El hallazgo de la lanza que atravesó el cuerpo de Jesús desencadena una carrera contrarreloj para evitar una peligrosa manipulación genética.

La reliquia más importante de la historia de la cristiandad ha desaparecido. Todos los arqueólogos vaticanos, salvo uno, han sido asesinados, y Judith Guillemarche es la joven consejera papal encargada de investigar el suceso. Sus pesquisas la conducirán hasta la multinacional Axus Mundi, que pretende clonar a un nuevo Mesías con los restos de material genético hallados en la lanza. Si lo consigue, el Vaticano se hallará ante un gran dilema...

 

<p>PRÓLOGO</p> </h3> <p style="font-weight: bold; text-align: right; text-indent: 0em">Yebel Catalina, 2006</p> <p>A su lado, un soldado se afanaba en ponerle un chaleco antibalas. La prenda acolchada, de color azul, engulló el pequeño crucifijo de plata que Judith llevaba colgado al cuello. Otro le ajustaba un auricular provisto de un micro. Casi dio un respingo al oír un crujido de parásitos, como si acabara de encender una radio defectuosa. Se produjo un efecto Larsen; luego el sonido se aclaró poco a poco, hasta que percibió claramente una voz: «<i>One, two, three. One, two, three. Do you copy</i>?».</p> <p>Asintió, de pronto muy pálida. ¿Qué hacía ella en medio del desierto, sobre ese promontorio rodeado de rocas a punto de desprenderse y abatirse sobre ella para sepultarla de por vida? Y sin embargo, todo aquello era real. Uno de los militares le tendió un casco, que ella tomó procurando controlar el temblor de su mano. Sin reparar en su inquietud, él la ayudó a ponérselo y a atarse el barboquejo por debajo de la barbilla. Pensó que así vestida debía de tener una pinta ridícula. ¡Todo aquello era tan ajeno al mundo que ella había conocido!</p> <p>«Dime que estoy soñando, que voy a abrir los ojos y a despertar en mi cama...»</p> <p>De pronto, el bullicio a su alrededor le pareció totalmente surrealista. Judith giró sobre sí misma, aturdida. Los soldados estaban terminando de supervisar sus equipos. Un soldado de élite revisó sus dos pistolas semiautomáticas Glock 26, subcompactas, calibre 9 mm, con capacidad para doce disparos cada una, y las enfundó a ambos lados de la cintura. Unos francotiradores y miembros de las Fuerzas Especiales de Intervención egipcias salían de los todoterrenos unos metros más allá, equipados con armas cortas y fusiles de asalto.</p> <p>Una ráfaga de viento caliente, inesperada, la devolvió a la realidad. Quiso protestar al notar que alguien le ceñía bruscamente un cinturón alrededor de la cintura, pero no lo consiguió. Contemplaba la cima de los cerros, con sus cumbres castañas y anaranjadas recortadas bajo el cielo azul, cuando se plantó ante ella uno de los responsables de la operación —oportunamente bautizada <i>Act of God</i>—. El capitán, de unos cincuenta años, tez oscura y cabeza rapada, la atravesó con la mirada. Comprobó que el cinturón y el chaleco estaban bien ajustados y sacó una pistola, que le tendió con gesto autoritario.</p> <p>Judith abrió los ojos como platos y lo miró negando con la cabeza, incrédula. Él se expresó en un inglés mediocre.</p> <p>—<i>For your own safety</i>! Le aseguro que no entrará hasta que la zona esté acordonada y fuera de peligro, y que permanecerá a cubierto hasta que le demos luz verde... pero nunca se sabe. Habrá jaleo, hermana, y prefiero saber que puede defenderse, aunque se quede a quinientos metros del emplazamiento. Le haremos una señal cuando el terreno esté despejado.</p> <p>A Judith le habría gustado explicarle que tenía de monja lo que él de cura, pero evidentemente no era ni el momento ni el lugar. El capitán sabía que la enviaba el Vaticano, y en su cabeza eso bastaba para identificarla con una religiosa. Le enseñó a quitar el seguro, cargar la pistola y disparar. Ella se echó a temblar. Al ver que era incapaz de sujetar la culata del arma, él se limitó a colocársela en el cinturón, dentro de su funda, sin pedirle permiso. Después añadió:</p> <p>—No se preocupe. Estamos acostumbrados a este tipo de operaciones.</p> <p>«<i>Act of God</i>.»</p> <p>A poca distancia de allí seguían desembalando el arsenal de asalto de un camión con lona. Judith sintió que un escalofrío le recorría la espalda. El sudor le perlaba la frente, se moría de calor. Por un momento pensó que iba a vomitar. El capitán daba ya las órdenes y unos grupos de soldados con prismáticos se dispersaban para ocupar sus posiciones respectivas: en lo alto de un precipicio, justo encima del pequeño palmeral, o en la cima del cerro, desde donde podía verse el emplazamiento. El resto de la tropa repasaba los procedimientos y las etapas del asalto. Judith permaneció así un momento, pálida, mareada. Cuando se recuperó, el capitán le pidió que depositara en una caja de cartón sus efectos personales: los documentos, el crucifijo de plata y el teléfono móvil.</p> <p>Judith se quitó la cruz, se sacó la cartera y hurgó con dificultad bajo el chaleco, buscando su teléfono. El casco le resbaló un poco sobre los ojos. De pronto, de forma providencial, sonó el móvil. Judith sintió que el corazón le daba un vuelco. Reconoció el número e hizo una seña al capitán.</p> <p>Respondió la llamada y, con una voz apática, pronunció su nombre: «Judith Guillemarche». En su fuero interno pensaba: «Sí, me llamo Judith Guillemarche... y, Dios santo, ¡no pinto nada aquí!». Escuchó entonces la voz de Dino Lorenzo, el director de las Colecciones del Vaticano, que se encontraba lejos, muy lejos de allí.</p> <p>—¿Judith? ¿Dónde está? ¿Va todo bien?</p> <p>El silencio se había apoderado de todo el valle. Judith solo notaba la caricia ardiente del viento en sus mejillas. A una señal del capitán, los cuarenta soldados allí apostados reaccionaron al unísono y se pusieron en marcha. Subieron a sus vehículos dándose ánimos mutuamente. Se oyó el zumbido de los motores y se levantaron remolinos de polvo hacia el cielo.</p> <p>Dos militares la apremiaban para que avanzase agarrándola del brazo. Mientras el paisaje bailaba ante sus ojos, Judith gritó por el móvil:</p> <p>—¿Dino?... ¡Esto no va bien! ¡No va nada bien!</p> <p>El capitán le arrancó el teléfono de las manos.</p> <p>«¡Ay, Dios mío, Dios mío, no es posible... ¡no!»</p> <p>Una expresión horrorizada cruzó sus ojos.</p> <p>Era demasiado tarde para dar marcha atrás.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 35%"> <p>PRIMERA PARTE</p> </h3> <p style="text-align: center; text-indent: 0em; font-size: 125%; font-weight: bold; hyphenate: none">El Testamento de Longino</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 1</p> </h3> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: right; font-size: 95%">Ecce virgo in utero habebit et pariet filium et vocabunt nomen eius Emmanuhel quod est interpretatum Nobiscum Deus.</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">MATEO (I, 18-24),</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-right: 5%; text-align: right; font-size: 95%">Biblia de Jerusalén</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="font-weight: bold; text-align: right; text-indent: 0em">Cerro del Gólgota</p> <p>Era un viernes. Primero el cielo se rasgó en colores; después, un velo turbio se extendió por todo el firmamento. Desde las once de la mañana, las nubes habían empezado a agolparse sobre el Gólgota, mientras a ambos lados de la colina miles de personas se acercaban para asistir al espectáculo.</p> <p>Había durado casi todo el día, pero ahora aquellas horas espantosas tocaban a su fin.</p> <p>Un pico de seis metros coronaba el cerro. Y en aquella cruz que parecía rasgar el crepúsculo como una flecha lúgubre y afilada, minúscula bajo la bóveda oscura, estaba Él, cabizbajo, con los brazos abiertos. Sus piernas, juntas, describían un ángulo extraño.</p> <p><i>Ecce Homo</i>. He aquí el Hombre.</p> <p>Longino miró al crucificado. La silueta recortada sobre el fondo negro del éter, ante las montañas de contornos perfilados por la luz mortecina, parecía esperarle. El legionario llevaba casco, escudo y, bajo la coraza, una túnica roja con correajes de piel, las grebas y las sandalias polvorientas. Se había guardado su espada grande y su jabalina; un puñal colgaba de su costado izquierdo. Como digno representante del procónsul Pilato y de la guardia del Templo, a la cual pertenecía, cabalgaba portando una lanza, símbolo del poder de Herodes Antipas.</p> <p>«¡Tú, lanza de Herodes Antipas! ¡Flecha del tetrarca y de los procónsules! ¡Emblema de esa otra todopoderosa deidad del mundo, la gran Roma!»</p> <p>La lanza, provista de una punta metálica especialmente afilada, medía más de metro y medio y pesaba bastante. Aunque no hacía sol, su asta negra relucía con reflejos opalescentes. Estaba compuesta por varias varillas que encajaban unas en otras; recogida, parecía un bastón grueso. Longino la sopesaba mientras la deslizaba por la palma de su mano para apresarla con más fuerza. El hierro lacerante estaba encajado en una anilla color cristal. En la punta se abrían en paralelo dos barbas móviles y cortantes, con dientes como finas espinas plateadas, que ensartaban cruelmente los cuerpos de sus víctimas. En la parte central del asta, la figura de un águila imperial dibujaba un rizo y sus alas formaban dos salientes a ambos lados del arma. Seis aros de oro ceñían este símbolo, tres encima del águila y tres debajo. Había otros dos en el extremo inferior, de donde colgaban unas cintas ligeras como una lengua bífida. Longino había llevado la lanza erguida; ahora, mientras cabalgaba al abrigo de un cielo nublado, la mantenía inmovilizada bajo el brazo.</p> <p>Él, que por lo general avanzaba orgulloso a las órdenes de su capitán, se enfrentaba en esos momentos a la tormenta con sus camaradas. El torbellino los atrapó nada más cruzar la puerta de Efraím. Venían tras ellos seis verdugos, cargados con escalas, layas, cuerdas y mazas de hierro de corte triangular, que servirían para partir las piernas de los condenados. Cuando se acercó a los tres crucificados, inclinados bajo el cielo oscuro, Longino sintió que le invadía la confusión.</p> <p>Su rostro se ensombreció al pensar en lo que le esperaba. Sus facciones angulosas y el ligero estrabismo de su mirada le habían valido las burlas del centurión Abenadar y los capitanes, aunque también de sus subordinados. Nacido en Capadocia, lo habían destinado a muchos lugares antes de ocupar su puesto en Jerusalén. Pero pertenecer a la guardia del Templo, ese monumento esplendoroso con pavimento dorado y pináculo de mármol, no era desde luego el peor destino. No había nada más hermoso que esa neblina malva que se alzaba por la mañana sobre los montes de Moab y acompañaba el curso del sol hasta posar su caricia en el frontón del santuario... al menos cuando hacía buen tiempo, claro, no en días tan tenebrosos como ese. Pese a sus veinticinco años recién cumplidos, Longino ya había visto mucha violencia y maldad en su vida. Tampoco ignoraba que en aquel lugar la complejidad de la situación política era excepcional. En esa tierra donde abundaban las profecías y donde se esperaba día tras día la llegada del Mesías, la tarea de imponer el orden era muy peligrosa.</p> <p>Había oído hablar de ese Jesús de Nazaret antes de asistir, aquel mismo día, a su calvario. Algunos pensaban que era realmente el hijo de un dios. Decían que se mofaba de las riquezas y los honores. Había sermoneado a los mercaderes del Templo y a los religiosos del Sanedrín. En las montañas masas de gente acudían a escuchar su palabra. Se contaba incluso que había obrado milagros, transformado el agua en vino, multiplicado los panes, devuelto la vista a los ciegos y las piernas a los paralíticos... ¿Era cierto todo aquello? Longino lo ignoraba. Quizá ese hombre no fuese más que un fantasioso, un revolucionario peligroso o sencillamente un charlatán, como afirmaban sus detractores. Sin embargo, al legionario le parecía distinto de los demás. Durante la procesión que había acompañado su martirio no lo había oído quejarse ni una sola vez, ni tampoco inducir a la violencia. Había aceptado sin flaquear su suplicio (la cruz, las espinas y el manto púrpura, las piedras y las pullas), hasta la crucifixión. Quizá fuera este el enigma que más había impresionado a Longino.</p> <p>No podía negarlo: él, un legionario despiadado, había experimentado una emoción singular al ver a ese Nazareno de inesperado carisma tambalearse ante el dolor y obstinarse en dar gracias a ese dios al que llamaba «Padre». ¿Era eso... compasión? Sea como fuere, esa fe del pretendido Mesías que le permitía enfrentarse a todos los poderes mundanos, había provocado en Longino un ardor que acrecentaba su pasión. Pero no su pasión militar... Se trataba más bien de otra forma de grandeza. En medio de la multitud vociferante, para su sorpresa, había sentido vergüenza. Vergüenza de sentirse cómplice por obligación de una ejecución que le parecía muy precipitada. Vergüenza por sentir vergüenza, puesto que él, Longino, debía acatar las órdenes de Roma. Le faltó poco para lanzarse en su ayuda cuando el ajusticiado cayó de rodillas. Habría querido darle de beber, como él pedía. Con Roma o sin ella, con Templo o sin él, ese hombre merecía respeto. Y aunque aquello fuera totalmente inusual en él, Longino no podía soslayar el profundo malestar que le había provocado el espectáculo.</p> <p>Cuando llegaron al cerro, los familiares de Jesús se hicieron a un lado. Unos soldados, apoyados en el terraplén y con las lanzas clavadas en el suelo a su lado, conversaban con sus camaradas situados más abajo. Las santas mujeres suplicaron a Juan que los soldados se ocuparan primero de los dos ladrones. La loma era tan estrecha que resultaba difícil subirla a caballo, así que Longino y los soldados se apearon. Los verdugos colocaron las escalas para subir a la altura de los dos truhanes.</p> <p>Cuando oyó el crujir de los huesos a Longino le costó contener una arcada. Ciertamente era un soldado romano, y las crucifixiones eran moneda corriente en Jerusalén; pero arrojar a diario los cuerpos de los criminales a unas fosas ya apestadas por los cadáveres de la víspera era una de las tareas más repugnantes. Cada vez que le encomendaban aquella misión, Longino apelaba a su sentido del deber y a su fe en la rectitud de la autoridad romana para adoptar una indiferencia afectada. Trataba de no pensar en ello y llegaba a contener la respiración, quizá para no sentir asco, y sobre todo para no reflexionar sobre el sentido exacto de sus gestos. Pronto arrastrarían también a los dos ladrones hasta el fondo del valle, entre el Gólgota y la muralla de la ciudad, para sepultarlos con los otros condenados.</p> <p>Mientras los verdugos les partían los brazos con sus mazas afiladas, por encima y por debajo del codo, los ladrones lanzaron unos alaridos que le helaron la sangre al legionario. Después, unos gemidos ahogados, hasta que los verdugos volvieron a la carga y les rompieron los muslos y las piernas. Longino oyó cómo se rompían los fémures y las tibias, los golpes de las barras de hierro que les hundían el torso y el breve jadeo de uno de sus compañeros, que atravesaba los cuerpos de parte a parte para cerciorarse de que estaban muertos. Ambos cadáveres fueron desatados sin ceremonias y cayeron al suelo.</p> <p>Todos se volvieron entonces hacia él.</p> <p>—Pero venga, Longino, ¿a qué esperas? ¡Encárgate del otro!</p> <p>A aquel cuerpo le correspondía un trato especial. Un hombre llamado José de Arimatea había obtenido de Pilato la concesión de que no rompieran sus miembros. Ahora le tocaba a Longino cerciorarse de que el crucificado estaba realmente muerto. Con un movimiento de muñeca, el legionario alzó la lanza, haciéndola resbalar por su mano sudorosa. Le costaba compartir el entusiasmo de sus camaradas. ¿Era únicamente a causa de los granos de arena que tragaba por culpa de la maldita tormenta y del viento que no dejaba de aullar en sus oídos?</p> <p>Con un nudo en la garganta, ascendió con dificultad el cerro.</p> <p>El crucificado estaba ante él. Su sombra lo dominaba.</p> <p>Longino avanzó un poco más.</p> <p>«¡Ya está muerto!»</p> <p>A menudo los condenados no expiraban hasta dos o tres días después. Pero la intensidad del martirio físico y emocional del Nazareno, la aguda ansiedad que había sufrido en esa confrontación última, habían provocado su muerte en menos de cinco horas y media. Longino se sentía aliviado. No tendría que quitarle la vida a ese hombre asestándole el último golpe. La idea, para su sorpresa, le resultaba del todo intolerable.</p> <p>—¡Ya está muerto! —dijo, volviéndose hacia los otros y tratando de ocultar su alivio.</p> <p>—¿Estás seguro? —insistió el capitán de la guardia.</p> <p>—¡Vamos! ¡Acabemos de una vez! —dijo otro.</p> <p>Longino apretó los dientes, refunfuñando, pero logró forzar una sonrisa.</p> <p>Se volvió otra vez hacia el cadáver. Tomó aire, afianzó los pies y, doblando levemente la rodilla para compensar la pendiente del cerro mientras aferraba la lanza con las manos..., asestó un golpe limpio. Firme. Preciso. Como le habían enseñado.</p> <p>Había repetido ese mismo gesto mil veces.</p> <p>Sus brazos se extendieron en casi toda su longitud. Hizo una mueca cuando la punta de la lanza desgarró la piel para penetrar en el costado derecho y las barbas clavaron sus dientes plateados en el cuerpo. El arma se hundió profundamente, hasta el corazón. El legionario lo atravesó por debajo de las costillas, cruzando el abdomen y los órganos vitales, sin romper ningún hueso. Por efecto del golpe, el cadáver dio un ligero respingo en la cruz; sus hombros se pusieron rígidos.</p> <p>«Entonces —se preguntó Longino—, estás muerto... ¿verdad?»</p> <p>Sí, Jesús estaba muerto, pero el golpe de Longino había producido en el cadáver un simulacro de espasmo. La cabeza del crucificado se volvió hacia el legionario de improviso; tenía la boca abierta, y de repente...</p> <p>Ese instante iba a quedar para siempre grabado en su memoria.</p> <p>Cristo abrió los ojos.</p> <p>Había sido breve, muy breve. Los párpados se abrieron y al instante se cerraron.</p> <p>Pero la mirada de Longino se había cruzado con aquella mirada muerta, y, por un momento, le había parecido que seguía vivo —o que había vuelto del más allá.</p> <p>Lo recorrió un sudor frío. Se sentía totalmente confundido, y esa vergüenza tenaz había vuelto para mortificarlo de nuevo...</p> <p>Temblaba. Le costó retirar la lanza, como si la piel se le resistiese. La punta relucía, cubierta de sangre y piel. Pero había algo más...</p> <p>El legionario frunció el ceño. «¿Agua?» Mezclada con la sangre, parecía que goteaba agua de la lanza. ¡Salía agua del costado de Cristo! ¡Era imposible! Longino no se atrevió a acercar los dedos... Volvió a levantar la mirada hacia el cadáver. Sus compinches se le acercaban por detrás. Le dieron una palmadita de ánimo en la espalda, que recibió con sorpresa y fingida alegría. La satisfacción del deber cumplido... A poca distancia, bajo el promontorio rocoso, al abrigo del viento, las mujeres de luto lo observaban en silencio.</p> <p>Longino temblaba como una hoja.</p> <p>¿Había sido un espejismo? Ahora Cristo le parecía sereno, imperturbable.</p> <p>Tenía los rasgos extrañamente distendidos.</p> <p>«Por todos los dioses... y si... ¿y si fuera realmente Él?»</p> <p>Longino retrocedió unos pasos, sentía que le temblaban el cuerpo y el alma. Sus pies se hundían, su espíritu flaqueaba.</p> <p>—¡Vamos! —le increpó el capitán de la guardia, todavía riendo—. ¡Cualquiera diría que has visto un fantasma!</p> <p>Longino no podía ocultar su aturdimiento.</p> <p>La madre de Jesús, que se hallaba bajo el promontorio rocoso, también lo observaba. Se divisaron. Por un momento Longino se sumergió en esa mirada profunda, cuya pupila negra, abierta sobre el abismo, parecía estallar en un polvo de estrellas. Tuvo la furtiva impresión de que ya no se pertenecía; como si de pronto todo su ser hubiese sido absorbido, engullido. Desvió la mirada, con un nudo en la garganta.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Pronto la cruz se quedó sola, custodiada tan solo por algunos soldados, entre ellos Casio Longino. Los sirvientes de José de Arimatea, encargados de preparar la tumba, subieron al Gólgota para anunciar a María y a sus amigos que su amo había obtenido la autorización de Pilato para llevarse el cuerpo del crucificado y sepultarlo en un sepulcro nuevo. Juan y las santas mujeres regresaron a la ciudad para que María pudiera descansar en el monte Sión. Longino fue designado para permanecer allí hasta que se llevaran el cuerpo. Se apartó un poco y, rompiendo su empaque hierático, se sentó en una roca bajo el promontorio donde la propia María había estado un momento antes. Su mano aferraba nerviosa una correa de cuero y se entretenía enrollándola y desenrollándola. Deshizo el barboquejo que le apretaba la barbilla, se quitó el casco y lo apoyó en una roca. Hundió la cabeza entre sus manos.</p> <p>Con la boca entreabierta miraba fijamente al frente.</p> <p>«¡Vamos, soldado! No vas a empezar ahora tú también a creerte esas pamplinas, ¿verdad?» Meneó la cabeza, incapaz de comprender. Las reflexiones más contradictorias se debatían en su interior. Longino se veía a sí mismo sentado en medio del polvo, como un idiota, envuelto en su capa ante el cerro del Gólgota, repentinamente temeroso de no reconocerse. Y sin embargo... era como si todo se hubiese dispuesto para ese instante. Invadido por emociones que no lograba dominar, luchaba por contener el temblor lancinante que se apoderaba de él. Le dolía la cabeza. «¿De verdad hemos matado a... a un Mesías? ¿Era el Mesías?» Tan pronto rechazaba esta idea con una risa incrédula como sentía horror al pensar en lo que acababa de suceder. ¿Había ofendido a los dioses? ¿A Dios?</p> <p>¿Qué le ocurría?</p> <p>Intentó ordenar sus pensamientos.</p> <p>Acudían a él reminiscencias lejanas de lo que le habían relatado. Aquellos discursos sobre la salvación de los hombres... Los sermones de los que la gente hablaba... «Soy el Principio y el Fin... Los primeros serán los últimos...» La evocación de ese Reino de los Cielos, a un tiempo hermoso, oscuro y poético, que acogería para siempre a los justos y a las almas en pena... Longino tragó saliva con dificultad. Y aquella mirada cuando él le asestó la lanzada... Al rememorar ese breve instante, como salido de un mal sueño, las dudas del legionario se tornan más angustiosas. «¿Es posible que yo le haya asestado el último golpe al Mesías? En este día de dolor, ¿habré sido yo el último de todos en levantarle la mano?» Y, aunque se resistía a admitirlo, la idea le resultaba insoportable.</p> <p>Desde que era miembro de la guardia del Templo, siempre había servido fielmente al poder. Había golpeado, azotado, abofeteado a hombres y mujeres para imponer el orden y la <i>Pax romana</i>. Longino no era especialmente fuerte, pero sí tenía cierta estatura y era hábil en el manejo de la jabalina, pese a sus problemas de vista. Para él no parecer inferior a los demás siempre había sido una cuestión de honor. Aunque alguna vez había dado rienda suelta a su violencia y lo habían acusado de bruto, nunca había matado; si acaso, había rematado a los condenados, como ese día. Él atajaba el sufrimiento de los ajusticiados. Una misión casi noble. Además, ¡qué demonios! ¡Un soldado era un soldado! Su vocación, su función era hacer la guerra. ¿Desde cuándo se ponían en tela de juicio tales evidencias? ¿No había visto Longino el águila de oro del Imperio resplandecer bajo el sol, ante el Coliseo? ¿No había visto a César desfilar ante sus ojos y ante una muchedumbre que valía mil veces más que la plebe de Jesús, ese populacho congregado en la montaña para escuchar al profeta? Aunque hubiese matado a miles de personas con sus manos, no habría hecho sino cumplir con su deber.</p> <p>Sí, pero aquí y ahora... ¿de qué guerra se estaba hablando? «¿Puedes decírmelo, Longino? —se preguntaba—. ¿De qué guerra se trata, en concreto?»</p> <p>El legionario se incorporó bruscamente, con los puños apretados y expresión de desconcierto.</p> <p>—¡Estaba muerto! —exclamó. Estaba solo, pero por un instante temió que lo escucharan aquellos que seguían merodeando cerca de la cruz; pero ninguno lo miró ni se movió.</p> <p>«¿Me oyes? —se repitió como para convencerse—. ¡Ya estaba muerto! ¡Lo has visto con tus propios ojos, lo has dicho tú mismo!» Sus ojos estaban inyectados en sangre, y sus rasgos se acentuaban a causa de la arena y la tormenta. Toda su tez parecía haber cambiado. De repente tenía la cara de un ermitaño, de un hombre del desierto. No conseguía calmarse. Él, que no estaba acostumbrado a tantas preguntas, él, que siempre había recurrido a otros a la hora de tomar decisiones cruciales, se preguntó, por primera vez en su vida: «Ahora, ¿qué se supone que debo hacer? ¿Cuál debería ser mi decisión correcta?».</p> <p>Entonces los vio llegar.</p> <p>María encabezaba la marcha. La procesión avanzaba en línea recta, solemne, sin pronunciar palabra. Esta visión propinó a su frágil alma de legionario el golpetazo brusco y violento que acabó de conmocionarlo. Se levantó lentamente y se frotó los ojos. Mientras Longino caminaba al encuentro del centurión Abenadar, su jefe, que también se acercaba hacia él, tuvo la sensación de que sus miembros pesaban como rocas.</p> <p>Cerca de él, José y Nicodemo subían las escalas, provistos de un amplio sudario al que habían atado tres sólidas correas. Envolvieron el cuerpo de Jesús, pasando las cinchas primero por debajo de las axilas y por las rodillas, y después alrededor de los brazos, con ayuda de unos paños que sostenían con firmeza el cadáver contra los travesaños. Luego extrajeron los clavos de las muñecas y los pies. Entretanto, Longino le relataba con aire distraído un informe monocorde a Abenadar. Le costaba apartar la vista de la escena, y volvía sin cesar la cabeza hacía allí. De pronto, en medio de una frase, Abenadar vio con sorpresa cómo Longino se alejaba de él hacia la cruz con paso decidido.</p> <p>Recogió los clavos uno a uno, con el pulso acelerado, sin comprender del todo lo que hacía, y fue a dejarlos a los pies de María.</p> <p>La madre del Salvador le dirigió una mirada triste y agradecida.</p> <p>Bajaron el cadáver con el sudario, de peldaño en peldaño, hasta tocar suelo; lo trataban con emoción y respeto, como si temieran hacerle más daño. Le ciñeron la cintura con un paño que le cubrió hasta las rodillas y tras enjugarle la frente, lo dejaron en brazos de su madre. Longino volvió a apartarse, temblando, haciendo oídos sordos a las amonestaciones de Abenadar.</p> <p>Miraba a María con el corazón oprimido.</p> <p>Las imágenes y los recuerdos se atropellaron en su interior y creyó captar implícitamente una parte del misterio; quizá porque él mismo había visto morir a su amada y a su hijita, antes de marcharse de Capadocia. La tristeza que sintió entonces lo embargó de nuevo. Imágenes confusas (una mano alzada, un rostro herido) que había intentado olvidar se arremolinaban en su mente. Y por paradojas del destino, se confundían con la escena presente, en la que creía ver un eco lejano de su historia particular. Longino imaginó entonces que todos los sufrimientos del mundo caían sobre ellos como una lluvia, y en esta visión inesperada percibió una llamada irresistible a la remisión y al alivio.</p> <p>Miraba a María e intentaba descubrir su secreto, pues también se contaban leyendas sobre esta mujer. Decían que un ángel del cielo la había visitado cuando tenía apenas quince años... Ella, visitada por un ángel, y fecundada por... ¡nadie! Así, en pleno desierto, sola, recibió ella el peso de la tierra. <i>Ecce virgo in utero habebit et pariet filiumet vocabunt nomen eius Emmanuhel quod est interpretatum Nobiscum Deus</i>. (Y he aquí que la virgen concebirá y parirá un hijo, y le llamarán con el nombre de Emanuel, que significa «Dios con nosotros».) Un niño sin padre... ¿era eso posible?</p> <p>María estaba sentada encima de una tela dispuesta directamente sobre la piedra y la arena; tras ella habían colocado unos mantos. Los hombres pusieron el cuerpo de Jesús sobre una sábana grande que ella había extendido en su regazo. La cabeza del crucificado descansaba en sus rodillas, apoyada en un cojín. Con los ojos velados de lágrimas, ella lo acariciaba, lo cubría de besos mientras lloraba y sonreía, le musitaba al oído palabras desconocidas. Cosas susurradas solo para él, recuerdos de Belén y de Nazaret en Galilea. En ese instante en que estrechaba a su hijo contra su corazón, rememoraba sin duda las imágenes y las sensaciones de su nacimiento, de ese niño de pecho que había abrazado antaño, ante la mirada de los reyes, una noche de leyenda. ¿Era ella la Elegida, la Puerta del Cielo, la Estrella de la Mañana? Había llevado su fruto como un campo fértil, pero ahora se hallaba en sus brazos, desfigurado. Miraba sus heridas abiertas y todo su cuerpo se estremecía.</p> <p>—Hijo mío, te han hecho daño, tanto daño...</p> <p>Y lo volvía a acariciar, con las mejillas cubiertas por las lágrimas. Sus manos temblorosas le rozaban los párpados, acariciaban su frente, jugaban con sus cabellos. En cierto momento levantó la cabeza y cruzó otra mirada con Longino.</p> <p>Con desconcierto, observó un instante al soldado, rígido y pálido frente a ella; entre ambos se alzaba una cortina de lágrimas.</p> <p>Los ojos de María se iluminaron entonces con un brillo desconocido.</p> <p>Cuando ella bajó sus largas pestañas, Longino supo lo que debía hacer.</p> <p>Miró la lanza que seguía sosteniendo en una mano. Estaba manchada con la misma sangre que José de Arimatea recogía, apartado, en un jarrón rojo ribeteado de azul. Longino envolvió la punta del arma con un paño humedecido con productos embalsamadores.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Mucho después de que se llevaran el cuerpo, Longino se acuclilló otra vez y permaneció varias horas sin moverse. Con un rumor de velos, María se había levantado y se había marchado del lugar dejando tras de sí el leve recuerdo de un frufrú de telas. No volvería a verla jamás.</p> <p>El legionario escuchaba los silencios y los ruidos de su alma.</p> <p>Habían quitado la cruz, habían sepultado a Cristo, pero Longino seguía mirando el Gólgota. Los escasos transeúntes se preguntaban qué hacía allí un soldado romano, entre la fosa de los criminales, el cerro, las tumbas y los olivos. Parecía ausente del mundo.</p> <p>¿Había recobrado de repente su agudeza? Quizá fuera consecuencia de la emoción que lo embargaba, pero tenía la sensación de que por fin lo veía todo claro. De que veía como nunca había visto.</p> <p>Había pasado el Espíritu de Dios.</p> <p>Al fin Longino se levantó.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Tiempo después Longino desertó del ejército romano. Se llevó consigo la Lanza. Cuando supo lo que decían en Jerusalén —que Cristo había salido de su tumba—, su convicción se reforzó: no se había equivocado. La Lanza sería sagrada de ahora en adelante, y no podía caer en malas manos. Debía ser una ofrenda a Dios. De modo que puso en marcha un plan para esconderla en las profundidades de una capilla consagrada, cerca de donde había crecido el Nazareno.</p> <p>Ese fue el primer ceremonial, sin duda uno de los primeros rituales, y una de las primeras comuniones. Envolvió la Lanza con sumo cuidado y delicadeza. En el umbral de una fría oscuridad, bajo las silenciosas bóvedas de piedra, el rudo soldado cayó pesadamente de rodillas. Longino formuló entonces una torpe oración, desconcertado, con los brazos cruzados, meciendo el cuerpo ligeramente hacia delante y hacia atrás. ¡Él, un legionario romano, estaba rezando ante su ofrenda, rezando por la salvación del mundo!</p> <p>El secreto debía guardarse para siempre. Solo se lo contaría a un puñado de hombres. Les haría jurar que no intentarían apoderarse de la reliquia, ni desvelar el secreto de la capilla donde yacía.</p> <p>Así que antes de regresar a Italia, donde fallecería años después, el legionario relató hasta el mínimo detalle de su conversión y de lo que le había sucedido aquella tarde en el Gólgota. Atormentado todavía por su gesto y el recuerdo de esa Lanza que laceró la carne de Cristo, sintió el deber de dejar por escrito la revolución que tuvo lugar en su alma durante aquellos instantes que lo habían acosado sin cesar. Quizá vio en ello una forma de exorcismo. Con los ojos enrojecidos, hizo anotar su relato en dos rollos de pergamino, redactados en griego.</p> <p>La tarea le llevó cinco días y seis noches. Él, que jamás había escrito nada, se entregó a ello con una pasión descontrolada, sacrificándose para dejar su testimonio. Entre espasmos, consumió todas sus energías, hasta notar que le ardía la cabeza; leyó y releyó el fruto de su confesión, con la mirada aturdida y cansada, sonriendo, alterándose, chillando entre alucinaciones, rozando el fuego del cielo. Tan solo cuando hubo concluido su obra se aplacó y descubrió una nueva paz, cercana a la felicidad absoluta.</p> <p>La paz.</p> <p>Entregó los pergaminos a unos judíos amigos de Jesús y les confió igualmente las profecías que había concebido durante su retiro en el desierto. El lugar escogido para ocultar la Lanza fue indicado también en esos mismos pergaminos. Sus textos, a modo de testamento, se conservaron en el sanctasanctórum, en lo más recóndito del Templo de Jerusalén, al pie del cual había ejercido durante todos esos años.</p> <p>La Lanza, por su parte, permaneció oculta, vendada y rodeada de cañas. Aquella decisión fue en parte una muestra del arrepentimiento y la sumisión del legionario... pero solo en parte.</p> <p>Longino la había rendido al poder soberano de Cristo.</p> <p>Por si acaso Él volvía y la necesitaba.</p> <p>Ese día la Lanza volvería a encontrar a su único, verdadero y digno portador, en el Juicio Final.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 2</p> </h3> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">¿Han encontrado realmente la tumba de san Pedro?... La respuesta es sí.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: right; font-size: 95%">PAPA PÍO XII,</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: right; font-size: 95%">alocución radiada, 23 de diciembre de 1950</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="font-weight: bold; text-align: right; text-indent: 0em">Vaticano, basílica de San Pedro y palacio pontificio, 2006</p> <p style="font-weight: bold; text-align: right; text-indent: 0em">Santuario de Megido, 2006</p> <p style="font-weight: bold; text-align: right; text-indent: 0em">Via Veneto, 2006</p> <p>Las primeras luces de la aurora naciente se recortaban en rayos que contrastaban sobre el suelo de mármol taraceado de la basílica de San Pedro.</p> <p>«Dios te salve, María, llena eres de gracia...» Judith estaba arrodillada con las manos juntas en el centro de la nave. Vestía su «traje reglamentario», como ella lo llamaba: camisa blanca, falda negra por debajo de las rodillas, medias y bailarinas planas, crucifijo de plata en el cuello. No es que fuera un conjunto muy seductor, pero los caprichos los reservaba para otros momentos, cuando salía del recinto del Vaticano. Aquí solo se permitía un toque discreto de maquillaje. «El Señor sea contigo...» Judith sonrió al contemplar las bóvedas de la cúpula. A esa hora la basílica aún no estaba abierta al público, pero ese era uno de los múltiples privilegios propios de la función que desempeñaba en la Santa Sede desde hacía ya seis años: estar a solas, al despuntar la aurora, en el silencio de tamaño monumento. Decían que el lugar tenía capacidad para albergar a sesenta mil personas; en verdad se adecuaba más a la pompa grandilocuente de las ceremonias que a la intimidad de la oración. «Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre.» Perdida en medio de aquel bosque de columnas, la joven saboreaba la legendaria majestuosidad que caracterizaba al santuario. «Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores...» Cerca de allí, en la capilla lateral, la <i>Piedad</i> de Miguel Ángel parecía vibrar en sus tranquilas volutas. María, con la cabeza inclinada y cubierta por el velo, sostenía a su hijo tras el suplicio, y acercaba ese rostro sufriente a su caluroso pecho. Desde que un desequilibrado había dañado la estatua, la Virgen tenía la nariz rota y estaba protegida por un cristal blindado. «Ahora y en la hora de nuestra muerte...» Enfrente Judith podía ver ese curioso dosel que dominaba el altar mayor, cuyas columnas salomónicas habían imitado las iglesias más recónditas de la cristiandad católica. En el ábside, el trono de san Pedro brillaba bajo el sol del Espíritu Santo.</p> <p>Judith hizo la señal de la cruz.</p> <p>«Amén.»</p> <p>Apenas se levantó, miles de recuerdos se abrieron en ella como flores.</p> <p>Siete años antes, delante de esta misma basílica, había presenciado la consagración del antiguo cardenal Spinelli di Rosace. Su sonrisa se acentuó al recordarlo. Volvía a ver a esos cientos de miles de personas congregadas ante la basílica, desde el pórtico semicircular hasta el final de la avenida de la Conciliación, a la espera de la fumata blanca que, por encima de la cúpula de San Pedro, anunciaría la decisión de los ciento veinticinco cardenales reunidos en cónclave. Dos tercios más un voto. Volvía a ver el despliegue de banderas, la exhibición de iconos, las biblias y las ramas de laurel, y a ese niño que trepaba a la farola. Fue él, encaramado a su pedestal improvisado, el primero en divisar la <i>sfumata</i>, señalando con el dedo hacia el cielo. Una vibración eléctrica recorrió la multitud. Poco después, Leonardo Spinelli di Rosace, creado Papa ese día, se había asomado al balcón con el anillo del Pescador y la tiara de Tres Coronas.</p> <p>Había escogido el nombre de Clemente XVI.</p> <p>Judith respiró hondo al rememorar el camino que ella misma había recorrido desde las aventuras que la habían llevado a las profundidades de la cripta de Notre-Dame-Sous-Terre, en el monte Saint-Michel, donde había encontrado la antigua menorá. Ahora había rebasado la treintena y trabajaba como «encargada de misión» o «consejera especial», a las órdenes de Dino Lorenzo, el director de las Colecciones Vaticanas. Le apasionaban las investigaciones artísticas e históricas y había completado su formación con Dino, que la implicaba en todos los asuntos interesantes para la Iglesia católica, tras la pista de reliquias y misterios bíblicos.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Quedaba atrás la época en que, siendo una simple estudiante de historia del arte, se debatía entre abrazar el secreto de la austeridad del convento o aspirar a un empleo de profesora en la Sorbona, por el cual no sentía ninguna vocación. Judith había madurado. También había cambiado físicamente; se había cortado un poco la rubia melena. Sus rasgos se habían afilado, con alguna que otra arruga aquí y allá que subrayaba, de vez en cuando, la perplejidad en su frente, el hoyuelo cuando sonreía o sus pómulos marcados. Sonrió mientras soplaba un mechón rubio que le caía sobre la frente. Pese a que renunció a entrar en las órdenes y seguía siendo laica, el antiguo cardenal Spinelli le había reservado un puesto muy particular en el Vaticano. Judith no había sido ajena al ascenso de Spinelli a la dignidad pontificia: contribuyó, de hecho, a eliminar a su rival inmediato, el cardenal Angelico, salpicado por el asunto Investa, uno de los escándalos político-financieros más graves jamás conocidos en la Santa Sede. Hasta podría decirse que Judith había sacado a Spinelli de apuros. Cuando, medio jugando, daba rienda suelta a sus arrebatos de vanidad, se decía a sí misma que, a fin de cuentas, en un momento dado había tenido en sus manos el destino de la Iglesia católica. Ante esta idea su sonrisa se hizo más amplia.</p> <p>En la actualidad se movía por los pasillos del Vaticano como por su casa. Su posición era poco común, y más aún considerando que las mujeres no eran muy numerosas en la Santa Sede. Por supuesto, a algunas monjas bonachonas les encomendaban tareas en la cocina, de limpieza o de costura, pero esas afanosas hermanas que se veían de vez en cuando trajinando por los pasillos permanecían en segundo plano. En el Vaticano también había laicas de la Sociedad de Cristo Rey o de la Asociación de las Vírgenes Consagradas que, aunque habían hecho voto de castidad y de pobreza, no eran religiosas <i>stricto sensu</i>. A estas damas, sumamente discretas, se las consideraba de una raza distinta, y Judith no era una excepción. Pero aunque podría haber pasado tanto por una de esas laicas consagradas como por una religiosa de paisano, lo cierto es que ocupaba un lugar aparte.</p> <p>Cuando pensaba en su situación presente, Judith se sentía satisfecha del camino recorrido. El único punto negro: el desierto sentimental en el que se hallaba. «Ay, Judith —se decía a sí misma de vez en cuando—. Judith, hija mía, a veces me da la impresión de que eres una extraterrestre...» Se había enamorado de verdad en dos o tres ocasiones, se había encaprichado de algunos italianos guapos... pero estas experiencias no habían sido en absoluto decisivas. Solían empezar con mucha pasión, pero acababan hundiéndose en naufragios que la devolvían una y otra vez a sí misma. La naturaleza de su trabajo, se decía Judith, tenía algo que ver con ese problema. En ciertos aspectos la joven daba miedo. ¿Se debía realmente a su oficio insólito, a su proximidad a los medios eclesiásticos? ¿O más bien era consecuencia de su indecisión principal, de esa dolorosa vacilación que la llevaba ora a Dios, ora a sus semejantes, sin decidirse por ninguno? Judith no sabría decirlo, pero el resultado (o más bien la ausencia de resultado) estaba ahí. Vivía sola en su pequeño estudio de dos habitaciones de la via Veneto; y, pese a su vida estimulante y agitada, a menudo el tiempo pasaba muy despacio para ella.</p> <p>Tres o cuatro veces al año, Judith regresaba a Francia para ver a su familia, unas veces a Lemosín y otras, a Normandía, donde sus padres se habían jubilado. Ellos también estaban desconcertados por el increíble derrotero que había elegido su hija. Consejera del Papa, caramba, quién lo iba a decir. «Sí... —se decía Judith pasándose la mano por la frente—. Ahora estamos en dos mundos, ¡dos mundos tan diferentes!...» Sentía una profunda tristeza. Su comunicación con ellos nunca había sido fluida, y en su momento no comprendieron los motivos de su compromiso. Eran de origen modesto, aunque no especialmente religiosos. Y sin embargo, sus relaciones se suavizaron con el paso del tiempo. Cuando vieron, pasmados, que Judith había terminado trabajando en la <i>famiglia pontificia</i>, el entorno cercano del Papa, empezaron a recibirla como a la hija pródiga. Las cosas iban así.</p> <p>La víspera había hablado con su madre por teléfono. Judith intentaba explicarle la naturaleza exacta de sus funciones, su vida cotidiana... Su madre decía «Sí, sí, ¿de verdad?...», haciendo como que entendía, pero era evidente que todo aquello le era totalmente indiferente. Sus conocidos y familiares solían considerarla la «católica de guardia», estaba acostumbrada. Pero sus padres apenas podían imaginar la naturaleza real de sus dudas y angustias.</p> <p>El rostro de Judith se ensombreció al recordar el motivo de su visita aquella mañana.</p> <p>El día anterior, cuando salía de palacio, había recibido un mensaje redactado a toda prisa de Dino Lorenzo, que se hallaba reunido con el cardenal camarlengo.</p> <p>La hoja llevaba el membrete de la Santa Sede en el encabezamiento.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Querida Judith, es urgente que nos veamos mañana mismo a las ocho en mi despacho. Se trata de las excavaciones de Megido. La prensa no está al corriente de los últimos acontecimientos, al menos hasta ahora. Aparte de nosotros, solo los servicios secretos israelíes y la Autoridad Palestina están informados. La situación es tensa. He avisado personalmente al Santo Padre de inmediato. Como sabe que usted se ha encargado de traducir una parte de los pergaminos de Akko, desea que le confíe investigaciones más profundas. Sé la confianza que tiene en usted, y usted sabe que yo la comparto. Pero he dudado en apoyar su decisión, pues esta misión no está exenta de peligro. Atañe directamente a los asuntos de la Iglesia. Mañana le contaré más.</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-top: 1.5em; margin-right: 5%; text-align: right; font-size: 95%">D. L.</p> <p>Judith frunció el ceño.</p> <p>«Las excavaciones de Megido...»</p> <p>Desde hacía tiempo un pequeño grupo de arqueólogos comisionado por el Vaticano había iniciado investigaciones sobre el santuario de Megido, en Israel. El equipo lo dirigía Enrico Josi, director del Instituto de Arqueología del Vaticano. Megido era una zona sensible en Tierra Santa. Aún estaban recientes sucesos como la huelga de hambre de cien presos palestinos recluidos en la cárcel de la ciudad, o las manifestaciones de las Mujeres de Negro, las <i>Women in Black</i>, que aparecieron con la primera Intifada para protestar contra la política de ocupación de los territorios, por no citar el atentado suicida perpetrado por la Yihad Islámica que había costado la vida a dieciocho israelíes, o el estado de la ciudad vecina de Yenín, ametrallada por tanques y helicópteros. Megido, enclave estratégico, estaba asimismo cerca de una base del ejército israelí.</p> <p>Judith y el Vaticano se las habían visto y deseado para obtener las autorizaciones necesarias para iniciar las excavaciones. Al cabo lo lograron argumentando que se trataba de una misión científica bajo control; el gobierno israelí avaló finalmente el proyecto, y la Administración palestina también fue convenientemente informada. La curiosidad insaciable que despertaban los misterios bíblicos, fundada sobre la conciencia de una memoria compartida, había hecho el resto, y permitió incluso que dos sabios israelíes se incorporasen al equipo de investigación. Si bien era cierto que desde la reciente normalización de las relaciones entre la Iglesia y el Estado judío, este tipo de operaciones tenían más probabilidades de ver la luz que en el pasado, semejantes colaboraciones no eran nuevas, pero siempre dependían de la evolución del contexto político.</p> <p>Al releer el mensaje de Dino, una sensación de inquietud se apoderó de Judith. ¿Qué podía haber pasado en Megido?</p> <p>Miró de reojo la cartera que había dejado a un lado, en un banco. Se sentó, tratando de dominar su nerviosismo, y sacó los documentos que debían ayudarle a esclarecer el fondo de todo aquel asunto. Sola bajo las bóvedas, en medio de un silencio absoluto, miró una vez más los frescos de la basílica... luego se sumergió en sus informes, tratando de concentrarse al máximo.</p> <p>«A trabajar.»</p> <p>No era en Israel donde había empezado todo, sino ahí mismo, en el centro de la basílica de San Pedro, cuando, entre 1933 y 1950, el profesor Ludwig Kaas dirigió sus trabajos en las profundidades de ese lugar único donde Judith iba a meditar tan a menudo. «Querido profesor Kaas. Sin usted, jamás habríamos encontrado el Testamento de Longino.» Poca gente sabía qué se escondía allí, bajo sus pies y las losas de mármol, en lo más recóndito de la antigua necrópolis sobre la que reposaban los cimientos de la sublime basílica...</p> <p>Fue precisamente en el Vaticano donde Judith empezó por primera vez su búsqueda de la célebre Lanza del Destino.</p> <p>Una antigua foto del arqueólogo Ludwig Kaas tomada en 1933 encabezaba el informe. Judith la miró, intentando desentrañar el secreto de aquella sorprendente personalidad que le resultaba inexplicablemente familiar. Oriundo de Tréveris, Alemania, el profesor Kaas había navegado mucho tiempo por los meandros de la exégesis bíblica, empeñado en desenterrar el texto sagrado de las arenas y los sedimentos de la memoria. Noble combate donde los hubiera, en una época en que Hitler asumía la cancillería del Reich en su país natal y en el cielo de Europa se agolpaban las nubes que anunciaban un nuevo crepúsculo de los dioses... La reputación de Ludwig había llegado a oídos del papa Pío XI, el cual le había encomendado personalmente estudiar el subsuelo y los cimientos de la basílica de San Pedro. Se trataba de determinar si las reliquias del apóstol estaban allí sepultadas o no. Así fue como Ludwig comenzó sus excavaciones bajo la dirección multisecular de los herederos del santo apostolado. «Pues bien, yo te lo digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no podrán hacer nada contra ella.» El famoso apóstrofe de Jesús al pequeño pescador de Cafarnaúm, a orillas del lago de Genesaret, resonaba otra vez en los oídos de Judith. Al convertirse en jefe de la primera comunidad cristiana de Jerusalén y de Judea, Pedro extendió la palabra de Jesús hasta Asia Menor, antes de ser martirizado en Roma. Sus restos estaban enterrados allí mismo, bajo el altar mayor de la basílica.</p> <p>«La tumba de san Pedro. La primera iglesia del Vaticano.»</p> <p>Las excavaciones del profesor Kaas habían facilitado el descubrimiento de la antigua necrópolis. Judith podía imaginar con claridad lo que habría sentido el arqueólogo mientras dirigía los trabajos. El emplazamiento debía de parecerse entonces a los establos de Augías. Las sepulturas estaban amontonadas en estratos sucesivos. Había sarcófagos de piedra y de mármol, losas de toda clase y tamaño cubiertas de inscripciones escritas en varias lenguas; miles de exvotos con líneas quebradas y caligrafía desordenada. Como extrañas estelas, conformaban un bosque austero y anguloso bajo una bóveda sin estrellas, enterradas allí como en un océano mortuorio, sepultadas bajo el olvido y las negras profundidades de la piedra. El curso de los siglos había acentuado esa vasta entropía, y había terminado por conferir a ese trastero de la Historia la dimensión de un extraño museo heterogéneo. A las antiguas tumbas paganas se añadían las de las figuras dinásticas de más alto linaje: reyes, príncipes y emperadores se codeaban con toda naturalidad con unos ciento cincuenta papas, además de con un sinfín de cardenales y cortesanos. He aquí el mundo sobre el que se caminaba entonces, enterrado en los cimientos desconocidos de la basílica de San Pedro: los vestigios de un pueblo ctonio, que parecía atrincherado aún en los recovecos de sombras de antaño y el fulgor de súplicas olvidadas. Todo esto en medio de un silencio que, si no era de oro, sí tenía el sabor del marfil y de los mármoles antiguos. Era el silencio de los grandes misterios y los grandes mitos, el de todas las quimeras, algunas de las cuales se remontaban al tiempo anterior a Cristo... Y convertía aquel lugar oscuro, pese a todo, en un mausoleo ardiente, donde de pronto uno creía ver resucitadas formas escurridizas a la luz de las antorchas que, de tumba en tumba, se intercambiaban susurros ahogados.</p> <p>Judith conocía bien aquella sensación.</p> <p>Cuando murió Pío XI, su sucesor encargó a Ludwig que buscara un emplazamiento adecuado para el sarcófago de Su Santidad, en el corazón mismo de la necrópolis. Una vez escogido el lugar, el arqueólogo mandó colocar allí una pesada placa de mármol: por poco provoca una catástrofe. En medio de un gran estrépito se vino abajo un paño de pared. Tras él, Ludwig y su equipo descubrieron un espacio abovedado similar a los cimientos de una iglesia antigua. Muy antigua. En su centro había una tumba.</p> <p>A Ludwig ya no le cabía ninguna duda de que se trataba de la tumba de los primeros tiempos.</p> <p>Los arqueólogos se pusieron de inmediato a descombrar. A siete metros de profundidad, el profesor Kaas identificó mosaicos cristianos. Uno representaba a Jonás y la ballena; otro, al Buen Pastor; otro más... a Pedro, de pescador, con su caña. Los signos se acumulaban. Todo parecía indicar que peregrinos de los primeros siglos habían venido para honrar la memoria de Pedro, dejando sus marcas sobre las paredes y el zócalo del monumento confinado en la tumba. Monedas de Germania, de la Galia, de Bretaña y de las riberas del Danubio cubrían el suelo en señal de ofrenda. El propio Pío XII, informado sobre aquellas presunciones que día tras día se convertían en certezas, había descendido a la cripta descubierta por Ludwig.</p> <p>A partir de entonces se desencadenó la fiebre de los peritajes y de los contraperitajes, que no concluyó hasta que todas las dudas fueron disipadas. Convencidos al fin, decidieron hacer público uno de los descubrimientos arqueológicos más extraordinarios de la Historia. Allí, bajo los cimientos de la antigua basílica de Constantino, yacía sin duda alguna la tumba del apóstol Pedro.</p> <p>Judith tosió y se cubrió la boca; su tos había retumbado en el centro de la basílica. Sacó de su cartera unas gafas que usaba alguna que otra vez, cuando trabajaba en la biblioteca, y volvió a zambullirse en sus documentos. La dirección de las Colecciones le había entregado una nueva serie de fotos. En una de ellas, escrito a mano, podía leerse: «Sepultura del cruzado de Akko, MCCXCI».</p> <p>En efecto: a unos pasos de la tumba de san Pedro habían descubierto otra sepultura, semienterrada entre los vestigios de la antigua necrópolis. Esta tumba, cavada en la propia pared, como en las antiguas catacumbas romanas, era muy modesta comparada con las otras. En su interior encontraron un sarcófago cubierto por una losa en la que se apreciaba una estatua yacente armada. Con el almófar en la cabeza, una cruz estampada en la sobreveste, el yelmo bajo el brazo, la cota de mallas tachonadas, el escudo en el costado izquierdo, la espada apoyada de través en el cuerpo... la estatua respiraba serenidad. Sobre su rostro esculpido, una vaga sonrisa había sido fijada para la eternidad. Los pliegues de su capa, labrados con esmero, caían en volutas de piedra a ambos lados del sarcófago. Se trataba sin duda de un caballero templario, pero no dejaba de resultar extraño encontrar la tumba de uno de ellos a dos pasos del sepulcro de Pedro, más aún si se tenía en cuenta cómo había acabado la orden del Temple. En su pedestal se leían unas fórmulas votivas grabadas en latín: «San Pedro, ruega por nosotros...», «Sé nuestro intercesor ante Dios...», «Por la salvación de mi alma...». También se veían, a los pies de este caballero anónimo, marcas habituales, cruces, peces y otros símbolos de origen cristiano. Su escudo llevaba una inscripción discreta: «AKKO», seguida de una fecha confusa en números romanos: «MCCXCI». Según las notas de Dino Lorenzo, Akko era el nombre de la antigua San Juan de Acre, la última plaza fuerte que resistió a la reconquista musulmana de los estados latinos de Oriente... y los templarios habían aguantado efectivamente hasta la fecha inscrita en el escudo: 1291.</p> <p>Las notas de Dino referían a continuación las circunstancias en que Ludwig Kaas abrió el sarcófago. Del templario no quedaba más que un esqueleto vestido con algunos jirones de tela, que debieron de ser su manto de armas, y cubierto por la cota de mallas en la que flotaba la osamenta desnuda. La descomposición se había encargado del cuerpo hacía mucho tiempo, a juzgar por su aspecto, pero se pudieron recuperar su yelmo, la espada mellada y su escudo. Sin embargo, hubo un hallazgo bastante más particular. Ludwig Kaas extrajo, de entre las costillas descarnadas del caballero y en medio de los restos mórbidos que la sombra velaba a medias, una bolsa de cuero de unos sesenta centímetros por cuarenta. Al desatar las correas, aparecieron gran cantidad de rollos de pergaminos; algunos seguían intactos. El arqueólogo intentó abrir uno de ellos, pero se deshizo entre sus dedos como la lluvia. Los rollos parecían más antiguos que el propio templario.</p> <p>Kaas y su equipo se propusieron sacarlo del sepulcro para salvar cuanto fuera posible. Un equipo del Vaticano se comprometió a examinarlos lo antes posible, pero era evidente que para los estudios sobre la tumba de Pedro, los pergaminos del templario no eran prioritarios. Como mucho serían catalogados a la espera de un análisis más profundo. Pese a que experimentaron una alegría inesperada, los arqueólogos no podían sospechar siquiera que acababan de exhumar el testimonio de Longino. Por entonces no tenían aún la menor idea de cómo esos rollos habían acabado allí enterrados, junto al caballero de Akko.</p> <p>En la Nochebuena de 1950, Pío XII pronunció una alocución radiada para comunicarle al mundo que habían encontrado, sin lugar a dudas, la tumba de san Pedro. Nadie recordó entonces los restos del templario, ni los fragmentos de pergamino que habían reposado durante tanto tiempo a pocos metros del lugar donde yacía el apóstol. El propio arqueólogo falleció sin haber vislumbrado apenas la importancia de su descubrimiento. No obstante, desde ese momento, los pergaminos del cruzado de San Juan de Acre, bautizados más tarde como «Testamento de Longino», con el número de referencia 24578-B, signatura XL, fueron confiados a los sucesivos directores de las Colecciones.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>En el año 2006 del calendario cristiano, o bien el 5766 del calendario hebreo, Dino Lorenzo, en su condición de director de las Colecciones, exhumó los pergaminos para traducirlos. Y una tarde en el Vaticano, tras relacionar los primeros indicios, empezó a reconstruir el rompecabezas.</p> <p>Dino creía en la posible autenticidad del secreto que parecían encerrar los rollos, pero, desbordado como siempre, encargó a Judith que continuara la traducción. También enviaron una parte al padre Jean-Baptiste Fombert, de la Escuela Bíblica y Arqueológica de Jerusalén, un especialista en los Manuscritos del Mar Muerto.</p> <p>Los rollos resultaron especialmente complejos de interpretar. Al parecer, la primera redacción estaba hecha en griego. Más o menos en la misma época, un poco más tarde tal vez, se habían añadido otras dos escrituras minúsculas, interlineares, redactadas en hebreo y arameo; simples traducciones del primer relato que convertían el pergamino en una especie de piedra Roseta. Se trataba de un comentario apocalíptico que, como el texto de Juan, narraba el retorno próximo del Mesías y el escatológico combate final que se empeñaría entre el Bien y el Mal.</p> <p>Judith había entregado un primer informe seis meses atrás. A raíz de sus conclusiones, el Vaticano había decidido iniciar las excavaciones en el emplazamiento de Megido, la ciudad citada explícitamente en los pergaminos de Longino. Y por lo visto, había novedades... Pero ¿por qué ese tono inquieto en el mensaje de Dino? Y sobre todo, ¿por qué esa urgencia que lo impelía a convocarla esa misma mañana en su despacho?</p> <p>La joven frunció el ceño, se quitó las gafas y guardó el mensaje en su dossier. Se incorporó, se persignó rápidamente y miró el reloj.</p> <p>Era hora de ir a ver a su mentor.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>«Es ella, seguro... ¡Es la Lanza del Destino! Oh, Dios mío... ¡debe de serlo, sin duda!»</p> <p>Con un sombrero sobre la cabeza y la frente sudorosa, Enrico Josi, director del Instituto de Arqueología del Vaticano, seguía tomando notas en su cuadernillo, fascinado por el lugar en el que se hallaba. «Increíble... ¡Es increíble!» De vez en cuando alzaba un pico de su camisa beige para enjugarse las mejillas; reinaba un calor asfixiante.</p> <p>Estaba en Megido, frente a la llanura de Esdrelón y el valle de Jezreel, a unos dieciocho kilómetros al oeste del monte Tabor; más allá se encontraba la ciudad de Nazaret y, al este, el monte Moria. Antaño la ciudad ocupaba una posición estratégica en la ruta marítima. Sus riquezas arqueológicas se contaban entre las más importantes de Israel: Megido encerraba las caballerizas de Salomón y no tenía nada que envidiar a los vestigios de los baños rituales de Masada, a las bellezas de la Ciudad de David o a las sinagogas de todo el mar Muerto. En una superficie de cinco hectáreas, las excavaciones habían permitido encontrar las ruinas de veinte ciudades superpuestas; la más reciente databa del año 400 a. C. En esta célebre llanura, según la profecía, debía comenzar la batalla final, la guerra del Apocalipsis, el Armagedón: del <i>har</i> hebreo, que significaba colina, y <i>mageddon</i>, de Megido. «Y vi salir de la boca del Dragón, de la boca de la Bestia y de la boca del falso profeta, tres espíritus impuros», decía el libro de las Revelaciones. Estos espíritus impuros reunirían sus ejércitos en el lugar que los hebreos llamaban Armagedón, cuando llegara el fin de los tiempos.</p> <p>Enrico Josi estaba solo dentro de la capilla. Hacía dos semanas que trabajaba en la excavación y su excitación crecía día a día. El informe de Judith Guillemarche sobre los rollos encontrados entre los restos del templario de San Juan de Acre lo había decidido a iniciar aquí las excavaciones —con el apoyo del Papa, naturalmente—. Los pergaminos originales, sumamente frágiles, se conservaban a buen recaudo en el Vaticano, bajo la responsabilidad de Dino Lorenzo. Josi solo tenía fieles reproducciones, pero le bastaban; estaba convencido de que lo que habían exhumado era sencillamente fantástico.</p> <p>Hasta entonces se creía que la Lanza de Longino se conservaba en el museo de Hofburg, en Austria. Pero, pese a su extremada cautela antes de sacar conclusiones, Judith había terminado por cuestionar que la Lanza de Hofburg fuese la auténtica Lanza del Destino, como se creía. Además, no era el único caso: por todo el mundo había iglesias que custodiaban reliquias, como la tibia de santa Petronila o la clavícula de san Anselmo, y ya no se sabía qué había de realidad y qué de leyenda en todo ello. Si la Lanza de Hofburg no era la auténtica... ¿podía haber otra? Aquella posibilidad aumentaba las dudas ya de por sí legítimas sobre el origen de la reliquia de Hofburg y suponía una pequeña revolución para la comunidad de arqueólogos y otros especialistas de los misterios bíblicos. Además, los pergaminos del templario constituían un argumento de peso a favor de la tesis alternativa. Enrico Josi se preguntaba lo siguiente: ¿era posible que la auténtica Lanza hubiese sido enterrada en algún lugar consagrado...? ¿En el Armagedón, quizá, como dejaban entrever los rollos? Los pergaminos indicaban con precisión un lugar concreto: allí era donde Josi estaba en ese instante. Este lugar, evocado en el Apocalipsis de Juan, se citaba también en el Testamento de Longino. Aquel relato escrito en griego, ¿era en verdad obra del legionario romano que había atravesado el costado de Cristo en el Gólgota? En esa fase solo podían hacerse conjeturas, pero sin duda merecía la pena investigarlo. Tantas coincidencias eran como mínimo inquietantes. ¿Y qué decir de las escrituras en hebreo y arameo, que corrían entre las líneas de los rollos?</p> <p>De tanto leerlo, Josi casi se sabía de memoria el informe de Judith:</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Los pergaminos estaban demasiado deteriorados para poder reconstruir el sentido en su totalidad, pero su naturaleza mesiánica y apocalíptica bien podría guardar relación con la doctrina de los esenios de Qumrán. Las escrituras hebreas y arameas añadidas al Testamento hacen referencia al Armagedón y a la eclosión de la batalla final relatada por san Juan. El vocabulario empleado, que señala la guerra entre los «Hijos de la Luz» y los «Hijos de las Tinieblas», es también similar al de los esenios. Uno de sus profetas habría predicho que en el año 5766, según el calendario hebreo, el Bien y el Mal reñirían una batalla despiadada por recuperar un arma enigmática, que podría ser una espada, una lanza o una jabalina. Ahora bien, ese año 5766 corresponde al año 2006 de nuestro calendario. Y la chispa de la guerra escatológica prendería, siempre de acuerdo con los pergaminos, en un lugar situado en un punto muy concreto de Megido.</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">(<i>Ref. anexo 7</i>.)</p> <p>Acompañando a Josi en el yacimiento de Megido se hallaban Damien Seltzner, arqueólogo francés de treinta y cinco años, el padre Ungaro, uno de los colaboradores de Jean-Baptiste Fombert en la Escuela Bíblica de Jerusalén, y dos investigadores israelíes que se habían unido a ellos por el camino. Una vez reunido el equipo, siguieron las indicaciones del Testamento y desenterraron un tubérculo fosilizado de la colina, a una altura de unos veinticinco metros por encima de la primera ciudad. Al pie del tubérculo habían abierto un boquete, rodeado de rocas, por donde apenas cabía una persona adulta. Era preciso agacharse para deslizarse en su interior.</p> <p>Para dirigir los trabajos contrataron a obreros locales, que se presentaron con sus túnicas y galabías blancas, provistos de palas y picos. Tres militares israelíes vigilaban el avance de las excavaciones. Sobre una mesa instalaron ordenadores portátiles que permitían visualizar una réplica del relieve del santuario. Un poco más allá una antena parabólica garantizaba una transmisión satélite inmediata de las informaciones que barajaba el equipo de investigación. Como era natural, todas las comunicaciones estaban codificadas. El equipo trabajaba con un secretismo absoluto: uno de los militares israelíes, especialista en criptología, se encargaba de codificar los datos, y la zona estaba totalmente vigilada. No se bromeaba con los tesoros bíblicos. Dos todoterrenos y un camión con toldo estaban aparcados en la entrada del yacimiento. Tras descubrir la entrada a la antigua capilla, fue necesario despejar una galería estrecha que descendía una docena de metros bajo la superficie del suelo y colocar focos en toda su longitud. En el extremo de ese extraño pasillo derruyeron a golpe de pico una pared hecha por la mano del hombre, cubierta por extraños signos lapidarios que resonaban como una advertencia. Cruzar al otro lado resultó aún más delicado. Era necesario escalar un metro de escombros y pasar, doblado en dos, por debajo de la bóveda de piedra, antes de alcanzar la otra punta.</p> <p>Allí encontraron la capilla.</p> <p>Las primeras fotos e informes se habían enviado a Dino Lorenzo hacía apenas dos días. Si se tenían en cuenta las sucesivas ocupaciones de la ciudad, aquel lugar, encaramado en lo alto de la colina, debía de pertenecer sin duda al estrato más reciente. Enrico proseguía con la investigación, esforzándose por controlar su excitación. Aparte de su cuaderno, llevaba en la mano una linterna, lo que le dificultaba tomar notas. La capilla tendría una veintena de metros cuadrados. Las bóvedas estaban labradas toscamente. Desde el suelo pedregoso ascendía un muro, prolongado por una arcada estropeada. Junto a él se alzaba una especie de pilón o fuente con borde de piedra, flanqueado por una hornacina que antaño debió de cobijar una estatuilla...quizá una estatuilla de santo, cuyos restos fragmentados habían caído en el fondo del pilón. Entre ambos, un expositor que había perdido sus antiguas doraduras recordaba la parte superior de una chimenea.