rellanos de escaleras donde se reunían los fumadores, de salas de conferencias.
– Nadiusa, vamos a entrar en algunos despachos, necesito leer un comunicado oficial a los empleados. Por favor, no les digas ni una palabra, ¿de acuerdo? De momento, todo está en precario, no se debe decir nada a nadie. Les diré sólo lo que necesitan saber. Es por aquí.
Empujó una puerta que llevaba el letrero «Secretario Académico Gúsev V. E.».
5
Aparcó el coche delante de su casa pero no acababa de animarse a subir al piso. Con toda seguridad, su mujer estaba en casa, y tendría que hablar con ella, esforzarse por tragar la cena que ella le había preparado con gran cariño. La sola idea de la comida le hizo torcer el gesto involuntariamente. No, se quedaría un rato en el coche, prolongando la deliciosa soledad. Tenía que reflexionar sobre tantas cosas…
De modo que la querida de Galaktiónov, por algún motivo, había identificado a Lysakov. Claro, en aquel momento estaba casi inconsciente, tenía las ideas confusas y no pudo ver gran cosa. El otro día, cuando apareció delante del edificio de Petrovka, no le reconoció, su mirada se deslizó por su rostro sin detenerse ni un instante. Y hoy había identificado a Guennadi. Había sido un golpe de suerte increíble pero era ya un hecho consumado. Había visto con sus propios ojos cómo sacaban a Lysakov del instituto y cómo le metían en el coche policial. Y antes de esto, había visto a Sitova acompañada de un funcionario de policía. Por supuesto, Guennadi protestaba, agitaba las manos, gritaba que era una tropelía, un atentado contra la legalidad. Todo el mundo decía eso cuando le detenían, incluso los delincuentes sorprendidos con las manos en la masa, por lo que su enardecida oratoria no conmovió a nadie. ¡Qué suerte, qué suerte más extraordinaria!
Así estaban las cosas en ese momento. Pero ¿y si Sitova cambiaba su declaración? ¿Y si miraba a Lysakov con un poco más de detenimiento y se daba cuenta de su fallo? Claro que esto no supondría, ni mucho menos, que luego identificase al verdadero criminal al que Galaktiónov recibió en su casa aquel día. Entonces, soltarían a Lysakov, pero el mundo no iba a acabarse por eso. Seguirían buscando. Lo malo era que seguirían pululando por el instituto. Había que aprovechar la situación al máximo, y cuanto antes mejor, antes de que nadie comprendiera que se trataba de un error. Por suerte, al día siguiente sólo se trabajaba hasta el mediodía y luego era fiesta. Todo el trabajo se iba a parar, y para el jueves ya lo tendría todo arreglado de tal manera que a nadie le cupiese duda de la culpabilidad de Guennadi Lysakov. Se preguntaba cómo habían logrado relacionar a Sitova con el instituto. Era algo que no debía haber ocurrido. ¿Cómo había ocurrido? ¿En qué se había equivocado? Probablemente, en lo del cianuro. Sí, claro, el cianuro era la causa. Cuando Galaktiónov le entregó las ampollas, lo primero que hizo fue mirar las marcas. Le llamó la atención que las ampollas provenían del mismo laboratorio que hacía suministros para el instituto. Eso no le gustó pero ya era tarde para echarse atrás. Tal vez la policía, al investigar el asesinato de Galaktiónov, se dio cuenta de que en el instituto se utilizaban unas ampollas idénticas y decidió que era allí donde tenían que buscar al asesino. Nada que objetar, su razonamiento había sido correcto aunque al final se habían equivocado de hombre.
O tal vez todo había ocurrido de otra forma, pues Sitova, como había resultado, era amiga de aquella policía rubia. Las mujeres siempre eran mujeres, incluso las que trabajaban en la policía criminal. Siempre tenían que contárselo todo unas a otras. Quizá la rubia le mencionó a Sitova que estaban buscando al asesino entre los empleados del enorme instituto, le enseñó un montón de fotos para darle una idea de lo difícil que era identificar a un hombre entre dos centenares de candidatos. Sitova les echó un vistazo y dijo que había reconocido a Lysakov. ¿Pudo haber sido así? No era muy probable pero sí posible. Las coincidencias se daban, el caso del cianuro era un ejemplo. ¿Acaso no era una coincidencia el que Sitova tuviese una amiga que trabajaba en la policía criminal? Era una coincidencia con todas las de la ley. ¿O el que Sitova tuviese la ocurrencia de marcharse a casajusto cuando él estaba allí hablando con Galaktiónov, y no media hora más tarde? ¿No era una coincidencia acaso?
Bueno, el porqué de la detención de Lysakov era lo de menos. Lo que sí era importante era que le habían detenido, y tenía que aprovecharlo. Los funcionarios de la policía habían difundido un comunicado secreto informándoles de que Lysakov permanecería en casa y que se le haría firmar un documento en el que se comprometía a no abandonar la ciudad, porque los calabozos estaban llenos y no había sitio para nuevos detenidos. Nada menos que una semana antes, a Guennadi le habrían puesto a buen recaudo pero ahora, debido a la intensa búsqueda del asesino del periodista de televisión, se había reforzado la vigilancia policial, las patrullas se llevaban de las calles a toda la escoria delictiva, a todos los cacos, y los metían en los calabozos. Estaban como sardinas en lata. Tenía su lógica: a mayor número de efectivos policiales, más tupidas eran las redes, y cuanto más tupidas eran las redes, más abundante era la pesca.
Tenía que formular el objetivo final y luego pensar en el modo de alcanzarlo. Había que impedir que Sito va se diese cuenta de su error y comprendiese que se había equivocado al señalar a Lysakov. Sólo por eso era preciso silenciarla para siempre jamás. Además, había que hacerlo de modo que la culpa recayese sobre Lysakov, quien, gracias a Dios, se encontraba en su casa y podía desplazarse libremente por toda la ciudad. Su compromiso de no abandonar la ciudad no le impedía salir del piso todo lo que le viniese en gana.
Tenía la dirección y el teléfono de Sitova. Y también tenía la segunda ampolla de cianuro. Había sido una afortunada intuición la que le aconsejó decirle a Galaktiónov que le consiguiese dos ampollas. Bueno, parecía que tenía todo lo necesario para poner en práctica su plan. Sólo faltaba calcular el tiempo. Mañana estaría en el instituto hasta el mediodía. Luego había prometido acompañar a su mujer al supermercado. Después la llevaría al chalet y regresaría a
Moscú. Si lo hacía todo bien, por la noche tendría tiempo suficiente para realizar lo que había planeado. Y luego volvería al chalet. Estos días, Lysakov estaba solo en casa, su mujer se había marchado a ver a sus padres, que vivían en otra ciudad. De manera que, pasase lo que pasase, no tendría a nadie que corroborase su coartada.
Se miró las manos, grandes y fuertes, que reposaban en el volante, y comprobó con satisfacción que no le temblaban. Estaba concentrado y sereno, tenía seguridad en sí mismo y en la validez de sus cálculos. Podía hacerlo. Podía apartar de sí el peligro, terminar el aparato, cobrar los honorarios y obtener la libertad. Exactamente por este orden y con este resultado.
Permaneció sentado unos minutos más, relajado, con los ojos cerrados. Luego, de mala gana, cerró el coche y entró en el portal.
Capítulo 15
1
Todo a su alrededor era un recordatorio de que era la víspera de la fiesta y se trabajaba media jornada. En Moscú había muchas flores durante todo el año pero resultaba difícil suponer siquiera que ¡podían ser TANTAS! Casi todos los hombres se dirigían a sus lugares de trabajo enarbolando un ramo de flores comprado junto a una estación de metro cercana, y unas horas más tarde, las mujeres llevarían esas mismas flores, al salir del trabajo. Como por arte de magia, los pasos subterráneos se habían llenado de paradas comerciales cuyos escaparates exhibían perfumes, productos cosméticos, bisutería y medias. Las novelas románticas de blandas tapas multicolores se vendían como rosquillas, y las mujeres que se encaminaban apresuradamente al trabajo parecía más bien que se dirigían a un caro restaurante, aunque por un engorroso malentendido la limusina que debía recogerlas en la puerta de sus casas les había fallado.
A primera hora de la mañana, Vadim Boitsov recibió las llaves hechas con los moldes de las del piso del principal responsable del aparato. Litvínova le había dicho que el dueño del piso pensaba marcharse después del trabajo al campo, ya que su mujer había invitado a su hija, a su yerno y a los padres de éste a comer allí el día de fiesta. Desgraciadamente, en casa tenían un perro, por lo que no valía la pena intentar entrar en el piso mientras los dueños estaban en sus respectivos trabajos. Convenía esperar a que se fuesen al chalet.
La visita al piso del creador del aparato se aplazaba, por consiguiente, hasta la tarde, y Vadim decidió hacer algo que había planeado para más tarde: dar una vuelta por el distrito Este y comprobar con sus propios ojos si era cierto lo que le había contado Kaménskaya.
Tras aparcar el coche cerca de la boca del metro y adentrarse en el barrio a pie, se encontró delante del edificio del instituto. Era el sitio donde, según el mapa, se juntaban los dos bucles. Miró a su alrededor tratando de orientarse y encontrar la dirección que le interesaba, y se dirigió a paso rápido hacia un bonito hotel de una docena de plantas. Vadim percibió que, al ser la mañana de un día víspera de fiesta, no era buena hora para las averiguaciones, pues si el efecto del que le había hablado Anastasia existía de verdad, ahora su expresión debía reducirse al mínimo. El odio y la agresividad explotaban con especial facilidad por la noche, cuando la gente volvía a casa cansada e irascible tras una jornada laboral, o cuando había tenido tiempo de emborracharse. Pero Boitsov estaba impaciente por empezar las averiguaciones para, al menos, sacar algo en claro de todo esto. No esperaba que la historia del «bucle inverso» fuera a calarle tan hondo.
Decidió comenzar por las tiendas de alimentación. Lo habitual era que tanto los dependientes como los clientes viviesen cerca, fuesen vecinos del barrio, por lo que como objeto de observación cumplían con los requisitos. En la primera tienda en la que entró, le sorprendió lo desproporcionado de los conflictos que estallaban provocados por cualquier motivo, por nimio que fuese. A pesar de que el público escaseaba y no había cola delante de ningún mostrador, los dependientes se las arreglaban para sacar de sus casillas a las señoras mayores a las que atendían, que se deshacían en lágrimas, mientras que otras señoras mayores, que ponían peros a todo, volvían histéricas a las dependientas.
– ¿Cómo es que no tienen queso normal, y sí sólo quesitos para los niños? -inquirió una cliente con severidad.
– No lo sé -contestó la dependienta encogiéndose de hombros-. Sólo vendemos lo que nos traen.
Siguió una perorata salpicada de alusiones vejatorias sobre todo lo que se había prometido cuando se iniciaba la privatización, y cómo nada había cambiado, que los dependientes eran unos ladrones, que como ahora nadie controlaba los precios, seguramente los subían por cuenta propia, pues había que ver lo rollizos que estaban todos: les estaban quitando a los jubilados, que cobraban unas pensiones de hambre, el último bocado de la boca. Al principio, la dependienta replicó algo con apatía, luego perdió los estribos, se puso a gritarle a la anciana y, llena de ira, arrojó sobre el mostrador el trozo de jamón dulce que acababa de pesar como si el jamón fuese una granada y el mostrador, la propia cliente odiosa.
En otra tienda, Vadim vio a una joven mamá que, sosteniendo la mano de un niño de cinco o seis años, le estaba leyendo la cartilla a la dependienta porque el mostrador de helados era de cristal.
