Solo quedaban unas semanas para Navidad y Sylvie Bennet estaba a punto de perder un empleo que le encantaba y la única familia que había tenido en toda su vida… todo gracias al guapísimo Marcus Grey. Seguramente, Marcus tenía sus razones para querer hacerse con la empresa, pero ella estaba empeñada en hacer todo lo que fuera necesario para detenerlo, incluso si eso significaba tener que pasar mucho tiempo con él… a solas, y lejos de la oficina. Después de todo, era por el bien de la empresa… ¿qué importaba si a cambio perdía algo más importante, como su corazón?

Anne Marie Winston

Negocio Arriesgado

Uno

Sylvie Bennett cerró la puerta del 4A y empezó a bajar las escaleras de su edificio de apartamentos, situado en el 20 de Amber Court. Cuando llegó a lo alto de la majestuosa escalinata de mármol que conducía al vestíbulo, aminoró el paso. A través de los cristales que rodeaban la pesada puerta principal, vio que empezaba a nevar copiosamente sobre su ciudad natal, Youngsville, en Indiana.

«Estupendo», pensó, muy enojada. Una tormenta de nieve era lo último que necesitaba aquel día. Normalmente, le gustaba ir andando a trabajar en vez de tomar el autobús, pero, aquella mañana en particular, quería tener un aspecto elegante y profesional. Unas mejillas enrojecidas y el pelo alborotado no encajaban en absoluto con aquel perfil.

Su espíritu, normalmente muy alegre, se hundió un poco más cuando pensó en lo que tenía la intención de hacer aquel día. Era muy probable que, aquella noche, volviera a casa sin trabajo.

– ¡Sylvie! ¡Buenos días!

Su mal humor desapareció al ver a su patrona, Rose Carson. Un bonito vestido de franela cubría las generosas curvas de la mujer. Tenía un aspecto cálido y accesible, como para darle un abrazo. Si Sylvie hubiera soñado alguna vez tener una madre, lo que no se había permitido hacer desde hacía mucho tiempo, Rose habría sido la candidata perfecta. Sylvie valoraba mucho su amistad.

– Hola, ¿cómo estás esta mañana? -preguntó la joven, mientras bajaba las escaleras y se acercaba a la puerta de Rose. La mujer estaba allí de pie, con su periódico en la mano.

– Estoy estupenda -respondió Rose, alegremente-. ¡Me da la sensación de que hoy va a ocurrir algo maravilloso!

Sylvie sonrió tristemente al recordar sus pensamientos de solo hacía unos pocos segundos antes.

– Ojalá -respondió, mientras colocaba el abrigo sobre la barandilla y se empezaba a poner la bufanda.

– Es un traje precioso, querida -comentó Rose, tocándole suavemente una de las solapas-. Sin embargo, si me perdonas que te lo diga, creo que necesitas algo que le dé vida.

– Probablemente, pero las joyas buenas que tengo cabrían en la cabeza de un alfiler.

– ¡Deberías avergonzarte, jovencita! ¿Trabajas para una de las empresas de joyería más prestigiosas del país y no tienes joyas propias? -preguntó. Entonces, levantó la mano para indicarle que esperara-. Yo tengo lo que necesitas.

– Rose, no tienes que…

La mujer ya había desaparecido en el interior de su apartamento antes de que Sylvie completara su frase. Volvió a salir enseguida.

– Aquí tienes.

Rose tenía entre los dedos un espectacular broche, elaborado con metales preciosos. Varias piezas de ámbar brillaban entre otras gemas.

– No podría… ¡oh, es precioso! -exclamó Sylvie, inspeccionando la pieza-. Es una maravilla. ¿Dónde lo encontraste? ¿Quién lo hizo?

– Un diseñador que conocí hace mucho tiempo -respondió Rose, mientras colocaba el broche contra la solapa de la chaqueta de Sylvie-. Esto es exactamente lo que necesitas hoy.

– No podría. Es demasiado valioso…

– Y no hace nada más que atrapar polvo en mi joyero -le interrumpió Rose. Entonces, le prendió el broche sobre la tela-. Mira qué bien queda -añadió, mientras giraba a la joven para que pudiera verse en el espejo que había en el vestíbulo.

– Tienes razón. Es perfecto -susurró Sylvie, tocando suavemente el broche con un dedo. Aquel día necesitaba toda la confianza en sí misma que pudiera reunir. Tal vez, solo en aquella ocasión, debería tomar prestado el broche-. De acuerdo. Tú ganas.

Se volvió y besó a Rose en la mejilla.

– ¡Estupendo! Bueno, ahora es mejor que te vayas, querida. Sé que te gusta llegar a tu trabajo temprano y hoy la acera va a estar un poco resbaladiza, a juzgar por lo que he visto desde mi ventana.

Sylvie asintió y terminó de anudarse la bufanda alrededor del cuello. Entonces, se puso el abrigo y se colocó bien la capucha sobre la cabeza.

– Deséame suerte. Hoy tengo una reunión muy importante -dijo Sylvie. Aquello no era una mentira. El hecho de que no la hubieran invitado a la reunión no venía al caso.

– Buena suerte -replicó Rose, cruzando los dedos de ambas manos-. Con ese broche, casi te la puedo garantizar.

Sylvie abrió la puerta principal y la cerró con mucho cuidado para que no diera portazo.

– Gracias de nuevo, Rose. Hasta esta noche.

– ¡Un momento, señor Grey! Lo que está proponiendo tal vez sea legal, pero también es inmoral.

Dos horas después de llegar a su trabajo, Sylvie irrumpió en la sala de conferencias y se dirigió con decisión hasta la enorme mesa alrededor de la que estaban sentados los miembros del consejo de Colette Inc., la compañía de joyas para la que ella llevaba trabajando desde hacía cinco años, la empresa en la que, por primera vez en su vida, sentía que encajaba. Colette y sus empleados eran su familia y nadie iba a meterse con la familia de Sylvie.

Como respuesta a su intrusión, se levantó un murmullo de sorpresa en la sala, pero Sylvie casi ni se dio cuenta. Toda su atención estaba centrada en el hombre que se estaba poniendo lentamente de pie en la cabecera de la mesa. Entonces, sintió que el estómago se le hacía un manojo de nervios. Sin embargo, alguien tenía que actuar.

Miró fijamente a Marcus Grey, el cretino sin ética que estaba tratando de arruinar a Colette. A medida que se fue acercando y la mirada de él se cruzó con la suya, sintió otra sensación en el estómago. Aquel hombre no parecía el que había visto en las pocas fotografías que habían salido en los periódicos. En realidad, no parecía la imagen del ogro que se había creado en su propia imaginación. En vez de ogro, parecía un príncipe…

Sintió una fuerte sensación de pura atracción física. El hombre tenía una potente mandíbula, con una protuberante barbilla, fuertes y blancos dientes y bien afeitadas mejillas. Su piel estaba ligeramente bronceada, lo que se combinaba perfectamente con su cabello oscuro. Demasiado perfectamente. El color hacía que sus verdes ojos relucieran con la brillantez de una esmeralda. Bajo la recta nariz había una amplia boca, de finos labios, que se estaba curvando en aquel momento en un gesto de diversión completamente inapropiado.

Sintió que las mejillas se le cubrían de rubor al devolverle la mirada. ¿Y qué si aquel hombre era tan guapo? Seguía siendo un ogro.

Él la miró durante un largo rato, sin romper el contacto visual. Sylvie decidió que ella tampoco lo haría. Los hombres de negocios eran como perros, el que sostenía durante más tiempo la mirada era el dominante, por lo que decidió que preferiría quedarse ciega antes de ceder ni un milímetro. Sin embargo, a medida que los ojos de aquel hombre continuaron devorándola, la sensación le resultó tan turbadora que finalmente tuvo que apartar la mirada. Decidió que, afortunadamente, no pertenecía al género canino, porque Marcus Grey no iba a dominarla nunca.

– Dado que todavía no he propuesto nada, no veo la inmoralidad de asistir a una reunión del consejo de dirección. Yo soy el socio mayoritario -dijo Grey, con voz fría y sosegada.

– Conozco todos sus esquemas -replicó Sylvie, al tiempo que se detenía delante de él. Mientras hablaba, sacudía el dedo índice delante de su cara-. Todos las conocemos. En Colette, todos los empleados somos una familia, señor Grey, y no vamos a permitirle que nos destruya.

Él levantó las cejas. Con mucha deliberación, la miró de arriba abajo, deteniéndose ligeramente sobre su pecho antes de seguir bajando. Sylvie se puso furiosa. Tuvo que contener la necesidad de pegarle una buena patada en cierta parte de su cuerpo, lo que le impediría volver a mirar a otra mujer de aquella manera durante bastante tiempo. No obstante, al mismo tiempo, sintió como si la mirada le hubiera dejado un rastro de fuego sobre cada parte que había contemplado.

Cuando volvió a mirarla a los ojos, su sonrisa era aún más amplia.

– Me tiene en desventaja, señorita…

– Bennett -respondió ella, furiosa consigo misma por sentirse tan afectada por aquella mirada solo porque era un hombre muy atractivo-. Subdirectora de marketing.

– Señorita Bennett -repitió él-, ¿qué viles esquemas se supone que he urdido para destruir esta empresa?

– Dado que se le entregó un requerimiento para que no liquidara las empresas de Colette, no creo que necesite que le recuerde sus intenciones.

– Si no se le ha olvidado, ese pleito fue rechazado -dijo él suavemente-, por falta de pruebas -añadió. Entonces, inclinó suavemente la cabeza y la estudió durante un largo momento, durante el cual Sylvie trató de encontrar una réplica adecuada, pero, para su sorpresa, él dio un paso al frente y la tomó del codo-. Venga conmigo, señorita Bennett.

– ¿Cómo dice?

Mientras él se excusaba frente al resto de los directivos y se dirigía con ella hacia la puerta, sin que Sylvie pudiera hacer nada para impedirlo, ella vio algo completamente inesperado. Rose estaba al pie de la mesa del bufé, vestida con un traje azul marino. ¿Rose?

Sylvie casi se tropezó mientras Marcus Grey la llevaba hacia la puerta. Al pasar al lado de Rose, esta le hizo un discreto gesto de que todo iba bien con los pulgares hacia arriba y le guiñó un ojo. ¿Qué diablos estaba haciendo Rose en la reunión del consejo de dirección de Colette?

Sylvie sintió que el estómago se le hacía un nudo cuando se fijó en uno de los camareros. También con traje azul marino… ¡Rose llevaba puesto un uniforme! Dios santo, si sus circunstancias eran tan penosas que tenía que tener un segundo empleo para llegar a final de mes, ¿por qué no había subido los alquileres? Sylvie suprimió un sentimiento de culpabilidad al recordar que, cuando le ofrecieron aquel hermoso apartamento, se dio cuenta de que el alquiler era tan modesto que estaba dentro de sus limitados medios. Decidió hablar con los demás inquilinos tan pronto como fuera posible. Rose tenía cincuenta y seis años y trabajar como camarera tendría que resultarle muy duro. La propia Sylvie había trabajado de camarera para pagarse sus estudios y sabía el trabajo que era.

Cuando llegaron a la puerta de la sala de conferencias, Grey la abrió y se echó a un lado para que Sylvie pasara primero, pero sin soltarla. En cuanto salieron al vestíbulo, ella se zafó bruscamente de él y se volvió a mirarlo.

– No se librará tan fácilmente de mí -le advirtió-. No puede desmantelar Colette así como así sin que todos nosotros, los que tanto la amamos, no hagamos nada para impedírselo.

La sonrisa que había habido en su rostro había desaparecido. Se había visto reemplazada por una implacable determinación.

– Ahora, yo soy el accionista mayoritario. Puedo hacer lo que quiera con esta empresa sin que vosotros podáis hacer nada para impedírmelo.

– Enviaremos otro requerimiento.

– Una dificultad temporal -replicó él, tratando la amenaza de otro pleito como si no significara nada para él. Esa actitud hizo que Sylvie cambiara de táctica.

– ¿Qué puedo ofrecerle para conseguir que cambie de opinión, señor Grey?

– ¿Es eso una oferta personal o profesional, señorita Bennett? -preguntó, levantado las cejas.

Sylvie sintió que el rubor le cubría las mejillas.

– Puramente profesional, se lo aseguro. Todos los empleados de Colette comparten el mismo nivel de compromiso por esta empresa que yo.

– ¿Cuál es su nombre?

– ¿Cómo?

– Le he preguntando que cuál es su nombre, señorita Bennett.

– Sylvie. ¿Por qué?

– Quería saber qué nombre iba con un envoltorio tan atractivo.

Sylvie volvió a sonrojarse, aunque se sintió furiosa consigo misma por el placer que le produjo tal cumplido.

– El acoso sexual es un delito muy feo, señor Grey. Tenga cuidado.

– Llámame Marcus -replicó él, sin prestar atención a sus palabras-. ¿Podríamos hacer un trato, Sylvie?

– ¿Como cuál? -preguntó la joven, mirándolo con los ojos llenos de sospecha.

– Que vayamos a cenar. Tú y yo. Esta noche. A cambio de eso, te prometo que no tomaré ninguna medida en esa reunión del consejo de dirección que afecte negativamente a Colette Inc.

– ¿Por qué diablos quiere usted cenar conmigo?

– Porque eres una mujer muy atractiva y me gusta tu estilo. Y porque me has intrigado. ¿Qué puede hacer que una empleada tenga unos sentimientos tan fuertes sobre una empresa en la que no tiene nada invertido? Hay probablemente otros trabajos mejores para una mujer tan ambiciosa como tú.

– ¿Cómo sabe que soy ambiciosa? -le espetó ella-. Tal vez sea perfectamente feliz con el puesto que ocupo aquí.

– Y las ranas tienen pelo. Cada uno reconoce a sus iguales, Sylvie. Bueno, ¿qué me dices?

– ¿Qué ocurrirá si me niego?

– Creí que querías lo mejor para Colette Inc.

Jaque mate. Menuda rata… Sylvie empezó a pensar. ¿Cuál sería el daño? Al menos podría conceder a Colette más tiempo para las maniobras legales, aunque no pudiera convencerlo a él de que no cerrara la empresa. Además, no era que aquel hombre fuera completamente odioso. Si no fuera el hombre que… bueno, el hombre que era…

– Supongo que me veo obligada a aceptar. ¿Tengo su palabra de que hoy no tomará ningún tipo de acción contra la empresa?

– Palabra de honor -respondió él, levantando la mano derecha.

– Ya -replicó ella, antes de darse la vuelta para marcharse-. Como si eso valiera algo. Una persona de honor no consideraría dejar a más de cien personas sin trabajo.

– ¿Quién ha dicho nada de dejar a la gente sin trabajo?

– ¿No es eso lo que está pensando hacer? -quiso saber Sylvie, tras darse la vuelta inmediatamente.

– Lo que estoy pensando es hacer un trato beneficioso.

– Sin tener en cuenta quién salga perjudicado -le espetó ella. Entonces, se dispuso a volver a su despacho.

– Sylvie -dijo él, antes de que se marchara-. Sé mucho más de lo que te puedas imaginar sobre las personas que salieran perjudicadas por las transacciones empresariales. En mis ecuaciones, siempre tengo en cuenta a los empleados.

Algún tiempo después, tras recibir una reprimenda de su jefe por su comportamiento, Sylvie se encerró en su despacho y se preguntó qué sería lo que le habría pasado. A menos que se hubiera equivocado, las amargas palabras de Marcus Grey no dejaban ninguna duda. Aparentemente, él sentía que algún desgraciado trato empresarial le había perjudicado… ¿Podría haber sido en sus negociaciones con Colette? Eso podría explicar el modo en que iba a por la empresa.

Decidió seguir un impulso y, tras conectarse a la red, empezó a buscar información. Si tenía que salir a cenar con él aquella noche, tenía la intención de saber todo lo que hubiera que saber sobre Marcus Grey, lo que incluía cualquier detalle de su vida que hubiera provocado que pronunciara aquellas misteriosas palabras.

Mientras se montaba en su brillante Mercedes negro aquella tarde, Marcus pensó en el contoneo con el que Sylvie Bennett se había marchado en dirección a su despacho aquella tarde, después de que se hubieran despedido.

Siempre se había preguntado cómo los hombres podían dejarse dominar por sus hormonas. En las numerosas relaciones que había tenido con mujeres a lo largo de los años, nunca había sido el que perdiera el control. Nunca se había dejado llevar por las emociones hasta aquel punto. A pesar de que había disfrutado apasionados encuentros con el bello sexo, una parte de su cerebro siempre se había mantenido funcional.

Hasta aquel mismo día. ¿Tenía idea aquella mujer de lo hermosa que era, con sus oscuros ojos, como los de una gitana, y una boca de labios gruesos que pedían a gritos que se los besara? Había tenido problemas para concentrarse en lo que ella le decía porque había estado demasiado pendiente del modo en que aquellos deliciosos labios formaban cada sílaba, la manera en que sus pechos rellenaban perfectamente la chaqueta que llevaba puesta y el modo en que su sedoso cabello se agitaba cada vez que movía la cabeza.

Si cualquiera otra persona hubiera entrado en la sala de conferencias y hubiera comenzado a arengarle de aquel modo, habría hecho que le sirvieran su cabeza sobre una bandeja de plata. Sin embargo, cuando Sylvie había cruzado la sala, lo único que había podido hacer era admirarla. Se había hundido en aquellos ojos oscuros sin ni siquiera querer salvarse.

Cuando ella había dejado de mirarlo, había sentido como si se hubiera roto un embrujo. A medida que fue entendiendo sus palabras, había dejado de pensar en lo rápido que podría seducirla y había empezado a escuchar la abierta hostilidad que había en su hermosa voz.

¿Qué diablos estaba diciendo la gente sobre él? Aquel rumor debía de haber sido el detonante de aquel ridículo e infructuoso pleito que el consejo de dirección de Colette había presentado contra él.

Efectivamente, planeaba absorber Colette y cerrarla completamente como fabricante de joyas, pero no iba a echar a todos sus empleados a la calle. En su mayor parte, los empleados de Colette Inc. se convertirían en empleados de las Empresas Grey. Se lo había comunicado al consejo cuando regresó a la reunión después de hablar con Sylvie Bennett. Después de todo, si no tenían que preocuparse por la pérdida de sus empleos, ¿por qué iba a importarles para quién trabajaran?

El consejo de dirección. Todavía recordaba la expresión de sorpresa y alivio en los rostros de los miembros del consejo cuando no había tomado ninguna medida que comenzara el proceso que acabara con Colette. Evidentemente, no lo entendían. Ni siquiera él mismo lo entendía.

El odio, el deseo de venganza que habla sentido durante tanto tiempo desde que se había hecho lo suficientemente rico como para darse cuenta de que podría resarcir la humillación de su padre a manos de Colette Inc. se había visto moderado. Sylvie Bennett había logrado humanizar aquella empresa, una circunstancia que nunca había considerado.

En realidad, era solo una empresa. Y Sylvie Bennett solo una mujer, aunque no se parecía a ninguna mujer de las que hubiera conocido.

Estaba acostumbrado a que las mujeres se rindieran a sus pies. Era un soltero muy codiciado, con una gran fortuna a su disposición y, por sí misma, habría bastado aunque hubiera parecido un sapo, lo que, a juzgar por la facilidad con la que seducía a las mujeres, estaba muy lejos de la realidad.

Sin embargo, Sylvie Bennett no se había rendido. Y tampoco había parecido muy afectada por su presencia, aunque su instinto le decía que no le había resultado indiferente, al igual que ella a él.

Se había mostrado furiosa delante de él. Marcus se había sentido una ridícula atracción por el fuego que ardía en sus ojos oscuros. Había tenido que contenerse para no hundirse en sus deliciosos encantos hasta que el fuego que con toda seguridad ardía dentro de ella se liberara y los consumiera a los dos. No podía quitarle el ceño de la frente con un beso, ni estrechar sus rotundas curvas contra él ni perderse sobre aquella sedosa piel, por mucho que lo hubiera deseado.

Y lo deseara. Tal vez ella creyera que iba a lograr convencerlo para que diera muestras de generosidad hacia su querida empresa, pero Marcus tenía otros planes, que incluían conocer todo lo que fuera posible sobre la señorita Sylvie Bennett y que posiblemente culminarían en el momento en que pudiera meterla en su cama.

Sabía que estaba soltera porque, después de que hubiera terminado aquella maldita reunión, había consultado su expediente. Soltera, veintisiete años, había trabajado para Colette desde que terminó sus estudios universitarios y era, evidentemente, una de las jóvenes promesas de la empresa. Conocía hasta su peso y su altura. Todo. Lo único que no había encontrado era información sobre su familia. No había dirección de ningún pariente cercano al que se pudiera avisar en caso de emergencia, sino solo la de su casera. ¿Significaba aquello que no tenía familia?

Aparcó su Mercedes delante del elegante edificio de apartamentos en el que vivía Sylvie. Había hecho que su secretaria la llamara y le dijera que estuviera preparada para las siete y media. Se imaginó que, después, terminarían tomado una copa en su casa o en la de ella… A partir de entonces, Marcus se encargaría de todo… Claro que lo haría…

Sylvie abrió la puerta momentos después de que llamara.

– Buenas tardes, señor Grey. ¿Le gustaría entrar? -preguntó ella, sin sonreír.

– Gracias -respondió él, entrando en el recibidor-. Para ti -añadió, entregándole una caja que contenía unas flores. Sylvie la tomó y la miró de un modo tan sospechoso que hizo que Marcus sonriera-. No es un paquete bomba.

Aquel gesto, le indicó que tal vez tardara algo más en hacerle el amor de lo que había imaginado.

– Gracias -respondió ella, visiblemente más aliviada. Entonces, cuando descubrió las frágiles orquídeas blancas, sonrió-. ¡Oh! ¡Gracias! -repitió, con más sinceridad-. Son muy bonitas.

La sonrisa que se dibujó en los labios de Sylvie reavivó las esperanzas de Marcus para aquella noche.

Tenía unos suaves hoyuelos en las mejillas, que le daban un aspecto pícaro y seductor al mismo tiempo. Hubiera querido tocárselas para ver si eran tan suaves como parecían, besarla. Llevaba los labios pintados de un rojo intenso y brillante. Sin poder evitarlo, se imaginó lo que aquella boca podría hacer y se dio cuenta de que iba a ser una noche muy larga. Verla comer, bocado tras bocado, iba a necesitar más autocontrol de lo que habría pensado.

– ¿Le gustaría sentarse? -preguntó, indicándole el salón.

– No, gracias. Tenemos una reserva en el restaurante a las ocho.

Entonces, se dio cuenta de que iba vestida de rojo, de un rojo pasión que era exactamente igual al de su lápiz de labios. A pesar de todo, el vestido era muy sencillo, con manga larga y un recatado cuello que no revelaba nada de la carne que se ocultaba bajo la tela. Cuando se dirigió a la cocina para ir por un jarrón, pudo comprobar que, en la espalda, tenía un profundo escote que le llegaba casi hasta la cintura y mostraba una gran porción en uve de marfileña piel.

El interés de Marcus subió un punto más. Si aquella mujer había querido impresionarlo, lo había conseguido. Iba a tener muchos problemas aquella noche para mantener la mente centrada en los negocios. Y sospechaba que ella lo sabía. Dedujo que, por el escote que llevaba en la espalda, era imposible que llevara sujetador. ¿Cómo iba a conseguir concentrarse en una conversación cuando no podría dejar de pensar en lo fácil que resultaría deslizar la mano por debajo de la tela y buscar los femeninos tesoros que ocultaba?

Suspiró. Se estaba comportando como un idiota. Además, lo peor de todo era que no recordaba cuándo una mujer le había tentado de aquella manera. Seguramente, había estado trabajando demasiado.

Cuando ella regresó con un jarrón que contenía las orquídeas, le dedicó otra dulce sonrisa.

– De acuerdo -dijo Sylvie, tras dejar el jarrón sobre la mesa y tomar un abrigo blanco de lana del respaldo de una silla-. Estoy lista.

Marcus la ayudó a ponerse el abrigo, sin poder evitar rozarle brevemente los hombros durante un instante. Un perfume floral le inundó la nariz y le hizo aspirar profundamente. Era perfecto para ella.

Mientras bajaban juntos por la amplia escalera de mármol, se abrió la puerta del apartamento 1A. En aquel momento, salió una mujer madura, con una bandeja en la mano. Algo sorprendido, Marcus reconoció a la mujer que había estado en la reunión. Era la otra accionista de Colette.

– Hola, Rose -dijo Sylvie.

– Hola, querida. ¿Vas a salir esta noche?

– Sí. Rose, este es Marcus Grey. Señor Grey, es mi casera y amiga, Rose Carson.

Marcus asintió. Cuando abrió la boca para decir que ya se conocían, captó un discreto gesto en los ojos de la mujer. Interesante. Por la razón que fuera, no quería que Sylvie supiera su relación con la empresa. En vez de preguntarle todo lo que hubiera querido, se limitó a saludarla.

– Buenas tardes, señora Carson.

– Señor Grey -respondió la mujer, aliviada por su silencio-. Ella, la chica del 2D, tiene un resfriado -añadió, dirigiéndose a Sylvie-, así que pensé que le sentaría bien un poco de mi sopa de pollo y fideos.

– Estoy segura de que te estará muy agradecida, Rose. A mí siempre me sienta fenomenal. ¡Oh! Casi se me había olvidado. Todavía no te he devuelto el broche. Voy a buscarlo.

– No hay prisa, querida -afirmó Rose-. Puedes bajármelo en otra ocasión. Ahora vete y diviértete.

– ¿Estáis hablando del broche que tú llevabas esta tarde? -preguntó Marcus-. Era precioso. De ámbar, si recuerdo bien. Una pieza verdaderamente hermosa.

Para su sorpresa, Rose Carson se sonrojó.

– Es muy viejo, pero yo lo tengo en mucha estima, aunque no vale mucho.

– Si usted lo tiene estima, entonces claro que tiene valor -replicó Marcus, con firmeza, ganándose una sonrisa de la mujer.

Sylvie lo miró con aprobación antes de responder a Rose.

– De acuerdo, te lo bajaré mañana. Además, hay algo de lo que quiero hablar contigo.

Unos momentos después, mientras salían por la puerta principal, Sylvie se dirigió a Marcus con una sonrisa.

– Eso que le dijo a Rose ha sido muy bonito.

– Lo decía en serio -respondió él, mientras le abría la puerta de su coche para que entrara.

Al hacerlo, el abrigo blanco se abrió ligeramente, mostrando unos esbeltos muslos. Cuando Marcus se inclinó para ayudarla a recoger el abrigo, sintió de nuevo el delicioso perfume. El pulso se le aceleró otra vez.

Fueron hacia el norte, hacia el Club de Campo Youngsville, un lujoso establecimiento privado. Sylvie estuvo en silencio durante el trayecto. Tenía las manos sobre el regazo y no dejaba de juguetear incesantemente con los dedos, haciendo girar los pulgares uno sobre otro.

– He leído tu expediente personal -dijo él, de repente.

– ¿Cómo ha dicho?

– Tenía que saber dónde vivías -respondió Marcus, a pesar de que no era del todo cierto. Su secretaria podría haberlo hecho por él.

– Pensé que para eso estaban las secretarias -replicó Sylvie, como si le hubiera leído el pensamiento.

– No siempre. Bueno, cuéntame por qué elegiste trabajar en Colette. He visto que llevas cinco años en la empresa. ¿Fue tu primer trabajo después de la universidad?

– Sí, Me gradué en Marketing y Administración. Cuando me enteré de que Colette tenía una vacante, me puse muy contenta. Siempre me han gustado las joyas hermosas y las piedras preciosas, aunque no entran dentro de mi presupuesto.

– ¿Dónde empezaste? -preguntó él, a pesar de que ya lo sabía.

– Estoy segura de que ya lo sabe -contestó ella, de nuevo, como si supiera lo que estaba pensando.

– Hazme el favor. Me gustaría que me lo dijeras tú.

– De acuerdo. Envié un currículum a Colette antes de terminar mis estudios, pero no tenía muchas esperanzas de que me contrataran. Cuando recibí una llamada para que fuera a hacer una entrevista, me sorprendí mucho, pero decidí aprovechar la oportunidad. Me contrataron como ayudante del departamento de ventas y luego pasé a marketing. Me encanta lo que hago.

– Podrías hacer lo mismo en otra empresa.

– No quiero trabajar para otra empresa. Quiero mucho a Colette. Las personas con las que trabajo se han convertido en buenos amigos. Sus parejas son mis amigos también. Soy madrina del nieto de mi primer supervisor. No se puede tirar todo eso por la borda. Colette es mucho más que dinero, más que acciones en el mercado de valores. ¿Por qué quiere destruirla? -añadió, volviéndose para mirarlo.

– Yo nunca he dicho que quiera destruirla. Tú y tu «familia» habéis creado muchas historias que podrían no ser ciertas -replicó él, optando por no darle información alguna.

– Podrían serlo. He notado que no ha respondido a mi pregunta. ¿Pensará al menos en las personas que dependen de Colette para poder sobrevivir?

– De acuerdo -respondió él, tras aparcar el coche. Entonces, se dirigió hacia la puerta de Sylvie para ayudarla a salir.

– ¿De acuerdo? -le espetó ella-. ¿Qué significa eso? ¿Que considerará mi punto de vista o que ya no quiere hablar más del tema? Quiero que me lleve ahora mismo a mi casa, señor Grey.

Dos

– ¡Vaya! -dijo Marcus-. No quiero pelear contigo, Sylvie.

– ¿Y entonces qué quiere hacer?

Marcus vio que ella lamento haber dicho aquellas palabras en el momento en que le salieron de la boca. Entonces, sonrió pícaramente.

– ¿Ahora o después?

– Eso ha sido lo que le he preguntado, ¿verdad? -le espetó Sylvie.

– Efectivamente -replicó él, tomándola por el codo y dirigiéndose con ella hacia la entrada del club-. Sugiero que suspendamos toda conversación sobre puntos en los que estamos en desacuerdo durante el resto de esta velada. No tengo a menudo la oportunidad de cenar con una mujer tan hermosa como tú y me gustaría saborear el momento.

Sylvie dudó. Durante un momento, Marcus pensó que se iba a negar. Entonces, sacudió la cabeza y se dispuso a entrar por la puerta.

