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Anne-Laure Bondoux
EL MEDALLÓN
DEL ARCONTE
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¿Quién puede ser tan insensato como
para morir sin haber dado, por lo menos,
una vuelta a su cárcel?
MARGUERITE YOURCENAR
Opus Nigrum
A mi padre, su majestad el coronado de Galnicia:
Hace pocos meses, me convocasteis en la Sala del Consejo. Me pedisteis que tomara asiento a la mesa, entre vuestros ministros. En aquel momento, pensé que os proponíais concederme el honor de participar en los debates que trataban de las grandes cuestiones relativas al funcionamiento del país. Creí que queríais iniciarme en el ejercicio del poder. Pensé: «Mi padre se da cuenta de que he crecido. Ahora que tengo quince años, me considera capaz de ofrecer mi opinión al mismo título que todos estos dignos señores». Me sentía ansiosa, pero halagada. ¡Por fin tenía derecho a vuestra consideración!
Estaba equivocada.
Ante mi enorme sorpresa, mi madre, la coronada, entró para traeros un voluminoso legajo de cuadernos y hojas. Al comprender de qué se trataba, palidecí.
Por orden vuestra, mi madre había registrado mi habitación y había reunido en aquel legajo todo lo que yo había escrito durante años: mi diario personal, mis secretos, mis sueños, mis poemas, mis historias.
Mi alma estaba allí, sobre la mesa. Ante vos. Ante todos los miembros del Consejo.
Yo temblaba. La coronada se cruzó de brazos. Me escudriñaba de arriba abajo con mirada severa. ¿Acaso me había mirado alguna vez de otro modo?
Abristeis el legajo y vuestros labios sonrieron de forma extraña. Os levantasteis y, sin dirigirme siquiera una mirada, empezasteis a leer mis notas en voz alta.
Al principio, los ministros guardaron silencio. Atentos. No comprendían el propósito de la maniobra, pero yo la había captado al instante.
Repetidas veces, al leer, dejasteis escapar una risa de burla. Tropezabais a propósito con ciertas palabras, recalcabais mis torpezas. Así, poco a poco, los ministros también empezaron a reírse.
Allí estaba yo, a vuestra merced, sola y abatida. Y mientras, vos os poníais a gesticular, a hacer muecas para ridiculizar más mis frases. Apreté tan fuerte los dientes para no gritar que me dolieron las mandíbulas durante días.
De pronto, cerrasteis el legajo y adoptasteis una expresión severa. «¡Basta de tonterías!», exclamasteis. Y después, dirigiéndoos a los presentes: «Señores, tal vez se estén preguntando a quién debemos estas obras de arte imperecederas. El autor se halla entre nosotros. Así pues, les permito felicitar a… nuestra principetta».
Los ministros, atónitos, se volvieron hacia mí con los ojos enrojecidos por las lágrimas. Unos tosían y otros apenas podían evitar volver a echarse a reír. A uno de ellos, creo que fue el consejero de Agricultura, hasta se le cayó la baba sobre el cuello de encajes.
Me ordenasteis que me pusiera en pie y me dijisteis: «Ya es hora de dejar de lado estas chiquilladas, principetta. Eres la heredera única al trono de Galnicia. Dentro de poco, serás su representante oficial. Nuestro país no necesita estas pamplinas».
Entonces, me acercasteis el legajo y me ordenasteis que lo arrojara al fuego.
Di algunos pasos hacia la chimenea. Mientras me acercaba, clavé la mirada en la bandera galniciana colgada en la pared, con sus barras verdes y amarillas atravesadas por dos flechas, y maldije todo lo que representaba.
Me puse de rodillas. Las llamas me lamieron las manos al arrojar mis notas sobre ellas. Sentí cómo me quemaban hasta las entrañas. Cuando me puse en pie, vi que parecíais satisfecho.
Fue en aquel momento cuando tomé la decisión a la que llevaba semanas resistiéndome.
Salí de la Sala del Consejo ante las miradas de desdén de los ministros y de mi madre, que ya no me afectaban en absoluto.
Así, «querido padre», fue como todo quedó decidido.
Sois un buen coronado, todos los galnicianos lo piensan. Y tienen razón. Gobernáis con honradez y justicia. Quietud y Armonía guían vuestros actos. En cambio, como padre, sois todo lo contrario.
Haced lo que queráis con esta carta: quemadla con el resto si eso os divierte. Lo único que espero es que los remordimientos os quiten el sueño.
Reclamo mi libertad. ¡Qué palabra tan bella! Ahora tendréis tiempo de sobra para reflexionar.
Malva
Al norte, los muros de la Ciudadela se elevaban a una altura vertiginosa. Coronando el peñasco, recordaban a una rapaz al acecho, desplegando sus torres y sus alas por encima del valle, proyectando su sombra grandiosa sobre las tranquilas aguas del río Gdavir. En otros tiempos, los invasores llegados de Dunbraven y del reino de Norj fracasaban ante estas murallas: guerreros y monturas encontraban aquí su fin, y el río Gdavir arrastraba durante meses cascos, armaduras y cadáveres de hombres y de animales.
Al sur, en cambio, el aspecto de la Ciudadela era completamente distinto. Sus fachadas, perforadas por incontables ventanas, se extendían sobre el terreno para envolver una serie de terraplenes de suaves pendientes. Allí brotaban almendros, olivos y limoneros en equilibrada alineación, con los troncos hundidos en la abundante hierba. Para refrescar el paseo y atraer a los pájaros se habían colocado estanques revestidos de mosaicos azules y verdes. No pasó mucho tiempo antes de que el coronado, habiéndose aficionado a las plantas exóticas, ordenara transformar uno de esos terraplenes en un arrozal y otro en un palmeral. Por todas partes se mecían extensísimos setos de bambúes con la brisa ligera del verano que ya despuntaba.
Allí, en la Ciudadela, era donde latía el corazón de Galnicia. Desde hacía años, ya lejos del fragor de los combates, el coronado gobernaba bajo los preceptos de Quietud y Armonía, las dos principales deidades que veneraba su pueblo. Galnicia era un país próspero, los días transcurrían felices para los galnicianos, y sin embargo… aquella noche nadie sospechaba que el país vivía sus últimas horas de paz y tranquilidad.
Malva logró burlar por fin la vigilancia de su madre.
En circunstancias normales, ese objetivo era ya de por sí complicado, pero aquel día, Malva creyó que no lo conseguiría: además de las horas derrochadas con el sastre y el profesor de baile, la muchacha se vio sometida a un interminable ritual frente al Altar de las Divinidades. La coronada la había obligado a permanecer postrada sobre las frías baldosas y a recitar más de cincuenta veces las invocaciones. Malva estaba acostumbrada a las obligaciones impuestas por el protocolo que regía su vida de principetta, pero aquel día a duras penas podía contener su impaciencia. Apretaba los puños y se repetía que, dentro de poco, todo aquello no sería más que un mal recuerdo.
Finalmente, al terminar el día, otras obligaciones reclamaron a la coronada, que, ocupadísima dando órdenes, no vio a Malva salir a hurtadillas de la Sala de las Exquisiteces, donde un ejército de sirvientes ultimaban los preparativos para las festividades del día siguiente.
Sigilosa como una sombra, la principetta se encaminó rápidamente hacia el ala sur. Pasó frente a las cocinas y después subió a la sala de baile. Allí, una docena de criadas mudas, arrodilladas sobre sus faldas, sacaban brillo al entarimado. Atravesando pasillos, escaleras y galerías, se topó con una multitud de mozos que accionaban poleas para bajar las lámparas de araña, cambiaban las velas o sacudían el polvo a las alfombras. Ninguno reparó en ella.
Fuera, los jardineros terminaban de recortar los setos y colgaban farolillos en las ramas de los olivos. Al pasar al lado de una ventana abierta, Malva oyó el ruido de los surtidores del gran estanque, que ya empezaban a brotar, y más lejos, bajo el quiosco, a los músicos ensayando serenatas. Sus notas se elevaban en la calidez de la noche y se entremezclaban con el perfume de los jazmines.
Malva notaba la vibración de la Ciudadela y, más allá de las murallas, de toda Galnicia presa de una fiebre entusiasta. Ella era la principal afectada por la fiesta que se anunciaba, y sin embargo no sentía gozo alguno. A decir verdad, tenía otra cosa en la cabeza.
Cuando Malva entró al fin en la alcoba del ala sur, soltó un suspiro de alivio. De pie en el centro de la estancia había una muchacha alta y delgada, aferrando su delantal con los puños. Era Filomena, su dama de compañía, que la esperaba según habían acordado.
Sin decir palabra, Malva cerró la puerta con llave y se sentó frente al largo espejo con marco de nácar. Entonces, se quitó las horquillas que le sujetaban el pelo, cogió unas tijeras y se las ofreció a Filomena.
—Rápido —susurró—. El tiempo apremia. Pronto se hará de noche y el arconte nos espera.
Filomena se quedó de pie a su espalda, sin moverse. Su rostro enjuto estaba más pálido aún de lo habitual.