</p> <p>A Enrico le sorprendía la decoración que cubría por completo la pared de fondo de la capilla. El muro norte estaba decorado con un mosaico muy deteriorado. Aunque se adivinaba su original refinamiento, el sinfín de piedrecillas de esmalte que lo componían solo conservaba un brillo desteñido de tristes alegorías. Los tonos azules, grises y pastel lindaban con un amarillo palidecido por los años y el contorno indefinido de siluetas devoradas por la sombra. Josi se acercaba y se alejaba de la composición, intentando aislar detalles, que se reflejaban en el cristal de sus gafas. La primera vez que entró ahí con los otros miembros del equipo, todos contemplaron esa maravilla en silencio durante largo rato, atrapados por la extraña belleza del espectáculo. El arqueólogo irguió un instante la cabeza en la penumbra, como si escuchara el silencio. Echó una ojeada a su reloj. Fuera empezaba a caer la noche. Damien Seltzner, Ungaro y los investigadores israelíes estaban en el exterior. Uno estaría escribiendo su informe, el otro saboreando un café ante un sol cada vez más encarnado, y el tercero debía de estar enviando un correo electrónico a la Escuela Bíblica o al Vaticano para informar de los extraordinarios progresos que habían alcanzado desde su llegada al yacimiento. Josi no tardaría en reunirse con ellos. Le costaba separarse de ese lugar.</p> <p>«Este mosaico... parece... que cuenta una historia», se repetía sin cesar.</p> <p>Se componía de varios cuadros. En la parte central, ocupando el espacio más amplio, aparecía el rostro indefinido de un demonio con una peculiaridad sorprendente: estaba travestido de Madona. La visión era chocante y completamente inusual; Josi nunca había visto nada así. Una cola bifurcada asomaba entre los paños de la criatura, cuya postura recordaba por otra parte la figura tradicional de una Piedad. Llevaba a un niño en brazos. ¿Un demonio travestido de Virgen, acunando a un niño? ¿Una especie de Piedad invertida? ¿Qué podía hacer semejante representación en una capilla cristiana? ¿Qué podía significar?</p> <p>A la izquierda, la primera imagen representaba un grupo de personajes, siluetas a caballo con casco y pilo. Aunque las figuras estaban muy borradas, Damien Seltzner las identificó inequívocamente como legionarios romanos. Josi compartía esa opinión. Del puño de la primera silueta, un poco separada del resto, parecía salir una especie de trazo negro. Una espada... ¡o una lanza! Después de aquello, los arqueólogos habían comprendido que estaban muy cerca del gran descubrimiento. ¿Eran estos los legionarios de la guardia del Templo? Y a la cabeza... ¿estaba el propio Longino? El segundo panel parecía confirmar aquella hipótesis. Los mismos soldados subían por un camino sinuoso hacia una colina... ¿Hacia el cerro del Gólgota, quizá? En el lugar que correspondería a las cruces, el mosaico estaba tan deteriorado que apenas se distinguía nada. Las teselas de esmalte se habían reducido a polvo.</p> <p>El último panel, situado a la derecha, era el más sorprendente. Se veía con claridad la cabeza de un dragón. Con el cuello acorazado con espinas de reptil, anillos de escamas como escudos ondulantes bajo una bocaza abierta, enseñaba su lengua roja y escupía fuego. La frente de esta impresionante representación estaba coronada de diademas; la negra pupila de su ojo brillaba con una expresión atroz, de un realismo estremecedor. Aquel monstruo fabuloso parecía emerger de un océano, cuyas mil pinceladas azules habían sido deslucidas por el tiempo. Encima del dragón, el o los artistas habían añadido una bóveda celeste constelada de estrellas.</p> <p>Pero todavía no habían visto nada. Cuando descubrieron la capilla no lo apreciaron de inmediato... pero bajo la Piedad invertida, entre el pilón y la hornacina central, el expositor de desvaídos matices dorados les reservaba algo más. Curvado por ambos lados, parecía una especie de pagoda de piedra. En sus extremos, dos aros polvorientos habían ceñido hasta hacía apenas unas horas un objeto que los hombres de Josi habían pasado por alto inicialmente. Ahora por fin lo habían identificado: ¡era una lanza de cerca de metro y medio de largo! Una lanza, seguro, aunque más de la mitad del asta, recubierta de un moho verdoso, se había podrido. Solo quedaban fragmentos sueltos, cubiertos por una capa de polvo seco. Cuando la encontraron, el arma estaba hundida entre los dos extremos del expositor, que se doblaban hacia arriba en volutas de piedra. A la derecha, un trozo de asta oscura se conservaba encajada en la punta del metal. Solo gracias a su intuición, Enrico y sus hombres pudieron afirmar que se trataba de una lanza. La punta seguía recubierta con vendas a punto de deshacerse, que parecían datar de tiempos inmemoriales. ¡Tal vez aquella fuera la auténtica Lanza de Longino!</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">«¡Tú, lanza de Herodes Antipas! ¡Flecha del tetrarca y de los procónsules! ¡Emblema de esa otra todopoderosa deidad del mundo, la gran Roma! La lanza, provista de una punta metálica especialmente afilada, medía más de metro y medio y pesaba bastante. Aunque no hacía sol, su asta negra relucía con reflejos opalescentes. Estaba compuesta por varias varillas que encajaban unas en otras; recogida, parecía un bastón grueso. Longino la sopesaba mientras la deslizaba por la palma de su mano para apresarla con más fuerza. El hierro lacerante estaba encajado en una anilla color cristal. En la punta se abrían en paralelo dos barbas móviles y cortantes, con dientes como finas espinas plateadas, que ensartaban cruelmente los cuerpos de sus víctimas. En la parte central del asta, la figura de un águila imperial dibujaba un rizo y sus alas formaban dos salientes a ambos lados del arma. Seis aros de oro ceñían este símbolo, tres encima del águila y tres debajo. Había otros dos en el extremo inferior, de donde colgaban unas cintas ligeras como una lengua bífida. Longino había llevado la lanza erguida; ahora, mientras cabalgaba al abrigo de un cielo nublado, la llevaba inmovilizada bajo el brazo.»</p> <p>La excitación de los arqueólogos estaba desbocada.</p> <p>Josi recordó las palabras que había intercambiado en aquel momento con Damien Seltzner.</p> <p>—¡Imagínese que obtenemos nuevos datos sobre la muerte de Cristo! Siguen abiertos tantos debates sobre las circunstancias exactas de la crucifixión de Jesús... La posición de los brazos en los travesaños... ¡La postura exacta del cuerpo!</p> <p>—Sí —ponderó Seltzner—, y que gracias a nuestras investigaciones conseguimos demostrar que la Lanza de Hofburg no es sino una ilusión... y que la auténtica Lanza de Longino es, en verdad, esta.</p> <p>Se miraron durante un buen rato, desconcertados. Todavía les costaba pensar en lo impensable. Les esperaban aún bastantes análisis antes de poder confirmar todos los indicios... ¡Con tal de que todo concordase! La datación, el examen de la punta, las muestras de polvo y los restos del asta... Colocaron todo el material, con las máximas precauciones, en una caja hermética, y la cargaron ese mismo mediodía en la parte trasera de uno de los todoterrenos. Le habían enviado un mensaje codificado a Lorenzo con la buena nueva. Primero transportarían la caja a la Escuela Bíblica y después al Vaticano, vigilada en todo momento por hombres de confianza. El propio Josi regresaría pronto a Italia.</p> <p>«Si estuviésemos en lo cierto... sería la aventura más hermosa de mi carrera», pensó Josi.</p> <p>A decir verdad, poco se sabía de Longino y su lanza. Solo en el Evangelio de Juan se los mencionaba de forma explícita... Juan, que fue también el único discípulo presente en la Crucifixión o al menos en parte de ella. El episodio se relataba así:</p> <p>«Era el día de la Preparación de la Pascua, y para que no se quedaran los cuerpos en la cruz hasta el sábado (ese sábado era un gran día), los judíos pidieron a Pilato que les rompieran las piernas y se los llevaran. Fueron los soldados y le rompieron las piernas al primero, y después al otro que habían crucificado junto con él. Pero al llegar a Jesús, como vieron que ya había muerto, no le rompieron las piernas, sino que uno de los soldados le rasgó el costado con su lanza, y salió entonces sangre y agua. Y el que lo vio ha dado testimonio, y su testimonio es veraz, y él sabe que dice la verdad, para que vosotros creáis también. Eso ocurrió para que se cumpliera la Escritura: “No le romperán un hueso”. Y en otro lugar dice también la Escritura: “Mirarán al que atravesaron”».</p> <p>Eso era todo. Al menos, todo lo que ponía en la Biblia. El nombre de Longino, o más bien el de Casio, ni siquiera se citaba. Cuando concluyó sus largas investigaciones en el Vaticano, Judith pudo aportar algunos datos más precisos. Según la leyenda, el tal Casio fue bautizado más tarde Longi o Longino; ciertos textos decían que se había hecho diácono tras su conversión y que había ejercido un ministerio de predicación. Decían también que siempre llevaba encima un poco de sangre de Cristo que recogió tras su lanzada y que permaneció con él hasta la tumba. Pero su tumba nunca se había encontrado, a diferencia de la de Pedro. Se pensaba que lo habían inhumado en una ciudad de Italia, cerca de donde vivió la religiosa agustina santa Clara y vecina a una isla rodeada por un gran lago. Según Judith podía tratarse de Mantua, próxima al lago de Garda, que conservaba esta tradición; o quizá de Montefalco, la patria de santa Clara, que daba al lago de Bolsena y a la isla Bisentina. Pero todo aquello eran suposiciones muy vagas. Los pergaminos, sin embargo, indicaban la localización exacta de la Lanza en el yacimiento de Megido. Según otra tradición, sacada de textos dispersos, legendarios y poco fiables, Longino había muerto donde nació, en Capadocia, Asia Menor. Allí habría sufrido su martirio, en el siglo I, que le valdría ser recordado como san Longino. Pero por más que su sino hubiese sido, sin duda, de los más milagrosos, costaba comprender cómo se las había arreglado el buen legionario para morir a la vez en Italia y en Turquía...</p> <p>Josi sonrió. Una vez más se movían entre la historia, la leyenda y la realidad.</p> <p>«Es fantástico... No tiene otra definición posible: lo que vivimos es sencillamente fantástico. Está fuera del tiempo.»</p> <p>El arqueólogo cerró su cuaderno y aguzó el oído; se oían vagamente voces provenientes del exterior. Debían de estar guardando el material del día y preparándose para marcharse. En el interior de la capilla, Josi estaba condenado al silencio. Más allá del montículo de escombros todavía por barrer y de la estrecha galería, no podía oír nada de lo que sucedía en el terraplén que daba al yacimiento. Esa misma noche, todos se reunirían en algún lugar cálido para preparar una buena cena y celebrar los descubrimientos. Y tomar una copita bien merecida.</p> <p>Se le escapó una sonrisa y se estremeció; sentía un poco de frío. Suspiró por última vez mientras contemplaba el mosaico, y luego apagó su lámpara con un clic del interruptor. Guiado por la débil luz que se colaba desde la entrada, ascendió la cuesta del pasillo que conducía hacia el exterior. Transcurrieron unos segundos antes de que se diera cuenta de que algo no funcionaba.</p> <p>Uno de los focos había estallado.</p> <p>Apenas puso un pie fuera, se apoderó de él una aprensión repentina.</p> <p>«Pero qué...»</p> <p>Sintió que le faltaba el aire. Perplejo, se llevó una mano a la boca para contener una arcada.</p> <p>Aquello no podía ser más que una horrible alucinación.</p> <p>«... Pero ¿qué ha pasado aquí?»</p> <p>A sus pies había un hombre tumbado sobre un charco viscoso. Era uno de los obreros con galabía. La sangre corría por delante de las pesadas zapatillas de montaña de Enrico. Levantó la mirada para ver más allá del terraplén. Otros dos obreros yacían en la misma postura, con los miembros como desarticulados, en posiciones grotescas. Aturdido, Josi dio unos pasos, rodeando el primer cadáver. A poca distancia, cuatro planchas de madera estaban dispuestas en cruz sobre una excavación que daba acceso a uno de los puntos de la ciudad baja, sobre unas exploraciones realizadas previamente en Megido. Vacilante, con la impresión de sumirse en una pesadilla, Josi echó un vistazo abajo. No pudo contener un grito al descubrir al padre Ungaro, alcanzado por dos balas a la altura del tórax. Cerca del cuerpo había un pico polvoriento clavado en el suelo y una pala tirada.</p> <p>Josi giró sobre sí mismo, dominado por una descarga brutal de adrenalina.</p> <p>«Todos... ¡Todo el equipo!»</p> <p>Un poco más lejos, los tres militares israelíes dibujaban una improbable trinidad, con la metralleta todavía en bandolera. Josi apenas divisó sus siluetas bajo los últimos rayos de poniente. El sol desaparecía tras la colina y el tubérculo mientras la oscuridad iba cubriendo los alrededores con su velo. Junto a la mesa dispuesta para el material, la parabólica giraba lentamente con un chirrido imperceptible. Bajo el toldo clavado a modo de tienda, la pantalla de un ordenador seguía encendida como una boca luminosa. Los soldados no habían tenido tiempo de disparar ni una sola bala. Pero ¿por qué Enrico no había oído nada?</p> <p>«No debo quedarme aquí, no debo quedarme a...»</p> <p>—¿Enrico Josi?</p> <p>Un sudor frío le cubrió el cuerpo.</p> <p>Se volvió. La voz tenía un acento indefinible.</p> <p>Las armas estaban equipadas con silenciadores.</p> <p>La primera bala se le clavó entre los ojos y dibujó una estrella en su frente. La segunda hizo brotar un chorro de sangre de su pulmón derecho. La tercera le perforó el abdomen. Josi se tambaleó un instante; después se desmoronó, con los ojos vidriosos. Su sombrero salió rodando a poca distancia mientras él mordía el polvo. Lo último que vieron sus ojos fue el lucero del alba que acababa de iluminarse en el cielo. Su último pensamiento fue para el dragón y para la Piedad invertida, que acababa de reproducir en su cuaderno de apuntes y croquis.</p> <p>—<i>Vae victis</i>— dijo la voz con ironía.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Ante la llanura de Esdrelón y el valle de Jezreel, a unos dieciocho kilómetros al oeste del monte Tabor; más allá de Nazaret y al este del monte Moria, se hallaba Megido. Y allí, en el escenario de las excavaciones, en el lugar llamado en hebreo Armagedón, media docena de cadáveres, dispersados en un área de un centenar de metros cuadrados, componían un curioso campo de batalla.</p> <p>«¡Rompan filas!»</p> <p>Llegar traqueteando en su Fiat de ocasión al Vaticano formaba parte de esos pequeños placeres que se permitía Judith, pese a la pompa del lugar, y que siempre hacía sonreír a los suizos. La conocían desde hacía el suficiente tiempo para saber que la joven tenía permiso para entrar y salir a su antojo. Ella se burlaba de vez en cuando de sus atuendos de gala, sus pantalones bombachos, sus sombreros y sus alabardas, mientras fingía pasar revista a las tropas, a lo que los guardias respondían con guiños que contrastaban con su placidez habitual. Esa mañana, Judith encontró aparcamiento antes de llegar a la basílica, en la esquina de la avenida de la Conciliación, y no les hizo padecer una de sus estruendosas llegadas; pero no faltó el saludo entusiasta que se repetía entre ellos como una broma ritual.</p> <p>Llegó hasta la puerta de Santa Ana, a la derecha de la entrada principal que cruzaban a diario las masas de turistas. Los únicos con derecho a usarla eran los altos dignatarios del Vaticano y los alabarderos pontificios. Tras musitar unas palabras en el interfono, Judith entró en territorio <i>vietato al pubblico</i>. Se cruzó con otro guardia que, por cumplir con las formas, verificó que su nombre estaba inscrito en el registro negro. A continuación subió por la escalera a la segunda planta del palacio, donde estaba el despacho de Dino Lorenzo. Cerca de allí las campanas de San Dámaso dieron las ocho.</p> <p>Mientras avanzaba por los pasillos de la Santa Sede, Judith no podía dejar de pensar en el giro que habían dado los acontecimientos desde la sucesión de Clemente XV y la llegada del cardenal Leonardo Spinelli di Rosace. Auténticos cambios habían convulsionado el Vaticano, signos de apertura que se habían manifestado no solo en las ideas, sino también en los hechos. La atmósfera era distinta.</p> <p>Spinelli, que tenía en su poder la antorcha suprema desde hacía siete años, estaba entregado en cuerpo y alma a su trabajo. La situación que había heredado era delicada. A la disminución de la práctica religiosa y de la vocación y el retroceso de la cultura cristiana se añadían los ataques directos de una parte de la opinión pública. El primer desafío del nuevo Papa había sido emprender un <i>aggiornamento</i>, una puesta al día de la Iglesia que se había vuelto indispensable, sin dejar de atender a todos los flancos, para conservar el necesario equilibrio que exigía sumisión. A diferencia de su predecesor, Spinelli había mostrado claramente una voluntad reformadora. Su ambición era promover durante su pontificado un Tercer Concilio Vaticano, su gran idea. Pero una vez elegido se vio obligado a moderar sus expectativas. Una institución plurisecular no podía cambiarse con un simple toque de varita mágica. La Iglesia era la Iglesia. Y Spinelli, el garante de la representación de Cristo en la Tierra. Tenía la pesada tarea de guiar a millones de fieles.</p> <p>Y no carecía deméritos: dinamismo, experiencia, una extensa práctica en la diplomacia vaticana y en los engranajes de la administración romana... Había logrado reafirmar sin esfuerzo su autonomía con respecto a la curia. Consiguió internacionalizar razonablemente los servicios centrales del Vaticano, aunque por tradición aún conservaban a muchos italianos. Norteamericanos y suramericanos, asiáticos y africanos habían volcado sus fuerzas en la Santa Sede y habían modificado la fisonomía de los dicasterios. Nada más llegar al pontificado, el antiguo cardenal Di Rosace, que procedía del cuerpo diplomático, se propuso reforzar la función del Vaticano como intermediario en los tratos intraeclesiales y con las sociedades civiles de toda índole. Ciento cuarenta países tenían una embajada permanente junto a la Santa Sede, incluido Estados Unidos y, desde el reconocimiento diplomático mutuo entre el Vaticano y el Estado judío, también Israel. Las representaciones vaticanas en todo el mundo prácticamente se habían duplicado. El nuevo Papa sabía comunicarse con la juventud y adaptar su discurso a las preocupaciones de los cinco continentes. Y los medios de comunicación no habían permanecido ajenos a esta evolución: las relaciones entre la prensa y el papado se habían restablecido poco a poco. Spinelli era demasiado consciente del poder de los medios —sobre todo de los audiovisuales— como para no ponerlo al servicio de sus grandes proyectos...</p> <p>Judith meneó la cabeza. «Sus grandes proyectos» eran tan numerosos como los problemas por resolver. Para llevarlos a cabo, Spinelli se había rodeado de hombres de confianza. El cardenal Acquaviva al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Romero en el Consejo «Justicia y Paz». Nabisso como responsable de la Congregación de los Obispos. Monseñor Almedoes como embajador en todos los terrenos difíciles en el extranjero. Prudente, conciliador y realista, Spinelli también sabía ser firme. Su primer gesto de alcance universal había sido la promulgación de una encíclica ya en el tercer mes de su pontificado: <i>De natura rerum</i>, «De la naturaleza de las cosas». La encíclica, que retomaba el título de una obra célebre de Lucrecio, materialista antiguo, había sido un bombazo. La alusión era intencionada, claro está. El Santo Padre la había utilizado para arremeter contra un nuevo materialismo: el del tiempo presente. Pero no arremetía a ciegas contra la sociedad moderna, escudándose tras los imperativos categóricos del dogma... Lo que hacía era alertar sobre cierta evolución de la sociedad. La repercusión mundial del texto le permitió en aquella ocasión manifestar sin ambigüedad sus prioridades. En aquellos momentos preparaba un nuevo bombazo, otra encíclica titulada <i>Ad vitam aeternam</i>, que versaría sobre las delicadísimas cuestiones del sexo, la reproducción asistida, la clonación y la eutanasia. «Nacimiento y muerte»...</p> <p>A Spinelli no le preocupaba abrir debates peliagudos, pero para ello era imprescindible tener tiempo, sutileza, respeto. La ordenación de las mujeres. El celibato de los sacerdotes. Los anticonceptivos. Los partos anónimos. Los derechos del niño. La homosexualidad, incluso en el seno de la Iglesia. El terrorismo y la relación con el islam. Los derroteros de la ingeniería genética. El relativismo y lo absoluto. La cuestión de la verdad y de la certidumbre, que suscitaban una desconfianza automática... Era necesario definir las fronteras en todos estos campos de la política y la biología. Poner en claro aquello que la Iglesia podía aprobar, en nombre de su fe y del ser humano, y lo que no. Tras el difícil final del pontificado de Clemente XV, Spinelli quería salir del letargo. Por eso procuraba llegar al corazón de creyentes y no creyentes, con un respeto absoluto hacia sus diferencias.</p> <p>Su última gran obra, aunque no la menor, buscaba el diálogo interreligioso y ecuménico entre el judaísmo, los protestantes, los anglicanos, los budistas y el islam. Tenía previsto repetir la proeza de Asís de 1986, cuando el Papa logró —cosa inédita— sentar en torno a la misma mesa a los representantes de las tres religiones del mundo. Spinelli quería empezar reuniendo las tres religiones del Libro durante una ceremonia de paz. Había anunciado el proyecto hacía apenas unas horas, y estaba previsto que se pusiera en marcha en tan solo unas semanas. Tendría lugar en pleno centro de Jerusalén, cuna de las civilizaciones abrahámicas. Una auténtica revolución. Spinelli transformaba la utopía en ideal, para encarnarlo, para inscribirlo en una realidad tangible. Sería el Papa de la renovación espiritual y del cambio.</p> <p>Judith sonrió. ¿Cómo no compartir ese maravilloso entusiasmo esperanzador? Deseaba creer en ello. A lo mejor este Papa transformaba la cara de la Iglesia... y en ese terreno ella lo apoyaría incondicionalmente. Pero sabía que no sería un camino de rosas. La sombra del difunto cardenal Angelico planeaba aún por los pasillos del Vaticano. Los conservadores tendían a veces al sectarismo y el integrismo. Paradójicamente, la actitud conciliadora de Spinelli había radicalizado a más de uno. Estos se aferraban a la letra del dogma desde Letrán y el Concilio de Nicea. Aunque una gran fracción de teólogos se había adherido desde hacía tiempo a la causa del sumo pontífice, el Vaticano seguía dividido entre corrientes muy divergentes. Algunos temían incluso un auténtico cisma capaz de dividir, a la larga, a la propia curia. El nuevo Papa no tenía solo la obligación de unir: también tenía que apagar todos los fuegos...</p> <p>A poca distancia de Judith, un rayo de sol se recortaba en haces afilados sobre la alfombra del pasillo. La joven pasó junto a uno de los ventanales que daban a los jardines. Se habría detenido de buen grado a contemplar la serena ordenación de sus caminos, fuentes y parterres de flores, y la esbelta silueta de los árboles junto a la balaustrada. Pero no era el momento de rezagarse.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>—Buenos días, Pietro.</p> <p>—¡Ah, Judith! Puede usted pasar, la está esperando.</p> <p>Pietro, un hombrecillo medio calvo y de porte modesto, era el antiguo secretario particular del cardenal Angelico y lo habían recolocado aquí. El pobre había sufrido mucho con el lamentable final de Angelico, y le había llevado varios años reponerse de aquel trance, cosa que intentaba lograr a fuerza de sumergirse en el trabajo (aunque a veces lo sorprendieran, qué injusticia, rellenando las casillas del sudoku). Judith sonrió y entró en el despacho donde la esperaba el director de las Colecciones. «Esperarla» eran palabras mayores. Al principio Judith no lo vio; agachado detrás de su butaca, Dino Lorenzo recogía con una escobilla los fragmentos de una estatuilla de barro cocido que, por lo visto, había caído como consecuencia de un gesto desafortunado. Refunfuñaba en su sayal de amplias mangas negras, profiriendo algún <i>porca miseria</i> y otros improperios poco floridos.</p> <p>Judith llamó con discreción a la puerta entornada. Dino se levantó con un respingo, como un niño al que pillan <i>in fraganti</i>. Sus mofletes de bulldog temblequearon un segundo a ambos lados de la barbilla y su rostro se iluminó. Había cumplido los sesenta años. Tenía entradas en la frente y unos ojos tan hundidos en sus órbitas que le daban un aire ora astuto, ora malicioso, y una cara hocicuda que terminaba en papada. Permaneció un segundo callado, con la escobilla en la mano. Judith volvía a sonreír.</p> <p>—¿Ha tenido un pequeño accidente?</p> <p>—Pues... sí. Los restos de una estatuilla de arte tradicional africano, regalo de monseñor Bonafé. Ejem... pero muy frágil, por lo que parece.</p> <p>Carraspeó y, recordando el motivo de la entrevista, recuperó su semblante serio. Tiró los restos de la estatuilla y metió la escobilla debajo de la mesa del despacho. Luego se sentó en su sillón de terciopelo tachonado de oro e invitó a Judith a tomar asiento enfrente de él. Por un curioso efecto de perspectiva, la cabeza del director de las Colecciones Vaticanas parecía dominar el centro de un cuadro situado a sus espaldas y que lo coronaba con cabellos de cometa brillantes... Talmente como en una Anunciación, en la que él era de pronto un improvisado ángel Gabriel descendido de los cielos. Judith dudaba de que se hubiera dado cuenta alguna vez. No estaría mal hacerle un favor y decírselo. Pero en ese momento Dino parecía afligido.</p> <p>Deslizó lentamente un informe sobre su mesa de caoba.</p> <p>—Tengo muy malas noticias. Espere antes de abrir el informe. Lo que va a ver puede causarle una fuerte impresión.</p> <p>Judith pestañeó. Lorenzo respiró hondo, se frotó los ojos y juntó las manos por delante, con los codos encima de la mesa, como si rezase.</p> <p>—Conocía a Enrico Josi, ¿verdad?</p> <p>—¿El director del Instituto de Arqueología? Sí, claro... ¿Por qué?</p> <p>Dino se pasó la lengua por los labios. No encontraba las palabras.</p> <p>—Lo han asesinado. Anteayer por la tarde. Durante los trabajos de excavación en Megido.</p> <p>Judith se quedó paralizada en su butaca.</p> <p>«No, no es posible.»</p> <p>No sabía qué decir.</p> <p>—Y no es el único. Han matado a todo el equipo. En cuestión de minutos.</p> <p>La mirada de Dino bajó hasta el informe.</p> <p>Judith siguió su mirada con la garganta seca.</p> <p>En la cubierta de la funda amarilla que le pasó Lorenzo podía leerse la etiqueta «CONFIDENCIAL». Un holograma ilustraba el centro: la reproducción de un Cristo en la cruz, obra de Fra Angelico. Ella la contempló un segundo, como quien atrapa un insecto, una araña negra lista para saltarle en plena cara.</p> <p>Luego cogió la carpeta, quitó las gomas y vio un juego de fotos junto a un informe redactado apresuradamente. Hizo una mueca y contuvo un gemido. El padre Ungaro, descoyuntado en el fondo de un agujero. Los tres militares israelíes. Josi bañado en sangre... La mirada de Judith se desvió brevemente hacia las ventanas del despacho antes de posarse otra vez sobre las fotos. Apretó los dientes mientras las pasaba una a una, cada vez más deprisa.</p> <p>Luego volvió a alzar la vista y carraspeó. Estaba pálida.</p> <p>—Cuénteme.</p> <p>—Lo que pensamos que sería tan solo una cuestión de interés arqueológico para las revistas especializadas está tomando un cariz muy distinto, Judith... Los pergaminos de Akko encontrados en la necrópolis bajo la basílica, ese Testamento de Longino, como lo hemos llamado... Ahora tenemos todas las razones para pensar que no se trataba solo de un capricho de expertos. Escondía otra realidad. Y justo cuando íbamos a resolver uno de los grandes misterios bíblicos, nos vemos envueltos en una vorágine que no me gusta nada. Israel y la Autoridad Palestina nos piden explicaciones. Les he dicho que hasta ahora hemos mantenido la discreción en torno a esta operación, pero... No sé cuánto durará. Mire, Judith, la Lanza de Longino no es la del museo de Hofburg. Como todo parece indicar, tenía usted razón.</p> <p>Se rascó la frente y clavó su mirada en la de la joven.</p> <p>—La encontraron, Judith. En la capilla. Exactamente en el lugar señalado en los pergaminos.</p> <p>Judith iba de sorpresa en sorpresa.</p> <p>—¿Cómo? ¿Quiere usted decir que de verdad... de verdad encontraron la Lanza? ¿La Lanza auténtica? Pero... ¡eso es extraordinario!</p> <p>Dino levantó la mano.</p> <p>—Encontraron una lanza, Judith. Usted sabe lo que eso significa. Estábamos dispuestos a iniciar dos o tres años de peritajes y contraperitajes antes de poder hablar. Digamos que podíamos presagiar lo mejor. Y a todas luces... no hemos sido los únicos. Josime envió un mensaje para ponerme al corriente del descubrimiento, con una parte de las fotos incluidas en este dossier. Fue... antes, claro.</p> <p>Judith veía ahora desfilar ante sus ojos las fotos del tubérculo desenterrado en el yacimiento, de la galería que conducía a la capilla, de la propia capilla. Por fin vio la Lanza. Se detuvo unos segundos, fascinada... Había también fotos de los mosaicos. Los soldados caminando por el sendero. La ladera de la colina, debajo de la zona deteriorada. El dragón surgido del mar, bajo la bóveda celeste... y esa increíble Piedad invertida, demonio o súcubo, que acunaba a un niño sobre las aguas.</p> <p>—Pero, Dino, ¿se da cuenta de lo que...?</p> <p>Alzó la mirada pero permaneció en silencio, helada.</p> <p>Guardaron silencio durante un buen rato.</p> <p>—Algo está pasando, Judith —prosiguió finalmente el director de las Colecciones—. Como usted sabe, las conclusiones de Jean-Baptiste Fombert sobre los pergaminos eran bastante similares a las suyas. El relato original de Longino estaba escrito en griego, pero el uso del hebreo y del arameo hace pensar que los rollos pasaron seguramente por otras manos. Fombert ha reconocido que los pergaminos de Akko pudieron estar en posesión de los esenios de Qumrán. En otras palabras, podrían haber sido parte del corpus de los Manuscritos del Mar Muerto. Pero no hay nada que lo pruebe aún. Él apreció, como usted, las referencias a la guerra entre los «Hijos de la Luz» y los «Hijos de las Tinieblas». Una visión mesiánica, apocalíptica y, para ser sinceros, muy maniqueísta. Pero no incompatible con la doctrina de Qumrán, ni mucho menos. Y hay algo más... Desde hace tiempo venimos recibiendo todo tipo de mensajes descabellados... En fin, ya estamos acostumbrados. He recibido incluso cintas de audio con mensajes grabados en frecuencias bajas, de 14 a 20Hz, o ultrasonidos, de 17.000 a 20.000Hz. A algunos les da por grabar los mensajes al revés... La última cinta incluía un mensaje mezclado con el <i>Ave María</i> de Gounod, por ejemplo. Estos listillos utilizan segmentos fonéticos muy breves, casi imperceptibles. Al principio nos costó mucho entender de qué se trataba... Supongo que habrá oído hablar de este tipo de prácticas, Judith. ¿Esto no le recuerda nada?</p> <p>—Sí... Es la clase de coqueteos habituales entre los seguidores del satanismo.</p> <p>—Exacto— dijo Dino, hundiéndose de nuevo en la butaca.</p> <p>Se pasó la lengua por los labios antes de continuar.</p> <p>—Sé lo que piensa, Judith. Se lo dije, la misión que pensamos para usted puede ser peligrosa. Pero es la persona más adecuada para desentrañar lo sucedido en Megido, y además se conoce los pergaminos de memoria. Algo se está cociendo, Judith. ¡Grupúsculos de toda calaña nos anuncian el fin del mundo! Puede que no haya nada demasiado serio, en realidad, pero no todos son unos angelitos ni unos cantamañanas... Los milenarios, por ejemplo, que se entretienen atacando la supuesta inmoralidad de nuestros cardenales... O los prevaricadores o, por supuesto, los raelianos... Tengo otro que no está mal: los «Setenta y Dos Profetas». Y hace dos semanas... eh..., ¿sabe lo que es un caballo de Troya, Judith?</p> <p>—Pues... Aparte del de la <i>Ilíada</i>..., es un tipo de virus informático, ¿no?</p> <p>—Exacto. Hace dos semanas un pirata informático logró entrar en nuestro sistema. —Dino golpeteaba levemente su Hewlett-Packard negro, instalado en el borde de la mesa—. En la página web, en los correos electrónicos... Se instaló ahí y se dedicó a bombardear nuestra red con mensajes que alertaban del retorno del Anticristo, nada menos. Y eso ya no me hace gracia. Aquí se analizan y descodifican todos estos mensajes...</p> <p>El tema del posible espionaje en el Vaticano, las escuchas o la piratería informática no era nada anecdótico. La Santa Sede tenía sus propios especialistas en electrónica que buscaban sin tregua posibles micrófonos, sobre todo cuando se reunían los cónclaves. La Constitución Apostólica estipulaba que, durante ese período, dos técnicos debían asegurar que ningún medio de grabación o transmisión se colaba en la Sextina ni en las residencias de los cardenales. El Vaticano tenía igualmente su sitio oficial, www.vatican.va, que permitía hacer donaciones o consultar toda la información práctica de la Santa Sede. La página web, lo mismo que la red de los Santos Lugares, estaba a cargo de una monja estadounidense, Emily Banner, apodada «sor Internet». Tras la última oleada de estos spam que reventaban los sistemas del Vaticano con mensajes sectarios, blasfemos y extremistas, cuando no terroristas, sor Internet estaba desbordada. Bajo su batuta intentaban descifrar a toda costa el sentido exacto de ciertos mensajes, así como su procedencia, y multiplicaban también las copias de seguridad, las exploraciones de antivirus y los cortafuegos.</p> <p>Dino prosiguió:</p> <p>—Algunos de estos mensajes hacían referencia a la Lanza, Judith... Dios sabe cómo se filtró la información. Si pese a todas las precauciones tomadas han conseguido enviarnos un troyano, también pueden haber interceptado ciertos correos electrónicos sobre su informe y las excavaciones de Megido... En otras palabras: sobre la Lanza. Sor Internet le ha preparado una copia de los mensajes. Lo peor puede estar por llegar. Si todo esto sale a la luz, podríamos enfrentarnos a un fenómeno mucho más grave que el de la Sábana Santa de Turín. Porque aquí, y no es un juego de palabras malo, se ha vertido sangre, Judith.</p> <p>Tosió.</p> <p>—Le decía antes que han asesinado a todo el equipo de las excavaciones... No es del todo exacto. Un hombre salió ileso. También tiene su foto en el dossier.</p> <p>Judith volvió a consultar los documentos y al final encontró la foto en cuestión.</p> <p>—Damien Seltzner, arqueólogo francés de treinta y cinco años —le aclaró Dino—. Sospechamos que era... un espía infiltrado.</p> <p>—¿Espía? ¿Para quién?</p> <p>—Para una organización aún sin identificar. Ya ve, han robado la reliquia.</p> <p>Judith alzó los ojos. «Lo que nos faltaba...»</p> <p>—¿Se han llevado la Lanza de Cristo? —No podía creer lo que estaba oyendo.</p> <p>Dino asintió en silencio y continuó tras una pausa:</p> <p>—Seltzner es el único personaje del equipo que sigue vivo y, aparte de los investigadores israelíes, también es el único que no contratamos nosotros directamente. Desapareció del mapa la misma tarde de la tragedia. Hemos informado a los servicios secretos israelíes y, para colmo, el Mosad dice que lo ha identificado y localizado... en Egipto. No pudo cruzar la frontera sin utilizar su pasaporte. No hay duda de que es un eslabón fundamental para recuperar la supuesta Lanza. Yo tengo la impresión de que es un aficionado, pero los agentes de los servicios israelíes no quieren cometer una torpeza en territorio egipcio. Solo intervendrán en última instancia. Por otra parte, si Seltzner oliera el peligro, o si las cosas se torcieran, perderíamos la única pista que tenemos. Pensamos que...</p> <p>Dino hizo otra pausa, buscando las palabras.</p> <p>—... Pensamos que usted podría intentar hablar con él, él no desconfiará de usted. La cubriremos, claro está. La protegerá nuestro contacto del Mosad... y no será el único. Esta misión, como le decía, implica riesgos. Pero suyo será el... privilegio del primer contacto. Usted es la única capacitada para entender o interpretar correctamente la información que Seltzner pudiera darle. Si sale mal, la sacamos inmediatamente del juego y la hacemos regresar. En cualquier caso, dejaremos que el Mosad se encargue de detenerlo. Esperan nuestra decisión. Es cuestión de pasar un día allí. Y, como le decía hace un minuto, no dejaré que vaya sola. Necesita que la acompañe alguien con experiencia. Alguien cuyas competencias son, digamos... de otro orden. Alguien que usted conoce.</p> <p>Con una seña la invitó a volverse.</p> <p>Había entrado durante la entrevista sin que Judith lo oyera siquiera, y se había detenido dos metros detrás de ella. Anselmo estaba de pie, silencioso como un gato, con esa solemnidad y ese recato de primer comulgante que mostraba en todas las ceremonias oficiales.</p> <p>Pocos en el Vaticano conocían la naturaleza exacta de sus funciones, y el singular equipo de trabajo que disimulaba bajo su sotana: en su calidad de ex guardaespaldas pontificio, ocupado sobre todo de la seguridad de Judith Guillemarche desde que la había seguido de Roma a Notre-Dame-Sous-Terre, siempre iba armado con dos pistolas. Todo músculos o todo rezos, según el caso, a veces se lo podía ver por los pasillos del Vaticano con su bolsa de deporte al hombro, en una pausa entre dos prácticas de tiro en los Apeninos.</p> <p>Saludó a Judith inclinando ligeramente la barbilla, con una leve sonrisa en la comisura de los labios. Tan poco locuaz como siempre, Anselmo, un mozo alto de pelo oscuro, sienes entrecanas y un hoyuelo en la barbilla, era apuesto como un Valentino, pese a que su temperamento era claramente más discreto. Con cuello de clérigo y sotana de buen corte de Gamarelli —el Dior de los eclesiásticos, sastre del Papa desde Pío VI—, cuerpo atlético, moreno y de ojos penetrantes, Anselmo era una pequeña leyenda en el Vaticano.</p> <p>Durante mucho tiempo había dirigido las operaciones de los suizos y otros compañeros durante los actos de masas y los desplazamientos del Santo Padre al extranjero. En colaboración con la policía o los servicios secretos nacionales, se encargaba de colocar y guiar las escuadras de tiradores en los edificios que flanqueaban los trayectos pontificios. En aquellas ocasiones nunca se desplazaba sin un especialista en balística. A menudo lo caricaturizaban mirando febrilmente su reloj, pues en cada desplazamiento comprobaba el minutaje y la correcta secuenciación de cada etapa del viaje o de la ceremonia en intervalos muy precisos; con él trabajaba el padre Travelli, ese teólogo jesuita y relojero oficial de las salidas del Papa, que además era uno de los pocos eclesiásticos del Vaticano que vestía como él. Ambos estaban siempre pegados al auricular que los comunicaba con los directores locales de la seguridad pública, prestos en todo momento a modificar los itinerarios previstos si presentían el menor peligro. Familiarizado con las mareas humanas y los sobresaltos del célebre «papamóvil», con matrícula SCV1, <i>Stato della città del Vaticano 1</i>, Anselmo estaba siempre presente en todas partes y en ninguna. En los pasillos del Vaticano lo llamaban «el Camaleón».</p> <p>Anselmo fue contratado gracias a su hermano mayor, que pertenecía a los medios eclesiásticos; por aquel entonces, el joven pensaba en el sacerdocio, aunque su día a día consistía sobre todo en perseguir y acorralar patos salvajes con su padre, en su Lombardía natal. La fe de Anselmo era sincera, pero atravesaba una época rebelde. Finalmente su destino dio un vuelco durante una cena familiar en la que conoció a un «reclutador» de la <i>Sodalitium pianum</i>, o Liga de San Pío V, los servicios secretos del Vaticano, que oficiaban desde hacía mucho tiempo por el mundo. El perfil de Anselmo y la buena trayectoria de la carrera de su hermano mayor lo convertían en un excelente candidato. Los preliminares habían sido muy sencillos. Un día le habló a Judith de aquella mañana de mayo en que conoció a su futuro «oficial de cabecera» en un despacho situado en las logias de Rafael. Empezó su carrera en la Minerva, la academia diplomática, siguiendo los pasos gloriosos de Spinelli. De hecho, los dos hombres coincidieron en aquella época y empezaron a trabar una sólida amistad. Anselmo, tras ser el guardaespaldas de Clemente XV y luego de Spinelli, regresó finalmente a su cuerpo de origen. En la actualidad encarnaba la flor y nata de los <i>monsignori</i>, los agentes extraordinarios de Su Santidad.</p> <p>Era el heredero de una tradición que había demostrado su eficacia. Al cabo del tiempo la Liga se convirtió en uno de los mejores servicios de información del mundo, sobre todo cuando trabajó en estrecha colaboración con Solidarnosc contra el KGB durante la guerra fría. Mientras que las pesquisas internas en el Estado del Vaticano se confiaban a la <i>Vigilanza</i> —la policía—, la Liga, en su calidad de servicio de seguridad y espionaje interior, se encargaba de las investigaciones externas y dependía de la primera sección de la Secretaría de Estado. Entre ambos servicios existía una vieja rivalidad, habitual entre todas las organizaciones de esta índole. Solo la plaza de San Pedro, pese a estar en territorio pontificio, era jurisdicción de la policía italiana.</p> <p>Sin ser «miembro» de pleno derecho de la organización, Judith ya había colaborado con los agentes de la Liga en varias de las misiones que le había encomendado Lorenzo. Su función consistía sobre todo en reunir información sobre la actividad de los Estados y los asuntos católicos en el mundo, un trabajo que implicaba la participación de varios centenares de personas, tanto religiosas como laicas... Algunas de ellas podían vestir el hábito eclesiástico, aunque no pertenecieran a los órdenes sagrados. Era el caso de Anselmo. Había tenido que renunciar a sus ambiciones de antaño, pero el espionaje y la seguridad del sumo pontífice eran, naturalmente, una cosa muy seria. Si alguien osaba preguntarle cómo lograba conciliar su fe con el recurso a veces necesario de la violencia, Anselmo era capaz de citar pasajes enteros de san Agustín y de su teoría de la guerra justa... Durante mucho tiempo se planteó las contradicciones inherentes a su actividad, y en ocasiones se había sentido desgarrado. ¡La obra de Dios, la justicia de los hombres! La gente como él era necesaria, aunque añorase de tanto en tanto sus sueños de caminante lombardo.</p> <p>No era la primera vez que acompañaba a Judith en una misión, y siempre que eso sucedía Anselmo se transformaba inmediatamente en su ángel de la guarda. Sin duda alguna, su presencia era imprescindible y de lo más tranquilizadora. No necesitaban hablar para comprenderse.</p> <p>Judith sonrió.</p> <p>—No está obligada a aceptar, Judith —dijo Dino.</p> <p>La joven bajó la mirada y se sacudió un poco el polvo del dobladillo de su falda negra.</p> <p>Luego se volvió hacia el director de las Colecciones.</p> <p>—¿Cuándo nos vamos?</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Al otro lado de las ventanas del pasillo, la bandera de la Ciudad del Vaticano, amarilla y blanca, ondulaba suavemente sobre la basílica, enarbolando la llave de san Pedro adornada con tres coronas. Judith, absorta en sus reflexiones, salía del despacho de Lorenzo intentando recapitular todo lo dicho, con la carpeta de material confidencial bajo el brazo. Anselmo se había quedado con Dino.</p> <p>«La Lanza...hallada en Megido... La chispa del Apocalipsis...»</p> <p>Un barullo repentino en un extremo del pasillo la sobresaltó. Y desde allí, a lo lejos, lo vio acercarse.</p> <p>Había dejado la tiara y el báculo pastoral de plata en la intimidad de sus aposentos. Con el solideo sobre la coronilla, la sotana y la muceta inmaculadas de lana fina, la cruz pectoral de oro, los lustrados mocasines de cuero y el anillo pontifical en la mano derecha, el Papa avanzaba con paso moderado.</p> <p>Tenía la misma energía, la misma nobleza, la misma altura y la misma luz cautivadora en la mirada que antaño. Desde su primer encuentro, siete años atrás, su cabellera, negra como el azabache, se había teñido de mechones cenicientos. Esto no mermaba en nada su porte altivo de pastor de hombres, que Judith le conocía desde la época en que no era «más que» cardenal. Leonardo Spinelli di Rosace, llamado Clemente XVI, avanzaba rodeado de un areópago de eminencias, entre las cuales la joven reconoció a Nabisso y Acquaviva. Judith se encontraba en el centro del pasillo y se detuvo. Al verla, el Santo Padre sonrió, con esa sonrisa radiante cuyo secreto solo él conocía, y aminoró el paso hasta llegar frente a la joven. Era como mínimo dos cabezas más alto que ella.</p> <p>Judith se arrodilló lentamente y besó el anillo del Pescador. Después arqueó las cejas y también esbozó una sonrisa.</p> <p>—Levántese, Judith —dijo Leonardo—. Si he entendido bien, Dino tenía algo que decirle...</p> <p>—Así es, Santísimo Padre. Acabo de salir de su despacho.</p> <p>La complicidad entre el Papa y su protegida no pasaba inadvertida a nadie. Habían coincidido en los funerales de Itzhak Witzberg, viejo amigo de Spinelli y profesor de historia del arte de Judith. Lo habían asesinado. El cardenal Angelico se vio implicado en el asunto y la joven se encontró mezclada, a su pesar, en la tormenta de la sucesión pontificia. Spinelli se volvía a ver a sí mismo siete años atrás, en el atrio de Notre Dame de París, descubriendo a esta joven que se abría camino entre la multitud para intentar hablar con él. Luego en el vestíbulo del aeropuerto de Roissy-Charles de Gaulle, donde él comprendió lo que se estaba tramando, justo antes de regresar a Italia, mientras perfilaba la organización del cónclave. Y por último en el monte Saint Michel, donde se volvieron a encontrar, delante de la bahía inundada de luz. De aquel día recordaba con claridad a Judith contemplando la flecha del Arcángel levantada hacia lo alto.</p> <p>De pronto su frente se ensombreció.</p> <p>—Supongo que Lorenzo le ha dicho que he pensado en usted para un asunto que nos preocupa...</p> <p>—Me marcho mañana. Anselmo me acompaña.</p> <p>—Sí... Estará en buenas manos. Y Dino me mantendrá informado. Buena suerte, Judith. Pero... va todo bien, ¿verdad?</p> <p>Ella vaciló; un mechón rubio voló sobre su frente y se lo recogió detrás de la oreja.</p> <p>—Pues... ¿Y usted?</p> <p>Spinelli recuperó la sonrisa, divertido.</p> <p>—Tengo, cómo decirlo... mucho trabajo.</p> <p>Y tras estas palabras se alejó de nuevo, mientras el rumor de su areópago y el barullo de las conversaciones se reanudaban a su alrededor. Se volvió para dedicarle una última mirada:</p> <p>—Judith... Sea prudente.</p> <p>Volvió a sonreír a la joven antes de llegar a sus aposentos.</p> <p>Judith se quedó allí unos instantes, mirando cómo se alejaba... Finalmente dio media vuelta y reemprendió su camino.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>El resto del día lo dedicó a preparar su viaje con Anselmo y a examinar con cuidado todos los elementos del dossier que Dino le había entregado. Cuando regresó a su apartamento de la via Veneto, estaba febril. Absorta en sus pensamientos, no dejaba de recordar la conversación con el director de las Colecciones.</p> <p>Cogió maquinalmente el correo del buzón, subió al tercer piso y suspiró aliviada al entrar en su casa. Debía relajarse. Dejó las llaves en el sofá, se preparó un té y, mientras lo dejaba reposar, se dio una ducha caliente. Luego, como solía hacer cuando volvía de la Santa Sede, mudó su atuendo vaticano por una camiseta blanca, unos vaqueros y unas zapatillas. Procuró distraerse, pero al no conseguirlo decidió seguir trabajando un poco. Tardó una hora en localizar, entre los sobres que le habían llegado ese día, uno cuyo logotipo le llamó enseguida la atención.</p> <p>Notó que su corazón latía con más fuerza.</p> <p>«Así que esta vez ha llegado...»</p> <p>Pasó media hora más hasta que se atrevió a abrirlo. Había estado dando vueltas a su alrededor, con la garganta seca, vacilante. Cuando por fin se decidió, le temblaban las manos.</p> <p>Cinco minutos más tarde Judith contemplaba su taza de té, con la mirada perdida en el vacío.</p> <p>Y, de repente, la dejó caer. La taza se hizo añicos y el té salpicó todo el fregadero.</p> <p>Apoyó la cabeza entre las manos para dar rienda suelta a sus lágrimas, entre sollozos.</p> <p>«No... ¿Por qué?»</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Esta vez se sirvió una copa de vodka helado, dio una vuelta a la barra de la cocina y volvió a sentarse en su mesa de despacho, en el saloncito, delante de las ventanas. Fuera el sol se sumergía en un nuevo crepúsculo. Judith miró el follaje oscilante de los árboles que flanqueaban la calle.</p> <p>«Cálmate, Judith. Cálmate.»</p> <p>Observó con indiferencia el trajín de vehículos y transeúntes, contempló las ricas fachadas de las villas romanas de alrededor. Sus confusos pensamientos se detenían en los detalles más insignificantes: el color de los postigos, la forma de sus voladizos, la profusión caótica de los tejados. Judith, con el corazón en un puño, se frotó los párpados. El cielo se teñía de colores lentamente, mientras la luz crepuscular invadía poco a poco el recuerdo de los antiguos emperadores, devorados por el olvido de nuevas oscuridades, y matizaba las arcadas del Coliseo, los Neptunos de la Fontana de Trevi y el mármol lejano del mausoleo de Augusto. Se reclinó en su silla. Su ordenador portátil, con el que solía redactar sus informes, estaba apagado. De nuevo la vencieron las lágrimas. Era como si lo hubiera sabido siempre. Pensaba incluso que esa intuición inexplicable, irracional, había pesado siempre sobre su destino, desde su época de estudiante. Era una idea estúpida, por supuesto, pero su confusión era tal, que inevitablemente medía toda su vida con el rasero de sus emociones actuales. Como si ese sentimiento de fatalidad, de drama futuro, nunca hubiese dejado de estar ahí, en alguna parte de su ser.</p> <p>Se levantó. Si ya estaba inquieta ante la perspectiva del viaje inminente, ahora encima esto... ¡Justo ahora, que necesitaba toda su lucidez!</p> <p>—¡Mierda, mierda!</p> <p>«Judith, domínate, haz el favor. Domínate. Siempre habrá soluciones, otras alternativas...»</p> <p>Pero vamos... Entonces, ¿era una casualidad que en otro tiempo acariciase la idea de entrar en la intimidad de una congregación silenciosa? ¿Era una casualidad que, de adolescente, y luego ya siendo una mujercita, tuviese la impresión de no ser de este siglo, sino de permanecer siempre al margen del avance del mundo, como observadora incrédula de un caos progresivo que la asfixiaba? ¿Era una casualidad que, ante sus miedos disimulados, se entregase sin cesar a todo tipo de sublimaciones? El arte, la religión... Encontrar otro camino, una forma de trascendencia... ¡Una esperanza! ¡Esperar, sí! Que tras la neblina de esta tierra existiese otra realidad. Más hermosa, más pacífica. Despojada del caos. «La católica de guardia.» Esa necesidad de sentido suya que ni siquiera sus padres habían entendido. Esa fe que suscitaba con tanta facilidad el recelo de algunos. Y hoy, la herida tan temida. No se había atrevido a hablarles del tema a sus padres, que soñaban aún con otra vida para ella, a pesar del camino que había tomado. Judith se tambaleó, con los ojos en blanco. Muy pálida, se acarició la frente. Sus labios se perdían en murmullos. No se lo había dicho... y no se lo diría, ahora que su temor se confirmaba. Le flaqueaban las fuerzas. Prefería dejarlos en el umbral de su sueño, de su novela rosa.</p> <p>«Nunca tendrás hijos.»</p> <p>Contuvo las lágrimas.</p> <p>Un débil rayo de sol cruzó su rostro con una luz anaranjada.</p> <p>¿Por qué le mandaban una prueba así? ¿Era su propia fe lo que debía replantearse? Necesitaba conservar la lucidez; era solo eso, ¿verdad? Un problema psicológico... Meneó la cabeza. El cristal de la ventana que tenía delante le devolvía su reflejo: vio una farsa, una mueca, un simulacro. ¡Había soñado tanto con su reino celeste, con su Jerusalén de luz! ¡Había creído tanto en la poesía de esos textos, en esas pinturas, en las investigaciones a las que se había dedicado en cuerpo y alma! Y ahora se imaginaba de nuevo afligida, triste y afligida, como ese reflejo confuso, irisado, casi deformado... «Sola.» Se había sentido siempre tan sola... Y aquella noche quizá más que nunca. Aun en el seno de la Iglesia, aun ante la idea de una comunidad de miles y miles de fieles... ¡Todo aquello no le servía ahora de mucho! «¡La maternidad! ¡La maternidad, diantres!»</p> <p>«A fin de cuentas, ¿qué más da? —se dijo a sí misma con una fría ironía—. Tampoco soy capaz de encontrar a un hombre, así que...»</p> <p>Primero empezaron los dolores en el bajo vientre, después en las piernas y en la parte inferior de la espalda. Una ecografía urgente reveló quistes de endometriosis. «Endometriosis.» Término inquietante, desconocido para el lego. Los efectos de esta enfermedad, en cambio, estaban perfectamente claros. La endometriosis era la principal causa de infertilidad. Una laparoscopia con anestesia general confirmó el diagnóstico. El médico le preguntó a Judith si deseaba tener hijos, a lo que ella respondió que sí, naturalmente. Pero ni una primera ni una segunda intervención, que protegerían y mejorarían en teoría su «capacidad de reproducción», como decían tan poéticamente, fueron suficientes. Intentaron combinar estas intervenciones con un tratamiento médico de hormonas o píldoras anticonceptivas; se trataba de bloquear a toda costa la ovulación para aliviar el dolor o curar las lesiones, al menos de forma provisional. Pero estas menopausias artificiales, calculadas, no arreglaban el problema de raíz.</p> <p>Aún quedaba la posibilidad de una reproducción asistida con el esperma de un cónyuge eventual; esa opción solía aumentar en un tercio la posibilidad de embarazo.</p> <p>Pero aunque no estuviera todo perdido, hasta la fecha no se había demostrado que las tasas de fertilidad aumentasen realmente gracias a ese tipo de tratamientos. Así que se conformaron con prescribirle simples analgésicos y antiinflamatorios. Los resultados de los últimos análisis, que acababa de recibir aquella tarde, no eran buenos. Recientemente, su ginecóloga había insinuado incluso la posibilidad de una histerectomía para garantizarle una vida «normal». Una vida en la que renunciaría definitivamente a tener hijos. Entretanto, siempre le quedaba la aspirina...</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Su mirada recorrió una miniatura enmarcada en oro que reposaba sobre su mesa del despacho. Un regalo que Dino le había hecho unos años antes, cuando entró a su servicio. Bebió un trago de vodka. La miniatura era obra de uno de los discípulos de Rafael. En el mercado valdría sin duda varios cientos de miles de euros. Qué ocurrencia. Varios cientos de miles de euros. ¿No era así como esta época medía el valor de todas las cosas? Sonrió con amargura.</p> <p>La miniatura mostraba una representación convencional de María, aureolada de gracia, con el velo cayéndole sobre su ovalado rostro y una expresión de infinita dulzura en los ojos.</p> <p>Estaba inclinada sobre su hijo.</p> <p>«¡María, la siempre Virgen! ¡Ay!»</p> <p>Judith levantó el puño, dispuesta a pulverizar el pequeño cristal que protegía la miniatura. Tuvo que hacer un esfuerzo y recordar el respeto que sentía por las obras de arte para no barrer el icono de la mesa.</p> <p>¡Santurronerías! «¡María, la Inmaculada Concepción, la siempre Virgen!»</p> <p>Y entonces, ¿qué? A ella, a la buena chica, ¿la abandonaba Dios? Pero ¿qué mundo era este?</p> <p>¿Cómo podía dejar Él que pasara algo así?</p> <p>«Dios te salve, María, llena eres de gracia...»</p> <p>Resopló otra vez y se hundió en el sofá.</p> <p>«Nunca tendrás hijos.»</p> <p>Ahora tocaba afrontarlo. Con una mano rozó su vientre.</p> <p>La máscara había caído. La brecha se había abierto de par en par. Se quedó así un buen rato, con la mirada perdida en el vacío. Sus dedos acariciaban con indolencia la copa.</p> <p>«La Lanza del Destino, dices...»</p> <p>Echó una mirada a un sobre colocado junto a los documentos de Lorenzo, encima de la mesa del despacho. Fajos de dinero, tarjetas de crédito y billetes de avión proporcionados por la generosa agencia del Vaticano, <i>Ad Petri Sedem</i>.</p> <p>El kit completo.</p> <p>Su vuelo a El Cairo salía al día siguiente de madrugada.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 3</p> </h3> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Siempre he querido escenificar una paranoia de la interpretación. He meditado sobre la frase de G. K. Chesterton: «Desde que los hombres ya no creen en Dios, no es que ya no crean en nada, es que están dispuestos a creer en todo». Y es que, frente a la gran crisis de las ideologías, la reacción no es un ateísmo duro, sino, al contrario, una fascinación por cualquier misterio: cabalistas, rosacruces, templarios, cismas de las Iglesias. El ocultismo, el esoterismo y demás invaden las librerías desde hace varios años, y las raíces místicas de los terrorismos son evidentes. El ascenso religioso, una búsqueda de lo absoluto, del satanismo, todo esto forma parte de un cóctel delirante...</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Alocución. Citas de U. Eco,</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; text-align: right; font-size: 95%">artículo firmado por J.-P. A., p. 91,</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; text-align: right; font-size: 95%">en <i>Le Point</i> n.º 1693, 24 de febrero de 2005</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="font-weight: bold; text-align: right; text-indent: 0em">El Cairo, mezquita de al-Azhar, bazar Jan al-Jalili,</p> <p style="font-weight: bold; text-align: right; text-indent: 0em">Ciudad de los Muertos, 2006</p> <p style="font-weight: bold; text-align: right; text-indent: 0em">Desierto del Sinaí, 2006</p> <p style="font-weight: bold; text-align: right; text-indent: 0em">Vaticano, 2006</p> <p>Sentada junto a Anselmo en el avión de Alitalia que la llevaba hacia El Cairo, Judith intentaba concentrarse con dificultad. Había colocado una pila de periódicos en la bandeja del asiento delantero. Le dolía la cabeza, tenía ojeras por la agitada noche anterior y se había levantado a las cuatro y media de la mañana para ir al aeropuerto. Anselmo, por su parte, estaba inmerso en la lectura de <i>Chasse et Nature</i>, y parecía apasionarle la caza de la paloma torcaz. En circunstancias normales, aquello habría provocado sin duda la sonrisa de la joven, pues no era frecuente ver en esa tesitura a su precioso ángel de la guarda. Anselmo había mudado su habitual sotana por un atuendo negro, y toqueteaba sin darse cuenta la crucecilla de plata que llevaba prendida en la solapa de su chaqueta De Retis, uno de los sastres preferidos de los <i>porporati</i>, los cardenales. Siempre intuitivo aunque poco locuaz, Anselmo se había percatado enseguida de que Judith no se encontraba muy bien. Le había preguntado si podía ayudarla y ella se había limitado a contestarle con evasivas. Pero conociendo la discreción y reserva naturales de su velador, su solicitud la había con movido.</p> <p>Judith trató de concentrarse para leer la prensa del día. Los servicios del Vaticano utilizaban a veces los diarios, en especial el <i>Osservatore Romano</i>, cómo no, para transmitir mensajes codificados a sus agentes. Judith había asistido durante cuatro años a muchas conferencias en la Minerva, la escuela diplomática más antigua del mundo. Los alumnos de esta noble institución se alojaban en un palacio de la via della Scrofa, propiedad de la Santa Sede y con estatuto extraterritorial, en seminarios romanos o incluso dentro de la Ciudad del Vaticano, en el edificio Santa Marta. La joven se había beneficiado de una larga experiencia, así como de algunos cursillos de formación un poco... especiales. Estos cursillos, dirigidos por jesuitas y cardenales de varias nacionalidades, iban dirigidos sobre todo al personal de la Liga. Enseñaban las <i>black arts</i>, las artes negras, indispensables para cualquier agente de los servicios secretos, aunque tuviera la categoría de «consejero especial», como Judith. Lo había aprendido todo sobre códigos y sistemas de cifrado, parapsicología y criptología, e incluso había asistido a los cursos de fotografía oculta que a veces impartía Anselmo en sus escasas horas muertas.</p> <p>Pero aquella mañana no había nada codificado en la prensa oficial; era lo menos que se podía decir. Como Dino Lorenzo temía, la información se había filtrado. Los diarios se habían hecho eco de las misteriosas muertes de Megido. «Un equipo de arqueólogos y tres militares asesinados en Megido», se leía en el <i>Corriere della Sera</i>. El francés <i>Libération</i> anunciaba un «Baño de sangre en Megido», y el <i>Herald Tribune</i> lo titulaba «Matanza incomprensible en Megido». El único dato —aunque de peso— que habían podido ocultar era el objeto en sí de las excavaciones: la Lanza. Solo se hacía alusión a «investigaciones internacionales de carácter bíblico» o «relativas a los primeros tiempos del cristianismo». Las razones de la carnicería no estaban claras, y con motivo: los servicios del Vaticano, del gobierno judío y de los palestinos habían actuado con eficacia. Pero las especulaciones se disparaban. Aunque las autoridades israelíes habían acordonado el emplazamiento, los periodistas no tardarían en enterarse de más cosas; solo era cuestión de tiempo. Judith estaba cada vez más tensa.</p> <p>Miró hacia la ventanilla y observó durante unos segundos el paso de las nubes bajo el cielo añil. El reflejo del sol dibujaba una estrella de luz sobre el ala del aparato. Seguía haciendo esfuerzos por concentrarse, pero sus pensamientos eran huidizos. Las punzadas en su cabeza no la dejaban en paz.</p> <p>Con un suspiro, dejó la prensa a un lado y hurgó en su bolsa para sacar otra vez la carpeta confidencial del director de las Colecciones.</p> <p>Intentó recapitular los sucesos que se habían producido desde la redacción del primer informe que entregó a Lorenzo. Primero: según la Biblia, la tarde de la Crucifixión un legionario llamado Casio o Longino, futuro san Longino, le había atravesado el costado a Cristo para asegurarse de que estaba muerto. En segundo lugar, Ludwig Kaas y luego Dino Lorenzo habían rescatado los pergaminos del Testamento de Longino de entre los restos de un templario llegado de San Juan de Acre tras la derrota de 1291 contra los musulmanes. Los pergaminos, redactados o dictados originariamente en griego por Longino, habían pasado a manos de los esenios de Qumrán, que los habían completado y mezclado con sus propias profecías apocalípticas, que anunciaban la venida del Mesías y la batalla escatológica final. ¿Cómo habían ido a parar los rollos a la necrópolis de san Pedro? Misterio. En tercer lugar, las traducciones conjuntas de Judith y del padre Fombert de la Escuela Bíblica les habían permitido desenterrar la capilla de Megido, en el supuesto lugar del Apocalipsis. Todo esto no podía ser una mera casualidad... Por último, el equipo de las excavaciones, después de dos o tres semanas de trabajos, encontraba una lanza. Aunque faltaban peritajes complementarios, existían ya sospechas muy fundadas de que era la auténtica.</p> <p>«¡Es increíble! —se dijo Judith pasándose la mano por la frente—. ¡Una locura!» Cabía también la posibilidad de que los pergaminos de Longino fuesen falsos, pero los análisis habían demostrado la coincidencia de fechas y el margen de error era muy escaso. Y además, ¿quién podía tener interés en aquella época en contar semejante historia, aparte del legionario en persona? ¿Había acudido a Qumrán antes de regresar a Italia o a su Capadocia natal? Los extraordinarios descubrimientos de la capilla y de la lanza constituían pruebas por sí mismas, una aseveración rotunda de esa fantástica verdad.</p> <p>«Quizá hayamos encontrado una de las reliquias más fascinantes de la cristiandad», pensó Judith.</p> <p>Después de todo habían descubierto la tumba de san Pedro, las reliquias del evangelista Marcos, trasladadas en el año 828 de Alejandría a Venecia, y la Sábana Santa —cuya autenticidad, no obstante, seguía siendo objeto de un debate interminable—. La Lanza tampoco iba a librarse de los peritajes necesarios y de las controversias esotéricas... eso si conseguían recuperarla, claro, pues apenas la habían encontrado y ya se la habían robado. Según la información de Dino y los israelíes, era evidente que los que habían ejecutado la operación eran profesionales. El examen de los casquillos hallados in situ y los análisis balísticos que había realizado a toda prisa el Mosad demostraron que los disparos procedían de armas modernas, tipo M16 con municiones de 13 mm, calibrador y mira láser; fusiles de precisión de largo alcance como los que utilizaron los francotiradores en la guerra de Bosnia. A Josi lo había matado una pistola, seguramente con silenciador. Parecía que Judith, Enrico Josi y el Vaticano no habían sido los únicos en tomarse las investigaciones en serio. Si ese hombre, Damien Seltzner —al parecer el único superviviente—, estaba implicado, había tenido tiempo de sobra para servir de intermediario a una u otra organización y mantenerla informada del progreso de los trabajos durante el período que duraron las excavaciones. La capilla se había localizado enseguida y se había excavado en dos semanas. El mero hecho de haberla localizado gracias a los pergaminos era suficiente para suponer que la Lanza estaría allí. Los «terroristas» —había que llamarlos de algún modo, a falta de un rostro— tenían que actuar rápido en cuanto se descubrió la Lanza, si no querían que fuera transportada a la Escuela Bíblica de Jerusalén.</p> <p>«Una organización... Pero ¿cuál?»