– Usted es capaz de convencer a cualquiera, señor Grey. Tendré que tener mucho cuidado con usted.

– No creo que tengas que preocuparte, a menos que sigas llamándome señor Grey. Me llamo Marcus.

– Marcus -repitió ella, con una sonrisa.

Mientras la ayudaba a quitarse el abrigo, él pensó que aquel movimiento de labios había sido uno de los gestos más sensuales y eróticos que había visto nunca. Entonces, el maître los acompañó a la mesa que él había reservado, con vistas al lago Michigan.

– Incluso en invierno es hermoso -comentó Sylvie, mientras contemplaba el lago.

A continuación, Marcus pidió una copa de vino blanco. Mientras lo tomaban, Sylvie le sonrió a través de la llama de las velas.

– No me dijiste que tu padre tuvo en el pasado una empresa de diseño de joyas y gemas. Creo que se llamaba Van Arl.

Marcus se quedó inmóvil, con la copa muy cerca de los labios. Lentamente, se obligó a dar un sorbo y a ponerla de nuevo sobre la mesa.

– Hace muchos años que Van Arl no existe. Es historia.

– No creo que veinticinco años sea historia.

– Si tú lo dices… ¿Dónde has oído hablar de Van Arl?

– Tú no eres el único que ha venido preparado. Esta tarde hice un poco de investigación sobre ti, aunque yo no tuve la ventaja de tener un completo expediente a mano.

– Estupendo. He tenido que escoger a Sherlock Holmes para que salga conmigo -bromeó él, tratando de adoptar una actitud más relajada-. ¿Qué es lo que quieres saber sobre Van Arl? Cuando estaba todavía en funcionamiento, yo era un niño. Tengo muy pocos recuerdos sobre ella.

– Durante un tiempo, fue un negocio muy floreciente. Seguramente Colette le hacía la competencia, ¿verdad?

– Lo fue durante los años sesenta y setenta. En otro momento, también solía suministrar gemas y piedras finas a Colette -respondió él, sorprendiéndose por la tranquilidad que estaba mostrando en la voz-. Hasta que Colette se llevó al equipo de diseño de mi padre, aunque supongo que ya lo sabrás si has investigado un poco al respecto.

Sylvie asintió. Cuando Marcus la miró, vio una pena en aquellos ojos color chocolate que despertó en él una furia que no había sentido en años.

– Esto no es una venganza -replicó-, si es eso lo que estás pensando. Aunque sería una historia estupenda.

– Así es. Especialmente dado que Van Arl no podía competir sin esos diseñadores y que la falta de trabajos de calidad empezó a afectar a los beneficios de la compañía.

– ¿Acaso se les puede culpar? Aparentemente, Colette les ofreció a esas personas más dinero y mejores beneficios de los que tenían en Van Arl. Simplemente, mejoraron sus condiciones de trabajo. De eso estoy seguro. Hicieron un buen negocio. Como yo lo voy a hacer con mi decisión de absorber Colette.

– ¿Ese es el modo en el que estás racionalizando todo esto? ¿Considerándolo un buen negocio? -preguntó ella, colocando una mano encima de la de él-. Marcus, las personas que trabajan en Colette ahora no son responsables por lo que le ocurrió al negocio de tu padre. Carl Colette fue el hombre que dirigía la empresa entonces y ya lleva muerto muchos años. Tenía una hija que se marchó hace mucho tiempo y de la que no se han tenido noticias desde entonces. No ha habido ningún Colette como responsable de Colette Inc. desde que la viuda de Cari murió hace más de diez años.

– Esto no tiene nada que ver con quién trabaje en Colette -insistió él-. Cuando era niño me interesaban mucho las gemas y las joyas, gracias a la empresa de mi padre, y quiero seguir expandiendo ese interés. El nombre de la empresa que compré no significa nada para mí. Se trata simplemente de un negocio. He buscado el mejor trato posible y Colette parecía estar en una situación menos estable y más accesible que las demás.

Con un rápido movimiento, Marcus giró la mano y atrapó los dedos de Sylvie entre los suyos. Rápidamente, ella la apartó y se la colocó sobre el regazo.

– Entonces, ¿tienes la intención de mantener Colette intacta aunque cambies el nombre?

– Yo no he dicho eso. Sin embargo, como ya te he explicado, siempre me aseguro de que se tenga en cuenta a los buenos empleados cuando adquiero un negocio.

– Si tú lo dices -replicó Sylvie, no muy convencida.

– Claro que lo digo -concluyó él. Entonces, se volvió para llamar al camarero.

Mientras tomaban los entremeses, Marcus consiguió dirigir la conversación hacia temas menos espinosos. Averiguó que Sylvie era una aficionada al teatro, particularmente a los musicales, y que tenía grabaciones de todas las obras de Andrew Lloyd Weber que habían estado en escena. Descubrieron que, el verano anterior, habían visto algunos espectáculos en el mismo teatro, de cuyo consejo de dirección Marcus formaba parte.

– ¿Cómo te empezó a interesar el teatro? -quiso saber él-. ¿Formaba alguien de tu familia parte del mundo de la escena?

– Simplemente me gusta -respondió ella, mirando hacia el lago-. No vi una representación hasta que estuve en el instituto-. Era… soy… huérfana.

– Lo siento. No quería avivar malos recuerdos -dijo Marcus, cubriéndole una mano con una de las suyas, como ella había hecho antes.

– No importa -susurró ella, respirando profundamente.

– ¿No fuiste adoptada?

– No. Era una niña algo rebelde. Si yo hubiera sido un posible padre adoptivo, habría salido corriendo al ver un niño como yo -comentó ella. A pesar del tono ligero de voz, se notaba un fuerte dolor.

– Parece un modo muy poco agradable para crecer.

– No estuvo tan mal. En realidad, casi no pienso en ello desde que he conseguido rehacer mi vida.

– ¿Desde qué has conseguido rehacer tu vida? Ni que fueras una expresidiaria.

– No, pero no creo que me faltara mucho para haberlo sido. De niña era bastante salvaje.

– ¿Cómo de salvaje? ¿De las que siempre andaba metida en peleas o de las que robaba a la gente?

– De ninguna de las dos maneras. Tenía un método para tratar con las casas de acogida que no me gustaban. Me pasaba el tiempo escapándome hasta que se cansaban de tratar de contenerme. Después de la cuarta o la quinta vez, me enviaban a un colegio para jóvenes al borde de la delincuencia. Era como una institución militar y al principio lo odiaba, pero la disciplina era exactamente lo que yo necesitaba. Entonces -añadió, extendiendo los brazos-, me convertí en la ciudadana modelo que ves hoy en día.

– Sospecho que, en el fondo, sigues siendo una rebelde.

Sin embargo, mientras el camarero se acercaba de nuevo a la mesa, no pudo evitar pensar en cómo Sylvie se había convertido en la persona que era. Su infancia parecía una verdadera pesadilla.

¿A quién se habría dirigido para conseguir amor y seguridad? La infancia de Marcus no había sido demasiado perfecta, pero siempre había podido contar con sus padres. Por primera vez, se le ocurrió que había cosas mucho peores que tener unos padres divorciados, aunque le hubiera resultado muy duro.

Mientras tomaban el café, la orquesta empezó a tocar una suave melodía. A su alrededor, varias parejas se levantaron y se dirigieron a la pista de baile.

– ¿Te gustaría bailar?

– Me encantaría -respondió ella.

Los dos se levantaron y fueron hacia la pista. Allí, Marcus la tomó entre sus brazos y empezaron a moverse a ritmo de un vals. Sylvie era buena bailarina. Cuando los pasos se fueron haciendo más difíciles, Marcus la estrechó un poco más entre sus brazos, gozando al ver que ella no perdía el paso.

Su mano estaba extendida sobre la piel desnuda de su espalda. Bajo las yemas de sus dedos, la carne parecía seda. Sabía perfectamente que no llevaba sujetador y tuvo que contenerse para no mirarle los pechos. A medida que la música se fue haciendo más rápida, él la agarró con más fuerza. Cada vez que sus miradas se cruzaban, Marcus creía ver en los ojos de ella la misma fascinación sexual a la que él se estaba enfrentando. Había deseado a muchas mujeres antes, pero no recordaba haberlo hecho con la misma intensidad. Aquella atracción le ponía nervioso. Sin embargo, no iba a tratar de no prestarle atención.

Los dos estaban riendo tras unos movimientos algo energéticos cuando una mujer de más edad se les acercó y dijo.

– Los dos bailáis muy bien. Debéis practicar mucho.

– Bailamos mucho -dijo Sylvie, sonriendo a la mujer.

Cuando la mujer se alejó, Marcus no pudo contener la risa.

– Mentirosa.

– No estaba mintiendo. Yo bailo con frecuencia. Y se ve que tú también, porque si no, no lo harías tan bien. Lo que ocurrió es que ella dio por sentado que lo hacemos juntos.

– Eres muy escurridiza. Recuérdame que nunca me tome nada como lo dices.

En aquel momento, la música empezó a ser más lenta. La risa de Marcus fue desapareciendo cuando la miró a los ojos. La estrechó un poco más contra él, agarró con más fuerza los dedos de ella y le llevó la mano hacia su tórax. Olió el limpio aroma de su cabello rizado. Tenía el rostro de Sylvie tan cerca del suyo que casi podía descansar sus labios sobre la sien de la joven. Resultaba una idea muy tentadora, pero se contuvo.

Bailaron en silencio durante unos minutos. Lentamente, empezó a acariciarle suavemente la sedosa piel de la espalda y, a pesar de la fuerte atracción sexual que había entre ellos, sintió que se iba relajando, músculo a músculo. La deseaba, pero eso podía esperar. En aquellos momentos, resultaba maravilloso tenerla simplemente entre los brazos.

– Esto es muy agradable -murmuró.

– Sí, lo es.

– Sylvie… Disfruto estando contigo.

Estaba más allá de un nivel físico. Sylvie era una mujer inteligente e ingeniosa, decidida y dispuesta a defender sus puntos de vista. Era la mujer más atractiva que había conocido nunca. Era única.

– Yo también. Demasiado.

– ¿Cómo se puede disfrutar algo demasiado?

– Bueno, ya sabes a lo que me refiero. Estamos en bandos opuestos de lo que parece que podría llegar a ser una batalla muy desagradable.

– Eso es trabajo. Esto es personal -susurró él, estrechándola un poco más, hasta que sus muslos se tocaron y pudo sentir sus rotundos senos contra su pecho. Sylvie no se apartó y Marcus gozó con el íntimo placer de bailar tan juntos, disfrutó con la excitación que la cercanía de la joven le estaba produciendo en la entrepierna-. Muy personal…

– No estoy segura de que podamos separar las dos cosas.

– Yo sí. ¿Por qué no acordamos estar en desacuerdo en ese asunto? -sugirió él, al sentir que Sylvie apoyaba ligeramente la cabeza sobre su hombro-. Y lo dejamos así.

– Yo… De acuerdo -musitó ella, como si estuviera teniendo problemas para centrarse en sus pensamientos. Aquello provocó en Marcus una satisfacción. Había temido ser el único que estuviera experimentando aquellas sensaciones.

– Mírame.

– No.

– ¿Por qué no?

– Porque si lo hago, me besarás -contestó ella, riendo suavemente-. Y no creo estar preparada todavía para enfrentarme a tus besos.

– Sé que yo no estoy preparado, pero quiero hacerlo de todos modos.

– No siempre se consigue lo que uno quiere. ¿Es que no te enseñó esa verdad tu privilegiada infancia?

Aquellas palabras tocaron un punto débil. Marcus dejó de bailar y esperó hasta que, finalmente, ella levantó los ojos para mirarlo.

– Efectivamente, crecí con dinero y no puedo negar que ello hizo que mi vida resultara muy cómoda en muchos aspectos, pero no quiero que creas que el dinero te da todo lo que quieres.

– Marcus… Lo siento. Ha sido un comentario grosero e imperdonable.

– Acepto tus disculpas -replicó él, tocándole la frente con los labios-. ¿Quieres besarme para compensarme?

– Efectivamente, eres muy persistente -susurró ella, con una sonrisa.

– Es una de mis mejores cualidades.

– No habrá besos. Y mucho menos en público.

– Eso me da ciertas esperanzas. ¿Y en privado?

Como única respuesta, Sylvie se echó a reír. Marcus rio también y la tomó de la mano para sacarla de la pista de baile.

– ¿Estás lista para marcharte?

– Sí, pero no porque quiera pasar a un plano más íntimo contigo. Es que mañana tengo que trabajar.

Marcus sonrió y juntos fueron a buscar el abrigo de Sylvie, que él la ayudó a ponerse.

Cuando llegaron a Amber Court, la acompañó a su apartamento. Mientras subían la escalera, notó que ella iba colocando de nuevo sus defensas que creía haber derribado durante la cena y el baile.

Sylvie se detuvo delante de su puerta, y tras sacar la llave, se volvió para mirarlo.

– Muchas gracias por una hermosa velada, Marcus.

Él dio un paso al frente, acercándose más a ella. Sylvie abrió un poco más los ojos antes de poder controlar su reacción.

– Sylvie, ¿quieres volver a salir conmigo mañana por la noche?

– No estoy segura de que eso sea aconsejable, Marcus. Tú eres el dueño de una empresa que está tratando de absorber a la empresa en la que yo trabajo. Eso me hace sentirme incómoda…

– Quiero volver a verte. Y tú también lo deseas, ¿no es verdad?

– Yo…

– No mientas -susurró él, colocándole un dedo sobre los labios.

– No iba a mentir -musitó Sylvie, contra aquel dedo-, pero no creo que sea buena idea mezclar los negocios con…

– Esto no tiene nada que ver con los negocios.

Entonces, la tomó entre sus brazos y unió sus labios con los de ella en un rápido gesto. Sylvie se resistió al principio, pero, a medida que él la iba besando y le acariciaba la espalda, sintió que la rigidez de su postura iba remitiendo. El suave movimiento de aquellos dulces labios bajo los suyos resultaba profundamente erótico. Le hubiera gustado introducir la lengua entre ellos y buscar la dulzura que seguramente se escondía en el interior de la boca, pero no quería asustarla. Además, ella no le había abierto la boca. Mostraba una extraña mezcla de sofisticación e inocencia. El modo en que ella besaba lo sorprendió. Hubiera esperado que fuera mucho más experimentada.

Seguían con los abrigos puestos, aunque se los habían desabrochado por el calor que reinaba en el interior del edificio. Lentamente, Marcus fue apartando las pesadas telas para que el esbelto cuerpo de ella quedara de nuevo en contacto con el suyo, frotando la carne que se le iba despertando bajo la cremallera del pantalón. La estrechó entre sus brazos, sin temor a mostrarle su excitación, para dejarle que sintiera lo que le hacía.

De repente, Sylvie se apartó de sus brazos y lo miró con una expresión de sorpresa en los ojos.

– Vaya -susurró él, acariciando suavemente la tela del abrigo-. A mí no me ha parecido que eso estuviera relacionado solo con el trabajo…

– Tampoco ha sido muy inteligente -replicó ella. Entonces, suspiró y levantó una mano para abofetearlo.

Sin pensar, Marcus giró la cabeza y le dio un beso en la palma, dejando que la punta de la lengua le lamiera ligeramente la piel.

– Dime que sí -susurró-. Sal conmigo mañana por la noche.

Sylvie dudó durante un largo momento. Marcus se preparó para poder darle más argumentos. Entonces, le tomó la mano entre las suyas y besó suavemente la parte carnosa del pulgar, para luego hacer lo mismo con la mejilla.

– Sí -musitó ella, por fin.

– Estupendo -dijo Marcus, besándola de nuevo en la boca-. Pasaré a recogerte a las siete. Vístete de un modo informal.

– ¿Dónde iremos?

– Tú vístete de un modo informal -repitió. Entonces, dio un paso atrás antes de que tuviera que ceder a la tentación de devorarla.

– ¿Marcus? -dijo ella, para llamar de nuevo su atención-. No vas… no vas a hacer nada que pueda afectar a Colette mañana, ¿verdad?

¿Qué podía suponer un día más?

– No. Te prometo que mañana no ocurrirá nada.

Sin embargo, mientras bajaba las escaleras, sintió que había un pequeño núcleo de descontento en la sensual alegría que lo embargaba. Le molestaba que Sylvie sintiera que tenía que usarse para conseguir un trato favorable para Colette, una empresa que, con toda seguridad, no se merecía a una mujer como Sylvie Bennett.

Tras cerrar la puerta de su apartamento, Sylvie se apoyó en la puerta. Aquello no se parecía a nada que hubiera experimentado con anterioridad. Se tocó los labios con los dedos y le pareció que todavía palpitaban por los besos de Marcus. Cualquier hombre que pudiera besar de aquel modo debería considerarse una amenaza para la seguridad nacional.

Suspiró y se dirigió hacia su dormitorio. El hermoso broche de ámbar que Rose le había prestado estaba en su tocador. Lo tocó suavemente con un dedo. Al hacerlo, recordó una conversación que había tenido unas semanas antes, cuando Rose la había invitado a su apartamento para la cena del día de Acción de Gracias. Tres de las amigas de Sylvie, que eran compañeras de trabajo, habían asistido también. Todas las mujeres vivían en Amber Court y se sentían especialmente unidas a Rose, que parecía gozar con su papel de madre adoptiva. Recientemente, todas sus amigas se habían casado o se habían prometido y una de ellas, Meredith Blair, había empezado a bromear sobre el broche, que ella llevaba puesto aquel día.

– Ten cuidado, Sylvie -le había dicho Meredith-. Si Rose te presta este broche, puedes decirle adiós a tus días de soltera. Yo lo llevaba puesto el día que conocía a Adam y Rose se lo prestó a Jayne el día que conoció a Erik. Creo que fuera quien fuera quien lo hiciera, debió de embrujarlo.

– ¡Estás bromeando! -exclamó Lila Maxwell, levantando una mano, en la que relucía un hermoso anillo de compromiso-. ¡Oh! Yo también lo llevaba puesto el día en que Nick y yo…

Nick Candem colocó una mano sobre la de su prometida y contempló muy divertido cómo ella se sonrojaba.

– El día en que me di cuenta de que no podía vivir sin ella -dijo.

– Tal vez tenga algo mágico -comentó entonces Rose-. Supongo que tendré que prestártelo algún día, Sylvie.

– No te preocupes -se había apresurado Sylvie a contestar-. Me gusta mi vida tal y como está. Gracias.

Sin embargo, cuando se encontró con Rose aquella misma mañana, antes de irrumpir en la reunión, no había estado pensando más que en el consejo. Se había acordado del broche, pero no de la conversación… Hasta aquel momento.

Mientras se desnudaba, no dejó de mirar la joya. ¿Podría ser…? ¡Qué ridículo! Claro que no. Sin embargo, Jayne,. Lila y Meredith… Todas ellas habían conocido al hombre de su vida mientras lo llevaban puesto. ¿Y si Marcus y ella…? En realidad, era un hombre perfecto, a excepción de su injerencia en Colette. Tenían intereses comunes y lo encontraba más atractivo que a ningún otro hombre que hubiera conocido.

Efectivamente, hacía menos de un día que lo conocía. «Deseas a ese hombre», se advirtió. «No tiene nada que ver con lo compatibles que sois, excepto en el nivel más físico». Precisamente, por eso no lo había invitado a entrar aquella noche. Nunca antes había tenido problemas para terminar una velada. De hecho, no podía recordar haber intercambiado más de un beso en la mejilla en su primera cita. La única relación íntima que había tenido había ocurrido durante una de sus muchas escapadas, cuando tenía dieciséis años. La experiencia había sido dolorosa y mucho menos romántica, por lo que nunca se había visto con ganas de repetirlo con nadie más… hasta aquella noche.

Sacudió la cabeza, enojada consigo misma. Solo Dios sabía lo que Marcus había pensado de la facilidad con la que se había rendido a sus besos. Probablemente estaba planeando seducirla. ¿Quién podría culparlo?

¿Qué habría hecho ella si él hubiera insistido? Se echó a temblar. Le hubiera gustado estar segura de que le habría rechazado. Sin embargo, cuando estaba entre sus brazos, no podría ser responsable de sus actos. Por eso, debería mantenerse alejada de él.

¿Y qué había hecho? Había aceptado una cita al día siguiente. A pesar de sus excusas sobre Colette, sabía que nunca había sentido nada como lo que Marcus le hacía sentir, nunca había pensado que su vida no estaría completa sin un hombre. Hasta aquella noche, cuando se había reído con él, cuando había hablado de su infancia, cuando se había sentido tan a gusto entre sus brazos…

Para una chica que no había tenido mucha comprensión o afecto a lo largo de su vida, era un sentimiento muy poderoso. Había pasado de ser una marginada a tener el éxito entre sus manos. Había hecho amigos, entre los que se encontraba Rose, a la que quería como a una madre. Sin embargo, nunca había tenido un hombre que le hiciera sentir de aquel modo.

«¡Pero si solo ha sido una cita! No es nada por lo que echar las campanas al vuelo».

No obstante, en sus sueños, bailó entre los cálidos brazos de un hombre alto, de ojos verdes, un hombre que parecía ser la pieza que faltaba en el rompecabezas que era la vida de Sylvie Bennett.

Al día siguiente, no parecía poder concentrarse. Su jefe, Wil Hughes, la miró extrañado cuando el salvapantallas del ordenador salió por tercera vez mientras trabajaban en una nueva campaña publicitaria.

– ¿En qué estás pensando, Sylvie? Hoy pareces un poco distraída.

– Lo siento -respondió, moviendo el ratón para que la pantalla volviera al programa-. Solo estoy un poco preocupada por lo que las Empresas Grey están tratando de hacernos.

– Todos lo estamos, pero no hay nada que podamos hacer más que esperar y ver qué opciones tenemos. Dios, no quiero ni pensar que tenga que marcharme de Colette y empezar de nuevo en otra parte.

– Tal vez no llegará a eso.

– Tal vez -dijo él, algo dudoso-. Bueno, dado que estamos hablando sobre Grey, dime exactamente lo que ocurrió cuando sacaste al león de la guarida ayer. ¿Llegaste a alguna parte?

– En realidad, fue el león el que me sacó a mí. No tengo ni idea si he conseguido hacerle cambiar de opinión. Anoche, fuimos a cenar y voy a volver a salir con él esta noche, así que seguiré trabajando en nombre de todos.

– ¿Estás bromeando?

– No.

– ¡Dios mío! Maeve no se lo va a creer cuando se lo diga. Tendrás que venir a cenar pronto para contárselo todo.

– Me encantaría. Es decir, ir a cenar. Creo que los detalles tendrán que censurarse.

– Maeve te lo sacará todo.

Maeve, la esposa de Wil, estaba confinada a una silla de ruedas desde que tuvo un accidente de automóvil hacía algunos años y sufría problemas crónicos. A pesar de sus dolores, Maeve era una mujer afectuosa y animada. Wil y ella habían sido los primeros amigos de Sylvie cuando llegó a Colette, mucho antes de que la trasladaran a marketing. Sylvie hubiera hecho cualquier cosa por ellos. Sabía que una de las principales preocupaciones de Wil sobre la absorción era cómo iba a encontrar dinero para pagar las constantes crisis de salud que tenía Maeve si se quedaba sin trabajo.

– ¿Cómo está?

– Bastante bien. Su médico dice que se ha recuperado completamente de la gripe.

– Me alegro.

En aquel momento, se abrió la puerta del despacho. Los dos se volvieron para ver quién era. Sin embargo, no pudieron hacerlo. Un enorme ramo de flores ocultaba a una mujer, de la que solo se veía un hermoso par de piernas.

– ¿Dónde está el escritorio? -preguntó Lila Maxwell, desde detrás de las flores.

– Ponlas aquí -dijo Sylvie, tras levantarse rápidamente para ir a ayudar a su amiga-. ¿Por qué estás de chica de los recados?

– Subía hacia aquí cuando las vi -comentó Lila, antes de dejar las flores sobre la mesa-. Las chicas de recepción dijeron que eran para ti, así que dije que te las subiría yo. ¡Me muero por saber de quién son!

– Me apuesto algo a que lo sé.

Sylvie agarró el pequeño sobre que acompañaba a las flores y lo abrió. Tengo muchas ganas de verte esta noche. Marcus.

– Vaya, vaya, vaya -dijo Lila, husmeando desvergonzadamente por encima del hombro de Sylvie-. Parece que lo has impresionado. Rose me dijo que saliste anoche con él. Debió de ser todo un éxito si estás dispuesta a repetir.

– Nos divertimos -admitió Sylvie.

– Haznos un favor -sugirió Wil-. Diviértete otra vez esta noche y, mientras tanto, convéncelo para que no cierre Colette,

– Eso parece prostitución, ¿no crees? -comentó Sylvie, sonriendo.

Sin embargo, sus dos amigos parecieron quedarse atónitos por aquellas palabras. Lila fue la primera que reaccionó.

– Sylvie, no sales con ese hombre solo para tratar de ayudar a la empresa, ¿verdad? Por la reputación que tiene, no creo que le dejaras huella.

Sylvie sonrió y trató de no prestar atención a la vocecita que le impulsaba a saltar a la defensa de Marcus.

– No. Anoche salí con él solo para tratar de ayudar a la empresa. Esta noche, voy a salir con él porque es un estupendo bailarín y porque anoche nos divertimos mucho. Nada más.

Tres

Aquella tarde, mientras Sylvie se vestía con unos pantalones azul marino y un jersey azul claro, sabía que aquella noche iba a ser mucho más, aunque les había asegurado todo lo contrario a sus amigos. Sentía una enorme bola de nervios en el estómago a pesar de que ella casi nunca se ponía nerviosa por una cita… ¿Sentiría Marcus la misma atracción por ella que la noche anterior?

El timbre sonó cuando estaba ordenando un poco el salón. Al abrir la puerta, Marcus la miró con aquellos penetrantes ojos, verdes como las esmeraldas… Sylvie sintió que el corazón le daba un vuelco y que la respiración se le atascaba en la garganta.

Era tan guapo… Llevaba unos pantalones de pana negros y una camisa blanca con el cuello desabrochado bajo una cazadora negra. Sus hombros parecían tan anchos como la puerta.

– Buenas tardes.

– Buenas tardes. Estás preciosa -dijo él, mirándola de arriba abajo.

– Gracias. Y gracias también por las flores que me enviaste esta mañana -comentó ella, señalando el jarrón que había sobre la chimenea-. Como puedes ver, son muy hermosas.

Entonces, sacó una chaqueta de lana del ropero, que él agarró enseguida para ayudarla a ponérsela. Cuando se la hubo colocado sobre los hombros, la tomó entre sus brazos y le dio la vuelta.

– Sylvie… Llevo todo el día esperando este momento…

Ella le agarró los antebrazos, aunque no para tratar de soltarse. A pesar de los abrigos, era una dulce tortura notar el cuerpo de él contra el suyo. Una tortura que sabía que debía resistir.

Sylvie mantuvo la cabeza inclinada, recordándose una y otra vez que ella no era la clase de mujer que se metía en la cama con un hombre después de una cita. O varias.

– Sobre lo de anoche -dijo ella-, no… es decir, no soy el tipo de mujer que…

– Yo nunca he pensado que lo seas, -replicó Marcus, estrechándola un poco más entre sus brazos, como si estuviera luchando una batalla interna. Entonces, la soltó y la tomó de la mano-. ¿Estás lista?

Había llevado el mismo Mercedes negro de la noche anterior. Y, como la noche anterior, fue hacia el norte, a lo largo del lago Michigan, pero, no paró delante del Club de Campo. En vez de eso, siguió conduciendo otros veinte minutos.

Cuando finalmente detuvo el coche, estaban en un precioso restaurante italiano del que Sylvie había oído mucho hablar. Estaba sobre una arenosa orilla del lago. El maître los llevó hasta una mesa muy apartada.

Tras examinar la lista de vinos y hacer una elección, Marcus se relajó y la miró con una intensidad que ella encontró algo turbadora.

– Bueno, ¿dónde lo dejamos anoche?

Sylvie recordaba perfectamente aquel momento. Como él la había sorprendido con aquella pregunta, se sonrojó. Marcus sonrió.

– Un penique por tus pensamientos.

– Ni hablar -replicó ella, tratando de recuperar la compostura-. Veamos… Creo que habías decidido que no estaba reformada antes de que empezáramos a bailar.

– Es verdad. Háblame más de esa institución a la que fuiste. ¿Qué te hizo cambiar de actitud?

– Es muy fácil. Un abrazo.

– ¿Un abrazo?

– Sí. Yo era una mocosa algo hosca, que, durante las primeras semanas, estaba decidida a ir en la dirección opuesta a la corriente, pero había una mujer… una voluntaria que iba dos veces a la semana. Se ocupaba de los chicos que necesitaban ayuda extra, echaba una mano durante las comidas si estaban escasos de personal y jugaba con los críos. La primera vez que me vio, se acercó a mí y me dijo que se alegraba mucho de conocerme.

– En ese caso, no debiste ser un hueso demasiado duro de roer si fue eso todo lo que hizo falta para hacerte cambiar.

– Bueno, no lo consiguió enseguida, pero después de que pasaran las primeras semanas, me di cuenta de que estaba empezando a esperar con impaciencia esos abrazos. Un día, me pusieron un sobresaliente en un examen de matemáticas. Más que nada, fue casualidad, pero se puso tan contenta que cualquiera hubiera creído que me habían dado un doctorado. Me abrazó y me dio la enhorabuena y me dijo que estaba muy orgullosa de mí. Entonces, me dijo que yo también debía de estar muy orgullosa de mí misma… y me di cuenta de que así era. Aquel fue, poco más o menos, el comienzo de mi nueva yo.

– Debió de ser una mujer muy especial.

– Lo es. Sigue yendo a la casa dos veces a la semana. Yo la acompaño una vez al mes -dijo Sylvie, sonriendo-. La conociste ayer.

– ¿La señora Carson? -preguntó él, muy sorprendido-. ¿Tu casera?

– Efectivamente.

En aquel momento, llegó el camarero con el vino que habían pedido. Charlaron amigablemente. Entonces, él le preguntó por su trabajo.

– Bueno, ¿qué hace exactamente una subdirectora de marketing?

– Más o menos lo que te imaginas. Yo superviso los equipos que trabajan en los diseños, en las campañas publicitarias y en los eslóganes para la empresa. En estos momentos, estamos trabajando en la campaña publicitaria de otoño.