—No… no lo entiendo —farfulló.
Malva la obligó a coger las tijeras con impaciencia.
—¿Cómo que no? ¡Lo entiendes perfectamente! ¡Date prisa!
Filomena llevaba muchos años al servicio de la principetta. La conocía desde que era un bebé, cuando ella misma no era más que una niña. Malva siempre había confiado en ella como si fuera su propia hermana. Por su parte, Filomena se había mostrado en todo momento fiel a su ama. Sin embargo, había ciertas cosas que sus creencias le impedían hacer, como por ejemplo burlar los principios de Armonía.
—No, no puedo hacer eso —dijo al fin con un gemido—. Pídeme todo lo que quieras menos esto…
El espejo devolvía el reflejo de las dos caras. La de la dama de compañía tenía un aspecto enfermizo en comparación con la de Malva, que, con quince años cumplidos, conservaba aún la redondez y la dulzura propias de la infancia.
—Te lo ruego, Filomena, haz lo que te pido. El arconte nos ha dicho claramente…
—¡Esto no estaba previsto! —la interrumpió la dama de compañía, arrojando las tijeras sobre el tocador, como si de un objeto maléfico se tratara.
Al ver la actitud testaruda de su dama, que había cruzado los brazos sobre su delgado pecho, Malva comprendió que no lograría convencerla.
—Lo tuyo es grave —suspiró la principetta, irritada—. Hace semanas que aceptas sin rechistar correr riesgos enormes, y ahora… por una simple cuestión de estética…
Filomena negó enérgicamente con la cabeza. No se trataba de una «simple» cuestión de estética… Era cierto que últimamente se lo había consentido todo. Malva le había pedido que mintiera y ella había mentido. Le había ordenado sobornar y robar, y ella había obedecido. Filomena estaba dispuesta a morir por Malva, pero lo de las tijeras era superior a sus fuerzas.
—Con todas las veces que te he peinado desde que naciste —recordó—. Con la cantidad de pomadas y ungüentos que te he aplicado para desenredar, alisar, suavizar… ¡Siempre has presumido de tu melena!
—Es mi madre la que siempre presumía de ella —corrigió la principetta.
—¿Y por qué no lo haces luego? —insistió Filomena—. ¡No es indispensable que te cortes ahora el pelo! Podrías…
Y, cogiendo el pelo de Malva con las dos manos, se lo recogió en un moño, sobre la nuca. Malva se contempló en el espejo. Con el resplandor anaranjado de las velas, era como si un lazo de seda le coronara la cabeza. Al verse recordó que, el año anterior, al cumplir catorce años, un pintor le había hecho un retrato. Para plasmar mejor el color del pelo, había encargado una tinta negra especial que fabrican los magos en el lejano imperio de Orniente. «Extracto de noche», dijo, admirado, mientras aplicaba el pincel al lienzo. Aquel retrato, que se hizo famoso en toda Galnicia, adquirió la categoría de un símbolo: el cabello de la principetta era una síntesis de la altiva belleza galniciana.
—Bajo la capucha del disfraz —siguió diciendo Filomena, con un tono no tan convincente como hubiera deseado— nadie se dará cuenta…
Malva hizo un movimiento brusco para soltarse. Cogió las tijeras, agarró un mechón y, sin vacilar, lo cortó de raíz.
El mechón se le quedó en la mano y entonces se abrió en forma de haz como una flor que acabara de coger. Filomena ahogó un sollozo. A sus ojos, Malva acababa de cometer un sacrilegio, pero ésta se burlaba de ella. Uno tras otro, fueron cayendo puñados de pelo a sus pies. Malva siguió cortando y cortando, sin contemplaciones, mientras un júbilo macabro brillaba en sus pupilas de ébano. Mechones enteros de cabellos negros se le quedaban atrapados en los pliegues del cuello para deslizarse después entre los omóplatos y por la espalda hasta los riñones.
Cuando Malva soltó finalmente las tijeras, el espejo le devolvió el reflejo de una pobre muchacha con cabeza de erizo. Tenía un aspecto tan extraño, tan ridículo, que se echó a reír.
—¡Galnicia se ha quedado sin su preciosa muñequita! —exclamó.
Entonces, le entraron ganas de correr hasta el otro extremo de la Ciudadela para exhibirse ante los ojos de todos, y sobre todo de su madre. Ya se imaginaba los gritos de espanto de la coronada: «¡Malva! Por la Santa Armonía, ¿qué has hecho?». Pero, por supuesto, no podía permitirse ese tipo de provocaciones. Lo habría echado todo a perder.
—Ahora —dijo a Filomena—, ve a buscar el disfraz.
La dama de compañía obedeció pese a su aflicción. Malva la vio abrir la puerta falsa del fondo de la alcoba y desaparecer en el pasadizo secreto. Se sentía confiada. ¡La cantidad de veces que habían ensayado aquellas maniobras durante las últimas semanas! Además, allí estaba el arconte; con él a su lado, todo saldría bien.
En cuanto se quedó a solas, Malva se sacó de un pliegue del vestido la carta que había escrito a su padre. El papel estaba arrugado. Lo alisó sobre el tocador, frente a ella. «A mi padre, su majestad el coronado de Galnicia…» Al releer el final, el corazón le dio un vuelco. ¿Cómo haría para que aquella carta de despedida no cayera inmediatamente en manos de su destinatario? Malva no sabía a quién se la podía confiar. Tal vez se le ocurriera algo al arconte. Mientras tanto, volvió a doblar la carta y la deslizó tras el espejo.
Miró de nuevo su reflejo. Por primera vez, Malva se fijó en la forma curiosa de sus orejas. Normalmente quedaban ocultas bajo la melena, pero ahora despuntaban a los lados de la cara como dos banderines grotescos plantados en su cráneo.
—Ahora, aunque me pillen, ¿quién va a querer casarse con un erizo orejón? —dijo, echándose a reír—. ¡Nadie!
En su imaginación, vio desfilar al tropel de invitados del día siguiente: toda la noblezza galniciana entrando en el Santuario, los dom con sus cuellos de toro constreñidos por los botones abrochados hasta arriba y las donna con sus sombreros de tul, sus reverencias, sus sonrisas empalagosas… Malva se imaginaba a sus padres, flanqueándola como perros guardianes, de pie frente a las divinidades. «¡El coronado y la coronada ven casarse a su hija única! ¡Qué alegría! ¡Larga vida a este enlace!»
Malva sofocó un grito. Cerró los puños y se apretó el pecho con fuerza.
—Respira, respira… —se ordenó a sí misma en voz alta—. Nada de esto va a pasar. No llevarás el vestido del Ritual, ni la corona de conchas, ni las ofrendas sagradas. No vas a casarte con nadie.
Todo había comenzado varios meses antes, durante el Rito de Quietud. Sin darse cuenta, el arconte había pronunciado una frase que le reveló la verdad. Malva aún podía oír aquella frase resonando en sus oídos:
—Tendremos que prepararos para la noche de bodas, principetta.
Malva dio un respingo.
—¿Cómo? —se sorprendió el arconte—. ¿No os ha puesto al corriente vuestra madre?
No. La coronada no vio la necesidad de avisarla de que su boda ya estaba programada. El coronado, por su parte, nunca se reservaba tiempo para hablar con su hija. Para él, ella no era más que moneda de cambio, un objeto que se ofrece para conseguir acuerdos políticos.
La sorpresa hizo que Malva entrase en un terrible estado de cólera. ¡Y en pleno Rito de Quietud! ¡Menuda blasfemia! Por suerte, el arconte era un hombre hábil, respetado por todos y completamente leal a la principetta desde que el coronado le encomendó su educación. Así, dio algunas explicaciones a los fieles congregados en el Santuario, y aquello bastó para evitar el escándalo. Eso sí, la cólera de Malva no se extinguió, ni mucho menos.
Durante los días siguientes, el arconte fue a visitarla con frecuencia a su habitación con el propósito de hacerla entrar en razón.
—Todas las principettas de la dinastía se han casado muy jóvenes —decía—. ¡Vuestra madre, sin ir más lejos, no tenía más que trece años! ¡Y no se ha muerto, que yo sepa! No, decididamente no comprendo vuestra rebeldía.
—¡Lo sabéis perfectamente! —lloraba Malva—. ¡Sabéis perfectamente lo que significa esta boda para mí! Tendré que renunciar a los únicos placeres que se me han permitido hasta ahora. ¡Ya no tendré derecho a estudiar, ni a leer, ni a expresarme como quiera, ni a salir sin escolta!
El arconte, incomodado, suspiró.
—Ya lo sé, principetta. Pero no tenéis elección.
Malva ardía de rabia. ¿Cómo podía el arconte resignarse tan fácilmente?
—¡Con todo lo que me habéis enseñado! —le dijo—. ¡Gracias a vos, he descubierto el privilegio de leer, escribir, inventar, pensar! ¡Hasta me habéis inspirado el deseo de viajar y el gusto por la libertad!