</p> <p>Las reflexiones de Judith dibujaban el cansancio en su frente. Miraba la foto de Damien Seltzner. Unos treinta y cinco años, más bien atractivo, con un mechón castaño en la frente, gafitas redondas, barba de tres días. Su sombrero y la actitud para la ocasión le daban, sin embargo, un aire de Indiana Jones de opereta. Volvió a suspirar. Desde luego, si la lanza era la auténtica Lanza bíblica, poseía un valor incalculable. Pero resultaba igualmente imposible sacarle un beneficio económico. ¿Qué necesidad había de semejante tragedia, a la luz del sol poniente de Megido? ¿Para guardarla bien escondida por ahí, en otra gruta, en otra cueva? ¿En el sótano de un coleccionista privado? Desde luego, existía un mercado internacional de reliquias robadas, como de cualquier obra de arte... pero esta no podría pasar inadvertida, la localizarían enseguida. El riesgo era muy grande. ¿Para qué, entonces?</p> <p>Judith volvió a cerrar la carpeta de Dino. Cogió un bolígrafo y apuntó en una hojita cuadriculada:</p> <p>«Megido → ¿Satanistas? ¿Secta apocalíptica?»</p> <p>Recordó lo que le había dicho el director de las Colecciones sobre el aumento de los correos electrónicos recibidos en el Vaticano. Mensajes proféticos grabados al revés en casetes de audio, en bajas frecuencias, casi imperceptibles, incluso en medio de un <i>Ave María</i>; desde el pirata informático hasta el sujeto sin identificar que había atacado la web oficial y los ordenadores de Su Santidad con un troyano. El Vaticano estaba acostumbrado a los ataques y a los arrebatos delirantes de ciertos iluminados, pero su reciente intensificación preocupaba a Dino, que hacía las veces de portavoz de la curia. El asunto no era para menos. «Los iluminados del satanismo.» En el despacho de Dino, Judith había hecho la asociación automáticamente. Ella misma había estudiado el fenómeno en el marco de los trabajos de documentación e investigación que había realizado en los archivos. No es que fuera uno de sus mejores recuerdos. La Iglesia Psicodélica de Venus, la Sociedad del Culto Negro, la Iglesia de la Fuente Eterna, el Culto Gnóstico de los ofitas de Satán, la Orden Verde, el Hijo del Fuego, la Iglesia de Satán... Eso sin contar los movimientos que habían proliferado rápidamente con la llegada del tercer milenio. Si sus nombres provocaban una sonrisa, el cortejo de crímenes rituales que los acompañaba no era tan divertido. En Estados Unidos, la policía de Pensilvania había fichado en 1946 al menos 10.000 grupos o facciones que se proclamaban satánicos; en 1985 eran 135.000. Y el número había aumentado desde entonces, aunque no facilitaran cifras exactas. Judith había leído ciertos artículos en el <i>Daily News</i> y en <i>Los Angeles Herald Examiner</i> que todavía le helaban la sangre. La horrenda letanía era tal que en 1990 la American Family Foundation publicó una guía práctica dedicada por completo al satanismo, como ayuda a las familias vulnerables a las manipulaciones sectarias.</p> <p>La punta del bolígrafo de Judith danzaba sobre la hoja cuadriculada.</p> <p>Recordaba haber consultado la famosa base de datos del VICAP, el programa para la captura de delincuentes violentos del FBI. Los adeptos a la primera forma de satanismo solían ser producto del underground estadounidense, adolescentes aislados y a menudo drogados, entusiastas de los juegos de rol, de música hard rock y heavy metal. Con una fascinación morbosa por los símbolos malditos, organizaban rituales durante los cuales degollaban gatos y se embadurnaban de sangre. Los dormitorios de estos adeptos daban una imagen bastante precisa del sano ambiente que respiraban: pósters que exaltaban el sexo y el sadismo, cirios, huesos, libros de demonología, cruces gamadas nazis, colgantes grabados con un 666 o un FFF, la sexta letra del alfabeto, <i>piercings</i> en los labios, grafitis con las palabras «Natas» o «Nema» —Satán y Amén al revés—, cintas de vídeo gore o películas <i>snuff</i>, discos de Judas Priest o AC/DC (Anti Christ/Demon Child), etc. Este género de música sincopada y ultraviolenta, llena de incitaciones a la barbarie y al asesinato, tenía a veces la misma clase de mensajes subliminales que los enviados al Vaticano. Mensajes como «¡Hazlo!», que incitaba al suicidio, «El Poder es Satán», o incluso «Mi Dulce Satán... está en mí», aparecían en las grabaciones con bajas frecuencias o ultrasonidos, en la misma línea que la descrita por el director de las Colecciones.</p> <p>«¿En qué clase de sociedad vivimos que produce estos fenómenos?»</p> <p>Aunque, ¿acaso no habían existido en todas las épocas episodios de brujería, pesadillas y visiones de rituales sangrientos? Y además, hacía falta mucho más que un asesino en serie aislado o un adolescente chiflado para hacer temblar la seguridad vaticana y constituir una amenaza tangible organizada. «Aunque en un mundo como el nuestro a veces basta con un loco para desestabilizar la vida de millares, por no decir millones de personas...» Había muchos tipos de individuos adoctrinados, a quienes los terapeutas psiquiátricos rara vez conseguían sacar de sus círculos infernales, así como sectas de adeptos a la brujería como la Fundación Abraxas o la Wicca que, sin preconizar necesariamente crímenes rituales, justificaban su necesidad en nombre de una libertad absoluta, favorable a todos los placeres y todas las orgías sexuales. Estas atrocidades sacaban a relucir una obsesión, y estaba claro que Estados Unidos no era el único país afectado: Brasil, Argentina y Hungría eran grandes ejemplos, y la propia Francia no se quedaba atrás. Diez años atrás, un descargador de muelle de Ruán había matado en nombre de Satán a un secretario, a uno de sus amigos, y luego a un guardia de prisión, tras «hacer sus pinitos» sacrificando animales. Y no hacía tanto que <i>Paris Match</i>, con una fuerte vena patética, había descrito las delirantes ceremonias secretas organizadas de noche en el cementerio de Père-Lachaise. A veces solo un paso separaba la frontera entre lo grotesco y lo serio, y ese paso era muy fácil de dar para los más perturbados.</p> <p>Y sin embargo... Judith hizo una mueca de incredulidad. Por mucho que le inquietase el destino universal, le costaba creer que detrás de la carnicería de Megido se ocultase un grupo satanista cualquiera. El satanismo y el esoterismo estaban lo bastante de moda para servir de tapadera en cualquier ocasión. Y en este caso en particular, la joven era escéptica.</p> <p>Volvió a concentrarse: ¿cuál era el móvil real? Pese a los delirios apocalípticos que afluían en los servidores del Vaticano anunciando el retorno del Anticristo o una invasión de extraterrestres, la frialdad quirúrgica de la operación de Megido no encajaba con la extravagancia frenética de este tipo de grupos. La mayoría contaba con pocos recursos, mucho menos paramilitares, y su radio de acción era muy limitado. Y la matanza, en cambio, se había producido en medio de un equipo de arqueólogos, en pleno centro de Israel, a dos pasos de Nazaret. No habían encontrado ningún símbolo ritual ni ningún signo especial. No obstante, en la cabeza de la joven se agitaba el recuerdo de ese dragón que emergía de las aguas y la Piedad invertida de los mosaicos...</p> <p>Quedaba por ver si la propia Lanza estaba vinculada de algún modo con el ocultismo. Esta posibilidad no había pasado inadvertida a Judith cuando redactó su informe. Según la tradición oculta, la Lanza era un símbolo de poder que bebía sus fuentes de la Biblia, lo mismo que la espada de Excalibur. También estaba vinculada a los caballeros de la Mesa Redonda y a la búsqueda del Santo Grial —<i>sang real</i>, la verdadera sangre de Cristo recogida por José de Arimatea en el cáliz la tarde de la Crucifixión—. Decían que el mismo Hitler, cuya afición al esoterismo no era un secreto para nadie, se había apasionado por su leyenda. Había oído hablar por primera vez de ella en 1913, rodeado de grabados astrológicos y dibujos rituales, en la trastienda de una pequeña librería perdida en las calles encantadas de Viena. En la misma época, el doctor Walter Johannes Stein, futuro consejero de Churchill, realizaba también sus investigaciones sobre el Grial y <i>Parsifal</i>. Trabajaba a partir del texto iniciático que inspiró a Wagner y que, según él, era mucho más que una novela de caballería. Stein, versado en los «secretos ocultos de la leyenda del Grial», encontró en esta librería vienesa el viejo poema de <i>Parsifal</i>; un ejemplar que Hitler había anotado de su puño y letra en la época en que empezaba a elaborar la teoría de sus visiones delirantes sobre la raza aria, el destino del pueblo alemán y la resurrección del pangermanismo. El libro se lo habían dejado en prenda al ocultista, y Stein lo adquirió por error, junto con tres acuarelas de Hitler. Todas representaban el tesoro de Hofburg, donde figuraba la famosa <i>Heilige Lance</i>: la Santa Lanza.</p> <p>Decían que esta Lanza, después de pertenecer a Longino y a José de Arimatea, había servido como talismán de poder a todos los grandes emperadores germánicos, desde Carlomagno a Federico Barbarroja. Poco tiempo después Stein conoció a un tal Von List, escritor político que impulsaba también una logia en cuyo seno se reverenciaban los ideales pangermánicos, y cuyos miembros, ante la esvástica levógira que sustituía a la cruz, perpetraban alegremente ritos luciferinos y perversiones sexuales. Junto con Hitler, Von List llevó a Stein hasta las galerías del célebre Hofburg Museum para ver la presunta Lanza expuesta en una vitrina; la misma lanza que, en opinión de Judith y de otros especialistas, tenía todas las probabilidades de ser una falsificación.</p> <p>Según fuentes dudosas, Hitler sucumbió a la influencia del fabuloso objeto por una especie de transfiguración maléfica: parecía poseído, en ese estado que se le conocería más tarde durante sus discursos apasionados y milenaristas. Se habría apoderado de la <i>Heilige Lance</i> para gozar de sus poderes ocultos y alcanzar así la pureza de la sangre original que se había convertido en su Grial personal. En abril de 1945, soldados del ejército estadounidense a las órdenes de un tal teniente Horn habrían exhumado la Lanza, escondida por Hitler en un panteón de Nuremberg. Esa misma tarde, el Führer se suicidaba en su búnker. ¿Había una relación real entre estos, como mínimo, extraños episodios?</p> <p>Mientras seguía tomando notas, Judith escribió:</p> <p>«Lanza <strong>→</strong> ¿Ilusión de poder oculto?»</p> <p>Suspiró. El reverso maléfico de la tradición de la Lanza estaba marcado por aquella historia, que excitaba la imaginación y daba respaldo ideológico a toda clase de manipulaciones y demonizaciones. Esa posible apropiación de la Biblia en beneficio de lo peor le provocaba náuseas. Al mismo tiempo, ella, que de costumbre era un modelo de racionalidad, no podía negar que la historia de la Lanza la había fascinado, y sabía que su admiración era una trampa peligrosa que la hacía fácilmente influenciable. Pero de ahí a imaginar un vínculo real entre la tradición nazi y el episodio actual... Le parecía poco creíble. Porque, a fin de cuentas, ¿quién era el enemigo? ¿Quién era el verdadero enemigo de los tiempos presentes?</p> <p>«La Lanza todopoderosa... Más delirios sectarios... ¿O?...»</p> <p>Un sentimiento muy desagradable la invadió, y la aprensión se apoderó de ella.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Miró su reloj. No tardarían mucho en llegar.</p> <p>Quizá el Mosad tenía ya más datos. La joven buscó la «ficha de contacto» con el nombre del agente que sería su interlocutor en El Cairo: un tal Harry Milchan —al menos esa era una de sus identidades—. Él le comunicaría a Anselmo el lugar de encuentro, en alguna parte del casco antiguo, en cuanto llegaran a la ciudad y dejaran sus cosas en las habitaciones del hotel de Zamalek, el barrio de las embajadas. Si le echaban el guante a Seltzner y se negaba a hablar con ellos, Milchan se encargaría de entregarlo a las autoridades israelíes y de trasladarlo a Beer Sheva, en Israel, para el interrogatorio. Tal vez Judith y Anselmo también acudieran allí si Dino lo consideraba oportuno y recibían las autorizaciones necesarias, algo bastante complicado. Pero los trámites se gestionaban directamente desde el Vaticano, no tenía por qué preocuparse.</p> <p>Judith cerró los ojos. Las imágenes de los cadáveres de Megido volvieron a turbar su ánimo. Un pensamiento vago, doloroso y muy desagradable le cruzó lamente. Los miembros del equipo estaban muertos... y las excavaciones habían empezado por recomendación suya, de Judith Guillemarche. Su rostro adquirió un aspecto sombrío y el dolor de cabeza se intensificó. De pronto se sentía un poco responsable. ¡Pero nunca habría imaginado que aquella excavación conllevase el menor peligro! ¿A qué venía todo aquello? No entendía nada. Se sobresaltó al oír de pronto la voz nasal del comandante de a bordo por los altavoces.</p> <p>—Señoras y señores, iniciamos nuestro descenso al aeropuerto internacional de El Cairo. Por favor, regresen a sus asientos, plieguen sus bandejas y abróchense los cinturones. La temperatura en tierra es de...</p> <p>Anselmo cerró su <i>Chasse et Nature</i>.</p> <p>Judith se abrochó el cinturón.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Judith pasó por Midan al-Ataba para llegar a al-Azhar, la «mezquita espléndida», de origen fatimí, situada a dos pasos del zoco donde Anselmo y el agente del Mosad se habían citado. Ella estaría en un lugar seguro mientras Anselmo y Milchan se aseguraban de que tenían acorralado a Seltzner. El israelí le seguía los pasos desde que los servicios secretos lo habían localizado en una tienda situada en aquel barrio de El Cairo. Judith, tensa, consultaba su reloj a intervalos regulares, intentando conservar la lucidez. Anselmo le había prometido que utilizaría los servicios de uno de esos niños de la calle que recorrían el zoco para avisarla en cuanto fuera posible. Se verían junto a la mezquita antes de atrapar definitivamente al arqueólogo.</p> <p>La joven respiró hondo y levantó los ojos.</p> <p>«Con tal de que todo vaya según nuestros planes...»</p> <p>Judith se quitó discretamente el crucifijo y se cubrió la rubia melena antes de entrar en la mezquita. Se descalzó para entrar en el patio central, inundado de luz, y deambuló entre los pilares y los arcos persas de los pórticos, disimulando su nerviosismo mientras admiraba el <i>mihrab</i> cubierto de mosaicos. Un minuto después entró en la amplia sala de oración, una nave ancha y profunda cubierta por un sinfín de alfombras rojas y verdes, con ocho hileras de columnas. Pensó que sería muy especial rezar allí una oración silenciosa. Juntó las manos mientras miraba despacio a su alrededor. Los cinco alminares y las trescientas columnas de mármol de al-Azhar eran bellísimos. La mezquita había albergado antaño una escuela para los estudiantes chiíes; la enseñanza religiosa se había ampliado a la filosofía, la química y la astronomía. Después de estar cerrada durante casi un siglo tras la restauración del rito suní por los ayubíes, los mamelucos volvieron a abrirla en el siglo XIII, antes de llegar a ser la más prestigiosa de las universidades musulmanas. Por entonces tenía cerca de veinte mil estudiantes y nueve facultades: lengua árabe, estudios islámicos, derecho y legislación, administración y comercio, agricultura, medicina, pedagogía, un instituto politécnico y una facultad para chicas.</p> <p>Judith respiró hondo. Había llegado a tierra islámica.</p> <p>Permaneció unos minutos en silencio en el centro de la mezquita. Por fortuna, no tuvo que esperar mucho. Cuando al fin sintió que la agarraban con timidez de un brazo, bajó los ojos, interrumpiendo su oración. Un niño de diez años la miraba sonriente.</p> <p>Pronunció su nombre con un marcado acento árabe.</p> <p>—Eh... ¿Judith? ¿Judith?</p> <p>La joven asintió. Sin duda era el «angelito» que Anselmo había prometido enviarle para llevarla hasta la tienda de Jaled Muhamad, donde pensaban acorralar a Seltzner. El crío retrocedió unos pasos e hizo seña a Judith de que lo siguiera. Ella lo obedeció, manteniéndose a poca distancia. Ambos atravesaron el patio central en dirección a la salida. Los fieles estaban acudiendo en ese momento, la hora de la oración era inminente. Judith echó un último vistazo a los cinco alminares de blancura deslumbrante y fue a calzarse de nuevo en la entrada de la mezquita. Su dolor de cabeza había desaparecido.</p> <p>No tardó en reunirse con Anselmo. Junto a él se hallaba Harry Milchan, el agente del Mosad, vestido con camisa blanca, chaqueta y pantalón beige. Judith había leído en el informe de Dino que Milchan trabajaba en El Cairo para los servicios secretos israelíes desde hacía quince años. Pequeño, corpulento, de pelo negro y rizado, no se parecía ni remotamente a James Bond. Intercambiaron una mirada y un apretón de manos. Mientras Judith se enrollaba el fular alrededor de la cara, su guardaespaldas se inclinó sobre ella. Entre ambos se deslizó un rayo de sol en el que bailaron partículas de polvo.</p> <p>—Lo hemos localizado. Está tomando té en una trastienda del Jan —dijo Anselmo—. Vamos a entrar juntos, el local solo tiene una salida. Y por lo que parece, Seltzner no va armado... nosotros sí. Yo entraré contigo, Judith. Harry se quedará vigilando por si acaso fuera. Él tomará el relevo y sabrá cómo convencer a Seltzner para que responda a nuestras preguntas si no lo logramos nosotros. Pero démonos prisa, no vaya a ser que se esfume otra vez.</p> <p>—Bien. Vamos —dijo Judith—. Señor Milchan, gracias por su colaboración.</p> <p>El agente se limitó a asentir con la cabeza sin pronunciar palabra. El «angelito», que seguía ahí, extendió la mano. Judith solo llevaba dos horas en El Cairo, y tardó un poco en caer en la cuenta de que esperaba la inevitable propina. El «angelito» había cumplido dignamente sumisión. Sacó del bolsillo de su vestido un billete de cinco libras y se lo dio como recompensa. Anselmo le hizo una seña al niño para que saliera pitando. Este se echó a reír, dio las gracias a Judith y, haciendo traviesas zalemas, se fue escopetado. Judith, su guardaespaldas y Harry se abrieron camino hacia la calle al-Muizz li Din Allah, el eje principal de Jan al-Jalili, uno de los mercados más célebres de esa increíble ciudad de El Cairo.</p> <p>En sus calles comerciales reinaba siempre una mezcla inverosímil de olores refinados y fétidos. A cada paso se corría el riesgo de empujar a la multitud hormigueante que venía en dirección contraria o se incorporaba desde las callejas contiguas. Los niños corrían descalzos de una tienda a otra. Egipcios con chilaba, con pijama, con traje tradicional o europeo se ocupaban de sus negocios bajo la mirada tranquila de sus congéneres que fumaban en narguile. Las mujeres, con velo o sin él, envueltas en su <i>sebleh</i> de lino negro, caminaban con los brazos a rebosar de bultos, alimentos, sacos de especias, fardos imposibles. Judith había procurado cubrirse la melena rubia para no llamar la atención, pero no pasaba inadvertida. «Un diez por mi discreción, menudo éxito...» Los hombres la llamaban («¡Gacela mía, eh, gacela mía!»), la invitaban a tomar el té en sus tiendas y la miraban sonrientes sin poder despegar los ojos de su bonita cara. La tomaban por una turista como las otras. ¡Ay, la belleza! ¡Lo prohibido! Pero no osaban acercarse a ella y menos aún tocarla. A veces la seguían unos metros antes de que se desvaneciera en el gentío, y la dejaban escapar, como un sueño que pasa... Más prosaicos, los asnos trotaban creando nubes de polvo y recibían de vez en cuando bocinazos intempestivos de una vieja camioneta, que se aventuraba con audacia en medio de aquella efervescencia, haciendo toser su motor. Judith se cruzó con carretas bamboleantes, turistas que regateaban productos en el zoco, adolescentes a la carrera en viejas bicicletas.</p> <p>Abarrotados escaparates exponían valiosas alfombras y telas bordadas. Los artesanos trabajaban la madera, el cobre, el marfil o el nácar; los objetos preciosos se engastaban a la vista de los transeúntes, y en la calle las piezas de marroquinería se desplegaban en un feliz desorden.</p> <p>No habían recorrido aún trescientos metros cuando Harry y Anselmo se detuvieron y señalaron a Judith la entrada de una de las tiendas. En medio del caos del Jan, la tienda de Jaled Muhamad no deslucía. Al entrar resultaba complicado no tropezar con una profusión de narguiles; serpentinas multicolores enroscadas adornaban columnas imposibles de baterías de cocina y pilas de telas de todo tipo —servilletas, juegos de mesa, mantelerías y tapetes orientales junto a bandejas y cestas de mimbre—. El exiguo espacio que se extendía más allá era una auténtica leonera. A la izquierda, en unas estanterías que desafiaban las leyes de la gravedad, se exponían menudencias y frascos de perfume: <i>Secreto del Desierto, Verde Oasis, Fragancia de las Dunas</i> o <i>Esplendor de las Pirámides</i>; todos, según aseguraban, se habían utilizado para embalsamar a Cleopatra y a otras momias de categoría faraónica. Del techo colgaban unas alfombras con motivos trabajados como rosetones de catedral, que era preciso apartar con la mano para aventurarse más al fondo de ese habitáculo de curiosidades. El soplo ardiente de la calle y los miasmas de los vehículos penetraban el local entre polvareda y polvareda. Impecable con su chilaba blanca, cabeza descubierta, tez oscura y espeso bigote, Jaled Aziz Muhamad, hijo de Kamel Aziz Muhamad, nieto de Ajmed Aziz Muhamad, estaba sentado en un puf rojo y dorado, fumando un cigarrillo al lado de una antigua botella de propano decorada con colores chillones. Un pequeño mueble de madera servía de soporte a un televisor antediluviano que crujía de vez en cuando, durante las retransmisiones deportivas. Al ver entrar a Harry y Judith, seguidos de cerca por Anselmo —que contemplaba todo el fárrago con su contención habitual—, Jaled se levantó. Observó a la mujer de pies a cabeza con ojos vivos, pero se ensombreció al ver a Harry Milchan.</p> <p>—¿Sigue aquí? —le preguntó este al comerciante.</p> <p>Jaled asintió con seriedad.</p> <p>—Gracias —añadió Harry.</p> <p>Le deslizó algunos billetes en la mano. Jaled se volvió y separó unas cortinas de tela, que despejaron la entrada de un pasillo estrecho sumido en la oscuridad. Siguiendo la indicación de Anselmo, Judith entró. La frescura repentina del pasillo le pareció una bendición, pero estaba nerviosa. Se pasó la mano por la frente. Milchan se limitó a vigilar la tienda como un centinela, cerca del televisor.</p> <p>Jaled alzó los ojos para mirarlo, pues era dos cabezas más alto que él. Esbozó una sonrisa:</p> <p>—Entonces... ¿todo bien?</p> <p>Milchan asintió en silencio.</p> <p>—¿Té a la menta, hermano?</p> <p>Milchan, incómodo con el arma que disimulaba debajo de su chaqueta, juntó las manos. Ante la nula conversación que le daba su interlocutor, Jaled volvió a sentarse en el puf, agarró su vaso y, mientras se preparaba otro narguile de manzana, observó con aire intrigado al visitante.</p> <p>—<i>Inshallah</i>! —dijo finalmente, levantando el vaso.</p> <p>Harry se limitó a responderle con un gesto de cabeza.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Cuando llegó al fondo del pasillo, Judith entró en un pequeño cuarto oscuro, iluminado por una simple lámpara. Ahí, sentado en un cojín, estaba Damien Seltzner. Su rostro permaneció un instante oculto en la sombra. Judith frunció el ceño y se acercó unos pasos, hasta que pudo ver al arqueólogo a la luz. La primera impresión de la joven fue que sus rasgos eran más marcados y su aspecto más antipático que en la foto que había tenido en las manos. Estaba inclinado ligeramente hacia delante para llevarse una cuchara a la boca. Además del té, a Seltzner le habían servido una comida digna de un rey. Jaled había cumplido bien su trabajo para retenerlo. Tenía enfrente un enorme alcuzcucero y diversos platos dispuestos a su alrededor: habas, guisantes, verduras y carne.</p> <p>Cuando Judith y Anselmo irrumpieron en la habitación, detuvo su gesto y los miró. Un repentino destello de inquietud cruzó su mirada. Su sombrero estaba a poca distancia de él. Un paquete de cigarrillos Cleopatra sobresalía del bolsillo de su camisa beige. Judith vio que colgado al cuello llevaba un pequeño medallón con un símbolo masónico, el ojo encerrado en el triángulo. Apretó los dientes, respiró hondo y avanzó con determinación, saliendo también ella definitivamente de la sombra.</p> <p>—¿Señor Seltzner? —preguntó.</p> <p>El arqueólogo no respondió. Estaba totalmente inmóvil.</p> <p>La joven se limitó a meter una mano en su camisa... y mostrar su pequeño crucifijo de plata a guisa de introducción.</p> <p>—Me llamo Judith Guillemarche. Me encargué de traducir los pergaminos de Akko. El Testamento de Longino. Señor Seltzner...</p> <p>Con tranquilidad fingida, se sentó en un cojín enfrente de Seltzner, mientras que Anselmo, que seguía de pie, se apostaba detrás de ella.</p> <p>—... me ha enviado el Vaticano.</p> <p>Por un momento Seltzner no respondió, sino que se limitó a mirarlos a ambos por encima de sus gafitas redondas, con la cuchara todavía en el aire. Luego la apoyó en el plato e intentó ocultar torpemente el desconcierto que su interrupción le había causado. Trató de no perder la compostura para dar el pego, pero el pánico en sus ojos lo delataba. Eso alentó a Judith. Como había intuido, Seltzner pretendía aparentar un temperamento que no tenía. Anselmo y ella lo tenían acorralado. El arqueólogo, arrinconado tras su alcuzcucero, estaba en una mala posición. Anselmo, que seguía de pie detrás de Judith, no se movía.</p> <p>—Vaya, vaya —dijo con una falsa sonrisa—. El Vaticano ya no es lo que era... Su reclutamiento ha cambiado. A menos que sea usted monja... ¿Es eso lo que me envían?</p> <p>Judith ni siquiera pestañeó mientras él escrutaba con descaro las graciosas formas de su cuerpo con un interés muy masculino, mezclado a todas luces con un vivo desprecio por el cometido de la joven.</p> <p>«Muy bien —se dijo ella—. Así que esas tenemos.»</p> <p>De pronto volvió el dolor de cabeza, pero habló con voz firme y pausada. Ese Seltzner no sabía con quién se jugaba los cuartos.</p> <p>—Señor Seltzner, guárdese la ironía para usted, no soy la madre Teresa y no puedo perder el tiempo con los traperos de su especie. Queremos saber qué pasó exactamente en Megido. Qué ha hecho con la Lanza. Por qué la ha robado...</p> <p>Se inclinó. Se le estaba desatando el fular.</p> <p>—... y a quién se la ha dado.</p> <p>Se volvió mirando hacia las cortinas que había atravesado unos instantes antes.</p> <p>—Es ingenuo pensar que saldrá de aquí por obra del Espíritu Santo. En estos momentos nos acompaña un agente de los servicios israelíes. El Vaticano ha informado asimismo a las autoridades egipcias de su presencia en el país y de que está vinculado a la matanza de Megido. La partida ha terminado, señor Seltzner. Y créame, usted no ha quedado en muy buena situación. Le conviene más responderme a mí que enfrentarse a lo que le espera fuera.</p> <p>Judith se aclaró la garganta. Su propio discurso le había parecido convincente, y en apariencia el golpe había surtido efecto. Seltzner apretó los dientes. Su mano se agitaba nerviosamente. Sus labios se torcieron en un rictus amargo.</p> <p>—¿Me está amenazando?</p> <p>—Podríamos llamarlo así. Señor Seltzner..., usted es un aficionado. Creo que no es del todo consciente de la situación. ¿Cómo se ha dejado enredar en esto? ¿Quiso jugar a hacerse el aventurero?</p> <p>Se miraron de arriba abajo. Seltzner, cada vez más inquieto, se enjugó la frente. Miró de nuevo a Judith, y luego a Anselmo, que se había metido la mano dentro de la chaqueta del traje. Impasible, parecía un pastor presbiteriano y desprendía ese aire engañoso de comulgante recatado que sabía poner en cualquier circunstancia. El arqueólogo empezaba a sudar. Buscó un Cleopatra en su camisa y lo encendió con gestos torpes.</p> <p>—Yo creo que es usted la que no es consciente de la situación. Yo no soy responsable, ¿entiende? ¡Yo no fui quien se los cargó! ¡Por el amor de Dios, soy arqueólogo! ¡No tengo nada que ver con esta historia! ¡Me tendieron una trampa!</p> <p>—Una trampa es decir poco.</p> <p>Él se inclinó a su vez.</p> <p>—No debía haber ocurrido así. Todo lo que yo tenía que hacer era transmitir información. Me amenazaron, ¿entiende? ¡Me amenazaron de muerte, por todos los santos! ¡Me chantajeaban! ¡No tuve elección! En cuanto supieron lo que habíamos encontrado... vinieron. Yo... Yo estaba ahí, fuera, y...</p> <p>Se levantó las gafas y se pasó la mano por la cara; sus dedos dejaron huellas blancas en sus congestionadas facciones. Tenía ojeras y los ojos inyectados en sangre. No debía de haber dormido mucho desde el inicio de su fuga relámpago, que lo había llevado de Megido al zoco de El Cairo. Hablaba cada vez más acelerado.</p> <p>—Todo ocurrió muy deprisa. Los tres militares cayeron uno tras otro, como moscas... ¡No se sabía ni desde dónde disparaban! Fue horrible. Los abatieron sin que se oyera ni un solo disparo... Para cuando me di cuenta, cuatro hombres estaban bañados en sangre... A mi alrededor se había formado una polvareda... ¡Estaban disparando contra mí desde cubierto! Me colé en el perímetro de las excavaciones, bajo tierra. Se cargaron a Ungaro un instante después... Los tenía casi encima... Me quedé atrapado en un agujero, ¡como una rata! Ellos se quedaron allí un momento... como fieras al acecho, se lo aseguro... Y luego desaparecieron. Yo huí, ¡me fui de Megido en plena noche! Josi seguía en la capilla, lo pillaron a la salida... ¡Eso, eso fue lo que pasó! No les di nada, ¿comprende? ¡Quisieron liquidarme a mí también, como a los demás! Pero cometieron un error... ¡no me encontraron!</p> <p>—¿Quiénes son «ellos»?</p> <p>Seltzner miró a todas partes, su mechón castaño se agitaba sobre su frente. La máscara del arqueólogo se había resquebrajado muy deprisa. Había algo patético en todo aquello. Seltzner echó una mirada de reojo el sombrero blando que seguía teniendo a su lado; se notaba que estaba a punto de llorar. Se quitó las gafas para limpiar de modo compulsivo los cristales con un pañuelo que se sacó del bolsillo.</p> <p>—Señor Seltzner, ¿quiénes son ellos?</p> <p>Damien notó que se le hacía un nudo enorme en la garganta. Sacudió la cabeza, ensimismado, apretando los dientes. Se encogió de hombros y de repente fijó su mirada en la de la joven.</p> <p>—Ha visto los mosaicos en las paredes, dentro de la capilla, ¿verdad? Ungaro y Josi le enviaron las fotos... ¿Las ha visto? Los legionarios del Gólgota... Al menos eso es lo que pensaba Josi... Y el dragón coronado de estrellas que sale del océano, el demonio que representa una Piedad invertida... ¿Sabe de qué se trata? La capilla estaba emplazada en la parte de la ciudad de Megido que data de 400 a. C., pero se construyó después, justo a principios de la era cristiana, quizá por iniciativa del propio Longino... Esos símbolos no están ahí por casualidad. Para sus autores indicaban el futuro... La venida del Mesías, señorita Guillemarche. A menos que se trate del advenimiento del Anticristo o del falso profeta que se haría pasar por él... Como si la visión escatológica de los esenios se mezclase de pronto con el terror del Armagedón...</p> <p>De repente, levantando un dedo en actitud doctoral, empezó a recitar con un énfasis ensayado:</p> <p>—«Y se vio en el cielo un gran signo, una mujer revestida de sol, con la luna bajo sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas; y estaba preñada, y clamaba con dolores de parto y sufriendo para dar a luz. Y se vio otro signo en el cielo, y era un gran dragón de fuego, con siete cabezas y diez cuernos, y en las cabezas siete coronas, y su cola barría la tercera parte de las estrellas del cielo, echándolas por tierra. Y el dragón se paró ante la mujer que quería parir, para comerse a su hijo cuando lo pariera. Y ella parió un hijo, varón, que iba a pastorear a todas las razas con cetro de hierro...»</p> <p>Seltzner soltó una risa descontrolada, como una especie de hipo ahogado, y prosiguió:</p> <p>—Algunos le dirán que se trata de la Lanza, señorita, la Lanza del Destino... «Y el hijo fue elevado ante Dios y ante su trono. Y la mujer huyó al desierto, donde tenía un sitio preparado por Dios, para que allí la alimentaran mil doscientos sesenta días.» ¿No le recuerda nada, señorita Guillemarche?</p> <p>Judith frunció el ceño, preguntándose a dónde quería ir a parar Seltzner.</p> <p>—Por supuesto. Son los versículos del Apocalipsis de Juan. Justo antes del combate de Miguel y los ángeles contra el dragón...</p> <p>El arqueólogo se inclinó más. El sudor brillaba en su nariz y en la comisura de sus labios.</p> <p>—¿Y si le dijera que los mosaicos tienen razón, señorita Guillemarche? ¿Que esas imágenes son la representación de lo que está en marcha? El Apocalipsis, el fin del mundo, de una raza... ¿Sabe usted qué representaba la Lanza del Destino en la tradición? —La sonrisa había desaparecido de su rostro—. El poder supremo, el arma de la aniquilación, el fin del mundo. Se creía que quien poseyera la Lanza podría dominar el mundo... A día de hoy suena ridículo, ¿verdad? ¡En una época como la nuestra, que solo cree en el materialismo tangible y en las certezas científicas! Pero, aunque no lo parezca, le estoy hablando de algo que no tiene nada que ver con especulaciones esotéricas, señorita Guillemarche... Puede arrumbar los delirios satanistas, pero no los conjuros de nuestro tiempo... ¿Alguna vez se le ha pasado por la cabeza que el Apocalipsis podía ser... metafórico? De eso es de lo que hablan los mosaicos. Una metáfora del fin del mundo, o más bien, el fin del mundo tal y como lo conocemos. Esas imágenes aluden a la idea de que el hombre sería capaz de inventar algo que lo destruiría así mismo, como la bomba atómica... O una bomba atómica interior... Dios mío, sí, he comprendido lo que querían decir. Lo he comprendido, pero demasiado tarde...</p> <p>—Señor Seltzner, no entiendo nada de lo que dice.</p> <p>—¡Escúcheme! —interrumpió Seltzner—. Corre usted peligro. ¿Me entiende? Corre peligro de muerte, y yo también. ¡Pueden encontrarnos de un momento a otro!...</p> <p>Judith se volvió un segundo para mirar a Anselmo; luego le insistió al arqueólogo:</p> <p>—Por última vez, ¿de quién está hablando, señor Seltzner?</p> <p>Él terminó por fin de limpiarse las gafas, se las colocó de nuevo sobre el puente de la nariz y se quedó mirando a Judith.</p> <p>Sus labios parecían dudar...</p> <p>—Quiero un abogado ahora mismo. ¿Entiende? ¡Quiero un puto abogado!</p> <p>Hizo ademán de levantarse.</p> <p>—Señor Seltzner... Le aconsejo que se siente otra vez.</p> <p>—Conozco mis derechos, y no por estar en Egipto...</p> <p>—¡No tenemos tiempo para estas chiquilladas!</p> <p>—He dicho que quiero un abogado. Pierde usted su tiempo, no diré ni una sola palabra más. ¡Primero quiero que garanticen mi seguridad!</p> <p>Judith se golpeó los muslos, hastiada, antes de incorporarse, y le lanzó otra mirada a Anselmo.</p> <p>—¡Bien! Señor Seltzner... si se niega a decirnos todo lo que sabe ahora, esto es exactamente lo que va a pasar: el gobierno israelí quiere echarle la mano encima y, como le decía, un agente del Mosad está aquí con nosotros. Así que puede considerarse detenido. Esta tarde le llevarán en avión a Israel, a Beer Sheva, donde le interrogarán los servicios israelíes. Le acompañaremos, si el Vaticano y el Estado israelí nos dan permiso.</p> <p>Respiró hondo antes de proseguir.</p> <p>—No ponga las cosas más difíciles de lo que ya son, señor Seltzner. Sí, en Beer Sheva estará seguro. Pero yo no podré protegerlo de los interrogatorios... ¿Me sigue?</p> <p>Seltzner pareció dudar unos minutos.</p> <p>—Allí siempre estaré mejor que aquí.</p> <p>Anselmo asintió.</p> <p>—Bien. Entonces permítanos...</p> <p>No tuvo tiempo de terminar su frase. Seltzner se abalanzó hacia la salida.</p> <p>«Pero ¿qué mosca le ha picado?...», se preguntó Judith.</p> <p>Se había levantado de repente, cuando nadie se lo esperaba. Al moverse hizo saltar por los aires el alcuzcucero, los platos de habas y los guisantes se volcaron, y los granos de cuscús salpicaron hasta el techo. Con su arrebato, el arqueólogo empujó a Judith, que casi se cae y se estampa contra la pared de la habitación. Seltzner esperaba coger desprevenido también a Anselmo, que le bloqueaba el paso hacia la única salida de la habitación. Pero los reflejos del guardaespaldas no habían perdido rapidez. Tras la sorpresa inicial, reaccionó de inmediato. Seltzner se abalanzó contra él con todas sus fuerzas, pero Anselmo se acopló a su movimiento y lo obligó a pivotar sobre sí mismo y a arrodillarse, inmovilizándolo con una llave en el brazo. Seltzner hizo una mueca de dolor.</p> <p>Todo había transcurrido en apenas cinco segundos.</p> <p>—Basta, señor Seltzner —dijo el ángel de la guarda—. Va usted a quedarse con nosotros, creo que será mejor para todos.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Anselmo y Judith salieron escoltando al arqueólogo y saludaron a Jaled, que no había soltado su narguile mientras Milchan los esperaba fuera, en la puerta de la tienda.</p> <p>El agente del Mosad observó un instante al arqueólogo.</p> <p>—El señor Seltzner ha aceptado seguirnos por las buenas... Sentimos las molestias, señor Muhamad. Será recompensado como es debido. Harry, volvemos al aeropuerto para entregar al señor Seltzner a las autoridades de su país. A partir de ahora está bajo su responsabilidad. Anselmo avisará al Vaticano para asegurarse de que todo está en orden con el gobierno egipcio. Iremos con usted, tal como convinimos, para continuar los interrogatorios en Beer Sheva. Le he dicho que debe considerarse detenido, señor Seltzner. Su futuro dependerá de la información que facilite.</p> <p>Harry asintió en silencio; luego cogió de su cinturón un par de esposas hasta entonces disimuladas debajo de la camisa.</p> <p>—Esperen... ¿qué es eso? —preguntó Seltzner señalando las esposas.</p> <p>«Bueno, al final no ha sido tan difícil —se dijo Judith—. Todo ha ido según lo...»</p> <p>No vieron de dónde había salido el disparo, pero del pecho de Milchan brotó de repente un chorro de sangre, como si hubiese estallado por dentro.</p> <p>Los ojos de Judith se abrieron de par en par, horrorizados. Apenas había tenido tiempo de distinguir un punto rojo que se agitaba en el torso de Harry; para cuando su mente pudo asimilar aquella imagen, ya era demasiado tarde. Milchan había caído boca arriba. Las esposas fueron a parar al suelo. Judith se volvió mientras en el rostro de Anselmo se dibujaba su desconcierto. Seltzner no pudo contener un grito de pánico. Miró a Harry tirado en el suelo, luego a Judith y empujó bruscamente a Anselmo para zambullirse entre la multitud del zoco. ¡Se escapaba! El guardaespaldas dudó un momento entre quedarse con Judith o seguir detrás de él.</p> <p>Una jauría de gritos se había alzado por todas partes. Judith se arrodilló junto a un Milchan agonizante. Al inclinarse, su fular se desató por completo, liberando sus cabellos. Levantó la cara hacia Anselmo.</p> <p>—¡Corra! ¡Yo me ocupo de él!</p> <p>El italiano asintió y se precipitó a su vez hacia las profundidades del zoco, mientras Judith, con mocionada, ponía dos dedos sobre la yugular del agente del Mosad.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>La Ciudad de los Muertos.</p> <p>Ahí literalmente era donde se había arrojado Damien Seltzner, tras salir con dificultad de la maraña de callejas del Jan y atravesar como un loco la vía de circunvalación de Salah Salem con su gran atasco.</p> <p>Aún seguía corriendo.</p> <p>Bajo un cielo que disipaba las sombras, en medio de los muertos y de los vivos que compartían ese cementerio gigantesco e insólito, el arqueólogo corría. En aquel lugar residían cerca de dos millones de personas, entre las tumbas de las familias mamelucas y otomanas más antiguas. La Ciudad de los Muertos, con sus miles de mausoleos diseminados. En pleno centro de El Cairo, en el seno decadente y polvoriento de ese limbo donde perduraba el recuerdo de los antiguos ritos funerarios, Seltzner huía, mientras a lo lejos resonaban las voces de los muecines que llamaban a la oración. Parecía que quería desaparecer entre los muros ocres devorados por el polvo y las piedras que tanto había frecuentado, engullido por esa materia primigenia en la que había intentado descifrar tantas veces el rostro de los antiguos nobles de Egipto, momias embalsamadas de misterio. Tumbas y más tumbas, muertos y vivos: los cementerios de El Cairo se extendían hasta el infinito. Basatin, al-Darasa, Saida Nafisa, Saida Aisha, Bab el-Nasr... Ahogado en medio de la necrópolis, aquella ciudad dentro otra ciudad, el arqueólogo apartaba con la mano la ropa colgada entre dos puertas, zigzagueaba entre las colonias de niños congregados espontáneamente entre epitafios y basura. Rodeo a la izquierda, rodeo a la derecha; corría entre las manzanas de sepulturas, entre esos limbos divididos por callejas tortuosas y atestadas. Aquí saltaba por encima de un perro indolente, apenas saciado de inmundicias; allá tropezaba con las asas de una carretilla, ante las protestas de un vendedor de higos. Un rayo de luz caía sobre el alminar de Qaitbay y el recinto del sabil —la fuente para las abluciones— con ventanas de celosía. De lejos, acompañado por las capas grises de la contaminación vespertina, llegaba el estruendo de los cláxones impacientes y el barullo de las cafeterías; sus vibraciones recorrían el cableado eléctrico de la ciudad, dispuesto sobre ella como una lluvia negra que zangoloteaba como una maraña de lianas entre la anárquica selva de antenas y parabólicas.</p> <p>Anselmo, ex guardaespaldas pontificio, extraviado entre estos herederos del Alto Egipto o de la región de Suez, corría también ante los ojos de esa población variopinta, a la vez recelosa y sorprendida por aquella brutal intromisión. Un viejo vio pasar al extranjero. Llevaba un turbante azul enrollado en la cabeza, y tenía los ojos apagados, cansados; la frente llena de profundos surcos como barrancos, la piel apergaminada. Sus nudosas manos, arrugadas en arabescos similares a los que la resaca del mar deja sobre las conchas a lo largo del tiempo, descansaban rígidas sobre un bastón. Ese hombre, que parecía debatirse entre la vida y la muerte, suspendido entre dos mundos a imagen de la necrópolis, era un <i>turabi</i>. Un enterrador que desde hacía trece años se ocupaba del mantenimiento de su zona del cementerio. El <i>mu’alem</i>, el patrón del sector, responsable de los vivos, agente inmobiliario y guardia de aquellas casas-tumbas, venía a cobrar un alquiler en la zona. Cuando vio pasar al arqueólogo y luego a su perseguidor, lanzó en su lengua una sorda profecía.</p> <p>Anselmo brincaba hacia el este, jadeante, con la sangre golpeándole las sienes. De repente, dos chiquillos inocentes se lanzaron tras él, saliendo de un panteón coronado por un techo improvisado que sostenían unas enormes lápidas sepulcrales. Los niños parecían brotar de las cámaras funerarias como diablillos. A veces, por unos céntimos al mes, los habitantes de los barrios limítrofes aceptaban colocar un empalme en su contador eléctrico; de este modo iluminaban de noche la necrópolis, que centelleaba con halos esparcidos como luciérnagas.</p> <p>Seltzner se detuvo un momento, empapado en sudor, con la camisa abierta sobre su pecho reluciente. El medallón que llevaba en el cuello emitió un breve destello. Se hallaba ante la entrada desfigurada de un mausoleo rodeado de ropa tendida, cuyo marco dibujaba un decorado expresionista de gabinete fantasma. Dudaba entre dos posibles caminos. Se disponía a seguir cuando, de repente, algo lo detuvo en pleno impulso.</p> <p>Un chorro de sangre brotó de su clavícula, luego de su abdomen.</p> <p>Cayó hacia atrás.</p> <p>«¡Oh, no, por el amor de Dios, no!»</p> <p>No había oído nada. Vio cómo sus pies se agitaban entre espasmos. Sus manos se pusieron rígidas.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Anselmo llegó demasiado tarde. Miró a su alrededor, como en el Jan, para intentar identificar la procedencia de ese disparo llegado de ninguna parte. Pronto empezó a formarse otra aglomeración alrededor de ellos. Unos chiquillos gritaban, creando una algarabía que Anselmo ya no oía. El italiano se arrodilló y levantó la cabeza del arqueólogo. Este lo miró con los ojos vidriosos. De su hombro y de sus entrañas emanaba una sangre pegajosa. Sus labios se agitaron con un temblor.</p> <p>¡Intentaba decir algo!</p> <p>—¡Qué! —exclamó Anselmo—. ¿Qué quiere decir? Seltzner... ¿Quién le ha hecho esto?</p> <p>Damien tuvo un espasmo, y otro raudal de sangre brotó de su boca. La nuez de su garganta oscilaba. Acercó una mano temblorosa al hombro de Anselmo y lo apretó con la fuerza del condenado. En un esfuerzo desesperado intentó enderezar un poco más la cabeza; Anselmo acompañó su movimiento, pegando la oreja a los labios del moribundo.</p> <p>Entonces, en un último suspiro, Seltzner murmuró:</p> <p>—¡Axus Mundi!... La Nueva María...</p> <p>—¿Cómo? ¿Qué dice?</p> <p>—Axus Mundi... Encuéntrelos...</p> <p>Después su brazo cayó lentamente junto a su cuerpo.</p> <p>Anselmo lo registró apresuradamente. Encontró su pasaporte y algunas tarjetas de crédito, que se guardó, pero dejó allí los fajos de billetes. Y entonces... El guardaespaldas miró con atención el objeto que sujetaba en ese momento entre los dedos. «Un <i>pen</i>... —se dijo—. ¡Un <i>pendrive</i>!» Ceñudo, se metió de inmediato el <i>pen</i> en uno de los bolsillos del traje. Se irguió desorientado, girando sobre sí mismo, con la frente surcada de regueros mugrientos y el rostro desencajado. Se enjugó la cara con el revés de la manga. El sol le quemaba la piel. Oía su propia respiración entrecortada; sus pulmones aún intentaban recobrarse de la larga carrera.</p> <p>«Axus Mundi —se repetía. Notaba violentas punzadas en la cabeza—. Axus Mundi... La Nueva María...»</p> <p>En torno al cadáver se había formado un corro heterogéneo de adultos y niños.</p> <p>Debía volver junto a Judith.</p> <p>Un velo de oscuridad y de polvo cayó sobre la Ciudad de los Muertos. El alma de Damien Seltzner se disponía a alcanzar la otra orilla.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Pegado a sus prismáticos, Frank Duncan, con traje de faena, escrutaba el horizonte y daba caladas a su cigarrillo. Estaba de pie junto a la verja de entrada al Centro, y se sentía a disgusto. Tenía mucho calor, y además desde el atracón de <i>hummus</i> de la noche anterior su estómago no había dejado de molestarle. La comida egipcia no le sentaba nada bien. Tiró la colilla del cigarro con la punta de los dedos y siguió haciendo una introspección detallada de sus recientes problemas gástricos. Ante él, el camino polvoriento se prolongaba trescientos metros más antes de perderse entre las cimas rocosas. Al otro lado estaba Yebel Musa, el monte Moisés: según la tradición, fue en ese monte cuya cumbre vibraba aquella mañana envuelta en una nube de calor, donde el profeta recibió de Dios las Tablas de la Ley. Lo llamaban también la Santa Cima, pues allí estaba el auténtico Sinaí de las Escrituras.</p> <p>Al llegar, Frank había subido los casi tres mil escalones que permitían acceder a su cumbre. Desde allí arriba el panorama era inolvidable: se veía toda la península del Sinaí hasta el golfo de Aqaba y, al suroeste, el Yebel Catalina. En la estrecha plataforma que coronaba el monte habían construido inicialmente una capilla, pero el emperador Justiniano la derruyó para levantar en su lugar una gran iglesia, de la que solo quedaban ruinas. Junto a ella estaban los vestigios de una pequeña mezquita; bajo sus cimientos se hallaba la cueva que, según decían, había servido de refugio a Moisés. Allí tuvieron lugar la teofanía y la Alianza. «Dios pronunció las siguientes palabras: “Yo soy el Señor, tu Dios, que te hice salir de Egipto, de la esclavitud. No tendrás otros dioses rivales míos... No te harás ídolos...”.»</p> <p>Frank entornaba los ojos, cegado por la luz del sol; se enjugaba la frente de vez en cuando. De repente profirió un juramento.</p> <p>—Pero bueno, qué coño hacen... Mierda...</p> <p>Se volvió hacia los edificios situados a su espalda. Detrás de la verja había un amplio aparcamiento, que ocupaban tres camiones blancos y dos coches, estacionados delante de los edificios del Centro.</p> <p>El complejo estaba rodeado por una alambrada de espino que le daba aspecto de campo de concentración.</p> <p>Garantizar la seguridad de aquel lugar, pensaba Frank, era en verdad una proeza. Los edificios que se perfilaban detrás de la alambrada, construidos diez años antes por el gobierno egipcio según el estilo local, eran bloques de hormigón aparentemente encalados, colocados como cubos en el fondo de ese valle estrecho, rodeado por los precipicios rocosos del Sinaí. Las tres secciones del Centro, como lo llamaban pomposamente, solo tenían dos o tres plantas cada una. Algunas se habían quedado a medio construir pues, tras un impulso inicial fruto del entusiasmo del Numerobis de turno, los obreros habían dejado de trabajar sin retirar los encofrados, las varillas de hierro y las piedras de los techos.</p> <p>Durante un tiempo hubo allí una delegación del Ministerio de Defensa egipcio, hasta que le retiraron los permisos. Los edificios quedaron entonces abandonados durante casi cinco años, a semejanza de esos complejos hoteleros sin terminar en medio de la nada y totalmente vacíos que uno se cruza por la carretera entre El Cairo y el Sinaí, una ruta de varios centenares de kilómetros en línea recta, jalonados por algunos puestos de control que corrían a cargo de grupos de soldados cuya intensa productividad desafiaba las imaginaciones más fértiles. En la alambrada del Centro figuraba la pancarta NO TRESPASSING, «No pasar», así como la falsa advertencia de que la valla estaba electrificada.</p> <p>El laboratorio había aprovechado el aislado emplazamiento del lugar para realizar allí sus investigaciones, bajo la sombra tutelar de Moisés, que vigilaba desde su montaña, y a la vez lo suficientemente apartado del famoso monasterio de Santa Catalina, por donde desfilaban casi a diario los autocares de turistas. El Estado egipcio estaba encantado de ceder un espacio a investigadores occidentales que ocupasen los edificios. Allí se vivía en autarquía. Las apenas treinta personas presentes se alojaban en otro bloque de hormigón que lindaba con las secciones. Detrás se adivinaban los almacenes: dos cobertizos de chapa gris y polvorienta. En realidad, buena parte de los equipos se hallaba en el sótano. El laboratorio había aprovechado algunas instalaciones previas —como las esclusas que solo se abrían una de cada dos veces, según funcionasen o no las fichas de identificación y las bandas magnéticas—, pero la tecnología punta venía directamente de Alemania, Francia y Suiza. La austeridad exterior del lugar contrastaba con las ultra modernas instalaciones, invisibles a las miradas. Apostados en las cuatro esquinas del muro enrejado, los restos de unas torres de vigilancia con centinelas completaban el perfil de la fisonomía del Centro.</p> <p>Frank profirió otro juramento y agarró de nuevo los prismáticos.</p> <p>—Bueno, ¿piensan llegar antes de Navidad o...?</p> <p>Y de repente aparecieron.</p> <p>«Ah, ¡por fin!»</p> <p>En el círculo de sus prismáticos, Duncan vio perfilarse un camión con cubierta de lona, flanqueado por otros dos, que rugían al unísono entre las ondas de calor que emanaban de la tierra. En el recodo de la pista se les unieron cuatro vehículos más: dos todoterrenos delante, dos detrás. Ahora el convoy avanzaba zigzagueando entre las montañas del Sinaí, levantando nubes de polvo.</p> <p>Transportaban la Lanza del Destino.</p> <p>Duncan dejó caer los prismáticos sobre su torso. Se secó las manos húmedas en el traje; en su cara se dibujó una sonrisa torcida.</p> <p>Hizo seña al guardia que, en su garita, delante de las rejas, se terminaba un café. Luego agarró el walkie-talkie de su cinturón para avisar al Centro de que el camión había llegado.</p> <p>El convoy había viajado toda la noche y parte del día. Cuando llegó ante las rejas del complejo, Duncan saludó al conductor del primer vehículo y a su acompañante, y pidió que abrieran la lona. Tras verificar su contenido y la identidad de los hombres sentados en su interior, cogió otra vez el walkie-talkie mientras le indicaba al guardia que todo estaba en orden. Las puertas se abrieron con un chirrido; el camión zumbó y se dirigió dócilmente a su sitio en uno de los cobertizos del fondo. Los otros dos lo imitaron, pronto flanqueados de nuevo por los todoterrenos. Se detuvieron con un rechinar de frenos. De la parte trasera del furgón que transportaba la <i>Heilige Lance</i> se apearon unos hombres, seguidos del conductor y su pasajero. El profesor Park Li-Wonk, en bata blanca, saludó a Duncan, que se acercaba hacia ellos. Otras dos personas, también ataviadas en blanco, salían en aquel momento de uno de los edificios vecinos y caminaban con presteza hacia el grupo.</p> <p>—Está aquí. —Park Li-Wonk le estrechó la mano al profesor italiano Ferreri—. Ya se han sacado las muestras, y han empezado a analizarlas enseguida.</p> <p>Examinaron el contenido del vehículo. La Lanza del Destino seguía en la caja estanca donde la habían depositado tras la operación de Megido. A su alrededor, sin dejar casi sitio a los miembros del equipo que viajaban en la parte trasera, habían apilado numerosas cajas refrigerantes.</p> <p>Empujaron la caja sobre unos rieles deslizantes hasta una carretilla. Dos personas en traje de faena la ataron con correas y la empujaron ruidosamente hacia el edificio principal, que daba al aparcamiento. Algunos soldados armados flanqueaban la Lanza. Una sorda excitación se había apoderado de todo el personal, que se apartaba respetuosamente para cederles paso. Las puertas se abrieron ante la pequeña expedición. Los profesores Park Li-Wonk, Ferreri e Yzamata cerraban la marcha; los faldones de sus batas se agitaron un instante con el soplo ligero producido por la despresurización de la esclusa. Atravesaron el ruidoso vestíbulo en dirección a los sótanos. Aquella vez las bandas magnéticas decidieron funcionar a la primera, y la comitiva subió a un amplio montacargas gris y rectangular. Cabían unas quince personas, además del material. El ascensor descendió una docena de metros con un estrépito metálico espantoso. Al llegar abajo el grupo accedió a la primera sala de investigaciones, bautizada como la Mayor. Allí era donde había empezado todo, cuando se instaló el núcleo duro del equipo inicial.</p> <p>A su llegada, varias personas se pusieron en pie como en una parada militar; una curiosa guardia de honor formó dos filas al paso de la Lanza. Un observador situado en la carretilla habría apreciado, desde su posición central, el extraño techo, en parte excavado en la roca misma del Sinaí. Estaba sostenido por traviesas de acero tachonadas y dispuestas como arcadas, que le conferían al lugar el aspecto de una nave subterránea, como si se tratara del templo secreto de una nueva Jerusalén o del plano gótico de una catedral invertida. La luz que las bombillas y los focos proyectaban sobre la piedra hacía las veces de vidrieras y rosetones, y los aparatos eléctricos simulaban un bosque de columnas rebosantes de manojos de conexiones eléctricas. En el coro de aquella nave llena de recuerdos geológicos del desierto, en vez de bancos había filas perfectamente ordenadas de mesas blancas. Colocados sobre ellas a intervalos regulares, una serie de microscopios habían sido conectados a los ordenadores. Instrumentos de muestreo, cámaras digitales para grabar las pruebas, cuadernos de protocolos y planos de trabajo equipados; todo había sido distribuido siguiendo el orden de la secuencia de operaciones. El ambiente era fresco.</p> <p>En lugar de tabernáculo, en este santuario había una cama inmaculada provista de correajes y rodeada por el ojo inquisidor de unas minicámaras; estaba preparada para recibir la Lanza a su llegada. Aquel era el sanctasanctórum de Axus Mundi. El profesor Park Li-Wonk pulsó uno de los interruptores de la consola cercana. Un pedestal negro y brillante ascendió lentamente de las entrañas de la tierra y se estabilizó a la altura de la cintura del hombre. Procedieron a abrir el habitáculo de plexiglás y la caja que estaba a su lado, que dejó escapar un silbido y unas volutas de humo blanquecino cuando se descubrió finalmente su contenido.</p> <p>Tenían la sensación de que se hallaban ante una misa, ante una procesión sagrada; y todos la contemplaban fascinados.</p> <p>La Lanza estaba ahí. Con su punta vendada, con sus fragmentos de asta guardados uno a uno en la caja.</p> <p>Con sumo cuidado, un equipo procedió al traslado. Varios hombres con guantes alzaron el hierro y sus barbas móviles, paralizadas desde hacía tanto tiempo. Para reconstruir la Lanza, se había preparado un asta nueva cuya longitud equivalía a la original, cerca de un metro y medio. Los científicos abrieron la punta con una contera metálica fabricada para este fin, mientras la caja estanca volvía a cerrarse con un soplo sobre los restos del asta original. Por fin la Lanza recobraba su integridad. No podían dejar de contemplarla: serpiente rígida y brillante, que antaño atravesó el costado de Cristo... la Lanza prohibida y secreta de Longino, hallada en Megido. El profesor Park, con el ceño fruncido detrás de sus gafas, rompió finalmente el silencio, mientras su rostro se distendía en una sonrisa:</p> <p>—Pues sí, esta vez lo logramos. Llamad a Heinrich.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Mientras, en el cobertizo, Frank Duncan se aseguraba de que terminaban de vaciar las cajas metálicas de la parte trasera del camión. Aunque era curioso por naturaleza, desconocía en qué consistían buena parte de aquellas operaciones; siempre le habían recomendado que fuera discreto con lo que veía y escuchaba. Frank era un profesional y, como buen mercenario de confianza, sabía respetar sus compromisos. Desde el momento en que le pagaban (y lo hacían generosamente), tenía por costumbre respetar este tipo de recomendaciones y no hacer demasiadas preguntas. Pero, esta vez, mientras ayudaba al personal de Axus Mundi, después de hacer rodar sobre los raíles la caja número veintiuno, empezó a perder la paciencia. Otros hombres se encargaban de tomar el relevo y bajar las cajas al laboratorio del sótano, siguiendo el mismo camino que la Lanza.</p> <p>Frank se enjugó la frente y preguntó jadeante a uno de los tipos vestidos de blanco:</p> <p>—Santo cielo, pero ¿qué hay aquí dentro?</p> <p>El otro se volvió hacia él y sonrió, arqueando las cejas.</p> <p>—¿De verdad quiere saberlo?</p> <p>Miró el interior del camión, frío e inmaculado.</p> <p>—Óvulos, querido Duncan. Una buena cosecha de óvulos.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>«Más deprisa.»</p> <p>Judith y Anselmo estaban en un taxi. Acababan de pasar por la calle Maarashli, en el barrio de Zamalek, para recuperar las cosas que habían dejado en el hotel. Tras el episodio en la Ciudad de los Muertos habían tenido que salir pitando sin dar explicaciones. Anselmo había reaccionado con presteza. Apenas guardaron el equipaje en el maletero habían salido quemando rueda.</p> <p>En aquel momento se dirigían a toda prisa al aeropuerto, haciendo caso omiso de sus instrucciones iniciales. ¿Qué hacer ahora que no tenían agente del Mosad ni prisionero al que acompañar a Beer Sheva ni a ningún otro lugar? Judith no tenía la menor idea. Se había desprendido definitivamente del fular, y se estaba poniendo a toda prisa un chaleco beige encima de su camiseta ajustada a la par que intentaba arreglarse el peinado. Sudaba a mares. Y comenzaba a dudar seriamente de que estuviera cualificada para ese tipo de situación. «¿Qué he venido a hacer aquí?», se preguntaba. Tras echar un vistazo por el retrovisor, sacó el móvil y marcó el número de teléfono directo de Dino Lorenzo. Entretanto, Anselmo, también al teléfono, se las apañaba como podía con sus contactos con las autoridades locales e intentaba explicar lo que acababa de producirse. Esperar a la policía egipcia allí, en el zoco o en la Ciudad de los Muertos, habría sido la peor solución; las autoridades habrían descubierto a la vez el cadáver de un francés y el de un hombre sin identidad, agente del gobierno israelí que operaba en su territorio, lo que sin duda habría causado un gran revuelo... A la espera de establecer comunicación con Dino, Judith, que había sacado del equipaje su ordenador portátil, introdujo el <i>pendrive</i> que Anselmo había encontrado en el cadáver del arqueólogo.</p> <p>—Lorenzo al habla.</p> <p>—¿Dino? Soy Judith. Tengo noticias horribles. Damien Seltzner está muerto.</p> <p>—¿Cómo?</p> <p>—Sí... Anselmo ha recuperado su documentación y un <i>pendrive</i>, cuyo contenido estoy examinando en este mismo momento. Le haré llegar los archivos lo antes posible... Pero hay más, Dino... ¡también han matado al agente del Mosad! ¡En nuestras narices! Es urgente reunir toda la información posible sobre una organización llamada Axus Mundi... Tome nota: Axus Mundi. Yo nunca había oído hablar de ellos. También puede comprobar si el nombre figura en los correos electrónicos que hemos recibido. No sé nada más...</p> <p>Con el ordenador sobre las rodillas y el teléfono encajado entre la barbilla y el hombro, aguantando las sacudidas del coche, Judith transfería el contenido del <i>pen</i> a su Toshiba negro. Aparecieron ante sus ojos una quincena de archivos. Con una operación rápida los abrió al mismo tiempo y varias ventanas se mostraron simultáneamente en la pantalla.</p> <p>—¡Se está tramando algo muy gordo! —continuó—. Seltzner dijo algo más antes de morir. Habló de una Nueva María, Dino. No sé a qué se refería. ¿Qué hacemos?</p> <p>Entornó los ojos mientras examinaba los nombres de los archivos: ESTUDIOS.doc, allyna4.doc, CorJosi.win...</p> <p>Dino soltó una retahíla de imprecaciones y después hubo un silencio. Finalmente habló:</p> <p>—En fin, la situación se ha vuelto demasiado peligrosa para ustedes. Acabo de salir de una reunión con el cardenal Almedoes, y el padre Jean-Baptiste Fombert, de la Escuela Bíblica de Jerusalén, nos ha aportado un nuevo dato. Se ha enterado a través de un monje de Santa Catalina, con el que tiene relación desde hace muchos años y que ha venido a verlo para... Bueno, les expondré los detalles más adelante. Escuche, Judith: ambos estarán a partir de esta tarde en Alejandría. Ustedes no pueden quedarse ahora en El Cairo. ¿Me entiende? Mañana usted y Anselmo irán a verlos. Los esperan en la Gran Biblioteca a partir de las dos; eso les deja tiempo para coger hoy el tren de la tarde en la estación de Ramsés. La llamaré en breve para darle más datos. Judith... Espero de corazón que estemos equivocados; créame que lo espero.</p> <p>Ella colgó y cerró el móvil con un ruido seco.</p> <p>—Cambio de planes —comunicó a Anselmo—. Vamos a la estación de Ramsés.</p> <p>«¡Bingo...!» Acababa de encontrar algo. MEGIDO.doc, AnalisLanza.doc.</p> <p>Manejó rápidamente el teclado para cerrar los demás archivos y concentrarse en estos dos. Anselmo avisó al conductor del cambio de planes, y este, tras un par de exclamaciones, asintió con la cabeza por el retrovisor. Judith miró su reloj. Las cinco y media. No tenía ni idea de cuándo saldría el próximo tren a Alejandría. Volvió a concentrarse en los archivos que tenía ante sus ojos. Uno de ellos reunía visiblemente los primeros análisis de la Lanza del Destino que Seltzner y el equipo de Josi habían realizado nada más encontrarla.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">La Lanza de Longino debía componerse de varias varillas que encajaban unas en otras. Su punta de metal, especialmente interesante, estaba encajada en una anilla de color cristal. La base tenía dos barbas móviles y cortantes, lo que la convertía en un arma especialmente temible: estas barbas desgarraban la carne cuando la Lanza se retiraba del cuerpo recién traspasado. La Lanza, tal como apareció a nuestra vista, estaba envuelta en trapos. Al principio su propietario debió de cubrir el hierro lacerante con cañas o algún tipo de vegetación y después con unas vendas, seguramente para conservarla. Es sabido que la recuperación del ADN fósil plantea muchos problemas. El primero radica en la inestabilidad química de los ácidos nucleicos. En un medio acuoso el ADN sufre principalmente dos tipos de ataques: una degradación química (hidrólisis y oxidación) y una degradación enzimática (autolisis y descomposición bacteriana). Durante mucho tiempo se creyó que un fragmento de ADN de una longitud de 800 nucleótidos, sometido a un pH de 7 y a una temperatura de 15 °C, se degradaba por completo al cabo de cinco mil años. La extracción de ADN en restos más antiguos lo ha desmentido, aunque es indudable que el ADN en esas condiciones se encuentra muy degradado y fragmentado. Eso es lo que ocurrirá sin duda en este caso.</p> <p>Judith alzó los ojos.</p> <p>—Oh, Dios mío...</p> <p>Ahogando un grito de asombro, se tapó la boca con la mano y giró la pantalla hacia Anselmo. El italiano se inclinó para leer el texto.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">El ADN puede conservarse en diferentes tipos de tejidos. La conservación de los tejidos blandos puede realizarse mediante procesos naturales, como la congelación en un medio frío o la desecación (momias naturales) en los desiertos calientes y secos. En la actualidad también es posible extraer el ADN de tejidos duros (huesos y dientes), que son un material de calidad si se considera su extensión en el tiempo y el espacio. Pero si la afirmación bíblica es exacta —«no le rompieron ningún hueso»— solo podremos contar con la presencia de tejidos blandos. La buena conservación del ADN en los restos fósiles depende de factores fisicoquímicos medioambientales (pH, temperatura, humedad, presión) que interactúan de forma compleja. El factor tiempo no parece ser un parámetro fundamental. Las degradaciones químicas y enzimáticas se reducen cuando las temperaturas son bajas —lo ideal es la congelación— o en medios anaerobios. Los ambientes fríos, los desiertos cálidos y secos, las turberas y las fosas de alquitrán conservan mejor el ADN antiguo. El ámbar, resina vegetal que atrapa numerosos artrópodos y otros invertebrados desde el Carbonífero, permite una momificación rápida y un embalsamamiento natural que favorece la conservación de los tejidos. En este medio es donde se recuperó el resto más antiguo de ADN, perteneciente a un coleóptero que data de 120 a 135 millones de años.