– El niño tiene todos los helados a la vista, se pone a llorar y a pedirlos, ¡pero el médico se los ha prohibido! ¿Qué quiere que haga ahora?
En efecto, el niño se estaba desgañitando y, atragantándose con las lágrimas y con los mocos, exigía el helado Bounty.
– A vosotros, lo único que os importa es vender más género -continuó despotricando la mamá-, y no se os pasa por la cabeza pensar que hay cosas que un niño no puede entender. Encima, colocáis sobre el cristal conejitos y ositos, para estar seguros de que el niño se fije en vuestras porquerías. ¡Descarados!
– ¡Todos los niños pueden comerlos helados! ¿Qué tiene de especial el tuyo? -contestó la dependienta, que poseía una voz tan poderosa que se hacía oír sin esfuerzo por encima de las protestas de la indignada progenitora y de los herreos del fruto de las entrañas de ésta-. Los helados se fabrican especialmente para que los niños los coman y si al tuyo le están prohibidos, ¿qué haces trayéndolo a la tienda?, ¡haberle dejado en la calle! ¡Ahora a todo el mundo le ha dado por parir disminuidos!, y ¡luego se atreven a pedirnos cuentas a nosotros! ¿Acaso los hemos inventado nosotros, esos mostradores? Usamos los que nos dan, ¡y ya está! Todo el mundo los usa, y si a ti no te gustan, ¡allá tú! ¡Si tu hijo está enfermo, tienes que curarle en vez de andar buscando culpables!
– ¡Los únicos culpables sois la gentuza como tú! -declaró la mamá con aplomo.
Vadim no escuchó más, los gritos le habían producido una jaqueca instantánea. Salió corriendo a la calle y respiró hondo varias veces, disfrutando con el aire fresco que le henchía el pecho. «Qué mosca les habrá picado», pensó recordando las caras desfiguradas por la rabia de las mujeres peleando. Entró en un jardincillo pensando cruzarlo y visitar otra tienda cuando vio de pronto a un chaval de unos diez años que, acuclillado junto a un enorme árbol, estaba torturando con visible deleite a un gato. El gato aullaba enloquecido por el dolor e intentaba en vano soltarse de las pequeñas manos que lo aferraban; una extraña sonrisa iluminaba el rostro ensimismado del chiquillo, como si estuviera entregado a su hobby más querido, que reclamaba toda su atención pero que al mismo tiempo le aportaba un placer indecible.
– Oye, déjalo -le ordenó Boitsov sin levantar la voz-. Suelta al gato, le estás haciendo daño.
El chaval levantó rápidamente la cabeza, la sorpresa le hizo aflojar la presión de las manos. En ese instante, el desdichado gato se soltó y se dio a la fuga cojeando y aullando. Al parecer, el joven verdugo de los felinos había estado rompiéndole las patas una tras otra.
– ¿Por qué lo haces? -preguntó Vadim en tono apacible.
Pero el chico le miró con tal odio que a Boitsov se le cortó el aliento. El muchacho se giró sin decir palabra y se fue corriendo.
Vadim prosiguió su camino escrutando las caras de los transeúntes. Tenía la impresión de que ni uno solo de esos rostros estaba marcado por el sello de aquello que le habían contado. Era gente de lo más normal, era gente corriente. No veía nada especial en los que pasaban a su lado. Debería acercarse también al colegio a la hora en que terminaban las clases y echarles una ojeada a los adolescentes.
Estaba dando vueltas, paseando sin prisa, fijándose en las casas, callejones y patios, grabándolos en la memoria por costumbre, por si acaso, no porque pensase que un día ese conocimiento iba a resultarle útil. Hacia la una se acercó al colegio y buscó con los ojos un sitio desde donde le fuese fácil observar a los chicos. Vio un banco medio oculto tras los árboles y matorrales, se dirigió hacia él y sólo entonces se percató de que allí estaba sentada una muchacha de unos veinte años con un libro en las manos. Vadim estuvo a punto de dar la vuelta pero de repente la joven levantó la vista del libro y le sonrió.
– ¿También espera a que salgan de la clase? Siéntese, hay sitio de sobra.
Vadim se sentó a su lado. La muchacha, de pelo muy corto, como de un chico, nariz levemente respingona y ojos azules y redondos, irradiaba simpatía.
– Y usted, ¿a quién viene a recoger?
– A mi hermano. Aquí al lado hay una escuela de formación profesional y para ir a casa tenemos que pasar delante.
– ¿Y qué? -preguntó Boitsov desconcertado, y sólo entonces se acordó de que Katnénskaya le había hablado de esa escuela.
– Ya le han dado varias palizas, así que ahora no le dejamos ir por allí solo. Siempre venimos a recogerle, mis padres o yo.
– ¿Cuántos años tiene su hermano?
– Seis. Estudia primero.
– ¿Seis años? -repitió Boitsov estremeciéndose-. ¿Cómo es eso? ¿Es que pegan a niños de seis años? ¿Los ha denunciado a la policía?
– Cómo no -contestó la joven claramente dispuesta a continuar la conversación-. Y no sólo nosotros. En total fuimos unos treinta los que denunciamos lo mismo pero no ha servido de nada. No van a meter en la cárcel a todos los alumnos de la escuela de FP, además, los crios no se acuerdan bien de quiénes son los que les han pegado. De miedo cierran los ojos… -En su voz tintinearon las lágrimas-. Recuerdan que ha ocurrido frente a la escuela de FP pero no saben decir nada más. ¿Cómo va a detener la policía a nadie?
– Pero ¿por qué pegan a unos niños tan pequeños?
– Por nada. Necesitan desfogarse. ¡Hijos de puta! -exclamó, y soltó un sollozo pero pudo dominarse enseguida-. La primera vez pegaron a Pavlusa porque le habían pedido dinero y él les dijo que no tenía. La segunda vez le ordenaron que se quitara la chaqueta y se la entregara, tenían una litrona para tomársela en los arbustos pero la tierra estaba fría, así que decidieron quitarle a alguien la chaqueta para sentarse encima. También entonces volvió a casa lleno de moretones y magulladuras. No se puede hacer nada con ellos. Dígame ¿qué generación es ésa que está creciendo, eh? Son unos monstruos. Tal vez porque desde pequeños comen todos esos productos químicos en lugar de los naturales, o tal vez porque toda nuestra nación se está degenerando por culpa de tantos años de alcoholismo.
– No tiene por qué trasladar a toda la nación los defectos que ve en los chicos de una escuela de FP -observó Vadim.
– Pero es que si sólo fuese esa escuela -objetó la joven con pasión-. También veo a los niños que estudian con Pavlusa. A los de su curso y a los de cursos superiores. Son completamente distintos, no se parecen en nada a cómo éramos nosotros cuando teníamos su edad, ¿entiende? A la mínima saltan y organizan una gresca, agarran piedras, tiran a dar. ¡Y lo que echan por esas bocas entonces, si les oyera usted! «¡Así te mueras! ¡Que te atropelle un camión!», y otras cosas por el estilo.
– Quizá no se les educa lo suficiente -sugirió Vadim-. Cuando se hagan mayores, aprenderán a comportarse.
– Pero qué dice -repuso la joven dejando caer las manos con exasperación-. Qué tiene que ver la educación con todo esto. ¡Los ojos se les llenan de odio, las caras se les ponen coloradas de la furia, en sus voces se oye tanta ira! Cuando los ves, te das cuenta de que va en serio, que de verdad desean la muerte a aquel con quien se pelean. La muerte o un daño grave. Quieren destruir al que se les ha cruzado en el camino para impedirles hacer su real gana, ¿comprende?, aunque se trate de un caprichito pequeñísimo, como montar en la bici de otro chico o tomarse una botella de vino sentados en la tierra sobre una chaqueta que han quitado al primero que pasaba por allí. Y ya no le digo nada de los que tienen dieciséis años, y ese caprichito es acostarse con una mujer. Mire por ejemplo, las chicas procuramos no pisar la calle después de las ocho de la noche por temor a que nos violen. Pero para qué se lo voy a contar si ya estará enterado de todo eso.
– Pues no -confesó Boitsov-. Es la primera vez que lo oigo. No sé por qué pero no me había dado cuenta de que la nueva generación fuese tan agresiva.
– Pero ¿cómo es posible no darse cuenta? -preguntó la joven sorprendida, fijando la vista en la puerta del colegio de donde habían empezado a salir en tropel los niños saltando y agitando las carteras y mochilas-. ¿Qué curso hace?
– ¿Cómo? ¿Qué curso qué? -preguntó Vadim desorientado.
– Pues ¿qué curso hace su niño? Ha venido a recoger a un niño, ¿no?
– No, a decir verdad, simplemente estaba cansado, he tenido que caminar mucho y sólo buscaba un sitio donde poder sentarme un rato.
– Ya veo -musitó la joven, que seguía estirando su delgado y grácil cuello para observar con atención a los niños que se agolpaban delante del colegio-. Pues yo creí que venía a recoger a su hijo o hija.
– No tengo hijos -dijo Boitsov sin saber por qué y, como para colmar su propio asombro, añadió-: Ni siquiera estoy casado.
– ¿De veras?
La muchacha le miró sin disimular su repentino interés. Dejó de prestar atención a la puerta del colegio, por la que tenía que salir su hermano, y examinó al desconocido. ¡Estaba pero que muy bien! Realmente bien. Mentón firme, rostro de rasgos firmes y viriles, ojos grises. ¿De verdad que no estaba casado? Seguro que había mentido. Pero si mentía, entonces le había puesto los puntos y quería volver a verla. ¿Por qué no? Se preguntaba cuántos años tendría. Aparentaba unos treinta, quizás algunos más. También su edad le gustó.
– De modo que es usted un rancio solterón -exclamó riéndose-. ¿O está divorciado?
– No, no, soy un rancio solterón, muy rancio, ha dicho bien. No he estado casado nunca.
– ¿Y eso? ¿Por qué? Me cuesta creer que no haya encontrado a ninguna que quiera casarse con usted.
– ¿Sabe?, sencillamente nunca he tenido tiempo para averiguar si hay alguien que quiera casarse conmigo o no. El trabajo me absorbe demasiado tiempo y energía, los cortejos y galanteos me pillan de lejos.
Este juego le resultaba familiar a la joven, si no por su propia experiencia, cuando menos por los libros, películas y relatos de las amigas. Cuando un hombre se empeñaba en darle a entender a una que estaba disponible, lo más frecuente era que se inventara algún trabajo complicado y tenso que por una u otra razón le impedía cortejar a las mujeres. Al mismo tiempo, sus palabras servían de advertencia: por casualidad, en ese momento tenía un rato libre y estaban juntos, pero en lo que se refería a encuentros futuros y a la evolución posterior de sus relaciones, no podía garantizar nada.
– Entonces, ¿también ahora está trabajando? -dijo la joven con gesto de comprensión y reprimiendo la risa.
– Allí está su hermano, viene corriendo -repuso Vadim obviando la respuesta.
Hacia ellos venía a todo correr un crío de seis años vestido con una chaqueta roja con capucha, y con una mochila de color caqui bailándole en la espalda.
– ¿Cómo sabe que es él? -preguntó la joven sorprendida.
– Se le parece mucho.
La chica se levantó del banco y se puso a arreglar la bufanda del niño y el gorro de lana que llevaba debajo de la capucha. Era evidente que estaba esperando que el desconocido le pidiese permiso para acompañarles, pero el hombre no parecía dispuesto a moverse del sitio y continuaba sentado cómodamente en el banco, la espalda apoyada en el tronco de un viejo roble.