El arconte sonreía con aflicción.
—Yo no soy más que un modesto preceptor. No soy yo quien os ha enseñado todo eso, sino los autores de los libros que habéis leído. Y los libros no son la vida, principetta. Debéis resignaros a abandonar vuestros sueños de infancia. Tenéis que cumplir con vuestro deber.
Malva se sentía traicionada, abandonada.
—Confiad en vuestra madre —insistía el arconte con dulzura—. Estoy seguro de que ha elegido un esposo excelente para vos. El príncipe de Andemarca sólo tiene treinta y tres años. Dicen que es un magnífico bailarín.
A Malva le importaban tres cominos el príncipe de Andemarca y sus pasos de baile. Cada vez que cerraba los ojos, se veía encerrada en una habitación la noche de bodas y, presa de un terror absoluto, se le hacía un nudo en el estómago.
Una vez, cuando era pequeña, asistió al Desfile de los Regalos: misioneros llegados de todos los rincones del Mundo Conocido desfilaron por la plaza de la Ciudadela. Uno de ellos llevaba un reptil inmenso sujeto con una correa. «Un aligaitor hembra que he cazado en la tierra de Arémica», anunció. Seguidamente, destapó una jaula en cuyo interior se encogía una liebre aterrorizada. El misionero entregó la liebre al coronado, diciéndole: «¡Lanzadla al aire y veréis!». El coronado hizo volar al pobre animal. Con un chasquido de dientes, el monstruoso reptil engulló a su presa.
Viva.
Ante los aplausos de toda la noblezza.
Malva se sentía exactamente en la misma situación que aquella liebre: querían arrojarla a las fauces de un desconocido que se la zamparía de un bocado.
A la larga, el arconte acabó comprendiendo que ella estaba dispuesta a todo con tal de evitar aquello. Una noche, el hombre le confesó su compasión:
—Sois tan joven, tan bella, tan dotada… ¡Y siempre habéis tenido un carácter tan independiente! Comprendo que no queráis pasaros la vida sirviendo de adorno, al lado de un hombre demasiado mayor para vos.
Malva alzó sus ojos de ébano, nublados por las lágrimas.
—¡Hablad con mi madre! ¡Hablad con mi padre! —imploró—. ¡Pedidles que anulen este matrimonio!
El arconte negó con la cabeza. Aunque gozaba de amplios poderes, no eran suficientes. Galnicia necesitaba aquella alianza con Andemarca, y el coronado no iba a cambiar de opinión.
—Vuestro padre me ha confiado vuestra educación, pero aparte de eso… no hay nada que yo pueda hacer.
—¿Y qué será de mí? —exclamó Malva, desesperada.
—No lo sé —respondió el arconte—. Pero sabed que, decidáis lo que decidáis, podéis contar con mi ayuda.
Durante un tiempo, Malva le dio mil vueltas al problema. Al final, sólo se le presentó una solución. Una solución radical y loca: la huida. Ciertamente, era el único modo de evitar aquel matrimonio, aunque Malva no llegaba a decidirse. El miedo la atenazaba, y ella aplazaba una y otra vez la decisión para el día siguiente.
Hasta que el coronado la convocó a la Sala del Consejo y la obligó a quemar sus notas. Aquella última humillación disipó su miedo y sus escrúpulos de un plumazo. Nada más salir de la Sala del Consejo fue a buscar a Filomena para comunicarle lo que se disponía a hacer.
—En ese caso —había murmurado Filomena—, yo huiré contigo.
Y así fue cómo, juntas y gracias a los contactos del arconte, prepararon minuciosamente su evasión.
Malva apartó el espejo, ya que su imagen empezaba a molestarle. Entonces, sin que ella se diera cuenta, la carta se deslizó por detrás del tocador. La muchacha se puso en pie y se acercó a la ventana para separar ligeramente las cortinas.
La luna todavía no había asomado. En el horizonte, detrás de los huertos, quedaba una estrecha franja de claridad crepuscular. Al este, las colinas, de rugosa silueta, se apartaban aquí y allá para dejar paso a los meandros del río Gdavir. «Puede que ya no vuelva nunca más —pensó—. Ya no volveré a saborear los frutos de estos huertos, me perderé los veranos de Galnicia…» Se le hizo un nudo en la garganta, pero se apresuró a tragar saliva; aún era demasiado pronto para sentir nostalgia. Malva volvió a cerrar las cortinas.
Filomena apareció entonces por la puerta falsa. Sin decir palabra, dejó en el suelo el fardo que contenía el disfraz: unos pantalones de algodón, una falda de tela tosca, una blusa color crema con mangas sencillas, una cofia sin adornos. Por encima, Malva se cubrió con una esclavina de lana que una prima de Filomena había birlado a una campesina, en la feria de ganado. Aquella ropa, gastada, raída, le permitiría pasar desapercibida. La capucha era ancha y le caía hasta debajo de los ojos al inclinar la cabeza.
—¿Qué pinta tengo? —preguntó Malva.
—La de una chica cualquiera —sentenció Filomena, tras pensarlo detenidamente.
La principetta sonrió. Desde aquel momento, Malva, única heredera al trono de Galnicia, sería una chica cualquiera. Filomena recogió la ropa principesca, hizo un ovillo con los mechones de pelo y lo metió todo dentro de un fardo que se puso bajo el brazo. Aquel paquete contenía lo que serían las únicas posesiones de ambas: ropa de repuesto, un pan, aceitunas, una cantidad considerable de monedas de oro proporcionadas por el arconte y cuadernos nuevos para que Malva plasmara en ellos sus aventuras.
—¡En marcha! —dijo la principetta al fin, dirigiéndose a la entrada del pasadizo secreto.
Filomena la siguió y cerró la puerta tras de sí. Cuando la oscuridad las envolvió, Malva se dio cuenta repentinamente de que lo que hacían ya no era un simple ensayo.
Las primeras casas de la Ciudad Baja se apoyaban en los muros que protegían los jardines de la Ciudadela. Eran edificios altos y estrechos, blanqueados con cal y muy pegados entre sí. Durante el día había ropa puesta a secar sobre la propia piedra de las planas azoteas. Noche tras noche, cuando los últimos rayos de sol atravesaban el horizonte, las mujeres salían de la cocina para subir a recuperar las sábanas y la ropa, impregnadas de calor. Entonces podía verse un ejército de sombras moviéndose en lo alto de las casas.
Desde que vivía en la Ciudad Baja, Orfeo nunca dejó de observar aquel curioso tiovivo formado por mujeres. Con los codos apoyados en la ventana de su habitación, escuchaba sus risas, sus canciones y su parloteo. De vez en cuando surgían disputas entre ellas. Los insultos saltaban de una azotea a otra y resonaban por los callejones vacíos. A veces, las mujeres se quedaban un momento inmóviles y mudas, contemplando, desde sus observatorios, los estanques y los bambúes del coronado.
Aquella noche, Orfeo se dio cuenta de que sólo tenían ojos para la Ciudadela. Ni disputas, ni canciones; Orfeo no oía más que sus comentarios de admiración:
—¡Farolillos! —dijo una—. ¡Qué bonitos!
—Y han puesto en marcha los surtidores —observó otra.
—¡Escuchad! —exclamó una tercera—. ¡Parece que ya hay música!
—¿Creéis que habrá empezado ya el baile? —se preocupó la más joven.
—¡No seas tonta! —replicó la más anciana—. Sólo es un ensayo. ¡La boda es mañana!
—¡Cómo me gustaría estar invitada! —suspiró la primera.
—Ya asistiremos a la fiesta de lejos —la consoló su vecina.
—¡Ojalá podamos ver a la principetta! —volvió a suspirar la más joven—. Es tan bella, tan armoniosa…
Desde su ventana, Orfeo no alcanzaba a ver los jardines, pero los comentarios de las mujeres le bastaban para estar al corriente de los preparativos de la boda. Y él, al contrario que ellas, asistiría a la fiesta. La noche del día siguiente, podría contemplar tanto como quisiera los estanques, los farolillos y a la principetta.
A menos que decidiera rechazar la invitación… Al fin y al cabo, ¡él no era más que un sustituto! Era su padre, el capitán Aníbal Mac Bott, quien había sido invitado oficialmente, y no él. Pero cuando el coronado supo que Aníbal se encontraba demasiado enfermo como para desplazarse, optó por invitar a Orfeo.
—«¡Como representante del orgulloso linaje de marineros de los Mac Bott!» —dijo Orfeo en voz alta, recordando las palabras empleadas por el coronado.
Y, encogiéndose de hombros con despecho, añadió:
—¡No se puede representar a los marineros sin haber sido jamás uno de ellos!
Entonces, oyó unas risas. Absorto en sus pensamientos, se había olvidado de la presencia de las mujeres, que le habían oído refunfuñar y ahora lo miraban desde encima de los tejados.
—Pero ¡si es el timidillo! —exclamó una, guasona.
—¡Qué triste parece esta noche! —observó otra.