– ¿Con nueve meses de antelación?

– Sí. Se tarda un poco en componer un plan de comercialización verdaderamente eficaz, por eso solemos trabajar con tanta antelación. Para el día de san Valentín, ya volveré a estar pensando de nuevo en la Navidad.

– Me parece que te debe resultar un poco difícil saber en qué estación estás -comentó él, riendo-. Por cierto, hablando de estaciones -añadió, señalando la ventana-, creo que vamos a tener unas navidades blancas este año.

Sylvie miró a través de la ventana. Unos enormes copos de nieve estaban empezando a caer sobre el lago.

– ¡Dios mío! -exclamó ella, juntando las manos-. Me encanta la nieve -añadió. Excepto cuando tenía reuniones muy importantes.

– No sabía que habían pronosticado nieve para esta noche.

El camarero, que había vuelto para retirar los platos, comentó:

– Se supone que va a ser una de las nevadas más grandes de la temporada, señor.

– Estupendo. Y yo he traído el Mercedes. Siento tener que acortar la velada, pero mi coche no va muy bien en carreteras resbaladizas. Es mejor que volvamos.

– De acuerdo -respondió ella, algo desilusionada.

Marcus pagó la cuenta. Entonces, fueron por sus abrigos. Cuando salieron del restaurante, una ráfaga de aire helado les golpeó en la cara. La nieve ya estaba empezando a cubrir el suelo.

– Quédate aquí -dijo Marcus-. Voy a buscar el coche.

Sylvie hizo lo que él le había pedido y, a los pocos minutos, salían con mucho cuidado del aparcamiento y tomaban la carretera que los iba a llevar de regreso a Youngsville. No hablaron mucho. Había mucha nieve en la carretera, por lo que Marcus tuvo que concentrar toda su atención en la carretera. A pesar de que el viaje de ida solo les había llevado una media hora, tardaron más del doble en regresar. Las máquinas quitanieves habían conseguido mantener limpia la carretera, pero, cuando Marcus tomó la salida que llevaba a casa de Sylvie, el Mercedes se deslizó por la pendiente y se saltó la señal de stop que había al final de la rampa. El coche giró sobre sí mismo mientras Marcus pisaba el freno constantemente para que no se bloqueara y hacía girar el volante para compensar el movimiento y evitar que el coche se deslizara sin control. Al final, consiguió que el coche tomara la dirección correcta.

– Menos mal que no había nadie entrando en la intersección -dijo Marcus. Sylvie asintió. El corazón le latía a toda velocidad-. Lo siento. No escuché la predicción meteorológica. No esperaba una nevada como esta.

– Lo que dijeron esta tarde fue que iba a nevar ligeramente, con unos tres o cuatro centímetros de nieve. Nada como esto.

El resto del trayecto transcurrió sin incidentes, aunque el coche se deslizaba de vez en cuanto cuando los neumáticos trataban de agarrarse al suelo sin conseguirlo. Cuando por fin detuvo el coche delante de Amber Court, su suspiro de alivio rompió el silencio del coche.

Mientras acompañaba a Sylvie al interior del edificio, ella notó que la nieve parecía caer cada vez con más fuerza. Parecía que iba a ser una verdadera nevada y, de repente, se sintió muy preocupada porque Marcus tuviera que volver a conducir. Aunque no sabía exactamente dónde vivía, suponía que sería en un barrio conocido como Cedar Forest, al noroeste de la ciudad. Eso suponía que, al menos, tendría que conducir durante otros veinte minutos como poco en condiciones normales. Aquella noche… solo Dios sabría cuánto podría tardar.

– ¿Te gustaría entrar? -preguntó, cuando se acercaban al apartamento-. Podría poner el parte meteorológico para que pudieras ver qué es lo que se anuncia.

– No necesito que me digan que esta noche me va a costar mucho llegar a casa -replicó él.

– Bueno… si quieres, puedes quedarte a pasar la noche. Sé que no resulta muy seguro conducir en estas circunstancias -dijo ella. Sabía que no era lo mejor que había hecho en su vida, pero no podría mandarle de nuevo a las carreteras, tal y como estaban.

A su lado, Marcus se detuvo en seco al oír sus palabras. Lentamente, soltó la bufanda y se volvió a mirarla.

– No estoy seguro de que eso sea muy buena idea.

– Yo tampoco -replicó Sylvie-, pero sería cruel por mi parte hacer que te marcharas con este tiempo. Mañana por la mañana, ya habrá parado y las carreteras deberían estar limpias. Además, mi sofá se convierte en una cama.

– ¿Y me colgarán los pies? -preguntó Marcus, con una sonrisa.

– Lo dudo -respondió ella, mientras buscaba en su bolso para sacar las llaves-. Es un colchón muy grande. Además, si no lo es, te puedes quedar con mi cama y yo dormiré en el sofá.

– No -afirmó él, cuando entraron en la casa, mientras cerraba la puerta-. Yo solo dormiré en tu cama si tú estás a mi lado.

– No voy a dormir contigo -susurró Sylvie, tratando de no prestar atención al fuego que parecía arderle en el vientre-. Creía que eso ya había quedado establecido.

– A veces los planes cambian -replicó él, tras quitarse la cazadora y colgarla, junto a su bufanda, en el ropero-. Además, yo nunca dije que estuviera de acuerdo.

Sylvie abrió la boca para protestar, pero de repente se dio cuenta de que él estaba bromeando. Entonces, después de quitarse también el abrigo, decidió cambiar de tema.

– ¿Has pensado más sobre tus planes en relación con Colette Inc.? -preguntó, mientras iba a la cocina.

El buen humor desapareció del rostro de Marcus, dando paso a una máscara sin expresión alguna. Sylvie se arrepintió de haber dicho aquellas palabras en el momento en que le salieron de la boca. Marcus estaba empezando a gustarle, tal vez más de lo que debería, y no quería estropear la velada.

– Pienso en Colette constantemente -replicó él.

– ¿En qué sentido? -quiso saber, sin poder evitarlo, mientras sacaba dos tazas para el café.

– Sobre la mejor manera de integrarla en las empresas que tengo en la actualidad. En ese tipo de cosas.

– Pero… pero no puedes. ¡Marcus, no puedes disolver Colette! ¿Cómo puedes decirme que no habrá recortes en el personal si hay una fusión?

– No puedo hacerte ninguna promesa.

– ¿No puedes o no quieres? -le espetó ella, mientras seguía preparando el café.

Marcus se acercó a ella y le puso las manos sobre los hombros, apretando suavemente mientras bajaba la cabeza y le hablaba al oído.

– Cualquiera de las dos. Ambas. Tú eliges -dijo él, dándole la vuelta-. No quiero hablar de trabajo contigo, Sylvie.

Ella lo miró, con lágrimas en los ojos. La pasión por su empresa se había vuelto a apoderar de ella cuándo volvió a hablar.

– No puedo separar mi vida como tú, en esos pequeños compartimientos -añadió, antes de deslizarse por debajo del brazo de Marcus y dirigirse hacia la habitación-. Voy a buscar unas cuantas cosas. Esta noche, me iré a dormir con Rose. Tú te puedes quedar con mi cama.

Sylvie no se volvió a mirarlo y se metió corriendo en su habitación.

Marcus no hacía más que dar vueltas en el sofá cama de Sylvie. Finalmente, se levantó después de pasar una noche casi en blanco. Suponía que era una estupidez, pero había hablado en serio lo de no querer dormir en su cama sin ella. Aunque todavía no había amanecido, la luz que iluminó la esfera de su reloj le dijo que eran casi las seis y media.

Estaba solo en el apartamento de Sylvie. ¡Maldita sea! Se había hecho muchas ilusiones sobre pasar la noche en su casa, pero dormir solo en un incómodo sofá cama no había sido una de ellas. Agarró las toallas que ella le había preparado antes de marcharse y se metió en el cuarto de baño. Allí, abrió la ducha y se metió debajo, deseando que el agua pudiera llevarse todos sus problemas.

Fusión. En su corazón, sabía que no era aquello lo que había pensado. Colette dejaría de existir cuando hubiera terminado de absorberla entre sus empresas. Se convertiría en joyas Grey, una división de Empresas Grey, o algo por el estilo.

«Es solo un negocio. Un buen movimiento empresarial. Colette ha estado teniendo problemas últimamente. El nombre de Grey volverá a lanzarla». No quiso pensar en el hecho de que habían sido los rumores sobre que Grey fuera a absorber a Colette lo que había hecho bajar el precio de sus acciones. No era culpa suya. Él no había empezado los rumores. Aunque tampoco había hecho nada para suprimirlos. Entonces, Colette había lanzado aquel pleito contra Grey. Y lo habían perdido, porque no habían podido demostrar, tal y como él había sabido, que él tuviera nada que ver con aquellos rumores, aunque casi hubiera deseado que así fuera. Varios inversores se habían puesto en contacto con él antes de que Marcus les hubiera ofrecido comprarles su parte.

Aquellos pensamientos le hicieron pensar en su trabajo. Decidió ir a casa a cambiarse antes de ir a su despacho aquella mañana. Aquello le recordó por qué estaba en aquel apartamento en vez de su espaciosa casa.

Se vistió y se acercó a la ventana. En Youngsville no solía nevar tanto como en otras partes del estado, pero tenía que haber más de treinta centímetros de nieve sobre el suelo. Seguía nevando ligeramente, pero las carreteras estaban limpias. Así conseguiría llegar a su casa y cambiar el Mercedes por un vehículo más apropiado para aquellas condiciones.

Encendió la televisión y puso el tiempo. Habría más nieve aquella noche. Parecía que el invierno había empezado con toda su fuerza.

En la cocina, recalentó el café que Sylvie no se había tomado la noche anterior. No estaba muy bueno, pero él tampoco estaba de buen humor. Se lo acababa de tomar y se estaba poniendo el abrigo cuando la puerta principal se abrió. Sylvie entró lentamente y se detuvo en seco cuando vio que él estaba despierto.

– Buenos días -dijo él.

– Buenos días.

Estaba encantadora, como siempre. Iba ya vestida para su trabajo, con un bonito traje color lavanda que resaltaba más aún su piel color marfil y sus exóticos rasgos. También parecía algo turbada.

– Sobre lo de anoche… -comentó Sylvie.

– Sé que quieres que…

– No. Sé que no es justo que me hables sobre tu negocio -musitó ella-. Siento haberme enfadado tanto contigo anoche, solo que… Por favor, si puedes, analiza con cuidado a todo el personal antes de que empieces con los despidos. Hay muchas personas maravillosas trabajando allí que no se merecen encontrarse sin trabajo por culpa de una vieja deuda.

– No es una vieja deuda -replicó Marcus, impacientemente, aunque sabía que no era así-. Es un negocio. Sin embargo, te prometo que tendré cuidado cuando, y sí, tengo que tomar decisiones de recorte de personal.

– Gracias.

– Creía que no ibas a volver a hablarme nunca -susurró él, tomándola entre sus brazos. Entonces, tras levantarle la barbilla, trató de darle un beso. Sin embargo, ella se zafó antes de que pudiera hacerlo.

– Si fuera lista, no lo haría. No obstante, supongo que no debo de serlo mucho porque no he podido hacerlo.

– Me alegro.

Entonces, la besó posesivamente, con un profundo intercambio que prendió fuego a lo más profundo de su ser.

– Mañana por la noche, tengo entradas para una obra de teatro en el Ingalls Park Theatre. Ven conmigo.

– De acuerdo.

Entonces, Marcus se marchó. Primero fue a su casa y luego a su despacho. Se sentía satisfecho del modo en que estaban progresando las cosas entre ellos.

Había rodeado los hombros de Sylvie con su brazo. Estaban sentados en el palco privado de Marcus, la noche siguiente, viendo una hermosa producción de Canción de Navidad de Dickens. Aunque Sylvie había tratado de concentrarse en la obra, la cercanía de Marcus la distraía constantemente. La palma de su mano le rodeaba el hombro y su dedo pulgar le acariciaba suavemente la piel de cuello.

Debería despreciarse por su debilidad. Debería haber mostrado algo de coraje y haber resistido a la tentación. No debería estar allí con él, implicándose afectivamente con él. Sin embargo, tanto si le gustaba como si no, ya estaba implicada.

Además, si era sincera consigo misma, le gustaba. Mucho. No había salido con muchos hombres a lo largo de sus veintisiete años. Una vez hubo superado sus problemas de infancia y de juventud, se había centrado en sus estudios y, cuando había empezado a trabajar en Colette después de terminar la universidad, se había entregado enteramente a su carrera. No había tenido mucho tiempo para hombres. Tampoco había habido muchos candidatos llamándole a la puerta para que cambiara de opinión. Había llegado a la conclusión de que era demasiado… No sabía cómo definirse. ¿Autosuficiente? ¿Inteligente? ¿Con fuerza de voluntad? Tal vez un poco de todo. Los hombres con los que había salido habían sido cosa de una sola noche. No había salido con nadie una segunda vez, pero no le había importado.

Si Marcus no le volvía a pedir una cita, sí le dolería. Él le hacía sentir cosas que no había experimentado en toda su vida, y no solo eran sensaciones físicas. Pensó en el broche de Rose, e inclinó la cabeza para verlo de nuevo sobre su vestido. Tal vez aquello había sido lo que les había unido…

«Tonta», se dijo. «Es solo una estúpida superstición». Sin embargo, le parecía que Marcus era para ella, de un modo en que nunca había sentido antes. Efectivamente, Marcus era un buen hombre y estaba segura de que, al final, cambiaría de opinión sobre Colette.

Cuando terminó la obra, Marcus la ayudó a ponerse el abrigo y la ayudó a bajar las escaleras.

– ¿Te apetece tomar algo? -le dijo él, al oído.

Sylvie se echó a temblar al sentir su aliento contra la oreja.

– Sí.

Él la agarró de la mano y salieron del teatro. Entonces, se dirigieron a un agradable bar, donde se sentaron en una apartada mesa. Marcus pidió vino para los dos mientras ella se dirigía al tocador.

Cuando regresó, había un hombre muy alto, con un llamativo cabello gris, de pie al lado de la mesa, hablando con Marcus. Él se levantó al ver que Sylvie se acercaba.

– Sylvie, te presento a Kenneth Vance. Kenneth es el director del teatro. Ken, esta es Sylvie Bennett.

– Encantado de conocerla, señorita Bennett.

– ¡Oh! -exclamó ella-. El placer es todo mío, señor Vanee. Hemos visto la obra de su teatro. Fue maravillosa.

– Gracias -respondió Vance, con una sonrisa-, pero puede darle también las gracias a Marcus. Sin sus cuantiosas contribuciones, sería extremadamente difícil ofrecer la calidad teatral que tenemos.

Para sorpresa de Sylvie, Marcus pareció algo incómodo.

– Si no te callas, Ken -dijo -, no te volveré a dar un centavo.

– Entonces, mis labios están sellados -replicó el hombre, con una sonrisa.

Unos pocos minutos más tarde, los dos se montaron en un enorme todoterreno que Marcus conducía en aquella ocasión por la nieve.

– Hmm -comentó Sylvie, mientras se acomodaba en el asiento-. Filantropía. ¿Qué otras causas apoyas?

– Oh, bueno, ya sabes cómo es esto… Se da un poco aquí, otro poco allí…

– Sí, claro. Supongo que tu idea sobre lo que es poco difiere mucho de la mía.

– Me imagino que no son tan diferentes -susurró él, entrelazando los dedos con los de ella-. Tú tienes un corazón muy grande.

– ¿Y has llegado a esa conclusión porque…?

– Hace falta un corazón muy grande para estar tan preocupada por todas las personas con las que trabajas. Admiró esa cualidad tuya.

Aquel hubiera sido el momento adecuado para volver a preguntarle sobre Colette. Sin embargo, Sylvie decidió morderse la lengua.

– El señor Vanee es encantador. ¿Hace mucho que lo conoces?

– Desde hace una década. Está entregado a su teatro. Creo que Ken haría casi cualquier cosa para mantenerlo a flote -comentó Marcus. Entonces, se dio cuenta de que aquello era lo mismo que le ocurría a Sylvie con Colette.

– Parece estar muy comprometido.

– Lo está. En realidad es mi madre la que hizo que me implicara en todo esto. Estuvo en el consejo de dirección durante muchos años, pero ahora prefiere viajar y me sugirió que ocupara su lugar.

Sylvie se sintió inmediatamente muy intrigada. Resultaba difícil imaginarse a Marcus con una madre, imaginárselo de niño. Era tan… masculino. Su personalidad era tan firme y decidida.

– No sabía que tu madre vivía aquí.

– ¿No pudiste sacar esa información del ordenador el otro día, cuando fuiste a mirar?

Sylvie hizo un gesto de burla. Sabía que su madre pertenecía a los Cobham, una importante familia de Chicago. Nada más.

– Yo nací en Youngsville -dijo él-. Mi madre es de Chicago. Conoció a mi padre en una exposición de arte de la ciudad. Cuando se casaron, se instalaron en Youngsville.

– Y empezó Van Arl.

– Efectivamente.

– ¿Tienes hermanos o hermanas?

– No. Soy hijo único.

– ¿Tienes más familia en la zona?

– ¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio? ¿Y cuándo me toca a mí?

– Tú ya me has interrogado. Sabes mucho más de mí que yo sobre ti.

– Es cierto. Bueno, pues esta es la versión abreviada. Mis abuelos ya han muerto. Mi padre murió cuando yo tenía dieciocho años. Mi madre vive a unas pocas manzanas de distancia de mí casa, en un apartamento. ¿Qué más quieres saber?

– No sé… ¿Cuál es tu color favorito?

– El azul -respondió él, riendo-. ¿Y el tuyo?

– El rojo. ¿Cuál es tu tipo de música favorito?

– La clásica. ¿Y la tuya?

– Me gusta toda la música.

– Bien. Otra pregunta. ¿Tienes algún pasatiempo?

– Creo que no. Supongo que soy adicta al trabajo, pero me gusta leer cuando tengo tiempo libre.

– ¿Y qué actividades te gustan?

– Me gusta bailar, pero eso ya lo sabes. Esquiar es divertido y me gusta también nadar. Juego al tenis tres veces por semana después de trabajar, pero eso es más por mantenerme en forma que porque me guste.

– ¿El tenis? Tendremos que jugar en alguna ocasión.

– No. Yo solo juego para divertirme. Tú, por otro lado, eres seguramente una de esas personas a las que no les gusta perder.

– No me gusta que se me lea tan fácilmente.

– Lo siento, pero es que va con el tipo de personalidad típica de los tiburones de las finanzas.

– ¿Es así como me ves? ¿Como un tiburón de las finanzas?

– Bueno, no creo que hayas hecho tu fortuna trabajando por nada o cavando zanjas. Por otro lado, dedicas parte de tu dinero a causas benéficas, así que no careces de buenas cualidades.

– Es un alivio. Sylvie…

– ¿Sí?

– ¿Qué hemos conseguido con esto? Es decir, aparte de conseguir un poco de información trivial sobre el otro.

– ¡No es trivial! Yo creo firmemente en conocer bien a alguien antes… bueno antes de…

Había comenzado la frase antes de pensar en cómo acabarla. Sin embargo, había decidido que no había manera adecuada de hacerlo.

– … antes de conocer a otra persona mejor… -concluyó.

– ¡Menuda elocuencia! -exclamó Marcus.

Ya habían llegado a Amber Court. Marcus salió rápidamente del vehículo para ayudarla a bajar del todoterreno. Sin embargo, cuando ella se deslizó del asiento, él no se apartó. Sylvie se quedó atrapada entre el coche y el cuerpo de Marcus.

– Creo que ya sabes a lo que me refiero.

Se produjo un momento de silencio. Sylvie sintió una innegable atracción entre ellos. Marcus le colocó las manos en la cintura y la miró fijamente.

– A pesar de lo que puedas pensar, también creo en que se puede llegar a conocer a alguien con el que quiero desarrollar una relación más profunda.

– ¿Una relación más profunda? -preguntó ella, con un hilo de voz.

Lentamente, él le levantó los brazos y se los colocó alrededor del cuello.

– Mucho más profunda.

A pesar de los abrigos, una erótica sensación los recorrió a ambos. Marcus moldeó la boca de Sylvie con la suya. Luego le acarició el cabello, y empezó a besarle dulcemente la mandíbula para terminar mordisqueándole suavemente el lóbulo de la oreja. Ella se echó a temblar, pero Marcus la estrechó aún más entre sus brazos Entonces, ella consiguió cubrirle la boca con una mano.

– Espera.

– He estado esperando. Si hubiera seguido mis instintos, ya estaríamos en una cálida cama.

– No estoy lista para acostarme contigo, Marcus.

– No solo estarías acostándote conmigo. No conviertas lo que hay entre nosotros en algo barato.

– Atracción -le espetó ella-. Eso es lo único que hay entre nosotros. Y solo porque me sienta atraído por ti no significa que…

– Es mucho más que una atracción física. Y tú lo sabes.

– No lo sé -replicó ella-. No soy una chica para divertirse, Marcus. Si es experiencia y diversión fácil lo que quieres, estás con la mujer equivocada.

– No es eso lo que quiero.

– Entonces, ¿qué es?

– Tú -dijo él, tras un largo silencio-. Solo tú. No estoy más cómodo con lo que siento por ti que tú misma, Sylvie. Este terreno es desconocido para mí. Para los dos.

Aquella sinceridad la desarmó. Entonces, Sylvie le acarició suavemente la mejilla y los labios.

– Yo también te deseo. Solo que… tengo que estar segura.

– Y yo que había creído que eras de las impetuosas -comentó él, sonriendo.

– Supongo que no me conoces tan bien como crees -replicó Sylvie, sonriendo también.

– Eso es lo que tengo intención de hacer.

Antes de que ella pudiera responder, Marcus la giró hacia el edificio y la rodeó con su brazo para protegerla del frío. La acompañó hasta la puerta de su apartamento y, entonces, la tomó entre sus brazos una vez más para besarla apasionadamente. Después, se apartó de ella.

– Este fin de semana no estaré en la ciudad, pero te llamaré.

Cuatro

El sábado, Sylvie fue a jugar al tenis con Jim, un compañero de contabilidad, a las nueve de la mañana. Le ganó tres partidos, aunque solo fue porque el nivel de energía del joven estaba algo bajo dado que había pasado varias noches en vela por su hija recién nacida. Cuando terminaron, ella le acompañó a su casa para visitar a su esposa y a la pequeña.

Después, fue a hacer la compra y luego volvió a su casa. Entonces, puso la lavadora mientras limpiaba su apartamento. Más tarde, se duchó, se cambió de ropa y fue a hacer más compras de Navidad. Mientras buscaba, se preguntó si debería comprarle a Marcus un regalo. Casi no le conocía. Tal vez debería esperar a que la Navidad estuviera más cerca, aunque solo Dios sabía qué se le podría comprar a un hombre con tanto dinero como él.

En cuanto regresó a su casa, comprobó que no tenía mensajes en el contestador. Al pensar que solo llevaba fuera un día, trató de reprimir la decepción que sintió al no tener noticias suyas.

A la mañana siguiente, fue a la iglesia y luego tomó un autobús para ir a ver a Maeve y Wil. Allí disfrutó de las habilidades culinarias de Wil y jugaron a las cartas los tres. Después, decidió quedarse un rato más con ellos, dado que no quería ser una de esas tristes mujeres que se pasan la vida al lado del teléfono esperando que este suene.

Cuando llegó a su casa, la luz le indicó que tenía un mensaje, por lo que apretó rápidamente el botón para escucharlo. Había tres mensajes, pero ninguno de ellos era de Marcus. Tal vez había llamado mientras ella no estaba allí y había preferido no dejar un mensaje.

Aquella tarde, el teléfono permaneció en silencio. Cuando se fue a la cama, Sylvie se sentía deprimida y desilusionada.

Tampoco llamó el lunes, ni el martes. A Sylvie no le gustaba el modo en que iba corriendo al contestador cada tarde cuando entraba en su apartamento. Estaba empezando a preocuparse. Marcus no era la clase de hombre que prometiera llamar y que luego no lo hiciera. ¿Le habría ocurrido algo? Si no, entonces no era la clase de hombre que ella deseaba, a pesar de que no podía hacer otra cosa más que pensar en él.

El miércoles, el teléfono de su escritorio empezó a sonar, como lo había hecho miles de veces aquella semana. Como estaba con la mente puesta en los papeles que tenía delante de ella, levantó el auricular con un gesto ausente.

– Sylvie Bennett. ¿Puedo ayudarlo?

– Claro que puedes -respondió una voz muy familiar.

– ¡Marcus! ¿Te encuentras bien?

– Sí. ¿Y tú?

– No. Estaba preocupada de que te hubiera ocurrido algo. No estoy acostumbrada a que la gente no llame cuando dice que lo va a hacer.

– Siento haberte causado preocupación -respondió él, con cautela, tras una pausa-. En realidad, no te dije cuándo te llamaría, ¿verdad?

– No.

Efectivamente, había sido ella la que había dado por sentado que él la llamaría durante el fin de semana. Se sintió al borde de las lágrimas, por lo que decidió terminar con aquella conversación.

– Bueno, tengo que dejarte ahora. Tengo mucho trabajo.

– ¡Espera! Lo siento mucho, Sylvie. He estado muy ocupado. Sé que estás molesta. ¿Podríamos ir a cenar juntos esta noche y hablar sobre todo esto?

– No, gracias. No creo que merezca la pena diseccionarlo. Me equivoqué y me disculpo por ello.

– Bien. No tenemos por qué hablar de ello, pero, ¿quieres cenar conmigo esta noche?

– No, gracias, Marcus -repitió ella-. Es que… No puedo.

Sylvie no sabía lo que estaba ocurriendo, pero estaba segura de una cosa. No quería implicarse más con un hombre que, evidentemente, no pensaba en ella del modo en que ella pensaba en él.

Lentamente, Marcus colgó el teléfono. Luego, con un gesto explosivo, apartó la silla de su escritorio. Era cierto que había estado muy ocupado. Además, no le había hecho promesa alguna.

«¿No? Pero si prácticamente le dijiste que nunca habías tenido estos sentimientos antes. Sí, pero también le dije que no me sentía cómodo con ellos».

Aquella voz en su interior le recordó lo desesperadamente que necesitaba estar con ella. Solo Dios sabía que había pasado los últimos cuatro días sin dejar de pensar en ella. Se había obligado a esperar, a no llamarla, para no ceder así a aquella necesidad.

Le gustaba. Le gustaba mucho. Ella no se parecía a ninguna otra mujer que hubiera conocido. Sin embargo, aunque la deseaba desesperadamente, sabía que era mucho más. Por eso, tenía miedo. No había necesitado a nadie desde que era niño. Y no le gustaba tener que hacerlo entonces.

Debería olvidarse de ella. Eso sería lo mejor. Entonces, otro recuerdo la asaltó.

«Yo no… No soy la clase de chica que…»

Se había, quedado encantado del dulce ceño que había tocado su frente, del rubor que había coloreado sus mejillas. ¿De verdad era tan ingenua? Recordó la sorpresa que le había causado el modo en que ella lo besó la primera vez. Como si no hubiera practicado mucho.

Bajo su tutela, estaba aprendiendo muy rápidamente. La sangre se le calentaba al pensar en el dulce modo en que su boca se abría bajo la suya. Entonces, pensó que, ya que había aprendido a besar de aquel modo, no habría nada que le impidiera hacerlo con otros hombres. Otro podría tomar su lugar. Aquel pensamiento hizo que se le calentara la sangre de un modo muy diferente. ¿Lo habría estropeado todo para siempre?

No le resultaba difícil ver su error. Había dado por sentado que la negativa de Sylvie a salir con él era timidez, pero no era así. Era su instinto de protección.

Dio la vuelta a la silla y se puso a mirar por la ventana. El lago estaba envuelto en brumas. Marcus no estaba listo para admitir su derrota. Si Sylvie tenía algún sentimiento hacia él, tal y como esperaba, como creía, entonces, había un modo de llegar a ella.

Solo tardaría un poco más de tiempo de lo que había planeado.

Sylvie había esperado que él volviera a llamarla y que tratara de convencerla. Lo que no había esperado era un regalo.

Una hora después de la conversación que había tenido con Marcus, que había supuesto que sería la última, llegó un mensajero con un pequeño paquete. Dentro, había una delicada cadena de oro, de la que colgaba un delicioso colgante de cristal que representaba a dos bailarines de salón. El vestido de la mujer envolvía las piernas del hombre. Era el objeto más elegante que había visto en mucho tiempo. Le recordó aquella noche mágica, maravillosa, que había pasado bailando en brazos de Marcus. Menudo canalla. Aquello era exactamente lo que quería que recordara.

No sabía si entrar hecha una furia en su despacho y tirarle el regalo a la cabeza o arrojarse entre sus brazos. «Eso es lo que está esperando que hagas», pensó.

El jueves llegó otro mensajero. Aquel llevaba una cesta que contenía su perfume favorito, con una crema y bolas de aceite de baño del mismo olor. Sin embargo, volvió a contenerse cuando la mano amenazó con agarrar el teléfono.

Sus compañeros no la ayudaron mucho. Lila examinó el colgante y se lo colocó alrededor del cuello. Wil se lo dijo a todos los demás, que entraron poco a poco para admirar sus regalos.

Mientras tanto, Sylvie mantuvo un obstinado silencio, aunque el jueves, cuando llegó una bufanda roja de cachemir con guantes a juego, adquiridos en Chasan's, una de las boutiques más exclusivas de Youngsville, tanto Lila como Wil la miraron como si hubiera perdido la cabeza.

– Sylvie, un hombre no se gasta tanto dinero con una mujer por la que no sienta nada -dijo Wil.

– Me he convertido en un desafío para él -replicó ella-. Odia perder. Además, tiene dinero de sobra. Esto significaría mucho más si fuera un sacrificio para él. Probablemente, envió a su secretaria a que comprara todo esto.

– ¡Qué cínica! -comentó Lila-. Esos regalos los compró alguien que te conoce muy bien -añadió. Sylvie tuvo que admitir que su amiga tenía razón-. Además, Rose me dijo que llevabas el broche puesto cuando lo conociste y ya sabes lo que eso significa.

– Significa que estáis todos locos -afirmó Sylvie.