– Bueno, tenemos que irnos -dijo la chica indecisa mientras pensaba deprisa qué otra parte de la vestimenta de su hermano requería algún otro ajuste que le permitiese aplazar la despedida-. Que descanse bien.
– Gracias -contestó Vadim-. Y ustedes, que lleguen bien a casa, sin sorpresas desagradables. ¿Quiere que les acompañe? ¿O de día no tiene miedo?
La incapacidad y la desgana de seguir las reglas del juego establecidas por las mujeres habían llevado a Vadim a elaborar sus propios métodos para establecer las relaciones con el bello sexo. Lo que estaba haciendo en ese momento era delegar la toma de la decisión en esa joven de ojos azules y nariz respingona, ya que, según su criterio masculino, cualquier decisión que uno adoptaba le obligaba a dar ciertos pasos, pero si era otro u otra quien adoptaba tal decisión, uno quedaba libre de cualquier obligación. Si hubiera dicho: «Permítame que la acompañe, ya que este barrio es tan peligroso», con eso mismo habría reconocido que la joven le gustaba y que, por tanto, le preocupaba su seguridad. Una confesión de ese tipo era un arma potentísima si la manejaban unas manos poco escrupulosas. Pero ahora, al construir hábilmente la pregunta, se despojaba de toda iniciativa para pasarle la pelota a la muchacha con una sencilla estratagema. Si le había gustado y quería que la acompañase, ahora no tendría más remedio que decir: «Sí, también de día tengo miedo, acompáñeme si es tan amable». Bueno, en una situación así quedaría como un verdadero caballero si acompañaba a una mujer POR QUE ELLA SE LO HABÍA PEDIDO pero nada más que eso. No le debería nada.
– No, no se moleste -respondió la chica educadamente-. Si usted mismo acaba de decirme que está cansado, que ha caminado mucho y quiere descansar.
«Bien por ti, pequeña -pensó Boitsov con admiración-. Resulta que también sabes enseñar los dientes. Hay que ver cómo le has dado la vuelta al asunto: si ahora te coloco por encima de mi cansancio, equivaldrá a hacer la famosa confesión, porque si te acompaño a pesar de que estoy cansado y preferiría permanecer sentado, significa que me gustas. Es cierto que me gustas pero eres tú la que debe tomar la iniciativa, es la única manera de que yo mantenga la capacidad de maniobra y las manos libres de ataduras.»
– Le propongo un compromiso -dijo Vadim con una sonrisa-. Es cierto que estoy muy cansado, llevo andando desde las seis de la mañana, hasta ahora no he tenido ocasión de sentarme ni un instante. Si se espera unos veinte o treinta minutos, habré restablecido mis fuerzas de pleno y podré acompañarla. Siéntese y lea el libro; mientras tanto, Pavlusa puede jugar con los niños delante del colegio.
«¿Y ahora qué me dices, bonita? ¿Dónde están tus dientes? -se regodeó para sus adentros-. ¿Qué te parece esta nuez? ¿Podrás partirla? Si quieres que te acompañe, siéntate a esperar hasta que me reponga. Si me haces esta concesión, significa que estás dispuesta a asumir un sacrificio, por minúsculo que sea, pero ese sacrificio es indicio de que sientes interés por mí. Por supuesto que me gustas, eres una buenaza simpatiquísima, y a todo esto, sin un pelo de tonta. Pero eres tú la que debe dar el primer paso.»
– No, no, no hace falta, no se preocupe -respondió la muchacha con la misma sonrisa serena-. Para mí ha sido interesante hablar con usted y claro que me encantaría charlar un ratito más por el camino. Pero está cansado y no puedo exigirle sacrificios tan importantes -dijo bajando la voz, en tono burlón y abriendo mucho los ojos-; además, de día no tengo miedo. En este barrio, de día son sobre todo los niños y los adolescentes los que hacen esas gamberradas. Pero de noche, cuando los creciditos salen a la calle, entonces sí que da miedo. Así que, muchas gracias por su preocupación y que le vaya bien.
Agitó una mano despidiéndose alegremente, agarró con la otra los extremos de la larga bufanda blanca de Pavlusa y, dándoles tironcitos, guió al niño hacia el edificio de la escuela de FP situada al lado. Boitsov siguió con la mirada la esbelta silueta embutida en un abrigo de piel color turquesa que se alejaba y, para su propia sorpresa, sintió tristeza. De golpe comprendió que la muchacha no había estado jugando con él, que todas sus refinadas argucias habían sido vanas, tontas y ridiculas. La joven había tomado sus palabras al pie de la letra, ni siquiera había comprendido que le gustaba. O -lo que sería aún peor- se había asustado al pensar que se pondría pesado, que trataría de meterle mano, por lo que se había deshecho de Vadim con buena educación y sin esfuerzo. ¡Qué idiota! Una chica así nunca intentaría meterle en su cama al primer día de conocerse, ésa habría esperado pacientemente a que él se animase, y cuanto más hubiese tardado en tocarla, mejor opinión le hubiese merecido. Vaya, y él creía que chicas así ya no existían…
Vadim miró el reloj. Iba siendo hora de ponerse en camino para ir a casa del creador del aparato. De mala gana se levantó del banco y se dirigió hacia la estación de metro junto a la que había dejado el coche.
2
Al salir del instituto, cogió el coche y se fue a Kúntsevo, donde trabajaba su mujer. Juntos recorrieron varios supermercados, pasaron por un mercadillo donde compraron verduras y carne fresca, y se dirigieron a casa.
Una vez allí, la mujer se fue corriendo a cambiarse y a preparar un gran envoltorio con el elegante vestido que se pondría al día siguiente para recibir a los invitados al chalet.
– ¿Qué camisa quieres que coja para ti? -le gritó desde el dormitorio-. ¿Qué te pondrás mañana? ¿El traje?
– Sólo faltaba… -farfulló él por lo bajo.
– ¡No te oigo! ¿El traje o el jersey?
– ¡El jersey! -respondió colérico.
– Entonces, te cogeré aquella camisa gris claro, ¿te parece?
– Coge lo que quieras pero déjame en paz -masculló en un susurro apenas audible y, ya en voz alta, contestó en un tono perfectamente apacible-: Está bien, coge la gris claro.
Tenía los nervios a flor de piel, estaba tan tenso que por primera vez en su vida temió perder los estribos. Se sentía mucho más tranquilo cuando mató a Galaktiónov. Tal vez porque era la primera vez que mataba a alguien y no sabía aún lo espantoso que era un asesinato. En cambio, ahora sí lo sabía, y la idea de que tenía que pasar por todo aquello una vez más le llenaba de pavor. Entonces, al romper el extremo de la ampolla y echar en la taza de café unos cristales, sabía que todavía estaba a ESTE lado de la raya. Y mientras Galaktiónov revolvía sin prisas la cucharilla en el café esperando a que se disolviese el azúcar, aún seguía a ESTE lado de la raya. Incluso cuando Alexandr dejó la cucharilla y empezó a acercarse la taza a los labios, incluso en ese momento se encontraba todavía a ESTE lado de la raya, porque aún estaba a tiempo de detenerle, de empujarle para que la taza se le escurriese de las manos, y fingir que lamentaba su propia torpeza. Sólo cuando Galaktiónov dio el primer sorbo, la raya que hacía un instante estaba delante de él, se encontró de repente a sus espaldas. Se había convertido en un asesino. Esos pocos segundos le parecieron horas llenas de complicadas torturas, y hoy tenía que volver a pasar por todo aquello de nuevo.
Salió del estudio al recibidor y descolgó la correa y el collar de perro.
– Diamante, ¡a pasear! -llamó.
Lanzando aullidos de alegría, el setter de largo pelo negro vino corriendo y se sentó delante del amo, ofreciéndole el cuello y levantando, primero una, luego otra, las patas delanteras para facilitarle al amo la tarea del cierre del collar y de los arreos.
– Te esperamos abajo -le dijo a su mujer, y bajó a la calle.
La mujer no se hizo esperar y salió del portal unos minutos más tarde. Su capacidad de arreglarse con rapidez y al mismo tiempo, sin olvidarse de nada, era una de las cualidades que valoraba en ella.
La mujer y el perro subieron al coche, lo puso en marcha y salieron con rumbo al chalet.
3
Tras convencerse de que los dueños del piso se habían retirado a su residencia campestre y se habían llevado a Diamante, Boitsov esperó, como se recomendaba hacer en esos casos, veinte minutos y subió a la planta donde se encontraba el piso del creador del aparato. La cerradura cedió al primer intento, se notaba que Litvínova había trabajado a conciencia para hacer los moldes con cuidado y precisión. Vadim entró en el piso y cerró la puerta extremando las precauciones para evitar que la cerradura chasquease, cosa que consiguió. Sólo cuando se encontró dentro del piso bien cerrado, dejó de contener el aliento y respiró. No era la primera vez que hacía lo que acababa de hacer pero en cada ocasión se ponía terriblemente nervioso.
En la calle había charcos y barro, por lo que no debía entrar en las habitaciones con los zapatos puestos, dejaría huellas demasiado visibles. Pero tampoco podía quitárselos, cualquiera sabía lo que podía pasar, descalzo no iría muy lejos, y calzarse significaría perder preciosos segundos que tal vez le costarían la vida. Boitsov sacó del bolsillo unas bolsas especiales, parecidas a botas de plástico, que se ponían sobre los pies y se ataban debajo de las rodillas, introdujo en ellas los pies embutidos en zapatos cubiertos de húmeda suciedad y empezó a recorrer el piso despacio. Aunque, en realidad, sólo un observador extraño hubiese tenido la impresión de que estaba trabajando lentamente. De hecho, cada movimiento suyo estaba meticulosamente calculado y todo el sistema del examen de la vivienda se basaba en una parsimonia extraordinaria: no había ni un paso de más, ni un instante malgastado. Tenía ante sí dos cometidos inmediatos. En primer lugar, penetrar en la personalidad de ese hombre, del dueño del piso, del principal artífice del aparato, y basándose en sus características, tratar de comprender si su hogar podía contener pruebas e indicios que le vinculasen a su crimen. El segundo era hacerse una idea de la clase de pruebas que podía encontrar allí y sacar conclusiones sobre dónde debía buscarlas.
El piso tenía tres habitaciones: salón, dormitorio y estudio. Ni que decir tiene que empezó por el dormitorio. El dormitorio lo revelaría todo sobre la vida conyugal del implicado.
El lecho era amplio, a ambos lados de la cama había sendas mesillas de noche. Sobre cada mesilla, un despertador. La aguja de la alarma de uno marcaba las siete, la del otro, las siete y cuarto. «No es muy razonable -pensó Boitsov-.
Si uno de los cónyuges tiene que levantarse a las siete y el otro puede permanecer en la cama quince minutos más, ¿qué falta les hace el segundo despertador? El que se levanta antes puede despertar al otro un cuarto de hora más tarde. Probablemente, quien se levanta a las siete en punto es el dueño del piso, que enseguida saca a pasear al perro, por lo que a las siete y cuarto ya no está en casa. Pero ¿por qué no se despertarán juntos? Mientras él pasea al perro, ella prepara el desayuno…»
Vadim abrió el voluminoso armario ropero. Toda la ropa estaba colgada en las perchas y colocada sobre los estantes con algo más que simple orden. Los que guardaban su ropa en ese ropero no eran dos cónyuges que se amaban y que llevaban veinte años juntos sino dos huéspedes de un hotel que por accidente se habían visto obligados a compartir la misma habitación. No había un solo estante donde se guardasen las prendas masculinas y las femeninas juntas. No había una sola percha en la que estuviera colgada una blusa de mujer encima de una camisa de hombre, o una falda debajo de una americana. Todo estaba separado, aislado. Enajenado. Las cajas de zapatos de la señora estaban a la derecha, las del calzado del caballero, a la izquierda.