—¡Bueno! —reía la tercera—. ¡A lo mejor se ha vuelto loco! ¡Está hablando solo!
Las mujeres soltaron unas risitas al ver que Orfeo se ruborizaba. Y, antes de que tuviera tiempo de esconderse, la más joven le dijo, mandándole un beso descarado:
—¡La próxima vez sube a vernos en lugar de espiarnos desde lejos!
Con el corazón latiéndole con fuerza y la frente empapada, Orfeo cerró la ventana precipitadamente. ¡De modo que se habían dado cuenta de su presencia, noche tras noche, sin dar señales de ello! ¡Hasta le habían bautizado como «timidillo»!
Se sintió ridículo a más no poder.
De todos modos, perdía los papeles cada vez que una mujer le dirigía la palabra. Ese problema se debía sin duda a la falta de costumbre, ya que Orfeo nunca había vivido con mujeres. Su madre murió poco después de que él naciera y, desde entonces, la única presencia femenina que su padre había tolerado en casa era la de Bertilda, una criada vieja, enjuta y arisca, que se pasaba el día rezongando y abrillantando los muebles.
Orfeo siempre había admirado y temido a la vez las miradas de las chicas. Su belleza le intimidaba sobremanera. Y, sin embargo, nada hubiera sido más fácil que hacer callar a aquel grupo de comadres: hubiera bastado con conservar la sangre fría, adoptar una actitud bravucona y decirles que él iría a la Ciudadela el día siguiente, y como invitado de honor… ¡Así se enterarían de con quién estaban tratando! Pero en lugar de eso, ¡les ofreció más motivos de burla! ¡Y aquel beso! ¡Qué afrenta!
Todavía humillado, abandonó apresuradamente su habitación y se dirigió al salón, en la planta baja de su casa. La sala estaba en penumbra, y la única salida daba al otro lado de la calle; allí, Orfeo estaba seguro de que no lo vería ninguna de las mujeres.
Cuando se acercó a su sillón, se dio cuenta de que, una vez más, Al no le había obedecido. El perrazo se había hecho allí un ovillo, sin prestar atención alguna a las amenazas.
—¡Lárgate de aquí! —gruñó Orfeo—. ¡Estás en mi sillón!
El san bernardo entreabrió un ojo.
—¡La alfombra! —gritó el joven—. ¡Tienes que tumbarte en tu alfombra!
El animal se limitó a abrir el otro ojo. A Orfeo no le quedó más remedio que arrastrarle por las patas para recuperar al fin su asiento.
En realidad, el san bernardo era de su padre. Lo había acompañado en todas sus expediciones marítimas. Pero cuando el capitán cayó enfermo, le regaló el perro a Orfeo. «Alisio es demasiado viejo —le explicó Aníbal Mac Bott—. Cuando lo veo arrastrarse de una habitación a otra, tengo la sensación de que me imita. Me deprime.»
Orfeo no podía negarle nada a su padre; por eso acogió a aquel animal deprimente bajo su techo. En cambio, no lograba acostumbrarse a aquel nombre ridículo: Alisio. ¿Cómo podía un viejo san bernardo medio paralítico llevar el nombre de un viento? Así pues, Orfeo decidió en secreto llamarlo Al. De todos modos, aquel perro hacía siempre lo que le venía en gana.
En el fondo, los sentimientos de Orfeo estaban divididos: por un lado, apreciaba la compañía de Al, y por otro, albergaba un profundo resentimiento contra él. ¡El viejo san bernardo había viajado! ¡Había recorrido todos los mares del Mundo Conocido! Había visto, con sus ojos perrunos, todo aquello que Orfeo soñaba con descubrir: los territorios salvajes y los ríos lejanos de Orniente, las tormentas y los huracanes que asolan la Tierra de Arémica, la engañosa dulzura del mar de Yprea…
—Ni te imaginas la suerte que tienes, maldito chucho… —murmuró—. En realidad, es a ti a quien el coronado tendría que haber invitado a la boda de la principetta. ¡Al fin y al cabo, tú representas mejor a los Mac Bott que yo!
Y, hundiéndose un poco más en su sillón, se dejó invadir por sus sombrías obsesiones. Como hacía siempre que se sentía así, revivió hechos pasados, especialmente aquel dichoso día en que sus sueños se derrumbaron.
Había ocurrido trece años antes, cuando Orfeo tenía once. Cada minuto de aquel día, cada palabra, quedaron grabados a fuego en su memoria.
En aquellos tiempos, Orfeo era un niño alegre, con una enorme curiosidad, y no tenía nada de tímido. Cada día se dirigía al puerto para admirar los barcos. Allí, rodeado de marineros y del olor característico del tabaco negro y del cordaje mojado, se sentía en su elemento. Corría, infatigable, de un muelle a otro, memorizando los nombres de los navíos, su tonelaje, los lugares de los que habían zarpado y aquellos a los que se dirigían.
Aquel día, conoció a un capitán de goleta que buscaba un grumete. Con sus once años, Orfeo clavó sus ojos claros en los del hombre: «¡Contratadme!», dijo. El hombre le dedicó una media sonrisa. Orfeo no era muy robusto, pero había estudiado tantas obras técnicas, había leído tantos relatos, que terminó convenciendo al capitán. «Ve a ver a tu padre y habla con él —le sugirió éste—. ¡Zarpamos dentro de cuatro días!»
Con el corazón rebosante de emoción, Orfeo corrió por los callejones de la Ciudad Baja, atravesó el puente del río y se dirigió como una flecha hacia la colina de la Ciudad Alta, situada justo enfrente de la que coronaba la Ciudadela. Allí, al pie del campanario, se encontraba la residencia de los Mac Bott.
Tras abrir la puerta, entró como una exhalación en el despacho de su padre, sin molestarse siquiera en llamar. Y en aquel preciso momento todo se vino abajo…
De pronto, Al se puso a gruñir e interrumpió las evocaciones de Orfeo.
—¡Cállate! —ordenó.
Pero el san bernardo, con los colmillos expuestos, levantó las orejas y siguió gruñendo. Cuando Orfeo estaba a punto de propinarle una suave patada, oyó llamar a la puerta. Al soltó un ladrido ronco.
—¿Quién es? —preguntó Orfeo mientras se acercaba a la entrada.
—¡Tengo un mensaje para Orfeo Mac Bott! —respondió una voz aguda al otro lado.
Orfeo abrió la puerta y vio a un muchacho plantado frente a él, con los pies descalzos sobre el polvo del callejón.
—¿Eres Orfeo? —preguntó.
—¿Cuál es el mensaje?
—Son cien galniques por decirlo.
Orfeo exhaló un suspiro y hurgó en sus bolsillos en busca de algunas monedas. La cara sucia del joven mensajero se iluminó de placer al recibirlas.
—Tu padre quiere verte —dijo entonces con tono solemne—. Te espera esta noche, en la Ciudad Alta. Es muy urgente.
Orfeo frunció el ceño.
—La que me ha mandado venir es una vieja —aclaró el muchacho—. La que siempre va vestida de negro y nunca sale.
—¿Bertilda?
—¡Eso! Me ha dicho que no podía separarse del capitán ni un segundo, porque está muy enfermo.
—Gracias —dijo Orfeo con voz apesadumbrada—. Ya puedes irte.
—Sí, tengo que volver a mi casa… —dijo el chico, poniendo cara de enfado—. Es muy tarde. Seguro que mis padres me regañarán por correr por ahí en plena noche.
Orfeo miró al cielo y volvió a hundir la mano en el bolsillo. Sacó otras dos monedas de veinte galniques y las arrojó al suelo.
—¡Por las molestias! —dijo, mientras volvía a cerrar la puerta.
Oyó al muchacho reírse y luego alejarse corriendo por el callejón. En el fondo de la sala, Al seguía emitiendo un gruñido sordo, pero Orfeo no le prestó atención. Aquella llamada urgente no parecía augurar nada bueno.
Malva y Filomena avanzaban por el pasadizo secreto, contando en voz baja. Quedaban ciento veintiocho pasos hasta llegar a las cocinas. Allí, tendrían que desviarse por el pasillo de la izquierda y después contar ciento ochenta y cinco pasos para dejar atrás la lavandería, y doscientos treinta para llegar, finalmente, a la salida del túnel.
En sus últimos ensayos, las piernas de Malva la habían llevado hasta el final sin desfallecer, pero ahora le costaba horrores avanzar sin tambalearse. No podía evitar sudar bajo la capucha de lana.
A medida que se acercaba a las cocinas, el rumor de voces y de la vajilla se fue haciendo más nítido. A Malva no le costó imaginarse la agitación y el buen humor que debían de reinar entre las mesas, donde la vajilla de plata reposaba antes de ser lustrada para la ocasión. ¡La de veces que la principetta había buscado la compañía de las criadas cuando era pequeña! Su risa sonora y sus maneras toscas la distraían mucho más que las hipocresías melosas de las gentes de su rango. Lo que, por cierto, provocaba la indignación de la coronada, que, para castigar a su hija, la encerraba durante horas ante el Altar de las Divinidades.