Sin embargo, lo dijo sonriendo. Tal vez había sido demasiado dura con Marcus. Tal vez había sido un simple error, una falta de comunicación. A pesar de todo, mientras se metía en la cama aquella noche, pensó que debería tener mucho cuidado antes de volver a entrar en la órbita de Marcus Grey. Podría convertirse muy fácilmente en un cometa y que, como él, terminara ardiendo en la atmósfera.

El sábado por la mañana, se levantó temprano para ir a la compra y jugar al tenis con Jim. Después, regresó a casa para hacer su colada y limpiar la casa, una rutina como la de todos los fines de semana. Algunas veces, variaba el orden solo para no caer tanto en ella.

Al mirar la hora, se dio cuenta de que era mejor que se diera prisa. Jim y su esposa Marietta quería hacer sus compras de Navidad aquella tarde y Sylvie se había ofrecido voluntaria para cuidar de su hijita. Se sentía un poco nerviosa por quedarse con un recién nacido, pero Marietta le había asegurado que no estarían fuera de casa mucho tiempo y que la pequeña Alisa era normalmente una niña tranquila.

Estaba a punto de meterse en la ducha cuando sonó el timbre. Seguramente era Meredith, que vivía debajo de ella, o una de sus otras vecinas y amigas. Se digirió hacia la puerta y, tras retirar el cerrojo, la abrió. Era Marcus.

– Oh, hola -dijo ella, muy sorprendida. Marcus era la última persona que hubiera esperado ver en aquellos momentos.

– Hola -respondió Marcus, mirándola de arriba abajo. Ella iba vestida con su ropa de deporte y, en la parte de arriba, se había quedado solo con un sujetador negro de deportes.

– ¿Quieres entrar?

Él asintió y le miró intensamente el rostro.

– Por favor.

Cuando hubo entrado, Sylvie cerró la puerta.

– No tengo mucho tiempo porque tengo planes para esta tarde -comentó Sylvie, tratando de arreglarse un poco el pelo-. Gracias por las bonitas cosas que me enviaste, pero, en realidad, no puedo aceptarlas.

– No puedes devolvérmelas.

– ¿Por qué no? ¿Es que no guardas tus recibos?

– Sylvie… -susurró él, mientras parecía buscar las palabras correctas. Había una vulnerabilidad en sus ojos que hizo que ella se tomara la molestia de escucharlo-… me gustaría disculparme por no haberte llamado mientras estuve fuera…

– No importa, Marcus. No tenías obligación alguna…

– Sí. Claro que la tenía. Tal vez no se hubiera mencionado, pero estaba implícita. Te mereces mucha más consideración de la que yo te he mostrado. Pensé mucho en ti. Demasiado. Y… me molestaba que no pudiera sacarme tu imagen de la cabeza. Me ponía nervioso.

– Bueno, pues considera que ya te la has sacado. Ya no tienes que pensar en mí.

– Pero pienso. No puedo dejar de pensar en ti. Por favor, Sylvie, no me rechaces porque cometí un error. Quiero otra oportunidad.

Otra oportunidad. A ella le habían dado otra oportunidad y su mundo había cambiado. ¿Cómo podía negársela a él cuando solo deseaba corregir su error? Especialmente, cuando había combinado su súplica con aquella patética expresión y había admitido que había pensado en ella.

– Eso parece más el hombre que conozco. Quiero esto, necesito eso. Tráeme esto, haz aquello…

– No soy tan malo.

– No, no lo eres.

– Entonces, ¿quieres salir conmigo esta noche?

– No puedo. Tengo planes.

– ¿Qué es lo que vas a hacer? ¿Vas a salir con otro hombre?

– Sí -mintió-. Bueno, en realidad no, pero no pude echarme atrás. Voy a salir a esquiar con un grupo de personas de la iglesia. Tenemos un club que nos consigue precios reducidos los sábados por la tarde.

– ¿Por qué no me sorprende que tú hayas negociado eso? Bueno, ¿te importaría si fuera yo también? Me gusta esquiar, aunque no he practicado mucho en los últimos años.

– Eso sería estupendo -dijo ella, sinceramente encantada-. Si no te importa ir en un grupo.

– Ir en grupo está bien, siempre y cuando tú formes parte de él.

Cuatro horas más tarde, Marcus volvía a subir la escalera del apartamento de Sylvie. Aunque había dejado la mayor parte de su equipo en el todoterreno, la ropa que llevaba puesta hacía que el edificio resultara demasiado caluroso, por lo que se quitó el jersey mientras iba andando.

Antes de llegar a la puerta, oyó los gritos de un bebé. Miró a su alrededor y se preguntó en qué apartamento estaría el pequeño, pero al acercarse a la puerta de Sylvie, notó que el nivel de ruido subía considerablemente. Al llamar al timbre, llegó a la conclusión de que el ruido venía desde el interior.

Cuando Sylvie abrió la puerta, el ruido del llanto del bebé alcanzó su apogeo. Ella lo tenía entre sus brazos y le hizo señas con una mano para que pasara. Tenía un aspecto desesperado.

– Mi amigo Jim y su esposa tenían que ir de compras -explicó, sin dejar de acunar al bebé-. Alisa solo tiene cuatro semanas y esta es la primera vez que la dejan con otra persona.

– Y tal vez la última -comentó Marcus, mirando el rostro congestionado de la niña.

– Estaba bien hasta hace unos minutos. Estoy segura de que tiene hambre, pero yo no puedo darle de comer. Jim y Marietta habían dicho que volverían antes de la siguiente toma, pero han estado metidos en un atasco por un accidente. Me llamaron hace unos minutos para decirme que estaban a punto de llegar, pero no me gustaría que la encontraran así. Debo de haber estado loca por acceder a cuidar de ella. ¡No he cuidado de un recién nacido en toda mi vida!

– ¿Quieres que la tome yo en brazos?

– ¿Estás bromeando? ¿Y qué sabes tú de niños?

– No mucho, pero no creo que se pueda poner a llorar más fuerte -dijo él, tomando a la niña en brazos-. Mi secretaria tiene cinco nietos, que han estado entrando y saliendo en mi despacho desde que nacieron. Un día, su nuera tuvo que llevar a uno de ellos al hospital para que le pusieran unos puntos y Doris y yo nos tuvimos que quedar con los gemelos, que tienen tres meses. Aquel día fue aprender o morir. ¡Venga, venga! -añadió, refiriéndose a la niña. Entonces, se la colocó muy cerca de la cara-. ¿Qué es todo ese ruido?

La pequeña Alisa dejó de llorar y empezó a mirarlo intensamente.

– Bueno, ¿quién lo hubiera dicho? -comentó Sylvie, algo molesta.

– Es mi encanto natural. Funciona siempre.

– Sí, claro -replicó ella. Entonces, le entregó algo-. Toma. No pude conseguir que lo tomara cuando estaba llorando, pero tal vez lo quiera ahora.

Marcus tomó el chupete de manos de Sylvie. La niña empezó a hacer muecas, por lo que él le aplicó el chupete sobre los labios y la acunó suavemente.

– Toma, ¿por qué no lo chupas un poquito? Sé que no está tan rico como tu mamá, pero es todo lo que tengo.

Para alivio de todos, la niña agarró el chupete con la boca y empezó a chuparlo vigorosamente. No obstante, no dejaba de mirar a Marcus.

– Bueno -le dijo él a Sylvie, con el mismo tono íntimo con el que se había dirigido a la pequeña-, ¿por qué no has estado nunca en contacto con bebés? Pensé que todas las chicas hacían de canguros.

– Es un comentario algo estereotípico. Yo crecí en un orfanato, donde nos agrupaban por edades. Como ya te he dicho, no me portaba muy bien en las casas que me acogían. ¿Habrías querido tú que cuidara de tus hijos?

– Pero ahora eres muy diferente.

– Sí, pero no lo hice hasta que no cumplí los dieciséis años. Para entonces, estaba viviendo en una casa de acogida para chicos con problemas. No es la clase de lugar a la que se van a buscar canguros.

Marcus asintió, comprendiendo de nuevo lo poco agradable que habría sido su infancia. La niña empezó de nuevo a llorar, por lo que él se centró de nuevo en la pequeña.

– Esa es mi chiquitina. Eres una niña muy bonita y maravillosa -le decía, sin dejar de hablar. Sabía que cada vez que lo hacía, Alisa empezaba a llorar.

Sylvie, mientras tanto, empezó a recoger pañales y mantas y a meterlos en una bolsa que había sobre la mesa.

– Gracias -afirmó-. Creí que no tendría ningún problema con ella, pero, como te dije, mis amigos se han retrasado un poco.

Justo en aquel momento, el timbre empezó a sonar. Sylvie prácticamente salió volando hacia la puerta. En el momento en que lo hizo, una mujer, seguida de un hombre, se dirigió directamente a Marcus.

– Hola, me llamo Marietta. Espero que no se haya portado mal. Nos pilló un atasco.

– No ha estado muy contenta -confesó Sylvie-. Estuvo tratando de comerse mi camisa hasta que Marcus apareció. Aparentemente, su éxito con las mujeres llega hasta los miembros más jóvenes de nuestro sexo.

Marcus le entregó el bebé a su madre. En el momento en que Alisa la reconoció, empezó a ponerse muy contenta y tratar de buscar la comida en el pecho de su madre.

Marietta sonrió a Marcus y luego miró de nuevo a Sylvie.

– ¿Te importaría si le diera de comer aquí antes de que nos marchemos? Si no, creo que se va a pasar llorando todo el camino a casa.

– No, claro que no -respondió Sylvie-. Puedes ir a mi dormitorio.

Marietta asintió y fue rápidamente hacia la habitación que Sylvie le indicó. Cuando le cerró la puerta, volvió con los hombres. Entonces, se dio cuenta de que Jim miraba a Marcus muy extrañado.

– Hola -dijo, ofreciéndole la mano.

– Lo siento -se disculpó Sylvie-. No os he presentado. Marcus, este es Jim Marrell. Jim, este es Marcus Grey.

Jim le agarró la mano lentamente, como si estuviera algo asombrado.

– Te había reconocido.

– Marcus va a venir con mi club de esquí esta tarde -dijo Sylvie, alegremente-. Espero tener la oportunidad de arrojarle por una montaña para que así no pueda cerrar Colette.

– ¡Sylvie! -exclamó Jim, atónito-. Está bromeando, señor Grey. Solo quería decir…

– Sé que todos vosotros estáis muy preocupados por Colette -comentó Marcus-. Es natural. ¿Es ahí donde vosotros dos os conocisteis?

– Sí. Trabajamos juntos -respondió Sylvie.

– Bueno, no exactamente juntos -aclaró Jim-. Yo trabajo en contabilidad y Sylvie está en marketing. Voy a ir a ver cómo va Marietta. Volveré enseguida.

Jim esquivó cuidadosamente a Marcus y, rápidamente, desapareció tras la puerta por la que había entrado su mujer.

– ¿Qué le dijiste cuando yo fui a acompañar a Marietta? -quiso saber Sylvie.

– Nada.

– Entonces, ¿por qué está comportándose como si tú fueras el lobo feroz y él Caperucita Roja?

– Si todos los de tu empresa están repitiendo las mismas historias que tú me contaste cuando nos conocimos, no me extraña que esté nervioso. El pobre hombre probablemente se cree que va a perder su trabajo si es grosero conmigo… al contrario que otras personas que podría nombrar.

Sylvie se limitó a sonreír angelicalmente.

– Voy por mis cosas para que nos podamos marchar -dijo ella-. Jim y Marietta pueden cerrar la puerta cuando terminen con la niña.

Por primera vez, Marcus se dio cuenta de que había unos esquíes apoyados cerca de la puerta, con el resto del equipo.

– Yo iré bajando esto mientras tú te despides -sugirió.

– De acuerdo. Me reuniré contigo en el aparcamiento.

Marcus empezó a bajar las escaleras con los esquíes. Su brillante color rojo le hizo sonreír. Tendría que haberse imaginado que serían de aquel tono. Había estado demasiado distraído con la niña como para darse cuenta de lo hermosa que estaba de rojo. Al recordar el vestido rojo de la primera noche, sacudió la cabeza. Hermosa no era la palabra adecuada. Deliciosa, excitante… Aquellas palabras la definían más exactamente.

Al pensar en sus ropas, se acordó de unas horas antes, cuando la había visto justo después de regresar de algún tipo de ejercicio. Evidentemente, no había estado esperando a nadie. Recordó lo sorprendida que ella se había quedado y el atuendo que llevaba: el cabello recogido con una coleta suelta, los pantalones de un chándal y unas zapatillas deportivas. Sin embargo, fue el minúsculo sujetador deportivo lo que le había quitado todo el poder de razonar. Era diciembre. ¿Qué hacía vestida con algo tan minúsculo? Sylvie no parecía haber tenido frío. Tenía los brazos largos y bien tonificados. Su piel era dorada y su torso firme, sin un gramo de grasa, aunque parecía tener curvas en los lugares apropiados, a juzgar por los pechos que se adivinaban bajo la tela elástica del sujetador. El cuerpo de Marcus había reaccionado de un modo casi adolescente y había tenido que apartar la cara para no devorarla con la mirada tal y como habría querido. Horas después, no quería volver a pensar en aquello, no quería reconocer lo mucho que deseaba arreglar las cosas entre ellos.

Estaba terminando de colocar el equipo en el maletero cuando ella salió del edificio de apartamentos. Llevaba una cazadora roja sobre un jersey rojo y negro. Cuando llegó a su lado, Marcus notó lo mucho que le brillaban los ojos.

– Misión cumplida -comentó-. ¡Vamos a las pistas!

Sylvie era una ávida esquiadora y una atleta nata. Era casi tan buena como él. Marcus estaba seguro de que, si hubiera practicado el esquí desde que tenía cuatro años, como él, lo habría dejado en ridículo. Sabía, porque ella se lo había dicho, que había empezado a esquiar solo después de entrar a trabajar en Colette.

Se pasaron toda la tarde en la montaña, deslizándose por algunas de las pistas más difíciles. El grupo estaba formado por varias personas, algunas de las cuales se habían unido recientemente y que, por lo tanto, se concentraban en bajar las pistas de principiantes.

Marcus decidió que lo que más le gustaba era cuando subían en el telesilla a lo alto de la montaña. Le rodeaba los hombros con el brazo y la escuchaba mientras charlaba sin parar. No obstante, solo prestaba atención a medias a sus palabras. La atractiva curva de sus labios tan cerca de él era una tortura tan deliciosa que deseaba de todo corazón tener que volver a subir para poder vivirlo de nuevo. Las mejillas y los ojos de Sylvie brillaban con tal excitación que le parecía imposible que pudiera haber una mujer más hermosa en el mundo.

– Bueno, yo creo que ya estoy lista para marcharme -dijo ella, por fin.

Juntos, guardaron el equipo en el coche. Entonces, Marcus sugirió que fueran a tomar algo antes de marcharse, así que se dirigieron a una pequeña cafetería. Mientras Sylvie subía las escaleras, él pudo admirar su perfecta figura con los ajustados pantalones de esquí y el jersey a juego. Su brillante cabello oscuro le caía por los hombros, tan brillante y lleno de vida como ella misma.

Pidieron dos tazas de chocolate caliente y se sentaron en una mesa que había al lado de la ventana. Marcus acercó su silla a la de ella y le rodeó los hombros con el brazo.

– Me ha gustado mucho esquiar contigo -le dijo-. Tendremos que volver a hacerlo.

– Yo trato de venir la mayoría de los sábados por la tarde.

Marcus se alegró de ver que ella no intentaba soltarse de él ni que hacía como si le molestara el contacto.

– ¿No sales con nadie?

– No con frecuencia. En realidad, no he tenido mucho tiempo para dedicárselo a los hombres a lo largo de mi vida.

– ¿Y ahora?

– ¿Y ahora qué?

– Ahora tienes un hombre en tu vida -susurró él, acariciándole suavemente los labios con un dedo.

Deseaba tanto besarla, pero aquel no era el momento ni el lugar. El recuerdo de los besos que habían compartido todavía tenía el poder de alterarlo y tenía miedo de perder el sentido común si la besaba allí mismo.

De repente, una voz de hombre resonó en la pequeña cafetería.

– ¿Marcus? ¿Marcus Grey?

Él se puso de pie automáticamente y se volvió para mirar a un hombre de pelo gris, que se había acercado hasta ellos.

– Hola, lo siento. No creo… ¡Dios santo! ¡Han pasado muchos años! ¿Cómo estás?

– Bien -respondió el hombre-. Te vi sentado. Al principio, no estaba seguro de que fueras tú.

– Pues lo soy. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Es que has empezado a esquiar?

– Ni hablar. Estoy aquí esperando a que mi nieta y a sus amigas terminen de esquiar. Desde que me jubilé, me he convertido en el chófer de la familia Sollinger.

– ¿Está bien tu familia?

– Mis hijas se casaron y nos han dado cuatro nietos. Mi esposa también está jubilada.

– Y me apuesto algo a que te mantiene bien ocupado -comentó Marcus. Los dos hombres se echaron a reír-. Sylvie -añadió, volviéndose hacia la mesa-. Este es Earl Sollinger. Solly, te presento a Sylvie Bennett.

– Me alegro de conocerlo, señor Sollinger -dijo Sylvie, al tiempo que se ponía de pie y extendía una mano.

– Lo mismo digo, señorita -comentó Solly-. No he interrumpido nada importante, ¿verdad?

– Claro que no -respondió Sylvie, ruborizándose-. ¿Le gustaría sentarse con nosotros?

– No, no. Solo quería saludar a Marcus. Hace mucho tiempo desde la última vez que nos vimos.

La mirada de Solly le catapultó a los años de su infancia, años en los que los sólidos cimientos de su familia se habían puesto a prueba.

– Efectivamente -observó Marcus. De repente, el placer que había sentido ante aquel encuentro inesperado se había ido disipando-. Me alegro de verte, Solly.

– Yo también. Saluda a tu madre de mi parte.

Mientras Solly se alejaba, Marcus se sentó de nuevo y agarró con las dos manos la taza de chocolate caliente, como si el calor pudiera disipar el frío que había invadido su corazón.

– ¿Marcus? ¿Te encuentras bien? -le preguntó Sylvie.

– Sí.

– Pues no lo parece. ¿Es que te ha molestado ver al señor Sollinger?

– No.

Sylvie calló. Sin embargo, el silencio que reinaba entre ellos resultaba muy incómodo. La conversación que provenía de otras mesas solo parecía exacerbar aquel sentimiento. Fuera en las montañas, bajo las enormes luces de los focos, los esquiadores parecían muñecos que se deslizaban por las laderas.

Sylvie le colocó la mano suavemente sobre el cuello y le dio un masaje.

– ¿Quieres marcharte? -le preguntó ella.

– Sí -contestó Marcus-. Si tú estás lista.

El trayecto de vuelta a Youngsville se efectuó en silencio, que, de nuevo, resultó muy incómodo. Marcus parecía preocupado, distraído, desde que aquel hombre, el señor Sollinger, se había acercado para saludarlos. Y no solo era preocupación. Era tristeza Sylvie lo sabía aunque él no quisiera admitirlo.

Tal vez ni siquiera pudiera admitirlo consigo mismo. Tal vez necesitaba alguien con quien hablar, alguien a quien contarle sus sentimientos. Y Sylvie quería ser ese alguien. ¿Querría Marcus compartir aquella parte de sí mismo?

Le había dejado bien claro que quería acostarse con ella. Tragó saliva al recordar los apasionados besos que habían compartido, pero se había olvidado de ella rápidamente cuando no había estado cerca. Sabía que le había dicho que había pensado constantemente en ella y Sylvie había querido creerlo. Suponía que lo creía, pero… Ya se habían olvidado de ella en otras ocasiones. Para siempre. Aunque sabía que era injusto juzgar a todo el mundo por lo que había sufrido en su infancia, no podía evitarlo.

No estaba segura de que Marcus quisiera una relación con ella. Estaba segura de que ni siquiera él mismo lo sabía, si el tono de voz en el que había admitido que no había podido dejar de pensar en ella era algo de lo que se podía fiar. Entonces, sonrió. ¿Que no se la podía sacar de la cabeza? Aquello le iba a las mil maravillas, porque Marcus había empezado a ocuparle todos sus pensamientos. Quería conocerlo mejor. Nunca había habido un hombre al que no pudiera rechazar y, hasta entonces, todas sus energías se habían concentrado en su profesión. Su estrategia había dado frutos y había conseguido ocupar un buen puesto en Colette Inc.

Pero quería más. Quería a Marcus. La pregunta del millón era para qué lo quería. Tal vez no tuviera mucha experiencia, pero si quería tener una relación sexual ardiente y apasionada, estaba segura de que él era el hombre adecuado para ello.

Efectivamente, el sexo era un componente fundamental. Sin embargo, en lo más profundo de su ser, tenía miedo de reconocer que había algo más. No iba a pensar en palabras que empezaran con A, porque las posibilidades que había de que un hombre como Marcus Grey se enamo… se implicara sentimentalmente con alguien como ella eran casi nulas. A pesar de lo que Lila y las demás pensaran de aquel broche, estaba segura de que, en su caso, solo había sido una coincidencia.

No obstante, decidió que iba siendo hora de que empezara a pensar en el lado personal de su vida en vez de solo en el laboral. Aquella relación con Marcus sería un buen comienzo. No dejaría que le hiciera pedazos cuando todo se acabara, porque sabía desde el principio que él no era el hombre adecuado para ella.

– Estás muy callada. ¿En qué estás pensando?

– Solo en por qué pareces estar tan triste de repente.

Se produjo un largo silencio. Finalmente, Marcus se decidió a hablar.

– Solly era el mejor amigo de mi padre.

– Y eso te ha hecho pensar en él -replicó ella, alegre de que hubiera decidido confiar en ella-. Supongo que si yo hubiera conocido a mis padres, los echaría muchísimo de menos cuando murieran. Lo siento.

– No se trata de eso. Bueno… claro que lo echo de menos, pero… Me gustaría que él pudiera ver lo que he conseguido hacer con mi vida, ¿sabes?

– Puedes estar seguro de que has tenido mucho éxito en tu profesión.

– Sí, ya lo sé. ¿Quieres saber lo que me ha ocurrido hoy?

– ¿Qué?

– Se me acercó una persona, cuyo nombre no mencionaré porque lo reconocerías inmediatamente, y me propuso la posibilidad de unirme a su familia a través del matrimonio.

– ¿Quién? ¡Dios mío! -exclamó, al comprender-. ¿Quieres decir que alguien como Rockefeller o Hearst quería que te casaras con su hija?

– Con su nieta -replicó él, sin sonreír.

– ¡Dios santo! Yo creía que los matrimonios de conveniencia eran cosas del pasado.

– Sí, claro. Por eso el príncipe Carlos se habría casado con Diana Spencer aunque ella hubiera sido una camarera.

– Tienes razón, pero esos forman parte de la monarquía británica. Nosotros somos norteamericanos. Libres, independientes… -añadió. Marcus no contestó-. Bueno, entonces, te propusieron eso hoy. ¿Y qué tiene eso que ver con tu padre?

– Siempre consigues poner las cosas en perspectiva, Sylvie -susurró él, con una leve sonrisa.

De repente, Marcus apagó el motor del coche. Sylvie se quedó atónita al darse cuenta de que estaban frente a su casa. Había estado tan pendiente de lo que él le decía que no se había dado cuenta de dónde estaban.

– ¿Quieres subir? -preguntó ella-. Me gustaría terminar esta conversación.

Marcus la miró. A pesar de la penumbra que reinaba en el interior del coche, Sylvie tembló al notar el seductor tono de voz con el que le respondió.

– Me encantaría.

Cinco

Sylvie pensó que tal vez había sido un error invitarle a que subiera. Llevó dos copas de vino al pequeño salón, donde Marcus ya se había acomodado en el sofá.

– Toma -dijo ella entregándole una de las copas-. Es un vino de California que mi jefe me regaló por mi cumpleaños. Él sabe mucho de vinos y dice que es buenísimo.

– ¿Y qué dices tú? -preguntó él, mientras aspiraba el aroma del caldo color rubí.

– Sé casi lo mismo sobre vinos que sobre niños -admitió, con una sonrisa.

– Ah. Entonces, recuérdame que no te deje elegir el vino cuando salgamos a cenar.

Sylvie se echó a reír y, mientras hacía girar el vino en la copa, observaba su delicado color.

– No te preocupes. Sé muy bien cuáles son mis debilidades.

– ¿Podría convertirme yo en una de ella, Sylvie?

– Posiblemente -confesó ella, sin poder apartar los ojos de los de él-, aunque te lo advierto. No soy de las mujeres que se dejan llevar por sus deseos.

– No importa -replicó Marcus, con una sonrisa en los labios-. Me gustan los desafíos.

– Marcus, yo no quiero que me consideres un desafío -afirmó ella, alarmada por aquellas palabras. Entonces, se acercó hasta la ventana-. ¿Es así como ves tus relaciones con las mujeres? ¿Cómo desafíos que se han de conquistar?

Marcus se levantó y se colocó detrás de ella.

– No pienso en ti como en un desafío -susurró. Su aliento le rozó el cabello y le hizo echarse a temblar-. Para mí, tú eres una mujer hermosa y deseable, que me está gustando mucho conocer. Y a la que me gustaría conocer aún mejor -añadió, colocándole las manos sobre los hombros-. No trates de hacerlo demasiado complicado.

– Pero es complicado -dijo ella, apasionadamente, tras volverse para mirarlo-. Vas a cerrar las puertas de una empresa a la que yo adoro.

– Eso está dentro del mundo de los negocios. Esto no -musitó, colocándole las manos en la cintura. Entonces, la estrechó contra su cuerpo y buscó sus labios.

– Todo está muy mezclado -dijo ella, antes de que pudiera hacerlo.

El beso que se dieron a continuación fue una batalla, una tierna persuasión que minó todos sus esfuerzos y su determinación para no dejar que él la llevara a su terreno.

Sylvie no podía resistirse. Aquel fue el último pensamiento que ella tuvo antes de rendirse a la pasión de su beso. Mientras Marcus la besaba más profundamente, deslizando la lengua entre los labios de Sylvie como si de una erótica danza se tratara, ella gemía de placer y se abría a él para permitir que el contacto fuera más íntimo.

Unos sentimientos muy complejos se abrieron paso en su interior. Sería demasiado fácil hacerse adicta a aquel hombre, despertarse una mañana y encontrar que lo necesitaba, que su vida estaría incompleta sin él.

Aquel pensamiento la dejó tan atónita que luchó por soltarse de él, por apartar la boca de la suya. Entonces, giró la cabeza, aunque solo consiguió que él empezara a besarla en la mandíbula y sobre la sensible piel del cuello.

– Espera, Marcus -susurró. Entonces, consiguió soltarse y le colocó una palma de la mano sobre el pecho-. Espera.

– De acuerdo, estoy esperando -respondió él, cuando consiguió sobreponerse a la excitación que se había apoderado de él-. ¿Y ahora qué?

– Sentémonos.

En silencio, Marcus volvió al sofá y esperó hasta que ella estuvo sentada a su lado.

– Marcus -prosiguió ella, eligiendo sus palabras con mucho cuidado-. No es que no me guste cuando… nos besamos. Me gusta. Tal vez demasiado. Ya te he dicho que no soy la clase de chica que quieres para una relación fácil y… rápida. Para mí, es muy importante que nos conozcamos antes de… antes de…

– ¿Acostarnos?

– Antes de que hagamos el amor -le corrigió ella, con una mirada de reprobación.

– Sylvie, quiero hacerte el amor -afirmó Marcus, tomándole las manos entre las suyas-. Eso no es ningún secreto, pero no quiero presionarte. Dime lo que tú crees que quieres. Lo que necesitas de mí.

– Tiempo. No puedo precipitarme, por mucho que lo desee, y te puedo asegurar que es así.

– Tiempo… ¿Una hora? ¿Un día? -preguntó él, con una sonrisa.

– Sabré cuando sea el momento adecuado. Tendrás que confiar en mí.

– Hablando de confianza -dijo Marcus, mientras se ponía de pie-. Es mejor que me vaya de aquí mientras todavía se pueda confiar en mí -añadió. Entonces, la agarró de la mano y la puso de pie. Juntos, se dirigieron a la puerta-. ¿Qué te parece si cenamos juntos mañana?

– ¿Después de las seis? Antes tengo otras cosas que hacer.

– Después de las seis. Y espero que me cuentes lo que has estado haciendo durante el día.

– Lo haré si lo haces tú también.

– Trato hecho -concluyó él, mientras se ponía la cazadora-. No voy a volver a besarte porque no sé si voy a poder parar. Pasaré a recogerte mañana alrededor de las seis.

– Sí. Gracias por venir conmigo esta tardé.

– Gracias por dejar que me invitara.

Cuando Marcus se hubo marchado, Sylvie se dio cuenta que, una vez más, había logrado evitar compartir información alguna sobre su vida con ella.

Al día siguiente, mientras se cambiaba de ropa tras asistir a la misa dominical, seguía pensando en él. Entonces, tras ponerse unos viejos vaqueros, se dispuso a entregarse a su proyecto más inmediato: hacer galletas.

La Navidad se iba acercando poco a poco. Se había sentido tan inmersa en la absorción de Colette y en las actividades benéficas en las que participaba la empresa que todavía no había empezado a preparar nada.

Después de haber firmado las tarjetas, que había escrito durante la hora del almuerzo, se dispuso a preparar las galletas, que hacía todos los años para regalárselas a sus amigos. La preparación era tan laboriosa que el tiempo se le fue echando poco a poco encima. La hora en que Marcus iba a ir a recogerla se iba acercando. Casi sentía haber accedido a salir con él, pero el vuelco que le daba el corazón cada vez que pensaba en él desmentía aquellos pensamientos. A las cinco y media, sacó la última bandeja de galletas del horno y las puso a enfriar. La cocina entera estaba llena a rebosar de galletas. Menos mal que no tenía perro, porque si no el animal tendría un festín…

Entonces, fue rápidamente a ducharse. Decidió que, algún día, tendría un perro, al que le gustaran los niños y que se metiera debajo de la mesa para esperar que cayera algo de comida al suelo durante las ruidosas comidas familiares. La familia no era algo que se pudiera imaginar muy claramente, pero, de repente, una vívida imagen le asaltó el cerebro: Marcus, con sus enormes y competentes manos, con la hija de Jim entre sus brazos…

Una cálida felicidad se apoderó de ella. Había sido una imagen tan… perfecta. Sabía que lo que le había contado sobre su secretaria era cierto, porque ningún hombre habría podido calmar a una niña de esa manera a no ser que lo hubiera hecho antes. ¿Cuántos hombres de su posición habrían estado dispuestos a ocuparse de los nietos de su secretaria?