El contenido de las mesillas de noche le sorprendió aún más. En ambas había medicinas, y en su mayoría eran las mismas. Es decir, que cuando uno de los cónyuges enfermaba, se tomaba las pastillas de su respectiva mesilla, y no de un botiquín común del matrimonio. La situación resultaba evidente: el marido y la mujer coexistían en su piso, cada uno llevaba su vida, con sus propios problemas y secretos. Ninguno se entrometía en los asuntos del otro, cada uno guardaba celosamente sus secretos, no estaban unidos ni por la amistad ni por una intimidad verdadera. Había llegado el momento de echarle un vistazo al estudio.
Si lo que estaba buscando se encontraba en ese piso, sólo podía estar en el estudio.
Unos minutos más tarde, Vadim descubría la caja fuerte empotrada, y en el minuto siguiente, sudando hielo, se daba cuenta de que le había faltado poco para que todo el plan se fuese al garete. Abrir la caja fuerte no habría representado el menor problema para Boitsov, que tenía experiencia más que suficiente para que ni las cerraduras más sofisticadas pudieran resistírsele. Pero en el momento mismo en que se disponía a tirar de la pesada portezuela, se fijó en que el panel delantero parecía levemente combado. La caja fuerte llevaba incorporado un mecanismo que prendería fuego a su contenido instantáneamente en cuanto alguien intentase abrir la cerradura por un procedimiento que no era el debido. Y en ese momento la estaba abriendo precisamente por un procedimiento que no era el debido.
Vadim permaneció varios segundos pensativo mirando la caja fuerte, luego, oprimió la zona combada del panel delantero con un gesto decidido y abrió la portezuela. El examen superficial del contenido le probó que sus esfuerzos no habían sido en vano. Aquí estaba, aquí lo tenía, el sumario de la causa criminal abierta a raíz del asesinato de Yevguéniya Voitóvich y del suicidio de su marido, Grigori Voitóvich. Y aquí estaba también la carta que Voitóvich había escrito antes de morir y en la que lo contaba todo sobre el maldito aparato. Aunque sus palabras no las entendería cualquiera, para aquel que sí sabía de qué se trataba, cada palabra de esta carta estaba cargada de profundos significados. Pero a cualquiera que no estuviera enterado, la carta se le antojaría el delirio inconexo de un suicida chiflado.
Se descolgó del hombro la bolsa deportiva, extrajo de ella una cámara fotográfica equipada con un flash y tomó varias fotos. El estudio, la mesa y al lado, la caja fuerte abierta. Un primer plano: la mesa y la caja fuerte. Un encuadre separado: la caja fuerte con el sumario en su interior. Para que se pudiera leer bien la inscripción de la carpeta tuvo que colocar sobre la estantería una linterna eléctrica. Por supuesto, para la instrucción del caso y para los tribunales esas fotografías no significarían nada, no tendrían validez legal, pues no estaban hechas por un representante oficial en presencia de testigos jurados. Pero serían perfectamente válidas para someter al creador del aparato, en caso de necesidad, a una presión psicológica.
Sacó una decena y media de fotografías más de varios documentos del sumario, entre otros, la carta de Voitóvich. El mecanismo montado en la caja fuerte era una prueba elocuente de que, si se agarraba al dueño del piso por el estómago y se le exigía abrir la caja fuerte, el sumario sería destruido de inmediato. Y entonces ya nadie podría demostrar que esa caja había sido utilizada para guardar precisamente el sumario del asesinato de la mujer de Voitóvich. Había algo guardado allí, cierto, pero ¿qué era? Pues nada especial, unas revistas pornográficas que el dueño del piso quería ocultar a su mujer. O cartas de amor. O unos diarios. Vayan ustedes a saber qué era exactamente. Y una vez destruida la carpeta con el sumario, ya nunca nadie leería la carta de despedida de Grigori Voitóvich.
Al salir del piso, Vadim Boitsov miró el reloj y comprobó satisfecho que todo el trabajo le había ocupado diecisiete minutos y medio. Era un buen resultado.
4
Como siempre, provocar la pelea resultó fácil a pesar del talante pasmosamente reconciliador y transigente de su mujer. Pero es que tampoco necesitaba que se enfadase con él, esta vez tenía más que suficiente con estar enfadado él solo.
Ya había iniciado el conflicto en el coche, cuando se acercaban a la urbanización. El objeto de la discusión eran, por enésima vez, los padres del yerno, gente, a su modo de ver, pretenciosa y mentecata. Cuando llegó el momento de meter el coche en el garaje y trasladar a la cocina los productos que habían comprado para la comida festiva, su indignación había alcanzado su apogeo.
– ¿Por qué demonios no puedo estar tranquilo y en paz ni siquiera en mi día libre? -gritó-. Ya que me obligas a pasar mañana el día entero entreteniendo a esos subnormales, me marcho ahora mismo al lago. Necesito calma y soledad, si no las tengo, no puedo trabajar, llevo veinte años repitiéndotelo pero tú no paras de meter en casa a toda clase de abortos mentales para que les dé conversación. ¡Déjame en paz al menos hoy! Diamante, ¡nos vamos al lago!
Salió disparado del chalet, dio un portazo, sacó el coche del garaje y se fue haciendo bramar el motor. Mientras conducía por la carretera de Minsk volvió a repasar mentalmente la secuencia de las acciones programadas para ese día. En el asiento de atrás estaba su maletín, en cuyo interior se encontraban un disquete y una pequeña cajita que contenía una ampolla envuelta en algodón. Al parecer, había pensado en todo, no iba a necesitar nada más. Ay, por poco se le olvidaba. Las llaves. Las llaves del piso de Sitova. Le harían falta si no la encontraba en casa. Lo había planeado todo, había considerado todas las variantes. Si la mujer estaba en casa, seguiría un guión, si no estaba, otro, pero el resultado sería el mismo: Nadezhda Sitova moriría envenenada con cianuro antes de que le diera tiempo de comprender que se había equivocado al identificar al asesino.
Guennadi Lysakov sería culpado de su muerte, iban a encontrar pruebas a puntapala, ¡tendrían pruebas para dar y tomar! Pruebas que en su vida lograría negar. Suerte que, después de matar a Galaktiónov, se había llevado su juego de llaves y, entre otras, en el llavero estaban las del piso de Sitova. Sin pérdida de tiempo, fue a un taller donde le hicieron duplicados, no tardaron nada, apenas unos cuarenta minutos. Aquella misma noche, abrió silenciosamente la puerta de aquel piso y dejó las llaves de Galaktiónov en su sitio, sobre el mueble del recibidor, allí mismo donde las había recogido unas horas antes. Era imprescindible devolver las llaves para el caso de que tuviese una buena suerte inaudita y la policía creyese que Alexandr había muerto porque él mismo había decidido quitarse de en medio. Si se daba el caso, la desaparición de las llaves podría impedir el curso afortunado de los acontecimientos. Por eso no se llevó la ampolla con los restos de cianuro sino que la dejó junto al cadáver, después de frotarla bien y de apretarla contra los dientes todavía tibios del difunto. Un día aparecería un testigo que declararía que Galaktiónov le había pedido el ácido cianhídrico. Él mismo se lo había pedido, él mismo se lo había tomado y se había envenenado. Pues allí estaba el veneno, encima de la mesa, ¿dónde iba a estar si no? Y también las llaves seguían en su sitio. Todo se combinaría formando un cuadro precioso, una obra de arte. Pero al parecer algún detalle falló y la obra de arte no granó a pesar de que la idea era buena. Les gustaría saber en qué había patinado, qué había pasado por alto, qué se le había escapado. Por qué la bofia comprendió que Galaktiónov había sido asesinado.
Al entrar en la ciudad, escogió el camino más corto para llegar a la calle donde vivía Guennadi Lysakov. Paró el coche junto al portal y permaneció unos minutos sentado en el interior, ordenando los pensamientos, revisando una y otra vez todo el plan, recordando las palabras y las acciones. Al fin, bajó del coche con resolución. Diamante, que esperaba el cumplimiento de la promesa de llevarle «al lago», sintió que le habían engañado, que en vez de llevarle a pasear junto al lago, le habían traído de vuelta a la ciudad. Los olores aquí eran diferentes, y también los sonidos eran otros, en absoluto parecidos a los que se oían en la orilla de un lago situado en medio de un bosque. Había hecho el viaje tendido en el asiento de atrás, no necesitaba levantar la cabeza y mirar por la ventanilla para comprender que el amo le había mentido. El perro resopló con enfado, hundió la cabeza entre las patas, y ni siquiera intentó bajar del coche para seguir a su adorado amo.
Subió la escalera y pulsó con gesto decidido el timbre del piso de Lysakov. La puerta se abrió casi al instante.
– Buenas noches -le saludó Guennadi Ivánovich perplejo.
Su aspecto dejaba que desear. A pesar del afeitado apurado, del pantalón bien planchado y de la camisa fresca (seguramente, se había arreglado porque en cualquier momento podía llamarle el juez instructor o el fiscal), parecía demacrado, exhausto, aplastado. Era la imagen exacta del aspecto que tendría un hombre que no entendía qué le ocurría ni de qué se le acusaba pero que ya había tenido tiempo de comprender que intentar demostrar su inocencia era inútil y que lo único en que podía confiar era en que se obrase un milagro.
– Buenas noches, Guennadi Ivánovich -dijo esforzándose por imprimir a sus palabras la máxima amabilidad y simpatía-. He llamado a Petrovka y me han dicho que podía ir a verle, que no estaba prohibido.
– Pase, por favor -balbuceó Lysakov-. Me alegra mucho que usted… Que usted…
La voz le tembló y se calló.
– Guennadi Ivánovich, estoy seguro de que se ha producido un lamentable equívoco y espero que muy pronto todo se aclare y los policías le pidan disculpas. Pero entretanto no vamos ni a mencionar esta desagradable incidencia. He venido a verle por un asunto de trabajo, como si usted estuviera de baja médica o de vacaciones y en el instituto hubiera surgido un problema que requiere una decisión inaplazable. ¿Está de acuerdo?
– Claro, claro -contestó Lysakov asintiendo varias veces con la cabeza y sin disimular su alivio.
Llevó a su visita a un cuarto espacioso y bien iluminado, de mobiliario cómodo y mullido. En un rincón junto a la ventana había una mesa con un ordenador y una impresora.
– ¿Le apetece tomar algo? -preguntó Lysakov-. ¿Té, café? ¿O tal vez prefiere una copa?
– Una copa sí que me iría bien -declaró-. Pero sólo si usted me acompaña.
– No puedo. Ésta fue una de las condiciones que me impusieron cuando me mandaron a casa en vez de meterme en los calabozos.
– Ya entiendo -respondió con aire grave-. Entonces, café. Ponga el agua en el fuego, y mientras se pone a hervir discutiremos algunos asuntos administrativos.
Lysakov fue a la cocina. Entretanto, su visita sacó del maletín una delgada carpeta de plástico con el disquete y unos papeles dentro. Colocó la carpeta delante de sí, encima de la mesa, y se guardó el disquete en el bolsillo.
– Guennadi Ivánovich, usted es miembro de la comisión que supervisa la destrucción de documentos secretos -dijo cuando Lysakov regresó a la habitación-. Justamente ayer elaboramos una nueva lista del material que ha de ser aniquilado, nos pusimos a firmar el acta y… usted ya no estaba. Así que le he traído el acta, todos los miembros de la comisión ya la han firmado, sólo falta usted.