—¡Más rápido! —la apremió Filomena al notar que flaqueaba.
Malva tomó el desvío y siguió avanzando entre las tinieblas hasta que sintió una corriente de aire que se filtraba bajo la última puerta. Era la que daba al exterior, a los establos.
Allí, Filomena la adelantó y entreabrió el panel. Instantáneamente les llegó a la nariz el olor de los caballos. «El perfume de la libertad», pensó Malva.
Entre las tablas del techo del establo se deslizaba un rayo de luna que hizo relucir los anillos metálicos de los arreos. Al fondo de una de las cuadras, uno de los animales rascaba el suelo con el casco. Se podía oír el temblor de sus hocicos al resoplar.
Filomena sacó a su ama al exterior, pero de repente, la obligó bruscamente a agacharse detrás de un montón de paja.
—Todo va bien —susurró—. Allí está la carreta, lista para partir. Y el arconte está montando guardia, como hemos acordado.
Tras decir esto, cogió las manos de Malva sin dejar de mirarla.
—¿Seguro que no estás cometiendo una tontería? Todavía estás a tiempo de echarte atrás.
La principetta mostró su cabeza de erizo echándose la capucha hacia atrás.
—Me opongo firmemente a este matrimonio —afirmó.
—Al hacerlo renuncias al trono —le recordó Filomena.
—Renuncio al trono.
—Dejarás de vivir al amparo de Quietud y Armonía —siguió diciendo Filomena con tono severo.
—Ya lo sé.
Con cada palabra que articulaba, Filomena apretaba con más fuerza las manos de su ama. Eran las mismas palabras que habían repetido tantísimas veces en el pasadizo secreto de la alcoba. Sonaban como una última plegaria, como si recitaran un juramento.
—Puede que no vuelvas a ver a tu madre —siguió murmurando la dama de compañía.
—La coronada nunca ha sido una madre para mí.
—Puede que no vuelvas a ver a tu padre…
—El coronado nunca ha sido otra cosa que el coronado.
—Vivirás como una extranjera, vayas a donde vayas.
—Prefiero una vida de peligros a una vida de muñeca —respondió Malva con firmeza—. No soy un objeto que tenga que ser expuesto en una vitrina.
—Así pues… no hay lugar para el arrepentimiento.
Filomena volvió a bajar la capucha sobre la bella cara de la principetta. Lanzó una mirada por encima del montón de paja y le hizo una señal para que la siguiera.
El arconte se volvió hacia ellas al oírlas llegar. Bajo la luna ascendente, su cráneo afeitado parecía un casco de plata. Malva se acercó a él y, como de costumbre, bajó la cabeza en señal de respeto.
—No es momento para ceremoniales —susurró el arconte—. Todo está en orden, pero no debemos entretenernos.
Cogió a la principetta del brazo y la llevó hacia la parte trasera de la carreta. Sentados en el asiento del conductor, con la brida en la mano, dos hombres esperaban la orden de partir. El arconte había contratado sus servicios en la ciudad, en una de esas tabernas mugrientas que suelen frecuentar los mercenarios. Habían seguido al pie de la letra las instrucciones del arconte: un viñatero los había empleado para entregar los barriles de vino rioro que se servirían en el banquete de bodas; después, debían regresar con la carreta aquella misma noche… cargando con una docena de barriles vacíos que tenían que devolver a la bodega.
—¡Subid, rápido! —apremió el arconte—. Os acompañaré hasta el puesto de vigilancia.
Malva dio un respingo.
—¿Cómo? ¿No nos acompañaréis más lejos? Pero si habíamos decidido…
El arconte se pasó la mano por el cráneo afeitado y clavó sus ojos grises en los de su joven protegida.
—Pensadlo bien, niña mía. Yo no puedo ausentarme de la Ciudadela. Y menos esta noche. Despertaría sospechas. Pero no temáis. Los dos cocheros son de fiar y me he asegurado de que el barco os espere en el puerto de Carducia. Una vez a bordo, encontraréis a Vincenzo, uno de mis más fieles amigos.
Filomena, intranquila, aplicó el oído.
—Ese tal Vincenzo… —preguntó—, ¿estáis seguro de que nos sabrá llevar a Lombardeña?
—Completamente —sonrió el arconte—. Y para que sepa que vais de mi parte, llevaréis esto.
Entonces se desató del cuello el cordel del que colgaba su medallón de arconte y se lo entregó a Malva.
—En el reverso está escrito mi nombre —dijo—. Con el medallón como garantía, Vincenzo os llevará hasta los confines del Mundo Conocido.
Malva tenía las manos sobre la carreta, pero no lograba decidirse. ¡Cómo lamentaba que el arconte no las acompañara hasta Carducia! Echaría muchísimo de menos su presencia reconfortante.
—Cuando estemos seguras en Lombardeña —dijo—, os mandaré el medallón. Así sabréis que todo ha salido bien, y entonces sólo nos quedará esperar noticias vuestras.
El arconte puso la mano sobre el hombro de la principetta.
—Contad conmigo. Rezaré por vos durante el Rito de Quietud. Pero ¡ahora no perdáis más tiempo! ¡El camino hasta Carducia es largo!
Un poco más tranquilas, Filomena y Malva subieron a la carreta. La dama de compañía abrió la tapa de uno de los barriles.
—Te cedo el honor, principetta —anunció tapándose la nariz.
Malva se subió la falda y se metió por el agujero. El barril tenía la anchura y la profundidad justas para dar cabida a una chica de quince años medianamente corpulenta. El olor del vino rioro que impregnaba la pared interior le hizo girar la cara, pero no llegó a quejarse. Para llevar su nueva vida de fugitiva, tendría que acostumbrarse a los olores fuertes.
Filomena se inclinó hacia ella para confiarle el valioso fardo y luego cerró la tapa. Por un instante, Malva tuvo la impresión de estar prisionera en un ataúd. Estaba tan oscuro… y tenía tanto miedo…
Oyó a Filomena abrir otro barril para esconderse a su vez. Un ruido sordo anunció que había colocado la tapa en su sitio. A una orden del arconte, la carreta dio una sacudida y empezó a avanzar por el sendero pedregoso que conducía a la salida de la Ciudadela.
En la Sala de las Exquisiteces, los preparativos durarían gran parte de la noche. Con un poco de suerte, la coronada no notaría la ausencia de su hija hasta que saliera el sol, momento en el que estaba previsto que empezara a acicalarse para la boda. ¡Las ayudas de cámara, las peluqueras y el resto de impertinentes de todo tipo se llevarían una decepción tremenda al ver que la novia se había esfumado! ¡Para cuando hubieran registrado cada rincón de la Ciudadela, ya sería mediodía! ¡Nada de boda! ¡Nada de banquete! ¡Nada de nada! En cuanto al novio, ese príncipe de Andemarca que Malva detestaba desde el principio, ¡no le quedaría más remedio que buscarse a otra principetta que llevarse a la cama!
De pronto, Malva se acordó de la carta de despedida que había escrito. ¡Por la Santa Quietud, la había olvidado detrás del espejo del tocador! Quiso salir del barril para suplicar al arconte que le dejase recuperarla, pero en aquel momento la carreta aminoró. El cochero estaba parando ante el puesto de vigilancia. ¡Ya era demasiado tarde para dejarse ver!
Malva oyó al arconte charlar y bromear con los vigilantes y, al poco rato, el cochero arreó a los caballos. La carreta tomó dirección norte, a través de las llanuras que bordeaban el río Gdavir. «En fin —pensó Malva—, a la porra la carta. Estando donde está, nadie la encontrará hasta que pase un buen tiempo.»
Sacudida dentro del apestoso barril, Malva se asfixiaba. Al cabo de un rato que consideró suficiente, alzó la tapa para poder respirar el aire fresco del exterior. Encima de ella, las estrellas se encendían una a una contra el fondo negro del cielo. A lo lejos, la Ciudadela se iba haciendo cada vez más pequeña. Ya sólo se distinguía su silueta y las luces titilantes de los farolillos colgados de los olivos. Malva se echó a reír silenciosamente. Pensaba en la cara que pondrían el coronado y la coronada al día siguiente. Su rabia sería proporcional a los gastos contraídos para la ceremonia: ¡inmensa!
—¿Qué te pasa? —susurró Filomena desde el interior del barril contiguo.
—Nada, nada… —rió la principetta—. ¡Tienes que ver esto! ¡Mira qué bonito!
Filomena separó también la tapa del barril. Asomó su cara pálida y alargada, pero un bache que había en el camino le hizo perder el equilibrio y se dio en la frente con el borde. Malva se echó a reír con más ganas.
—No sé qué te parece tan gracioso —refunfuñó Filomena mientras se frotaba la cabeza.
—Si lo hubieras visto, te reirías tú también… ¡pobrecita!
Filomena se quedó mirando a Malva. En la penumbra, el barril le daba un aspecto rechoncho, como de un extraño cuerpo sin brazos ni piernas. Con aquel pelo tan hirsuto, la principetta estaba irreconocible. Mirándolo bien, la escena era bastante cómica. La cara de la dama esbozó una sonrisa.