</p> <p>Judith volvió a abrir enseguida su móvil. No tenía cobertura... Profirió un juramento.</p> <p>—Van a hacerlo. Esta vez van a intentar hacerlo de verdad —dijo clavando otra vez la vista en la pantalla.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">En nuestro caso se conjugan distintos elementos: la presencia de arena, el desierto caliente y seco que atravesó la Lanza, su confinamiento en el entorno frío y resguardado de la cueva, y la descomposición vegetal productora del ámbar que momificó fragmentos de tejido. Todos ellos auguran altas probabilidades de poder extraer y amplificar cualquier rastro de ADN fósil presente, esperemos, en el hierro lacerante. Si es cierto, como asegura el informe de Judith Guillemarche para el Vaticano, que existe una alta probabilidad de que esta sea realmente la Lanza de Longino, tendríamos una oportunidad sin parangón en la historia, muy superior a cualquier evaluación vinculada a la Sábana Santa de Turín o a la túnica de Argenteuil, cuya autenticidad jamás se ha demostrado...</p> <p>El vehículo corría dando fuertes bandazos y bocinazos hacia el centro de la ciudad. La cabeza de Anselmo tocaba casi el techo del coche. En el asiento delantero, el conductor egipcio pataleaba, se ponía tenso o se relajaba en su asiento, mientras profería insultos en árabe por la ventanilla o dirigía trinos joviales a alguno de sus colegas que se cruzaba por casualidad en el camino. En varias ocasiones intentó entablar una conversación, pero Judith, rígida y pálida, miraba fijamente hacia delante y meneaba la cabeza sin responder. La conducta del taxista, fiel a la deportividad de la circulación cairota, era un paradigma de todo tipo de muecas. Los coches pasaban rozándose en un estruendo de avisos, en medio de tufaradas de combustible. Un atasco momentáneo les daba la súbita impresión de que entraban en un cuello de botella; pero, un instante después, el tráfico volvía a fluir por obra de algún milagro que escapaba a todas las leyes de la Creación. Judith comprobó que Anselmo conservaba aún, metido en un bolsillo, su ejemplar de <i>Chasse et Nature</i>. El guardaespaldas siguió la mirada de la joven, levantó una ceja, agarró la revista y la tiró por la ventana.</p> <p>Con una mano apoyada en la frente, Judith miró afuera... De repente, Anselmo profirió un juramento entre dientes.</p> <p>—¿Qué ocurre?</p> <p>El joven señaló con la barbilla el retrovisor del taxi, del que colgaba una medalla. Judith alcanzó a ver un vehículo negro que se apartaba hacia la izquierda.</p> <p>«Policía egipcia... ¿u otra cosa?», pensó. Anselmo le dio la respuesta de inmediato, musitando entre dientes:</p> <p>—Nos siguen.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Dino Lorenzo, sentado en su despacho, con su Hewlett-Packard encendido al lado, observaba con una mirada preocupante la estatuilla africana de barro cocido que su secretario, Pietro, se había esmerado en pegar trozo a trozo. Con el ceño fruncido, el director de las Colecciones se acariciaba la papada. Sus dedos tamborileaban en el brazo del sillón de terciopelo. Detrás de él, el ángel de la Anunciación con cabellos luminosos parecía velar sobre su ahijado terrestre. Dino suspiró. Si sus temores eran fundados, a él también le haría falta un ángel protector. Debía solicitar una audiencia con el Papa sin dilación. Judith se hallaba camino de Alejandría para reunirse con el padre Fombert y el monje ortodoxo de Santa Catalina. Quizá pronto barajasen más datos, pero la información que Dino tenía ya en su poder era suficiente para preocuparse seriamente. Monseñor Almedoes, que tenía a su cargo la diplomacia vaticana, estaba fuera de sí; lo que acababa de suceder en El Cairo no era desde luego muy tranquilizador. Y pronto tendrían que transmitirle también sus inquietudes al cardenal Acquaviva.</p> <p>Dino se levantó, frotándose los párpados, y avanzó hacia la ventana que daba a los jardines. Se quedó allí unos segundos. «Axus Mundi...» Con un mohín en los labios, meneó la cabeza y regresó junto a su ordenador. El texto de un mensaje que el Vaticano había recibido recientemente ocupaba la totalidad de la pantalla y llamaba insistentemente su atención. Si una voz de ultratumba se hubiera burlado de él en ese momento, Dino no se habría sorprendido. El mensaje era anónimo, por supuesto, pero la información era lo bastante precisa para darle importancia. Sor Internet intentaba determinar en ese mismo instante su procedencia exacta y su autoría. El desconocido hacía referencia explícita a la Lanza... y a Axus Mundi. Lo que Lorenzo acababa de escuchar de boca de Judith había sido como una confirmación. El director de las Colecciones se temía lo peor.</p> <p>Miró la pantalla de la máquina.</p> <p>«La Nueva María...»</p> <p>Se mordió un labio. Así que se habían puesto manos a la obra. Esta vez iban en serio. El Vaticano sabía desde hacía tiempo que algunos exaltados afirmaban poseer los recursos tecnológicos para lograrlo. Ya habían agitado ese espantajo cuando se encontró la Sábana Santa de Turín, sin que las autoridades eclesiásticas pudieran dar crédito alguno a lo que a todas luces parecía ser un delirio. Podía ser que al fin y al cabo no se tratara más que de una tremenda broma... Pero en esta ocasión habían cometido varios asesinatos. Alguien había asesinado por eso. Entonces... ¿era posible que después de dos mil años de civilización cristiana llegáramos a esto?</p> <p>«¡No es posible que se trate de eso!»</p> <p>Ante los ojos de Dino, el mensaje en la pantalla decía:</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Se están preguntando qué es Axus Mundi, ¿verdad? Y qué es lo que quieren... Pues bien: quieren hacer que se incline el eje del mundo... Lo que quieren, mi querida Iglesia, es llevar al límite vuestras peores pesadillas, porque hoy tienen poder para hacerlo... Poder para ser Dios, para edificar la nueva Babel. La Lanza no es solo una reliquia, mi querida Iglesia. Es la Lanza del Destino.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">De nuestro destino...</p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Lo que quieren...</p> <p>Dino tomó aire de nuevo. Dejó caer los brazos, inertes.</p> <p>«Así que esto es a lo que hemos llegado. Están locos. Todo esto es el producto de nuestra locura.»</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">... E<style name="versalita">S RESUCITARLO RESUCITARLO RESUCITARLO RESUCITARLO RESUCITARLO RESUCITARLO RESUCITARLO RESUCITARLO RESUCITARLO RESUCITARLO RESUCITARLO RESUCITARLO RESUCITARLO RESUCITAR</style></p> <p>Dino apagó el ordenador.</p> <p>«Quieren clonar a Cristo.»</p> <p>Debía hablar con Spinelli lo antes posible.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 35%"> <p>SEGUNDA PARTE</p> </h3> <p style="text-align: center; text-indent: 0em; font-size: 125%; font-weight: bold; hyphenate: none">Ecce homo</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 4</p> </h3> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Guardaos de los falsos profetas, que se os acercan bajo una piel de oveja, pero que por dentro son lobos feroces: por sus frutos los conoceréis.</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Evangelio de san Mateo,</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; text-align: right; font-size: 95%">Los falsos profetas (VII, 15-16)</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="font-weight: bold; text-align: right; text-indent: 0em">Tren El Cairo-Alejandría, 2006</p> <p style="font-weight: bold; text-align: right; text-indent: 0em">Laboratorio de Axus Mundi, 2006</p> <p style="font-weight: bold; text-align: right; text-indent: 0em">Viena, 2006</p> <p style="font-weight: bold; text-align: right; text-indent: 0em">Vaticano, aposentos pontificios, 2006</p> <p>«Han subido con nosotros.»</p> <p>Desde que Anselmo se había dado cuenta de que los seguían, él y Judith estaban en vilo. Compraron sus billetes en la estación de Ramsés apenas unos minutos antes de que partiera el tren expreso que conectaba El Cairo con Alejandría. Según el guardaespaldas, tenían como mínimo dos perseguidores, quizá más. Los había perdido de vista en el vestíbulo de la estación, pero sin duda seguían allí. El trayecto duraría cerca de tres horas, tiempo suficiente para volver a localizarlos y, en caso de necesidad, reaccionar y deshacerse de ellos. Anselmo tenía una ventaja: sin duda ellos ignoraban que los habían descubierto. Desde el asesinato de Milchan en el Jan y de Seltzner en la Ciudad de los Muertos, el Camaleón había recuperado sus reflejos naturales. Ceñudo, se instaló con la joven en uno de los asientos marrones, medio desfondados, de un compartimiento ocupado por una docena de personas. Su mente actuaba como un ordenador, ejecutando sus protocolos; se había acostumbrado a secuenciar todas las operaciones de seguridad que le encargaban, fuera cual fuese su dimensión, desde la protección cercana del Papa hasta las misas mayores planetarias. En aquel momento, toda su atención se concentraba en rastrear hasta el mínimo detalle del estrecho espacio del compartimiento. Su ojo barría el sitio como un radar. Cinco hombres con turbante: dos ancianos, otros dos de singular corpulencia y un adolescente solo. Tres mujeres con velo negro. Dos niños. Anselmo entornó los ojos. Había subido a propósito en el último vagón para poder centrarse en el único medio de acceso al tren que tenía: una puerta corrediza que renqueaba cuando el tren se movía.</p> <p>Seguramente sus perseguidores no intentarían nada durante las tres horas siguientes, se dijo mientras miraba su reloj. Llegarían a Alejandría al caer la noche. Por el momento no había indicios de que esos misteriosos «espías» fuesen hostiles. Pero ¿quiénes eran? ¿Otros agentes del Mosad, tan pronto? Y en ese caso, ¿por qué no se presentaban, simplemente? ¿Egipcios encargados de seguirles la pista por orden del gobierno? O la opción más peligrosa: ¿serían los asesinos de Axus Mundi que habían hecho estragos en El Cairo? Axus Mundi, de la que nada se sabía aún... Lorenzo estaría reuniendo información al respecto a esa misma hora y Judith esperaba otra llamada suya. La joven miró nerviosamente alrededor antes de volver a contemplar los paisajes que desfilaban ante su vista a la luz del sol poniente: las palmeras que se alejaban, erguidas como en formación militar, los deteriorados edificios urbanos de los arrabales excesivamente urbanizados de El Cairo y luego los pueblos a orillas del Nilo. Después de lo que acababa de descubrir, sus pensamientos se agolpaban en su mente provocándole una tremenda confusión. Pero necesitaba reflexionar rápido.</p> <p>—No tema —le dijo Anselmo—. Yo me encargo de todo.</p> <p>Tenía razón, y ella necesitaba recuperar la calma para concentrarse. Miró un instante a su ángel de la guarda y se sintió reconfortada.</p> <p>Tomó aire, estiró las piernas y se sumió en sus pensamientos.</p> <p>¿Podía darle de veras crédito a su descubrimiento? ¿O era simplemente otro de esos bulos esotéricos? Judith estaba acostumbrada a tratar, aunque fuera en el plano teórico, con los grupos y movimientos más absurdos, proclives a la difusión de aquel tipo de historias.</p> <p>A decir verdad, las inquietudes vaticanas en torno a la clonación de Cristo no eran nuevas. Otras reliquias como la Sábana Santa de Turín, la túnica de Argenteuil (el manto de Jesús, en poder de los romanos durante la Crucifixión) o el pañolón de Oviedo (un paño que le habrían puesto en la cara cuando lo bajaron de la Cruz), habían dado pie a análisis contradictorios. Aunque algunos de los resultados obtenidos eran alarmantes, las grandes imprecisiones relativas a la datación de estas distintas prendas no dejaban de sembrar la duda: según ciertos peritajes —a favor de la tesis de una falsificación medieval—, la Sábana Santa se habría tejido hacia 1300 d. C. y el supuesto manto de Jesús hacia el año 600... es decir, con siete siglos de diferencia. En cuanto al pañolón de Oviedo, los exámenes remontaban su origen al siglo VIII. Incuso estas dataciones, realizadas con carbono 14, eran discutibles. Las condiciones de la ejecución podían provocar errores de varios siglos.</p> <p>Cuando Judith estudió el asunto en el Vaticano, concedió un crédito muy relativo a la autenticidad de estas reliquias, aun cuando la hipótesis no pudiera descartarse de un simple manotazo. Cómo pudo plasmarse la supuesta imagen de Cristo en la Sábana Santa de Turín seguía siendo un misterio. Se trataba de una imagen tridimensional, debida a una oxidación de las fibras que ningún científico había logrado reproducir en laboratorio. Como única explicación se hablaba de un flash de luz de algunos microsegundos, equivalente a una explosión nuclear comparable a la de Hiroshima, que se habría producido en el momento de la Resurrección. Para superar las contradicciones era necesario recurrir a interpretaciones casi milagrosas, relacionadas con ciertas peculiaridades de estas prendas. Nadie sabía aún si las tres telas habían envuelto realmente a un mismo crucificado. Por añadidura, aunque así fuera, nada demostraba que este hubiese sido en efecto Jesús de Nazaret. El cúmulo de coincidencias discutibles no constituía una prueba veraz. Desde entonces, ilusionistas y falsificadores de toda calaña habían fabricado ingentes cantidades de sudarios que criminólogos especializados en falsificaciones habían procurado denunciar con la misma vehemencia. La comunidad científica internacional no había aprobado hasta el momento ninguno de los trabajos concluyentes sobre la autenticidad de las reliquias; pero aquel hecho no hacía más que alimentar la tesis conspiracionista de una Iglesia rápida en orquestar la desinformación y echar tierra sobre las supuestas verdades ocultas del cristianismo...</p> <p>«Pero con la Lanza...»</p> <p>Era distinto. Para empezar estaba el Testamento de Longino, con la indicación exacta del lugar donde la habían escondido, en la capilla de Megido. Además, la Lanza podía conservar realmente rastros de ADN fosilizados, según las evaluaciones de Seltzner. El arqueólogo se las había arreglado para sacar muestras <i>in situ</i>. Dino no podía permitir que ocurriese semejante catástrofe. Con el nacimiento de la oveja Dolly, la Santa Sede se había interesado necesariamente en la clonación reproductiva y sus posibles consecuencias en el hombre. Desde hacía varios años, la cuestión preocupaba al Vaticano. En 1996 un microbiólogo tejano de la Universidad de San Antonio, llamado Leoncio Garza Valdés, había solicitado una entrevista con el Papa para comunicarle lo impensable. A partir de las muestras realizadas en la Sábana Santa de Turín, había conseguido, aseguraba, efectuar la clonación molecular de tres genes de la sangre de Cristo. Publicó sus resultados en un libro titulado ¿<i>El ADN de Dios</i>? De inmediato sectas y grupos de presión mesiánicos estadounidenses aprovecharon la oportunidad, hasta el punto de que algunos lanzaron licitaciones para obtener sangre de Jesús a cualquier precio. Judith había escuchado a sor Internet hablar de una secta californiana llamada Second Coming Project, partidaria de hacer regresar a Cristo mediante clonación para salvar el mundo... Por su parte, los raelianos, de triste reputación, afirmaban que ya habían logrado crear una treintena de bebés clonados. Un fraude, seguramente. Pero gozaban de cierto crédito.</p> <p>«Quimeras», se decía Judith. Una vez más se interrogaba sobre la inverosímil época que le había tocado vivir. Ante tantos indicios alarmantes no era de extrañar que el Papa hubiese decidido guardar la Sábana Santa de Turín en una caja blindada para evitar tentaciones.</p> <p>Por su parte, los genetistas como Garza Valdés sabían que cualquier intento de clonar a Cristo se enfrentaría a obstáculos importantes. Para empezar, solo se dispondría de un genoma incompleto; incluso en el caso de la Lanza, el presunto ADN estaría degradado y fragmentado. A esto se añadía una consideración igual de sencilla, que el Gran Rael en persona, gurú de la secta epónima y maestre de Ufolandia, debía reconocer por fuerza: clonar a un ser humano, fuese Cristo o no, no era más que crear una copia. Nadie podía predecir la evolución posterior de un niño clonado. Su psiquismo, su comportamiento, sus cualidades morales... toda su personalidad, en suma, seguiría siendo una incógnita que escapaba a todas las lucubraciones infalibles. La «reprografía» no podía aplicarse al alma. El medio social, profesional y religioso, y todos los parámetros imaginables podían intervenir para desvanecer las ilusiones de la brujería faustiana. Por último, no se clonaba a un ser humano como una rana o una oveja y, pese al efecto mediático de equipos en busca de publicidad internacional, los escollos y los atolladeros puramente técnicos seguían presentes. ¿No debía bastar aquello para echar por tierra el proyecto?</p> <p>«Entonces... ¿por qué? Y sobre todo, ¿cómo?», se preguntaba Judith. Pese a todas sus reservas, la Iglesia no podía desentenderse de la cuestión. Las dificultades técnicas eran reales, pero muchos científicos pensaban que a medio plazo la clonación humana sería factible. En otras palabras: que un equipo u otro abriese la brecha definitiva e irreparable, que empujara a la humanidad de un mundo a otro, era cuestión de tiempo y de intensificar los ensayos experimentales. Y aunque estas manipulaciones fueran aún vanas y fantasiosas, la Santa Sede no podía soslayar los efectos de tales amenazas sobre la vida y su concepto de la Creación. Quizá todo esto no fuese más que una espantosa estafa, una locura, un espantajo plantado en el campo de las conciencias modernas; pero la carrera hacia el «éxito» era también una realidad y no podían pasarse por alto las desmesuradas implicaciones económicas que tendría su aplicación. La clonación de ovejas ya tenía sus depósitos legales. La perspectiva de una patente para obtener la paternidad tecnológica de la clonación humana no era solo ilusoria. En aquel contexto irracional era preciso recuperar la Lanza a toda costa lo antes posible. El Vaticano no tenía elección.</p> <p>Judith apoyó de nuevo la cabeza entre sus manos.</p> <p>«No puedo creer que lleguemos a esto. No puedo creer...»</p> <p>Meneó la cabeza sin dejar de mirar el paisaje que desfilaba por la ventanilla del tren.</p> <p>Anselmo se levantó, sacándola de pronto de sus reflexiones.</p> <p>—No se mueva. Voy a ir para allá.</p> <p>Judith alzó la mirada.</p> <p>—No tiene nada que temer aquí. No pierda la concentración. Guarde la calma mientras me espera, no deje que el entorno la afecte. Y sobre todo no cambie de vagón.</p> <p>Ella asintió en silencio.</p> <p>Anselmo lanzó una mirada rápida hacia la ventanilla trasera del tren. Los raíles pasaban deprisa hasta perderse en el horizonte. Luego se volvió y caminó hacia la puerta chirriante que conducía al segundo compartimiento.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Cuando abrió la puerta, el estrépito metálico del tren se hizo más fuerte y una corriente de aire le azotó la frente. Respiró hondo. Si las cosas se torcían, Judith se quedaría sola. Anselmo sabía que no estaría en condiciones de defenderse a sí misma. Él le había ocultado su inquietud. No podía dejar de vigilarla durante mucho rato, pero no tenía más remedio que actuar y hacerlo en ese momento. Estaba en un lugar cerrado, pero ellos también. Aprovechando que se encontraba a resguardo de miradas entre los dos vagones, comprobó rápidamente sus armas reglamentarias. Dos Manurhin MR-73, diseñadas en colaboración con los profesionales de defensa y los tiradores deportivos. Los guardias del Vaticano, aparte de la alabarda, la pica y la espada, también llevaban armas de fuego, al menos los que se apostaban en las fronteras del Vaticano. Su dotación oficial incluía una 941. Pero muchos grupos de intervención de élite europeos, como el GIGN, el RAID y la Policía Nacional francesa, habían escogido el MR-73 como arma de dotación. Anselmo también.</p> <p>«El fuego del Cielo», la llamaban... y ¿qué era él, sino un ángel de la guarda?</p> <p>Cargó las dos pistolas y se las guardó en la chaqueta.</p> <p>Entró en el vagón contiguo y lo recorrió con la mirada. Había doce personas: cuatro turistas occidentales, dos chicas, una musulmana rechoncha, dos buenos mozos con traje de corbata y maletín, con pinta de hombres de negocios en plena conversación animada... Anselmo avanzó, contoneándose ligeramente con el tren, para identificar a las tres personas restantes, sentadas en el fondo del compartimiento. Todos vestían chilabas blancas o azul celeste. Parecía que viajaban juntas y conversaban en árabe. Anselmo siguió avanzando, atento al menor movimiento. Abrió las puertas del fondo, provocando un ruido de descompresión, y pasó al segundo vagón. Catorce, no, quince personas. Tres mujeres estadounidenses, que exhibían orgullosas la bandera estrellada en su bolsa de viaje. Varios grupos de árabes. Dos hombres cuarentones, con bolsa de deporte y bocadillo, que se expresaban en un alemán con acento austríaco. Una familia que debía de ser del norte de Europa. Anselmo cruzó al siguiente vagón. Tenía compartimientos aislados.</p> <p>Se disponía a abrir las puertas corredizas cuando se detuvo de pronto.</p> <p>Dos hombres cuarentones comiéndose un bocadillo... pero solo una bolsa de deporte. O eran muy íntimos y viajaban ligeros de ropa, o...no tenían previsto subir a ese tren. Pero aún había más: la bolsa llevaba una etiqueta que Anselmo había identificado, aunque no la había descodificado enseguida... Entonces, como si su mente hubiera seguido trabajando inconscientemente, comprendió el significado de la etiqueta. Indicaba el paso de la bolsa... por el aeropuerto Ben Gurión.</p> <p>«En otras palabras... por la aduana israelí.»</p> <p>Anselmo masculló un juramento.</p> <p>En el mismo instante en que se disponía a volver sobre sus pasos, sintió una ligera e inconfundible presión contra su costado: el cañón de un arma de fuego. Anselmo cerró los ojos. Torció el gesto, mientras una voz le susurraba irónicamente al oído:</p> <p>—<i>Buon giorno, maestro</i>...</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Cuando se abrió la puerta del vagón, Judith, que estaba al acecho, no quiso temerse lo peor. Siguió con la mirada al hombre que acababa de entrar en el compartimiento luciendo una sonrisa torcida. Tenía el pelo rojizo, crespo y corto, y la tez tostada. Se le acercó. Judith sintió que se aceleraban los latidos del corazón. No era Anselmo... sintió cómo un sudor frío le recorría la espalda. Cuando quiso reaccionar, ya era demasiado tarde. El recién llegado se sentó en el asiento de enfrente con indolencia. Colocados así en el extremo del vagón, se hallaban ocultos a todas las miradas.</p> <p>«No, no puede ser que...»</p> <p>El desconocido sacó una navaja de muelle y arqueó las cejas con aire socarrón. La hoja destelló con un tintineo ante los ojos de la joven, abiertos como platos.</p> <p>Judith ahogó un grito, presa del pánico, mirando por encima del hombro de su agresor, como para pedir socorro a Anselmo.</p> <p>Con un gesto vivaz el hombre le tapó firmemente la boca, sonriendo más abiertamente que antes.</p> <p>—¡Ah, Egipto...! Tierra de sorpresas... —exclamó con un leve acento.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Bajo las bóvedas de la Mayor, la sala subterránea del laboratorio del Sinaí, unas cuarenta personas asistían a la conferencia pronunciada por el profesor Park Li-Wonk. El sabio coreano se había rodeado de sus principales colaboradores, que permanecían de pie frente al patio de butacas acondicionado para el acto. Park Li-Wonk era uno de los cuatro jefes de fila. A su lado estaban el genetista japonés Yzamata, el profesor Ferreri, italiano, y un científico estadounidense llamado John Sparsons.</p> <p>Los cuatro formaban una hilera.</p> <p>Park Li-Wonk se había instalado detrás de la improvisada tribuna, y se interrumpía de vez en cuando para beber un trago de agua. Hombrecillo con mala pinta y cierto aire de zorro, recordaba a una rana de laboratorio detrás de sus gafas de montura rectangular, con su cabeza hundida entre los hombros. Ferreri, un cincuentón corpulento y barbudo con dos tirabuzones de pelo negro a ambos lados de las sienes, estaba repantigado en la butaca a su lado. Yzamata, de facciones toscas y extraordinariamente esbelto —debía de medir cerca de un metro noventa—, miraba a la audiencia fijamente, con un asomo de arrogancia en la comisura de los labios. John Sparsons, el benjamín que rondaba los cuarenta, vestía para la ocasión una camiseta de <i>South Park</i>. Intentaba disimular que estaba masticando un chicle de nicotina, que consumía por tabletas de doce desde su llegada. El microdensitómetro y los escáneres dispuestos para la digitalización y el tratamiento de las fotos en el infrarrojo parpadeaban junto a los ordenadores alineados en sus mesas blancas, ante las butacas giratorias abandonadas provisionalmente; las cámaras CCD, con dispositivo de carga acoplada, enfocaban sus ojos inquisitorios hacia la cama con correas situada junto a los instrumentos médicos.</p> <p>La Lanza descansaba dentro de su caja transparente.</p> <p>Además de su pasión por la genética, todos tenían otro punto en común. La comunidad internacional los había criticado por sus discursos poco ortodoxos, cuando no los había considerado directamente unos renegados, marginándolos a cada uno en diferentes niveles. A Li-Wonk por haber querido defender abiertamente la clonación humana en los coloquios internacionales. A Sparsons por haberse otorgado, sin el aval de su laboratorio, una cómoda línea presupuestaria con fines investigadores sobre el mismo tema. A Ferreri por haber mentido al exagerar escandalosamente el progreso de sus trabajos en este campo. A Yzamata por haber intentado ya tres inseminaciones, que habían fracasado. Había tenido que huir del país para evitar la cárcel.</p> <p>Los cuatro habían colaborado durante mucho tiempo con diversos equipos, a menudo rivales, antes de aceptar la gran promesa que les ofrecía Axus Mundi a cambio de realizar este experimento. Park Li-Wonk empezó trabajando en Francia. Junto con Ferreri, había frecuentado los locales de la Fundación Bios, situados en Jouy-en-Josas, un auténtico parque tecnológico de setenta hectáreas dedicado a las biotecnologías, emplazado cerca de los locales del INRA y de la Unidad de Biología del Desarrollo. El coreano, que gozaba de un permiso especial, y el italiano habían dado los primeros pasos en biología molecular con un equipo principalmente europeo, próximo a los investigadores más importantes del mundo en virología, microbiología, fisiología y genética. El Comisariado de Energía Atómica, la Escuela Politécnica y el Centro Nacional de Investigación Científica gravitaban a su alrededor como satélites. Habían abierto también una dependencia en Évry, la GenomicValley, como la llamaban, donde se implantaron unas sesenta empresas especializadas en el estudio de los seres vivos. En las inmediaciones de esta constelación científica, la Fundación Bios disponía de locales perfectamente equipados. Park Li-Wonk y sus colaboradores se habían inspirado en ellos para recomponer su propio laboratorio en miniatura. En aquel paraje perdido en el desierto, el laboratorio estaba dedicado a un único objetivo.</p> <p>Al lado de Park Li-Wonk había una extraña caja blanca parecida a un interfono. Una luz roja confirmaba que estaba encendida.</p> <p>Alguien más escuchaba la conferencia.</p> <p>Park Li-Wonk observó la caja un instante; parecía convencido, aunque también un tanto nervioso.</p> <p>Luego se aclaró la garganta y, tras las fórmulas acostumbradas, arrancó.</p> <p>—El arqueólogo Damien Seltzner nos transmitió las primeras muestras en cuanto descubrieron la Lanza. Hay que advertir, sin embargo, que no se tomaron en las condiciones ideales. Las hemos completado desde entonces. Hemos extraído el ámbar, fosilizado tras la descomposición de las plantas que rodeaban la punta; hemos sacado todas las fotografías, y hemos tratado con infrarrojos y ultravioletas el hierro de la Lanza, así como las fibras con que sigue vendada. Hemos tenido que examinar hasta el menor detalle del objeto, incluidos los restos del asta, para recoger el polvo y los sedimentos acumulados a lo largo de los siglos. El ambiente desértico en la superficie, el frío en la cueva y la arena han contribuido a conservar la <i>Heilige Lance</i>, como esperábamos... al menos lo suficiente para que podamos actuar.</p> <p>Volvió a aclararse la garganta.</p> <p>—Como imaginarán, hemos prestado especial atención a la punta y a las barbas móviles. Las hemos «lavado» ;es decir, hemos fijado, gracias a un producto específico, las proteínas de la sangre, antes de introducirlas en un tubo y recuperar siete microgramos de ADN. Hemos encontrado linfocitos intactos, con un núcleo cargado de ADN y conservados casi en su estado primitivo gracias a la presencia de cloruro de sodio, procedente, quizá, del sudor de Cristo o del agua que brotó de su costado junto con la sangre cuando el legionario le clavó la Lanza. El ADN obtenido se ha amplificado por hibridación molecular para compensar en la medida de lo posible su degradación, y hemos mejorado los resultados por polimerización en cadena. Ciertos fragmentos se han reproducido en cuatro grados, en forma liofilizada, para que podamos contar con una reserva suficiente durante el experimento.</p> <p>La voz del profesor Li-Wonk retumbaba bajo las bóvedas de aquel insólito lugar. Tenía delante un retroproyector y un ordenador portátil. Habían instalado una gran pantalla donde los asistentes veían pasar una a una las ilustraciones que el profesor había escogido: simples fotografías de la Lanza desde todos los ángulos, imágenes de síntesis o documentos Powerpoint.</p> <p>—... Y ahora cedo la palabra al doctor Sparsons.</p> <p>El joven estadounidense se levantó y sonrió. Rozó con la mano su camiseta, se apartó el mechón, se ajustó las gafitas en la nariz y se volvió hacia la pantalla.</p> <p>—<i>Yes</i>. Según nuestros primeros resultados, todo indica que la sangre podría pertenecer al tipo AB, como la que se encontró también en la Sábana Santa de Turín, la túnica de Argenteuil y el pañolón de Oviedo. Es el tipo de sangre que más escasea en la actualidad, pues solo el dos por ciento de la población mundial lo tiene. <i>Yes</i>? Dicen que las sangres muy antiguas evolucionan de forma natural hacia el grupo AB. Ustedes saben tan bien como yo que eso es falso. Al contrario, más bien se exponen a perder sus características con el deterioro y en realidad tienden hacia el grupo O. Ustedes saben también que el grupo AB es el único que permite identificar al padre y a la madre. <i>Yes</i>?</p> <p>Con la sonrisa en los labios, miró a la asamblea y se frotó las manos.</p> <p>—Si identificásemos precisamente al padre biológico de Cristo, tal vez supondría el fin de la Inmaculada Concepción y de la virginidad perpetua de María... Recordemos además que este dogma es posterior, puesto que data del siglo VII, <i>yes</i>, a raíz de una decisión del Concilio de Letrán en 679. De todas formas, la presencia de un cromosoma Y no demostraría la paternidad terrenal de José. Al fin y al cabo, si hacía falta un cromosoma, ¿por qué se iba a privar de aportarlo el Espíritu Santo en el momento de la Encarnación, cuando el Señor descendía hacia la Virgen? Para un Dios Creador del Universo, ¡qué milagro tan modesto el de depositar el cromosoma del Espíritu Santo en la matriz virginal, en comparación con la creación de los astros... o el mantenimiento del fuego en el Sol!</p> <p>El cromosoma del Espíritu Santo...</p> <p>Hubo algunas sonrisas, y John Sparsons continuó:</p> <p>—Señores, estamos ante un hombre aparentemente común, con cromosomas X e Y, cuyo ADN es compatible con el de un judío sefardí. Seguimos estudiando marcadores específicos que nos permitan saber más, <i>yes</i>? También hemos comprobado la presencia de pólenes, en particular de un alfóncigo característico de Israel, de esporas de gramíneas muy antiguas, así como restos de mica y de granos de arena que datan de la época en que la Lanza estuvo en un medio desértico. Los mohos, en perfecto estado de conservación, han podido deteriorar la Lanza, pero nos ayudan a afinar los análisis. <i>That’s it</i>.</p> <p>—Gracias —dijo Park Li-Wonk, retomando la palabra.</p> <p>Sparsons volvió a sonreír, saludó con la cabeza y se sentó de nuevo.</p> <p>—<i>Yes. You’re welcome</i>.</p> <p>Li-Wonk tosió, bebió un trago de agua, y luego añadió:</p> <p>—Hay algo más. —Adoptó un semblante más serio—. Si nuestras informaciones se limitaran a esto, alguien replicaría que no se pueden utilizar fragmentos de ADN humano con dos mil años de antigüedad sin que el experimento esté condenado al fracaso, debido a la degradación de las secuencias. Así es. Eso era precisamente lo que nos asustaba, aunque ya se haya extraído ADN de restos humanos con doce mil años de antigüedad; recuerden el equipo francés de 1995. En nuestro caso, la amplificación del ADN hallado solo nos permitía a priori volver a copiar lo que ya existía, no completar los eslabones que faltan. Reproducir las secuencias existentes para «llenar los agujeros» es un mal menor: nos resulta imposible volver a crear las que han desaparecido para siempre. De modo que... en el mejor de los casos, si eso fuera todo, nuestra empresa chocaría fatídicamente con ese límite.</p> <p>Juntó las manos con aire doctoral.</p> <p>—¿Nos hacía falta una huella de Cristo? La tenemos. ¿Células originales? Están en marcha. Pero la reliquia, como les decía hace un momento, se ha contaminado inevitablemente del ADN bacteriano: pólenes, hongos... Por no hablar de las contaminaciones debidas a nuestras propias manipulaciones. Por tanto, reconstruir el rompecabezas de un genoma completo, volver a crear un genoma sintético, ¿no parece pura ficción? Ciertamente. Pero el análisis de las primeras muestras de Seltzner nos ha permitido descubrir... un elemento absolutamente crucial. El mismo que esta vez indujo a nuestros benefactores de Axus Mundi a hacer todo lo necesario por recuperar la Lanza, en cuanto les explicamos lo que este descubrimiento ponía en juego.</p> <p>Hizo otra pausa. Tras sus gafas rectangulares, sus pequeños ojos auscultaban, uno a uno, a los miembros de la audiencia. Luego hizo una seña al profesor Ferreri. El italiano se levantó, apartándose los mechones de pelo a ambos lados de las sienes. Hablaba con un acento melodioso.</p> <p>—Todos saben lo que es un alelo, ¿verdad? Se trata de una versión posible de un gen, formado por una cadena de nucleótidos; dicho de otro modo, un fragmento de ADN. Por lo general una célula incluye dos alelos de cada gen, puesto que posee dos combinaciones de cromosomas. Cuando estos alelos son idénticos, se considera que el organismo es homocigota respecto al gen dado. Cuando los alelos son diferentes, es heterocigota. En este último caso existen dos posibilidades. Si los alelos se expresan al mismo tiempo, son codominantes; si uno de ellos se expresa mientras que el otro permanece «callado», se dice que el primero es dominante y el otro, recesivo. Dicho de otro modo, su presencia en el genoma oculta la de otro alelo, que pasa a llamarse recesivo. Un ejemplo sencillo: si el padre transmite un alelo ojos azules y la madre un alelo ojos marrones, el niño tendrá los ojos marrones, pues este alelo es dominante sobre el alelo ojos azules.</p> <p>El profesor Ferreri carraspeó. Detrás de él apareció la representación convencional del ADN, con su característica forma de hélice, formada por elementos básicos, cuyos diferentes encadenamientos constituían el código genético. Era como si la molécula, que parecía englobar lo más misterioso y divino de la Creación, flotase de pronto en el vacío, bajo las bóvedas de la Mayor.</p> <p>—Los alelos determinan a menudo la aparición de caracteres hereditarios diferentes. Volvamos por un momento a los conceptos fundamentales, si me lo permiten. El ADN de un organismo es único. Posee toda la información necesaria para fabricar las herramientas que precisa para su mantenimiento, crecimiento y multiplicación. Esta «caja de herramientas» consiste básicamente en una amplia colección de proteínas. El paso de un lenguaje ADN a un lenguaje de proteínas requiere la intervención del código genético. En una población, cada individuo posee una combinación única de genes y se distingue, por tanto, de sus vecinos.</p> <p>Hasta aquí no había nada nuevo. Ferreri continuó:</p> <p>—La expresión física del genoma, es decir, del conjunto de sus características observables (su forma, su color, etc.), es, como bien saben, su fenotipo, un término derivado del griego que significa «la forma que parece». Así, el color del pelo puede ser rubio, castaño o negro. El fenotipo de un individuo depende de la presencia o ausencia de ciertas proteínas. La pigmentación de la piel, por ejemplo, se debe a un pigmento negro, la melanina. Todas las reacciones químicas que generan la melanina están favorecidas por una sola enzima. Si el individuo carece de ella, tendrá albinismo. El ADN también está sujeto a mutaciones, y cada una de ellas otorga un nuevo alelo cuya función puede ser diferente en cada caso. Dichas mutaciones son esenciales para la evolución del organismo.</p> <p>Park Li-Wonk interrumpió a Ferreri, le dio las gracias con una sonrisa un poco tensa y se inclinó para proseguir él con el discurso.</p> <p>—Disculpen este breve repaso. Entremos de lleno en el asunto.</p> <p>Sopesaba sus palabras.</p> <p>—Hemos descubierto un alelo desconocido, un alelo salvaje, en cierto modo. Es un alelo original no contaminado. Lo hemos bautizado Longino X². Este alelo podría ser, literalmente... la firma del Espíritu Santo.</p> <p>Un murmullo recorrió la sala.</p> <p>Cuarenta personas empezaron a agitarse, asaltadas por la sorpresa o la perplejidad. Una ola de estupor se propagaba entre los científicos de la Mayor. Cuchicheaban aquí y allá, y cada cual añadía su comentario. El barullo tardó en disiparse. Park Li-Wonk, satisfecho con el efecto provocado, recuperó su máscara de indiferencia y levantó una mano para acallar al público.</p> <p>—Compréndanme. Este alelo lo cambia todo. No existe en ningún otro lugar de la naturaleza ni del universo conocidos. Es un alelo mutante. Es, de alguna forma, milagroso. Su descubrimiento, casi inmediato, como si estuviera esperándonos desde hace dos mil años, ha superado nuestras expectativas. Eso significa dos cosas. Primero: todo parece indicar que estamos en presencia de la sangre de Cristo, puesto que esta sangre posee una particularidad única. Segundo: la degradación de las secuencias de ADN pierde importancia. Si logramos diseminar este ADN amplificado y hacerlo portador de un alelo salvaje X², será la especificidad de Cristo lo que inocularemos en la Portadora. ¡Poco importa que el niño tenga o no sus características físicas! ¡Poco importa que sea o no su copia exacta desde un punto de vista meramente biológico! No es la carne lo que hace el alma, ¿verdad? Aun cuando lográsemos clonar a Cristo, el niño crecería, y bajo la influencia de su educación, su entorno, sus experiencias, sus actividades, nada nos asegura que se convirtiera en el nuevo Mesías... Pero... ¡lo que tenemos es algo radicalmente diferente!</p> <p>No pudo contener una sonrisa de satisfacción. Había comenzado su discurso muy doctamente, pero en ese momento la excitación se apoderaba de nuevo de él, y el coreano no podía disimularla. Solo el japonés Yzamata, que aún no había tomado la palabra, permanecía impasible.</p> <p>Li-Wonk se embalaba con su discurso.</p> <p>—Este alelo puede influir, obviamente, en características físicas hereditarias. Pero si esta herencia es en parte de origen divino... creemos que el alelo Longino X²también tendrá un impacto sobre las facultades espirituales y el comportamiento del clon. Si se trata en verdad del alelo del Espíritu Santo...quizá el niño goce, como Cristo, de facultades fuera de lo común. ¡Facultades sobrenaturales! Como, por ejemplo, su capacidad de obrar milagros. Su poder, en suma: ¡la herencia directa de su ascendencia divina! No estamos únicamente en presencia de un problema genético o determinista desde el punto de vista biológico. Lo que estamos diciendo, si lo prefieren, ¡es que creemos haber identificado el gen del alma! A los que piensan que Jesús era una persona absolutamente única, irrepetible, el Hijo de Dios encarnado, sin posibilidad de resucitar de forma idéntica por medios humanos, les contestamos: ¡se equivocan!... Este alelo nos brinda la posibilidad, si no de hacer volver al Mesías de forma idéntica, al menos de crear... al «Nieto del Hombre».</p> <p>Sus ojos brillaban.</p> <p>—Porque el parentesco será real, así como la esperanza de presenciar algo milagroso.</p> <p>El profesor Park Li-Wonk respiró hondo. Bebió un sorbo de agua y se levantó lentamente. Apoyó una mano en el hombro del profesor Ferreri, que se había sentado a su lado.</p> <p>—Pero ahora... alguien desea hablarnos.</p> <p>Se acercó a la caja blanca que tenía cerca y, después de una última mirada a la audiencia, apretó el botón rojo.</p> <p>Se oyó un restallido.</p> <p>Las luces se atenuaron.</p> <p>Luego, lentamente, desde todos los altavoces repartidos por la Mayor, se escuchó un soplo, una respiración regular. Y finalmente una voz. Una voz lejana, cavernosa, cuyo acento delataba un origen austríaco. ¿Era el mismo Dios —u otro Dios— el que les estaba hablando?</p> <p>—Señoras y señores —dijo la voz—, gracias a todos por estar aquí... Les he reunido para el experimento más importante de toda la historia de la humanidad.</p> <p>La voz hizo una pausa y continuó:</p> <p>—Y no me refiero solo desde la creación del ser humano, sino desde la Creación en sí. Vamos a asistir al nacimiento del primer niño que, de seguro, superará la condición del hombre ordinario, pero hay algo más importante. Vamos a presenciar el nacimiento de una nueva dinastía. Una mutación de la raza humana. Vamos a controlar nuestro destino, señoras y señores. Con o sin Dios.</p> <p>La voz dejó escapar una breve risa, y luego prosiguió:</p> <p>—Porque si Él no existe, ¿qué importancia podría tener...? ¿En qué sería reprochable nuestro proyecto? Y si Él existe... no puede ignorar lo que pensamos hacer, ¿verdad? Entonces... vamos a preguntarle a Él. Tantos sufrimientos en esta vida, tantos interrogantes humanos arrojados a Su rostro sin obtener nunca respuestas... Hoy, al pie de este monte Sinaí, como antaño Moisés ante la zarza ardiente, vamos a hablar con Él. Pero a diferencia del profeta, nos atreveremos a mirarle directamente a los ojos, por así decirlo. Bien de frente... Él, ¡cuyo Nombre ni siquiera se atrevían a pronunciar los judíos! Y vamos a preguntarle: ¿quieres que por fin Tu criatura se haga cargo del destino de Tu creación?</p> <p>La voz, vibrante de misticismo, había retumbado con más fuerza que antes bajo las bóvedas.</p> <p>Luego bajó un tono y el profesor Park Li-Wonk, de pie junto a la caja blanca y con las manos unidas, entornó los ojos.</p> <p>—Sus designios son impenetrables... Pero nosotros vamos a penetrar en ellos —dijo la voz—. Vamos a ver si quiere ayudarnos o no en nuestra empresa. Señoras y señores, les invito a encontrar a Dios en breve. La Lanza del Destino es nuestra carta de invitación. No solo para verlo o entreverlo a Él, sino también al Hijo y al Espíritu Santo... Sin olvidarnos, claro está, de ella...</p> <p>La voz concluyó:</p> <p>—Me refiero a la Nueva María.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Judith, con los labios crispados, seguía sentada en su asiento, en el último compartimiento del tren. Observaba a su agresor, frente a ella. Cruzaba las piernas e intentaba disimular su nerviosismo. Lentamente el hombre apartó su mano de la boca de la joven. Ella dudó si pedir socorro a gritos, pero se echó atrás y le preguntó:</p> <p>—¿Qué piensa hacer con nosotros exactamente?</p> <p>—Querida señorita... Mi colega se está encargando en estos momentos de su amigo. En cuanto a usted, tenemos otros planes. Es importante tener... a alguien que nos sirva para que nuestra voz llegue al Vaticano.</p> <p>Tenía un acento alemán, austríaco, quizá.</p> <p>—¿Y si me pusiera a gritar aquí ahora mismo? —preguntó Judith—. Su cuchillito no me impresiona. ¿Estaría dispuesto a clavármelo en este vagón? No estamos solos...</p> <p>El otro sonrió. Judith sintió que su angustia aumentaba un grado. Le corrían gotas de sudor por encima del labio. Extrañamente, le parecía verse a sí misma desde fuera, sentada en su asiento, luchando con dificultad para conservar la calma. Sin embargo lo que ocurría era muy real. Debía mantener la sangre fría a toda costa.</p> <p>—Usted es libre de probar su suerte —dijo el hombre con seguridad—. Pero tengo otros recursos para hacerla callar, incluso antes de que mueva el meñique. Soy un profesional, querida señorita —añadió con una sonrisa untuosa.</p> <p>Judith tragó saliva con dificultad antes de preguntar, con el tono más firme de que fue capaz:</p> <p>—Ustedes saben que su proyecto es una insensatez. ¿Cuál es su objetivo? ¿Hacernos creer que están en condiciones de llevarlo a cabo... para pedir dinero, como vulgares chantajistas? ¿Y en serio piensan que nos van a tomar el pelo? ¿O imaginan de verdad que sus manipulaciones darán resultado?</p> <p>—No sé de qué está hablando, querida señorita. Yo me limito a seguir mi hoja de ruta.</p> <p>—¿Qué es Axus Mundi? ¿Quién dirige esta organización?</p> <p>—Es usted una parlanchina insoportable, ¿no le parece?</p> <p>Seguía sonriendo y la miraba con malos ojos. Su mirada se detuvo un instante en la forma de sus pechos. Cuanto más tiempo pasaba, más consciente era ella de que estaba acorralada.</p> <p>De las profundidades de su corazón subía un grito irresistible. ¡Anselmo no volvía! ¿Qué le había pasado? Tal vez...</p> <p>«¡No, por el amor de Dios, no!»</p> <p>No lo soportaría mucho más.</p> <p>Un nuevo arrebato de angustia la cubrió de sudor.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Anselmo sintió que el viento le golpeaba la cara como una bofetada.</p> <p>En torno a él, el estrépito era ensordecedor. Estaba solo con aquel hombre, entre dos compartimientos. Por orden de su agresor, acababa de abrir una de las puertas del tren que daba al exterior. Los afloramientos rocosos, las orillas del Nilo, los pueblos de caserones blancos rodeados de palmeras, el verdor de los campos ribeteados de dunas...el paisaje pasaba muy deprisa ante él. El sol se ponía, ofreciendo aquella imagen de bola incandescente tan típica de los crepúsculos en el desierto, con una luz que matizaba el universo con tintes irreales. En los resplandores del poniente danzaban la arena y el polvo. Aquellos rayos agónicos cubrían la frente de Anselmo alternativamente de sombras y claridad, al ritmo acelerado del tren y de los árboles o los postes telegráficos que bordeaban la vía férrea. Estaba rabioso por haberse dejado atrapar con tanta facilidad. ¿Cómo podía haber sido tan descuidado? Pegado a su espalda, el hombre lo empujaba hacia la puerta exterior. Anselmo sintió la presión del arma contra su costado. En el mejor de los casos lo tirarían del tren y se rompería la nuca en la caída. En el peor... Torció ligeramente la cabeza, de espaldas, para intentar ver los rasgos de su adversario.</p> <p>Ganar tiempo. Había que ganar tiempo a toda costa.</p> <p>—¿Quién es usted? —le preguntó.</p> <p>Tuvo que gritar, pues el barullo del tren ahogaba su voz.</p> <p>El otro no contestó. Se limitó a reírse otra vez.</p> <p>—¿Le envía Axus Mundi? —insistió Anselmo—. Sabemos qué están preparando. ¿Me oye? Sabemos lo que hacen.</p> <p>Antaño, durante sus cursillos en la Minerva, el guardaespaldas había obtenido la máxima calificación en <i>pencak silat</i>, un arte marcial de origen indonesio. Lo mismo que sus colegas, se había entrenado secretamente en tiro y en las técnicas de combate cuerpo a cuerpo con unidades de paracaidistas del ejército italiano. Solo necesitaba desengrasarse...</p> <p>Anselmo apretó la mandíbula mientras el hombre se acercaba a su oreja.</p> <p>—<i>Auf Wiedersen</i>, amigo. Es el momento de cantar <i>Más cerca de ti, Señor</i>...</p> <p>El arma presionaba con más insistencia su cadera. Anselmo luchó contra la idea de que esta vez quizá fuese el final de todo. De nuevo, las imágenes de la caza de patos salvajes y la silueta de su anciano padre Pascale le vinieron a la mente. Dispuesto a jugarse el todo por el todo, apretó un puño con rabia. ¡Era demasiado absurdo! Encontrarse en la piel del pato lo disgustaba tremendamente.</p> <p>De pronto, una de las puertas que daban a los compartimientos se abrió con un suspiro ronco. Con una gorra sobre la cabeza, chilaba blanca escotada en el pecho y perilla recortada en punta, el revisor del tren El Cairo-Alejandría, bonachón y barrigudo, pasaba de un vagón a otro. Se encontró de cara con los dos hombres.</p> <p>«Ahora.»</p> <p>Anselmo se agachó de golpe, flexionando las rodillas mientras giraba sobre sí mismo.</p> <p>«Pencak silat.»</p> <p>Con la mano izquierda agarró el antebrazo de su adversario, mientras que con la mano derecha le asestaba un golpe resuelto que lo obligó a soltar el arma. Cuando Anselmo lo empujó a un lado, el hombre profirió un grito que se prolongó mientras el italiano lo volteaba en un semicírculo alrededor de él, para finalmente lanzarlo a través de la puerta abierta sobre la vía. Devorado por el exterior, se estrelló contra uno de los postes telegráficos; a partir de ese momento solo se oyó la algarabía producida por los baches del tren y los chillidos de la sirena. Anselmo se incorporó ante el revisor que, pasmado, había soltado la perforadora. Se reajustó la chaqueta sobre los hombros y suspiró, con un aire vagamente incómodo:</p> <p>—<i>No ticket</i>... Eh... <i>No ticket</i>.</p> <p>Luego, frunciendo el ceño mientras el atónito controlador permanecía boquiabierto sin poder pronunciar palabra, Anselmo apoyó la mano en las dos pistolas escondidas debajo de su chaqueta.</p> <p>Volvía a tener el papel del cazador.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Las luces se encendieron de nuevo.</p> <p>—Y ahora, al trabajo.</p> <p>Park Li-Wonk, Ferreri y el estadounidense Sparsons se aislaron en una de las salas subterráneas del Centro, un simple despacho parecido a un blocao. Estaba equipado con una de esas esclusas corredizas defectuosas que formaban parte de las extravagancias del lugar. Las paredes, sin ninguna apertura al exterior, estaban provistas de un revestimiento metálico gris azulado. Unos neones intermitentes escupían una luz pálida, alimentada por el generador eléctrico. Se había instalado una línea telefónica, cuyo cable subía por unas vainas inverosímiles hasta la superficie. Park Li-Wonk descolgó el teléfono. Con el auricular rojo en la oreja y el altavoz activado en atención a sus correligionarios, hablaba en aquellos momentos con la Voz. La voz de Ernst Heinrich, dueño y señor de Axus Mundi.</p> <p>—Pronto estaremos listos —dijo el coreano—. Por ahora todo está en orden.</p> <p>Se hizo un largo silencio, salpicado por una respiración ronca al otro lado de la línea. Al final se oyó de nuevo esa voz que parecía llegar de las profundidades de la tierra.</p> <p>Hablaba lentamente, separando cada palabra.</p> <p>—Es preciso que actúen con eficacia, señor Li-Wonk. Usted me entiende...</p> <p>Pese a su habitual sangre fría, Park Li-Wonk se angustiaba siempre que daba parte del progreso de sus trabajos a su gran proveedor. Él, que durante treinta años había sido una de las eminencias desconocidas de la genética internacional, se sentía de pronto como un niño a la espera de que el maestro lo reprendiera por no haberse aprendido bien la lección. Notaba que el sudor le perlaba la frente. Si bien era cierto que los cuatro científicos habían creído a pies juntillas en la posibilidad de llevar a cabo su experimento, ninguno ignoraba que Ernst Heinrich tenía el destino de todos en sus manos y que bastaba una sola palabra suya para que pasasen en la cárcel el resto de sus días. Y lo mismo ocurriría si los descubrían. La protección de Heinrich —y, preferentemente, el éxito de su operación— representaba su única oportunidad de salir del paso y labrarse un futuro mejor.</p> <p>Li-Wonk esbozó una sonrisa forzada.</p> <p>—Naturalmente. Comprendo. Nuestros equipos trabajan veinte horas al día...</p> <p>—Pero tenemos los días contados. Usted sabe de lo que estamos hablando, querido señor Li-Wonk. Y eso, junto a los suculentos honorarios que ha recibido, deberían bastar para darle prioridad sobre cualquier otra consideración... En especial sobre las relativas a sus horarios de trabajo, que me parecen, como mínimo, anecdóticas. Hágame el favor de discutir sobre derechos sociales en otro momento.</p> <p>—Por... por supuesto —replicó Li-Wonk, y deslizó un dedo por el cuello de su camisa como si le costase respirar. Cruzó una mirada con Ferreri y Sparsons—. Puedo asegurarle que así será.</p> <p>Ernst Heinrich provocaba los rumores más disparatados. Nadie, ni siquiera los científicos presentes en el Centro del Sinaí, podía confirmar cuál era su verdadero nombre. Solo su origen austríaco parecía más o menos cierto. Unos decían que era millonario y que había hecho fortuna en los laboratorios farmacéuticos; otros afirmaban que su seudónimo ocultaba la identidad de un alto responsable de la política austríaca aún en ejercicio, cercano a los círculos de la extrema derecha. Entre el florilegio de sus genealogías, se prefería la de que su padre había sido un oficial nazi, ya fallecido. Este padre atento le habría enseñado a su retoño todo acerca de la Santa Lanza, durante las gélidas noches de invierno a las afueras de Viena. A no ser que procediera de una familia de comerciantes de armas, lo que explicaría su colosal fortuna; con otro nombre figuraría incluso entre las diez mayores fortunas del mundo según la revista <i>Forbes</i>. Este megalómano habría cobrado interés por las investigaciones arqueológicas, en las que invertía su calderilla. También podía ser un esquizofrénico, iluminado y apasionado por Adam Crowley y la misteriosa secta del Alba Dorada, que otrora fascinara a Hitler; o bien el riquísimo heredero de una gran familia industrial de lores ingleses, armadores griegos o descendientes de zares...</p> <p>Todo esto no era sin duda más que una tremenda fantochada, pero quizá hubiese algo de verdad en cada una de aquellas hipótesis. Detalles que, colocados uno tras otro, habrían recompuesto fielmente su caleidoscópico retrato. Este hombre de mil caras no se había dejado atrapar hasta entonces. Por el contrario, era singular y preocupante ver hasta qué punto había logrado arrogarse...otra dimensión: la de un mito. Una especie de sombrío Leviatán.</p> <p>—Y... ¿en qué punto se encuentran los servicios israelíes y el Vaticano? —aventuró Park Li-Wonk.</p> <p>La Voz tardó un poco en responder. Park entornó los ojos. Se oían interferencias en la línea. Utilizaba un canal de seguridad, pero no por ello dejaba de tener el carácter alternativo propio del lugar. Por fin:</p> <p>—Eso no es de su incumbencia, profesor Li-Wonk. Me sorprende su audacia. Ocúpese de su trabajo y yo haré el mío. Y no olvide que... le vigilo.</p> <p>Park Li-Wonk se pasó una mano por la frente; estaba crispado.</p> <p>Se deslizó de nuevo un dedo por el cuello. Una ojeada a la cámara colocada en el rincón de la sala acentuó su nerviosismo.</p> <p>En todos los rincones del edificio habían encontrado instalado un complejo entramado de una treintena de aparatos, usado por la antigua red de seguridad. Las cámaras abarcaban desde todos los ángulos imaginables el conjunto de los centros neurálgicos de las secciones, en especial la Mayor, así como los despachos principales. Resultaba imposible rehuirlas. Li-Wonk lo sabía: nada podía burlar la vigilancia del manda más de Axus Mundi. La idea de tenerlo constantemente a sus espaldas era lo que más le perturbaba.</p> <p>—Por supuesto, disculpe —dijo, traicionando su malestar—. Y en lo que respecta a...</p> <p>Unos pitidos intermitentes indicaron que su interlocutor había dado por zanjada la conversación.</p> <p>Con un nudo en la garganta, el coreano levantó de nuevo la vista hacia sus colegas. Permanecieron en silencio durante unos treinta segundos, hasta que Park Li-Wonk se decidió:</p> <p>—¿Y la Portadora?</p> <p>—Llegará muy pronto —aseguró Ferreri.</p> <p>Apretó los dientes, rígido. Al final se levantó y empezó a toquetear mecánicamente el bolsillo derecho de su camisa para recobrar la compostura.</p> <p>Un tanto pálido, Ferreri se dirigió al coreano:</p> <p>—Y... ¿y si fracasamos? —preguntó.</p> <p>Li-Wonk se volvió hacia él, de nuevo tenso.</p> <p>—¿Y si lo conseguimos? —replicó.</p> <p>Se miraron unos a otros. Li-Wonk echó un vistazo de reojo hacia la cámara por última vez.</p> <p>—Bien. Señores, la sangre de Cristo nos espera.</p> <p>Con un gesto teatral abrió la puerta del despacho.</p> <p>—Que cada cual se encargue de su equipo.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Anselmo había adormecido al revisor antes de quitarle la gorra y tumbarlo debajo de un asiento.</p> <p>Volvió al vagón donde se encontraba Judith y avanzó rápidamente hacia el fondo.</p> <p>Cuando el hombre quiso darse cuenta de su presencia, Anselmo ya le susurraba al oído:</p> <p>—Su amigo ha ido a visitar las Pirámides. Ahora nos toca a nosotros tener una pequeña charla.</p> <p>El rostro de Judith se había iluminado. Una ola de calor le recorrió todo el cuerpo y sus músculos se relajaron. «¡Gracias, gracias!», pensó. Anselmo había hablado en voz baja para no llamar la atención, pero con una mano en el bolsillo sujetaba firmemente la culata de una de sus Manurhin. El desconocido mantenía su navaja de muelle a unos centímetros del estómago de Judith. Con un solo gesto, Anselmo lo desarmó. A su alrededor, los pasajeros seguían dormitando o charlando animadamente. La joven miró a su ángel con agradecimiento y disimuló un inmenso, un profundo suspiro de alivio que le sentó de maravilla.</p> <p>Judith había recuperado la confianza.</p> <p>—¿Cómo se llama? ¿Quién dirige Axus Mundi? —preguntó.</p> <p>Al otro le costó un poco reponerse. Miró a Anselmo con desprecio y su mirada regresó a la joven. Ambos se observaron de arriba abajo durante un buen rato.</p> <p>—¡No diré nada!</p> <p>—Otro que tal... —maldijo Judith mientras alzaba la vista hacia Anselmo.</p> <p>Este vaciló. Agarró al hombre, le metió una mano en la chaqueta y le quitó la P38 que llevaba. Buscó su documentación, sacó un pasaporte, lo observó con atención y se lo dio a Judith. Krenzler, Jorg. Nacionalidad: austríaca. Los visados y los sellos de aduana confirmaban su paso por Israel y Egipto. Anselmo recordó la bolsa de deporte abandonada a dos vagones de allí. Había que recuperarla cuanto antes. Se habría deshecho de buena gana de ese hombre como del primero... pero su captura era un regalo, una posible fuente de información muy preciada. Aunque, como era de esperar, Jorg no parecía dispuesto a soltar todo lo que sabía de buenas a primeras, lo que irritaba profundamente al italiano. Miró a Judith apretando los labios. Era evidente que ella pensaba lo mismo. Al lugar le faltaba intimidad para una confesión detallada. La mujer cogió su portátil.</p> <p>—Querido señor... Krenzler, vamos a viajar juntos y voy a asegurarme de que lo reciban en Alejandría como es debido.</p> <p>Marcó el número de Jean-Baptiste Fombert, el padre de la Escuela Bíblica, que debía de haber llegado ya a destino. Entonces advirtió que Anselmo registraba todos los bolsillos de su chaqueta con aire preocupado. Confuso, dejó escapar un «<i>miseria</i>» y se explicó:</p> <p>—Creo que he perdido mi billete...</p> <p>Y sacudiendo la cabeza, añadió:</p> <p>—Odio viajar ilegalmente.</p> <p>Judith sonrió, llena de gratitud.</p> <p>Buscó las palabras, pero solo halló una:</p> <p>—Anselmo... ¡Gracias!</p> <p>El italiano hizo una mueca y se encogió de hombros.</p> <p>—Bah... solo hago mi trabajo.</p> <p>Todavía quedaban dos horas antes de llegar.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Los pasos de Dino Lorenzo resonaban en el vestíbulo de los aposentos privados del Santo Padre.</p> <p>Se deslizó sobre los escudos de armas de un Papa aristocrático del siglo XVI, reproducidos en suelo de mármol con singulares piedras multicolores, y finalmente se detuvo ante los que había añadido Spinelli. Dibujados por un heraldista de renombre, figuraban en la pesada puerta de la entrada: una cruz latina descentrada con una M de oro sobre un fondo azur, que simbolizaba a la Virgen, adornada con la tiara pontifical y las llaves de oro y plata de la Ciudad del Vaticano. Dino saludó con la cabeza a los guardias suizos, y un ujier con chaqueta color berenjena, cuello de camisa de esmoquin y lazos cruzados, lo anunció a Clemente XVI.</p> <p>Los aposentos privados del Papa, constituidos por una veintena de habitaciones, estaban repletos de espléndidas estatuas del Renacimiento italiano, estucos de oro, trampantojos y frescos de querubines entreteniéndose con los astros. Ménsulas de madera dorada, estatuas medievales de piedra, bargueños del siglo XV estampillados con las armas del Vaticano... todo aquello contrastaba con el verdor de las plantas y las múltiples figurillas y recuerdos de viaje que los diferentes pontífices habían acumulado a lo largo de los siglos.</p> <p>Cuando Dino Lorenzo se presentó en el despacho de Spinelli, el Papa estaba inclinado sobre una montaña de notas y libros voluminosos, con una taza de té al alcance de la mano. Se había puesto a trabajar apenas terminó la misa matinal. La revista de prensa que había preparado su Secretaría de Estado y los periódicos del día estaban apilados junto a él: <i>Il Corriere della Sera, La Repubblica, La Stampa, Die Welt, Le Figaro, La Croix, The International Herald Tribune</i> y el inevitable <i>Osservatore Romano</i>. Tres teléfonos, además de una mesa extensible para que su secretaria pudiera apoyar el cuaderno, destacaban en medio del baturrillo. El anuario pontificio y el directorio telefónico de las comunidades religiosas se hallaban junto a un escritorio de piel, un reloj de péndulo de bronce y un crucifijo colocado sobre una peana negra.</p> <p>Fue en este despacho, silencioso y adecuado para el estudio, donde el Santo Padre corrigió su primera encíclica, <i>De natura rerum</i>, y donde seguía preparando la segunda, <i>Ad vitam aeternam</i> —aunque, desde hacía unos días, sospechaba que debía revisar el manuscrito a conciencia—. Aquí, cerca de la ventana, a poca distancia del pequeño estrado antideslizante al que se encaramaba los domingos para bendecir a millares de fieles reunidos en la plaza de San Pedro, se hallaba, pues, Leonardo Spinelli di Rosace, el papa Clemente XVI.</p> <p>—Dino, por favor, siéntese.</p> <p>Clemente lo observó unos instantes sin decir nada, con una mano en la barbilla y la manga de su atuendo inmaculado en reposo sobre uno de sus libros. Una ojeada rápida permitió al director de las Colecciones confirmar que se trataba de los libros que le había llevado él mismo desde el Vaticano. ¿<i>El ADN de Dios</i>?, de Garza Valdés; <i>La tentación genética</i>, del profesor Hermann Fribourg; <i>Clonación reproductiva y clonación terapéutica</i>, de François Kalm; <i>Dolly, Polly... Adán</i>, de Nathanaël Wiesman, y <i>Creer en la ciencia</i>, de un tal profesor Park Li-Wonk. El Papa parecía preocupado. Al cabo de unos segundos, rompió el silencio con una voz pausada:</p> <p>—Dino... He leído su nota. Entre nosotros... No es la primera vez que nos enfrentamos a una situación difícil, ¿no es cierto? Pero... toda esta literatura, no le engañaré, es un tanto abstrusa. Necesito saber algo, amigo mío.</p> <p>Se inclinó. El anillo de oro destelló brevemente en su mano.</p> <p>—Se trata una vez más de una broma pesada... ¿o realmente albergan la mínima esperanza de llegar... a algo?</p> <p>Dino se mojó los labios con la lengua y cruzó las piernas.</p> <p>—Leonardo... Me pregunta, a fin de cuentas, si debemos tomarnos la amenaza en serio. Pues bien, aparte de que nuestro equipo ha sido asesinado en Megido, lo que dice mucho sobre la motivación de estos iluminados, lo acontecido en El Cairo es muy preocupante.</p> <p>—Lo he leído, sí. Ese arqueólogo francés...</p> <p>—Seltzner. Damien Seltzner.</p> <p>—También a él lo han matado, ¿verdad?</p> <p>—Sí. Monseñor Almedoes está ahora mismo en plenas conversaciones con el gobierno egipcio y el Estado israelí. Y, créame, para eso hay que hacer auténticos malabarismos... Quizá nos necesite.</p> <p>—¿Judith sigue allí?</p> <p>—Acaba de partir con Anselmo hacia Alejandría. Creo que está fuera de peligro.</p> <p>—Está bien. No quiero que corra el menor riesgo, ¿comprende? Confío plenamente en sus capacidades y conozco muy bien las de Anselmo. Pero ha sido un poco presuntuoso por nuestra parte mezclarla en este asunto. Judith es antes que nada una mente investigadora, una mujer de informes. Conoce mal el terreno... y en El Cairo les podía haber ido mucho peor.</p> <p>—Puedo llamarla en cualquier momento, santidad.</p> <p>El Papa vaciló.</p> <p>—... Alejandría, ¿dice?</p> <p>—Sí. Es que... tenemos más información.</p> <p>Clemente dirigió a Lorenzo una mirada interrogante. Este tomó aire antes de explicarse:</p> <p>—Ya conoce al padre Jean-Baptiste Fombert, de la Escuela Bíblica y Arqueológica de Jerusalén... Judith y yo le confiamos una parte de la traducción de los pergaminos de Longino. Ha conseguido reconstruir una secuencia del itinerario que siguieron los rollos tras salir del Gólgota. Sus investigaciones le han llevado hasta los monjes de Santa Catalina, en el desierto del Sinaí. Buscaba un códice que podía probar definitivamente la autenticidad de la reliquia y su ocultación en la capilla de Megido. De hallarlo se cerraría el círculo. Ahora bien, el códice es propiedad del monasterio y, como sabe, los ortodoxos de Santa Catalina no dependen de ninguna Iglesia constituida... Se ha puesto en contacto con ellos... y ha levantado otra liebre. Parece que ellos han recibido mensajes bastante similares al que le menciono en mi nota, del que sor Internet sigue intentando localizar la procedencia exacta. Pero sobre todo... hay algo muy extraño en todo esto, santidad. ¿Para qué nos han... advertido, por así decirlo?