Lysakov estampó su firma en silencio sin detenerse a leer el acta.
– Sigamos. Este año nos hemos retrasado con los premios a nuestras trabajadoras con motivo del 8 de marzo. Hasta esta mañana no hemos empezado a redactar la orden que tienen que rubricar todos los jefes de los grupos sindicales. Sin su visto bueno, Contabilidad no nos admite la orden, puesto que no ha sido sustituido. Por lo demás, espero que no sea necesario hacerlo -añadió-. Aquí la tiene, haga el favor de echar una firmita.
También este papel Lysakov lo firmó sin leer. Se le notaba en la cara que no comprendía del todo las palabras de su visita y que tampoco quería comprenderlas, pues tenía otras cosas en la cabeza.
– Gracias. Ahora, Guennadi Ivánovich, hablemos de las reseñas. Usted tiene que reseñar dos trabajos de nuestros colaboradores, ¿verdad?
– Sí. He escrito las reseñas, las tengo encima de la mesa en mi despacho pero no he tenido tiempo de pasárselas a las mecanógrafas. Pensaba llevárselas ayer pero…
– No se preocupe, Guennadi Ivánovich, hemos encontrado las reseñas, y su secretaria, Lénochka, ya las ha mecanografiado, de modo que se las he traído también, para que las firme. En realidad, sólo le traigo una porque con la segunda hay un pequeño problemilla. Imagínese, en el último momento nos llama el autor, la buena de Lénochka le lee la reseña por teléfono, y el hombre comienza a suplicar que retoque un poco una frase. Resulta que le parece que formula una observación con excesiva brusquedad. Por supuesto, Lénochka se niega a asumir la responsabilidad, le dice que usted está enfermo y que necesita su permiso para modificar la redacción. Guennadi Ivánovich, aquí tiene su borrador, y aquí, ya lo ve, Lénochka ha anotado la frase tal como la quiere el autor. Si usted autoriza el cambio, inmediatamente después de la fiesta volverá a mecanografiar la reseña.
Lysakov miró de reojo su borrador y se encogió de hombros con indiferencia.
– Que vuelva a mecanografiarlo, a mí qué más me da -dijo en voz baja-. Qué me importan el autor y su tesis.
– De acuerdo, gracias -contestó exhalando un suspiro de alivio-. Entonces, pasado mañana le enviaremos la reseña mecanografiada para que la firme. ¿Estará en casa? Vaya, qué tontería acabo de decir -se rectificó-. En su situación es difícil que sepa a ciencia cierta dónde estará. Tal vez le citen en la comisaría o en la Fiscalía, o quién sabe lo que puede ocurrir… Ay, Dios, no queda bien, hemos prometido al autor que podrá recoger la reseña el jueves a las tres con absoluta seguridad. Y ya no podemos cancelarlo, tiene que venir desde otra provincia, y a esta hora ya está todo cerrado, todo el mundo se ha ido a sus casas. Y mañana es fiesta. ¿Cómo podemos solucionarlo? ¿Sabe?, Guennadi Ivánovich, vamos a hacer una cosa: usted me firmará una hoja en blanco, y luego Lénochka intentará situar el texto de modo que su firma quede donde tiene que estar.
– Bueno -contestó Lysakov con la misma indiferencia, encogiéndose de hombros.
Se diría que la conversación se le hacía más inaguantable por momentos.
– ¿Tiene una hoja de papel? -preguntó su interlocutor.
Guennadi Ivánovich abrió un cajón de la mesa en silencio y sacó varios folios.
– Aquella reseña, si mal no me acuerdo, tiene cuatro páginas completas y unos párrafos más que ocupan aproximadamente una tercera parte de la hoja. Así que la firma debe ir más o menos por aquí.
Indicó el lugar apoyando la punta del lápiz levemente sobre el papel en blanco.
Lysakov acercó hacia sí la hoja de papel y la rubricó sin vacilar un instante.
– Por si acaso, vamos a firmar una hoja más -propuso su visita-. Por si el texto no cupiese o Lénochka se equivocase.
Guennadi Ivánovich cogió otra hoja de papel y volvió a estampar su firma debajo del tercio superior de la página.
– Bueno, esperemos que ahora todo salga bien -dijo el visitante animado-. ¿No se nos habrá olvidado que el agua está al fuego?
– ¡Vaya por Dios, claro que se me ha olvidado! -exclamó Lysakov-. ¿Qué café prefiere, el instantáneo, o le gusta más el natural?
– El natural si no es mucha molestia -respondió el invitado-. Por cierto, Guennadi Ivánovich, ¿me permite utilizar su impresora? La mía se ha estropeado, y el jueves a primera hora de la mañana tengo que llevar al ministerio un documento. Sólo necesito imprimir un par de páginas, nada más.
– Claro que sí, puede imprimir todas las que quiera -contestó el dueño del piso desde la cocina.
Extrajo el disquete del bolsillo con una sonrisa de satisfacción, se calzó finos guantes de cabritilla y enchufó el ordenador. Introdujo rápidamente en la impresora las páginas en blanco que Lysakov acababa de firmar, y empezó a imprimir. Había aprovechado la opción de impresión en borrador, y unos segundos más tarde ya tenía en las manos dos cartas firmadas por Guennadi Lysakov. Ambas llevaban únicamente las huellas dactilares del propio Lysakov y venían rubricadas de su puño y letra. Aunque los peritos forenses estuviesen escrutándolas hasta el día del Juicio Final, las firmas demostrarían ser auténticas. Miró las páginas impresas y comprobó que la suerte volvía a sonreírle. Resultaba que esta impresora tenía un defecto de funcionamiento muy particular: convertía todas las letras minúsculas en mayúsculas. Que él supiese, ninguna impresora del instituto presentaba ese fallo. ¡Magnífico!
Volvió a guardar las hojas en la carpeta de plástico, apagó el ordenador, se quitó los finos guantes y metió la carpeta y el disquete en el maletín. Ahora podía tomarse rápidamente el café para que su anfitrión no sospechase nada, e iría a ver a Sitova. Ojalá que estuviese en casa…
Capítulo 16
1
Al subir en ascensor al piso de Sitova, repasó una vez más las dos variantes: qué hacer si estaba en casa, y qué si no. La primera variante era mucho más deseable. Entraba, le entregaba el dinero que supuestamente le había prestado Galaktiónov, mencionaba que no le vendría mal tomarse un café… Luego todo iría sobre ruedas. Pocos minutos después, Sitova moría, él dejaba en su piso la carta doblada dos veces y firmada por Lysakov, y se iba. Si Sitova no estaba en casa, abría la puerta, echaba el cianuro en la tetera o en el bote de café instantáneo. Con un poco de suerte, en la nevera habría alguna sopa o un poco de caldo. Es decir, ya encontraría dónde echar el veneno. Siempre que no fuera en el azúcar, la glucosa neutralizaba los cianuros. Dejaba la carta y se iba.
Tanto en un caso como en otro, luego tendría que volver a casa de Lysakov. La jornada laboral habría finalizado, el día siguiente era fiesta, por lo que, con toda seguridad, la policía no iba a molestarle en casa, eran seres humanos como todos los demás, también tenían ganas de descansar. Envenenaría a Lysakov y se marcharía después de colocar en un lugar visible la segunda carta… no tardaría más de unos pocos minutos. Para ser exactos, los mismos que iba a necesitar el propio Lysakov para poner el agua a hervir y servirle el té.
La policía encontraría a Sitova, fallecida a causa del envenamiento, y la carta escrita por Lysakov (no les cabría la menor duda de que el autor había sido Lysakov: el papel, las huellas dactilares, la impresora, la firma: todo era suyo). En la carta, Lysakov le anunciaba su próxima visita. Luego encontrarían el cadáver de Lysakov, quien habría abandonado este mundo al no poder soportar el peso de sus propias fechorías. Bueno, y naturalmente, también encontrarían la carta en la que se confesaba culpable de los asesinatos de Galaktiónov y de Sitova. Las huellas dactilares, el papel, la impresora, la firma: había pensado en todo.
Lo importante era que no hallasen el cuerpo del suicida Lysakov antes de que muriera Sitova. Desde luego que algo así podría suceder si ahora, al no encontrarla en casa, regresaba al piso de Guennadi, le mataba, y alguien descubría su cadáver antes de que Sitova llegase a casa y se tomase el té letal. Desde el punto de vista de la teoría de probabilidades, podía ocurrir así, pero desde el punto de vista de la vida real, difícilmente ocurriría. Al día siguiente era fiesta, la policía no iría a interrogarle, nadie se acordaría de Lysakov hasta la mañana del jueves. No era sospechoso de nada grave, esto era más que evidente. Si fuera sospechoso de haber asesinado a Galaktiónov y hubiese pruebas fehacientes de su culpa, no le habrían permitido marcharse a casa aunque los calabozos estuvieran llenos hasta los topes y no cupiese ni un detenido más. Se rumoreaba que el abogado de Lysakov de algún modo había conseguido el dinero y había pagado la astronómica fianza que había fijado el juez. La cantidad era tan exorbitante que Guennadi no se atrevería ni a respirar puesto que, si se daba a la fuga, el dinero iría derechito a las arcas del Estado, y por consiguiente, aquellos que se lo habían proporcionado para satisfacer la fianza buscarían al fugitivo debajo de las piedras. No había nada que decir, el que había puesto esa fianza era un hombre inteligente. Podían ahorrarse la vigilancia, la comida y la bebida a cargo del Estado, y si se fugaba, tampoco necesitaban buscarle, pues los que habían apoquinado la pasta para el pago de la fianza se encargarían de encontrarle, de eso no cabía la menor duda.
Bien pues, la policía se había echado a dormir y no se preocuparía de Lysakov hasta el jueves como mínimo. En este plazo, Sitova debía morir. Debía. Debía.
Llamó a la puerta y oyó con alivio cómo al otro lado resonaban unos pasos apresurados.
– ¿Quién es? -preguntó Sitova.
– Me llamo Lysakov -anunció hablando en voz alta, más alta incluso de lo necesario, confiando en que le oiría algún vecino-. Soy Guennadi Ivanovich Lysakov. Estuve en su casa con Alexandr Vladímirovich justamente aquel día en que la ingresaron en el hospital. ¿Se acuerda de mí?
– ¿Qué desea? -preguntó Sitova sin abrir la puerta.
– Verá usted, Alexandr Vladímirovich me prestó un dinero y me comprometí a devolvérselo en un plazo de tres meses. Pero ahora no sé a quién tengo que pagar esta deuda. Su viuda, por decirlo de algún modo, no me mira con buenos ojos, así que he pensado que quizá sería mejor dárselo a usted. Como tenía una relación tan estrecha…
La puerta se abrió de par en par pero en lugar de la despampanante morenaza de Sitova, la que apareció en el umbral fue aquella rubia delgada y corriente a la que ya había visto tanto en el instituto como en Petrovka.
– Adelante, Pável Nikoláyevich -le dijo con una sonrisa hospitalaria-. Le estábamos esperando.
Se echó atrás, corrió hacia la escalera, pero en ese momento le agarraron las fuertes manos de unos hombres que habían salido de no se sabía dónde.