—Tienes razón —dijo—. ¡Menuda facha tenemos las dos! ¡Ya verás cómo vamos a apestar a vino durante días!
Y estallaron en risas, mientras los dos cocheros, mudos e impasibles, conducían la carreta hacia las montañas. El paisaje desfilaba a su lado, impregnado de luz de luna: las ramas de los tejos, algunas casitas de piedra aisladas, grandes extensiones de pasto silvestre. No se veía ni a una alma y el camino se abría generosamente ante los caballos, como invitándolos a
emprender el galope.
Más tarde, Malva y Filomena compartieron un pedazo de pan y un puñado de aceitunas negras.
—Me pregunto si alguna vez las he comido tan ricas —murmuró la principetta.
—Es que están aderezadas con la salsa de la libertad —respondió Filomena.
Y era cierto. A pesar de los peligros que la amenazaban, Malva nunca se había sentido tan ligera. Cerró los ojos. Por primera vez en su vida no dormiría en su cama. Por primera vez en su vida había desobedecido al coronado, así como los preceptos de Quietud y Armonía. Antes de sumirse en un sueño intermitente, apretó el medallón del arconte con la mano, llena de agradecimiento hacia aquel hombre que la había comprendido tan bien.
Orfeo cruzó el puente sin prestar atención a los reflejos plateados con que la luna decoraba las aguas del Gdavir y tomó una calle adoquinada que subía directamente hacia la Ciudad Alta. En el aire nocturno flotaban aromas de almendra y tamarisco. Alzó la mirada hacia el campanario, plantado en la cima de la colina. Al pie de la torre se hallaba la residencia familiar de los Mac Bott. Allí había nacido Orfeo veinticuatro años antes.
Toda su infancia había seguido el ritmo marcado por las ceremonias, las bodas y los entierros. El doblar de las campanas fue su canción de cuna. Así, cuando se fue a vivir a la Ciudad Baja, lo que más echaba de menos era el toque del carillón y el del ángelus. Cuando era pequeño le gustaban incluso las notas fúnebres del toque a muerto. Entonces se decía: «¡Mira, uno que se ha muerto!». La curiosidad lo impulsaba a salir de casa para esperar el momento en que pasara el ataúd. Para un niño que nunca había conocido a su madre, ver un entierro era algo especialmente interesante.
Pero ese día no tenía ganas de oír el toque a muerto. Tenía miedo de la muerte desde que su padre cayó enfermo. La idea de quedarse sin nadie en el mundo le parecía espantosa.
A paso rápido, subió por las empinadas calles hasta llegar al campanario y, cuando llamó a la pesada puerta de la casa, tuvo la sensación de estar oyendo los golpes del destino retumbando en sus oídos.
—¡Por la Santa Armonía! ¡Por fin llegas! —exclamó Bertilda al abrirle—. Entra, rápido. ¡El capitán te espera!
Orfeo siguió la delgada silueta de la criada por el pasillo.
—¿Cómo está?
La vieja Bertilda suspiró y negó con la cabeza.
—El médico ha vuelto esta mañana. No le ha recetado nada.
Inquieto, Orfeo atravesó el estudio. Era una estancia alargada y repleta de muebles, alfombras, libros e instrumentos de navegación. En las paredes, máscaras de madera abrían sus bocas deformes; el joven sintió un escalofrío, como tantas otras veces, al pasar frente a los ojos hechos de conchas. Los recuerdos de viaje de Aníbal siempre le habían asustado un poco.
La siguiente sala olía a cerrado, a desinfección y a enfermedad. Tumbado en un sofá, cerca de la chimenea, Aníbal Mac Bott le esperaba.
—Hola —dijo Orfeo en voz baja al acercarse.
La cabeza del anciano surgió de debajo de las mantas. Tenía la tez grisácea y la piel frágil como el papel. Sus ojos febriles se posaron en la cara de su hijo.
—Voy a morir —dijo sin más preámbulos—. Me alegro de que hayas venido.
Un ataque de tos sacudió el cuerpo enjuto del capitán.
—Acércate, acércate más —jadeó—. Ya no nos queda mucho tiempo.
Orfeo quiso protestar, decirle que tal vez el médico se equivocaba y que no tardaría en recuperar las fuerzas. Pero él nunca había contradicho a su padre en toda su vida. Así pues, se calló, como siempre, y se limitó a sentarse al lado del sofá.
—Tengo que hablar contigo —empezó a decir Aníbal—. De algo importante. Pero las palabras no logran salir de mis labios. Tengo en la boca un gusto amargo que ya no puedo quitarme…
Quiso coger con su mano escuálida un frasco que había en una mesita, pero le temblaba demasiado. Orfeo destapó el frasco y luego sostuvo la cabeza de su padre para ayudarlo a tragar un sorbo de un líquido que olía a paja quemada y a miel.
—Es preciso que encuentre las fuerzas… —murmuró Aníbal—. He esperado demasiado. No debería haber esperado tanto tiempo.
Orfeo escuchaba sin entenderlo. Pensó que tal vez la enfermedad hacía divagar la mente de su padre.
—¿Te acuerdas de nuestra discusión? —le preguntó de pronto el capitán.
—¿Qué discusión?
—La única que hemos tenido de verdad, los dos, de hombre a hombre.
Orfeo frunció el ceño, comprendiendo que su padre se refería a lo que se dijeron aquella dichosa noche, trece años antes.
—¿Quieres hablar de aquella discusión? —preguntó con prudencia.
—Sí, sí. Tú tenías once años. Entraste en… en mi estudio…
—… sin llamar, ya me acuerdo —murmuró Orfeo, agitado.
Todavía sentía sobre él el peso de la cólera fría de su padre cuando lo vio aparecer de improviso, en medio de sus libros, sus instrumentos, sus máscaras.
—Me moría de impaciencia —recordó Orfeo—. Aquel capitán, que me iba a admitir a bordo de su navío… ¡Era una oportunidad increíble! No paré de correr desde el puerto hasta casa, y entré en tu despacho sin pensar.
Al evocar aquellos recuerdos, el joven sintió una punzada en el corazón. ¿Por qué tenían que perseguirle siempre sus obsesiones? Hacía sólo un momento, postrado en su sillón, había vuelto a recordar aquella misma escena.
—Fue en aquel momento cuando me revelaste la verdad… —suspiró, mirando a su padre con tristeza—. Pero no hablemos más de ello. Lo pasado, pasado está, ya no tiene remedio. ¿Quieres que te hable de tu perro? No se mueve mucho, pero sigue igual de astuto, ya lo conoces… Ya sé, ¿quieres que te lea algo para distraerte?
—¡No, no! —dijo Aníbal, perdiendo los nervios—. ¡Deja a Alisio donde está y no me vengas con lecturas! Lo que pasó aquel día es más importante. ¿Qué te dije entonces?
Orfeo se secó las manos sudorosas en los pantalones.
—Me hablaste de mi nacimiento —murmuró—. Yo ya sabía que mi llegada al mundo había sido difícil… y que mi madre no sobrevivió al esfuerzo. Lo que no sabía era que yo también estuve a punto de morir.
Entonces dio un suspiro y puso la mano encima de la de su padre. Aquellas viejas historias le atormentaban. ¿Qué necesidad había de rememorarlas?
—Te expliqué que habías tenido una conmoción —siguió diciendo su padre—. Y que estuvo a punto de matarte.
—Sí, eso fue lo que me dijiste —susurró Orfeo—. Me contaste que los médicos me daban por muerto. Por suerte, tú me cuidaste, me velaste día y noche…
—Hasta que estuviste fuera de peligro, ¿no es así? ¿Y luego? —insistió Aníbal—. ¿Qué más te dije?
—Me explicaste que, a pesar de todos los cuidados y atenciones, me quedaron secuelas. La conmoción me había dañado una parte del cerebro.
Un largo escalofrío estremeció al viejo Aníbal.
—El cerebro. Sí, eso es —murmuró—. Yo quería que comprendieras hasta qué punto tu mal era grave.
Con los ojos empañados en lágrimas, el anciano se incorporó y apoyó la nuca en los cojines del sofá. Se pasó la lengua por los labios como lo haría alguien que no consigue aplacar su sed.
—No me preguntaste nada más —dijo al cabo de un rato—. No me pediste ninguna prueba, ningún detalle.
Orfeo se encogió de hombros:
—¿Y qué iba a preguntar? Para mí, lo único que importaba eran las consecuencias de mi enfermedad. Cuando tú me contaste que no podía navegar…
Se le quebró la voz. En sus tiempos, su padre había sido un hombre fuerte y corpulento, un coloso con la cara curtida por el sol y la espuma del mar. Ante él, Orfeo se sentía débil y sumiso; nunca habría osado poner en duda su palabra.
—Me avisaste de que, si me echaba a la mar, pondría mi vida en peligro. El vaivén y el cabeceo de los barcos reabrirían mi lesión en la cabeza y provocarían daños irreparables. Eso fue lo que me revelaste aquella noche.