¡Maldita sea! Desde el primer momento, se había decidido a despreciarlo y, sin embargo, los sentimientos que Marcus había provocado en ella habían sido muy diferentes.

Se soltó el cabello y se metió en la ducha. Sabía que Marcus no era adecuado para ella, que podía disfrutarlo, pero no debía tomárselo en serio.

Mientras se vestía, se dio cuenta de que el problema era que deseaba a alguien que completara su vida de fantasía. Sabía que siempre había deseado tener hijos a los que querer y con los que poder recrear una infancia feliz. Sin embargo, Marcus no podía ser aquel hombre, ¿no?

De pronto, recordó el broche que Rose le había prestado. Jayne, Lila y Meredith también se lo habían puesto en el mismo día en que habían conocido al hombre de sus sueños. Ella también lo había llevado puesto el día en que conoció a Marcus. ¿Podría ser que…? ¡No! Aquello era ridículo.

Era imposible. Era una simple coincidencia. En su caso, Marcus era, además, el primer hombre al que le había abierto su corazón. Se había protegido durante mucho tiempo y solo en aquellos momentos estaba empezando a dejar libres sus emociones. Marcus había estado en el momento adecuado en el lugar adecuado. Los dos eran tan diferentes que no habría modo de que pudieran unirse, al menos, no para toda una vida. Sylvie suspiró. No podía cambiar su pasado, pero iba a disfrutar aquellas citas con él mientras duraran. Ya se preocuparía de curarse las heridas más tarde.

Tras ponerse un vestido de seda color granate, volvió rápidamente al cuarto de baño para maquillarse. Luego, se secó el cabello. Justo en el momento en que se ponía los zapatos, sonó el timbre.

Mientras se dirigía hacia la puerta, vio el broche. Con un impulso, lo agarró y se lo colocó. «Solo porque queda muy bien con este vestido». Se juró que al día siguiente, sin falta, se lo devolvería a Rose.

Cuando abrió la puerta, Marcus lanzó un silbido de apreciación. Entonces, Sylvie se echó a un lado para que él pasara mientras ella iba por su abrigo.

Cada vez que lo veía, le parecía que estaba más guapo. Sin embargo, aquella noche, parecía estar mejor afeitado que nunca y, además, el cabello se le rizaba ligeramente donde se había escapado a los efectos del peine.

– ¡Vaya! -dijo él-. Estás guapísima… ¿Qué es ese olor?

– ¿Olor?

– Son galletas. Esto es el paraíso -declaró. Entonces, entró en la cocina y agarró una de las galletas que ella había preparado y le dio un mordisco-. Mmm -añadió, abrazándola a ella antes de que pudiera protestar-. Está deliciosa. ¿Quieres?

– No. Y si comes más, no te daré ninguna para Navidad -dijo ella.

El corazón le estaba empezando a latir demasiado deprisa y le resultaba difícil respirar. Se había preparado para saludarlo, no para que la tomara en brazos. De hecho, estaba pegada a él desde el cuello hasta las rodillas. Cuando trató de apartarse, la intensidad de su mirada le hizo detenerse una vez más.

– Hola -murmuró él, acariciándole suavemente la cara-. Te he echado de menos…

Sylvie se quedó atónita, tanto por la ternura de aquel gesto como por sus palabras. ¿Que la había echado de menos?

– Pero si me viste anoche.

– Lo sé.

De repente, una arruga apareció entre sus espesas cejas y se fue profundizando poco a poco. Entonces, la soltó y se dio la vuelta. Sylvie se dio cuenta de que su estado de ánimo había cambiado en aquel mismo instante.

– ¿Estás lista? -preguntó Marcus, en un tono cortés y amistoso, pero sin la cálida intimidad que había adornado su voz segundos antes.

– Sí, si estás seguro de que sigues queriendo que salga contigo.

– Claro -respondió él, tomando el abrigo que ella tenía sobre el respaldo de una silla. Entonces, sonrió.

Sylvie podría haber pensado que se había imaginado aquel cambio de actitud, pero había cierta cautela en las profundidades de su mirada que le indicaba que no había sido así.

– Espera -dijo ella. -Tengo que guardar estas galletas.

– Te ayudaré.

– Ya sé cómo -replicó, riendo. Había decidido no dejar que sus extraños cambios de humor la afectaran-. Es mejor que te vayas al salón y yo me ocuparé de ellas.

A los pocos minutos, ya lo había recogido todo. Entonces, se acercó a él y dejó que la pusiera el abrigo. Mientras la conducía hacia el coche, volvió a ser de nuevo encantador y agradable. Luego, fueron a Crystal's, un restaurante francés en el que había reservado una mesa al lado de la chimenea. A Sylvie, no se le ocurría modo alguno de abordar el tema de sus repentinos cambios de humor, a excepción de preguntarle directamente qué era lo que le había pasado. Además, estaba empezando a reconocer la razón de aquellas maniobras de evasión. Cuando no quería hablar de algo, Marcus podía resultar de lo más escurridizo.

– Creo que sé lo que has estado haciendo hoy -dijo él, cuando estuvieron instalados y con una botella de borgoña encima de la mesa-. La pregunta es por qué una mujer joven y soltera hace tantas galletas.

– ¿Me creerás si te digo que solo las hago una vez al año para luego congelarlas? No, no es cierto -añadió, al ver el gesto de incredulidad sobre el rostro de Marcus-. Se las regalo a mis amigos por Navidad. Preparo seis o siete clases diferentes y las envuelvo en paquetes de una o de dos docenas.

– Es mucho trabajo, ¿no?

– No más que las interminables compras que hace la mayoría de la gente. A mí me gusta y mis amigos parecen apreciar mis esfuerzos. De este modo, mis compras de Navidad son muy fáciles.

– ¿Y me vas a dar a mí galletas este año? -preguntó él, con una sonrisa.

– No lo había pensado -mintió.

Llevaba todo el día pensando qué podría regalarle a Marcus. ¿Debería comprarle algo o solo darle unas galletas como hacía con la mayoría de sus amigos? Era un hombre muy rico. No podría darle nada que él no se pudiera comprar más caro y de mejor calidad.

– Sylvie… Me encantaría que me regalaras galletas. Las necesito. De hecho, me podrías dejar que te las comprara todas.

– ¿Y qué les daría yo a mis amigos por Navidad?

– Podrías comprarles regalos.

En aquel momento, el camarero llegó y anotó lo que deseaban cenar. Cuando volvió a marcharse, Sylvie le preguntó a Marcus:

– Bueno, ya sabes lo que he hecho hoy. ¿Y tú?

– Negocios. Es más o menos lo mismo que hago todos los días.

– ¿En qué estuviste trabajando hoy concretamente?

Deseaba desesperadamente conocer al hombre que había bajo aquella máscara. Le frustraba inmensamente que él lograra abortar todos sus esfuerzos.

– Hoy he ido a visitar una planta de Ohio que trabaja con el acero. Llevo varios años buscando la gran oportunidad. Otra de mis empresas utiliza grandes cantidades de acero y sería mucho más barato si lo fabricáramos nosotros mismos. Espero poder comprar esa empresa -respondió él, tras pensárselo durante un momento.

– Vaya. ¿Cómo se lo han tomado los accionistas?

– Muy graciosa. Como te decía, esa empresa tiene todo el equipamiento que necesitamos, pero, más importante aún, tienen un método único de doblar la lámina de acero que me gustaría tener. Es un secreto muy bien guardado y, hasta que compre la empresa, no me confesarán el proceso.

– Muy listos.

– Desde su punto de vista. Desde el mío, resulta muy enojoso. Me gustaría empezar a producir a primeros de mayo, pero cuanto más nos entretengan estos pequeños detalles, más se retrasará ésa fecha.

Sylvie lo miró. Vio que tenía una mirada intensa, competitiva y se apiadó de cualquier empresa que se le pusiera por delante cuando tuviera aquella actitud. Como Colette. Entonces, se dio cuenta de que ni siquiera sabía cuáles eran los planes que tenía para su empresa.

– Sé que ahora me vas a preguntar por Colette -dijo él.

– ¿Tan transparente soy?

– No, pero estoy empezando a aprender cómo te funciona el pensamiento.

– ¿Y me vas a responder? -preguntó Sylvie, tras una pausa.

– ¿Si te voy a responder a qué?

Se sintió furiosa. Si estaba tratando de ponerla de mal humor, lo estaba consiguiendo. Justo cuando abría la boca para replicar, una voz femenina dijo:

– ¡Marcus! No sabía que ibas a cenar aquí esta noche.

Sylvie levantó la mirada. Una mujer muy menuda, de cabellos grises, se había acercado a su mesa acompañada de un hombre alto e impecablemente vestido. Marcus se puso de pie y se acercó a la mujer para besarla en la mejilla.

– Madre, yo tampoco te esperaba -dijo. Entonces, extendió la mano hacia el hombre-. Me alegro de verte, Drew -añadió. Se volvió hacia Sylvie-. Madre, te presento a la señorita Sylvie Bennett. Sylvie, esta es mi madre, Isadora Cobham Grey. Este es su acompañante, Drew Rice.

Completamente atónita, Sylvie extendió la mano y saludó a ambos. ¡La madre de Marcus!

– Hola, Sylvie -comentó Drew-. Es un placer conocerte.

– Gracias. Lo mismo digo. Y, por supuesto, a usted también, señora Grey -comentó ella, encontrando por fin la voz.

– Llámame Izzie, querida -sugirió la mujer-. Nunca me han gustado demasiado las formalidades, ¿verdad, Marcus?

– No -replicó él, con una sonrisa.

Entonces, sin saber por qué, la envidia se apoderó de Sylvie. El amor que había entre ellos era evidente, tanto como el hecho de que eran familia. Marcus tenía los ojos verdes de su madre, así como la forma de la cara. De niña, siempre se había preguntado si habría alguien al que ella se pareciera. Algunas veces, se quedaba mirando fijamente la cara de las desconocidas, pensando si alguna de ellas podría ser la mujer que la había abandonado de niña.

– ¿Eres de Youngsville, Sylvie? -quiso saber Izzie.

– Sí, señora. He vivido aquí toda mi vida.

– Creo que no conozco a nadie que tenga el apellido Bennett -comentó la mujer, sin mala intención.

– Soy huérfana. Me pasé los primeros años de mi vida en el hogar de St. Catherine. Luego fui a la Universidad de Michigan y, después de terminar mis estudios, regresé aquí. Trabajo en Colette, la empresa que su hijo está tratando de comprar y liquidar.

– Sylvie… -dijo Marcus, en tono de advertencia.

– ¿Cómo? -exclamó Izzie, tan turbada que Sylvie se arrepintió de haber mencionado su empresa-. Marcus, ¿por qué quieres Colette?

– Solo es una decisión empresarial, madre -respondió él, a la defensiva-. No tiene nada que ver… con nada.

– Acabamos de regresar ayer después de pasar seis meses en Europa -le dijo Drew a Sylvie-. Esta mañana, mientras leía los periódicos, me enteré de lo que Marcus estaba planeando.

– ¿Y no me lo has dicho?-le espetó Isadora.

Drew se encogió de hombros y la estrechó cariñosamente contra sí.

– Se me olvidó.

– Ese fiasco de las esmeraldas le costó a Frank su empresa -comentó acaloradamente la madre de Marcus-. ¿Cómo se te ha podido olvidar decirme cualquiera cosa que tenga que ver con Colette?

– ¿El fiasco de las esmeraldas? -preguntó Marcus-. ¿De qué estás hablando?

– Nunca te lo dijo, ¿verdad? -susurró la mujer, después de contemplar el rostro de su hijo durante unos segundos.

– ¿Decirme qué?

A excepción de Sylvie, los tres estaban de pie. Entonces, Drew acercó una silla e hizo que se sentara Isadora. Luego hizo lo propio él mismo. De mala gana, Marcus tuvo que sentarse.

– Colette contrató al equipo de diseño de papá -añadió-, y poco después, Van Arl fue a la quiebra. Nunca he oído nada de unas esmeraldas.

– Antes de que los empleados empezaran a marcharse -empezó su madre-, hubo un… problema. Carl Colette acusó a tu padre de venderle esmeraldas falsas. Por supuesto, tu padre nunca hubiera hecho nada similar, así que, en silencio, preparó un plan para desenmascarar al verdadero culpable. Por fin, sorprendió a su principal comprador tratando de realizar una transacción similar, pero, para entonces, la reputación de Van Arl se había visto muy afectada. Tuvo que dejar que los empleados se marcharan. Fue entonces cuando el equipo se diseño se marchó a Colette.

Se produjo un gran silencio en la mesa. Finalmente, fue Marcus el primero que habló.

– Bien, gracias por decírmelo, pero eso no va a cambiar en absoluto mis planes. Yo compro empresas y esta es simplemente otra oportunidad que puede reportarme beneficios.

Drew intervino antes de que Isadora pudiera ponerse a discutir con Marcus, aunque resultó evidente que ella no estaba nada contenta mientras se despedían y la pareja se marchaba a su mesa.

Enseguida, vino el camarero con lo que habían pedido para cenar. Marcus estuvo completamente en silencio mientras comían. Sylvie ni siquiera se podía imaginar en qué estaba pensando. ¿Por qué no le habría contado nunca su padre la historia completa? Marcus había crecido pensado que la empresa de Carl Colette había sido la única responsable del fracaso de su padre.

– Tu madre no parece culpar a Carl Colette del fracaso de la empresa de su marido -dijo ella, por fin.

Durante un momento, Marcus se comportó como si no la hubiera escuchado. Después, tras tomar un sorbo de vino, la miró abiertamente a los ojos.

– Tú no lo entiendes -replicó Marcus. La mano que tenía sobre la mesa se había transformado en un puño.

– Entonces, explícamelo. Ayúdame a verlo como lo ves tú -sugirió Sylvie, colocando su mano sobre la de él.

Los ojos de Marcus la miraron fijamente. Bajo su mano, los fuertes músculos se contrajeron. Finalmente, habló.

– ¿Qué sabes de mis padres?

– Bueno, sé que tu madre es una de las Cobham de Chicago, una antigua y prestigiosa familia relacionada con la navegación en los Grandes Lagos. Tu bisabuelo era amigo de Teddy Roosevelt. Se rumorea que tu abuelo desempeñó un importante papel en tapar el romance que Kennedy tuvo con Marilyn Monroe por su amistad con la familia Bouvier. Y tu padre era el dueño de Van Arl. No creo que sepa nada más sobre él.

– Me sorprendería mucho que así fuera. Mi padre era el hijo de un marinero que murió durante una tormenta en el lago Michigan dos meses antes de que él naciera. Mi abuela era demasiado pobre para mantener a cinco hijos, así que terminó por entregarlos a todos en adopción -explicó él. Sylvie parpadeó. Nunca había creído que aquella historia le fuera a resultar tan familiar-. Mi padre fue un buen estudiante y se graduó en el instituto, aunque consiguió su diploma con dos años de retraso porque tuvo que dejar la escuela en varias ocasiones para ponerse a trabajar. Logró una beca para ir a la universidad y allí conoció a mi madre. La familia de mi madre se opuso a su matrimonio, pero mis padres estaban muy enamorados y no hubo manera de hacerlos cambiar de opinión. Después de la boda, mi padre arriesgó todo lo que tenía para comprar Van Arl. Yo nací un año después. El resto de la historia ya la conoces, pero lo que no sabes es lo que eso supuso para mi padre. Necesitaba tener éxito en el mundo de mi madre. El fracaso de Van Arl lo destrozó. Mi padre creyó que había fracasado a los ojos de mi madre, y la familia de ella no le puso las cosas fáciles. Se sintió completamente humillado. Le cambió completamente. Se alejó de ella, de todos. Cuando yo tenía siete años, mis padres se divorciaron. Mi madre estuvo enamorada de él hasta el día en que murió, pero mi padre nunca lo aceptó. Hace unos años, ella renovó su amistad de siempre con Drew, aunque jura que no volverá a casarse.

– Drew me ha parecido un hombre muy agradable -murmuró Sylvie, sin saber qué decir.

Aquella triste historia le hizo comprender a Marcus mucho mejor. No era de extrañar que estuviera tan decidido a construir su propio imperio. No iba a permitir que nadie le quitara nada, no solo algo tan tangible como la fortuna, sino sentimientos como el amor y la seguridad. Si se aseguraba de no tenerlos, no sufriría si le faltaban.

– Sí -dijo él, con cierto cinismo-, y lo mejor es que viene del mundo de mi madre. Tiene dinero, clase, distinción social, generaciones de ilustres antepasados… Nada a lo que se puedan oponer los Cobham.

– Ahora entiendo lo que sientes por Colette -susurró ella, pensando que nunca lo había visto derrotado, como estaba en aquellos instantes-. Sin embargo, después de lo que tu madre te ha dicho, debes haberte dado cuenta de que Colette no tiene responsabilidad alguna en lo que le ocurrió a tu padre.

Inesperadamente, Marcus golpeó con fuerza la mesa, haciendo que los platos saltaran sobre la misma. Sylvie se sobresaltó e, inconscientemente, se echó hacia atrás.

– Pareces un maldito disco rayado -afirmó, con la voz llena de odio y furia-. En lo único que piensas es en esa preciosa empresa. No lo entiendo. No es tuya. Ni siquiera eres una de las ejecutivas. Sin embargo, si te despidieran mañana, tu vida se quedaría vacía.

– Gracias por tu opinión -susurró ella, atónita por aquellas palabras, antes de ponerse de pie. Entonces, agarró el bolso y salió del comedor.

– ¡Sylvie! ¡Regresa aquí!

– Ni hablar -musitó ella. Al llegar al vestíbulo, se dio cuenta de que su abrigo estaba en el ropero y de que Marcus tenía el resguardo. Tendría frío sin el abrigo, pero sobreviviría. No tenía intención de volver a hablar a Marcus Grey.

Salió rápidamente por la puerta para detenerse al borde de la acera, donde sabía que podría encontrar un taxi. Hacía mucho frío y soplaba un fuerte viento que provenía del lago. A pesar de todo, no estaba dispuesta a volver al interior.

– ¡Sylvie, espera! -exclamó Marcus, tras salir también a la calle-. Ni siquiera tienes tu abrigo. Siento lo que te he dicho…

– Aléjate de mí -le espetó ella-. No te necesito en mi vida.

Entonces, empezó a andar a toda prisa antes de que él pudiera detenerla. De repente, el mundo pareció desaparecerle bajo los pies cuando los altos tacones de sus zapatos pisaron un poco de hielo. Sabía que se caía, pero, antes de que pudiera detener su caída con las manos, la cabeza le golpeó contra el suelo. Sintió un fuerte dolor y luego… Nada.

Seis

– ¡Sylvie!

Marcus sintió más pánico de lo que había experimentado a lo largo de toda su vida. Fue corriendo al lugar donde Sylvie había caído sobre la resbaladiza acera. Al ver que ella estaba completamente inmóvil, sintió que el terror se apoderaba de él.

– ¡Llamen a una ambulancia! -gritó, mirando a un grupo de peatones que se habían vuelto cuando él había pasado corriendo a su lado.

Se arrodilló al lado de Sylvie y, tras quitarse la chaqueta, la cubrió con ella. Un fuerte sentimiento de culpa se apoderó de él. ¿Por qué había tenido que hablarle de aquella manera? Siempre se enorgullecía de no perder nunca el control. Sus empleados y rivales le habían apodado «nervios de acero», porque nunca mostraba ira ni frustración, aun cuando le salían las cosas mal.

Le tomó el pulso y notó que palpitaba. Su alivio duró poco. Cuando vio que un líquido oscuro manaba del lado que tenía sobre el suelo, sintió que le daba un vuelco el corazón. Al tocarlo, cálido y viscoso, supo que era la sangre de Sylvie.

Tuvo que contener el impulso de tomarla en brazos y llevarla a un lugar más cálido. Era mejor no moverla.

Le pareció que pasaban horas antes de que la ambulancia apareciera. Se puso de pie de un salto y movió los brazos para indicarles dónde estaban.

– ¡Está aquí! -gritó.

Cuando los enfermeros llegaron a su lado, les explicó cómo se había caído, que no la había movido y que ella no había recuperado la consciencia.

Mientras colocaban su cuerpo sobre una camilla, Marcus se dio cuenta de que le temblaban las manos. Alguien le volvió a colocar la chaqueta sobre los hombros. Entonces, un médico le preguntó:

– ¿Es usted su marido?

– No, pero…

«¿Qué soy yo? ¿El hombre que ha hecho que se caiga? ¿El que sabe que nunca será el mismo si le ocurre algo?»

– La llevamos a Mercy. ¿Tiene medios para llegar allí?

Marcus asintió. Fue a recoger su abrigo y sintió que el cerebro empezaba de nuevo a funcionarle. Cuando le llevaron su coche, sintió que una mano le tocaba el codo. Se volvió y comprobó que era su madre. Drew estaba tras ella.

– Sylvie se ha caído por el hielo -dijo-. Tengo que irme…

– Ya nos hemos enterado. ¿Quieres que vayamos contigo, hijo?

– No, pero te llamaré en cuanto sepa algo sobre su estado.

– Rezaré por ella.

– Gracias.

Tras darle una propina al aparcacoches, se metió en su vehículo y se marchó rápidamente. Mercy era el hospital más cercano. Era privado, bien equipado y con una buena reputación.

Al llegar a Urgencias, preguntó a la recepcionista por Sylvie.

– Le están haciendo unas radiografías. Siéntese.

Un médico saldrá para hablar con usted en cuando le sea posible.

– Gracias.

Tomó asiento en una incómoda silla de plástico y revivió una y otra vez el terrible momento en el que había visto cómo Sylvie se caía al suelo sin que él hubiera podido hacer nada para impedirlo. Pensó en lo quieta y callada que se había quedado. Había mostrado un aspecto tan desvalido y pequeño sobre aquella camilla. En realidad, era muy menuda, aunque tenía una personalidad tan vibrante que solía olvidar lo frágil que era. Al recordarlo, sintió que se le hacía un nudo en la garganta y hundió la cabeza entre las manos.

Casi una hora más tarde, un hombre con un uniforme azul y una mascarilla colgándole del cuello salió por la puerta. Marcus se puso inmediatamente de pie.

– ¿Cómo está Sylvie?

– Soy el doctor Calter. ¿Es usted el pariente más cercano a la señorita Bennett?.

– No tiene familia, pero yo soy todo lo cercano a ella que se puede ser. ¿Cómo está?

– Recobró la consciencia en la ambulancia y parece hablar coherentemente. Le hemos tenido que dar siete puntos a lo largo de la línea del pelo, pero no hay daño interno ni fractura de cráneo. Por supuesto, tendremos que vigilarla muy estrechamente. Si se produce algún cambio, tráigala inmediatamente. ¿Alguna pregunta?

– ¿Eso es todo? ¿No tiene más lesiones?

– No que podamos ver -respondió el hombre, con una sonrisa en los labios.

– ¿Puedo ir a verla?

– Todavía la están atendiendo, pero deberían terminar en breve. Haré que la enfermera venga a buscarlo cuando esté lista para marcharse.

Entonces, Marcus recordó lo que le había pedido su madre y la llamó para decirle que estaba bien. Cuando colgó el teléfono, recordó la amistad de Sylvie con Rose Carson. Sylvie no querría que Rose se preocupara porque no regresaba a casa, así que decidió llamar a la mujer. Justo cuando volvía a colgar el teléfono, oyó la voz de la enfermera.

– ¿Algún familiar de Sylvie Bennett?

Rápidamente siguió a la enfermera a través de los pasillos de urgencias. Cuando llegó a la sala en la que se encontraba Sylvie, se detuvo y respiró profundamente. ¿Qué le iba a decir? Una disculpa no era adecuada. Lentamente, soltó el aire y abrió la puerta. Aunque ella lo odiara, tenía que verla y saber que estaba bien.

Al ver lo oscura que estaba la habitación, se dio cuenta de que casi era medianoche. Una pequeña luz iluminaba débilmente el cabecero de la cama.

– ¿Sylvie? -preguntó Marcus, al llegar a su lado.

Ella tenía los ojos cerrados. Con mucho esfuerzo, logró abrir los párpados. Cuando lo miró, Marcus sintió un rechazo total. Como para enfatizar aquella sensación, Sylvie giró la cabeza hacia la pared.

– Vete.

– No puedo -susurró-. Siento mucho lo que he dicho. Estaba furioso y lo pagué contigo -añadió. Sylvie no respondió-. No tienes que perdonarme. Probablemente no me lo merezco, pero tienes que saber que ninguna otra mujer me ha hecho sentir del modo en que lo haces tú. Ninguna otra mujer me ha hecho mirarme a mí mismo y tratar de corregir mis faltas. ¿Hay alguien a quien quieras que llame?

Sylvie siguió sin responder. Marcus sintió que se le hacía un nudo en la garganta y tragó saliva para deshacerlo.

– Te van a dar el alta ahora. Voy a llevarte a tu casa.

No hubo reacción alguna. Entonces, cuando Marcus estaba empezando a creer que ya no tendría oportunidad alguna, ella se movió. A pesar de que seguía mirando la pared, le acercó lentamente una mano. Entonces, él extendió una de las suyas y entrelazó los dedos con los de ella. Después, al sentir que ella también correspondía a aquel gesto, cerró los ojos y dio gracias en silencio.

Sylvie se despertó temprano y, durante un momento, no supo dónde estaba, igual que le había pasado de niña, cuando había tratado tan desesperadamente de encajar en las casas a las que la llevaban. Se quedó muy quieta, observándolo todo antes de mover un músculo. Le dolía mucho la cabeza.

Miró a su alrededor. La habitación estaba decorada con un papel pintado color crema, con un delicado motivo de hojas de hiedra. Había dos enormes ventanales que, igual que la cama, estaban decoradas con el mismo dibujo de hiedra. En la mesilla de noche había un reloj que indicaba que eran las seis de la mañana.

La cama. Recordó que Marcus la había llevado allí la noche anterior. Entonces, comprendió que él debía de haberla llevado a su casa. Casi al mismo tiempo, se dio cuenta de que alguien le sujetaba firmemente la mano derecha. Volvió la cabeza ligeramente y vio a Marcus, sentado sobre una butaca que había acercado. Estaba inclinado sobre la cama y descansaba la cabeza sobre un brazo.

¿Habría estado allí toda la noche? Contempló su rostro, sus cejas oscuras y recordó sus palabras.

«Ninguna otra mujer me ha hecho sentir del modo en que tú lo haces». Poco a poco, empezó a recordar los acontecimientos de la noche anterior. Se había enfadado mucho con ella. Y Sylvie sabía por qué. Porque estaba empezando a entenderle.

El divorcio de sus padres le había debido traumatizar mucho. Sintió simpatía por él niño que Marcus había sido, ya que sabía lo vulnerable que se es a los siete años. Al enterarse de que su padre no había sido del todo sincero con él, le había hecho pensar que, tal vez, estaba persiguiendo un fin por las razones equivocadas. Se había construido un mundo en el que él siempre lo tenía todo bajo control, en el que nadie podía hacerle daño. Tal vez no quería admitir la verdadera razón para desmantelar Colette, pero, en un rincón de su mente, estaba seguramente el recuerdo del niño que se alegraría de que la empresa que había destruido a su padre dejara de existir.

Cuando había visto que podría estar equivocado, había perdido el control. Sylvie suspiró y miró hacia la ventana. En el breve tiempo que hacía que se conocían, habían tenido más desacuerdos y malentendidos que en todas las relaciones que ella había tenido. ¿Por qué no se olvidaba de él?

Al pesar en que Marcus podría marcharse, que podría no volverlo a ver, que no volvería a sentir sus fuertes brazos alrededor de su cuerpo ni sus labios sobre los suyos, sintió que el corazón le daba un vuelto.

Estaba enamorada de él.

Finalmente, había visto la verdad que había estado evitando. Adoraba la intensidad con la que perseguía sus fines, su sentido del humor, su inteligencia, su poderoso físico, el modo en que parecía saber lo que ella estaba pensando antes de que Sylvie lo dijera… Nunca se había sentido tan unida a otra persona en toda su vida. Daba miedo darse cuenta de que él la conociera tan bien, igual que ella a él, a pesar de sus diferentes puntos de vista sobre Colette.

Colette. Reconoció que su apego a la empresa no era más razonable que el deseo que él tenía por destruirla. Además, sabía que, si así ocurría, Marcus se ocuparía de los empleados. Indagando en su pasado, había descubierto que siempre había sido amable y generoso con los que tenía que despedir y que siempre les proporcionaba indemnizaciones justas y buenas referencias. Nunca actuaba a ciegas ni a la ligera. Sin embargo, lo importante de aquel asunto era que quería cerrar las puertas de la empresa que tanto le había dado, a parte de su primer empleo.

De repente, él abrió los ojos, lo que turbó enormemente a Sylvie.

– Buenos días -dijo.

– Días, sí. Lo de buenos, es discutible -replicó ella, con una sonrisa-. Siento haberme comportado de un modo tan estúpido anoche. Lamento haberte causado tantas inconveniencias.

– ¿Quién te ha dicho que me estás molestando? Sería mucho más exacto decir que estaba muy preocupado por ti. Me sentí tan impotente cuando te vi caer -susurró él, cerrando los ojos durante un momento-. No pude llegar a tu lado a tiempo…

– Marcus, no fue culpa tuya -le aseguró ella, soltando la mano que él tenía presa para acariciarle suavemente el rostro.

– Lo sé -respondió él, girándosela para darle un dulce beso sobre la palma-, pero saber que yo fui la razón por la que saliste corriendo no me hace sentirme muy bien. Debería haberte detenido.

– ¿Cómo? Yo no estaba dispuesta a escuchar razones. Si no me hubiera resbalado, me habría marchado antes de que pudieras detenerme.

– Ninguno de los dos nos portamos de un modo muy razonable -musitó él, besándole de nuevo la mano, para luego atraparla bajo la suya-. Lo único que importa ahora es que descanses y te pongas bien.

– ¿Estoy en tu casa?

– Sí. Creí que sería mejor si te quedaras aquí durante unos días, hasta que te recuperes.

– ¿Cómo? No me puedo quedar aquí.