2
Eran ya casi las siete de la tarde cuando Vadim Boitsov comprendió de pronto que era un imbécil. Fue así de sencillo e inesperado que le llegó la comprensión. Ocurrió, literalmente, en un momento. No se había hecho más maduro ni más inteligente desde aquellos tiempos en que se le ocurrió por primera vez pensar que las chicas se inventaban sus propias reglas de juego y que eran las primeras en infringirlas, por lo que no había manera de entenderse con ellas. Pero su craso error, que arrastraba desde aquellos años mozos, consistía en intentar medir a todas las representantes del sexo femenino por el mismo rasero, en buscar un denominador común que le proporcionase la clave para comprender y tratar a todas y cada una de ellas. Ojalá que en aquel entonces se hubiera cruzado en su camino alguien sabio que le hubiese explicado a tiempo que las muchachas, en efecto, eran casi todas iguales (pero ¡ojo!, sólo casi), porque todas ellas superaban el proceso de crecimiento y socialización, más o menos, de la misma manera (pero ¡ojo!, sólo más o menos). Los niños y los adolescentes se parecían entre sí en muchas cosas (aunque no en todas) pero todos los adultos eran absolutamente diferentes. No había que medirlos por el mismo rasero ni buscar un denominador común ni juzgarlos aplicándoles a todos una ley única a rajatabla. Para cada adulto había que buscar una clave distinta. Una clave individual.
El error de Vadim Boitsov consistía en que había intentado comprender a las mujeres en general y, al ver que sus esfuerzos no conducían a nada, empezó a tenerles miedo, ya que decidió que la propia naturaleza le había negado ese don. Al tropezar con Anastasia Kaménskaya de pronto se dio cuenta de que las mujeres eran tan distintas entre sí como lo eran los hombres. Y hoy había conocido a una muchacha maravillosa y como un tonto se había puesto a encajarla dentro de los juegos a los que le habían acostumbrado las coquetas maduras y experimentadas. Como un tonto, eso era. Ni siquiera le había preguntado cómo se llamaba.
Ante sus ojos volvió a dibujarse la esbelta silueta embutida en el abrigo de piel color turquesa que se alejaba, recordó su nariz algo respingona y con unas pecas doradas, el pelo corto y brillante, los labios de color vivo natural, no tocados por el carmín, sus pestañas espesas, su voz, en la que tintinearon las lágrimas cuando le contó lo de la paliza que recibió su hermano de seis años, la encantadora sonrisa con que rechazó su ofrecimiento porque estaba cansado y necesitaba descansar. Tan joven, tan sincera, tan…
Auténtica. Al fin había encontrado la palabra que definía a la perfección la impresión que le había causado aquella muchacha.
Sí, era un tonto. Pero debía encontrarla.
Arrancó el coche con brusquedad y fue a toda velocidad al distrito Este. En el colegio, claro estaba, ya no quedaba nadie excepto la señora de la limpieza y una abuelita que hacía las veces de portero. A Vadim le costó casi una hora convencer a la señora de la limpieza de que le proporcionara el teléfono de la directora del colegio. La directora, por el contrario, mostró una actitud más que comprensiva y creyó con facilidad la milonga que se había inventado sobre la marcha. Le contó que se había sentado en un banco delante del colegio y había conocido a una muchacha; al marcharse, la chica no se había dado cuenta de que se le habían caído unos papeles que llevaba metidos en el libro y que, al parecer, revestían carácter personal. Le gustaría devolvérselos pero no sabía cómo se llamaba, sólo que tenía un hermano que respondía al nombre de Pavlusa, estudiaba primero de básica, y al que recientemente en dos ocasiones habían pegado los alumnos de la escuela de FP adyacente.
– Sí, ya sé de quién me está hablando -dijo la directora-, pero no estoy segura de que pueda proporcionarle su dirección. Yo a usted no le conozco de nada.
– Pero ¿por qué tiene que hacer un secreto de su dirección? -objetó Vadim fingiendo perplejidad-. Imagínese que soy un delincuente, pues si veo en la calle a una chica, la sigo hasta su casa y ya está. Nadie me ha dado su dirección, y sin embargo, esto no me ha impedido concebir una fechoría y ponerla en práctica.
– En el fondo, tiene razón -dijo la mujer riéndose en el auricular-. No niego que su razonamiento tiene lógica. Pásele el teléfono a la tía Zoya.
La portera, la tía Zoya, escuchó con atención las indicaciones de la directora.
– Venga conmigo -le ordenó a Boitsov después de colgar el auricular.
Juntos subieron al primer piso. La portera abrió la sala de maestros, encontró en una estantería el registro del primero B y lo abrió en la última página, donde estaban apuntados los domicilios y los teléfonos de los alumnos.
– Aquí está, Vedenéyev Pável. Toma nota de la dirección. Y por cierto, su hermana se llama Luba, también estudió en nuestro colegio, la recuerdo muy bien.
Vadim se apresuró a anotar la calle, el número y el piso.
– ¿Quieres el teléfono también? -preguntó la tía Zoya.
– Claro que sí. No queda bien plantarse en una casa sin llamar previamente por teléfono y pedir permiso. Tía Zoya, ¿por qué no me deja que la llame ahora mismo?
– Llama pues, por qué no -convino la portera.
Si la directora no la había reñido, significaba que ella, la tía Zoya, lo había hecho todo bien, y si esto era así, ¿a qué venía ponerse enjarras ahora? Que llamase, lo que le había dicho era cierto, no quedaba bien si uno se presentaba en casa ajena así por las buenas.
– Buenas tardes -saludó Vadim educadamente cuando en casa de los Vedenéyev descolgaron el auricular-. Quería hablar con Luba, por favor.
– Dígame.
– Soy Vadim, hoy hemos estado esperando juntos a Pavlusa, en un banco frente al colegio.
– He reconocido su voz. Oiga, ¿cómo me ha encontrado?
Estaba seguro de que Luba sonreía al decirlo.
– Ya se lo contaré. Luba, ¿podría verla?
– Podría -accedió enseguida la joven.
– ¿Cuándo?
– Pues si quiere, ahora mismo. ¿Quiere que nos veamos ahora mismo?
– Sí -contestó Vadim notando cómo se aceleraban los latidos de su corazón.
– ¿Dónde se encuentra? ¿Está lejos?
– No, estoy aquí mismo, en el colegio de Pavlusa. ¿Adonde tengo que ir?
– Siga hasta la escuela de FP, ¿sabe dónde está?, siga en la misma dirección que tomé yo, ¿se acuerda?
– Sí que me acuerdo.
– Cerca de la escuela verá un jardincillo, luego hay una farmacia, una tienda de reparación de calzado, un servicio técnico de televisores, un cruce, después verá un edificio alto de doce pisos y al lado, una parada de autobús. Espéreme allí, en esa parada. Dentro de diez minutos. ¿Le parece?
– ¡Voy corriendo! -gritó Vadim tirando el auricular sobre la horquilla.
Cuatro minutos más tarde, ya estaba en la parada de autobús. Pasaron tres minutos más, y vio aparecer en el portal de enfrente la delgada silueta embutida en el largo abrigo turquesa que se dirigía hacia él apresuradamente.
– Me alegro de que me haya encontrado -le declaró sin preámbulos fijando en Vadim una mirada radiante.
– ¿De verdad se alegra?
No acababa de creerse su dicha.
– Palabra de honor. Me dio mucha pena que no nos acompañara.
– Y a mí me dio mucha pena que rechazara mis servicios -confesó Vadim-. Oye… -dijo tuteándola de repente-. ¿Puedo darte un beso?
Estaban en la parada de autobús, besándose. Llegó un autobús, los pasajeros que bajaron pasaron a su lado rodeándolos con cuidado, procurando no molestar, y se fueron a sus casas. Luego llegó otro autobús. Y otro…
– Vamonos -dijo Vadim empujando levemente a Luba.
– ¿Adonde?
– A ninguna parte. Simplemente a dar una vuelta. ¿Te apetece ir a algún sitio en particular? Tengo el coche cerca de aquí, frente a tu colegio.
– Oye, ¿y si vamos hasta la boca del metro y me compras flores? Muchas flores, muchísimas. ¿Qué te parece?
– Claro que sí.
Caminaron abrazados, de tarde en tarde se detenían y empezaban a besarse. Vadim pensó que era la primera vez que le ocurría algo así. Nunca había dado un beso en la calle, por la noche, a nadie. Siempre había sido en un piso o en una habitación de hotel, y todo estaba calculado y previsto por adelantado.
– ¡Eh tú! -llamó una voz borracha que llegaba desde algún lugar cercano-. ¡Luba! ¿Adonde te crees que vas?
– Deprisa -susurró Luba aligerando el paso.
– ¿Qué pasa?
– Es un vecino de la escalera. Hace mucho tiempo fuimos al mismo colegio.
– ¿Y qué? -preguntó Vadim extrañado.
– Pues que hace mucho tiempo éramos amigos, cuando todavía estábamos en noveno. Como hace cien años. Pero por algún motivo considera que tiene sobre mí no sé qué derechos. Bah, hubo unos achuchones pero de eso hace ya mucho tiempo. Ahora se ha vuelto completamente loco, siempre está borracho, anda buscando pelea.
– ¡Luba, amor mío! -seguía aullando la voz borracha y colérica-. ¿Qué pasa, te has echado a un nuevo noviete? Oye, espera, no te vayas todavía, tráelo aquí, nos tomamos un trago, intercambiamos impresiones, nos contamos dónde tienes los rinconcitos más dulces y dónde los más blandos…
Vadim se paró bruscamente.
– Vamos, venga, acércate, intercambiador, ven aquí si tanto te apetece intercambiar impresiones -dijo con calma volviéndose hacia el lugar de donde provenía la voz.
Desde las tinieblas emergió la mole de un hombretón de cara abotargada y estúpida. Vadim comprendió que la pelea no iba a celebrarse. El hombretón era alto y corpulento pero le faltaba el entrenamiento, y las continuas borracheras habían reducido su velocidad y capacidad de reacción a cero.
– Vadim, déjalo -dijo a sus espaldas la voz temblorosa de Luba-. No le hagas caso. Está borracho y no sabe lo que dice.
– ¿Quién es el que no sabe? ¿Quién está borracho? -bramó el hombretón.
Acto seguido, levantó una mano, en la que, como por arte de magia, apareció un guijarro, y al instante siguiente se derrumbó sobre las rodillas dejando escapar un gemido lastimero.
– Vamos -ordenó Vadim, de nuevo abrazando a Luba por los hombros-. ¿Cómo se te ocurrió liarte con ese cretino?
– Y quién iba a suponer que se convertiría en lo que se ha convertido -contestó Luba con un suspiro-. En el colegio era buen chico, sacaba sobresalientes en todas las asignaturas, incluso ganó un campeonato de distrito de patinaje. Luego, ya sabes, se volvió tonto como hacemos todos a los diecisiete o dieciocho años. Más tarde, pareció que ya estaba entrando en razón, es cierto que le daba a la botella pero no más que los otros. Pero en estos últimos meses se ha vuelto completamente chalado, parece otro, como si no fuera él. Basta con que se tome un trago para que quiera romperle la cara a cualquiera que se le acerque. A mí es que simplemente no me deja en paz. Vivimos en la misma escalera y, como ya te he contado, a partir de las ocho procuro no salir a la calle como no sea con mis padres.
– ¿Así que es a causa de ése?
– No sólo se trata de él pero en parte, sí. Mira, mira qué hacen.
Luba señaló con la mano. Vadim miró y vio unas sombras que se deslizaban detrás del ramaje de unos espesos matorrales. Un instante más tarde, comprendía que se trataba de tres o cuatro jóvenes que propinaban patadas a otro, tendido sobre la tierra.
– Estas cosas las vemos aquí cada noche. Si no en esta calle, en la de al lado.