Orfeo vio cómo se aferraban a las mantas las manos de su padre. Vio cómo le temblaba la mandíbula, cómo se le hundían las mejillas.
—Recuerdo las palabras que pronuncié —murmuró el capitán—. «Para ti, la mar es la muerte. Si subes a bordo de un barco, no sobrevivirás más de dos días.»
Orfeo cerró los ojos. Aquéllas eran las palabras que resonaban en sus oídos desde hacía trece años. Trece años sufriendo sus efectos.
Aníbal tendió el brazo hacia el frasco que contenía el líquido marrón, y Orfeo le ayudó a beber otro sorbo. Al tocar los hombros de su padre, notó que su piel ardía por el efecto de la fiebre.
—Mírame —articuló el anciano al recostarse—. Mírame bien, Orfeo. —Respiró profundamente y siguió diciendo—: Aquello no era verdad —soltó—. Te mentí. No sufriste ninguna conmoción, nunca has estado enfermo. Me lo inventé todo.
Por un momento, Orfeo pensó que su padre deliraba, que estaba perdiendo la cabeza, que ya no sabía lo que decía. Lanzó una mirada al frasco. La sustancia que contenía debía de provocar alucinaciones.
—No me crees —observó Aníbal.
Orfeo suspiró y dirigió una sonrisa piadosa a su padre.
—¡No me crees! —exclamó de nuevo el anciano, rozando la desesperación—. ¡Y, sin embargo, ahora digo la verdad!
De nuevo le invadió la agitación. Empezó a balancear la cabeza, a temblar, a hacer gestos incontrolados. Orfeo se sentía como anestesiado. No sabía qué decir ni qué hacer.
—¡Escucha! —gritó de pronto Aníbal—. ¡Ve a mi despacho y trae mi diario de navegación! ¡El libro grande de cuero negro! ¡Anda!
Orfeo se puso en pie y, como en estado de trance, entró en el despacho de su padre. El diario de navegación estaba en la estantería correspondiente de la biblioteca, en el mismo lugar en el que había estado durante años. Orfeo lo tomó y se lo llevó a Aníbal, que, con los ojos cerrados, trataba de recuperar el aliento.
—La prueba escrita de mi engaño está en este diario —murmuró—. Así podrás comprobarlo…
Entonces, volvió a abrir los ojos con mucho esfuerzo.
—Te lo voy a decir todo, aunque me odies. Antes de irme, te debo una explicación.
Orfeo se puso el diario sobre las rodillas y escuchó.
—Siempre he sabido que querrías navegar —empezó a decir su padre—. Lo llevas en la sangre, como todos los Mac Bott. Y, sobre todo, sabía que serías un buen marinero, un buen capitán. Te he observado desde que eras muy pequeño, Orfeo… Aprendes rápido, tienes valor, energía. Y, lo más importante, tienes el anhelo. El anhelo de partir, de descubrir.
Orfeo escuchaba estas palabras con una agitación que llegaba hasta lo más profundo de su alma. Nunca su padre le había hablado de aquel modo, con tanta sinceridad. Jamás le había dirigido tantos elogios.
—Yo tenía mi engaño bien preparado —prosiguió Aníbal—. Para podértelo soltar a la cara cuando llegara el momento. Me inventé la historia de la conmoción. No tenía ni pies ni cabeza, pero yo sabía que me creerías. No tenías a nadie más en el mundo, siempre has confiado en mí… —se ahogó, tosió y siguió diciendo—: … pero abusé de tu confianza. Por eso tengo que intentar reparar mi falta antes de que sea demasiado tarde.
En aquel instante, Orfeo oyó un ruido y volvió la cabeza. Bertilda estaba de pie en la entrada de la habitación, llevando una bandeja. Tenía un aspecto desencajado. Las manos le temblaban tanto que los vasos que había sobre la bandeja chocaban entre sí.
—Bertilda… —jadeó el viejo Aníbal—. ¡Ella, ella lo sabe! ¡Ella sabe que te mentí!
Orfeo escrutó la cara de la criada. Llevaba más de treinta años trabajando allí, al servicio de la familia Mac Bott. Pertenecía a aquella casa tanto como los muebles. Sus ojos debían de haber visto todo lo que se podía llegar a ver, y sus oídos habían oído todo lo que se podía llegar a oír. Incluidos los silencios.
—¡Díselo, Bertilda! —la exhortó Aníbal.
—Tu padre dice la verdad —confesó ella antes de agachar la cabeza—. Yo lo sabía.
Entonces, el viejo capitán volvió a tomar la palabra:
—Yo tenía secretos, hijo mío. Están reflejados en mi diario… Durante cuarenta años, he recorrido los mares del Mundo Conocido bajo el estandarte de Galnicia. He estado al servicio del coronado. Oficialmente, mi deber era controlar los barcos extranjeros, vigilar las colonias, hacer reinar el orden y transportar mercancías. Pero yo no me conformaba con tan poco… A espaldas de todos, he robado, he saqueado. Incluso he matado a hombres.
Su voz se volvió sorda y grave. Alzó los ojos hacia su hijo, que lo miraba con espanto.
—Yo era un pirata, Orfeo. Un pirata de verdad. ¡Y la amargura de los remordimientos me consume!
Estas palabras hicieron estallar en sollozos a Bertilda. Un vaso cayó de la bandeja y se estrelló contra el suelo.
—Un pirata… —repitió Orfeo, asombrado.
—He actuado en contra de los intereses del país —corroboró Aníbal—. Me he enriquecido, he traicionado la confianza del coronado. Y he llegado a eliminar a quienes me daban problemas, con mis propias manos. Ya leerás todo esto en mi diario.
Agotado, hizo una pausa. Orfeo notaba el peso del libro de cuero sobre sus rodillas como si se tratara de un bloque de granito. ¡Aquellas revelaciones parecían una auténtica locura!
—Si te hubieras hecho a la mar en un barco —prosiguió Aníbal con una voz más calmada—, habrías terminado descubriendo mi secreto. Los marineros habrían hablado. O, lo que es peor…, me imaginaba un encuentro, un día, entre tú y yo, en alta mar… ¿Qué habría hecho yo? ¿Habría dado la orden de abrir fuego contra el buque en el que se encontraba mi propio hijo? No quería enfrentarme a una situación así. Tenía que encontrar un modo de impedir que te hicieras marinero. —Y añadió—: Ésta es la verdad, Orfeo. Aunque me odies, al menos te has liberado de la trampa que te había tendido. Ahora, si lo deseas, ya puedes hacerte a la mar…, porque sé…, sí, yo sé que sabrás navegar.
La cabeza gris de Aníbal volvió a caer pesadamente a un lado. Su pecho se elevaba con dificultad.
Orfeo se volvió hacia Bertilda, que, en un rincón de la sala, no cesaba de llorar. En la chimenea, el fuego se extinguía lentamente. El joven se puso en pie, con el diario de navegación bajo el brazo. Mientras se alejaba del sofá, las campanas de la torre tocaron las doce de la noche. Estaba tan estupefacto que se sentía vacío de todo sentimiento.
—Cuida de mi padre —recomendó simplemente a la criada cuando pasó junto a ella—. Y avísame cuando haya muerto.
Era todo lo que podía hacer en aquel momento: abandonar el hogar de su infancia. Partir con el secreto. Dejar a su padre extinguirse, sin ningún comentario.
Afuera había refrescado. Las calles vacías parecían haberse congelado en el silencio. Orfeo entró en su casa sin haber visto nada. Caminaba como un autómata. Ya nada tenía sentido. Ya ni siquiera sabía quién era.
Malva salió de su sopor al oír los gritos de las gaviotas. Con los ojos hinchados de sueño, apartó con cuidado la tapa de su barril. El cielo y el mar se inundaban de color a la luz de la aurora. Frente a ella se extendía el pequeño puerto de Carducia. Al ver los barcos amarrados en los fondeaderos, los latidos de su corazón se aceleraron, pero no tuvo tiempo de preguntarse qué debía hacer. Uno de los dos cocheros subió a la carreta de un salto y, frunciendo su poblado entrecejo, ordenó:
—¡Seguid escondida! Ahora os ayudaremos a embarcar.
Y, con un gesto brusco, volvió a cerrar fuertemente la tapa.
Al poco rato, Malva oyó voces y notó que se la llevaban. Cuando el barril se movió, la principetta tuvo que morderse los labios para contener un grito de pánico. Otras voces empezaron a dar más órdenes. Ahora que se había despertado del todo, Malva se dio cuenta de que tenía calambres en las piernas y hormigueos en la punta de los pies. Pero ¿qué pensarían los marineros si vieran salir a una chica de uno de los barriles?
No le quedaba más remedio que esperar. No decir nada, no moverse. Hacerse la muerta.
El barril se tambaleó de pronto, cayó de lado y empezó a rodar. En el interior, Malva dio tantas vueltas que perdió el resuello, y se oyeron tantos crujidos que la principetta llegó a temer que los aros terminaran partiéndose, pero el barril se detuvo al fin, intacto.