– Tú no te puedes cuidar sola. Además, no puedes moverte durante las próximas veinticuatro horas. Debes volver al médico el miércoles. -Hasta entonces, no puedes estar sola.

– Tengo que irme a mi casa. Estaré bien.

Sylvie no estaba a dispuesta a vivir con él, ni aunque solo fuera durante una hora. Le resultaría muy fácil depender de él para ser feliz. Había estado muy bien sola hasta entonces y se negaba a que eso cambiara solo porque había cometido la torpeza de enamorarse de un hombre completamente inadecuado.

– Pareces olvidar que he vivido sola muchos años.

– No me importa. No pienso dejarte sola -afirmó, mientras se ponía de pie-. Volveré con tu desayuno dentro de unos minutos. No te levantes sin mi ayuda.

Regresó a los treinta minutos. Se había duchado y afeitado y tenía entre las manos una bandeja de desayuno.

Tras dejarla sobre una mesita, la rodeó con sus brazos para incorporarla.

– Déjame ayudarte, Sylvie. No me lo impidas.

Ella quiso protestar, pero el simple hecho de sentarse en la cama le provocó un fuerte mareo.

Entonces, se quedó atónita al comprobar que solo llevaba su ropa interior y una camisa de hombre.

– ¿Dónde está mi ropa? -preguntó-. ¿Y por qué llevo puesto esto?

– Fue lo único que se me ocurrió que no tendría que meterte por la cabeza. Afortunadamente, tenía una camisa extra en él coche y te la puse en el hospital o de otra forma habrías tenido que marcharte de allí con uno de sus camisones.

Sylvie lo miró fijamente y comprendió que su vestido se había estropeado completamente, si no por la caída, por la sangre.

– Estupendo.

– Luego te traeré algunas de tus cosas.

– Luego me puedes llevar a mi casa.

Marcus no respondió, lo que ella interpretó como una aceptación. A continuación, acercó la bandeja con el desayuno y se la colocó encima del regazo.

– ¿Lo has preparado tú solo?

– Tengo un ama de llaves. Lo ha hecho ella -respondió Marcus, mientras untaba los bollitos con mantequilla y mermelada, le cortaba el beicon y le servía el café. Sylvie se quedó agotada con solo verlo-. Ha llamado mi madre. Estaba muy preocupada por ti.

– ¿Se lo has dicho a tu madre?

– No tuve que decirle nada. Estaban presentes cuando la ambulancia te llevó al hospital.

– ¡Dios santo! ¿Qué va a pensar de mí? -exclamó Sylvie. Seguramente, la elegante dama no aprobaría que hubiera tenido una pelea en público con su hijo. Sin embargo, Marcus pareció quedarse algo perplejo.

– Anoche estuvo rezando por ti. Supongo que era en eso principalmente en lo que estuvo pensando.

– No… Tu madre es una dama tan refinada… La buena cuna le rezuma por los poros de la piel. Seguramente no aprueba que me haya enfrentado a ti de esa manera.

– Deja de preocuparte -le ordenó él, entre risas-. No creo que ella conozca nuestro… desacuerdo. Solo sabe que te caíste.

– Menos mal.

– Además, le causaste muy buena impresión. Me dijo que no parecías el tipo de mujer que me iba a permitir salirme siempre con la mía.

– Pero si casi no hablamos. ¿Cómo pudo ella llegar a esa conclusión?

– Probablemente no fue por tu mansa y dulce actitud.

– Ten cuidado, Marcus -replicó Sylvie, entornando los ojos. Entonces, ambos sonrieron-. Mira, te agradezco mucho lo que has hecho por mí, pero no puedo quedarme aquí. Rose se preocupa mucho si llego tarde. Probablemente está muy nerviosa si se ha dado cuenta de que no regresé anoche.

– Yo la llamé.

– ¿Que la llamaste?

– Sí, bueno, pensé que se preocuparía por ti. Iba a llamar a una tal Meredith -respondió él, sonrojándose vivamente. Entonces, de repente, se puso de pie y se dirigió a la puerta.

– Marcus… Ha sido muy amable de tu parte. Gracias.

– De nada -respondió él.

Sin embargo, la atención de Sylvie se vio distraída cuando la puerta se abrió lentamente a espaldas de Marcus. Parecía que una mano invisible la estaba guiando. Él debió notar la alarma que había en sus ojos porque se dio la vuelta rápidamente. Entonces, se echó a reír.

– De acuerdo, cotilla. Ven a conocer a la señorita.

¿Con quién estaba hablando? En aquel momento, Sylvie contempló, atónita, como un enorme gato blanco entraba en la sala, agitando la cola como si fuera una enorme pluma, y se frotaba contra las piernas de Marcus… Ella nunca había tenido mascotas. Solo había tenido contacto con el gato de la hermana de Jayne, pero la experiencia no había sido muy satisfactoria.

Nunca se le hubiera ocurrido que a Marcus le gustaran los gatos. ¿No se suponía que los hombres preferían a los perros? Al ver cómo él, tan masculino, tomaba al felino suavemente entre sus brazos, como si fuera un bebé, se dio cuenta de que aquella era una nueva faceta de la personalidad del hombre que ella había etiquetado como tiburón de los negocios.

Entonces, recordó cómo había tomado en brazos a la hija de Jim. Aquel día, casi se había deshecho al verlo. «No», se dijo. Estaba empezando a imaginárselo cómo sería como padre…

Era casi mediodía cuando llegaron delante del número 20 de Amber Court. Antes de salir, la había dejado descansando, con el gato ronroneando a su lado como un motor, mientras iba a llamar por teléfono a una boutique cercana y encargaba un pijama y una bata que ella se pudiera poner para ir a casa. Tras hacerle prometer que no se movería de la cama, había ido él mismo a buscarlos.

Cuando detuvo el coche, Marcus se bajó del mismo y le abrió la puerta. Entonces, se inclinó sobre ella para tomarla en brazos.

– De verdad, Marcus, puedo andar.

Había dicho lo mismo cuando él la había transportado desde la cama hasta él vehículo y la respuesta que le había dado había sido la misma.

– Tal vez, pero no vas a hacerlo.

En cuanto entraron en el edificio, Rose Carson se asomó inmediatamente.

– ¡Sylvie! ¿Cómo te encuentras? ¡Llevo muy preocupada desde que Marcus me llamó anoche!

– Sylvie está bien, señora Carson. Bueno, casi bien, pero yo la voy a cuidar.

– Sí, y la pequeña Sylvie puede hablar por sí misma -protestó la joven. Entonces, reforzó su enojo dándole un tirón de pelo.

– Esa es mi Sylvie -comentó Rose, con una sonrisa en los labios-. Supongo que eso significa que no tuviste una caída demasiado mala. Bueno, tomemos el ascensor -añadió, señalando una discreta puerta-. Bueno, cuéntame cómo ocurrió.

– Salimos a cenar -dijo Sylvie, mientras entraban en el ascensor-. Entonces, cuando salíamos del restaurante, pisé un poco de hielo y me golpeé la cabeza.

Marcus la miró. Comprendía que no hubiera querido decir toda la verdad. Seguramente no querría que todo el mundo supiera que se habían estado peleando.

– Menos mal que no fue peor. Os aseguro que, todos los años, alguien de mi club de bridge se cae y se rompe un brazo o una cadera. El hielo es muy traicionero.

Tras salir del ascensor, entraron en el apartamento de Sylvie. Rose abrió la puerta del dormitorio y apartó la colcha de la cama, para que Marcus pudiera acostarla.

– Bueno, dejaré que Marcus te instale -le dijo Rose-, pero, si necesitas algo, solo tienes que llamarme. Les diré a Jayne, Lila y Meredith que estás en casa. Estoy segura de que querrán venir a verte.

Sylvie extendió una mano y agarró a Rose con fuerza.

– Gracias… -susurró, abrazándose a ella-. Te agradezco mucho… Gracias por… Siento mucho que estuvieras preocupada.

Marcus se sorprendió al ver que tenía lágrimas en los ojos. Al ver cómo la abrazaba la mujer, se dio cuenta de que eran mucho más que vecinas. Sospechó que, teniendo en cuenta el tiempo que hacía que Sylvie conocía a Rose, ésta casi era una madre adoptiva para ella, pero se preguntó si Sylvie comprendía lo mucho que Rose se preocupaba por ella.

Cuando Rose salió del dormitorio, Marcus la siguió.

– ¿Puedo hablar un momento contigo, Rose?

Tras cerrar la puerta, la mujer lo siguió hasta el recibidor.

– Sylvie no sabe que tú tienes acciones de Colette, ¿verdad?

– No.

– ¿Cuántas tienes?

– El cuarenta y ocho por ciento que tú no pudiste comprar.

– ¡Vaya! -exclamó él. Había creído que solo tenía unas cuantas acciones-. Creía que los miembros de la familia Colette eran los dueños de esas acciones. ¿Cómo las conseguiste?

– Prométeme que lo que voy a decirte será un secreto entre tú y yo. No quiero decírselo a nadie más.

– De acuerdo.

– Carl Colette era mi padre. Mi nombre completo es Teresa Rose Colette Carson. No hay más miembros de la familia.

– Ah…

– Marcus, sé lo que debes de sentir sobre Colette después de que tu padre perdiera su negocio de ese modo, pero, por favor, si haces esto por venganza, castígame a mí. Cambia el nombre de la empresa si quieres, pero no hagas que todos esos leales empleados paguen por un triste malentendido que ocurrió hace más de veinticinco años.

– Rose, te aseguro que no quiero hacer que los empleados paguen por nada -le aseguró Marcus, muy triste al ver que otra persona había hecho caso de los rumores. Entonces, algo le llamó la atención-. ¿No te importaría si cambio el nombre de la empresa? Después de todo, lleva el apellido de tu familia.

– Mi padre estaba tan obsesionado con ese nombre, con controlar todos los diseños, todos los productos que llevaban el nombre de Colette que fue destruyendo poco a poco mi familia. Yo me marché de Youngsville hace más de treinta años con el hombre que amaba, un hombre al que mis padres no aprobaban. Mi padre no me volvió a hablar nunca. No. Créeme si te digo que el nombre de Colette no ocupa ningún lugar especial en mi corazón.

– Lo siento. Por cierto, si tu padre te desheredó, ¿cómo es que tienes todas las acciones en tu poder?

– Antes de morir, mi padre vendió parte de las acciones, ya que daba por sentado que no habría heredero. Cuando murió, mi madre me suplicó que regresara y me hiciera cargo de todo. Como si yo hubiera querido hacerlo… Sin embargo, no me pude negar del todo, así que le dije que conservaría las acciones. Cuando tú llegaste y compraste todas la demás, yo seguía teniendo las suficientes para que no hubiera peligro alguno de que nadie del consejo pudiera tomar ninguna decisión.

– Entonces, regresaste aquí… y conociste a Sylvie.

– Sí. Desde el principio, me pareció una niña muy especial. Tan alegre, tan viva, tan inteligente… y esforzándose todo lo que podía para ocultar aquellas cualidades bajo un mal comportamiento.

– Tuvo mucha suerte de encontrarse contigo.

– Y yo también. Sylvie nunca hace nada a medias. Una vez que le abre a alguien las puertas de su corazón, esa persona se queda allí para siempre. Ha hecho buenos amigos entre sus compañeros de trabajo.

– Sylvie es muy especial…

Con aquellas palabras, Marcus volvió junto a la joven. Sé había vuelto a quedar dormida. La arropó bien. Al ver la fragilidad de su rostro, sintió una ternura que no había experimentado nunca antes. Recordó las palabras de Rose. «Una vez que le abre a alguien las puertas de su corazón, esa persona se queda allí para siempre». ¿Le habría dejado Sylvie que entrara en su corazón? Pensó que, seguramente, así había sido y, entonces, sintió un placer tan fuerte como las ganas de salir huyendo tan rápidamente como pudiera.

Lentamente, salió del dormitorio y se sentó en el salón. Aquello no era bueno. Estaba llegándole al corazón de un modo en que no lo había hecho ninguna otra mujer. Le había ido bien hasta entonces, sin sentir las emociones que habían separado a sus padres. Después del desastre de las esmeraldas falsas, Frank Grey había caído en una profunda depresión y había llegado a la conclusión de que no era lo suficientemente bueno para Isadora. Todavía podría escuchar las súplicas de su madre, pidiéndole que se quedara, pero la autoestima de su padre le había impedido quedarse. Años después, había muerto y, con él, se había llevado la esperanza que su madre había guardado durante años de que pudieran volver a estar juntos algún día.

Estaría mucho mejor sin aquella clase de emociones en su vida. No tenía intención de convertirse en el felpudo de nadie ni de amar a una mujer que tendría el poder de destruirle si se marchaba. Su madre había tardado más de diez años en recuperarse de la destrucción de su matrimonio.

Se puso de pie. No necesitaba a Sylvie en su vida, por mucho que le gustara su compañía. Sí, efectivamente, la deseaba con todo su corazón y había sentido el deseo de protegerla tras el accidente, lo que le hubiera ocurrido por cualquier mujer en circunstancias similares. Eso era todo. Para que ella no se hiciera una idea equivocada, era mejor que tuviera cuidado sobre el tiempo que pasaba a su lado en el futuro. No sería bueno que creyera que podría haber algo duradero entre ellos. Podrían tener una apasionada aventura que le sacara de aquella obsesión que sentía por ella. Luego, volvería a su vida normal.

Sin embargo, evitó con mucho cuidado mirarse en el pequeño espejo del recibidor antes de cerrar la puerta para marcharse.

Siete

Tres días más tarde, el timbre del apartamento de Sylvie sonó. Él llegó justo a tiempo. Sylvie se colocó el lápiz tras de la oreja y se apartó de la mesa del comedor, que estaba cubierta de papeles. Después de respirar profundamente para tranquilizarse, comprobó su aspecto en el espejo del recibidor y abrió la puerta.

– Hola, Marcus -dijo, con voz agradable. Ni demasiado ansiosa ni demasiado antipática.

Si no fuera tan guapo… A pesar de que tenía un cierto aire de aprensión, le quitó el aliento, como siempre que la miraba con la intensidad de sus ojos verdes.

– ¿Quieres entrar?

Si aquel era el modo en que él lo quería, así sería. No tendría que volver a verlo después de aquel día, aunque el pensamiento le produjera un fuerte dolor en el corazón, que se negó a mostrar abiertamente.

Aquella era la primera vez que iba a visitarla desde que la había llevado allí después del accidente.

Aquella mañana, cuando se despertó, Marcus ya se había marchado. Afortunadamente. Aunque los dos habían hecho todo lo posible por mantener una actitud cortés y agradable, las horas que había pasado con él después de salir del hospital habían resultado algo incómodas y tensas. Las palabras que le había dicho en el restaurante habían seguido resonándole en los oídos.

«En lo único que piensas es en tu preciosa empresa. Tu vida estaría vacía si te despidieran mañana». Se equivocaba. Si perdiera su trabajo, todavía seguiría teniendo lo más precioso que había adquirido a lo largo de aquellos años: sus amigos. Sin embargo, Marcus no podía entenderlo. Nunca lucharía a muerte por un amigo ni comprendería por qué otro estaría dispuesto a hacerlo.

Había sido una estúpida al creer que podría tener una… relación permanente con un hombre tan rico como Marcus, que podrían encontrar puntos de vista comunes y, sobre todo, que un broche le hubiera ayudado a encontrar al hombre perfecto.

No había llamado en tres días. Sylvie se había hecho creer que se alegraba de que aquello hubiera llegado a su fin. Sería mejor para los dos. Además, ella conseguiría olvidarlo todo.

Eso era mentira y lo sabía. Nunca conseguiría superar el vacío en el estómago que sentía al pensar en un futuro sin él. Era una mujer independiente y autosuficiente, pero había bajado la guardia y estaba pagando las consecuencias. Tardaría mucho en olvidarlo, pero lo conseguiría.

Cuando había empezado a conseguirlo, había recibido una llamada de Marcus, aquella misma tarde, para preguntarle si le apetecía salir a cenar con él aquella noche. Solo oír su voz bastó para ponerle los nervios a flor de piel. A pesar de todo, declinó la oferta, con la excusa del trabajo que estaba realizando en casa. Sin embargo, cuando él había prometido pasar a verla, no había encontrado una buena razón que se lo impidiera.

Marcus entró en el apartamento y le entregó un ramo de rosas rosas, amarillas y color salmón.

– Toma. Pensé que te gustarían.

Rosas amarillas. Significaban amistad, como todo el mundo sabía. Bueno, aquello le dejaba muy clara su situación.

– Gracias -susurró, casi sin mirarlo. Entonces, dejó el ramo sobre la mesa del recibidor y sonrió-. ¿Qué puedo hacer por ti?

– Quería verte -respondió Marcus, mirándola con cautela-. Te he echado de menos.

Una vez más, Sylvie se recordó que una relación entre ellos no funcionaría. Eran demasiado diferentes. Él solo quería una aventura sexual que no requiriera demasiado esfuerzo ni que le comprometiera para el resto de su vida. Sin embargo, ella quería mucho más que eso. Demasiado.

– Bueno, he estado muy ocupada y estoy segura de que a ti te ha pasado lo mismo.

Marcus asintió. Entonces, los dos quedaron en silencio. Fue él quien lo rompió.

– ¿Cómo tienes la cabeza?

– Bien.

– Estupendo. Estaba preocupado.

«Entonces, ¿por qué no has llamado?», pensó ella, furiosa.

– Siento que no puedas salir a cenar. ¿Hay alguna otra noche que te venga bien?

– No.

– ¿Por qué no? A mí me gusta tu compañía y creía que a ti te gustaba la mía.

– Tu compañía está destruyendo a la que a mí me da trabajo. Por eso no voy a cenar contigo.

– Eso es ridículo.

– Es igualmente ridículo calificar la relación que hemos tenido como algo agradable. ¡Para mí ha sido mucho más que eso! Tú y yo… buscamos cosas muy diferentes en la vida. Tú no eres el tipo de hombre que yo estoy buscando y sé que no soy la mujer que tú consideras adecuada para ti.

– Eso no es cierto. De hecho, creo que nos complementamos perfectamente.

– En otra ocasión me podrías haber engañado -le espetó ella, llena de amargura-. Ahora, recoge tus rosas amarillas y márchate.

– Hay un vínculo muy fuerte entre nosotros. Tú dijiste que querías hacer el amor conmigo…

– Ya no.

– ¿De verdad? -gruñó él. Demasiado tarde, Sylvie se dio cuenta de que un hombre como Marcus se tomaría aquello como un desafío.

– Ya he terminado de hablar contigo -le dijo ella, señalándole la puerta-. Adiós.

– Y yo también -replicó Marcus, tomándola repentinamente entre sus brazos.

– ¡Marc…!

Él le impidió que siguiera hablando con un beso. La abrazó con pasión, atrapándola contra su cuerpo, devorándole la boca como un hombre hambriento y pidiéndole una respuesta. Él ardía y la quemaba a ella con la fuerza de su pasión.

Sylvie trataba de apartarlo de sí, sin conseguirlo, cuando él, de repente, levantó la cabeza.

– Estate quieta.

Ella obedeció. No hubiera podido explicárselo a nadie. No era mujer que aceptara órdenes de buen grado, pero la fuerza que había en la voz de Marcus hizo que dejara de rechazarlo y se quedara inmóvil, entre sus brazos. En un breve instante de claridad, supo lo que deseaba.

Lo deseaba a él. ¿Por qué se estaba engañando? Quería hacer el amor con Marcus al menos una vez antes de que aquella atracción imposible se rompiera en pedazos, como Sylvie sabía que ocurriría. Quería darle todo su amor de la única manera en que sabía que él lo aceptaría. Nunca había conocido a un hombre que le hiciera sentir de aquel modo y supo, con una irremediable claridad, que nunca volvería a encontrar otro.

Aquellos ojos verdes la miraron, ardiendo de promesas sexuales. Abrió la boca para romper el silencio, pero ella le impidió hablar colocándole un dedo sobre los labios.

– Shh -susurró. Al mismo tiempo, se abrazó a él con fuerza, pegándose todo lo que pudo a su cuerpo-. Bésame…

Para su sorpresa, Marcus dudó. A pesar de la tensión sexual que había entre ellos, no se movió.

– Esto no terminará con un beso -le advirtió-. Si no es eso lo que quieres, dímelo ahora.

Sylvie se abrazó más aún a él y le besó suavemente los labios.

– Es lo que quiero -confirmó.

Marcus le entrelazó los dedos entre el cabello y le agarró la cabeza, sujetándosela mientras le devolvía el beso con uno mucho más apasionado, que hizo que ella gimiera de placer. Entonces, él la tomó en brazos.

Sin detenerse, la llevó hasta el dormitorio. Recordó que él había dormido allí una vez y pensó que, aquella vez, sería ella la que permanecería sola. Únicamente le quedarían los recuerdos de aquella tarde. No serian suficientes, pero tendría que conformarse.

Aquel pensamiento hizo que Sylvie lo besara con urgencia, mientras él la deslizaba poco a poco hasta quedar de pie al lado de la cama. La desnudó con manos competentes y seguras, acariciándola posesivamente antes de tumbarla en la cama y de despojarse él mismo de sus ropas. Se alegró de que él tuviera un preservativo, porque nunca se le había pasado por la cabeza que debía tomar precauciones.

Fue muy tierno con ella. Sylvie le estuvo agradecida por creerla cuando le dijo que no tenía mucha experiencia. La trató como si de verdad hubiera sido virgen, besándola constantemente, dándole tanto placer que ella terminó aferrándose a él, pidiéndole más. Cuando la penetró, no hubo dolor, solo una ligera presión que avivó aún más las llamas de su deseo. Lo rodeó con las piernas, agarrándose á él, gimiendo de placer a medida que su recio cuerpo la llevaba poco a poco hasta la cima del placer. Cuando, minutos más tarde, se tumbó de lado y la tomó entre sus brazos, Sylvie sintió que el corazón le estallaba con una mezcla de amor y felicidad… y también una profunda desolación al darse cuenta de lo efímeros que habían sido aquellos momentos.

Hasta la mañana siguiente, no se dio cuenta de que algo iba mal. Sylvie se había despertado entre sus brazos. La había llevado a la ducha y había vuelto a hacerle el amor, mientras la sujetaba contra la pared y el agua le caía a raudales por la espalda. Le había acariciado los pechos y ella le había rodeado con las piernas. Marcus recordó lo mucho que la había deseado desde el primer día, cuando vio cómo se contoneaban aquellas caderas. Cuanto más la había conocido, más interés había sentido por ella.

Y ya estaba… Eran amantes…

Sin embargo, algo no iba bien. Tenía una nube cerniéndosele encima de la cabeza, que conseguía apagar un poco su felicidad. Sylvie parecía estar contenta, como había esperado, pero, en un par de ocasiones la había sorprendido mirándolo de un modo extraño. Cerraba los ojos brevemente y los volvía a abrir, casi como si estuviera tratando de memorizar sus rasgos.

Había llamado a su mayordomo y le había pedido que le llevara ropa limpia. Entonces, había empezado a preparar el desayuno mientras ella se secaba el cabello. Como tenía huevos y beicon, había dado por sentado que aquello era lo que desayunaba y eso era lo que le había preparado.

Ella entró en la cocina en el momento en que echaba los huevos a la sartén.

– ¡Qué a tiempo!

– Nunca antes había cocinado un hombre para mí -comentó Sylvie, mientras se sentaba a la mesa.

– Bien. Entonces, nunca olvidarás esta ocasión -afirmó Marcus, con satisfacción, mientras se sentaba frente a ella.

– No. Nunca te olvidaré.

Marcus se quedó inmóvil, con el tenedor en la mano. Aquello había sonado demasiado definitivo. Él había hecho el comentario a la ligera, sin darle importancia.

– Sylvie…

En aquel momento, sonó el timbre. Marcus soltó una maldición, con tanto sentimiento que hizo que Sylvie levantara la cabeza, atónita.

– Debe de ser mi mayordomo -comentó él, antes de salir de la cocina.

Bajó a la entrada principal, dado que la puerta estaba todavía cerrada con llave. Cuando regresó, Sylvie estaba enjuagando su plato y colocando cosas en el lavavajillas.

– Siento meterte prisa, pero tengo mucho trabajo esperándome -dijo ella-. Desayuna tranquilamente y quédate el tiempo que quieras, pero cierra la puerta antes de marcharte.

– ¿Qué clase de trabajo?

– Estamos planeando una nueva campaña. Estaré trabajando en ello toda la semana. ¿Por qué?

Marcus no sabía por qué. Sin embargo, por alguna extraña razón, quiso imaginársela trabajando en su despacho.

– Me gustaría verlo -comentó Marcus-. No para hacer cambios -añadió rápidamente, al ver que la alarma se reflejaba en sus ojos-, sino solo para ver lo que haces.

Una sonrisa floreció en los labios de Sylvie. Entonces, como si alguien le hubiera susurrado algo desagradable al oído, esta se le heló en los labios. Se acercó a él y, tras ponerse de puntillas, le dio un beso.

– Eso sería estupendo. Ven cuando quieras.

A Marcus le hubiera gustado acudir aquel mismo día, pero, cuando llegó a su despacho, tenía un montón de mensajes urgentes que lo tuvieron ocupado todo el lunes. Además, aquella noche tenía una cena de trabajo. Cerca de las cinco, llamó a Sylvie.

– Esta noche tengo una cena de negocios -le dijo-. Como seguramente terminará tarde, no creo que pueda ir a verte -añadió. Ella no respondió, pero Marcus sintió un interrogante en el aire-. Pensé que… deberías saberlo.

– Gracias -replicó ella, tras una pausa, con una nota de sorpresa en la voz, como si no hubiera esperado que Marcus pensara en ella-. Ha sido muy considerado por tu parte.

Aquello lo molestó, aunque había sido él el que había insistido en que solo se iba a implicar con ella a nivel físico. «Me lo merezco».

– Mañana tengo que irme de viaje. Volveré el jueves. ¿Te gustaría que quedáramos para cenar el jueves por la noche?

– Bueno… supongo que sí -musitó ella, haciéndole sudar.

– No pareces estar muy segura.

Todos sus instintos le decía que se olvidara del trabajo y que fuera con ella, que le dejara una huella que no pudiera olvidar y que le hiciera comprender que le pertenecía completamente a él.

– Sí. Me gustaría mucho -replicó ella, con voz algo más afectuosa-. ¿Te gustaría venir a cenar a casa? Creo que me toca a mí cocinar.

– Eso sería estupendo. Cuídate mucho, cielo. Te veré dentro de dos días.

– De acuerdo.

– ¿Me echarás de menos?

Oyó que Sylvie contenía el aliento, pero no pudo decidir si era por la emoción del momento o por lo mucho que estaba interrumpiendo su día. Entonces, ella dijo:

– Te echaré mucho de menos.

El anhelo que notó en su voz le hizo relajarse, lleno de satisfacción.

– Bien. Yo también te echaré de menos.

Llamó a su despacho cuando llegó a Toledo y se sintió mucho mejor al escuchar su dulce voz. El miércoles, se dijo que no iba a llamarla. Aquella vez no le había hecho promesa alguna que pudiera interpretar mal. Sin embargo, a las nueve de aquella noche, mientras estaba tumbado sobre la cama del hotel, deseando que ella estuviera a su lado, o mejor aún, debajo de él, cedió a los pensamientos que le recordaban a Sylvie constantemente.

Cuando ella contestó, la tensión que había sentido hasta entonces se relajó tan rápidamente que le pareció que tenía las piernas de plomo.

– Hola.

– ¡Marcus! -exclamó ella, encantada. Entonces, moderó rápidamente el tono de voz-. ¿Va bien tu viaje?

– Sí. Vuelvo a casa mañana y… mañana a estas horas te tendré entre mis brazos.

– Ven corriendo -ronroneó ella.

– Ojalá estuviera ahora allí contigo.

– A mí también me gustaría.

Entonces, le dijo, con todo detalle, lo que le gustaría estar haciendo, hasta que su propio cuerpo empezó a palpitar de necesidad y oyó que la respiración de Sylvie se aceleraba.

– Y cuando nos recuperemos, volveremos a empezar…

– Tú eres un hombre muy malo. ¿Cómo voy a poder dormir después de eso?

– Tan mal como yo sin tenerte entre mis brazos…

El silencio que se produjo fue tan inmediato que Marcus no supo cuál de los dos se había sorprendido más, si él o ella. Entonces, volvió a escuchar la voz de Sylvie.

– Hasta mañana…

Su avión aterrizó a las tres y media de la tarde del día siguiente. Marcus había pensado pasar por su despacho, pero cuando se montó en el coche que le estaba esperando, le dijo que fuera a Colette. No podía esperar hasta la tarde para verla.

Cuando llegó allí, dejó a las recepcionistas completamente sorprendidas. Sin embargo, no les dijo adonde se dirigía, dado que sabía más o menos dónde estaba el despacho de Sylvie. Quería sorprenderla.

– ¡Marcus!

Estaba sentada delante de su escritorio. Al verlo, se levantó de la silla rápidamente y se arrojó a sus brazos. Cuando recordó dónde estaba, trató de recuperar la compostura, pero Marcus no estaba dispuesto a permitírselo.

– Bésame.

Ella emitió un sonido extraño, pero se entregó a él, llena de gozo, dejando que la besara tan profundamente como quisiera y cómo se atreviera en un lugar público. Sylvie le acariciaba la espalda y los hombros y su cuerpo se amoldaba tan perfectamente al suyo que Marcus deseó poder chascar los dedos y transportarlos a un lugar más privado.

– ¡Me alegro tanto de que estés de vuelta! -exclamó ella. Por primera vez en su vida, Marcus sintió que el mundo era perfecto.

– Yo también me alegro -respondió, mientras trataba de controlar la erección que Sylvie le había producido-. ¿Puedes marcharte ahora?

– No -contestó ella, muy triste, mientras se recomponía vestido y cabello.

– ¿Estás segura de que tu trabajo no puede esperar hasta mañana?

– No es trabajo. Es qué mi amiga Maeve está aquí.

– ¿Y?

– ¡Oh! Se me había olvidado que no conoces a Maeve -dijo ella, tirando de él al tiempo que atravesaba la sala-. La prometí que la ayudaría en el cuarto de baño antes de que Wil y ella se marcharan hoy.