Vadim tuvo la impresión de que la agresividad tenía un olor propio, ácido y penetrante, un olor que traspasaba el cuerpo de uno anunciando la presencia de un ser humano que encarnaba la destrucción y la muerte. Estaba respirando ese olor, y una repugnante náusea le estaba subiendo a la garganta. A esa hora, el barrio parecía distinto del que había visto por la mañana. Completamente distinto. En su mente volvió a ver las fotografías que le había mostrado Kaménskaya. Uno de los cadáveres destrozados había sido descubierto, si no se equivocaba, en ese mismo jardincillo. Dios mío, ¿cómo podía la gente vivir aquí? ¿Qué clase de hijos estarían criando? La psique infantil era maleable, los niños eran los primeros en padecer los efectos de la instalación que alguien había montado sobre el tejado del instituto ocultando a todo el mundo las horrendas consecuencias de su funcionamiento. Ocultándoselas con el fin de obtener un aparato que elevaría el rendimiento de las tropas en el campo de batalla. Y pagándolas a ESE precio…
– ¿Hay una cabina por aquí cerca? -preguntó-. Necesito hacer una llamada.
3
Llevaban ya casi dos horas interrogando a Borozdín. Había demasiadas pruebas contra él para que tuviera sentido inventarse alguna complicada mentira, por lo que se limitaba a callar y sólo de vez en cuando murmuraba alguna frase anodina.
Nastia estaba cansada. Notaba cómo sus pensamientos iban perdiendo agilidad. Desde la noche del viernes, cuando comprendió que en tres ocasiones había estado a punto de perder la vida, hasta el momento presente, la noche del martes, habían transcurrido unas noventa horas. Noventa horas de increíble tensión, de miedo, de insomnio. El organismo se negaba a existir y funcionar con normalidad en estas condiciones y reclamaba alguna sensación de seguridad, comida y sueño.
– Una vez más, le repito la pregunta -salmodiaba Nastia-. ¿Con qué fin fue a casa de Nadezhda Andréyevna Sitova?
Silencio.
– Siguiente pregunta. ¿Por qué le dijo que se llamaba Guennadi Ivánovich Lysakov?
Silencio.
– ¿Cómo explica el hecho de que en su maletín se encontraran unas cartas firmadas por Lysakov?
– ¿Cómo ha conseguido esta ampolla de cianuro?
– ¿Cuál era el documento que tenía que llevar al ministerio y que imprimió en la impresora de Lysakov?
Silencio. Silencio. Silencio.
Era consciente de que al día siguiente todo cambiaría. Al día siguiente ya no tendría ante sí a un doctor en ciencias que se encerraba en un altivo silencio, sino a un hombre que había pasado la noche en una celda repleta a rebosar en la que cuarenta hombres respiraban, hacían sus necesidades, hablaban, juraban, se peleaban, tenían relaciones sexuales, se burlaban de los débiles que eran incapaces de hacerles frente. Al día siguiente, su orgullo y su soberbia le abandonarían. Pero si le dejaba permanecer callado hasta el día siguiente, si le dejaba retirarse al calabozo sin haberle sacado lo más importante, ella, Nastia, se volvería loca. Debía averiguar quién y por qué había intentado matarla, no aguantaría otra noche sin pegar ojo, otra noche llena de miedo y tensión. Por eso seguía machacándole con las mismas frases, haciéndole las mismas preguntas. La táctica que había adoptado era sencilla: reiterarle las preguntas relacionadas con los sucesos de ese día únicamente, hacérselas con monocordia, con monotonía. Y cuando la mente de Borozdín quedase embotada, cuando se hubiese aprendido todas sus preguntas de memoria y se relajase al comprender que ya no iba a preguntarle nada más, entonces le dejaría anonadado con alguna sorpresa. Aún no había decidido qué sorpresa iba a ser ésa.
Se encontraban en el despacho de Gordéyev. El propio
Buñuelo, sentado en su sillón, observaba con atención a Anastasia, que seguía entonando siempre las mismas frases. De tarde en tarde la relevaba Yura Korotkov, y Nastia se marchaba a su despacho a tomarse un café, fumarse un pitillo y permanecer unos minutos sentada con los ojos cerrados. Gordéyev, por su parte, no despegaba los labios y no había dicho ni palabra.
– ¿Cómo ha conseguido la dirección de Sitova? -inquirió Korotkov, por enésima vez, encargándose del interrogatorio, y Nastia salió del despacho del jefe dejando escapar un suspiro de alivio.
Al acercarse a la puerta de su despacho, oyó el timbre de teléfono. «No lo cojo», decidió. La sola idea de mantener una conversación con quien fuese le parecía insoportable. Además, ¿quién podía llamarla a las diez de la noche de un 7 de marzo a su despacho? Nadie del que se pudiera esperar algo bueno.
El teléfono dejó de sonar y un minuto más tarde sonó de nuevo. Contó quince timbrazos hasta que el insistente comunicante colgó. Liosa no podía ser, puesto que se encontraba en su piso preparando la comida festiva para el día siguiente. Lo primero que hizo Nastia cuando volvió a casa después de detener al sospechoso fue avisar a Chistiakov de que estaría en el despacho hasta las tantas y que le llamaría en cuanto terminase.
El teléfono volvió a sonar. Se armó de paciencia esperando a que se callase y se apresuró a marcar el teléfono de su casa.
– Liósik, ¿me ha llamado alguien?
– Sí, hace un instante te ha llamado un tal Boitsov. Ha dicho que no conseguía encontrarte en el despacho y que tenía para ti una información urgente. Por cierto, ¿estás en el despacho, o dónde?
– Sí, ahora estoy en el despacho. Liósik, si Boitsov vuelve a llamar, dale el número de Gordéyev.
Procuraba mantener un tono tranquilo pero tenía ganas de ponerse a dar voces, tirarse de los pelos y romper platos: «¡Tonta! ¡Estúpida! ¿Por qué rayos no habré contestado al teléfono? ¿Pero por qué seré tan tonta? ¿Y si no vuelve a llamar?».
4
– ¿Qué tal? -preguntó Luba con compasión-. ¿No has podido hablar?
– No contesta nadie.
– Podrías intentarlo más tarde. ¿Es muy urgente?
– Es muy urgente, Luba, cariño. Y muy importante. Un día te contaré de qué se trata pero de momento hablemos de otra cosa que no sea trabajo, ¿de acuerdo? Todavía no te he comprado las flores, así que vamos allá, tenemos que encontrarlas.
Volvieron a besarse allí mismo, en la cabina telefónica. Poco después, la joven suspiró y dijo:
– Bueno, prueba una vez más. Ahora seguro que habrá suerte.
Vadim introdujo la ficha en la ranura dócilmente y marcó el número del despacho de Kaménskaya, que descolgó enseguida, antes de que terminase de sonar la primera señal.
– ¿Vadim?
– Sí, soy yo. Un momento.
Cubrió el micrófono con la mano y se dirigió a Luba:
– Por favor, espera fuera. Tendré que emplear expresiones fuertes y preferiría que no las oyeses.
Luba le sonrió con cariño y abandonó la cabina, obediente.
– Quiero decirle dos cosas -dijo Vadim hablando deprisa-. Borozdín estaba diseñando un aparato destinado a fomentar la agresividad de los efectivos de las fuerzas armadas. Merjánov quería comprarle ese aparato. Al enterarse de que el trabajo había quedado parado por causa de su investigación, Merjánov dio la orden de asesinarla. El primer grupo de sicarios ha dejado de estar operativo pero no se puede descartar que contrate a alguien más. Y escuche con atención: Borozdín tiene en su casa una caja fuerte empotrada en la pared, y esa caja contiene el sumario de Voitóvich. Lo he visto allí con mis propios ojos hace tan sólo unas horas y lo he fotografiado. La caja fuerte está provista de un mecanismo que destruirá todo su contenido si no se oprime cierto botón. Téngalo en cuenta a la hora de registrar su piso. No deje que Borozdín se acerque a la caja fuerte, será mejor que llamen a un especialista.
– Gracias. Si me cuenta todo esto, creo que está en apuros. ¿Qué puedo hacer por usted?
– ¿Puede ayudarme a esconderme?
– Sí. Vadim, haré cualquier cosa por usted aunque sólo sea porque me ha salvado la vida tres veces. ¿Cuáles son sus condiciones? Estoy dispuesta a aceptarlas todas.
– No tengo condiciones. Ayúdeme a desaparecer, nada más. Mis jefes no me perdonarán que le haya contado todo esto.
– ¿Y si encuentro un modo de ayudarle de tal forma que ya no le sea necesario esconderse?
– Me da igual. Anastasia, casi no nos conocemos pero se lo diré… He conocido a una mujer, y ahora la muerte me asusta de verdad. Es probable que lo que intento decirle le parezca confuso pero se lo explicaré todo cuando nos veamos. Quiero que sepa cuánto ha hecho por mí. Cuánto significa para mí ahora. ¿Me ayudará?
– Por supuesto. Haré todo lo que haga falta. No le quepa duda. ¿Dónde está ahora? ¿En casa?
– No, en la calle.
– ¿Puede venir a verme a Petrovka?
– ¿Cuándo?
– Ahora mismo.
– Lo intentaré. Dentro de cuarenta y cinco minutos -contestó escuetamente, y colgó.
5
Nastia entró en el despacho de Gordéyev esforzándose por dominar la expresión de su rostro y disimular su emoción. Yura Korotkov seguía haciendo con paciencia las mismas preguntas, y Pável Nikoláyevich Borozdín seguía guardando el mismo altivo silencio.
– Víctor Alexéyevich -dijo Nastia dirigiéndose al Buñuelo sin levantar la voz pero tampoco bajándola-. Me he aburrido, estoy cansada y tengo sueño. ¿Dónde puedo encontrar al juez de guardia?
– ¿Cómo que dónde? En la sala de la unidad de guardia.
– Que avise al experto forense y encuentre testigos jurados, y que vayan a registrar el piso de Pável Nikoláyevich.
– Insisto en que el registro de mi piso se produzca en mi presencia -dijo de pronto Borozdín.
– ¿Por qué? -preguntó Nastia sorprendida-. No le necesitamos para nada. Igual se le olvida pulsar cierto botoncito, Dios no lo quiera, y entonces el sumario de Voitóvich arde allí donde está, en su caja fuerte. Me daría mucha pena. ¿Y a usted?
Borozdín estaba sentado de espaldas a Nastia, de modo que ésta tuvo que escrutar las caras de Korotkov y Gordéyev para cerciorarse de que el golpe asestado había dado en la diana. Al ver las gotas de sudor perlar las sienes y la calva del Buñuelo, comprendió que Borozdín había «roto aguas». Ahora podía marcharse. No convenía forzar a un doctor en ciencias, a un catedrático, obligándole a reconocer su derrota delante de una mujer, esto podía repercutir desfavorablemente en el desarrollo posterior de las relaciones con el inculpado. No había que despojarle del sentido de la dignidad propia, pues entonces jamás conseguirían establecer con él un diálogo y lo único que cabría esperar sería la obediencia esclava de un perro apaleado.
Regresó a su despacho y miró el reloj. Eran casi las diez y media. Para la llegada de Vadim Boitsov faltaban treinta y cinco minutos todavía.
6
Vadim salió de la cabina telefónica y miró a su alrededor. Luba estaba a unos veinte metros de él y estudiaba con curiosidad un cartel que anunciaba el repertorio de los teatros de la ciudad.
– ¿Te gusta el teatro? -preguntó acercándose a ella y abrazándola.