</p> <p>—Eso es algo que yo tampoco me explico.</p> <p>—Creo...creo que uno de ellos ha intentado avisarnos en secreto... Pero cubriéndose las espaldas por si lo descubren. En otras palabras, no es imposible que entre ellos haya un Judas, lo cual sería una ventaja para nosotros. Quizá ese Judas nos ha dado intencionadamente la manera de seguirles la pista y de llegar hasta ellos. Nada lo prueba de momento... Pero uno de los monjes sabe por los beduinos de la región que en los últimos tiempos ha habido un trajín poco habitual en el Yebel Musa. Y no se trata de autocares turísticos. Nos gustaría confirmarlo vía satélite antes de tomar cualquier iniciativa; Almedoes está trabajando en ello, pues se trata, de nuevo, de territorio egipcio. Pero, santidad, volviendo a su pregunta...</p> <p>Dino puso mala cara.</p> <p>—Tengo igualmente una información que de momento todo el mundo ignora, o casi. Ni siquiera Judith está al corriente. Quería hablarlo con usted... personalmente.</p> <p>—Pues bien, ¿a qué espera?</p> <p>Dino, pálido y a todas luces angustiado, se revolvió un instante en su asiento... Finalmente se decidió:</p> <p>—Seltzner no fue el único que sacó una muestra de la Lanza desde que la descubrieron. Josi también estaba allí. Y aunque Seltzner robó una muestra, una segunda nos fue enviada de inmediato a petición mía. He mantenido esta información en secreto a la espera de los resultados del laboratorio, que he recogido esta misma mañana. Quería que realizaran los análisis antes de dar la voz de alarma. Y... ay, Dios mío, Leonardo...</p> <p>Spinelli lo miró y presintió de pronto la gravedad de lo que Lorenzo iba a anunciarle. Su corazón latió con más fuerza.</p> <p>—La sangre que hemos encontrado, Leonardo... presenta... características increíbles. Hay una...una particularidad...que no se encuentra en ningún lugar del mundo conocido...</p> <p>Lorenzo separó las manos.</p> <p>—Creo que podría tratarse verdaderamente de la sangre de Cristo.</p> <p>Hubo un largo, larguísimo silencio.</p> <p>Dino y el Santo Padre se habían quedado paralizados.</p> <p>—¿Se da cuenta de lo que está diciendo? — soltó por fin Spinelli, que palidecía por momentos.</p> <p>Dino asintió sin decir palabra.</p> <p>El Santo Padre se levantó muy lentamente.</p> <p>Sus pasos se habían tornado graves; se dirigió hacia la ventana y se acarició la frente. ¿La auténtica Lanza del Destino? Y... ¿la auténtica sangre de Cristo? ¿Iba realmente la Iglesia, con sus dos mil años de historia, a afrontar la peor de las pesadillas? Dino contempló a Clemente XVI, cuya silueta se recortaba ante él a contraluz, entre las cortinas diáfanas. El Papa irguió la cabeza.</p> <p>—Pretenden recuperar esa sangre...</p> <p>—Eso ya lo han hecho.</p> <p>—... extraer el ADN...</p> <p>—Sí.</p> <p>—... e introducirlo en un óvulo, ¿es eso? Un óvulo inoculado, desprovisto de su núcleo...</p> <p>—Sí.</p> <p>—... para inseminarlo en una madre portadora.</p> <p>—Es exactamente eso.</p> <p>El Santo Padre respiró hondo. Se volvió hacia Dino.</p> <p>—Pero yo creía que las posibilidades tecnológicas eran todavía insuficientes para la clonación humana... ¿Cómo pueden creer que es posible resucitar a un hombre de dos mil años y tomarlo por el Mesías?</p> <p>—Puede que lo sea, santidad. Créame... Es una posibilidad.</p> <p>A Spinelli casi se le corta la respiración.</p> <p>—¿Y Su poder volvería a estar presente entre nosotros?</p> <p>Apretó los puños con tanta fuerza que Dino pensó que iba a dar un golpe en la mesa del despacho.</p> <p>—Dino... ¡La vida es sagrada! ¡Está en manos de Dios, como la muerte! ¡Es el sentido mismo de <i>Ad vitam aeternam</i>, Dino, la encíclica que escribo desde hace dos años y en la que pienso desde hace diez! ¡Todo esto no son más que bobadas! ¡Eso no puede ocurrir, Dino! ¡Una nueva Babel no! ¿Quién puede arrogarse el derecho de modificar el género humano? ¿Y el de crear... nada menos que a otro Mesías, a un nuevo Dios? ¡Una pálida copia! ¡Es absurdo, completamente absurdo!</p> <p>Guardó silencio un instante. Su ira se aplacó.</p> <p>—No, no creo que todo eso pueda pasar. Fracasarán... Sus pretensiones no tienen ningún futuro. Y si logran que nazca un niño, ¿por quién sería reconocido? Están abocados a la catástrofe.</p> <p>—No deberían arrastrarnos a nosotros también. Santísimo Padre, intenta usted convencer a un convencido. Pero si han empleado tales medios es porque el intento, a sus ojos, valía la pena. Creo que han encontrado... lo mismo que nosotros. Y con más rapidez aún. Debe de ser eso mismo lo que les ha decidido a iniciar su operación. Ha transcurrido cierto lapso entre el descubrimiento de la Lanza y el asesinato del equipo de las excavaciones. Un tiempo que habrán aprovechado para sopesar sus posibilidades de éxito... Y ahora han tomado una resolución, lo que confirma mis temores de que calculan obtener un gran éxito, muy grande.</p> <p>Dino hizo una pausa antes de continuar.</p> <p>—Su Santidad tiene razón: la clonación reproductiva humana tiene hoy sus limitaciones. Pero pueden haberse superado. No digo que sea el caso... pero es posible, o al menos así lo creen ellos. Quizá su triste equipo ha logrado encontrar el modo de rodear los escollos para garantizar una inseminación viable, y un desarrollo embrionario normal, que permitiría dar a luz a un niño. Con qué método, lo ignoro. Supongo que también habrán encontrado un modo de conservar los óvulos, pues el número de ovocitos frescos necesarios para una operación así y la imposibilidad de congelarlos son dos de los mayores obstáculos con que se enfrentan en la actualidad los científicos experimentados en proyectos de este tipo. Sin estos métodos, tendrían que disponer de tantas mujeres para conseguir un único clon, que su intento estaría condenado al fracaso de antemano. Por mi parte he movilizado todos los recursos que he sido capaz para comprender cómo pretenden hacerlo. Tres cardenales cooperan conmigo para tratar de encontrar a los científicos que serían capaces de semejante prodigio...</p> <p>—De semejante brujería, Dino. De semejante brujería.</p> <p>—Sí. En esta partida no puede haber aficionados. Buscamos entre genetistas que hayan renunciado a su condición, hombres de ciencia controvertidos, expertos en biología molecular cuyos laboratorios tengan problemas de financiación, renegados, y por supuesto entre los equipos de aquí, entre los investigadores que trabajan en estas cuestiones desde hace tiempo. Pero hay muchos. Nos hemos puesto en contacto con Garza Valdés y con el profesor Riggi, el cual analizó la Sábana Santa de Turín, y hemos reunido a los genetistas que han dedicado sus trabajos al pañolón de Oviedo y a la túnica de Argenteuil. Seguimos las huellas tanto de los más serios como de los más mitómanos. Elaboramos listas y fichas, y los llamamos. Nos hemos puesto en contacto hasta con el FBI y los raelianos... ¡Imagínese! En resumen, estamos trabajando. Pero todo esto lleva tiempo, santidad. Un tiempo limitado... me temo.</p> <p>Spinelli asintió con la cabeza. Dino prosiguió:</p> <p>—No olvidemos que los pergaminos de Longino tenían también un carácter profético. Anunciaban el Apocalipsis en el año 2006 del calendario cristiano, y la época en que yo observaba todas estas cosas con el ojo divertido del aficionado a enigmas ya ha pasado a la historia. En el punto en que estamos no quiero descuidar nada. Quién sabe... pueden darnos indicaciones, no sobre lo que ya se ha producido, ¡sino sobre lo que podría pasar! Y lo que es más... Seltzner estaba al corriente del contenido de los pergaminos. Pueden haber inspirado también a Axus Mundi.</p> <p>El soberano pontífice separó los brazos, aterrorizado.</p> <p>—¡Y hemos de creer en todo esto!</p> <p>—Leonardo, se lo ruego, escúcheme. Si la Lanza es auténtica y si poseen realmente muestras de la sangre de Cristo, no podemos vendarnos los ojos. ¿Vamos a quedarnos de brazos cruzados? ¡Pero si Josi está muerto! ¡Ungaro está muerto!... ¡Y Judith y Anselmo están en el punto de mira!</p> <p>Hubo un largo silencio. Dino se inclinó:</p> <p>—No podemos equivocarnos. Está en juego nuestro futuro, el de la Iglesia y el de sus fieles. Y más aún: está en juego la raza humana.</p> <p>—Pero bueno, ¡Dino! ¿Quién es esta gente? ¿Qué es esta organización Axus Mundi? ¿Una sociedad secreta? ¿Una secta?</p> <p>—... Unos que se consideran, sin duda, la contra-Iglesia. O una nueva Iglesia, qué sé yo... Le preparé un memorando sobre el tema pero nuestra información, de momento, es muy escasa.</p> <p>El Santo Padre se volvió hacia la ventana.</p> <p>—¿Qué hacemos con Judith? —preguntó Dino—. Va a reunirse con Jean-Baptiste Fombert y el monje de Santa Catalina en Alejandría. La llamaré en breve.</p> <p>Spinelli dudó.</p> <p>—Necesitamos ayuda allí, y Judith es demasiado inteligente para que podamos prescindir de ella... —Concluyó con dificultad—: De momento...déjenla actuar.</p> <p>Ambos hombres permanecieron en silencio. Spinelli miraba frente a él cómo la brisa agitaba suavemente la bandera de la Ciudad del Vaticano, que asomaba sobre la cúpula de la basílica de San Pedro. Y vio una ola, una ola inmensa, llegada de lejos, del otro extremo de los horizontes de la tierra y de la Historia, que se precipitaba sobre él, sobre ellos, para engullir millares de años de esfuerzos. Pensó en la Natividad y en la estrella de Belén; en la cruz del Gólgota y en la tumba de la Resurrección; en los mil caminos que los discípulos de Cristo habían tomado en el mundo entero, desde la sangre de los primeros mártires hasta los circos romanos.</p> <p>—Dino... Hay que impedirlo a toda costa. Lo que está ocurriendo es increíble, pero... Hay que adelantarse a la inseminación. ¿Me oye? ¡Hay que adelantarse como sea!</p> <p>Se volvió hacia Lorenzo, con la cara descompuesta.</p> <p>—¿Está entendido? ¡Ese niño no debe nacer!</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>El BMW de cristales ahumados que transportaba a Ernst Heinrich circulaba sobre el Ring. Su pasajero miraba distraídamente las espléndidas fachadas neoclásicas y neogóticas de los monumentos del siglo XIX que adornaban la avenida circular, el Ayuntamiento y el Parlamento, la Ópera y el Burgtheater. En Viena estaban la sede permanente de la OPEP, así como la Agencia Internacional de la Energía Atómica y la Onudi, la Organización para el Desarrollo Industrial, situada en el Donaupark. Esas instituciones convertían la capital austríaca en la tercera ciudad de las Naciones Unidas después de Nueva York y Ginebra. Y Viena había sido, además, el lugar elegido para la implantación del grupo WerkersMedias. Sus ramificaciones abarcaban campos tan variados como la electrónica, las finanzas, la prensa —con unas cuarenta cabeceras en su haber— o incluso la investigación farmacéutica. A la cabeza de WerkersMedias estaba Ernst Heinrich. De rostro cuadrado y sienes entrecanas que contrastaban con sus cejas rubias, Ernst tenía sesenta y cuatro años; pero su cara desprendía siempre esa impresión de lozana juventud y determinación propias de él.</p> <p>En el asiento delantero, el conductor había puesto un CD de la <i>Misa de la Coronación</i> de Mozart. Ernst tamborileaba con los dedos sobre uno de los brazos de la butaca de piel mientras escuchaba la fluidez de las notas cristalinas que inundaban el habitáculo. Miró su reloj; aún tenía tiempo de pasar por su despacho. Había estado atrincherado en su cuartel general para seguir la marcha de sus asuntos y, sobre todo, la operación del Sinaí, y ahora regresaba de la inauguración de una nueva exposición en la galería de pintura de la Academia de Bellas Artes, a la que había contribuido con creces. Había aprovechado para comprar ese lienzo que codiciaba desde hacía tiempo y que, cuidadosamente embalado, descansaba en el asiento junto a él.</p> <p>El conservador se lo debía.</p> <p>En los quince años que llevaba afincado en Viena, Ernst nunca había lamentado su elección. Siempre había gozado del encanto de la vida vienesa, que se ajustaba bastante a su temperamento. Le gustaba pasear por el palacio archiducal del Albertina, deambular por el Volksgarten, decorado con estatuas y estanques, o asistir a los conciertos de las orquestas filarmónicas y sinfónicas. De hecho, en poco menos de una hora debía acudir a la Ópera para asistir a la representación de <i>El anillo del nibelungo</i>. Pero tendría que anularlo. Primero debía solucionar un par de cosas. En breve llamaría a su hijo Franz; esperaba que no se enojase mucho con él por fallarle.</p> <p>El BMW llegó finalmente ante la torre de cristal y Ernst bajó del coche. Antes de dirigirse a la entrada, se inclinó hacia el conductor:</p> <p>—Si es tan amable, pídale a Sandor que suban el cuadro, por favor.</p> <p>Dedicó un instante a contemplar la inmensidad del edificio, y respiró hondo, satisfecho. Atravesó las puertas acristaladas de WerkersMedias, que se abrieron ante él en un suspiro. Ernst cruzó el arco de control y en dos zancadas llegó a los ascensores que le llevarían hasta la última planta. Las recepcionistas se apartaron ante él. Mientras subía poco a poco por encima de los edificios de la capital a través de la cabina de vidrio, Ernst pensó, no sin cierto orgullo, en los puestos que había escalado para llegar a donde se encontraba.</p> <p>Desde su fundación en 1976, el ascenso de WerkersMedias había sido fulgurante. Muy poca gente conocía la verdadera vida de Ernst Heinrich. Viktor, su padre, había conocido a su madre después del Anschluss. Bien situado junto a los generales de ocupación y el gobierno de Seyss-Inquart, por aquel entonces Viktor se encargaba de poner en circulación las obras de arte y, lo que es más, empezaban a apasionarle las investigaciones arqueológicas de carácter político. Inga, por su parte, era profesora titular en la universidad más prestigiosa de Austria. Ambos se casaron el 12 de abril de 1941, exactamente tres años y dos días después de que los austríacos votaran con un 99,73 por ciento la incorporación al Reich. Ernst había nacido al año siguiente. Sus padres bregaron juntos durante la guerra y consiguieron amasar de paso una fortuna considerable antes de volver a instalarse en Alemania. Ernst había cursado, con excelentes resultados, estudios en comercio, hacienda y administración, superando todas las expectativas de sus queridos progenitores. Con el apoyo de su padre, montó un fondo de inversión que le permitió fructificar el peculio familiar, antes de comprar una primera cabecera de prensa y aprovechar el repentino éxito publicitario de la década de los ochenta. Después se especializó en los negocios —asesoría, compras y fusiones— y, a principios de los noventa, se subió al tren de la burbuja especulativa de internet. Por eso su retorno a Austria en aquella época, al mando de un imperio ya en ciernes, tuvo para él un valor simbólico. Su padre, perseguido por la sombra de su pasado de simpatizante nazi, se vio obligado a exiliarse en Uruguay. Pensó que gozaría un tiempo de la protección de los jesuitas, pero, lejos de ayudarlo a perderse en el olvido, estos se apresuraron a informar al Vaticano. Este, a su vez, rompiendo con su habitual secretismo, transmitió la información a la Organización Judía Mundial. Una mañana Ernst supo que su padre, enfermo y deprimido desde hacía tiempo, se había suicidado en compañía de Inga en su propiedad de Montevideo.</p> <p>Viktor había sido un apasionado del esoterismo antes que Ernst. Fue él quien, antaño, le habló a su hijo de la Lanza y de lo que decía la tradición, pero jamás habría esperado apoderarse de semejante joya. No había nada más en común entre el sino finalmente oscuro de la lejana figura paterna y el éxito presente de Ernst Heinrich. El mundo había cambiado. Ernst estaba sobre todo «dotado para los negocios», como decía él mismo. Aunque había tenido muchos amigos de distintas facciones políticas, nunca había flirteado con los partidos austríacos de extrema derecha. Por el contrario, entusiasta como era de los avances tecnológicos de su tiempo, y lanzado a numerosas carreras de patentes, había fundado lo que en principio no iba a ser sino un antojo más: Axus Mundi. Esa «agencia» o «club», como le gustaba describirlo, su poder en la sombra, no era inicialmente más que un modo de perpetuar el recuerdo de las investigaciones paternas. Jugador impenitente, Ernst tenía tanta capacidad para generar dinero como para gastarlo. Pero con el paso de los años se había dejado llevar por aquella «ramificación», cada vez más consolidada, hasta que la participación de la agencia en negocios neurálgicos había empezado a resultar a menudo determinante.</p> <p>Y es que Axus Mundi no era, como podía pensarse, una secta de iluminados que conspiraban bajo oscuros mantos con capucha. Era, ante todo, una empresa. Una empresa volcada en proyectos de futuro, dispuesta a aceptar los retos del mañana. A cruzar nuevas fronteras, no ya de territorios, como antes, ni tampoco las del espacio, sino las de lo infinitamente pequeño y de la inteligencia de los seres vivos.</p> <p>Si WerkersMedias se inclinaba por actividades industriales o tecnológicas clásicas, la invisible Axus Mundi se proponía romper los límites conocidos en el campo de la biotecnología, la inteligencia artificial y las nanotecnologías. Mercados en expansión, sin duda, donde la paternidad de las patentes valía cientos de millones de dólares, y donde se forjaba, ni más ni menos, que el rostro del mundo futuro. En todas las épocas los biempensantes habían tenido miedo de dejarse llevar por la infinita capacidad del hombre para revolucionar sus medios de control de la naturaleza. En este aspecto, la Iglesia siempre se había mostrado contundente. Ahora lo importante era desprenderse de los prejuicios del pensamiento antiguo y apoderarse por completo de aquello que estaba llamando a nuestras puertas... Y, sobre todo, dominarlo antes de que lo hicieran otros. Los laboratorios de Axus Mundi, repartidos en tres países, se esforzaban en lograrlo todos los días, desde Estados Unidos, Australia y Corea del Sur. Oficiaban también fuera del territorio austríaco y, como es natural, con otras marcas, protegidas por «sociedades en cascada» que hacían las veces de cortafuegos. No había nada ilegal en su aséptica apariencia de empresa privada. De hecho, Ernst siempre había procurado —al menos hasta entonces— no cruzar del todo la línea roja. Cuando no velaba por la buena marcha de los negocios junto al consejo de administración de WerkersMedias en Viena, iba y venía con regularidad entre Suiza y el <i>Vif-Argent</i>, su yate, a bordo del cual le gustaba quedarse anclado en la isla de Santorini. El experimento del Sinaí no era sino una de las vertientes de su actividad, y otra ocasión más que había decidido aprovechar.</p> <p>Cuando llegó por fin a su despacho en lo alto de la torre, saludó a su secretaria, en la estancia contigua, se sirvió una copa y se detuvo unos instantes delante de los ventanales. Desde ahí dominaba de nuevo la ciudad. A lo lejos se distinguía el perfil del castillo de Schönbrunn, la antigua residencia de verano de otros emperadores, joya de los Habsburgo, y el trazado elegante de sus jardines a la francesa. El centro de Viena, que alternaba la belleza de los edificios antiguos con el hormigueo industrial de sus actividades cotidianas, parecía latir con energía propia. Los neones de los cafés empezaban a encenderse en el crepúsculo y las nubes terminaban de cubrir la capital con su mortaja. Ernst buscó con la mirada el Staatsoper, dudando por última vez si acudir a la cita con su hijo como le había prometido. Finalmente se volvió y apretó el interfono del despacho.</p> <p>—¿Señorita Bergens?</p> <p>—<i>Ja</i>?</p> <p>—¿Quiere avisar a Franz de que un asunto urgente me ha retenido en el despacho? Dígale que lo siento muchísimo. Lo comprenderá... Propóngale que venga a cenar el jueves con Agatha, me encantará verlo allí.</p> <p>—Bien.</p> <p>—Se lo agradezco.</p> <p>—¡Ah, señor! Le han subido el cuadro. ¿Puede colgarlo Sandor?</p> <p>—Claro. Que entre.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>La operación no duró mucho, y pronto Ernst volvió a estar solo. Mientras hacía girar lentamente los cubitos de hielo en la copa, contempló con aire satisfecho el lienzo que acababan de colgar. Era una pintura religiosa, de un supuesto discípulo de Rafael. Su autenticidad, a decir verdad, apenas importaba a Ernst Heinrich. En cambio su tema no le era indiferente; muy al contrario, completaba a las mil maravillas su colección.</p> <p>Bajo un cielo rasgado teñido de negro y cubierto de nubarrones, Longino asestaba a Cristo su lanzada. La composición del cuadro creaba la ilusión de que un rayo partía en dos al legionario; un rayo que emanaba del firmamento para alumbrar parcialmente la escena. La trinidad pálida se recortaba bajo un fondo oscuro, mientras las santas mujeres se precipitaban alrededor del crucificado. La sangre emanando del costado de Cristo, la Lanza... Ernst sonrió. Su leyenda siempre lo había fascinado. Y ahora resultaba que estaba en sus manos y que gracias a ella quizá iba a realizar su sueño. Para él también había empezado la cuenta atrás. Alzó los ojos hacia el lienzo... y no pudo contener una risa al pensar que, al fin y al cabo, no se había amedrentado ante nada. Sentía que su obsesión lo dominaba de nuevo, que le brindaba un secreto júbilo. Casi habría temblado. Sus manos se humedecían, unos estremecimientos deliciosos se apoderaban de él. A juzgar por sus informaciones, sin embargo, corría un gran riesgo, aunque también sabía que nadie podría llegar hasta él y que estaba protegido... Sus empleados, en cambio, no podían decir lo mismo. Los investigadores del laboratorio lo temían, y hacían bien. Las fuerzas estaban muy igualadas. En cuanto a los otros... los haría correr hasta el límite. Alcanzar la meta final era incluso más estimulante.</p> <p>Levantó la copa ante el lienzo y volvió a sonreír.</p> <p>«Pues bien, corred, mis pequeños, corred...»</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>El ruido de los trenes, las sirenas y los anuncios estridentes que escupían los altavoces retumbaba en la estación de Alejandría. Judith caminaba con paso rápido y Anselmo la seguía, mientras hacía avanzar a su recalcitrante prisionero con golpecitos en las costillas para recordarle en todo momento que lo apuntaban con un arma. Se abrían camino a través de la multitud con tanta discreción como les era posible. Con el semblante sombrío y las facciones tensas, buscando por doquier con la mirada una salida que no encontraba, el austríaco parecía dispuesto a todo. Pero la ocasión no se presentaba y Anselmo, más vigilante que nunca, lo mantenía a raya. Al salir de la estación, los rayos del sol poniente deslumbraron por un instante a Judith. Abrió su móvil con un gesto seco en cuanto sintió que vibraba.</p> <p>—Judith Guillemarche.</p> <p>—Judith, soy Dino.</p> <p>—¿Cómo están las cosas?</p> <p>—Salgo de entrevistarme con el Santo Padre. Conéctese en cuanto pueda en su hotel o en la biblioteca y le enviaré todo lo que tenemos. Las pistas son firmes.</p> <p>—Tengo una sorpresa para usted —dijo Judith, mirando al austríaco—. Pero cuénteme usted primero.</p> <p>—Axus Mundi es, según todas las apariencias, una de esas sectas neomesiánicas implantadas en Estados Unidos o en algún lugar de Europa del Este. Estamos cruzando nuestros archivos con los del FBI y la Interpol. Los raelianos aseguran que no tienen nada que ver con este asunto. Pensamos que Axus Mundi ha formado su propio equipo de investigación y tratamos de definir unos perfiles científicos exactos a los que podrían ajustarse. Fombert le dirá más acerca de los pergaminos de Longino y los monjes de Santa Catalina. Ellos también han recibido advertencias, como nosotros... Pero... ¿de qué sorpresa habla, Judith?</p> <p>—Escuche... —respondió Judith—, acabo de llegar a Alejandría. El padre Fombert nos estará esperando, hemos adelantado la hora de la cita. Van a recibirnos en la biblioteca, como estaba previsto. Hemos organizado una pequeña velada. Las autoridades locales ya están al corriente, pero monseñor Almedoes tiene que ponerse en contacto con el ayuntamiento de Alejandría, la policía y los transportes públicos egipcios. En el tren hemos tenido un... problemilla.</p> <p>—¿Un problema? ¿De qué tipo?</p> <p>Judith cogió el pasaporte que llevaba encima y lo abrió con un gesto de muñeca.</p> <p>—Debería informarse sobre un tal... Jorg Krenzler. Número de pasaporte... 01EY... 25926. Es austríaco, Dino. Está claro dónde hemos de buscar la sede social de Axus Mundi, si es que puede decirse así. Krenzler está con nosotros, vamos a entregarlo a las autoridades locales. Se pondrán en contacto con usted lo antes posible. Este Krenzler está implicado seguramente en la matanza de Megido.</p> <p>—¿La han lastimado?</p> <p>—Todo va bien. Le vuelvo a llamar en cinco minutos, Dino.</p> <p>—Judith...</p> <p>La joven cerró su móvil; acababa de divisar la silueta esbelta del padre Jean-Baptiste Fombert. Vestido de negro, tocado con un amplio sombrero, esperaba con los brazos cruzados pero visiblemente nervioso junto a tres coches de la policía egipcia. A su lado, esperaba también un sexagenario barbudo, con un gorro negro en la cabeza, ropas de paño oscuro y un gran crucifijo dorado colgado al cuello. Debía de ser uno de los monjes de Santa Catalina. Cerca, los taxistas llamaban de todas partes a los recién llegados para atraerlos a sus vehículos. Judith saludó al monje y al padre Fombert, mientras los policías se hacían cargo de Jorg Krenzler. Lo empujaron con firmeza al interior de otro vehículo.</p> <p>—He venido a toda prisa en cuanto he visto su mensaje —dijo Fombert—. Uno de los nuestros estará presente durante el interrogatorio de este señor.</p> <p>—De acuerdo. Todo lo que sepa podrá sernos útil, y estoy segura de que sabe mucho. Es preciso que nos pongan al corriente cuanto antes... y que no duden en emplear mano dura —añadió Judith.</p> <p>Fombert conversó en árabe durante unos segundos con los representantes de las autoridades, mientras el monje tomaba asiento en la parte trasera de un 4×4 camuflado. Anselmo montó tras él. Fombert dio la vuelta al coche y le abrió la puerta a Judith; luego se sentó delante junto al conductor, un hombre de confianza que había enviado el director de la Biblioteca de Alejandría.</p> <p>—Tengo más información —dijo—, en particular sobre el itinerario que han seguido los pergaminos de Longino antes de aterrizar en el Vaticano.</p> <p>Jean-Baptiste Fombert, canoso y apergaminado, era un hombre extremadamente delgado, pero su rostro —sobre todo sus ojos, de un azul límpido— era dulce y luminoso. El hoyuelo en la barbilla le daba cierto encanto. Antiguo colaborador de Josi en el Instituto de Arqueología del Vaticano, trabajaba desde hacía casi quince años en la traducción de una parte de los Manuscritos del Mar Muerto. Especialista en el «Rollo de cobre», hallado en la cueva 3 de Qumrán en 1952, había soñado durante mucho tiempo con encontrar el famoso tesoro del Templo de Jerusalén tras la destrucción de los ejércitos de Tito. Y su búsqueda continuaba. El estudio de las hojas de cobre del rollo había permitido trazar una lista de sesenta y cuatro posibles escondites, que siendo pesimistas podían representar... ¡entre 58 y 174 toneladas de riquezas! A su manera, Fombert también era un buscador de reliquias. Por desgracia, no habían encontrado jamás ni la menor parte del famoso tesoro. El «Rollo de cobre» no hacía ninguna mención a la Lanza de Longino, pero este nuevo enigma también le apasionaba.</p> <p>Cuando Judith se agachó para entrar a su vez en el vehículo, observó que Jean-Baptiste apretaba contra su pecho rollos de pergaminos, ceñidos con correas rojas.</p> <p>—Llevo encima una parte de las copias que usted nos confió en la Escuela Bíblica —confirmó—. Quizá exista un vínculo entre la profecía y lo que ocurre hoy... La presencia de nuestro amigo Yoris, aquí presente, no estará de más.</p> <p>Judith miró al hombre y se saludaron de nuevo. Inspiró con fuerza y cerró la portezuela con un ruido seco.</p> <p>Caía la noche sobre Alejandría, y los pensamientos se agolpaban en la cabeza de la joven. El dragón de Megido escupiendo fuego con el extremo de su lengua bífida, el demonio travestido de Virgen acunando a su hijo en los resplandores sepulcrales de la capilla consagrada, los rayos del Gólgota, los pergaminos de Longino, la Lanza del Destino... Delante de Judith, Fombert desataba las correas rojas de las copias de los pergaminos y las extendía sobre sus rodillas. Judith echó un vistazo por encima de su hombro. Los originales eran frágiles, tan frágiles... No obstante, habían atravesado el tiempo, como una botella arrojada al mar. ¿Cómo podían haber llegado hasta ellos? ¿Qué había pasado en los primeros días?</p> <p>Mientras Jean-Baptiste hacía partícipe a Judith de los primeros elementos de sus descubrimientos, se sintió atrapada por las escrituras minúsculas de los pergaminos, cuya triple caligrafía bailaba ante sus ojos.</p> <p>Los pergaminos empezaban con una cita de san Lucas.</p> <p>«Porque habrá gran apuro en la tierra y cólera contra este pueblo...»</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 5</p> </h3> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Porque habrá gran apuro en la tierra y cólera contra este pueblo, y caerán a filo de espada, y serán llevados prisioneros a todos los países, y Jerusalén será pisoteada por los paganos.</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Evangelio de San Lucas (XXI, 23-24)</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="font-weight: bold; text-align: right; text-indent: 0em">Alejandría, Cornisa y Gran Biblioteca, 2006</p> <p style="font-weight: bold; text-align: right; text-indent: 0em">Laboratorio de Axus Mundi, 2006</p> <p style="font-weight: bold; text-align: right; text-indent: 0em">Viena, 2006</p> <p>Judith se inclinó para hablar con el padre Fombert, situado en la parte delantera del coche.</p> <p>—La situación es tensa. ¿Qué ha descubierto usted por su parte?</p> <p>—La fecha de las diferentes escrituras que aparece en los rollos de Longino concuerda con nuestra hipótesis inicial, Judith —respondió Jean-Baptiste—. Ahora tengo clara una parte del camino que han seguido. Me he vuelto a sumergir en los textos de Flavio Josefo, comandante en jefe de Galilea y uno de los brazos derechos de Tito durante la revuelta de los judíos y la destrucción del Templo en el año 70...</p> <p>El coche estaba saliendo de la estación de Alejandría y su situación no era la ideal, pero ni Judith ni Fombert tenían ganas de perder tiempo. Judith, que recuperaba su lucidez mientras escuchaba a Jean-Baptiste, se sintió proyectada casi dos mil años atrás. El padre de la Escuela Bíblica, tras dejar un momento la copia de los pergaminos para rebuscar entre sus documentos, en medio de los baches del vehículo, le enseñó una estampa de Tito Flavio Sabino Vespasiano, hijo de Vespasiano, destinado a la sucesión del Imperio.</p> <p>—Todo empezó con él —dijo Fombert.</p> <p>Judith imaginó de pronto un sol aplastante sobre el desierto de Judea; un sol que incendiaba las rocas, hería las montañas de ocre y blanco y agostaba la hierba de los cerros... Y hete aquí que, bajo un cielo cerúleo, surgía el perfil altanero del futuro <i>imperator</i>. En el documento que le mostraba Jean-Baptiste, Tito se acercaba con seiscientos caballos para reconocer Jerusalén. En la época de la revuelta judía tenía apenas treinta años. Había atravesado los desiertos de Egipto y Siria, antes de llegar a Cesarea para reunir a sus tropas. Un cuerpo de caballería flanqueaba las máquinas de guerra y precedía a los tribunos y a los jefes de cohorte. En el recodo del camino arenoso que dominaba Jerusalén, se alzaba el águila de oro, símbolo del poder de Roma, que había desplegado sus alas sobre la mitad del mundo conocido. Se levantaba, espléndido, sobre la línea del horizonte, en medio de una profusión de estandartes y trompetas. Las legiones estaban representadas con mucho detalle en el documento. Los batallones de soldados marchaban de seis en seis, en filas apretadas, por delante de los lacayos, los vivanderos y los artesanos. Aquel vasto desfile que parecía no tener fin ceñía el desierto.</p> <p>Judith también recordaba las evocaciones de Flavio Josefo. En su calidad de compañero de Tito, había relatado todos los acontecimientos de su tiempo en su célebre <i>La guerra de los judíos</i>. El padre Fombert desplegó ante sus ojos el plano de una reconstrucción del Jerusalén de la época. También aquí, la imaginación hacía el resto. En el corazón de la ciudad, rodeada por una triple muralla, unas columnas de sorprendente belleza sostenían un círculo de pórticos; tras ellos se extendía un paraíso de jardines, viveros claros, aguas que brotaban de figuras de bronce y palomares que dominaban las filas de casas que bailaban al sol. La ciudad de oro, la ciudad ideal, ¡la Ciudad de Dios!... Y en su centro se alzaba el edificio donde latía el corazón del mundo: el Templo. El dibujo lo mostraba irguiéndose orgulloso en el cielo, construido sobre sus maravillosos cimientos; incitación a la paz o, al contrario, desafío lanzado contra todos los ejércitos de la tierra...</p> <p>Llegados a ese punto, el padre Fombert se volvió hacia ella, golpeteando con el dedo la reconstrucción. Tuvo que ajustarse el sombrero, que amenazaba con caerse. Sus ojos brillaban.</p> <p>—Es aquí donde debieron reposar los pergaminos de Longino. En este templo de panes de oro y piedras blancas, que parecía eclipsar el sol... Creo que los pergaminos de Longino seguramente formaron parte de los tesoros sacados del santuario la víspera del asalto. Como le decía, los peritajes de las distintas escrituras lo han confirmado. He reunido a varios amigos míos, lingüistas, filólogos, especialistas en las formas antiguas del hebreo y del arameo. Ciertos giros no engañan. Al principio, según Flavio Josefo, los propios romanos desearon conservar el santuario, aunque solo fuera para magnificar la gloria del Imperio en los siglos venideros. Pero el destino tenía otros planes... El cronista dice que en plena batalla y sin haber recibido orden alguna, uno de los soldados tiró por la ventana del Templo una tabla de madera incendiada, y que el fuego prendió enseguida en el interior. Las llamas se propagaron por doquier y los soldados lucharon contra el fuego... Pero miles de ellos tropezaron y fueron pisoteados... Una necrópolis, Judith, una necrópolis futura. Fue una auténtica hoguera; el Templo quedó destruido... y con él, ¿cuántas riquezas?</p> <p>Judith carraspeó.</p> <p>—Admitamos que los pergaminos estuvieron ocultos en el Templo durante mucho tiempo... ¿Habrían pasado a manos de los esenios de Qumrán tras la toma de Jerusalén?</p> <p>Fombert volvió a plegar el dibujo del Templo y lo guardó cuidadosamente en su cartera. El taxi circulaba entre los vehículos hacia la costa, por una calle amplia, flanqueada de palmeras. Jean-Baptiste abrió la ventanilla para que entrara un poco el aire.</p> <p>—Es lo más probable —dijo—. Tras la victoria aclamaron el triunfo de Titus <i>imperator</i>, antes de repartirse un inmenso botín. Jerusalén quedó prácticamente en ruinas. Pero previamente, como sabe, una parte de las riquezas del Templo habían sido diseminadas por toda Judea; convoyes secretos salieron noche tras noche antes de la última batalla. Algunos huyeron hasta Galilea, previendo lo peor... El Testamento de Longino podría encontrarse entre esos tesoros. ¡Me he pasado la vida buscándolos! ¡Tal vez, finalmente, haya encontrado uno...!</p> <p>Se volvió otra vez sonriendo hacia la joven.</p> <p>—En mi opinión, tras la muerte y la resurrección de Cristo, los pergaminos permanecieron ocultos en el Templo, tal vez incluso en el sanctasanctórum. Una persona anónima, un soldado o hasta un simple pastor, pudieron huir con una parte del tesoro, como otros mensajeros. Y es prácticamente seguro que encontró refugio entre los esenios. Hemos identificado en la textura misma de los pergaminos partículas de cera y arcilla, pero también de arena y sal que, con toda probabilidad, proceden de las orillas del mar Muerto.</p> <p>Judith asintió. Aquello corroboraba la hipótesis que ella había aventurado ya en su primer informe. Como ascetas rigurosos, los esenios aspiraban a recuperar la pureza de la ley de Moisés. Escribas intransigentes, hostiles al clero oficial, se consideraban los últimos justos. La mayoría vivía en el monasterio y había hecho voto de castidad. Esperaban impacientes al Mesías procedente del linaje de David, que pondría fin a las perversiones de la tierra; otro Mesías distinto de Cristo. Cuando esto ocurriera, se produciría el advenimiento de esos «Hijos de la Luz», llamados a luchar contra los «Hijos de las Tinieblas». La urgencia de la situación y las tragedias vividas entre los judíos habrían sido suficientes para acallar antiguas peleas entre los grandes sacrificadores de Jerusalén y los esenios. En aquellas condiciones, lo primordial era salvar su memoria, su vida... todo lo que pudiera salvarse aún. Y para ello, los esenios pudieron representar su tabla de salvación. Sin duda, los rollos de Longino se habían unido momentáneamente a las famosas tinajas de Qumrán, en algún lugar de las estribaciones montañosas cerca de los famosos baños rituales...</p> <p>—Los esenios, acosados a su vez, redactaron sus últimas profecías —confirmó Fombert—. Y, mezclándolas con el relato de Longino, anunciaron el Día Final, en que acontecería la lucha última entre el Bien y el Mal... así como la venida del segundo Mesías. Calcularon el día, la fecha y la hora, contaron todas las revoluciones del cielo... En una nueva época, el dragón volvería para otro Apocalipsis. Pero el verdadero Mesías también regresaría... Abandonada por todos, la orden agonizaba en esas cuevas con aspecto de tumba. Jerusalén estaba siendo destruida, y sus hombres, que presenciaban el fin del mundo, soñaban ya con el nacimiento de otro...</p> <p>Judith sonrió. El lirismo apenas velado del padre Fombert encajaba con el temperamento de esos investigadores con los cuales se había cruzado tan a menudo.</p> <p>—Bien —dijo la joven—. Pero ¡esto no aclara cómo han llegado los pergaminos al Vaticano!</p> <p>—Ignoro ese punto, todavía. Pero nuestro amigo Yoris, aquí presente, y los monjes de Santa Catalina quizá tengan la respuesta.</p> <p>Y al decir esto se volvió hacia el tal Yoris, que se toqueteaba la barba y se ajustaba de vez en cuando el gorro negro en la cabeza. La joven lo observó un segundo. Él la saludó de nuevo. Enfundado en sus hábitos de paño oscuro, el monje griego no se había movido ni había dicho una sola palabra desde que el vehículo había arrancado. Judith cruzó otra mirada con Anselmo, perpleja, aunque él, que era un hombre de pocas palabras, no debía de estar muy desconcertado. El silencio del monje contrastaba vivamente con el impulso verbal ininterrumpido de Jean-Baptiste.</p> <p>—Al hilo de mis investigaciones —continuó este último—, supe que uno de los códices conservados en Santa Catalina también hacía mención a Longino y su Lanza, así que me puse en contacto con los monjes para acceder al manuscrito... Yoris ha tenido la bondad de traerlo. Está a buen recaudo en la Gran Biblioteca.</p> <p>—¿Cómo puede sernos útil en el asunto que nos ocupa? —preguntó Judith.</p> <p>Fombert enrolló otra vez los pergaminos, apretó las correas y, mirándola por el retrovisor, contestó:</p> <p>—Enseguida lo entenderá. Verá, he observado con cuidado los símbolos de la capilla de Megido... ¡y creo que he descubierto algo extraordinario, Judith! Sabíamos que las escrituras hebreas y armenias añadidas al Testamento hacían referencia al Armagedón y al inicio de la batalla final que relata san Juan. Los esenios acababan de experimentar una suerte de Armagedón con la destrucción del Templo. Recordará también la profecía según la cual el Bien y el Mal reñirían un combate sin piedad para recuperar la Lanza a partir de la «chispa de Megido», en el año 5766 del calendario hebreo... es decir, en el año 2006 de nuestro calendario. Al principio, acogí esta información con una sonrisa...hasta que me di cuenta de un hecho en extremo turbador. Recuerde los símbolos de la capilla: el dragón, la Madona travestida que había trastornado a Josi... , y la bóveda celeste, también plasmada. ¡Nada menos que un mapa del cielo, Judith!</p> <p>Judith recordó las fotos de la capilla que el equipo de Josi había podido enviar a Dino Lorenzo antes de la matanza de Megido; sí, en ellas se veía la representación de las estrellas junto al dragón y la Piedad invertida.</p> <p>—Seguí mi intuición y decidí investigar el asunto más a fondo. El mapa permite visualizar claramente la estrella del Pastor... o lo que es lo mismo, Venus. A partir de su posición en el mosaico, se puede deducir la de otras estrellas. Me pregunté si esta disposición se había escogido al azar. Nadie sabe quién creó esos mosaicos, Judith. Quizá los amigos de Longino a quienes había confiado su secreto, o los guardas de la capilla...</p> <p>Jean-Baptiste se rascó la frente y prosiguió:</p> <p>—Al reflexionar sobre la imagen de la Madona, primero vi una metáfora, la de la bóveda celeste tal y como figuró, quizá, la noche de la Anunciación... o de la Natividad. Pero luego me pregunté si, en realidad, no estaba anunciando realmente algo... como, por ejemplo, ¡este nuevo Apocalipsis! Y el nacimiento de otro niño, Judith, del supuesto segundo Mesías... He recurrido a dos astrónomos amigos míos, porque mis conclusiones me dejan a mí mismo pasmado. Si cruzas este mapa con la información incluida en el pergamino... ¡obtienes un mapa exacto del cielo tal como se verá... en unos días!</p> <p>Judith alzó los ojos, boquiabierta.</p> <p>—En otras palabras —continuó el investigador de la Escuela Bíblica—, quizá nos convenga tomarnos muy en serio el carácter profético de los pergaminos y los símbolos de la capilla. Porque nos dan nada menos que la fecha, el día y la hora. Corroborados además por las escrituras que los esenios añadieron al Testamento de Longino.</p> <p>El padre Fombert se volvió otra vez, confuso, como si él mismo dudase de sus palabras. En unos segundos Judith había pasado del estupor a la perplejidad. Una vez más se veía sumergida en esa nube de símbolos y correspondencias cuyo carácter ambiguo y demasiado esotérico para ser real, hacía pensar que todo era una absurda superchería. Pero al mismo tiempo no podía negar que se sentía turbada. Y Fombert no había acabado:</p> <p>—Dentro de dos días, cuando salga el sol...</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Conducían hacia la Gran Biblioteca, y las luces de la ciudad, frente al mar, pasaban ante sus ojos. Aquí no había ni rastro de esos miles de alminares despuntando entre los tejados, ni río dios, ni ruinas antiguas o callejuelas tortuosas. Abierta al Mediterráneo, la ciudad estaba ribeteada por su inmensa Cornisa, que recorría el puerto este, erizado de palmeras y con un aire que recordaba vagamente a Tánger. Allí las grandes construcciones del pasado cosmopolita buscaban en el reflejo de los nuevos edificios su magnificencia perdida... ¡Alejandría! La ciudad, creada veintitrés siglos atrás por Alejandro Magno, seguía aprovechando su enclave como puente entre Oriente y Occidente. En la época de la Biblia de los Setenta, ilustres pensadores frecuentaban su Academia, conocida como «el Museo». Tras florecer con los primeros Tolomeos, llegó a ser la segunda ciudad del Imperio romano y uno de los crisoles de la expansión del cristianismo. Judith recordaba haber trabajado sobre la herejía del arrianismo y las teorías de Orígenes en el Vaticano. Había llegado a soñar con esta ciudad... Cuando Mehmet Ali se apoderó de ella, se hizo erigir un palacio en la isla de Faro, antes de construir el arsenal en el viejo puerto del oeste y cavar un canal hasta el Nilo. Hasta aquel día, Judith no tenía de Alejandría más que un conocimiento libresco, pero ahora que la tenía delante comprobaba que era tal como la había imaginado: cosmopolita y abigarrada, más mediterránea que egipcia... Solo lamentaba llegar de noche y en semejantes circunstancias.</p> <p>Su vehículo avanzaba por la Cornisa que, con el nombre de avenida del 26 de Julio, se extendía a lo largo de más de tres kilómetros en una graciosa curva que abarcaba el inmenso puerto este, el <i>portus magnus</i> de la Antigüedad, ya inactivo. En su extremo norte, después del club náutico y los astilleros donde se reparaban pequeños barcos, se divisaba la punta de la antigua isla de Faro. Sobre ella se alzaba el fuerte de Qaitbay, uno de los vestigios más importantes del sistema defensivo árabe, un cuadrado macizo pero elegante que Judith percibía a lo lejos. En ese mismo lugar estuvo en otros tiempos el faro de Alejandría, construido por Sóstrato de Cnido durante el reinado de los Tolomeos... Una de las Siete Maravillas del mundo antiguo.</p> <p>Judith sonrió, imaginándose el faro que con su luz abrazaba la noche desde lo alto de sus ciento veinte metros. Por entonces era una torre de varios pisos escalonados. Una llama de fuego, que se veía a ciento sesenta kilómetros a lo ancho, ardía permanentemente en su cumbre. Un terremoto destruyó parte del faro, que después fue demolido; en la actualidad quedaban restos sumergidos en el extremo norte de la isla.</p> <p>Al fin llegaron a la plaza de la Gran Biblioteca, situada frente a la Cornisa.</p> <p>—El director se llama Ismail Zeglul. Es un amigo —dijo Fombert—. Nos ha autorizado para acceder.</p> <p>Judith tuvo la sensación de que estaba a punto de penetrar en uno de los templos más extraordinarios del saber moderno. Maestro de ceremonias, Ismail Zeglul los estaba esperando a unos cien pasos de la biblioteca, flanqueado por dos vigilantes. Era un hombre alto de cabellos negros, nariz aguileña y ojos rasgados sobre dos pómulos prominentes. Vestía un traje de chaqueta gris antracita y tendría unos cincuenta y cinco años. El coche se detuvo. Fombert dio las gracias al conductor y salió con Judith, Anselmo y Yoris, cuyo crucifijo de plata seguía tintineando en su cuello.</p> <p>Saludaron a su anfitrión con apretones de manos.</p> <p>Judith pasó por delante de las placas con todos los nombres de los países donantes que habían ayudado a la construcción de la nueva Gran Biblioteca. Entraron en la inmensa sala de lectura. A una orden del director, los vigilantes iluminaron el lugar. Judith contuvo un silbido de admiración mientras se encendían las lámparas por toda la sala. Con más de tres mil puestos de consulta, aquella estancia no tenía nada que envidiar al Vaticano, donde la joven había pasado tantas horas trabajando en los manuscritos antiguos. Como daba a entender su estructura exterior, los distintos niveles de este nuevo santuario estaban cortados en bisel. Se extendía sobre setenta mil metros cuadrados y once plantas con forma cilíndrica delante de las canteras de piedra de Silsila y la bahía de Alejandría, sobre el emplazamiento del edificio antiguo; o, al menos, en un emplazamiento vecino, pues se ignoraba cuál había sido su ubicación exacta.</p> <p>A medida que avanzaba por la sala de lectura, la emoción se apoderaba de Judith.</p> <p>—La biblioteca ha vuelto a nacer junto a su leyenda, señorita, para convertirse de nuevo en la más prestigiosa del Mediterráneo... Antaño, Demetrio de Falero, antiguo alumno de Aristóteles, convenció a Tolomeo para que se aventurara con este proyecto extraordinario, ¡reunir todos los libros del mundo! Los rollos estaban etiquetados y ordenados por disciplinas y por autores (Homero, Sófocles, Eurípides, Hipócrates, Aristóteles...), en varias versiones que se guardaban en casilleros, dentro de armarios empotrados... Creemos que la biblioteca antigua llegó a conservar hasta setecientos mil rollos. ¡Lo que habría disfrutado usted, querido padre! —exclamó Zeglul, volviéndose hacia Fombert.</p> <p>Torcieron por un pasillo.</p> <p>—Tras su incendio durante el asedio de César, Antonio reconstruyó una parte en el Serapeo, pero los desórdenes religiosos siguieron maltratándola... Dicen que cuando la ciudad cayó en manos de los árabes, Amr ordenó su destrucción, y la hoguera que creó alimentó durante seis meses la lumbre de cuatro mil baños en la ciudad... En realidad, seguramente la biblioteca llevaba tiempo destruida...</p> <p>Se detuvo y abrió los brazos.</p> <p>—Y aquí está hoy... resucitada de sus cenizas.</p> <p>Con esta declaración solemne, Ismail invitó a los miembros del grupo a sentarse a una mesa de la sala de lectura. Aquí se podían consultar millares de manuscritos antiguos y libros raros, clasificados, estudiados y numerados. Cerca de la entrada de la sala les habían dejado preparado el famoso códice de Santa Catalina que había traído Yoris. El manuscrito los esperaba, abierto en los pasajes concretos que Fombert había investigado. El padre de la Escuela Bíblica se caló las gafas.</p> <p>Judith se puso en una mesa cercana para encender su ordenador portátil y obtener la información que Dino debía de haberle mandado desde el Vaticano, sin dejar de mirar a Yoris y Fombert, que se inclinaban ya sobre el famoso códice.</p> <p>—¡Miren! Está escrito en griego uncial, con dos columnas en cada página —empezó Fombert—. Cada columna tiene entre 46 y 52 líneas... y cada línea entre 20 y 25 letras. Es este, es este seguro... Lo llaman el <i>Codex Paulus</i>, quizá por el nombre de uno de sus redactores. Hay palabras incomprensibles escritas en la primera página... en árabe, sin duda. Le faltan pasajes de Mateo, Juan y los corintios. Pero sobre todo... el códice incluye magníficas iluminaciones. Se añadieron en cada sección, con comentarios que empiezan con miniaturas de capitales adornadas... Se ha utilizado tinta roja para el principio de cada línea. El códice tiene unas seiscientas hojas sueltas muy antiguas, pero las iluminaciones datan de finales del siglo XIII... Se hicieron con panes de oro, sin duda de la época en que se encuadernó el manuscrito. Parece una encuadernación de pergamino jaspeado. Y aquí, Judith... ¡Es justo lo que pensaba! ¡Mire esto!</p> <p>Se volvió hacia la joven, y por su mirada Judith supo que Jean-Baptiste había dado en el clavo. La iluminación que señalaba era de las más sorprendentes. Se veía a un caballero, sin duda un templario, que salía a caballo de una fortaleza. Con la capa al viento, sobre su corcel enjaezado, sembraba el terror a su paso. La multitud enemiga —musulmana, como era evidente— se abría a ambos lados ante él, paralizada por esa salida atronadora. Los personajes, encogidos, alzaban las manos, como temerosos de que el cielo se partiese en dos, y abandonaban arcos y cimitarras. El caballero blandía una lanza surtida de dos barbas móviles, enderezadas hacia el cielo, que parecía ser el motivo del pavor popular. La lanza estaba como aureolada por un halo que dejaba escapar rayos acerados, un sol fulminante representado por unas pinceladas en forma de abanico, sobre toda la superficie de la iluminación.</p> <p>—¿Lo ve? La Lanza del Destino... Ahora bien, ¡no se trata de un episodio bíblico! —exclamó Fombert, muy excitado—. Esto nos demuestra que estas iluminaciones se añadieron posteriormente... ¡Es un testimonio histórico! La Lanza, Judith... ¡aquí la tenemos otra vez!</p> <p>Judith frunció el ceño.</p> <p>—Pero entonces... ¿este templario podría ser el mismo que encontramos en el mausoleo, cerca de la tumba de san Pedro?</p> <p>—Sí, es probable... ¡Altamente probable! Finales del siglo XIII... ¡1292! ¡La batalla de San Juan de Acre! Seguro que la iluminación se refiere a ella. Y el símbolo está claro. ¡Quien posee la Lanza, posee el poder absoluto, Judith! ¡No puede ser una casualidad!</p> <p>Yoris, el monje griego, que hasta entonces no había dicho ni pío, intervino con un fuerte acento, mientras se acariciaba la barba gris:</p> <p>—En ese caso... su legionario romano, Longino, habría escondido la Lanza en la capilla. Su testamento habría pasado a manos de los esenios tras la destrucción del Templo... ¿y después a manos del cruzado de San Juan de Acre? Además, si la Lanza se había conservado desde la muerte de Cristo en la capilla, y esa iluminación dice la verdad... ¿Significa que el templario se apoderó de ella... y luego volvió a dejarla en su sitio?</p> <p>—Sí... —concedió Fombert—, eso sigue siendo un misterio. Pero miren...</p> <p>Señaló una segunda ilustración, en la que se veía la reproducción de un mosaico. A la izquierda, un grupo de personajes, siluetas a caballo con cascos, <i>pila</i> y jabalinas. Luego, la ladera de un monte, o una montaña. Para terminar, una cabeza de dragón. Con el cuello acorazado por espinas de reptil, anillos de escamas como escudos ondulantes bajo una boca abierta de par en par... Parecía que el dragón salía del océano, representado con mil pinceladas azules, patinadas por el tiempo. «El dragón que surge del mar...» Más abajo aparecía el demonio travestido de Madona y, acunando al niño entre sus brazos, la Piedad blasfematoria e invertida. Sobre ellos, una bóveda constelada de estrellas: la nueva Anunciación. Era la reproducción exacta del interior de la capilla de Megido.</p> <p>—Increíble... —murmuró Judith—. Lo que estamos viviendo es algo realmente increíble.</p> <p>—El cruzado pudo encontrar la capilla antes que nosotros gracias a los pergaminos de Longino... —dijo Fombert—. Y pudo, asimismo, apoderarse de la Lanza, pero la devolvió más tarde, considerando, quizá, que su poder lo superaba... El poder de Dios, por decirlo así. Pero, ahora, una cosa es cierta...</p> <p>Temblando, el estudioso volvió a sumirse en el manuscrito.</p> <p>—Longino, el Templo, los esenios, el cruzado, Roma... —Sonrió—. Solo necesitamos llenar los huecos.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Aún demasiado aturdida, Judith tardó unos minutos en asimilar el increíble recorrido que posiblemente habían seguido la Lanza y los pergaminos de Longino. Anselmo atrajo entonces su atención sobre la urgencia del asunto que los preocupaba. Judith asintió, tomó aire e instaló su ordenador para descargar la información de Dino. En efecto, había recibido varios archivos.</p> <p>Al igual que para establecer comunicaciones telefónicas especiales se recurría a canales de seguridad, los correos electrónicos que utilizaba el Vaticano estaban codificados; por eso no era de extrañar que los agentes de la Liga tuviesen los bolsillos de sus sotanas a rebosar de fajos de télex codificados... Como claves de cifrado solían utilizarse textos del <i>Breviarium romanum</i>, en la versión de la antigua Vulgata, o bien el himno de vísperas de san Juan Bautista, así como sistemas de correspondencia musical. La propia Judith se había familiarizado con esta práctica en sus cursillos de formación. Utilizando las claves acordadas con Dino, la joven desbloqueó enseguida la lectura de los archivos y empezó a hojearlos a toda prisa.</p> <p></p> <i><p>Al hombre que interceptaron en el tren, ese tal Jorg Krenzler, lo están interrogando en este momento los egipcios. Me he enterado de lo sucedido. Transmítale todas mis felicitaciones a Anselmo... Pero, por Dios, Judith, tenga usted cuidado. Hemos estado a punto de repatriarla, pero ahora nos han cogido desprevenidos... ¡Ya no podemos dar marcha atrás! Monseñor Almedoes les ha explicado la situación al presidente y al ministro de Asuntos Exteriores egipcios. En efecto, Jorg Krenzler tiene nacionalidad austríaca... y antecedentes penales de todo tipo. Pero dice que no sabe nada de Axus Mundi. Por lo visto, la organización funciona del mismo modo que las redes terroristas. Se organiza en células y cada uno de sus miembros solo tiene uno o dos contactos, obviamente con identidades falsas...</p> </i> <p></p> <p>Sin dejar de leer, Judith tecleó su código, siguió el proceso requerido y marcó el número del director de las Colecciones en su móvil. Al pasar al siguiente archivo notó que los ojos le bailaban sobre las líneas de la pantalla debido al cansancio.</p> <p></p> <i><p>Es posible que hayan utilizado un método llamado PCR (reacción de polimerización en cadena). Fue ideado en 1985. Grossomodo, permite aumentar la cantidad inicial de ADN. Su principio se basa en la utilización de una enzima que sintetiza una cadena de ADN a partir de precursores de los nucleótidos. La operación se repite cierto número de veces y su resultado es excepcional. Así se obtiene un gran número de moléculas de ADN idénticas a la molécula inicial. Es un método extremadamente delicado que puede plantear un problema para los ADN antiguos, en particular cuando se trata de muestras humanas. Además, la posibilidad de que el ADN moderno contamine estas muestras, por ejemplo, durante su extracción, es un riesgo que puede influir en los resultados. Su laboratorio debe de tener piezas aisladas, con puestos de trabajo separados, y deben de haber impuesto una manipulación muy estricta.</p> </i> <p></p> <p>Judith seguía colgada al teléfono. Por fin, Dino descolgó.</p> <p>Dejó el móvil a su lado y se ajustó el auricular para tener las manos libres.</p> <p>—¡Judith! —exclamó Dino—. Tengo el corazón en vilo desde que me he enterado...</p> <p>—No se preocupe. Estoy leyendo sus archivos, Dino. Estamos en la biblioteca... Parece que no sabemos mucho más de momento sobre ese Krenzler... Dígame, sinceramente: se trata de pura superchería... ¿o creen en serio que pueden aprovechar el ADN de Cristo?</p> <p>—Pues mire, se ha logrado recuperar el ADN de un mamut congelado que tiene cuarenta mil años, si me perdona la comparación... ¡y hasta de un dinosaurio de ochenta millones de años! Cuentan con un argumento inesperado, Judith. La sangre... realmente tiene una peculiaridad. Es algo largo de explicar, pero... Eso no impide que siga habiendo obstáculos, aunque su ambición parece desdeñar toda realidad científica. Los trabajos sobre el ADN humano entrañan problemas técnicos y severos protocolos de investigación. Pero, en la fase en que nos encontramos, no podemos pasar por alto la posibilidad de que Axus Mundi haya conseguido una técnica que desconocemos todavía...</p> <p>—Ya veo.</p> <p>—Pero yo también tengo novedades, Judith. Creo incluso que acabamos de dar un gigantesco paso adelante. Emily Banner, sor Internet, ha investigado la cuenta de correo electrónico desde la que nos enviaron esos mensajes provocadores que recibimos aquí, en el Vaticano. El remitente no ignoraba que al actuar así se arriesgaba a que le siguiéramos la pista... Por eso pienso que la maniobra era intencionada, Judith. Y que dentro de Axus Mundi hay alguien...que trata de detenerlos, a escondidas.</p> <p>—Es posible, sí. Pero ¿sor Internet ha descubierto algo?</p> <p>—Eso iba a contarle. El remitente de los mensajes no ha utilizado una conexión WAP, por desgracia, lo que nos habría ahorrado tiempo. Pero enviarnos los e-mails desde su teléfono móvil hubiera sido quizá demasiado burdo para él, o demasiado peligroso, si lo vigilan... por no decir sencillamente imposible. Se ha conformado con un ordenador clásico. Primero encontramos una sucesión de cuentas de correo, un auténtico rompecabezas, con seudónimos como Dragonnet, Fausto, Sanctus Christus, El Golem o Cthulhu... ¿Ese último nombre le dice algo?</p> <p>—¿Cthulhu? Claro. Está inspirado en la literatura de Lovecraft. <i>Los mitos de Cthulhu</i>... Representa dioses monstruosos, entidades maléficas de los antiguos tiempos.</p> <p>—Cielos... ¡Ese demonio! Lo cierto es que sor Internet se ha puesto en contacto con los proveedores de estas cuentas de correo para saber si podían averiguar la dirección IP de origen y la fuente de los mensajes. Al final ha conseguido la dirección, Judith: 192.168.10.4. Y tras hablar con el proveedor de acceso que tuvo que autorizar la conexión a los miembros de Axus Mundi... nos hemos topado con las telecomunicaciones egipcias. ¿Me sigue?</p> <p>—Pero entonces...</p> <p>—¡Entonces sabemos que en estos momentos están en territorio egipcio! Hemos cruzado nuestros datos con los de los servicios del Mosad, y hemos recibido la información satélite que pedimos a los estadounidenses y a los franceses... Desde hace unos meses han detectado una actividad inusual en el desierto del Sinaí, relativamente cerca del monasterio de Santa Catalina. Le decía que Yoris y los monjes habían recibido también estos mensajes codificados... Creo que es un indicio complementario que nos ha enviado nuestro misterioso informador. Y el gobierno egipcio nos ha confirmado un hecho extraño: antiguas dependencias del Ministerio de Defensa han sido alquiladas a un operador privado.</p> <p>—Déjeme adivinar... ¿Axus Mundi?</p> <p>—No. Un tal Ernst Heinrich... Un austríaco, Judith.</p> <p>«Lo tenemos.»</p> <p>La joven alzó los ojos de su ordenador.</p> <p>—No sabemos nada de él —continuó Dino—, quizá sea incluso una falsa identidad. Estamos rastreando todos los datos posibles sobre él, pero de momento los hallazgos son muy misteriosos.</p> <p>—¡Todo encaja, Dino! —exclamó ella por su auricular—. Krenzler debía de trabajar para él. El Sinaí... Un desierto lejos de todo... Instalaciones para su laboratorio... Cerca de la frontera israelí... Pero claro, no podían llevar adelante sus tejemanejes en las narices del Estado israelí... ¡Debieron de transportar muy deprisa la Lanza desde Megido! ¡Están aquí!</p> <p>Entretanto, Anselmo se había acercado a ella, siguiendo la conversación con la mayor atención. Dino replicó:</p> <p>—Más aún cuando el laboratorio en cuestión incluye instalaciones subterráneas, abandonadas desde hacía varios años. Acabamos de recibir los planos. El sótano es un auténtico laberinto.</p> <p>Judith notó que sus mandíbulas se tensaban. El padre Fombert y Yoris, que habían apartado la vista un momento del códice, lanzaban a Judith miradas inquisitivas.</p> <p>—¿Cuáles son las instrucciones? —preguntó ella.</p> <p>—Almedoes está negociando en estos momentos con las autoridades; vamos a intentar una operación con el ejército y los servicios secretos egipcios.</p> <p>Inspiró profundamente.</p> <p>—Ha hecho un buen trabajo, Judith. Pero creo que ya va siendo hora de repatriarla, por su seguridad.</p> <p>Ella sonrió; de repente se sentía agresiva.</p> <p>—¡Será una broma, Dino! —dijo la joven—. Nosotros también vamos.</p> <p>Hubo un silencio.</p> <p>—¿Está... está realmente segura? No puedo pedirle que lo haga, Judith, y si le ocurriese cualquier cosa, no podría perdonármelo jamás.</p> <p>—¿Le ha hablado de esto al Santo Padre? Dino, ¿qué piensa él?</p> <p>Dino pareció buscar las palabras, incómodo.</p> <p>—Sabe lo mucho que la aprecia, Judith. Piensa...que todavía la necesitamos, pero yo...</p> <p>—¡Entonces me parece que la discusión está zanjada! Dino, su amabilidad me conmueve. Pero debemos ir. Lo que está pasando es demasiado importante. No se preocupe —dijo mirando de reojo a su ángel de la guarda—, no soy una niña y Anselmo cuida de mí como una carabina en el baile de fin de curso.</p> <p>Dino dudó un segundo más... pero terminó por ceder.</p> <p>—Bueno...en ese caso... ¡Escúcheme bien, Judith! Los soldados utilizarán el monasterio vecino como lugar de concentración y cuartel general de la operación, si los monjes están de acuerdo. Necesitamos una base a cubierto, cerca del monte y de la que Axus Mundi ni siquiera sospeche. No hay que olvidar que estamos en pleno desierto... Las fuerzas de intervención intentarán un asalto. Vaya con Anselmo a Santa Catalina. Allí encontrarán a los responsables egipcios; estaremos representados por ustedes. Pero hasta que los equipos lleguen allí y preparen el ataque pueden pasar uno o dos días. Judith, prométame, prométanos una cosa: no corra riesgos inútiles. Por supuesto, usted y Anselmo permanecerán al margen de la operación armada.</p> <p>—Lo comprendo perfectamente, Dino —aseguró Judith—. Pero en caso de... en caso de que haya una mujer allí... si están realmente dispuestos a intentar una inseminación... ¡debemos llegar antes como sea! Es preciso que le echemos el guante.</p> <p>—Lo sé —suspiró Dino—. Sea prudente, eso es todo.</p> <p>Ella miró su reloj.</p> <p>—Podemos salir esta misma tarde pero...</p> <p>—No, tienen que descansar. Estarán en Santa Catalina mañana a mediodía y los egipcios se reunirán con ustedes... si es que Almedoes consigue organizar todo esto a tiempo.</p> <p>—Bien... Entendido.</p> <p>—Me gustaría hablar con Anselmo.</p> <p>—Se lo paso.</p> <p>Anselmo cogió el móvil, pero se hizo un lío con el kit de manos libres, así que lo desconectó y terminó por pegarse el móvil a la oreja.</p> <p>Judith se llevó aparte al padre Fombert y le resumió lo que Dino le había contado, mientras Yoris e Ismail tomaban rápidamente algunas fotos de las iluminaciones del códice y volvían a enrollar el volumen con cuidado. Luego Judith fue a guardar su material. A poca distancia, Anselmo respondía a Dino con afirmaciones breves. Judith alzó los ojos y respiró hondo, abarcando la biblioteca con la mirada. Tuvo de nuevo la impresión de enfrentarse a varios milenios de civilización, un compendio de toda la memoria humana. Esta sensación, justo cuando desentrañaba con Fombert el secreto del códice de Santa Catalina y daba caza a una organización perfectamente capaz de quemar con un gesto esos miles de libros, le provocaba una sorda e indefinible inquietud.</p> <p>«Miles de años de civilización... ¿una nueva empresa, totalmente espantosa? ¿Es esto el progreso? Todo esto... ¿a punto de ser destruido por nosotros?»</p> <p>Por un lado, esos miles de años. Por otro...</p> <p>El espectro de la instrumentalización última del hombre.</p> <p>Judith volvió a tomar conciencia del alcance de lo que estaba en juego.</p> <p>—Judith... Hay que marcharse, ahora. <i>Andiamo</i>! —dijo Anselmo.</p> <p>Estaban agotados. Debían encontrar un hotel y dormir unas horas.</p> <p>Al día siguiente saldrían hacia el monasterio.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>En el subsuelo rocoso del desierto del Sinaí, los colegas del profesor Park Li-Wonk andaban muy atareados. La segunda fase de su operación estaba en marcha. Cada uno de los cuatro científicos había asumido la responsabilidad de un equipo de trabajo con una función específica, al servicio del protocolo que habían establecido. Tensos, los equipos funcionaban a marchas forzadas en distintos lugares del complejo. Los científicos trabajaban sin escatimar esfuerzos, entre microscopios electrónicos y zumbidos de escáneres. La doble hélice del ADN, que seguía flotando como un holograma bajo las bóvedas de la Mayor, les recordaba una flor, ora bendita, ora venenosa, enrollada en espirales en lo más hondo del ser que se habían propuesto resucitar. Y el alelo, representado por una marca púrpura y agrandado como una excrecencia insólita, les parecía un nuevo horizonte por franquear, una frontera última.