Marcus no comprendía. Sabía que Wil era su jefe. Sin embargo, cuando abrió la puerta que comunicaba su despacho con el de al lado, lo entendió todo.

Maeve Hughes estaba en una silla de ruedas. Se mostró cálida y afectuosa cuando Sylvie se la presentó. Su marido le resultaba algo familiar, por lo que supuso que había estado en las reuniones a las que había asistido.

– Sylvie me ha dicho que has estado fuera de la ciudad -comentó Maeve.

– Sí, y me alegro mucho de estar de vuelta -replicó Marcus, sonriendo a Sylvie.

Cuando volvió a mirar a Maeve, vio que la mujer estaba intercambiando una mirada muy significativa con su marido. Ya no le importaba quién supiera lo suyo con Sylvie. De hecho, quería que todo el mundo lo supiera. Sentía que era suya.

Muy pronto, estarían en su apartamento, en su enorme cama de hierro, haciendo el amor como había soñado en los tres días qué había estado alejado de ella.

Tras unos minutos de charla cortés, Sylvie y Maeve se excusaron y salieron del despacho.

– Según tengo entendido, Sylvie ha creado una nueva campaña -comentó Marcus, para romper el silencio.

– Sí -respondió Wil-. Ha hecho un trabajo estupendo. ¿Te gustaría verlo?

Marcus siguió a Wil cuando este entró en el despacho de Sylvie y se dirigió a un caballete que había en un rincón.

– Esta es la presentación que ha hecho hoy mismo para todo el departamento. Es para la colección Everlasting, nuestra nueva línea de anillos de compromiso y de alianzas de boda. Cuando pregunté quién quería este proyecto, Sylvie se empeñó en conseguirlo. Una de sus mejores amigas, Meredith, la diseñó. Sylvie cree que los anillos son preciosos y su admiración se nota en esta campaña.

– No sabía que ella estaba tan íntimamente relacionada con las campañas publicitarias. Di por sentado, que, como ayudante tuya, se encargaría de supervisar al resto del departamento -comentó Marcus, mientras admiraba los anuncios que había diseñado. Había utilizado rosas rosas y una mujer con un hermoso vestido de novia y un hombre muy guapo como motivos centrales de la campaña.

– No siempre se ocupa de los procesos creativos, pero, si conoces a Sylvie, sabrás que no es mujer que se conforme con mirar desde la barrera. De vez en cuando, tengo que dejarla que pase a la acción o hace que mi vida sea miserable…

– Lo entiendo perfectamente.

Entonces, el teléfono empezó a sonar en el despacho de Wil.

– Perdóname, por favor -dijo, antes de volver a su despacho.

Marcus permaneció al lado del caballete, contemplando los diseños de Sylvie. Tenía mucho talento. Evidentemente, era un genio en su trabajo.

En aquel momento, una pelirroja entró corriendo en el despacho.

– ¡Eh, Sylvie! ¿Sabes qué…?

Al ver a Marcus, se detuvo en seco. Después de lo que pareció ser una eternidad, la mujer recuperó la compostura. Entonces, dio un paso al frente y extendió la mano.

– Hola, señor Grey. Siento haberle molestado. Estaba buscando a Sylvie.

– Hola -respondió Marcus, algo molesto de que todo el mundo lo reconociera.

– ¿Sabe dónde está Sylvie?

– En estos momentos está con la esposa de Wil. Estoy seguro de que regresará enseguida, si quiere esperar.

– No importa. Ya hablaré con ella mañana.

– ¿Quiere que le dé algún mensaje? -preguntó él, antes de que la mujer se marchara.

– No, no era nada importante -contestó la mujer, mostrándole una foto-. Solo quería mostrarle la foto que les hemos hecho a nuestras hijas por Navidad. Tienen cuatro y seis años. Sylvie las cuida a veces y ellas creen que es fantástica.

– Le ocurre a la mayoría de la gente.

– Sí, es cierto. Bueno, encantada de haberlo conocido, señor. Como he dicho antes, ya la veré mañana.

– No soy el enemigo -musitó Marcus, cuando la mujer ya había desaparecido.

Entonces, la mano se le quedó inmóvil sobre la página que estaba a punto de pasar. Tal vez no fuera el enemigo, pero todos creían lo contrario. Incluso él mismo lo había pensado y eso que su trabajo no corría peligro aunque aquella empresa cambiara de manos.

Lentamente, comprendió que Sylvie le había presentado a personas de su mundo y sabía que su mundo era Colette. Sus amigos eran Colette.

Will y Maeve. Marcus sabía que Maeve tendría problemas para conseguir un seguro médico si su marido se quedaba sin trabajo. Jim y la pelirroja que acababa de entrar tenían familias que mantener…

Se dio cuenta de que Colette no era su enemigo y sintió como si se le quitara un peso de los hombros. Su madre le había contado la verdadera razón de la ruina de su padre. No había sido culpa de Colette. Los trabajadores que se habían ido a Colette, lo habían hecho porque tenían familias que mantener. Había sido la mala suerte. Ni más ni menos.

Su padre había sido su peor enemigo. ¿Por qué había consentido que el orgullo destrozara su familia? Su esposa lo habría amado de todos modos. Por eso le había esperado tantos años…

La mañana en la que conoció a Sylvie, había estado a punto de cerrar Colette. Efectivamente, habría ofrecido a los trabajadores la posibilidad de seguir en su empresa, pero muchos de ellos se habrían tenido que mudar a otras partes del país. Hubiera desarraigado cientos de familias solo por una venganza.

En aquel momento, se le ocurrió una idea mucho mejor. Las acciones de Colette no habían sido muy fuertes y los miembros del consejo de dirección no habían sido los mejores, pero, con él al frente, Colette mantendría la fama que siempre había tenido.

Decidió atar bien los cabos antes de decírselo a Sylvie. Sabría que ella le haría un millón de preguntas y quería conocer las respuestas antes de enfrentarse a ella. Sin embargo, no creía que una fusión en la que Colette fuera parte de las empresas Grey al tiempo que mantenía un cierto grado de autonomía le pareciera una mala idea.

Su mente no dejaba de dar vueltas a los detalles. En aquel momento, Sylvie regresó. La recibió de un modo tan efusivo que ella se quedó asombrada.

– ¿Por qué estás tan contento?

– Estoy contigo. ¿Por qué no iba a estarlo?

Fueron al apartamento de ella. Marcus la llevó de la mano todo el camino. Sentía que el cuerpo le palpitaba de deseo. En el momento en que cerraron la puerta, la tomó entre sus brazos.

– Bésame -gruñó-. No he podido dejar de pensar en ti en toda la semana.

Sylvie sonrió dulcemente y se puso de puntillas para besarlo. Entonces, le permitió que la llevara a la pasión que los dos habían estado esperando.

Le quitó el abrigo sin dejar de besarla. Le rodeó la cintura y la agarró por el trasero para estrecharla de ese modo contra él. Ella gimió y aquel sonido exaltó aún más los sentimientos de él. Su mundo, en aquellos momentos, se reducía a Sylvie y la dulzura que le prometía su suave cuerpo.

Con un rápido movimiento, le abrió la blusa, sin prestar atención alguna a su pequeña protesta y a los botones que volaron por todas partes. A continuación, liberó uno de los senos de su cárcel de encaje y seda y acarició el pezón durante un momento antes de metérselo en la boca y chuparlo con fuerza.

Sylvie le agarró el cabello con las manos, sujetándolo así contra su cuerpo. Poco a poco, se deslizaron hacia el tórax y le desabrocharon corbata y camisa y se deslizaron gozosas sobre los duros músculos de sus hombros y pecho.

Marcus gimió de placer al sentir aquella sensación tan erótica. Aquello lo excitaba tanto que los pantalones se habían convertido en una dolorosa prisión. Le bajó la mano, para que hiciera con los pantalones lo mismo que había hecho con la camisa. Entonces, Sylvie se quedó inmóvil. Marcus recordó que todo aquello era muy nuevo para ella. Sin embargo, a los pocos segundos, le desabrochó cinturón y bragueta. Fue él quien gimió cuando ella le tocó la excitada carne que ya no pudo ocultar. Sintió que ella le tiraba de la ropa y que, de un osado movimiento, lo liberó de su prisión.

Volvió a gemir y se lanzó entre sus manos, pero, tras un momento de maravillosas sensaciones, se la retiró. A continuación, le quitó la falda y prácticamente le arrancó las medias y las braguitas. En aquel momento, se arrodilló entre sus blancos muslos y admiró el suculento festín que había dejado al descubierto. Cuando la miró, vio que se había sonrojado. No obstante, Sylvie extendió los brazos para acogerlo entre ellos.

Sin palabras, se unieron y Marcus se hundió en el cuerpo de ella con facilidad. Entonces, empezó un dulce y firme movimiento que no iba a durar lo suficiente para satisfacerlo.

Ocho

Marcus le había pedido que se reuniera con él para almorzar el miércoles de la semana siguiente. Por eso, a las doce menos veinte, Sylvie atravesó el largo pasillo que conducía al despacho de Marcus, tarareando una canción. El edificio estaba muy alegre, ya que todo estaba preparado para las celebraciones de Navidad, con adornos por todas partes y villancicos sonando por la megafonía del edificio. Sylvie avanzaba lentamente, admirándolo todo. Sabía que era algo temprano, pero no importaba. Él había visto su lugar de trabajo y tenía curiosidad por ver cómo era el de él.

Tenía el cuerpo algo dolorido, dado que, la noche anterior, habían estado largas horas haciendo el amor. Nunca había soñado que pudiera sentir lo que Marcus le hacía experimentar. Solo con recordar algunos de aquellos deliciosos placeres, se sonrojaba.

A medida que se iba acercando a la puerta del despacho de él, una ridícula timidez fue apoderándose de ella.

– … quiero iniciar el papeleo referente a Colette tan rápido como sea necesario.

Al reconocer la voz de Marcus, se detuvo. ¿Qué papeleo? Una tremenda frialdad se apoderó de ella cuando empezó a comprender el significado de aquellas palabras. Sin poder evitarlo, se echó a temblar.

– De acuerdo. ¿Convoco una reunión del consejo? -preguntó una voz femenina, seguramente su ayudante.

– No. En la actualidad, solo hay un accionista en la empresa. Lo hablaré con ella antes de que se lo presentemos al consejo. De ese modo, lo tendremos todo en orden y nadie podrá presentar ninguna objeción.

Sylvie se llevó una mano a la boca, ahogando el grito de agonía que amenazaba con escapársele. ¡Marcus iba a liquidar Colette! Su corazón, que unos momentos antes rebosaba alegría, parecía estar lleno de plomo. A pesar de que no habían vuelto a hablar de ello desde el accidente del hielo, estaba segura de que Marcus había cambiado de opinión. Su propia madre le había dicho que estaba mal culpar a Colette de la desgracia de su padre.

Aparentemente, no la había escuchado. En su interior, el hombre que amaba era un niño que, a pesar de lo que se le dijera, solo buscaba vengar el pasado, aunque estuviera equivocado.

No la amaba. Aquel pensamiento la cortó por dentro como una cuchilla recién afilada. A pesar de que lo había pensado cuando hicieron el amor por primera vez, su corazón no lo había creído. Había sido tan tierno con ella, tan cariñoso… No le había dicho que la amara, pero a ella le había parecido que así era.

Rápidamente, se dio la vuelta y se marchó por donde había llegado. Había un cuarto de baño cerca del ascensor y se metió dentro. Afortunadamente, estaba vacío. Tras echar el pestillo, se agarró la cabeza entre las manos. ¿Qué iba a hacer? No podía quedarse con él, fingiendo que no ocurría nada cuando sentía que el corazón se le estaba rompiendo en pedazos.

«Es culpa tuya». Recordó que él nunca había comentado nada que indicara que había abandonado los planes que tenía para Colette. Nunca había dicho que comprendiera la devoción que ella sentía por la empresa. De hecho, nunca le había vuelto a hablar de tema. Las lágrimas empezaron a brotarle de los ojos. Rápidamente, se los apretó con las palmas de las manos para contenerlas.

Cuando el teléfono móvil que llevaba en el bolso empezó a sonar, pegó un salto en el aire. Con dedos temblorosos, lo sacó y contestó.

– ¿Sí?

– Hola, cielo. ¿Vienes ya de camino?

Era Marcus. Sin pensárselo, cortó la comunicación. Acababa de salir del edificio de Empresas Grey cuando el teléfono volvió a sonar. No prestó atención. Entonces, hizo una seña a un taxi, se subió y le pidió que la llevara a su casa. De camino, llamó a Wil.

Cuando le explicó que necesitaba tomarse el resto del día libre, él accedió sin problemas.

– Sylvie, ¿te encuentras bien?

– Claro. Es que tengo un montón de cosas que hacer antes de las navidades y me he dado cuenta de que no me va a dar tiempo.

– ¿Qué le digo a Marcus cuando llame?

– Yo…

– Porque ya ha llamado una vez. Le dije que creía que habías salido a almorzar.

– Lo llamaré ahora para que deje de intentar localizarme. No creo que vuelva a llamarte.

Cuando terminó aquella conversación, los dedos le temblaban. A pesar de todo, marcó el número de Marcus.

– Marcus Grey -dijo él, con voz profunda y preocupada.

– Marcus…

– ¡Sylvie! ¿Dónde estás? Traté de llamarte hace unos minutos, pero la comunicación se me cortó. Luego, no pude contactar ya contigo. ¿Vienes ya hacia aquí?

– No. No voy a poder.

– Acabo de llamar a Wil y él me ha dicho que habías salido a comer. ¿Va todo bien?

– Sí, es que… me ha surgido algo y voy a tener que ausentarme de la ciudad durante unos días. Te llamaré cuando regrese.

– ¿Fuera de la ciudad? ¿Por tu trabajo?

– No. Una vieja amiga me necesita -mintió, para evitar la escena que él le montaría.

– Entiendo. Sylvie va de nuevo al rescate, ¿verdad? -afirmó, con dulzura-. De acuerdo, cariño, pero llámame en cuanto puedas.

– De acuerdo. Lo siento, me estoy quedando sin cobertura… Adiós.

Volvió a desconectar el teléfono justo cuando el taxi llegaba frente a Amber Court.

Después de pagar al taxista, subió corriendo las escaleras. La vieja mansión estaba en silencio, ya que casi todos sus inquilinos trabajaban. Rose probablemente estaría trabajando como voluntaria en alguna parte, o tal vez como camarera. Sylvie hizo un gesto de decepción al darse cuenta de que se había olvidado completamente de contarles a los demás lo que había descubierto. Sin embargo, las tumultuosas semanas que había vivido desde que Marcus había entrado en su vida se lo habían borrado de la cabeza.

Entró en su apartamento y dejó el bolso y el abrigo en el suelo. ¿Qué iba a hacer? No podía imaginarse en Youngsville, ni cómo iba a terminar su relación con Marcus. Desde el principio, había sabido que no estaban hechos el uno para el otro, pero había permitido que su corazón le impidiera hacer caso al sentido común. A pesar de que, desde siempre, había sabido que no podía durar, durante la última semana había empezado a creer todo lo contrario.

Las lágrimas que había logrado controlar antes empezaron a derramarse abundantemente. En aquel momento comprendió que el único modo que tenía de sobrevivir era marcharse de allí, pero… ¿Dónde podría ir? Nunca había vivido en ningún otro lugar que no fuera Youngsville.

De repente, recordó algo. ¡San Diego! Cuatro meses atrás, antes de conocer a Marcus, había ido a una exposición de joyas en aquella ciudad para presentar algunos de los diseños de Colette. Un hombre se le había acercado y había empezado a hablar con ella. Hasta que no le dio su tarjeta, Sylvie no supo que se trataba de uno de los diseñadores de joyas más importantes del país y ella le había estado hablando sobre las estrategias de venta agresiva. Se sintió muy avergonzada, pero el hombre, Charles Martin, se había quedado muy impresionado. Un día después, había ido a verla otra vez para ofrecerle un trabajo. Y muy bueno.

A pesar de que le explicó que estaba muy contenta en Colette, el señor Martin había insistido en que lo llamara sin cambiaba de opinión.

Antes de pararse a pensar por qué un cambio tan repentino podría ser contraproducente, sacó su tarjetero y buscó el número. Diez minutos más tarde, tenía una entrevista preparada para el viernes siguiente y estaba haciendo las reservas del billete de avión. Decidió que se marcharía a San Diego aquella misma tarde. A pesar de que sintió que se le rompía el corazón, llamó a su jefe para pedirle los dos días libres.

Después, se puso a preparar las maletas de un modo muy desordenado, lo que no era propio de ella. Las lágrimas volvieron a asomársele a los ojos y se dejó caer sobre la cama para llorar a gusto por la muerte de todos sus sueños.

– ¿Dónde diablos has estado?

Marcus apareció por casa de Sylvie el domingo por la tarde, más furioso que nunca…

Le había dejado innumerables mensajes en el contestador y en el móvil, que ella, no había contestado.

– En San Diego. ¿Cómo has sabido que estaba en casa? -le preguntó ella a su vez, con voz muy seria.

– He llamado a Rose a su casa hace más o menos una hora. ¿Te importa decirme la razón por la que no me has llamado en cuatro días?

– Lo siento. He estado muy ocupada y supongo que se me ha olvidado.

– Sí, claro, cuéntame otra historia. Dos personas que arden en la misma pasión no se olvidan de ello tan fácilmente -le dijo Marcus, algo alterado.

– Vale. Y ahora deja de gritarme. Bueno, creo que es mejor que te sientes. Tengo una noticia que darte.

– ¿Qué? -preguntó él, nervioso por el tono de voz que ella había empleado.

– Te he dicho que te sientes.

Entonces, ella misma se sentó en el borde de una silla.

Lentamente, Marcus hizo lo mismo. Prefería sentarse en el sofá, con Sylvie entre sus brazos, pero ella estaba agresiva y distante. Suponía que no debía haberse enfadado con ella por no haberlo llamado, dado que, una vez, él había hecho lo mismo. Sin embargo, aquello había sido hacía semanas, cuando todavía trataba de fingir que no quería más que una breve y divertida aventura con ella. Sylvie no tenía aquella excusa. ¿O sí?

– Tú dirás -le dijo.

– Voy a dejar mi puesto en Colette. Mi dimisión será efectiva a finales de año -confesó ella-. He aceptado un trabajo con Charles Martin en San Diego.

– Eso no es posible.

– Sí que lo es. Siento decírtelo de este modo.

– ¿Por qué haces esto, maldita sea? -preguntó él, poniéndose de pie. Se sentía furioso-. Creía que nosotros, que tú…

– Sí. Sé lo que había creído. Pensaste que estaba tan enamorada de ti que estaría disponible cuándo y dónde tú quisieras, mientras tú lo desearas.

– Sylvie… Pensé que nuestra atracción… era mutua. ¿Qué puedo decir para hacerte cambiar de opinión? No quiero que te vayas a San Diego.

– ¿Por qué?

– ¿Qué quieres decir con eso?

– ¿Por qué no quieres que me vaya?

– Quiero que te quedes aquí. Eso es lo que quiero. Y sé que tú quieres quedarte a mi lado. Tenemos algo muy especial… Tú estás convirtiendo esto en algo mucho más complejo de lo que es, Sylvie…

– No hay razón para hablar más sobre esto -replicó ella, sin prestar atención a sus palabras. Entonces, se puso de pie y se dirigió a la puerta-. Mi dimisión estará en la mesa de Wil mañana.

– No hay necesidad de esto -susurró él, siguiéndola. Entonces, trató de agarrarle una mano, pero ella no se lo permitió-. Sylvie, por favor, quédate…

– No puedo.

Marcus, desesperado ya, la tomó entre sus brazos e inclinó la cabeza sobre la de ella. Sin embargo, Sylvie la giró para que él no pudiera besarla. Cuando lo empujó, Marcus la soltó sin dilación.

– Toda mi vida… He tardado toda la vida en darme cuenta que me merezco a alguien con el que compartir mi vida -susurró ella, con un hilo de voz-, alguien al que amar y con el que envejecer. No pienso conformarme con nada menos, pero aparentemente eso es precisamente lo que tú me ofreces. Te amo, Marcus. Te he amado casi desde que nos conocimos, pero no pienso suplicarte que sientas lo mismo por mí. Te has atrincherado entre sólidas defensas porque estás decidido a que nadie vuelva a hacerte daño o que nadie te haga daño a ti como tu padre se lo hizo a tu madre. Sin embargo, Marcus, sufrir es parte de la experiencia vital. Te estás perdiendo muchas cosas, oculto tras esas barreras…

– Sylvie, cielo…

– No -le espetó ella-. Te he dejado que me hagas daño, principalmente por mi propia estupidez. Quería que fueras alguien que no eres, alguien que no sintiera resentimientos, que fuera noble. No he sido justa contigo tampoco, pero… No te permitiré que me arruines la vida. Me olvidaré de ti…

– Pero acabas de decirme que me amas…

– También acabo de decir que me olvidaré de ti -le espetó ella, con la mayor frialdad que Marcus había escuchado en sus labios-. Ahora vete.

Aturdido por sus palabras, él solo pudo contemplarla boquiabierto mientras Sylvie le abría la puerta y le indicaba que se marchara. Los pies parecieron moverse por voluntad propia, pero su cerebro estaba aturdido, tratando de asimilar todo lo que ella le había dicho.

Antes de que pudiera pronunciar alguna palabra que tuviera sentido, ella ya había cerrado la puerta. Se oían sollozos desde el interior del apartamento. Sin saber qué hacer, se quedó allí durante unos momentos. Su instinto le decía que echara la puerta abajo y la tomara entre sus brazos, pero, por primera vez, el instinto que le había convertido en tan buen hombre de negocios, estaba equivocado. Conocía a Sylvie. Tenía una voluntad de hierro que igualaba a la de él. Marcus sintió que una sensación helada le envolvía el corazón. Había pronunciado aquellas palabras muy en serio y no iba a permitirle que le hiciera cambiar de opinión.

Lentamente, volvió a bajar las escaleras. Rose estaba de pie en el vestíbulo, regando las plantas, y lo contempló en silencio hasta que Marcus llegó al lugar en el que ella se encontraba.

– Me ama, pero se marcha. Se muda a San Diego.

– ¿Por qué?

– ¡No lo sé! Si me ama, ¿por qué iba a querer abandonarme?

Rose lo miró sin pronunciar palabra, levantando ligeramente las cejas. Entonces, lo comprendió todo.

– Ella cree que yo no la amo, ¿verdad?

– ¿Y es así?

Marcus respiró profundamente. Se sentía como si fuera a saltar de un avión sin paracaídas. Sin embargo, ¿acaso no había sido precisamente aquello lo que Sylvie había hecho?

– No. Claro que no. Yo también la amo -afirmó, cada vez con la voz más fuerte.

Rose sonrió y siguió regando sus plantas.

– Dale tiempo para sacarse el dolor del cuerpo. Entonces, díselo.

Marcus se volvió para subir corriendo las escaleras, pero se detuvo. Los músculos le temblaban de frustración. Todo le animaba de nuevo a subir a verla, a suplicarle que lo escuchara… pero Rose conocía a Sylvie desde hacía tiempo.

– ¿Cuánto tiempo debo esperar? -le preguntó.

– No sé, tal vez un día o dos. Si le das demasiado tiempo para pensar, tal vez nunca consigas derribar sus barreras…

Darle tiempo para pensar… ¡Eso era! Casi tenía miedo de pensar que la idea que se le acababa de ocurrir pudiera funcionar. Sin embargo, mientras estaba allí de pie, dándose cuenta de lo que había perdido y de lo que tal vez nunca pudiera recuperar, supo que no le quedaba otra opción que intentarlo. Si no lo hacía, no tendría la posibilidad de volver a tener a Sylvie entre sus brazos.

Entonces, lentamente, se volvió a la casera.

– Rose, tengo algo que proponerte…

Llamó a Wil Hughes aquella noche y se lo contó todo. Como Rose había predicho, no le resultó tan difícil, ni humillante, como había imaginado. Wil solo se echó a reír cuando Marcus le confesó cómo había hecho daño a Sylvie.

– Algún día te contaré las estupideces que hice cuando estaba tratando de convencer a Maeve que se casara conmigo. Confía en mí. No eres el primer hombre que no tiene ni idea de lo que está pensando una mujer.

Cuando Marcus le pidió que lo ayudara, Wil aceptó sin dudarlo.

– Nunca sabrá que hemos hablado -le aseguró Wil.

Cuando terminó la llamada, Marcus se reclinó en su butaca y se permitió un ligero momento de esperanza. Había puesto las ruedas en movimiento para la que esperaba sería la reunión más importante de los empleados de Colette en la historia de la empresa. Y, si todo salía como había planeado Sylvie le perdonaría.

Lo primero que Sylvie hizo cuando regresó a su despacho el lunes por la mañana fue escribir su carta de dimisión y colocarla en el escritorio de Wil. Entonces, empezó a enfrentarse con la cantidad ingente de trabajo que se había acumulado en su escritorio desde el miércoles anterior.

Como había anticipado, Wil llegó momentos después y entró a saludarla. Luego, se dirigió a la cocina en busca de café. No miró encima de su escritorio hasta que no regresó con una taza de café en la mano.

– ¿Qué es esto? -preguntó, mostrándole el papel que ella había escrito aquella mañana.

Sylvie dudó. Sabía que iba a resultar duro, pero no se había imaginado cuánto.

– Me han ofrecido un trabajo en San Diego. Por eso, dimito.

– ¡San Diego! -exclamó Wil, sorprendido-. Sylvie, nunca me dijiste nada al respecto. ¿Por qué? ¿Es que no estás contenta aquí?

– Claro que lo estoy -susurró, sin poder controlar las lágrimas-, pero es una buena oferta. Una oferta que no puedo dejar pasar.

– Es por lo de la absorción, ¿verdad? Estoy seguro de que no creerás que tu trabajo es uno de los que va a desaparecer. No me imagino a Marcus despidiéndote.

– Esto no tiene nada que ver con la absorción -replicó ella, con un hilo de voz, mientras las lágrimas le caían abundantemente por las mejillas. No podría decirle también que no tenía nada que ver con Marcus-. Es solo algo que… quiero hacer, Will.

– Maeve se va a poner echa una furia cuando sepa que te mudas a California. Bueno, pues no seré yo quien se lo diga. Tendrás que hacer el trabajo sucio tú misma.

– De acuerdo. La llamaré esta tarde.

– Esto es muy repentino. ¿Cómo puedes tomar una decisión como esta tan precipitadamente? Me niego a aceptar esta carta.

– ¡Tienes que hacerlo!

– No -le espetó, dejando el papel encima del escritorio de Sylvie.

– ¡Claro que vas a tener que aceptarla! -le gritó Sylvie, perdiendo todo el control sobre sí misma-. ¡No pienso dejar mi puesto a finales de año, sino hoy mismo!

Se puso de pie tan bruscamente que tiró la silla contra el suelo. Entonces, agarró su bolso, su abrigo y salió del despacho.

Ni siquiera había llegado al ascensor cuando empezó a tranquilizarse. La vergüenza empezó a adueñarse de ella. ¿Por qué había tratado al pobre Wil de aquella manera? Ni siquiera era él con el que estaba furiosa… De hecho, tampoco estaba furiosa, sino solo dolida. No era Will quien le había roto el corazón y no era justo tratarlo de aquel modo. Sin embargo, decidió que marcharse de aquella manera resultaría mucho más fácil.

Salió del edificio y empezó a andar hacia Amber Court. Decidió llamar a Wil aquella misma noche y disculparse, pero nunca revocaría la decisión que había tomado minutos antes. Tenía que marcharse de allí tan rápidamente como le fuera posible.

Iba a resultar muy duro irse. Rose y sus tres mejores amigas, Lila, Meredith y Jayne, se iban a disgustar mucho y, precisamente por eso, esperar más resultaría insoportable. Efectivamente, tenía que romper limpiamente con su antigua vida. Además, conocía a Marcus. Odiaba perder en cualquier situación. Esa era la única razón por la que se había tomado tan mal sus palabras. De eso estaba segura.

Nunca debería haberle contado sus planes. Si se lo hubiera pensado, habría manejado la situación de un modo muy diferente. Marcus estaba acostumbrado a tomar decisiones, a ser el jefe. Odiaba perder. Y así sería precisamente como consideraría su dimisión. No quería ser al que se señalaba por la espalda, ni el que provocaba hilaridad. No quería ser el hombre al que había dejado tirado una empleada de Colette. Por eso, Sylvie debería haber esperado, debería haber mantenido sus planes en secreto hasta que hubiera podido hacer un único anuncio antes de marcharse.

En ese caso, lo único que se hubiera roto habría sido su propio corazón.

Nueve

Al día siguiente, Sylvie estaba haciendo un listado de las cosas que tendría que dejar listas para el próximo inquilino de su apartamento, cuando sonó el teléfono. Aunque sintió la tentación no prestarle atención, se obligó a levantarse y a descolgar el auricular. Se había pasado la noche sin dormir, alternando entre estados depresivos y sollozos. Tenía la garganta dolorida y los ojos hinchados. No estaba de humor para hablar con nadie, particularmente dado que era muy posible que, quien llamaba, fuera un amigo para convencerla de que no dejara su trabajo y su ciudad.

Era Wil.

– Hola, Sylvie.

– Wil, ¿qué pasa?

Ya lo había llamado la noche anterior para disculparse y también había hablado con Maeve. ¿Qué podría querer en aquellos momentos?

– Me acabo de enterar de que Marcus ha convocado una reunión para todos los empleados de Colette a las cuatro en punto el lunes por la tarde. ¿Sylvie? -añadió, al ver que ella guardaba silencio.

– ¿Por qué me dices esto, Wil? Yo ya no soy empleada de Colette.

– Legalmente sí. Estoy tratando tu ausencia como vacaciones pagadas hasta que se te terminen los días que todavía no te has tomado. Por cierto, ¿es que no te tomas vacaciones nunca?

– No muy a menudo. Mira, Wil, aprecio mucho el gesto, pero…

– Colette te necesita. Has sido el líder de todos nosotros durante meses. Lo has organizado todo y has mantenido la moral alta. ¿Qué sería esto si tú no estás aquí?

– No creo que se me eche de menos.