– Sí -asintió la joven-. Sobre todo las obras que hablan del amor. ¿De qué te ríes? Entiéndelo, Vadim, el teatro es un género mejor adaptado que ningún otro para contar las historias de amor. En el cine se puede mostrar un erotismo subido de tono e incluso la pornografía porque el actor se encuentra tan lejos del espectador que ni por un momento siente vergüenza. Ya no digo nada de la literatura, allí los personajes son de papel. En cambio, en el teatro, el actor está aquí mismo, los espectadores sentados en la primera fila pueden tocarle con la mano, pueden sentir en sus caras su aliento. Esta situación no es muy propicia para el erotismo, ¿no te parece? Por eso el género teatral no tiene más remedio que hablar del amor de una forma completamente diferente. Y lo que me interesa siempre es ver cómo van a hacerlo esta vez, qué van a inventar de nuevo en esta obra.
– Luba, cariño, tengo que marcharme. Déjame que te acompañe hasta tu casa y luego iré a ocuparme de mis asuntos. Mañana por la mañana te llamaré. O me llamarás tú, me darás una alegría. Apunta mi teléfono.
La joven no le puso objeciones, creyendo, al parecer, que era una cosa perfectamente normal que para el primer día era suficiente con un par de horas de paseo y abrazos.
Doblaron la esquina y volvieron a encontrarse delante del jardincillo. Vadim no tuvo tiempo de reaccionar cuando les salió al encuentro un grupo nutrido de jóvenes animados por unos sentimientos notoriamente belicosos.
– Apártate.
Eso fue todo lo que llegó a decirle a Luba, mientras introducía la mano debajo de la solapa de la chaqueta donde llevaba, colgada de unas correas, la pistola. Pero no llegó a desenfundarla: dos fortachones, que se le habían acercado por detrás, le sujetaron los brazos con firmeza.
– Así que te gusta sacar a pasear a nuestras chicas -ronqueó en tono amenazador el hombretón al que ya conocía, el antiguo compañero de colegio de Luba.
– Zhora, déjale en paz -gritó Luba-. Vergüenza debería darte. ¡Suéltale!
– Calla, zorrita, nadie te ha preguntado tu opinión. Ahora le arrancaré los huevos a tu noviete, lo mismo que si deshojara una margarita, y luego te daré permiso para que hables -dijo prorrumpiendo en escalofriantes carcajadas.
Sus compinches le secundaron riéndole la sucia chirigota.
A Vadim le tumbaron en el suelo y le dieron una fuerte patada en el vientre. Consiguió eludirla, o al menos atenuar el golpe, y se puso en pie rápidamente. Pero la pelea con una decena de hombres borrachos y enfurecidos no se parecía en nada a la lucha clásica de los entrenamientos en el gimnasio. En aquel espacio reducido, cercado por árboles y matorrales e invadido por las tinieblas, Vadim no tenía capacidad de maniobra. Al saltar a la derecha, se golpeó el hombro contra un árbol y gimió del dolor. Uno de los atacantes perdió el equilibrio y dio con su cuerpo en la tierra a los pies de Vadim arrastrándole consigo. Después de esta segunda caída, Vadim ya no volvió a levantarse. Lo único que pudo hacer fue taparse con las manos las zonas más sensibles del cuerpo para protegerlas de los crueles golpes. El último, asestado con un gran pedrusco en la nuca, ni siquiera lo sintió. Simplemente, en un instante estaba vivo y oía los gritos de Luba, desesperados y horribles, y sentía un gran dolor, y en el instante siguiente ya no oía nada y no sentía dolor. Estaba muerto.
7
Ya era medianoche y hacía una hora que Vadim tenía que haber llegado. ¿Por qué se retrasaba tanto? ¿Había cambiado de opinión? ¿O le había pasado algo?
¡Qué cansada estaba! Tenía la impresión de que su cuerpo se había adherido definitivamente a la silla y no había nada, ninguna fuerza o energía en el mundo, capaz de hacerla levantarse y caminar. Tan cansada estaba que no tenía fuerzas ni para dormirse. ¿Estaría envejeciendo? Menuda historia romántica la que iba a protagonizar, ahora que se había decidido a casarse: ¡a la vejez, viruelas!
Misha Dotsenko, en cambio, sí que era joven. No había escatimado esfuerzos para reavivar la memoria de Sitova, se las vio y se las deseó para conseguir que le señalase sin vacilar a uno de los cinco sospechosos, que «seguro, seguro no era». Luego, después de realizar la falsa detención de Lysakov, se agazapó en su piso, quieto como un ratoncito, montando guardia, protegiendo al hombre. A la hora de repartir las tareas, cuando decidían quién se encargaba de qué emboscada, quién iba a casa de Lysakov, quién a la de Sitova, no dio a entender ni con una palabra, ni con un gesto, ni con una mirada que prefería que le mandasen a proteger a Nadezhda y no a Guennadi Ivánovich. Y no porque se hubiera enamorado como un colegial y no soportara pasar un minuto sin ver a su adorada Nadiusa, sino porque en situaciones así uno solía fiarse mucho más de sí mismo que de los demás. Cuando alguien le inspiraba un sentimiento a uno, uno empezaba a creer que nadie más sabría socorrerle y salvaguardar a ese alguien de una desgracia. Pero si resultaba que su protección corría a cargo de otra persona y uno, consciente de que un peligro acechaba a su ser querido, estaba forzado a separarse de él, se exponía a sufrir un tormento infernal que muy pocos eran capaces de aguantar. Cada minuto, cada segundo, la imaginación se le disparaba pintándole imágenes de desastres, a cuál más horripilante, y uno iba enloqueciendo de la incertidumbre y de la imposibilidad de averiguar ahora mismo, en el acto, si todo estaba bien, si hacía falta su ayuda. Pero Misha supo aguantar ese tormento. Tuvo la fortaleza de permanecer un día y una noche en el piso de Lysakov y de abstenerse de llamar a Sitova porque Gordéyev así se lo había ordenado. Cualquiera sabía cuántas canas habrían aparecido durante ese día y esa noche en la mata de sus cabellos negros… No obstante, en cuanto detuvieron a Borozdín, le dio las gracias a Lysakov por su colaboración y su hospitalidad y, sin pérdida de tiempo, salió corriendo a ver a Nadezhda. ¿De dónde sacaría las fuerzas? Bueno, parecía obvio: de sus veintisiete años, de sujuventud…
El timbre del teléfono interior interrumpió sus reflexiones.
– Cantarada comandante, ¿ha pedido que la avisen cuando llegue Boitsov Vadim Serguéyevich?
– Sí, sí -dijo Nastia animándose al instante: ¡por fin!-. ¿Está aquí?
– No. Pero la unidad de guardia acaba de recibir un comunicado sobre el hallazgo del cadáver de un hombre de unos treinta años. Llevaba encima documentos que le identifican como Boitsov Vadim Serguéyevich. El grupo operativo está a punto de salir. ¿Quiere acompañarlo?
– Sí. Voy enseguida.
No recordaba cómo bajó la escalera, cómo se metió en el coche, cómo superó el trayecto desde el centro de Moscú hasta la periferia, hasta el distrito Este. Sólo volvió en sí al ver el jardincillo inundado del resplandor de focos portátiles, y en aquella luz mortecina y artificial, a Vadim, con el cráneo fracturado. El médico forense Ayrumián, que con dificultad sacó del coche su voluminoso corpachón, se inclinó jadeante sobre el cadáver. En algún lugar lejano, como le parecía a Nastia, a muchos, muchísimos kilómetros de allí, una muchacha jovencísima, ataviada con un largo abrigo color turquesa, se sacudía en sollozos histéricos, mientras a su lado, dos mujeres mayores intentaban en vano calmarla. Se sorprendió al ver aparecer delante de sí al policía del barrio, el mismo con quien hacía muy poco había hablado sobre la criminalidad del distrito Este. También el policía la reconoció y la saludó con una inclinación de cabeza.
– ¿Lo ve? -le dijo esbozando con la mano un gesto elocuente-. Eso es justamente lo que quería explicarle aquel día. ¿Qué tripa se les habrá roto? ¿Qué les habrá hecho el chico? ¿Qué tendrían contra él? Si al menos le hubiesen quitado dinero, o el reloj, o la bolsa, yo qué sé. Entonces se podría entender, el asesinato tendría un motivo, el robo. Seguiría siendo un asco pero sería un asco comprensible. ¿Pero eso? La testigo, Luba Vedenéyeva, dice que lo empezó todo un tipo que en su día estudió con ella en el mismo colegio. Nos ha dado su nombre. Hemos tardado menos de media hora en cogerles a todos, ahora están durmiendo la mona en el calabozo, ¿Cree que podrán decir algo sensato cuando les preguntemos por qué han matado a Boitsov? No. Y así se irán a la cárcel, sin comprender ni explicar nada. ¿Qué es lo que le pasa a esa gente? ¿Cómo les cabe tanta maldad?
Nastia se dio la vuelta y, despacio, arrastrando los pies con dificultad, se encaminó hacia el coche del grupo operativo. Se sentó en el asiento de atrás, se dobló como si la hubiese atacado un repentino dolor de estómago, y hundió la cara entre las manos. Estaba temblando. De cansancio. De tensión nerviosa. Del odio hacia Borozdín y Tomilin. De pena. Y de una compasión loca, que le partía el alma, que sentía por la gente que vivía en ese infierno y no tenía ni idea de lo que les estaba ocurriendo a sus hijos, a sus seres queridos y a sí mismos.
No iba a esperar hasta el jueves. Pediría a Liosa que la acompañara, ya que podía hablar de física con autoridad, y mañana mismo, no, ya sería hoy, a primera hora de la mañana, juntos irían a ver a ese adiposo degenerado, Tomilin. Si se negaba a recibirla en su despacho oficial, iría a verle a su casa. Le agarraría por las narices, no le dejaría en paz hasta que llamase al director del instituto y le ordenase desmontar la maldita antena. Al diablo con que era fiesta. Al diablo con que era el día de la Mujer Trabajadora. Les obligaría a desmontar la antena.
En cuanto a Merjánov, de ése se ocuparían los servicios de contraespionaje. Ese asunto no era de la incumbencia de Nastia. Su cometido consistía en investigar el asesinato de Galaktiónov y el robo de los sumarios del despacho del juez de instrucción Baklánov. Había resuelto estos crímenes. Su otro cometido era quitar la antena del tejado del instituto. Proteger a todos esos inocentes que tenían la mala suerte de vivir en el distrito Este. Procurar que Tomilin recibiese su merecido, ese trepa indocumentado y arrogante. Identificar a todos cuantos habían trabajado en la creación del aparato además de Borozdín y Voitóvich. Con toda seguridad, uno de ellos conocía a Boitsov aunque ahora ya no le sacaría ni una palabra. Bueno, ya se las arreglaría ella sola. Misha Dotsenko y Yura Korotkov le echarían una mano. Ojalá que consiguiese descansar un poco, recuperar al menos una migajita de fuerzas. Ojalá que se disolviese el nudo que se le había trabado en la garganta y que le impedía respirar y deglutir, ojalá que desapareciesen los escalofríos, y ojala que pudiese dormir un par de horas.
El jueves se incorporaría a la brigada especial creada para investigar el asesinato del periodista de televisión. Sólo disponía de un día, luego tendría que delegar todo el trabajo en Korotkov y Dotsenko. Nastia se irguió con dificultad, respiró un poquito más hondo, llegó casi a llenar los pulmones, retuvo el aliento y luego exhaló lentamente. Las lágrimas que empezaban a abrasarle las comisuras de los ojos se secaron. Haría todo lo necesario. El tiempo le alcanzaría. Lo haría costase lo que costase.
Alexandra Marínina