</p> <p>Desde que habían fijado su lugar de trabajo en el Centro, lejos del mundanal ruido, en el laboratorio reinaba una efervescencia contenida, en la que se mezclaban el temor y la excitación por romper juntos el último tabú. La precisión que requerían los análisis y las operaciones les obligaba, pese al cansancio, a una concentración sin tregua. Como había proclamado el profesor Park Li-Wonk, en el milagro de la combinación de esas secuencias genéticas ya no veían solamente la génesis de la raza humana, sino la del propio Hijo del Hombre —o «Nieto del Hombre», en palabras del sabio coreano.</p> <p>Los cuatro jefes se reunieron al cabo de varias horas en su punto de encuentro para hacer balance sobre los progresos de sus respectivos equipos.</p> <p>Estaban en una de las salas asépticas del laboratorio, cercana a la Mayor. Ferreri sostenía en sus manos enguantadas un frasco en el que nadaban, en medio de una disolución química, los siete microgramos de ADN recogidos en la Lanza del Destino.</p> <p>Todos lo observaron durante unos segundos, iluminado por los pálidos reflejos de los neones.</p> <p>La disolución incluía varios miles de células, y cada una concentraba los vestigios del patrimonio genético de Cristo, incluido el alelo Longino X².</p> <p>Para el equipo del profesor había sido fácil preparar las células; las habían puesto en cultivo con un suero bastante similar al empleado con las ovejas clonadas por el profesor Wilmut: Dolly, Polly y Tuffy. Para Dolly, los investigadores habían extraído una célula somática de la ubre del animal escogido como madre genética del futuro clon; la célula contenía todo su patrimonio hereditario. Los científicos del Sinaí, por su parte, habían sumergido la muestra en un medio nutritivo que permitía la proliferación de las células necesarias. Con sus equipos, habían dedicado las últimas horas a examinar los grafos de secuencia de Cristo, expuestos en una pantalla luminosa, para intentar descifrarlos letra por letra, cuando esto era posible, y analizar el famoso alelo que encerraba todos los misterios.</p> <p>Los cuatro profesores contemplaban fascinados la disolución dentro de ese frasquito que parecía contener el secreto último de la creación. Divididos entre el vértigo experimental y el infinito esfuerzo de control que la ciencia ejercía sobre los arcanos de la materia, intentaban desvelar el misterio del espíritu acorralando este alelo sin parangón en el mundo. Estaban emocionados, pues sabían que se encontraban a las puertas de la experiencia de su vida; pero también profundamente angustiados, pues del éxito de la operación dependería su suerte. Nadie podía decir cómo reaccionaría Ernst Heinrich si fracasaban. Y preferían no pensar en ello. Por fortuna, hasta el momento las primeras divisiones celulares se habían producido sin tropiezos, y teóricamente ya disponían de suficiente «material» para continuar su gran obra.</p> <p>Unos años atrás su proyecto habría sido impensable. Para clonar a la oveja Dolly fueron necesarios un millar de óvulos, y luego doscientos setenta mil ensayos hasta que los investigadores lograron uno concluyente. De practicar la estimulación ovárica a una mujer mediante un método similar al empleado con la oveja, los científicos podían obtener una media de diez óvulos... Así que para aplicar al ser humano un esquema de trabajo idéntico al de Dolly, era necesaria la participación de cien mujeres como mínimo, y que cada una proporcionara diez ovocitos, antes de poder extraer los mil óvulos con anestesia general. Eso era tanto como decir que, aun contando con los servicios de maternidad, ginecología y obstetricia de los mejores hospitales del mundo, las esperanzas de éxito de las manipulaciones parecían totalmente vanas.</p> <p>El método Dolly planteaba otro gran inconveniente. Aun en el supuesto de que los científicos pudieran disponer de los óvulos, habría sido necesario implantar en el útero de las madres portadoras cada uno de los embriones ya en desarrollo; veintinueve, en el caso de Dolly. Esto significaba que los investigadores debían encontrar, tirando por lo bajo, una treintena de mujeres dispuestas a llevar un niño, sin darles a conocer necesariamente todos los pormenores de la operación. El porcentaje de éxito se reducía entonces a uno entre mil... Era irrisorio. Para terminar, era imposible, incluso después de una operación <i>in vitro</i> y de congelar el clon en el estado embrionario, desarrollar cada uno de los órganos al ritmo biológico impuesto por los científicos, y todo sin recurrir a una implantación intrauterina, única garantía del crecimiento armonioso del feto. Si esto fracasaba, la última posibilidad era el aborto terapéutico, con riesgo de extraer el embrión en un estado más avanzado de su desarrollo.</p> <p>Pero esos obstáculos fueron reales más de diez años atrás. En aquella época, Ferreri trabajaba todavía para la Fundación Bios. Su colega Park Li-Wonk acababa de dejar Jouy-en-Josas y el programa europeo de la fundación para instalarse en un laboratorio situado en Jeju, una isla próxima a Corea del Sur, donde había conocido al japonés Yzamata. El hecho de que Axus Mundi los uniera en un equipo había sido, claro está, decisivo. El misterioso Ernst Heinrich se había acercado a ellos con suma prudencia y una perfecta discreción. Parecía muy bien informado, pues había llegado en el momento oportuno para todos ellos, cuando su carrera corría el peligro de ensombrecerse para siempre. En este proyecto cada cual tenía su propia motivación: para Li-Wonk y Ferreri, era la fe en la ciencia; Yzamata intentaba huir de la justicia, al igual que Sparsons, aunque en el caso del estadounidense, aparte de las amenazas de diligencias contra él existía una determinación más positiva y lúdica, a la que él llamaba simplemente <i>fun</i>. Para los cuatro, además, el dinero y la perspectiva de un futuro sin aprietos —cuando no de una brillante redención en la escena internacional— constituían un argumento de peso. Heinrich había obrado del mismo modo con otros científicos presentes en el Sinaí.</p> <p>El método que aquel cuarteto de investigadores había inventado conjuntamente, con paciencia y el mayor secretismo, garantizaba a sus ojos un triunfo casi seguro, sobre todo porque recurría a una única madre portadora, y eso implicaba un porcentaje de éxito muy superior a los ensayos anteriores. Habían dado juntos su gran salto hacia delante y esta vez se habían prohibido hacer declaraciones intempestivas en los medios de comunicación, en parte por los debates sobre el derecho a la vida, en parte para tener la suficiente tranquilidad de espíritu. No habían firmado ningún artículo de repercusión en la revista <i>Nature</i>, ni frecuentado los coloquios internacionales con el afán de un hipotético premio Nobel; al contrario, habían optado por reforzar su colaboración, habilitar su laboratorio en un lugar seguro, obtener el material y los recursos humanos necesarios, con la mayor discreción posible. Estaban decididos a esperar el momento oportuno; y ese momento, además de haber llegado, superaba sus más descabelladas esperanzas.</p> <p>El procedimiento revolucionario que Ferreri y el profesor Li-Wonk habían inventado para garantizar la conservación de ovocitos frescos había sorteado el primer y mayor escollo para la clonación humana. El coreano había cosechado con paciencia un millar de ovocitos en los compartimientos criogenizados de las instalaciones científicas de Jeju, creadas con fines experimentales y de investigación sobre la fecundación <i>in vitro</i>. Al principio pensó en utilizarlos todos, uno a uno, si hacía falta, para progresar en sus investigaciones —por entonces aún desconocía que tendría la inesperada oportunidad de trabajar con el ADN de Cristo—. Para superar las otras dificultades técnicas, los científicos pensaban aplicar a las células extraídas de la Lanza un «tratamiento» vagamente inspirado en el que había permitido a los investigadores de Honolulú clonar, unos años antes, una cincuentena de ratones. Se trataba de transferir el material genético, conservado con esmero para evitar cualquier riesgo patógeno, a un huevo enucleado, por medio de una microaguja que permitía multiplicar sus probabilidades de éxito en el desarrollo posterior del embrión. Así había nacido un clon de ratón en Hawai en el 3 por ciento de los huevos manipulados.</p> <p>Gracias a los últimos avances de la Unidad 129 en fecundación asistida, a los del INRA francés sobre la clonación de mamíferos y a su propio secreto de fabricación, los científicos de Axus Mundi estaban seguros de poder elevar el porcentaje de éxito al 75 por ciento... en una sola madre portadora. Debían organizar cada una de las etapas de su planificación teniendo en cuenta todos los parámetros. En cuanto el óvulo acogiese el material genético, la activación de la célula obtenida pondría en marcha el desarrollo embrionario. Entonces solo dispondrían de un plazo muy corto para realizar la implantación <i>in utero</i>.</p> <p>«Y ahora... —se decían, con la mirada perdida en su disolución química—, ¿qué va a pasar?»</p> <p>A los catorce días apareció ya la primera marca en el embrión humano, el primer signo que modificaba la simple masa celular y daba inicio al desarrollo de los órganos del feto. Era un trazo puro, visible con el microscopio: el surco primitivo. La prefiguración del eje central del cuerpo, la columna vertebral, que trazaría pronto la límpida verticalidad de la anatomía humana, distinguiéndola del mono. ¡En el decimocuarto día! Muchos veían en aquel punto el auténtico instante cero, el de la eclosión de la vida. Pues bien... Los investigadores del Sinaí iban mucho más allá: se permitían el lujo de decidir, no que el niño fuese persona el primer día, la tercera semana o al cuarto mes del desarrollo fetal, ni mucho menos en el momento mismo de su concepción... sino en la fecha que les conviniera. ¿No se había esforzado siempre la ciencia en conseguir que el hombre dominase la naturaleza? La llegada de la clonación era sencillamente su evolución lógica.</p> <p>Cuando oyeron que la Voz brotaba de la caja, adivinando la mirada de Ernst Heinrich en ellos, se volvieron hacia las cámaras.</p> <p>—¿En qué punto están?</p> <p>Ferreri sujetó una vez más el frasco bajo el resplandor de los neones.</p> <p>Lo contemplaron embelesados, con una mano en el bolsillo de sus batas blancas. Luego una prolongada sonrisa se extendió en su rostro. La apuesta era una locura, apasionante y desmesurada.</p> <p>—Estamos listos —dijo Park Li-Wonk.</p> <p>Quizá tuviesen una sola oportunidad.</p> <p>Y una sola Portadora.</p> <p>Su Nueva María.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>En lo alto de la torre que dominaba la ciudad, Ernst Heinrich estaba sentado en la butaca de piel de su despacho. Sandor, el húngaro colosal que lo acompañaba en casi todos sus desplazamientos —su propio ángel de la guarda, en cierto modo—, estaba a su lado, impasible. Ante Ernst, unas cuarenta pantallas formaban una sobrecogedora pared de imágenes, tapada habitualmente por un tablero de madera oscura. Era su panóptico. Aquel lugar se había convertido en su cuartel general. Desde allí seguía minuto a minuto el progreso de los trabajos en el laboratorio del Sinaí. En aquel momento las múltiples pantallas formaban una única e inmensa imagen: la de los cuatro profesores, reunidos como los Tres Mosqueteros alrededor de su disolución en la sala de reunión que lindaba con la Mayor. Heinrich los observó por última vez —los veía un tanto pálidos— y, mientras pulsaba el interfono de la caja, se inclinó hacia el micro integrado.</p> <p>—Continúen con los planes. Volveré a llamarlos.</p> <p>Cortó la comunicación. Su mirada se posó en un calendario, descuidadamente colocado junto a un cortapapeles sobre su mesa de despacho. La fecha del día siguiente estaba pintarrajeada con citas pendientes. Se volvió hacia Sandor con una sonrisa.</p> <p>—Mañana por la mañana dígale a la señorita Bergens que anule mis citas. Que se tome el día libre. Avise también a la junta directiva, dígales que estoy ligeramente indispuesto y que no estaré disponible en cuarenta y ocho horas. Pero iré al consejo el viernes por la tarde, por supuesto. Puede usted retirarse.</p> <p>Sandor asintió con la cabeza, se despidió y salió en silencio. En cuanto estuvo solo, Ernst puso un poco de polvo blanco sobre la mesa, que reunió con meticulosidad, antes de esnifarlo de un tirón. Tomó aire, echando un instante la cabeza hacia atrás; luego la sacudió y sonrió. Trató de calmar los latidos de su corazón. Sus tres directores adjuntos de WerkersMedias se encargarían de los asuntos corrientes. Aún quedaban días hasta la asamblea de accionistas, fijada para el 27 de julio en Nueva York. Muy pocos en el consejo estaban informados sobre la operación. Aunque sus adjuntos habían contribuido a la construcción e instalación de los edificios del Sinaí, no podían imaginarse todos los pormenores. Ernst se había preocupado sobre todo de que no pudiesen relacionarlo con lo sucedido en Megido. Además, tenía la cobertura perfecta. La presencia de Axus Mundi en los mercados del futuro (productos farmacéuticos, inteligencia artificial y microelectrónica) predisponía a la organización a proyectos de ese tipo. Y los «fieles» reclutados entre las filas de WerkersMedias o en los laboratorios de renombre internacional eran ante todo empleados concienzudos, investigadores de diversas especialidades que se preocupaban exclusivamente de fomentar sumisión civilizadora. Lo importante era saber utilizarlos como convenía. Aunque entre ellos se establecían contactos, Ernst procuraba evitar grandes agrupaciones fuera de horas laborales. Sabía de sobra por qué caían los grandes imperios.</p> <p>Ernst cogió instintivamente un mando a distancia y lo dirigió hacia las pantallas. Apretó un botón y con un chasquido todas dibujaron a la vez el logotipo de WerkersMedias, la W y la M entrelazadas dentro de un círculo ribeteado de azul; luego las pantallas se apagaron. Con la sonrisa en los labios, vaciló un instante. Finalmente, se instaló con un whisky escocés <i>on the rocks</i>, cruzó las piernas, se puso cómodo y reflexionó unos instantes.</p> <p>Las últimas noticias no eran muy alentadoras, pero todavía no había nada en riesgo. Su principal preocupación era el rápido avance del Vaticano. No obstante, Ernst creía en su buena estrella. ¿Acaso no le había permitido llegar hasta ahí? Absorto en sus pensamientos, volvió a mirar un segundo el calendario. Lo cogió y arrancó una a una sus hojas, como si deshojara una margarita. A su alrededor reinaba un gran silencio. A esas horas, en medio de la noche, los despachos estaban desiertos; solo quedaba el personal de seguridad. Tiró el calendario a la papelera que tenía al lado y se recostó en su butaca, conteniendo la risa. Qué bien se estaba allí, a solas, lejos del mundanal ruido... Y pronto, ¿quién sabe? La Historia volvería a empezar. Y la humanidad también. Podría celebrar el año cero y anunciar a todos la buena nueva. Mientras pensaba en esto, Ernst atrajo hacia sí un teclado reluciente, su tablero de mandos. Apretó el <i>enter</i> y la pared de pantallas se volvió a encender. Durante un segundo las cámaras mostraron otra vez las instalaciones del laboratorio desde sus distintos ángulos.</p> <p>De repente se detuvo... y entornó los ojos.</p> <p>«Vaya... Qué interesante...»</p> <p>Seleccionó el monitor número 12 y accionó el zoom.</p> <p>Descubrió a uno de sus empleados inclinado sobre un ordenador... en un lugar en el que, evidentemente, no debería estar. Ernst esbozó otra sonrisa, esta vez más amarga. Era hora de llamar a Duncan, el responsable de seguridad... y acabar con algunos desajustes.</p> <p>Manejando el tablero se conectó al canal codificado de Duncan. La voz de Heinrich estaba algo alterada. Su conversación fue breve.</p> <p>Unos instantes después volvía a mirar la pared con las pantallas. Una sombra nubló su rostro; tenía un pensamiento recurrente que no lograba disipar... una hipótesis que debía tomar seriamente en consideración. ¿Y si fracasaban? Ernst no era ingenuo. Siempre había sabido que en realidad sus posibilidades eran ínfimas; el riesgo de fracaso no era nada desdeñable, no podía soslayarlo. Sin embargo, también había previsto esa jugada. Lo importante, según su inspiración inicial, era que el Vaticano considerase real la amenaza... lo bastante real como para servir a sus fines. Desde esa perspectiva, el violento método que utilizaron para sustraer la Lanza en Megido no daba lugar a ambigüedades. Sin embargo, era de vital importancia que la inseminación se llevase a cabo antes de cualquier intervención exterior, para alejar a la Portadora y al niño del laboratorio en cuanto hubiese finalizado la operación. Aun en el caso de que fracasaran, no debían encontrarlos. Y había que poner la Lanza y las muestras de sangre a cubierto.</p> <p>Mientras el Vaticano creyese que la inseminación había salido bien, Ernst tenía ganada la partida. Para no dejar ningún flanco descubierto, ya tenía preparada su próxima maniobra y sus próximos mensajes destinados a sor Internet. Si todo iba bien, cruzaría la última frontera. En el caso contrario, aprovecharía la incertidumbre para sacar ventaja de otro modo.</p> <p>Las pantallas le presentaron, esta vez, la maqueta de la portada de una de sus cabeceras.</p> <p>Una matriz que, de cuando en cuando, le permitía hacer directamente desde su despacho la elección definitiva de los titulares, que se reproducían automáticamente en las cerca de cuarenta redacciones del grupo. Por supuesto, el titular que barajaba ahora no se difundiría antes de que él le hubiese dado luz verde. Pero quería esmerarse y se entretuvo redactándolo. Lentamente, escribió:</p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;">U-N C-L-O-N D-E C-R-I</p> <p></p> <p>Conocía lo suficiente el peso de los mecanismos mediáticos para saber que una vez en marcha, nada podría detenerlos. Por supuesto, pondrían en duda la veracidad de la información. Las redacciones eran independientes... Pero bastaba con dejar que se lo creyeran, propagar el rumor y, llegado el momento, aportar tal o cual reflexión irrefutable. Poco a poco, intrigados, los profesionales se pondrían a indagar, pondrían el mundo patas arriba para descubrir la verdad... Y luego la cambiarían según la dirección del viento, y el viento era él. Independientemente de los resultados que se obtuvieran en el Sinaí, él podría controlar el curso de las investigaciones de la prensa. La duda se apoderaría de los espíritus. Se olvidaría todo sentido crítico, los periódicos se venderían como rosquillas, cada uno con su propio reportaje, su portada y sus entrevistas con los mejores especialistas en el tema, se dedicarían estudios al asunto, prólogos y prefacios, para descifrar y desentrañar lo verdadero de lo falso... y todo el mundo seguiría la evolución del asunto, porque ese <i>gimmick</i> no apasionaría solo a las multitudes, sino que además sería una excelente oportunidad para hacer negocios. Obviamente podía haber filtraciones, incluso en aquellos mismos momentos, y Ernst empezaba a temerlas; pero, a fin de cuentas, sabía que servirían a sus propósitos. Lo importante era estar al acecho y saber devolver el bumerán al remitente con precisión. Él mismo organizaría las filtraciones, las orientaría a su antojo. La libertad humana era una cosa, pero la naturaleza de las lógicas aplastantes de los —malvados— medios de comunicación era otra. Había aprendido su abecé sin demasiada complicación: provocar sensaciones fuertes, provocar miedo. Por no mencionar el supuesto de que la operación tuviera éxito de verdad... y de que se perfilara, a la larga, la paternidad de una patente como mínimo...única.</p> <p>Lo conseguirían. Estaba seguro. Con ese pensamiento, Ernst Heinrich sintió que volvía a dominarle la excitación. ¿Se daban cuenta sus investigadores, y él mismo, de lo que estaban haciendo? Oh, sí, lo sabían. Lo conseguirían. Preparaban el advenimiento, la reconstrucción de la Ciudad de Dios. La Nueva Jerusalén. ¿No decían acaso de la Jerusalén celeste que era el «ombligo del mundo»? Salvo por el detalle de que, esta vez, se trataba de construir la Jerusalén terrestre; esa otra Jerusalén cuyo Templo, invisible al ojo desnudo, sería ciencia, sería útero y nuevo sanctasanctórum. Gracias a él, a Ernst Heinrich, se cumpliría el viejo sueño prometeico: robar el fuego del cielo, el del conocimiento y las artes prohibidas, para entregárselo a los hombres. Desafiaría la ira de todos los dioses para lograrlo si hacía falta. Tal era la ambición humana desde tiempos inmemoriales. Ernst rió ante la belleza singular y exultante de su metáfora.</p> <p>La Ciudad de Dios. La Nueva Jerusalén.</p> <p>El fuego del cielo.</p> <p></p> <p>U-N C-L-O-N D-E C-R-I-S-T-O E-N C-I-R-C-U-L-A-C-I-Ó-N</p> <p></p> <p>Tenía una impresión muy curiosa: la sensación de tener el mundo en la punta de los dedos. Mientras miraba el cursor parpadeante en el extremo del titular, Ernst decidió añadir algo de duda...</p> <p></p> <p>¿UN CLON DE CRISTO EN CIRCULACIÓN?</p> <p></p> <p>Alzó la mirada hacia las pantallas.</p> <p>Se preguntó qué ilustración le iría bien a semejante reclamo.</p> <p>En una décima de segundo, sus ojos cayeron sobre el cuadro que adornaba la pared a poca distancia: la Lanza, bajo un cielo rasgado por el rayo.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 6</p> </h3> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Si por tanto, como es seguro, el conocimiento y el reino de Jesucristo llegan al mundo, esto no será sino una continuación necesaria del conocimiento y del reino de la Santísima Virgen María, que lo puso en el mundo la primera vez y hará que se manifieste la segunda.</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONFORT,</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; text-align: right; font-size: 95%"><i>Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen</i></p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="font-weight: bold; text-align: right; text-indent: 0em">Laboratorio de Axus Mundi, 2006</p> <p style="font-weight: bold; text-align: right; text-indent: 0em">Hotel Cecil, 2006</p> <p style="font-weight: bold; text-align: right; text-indent: 0em">Vaticano, aposentos pontificios, 2006</p> <p style="font-weight: bold; text-align: right; text-indent: 0em">Desierto del Sinaí, 2006</p> <p>Eran las dos de la mañana cuando Frank Duncan, caminando por los sótanos del laboratorio del Centro, se dio cuenta de que las sospechas de Ernst Heinrich, su jefe y maestro de Axus Mundi, tal vez eran fundadas. Avanzó presuroso por los pasillos iluminados de neón hasta llegar a una de las salas contiguas al despacho con decoración fría del profesor Park Li-Wonk. Usó su pase magnético e inmediatamente la puerta se abrió con un suspiro ahogado. Duncan entornó los ojos con aire inquisidor. Solo ante un ordenador, conectado a la red, se hallaba uno de los empleados del Centro, que se sobresaltó ante aquella repentina visita. Otros miembros del personal se afanaban todavía en la Mayor a aquellas horas tardías. Pero este, ¿qué hacía solo ante el ordenador de uso exclusivo del profesor Sparsons? ¿Y cómo había entrado?</p> <p>El mensaje había sido claro. Duncan acababa de recibir desde la dirección de Axus Mundi —en otras palabras, del inaprensible Ernst Heinrich en persona —un comunicado confidencial que le informaba de sus sospechas. Sospechas de extrema gravedad. Hacía alusión a la posibilidad de filtraciones de correos electrónicos y a la presencia de un topo en el equipo de científicos. La alerta podía ser «seria». «¿Seria? ¡Esto puede mandarnos a todos a la cárcel!», pensó Frank al recibir la noticia entre suspiros e imprecaciones. Heinrich no estaba seguro de sus sospechas, pero le preocupaban los rápidos progresos del Vaticano y de los egipcios y los israelíes en sus pesquisas para seguirles la pista después de Megido. Le había pedido a Frank que solucionara la cuestión interna, lo que, tratándose de él, no era solo un consejo amistoso.</p> <p>Duncan volvió a blasfemar. Era el maldito problema de la vigilancia moderna. Antes los espías robaban documentos y los pasaban del Este al Oeste, se disfrazaban en las veladas de las embajadas, se intercambiaban maletas en puentes, ocultaban microfilmes en sus molares detrás de las pastillas de cianuro. Los buenos tiempos. En la época actual se «abrían <i>sockets</i>» y bastaba con apretar <i>enter</i> para enviar información capaz de cambiar la faz del mundo. Llevar o no un Smith &Wesson y tener un diploma de nivel 12 en combate cuerpo a cuerpo, no cambiaba nada para un responsable de seguridad. Más valía haber salido del Instituto de Tecnología de Massachusetts y leer con regularidad revistas especializadas como <i>Sistemas electrónicos</i> o <i>Futuro y perspectivas</i>. Duncan estaba angustiado, y el <i>hummus</i> que había comido unos días atrás ayudaba poco. Debía de haber sufrido una leve intoxicación alimentaria. «A no ser que... —se decía a sí mismo—... solo sea psicológico...»</p> <p>Duncan conocía muy bien los fallos que existían en las instalaciones del Centro. A falta de tarjeta, bastaba con conocer y teclear tranquilamente el código de acceso correspondiente a esta u otra sala para entrar en el lugar deseado. Sobre el papel —los planos egipcios sellados por el antiguo Ministerio de Defensa— los sótanos parecían contar con una red electrónica rigurosa, provista de sistemas de alarma perfectamente operativos. Pero en realidad, aquel gruyère subterráneo arrancaba a Duncan tristes mofas y condenas lapidarias. Cuando hacía la ronda de noche, se desesperaba por tener que soportar ciertas gracias tecnológicas del laboratorio. Contaba con un equipo, desde luego, formado por una treintena de mercenarios de élite reclutados por Axus Mundi. Pero también era necesario ocuparse del recinto, de las entradas y salidas y de las distintas secciones de la superficie. Todo ello comunicándose solo a través del walkie-talkie.</p> <p>Cada vez más nervioso, en los dos últimos días Duncan no había dejado de reforzar los protocolos y de dar a todos nuevas órdenes para garantizar las rotaciones, a fin de vigilar permanentemente cada uno de los terminales informáticos. Frank no tenía ninguna gana de poner a prueba la paciencia del señor Heinrich ni tantear su capacidad de reacción... Había que enmendar el error lo antes posible. Cuando entró en aquella sala equipada con un único terminal a la que había bautizado como la <i>Sparson’s room</i>, se dijo que había llegado el momento de justificar su empleo.</p> <p>Con los dientes apretados, avanzó mirando de reojo la tarjeta del individuo que Heinrich acaba de detectar sin autorización. El tal Enrique Guzbert, apretando la tecla <i>escape</i> con la inocencia de un colegial, levantó hacia él una mirada apurada, a la par que intentaba aparentar naturalidad. «Enrique Guzbert...» La memoria fotográfica de Frank pasó revista a las fichas que había consultado largo y tendido para aprenderse de memoria los perfiles de cada uno de los empleados de Axus Mundi. Aparte de los profesores Park Li-Wonk y Ferreri, Frank era el único que conocía los identificadores y las tarjetas de todos los participantes en la operación. Muchos no estaban registrados con su nombre real.</p> <p>«Enrique Guzbert...»</p> <p>Frank se detuvo mentalmente en la foto y la información incluida en la ficha del individuo.</p> <p></p> <i><p>GUZBERT, Enrique. Nacido en 1962 en Buenos Aires. De madre argentina (bailarina) y padre alemán (dentista). Becario en Harvard. Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT). Doctorado en biología molecular. Padres fallecidos † 1971. Nacionalizado estadounidense. Casado con Felicia Ibanera en julio de 1991. Despedido tras colaborar durante dieciséis años con los laboratorios Pharmaceut.Inc., Nevada, en octubre de 1996. Incluido en el equipo de John Sparsons. Divorciado en 1998. Medio de presión: hija de nueve años, Juliette.</p> </i> <p></p> <p>Duncan lo miró fijamente. De tez tostada, cabellos y ojos negros, Enrique lucía un bigotito sobre sus labios carnosos y un mentón volitivo. Tenía la frente abombada en dos puntos justo encima de las cejas, lo que le daba un aspecto curioso. Le costaba disimular su turbación, ciertos signos no engañaban. Frank adoptó un rictus de desprecio, sintiéndose de pronto investido de un poder que lo colmaba de satisfacción. Disfrutaría jugando un poco. Después de la tensión que le había producido el mensaje de Heinrich, necesitaba relajarse. Era una compensación merecida. El otro esbozó una sonrisa, que desapareció en cuanto Duncan lo llamó por su nombre de pila.</p> <p>—Vaya, Enrique...</p> <p>Mientras deslizaba una mano hacia el walkie-talkie prendido de su cinturón, Duncan se plantó delante de Enrique, que, sentado en su butaca giratoria, buscaba a todas luces una rápida explicación. Duncan se pasó la lengua por los labios, con un aire socarrón, y siguió hablando mientras levantaba la vista hacia el ojo de la cámara situada en el rincón de la sala.</p> <p>—Me pregunto con qué excusame va a salir para justificar su presencia aquí.</p> <p>—Escuche, eh... Usted es Frank, ¿verdad? ¿Frank Duncan? Escuche, yo...</p> <p>Sudaba.</p> <p>—Se lo voy a explicar... —balbuceó Enrique, intentando no temblar.</p> <p>Duncan lo miró con severidad. Aunque Enrique se hubiese puesto en pie, le sacaba dos cabezas. Con una indolencia fingida, Duncan se inclinó hasta quedar, muy cerca de la cara de Guzbert. Sonrió y, tras desviar la mirada, deslizó levemente su mano sobre el <i>touchpad</i> del ordenador. Abrió sin dificultad el buzón de correo; habían borrado el mensaje después de enviarlo. Duncan volvió a mirar a Enrique. Solo les separaban unos centímetros. El responsable de seguridad sonrió y meneó la cabeza con desaprobación. Él quizá no había pasado por el Instituto Tecnológico de Massachusetts... Pero al menos tenía ciertas nociones.</p> <p>—Enrique...</p> <p>Sus dedos deslizaron el cursor sobre la barra de herramientas. Enrique parpadeó. Con unas sencillas manipulaciones Duncan restauró el correo borrado.</p> <p>—Creo que Juliette no aprobaría esto...</p> <p>Esta vez los ojos de Enrique se desencajaron de horror. La ventana con el correo se abrió en la pantalla. Confirmaba una reciente conexión a www.vatican.va. En la pestaña «Contacto» figuraba la dirección de emilybanner@vatican.va. Era el nombre de la responsable de internet en el Vaticano. Duncan pudo consultar el historial de mensajes. Había dos. El primero:</p> <p></p> <i><p>Se están preguntando qué es Axus Mundi, ¿verdad? Y qué es lo que quieren... Pues bien: quieren hacer que se incline el eje del mundo... Lo que quieren, mi querida Iglesia, es llevar al límite vuestras peores pesadillas, porque hoy tienen poder para hacerlo... Poder para ser Dios, para edificar la nueva Babel. La Lanza no es solo una reliquia, mi querida Iglesia. Es la Lanza del Destino.</p> <p>De nuestro destino...</p> <p>Lo que quieren...</p> <p></p> <p>... ES RESUCITARLO RESUCITARLO RESUCITARLO RESUCITARLO RESUCITARLO RESUCITARLO RESUCITARLO RESUCITARLO RESUCITARLO RESUCITARLO RESUCITARLO RESUCITARLO RESUCITARLO RESUCITAR</p> </i> <p></p> <p>—Ya veo —dijo Duncan.</p> <p>El mensaje había sido enviado la noche anterior. El segundo, apenas unos minutos antes.</p> <p></p> <i><p>Debes apresurarte, mi querida Iglesia, pues la sangre de Cristo está lista. Pronto la Portadora estará aquí. Entonces la Lanza irá a su encuentro para la fecundación más hermosa. Y la raza humana irá al encuentro de Dios, como antaño Moisés al Sinaí...</p> </i> <p></p> <p>Duncan se enderezó, con mala cara.</p> <p>—Pero ¿qué le ha dado, Enrique...? ¿Por qué?</p> <p>De pronto las pupilas negras de Enrique se incendiaron de ira.</p> <p>—Porque... ¡estáis locos! —respondió Enrique—. ¡Toda esta gente está loca! No sé cómo he podido dejarme arrastrar a semejante...</p> <p>Se interrumpió, petrificado de horror. Ante sus ojos Duncan acababa de sacar una pistola y un silenciador que ajustaba en esos momentos al arma.</p> <p>—Pero ¿qué hace?</p> <p>—¿Y a usted qué le parece? Revisar los verbos irregulares —ironizó Duncan.</p> <p>Enrique no tuvo ni tiempo de levantarse.</p> <p>Duncan le disparó tres balas en pleno corazón, a quemarropa. Los ojos de Enrique parpadearon un instante y su boca se abrió en una súplica sorda que le daba un aire casi cómico. Intentó taparse el pecho con la mano, pero no le dio tiempo y se limitó a esbozar un gesto inacabado. Tras un breve gemido, su mirada se volvió vidriosa y se apagó; su brazo cayó pesadamente en paralelo a su cuerpo. Duncan hizo una mueca al comprobar que unas gotas de sangre habían salpicado el bolsillo de su camisa beige; el cuerpo de Enrique Guzbert resbaló de la silla y quedó tendido en el suelo.</p> <p>Duncan contempló el cuerpo ante él. Se había restablecido el orden.</p> <p>Luego echó un vistazo a la ventana centelleante del ordenador y agarró el walkie-talkie de su cintura.</p> <p>—Páseme al amarillo —dijo—. Sí, a Li-Wonk, claro...</p> <p>Miró el cadáver a sus pies. La sangre empezaba a extenderse por el suelo enlosado.</p> <p>—¿Profesor Li-Wonk? Duncan. Habrá que agilizar el plan... Puede que tengamos visita.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Habían reservado habitaciones deprisa y corriendo en el principal hotel del centro de la ciudad, el Cecil. Era un palacio un tanto decadente, situado a poca distancia de la estación de Ramleh, de donde salían los autocares hacia El Cairo y los tranvías que comunicaban las playas de la costa. Apoyada en el balcón de su habitación, vaso en mano, Judith no conciliaba el sueño. Eran ya las tres de la madrugada. Anselmo había ocupado la habitación contigua. También él tenía derecho a descansar un poco, pero, como Judith, no lo conseguía y daba vueltas en la cama sin cesar.</p> <p>Judith bebió un sorbo de agua. Su mirada se perdía en la delicada cresta de las olas que ondeaban en el mar, centelleando aquí y allá con el reflejo de la luna, a merced del paso de las nubes. Se sentía a la vez exhausta y nerviosa. El viaje a Santa Catalina estaba previsto al alba. Vestida con un simple camisón y un abrigo, aunque la noche era fresca, se dejaba mecer por el chapoteo del Mediterráneo y las luces de la ciudad. Sus rubios cabellos se agitaban en la brisa. Levantó el rostro hacia las nubes, pensando aún en lo que había dicho el padre Fombert, en lo que había creído percibir allá arriba, en el misterio de los astros...</p> <p>¿Era posible?</p> <p>Judith ya no sabía qué pensar. Miraba la bóveda celeste inmensa y profunda, moteada de mil constelaciones... todos los enigmas del universo. Y volvía a interrogarse.</p> <p>Y esperaba.</p> <p>Como otrora los esenios esperaron también, no uno, sino dos Mesías. El Mesías real, descendiente de David y jefe de la guerra escatológica, debía llegar en primer lugar para garantizar la paz en Israel y derribar a los enemigos de Dios. Luego vendría el Mesías sacerdotal, hijo de Aarón, supremo caudillo de naciones. Varios textos bíblicos, así como los Evangelios apócrifos, hacían referencia a este dualismo mesiánico. Judith estaba confusa. ¿Quién habría dicho que el Señor resurgiría en los términos de la ciencia moderna y del más escandaloso intento de desviación religiosa? Y además, ¡mediante el subterfugio improbable y terrorífico de la clonación! Ese choque frontal entre los símbolos de antaño y la brujería contemporánea la sobrecogía. El rey que invocaban los sumos sacerdotes neomesianistas de Axus Mundi tenía todas las de ser, no el salvador sacerdotal de los esenios... sino el Anticristo, o el falso profeta. ¿No era eso lo que había querido decir Seltzner al evocar los signos de la capilla de Megido y de la Piedad invertida? «Estos símbolos no están ahí por casualidad. Para sus autores indicaban el futuro... La venida del Mesías, señorita Guillemarche. A menos que se trate del advenimiento del Anticristo o del falso profeta que se haría pasar por él... Como si la visión escatológica de los esenios se mezclase de pronto con el terror del Armagedón...»</p> <p>Judith se pasó la mano por la boca seca. «¿Sabe usted lo que representaba la Lanza del Destino en la tradición? —había proseguido Seltzner—. El poder supremo, el arma de la aniquilación, el fin del mundo. Quien poseyera la Lanza podría dominar el mundo... ¿Alguna vez se le ha pasado por la cabeza que este Apocalipsis podía ser... metafórico? De eso es de lo que hablan los mosaicos. Una metáfora del fin del mundo, el fin de un mundo, tal como lo conocemos. Una anticipación de los recursos que el hombre sería capaz de inventar para destruirse a sí mismo, como la bomba atómica... Pero una bomba atómica interior...»</p> <p>Judith volvió a pensar en la iluminación, en ese templario que exhibía orgulloso su Lanza de la Omnipotencia al salir de la fortaleza de San Juan de Acre... Por increíble que sonara, los grabados del <i>Codex Paulus</i> exhumado por Fombert y los símbolos de Megido podían interpretarse como la señal de una funesta profecía. La obra visionaria de los mosaicos, encargados por los esenios, los guardias de la capilla o el propio Longino, parecía proceder de una inspiración llegada de otro lugar. El demonio que acunaba al niño...</p> <p>«Oh, Dios mío... Entonces... ¿va a regresar?», se preguntaba Judith mientras se cogía la cabeza entre las manos.</p> <p>Y, siendo perfectamente consciente de la multitud de fantasmas que entrañaba esta simple fórmula, se repetía a sí misma: «Él va a regresar...».</p> <p>Con la mirada vuelta hacia el lugar donde antaño se levantara el Faro, esa luz que ahora parecía faltarle cruelmente al mundo, Judith pensó en las últimas palabras que había pronunciado el arqueólogo antes de morir sobre la cuestión de la Nueva María. Ahora las veía claras. La recorrió un escalofrío. ¿Realmente los miembros de Axus Mundi habían seleccionado a una mujer joven, una entre todas las demás, como nueva Inmaculada Concepción? Una concepción sin padre natural ni biológico, fruto de esa única inyección de ADN en un óvulo dispuesto para ser alojado en la matriz de la Portadora... ¿Era eso lo que los brujos preparaban para inseminar a la Nueva Virgen?</p> <p>«No puede ser, es un delirio... Un delirio absoluto... ¡No podemos permitirlo!»</p> <p>Hundir al hombre y su dignidad, ese era el proyecto subyacente de Axus Mundi bajo la apariencia de la exaltación científica. Una vez cruzada la frontera, la manzana tenía muchas posibilidades de pudrirse. Más allá de las dudas sobre si sería un nuevo Cristo o no, el día en que clonasen al hombre, el día en que presentaran al mundo ese hecho consumado... cambiarían el universo.</p> <p>Aquella idea la afectaba profundamente. La figura de María la perseguía... En ese momento, contemplando el mar silencioso y el cielo aureolado de misterio, Judith sintió de nuevo que su interior se desgarraba ante el horrible hecho que había procurado olvidar desde el despegue hacia El Cairo. El fugaz pensamiento sobre la Piedad le había devuelto otros recuerdos; comparados con la misión, sus «problemillas» íntimos bien podían parecerle insignificantes, y sin embargo... Le vino a la cabeza la imagen de su madre. Judith, incómoda, se pasó una mano por la frente. Siempre había tenido miedo de que no la comprendiesen, y hoy, más que nunca, necesitaba reencontrarse para recuperar la raíz de su compro miso. Porque, desde hacía un tiempo, dudaba. Su sinceridad. El alma... ¡el alma! ¿No era eso lo más importante? ¿Había creído en vano? ¿Había algo...que ya no asumía? Judith tuvo que contener las lágrimas que inesperadamente brotaron de sus ojos.</p> <p>Desde su llegada a Egipto había sufrido episodios agitados. Mientras pensaba en María y en su propio vientre, se le hizo un nudo en el estómago. ¿Qué podía esperar ella, privada como estaba del privilegio y la esperanza de la maternidad? ¿Quién estaría dispuesto a acompañarla en esta vida, a ella, la «locatis del Vaticano» como pensaba de vez en cuando, si no podía tener hijos? ¿Intentaría adoptar alguno, mientras esperaba encontrar a un padre? ¿O renunciaría para volver a sus votos de antaño, aunque eso le pareciera igual de imposible? Rememoraba en imágenes esa otra profecía abstrusa que los médicos, con el índice levantado, habían formulado como una sanción: «No tendrás hijos».</p> <p>Le temblaron los labios. Eso era lo que no aceptaba: que ante el deseo constante de entregar su vida, el mundo no le respondía nunca con ese entusiasmo, con esa esperanza. Se sentía desarmada e impotente.</p> <p>Esta vez Judith no pudo contener un sollozo. Se cubrió la boca con la mano y cerró los ojos.</p> <p>Mientras tanto el mundo seguía avanzando, patas arriba. Se sentía agobiada, asfixiada. Los tsuna mis sucedían a los genocidios, los dramas cotidianos a las tragedias planetarias. Ella misma trabajaba para el Vaticano en un asunto que podía poner en peligro su equilibrio interior. «El perrito faldero del Vaticano...» Ya se lo habían echado en cara. Tenía que centrarse como fuera y seguir buscando a Dios, pedirle socorro. Pero cuando escuchaba su vocecita interior, no oía nada más. En otro tiempo, sentía como si una fuerza superior le encomendara una misión religiosa... Como si tuviera una función que desempeñar, la esperanza de que su modesta contribución sirviese para dar un impulso a las cosas. Pero en esos momentos había dejado atrás sus ilusiones, como pieles muertas desprendidas de su alma. El mundo se volvía ilegible para ella. Veía cómo se condensaba lentamente, cómo se sumía en una opacidad que la hacía dudar de todas sus creencias. Dios se había marchado y se había escapado con las llaves... ¡Por eso dudaba! ¿Era culpa suya si los hombres todavía eran capaces de matarse mutuamente a machetazo limpio, si unos se empeñaban en clonar ovejas o traficar con el ADN de Cristo para satisfacer su voluntad de poder o sus delirios patológicos? Pero ¿cómo podían burlarse hasta ese punto de los seres vivos y verlos solo como pura mercancía? Ya no entendía nada. ¿Cómo luchar contra el incesante retorno del caos y de lo absurdo? ¿Cómo encontrar la fuerza interior necesaria para afrontar la violencia de esa resaca sin fin? Los fundamentos mismos de la identidad de la joven, de aquello en lo que siempre había creído, se ponían seriamente a prueba... ¡Poner a prueba! De eso también estaba harta, ¡hasta la coronilla!</p> <p>«Cálmate —pensó—. Dices barbaridades.»</p> <p>Pero ¿dónde estaba la verdad? ¿Acaso existía? Hubiese deseado una caricia, una tierna caricia sobre su frente, unos dedos tranquilizadores entre sus cabellos rubios.</p> <p>Sentía miedo de sí misma, ahora.</p> <p>«Señor, quiero amarte, pero ¡tienes que ayudarme!»</p> <p>Bajó la barbilla.</p> <p>A lo mejor encontraba refugio en la cálida, aunque dolorosa, introspección que siempre la había acompañado. En la oración, como tantas otras veces. En la meditación. Esos momentos dulces y terribles que había pasado consigo misma. Volvía a verse como era entonces, inspirada por sus certezas, tan bonitas, tan cálidas, tan tranquilizadoras. Volvía a verse soñando con otro mundo bajo las bóvedas de las iglesias. ¿No era esto lo que siempre la había empujado a abrazar a Cristo, a entregarse en cuerpo y alma a la religión? Su irreprimible necesidad de paz espiritual... Esa paz que había encontrado en la bahía del monte Saint-Michel junto a Spinelli, frente al mar, o en la belleza del arte. Se resistía a pensar que su fe se debía únicamente a la angustia de su propia muerte. ¿Había estado siempre intentando huir...? Y ahora, ¿qué? Frente a la nada, frente a ese sentimiento de vacuidad y de absurdo que la habitaba, sentía la imperiosa necesidad de construirse de nuevo, de encontrar un nuevo pedestal tangible y sereno. Se debatía entre su deseo de resultar útil al vasto universo y su espantosa inquietud, su deseo de abstraerse de él, de abandonarlo para siempre. «Lejos de todas estas bobadas.» Ella siempre había sido así.</p> <p>Mientras intentaba volver al presente, seguía recordando las palabras de Seltzner cuando citó el Apocalipsis y la aparición de la Virgen coronada. La imagen la obsesionaba. «¡Y se vio en el cielo un gran signo! ¡Una Mujer! Revestida del sol. Con la luna bajo sus pies y sobre su cabeza una corona de doce estrellas...» La Iglesia llevaba siglos celebrando la coronación de María en el cielo. La tradición afirmaba que después de la A sunción, acogieron a María la Santísima Trinidad y todas las criaturas de la corte celestial reunidas con motivo de la apoteosis. Sí, había poesía en esto. ¡Y María también iba a regresar ahora! Pero, como Cristo, no de la mano de Dios, sino de la del hombre.</p> <p>Judith estaba segura: debían impedir a toda costa que aquellos locos actuasen.</p> <p>«Él regresa... ¡Y ella también!»</p> <p>Pero en la tradición, la historia no era así... La Nueva María debía enfrentarse al demonio.</p> <p>Judith alzó los ojos.</p> <p>¡No parirlo!</p> <p>¿Qué estaba diciendo? Judith se tapó la boca. De golpe vio claramente la dimensión del drama. ¡La venida de Cristo, la venida de María! ¿Qué locura perniciosa pretendían hacerles creer? Pues, aceptando la hipótesis más descabellada, si realmente nacía un niño, sería antes que nada... ¡un niño! Un niño, ¡por todos los santos! Manipulado, inocente y solo, ¡el niño del futuro! ¡Una persona! Un ser humano, todavía inconsciente de todo, de las circunstancias, de lo que suponía su nacimiento. Un niño como otro cualquiera, con necesidad de amor.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Judith no se había movido del balcón. Temblaba de frío. Su camisón se agitaba con la brisa, bajo el abrigo. Ella también debía ser fuerte. Recuperar la confianza. Escuchar su voz interior, obligarla a volver. Mientras miraba la bahía de Alejandría, con los puños apretados, se repetía a sí misma esa proclamación que tantas veces había dicho y oído: «Creo en Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible e invisible...».</p> <p>¡El amor! ¡El amor! ¡El amor! ¡Y el respeto de la persona!</p> <p>¡Ese había sido siempre el mensaje de Cristo!</p> <p>Y solo ese mensaje era defendible, ¡solo por él lucharía!</p> <p>... ¡Solo así caería la máscara de los impostores!</p> <p>Miró por última vez la curva de la bahía, centelleante bajo la luna.</p> <p>Luego entró a acostarse.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Las campanas de San Dámaso dieron las seis de la mañana.</p> <p>Los aposentos del Papa estaban iluminados; el despacho de Dino Lorenzo, también. Ambos habían dormido poco. Dino solo se sorprendió ligeramente cuando Emily Banner, sor Internet, asomó la cabeza por la puerta entreabierta. Emily rondaba los cuarenta, pero tenía los rasgos de la cara bastante pronunciados y aparentaba cinco o seis años más. Sus ojeras y su vestido negro le daban un aspecto aún más austero. Las finas arrugas en el extremo de los párpados le otorgaban, por lo general, un aire avispado, pero viéndolas así, a la luz difusa de la mañana, Dino se dijo que los acontecimientos la estaban haciendo envejecer a ojos vista. Al menos se sentía menos solo.</p> <p>Natural de Boston, Emily llevaba unos diez años trabajando en el Vaticano, con la pesada tarea de modernizar en cierto modo la Santa Sede. A ella se debía la creación del primer portal web de envergadura, pero también la organización y la seguridad de la red, y no solo cuando se trataba de suministrar información práctica a los fieles o a la jerarquía eclesiástica, obviamente. Desde la matanza de Megido, Emily estaba en pie de guerra, trabajando sin interrupción. Con un paso un poco rígido y brusco avanzó hacia Dino. Mientras le ponía delante dos papeles impresos, con la etiqueta de CONFIDENCIAL, se limitó a decirle:</p> <p>—Otros dos mensajes. De dos fuentes distintas. El primero viene sin lugar a dudas del Sinaí. Desconozco el origen del otro. Se los he enviado a monseñor Acquaviva y a monseñor Almedoes, pero no han llegado todavía.</p> <p>Dino leyó los mensajes. Al instante palideció y alzó los ojos hacia Emily.</p> <p>—Averigüe de quién es el segundo. Voy a avisar de inmediato al Santo Padre.</p> <p>Se levantó pesadamente; le temblaban los mofletes. Emily dio media vuelta y salieron juntos. Pietro, el secretario particular de Dino, aún no se había levantado.</p> <p>—Sobre todo ténganos informados si recibe nuevos mensajes —dijo Dino, apoyando ligeramente la mano en el antebrazo de Emily.</p> <p>Ella asintió. Cruzaron la antecámara desierta, y Dino se desvió hacia los aposentos del Papa mientras Emily se marchaba en dirección opuesta sin decir palabra.</p> <p>Mientras caminaba por los pasillos silenciosos, arrastrando los pies sobre la moqueta púrpura, Dino sentía escalofríos por todo el cuerpo. Se llevó una mano temblorosa a la boca, tosió y sacudió la cabeza para intentar espabilarse. No era el momento de flojear. Volvió a mirar con incredulidad el mensaje que llevaba en las manos. «No es verdad... No es verdad —se decía—. Pero ¿cuándo se acabará todo esto de una vez?»Apenas pisó el suelo de mármol apretó el paso. Dedicó una mirada a la cruz latina y los escudos del Vaticano, e hizo una seña a los suizos de guardia para que se apartaran. Cuando llegó al despacho de Spinelli, lo encontró arrodillado, rezando. El cielo clareaba en el este. Con los ojos cerrados, las manos juntas y la barbilla baja, Clemente XVI, vestido con sus ropas inmaculadas, musitaba un salmo.</p> <p>Dino aguardó como pudo. Finalmente el Santo Padre se levantó, se persignó y se volvió hacia él. Dino le entregó los papeles.</p> <p>—De parte de Emily —dijo—. Han llegado con un intervalo de diez minutos. El primero es de nuestro Judas, o más bien del de ellos. El segundo lleva sin ninguna duda la firma de Axus Mundi.</p> <p>Clemente XVI leyó los documentos.</p> <p></p> <i><p>Debes apresurarte, mi querida Iglesia, pues la sangre de Cristo está lista. Pronto la Portadora estará aquí. Entonces la Lanza irá a su encuentro para la fecundación más hermosa. Y la raza humana irá al encuentro de Dios, como antaño Moisés al Sinaí...</p> </i> <p></p> <p>El otro dejó al Santo Padre pasmado.</p> <p></p> <i><p>El momento se acerca, santidad.</p> <p>Pronto el Mesías habrá regresado. Entonces tendré el poder de cambiar la faz del mundo, y lo sabe.</p> <p>También tengo el poder de no llevar a cabo mi plan.</p> <p>Una vez finalizada la operación, difundiré la información por todos los medios que pueda imaginar. Sabe con qué rapidez reaccionan los medios de comunicación a este tipo de declaraciones. La máquina ya no podrá detenerse; el mundo sabrá que ha tenido la posibilidad de cambiar las cosas y que no lo ha hecho.</p> <p>No obstante, es posible llegar a un acuerdo.</p> <p>El Vaticano es una institución rica. Rica en su historia, en su cultura. Y rica, sin más.</p> <p>Para empezar, prepare la suma de mil millones de dólares estadounidenses y espere más instrucciones.</p> <p>En caso contrario, el rumor se extenderá, y la prueba será entregada al mundo cuando yo lo considere útil. Del mismo modo que será registrada por procedimientos totalmente legales la patente que nos atribuya la paternidad del descubrimiento que conoce.</p> <p>Siempre suyo,</p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;">DIOS</p> </i> <p></p> <p>El Papa no daba crédito a sus ojos.</p> <p>—De modo que este es el trasfondo de tan escandalosa empresa... —concluyó.</p> <p>Una mueca amarga atravesó sus facciones, por lo general luminosas y serenas. Su rostro pareció hundirse en su cuello.</p> <p>—¡Un asunto de chantaje y de dinero! —Apretó los dientes—. Eso convierte tanta superchería en algo mucho más prosaico.</p> <p>Permanecieron en silencio durante unos instantes. Al cabo, Leonardo se levantó y se acercó a la ventana.</p> <p>—El ser humano, objeto de chantaje, manipulación y negociación... Y la propia Iglesia tratada como vulgares proveedores de fondos.</p> <p>Un primer rayo de sol acarició tímidamente los adoquines grises del atrio de la basílica de San Pedro.</p> <p>—Creo que empiezo a entender... Ese gurú de Axus Mundi no es tan inepto como parece. Es hábil por partida doble. Ya ve, Dino. Los investigadores a los que ha embaucado tal vez sean unos iluminados, convencidos de que lograrán realizar su proyecto. Pero al actuar así, les cubre también las espaldas. Si lo consiguen, tendrán efectivamente un medio de presión y no dudarán en darlo a conocer al mundo. Entre la información y el chantaje, solo puede salir ganando. Y si fracasan...</p> <p>—Bueno, ¿y qué? ¡No esperarán encima que cedamos! ¡Sobre todo si se trata de una farsa!</p> <p>—Por supuesto que no. Eso ni se cuestiona. Pero Dino, si llegamos demasiado tarde... ¿cómo obtendremos la prueba?</p> <p>Dino guardó silencio durante unos segundos que parecieron eternos... Luego se puso dos dedos en la boca.</p> <p>—Ya veo... Es ingenioso, desde luego.</p> <p>—Con eso es con lo que jugará. De hecho, ¡ya cuenta con ello! Sabe que si no tenemos pruebas de su fracaso, Dino, seguiremos buscando... Sabe que a cada instante, quizá en otro rincón del planeta, podrá dejar que esta amenaza se cierna sobre nosotros, sin que sepamos jamás si se trata de un espantajo o de una realidad. ¡Juega con la incertidumbre de nuestro futuro, con nuestro desconocimiento de lo que puede o no esperarnos! ¡Ya nos tiene atrapados! Nos está haciendo correr a todos. Señor... también a mí. El ADN de Cristo, la toma de Jerusalén, Qumrán y los esenios, la Lanza...</p> <p>El Papa soltó una risotada impregnada de amargura, muy impropia de él.</p> <p>—Hemos caído en sus redes, Dino. Nos hará correr a todos, correr y correr... Y al mundo entero con nosotros. Utilizará el argumento que sea, el más escandaloso. Ya han ocurrido cosas así antes, Dino, y siempre hemos pagado los cristales rotos... Se aprovecha de nuestra credulidad, de nuestras inquietudes... Seríamos gente de muy poca fe si nos dejásemos llevar por estas maniobras.</p> <p>El rostro de Spinelli se endureció.</p> <p>Dino calibró de repente la enormidad del asunto. Se sintió inmensamente avergonzado, y su rostro enrojeció mientras una cólera incontenible se apoderaba de él. Tomaba conciencia de hasta qué punto se burlaban de él, y ese sentimiento, además de herir profundamente su orgullo de erudito, iba más allá de una simple vejación. Se sentía culpable y furioso a más no poder. Trató con desesperación de recuperar la calma y el control de sí mismo. Al final, con la garganta seca, preguntó:</p> <p>—¿Significa esto...que no debemos tomarlos en serio? ¿Que sus amenazas no son más que fabulaciones? Es decir, ¿que el propio Heinrich no cree en sus probabilidades de éxito?</p> <p>—No. Pero se está preparando también por si fracasan. Está claro que los científicos sí que tienen fe. Pero está dispuesto a sacrificar a los suyos si hace falta; no está tan loco como para jugárselo todo a una carta y apostarlo todo por esta operación. Se cubre las espaldas... Solo le interesa el argumento. Le basta con pasearnos por los cuatro rincones del mundo cuando le plazca. Basta con que nos lo creamos nosotros, Dino. Con que todas las mañanas nos levantemos temiendo esa posibilidad. Aunque todo esto no fuera más que una enorme superchería y no lograsen sus fines. Un rumor y nosotros acudimos. Nos manipula.</p> <p>—Pues entonces, ¡tratémoslo con el mismo desprecio! ¡No le demos crédito! Pero... ¿suspendemos entonces la operación del Sinaí? ¿Cambiamos de estrategia? ¡Aún estamos a tiempo! —exclamó Dino, levantándose la manga de la sotana para mirar el reloj—. Dios mío, Leonardo, ¡hay tres gobiernos implicados en este asunto!</p> <p>—No me diga. Pues razón de más para darnos prisa. —Spinelli se volvió hacia él—. Lo primero es detener la operación en el Sinaí. Esta mañana voy a ver a Almedoes y Acquaviva. Después, Dino, hágame el favor: usted y la Liga... ese Ernst Heinrich...</p> <p>—¿Sí?</p> <p>—Encuéntrenlo.</p> <p>Nuevo silencio. Dino se levantó pesadamente de su butaca y empezó a decir:</p> <p>—Por supuesto, Santísimo Padre... Puede llevarnos un tiempo. Pero eso solo depende de una cosa: la Lanza. Una operación así no se improvisa según sople el viento, y el día que recuperemos la Lanza, el peligro quedará descartado. Tendremos que apoderarnos también de todas las muestras de sangre y comprobar que no han circulado por ahí, para asegurarnos de que nadie más intenta sacarles partido; nuestros servicios se encargarán de eso. Pero si gracias al asalto previsto en el Sinaí, los investigadores fracasan, evitaremos lo peor.</p> <p>Clemente XVI se volvió hacia él.</p> <p>—Eso se lo concedo, amigo mío. Ponga a buen recaudo la Lanza. Hay que actuar con la mayor rapidez... y pararlo todo. Avise a Judith y a nuestros aliados.</p> <p>—Pero, dígame, Leonardo...</p> <p>—¿Sí?</p> <p>Dino, cogiéndose las manos sobre su sotana, miró al Papa con gravedad.</p> <p>—¿Y si lo consiguen?</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Cuando salió de su dormitorio tenía el aspecto de una aparición.</p> <p>Allí la llamaban la Nueva María.</p> <p>Con los ojos todavía hinchados por el sueño, tardó unos segundos en acostumbrarse a la luz. En el desierto cada mañana era un deslumbramiento. Sonrió y se desperezó. Acababa de comer un trozo de pan, una fruta y algunas aceitunas. Llevaba puesta una camisa de lino con el cuello finamente bordado y una falda azul que le caía recta hasta los tobillos, y se había atado con torpeza un pañuelo alrededor de la cara. Se apartó detrás de la oreja uno o dos rizos de su larga melena negra mientras acariciaba el medallón que le colgaba del cuello. Fuera todo parecía tranquilo; una tranquilidad reconfortante después del extraño sueño que acababa de tener y del que no se había desprendido del todo. Parecía oscilar entre el mundo onírico y este, tan real, que encontraba ahora. ¡Qué día tan bonito! Mientras contemplaba la lejana cima de las colinas, saboreó el despertar del nuevo día, diciéndose lo dulce que era haber venido aquí a descansar y prepararse para el gran día. No podía negar que estaba nerviosa. Pero la habían tratado bien desde su llegada y la halagaban diciéndole que parecía una imagen de Botticelli, cuando solo era una adolescente como cualquier otra y lo sabía.</p> <p>«¡En fin! ¡Es hora de levantarse!»</p> <p>Saludó el día una vez más y respiró la brisa tibia.</p> <p>Su rostro se iluminó al divisar al profesor estadounidense, John Sparsons, que caminaba hacia ella. Él también sonrió y subió los peldaños que conducían a la terraza de la vivienda acondicionada para la chica. Doscientos metros cuadrados un poco retirados de las otras viviendas del personal y de las secciones, con una vista ilimitada de las montañas. El apartamento servía antaño para alojar al ministro de Defensa egipcio.</p> <p>Luminoso, funcional, adornado con ramos de flores y cestas de frutas, estaba decorado con un gusto exquisito para alojar a la madre del supuesto segundo Mesías. Sparsons hundió una mano en su rubia cabellera y se ajustó sus gafitas en la nariz. Seguía llevando su camiseta de <i>South Park</i> bajo su bata blanca. Besó en las mejillas a la Portadora, con respeto e incluso cierta timidez, mientras ella sacaba de la manga de lino azul una manzana reluciente como por arte de magia.</p> <p>—¿Está lista? —preguntó Sparsons.</p> <p>La chica volvió a sonreír y mordió la fruta con avidez, mostrando una hermosa fila de dientes nacarados. Sus ojos brillaban.</p> <p>—Sí.</p> <p>—Podremos ir dentro de unos minutos.</p> <p>—Voy a por mi bolso —dijo ella y desapareció en el apartamento.</p> <p>Sparsons se volvió y observó las montañas, cuyas borrosas cimas se ahogaban en la claridad de un día dichoso. La chica regresó pronto.</p> <p>—Bueno, Elena, creo que ha llegado el gran momento.</p> <p>Volvieron a sonreírse.</p> <p>Ella y Sparsons miraron juntos los colores cambiantes que bañaban el monte Moisés.</p> <p>La chica contemplaba la ladera del cerro y la forma majestuosa de las cimas. Con una repentina seriedad nada habitual en ella y la mirada fija, repitió:</p> <p>—Sí...ha llegado el momento.</p> <p>Un suave viento se levantó en las montañas.</p> <p>—Estoy lista.</p> <p>La brisa rozó su frente como una dulce caricia. Luego, pisándole los talones a John Sparsons, su ángel de vida y de muerte, la Portadora bajó las escaleras en dirección al todoterreno que la esperaba para llevarla al complejo vecino. Iba a prepararse para la operación más incalificable, más terrorífica e increíble jamás concebida por el género humano.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 7</p> </h3> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><strong>MEFISTÓFELES</strong>: ... Lo que quieres, ¿es oro?</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><strong>FAUSTO</strong>: ¿Y para qué quiero yo riquezas?</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><strong>MEFISTÓFELES</strong>: ¡Bien! ¡Ya sé dónde te aprieta el zapato! ¿Quieres gloria?</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><strong>FAUSTO</strong>: ¿Más aún?</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><strong>MEFISTÓFELES</strong>: ¿Poder?</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><strong>FAUSTO</strong>: ¡No! Quiero un tesoro... ¡Que lo incluye todo!</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">GOUNOD, <i>Fausto</i>, acto I, escena 2</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="font-weight: bold; text-align: right; text-indent: 0em">Monasterio de Santa Catalina, monte Moisés, 2006</p> <p style="font-weight: bold; text-align: right; text-indent: 0em">Yebel Catalina, 2006</p> <p style="font-weight: bold; text-align: right; text-indent: 0em">Laboratorio de Axus Mundi, 2006</p> <p>Cuando la Portadora salió del pesado ascensor metálico, se hizo el silencio.</p> <p>Al fin llegaba. Una guardia de honor se formó a ambos lados de la chica.</p> <p>Ella, aunque estaba intimidada, irguió la cabeza.</p> <p>En el centro de la Mayor, a poca distancia de la cama, de la Lanza y de las cámaras, se hallaba el areópago de científicos: en primer lugar, el profesor Park Li-Wonk; a su derecha Yzamata; Ferreri, a su izquierda. John Sparsons acompañaba a la Nueva María. Li-Wonk la saludó con deferencia, sonriendo de oreja a oreja detrás del cristal de sus gafas. Los otros pronto se arracimaron a su alrededor para explicarle las distintas fases de la inminente operación. Tendrían todo el día para prepararla.</p> <p>Mientras ella miraba las bóvedas de la Mayor y el despliegue tecnológico que la rodeaba, no sin cierta angustia que disimulaba con sonrisas, Park Li-Wonk revivía en su interior todo el trabajo realizado para encontrar a la buena, a la verdadera, a la única Portadora. Al principio tenían un archivo de cincuenta y cuatro candidatas para la operación. Ninguna conocía el fondo del asunto ni sabía nada de lo especial que era el hijo que los científicos pretendían traer al mundo con su participación.</p> <p>Amplios debates habían dividido a los investigadores. Era vital que la chica gozase de una salud perfecta y que genéticamente fuera muy sana. Habían disentido de la necesidad de comunicarle o no a la madre la verdadera naturaleza de su futura experiencia. Por supuesto, la Nueva María, como las clásicas madres de alquiler, renunciaría al bebé nada más dar a luz. ¿Era necesario mentalizarla además de que el niño, si es que nacía, sería producto de la clonación reproductiva? Y un asunto mucho más espinoso, ¿debían confesarle la base del experimento, la identidad genética exacta del ADN que iban a inocularle? De no hacerlo, ¿cómo iban a justificar tantas precauciones y tanta discreción en torno al futuro nacimiento, que debía producirse en un laboratorio aislado en mitad del desierto egipcio? Intentar explicarlo científicamente, aun con la jerga más florida, no sería suficiente.</p> <p>Sin embargo, había muchas «cobayas» que se prestaban voluntarias a todo tipo de experimentos médicos. La perspectiva de un millón de dólares por participar en aquella operación única y llevar en el vientre a un bebé durante nueve meses podía ser un cebo eficaz. Pero si el equipo de Park Li-Wonk se conformaba únicamente con el consentimiento de la Portadora y con su «aceptabilidad médica», se arriesgaba también a que esta fuese simple de espíritu...demasiado, quizá. ¿Podían entonces reclutar a una pobretona de los arrabales egipcios, de los pueblos palestinos, de las colonias israelíes? No parecía la mejor opción. La Portadora no podía ser elegida al azar, y debía estar a la altura del experimento. Evidentemente, en un mundo obsesionado con el dinero no había tanto apego a las consideraciones éticas, demasiado propensas a contradecir los principios deificados del utilitarismo económico. Los espíritus estaban predispuestos, era facilísimo corromper o sobornar, sobre todo a mujeres inocentes. Podían utilizarlas como arrendadoras o, más bien..., como inquilinas. Algunos ceros en la esquina de un cheque tenían la virtud de una piedra filosofal.</p> <p>Al principio concibieron una organización absolutamente disparatada, con el afán de recibir a las candidatas de una en una y seleccionar a la que les pareciera más conveniente, tanto en el aspecto físico como en el psicológico. En aquella época, mientras planeaban la operación, ni siquiera sospechaban todavía que se toparían con la Lanza y que tendrían la oportunidad, no ya de clonar a un ser humano... ¡sino de clonar a Cristo! Mientras examinaban las fichas perforadas en sus casilleros grises, sus dedos volaban de una a otra. Registros de estado civil. Informes médicos. Partes de salud. Hicieron una selección para entrevistarlas a puerta cerrada, con grabadora y cámaras, test de comportamiento y personalidad, Rorschach, evaluación del coeficiente intelectual, examen del estado físico, análisis de sangre y de orina... Todas las referencias necesarias para formarse un juicio justo.</p> <p>Al final todo ese extravagante arsenal de datos no sirvió de nada: la Nueva María fue seleccionada de entre las propias filas de Axus Mundi.</p> <p>El profesor Li-Wonk observaba a Sparsons mientras bromeaba con la chica, al lado de la cama. El coreano pensaba en sus trabajos, en sus meditaciones sobre esa ciencia abstrusa que llamaban «embriología», cuando, en una época muy anterior a Axus Mundi, escribió su primer libro, <i>Believing in science</i>, «Creer en la ciencia». Aquel recuerdo exaltaba su imaginación.