– No te infravalores. Al menos, piénsatelo. Eres la persona perfecta para liderar nuestras protestas en esos instantes. Como has decidido irte y ya has presentado tu carta de dimisión, no te pueden echar. Se lo debes a tus amigos de Colette, Sylvie…

A pesar de que sabía que la estaba manipulando, Sylvie reconocía que Wil tenía razón. No podía zafarse de sus responsabilidades con todos sus amigos de la empresa. Aquella fue la única razón por la que decidió asistir. ¿Qué importaba que Marcus estuviera allí? No era que necesitara verlo por última vez, a pesar de que una parte de ella volvió a la vida al pensar que podría estar con él. Marcus pertenecía ya a su pasado.

– De acuerdo. Allí estaré.

Cuando empezó de nuevo a recoger sus cosas, volvió a sonar el teléfono. Aquella vez era Rose.

– ¿Te viene bien el lunes por la tarde para cenar juntas? A Lila, Jayne y Meredith sí.

– ¿Ya no trabajas en el albergue los lunes? -preguntó ella. No había nada que le apeteciera menos que enfrentarse a sus inquisitivas amigas.

– Esta semana no.

– Claro. En ese caso, de acuerdo.

Temía decirle a Rose y a sus amigas que se iba. Sin duda las tres más jóvenes se enterarían en los mentideros de la empresa de su decisión antes de que pudiera decírselo personalmente. Aunque le resultara muy difícil, aquella comida sería un buen momento para decírselo a Rose y explicárselo a todas. Así, solo tendría que repetirlo una vez.

El domingo pasó muy lentamente. Fue a la iglesia y luego siguió con la tediosa tarea de empaquetar sus cosas. Para cuando llegó el lunes a las cuatro de la tarde, estaba deseando terminar con su última reunión en Colette. Estaba algo nerviosa por tener que volver a ver a Marcus y, en cierto modo, lo temía, dado que dudaba mucho que hubiera decidido no tratar de hacerla cambiar de opinión.

Sin embargo, por otro lado, no la había llamado ni había ido a verla. Tal vez había aceptado su decisión. Tal vez incluso se alegraba por ello.

Se vistió con cuidado para su reunión de despedida con el traje azul marino con una fina raya blanca que resaltaba espléndidamente su figura. Si iba a hacer aquello, iba a hacerlo bien.

Tenía todavía el broche de Rose sobre la cómoda y tuvo dudas. Rose solo había acertado en parte sobre su magia. Efectivamente, había conocido al único hombre que podría amar mientras lo llevaba puesto, pero, al contrario de sus tres amigas, no había final feliz a la vista.

Se mordió el labio para que le dejara de temblar. Aquella no era la imagen que quería proyectar. Apartó la mano del broche y se marchó andando a Colette.

Antes de entrar en la sala de reuniones, se retocó el maquillaje y el cabello en el cuarto de baño. Casi llegaba tarde, tal y como había planeado. Así, no había tenido tiempo de hablar con nadie.

Al verla, todos sus compañeros sonrieron. Se produjeron también algunos murmullos. Para entonces, la noticia de su marcha se habría extendido por todos los departamentos. Esperaba que nadie creyera que su presencia significaba que había cambiado de opinión.

Deliberadamente, no miró a la parte delantera de la sala. Se sentó en la parte de atrás, al lado de Meredith, que le había indicado por señas que le había reservado un asiento. Cuando hubo tomado asiento, escuchó la profunda voz de Marcus, dando a todos la bienvenida. Entonces, levantó la vista y fingió interés. Él la estaba mirando. Durante un momento, sintió que el mundo se ponía a dar vueltas sin control al sentir que aquellos ojos verdes se posaban sobre ella. ¿Cómo podía dejarle? Rápidamente, apretó los puños y se clavó las uñas en las manos hasta que el dolor fue lo suficientemente fuerte para apoderarse de ella. Entonces, apartó la mirada. Mientras Marcus hablaba, se pasaría el tiempo mirándose los zapatos…

– … sé que habéis oído muchos rumores sobre lo que iba a pasarle a esta empresa bajo mi dirección. Hoy, tengo la intención de compartir la verdad con todos vosotros, pero, primero, me gustaría presentaros a la persona que tiene el resto de las acciones de esta empresa. Es la única superviviente de la familia Colette.

Entonces, Marcus se dirigió a una puerta lateral y la abrió, para dar paso a una mujer.

– Os presento a Rose Colette Carson -añadió.

Rose Colette Carson. A su lado, Meredith lanzó una exclamación de sorpresa y empezó a tirar a Sylvie de la manga. Entonces, levantó la mirada y vio que su querida amiga avanzaba hacia el estrado del brazo de Marcus. ¿Rose era Rose Colette? Sylvie sacudió la cabeza con incredulidad.

– Buenas tarde, amigos -comentó Rose-. Estoy segura de que esto es una sorpresa para todos vosotros. También es una sorpresa para mí. Me marché de Youngsville, y de esta empresa, hace muchos años. Después de que mi padre muriera, no pude negarme cuando mi madre me pidió que regresara, aunque no tenía interés alguno en implicarme de nuevo en la dirección de la empresa. Como vosotros, me preocupé mucho cuando supe que Empresas Grey había adquirido las acciones suficientes para controlar la empresa y, como vosotros, he tenido miedo sobre el futuro. Sin embargo, hoy estoy aquí para daros muy buenas noticias -añadió, lanzando una fulgurante sonrisa a Marcus-. El señor Grey tiene la intención de que Colette siga ocupando su condición actual como diseñador de joyas finas…

La sala estalló en vítores. Rose quedó en silencio y sonrió, esperando a que el ruido fuera remitiendo poco a poco.

– No obstante, también planeamos añadir una rama, que ofrecerá hermosas joyas, más asequibles, para el público en general. Mi filosofía es muy diferente de la de mi padre. Creo que todo el mundo debería poder disfrutar de las joyas y nuestra nueva línea se ocupará de fomentar ese hecho.

Para cuando terminó su discurso, todos los empleados estaban de pie, aplaudiendo y silbando de alegría mientras Rose y Marcus sellaban aquellas palabras dándose la mano.

Cuando todo el mundo volvió a sentarse, Marcus retomó la palabra y explicó con más detalle el concepto que habían creado y respondió a las preguntas que los empleados quisieron hacer sobre aquel plan. Sylvie, de nuevo, evitó mirarlo. Afortunadamente, había una mujer con una larga melena rubia que la ayudaba a ocultarse. Decidió concentrar su energía en otras cosas, como las características de su nuevo trabajo. Le resultaba muy difícil creer que Rose fuera una de las dueñas de Colette, que Rose fuera una Colette. Sylvie recordó, divertida, que había llegado a pensar que Rose atravesaba dificultades económicas, cuando tal vez podría comprar varias empresas si quería. Sin embargo, conociéndola, seguro que canalizaba gran parte de sus ingresos a obras benéficas.

Sylvie se quedó helada. Por supuesto. Aquello era exactamente lo que Rose había hecho, y una de esas obras benéficas se llamaba Sylvie Bennett. Comprendió que su beca para la universidad no había sido casualidad, como tampoco que Colette la hubiera aceptado inmediatamente ni que hubiera encontrado un hermoso apartamento por el que pagaba una módica renta… Rose era una mujer maravillosa.

La reunión terminó poco antes de las cinco. En el momento en que Marcus terminó su discurso, todos los empleados se acercaron para hablar con Rose o con él. Entonces, Sylvie se volvió a Meredith.

– Te veré a la hora de cenar.

– Me he enterado que has dimitido. No me lo creía hasta ahora, pero es cierto, ¿verdad? -dijo su amiga. Sylvie asintió-. ¿Por qué? Creía que Marcus y tú…

– No, por favor -le suplicó Sylvie, levantando una mano-. No lo hagas.

Antes de que su amiga pudiera decir nada más, se marchó de la sala.

Acudió al apartamento de Rose a las seis, tal y como se había decidido. Cuando Rose le abrió la puerta, Sylvie se acercó a ella y la abrazó. Al sentir que la mujer la rodeaba con sus brazos, sintió que se le hacía un nudo en la garganta.

– Gracias -susurró Sylvie-. Por todo.

– Gracias a ti, querida niña -replicó Rose-. Una de mis mayores penas fue que Mitch y yo no pudiéramos tener hijos. Desde que tú y yo nos encontramos, me he dado cuenta de que la biología cuenta muy poco a la hora de amar a un niño. Verte progresar en la vida ha sido una de las mayores alegrías de mi vida.

Sylvie trató de hablar, pero le resultó imposible. Tenía miedo de desmoronarse y echarse a llorar como una niña. Finalmente, Rose la abrazó y la llevó al comedor.

– Vamos con las otras. Ya tendremos tiempo de hablar después.

Lila, Meredith y Jayne ya estaban allí. Cuando Rose y Sylvie entraron en la habitación, las tres quedaron en silencio.

– Dejadme adivinar -dijo Sylvie, tratando de bromear-. No estabais hablando del tiempo, ¿verdad?

Lila se sonrojó y Meredith pareció muy apenada. Sin embargo, Jayne le sonrió.

– Estábamos compartiendo lo que sabemos sobre ti. Dado que no nos has dicho nada, nos vemos reducidas a intercambiar rumores.

– Prometo explicároslo todo, pero, en estos momentos, me muero por escuchar la verdadera historia de Rose Carson.

– Apoyo la moción -afirmó Meredith, levantando la copa en su honor.

Sylvie se relajó un poco. Lo último que quería era contarles a sus amigas los acontecimientos que la iban a llevar a California. No sentía entusiasmo alguno por su nuevo puesto y tenía miedo de que se le notara. Con suerte, se podría escapar de contarlo todo aquella noche.

Mientras cenaban, admiraron el árbol de Navidad de Rose, que estaba adornado con unas figuras de frutas muy antiguas.

– Llevan muchas generaciones en mi familia -les explicó Rose.

Entonces, les habló de su infancia. Había sido hija única, inmersa en el negocio de joyas de su familia.

– Sabía que, algún día, la empresa sería mía, aunque yo era una niña algo difícil. No siempre aprecié las oportunidades que se me daban, pero al fin, senté la cabeza y empecé a trabajar en los puestos más inferiores de la empresa, tal y como creía mi padre que debería hacer. No mucho tiempo después, empecé a trabajar en el departamento de diseño, y creé un broche realizado con ámbar y varios metales preciosos…

– ¿Nuestro broche? -preguntó Lila.

– El mismo -respondió Rose-. A mi padre no le gustó. Dijo que no encajaba con el estilo de Colette. El diseñador jefe fue un poco más amable conmigo. Me dijo que mi trabajo estaba por delante de su tiempo. Yo discutí con mi padre y tuvimos una fuerte confrontación. Me sentí como lo había hecho cuando era una niña rebelde, siempre desilusionando a todos, sobre todo a mis padres, y me marché del despacho. Me fui andando a mi casa, pero, cuando salía de la empresa, me encontré con un joven que había empezado a trabajar hacía poco en la sección de ventas -añadió, con una dulce sonrisa, que revelaba la belleza que Rose debía haber tenido veinte años atrás-. De hecho, me choqué con él y los dos caímos al suelo…

– ¿Fue amor a primera vista? -quiso saber Meredith.

– Sí. Se llamaba Mitch Carson. Lo primero que hizo cuando me ayudó a ponerme de pie fue alabar el broche que yo llevaba puesto. Supe enseguida que cualquier hombre que pudiera ver el valor de mi diseño era un hombre especial. Además, a mí Mitch me pareció el hombre más sexy que había conocido hasta entonces. ¡Quise arrojarme entre sus brazos y pedirle que me besara!

– ¡Qué romántico! -suspiró Lila.

– Efectivamente, era el hombre más romántico que he conocido nunca -susurró Rose, mirando los anillos de diamantes que llevaba puestos-, pero a mis padres no les gustó. Él me animaba a experimentar con mis diseños. Me llevaba a navegar, a bailar y a las carreras, actividades que mis padres no aprobaban.

– ¿Por qué? -preguntó Sylvie, pensando en los momentos que había pasado bailando con Marcus. Aquellos recuerdos le durarían a ella también toda la vida.

– Creo que tenían miedo de que me divirtiera demasiado -respondió Rose-. Mis padres eran muy estrictos y anticuados.

– Es increíble -apostilló Jayne-. Tú no eres así.

– De eso puedes darle las gracias a Mitch. Mis padres amenazaron con desheredarme si seguía con él. Sabía que si los escuchaba me convertiría en una mujer conservadora y gruñona como ellos, así que nos fugamos. Cuando mi padre se enteró, amenazó de nuevo con desheredarme, pero Mitch y yo nos mudamos a California. Nunca volví a tener noticias de mi padre, aunque mi madre me dijo años después que había lamentado mucho no volver a verme. Sin embargo, era demasiado orgulloso para admitir que se había equivocado.

– Entonces, ¿qué te trajo de nuevo a Youngsville? -preguntó Meredith.

– Mitch y yo pasamos treinta maravillosos años juntos. Lo único que hubiera aumentado nuestra felicidad habría sido tener un hijo, pero no pudo ser. Entonces, él murió en un accidente náutico antes de cumplir los cincuenta.

Un profundo silencio reinaba en la sala. Sylvie se acercó un poco más a Rose para rodearla con un brazo.

– Lo sentimos mucho -musitó.

– Yo no -afirmó Rose-. Mitch y yo nos queríamos mucho. Yo no habría cambiado ni uno solo de nuestros días juntos. Era un hombre vital, vibrante, que recibía cada día a una velocidad de vértigo. Yo no habría tratado de cambiarlo aunque hubiera sabido cómo iba a terminar.

Lila se puso a llorar. Jayne le dio un paquete de pañuelos de papel.

– Entonces, ¿regresaste aquí después de quedarte viuda?

– No inmediatamente. Me quedé en California unos cuantos años más, pero después de que muriera mi padre, mi madre me pidió que regresara a casa y me hiciera cargo de Colette. Ella era una mujer sencilla, que había estado toda la vida dominada por mi padre, y no sabía nada del negocio. Yo no me pude negar, aunque sí evité implicarme en el negocio. Simplemente me quedé con las acciones familiares y votaba en las reuniones.

– Y entonces, compraste esta casa y la llamaste como la piedra que adorna tu hermoso broche -añadió Sylvia.

– Efectivamente.

– ¿Cómo consiguió Marcus que te implicaras de nuevo en Colette? -preguntó Jayne. Sylvie trató de no mostrarse afectada al oír su nombre, pero notó que Meredith la miraba de reojo.

– Una de las cosas que me enfrentó con mi padre fue la exclusividad. Cuando Marcus me dijo que pensaba hacer que las joyas de Colette fueran más asequibles, la idea me gustó enseguida. Además, ese hombre no acepta un no por respuesta.

Un incómodo silencio flotó sobre la sala.

– Ahora -añadió Rose, rápidamente-. Tengo unos regalos de Navidad para vosotras, chicas.

– Pero Rose, yo no he bajado los míos -protestó Sylvie.

– Ni yo -reiteró Meredith.

– No importa -dijo Rose, mientras se levantaba y se acercaba a un hermoso aparador que había contra la pared-. Esto es especial y no quería esperar.

Cuando volvió a sentarse, les entregó a las cuatro jóvenes un sobre muy grande para cada una de ellas.

– ¿Qué es esto? -preguntó Lila.

– Yo pienso abrir el mío -declaró Sylvie.

Las otras hicieron lo mismo. Se pusieron a leer los papeles que encontraron en el interior de los sombres. Se produjo un gran silencio que se fue haciendo cada vez más eléctrico a medida que empezaron a comprender lo que contenían.

– ¡Rose! -exclamó Sylvie, poniéndose de pie-. ¡No puedes hacer esto!

– Claro que puedo. ¿De qué me sirven a mí ahora las acciones de Colette? Por eso, os doy una doceava parte de mis acciones a cada una de vosotras.

– Esto es tuyo, de tu familia -insistió Sylvie-. No podemos aceptarlo.

– Además, también son tus ingresos -añadió Lila.

– He ganado más que suficientes dividendos a lo largo de los años como para poder vivir el resto de mi vida. En cuanto a mi familia… Yo soy la última de los Colette y he visto lo mucho que vosotras amáis a esta empresa y lo mucho que habéis trabajado para salvarla. Cada una de vosotras es especial para mí. Sois como mis hijas, las que me hubiera gustado tanto tener. Espero que aceptéis este regalo con el amor que yo os lo doy.

– Por supuesto -afirmó Meredith.

Como si fueran una sola persona, las cuatro jóvenes se levantaron a la vez y abrazaron a Rose. En aquel momento, Sylvie se preguntó cómo iba a poder marcharse de Youngsville y dejar atrás a las personas que tanto amaba.

Dos horas más tarde, Sylvie entraba tranquilamente en su apartamento. Encendió una pequeña lámpara que había a la entrada y cuando colgó el abrigo… vio que Marcus estaba sentado en una butaca del salón.

– ¿Cómo has entrado aquí? -preguntó, todavía muy alterada-. ¡Me has dado un susto de muerte!

– Rose me dio una llave -dijo.

¿Qué Rose le había dado una llave?

– ¿Por qué?

– Supongo qué pensó que teníamos cosas de las que hablar.

El corazón de Sylvie latía a toda velocidad, tanto que temía que él pudiera escucharlo. Dejó el regalo de Rose sobre la mesa y se agarró con fuerza las manos.

– Pues se equivocó -replicó, tranquilamente-. No tenemos nada de qué hablar. Hoy has hecho una cosa muy hermosa y te doy las gracias por ello, igual que ya lo habrán hecho otros, pero…

– ¿Por qué?

– ¿Por qué, qué?

– ¿Por qué lo hice? ¿Por qué decidí dejar Colette como está e incluso expandirla? -insistió él. Entonces, se puso de pie y se acercó a ella lentamente.

– No lo sé. ¿Cómo sé yo por qué haces las cosas? No soy yo la persona adecuada a la que tengas que preguntar.

– ¿Y si yo te dijera que sí?

– Me temo que no tengo ganas de tener conversaciones misteriosas, como a ti parece apetecerte. Mira, Marcus, no sé por qué estás aquí. ¿No podemos dejar que lo que había entre nosotros muera de forma natural?

– Yo no fui quien lo apagó la última vez. Y quiero saber por qué lo hiciste. ¿Por qué decidiste aceptar ese trabajo en California?

– Era una buena oferta. No me pude negar.

– Yo te haré una mejor.

Aquello era el colmo.

– ¡No quiero que me hagas ninguna oferta! -gritó-. ¡No quiero nada de ti! Ahora, vete de aquí y déjame en paz.

– Ni hablar -replicó Marcus, agarrándola por los codos y estrechándola contra su cuerpo-. Estás atada a mí durante al menos los próximos cincuenta años.

Sylvie se derrumbó sobre su pecho, llorando amargamente como si él le hubiera roto el corazón. Marcus sintió que el suyo se resentía también. Nunca habría querido causarle dolor alguno. Su Sylvie era valiente, vital… Si se había derrumbado de aquella manera, demostraba lo mucho que le dolía aquella situación. Como si fuera de cristal, la llevó hasta el sofá.

– Cielo -susurró él, tomándola suavemente entre sus brazos-, por favor, no llores. Dime cómo te he hecho daño para que pueda solucionarlo todo -añadió, desesperado-. Los últimos días han sido un infierno para mí. Pensar que te podrías ir al otro lado del país me estaba volviendo loco. ¿Qué te hizo tomar esa decisión?

– Te oí. No sé por qué has cambiado de planes, pero te oí ordenándole a alguien que empezara con el papeleo de Colette…

– ¿Y por eso decidiste echarme de tu vida? ¿Por qué oíste parte de una conversación y sacaste tú misma tus conclusiones? -exclamó él, poniéndose de repente de pie.

Sylvie también se levantó.

– No, esa no es la razón, aunque admito que interpreté mal lo que escuché. Por eso empecé todo esto, pero no lo siento, Marcus, ¿sabes por qué?

Porque que yo acepte ese trabajo en San Diego solo acelera lo inevitable.

– ¿Qué es lo inevitable?

– El fin inevitable de nuestra relación -le espetó ella-. El final de amar a un hombre que no me corresponde. Por eso me marcho a San Diego y ¿sabes qué? Cuando llegue allí, voy a empezar a buscar a alguien a quien amar. Y te aseguro que lo encontraré. Entonces… entonces… te olvidaré. Te lo juro… Lo haré -añadió, entre sollozos.

– No lo harás. Nunca me olvidarás -le aseguró Marcus, con más confianza de la que verdaderamente sentía-, porque te seguiré. ¿Quieres oír las palabras? Bien. Te amo. Te amo, Sylvie, y si crees que voy a dejarte que te marches a otra parte, ya puedes ir cambiando de opinión. Vas a quedarte aquí, en Indiana, y te vas a casar conmigo. ¿Me entiendes?

– ¿Casarme contigo?

– Te vas a casar conmigo -repitió Marcus, mientras hincaba una rodilla ante ella y le tomaba las manos-. Te amo, Sylvie, y te necesito tanto que me da miedo. Supongo que tenía miedo de admitirlo yo mismo, porque sospechaba el poder que tienes sobre mí. Ahora, ¿qué me dices? ¿Te casarás conmigo?

Sin embargo, Sylvie no parecía estar llena de felicidad. Se soltó las manos y se las cruzó sobre el vientre.

– Amar a alguien no significa darle poder sobre uno. Es compartir el amor y la vida. No creo que tú sepas cómo hacer eso, Marcus.

– Aprenderé. Igual que tú también tienes cosas que aprender.

– ¿Cómo qué? -replicó ella.

– Las personas que aman aprenden a solucionar sus desacuerdos y sus roces. No se rinden o salen corriendo cuando las cosas van mal -susurró él, acariciándole suavemente los labios-. Sé que tú no has tenido a nadie que te enseñe cosas sobre el matrimonio cuando eras niña, pero has visto a Wil y a Maeve. ¿Se pelean alguna vez?

– ¡Cientos de veces! Sin embargo, tú tampoco tuviste muy buenos modelos. ¿Y si no nos sale bien?

– Yo quiero tener lo que tienen tus amigas. Mi padre dejó que el orgullo arruinara su matrimonio y su vida entera. Te prometo que eso no me ocurrirá a mí -susurró, tomándole de nuevo la mano-. Tengo algo que darte. Es incluso más apropiado después de esta conversación.

Se levantó y fue por un sobre que había dejado al llegar encima de la mesa.

– Considéralo tu primer regalo de bodas.

Lentamente, ella aceptó el sobre y lo abrió.

– ¡Pero esto es la mitad de tus acciones de Colette! No puedes hacer esto.

– Claro que puedo. Ahora, tenemos un veintiséis por ciento, lo que significa que tendremos que trabajar juntos con Rose para tomar las decisiones adecuadas para esta empresa.

– Eso no es cierto. Rose me acaba de dar un doce por ciento de sus acciones como regalo de Navidad. También repartió el resto entre Lila, Jayne y Meredith… Este sobre que tú me das… ¡me convierte en la accionista mayoritaria de Colette! Deberías pensártelo bien.

Marcus se echó a reír. No podía evitar pensar los muchos problemas que aquellas acciones de Colette les habían causado a Sylvie y a él.

– Podrás echarme si quiere, pero, en vez de eso, espero que te cases conmigo. Quiero estar a tu lado el resto de nuestras vidas.

– Rose me dijo no eras hombre que aceptara un no por respuesta, así que supongo que es mejor que diga que sí.

– ¡Ya iba siendo hora! -exclamó él, gozoso. Entonces, se metió una mano en el bolsillo y sacó una caja de terciopelo que llevaba el logo de Colette-. Bueno, este es tu segundo regalo. Quiero colocártelo en el dedo antes de que te enfades de nuevo conmigo.

– Eso podría ocurrir, pero te prometo que nunca más huiré de ti. Tendremos que encontrar otro modo de solucionar nuestros problemas -prometió ella. Cuando abrió la caja, se quedó boquiabierta-. ¡Es de la colección Everlasting! Yo ayudé a diseñar esta promoción.

– Pensé que resultaba muy adecuado, ya que ha sido la empresa la que nos ha unido.

– Esto es un gesto tan especial… ¡Nunca hubiera esperado tener un anillo de compromiso de Colette!

– Pensé que, tal vez, podríamos querer cambiar el nombre de la empresa. Algo así como Grey & Colette.

Sylvie tenía los ojos llenos de lágrimas. Se arrojó entre los brazos de Marcus, que también sintió ganas de llorar. Había estado tan cerca de perderla…

– Te amo -susurró él, otra vez.

– Y yo también te amo a ti -musitó ella, para luego levantar la boca y pedirle un beso-. Solo hay un problema -añadió, segundos después.

– ¿Cuál?

– Creo que la empresa debería llamarse Colette & Grey…

Epílogo

Antes de conocer a Marcus, Sylvie nunca había soñado con casarse. Sin embargo, cuando empezó a hacer planes, se entregó a ellos de todo corazón. Decidió que el mes adecuado para casarse era junio.

El mes de junio en Indiana es un mes glorioso, de cálidos días y frescas noches. Los bulbos tardíos de la primavera siguen aún en flor y, con las primeras plantas del verano adornaban las orillas del lago, siempre de un glorioso color azul.

El día de la boda de Sylvie no fue la excepción. Había corrido un pequeño riesgo al planear la recepción en el jardín del Club de Campo y ganaron. Los invitados, muy elegantes bailaban al ritmo de la música de la misma orquesta que había tocado la noche de la primera cita de Marcus y Sylvie. Lila, Meredith y Jayne estaban entre los invitados, ataviadas las tres con unos vestidos azul cielo que Sylvie había elegido para sus damas de honor. Cada una de ellas bailaba con el hombre que amaba y las tres mostraban un aspecto radiante.

Sylvie miró a su alrededor y sintió una tierna emoción al encontrar a su marido arrodillado delante de la silla de ruedas de Maeve. Parecían estar compartiendo un chiste divertidísimo. Cuando Marcus levantó la vista, sonrió a su esposa y, tras intercambiar unas breves palabras con Maeve, se acercó a ella.

– ¿Te estás divirtiendo? -murmuró él.

– Sí. Mucho. ¿No te parece maravilloso ver aquí a todos nuestros amigos juntos?

– Especialmente, dado que todos han sido testigos que te he convertido en la señora de Marcus Grey.

– Sylvie Grey -susurró ella. Sylvie Bennett-Grey. Grey-Bennett.

– Grey. Simplemente Sylvie Grey. Soy un hombre muy tradicional.

– Estaba bromeando -dijo Sylvie, riendo-. Es tan fácil tomarte el pelo…

– Ya veo que vas a requerir una mano firme -musitó Marcus, tomándola entre sus brazos.

– Escuchadme, vosotros dos -les ordenó Rose-. Es hora de cortar el pastel. Tendréis que dejar los arrumacos para más tarde.

– Encantado -le dijo Marcus, al oído, mientras los dos seguían a la mujer que había llevado a Sylvie al altar.

Sylvie sintió un ligero temblor por la espalda. Después de seis meses, su amor seguía siendo tan apasionado como al principio, nada diferente de lo que había sido aquella primera noche. Si cabe, se había hecho más ardiente, ya que el amor que se profesaban era más profundo.

Un pequeño alboroto les llamó la tención mientras se acercaban al pastel. Vieron que Nick estaba ayudando a Lila a sentarse en una silla. La joven estaba muy pálida y parecía estar muy enferma, pero, cuando Sylvie se acercó corriendo a su amiga, la encontró bebiendo un vaso de zumo de frutas que Nick le había llevado.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Sylvie.

– Sí -respondió Lila, intercambiando una sonrisa de complicidad con su marido.

– Pues no lo parece -comentó Jayne, que también se había acercado-. Parece que tienes la gripe o algo.

– O algo -repitió Lila-. No quería revelar esto el día de tu boda, Sylvie, pero lo que tengo es una enfermedad de nueve meses que…

– ¡Lila! -exclamó Rose, con los ojos llenos de lágrimas-. ¿Estás embarazada?

– Así ese -respondió Nick-. Estamos embarazados.

– ¿Cuándo? -preguntó Rose.

– Tendrás tu primer nieto adoptado para Navidad -contestó la joven-. Así que espero que todos estéis en la ciudad en esas fechas.

– ¡Es un maravilloso regalo de bodas, Lila! -afirmó Sylvie-. Me alegro mucho de que hayáis compartido vuestras noticias con nosotros en este día.

Después de cortar el pastel, la orquesta empezó a tocar el primer baile. Muy pronto, todos los invitados empezaron a celebrar la ocasión. Sylvie descansó un poco tras la primera media hora y se fue hacia dónde Lila estaba descansando. Jayne y Meredith se reunieron muy pronto con ellas.

– Adam y yo también queremos empezar una familia enseguida -dijo Meredith, muy soñadora-. No puedo esperar a tener nuestro primer hijo entre los brazos.

– Me apuesto algo que la Navidad te parece estar muy lejos, ¿verdad, Lila? -quiso saber Jayne.

– ¡Ojalá fuera mañana! -exclamó la futura mamá-. Por cierto, ¿quién es el príncipe azul que está bailando con Rose?

– ¡Pero si es Ken Vance. -afirmó Sylvie-. Es el director del Ingalls Park Theatre.

– ¿Es amigo tuyo? -preguntó Jayne.

– No, de Marcus -respondió Sylvie, algo distraída-. Es un hombre encantador. De hecho, sería perfecto para Rose.

– A mí me parece que hacen una pareja estupenda -comentó Jayne, riendo.

Rose y Ken bailaban absortos uno en brazos del otro. Mientras las jóvenes observaban, la pareja se juntó un poco más. La mandíbula de Ken estaba muy cerca de la sien de Rose y los dos tenían los ojos cerrados mientras bailaban al ritmo de la música.

– ¡Oh! ¡Rose lleva puesto hoy el broche! -anunció Meredith.

– Se lo puso en todas nuestras bodas -afirmó Lila.

– Bueno -observó Jayne-. Creo que ha llegado el fin de la viudedad para Rose.

Las cuatro amigas se echaron a reír, al tiempo que Marcus y los otros hombres se acercaban para reunirse con sus esposas. Entonces, el recién casado tomó a su esposa entre sus brazos.

– ¿De verdad crees que ese broche tiene algo que ver…?

Al ver que las otras mujeres se volvían para mirarlo, interrumpió sus palabras.

– ¿Tú no lo crees? -le preguntó Nick.

Marcus abrió la boca para responder. Entonces, miró a Rose y a Ken y asintió lentamente.

– Me estoy convirtiendo muy rápidamente en creyente.

Winston Anne Marie

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