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">El embrión simboliza la suma de las posibilidades de ser, de sus potencialidades. El destino del embrión es en este sentido correlativo al del embrión del mundo. Quien controla el embrión, controla el mundo y su respiración vital. Esta noción de embrión del mundo se encuentra en todas las mitologías, en todas las religiones primitivas. Como en la mitología hindú: Hiranyagarbha. El embrión de oro de los Vedas, germen de la luz cósmica, es el principio de vida que anima las aguas primordiales. La Tierra, ese titán de las primeras eras, es también madre nodriza y portadora de embriones: los minerales se desarrollan en ella como frutos. Encontramos también esta metáfora tanto entre los babilonios y los chinos como entre los occidentales de la Edad Media.</p> <p>Fue el propio Ernst Heinrich quien impuso la elección. La chica no era más que una adolescente pero, a decir verdad, estaba aureolaba por un halo de misterio que la hacía más fascinante, igual que a su mentor. Los científicos no sabían nada de ella, aparte de que era una adepta. Una adolescente hermosa como el día y fácilmente manipulable, con una larga melena negra y rizada, con unos ojos azul intenso de inusitada limpidez. De origen semita, la elegida no tenía antecedentes médicos particulares. Era biológicamente sana, perfecta genéticamente, llevaba una alimentación equilibrada y era inteligente pero adicta a la causa. Todos los análisis complementarios fueron alentadores y corroboraron la elección del maestro.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">El mineral termina de madurar en el crisol del alquimista, como el feto en el vientre de la madre... Estas correspondencias son sumamente turbadoras. Tienen tanto de intuición científica como de imaginación poética. Pero ¿no es así como ha progresado siempre la ciencia, confrontando el delirio intuitivo con la verdad experimental? El simbolismo de Hiranyagarbha se une al de la Gran Obra del alquimista. Angelus Silesius veía aquí la eclosión del Hijo de los Sabios, la piedra filosofal. La alquimia tántrica de los taoístas utiliza metáforas similares para referirse a la unión de la esencia y la respiración —<i>tsing</i> y <i>k’i</i>—, de la cual brota el embrión misterioso. El retorno al estado embrionario es sinónimo de acceso al estado de inocencia primitiva. ¡El embrión misterioso! ¡La fuente misma de la inmortalidad!</p> <p>Crear los huevos en el laboratorio no había supuesto demasiadas dificultades. La microaguja había depositado el patrimonio genético del Salvador en los ovocitos, previamente privados de su núcleo. El equipo de Axus Mundi había tenido que hacer varios ensayos hasta conseguir inyectarlo sin destruir la frágil membrana del óvulo y activar los zigotos restaurados con ciertos estímulos eléctricos. Algunos de estos intentos habían fracasado el primer día; otros, el segundo y el tercero. Pero había bastado con un único embrión viable, que consiguieron el mismo día en que Judith viajaba de Alejandría al Sinaí. Hubo una célula, luego dos, luego cuatro, luego seis, el ADN comenzó a reproducirse de célula en célula, hasta el infinito. La cadena se formaba. La vida estaba en camino.</p> <p>Fuera de toda anatomía humana.</p> <p>Ahora solo quedaba la implantación en sí. Y tendría lugar al alba del día siguiente.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>La efervescencia que reinaba en el recinto del monasterio de Santa Catalina era muy poco habitual. Los todoterrenos y los camiones con lonas habían aparcado delante de la muralla. Entre los iconos bizantinos habían instalado mesas, ordenadores, mapas y antenas parabólicas. En respuesta a las exclamaciones y llamadas de los militares a sus jefes se oían los chirridos de los aparatos. En medio de todo el caos, los monjes y su superior se mantenían plácidos pero algo turbados por esa repentina intromisión.</p> <p>«Se acerca la hora.»</p> <p>Judith y su comparsa llegaron a Santa Catalina a primera hora de la tarde. Tras aterrizar en el aeropuerto de Sharm el-Sheij, habían continuado el viaje en 4×4 por la carretera de Dahab y el puerto de Wadi Nasib hacia el monasterio. Las montañas de los alrededores mostraban majestuosas sus espléndidos colores, que recordaban los tintes de antiguas minas de cobre y de gemas semipreciosas, tan codiciadas antaño por los faraones. Entre estos caminos sinuosos que se adentraban en el desierto, se podía adivinar la sombra de los grandes reyes del pasado, que no descansaron hasta ejercer su influencia en la península y extender su poder a Nubia. Tras un recodo de una pista de arena, Judith se quedó sin aliento al vislumbrar el convento de Santa Catalina.</p> <p>Situado al fondo de un valle estrecho, este largo rectángulo rodeado por una muralla ocre cuya primera edificación se remontaba a la época de Justiniano, se asemejaba en todo a una fortaleza. Engastado en su joyero montañoso, flanqueado por una torre al este y por el campanario de una iglesia que llamaba a la oración como la campana griega de otros tiempos, el monasterio estaba compuesto por construcciones laberínticas, comunicadas entre sí por una maraña de pasillos, abovedados o al aire libre, y de patios adornados con cipreses, arbustos, flores y viñas en espaldera. También había capillas que en otros tiempos sirvieron a las distintas confesiones. Ante la fachada de la iglesia, una mezquita recordaba la religión del Estado. Santa Catalina era desde luego un monasterio singular. En él habitaban monjes griegos ortodoxos, como Yoris, que formaban una Iglesia autocéfala o, en otras palabras, autónoma: elegían al arzobispo del Sinaí, que en realidad residía en El Cairo, pero cuya representación en el convento asumía el superior. Santa Catalina poseía grandes dominios fuera de la península, sobre todo en Creta, Chipre y en las islas griegas, que le garantizaban los ingresos necesarios para su mantenimiento.</p> <p>El superior salió a recibir a Judith y a su equipo. Las unidades del ejército empezaron a instalarse en el recinto una hora más tarde. En otros tiempos, los monjes daban provisiones a los nómadas que venían a agruparse al pie de la muralla. En la actualidad, los beduinos recibían a las procesiones diarias de autocares de turistas en las inmediaciones del convento, a lo largo de la pista de arena, para venderles tarjetas postales o invitarles a subir a sus camellos de indolente balanceo. Cortar el camino de acceso al monasterio y acordonar la zona por seguridad había llevado varias horas.</p> <p>Judith y Anselmo se entrevistaron con los responsables de la operación nada más llegar; el tiempo apremiaba. La idea era actuar esa misma noche para aprovechar la oscuridad. Dos equipos de reconocimiento se dirigían ya, por debajo del Centro, al otro lado de la montaña, hacia el Yebel Musa, y las fotos vía satélite les llegaban con regularidad. Pero se vieron obligados a diferir el asalto a causa de las complejas negociaciones en curso entre el gobierno egipcio, el Vaticano y el Estado israelí, que, tras la matanza de Megido y la muerte de uno de sus agentes en El Cairo, insistía en enviar allí una representación. Esperaban al destacamento israelí esa misma noche.</p> <p>Judith estaba en el centro de la antigua iglesia bizantina del monasterio. Los muros del nártex estaban cubiertos de iconos que daban una idea de la extraordinaria riqueza de la pinacoteca del convento. La iglesia tenía tres naves y una de ellas era un ábside de mármol de Éfeso, separado por doce columnas de granito. Un mosaico de la Transfiguración dominaba el altar mayor. Multitud de lámparas plateadas colgaban del techo y coronaban a poca distancia el sarcófago que contenía el cuerpo de la santa de Alejandría. La capilla de la zarza ardiente estaba decorada con loza árabe azul y pavimentada con mármol y pórfido que formaban motivos geométricos. La habían situado sobre el lugar exacto donde Moisés vio cómo ardía la zarza sin consumirse y escuchó la voz de Dios que le ordenaba que se descalzara las sandalias, pues la tierra que estaba pisando era una tierra sagrada. El incalculable tesoro del convento albergaba cálices rusos y cristianos de bemejo y plata, cinturones de seda griegos, casullas bordadas en oro, candelabros, cruces y báculos episcopales, estolas y donaciones de patriarcas... e incluía, además, la segunda biblioteca del mundo después de la del Vaticano. En el monasterio de Santa Catalina se conservaban algunos de los códices más célebres y preciados. El que Yoris le había llevado al padre Fombert a Alejandría era solo uno de sus múltiples testimonios.</p> <p>Judith, con la mirada perdida entre tantas riquezas, se esforzaba por olvidar lo que le esperaba y por dominar la irreprimible angustia que le oprimía el corazón.</p> <p>Anselmo acudió enseguida a su lado.</p> <p>—Judith... ¿va todo bien?</p> <p>Ella intentó sonreír.</p> <p>El momento decisivo se produciría al romper la aurora.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>El día había llegado.</p> <p>Una parte de la sección de asalto se había instalado por encima, en una explanada de las estribaciones que rodeaban el Yebel Catalina, el monte Santa Catalina. El alba asomaba por el horizonte. Siempre seguida de cerca por Anselmo, Judith había acompañado a los militares.</p> <p>A su lado, un soldado se afanaba en ponerle un chaleco antibalas. La prenda acolchada, de color azul, acabó por cubrir el pequeño crucifijo de plata que Judith llevaba colgado al cuello. Mientras, otro hombre le ajustaba un auricular provisto de un micro. Casi dio un respingo al oír el característico crujido de insectos, como si alguien hubiera encendido una radio defectuosa. Se produjo un efecto Larsen; luego el sonido se aclaró poco a poco, hasta que percibió claramente una voz: «<i>One, two, three. One, two, three. Do you copy</i>?».</p> <p>Asintió, de pronto muy pálida. ¿Qué hacía ella en medio del desierto, sobre ese promontorio rodeado de rocas a punto de desprenderse y abatirse sobre ella para sepultarla de por vida? Y sin embargo, todo aquello era real. Uno de los militares le tendió un casco, que ella tomó procurando controlar el temblor de su mano. Sin reparar en su inquietud, él la ayudó a ponérselo y a atarse el barboquejo por debajo de la barbilla. Pensó que así vestida debía de tener una pinta ridícula. ¡Todo aquello era tan ajeno al mundo que ella había conocido!</p> <p>«Dime que estoy soñando, que voy a abrir los ojos y a despertar en mi cama..»</p> <p>De pronto, el bullicio a su alrededor le pareció totalmente surrealista. Judith giró sobre sí misma, aturdida. Los soldados estaban terminando de supervisar sus equipos. Un soldado de élite revisó sus dos pistolas semiautomáticas Glock 26, subcompactas, calibre 9 mm, con capacidad para doce disparos cada una, y las enfundó a ambos lados de la cintura. Unos francotiradores y miembros de las Fuerzas Especiales de Intervención egipcias salían de los todoterrenos unos metros más allá, equipados con armas cortas y fusiles de asalto.</p> <p>Una ráfaga de viento caliente, inesperada, la devolvió a la realidad. Quiso protestar al notar que alguien le ceñía bruscamente un cinturón alrededor de la cintura, pero no lo consiguió. Contemplaba la cima de los cerros, con sus cumbres castañas y anaranjadas recortadas bajo el cielo azul, cuando se plantó ante ella uno de los responsables de la operación —oportuna mente bautizada <i>Act of God</i>—. El capitán, de unos cincuenta años, tez oscura y cabeza rapada, la atravesó con la mirada. Comprobó que el cinturón y el chaleco estaban bien ajustados y sacó una pistola que le tendió con gesto autoritario.</p> <p>Judith abrió los ojos como platos y lo miró negando con la cabeza, incrédula. Él se expresó en un inglés mediocre.</p> <p>—<i>For your own safety</i>! Le aseguro que no entrará hasta que la zona esté acordonada y fuera de peligro, y que permanecerá a cubierto hasta que le demos luz verde... pero nunca se sabe. Habrá jaleo, hermana, y prefiero saber que puede defenderse, aunque se quede a quinientos metros del emplazamiento. Le haremos una señal cuando el terreno esté despejado.</p> <p>A Judith le habría gustado explicarle que tenía de monja lo que él de cura, pero evidentemente no era ni el momento ni el lugar. El capitán sabía que la enviaba el Vaticano, y en su cabeza eso bastaba para identificarla con una religiosa. Le enseñó a quitar el seguro, cargar la pistola y disparar. Ella se echó a temblar. Al ver que era incapaz de sujetar la culata del arma, él se limitó a colocársela en el cinturón, dentro de su funda, sin pedirle permiso. Después añadió:</p> <p>—No se preocupe. Estamos acostumbrados a este tipo de operaciones.</p> <p>«<i>Act of God</i>.»</p> <p>A poca distancia de allí seguían desembalando el arsenal de asalto de un camión con lona. Judith sintió que un escalofrío le recorría la espalda. El sudor le perlaba la frente, se moría de calor. Por un momento pensó que iba a vomitar. El capitán daba ya las órdenes y unos grupos de soldados con prismáticos se dispersaban para ocupar sus posiciones respectivas: en lo alto de un precipicio, justo encima del pequeño palmeral, o en la cima del cerro, desde donde podía verse el emplazamiento. El resto de la tropa repasaba los procedimientos y las etapas del asalto. Judith permaneció así un momento, pálida, mareada. Cuando se recuperó, el capitán le pidió que depositara en una caja de cartón sus efectos personales: los documentos, el crucifijo de plata y el teléfono móvil.</p> <p>Judith se quitó la cruz, se sacó la cartera y hurgó con dificultad bajo el chaleco buscando su teléfono. El casco le resbaló un poco sobre los ojos. De pronto, de forma providencial, sonó el móvil. Judith sintió que el corazón le daba un vuelco. Reconoció el número e hizo una seña al capitán.</p> <p>Respondió la llamada y, con una voz apática, pronunció su nombre: «Judith Guillemarche». En su fuero interno pensaba: «Sí, me llamo Judith Guillemarche... y, Dios santo, ¡no pinto nada aquí!». Escuchó entonces la voz de Dino Lorenzo, el director de las Colecciones del Vaticano que se encontraba lejos, muy lejos de allí.</p> <p>—¿Judith? ¿Dónde está? ¿Va todo bien?</p> <p>El silencio se había apoderado de todo el valle. Judith solo notaba la caricia ardiente del viento en sus mejillas. A una señal del capitán, los cuarenta soldados allí apostados reaccionaron al unísono y se pusieron en marcha. Subieron a sus vehículos dándose ánimos mutuamente. Se oyó el zumbido de los motores y se levantaron remolinos de polvo hacia el cielo.</p> <p>Dos militares la apremiaban para que avanzase agarrándola del brazo. Mientras el paisaje bailaba ante sus ojos, Judith gritó por el móvil:</p> <p>—¿Dino?... ¡Esto no va bien! ¡No va nada bien!</p> <p>El capitán le arrancó el teléfono de las manos.</p> <p>«¡Ay, Dios mío, Dios mío, no es posible...no!»</p> <p>Una expresión horrorizada cruzó sus ojos.</p> <p>Era demasiado tarde para dar marcha atrás.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Los alquimistas estaban reunidos en la Mayor como en un belén, en el que Park Li-Wonk, Sparsons y Ferreri oficiaban de Reyes Magos. Bajo los recovecos de la bóveda, como fúnebres colgaduras, la caverna, matriz primordial del mundo y del nacimiento del hombre, tenía más que nunca resonancias de metáforas antiguas.</p> <p>En las entrañas del Yebel Musa, como antaño en la cueva salvadora de Belén, la Portadora estaba recostada, protegida por el bosque de columnas de roca que recordaban las pilastras de una catedral. Cerca de ella, la Lanza del Destino seguía resguardada en su caja estanca y translúcida que parecía exhalar suspiros de otros tiempos. Falo obsesivo de oscuros resplandores, listo para inseminar lo más íntimo de la matriz que lo aguardaba ansiosa. La Portadora, la Lanza, la cueva: todo aquello era inverosímil y, sin embargo, a cada segundo el vaporoso sueño inicial cristalizaba en una nueva realidad cada vez más tangible.</p> <p>Esa mañana la aurora había asomado por el horizonte y los brujos se habían dado apretones de mano entre sonrisas que apenas ocultaban su tensión; parecían sombras, conspiradores prestos a cumplir su monstruoso crimen que intercambiaban señales de reconocimiento amparados por la discreción del alba, todavía ciega. A ellos también los dominaba una sensación de premura. Tenían la certeza de que no tardarían mucho en descubrirlos. Cuando se animaron mutuamente, estaban divididos entre un sordo nerviosismo y una excitación casi juvenil.</p> <p>¡Había llegado el momento de mover el eje del mundo! Y mientras el profesor Park Li-Wonk, con el rostro medio oculto por su mascarilla, le preguntaba a Elena cómo se sentía, lo asaltó el borroso recuerdo de viejas lecturas, agazapado en lo más recóndito de su memoria y de las edades antiguas...</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">El embrión, germen de luz en el vientre de la madre, es Buda; es el Sol egipcio; es Cristo convirtiéndose en María y en cada uno de nosotros, antes del anuncio de la Buena Nueva. El tiempo cero del reloj cósmico, el de la creación del mundo hace quince mil millones de años, el <i>Fiat lux</i> de la Biblia, es poéticamente el momento de la fecundación. Los Upanishads nos indican: «En el principio el universo no existía. Apareció después». Salió de la oscuridad y del caos; salió del agua, del saco amniótico, del plasma. «En el principio solo había oscuridad. Un océano sin luz», dicen los Rig Veda. «El universo estaba en la oscuridad, con agua por todas partes, sin aurora, sin claridad, sin luz», dice un texto maorí. Incluso entre los indios hurones esta concepción del origen es idéntica.</p> <p>La cueva se había inundado de luces grises y azules; los focos encendidos parecían ojos de araña sobre el cuerpo de la joven. Ahí estaba ella, lista para recibir el semen que los científicos iban a inocularle. Procedieron rápidamente a aplicarle una anestesia local. En la imagen de aquella mujer con las piernas separadas, en la consumación inversa y blasfema del nacimiento fabricado por la nueva magia, en la copulación de la mujer y la Lanza del Divino, en ese monte de Venus con los labios abiertos, en ese sexo rajado que ofrecía una visión espantosa, eterna como la noche de los primeros hombres... ahí, ahí se hallaba el nudo absoluto de la carne perecedera, condenada a la putrefacción, y la vida a punto de hacer eclosión. El principio y el fin de todas las cosas o, más bien, de todas las cosas que los representantes de la raza humana eran capaces de imaginar. Ante ellos estaba la representación en carne y hueso del cuadro maldito de Courbet, <i>El origen del mundo</i>, que, según decían, habían llevado al despacho de Lacan. Hecho realidad para someterse a un experimento jamás aventurado hasta ese día.</p> <p>Sparsons sonreía detrás de su mascarilla. Elena estaba nerviosa. Él le enjugó la frente cubierta de sudor, y ella trató de sonreír. La mirada del joven estadounidense buscó la del profesor japonés Yzamata.</p> <p>—Anestesia aplicada —dijo este.</p> <p>—¿Va todo bien, Elena?</p> <p>—No...no siento nada en absoluto —contestó ella.</p> <p>—Micropipeta, por favor.</p> <p>Ferreri le pasó el instrumento a Yzamata, que lo introdujo en la vagina de la joven hasta encontrar el tubo uterino. Un monitor de vídeo permitía seguir las operaciones. Park Li-Wonk se quitó la mascarilla; su cara tenía una expresión embobada de primer comulgante. Una vaga sonrisa recorrió sus labios mientras en la pantalla la micropipeta se abría paso entre las mucosas uterinas, dispuesta a depositar el huevo en los repliegues íntimos de la carne roja y tierna. Tenso como una cuerda de piano, Ferreri apretaba los dientes, luchando contra su creciente nerviosismo. Sparsons abría la boca, como pendiente del hilo de esos instantes, y miraba las cámaras mientras seguía acariciando la frente de Elena. Yzamata estaba cada vez más concentrado. La impaciencia de los cuatro profesores rozaba su punto álgido.</p> <p>«Sí... Eso es... Pronto... Pronto...»</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Como todas las mañanas, Frank Duncan hacía la ronda. Se detuvo un minuto cerca de la entrada del Centro para fumar un cigarrillo, con los ojos fijos en la pista polvorienta que desaparecía entre las montañas del Sinaí. En ese mismo sitio había recibido, hacía unos días, el camión que transportaba la Lanza del Destino. Y como todas las mañanas, intercambió un par de bromas ociosas con el guarda, apostado en su garita.</p> <p>Según Park Li-Wonk la operación más delicada se producía esa misma mañana. Frank quería que terminase pronto. En cuanto los científicos acabasen su faena, la «Portadora», como la llamaban, se iría de allí bien escoltada... y se ocuparían de ella en otro país. El responsable de seguridad ignoraba cuál, y eso le aliviaba. Desde hoy empezarían a embalar el material y a despejar el lugar. Pronto todos se habrían marchado de allí. Frank tendría que supervisar aún la aparatosa evacuación, pero empezaba a ver el final del túnel y no le daba ninguna pena. Era consciente de lo mucho que lo había angustiado su responsabilidad en aquel proyecto. Por suerte, pasara lo que pasara, no tendría que quedarse mucho más tiempo en el Centro.</p> <p>Tiró la colilla con la punta de los dedos y alzó los ojos.</p> <p>Un breve centelleo llamó su atención.</p> <p>«Pero, qué...»</p> <p>Una estrella de luz. Apenas había durado un fracción de segundo, el tiempo de un pestañeo.</p> <p>Pero el responsable de seguridad no había perdido sus reflejos. Ahí arriba había alguien, escondido en la explanada de la montaña. Aquel destello de luz podía ser perfectamente... ¡el de un arma de fuego, delatada por un rayo de sol!</p> <p>«Nos observan.»</p> <p>Frank sintió que el corazón le daba un vuelco. Su primer reflejo fue coger el walkie-talkie del cinturón, pero su profesionalidad lo retuvo justo a tiempo. Dejó transcurrir unos segundos y giró lentamente sobre sí mismo, fingiendo que miraba el paisaje... Una vez de espaldas a la entrada cogió el aparato del cinturón, también con un movimiento lento, y se lo acercó a la boca, bajando la cabeza, para que su gesto pareciera lo más natural posible. Echó un vistazo a la izquierda. Ala derecha. Todos los centinelas estaban en sus puestos, en las torres de observación.</p> <p>«¡Maldita sea! —pensó—. ¡Ahora no!»</p> <p>Luego murmuró:</p> <p>—Duncan. Código de alerta roja. ¿Me escucháis, panda de gandules? ¡Código rojo!</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>A ciento veinte metros de allí, por encima del Centro, uno de los soldados en posición se replegó, ocultando la punta del arma con mira láser. Entre blasfemias, su compañero hizo lo mismo, soltando los prismáticos, que rebotaron en su pecho, sobre el chaleco antibalas.</p> <p>—Crees que... —preguntó el otro.</p> <p>—¡El reflejo! ¡El reflejo, por Dios! ¡Estabas en el eje!</p> <p>Luego escupió en su casco, con una mano en el auricular.</p> <p>—Alfa seis, alfa seis, ¡nos han localizado! ¿Me oyen?</p> <p>Judith, sentada en la parte trasera de un todoterreno con el capitán de la sección, también lo había visto con claridad.</p> <p>—¡Nos han localizado!</p> <p>—¡Al asalto! —exclamó el capitán—. A todas las posiciones... ¡¡¡al asalto!!!</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Cuando en la superficie sonaron las primeras ráfagas, los científicos reunidos en el sótano solo percibieron algunos ecos vagos y lejanos. Pero cuando se encendieron en el techo, uno tras otro, los girofaros rojos de emergencia, con sus luces giratorias e intermitentes, supieron enseguida que algo no iba bien. Park Li-Wonk levantó la vista como un resorte; Sparsons irguió la cabeza con comicidad; Yzamata, absorto en su faena, tembló.</p> <p>—¿Qué ocurre? —preguntó Elena, mientras una sirena chillona empezaba a rebotar contra todas las paredes de la Mayor.</p> <p>El ruido era ensordecedor. Li-Wonk se bajó la mascarilla y Sparsons se inclinó hacia la joven.</p> <p>—Nada... nada —contestó con voz entrecortada, visiblemente nervioso.</p> <p>—Todo va a salir bien —añadió Ferreri.</p> <p>—Pero, por lo que más quieran, ¡apáguenme eso! —exclamó el coreano.</p> <p>Corrieron a apagar la sirena, y solo los haces de los girofaros siguieron barriendo la sala. Las cámaras digitales contraían y dilataban el ojo inquisidor de sus diafragmas. La escena se repetía en las pantallas que rodeaban el espacio central.</p> <p>Park Li-Wonk se inclinó hacia Yzamata. Intentó sonreír a la Portadora con poca convicción, y luego miró a Yzamata.</p> <p>—¿Entonces? ¿Qué? —preguntó.</p> <p>Yzamata, con la frente bañada en sudor, seguía buscando su conducto entre los tiernos repliegues de las mucosas.</p> <p>En las pantallas, la micropipeta temblorosa, manejada por el japonés febril, apartaba lentamente los conductos de la matriz.</p> <p>—¡No he llegado! ¡Todavía no he llegado!</p> <p>Se irguió un instante y se enjugó la frente.</p> <p>El coreano lo agarró de pronto del brazo con una fuerza insospechada.</p> <p>—¡Hay que volver a empezar! ¿Me oye, Yzamata? ¡Hay que volver a empezar!</p> <p>Sus ojos, de un verde grisáceo, se habían agrandado detrás del cristal de sus gafas.</p> <p>—¡No podemos fracasar tan cerca de la meta!</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Los todoterrenos se habían lanzado a la pista a toda velocidad. El soldado de la garita cerró la verja tan rápido como pudo, pero los vehículos consiguieron colarse a tiempo, aprovechando la confusión y echando abajo la verja entre rugidos metálicos. Desde las torres de observación, los centinelas apuntaban a los recién llegados y disparaban una ráfaga tras otra, dibujando estrellas de polvo sobre el suelo, agujereando con sus miles de plomos las lonas de los camiones que penetraban en el recinto.</p> <p>Apostados en las montañas vecinas, los tiradores egipcios e israelíes trataban de cubrir el desembarco de sus soldados, que salían de los coches y los camiones militares. Frank Duncan gritaba órdenes a los mercenarios de Axus Mundi diseminados por los edificios del Centro, pero el caos general adquiría las dimensiones de otro Apocalipsis. De pronto, unas explosiones de granadas y bombas lacrimógenas salpicaron el escenario de la refriega, creando una humareda que ascendía en espirales hacia el cielo.</p> <p>Judith, desde la perspectiva que le daba la altura del lugar en el que estaba, presenciaba con los ojos abiertos de par en par ese espectáculo alucinante como si se encontrase de pronto en una arena antigua, contemplando los movimientos aparentemente aleatorios de las minúsculas figuras. Los hombres corrían en todas direcciones, las armas escupían fuego, los altavoces gritaban y, de súbito, una de las granadas alcanzó unas botellas de propano, lo que provocó una nueva explosión, más gigantesca todavía. En el centro de aquel espantoso diorama, una multitud de combatientes salió por los aires y se proyectó sobre el suelo a varios metros a la redonda.</p> <p>La onda expansiva de la explosión fue tal que barrió la frente de la joven, asentada junto con Anselmo y los soldados en el puesto de observación desde donde se dirigía la operación. Se le hizo un nudo enorme en la garganta. Cuando las nuevas espirales de humo se disiparon, vio que uno de los edificios había quedado literalmente destripado y permitía mirar perfectamente en su interior. Los mercenarios de Axus Mundi se replegaban, y las tropas de asalto se dirigían al unísono hacia el edificio principal, mientras localizaban y dispersaban definitivamente a los tiradores aislados. Una de las torres de observación estaba en llamas; de la torreta oeste cayó pesadamente un centinela, desde una quincena de metros, con una estrella de sangre en plena frente, obra de un francotirador israelí.</p> <p>Judith, reprimiendo las náuseas, se volvió hacia el capitán, que daba instrucciones a pleno pulmón sin perder detalle de los combates.</p> <p>En el exterior la situación se calmó momentáneamente. Unos ruidos sordos y lejanos llegaban desde las profundidades de la tierra; los cimientos de los edificios todavía en pie parecieron temblar.</p> <p>Esperaron.</p> <p>Al cabo de varios minutos, una voz chisporroteó en la radio al lado de Judith y de los militares que se habían quedado con ella arriba.</p> <p>—¿Bravo nueve? Zona segura. Repito: zona segura.</p> <p>Judith se enderezó enseguida. Miró al capitán de asalto que permanecía junto a ella, a la espera de que diera luz verde. Aguardaron con paciencia un poco más. Por fin, con una voz cortante dio la orden deseada:</p> <p>—Ya podemos ir.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Durante el repliegue de sus hombres, Frank Duncan también había resultado herido. Se había arrastrado dentro de la <i>Sparson’s room</i>, la sala metalizada provista de un espejo sin azogue y equipada con un solo terminal reservado al profesor estadounidense. Sangraba en abundancia por el costado. Además, ironías de la vida, estaba justo en el lugar donde había matado a Enrique Guzbert. El responsable de seguridad sentía un dolor muy agudo; seguramente la bala le había perforado el estómago. Se habría reído con amargura si el dolor no hubiese sido tan punzante.</p> <p>Con la cara sudada, la camisa y las manos húmedas, apretaba tembloroso la culata de su pistola, medio sentado contra la pared, entre el puesto informático, la mesa de despacho y la esclusa magnética. Respiraba fuerte y con cada inhalación se hacía más agudo su martirio. «Un día... nos ha sobrado un día...», se decía, a punto de perder la conciencia. ¿De verdad su vida iba a acabar allí, en aquellos subsuelos rocosos del desierto? Era absurdo, ¡tan absurdo! Gimió y entornó los ojos. Oyó vagamente el enorme ascensor que bajaba de la superficie y encallaba en las profundidades como un escualo moribundo en la orilla de una playa. Oyó también breves ráfagas y luego exclamaciones. La sombra de un militar armado con casco pasó al otro lado del espejo sin azogue. No podía quedarse allí... No podía dejar que esos minutos cruciales transcurrieran sin hacer nada, sumiéndolo en la agonía.</p> <p>Frank se incorporó con un esfuerzo sobrehumano, la mano ensangrentada apoyada en el borde de la mesa y la espalda subiendo poco a poco contra la pared. Axus Mundi... Guzbert tenía razón. ¡Los muy locos! ¡Los muy cabrones! ¡Y él, el más loco de todos! ¿Por qué había aceptado esa absurda misión? ¿Por qué había lacrado así su destino? Los habían asediado en cuestión de minutos. Además, Duncan lo sabía, siempre lo había sabido: mercenarios escogidos o no, aquellos memos no podían estar a la altura.</p> <p>Logró ponerse en pie; se tambaleó, a punto de desmayarse otra vez. Curiosas imágenes cruzaban por su cabeza: pensaba en las películas de su infancia, películas del oeste, de piratas, pero también en esas grandes reconstrucciones históricas donde caballeros blancos se enfrentaban a la muerte y decidían con arrojo, como un último gesto, enfrentarse al peligro por la gloria del sacrificio. O la escena que le pegaba más —se dijo a sí mismo con sus últimas fuerzas—: cuando Butch Cassidy y Sundance Kid, en <i>Dos hombres y un destino</i>, rodeados por centenares de tiradores, intercambian las últimas palabras antes de salir de su refugio y precipitarse hacia la muerte.</p> <p>Al fin y al cabo, esa era la mejor manera de morir...</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Las puertas del ascensor se abrieron con su estrépito habitual.</p> <p>Por fin habían llegado. Judith y Anselmo avanzaron presurosos mientras los soldados les abrían paso en el perímetro de la «zona de seguridad».</p> <p>Desde el recodo del pasillo, la joven no vio a Duncan salir de la esclusa corrediza; se abalanzó sobre ella como una sombra, ante la gran sorpresa de los tres militares que la acompañaban. Disparó de inmediato y acertó con facilidad a sus objetivos justo encima de los chalecos antibalas. Dos de los soldados cayeron al suelo. La arremetida de Frank hizo tropezar a Judith, que resbaló sobre la parte metalizada del suelo y acabó chocando contra las rocas subterráneas. El choque casi le revienta la cabeza. Lanzó un grito de dolor. Anselmo y el último militar, un sargento, también cayeron de espaldas. Duncan, vacilante, se acercó al sargento y lo obligó a levantarse para encañonarlo. Anselmo se levantó rápidamente. Judith, estirada en el suelo y con las piernas extendidas, luchaba para no venirse abajo. Las violentas punzadas en la cabeza aumentaban su aturdimiento. Se obligó a volver en sí. Duncan le daba la espalda para enfrentarse a su peligro inmediato: Anselmo.</p> <p>Otros guardias se acercaron desde el ascensor.</p> <p>Presa del pánico, Judith miró la pistola que le había dado el capitán, que seguía ceñida a su cintura.</p> <p>«Oh, no, Judith, eso no...»</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Su mano avanzó temblando hacia el estuche de cuero del cinturón.</p> <p>Duncan estaba débil, pero el militar al que encañonaba seguía aturdido. Anselmo no se atrevía a moverse ni un centímetro. Los soldados recién llegados, que serían cinco o seis, se apostaron en semicírculo detrás de él y apuntaron con sus armas al responsable de seguridad de Axus Mundi, unos de pie, otros con una rodilla en tierra.</p> <p>Judith desabrochó lentamente la hebilla del estuche. Luego, con la misma lentitud, temblando como un flan y con la mano empapada de sudor, agarró la resbaladiza culata y desenfundó el arma, centímetro a centímetro.</p> <p>«No, no, ¡no lo conseguiré jamás, jamás!»</p> <p>—De... Déjenme pasar —farfullaba Duncan—. Déjenme o...o...</p> <p>Frank sabía que las fuerzas lo abandonarían de un momento a otro. Entonces, una vez más, tuvo esa intuición que conocían tan bien, esa señal roja, ese código de alerta que hacía clic en su cabeza cuando estaba en peligro. Pensó que había cometido un error de los más elementales: no cubrirse las espaldas. Echó un vistazo detrás de él durante el intervalo de una fracción de segundo, que le pareció una eternidad.</p> <p>Vio a una mujer joven medio tumbada en la sombra.</p> <p>Se volvió instintivamente para cobijarse detrás del hombre al que encañonaba.</p> <p>Judith vio entonces el cañón de la pistola de Frank apuntando en su dirección.</p> <p>Ella había quitado el seguro del arma. Extendió el brazo hacia delante... y disparó.</p> <p>Incapaz de apuntar más arriba, le dio a la altura de la rodilla.</p> <p>Judith pensó que el hombre moría ante ella. El relámpago en el extremo de su puño, la violencia de la descarga, las vibraciones que subían de su antebrazo al codo y después a su hombro... El movimiento hacia atrás, el olor a pólvora, el arma de fuego. La violencia que siempre había repudiado. Cerró los ojos y apartó la mirada. Un chorro de sangre salió de la pierna derecha de Duncan y le arrancó un grito. Soltó al militar que le servía de escudo. Al instante, los haces de las miras láser dibujaron en su cuerpo miles de puntitos rojos, una auténtica constelación de la que apenas tuvo tiempo de sorprenderse. Sus grandes ojos se abrieron de pronto sobre la nada. Todos los soldados dispararon al unísono, con una ráfaga corta. Fue una carnicería. Una última luz atravesó sus pupilas, le brotó sangre de la boca. Se agitó con espasmos mientras recibía los impactos y al fin se desplomó. Su último pensamiento fue que a pesar de todo había tenido una hermosa muerte y que en el fondo no merecía nada mejor.</p> <p>Judith dejó caer su brazo, inerte. Soltó el arma con asco, sin apenas conciencia de lo que había pasado en aquellos pocos segundos. Tenía convulsiones por todo el cuerpo. Aún le daba vueltas la cabeza cuando notó en su frente la mano consoladora de Anselmo, que había corrido junto a ella.</p> <p>—¡Judith! ¿Estás bien?</p> <p>Estaba despeinada y tenía los ojos llenos de lágrimas. Lo miró con una mirada extraviada, mientras intentaba responder algo. Le temblaban los labios.</p> <p>No pudo proferir el menor sonido. En su conciencia habían surgido palabras inverosímiles, dolorosas, terribles, a las que jamás pensó que tendría que enfrentarse.</p> <p>«Tú también estás manchada ahora.»</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Conmocionada, Judith llegó por fin a la Mayor, seguida de Anselmo y los militares de la unidad de asalto. Avanzó hacia el centro de la sala sin dar crédito a sus ojos.</p> <p>Alzó la mirada hacia las bóvedas de piedra de ese nuevo santuario. La increíble complejidad del lugar, que el aspecto exterior de las instalaciones no dejaba entrever ni por asomo, la dejó boquiabierta.</p> <p>La cama seguía allí, bajo el ojo de las cámaras. Los soldados se dispersaron a su alrededor. Empezaron a catalogar el material, se llevaron los discos duros, examinaron el terreno palmo a palmo. Los ingenieros e informáticos de los servicios secretos se sentaron delante de los ordenadores para recuperar cualquier información que pudieran almacenar.</p> <p>Junto a la cama, en semicírculo, estaban los profesores Park Li-Wonk, Yzamata, Ferreri y Sparsons, aún con sus batas blancas; los militares los mantenían a raya.</p> <p>Y en el centro de ese sanctasanctórum Judith vio a la Portadora.</p> <p>Elena seguía tumbada, temblando, sudorosa.</p> <p>Judith se acercó. Las dos mujeres se miraron.</p> <p>Las pupilas de Elena temblaban, aterrorizadas; los gritos que hubiera querido lanzar habían muerto en sus labios.</p> <p>«¿Qué habéis hecho? Pero ¿qué habéis hecho?», quiso preguntar Judith. Pero guardó silencio.</p> <p>A poca distancia reconoció de inmediato la Lanza del Destino, en su caja transparente. Allí estaba, el hierro ahora relumbrante, con sus barbas móviles y una gota de luz en la punta, fijada en el extremo de su asta negra.</p> <p>«La Lanza de la Omnipotencia...»</p> <p>Los ojos de Judith bajaron hacia el vientre de Elena, hacia sus piernas, y luego volvieron a su rostro.</p> <p>Se dio cuenta de que dentro de ese vientre había nacido la vida.</p> <p>Unos minutos más tarde descolgaba su teléfono móvil.</p> <p>—¿Dino? Soy Judith —dijo con una voz apática y seca.</p> <p>Hubo un largo silencio. Entornaba los ojos, atontada, a punto de desmayarse.</p> <p>—Es demasiado tarde. Lo han hecho.</p> <p>«Quien controla el embrión, controla el mundo.»</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 35%"> <p>TERCERA PARTE</p> </h3> <p style="text-align: center; text-indent: 0em; font-size: 125%; font-weight: bold; hyphenate: none">Y el desierto volverá a florecer</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 8</p> </h3> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Estábamos en Akko, MCCXCI era el año, y como entonces se decidía la suerte de los Reinos de Oriente, yo, Beltrán de Raguenaud, caballero de la orden del Temple y de la encomienda de Saint-Clair, hice grabar esa cifra en mi escudo: MCCXCI. Y en ese día de mayo en que el sultán estaba a nuestras puertas, tuve en mi mano la Lanza de Cristo. Sí, en aquellos días sombríos, yo tenía la Lanza del Destino.</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%"><i>Memorias del cruzado Raguenaud</i>,</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; text-align: right; font-size: 95%">Manuscrito de Akko, 1307</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="font-weight: bold; text-align: right; text-indent: 0em">San Juan de Acre, 1291</p> <p style="font-weight: bold; text-align: right; text-indent: 0em">Encomienda templaria de Saint-Clair-sur-Epte, 1307</p> <p>Cuando Malek al-Ashraf salió de su tienda, un sol rojizo asomaba por el horizonte. El sultán, de rasgos marcados y frente altiva, se acarició la barba mientras observaba las murallas de San Juan de Acre. Akko, la Ciudad Blanca. La perla de los cruzados de Palestina. El último bastión de la cristiandad en Oriente, frente al Mediterráneo. Malek se había puesto el casco y la armadura. Una cimitarra pendía a su costado. Los pliegues de su capa se hinchaban con la brisa mañanera, que no tardaría en disiparse para dar paso al calor y al polvo del desierto. Su mirada se entretuvo en las murallas, irisadas por los rayos de oriente. Parecía acariciar la ciudad con los ojos, como un tesoro largamente codiciado. Musitó algo entre dientes mientras extendían ante él su alfombra de oración. La brasa ardía bajo la ceniza; con el corazón encendido por la ira. El gran día había llegado. El sultán había mandado que plantaran la tienda, una fastuosa tienda roja, en el centro de su campamento, sobre una mota donde se alzaban las ruinas de una torre. Se arrodilló. Resonaron unos cánticos y sus hombres le imitaron, prosternándose a su vez.</p> <p>Bajo las murallas de San Juan de Acre, ciento cincuenta mil infantes y ochenta mil caballeros acampaban con él. Una marea humana se arrodillaba en aquel momento en el desierto. Días atrás el ejército había montado sus campamentos de lona a tal velocidad que parecieron brotar de la tierra por arte de magia. Las fuerzas del sultán ya habían saqueado las huertas y las viñas templarias que se hallaban extramuros y habían logrado cercar la ciudad de norte a sur, a excepción del puerto. Malek al-Ashraf, ceñudo, cara al sol, daba gracias a Alá. Hasta donde alcanzaba la vista, miles de hombres se inclinaban a su vez en filas sucesivas.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>La realeza, ese día, pertenecerá a Dios</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>y él juzgará a los hombres</i>.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>Los que hayan creído</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>y hayan hecho buenas obras</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>irán a los jardines de la Delicia</i>.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>Los que hayan sido incrédulos</i></p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>y hayan tildado nuestros Signos de mentiras</i>,</p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>sufrirán un castigo ignominioso</i>.</p> <p>Luego el sultán se levantó con fuego en la mirada, sin apartarla de esas murallas que lo retaban, burlonas. Inspiró profundamente. Con un chasquido metálico, sus manos, calzadas en manoplas, se extendieron a ambos lados del cuerpo; se estiraba como un durmiente al despertar. Un soplo de viento inesperado se enredó en su capa. El sultán escupió y se llevó la mano a la nuca dolorida. Permaneció así unos minutos, de pie sobre el promontorio, junto a los restos de la torre, saboreando el silencio, ese silencio profundo que precede a la tempestad.</p> <p>El día del juicio había llegado.</p> <p>Era el 18 de mayo de 1291.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>—Tened, mi señor.</p> <p>Beltrán de Raguenaud se había puesto la sobreveste blanca con una cruz roja estampada en el torso. Tres bolsas le colgaban del cinto, además de la Matadora, su recia espada con pomo de plata, fabricada en las forjas de Saint-Clair. La cota de mallas cruzadas relumbraba con los rayos de sol que se colaban por las aspilleras. Beltrán estaba en una de las torres de la fortaleza, junto a un camino de ronda que llevaba a la muralla y un puesto de guardia al menado. En lo alto de la torre ondeaban unas banderas.</p> <p>Unos minutos antes había observado las fuerzas enemigas congregadas al pie de la muralla. Había visto a los hombres, esos miles de hombres que les cercaban, rezando en la nueva aurora. Sus tiendas y sus alfombras salpicaban el desierto hasta el horizonte. Cientos de caballos y camellos los rodeaban. Al otro lado estaba el mar, la inmensidad con crestas blancas... Su salvación, tal vez. Para Beltrán también había llegado la hora de la verdad. Pero sabía que él no iba a huir. Al contrario, se abalanzaría contra el enemigo para empeñar su última batalla... y salvar los rollos de pergamino que, esa misma mañana, se había atado al cuerpo, metidos en un estuche de cuero.</p> <p>Se cubrió la cabeza con el almófar. Esteban, su escudero, le tendió el yelmo. Cerca de ellos, dos frailes rezaban, canturreando con los ojos cerrados y las manos juntas. Beltrán miró fijamente al frente, tomó aire y se puso el casco; su rostro quedó oculto bajo la máscara de hierro con motivos tachonados. Apenas se le veían los ojos a través de las hendiduras del yelmo. Se preparaba para su última salida, su última cabalgada.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>—Mi señor...</p> <p>Beltrán extendió el brazo para que Esteban pudiera pasarle la correa del escudo alrededor del hombro. Luego embrazó el escudo, en el que la víspera había hecho grabar la mención: AKKO, MCCXCI. En recuerdo de los quince años transcurridos en los Reinos de Oriente. Y en homenaje, sobre todo, a aquellos días cruciales, que tal vez serían los últimos de su vida. Dentro de un momento bajaría la escalera de caracol y saldría al atrio donde lo esperaba su caballo de batalla, el fiero Belerofonte. Pero a su equipo todavía le faltaba algo.</p> <p>«Algo...»</p> <p>Beltrán alzó la cabeza, recordando los hechos memorables que se habían producido desde la llegada de los monjes del desierto.</p> <p>Varias semanas antes, por indicación de Guillermo de Beaujeu, maestre del Temple, había recibido a un grupo de monjes del monasterio del Sinaí. Los monjes enseguida le hablaron de unos misteriosos pergaminos que decían haber encontrado entre el sinfín de riquezas guardadas en sus arcas subterráneas. Tratando de descifrar el contenido de los rollos, habían descubierto la existencia de una extraña capilla... Una capilla que estuvieron buscando afanosamente, enviando emisarios a muchas leguas de distancia, en dirección a Palestina. Estaban convencidos de que la lanza que habían hallado en la capilla después de mucho indagar no era otra que la Santa Lanza, ¡la auténtica Lanza de Cristo! O, mejor dicho, del legionario romano que la noche de la Crucifixión había herido el costado del Salvador. Para respaldar sus afirmaciones argumentaban que los pergaminos, que habían estado guardados inicialmente en el Templo de Jerusalén, fueron entregados a los últimos esenios, algunos de los cuales llegaron al Sinaí, donde se asentaron y contribuyeron a la fundación de su comunidad. Los monjes mostraron a Beltrán, como antes a Guillermo, la minúscula escritura de los rollos, en griego, hebreo y arameo... Fascinados a la vez que asustados por su descubrimiento, y porque la cristiandad estaba amenazada en Oriente habían llevado a Akko la Lanza y los pergaminos, la última plaza que aún resistía.</p> <p>Habían llegado extenuados, con las sandalias polvorientas, después de afrontar muchos peligros. Tras el asedio, la mayoría de los monjes había muerto, pero dos de ellos rezaban aún junto a Beltrán en lo alto de la torre. Seguramente esperaban un milagro, una señal del cielo con la que Dios mostraría su poder; seguramente esperaban que, fiel a su leyenda, la Lanza todopoderosa cambiara el curso de la Historia.</p> <p>Beltrán decidió que en su desesperada salida final no usaría la Matadora.</p> <p>—Traédmela —pidió.</p> <p>Intentaría comprender los signos del cielo... o, al menos, salvar la reliquia de la destrucción que amenazaba a la Ciudad Blanca. Detrás del yelmo su rostro se endureció.</p> <p>—Dadme la Lanza.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Malek al-Ashraf murmuraba algo entre dientes, con la mirada clavada en las murallas. El barrio de los templarios estaba junto al puerto. Desde donde se encontraba, el sultán veía, erguidas en la luz de la mañana, las altas torres de su fortaleza, dominada por magníficos leones dorados. La ciudad seguía controlando su salida al mar. Y por el lado de tierra, contaba con un doble cinturón de murallas, reforzadas con nuevas torres, a cual más robusta.</p> <p>En la Ciudad Vieja abundaban los pisanos, venecianos y genoveses, protegidos por las órdenes implantadas en Tierra Santa: los templarios, por supuesto, pero también las órdenes de caballería de los hospitalarios y los teutones. Al norte se hallaba el arrabal de Montmusart, el punto débil de las defensas enemigas.</p> <p>Cuando llegó el sultán, la ciudad solo disponía de quince mil soldados, de ellos entre setecientos y ochocientos caballeros. Eran muy pocos comparados con los doscientos treinta mil musulmanes que acampaban a su alrededor. Su arsenal también les daba ventaja. Sus máquinas de guerra no les habían dado ni un respiro. Entre ellas había cuatro catapultas gigantes, capaces de propulsar piedras enormes. También llevaban almajaneques, más ligeros y manejables.</p> <p>Aquella mañana, una sola señal de Malek al-Ashraf bastaría para que los temibles artefactos volvieran a la carga. Llevaban varias semanas martilleando la ciudad: lluvias de proyectiles se abatían incansablemente sobre Akko la Blanca, mientras que ejércitos deminadores se dispersaban todos los días a lo largo de las murallas para cavar sus cimientos. Había mucho en juego. El tiempo en que los caballeros del Temple dominaban Tierra Santa había pasado. Los antiguos bastiones de los estados latinos de Oriente habían caído uno tras otro en poder de los sarracenos. ¡Port-Bonnet, Roche Roussel y Trapezac... Tortosa y Trípoli alrededor de Antioquía... Safed, Le Chastelet, y muchos otros! Tras la derrota de Hattin, los cruzados no habían dejado de retroceder. Un siglo atrás, Saladino había logrado unir a los musulmanes bajo su autoridad, antes de emprender una gloriosa reconquista. Acre cayó entonces, junto a Yafo, Beirut, Ascalón y, por último, Jerusalén. Pero los francos reconquistaron la ciudad en 1191 y resistieron en Tierra Santa durante un siglo, en un reino latino reducido a una franja litoral con capital en Acre. Cien años exactos antes de que el sultán Malek al-Ashraf volviera a plantar las tiendas delante de las murallas de la ciudad, para acabar de una vez por todas con la presencia cristiana en Oriente.</p> <p>La víspera habían destruido una parte de la Torre Nueva, una de las defensas estratégicas de la ciudad. Era el momento de aprovechar la ventaja con un golpe definitivo.</p> <p>«Ya son míos», volvió a decirse.</p> <p>Sonrió. También él había sido paciente y había puesto su genio militar al servicio de la última batalla, en espera de asestar el golpe final, dedicado a la memoria de Saladino. Había llegado el momento de rematar la obra de su ilustre predecesor.</p> <p>Alrededor del sultán todos seguían rezando.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>Al-fatiha</i>, la primera sura.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>En el nombre de Dios</i>,</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>el Compasivo</i>,</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>el Misericordioso</i>.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>Alabado sea Dios</i>,</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>Señor de los mundos</i>,</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>el Compasivo</i>,</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>el Misericordioso</i>,</p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%"><i>dueño del Día del Juicio</i>.</p> <p>Al fin, Malek al-Ashraf extendió los brazos. Con voz potente ordenó:</p> <p>—¡Alzaos!</p> <p>Entonces, de oriente a poniente, entre las tiendas y las estribaciones rocosas que dominaban el mar, doscientos treinta mil hombres se levantaron y desplegaron sus banderas. En el lado franco resonaron las trompetas, que brillaban al sol. Dentro del recinto de Akko, el bramido de aquel tumulto estremeció hasta las al mas más nobles.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Al otro lado de las murallas, un niño corría por las callejuelas tortuosas que comunicaban el puerto con la fortaleza de los templarios.</p> <p>Detrás de él, las torres desprendían volutas de humo negro. El fuego había prendido aquí y allá. Miles de flechas se abatían como nubes de mosquitos sobre la ciudad hasta velar el sol, silbando y zumbando como las langostas de la plaga bíblica. El pánico cundía en la urbe. Mientras el niño corría, las huestes del islam atacaban al maestre hospitalario, Juan de Villiers, que seguía defendiendo la puerta de San Antonio. Guillermo de Beaujeu también estaba allí, con la frente tiznada y ensangrentada; hacía caracolear a su caballo mientras daba órdenes a una docena de caballeros, que se agolpaban con él alrededor del estandarte templario. En el puerto, la población huía, subiendo a las últimas embarcaciones aparejadas a toda prisa. Uno a uno los barcos se hacían a la mar, mientras los fuegos griegos surcaban el cielo con sus bombas incendiarias, ofreciendo un espectáculo tan grandioso como terrible. El niño subió la escalera de la fortaleza perdiendo el resuello. Cuando llegó a lo alto de la torre, se arrodilló ante Beltrán, que meditaba sentado. Había rezado durante un buen rato con los monjes. En cuanto lo vio entrar, el caballero se puso en pie. Mientras recuperaba el aliento, el niño exclamó:</p> <p>—¡Me manda Guillermo de Beaujeu! Los sarracenos van a entrar en la ciudad. ¡No resistiremos mucho!</p> <p>—Y tú, pequeño... ¿no te has ido? —se sorprendió Beltrán.</p> <p>El caballero se acercó al niño y le puso la mano enguantada en el hombro.</p> <p>—Vuelve al puerto y súbete a un barco ahora que estás a tiempo.</p> <p>—Pero... ¿y vos, señor? ¿Y los caballeros?</p> <p>Beltrán iba a contestarle cuando un monje que acababa de subir por la misma escalera se presentó ante ellos, respirando también con dificultad:</p> <p>—¡Guillermo está herido! ¡Una flecha se le ha clavado bajo el brazo!</p> <p>—¡Por todos los santos! —murmuró Beltrán apretando los dientes.</p> <p>—Intentó salirse de la batalla, ¡y la tropa no sabía si debía replegarse! «¡No estoy huyendo! —gritaba Guillermo—. ¡No huyo, estoy muerto!» En efecto, está muy malherido... ¡la herida es grave! Ahora lo traen hacia aquí, a la fortaleza del Temple.</p> <p>Todos se miraron. Se hizo un largo silencio.</p> <p>Luego Beltrán le hizo una seña al muchacho.</p> <p>—Vete —dijo.</p> <p>El chico lo miró por última vez y se dio la vuelta.</p> <p>—Vuestro caballo está listo —dijo el monje—. Y... la Lanza también. Guillermo os la encomienda.</p> <p>Beltrán, enfundado en su armadura, se acercó a la escalera.</p> <p>—Bien... Ha llegado el momento. ¡Esteban! Ven conmigo.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Pronto llegó al atrio. Allí estaba Belerofonte, enjaezado y encaparazonado. Sobre ellos ondeaba la enseña del Temple. Más allá, unos soldados ensangrentados cargaban el cuerpo de Guillermo, que aún no estaba muerto, en unas parihuelas. Beltrán ya había montado en su cabalgadura. Extendió un brazo mientras Esteban se le acercaba con respeto.</p> <p>Llevaba la Lanza del Destino.</p> <p>La palma enguantada del caballero se cerró sobre el asta.</p> <p>—¡Guillermo! —gritó dirigiéndose a su compañero de armas agonizante.</p> <p>Miró la Lanza y la alzó al cielo. Su punta brillaba.</p> <p>—¡Por ti, Guillermo! —Y ajustándose el arma bajo el brazo, ordenó—: ¡Abrid las puertas!</p> <p>El caballo caracoleó con un relincho, se encabritó. El ruido de sus cascos sobre el suelo resonó en el atrio. Al grito de «¡Saint-Clair!», Beltrán lo espoleó y se lanzó al galope.</p> <p>Los monjes vieron alejarse al cruzado.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Durante mucho tiempo, aquella imagen permaneció en el recuerdo de los supervivientes de Akko; tiempo después, los monjes estamparon e iluminaron con ella uno de sus códices, en el secreto y el silencio de su monasterio del desierto. Porque el Caballero de la Lanza cruzó las puertas de la fortaleza y su galope ya no se detuvo.</p> <p>Galopó por las calles de la ciudad blandiendo la Lanza, mientas la muchedumbre huía acosada por los sarracenos, que ya avanzaban por doquier. Alrededor de Beltrán, diez mil personas corrían hacia el Temple, todavía protegido por el mariscal Pedro de Sévry. En el puerto se había desatado una violenta tempestad que dificultaba la salida de los últimos barcos.</p> <p>Beltrán de Raguenaud cabalgaba. Disparado como una flecha, se dirigía hacia las puertas de la ciudad. Pero no se detuvo en ellas, al contrario: cuando se abrió ante él el inmenso paisaje de dunas y rocas, con un movimiento del hombro separó la Lanza de la axila y se enfrentó a la miríada multicolor de tiendas enemigas. Los arqueros apostados en las murallas de Akko creyeron que era una alucinación, quizá provocada por el calor del desierto o el fragor del combate. En ese momento el caballero elevaba la punta de la Lanza hacia el cielo, que se iluminaba. Pero por un misterioso sortilegio, los ejércitos se apartaban a su paso... El caballero cargaba, pero no podía tocar a nadie; parecía como si la Lanza se limitase a abrirle camino, creando el vacío a su paso. Miles de hombres se arrodillaron, tapándose la cara y cubriéndose la cabeza ante tan fantástica visión.</p> <p>Durante un instante, la Lanza del Destino desprendió un destello singular, emitiendo sus rayos de fuego de un extremo a otro del universo. Aquello solo duró lo que un relámpago, lo que una ilusión, pero el caballero, que hacía un momento estaba dispuesto a luchar o morir, no halló ningún obstáculo en su camino. ¡Su caballo seguía cruzando las líneas enemigas, entre las tiendas, dispersando los camellos y las cabalgaduras, haciendo volar las alfombras, los cargamentos de víveres y especias! ¿Podía Beltrán, armado con la Lanza de la Omnipotencia, cambiar el curso de esa última batalla? Tal no parecía ser el deseo de Dios. Guiando al caballero con su voluntad superior, la Lanza seguía despejándole el camino en medio de ese océano de combatientes enemigos. Beltrán se encontró entonces ante la tienda del sultán, en el lugar donde Malek al-Ashraf y sus principales jefes de guerra dirigían las operaciones.</p> <p>Entonces el caballo Belerofonte tuvo a bien detenerse y se encabritó.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>El sultán lo había visto todo.</p> <p>En jarras, con un turbante del color del fuego y los ojos chispeantes en su cara morena, miró a Raguenaud... luego observó la Lanza.</p> <p>Los dos hombres se contemplaron de arriba abajo.</p> <p>—¿Es menester que peleemos eternamente? —gritó el templario.</p> <p>Malek no contestó.</p> <p>—¿Es menester? —volvió a gritar.</p> <p>Hubo un silencio extraordinario y luego el sultán replicó:</p> <p>—¿Es menester que seas siempre tan engreído, ante Dios y todos los profetas?</p> <p>Los dos hombres seguían mirándose frente a frente. Belerofonte relinchó; Beltrán lo espoleó y el caballo reanudó su carrera. Sin que el espantado cruzado pudiera detenerle, el caballo galopó hasta el horizonte...</p> <p>...hasta que el caballero, su cabalgadura y la Lanza estuvieron a salvo.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Eso dice la leyenda, que transmitieron e iluminaron en un códice los monjes del Sinaí. Beltrán de Raguenaud se salvó de San Juan de Acre sin que él mismo comprendiera el motivo de su salvación. Hasta más tarde no pudo apreciar todo el alcance de ese milagro —porque realmente lo fue—. Supo que la Lanza tenía el poder de vencer a los ejércitos y cambiar el curso del mundo de los hombres. También supo que aquel día no había querido que se derramase más sangre. Antes de volver a su país, Beltrán se debatió entre sentimientos encontrados, como Longino en su momento. Durante un paciente retiro se enfrascó en las Escrituras. Supo que la fortaleza del Temple había resistido diez días más. ¡Diez días, después de su partida! Tras aquel plazo, Pedro de Sévry se presentó ante el sultán con algunos de sus mejores caballeros para negociar la rendición. El sultán los hizo prisioneros y mandó que les cortaran la cabeza. Beltrán siguió interrogándose acerca de la violencia de los hombres y la razón de sus luchas interminables. Trató de averiguar cuál era el designio divino para los Santos Lugares y la Tumba de Cristo, pero también el sentido de su propio destino. Al final, decidió obrar... igual que su lejano predecesor.</p> <p>No era conveniente que el poder de la Lanza permaneciese en manos de los hombres. Como el fuego prometeico, tenía que volver a Dios, solo él podía hacer buen uso de ella. Beltrán decidió, pues, dejar la reliquia otra vez en la capilla de Tierra Santa donde los monjes del Sinaí la habían encontrado. Hecho esto, hizo tapiar la capilla. Los albañiles que levantaron la pared dejaron sus marcas y sus signos lapidarios, como advertencias grabadas en la piedra, escribiendo además un fragmento del Libro de Dios y de la epopeya de la Lanza.</p> <p>Por último, extenuado, el cruzado regresó a casa.</p> <p>Solo conservó los pergaminos que le habían entregado los monjes de Akko y que antes de la última batalla se había atado bajo la armadura, en un estuche de cuero, sobre el corazón.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Aquel mes de noviembre de 1307, un sol frío bañaba los alrededores de la encomienda franca de Saint-Clair-sur-Epte. La escarcha todavía petrificaba los matorrales y las hierbas del campo. Una brisa helada agitaba el follaje de los árboles, cuyo murmullo otoñal parecía una oración matutina susurrada a la naturaleza. Los senderos desiertos se perdían aquí y allá entre la maleza, cruzados a veces por la sombra de un cervato asustado o el lomo de un jabalí. Los caballos relinchaban en las cuadras, en respuesta a los estridentes toques de diana de los gallos que llegaban de las granjas de los alrededores.</p> <p>En el pequeño torreón de la encomienda, solo y cansado, Beltrán de Raguenaud seguía izando su cruz roja, símbolo postrero de fidelidad a su orden y de rebelión frente al caos de su tiempo. Muchas cosas habían cambiado desde su regreso de Tierra Santa. Los templarios estaban en plena decadencia. Presintiendo que se acercaba el crepúsculo de la orden, Beltrán decidió tomar la pluma para escribir el relato de sus memorias. Quedaría así de su vida, barrida por los combates y el viento del desierto, un puñado de polvo, algunos vestigios de los grandes momentos que había conocido; un poco de él, en suma. Sin embargo, esa idea no lo consolaba de la gran pena y amargura que sentía al comprobar que la caballería a la que había dedicado su vida tocaba a su fin.</p> <p>Cerca de allí, una veleta danzaba al viento; se oyeron los tañidos de una campana.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Grande es mi tristeza, pues la Orden ha sido decapitada por la injusticia de un rey que teme por su poder, cuando nosotros éramos sus más fieles vasallos y los servidores de Cristo en Oriente...</p> <p>Beltrán cerró los ojos y suspendió la pluma. Se sentía muy cansado. Sus labios temblaron sobre la barba cenicienta. Tantas imágenes... ¡Tantos recuerdos se agolpaban en su mente! En aquellos días daban caza a los templarios como a las brujas. Iban a perecer todos, hasta el último.</p> <p>«Algo inhumano ha llegado a nuestros oídos... Los hermanos de la milicia del Temple, ocultando el lobo bajo la apariencia del cordero, crucifican hoy de nuevo a Nuestro Señor Jesucristo y profieren contra él injurias más graves que las que soportó en la cruz...» Tales habían sido las palabras de Felipe el Hermoso cuando ordenó que prendieran a los templarios de todas las bailías. Los caballeros quedaron estupefactos: ¡tenía que ser un error! ¡Un terrible malentendido! Los acusaban de adorar ídolos, de practicar ritos sexuales repulsivos, de renegar en secreto de Cristo, de escupir a la cruz durante la iniciación de sus miembros... ¡A ellos! ¡A los héroes de Oriente, que siempre habían defendido a la Iglesia y la Corona!</p> <p>Aquel viernes de octubre de 1307, Guillermo de Nogaret, canciller del rey, había dirigido una gran batida en todo el reino. Fue tal la sorpresa que, de Provins a Nantes, de Quercy a Champagne, los comendadores y caballeros se habían rendido sin oponer resistencia, convencidos de que el malentendido no tardaría en aclararse... pero los habían manipulado. Hacía tiempo que los consejeros de Felipe el Hermoso desconfiaban del poder que habían alcanzado en Tierra Santa. El poder de un Estado dentro del Estado. Su prestigio había crecido demasiado. De modo que Felipe el Hermoso y sus allegados habían estado reuniendo pacientemente falsos testimonios e inverosímiles «pruebas de cargo» para acusarles de todos los males.</p> <p>Poco importaba que todo fuera un cúmulo de mentiras y calumnias. El éxito de la conspiración de Nogaret colmó con creces las expectativas del poder. Jacques de Molay, el gran maestre del Temple, un anciano débil y manejable, fue torturado con tal habilidad que estuvo dispuesto a confesarlo todo ante los inquisidores y la Universidad de París. Pero el mensaje no le había pasado inadvertido al papa Clemente V: el ataque, más allá de la Orden, iba dirigido contra su autoridad.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Beltrán sacudió la cabeza y no pudo contener un acceso de tos. Sus hombros se estremecieron.</p> <p>Se decía que Clemente V, antiguo arzobispo de Burdeos, se encontraba incómodo en el ambiente caótico de Roma y planeaba regresar a Francia para establecerse en Aviñón. Pero para evitar que fuera Felipe el Hermoso quien juzgara a los templarios, había decidido encargarse del proceso. Dos días antes de que Beltrán terminara de escribir sus <i>Memorias</i>, el 22 de noviembre, el Papa, dispuesto a interrogar personalmente a los principales dignatarios de la Orden, había pedido a todos los soberanos de la cristiandad que apresaran a los templarios de sus dominios. Aquella petición también se podía interpretar en realidad como un modo de protegerlos... Los caballeros no andaban errados. Jacques de Molay acababa de retractarse de su confesión. ¡Pronto se alzarían todos para salvar el honor de la Orden, si es que aún podía salvarse! Muchos templarios pensaron ir a Roma por su propio pie con la esperanza de defender su causa y librarse de la cólera de Felipe el Hermoso. El propio Beltrán, que hasta entonces se había librado de la conspiración real, partiría al día siguiente hacia la Ciudad Eterna.</p> <p>Sería su último viaje...</p> <p>Lentamente releyó lo que acababa de escribir.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">¿Qué hicimos? ¿Qué hicimos allí y por qué?... Hoy me pregunto qué hemos ganado con toda esa sangre vertida. ¡Hoy, cuando el propio rey reniega de nosotros, nos apresa y nos tortura! Pero, hasta mi último aliento, recordaré que me llamaron el Caballero de los Ángeles, o el Caballero de la Lanza, y queme representaban así, con alas en los hombros...</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Estábamos en Akko, MCCXCI era el año, y como entonces se decidía la suerte de los Reinos de Oriente, yo, Beltrán de Raguenaud, caballero de la orden del Temple y de la encomienda de Saint-Clair, hice grabar esa cifra en mi escudo: MCCXCI. Y en ese día de mayo en que el sultán estaba a nuestras puertas, tuve en mi mano la Lanza de Cristo. Sí, en aquellos días sombríos, yo tenía la Lanza del Destino.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Ahora estoy viejo, cansado y enfermo. Una dulce locura, dicen, se ha apoderado de mí. Olvido el curso de mis horas, apenas sé qué me deparó el día anterior... Retazos enteros de mi memoria se borran. ¡Valiente majadero estás hecho, gran caballero de Tierra Santa! Por eso es conveniente que termine de escribir mi relato, antes de que me arrastren las últimas borrascas. Con suerte llegaré a Roma a tiempo.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Los años han blanqueado prematuramente mis cabellos. Y ahora que se acerca el fin, el mío y el de esta odisea, y me pregunto cómo voy a terminar estas memorias, solo una cosa se me ocurre. Es preciso decir solo esto.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Durante el tiempo que dura el batir de alas de una mariposa, llegué a tener el poder supremo, el poder de ser Dios.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Y vi que ese poder no era para mí ni para ningún hombre. Porque solo el amor es el verdadero poder.</p> <p>Beltrán dejó reposar la pluma de oca y su mirada se perdió al otro lado de la ventana.</p> <p>Partiría al alba.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Su periplo duró dos años más. Dos años en que el destino final de los templarios fue incierto.</p> <p>El Papa se asentó finalmente en Aviñón. Pero Beltrán había sucumbido a su locura misteriosa. Perdía la cabeza. De posada en posada, de pueblo en pueblo, el antiguo caballero del desierto prosiguió su lenta marcha hacia Roma sin saber que el soberano pontífice ya no estaba allí. A veces no era consciente de nada; otras veces tenía asomos de lucidez que lo dejaban sudoroso, tembloroso y despavorido. Esteban, su escudero, había hallado la muerte en Akko. Todos sus amigos habían muerto, y las mujeres que había amado solo eran lejanos recuerdos.</p> <p>Mil veces se extravió, olvidando cuál era su meta. Corrió la voz de que ese caballero harapiento, con la mirada perdida y el escudo roto, estaba loco. Su fama le precedía. Para algunos era tan solo un fantasma tocado de la cabeza, que hablaba en tono profético de la Santa Lanza y del poder de los hombres. Otros se mofaban de él. Beltrán contaba a quien quisiera escucharle que un día el Mesías regresaría, pero que también podía aparecer el lobo disfrazado de cordero, y toda clase de cosas misteriosas. Algunas veces lo sorprendieron blandiendo débilmente su espada, la Matadora, contra las sombras movedizas. Estaba loco, pero la gente lo dejaba en paz.</p> <p>Un día llegó a Roma como un autómata, aturdido. Se presentó como un espectro. El trote de su cabalgadura resonó en el empedrado. Por un curioso capricho del destino, murió justo a las puertas de la basílica, cuando se disponía a desmontar para ver a un Papa ausente. Lo insólito de las circunstancias de su muerte causó sensación. El propio Santo Padre, que había oído hablar del Caballero de la Lanza, se sintió íntimamente con movido por los detalles que le refirieron y por la vida de ese hombre, que había servido fielmente a Cristo en los reinos de Oriente, donde solo había hallado sangre y sinrazón. Pero no sabía que Beltrán, bajo su armadura deslustrada y herrumbrosa, había conservado los pergaminos de Akko y el auténtico Testamento de Longino, que revelaba el lugar exacto de la capilla de Megido.</p> <p>Ante la singularidad de aquella muerte inesperada, el Santo Padre permitió, favor insigne y gesto poético, que el cruzado recibiera sepultura en la antigua necrópolis, junto a la última morada de los grandes de la Iglesia, a pocos metros del sitio donde había expirado. El muerto fue enterrado con sus atributos de caballero. Lo acostaron con su cruz pectoral roja, la cota, el almófar y el yelmo, el escudo con el nombre de Akko grabado, la espada y, sobre todo, los rollos de pergaminos, pues nadie les dio importancia ni entendió su significado.</p> <p>Beltrán no llegó a enterarse de las torturas inferidas a los suyos, ni del desenlace trágico del proceso del Temple y la muerte de Jacques de Molay. La Orden fue disuelta en 1311. Poco después ya no quedaba ni un solo templario. Pero habían luchado hasta el final.</p> <p>Los rollos de pergamino permanecieron ocultos en las profundidades de la necrópolis romana, junto a los restos mortales del templario Raguenaud, hasta que un tal Ludwig Kaas, arqueólogo enviado por el Vaticano, descubrió que existían, en el centro mismo del mausoleo.</p> <p>«¡Los pergaminos de Akko!»</p> <p>Habían transcurrido siete siglos.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 9</p> </h3> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">Te doy mi palabra de que si uno no nace de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que nace de la carne es carne, y lo que nace del Espíritu es espíritu. No te sorprendas de que te haya dicho: «Nos es necesario nacer de nuevo». El aire sopla donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde sale ni adónde va.</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Evangelio de san Juan,</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; text-align: right; font-size: 95%">Conversación con Nicodemo (III, 5-8)</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="font-weight: bold; text-align: right; text-indent: 0em">Residencia pontificia de Castel Gandolfo, 2006</p> <p>Judith cerró el viejo libro que había traído consigo y, durante unos instantes, sus ojos se detuvieron en el título de la cubierta.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; text-align: center; font-size: 95%">M<style name="versalita">ANUSCRITO DE </style>A<style name="versalita">KKO</style></p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Crónica de Beltrán de Raguenaud,</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Caballero de la orden del Temple y cruzado de San Juan de Acre</p> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Al servicio del rey de Francia y de Su Santidad el Papa,</p> <p style="text-indent: 0em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; text-align: left; font-size: 95%">Noviembre de 1307</p> <p>El manuscrito se lo había enviado el padre Jean-Baptiste Fombert, que se había apresurado a concluir sus minuciosas investigaciones para dilucidar el recorrido exacto de los pergaminos de Longino en el transcurso de los siglos.</p> <p>Ahora el rompecabezas ya estaba completo.</p> <p>Jean-Baptiste había regresado a la Escuela Bíblica de Jerusalén.</p> <p>Judith levantó la mirada, pensando en la larga y caótica marcha de la Historia, mientras paseaba por los jardines de la villa Barberini de Castel Gandolfo. Apretó el libro contra su pecho y sintió con placer la brisa templada que acariciaba suavemente sus cabellos. Aquel lugar era desde hacía siglos la residencia de verano de los papas, a una media hora de Roma. El sumo pontífice pasaba allí uno o dos meses en verano. Todos los miércoles regresaba al Vaticano en helicóptero para la audiencia general.</p> <p>Judith caminaba entre los parterres impecables del parque. El sol recortaba los bosquecillos con sombras suaves; en sus oídos resonaba el murmullo apaciguador y cristalino de una fuente. Pasó al jardín de los espejos, bordeó el bosquecillo de la pequeña Virgen rodeada de cipreses y luego pasó frente a los arbolillos multicolores del vergel. No era raro ver a los miembros de la Secretaría de Estado deambular por Castel Gandolfo. Con Spinelli llegaban todos los veranos algunas monjas de su entorno, y la villa se poblaba con una docena de guardias suizos y policías, aparte de los responsables del mantenimiento del parque y de la granja local. A veces el Papa aprovechaba ese respiro para organizar seminarios y recibir a especialistas de varias disciplinas, ciencias humanas y sociales, filosofía o teología. También solían verse grupos de jóvenes, estudiantes, peregrinos y seminaristas, que se habían acercado a ver al Santo Padre de veraneo. Más allá de aquella villa de unas cincuenta hectáreas, la población de Castel Gandolfo, habitada por unas treinta mil almas, se extendía al suroeste de Roma.</p> <p>Todavía era temprano. El suave ambiente primaveral que rodeaba a Judith no lograba, sin embargo, apaciguarla. Había regresado de Egipto hacía apenas un mes y pensaba en todo lo que había sucedido desde entonces. Habían detenido a los principales científicos del equipo del Sinaí y continuaban interrogándolos. De momento la cuestión del juicio y del posible encarcelamiento de los culpables quedaba en suspenso hasta que se aclarasen los acontecimientos más recientes. Habían vaciado el laboratorio de arriba abajo e intentaban comprender al detalle la metodología utilizada. Pero la información que poseía el Vaticano sobre Axus Mundi y sus descubrimientos científicos seguía siendo muy vaga. En cuanto a Elena y su futuro hijo, los habían repatriado a Italia con la mayor discreción. La madre era objeto de una atención constante. Primero la habían examinado dos médicos del policlínico Gemelli de Roma, propiedad de los obispos italianos, y luego la habían trasladado en secreto a otro hospital, situado en la via Aurelia, a unos cientos de metros del Vaticano.</p> <p>Saint-Charles-de-Nancy era un pequeño complejo privado, propiedad de las monjas de la Inmaculada Concepción, con equipos de última generación y una suite reservada al propio Papa. «La Inmaculada Concepción... —pensó Judith—. No podía ser más apropiado...» Solo los dos médicos de Gemelli a cargo de la Portadora conocían la singularidad de ese niño que nacería unos meses más tarde y por el cual velarían. Habían acompañado a Elena a Saint-Charles-de-Nancy, protegidos por un equipo de seguridad sumamente discreto. Todos aguardaban la decisión del Santo Padre. Se había decartado la posibilidad de que el niño permaneciese ahí, tan cerca del Vaticano, y en la reunión de aquella mañana debían decidir su suerte. Porque, como era natural, una pregunta crucial acosaba a Dino, a Judith y a las pocas personas que estaban al corriente de la situación. Una vez que se encontraran con semejante niño en brazos, Señor..., ¿qué harían con él?</p> <p>Teniendo en cuenta que el Vaticano afirmaba que no se debían contrariar los planes de Dios y que una mujer no debía abortar una vez fecundada, sería muy difícil optar por...eliminar el embrión. Sobre todo ahora que Spinelli ultimaba la redacción de su encíclica <i>Ad vitam aeternam... Y</i> aunque en el Vaticano no todos tenían siempre santos escrúpulos, la vida seguía siendo sagrada... Pero ¿también lo sería aquella? ¿La vida de un clon, y no de un clon cualquiera? ¿O la Iglesia se acogería a unas circunstancias excepcionales para impedir ese nacimiento? Y si lo hacía, además, ¿lo haría con la mayor discreción, ocultándole al mundo el paso que se había dado? Era la única manera de preservar su poder y la tradición, sin duda... pero ¿iba a rechazar los principios que siempre se había impuesto?</p> <p>Le correspondería a Spinelli zanjar la cuestión. De momento se había negado a tomar una decisión precipitada. Y mientras tanto, el embrión crecía. El surco primitivo había aparecido: la vida estaba en marcha.</p> <p>Judith meneó la cabeza, como intentando despertarse de una pesadilla. Echó un vistazo a su reloj y apretó el paso. Debía darse prisa, la reunión no tardaría en empezar.</p> <p>Al alba, el papa Leonardo Spinelli di Rosace había celebrado una misa en la capilla consagrada a la Virgen Negra de Czestochowa, antes de desayunar y enfrascarse de nuevo en sus informes. La entrevista a la que estaba convocada Judith se realizaría en la salita climatizada contigua a su dormitorio. A esta reunión restringida, convocada por el Santo Padre, debían acudir asi mismo monseñor Almedoes, responsable de Asuntos Exteriores, monseñor Acquaviva, director de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y Dino Lorenzo. Dino y Acquaviva ya estaban allí, pero Almedoes había tenido que quedarse en el Vaticano para solucionar los asuntos pendientes y recoger el último informe de los dos médicos al cuidado de la Portadora. A Judith la habían trasladado sola en un helicóptero del ejército del aire. Había aterrizado hacía poco en el helipuerto vecino.</p> <p>Tras doblar el recodo de un paseo de robles verdes, divisó por fin las dos plantas del palacio de Castel Gandolfo, de corte renacentista. En la entrada habían aparcado un Mercedes negro, un BMW gris metalizado y un Toyota blanco. Unos suizos estaban en la terraza, deseosos, sin duda, de empezar el día con un chapuzón en la piscina pontificia, a la que miraban con ojos anhelantes.</p> <p></p> <p>Judith se hizo anunciar y entró enseguida en la villa Barberini.</p> <p>El palacio debía su nombre a una antigua familia romana de la que habían surgido varios papas y cuyos escudos representaban tres abejas fáciles de reconocer. La joven tardó un minuto en atravesar un pasillo de suelo de mármol, inundado de luz, antes de que la guiaran hasta la sala de reunión, decorada con frescos y lienzos.</p> <p>Allí se encontró en presencia de Acquaviva y Dino, ambos sentados en mullidos sillones. A poco distancia de su mesa de despacho y de una consola negra, con el rostro vuelto hacia el ventanal que daba al lago de Albano, se hallaba Clemente XVI. Tocado con el solideo, enfundado en una sotana y una muceta inmaculadas, con una cruz de oro bordada al pecho, el Papa esperaba en silencio, y su alta estatura se recortaba a contraluz delante de las ventanas. Todos la saludaron. Judith se arrodilló ante el Santo Padre para besar el anillo pontificio. Luego llegó el turno de la joya cardenalicia de Acquaviva, rubí brillante sobre un engaste blasonado. El prelado formaba parte de la <i>famiglia pontificia</i>, el entorno cercano del Papa. Si la tendencia liberal del Vaticano la encarnaban instancias como el Consejo para la Cultura o los consejos pontificios, el ala conservadora, muy presente en la poderosa Secretaría de Estado, tenía su máximo representante en la figura del cardenal Michele Acquaviva. Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la eminencia se encargaba de hacer respetar el dogma y la pureza de las costumbres. Esta congregación, vestigio de la antigua Santa Inquisición, bautizada también como Santo Oficio, seguía en el centro de todos los debates y de todas las tormentas.</p> <p>El cardenal, vestido con una sotana púrpura de moaré y una cruz de oro macizo decorada con piedras preciosas alrededor del cuello, saludó a Judith con una sonrisa haciendo gala de ese humor condescendiente típico de los <i>porporati</i>.</p> <p>Invitaron a la joven a tomar asiento.</p> <p>—Parece que el embrión se desarrolla con normalidad —empezó el Santo Padre—. Todo nos hace pensar que el parto se producirá aquí dentro de unos meses... Nos corresponde decidir qué vamos a hacer con ese niño y con su madre.</p> <p>Hubo un largo silencio. Spinelli meditaba contemplando la superficie lisa y brillante del Albano. Sabía que la discusión más improbable suscitada jamás en las altas esferas de la institución católica estaba servida.</p> <p>Acquaviva hizo sonar su voz clara.</p> <p>—Santísimo Padre, yo creo... Yo creo que estamos obligados a tomar una decisión excepcional. He reflexionado mucho sobre esto. Creo que no tenemos alternativa. El problema no es solo que carecemos de un precedente histórico. Estamos ante un acontecimiento único.</p> <p>Buscó las palabras.</p> <p>—¿Hemos valorado en su justa medida lo que se está produciendo? ¡Es una revolución, santidad! La mayor de la historia de la humanidad. Una ruptura fundamental. Por primera vez, unas criaturas han asumido la función del Creador y se han arrogado el derecho de ser Dios... Nuestra especie se convierte de pronto en su propio origen. Y al mismo tiempo lo transforma, organiza su propia mutación. Esto puede arruinar la filosofía y la teología actuales hasta en su esencia, Santísimo Padre. Yo no lo ignoro, y usted tampoco. Nadie en esta habitación. Pero ahora estamos atrapados.</p> <p>El cardenal se levantó. Asomaron entonces, entre los pliegues de su sotana, cuatro libros que había traído consigo y que nadie había visto hasta ese momento. Acquaviva alzó la mirada hacia Spinelli y, acercándose a la mesa del despacho, atrajo hacia sí una pequeña papelera.</p> <p>—Empecemos... por los profanos —dijo con una sonrisa cuya afectación habitual ensombrecía hoy un tinte de amargura.</p> <p>Mostró a los presentes, uno a uno, la cubierta del primer libro.</p> <p>—Hegel —dijo—. <i>La fenomenología del espíritu</i>.</p> <p>Aguardó un segundo, luego soltó el libro, que cayó en la papelera como en un pozo, con un ruido sordo que retumbó en los oídos de los presentes.</p> <p>—Kant. La <i>Crítica de la razón pura</i> y la <i>Crítica de la razón práctica</i>.</p> <p>Soltó el libro.</p> <p>—La <i>Ética</i> de Spinoza. —Hizo lo mismo que con el anterior—. Podría haber traído más. Muchos más. Platón y Aristóteles, santo Tomás y san Agustín, Pascal y Teilhard de Chardin...</p> <p>Para terminar enseñó la cubierta del último libro.</p> <p>—La Biblia —dijo—. Las Escrituras.</p> <p>Miró al Papa fijamente a los ojos.</p> <p>—¿Debo tirarlo también?</p> <p>El libro quedó unos segundos suspendido en el aire... Luego el cardenal lo ocultó en la amplia manga de su sotana.</p> <p>—Lo que quiero decir, Leonardo, es que desde el momento en que nazca ese niño, todo el esfuerzo del pensamiento, desde la aparición de la conciencia, se volverá caduco. El hombre creado a imagen de Dios... El clon creado a imagen del hombre... A partir del día en que el hombre haya sido capaz de crearse a sí mismo, será necesario replantear su ontología. La brecha se abrirá. La humanidad, tal como la conocemos, se convertirá lentamente en una especie en vía de extinción. Todas las filosofías, empezando por la nuestra, la filosofía cristiana, se volverán insignificantes. La generación que nazca no las aplicará. Ese será nuestro nuevo panorama. Axus Mundi nos ha arrastrado por el camino de un precedente abominable. ¡Y menudo precedente! ¿La encarnación de Dios en la tierra? ¿El rostro de Dios en nosotros... tratado así, como una máscara de carnaval?</p> <p>Su rostro enrojecía a medida que la excitación se apoderaba de él.</p> <p>—Es el equilibrio de la especie humana lo que está en juego. El mundo de los clones, Leonardo... se lo voy a describir: es un mundo en el que cualquier mujer puede abrir la tumba de su abuela y, a partir de uno de sus cabellos, recuperar su patrimonio genético para inseminarse y quedarse embarazada, por tanto, de su abuelo. Un mundo en el que será posible resucitar a un marido cuya pérdida se hace insoportable, o a un niño que no ha sobrevivido a una enfermedad. Lo que es más: ¡las mujeres podrán inseminarse una réplica de sí mismas para sobrevivirse! Y aunque, biológicamente, genéticamente, la copia no sea del todo exacta, aunque el alma y el cuerpo no tengan nada que ver, siempre habrá quien se lo crea... ¡Los psicoanalistas y los médicos del alma tendrán mucho trabajo! Y todo en nombre del dulce sueño de la inmortalidad, Santísimo Padre... Para conjurar la angustia de la muerte. Las parejas podrán escoger las características de su futura descendencia hasta en los menores detalles para concebir al niño ideal, un niño a salvo de todo... ¡A esto nos llevará nuestra crisis de civilización, de identidad, y el esoterismo científico mal digerido! ¿Parece ciencia ficción? Tal vez no lo sea, a partir de hoy. Todos tenemos presentes mitos como el del Golemo Frankenstein. Esos relatos eran advertencias, santidad. ¡Ahora son una realidad! Vamos a enfrentarnos a problemas de identidad, de esquizofrenia, hasta ahora insospechados. Este asunto puede conducirnos al peor de los naufragios.</p> <p>Sin aliento, Acquaviva se interrumpió un instante y se pasó un dedo por los labios. Su rubí destelló.</p> <p>—Los autores de ciencia ficción se han interrogado a menudo acerca de la relación entre el hombre y la máquina y, aunque en menor medida, también sobre este Apocalipsis interior de la clonación de un ser humano. Los grandes descubrimientos, la imprenta, la bomba atómica, la informática... todo eso quedará arrumbado en la galería de las antiguallas. ¿Cómo vamos a responder a semejante panorama? ¿Será necesario rescribir los textos sagrados? ¿Un <i>Evangelius clonus</i>? Eso serían nimiedades en comparación con la bomba que nos ha dejado Axus Mundi. De seguir adelante, el ser humano cambiará su naturaleza. Y un mundo así, Leonardo... Un mundo así yo no lo quiero.</p> <p>Hizo una pausa y luego juntó las manos.</p> <p>—Pero también tendremos nuestra parte de responsabilidad, a partir de ahora. Somos cómplices, por mucho que nos pese, de esta ruptura... ¡epistemológica! Un niño está a punto de nacer. Una nueva Natividad... ¡producto de una tremenda superchería! Y, sin embargo, ese niño estará aquí, ¡y puede cambiar la faz del mundo! ¿Adónde vamos a conducir a nuestros semejantes? Bastaría con una vez, Santísimo Padre. Una sola vez. Y lo que es peor: no solo nacería el clon de un ser humano, ¡sino que sería un clon de Cristo! ¿Será una casualidad? Cristo está en el origen de la noción misma de dignidad humana. Es su emblema y su piedra angular, histórica y culturalmente. Los iluminados de Axus Mundi pensaban que su clon sería el nuevo Mesías. ¿Estamos ya en un camino sin retorno? No podremos evitar que el origen de ese niño acabe por conocerse. Y eso es lo que me preocupa... Porque, a partir de ese día, podemos dejar de existir. La Iglesia puede morir. Perder su poder. Y con él, sus dos mil años de Historia. La civilización no sobreviviría.</p> <p>Volvió a callarse. Dino y Judith escuchaban sin atreverse a pronunciar palabra. A poca distancia, Spinelli miraba la mesa de su despacho con las primeras hojas de su encíclica: <i>Ad vitam aeternam</i>.</p> <p>Se volvió lentamente.</p> <p>—¿Y qué propone, eminencia?</p> <p>Spinelli sacudió la cabeza. Un silencio tenso invadió la habitación. El Santo Padre prosiguió:</p> <p>—Practicar un aborto al mes del embarazo sería la solución para todos, ¿es eso lo que quiere decir?</p> <p>Acquaviva se quedó petrificado, con un mohín en los labios. Parecía apurado. Su voz bajó un tono.</p> <p>—Eso... eso no es lo que he dicho. Sabe quién soy y cuál es mi posición aquí. No digo que debamos impedir que ese niño nazca. Me limito a exponer las consecuencias de su nacimiento. Y de lo que nos espera...objetivamente.</p> <p>Se inclinó.</p> <p>—A ese niño... ¿qué podremos ofrecerle, Leonardo? Si su existencia se da a conocer, su único derecho será que lo exhiban como un animal curioso. ¡Será pasto del mundo entero, presa de todos los delirios, de todas las aberraciones! Los políticos lo manipularán, los publicitarios lo utilizarán para vender pastillas de jabón, la Iglesia será ridiculizada, el mensaje evangélico se hundirá en una agonía incandescente. Y él, él... ¿cómo se construirá? ¿Qué pensará de sí mismo? ¿Conseguirá simplemente comprenderse, solo como estará, tan desesperadamente solo en el mundo? No tenemos ni la menor idea de cómo evolucionará. Imaginemos por un segundo que posee en verdad facultades... especiales. O sobrenaturales. Imaginemos que las Escrituras se repiten al pie de la letra... y que ese ser humano, ese ser vivo, aunque clonado, posee algo que nos supera. Al fin y al cabo lleva ese famoso alelo desconocido, la pretendida firma del Espíritu Santo. Ese imposible gen del alma. Si de verdad lleva a cabo la Encarnación renovada, mediante esta desviación obra de brujos, fruto de la tecnología... ¿qué pasará? Si de verdad lleva la marca de la ascendencia divina... ¿creen en serio que ese niño será la salvación del hombre?</p> <p>Acquaviva levantó los brazos.</p> <p>—¿Es esto el anuncio del fin de los tiempos, imaginado por todas las religiones desde los albores de la poesía humana, desde el principio de la contemplación inquieta de los misterios de la vida? ¿Habrá que entrar en ese juego absurdo? Y entonces, ¿quién nos dice que ese niño no será, más bien, el mensajero de la ruina? ¡Menuda broma! Pienso ahora en Abraham, de pie en ese lugar de Jerusalén venerado por los tres monoteísmos que hoy llaman la Cúpula de la Roca. Me viene a la mente ese pasaje de la Biblia en el que Dios, para poner su fe a prueba, le pide que sacrifique a su hijo. Pues bien, Leonardo, en estas circunstancias, podría defender el sacrificio. ¡Una vida a cambio de un universo!</p> <p>Paseaba arriba y abajo.</p> <p>—Estamos obligados a elegir entre dos Apocalipsis... ¡y me niego a elegir!</p> <p>Spinelli observó su agitación y le dedicó una mirada apaciguadora. Luego habló por fin.</p> <p>—Michele... ¿Se trata de proteger nuestro poder, el poder de la Iglesia? ¿Se trata realmente de eso... o de ser, simple y llanamente, fiel al mensaje de Cristo?</p> <p>Alzó los ojos hacia el cardenal, pero se dirigía también a Dino y a Judith, sentados enfrente.</p> <p>—¿Cuál es el principio que debe guiarnos hoy?</p> <p>Dio unos pasos, apartándose de la ventana, y volvió a mirarlos.</p> <p>—No he dejado de rezar —dijo—. No he dejado de creer y de esperar. Hemos cometido muchos errores, que Dios nos perdone... ¿Nos han puesto en tela de juicio? Tanto mejor. Eso no deja de recordarnos nuestras responsabilidades. Eso nos obliga a que recordemos la Historia, a mirarnos siempre en su espejo. La tentación del dogmatismo ciego es una realidad, tanto en nuestras filas como en todas las religiones, y diría incluso que en todas las formas de pensamiento. Pero eso no impide que nuestro mensaje haya sido siempre el de contribuir... a la creación de un mundo mejor. Ese es nuestro proyecto, Acquaviva. Les hemos dicho a los pobres y a los afligidos que merecían vivir, que también ellos eran amados, y que un día ellos serían los primeros entre nosotros y no los marginados. Hemos intentado dar ánimos a los moribundos en su lecho de muerte. Con cada nacimiento hemos celebrado el milagro de la vida, como el de una flor. Los derechos humanos se han levantado sobre los cimientos de un mensaje universal que siempre hemos querido poner en práctica. El cinismo puede vengarse en cualquier momento de nosotros, somos una presa fácil; pero nunca podrá lograr lo que logran las creencias. Arriesgarse a tener fe, sea esta cual sea, también forma parte de nuestra condición humana.</p> <p>Se interrumpió para observarlos.</p> <p>—Nuestra condición humana. ¿No es ese el quid de la cuestión? ¿Cuál es el principio que debe guiarnos hoy?</p> <p>Bajó la barbilla, con la mirada perdida en los motivos entrelazados de la suntuosa alfombra que pisaba.</p> <p>A Judith le sorprendió la extraña calma que emanaba de su persona.</p> <p>—Lo que debe guiarnos, Acquaviva... es el mensaje de Cristo. Le pregunto: ¿qué habría hecho Él en nuestro lugar? Esa es la única y la gran pregunta que cuenta de verdad. Es inútil rehacer la historia de lo que nos ha traído hasta aquí. Ayer podríamos haber criticado la necesidad de hacer esto o aquello. Hoy estamos ante un hecho consumado. El mal ya está hecho. Como usted dice, Axus Mundi quería ponernos entre la espada y la pared: escoger entre la vida de un niño y la de un universo... Pero usted se niega a dejarse atrapar por esa elección imposible. Y tiene razón. Yo prefiero que este niño venga al mundo. Quizá no debiera. Asumo la responsabilidad.</p> <p>Juntó las manos.</p> <p>—El niño que va a nacer puede parecernos el producto de nuestra propia monstruosidad, una excrecencia de nuestro lado oscuro... Nuestro Anticristo. Puede parecernos una vulgar cobaya, un puro experimento. Una copia del ser humano. No hace tanto habría sido una criatura de feria, es cierto, una de esas «aberraciones de la naturaleza», espejo donde se reflejan los miedos de la humanidad. ¿Cuál sería la actitud de Cristo ante esto, Acquaviva? ¿Acaso diría Él: «No, tú no eres de este mundo, tú eres el fruto de la locura de los hombres, y por tanto no tienes derecho a la vida»? Claro que no. ¿No es esa la actitud que ha dado pábulo a las peores atrocidades del siglo XX? Nos enfrentamos a una cuestión trascendental. ¿Este niño será un niño como los demás? La respuesta, claro está, es no, y estoy de acuerdo... Es un clon. Y un clon de Cristo, o eso suponemos. Pero esa cuestión esconde otra, mucho más sencilla. ¿este niño será...un niño?</p> <p>Se volvió otra vez hacia el lago.</p> <p>—¿Somos capaces de afirmar que un clon...no es un ser humano?</p> <p>A lo lejos, sobre la superficie del Albano, la espiga de un velero blanco se mecía al viento.</p> <p>—Para mí la respuesta es... Sí, sí lo es. Usted habla de la historia de Abraham... ¡Pero acuérdese del desenlace, eminencia! Dios detiene su gesto. ¡No permite que ese niño perezca! Una vez hecha la inseminación, nuestra suerte está echada. No hace falta decir que no reconocemos la clonación como una capacidad que nos es dada para concebir a otros seres humanos. Al menos no como un derecho, lo que es fundamental, y no cambiaremos nuestra posición al respecto. Pero ha sucedido. Ahora eso ya no es discutible: ha sucedido. En estos momentos, pues, entre la vida y la muerte... escojo la vida, eminencia.</p> <p>Nadie dijo nada. Al cabo de un largo minuto, Acquaviva respondió:</p> <p>—Lo sé. Pero pienso que, al menos al principio, habrá que mantener a ese niño en el anonimato. Apartarlo del mundo. Ocultar su nacimiento y después su existencia...hasta que comprenda qué es.</p> <p>—Quién es —rectificó Spinelli.</p> <p>El Papa se calló durante unos segundos antes de continuar:</p> <p>—Tiene usted razón en dos puntos, eminencia. En primer lugar, hay gran riesgo de que la información se filtre más allá de nuestras paredes y sirva de pasto al mundo. A partir de ese día, la vida de ese niño será un infierno. Y estaremos en peligro. La tentación de criarlo en secreto y permanecer callados como tumbas es enorme. En este preciso momento solo cinco personas están al corriente de su existencia, aparte de nosotros. Monseñor Almedoes, los dos médicos de Saint-Charles-de-Nancy, el padre Fombert de la Escuela Bíblica y el monje Yoris de Santa Catalina. Los Estados que han participado en la operación del Sinaí ignoran qué ha pasado exactamente. Los profesores de Axus Mundi están encarcelados; digámosles que el embrión no era viable. Tendrán que mantener la boca cerrada y nosotros nos esforzaremos por que así sea. A falta de pruebas, nos resultará fácil que los tomen por lo que son: blasfemadores fanáticos. Ridiculicemos la información, si es que llega a difundirse. Construyamos escenarios de respuesta claros en caso de peligro. Tengamos a mano algunos artículos para la prensa. Activemos el <i>Osservatore</i> y nuestra radio para controlar los posibles rumores. En este punto debemos ser pragmáticos e inflexibles. Por la vida del niño y por la Iglesia.</p> <p>Hizo una pausa y prosiguió:</p> <p>—En segundo lugar... No sabemos de qué manera evolucionará el niño, es cierto. Razón de más para ocuparnos de él directamente. El seguimiento médico debe continuar. Tendremos que garantizarle un desarrollo lo más normal posible y estar cerca de él, pase lo que pase, presente o no... particularidades. Sobre todo si las presenta.</p> <p>Dino no aguantaba más tiempo quieto en su sitio. Desde hacía un rato se revolvía en la butaca, intentando tomar la palabra.</p> <p>—Perdóneme, Leonardo —dijo de pronto—, pero...concretamente, ¿dónde va a crecer? ¿Entre nuestras paredes? ¿En el Vaticano, en el recinto del palacio? ¿Aquí, en Castel Gandolfo? Usted me dirá que sobran instituciones caritativas y monasterios. Pero ¿cree que nos servirán de protección, de cobijo? ¿Y cree realmente que eso le beneficiará? ¿Nos beneficiará? Veamos, ¿cuánto tiempo podría durar eso?</p> <p>Spinelli vaciló. Bajó la cabeza, cerró los ojos.</p> <p>—El tiempo que haga falta, Dino. El tiempo que necesite para comprender. Y que necesitemos nosotros... para ver cómo se lo explicamos. Explicarle lo que el hombre ha hecho con él. Después será dueño de su destino, como todos y cada uno de nosotros.</p> <p>—¡Todos y cada uno de nosotros! ¡Estamos hablando del destino de un nuevo Mesías...o de su simulacro!</p> <p>—El destino de un ser humano que, sin duda, no será ni superior ni inferior a los demás. Diferente... pero un ser humano. Vamos, Dino, no tenga miedo. ¿No lo ha entendido? Solo hay, solo habrá siempre un único Jesucristo. ¿La clonación de Cristo? Es una farsa, una superchería. Una mentira. Una mentira espiritual y una aberración científica. Pero, por vericuetos inesperados, esta mentira se ha cobrado una víctima: ese niño. Lo que nos ha cogido desprevenidos es el curso del mundo, la rapidez de los acontecimientos. Aunque su proyecto de recrear a no sé qué Mesías era vano, el poder que han tenido... ese poder, Dino, es otra cosa. Tenemos en nuestras manos el fuego del cielo. También es un aplazamiento de nuestro libre albedrío. ¿En qué vamos a emplear nuestra inteligencia...qué uso le daremos? La tentación de ceder a los embustes es grande y, claro, Ernst Heinrich contaba con esta locura. Sabe que el mundo está preparado. La habilidad del virus radica en aprovechar los puntos débiles de su anfitrión para minarlos aún más. Ahora el mal está hecho, pues no hemos sido lo bastante atentos, y debemos asumir nuestra función sin equivocarnos, teniendo en cuenta estas tortuosas circunstancias.</p> <p>El Papa se interrumpió y los miró a todos un momento, cruzando las manos.</p> <p>—Pero miren: hasta el deseo mesiánico es una trampa... Ni siquiera en el supuesto de que consiguiésemos clonarnos los unos a los otros, en lugar de amarnos, eso no bastaría para destruir a Dios... tan solo acentuaría la eterna vanidad del hombre y la vacuidad de ese tipo de proyectos. No cambiaría nada el hecho de que, en Su visión creadora, cada ser es único. Aunque fuera perfecto, el niño recién nacido no sería Cristo. Ni siquiera una copia ni un pálido sucedáneo. Sino un bebé, inocente, y víctima de la absoluta y trágica sandez de sus padres. Se lo ruego, Dino: no tenga miedo. Hará falta más, mucho más. Pero una cosa es cierta. Es hora de recordarle al mundo la necesidad de sentido crítico para desconfiar de los charlatanes. Los iluminados pueden empezar a difundir cualquier cosa... incluso que Nuestro Señor Jesucristo ha regresado en forma de recién nacido por obra de la genética. Y nosotros solo podremos contar con un arma: la inteligencia despierta de nuestros contemporáneos. Y, sobre todo, con su corazón. Ese es nuestro postulado, Dino. Ese es nuestro reto y el sentido de esta aventura.</p> <p>—Quedarnos con el niño... ¡implicará años!</p> <p>—Por esa razón no había pensado exactamente en... aislarlo.</p> <p>Volvió a mirarlos.</p> <p>—Al menos... no como ustedes imaginan. Pero estamos de acuerdo en un punto: ante circunstancias extremas, soluciones extremas.</p> <p>Todos se callaron. «Señor... ¡estoy soñando! ¡Esto no puede ser real!», se decía Dino.</p> <p>Cruzó una mirada con Acquaviva. Judith no se atrevía a decir nada.</p> <p>—¿En qué ha pensado? —preguntó Dino—. Me gustaría saberlo.</p> <p>Clemente XVI se volvió hacia él.</p> <p>—¿No ha sido el mundo el que nos ha dado a ese niño...? Propongo... —respiró hondo antes de terminar la frase—: ... devolverlo al mundo.</p> <p>Dino parpadeó. Acquaviva hizo una mueca.</p> <p>Judith se echó hacia atrás en su sillón.</p> <p>—¿Qué quiere decir? —preguntó ella.</p> <p>—No sabemos quién será, ¿verdad? Ni en qué se convertirá. Pues bien, tratémoslo como a un niño normal, un niño como los demás. No sea... demasiado inmovilista, Acquaviva. Hay que... trivializarlo, soltarlo entre la multitud. Hacerlo invisible. Si lo cobijásemos entre nuestras paredes nos arriesgaríamos a llamar la atención. Este problema es muy delicado. ¡Imagínense al niño corriendo por nuestros jardines o en el patio de un convento! Si permanece entre nosotros, confirmaremos para siempre la tesis de nuestra conspiración universal. De nuestro complot multisecular. Seamos humanos, creamos en nuestro mensaje y, en el peor de los casos, habremos estado lo más cerca posible del corazón y de la justicia. Habremos seguido el único camino válido: el de la sinceridad y el amor. Hay que ofrecerle el anonimato. Soltarlo, pues, mezclarlo al azar entre los hombres. Le vigilaremos, como es natural. Pero le daremos las mejores posibilidades de ser... la persona que ha de ser.</p> <p>—Pero... ¡necesita un tutor, un padre, una madre! —exclamó Dino—. ¿Qué será de la Portadora?</p> <p>—Ni nos planteamos que dé a luz en Saint-Charles. Nos encargaremos de que dé a luz en uno de nuestros monasterios, lejos de aquí. Organizaremos el traslado hoy mismo. Tampoco es posible que Elena se ocupe directamente del niño una vez que haya nacido. Era una adepta de Axus Mundi, no lo olvidemos. ¿Sabía ella realmente lo que hacía? Todo apunta a que sí. Por lo visto, también había recibido una suculenta retribución a cambio de someterse a este experimento. No era «más que» la madre portadora, si puedo permitirme la expresión. Sin duda estaba previsto que después cediera el niño a los científicos. No sé lo que Axus Mundi habría hecho con ella. Pero ahora podría ser incontrolable. Quizá le permitamos ver al bebé, no digo que no. Tendré que entrevistarme con ella, sondear su corazón, su alma. Pero la alejaremos al menos por un tiempo. A ella sí que la incomunicaremos en el claustro de un monasterio. Sola. Para que calle. El silencio le hará mucho bien.</p> <p>—Pero... Santísimo Padre, ¿está seguro de que...?</p> <p>Los mofletes de Dino se bamboleaban mientras daba rienda a sus exclamaciones interrumpidas.</p> <p>—Sí. Pero usted también tiene razón en un punto, Dino. El niño necesitará a alguien que vele por él. Alguien que pueda garantizar su educación.</p> <p>—Y darle el amor que merece.</p> <p>—Alguien con corazón...</p> <p>—Pero ¿quién?</p> <p>Leonardo Spinelli di Rosace, Clemente XVI, Dino Lorenzo, director de las Colecciones del Vaticano, y Michele Acquaviva, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, se rindieron simultáneamente a la evidencia.</p> <p>Todos a una volvieron la cabeza en la misma dirección.</p> <p>Judith sintió que el cielo se desmoronaba sobre ella.</p> <p>Pálida e incapaz de proferir el menor sonido, buscaba las palabras que no encontraba. Petrificada, boquiabierta, se limitó a apuntar hacia su corazón con un dedo incrédulo, y farfulló:</p> <p>—¿¿¿Yo???</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Capítulo 10</p> </h3> <p style="text-indent: 0em; margin-left: 10%; text-align: left; font-size: 95%">Ocurrió en aquellos tiempos que apareció un edicto del emperador Augusto, que obligaba al censo de todo el mundo. Este primer censo se hizo cuando mandaba Cirinio en Siria. Y fueron todos a inscribirse, cada cual en su ciudad.</p> <p style="font-weight: bold; text-indent: 0em; margin-right: 5%; margin-top: 1.5em; text-align: right; font-size: 95%">Evangelio de san Lucas (II, 1-3)</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <p style="margin-top: 15%"/> <p style="font-weight: bold; text-align: right; text-indent: 0em">Monasterio de las Hermanas Silenciosas de Belén, 2007</p> <p style="font-weight: bold; text-align: right; text-indent: 0em">Refugio atómico del Vaticano, 2007</p> <p style="font-weight: bold; text-align: right; text-indent: 0em">Isla de Santorini, 2007</p> <p>Habían recibido las primeras ecografías unas semanas después de aquel encuentro.</p> <p>Él llegó el 23 de enero de 2007, poco después de la Navidad y la Epifanía.</p> <p>Las campanas sonaban bajo un cielo frío, atravesado por el vaivén de las nubes.</p> <p>En la intimidad del lejano monasterio, las horas canónicas se sucedían y la Portadora se preparaba para dar a luz. A la prima, sintió que aumentaban las contracciones. A la tercia, las sigilosas hermanas interrumpieron su oficio y le prepararon la cama para el parto. Una cama blanca y azul, con sábanas recién lavadas, impecables. A la sexta, Judith llegó al recinto del convento. A la nona, ambas se encontraron. Las pequeñas manos de la adolescente se aferraban a la joven. En la habitación del convento reservada para el parto flotaba el perfume de los inciensos. A las vísperas, Elena rompió aguas. En un panel luminoso estaban prendidas las últimas ecografías. Los dos médicos que habían atendido a la Portadora desde el policlínico Gemelli de Roma hasta Saint-Charles-de-Nancy, con las monjas de la Inmaculada Concepción también presentes. El embrión se había desarrollado sin problemas. Una cámara y aparatos médicos vigilaban día y noche el estado de salud de la madre; en aquel rincón del convento, las instalaciones de alta tecnología preparadas para la llegada del niño contrastaban con la antigüedad inmemorial de la piedra, componiendo un cuadro de lo más extraño. Los ojos de los focos luminosos se inclinaron sobre Elena, al acecho del parto inminente.</p> <p>Judith se retiró unos pasos y las monjas rodearon a la Portadora. No podía evitar pensar en el célebre pasaje de san Lucas... pero este nuevo belén era de lo más peculiar. En torno a la cama habían colocado ramos de flores, que destacaban sobre el tono gris de la piedra. Nubes de incienso se elevaban en delicadas espirales y en el centro de la sala se cruzaban dos rayos de luz que penetraban a través de dos anchas ventanas ojivales. Una vidriera multicolor mostraba un san Benito decapitado, con la cabeza entre las manos.</p> <p>La Portadora gimió. Comenzaron los dolores. Le cogieron la mano y le murmuraron palabras tranquilizadoras. Una hermana le secó el sudor de la frente, a la que se pegaban sus mechones de pelo.</p> <p>Judith tenía la garganta seca. Estaba en la sala contigua. Con el rostro recortado por la sombra, las manos sobre una balaustrada, asistía a la escena, apoyada sobre una balaustrada, y con el rostro recortado por la sombra. A su alrededor, dos partes del edificio se unían formando un claustro sostenido por esbeltas columnas. Oía el murmullo, muy cercano, de una fuente. Una monja vestida de negro se inclinaba entre las piernas de Elena. El alumbramiento era inminente. Todos esperaban que de un momento a otro asomase, al salir del útero, la cabeza del recién nacido. Parecía que se presentaba bien. Mientras transcurrían los segundos, los pensamientos de Judith oscilaban, casi de forma involuntaria, entre dos visiones de las que le costaba deshacerse.</p> <p>En una, el niño nacía como un príncipe aureolado de luz, deslumbrante de perfección, irradiando esa aura procedente de otra parte que tal vez lo convertiría en una nueva esperanza, en el portador de la Lanza que salvaría el mundo: el Mesías resucitado de los tiempos antiguos, que con la llegada de los días finales obraría milagros por el bien de la humanidad. Una segunda visión lo transformaba un instante después en el Mesías de las tinieblas, en una criatura monstruosa y deforme. Aunque las ecografías no habían detectado hasta entonces ninguna tara congénita, Judith temía de pronto ver aparecer una especie de insecto de boca torcida, un ser con miembros desproporcionados clamando ya su cólera y su desamparo por la vida que le habían preparado. ¿No sería... un «mutante», el primero de su generación, el primer clon humano? La mente de Judith mostraba así, no su desconcierto, sino hasta qué punto era víctima de sus propios arquetipos, y transportaba a la joven a un escenario de quimeras, matizadas ora de gracia, ora de dolor.</p> <p>Al fin Elena soltó un grito y llegó el momento del alumbramiento.</p> <p>Judith dio un paso a un lado, se puso de puntillas.</p> <p>Lo vio.</p> <p>El bebé, ensangrentado, también gritó. Y tras el grito primario, se echó a llorar. Judith adivinó que las monjas estaban cortando el cordón umbilical. Una de las hermanas lo envolvió, sonriendo, y le presentó despacio el recién nacido a su madre.</p> <p>Judith también lo miraba. Habían llamado a completas.</p> <p>Se tambaleó y tuvo que agarrarse a la balaustrada. «Dios mío, ¡yo! ¿Qué puedo enseñarle yo?»</p> <p>Notó cómo se le formaba un enorme nudo en la garganta.</p> <p>Pronto rodearon al niño por todas partes. Los médicos del Gemelli lo auscultaban, comprobaban sus funciones vitales, motoras, lo examinaban desde todos los ángulos. Lo sometieron muy deprisa a nuevas pruebas, nuevas muestras, análisis de sangre y de orina. El Vaticano sería informado del menor detalle, de cualquier evaluación relativa a su porvenir. Los doctores y las buenas hermanas sonreían con aire triunfal mientras se repetían de común acuerdo: «Está sano, está perfectamente sano, ¡es un bebé precioso! Todo va bien...». ¡Un milagro, era un milagro! El milagro del nacimiento de la vida... ¡pero en qué condiciones! El bebé que Judith tenía ante los ojos no era ni un ángel ni una bestia, no era más que un recién nacido anónimo, como tantos otros, parecido a todos los demás. A primera vista, y en esta fase de su crecimiento al menos, no parecía presentar ninguna anomalía destacada. Pero un día, en un futuro próximo o lejano... ¿se mostraría diferente? ¿En qué medida? ¿Sería más dotado, más fuerte que los demás? ¿O quizá más frágil?</p> <p>Habría que educarlo, claro...enseñarle a distinguir el bien del mal... y si Judith no era ni su madre ni la portadora, al menos sería su tutora, su gobernanta, ¡su madrina! Ahí estaría ella, como Isabel otrora, que recibió a su prima María en su casa de Aín Karim. Como un hada inclinada sobre esta cuna imposible, debía encargarse a priori de evitar los errores del destino. «¿No querías un hijo? —pensó—. ¡Lo tienes! ¿No querías amor? ¡Podrás recibirlo... y darlo!» Sí, aquel nacimiento era una blasfemia y un escándalo a los ojos del mundo, porque, hablando claro, nunca debería haberse producido. Pero Judith tenía que escoger entre amar o repudiar a ese ser del que a partir de entonces iba a ser responsable, ella, que asumía esa misión por el bien de la causa. Sin darse cuenta apoyó una mano en su vientre. En ese instante Elena alzó los ojos y las dos mujeres cruzaron una mirada. Una lágrima rodó por la mejilla de Judith, que no supo si era una lágrima de alegría, de desconcierto...o de simple alivio.</p> <p>Algún día tendría que encontrar las palabras para contarle el secreto de su nacimiento y despejar la sombra de su existencia. Lo que ese niño fuera en el futuro no dependería ni de los astros ni de las circunstancias de su nacimiento, sino de su educación, y Judith en el fondo lo sabía. Porque cada ser era singular, único, misterioso. Su vida bailaría sobre el filo de la Lanza del Destino, tal era la analogía que le venía a la cabeza. Le parecía que su bebé condensaba en cierto modo el destino de la humanidad. Ella debería enseñarle a ese niño ahora frágil a no caerse, a esforzarse en ser justo y mantener la dignidad. Se imaginaba de pronto hablándole, transmitiéndole, enseñándole. Mimándole. Dándole la felicidad que merecía, pese a su origen. Sí, le enseñaría... Y se sintió invadida por una irreprimible ola de emoción. Se juró que lo ayudaría a elegir correctamente. Se hizo a sí misma esa promesa.</p> <p>Entonces reparó en que aún no tenía nombre. El niño sin nombre... Nadie se había preocupado hasta el momento de ponerle uno. Habría que...bautizarlo, sí... Pero ¿cómo?</p> <p>Para cuando dieron laudes, le entregaron al recién nacido envuelto en su mantilla. Las dos mujeres se separaron, cada una intentando olvidar su aflicción.</p> <p>Judith se fue como una sombra, flanqueada por dos monjas, algunos médicos y una escolta que el Vaticano había dispuesto para la ocasión. Anselmo también la esperaba fuera. Los primeros días instalarían al niño con la mayor comodidad en una clínica privada, donde gozaría de todos los cuidados y atenciones necesarios, hasta que finalizasen los exámenes de salud iniciales. No había tiempo que perder. El vehículo médico que los esperaba estaba equipado a la última y el trayecto que los conduciría lejos de allí estaba abalizado. Y después...</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Unos arbustos de flores cerradas que parecían esperar la primavera rodeaban los elegantes y discretos pasillos del claustro. Un pequeño banco reposaba bajo un árbol, y unos cipreses enanos de formaciones geométricas le daban el último toque bucólico al conjunto. Sentada en el borde de una fuente, oculta a las miradas, estaba la Portadora, abrigada. Acariciaba a un niño imaginario.</p> <p style="text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; margin-left: 5%; margin-right: 5%; text-align: justify; font-size: 95%">No temáis: mirad que os anuncio una gran alegría, que será para todo el pueblo: os ha nacido hoy un Salvador, el que es Cristo Señor, en la ciudad de David. Y tendréis esta señal: encontraréis al niño envuelto en paños y puesto en un pesebre. Y de pronto apareció, junto con el ángel, un gran ejército celestial que alababa a Dios diciendo: Gloria en lo más alto a Dios y en la tierra paz entre los hombres de su complacencia.</p> <p>Su mirada se perdió en el vacío. Estaba pálida y temblaba.</p> <p>«¿Qué he hecho? —se repetía—. ¿Qué he hecho?»</p> <p>Y en el silencio del convento de las monjas de Belén, la adolescente rompió a llorar.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>La construcción del aposento subterráneo acondicionado bajo el palacio de la Biblioteca Apostólica, al sur de los Museos Vaticanos, databa del papado de Pablo VI. Era la época de la guerra fría, y la CIA había recomendado encarecidamente al Papa que mandara edificar en el subsuelo un refugio atómico, por si estallaba un conflicto nuclear; las precauciones nunca estaban de más. Dino Lorenzo se encontraba ahora ahí. Como el refugio había quedado abandonado, se decidió guardar en él algunas piezas maestras de las legendarias colecciones vaticanas. En medio de los recuerdos más increíbles había mandado colocar la Lanza del Destino. En esos momentos la miraba, en su expositor de terciopelo, dentro del relicario cubierto de oro y piedras preciosas. Solo un cristal de plexiglás dejaba entrever su punta.</p> <p>Se les había pasado por la cabeza destruirla. Destruirla para siempre. Finalmente, decidieron conservarla allí, en los sótanos, en el interior de aquel santuario, producto de un tiempo en el que se temió otra forma de Apocalipsis. El refugio también recordaba a una capilla, pero esta vez el instrumento, tan bendito como maldito, no corría el riesgo de salir a la superficie. Dino estaba de pie, con las manos cogidas sobre su sotana, al lado de Pietro, su secretario particular. Suspiró al recordar cómo había empezado todo. La sepultura del cruzado de Akko y los pergaminos... esos pergaminos que nunca debería de haber exhumado. «No siempre hay que intentar contrariar la Historia —pensaba—. Si la dejamos en manos malvadas, puede volverse contra nosotros...» La imagen de Enrico Josi, el director del Instituto de Arqueología asesinado en Megido, le vino a la mente. Sacudió la cabeza. Él y Pietro miraron la Lanza durante largo rato... Luego, lentamente, se dirigieron hacia la salida.</p> <p>Dino hizo una seña a los guardias, que apretaron un botón y, con un suspiro, la pesada puerta metálica de la esclusa, enorme y brillante, empezó a cerrarse. Dino y su secretario se volvieron una vez más. Permanecieron en el umbral mientras la esclusa terminaba de cerrarse, como para captar un último rayo, una última visión furtiva de la Lanza. Descansaría así en su relicario sagrado, caja de Pandora atravesada por luces enigmáticas.</p> <p>—Esperemos que esta vez sea la definitiva —dijo Pietro.</p> <p>Dino asintió. Era hora de acabar con aquel asunto de una vez. De acabar, sobre todo, con la omnipotencia, la mentira y las obsesiones de toda índole.</p> <p>—Ah, Pietro... He reflexionado mucho sobre el poder de Dios... Pero cuando pienso en el que tenemos nosotros, a veces... me dan escalofríos.</p> <p>Decidió que no se dejaría atrapar nunca más.</p> <p>«Con esta vez ha sido suficiente.»</p> <p>—¿Qué vamos a hacer con los pergaminos? —preguntó Pietro.</p> <p>—Ay, por piedad... Quemémoslos —dijo Dino—. Quemémoslos... Y pasemos página.</p> <p>La puerta se cerró definitivamente.</p> <p>Un guardia tecleó un código, se oyó un chirrido y una lámpara roja se encendió.</p> <p>Los suizos cruzaron sus alabardas.</p> <p>—¿Hemos recibido el memorando de la Escuela Bíblica sobre las excavaciones de Ein Guedi? —preguntó Dino, poniendo amistosamente la mano sobre el hombro de su secretario.</p> <p>—No creo... Iba a llamarlos esta mañana...</p> <p>—Sí, llámelos y permítame hablar con ellos, si es tan amable...</p> <p>Sus voces se perdían a medida que los dos hombres se alejaban.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>«Es mío.»</p> <p>Con el puño apretado contra la culata de su fusil, Ernst Heinrich apuraba un vaso de ouzo mientras de vez en cuando miraba con ojo distraído a las dos sirenas que retozaban en la inmensidad azul y centelleante de la bahía de Santorini. Santorini, la joya de las Cícladas griegas, uno de los hipotéticos emplazamientos de la legendaria Atlántida... un honor más que merecido.</p> <p>—<i>Pull</i>! —exclamó, encañonando su arma.</p> <p>El plato que Sandor le lanzó desde el pontón silbó en el aire. Ernst disparó.</p> <p>Fallido.</p> <p>Le había parecido más sabio tomarse un tiempo de respiro y veranear en su lugar predilecto. Aparte de que juzgaba más prudente que se olvidasen un poco de él, aquel sitio tenía la virtud de apaciguarle. Siempre había adorado pasar unos días en remojo al pie de los acantilados de la isla, donde se recortaba el rosario de casas del pueblo de Oia.</p> <p>De noche, tras su breve sesión ritual de tiro al plato, subía por los empinados escalones cavados en la roca para mezclarse de forma anónima con la multitud de turistas, y saborear en una terraza una buena cena de pescado asado. No había nada más hermoso que contemplar desde allá arriba el paisaje de mar infinito, apenas turbado por los promontorios de las islas volcánicas. Se mirase hacia donde se mirase, la vista llegaba tan lejos que uno contemplaba la línea del horizonte y tenía la impresión de divisar la curvatura de la Tierra. Pero aquel día, sobre el pontón delantero del <i>Vif-Argent</i>, Ernst trataba de controlar sus pensamientos gozando de un aperitivo fresco y disparando frenéticamente contra los platos, bajo el sol aún caliente del final de la tarde.</p> <p>—¿No vienes a bañarte? —preguntó una de las náyades que retozaba en el agua.</p> <p>—¡Está buena! —añadió la otra.</p> <p>Ernst rechazó la invitación.</p> <p>—<i>Pull</i>! —gritó a la atención de Sandor, el coloso húngaro que, trajeado y con gafas negras, se afanaba detrás de él para accionar la máquina.</p> <p>De nuevo el plato silbó; y, de nuevo, Ernst falló. Profirió un juramento entre dientes antes de volver a coger su vaso. Unos instantes después, Marita, la joven brasileña, se agarró a los pasamanos brillantes de la escala para subir a los listones ardientes del pontón, donde sus pies dejaron huellas delicadas. Minúsculas gotas de agua caían de su pelo rubio y rizado, cubrían su cuello adornado con un discreto colgante en forma de delfín, reposaban entre sus pesados pechos y se adivinaban por encima de su tanga. Cogió descuidadamente el vaso que había dejado en una bandeja. Su amiga siguió nadando. Aunque la brasileña parloteaba con exclamaciones cantarinas, Ernst no le prestaba la menor atención. Volvió a coger su fusil.</p> <p>—<i>Pull</i>!</p> <p>«¡Fallido, fallido, fallido!»</p> <p>Había sido un golpe duro para Axus Mundi. Tanto que, por miedo a las represalias, había decidido suspender temporalmente el trabajo de la organización y de sus diferentes laboratorios. La mañana en que lo comprendió, no pudo contener su ira. Contempló el desastre a través de las múltiples pantallas de su pared de monitores, hasta que un soldado disparó a uno de los monitores y desactivó todo el sistema. Ernst casi destrozó todo el despacho. Pero al fin recuperó el control y tuvo que tragarse la rabia y el mal humor. El único atisbo de esperanza era que, justo antes de la intervención del ejército, había recibido el último mensaje del profesor Park Li-Wonk: «La inseminación ha sido realizada». La infinita discreción del Vaticano sobre este asunto lo corroboraba. Estaba claro que su fracaso solo era parcial. Además, se había mentalizado para afrontar una posible derrota. Y quizá apenas unos rumores sobre la existencia de la criatura le bastarían. No había tenido tiempo de poner a salvo a la Portadora ni de recuperar al niño, pero ambos debían de estar sanos y salvos en alguna parte, protegidos de las miradas.</p> <p>«El niño está vivo... y es mío.»</p> <p>Como era natural, los servicios del Vaticano no habían conseguido llegar hasta él. Pese a todos sus esfuerzos, ni por un instante consiguieron acercársele, y menos aún ponerle una cara al nombre enigmático bajo el cual dirigía sus negocios. Pero en algún momento temió lo peor. Nadie jugaba impunemente con fuego. Ahora pasaba de la fría cólera a la excitación recurrente de un juego que, para su gusto, no había terminado. La idea de una venganza desataba en él esa especie de dicha íntima, impulsiva, que siempre lo había estimulado.</p> <p>Desde luego sus adversarios habían sido más eficaces de lo esperado. Para empezar, no se habían dejado engañar por sus amenazas de chantaje, y encima habían recuperado la Lanza, y con ella las escasas muestras de sangre. Quizá Ernst había pecado de exceso de confianza: tendría que haber actuado más rápido. Pero era inútil rehacer la historia. Como era evidente, una ocasión así no se repetiría a corto plazo. A decir verdad, no volvería a repetirse jamás. Pero en un momento dado, en una loca madrugada, había tenido el destino de la civilización en sus manos... no estaba tan mal. Y la esperanza de recuperar un día el producto de su gran obra seguía siendo real. El cuadro colgado en su despacho, cerca de la pared de monitores, no había dejado de recordarle que tal vez había conseguido modificar el destino de la humanidad, aunque el mundo lo ignorase todavía.</p> <p>Lo pondría todo patas arriba para recuperarlo si hacía falta. Pues, a fin de cuentas, la víctima era él. El auténtico padre de ese niño era él. ¡Él! Dios padre. Le habían robado a su hijo, era tan sencillo como eso. Él también era un hombre de fe, en cierto modo, que nadie se equivocara. «Hoy, las torres de WerkersMedias son más altas que las del Vaticano», se dijo pensando furtivamente en su padre, con una mirada desafiante que se perdió en la bahía de Santorini. El nuevo poder no era tanto la espiritualidad como el dinero. El verdadero poder hoy era él, no los oropeles de los antiguos tiempos. Pero aunque los servicios vaticanos le habían perdido la pista, Ernst debía admitir que por su parte él tampoco había avanzado nada. Localizar al niño, y eventualmente a su madre, no sería cosa fácil. De momento la situación se había invertido. Era él quien necesitaba una prueba. La maqueta de sus periódicos seguía a buen recaudo en su despacho, en algún rincón de la memoria del disco duro, lista para su uso. Solo se estaba aplazando.</p> <p>Encontraría esa prueba. Y el juego volvería a empezar.</p> <p>Apretó los dientes.</p> <p>«No, no estoy derrotado.»</p> <p>Nanotecnología, inteligencia artificial, genética y biología molecular: sus equipos seguirían trabajando, contribuyendo al progreso de la ciencia. Y él seguiría utilizando sus descubrimientos para dirigir sus negocios. Todo ese trabajo daría frutos al final. Ernst se pasó la lengua por los labios y bebió un trago de ouzo, mientras la brasileña, a la que escuchaba con oído distraído, seguía con su cháchara.</p> <p>—¿Me estás escuchando? —preguntó Marita, mirándolo con sus ojazos negros.</p> <p>—Sí, sí —contestó él.</p> <p>Mientras Marita se frotaba el pelo con una toalla, su amiga subió al barco.</p> <p>—¿Te arreglas para esta noche? —preguntó la segunda joven a Ernst Heinrich.</p> <p>—Sí —contestó él—, por supuesto. Pero antes, queridas...</p> <p>Dejó el vaso sobre un mesa, vacío. Pensaba ir a su camarote del <i>Vif-Argent</i>.</p> <p>—Antes tengo que mandar un breve comunicado.</p> <p>«¡Es mío, mío, mío!»</p> <p>Apenas podía disimular su rabia. Sus nudillos se tornaron blancos por un instante.</p> <p>Intentando contenerse, giró su sortija mientras pensaba en las nuevas fronteras que lo esperaban aún. Luego tomó aire, cerró un ojo y una vez más, apuntó.</p> <p>«Esta vez...»</p> <p>—<i>Pull</i>!</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Epílogo</p> </h3> <p style="font-weight: bold; text-align: right; text-indent: 0em">París, isla de la Cité, 2007</p> <p>Una bandada de palomas se dispersó por la plaza de Notre Dame de París. Sonaron las campanas. A poca distancia, en la isla de la Cité, los edificios buscaban su reflejo ausente en el Sena, a la sombra de los sauces que bordeaban el muelle. El sol estival ofrecía sus rayos matinales. Era un día hermoso.</p> <p>Judith se había levantado de buen humor. Había bajado al vestíbulo de la casa, un viejo palacete del siglo XVIII donde se alojaban unas pocas familias. Antes de abrir la puerta para salir a dar un paseo, miró el buzón, donde ponía el nombre de Isabelle Desmarais. «Isabelle Desmarais...» Al menos la Liga podía haberle buscado uno mejor. No había nada dentro. Parecía que su nueva identidad no suscitaba el entusiasmo de las masas. Mejor. Intentaba abrir la puerta de madera, que siempre se resistía un poco, cuando sonó su móvil. Era Dino. Apretó un botón y pasó la conferencia al canal privado.</p> <p>—Soy Dino... ¿Cómo está?</p> <p>—Todo va bien... Le parecerá una locura, pero... ¡tengo la sensación de revivir! Por suerte sé que usted vela por mí... y que puedo ir a verle con regularidad. No estoy segura de que algún día pueda prescindir de usted... ¡Dino, lo echo de menos!</p> <p>—Mi querida Judith... He dudado en llamarla, pero... me he dicho que tenía usted derecho a saberlo.</p> <p>Ella se detuvo junto al batiente de la puerta, en mitad del umbral.</p> <p>—¿Saber... qué? —preguntó, con un matiz de inquietud en su voz.</p> <p>—Pues bien... Sor Internet ha recibido nuevos mensajes... y uno, en particular...</p> <p>—Deje que lo adivine. Está firmado...</p> <p>—Ernst Heinrich. Axus Mundi... Piensa que el niño está vivo. Piensa que... lo hemos escondido en alguna parte. «LO ENCONTRARÉ», eso es lo que nos dice. Estamos haciendo todo lo que está en nuestras manos para encontrarlo antes a él, pero hemos de aceptar que Axus Mundi sigue ahí... Judith... Sea prudente.</p> <p>Una sombra nubló el rostro de la joven.</p> <p>Permaneció unos segundos callada y luego dijo:</p> <p>—¿Dino? Deje a esos locos donde están. Y créame...</p> <p>Tenía la boca seca.</p> <p>—Todo irá bien.</p> <p>Luego colgó. Empujó con las manos el cochecito para cruzar el umbral. Respiró hondo y sonrió al sentir la caricia del sol en su piel. Recuperó su impasibilidad y se ajustó las gafas negras en la nariz.</p> <p>Mientras avanzaba, miró al niño.</p> <p>«¿Tenía... usted una idea de cómo le habría gustado llamarlo?», le había preguntado Judith a Elena, antes de dejarla.</p> <p>«Había pensado en... Samuel. O Natán... O Emmanuel...»</p> <p>Él también la miraba con sus ojazos negros y sonreía. Una vez más, Judith sintió que el corazón le daba un vuelco.</p> <p>El amor. Eso era lo único que contaba desde que el mundo estaba boca arriba. Meditaba sobre las palabras de Spinelli durante su entrevista en Castel Gandolfo.</p> <p>«Aunque fuera perfecto, el niño recién nacido no sería Cristo. Ni siquiera una copia ni un pálido sucedáneo. Sino un bebé, inocente, y víctima de la absoluta y trágica sandez de sus padres.»</p> <p>Meneó la cabeza como para expulsar estos pensamientos y miró otra vez al niño.</p> <p>«Lo amarás con toda tu alma, con todo tu corazón y con toda tu sangre.»</p> <p>Desde que le habían entregado a ese niño, a ese bebé que salía de ninguna parte, la joven había pasado por todos los estados imaginables. El miedo de no saber cómo hacerlo, el pánico de tener que velar por él... y el placer, la dicha tan maravillosa, tan inesperada, de ocuparse de él a cada segundo.</p> <p>Le tocaba enfrentarse a todo aquello. Era una madre. Una verdadera madre. Recuperó la sonrisa.</p> <p>«Samuel. O Natán... O Emmanuel...»</p> <p>—¿Sabes qué, Élie? —le preguntó, inclinándose sobre el cochecito, y el niño balbuceó.</p> <p>Ella sonrió más abiertamente que antes.</p> <p>—Creo que habrá que buscarte un papá.</p> <p>Y mientras caminaba, añadió:</p> <p>—Alguien serio, a ser posible.</p> <p style="text-align: center; font-size: 110%; text-indent: 0em; margin-top: 1.5em; margin-bottom: 1.5em; ">★ ★ ★</p> <p>Desde lo alto de una casa vecina, con los faldones de su chaqueta De Retis meciéndose en la brisa, Anselmo vigilaba a Judith en la calle. Acariciaba descuidadamente el crucifijo de plata que llevaba prendido en su solapa. Desde el sitio en el que estaba, veía los tejados de París y podía divisar hasta las gárgolas de Notre Dame. Parecía como si en cualquier momento el ángel de la guarda fuera a desplegar sus alas.</p> <p>Observó cómo la joven se alejaba, empujando el cochecito. Judith estaría canturreándole algo al niño. Recordó un viejo proverbio anglosajón: «La mano que mece la cuna es la mano que gobierna el mundo...».</p> <p>«¿Qué futuro queremos?», se preguntaba Anselmo. ¿Qué iba a pasar de ahí en adelante?</p> <p>Judith y el bebé desaparecieron entre la multitud. De pronto lo invadió un soplo de preocupación. Pero él también estaría allí, vigilante.</p> <p>Le habría gustado hacerle una señal a Judith y al niño, un gesto. Se limitó a agachar la cabeza...</p> <p>Y murmuró:</p> <p>—Que Dios os guarde.</p> <p style="page-break-before: always; line-height: 0%"> </p> <title style="margin-bottom: 2em; page-break-before: avoid; margin-top: 15%"> <p>Agradecimientos</p> </h3> <p>Vaya mi agradecimiento a todos aquellos que me han ayudado en la redacción de este libro, en especial a Denis Gombert, Bernard Barrault y Leonello Brandolini, de Ediciones Robert Laffont, por confiar en mí; a Jean-Pierre Dusséaux y VAB productions; a Christophe Bataille y Olivier Nora de Ediciones Grasset, que aceptaron colaborar en la publicación de esta obra; a Philomène Piégay por sus lecturas atentas y su precioso apoyo; a Gil Delalande, Nicolas Homo y mis amigos lectores de siempre.</p> <!-- bodyarray --> </div> </div> </section> </main> <footer> <div class="container"> <div class="footer-block"> <div>© <a href="">www.you-books.com</a>. 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