—¿Qué hay aquí dentro que pesa tanto? —jadeó una voz de hombre.
—¡Un cerdo entero, por lo menos! —respondió una segunda voz.
—¡Venga, vayamos a por el otro!
Malva oyó pasos alejándose. ¡Un cerdo! A pesar del cansancio y los dolores que le recorrían la espalda, Malva sonrió. ¡Una principetta haciéndose pasar por un cerdo en un barril! ¡Menuda ocurrencia!
Medio aturdida, esperó en medio de la oscuridad y el calor. Finalmente, los hombres volvieron empujando otro tonel, seguramente el que contenía a Filomena.
—Por lo menos, carne no nos faltará —comentó uno, mientras recuperaba el aliento.
—¡La carne de cerdo va bien con el sabor del rioro! —celebró el otro.
Entonces volvió a reinar el silencio. Malva sólo captaba, de vez en cuando, voces y ruidos de pasos por encima de su cabeza. Aguzó el oído y distinguió chapoteos y chirridos metálicos, como si alguien accionara poleas oxidadas. Seguramente se encontraba a bordo del barco de Vincenzo…
En cualquier caso, pasara lo que pasase, ya era demasiado tarde para dar media vuelta. Los dos cocheros ya se habrían ido y, en la Ciudadela, el rumor de su desaparición debía de estar recorriendo los pasillos como un reguero de pólvora. Malva notó que se le hacía un nudo en la garganta. No eran los remordimientos los que la oprimían, ¡eso no!, sino el temor de un futuro lleno de incertidumbre. Filomena tenía familia en Lombardeña, primos lejanos, en cuyo hogar esperaban ser acogidas. ¿Se mostrarían comprensivos esos primos? ¿Accederían a ayudarlas? Y después, ¿qué? ¿Cuánto tiempo duraría su exilio?
De golpe, oyó a alguien susurrar cerca. Malva se quedó rígida, sintiendo que le faltaba el aire en la estrechez de su escondite. Entonces, alguien dio unos golpecitos al barril.
—¿Estáis ahí? —preguntó una voz de hombre—. Soy Vincenzo, comandante de este barco. ¿Estáis bien?
—Sí… —respondió Malva tímidamente.
Una palanqueta arrancó la tapa. Cuando la principetta alzó la mirada, descubrió una tez oscura inclinada hacia ella.
—Vuestro suplicio ha llegado a su fin —anunció el hombre con tono amable—. Ya podéis salir.
No sin dificultad, Malva logró sacar su cuerpo del barril. Cada músculo le arrancaba una mueca de dolor al estirarse. Cuando finalmente se puso en pie, se sintió invadida por el vértigo. Vincenzo tuvo que sostenerla por los hombros. Sus ojos se posaron inmediatamente sobre el medallón del arconte que Malva llevaba atado al cuello.
—Veo que vuestro protector no ha pasado por alto ni un detalle. —El hombre sonrió—. No temáis. Dentro de seis o siete días atracaremos en Lombardeña. Mis hombres sabrán tener la boca cerrada. De todos modos, ignoran quién sois. Para ellos, seréis una simple pasajera.
—¿Y mi dama de compañía? —preguntó Malva con inquietud.
Vincenzo destapó el segundo barril.
—¿Se encuentra bien? —preguntó.
La principetta se inclinó sobre el barril y descubrió a Filomena en su interior, inmóvil.
—¡Ha perdido el conocimiento! —gritó Malva alarmada—. ¡Sacadla de ahí para que respire!
Vincenzo, prudente, se llevó un dedo a los labios, y negó con la cabeza:
—¡Escuchad! —susurró.
Malva frunció el ceño. En efecto, la respiración de Filomena parecía pausada y constante. Un leve ronquido salía de su boca a intervalos regulares… Estaba durmiendo profundamente.
—Dejémosla por el momento, si os parece —propuso Vincenzo—. Acompañadme a cubierta. Os hace falta recuperar el color.
Malva recogió su fardo y siguió al capitán por la escalera de la escotilla central.
Fuera, el sol lo llenaba todo. Deslumbrada, Malva entornó los ojos y, poco a poco, fue distinguiendo formas lejanas. Más allá de las barandas de la borda, la costa se alejaba ya. Entonces, volvió la cabeza. Las velas estaban izadas y se hinchaban por el efecto de la brisa, como las mejillas de un gigante que tocara la trompeta.
—¡Bienvenida a bordo del Estafador! —exclamó Vincenzo.
A plena luz del día, la cara del capitán era tan oscura como en la bodega. Su piel parecía tiznada por el carbón, mientras que sus ojos, totalmente verdes, parecidos a los de los gatos, daban una pincelada de malicia a su rostro sombrío. Inspiraba tanto respeto y confianza como el arconte, y Malva se sintió en seguida a salvo cerca de él.
La principetta se dirigió a la borda de popa y se apoyó en la barandilla. Las olas manchaban de espuma el casco. Malva respiró profundamente, con la nariz al viento, presa de una alegría infinita. ¡Pensar que se encontraba allí, surcando el mar hacia lo desconocido, en vez de estar en el Santuario, rodeada de una horda de invitados vestidos de gala! ¡Era extraordinario! ¡No podía creerse que hubiera osado huir, actuar por su cuenta, sin preocuparse de las normas del decoro ni de los preceptos de Quietud y Armonía!
Abrió el fardo para sacar el vestido que había llevado el día antes, cuando Filomena enrolló los mechones de su pelo para guardarlos. Nunca más se volvería a poner aquel vestido. ¡Nunca más! De pronto, con un gesto desafiante, lo arrojó al mar.
—¡Hasta nunca! —gritó riendo.
El vestido voló un instante por encima del agua, entre los mechones de pelo que se esparcían por la estela que dejaba el barco, hasta posarse sobre las olas, como una grácil ave. Malva observó la tela mientras se alejaba y sonrió. Se acabó, por fin. Todo lo que la convertía en una principetta sumisa acababa de ser engullido por el oleaje. ¡Ya no le quedaba otra cosa que vivir su vida! Una extraordinaria embriaguez le hizo volver la cabeza y perder el equilibrio.
Vincenzo se lanzó hacia ella, le cogió suavemente del brazo y le dijo, con tono jocoso:
—Bueno, bueno, principetta, no seáis tan impaciente. ¡Ya no queda mucho para que abandonéis el Estafador!
La Ciudad Baja estaba en plena efervescencia. En todos los callejones, en todas las tiendas y en todas las casas no se hablaba de nada más que de la desaparición de la principetta. Durante toda la mañana, el rumor había brotado de los puntos más elevados y franqueado los muros de la Ciudadela para derramarse como un río de lava por toda la ciudad. Y ahora nada podía contener el clamor que se dejaba oír por doquier.
—¡Qué desgracia! —se lamentaban las muchachas.
—¡Busquemos a nuestra principetta! —gritaban los hombres.
—¡Es una conspiración! —acusaban los más desconfiados.
—¿O una broma? —se preguntaban los más incrédulos.
Mientras los criados registraban todos los rincones de la Ciudadela, el coronado envió a sus guardias en busca de su hija. Tropas armadas patrullaban calles y puentes hasta llegar al puerto.
Sólo Orfeo seguía ajeno al tumulto general. Y es que ni un terremoto, podría haberle distraído de su cataclismo personal.
Desde el día anterior, permanecía derrumbado en su sillón, incapaz de moverse, con el diario de navegación de Aníbal Mac Bott sobre sus rodillas. Ni siquiera lo había abierto aún. No tenía fuerzas para hacerlo.
Las pasmosas revelaciones de su padre lo habían arrojado a un torbellino de emociones contradictorias. Se sentía humillado y enfurecido pero también aliviado y desconcertado. Todos estos sentimientos lo asaltaban de forma desordenada, hasta el punto de que llegó a preguntarse si no acabaría volviéndose loco. ¿Cómo iba a reaccionar de otro modo tras haber descubierto que había construido su vida sobre un enorme engaño?
Tumbado frente a la chimenea, Al no se movía más que Orfeo. Alrededor de él, sobre su alfombra, había restos de pan desperdigados. Durante la noche, al ver que su amo no se ocupaba de él, había sacado de la cocina lo que necesitaba para comer. Saciado, con un hilillo de baba en el morro, dormía ahora el sueño de los justos.
De pronto, sonaron unos golpes en la puerta.
Orfeo alzó la cabeza, alelado. Ya no sabía muy bien dónde estaba ni qué hora era. De todos modos, como los golpes se intensificaban y unas voces imperiosas le ordenaban abrir la puerta, se puso en pie. El libro de cuero cayó pesadamente al suelo.
Entonces vio que había soldados frente a su casa, blandiendo buzarcas y espinglones de boca ancha.
—¡Dejadnos entrar! —dijo el jefe—. ¡Por orden del coronado!
Sin esperar la respuesta del propietario de la casa, los soldados irrumpieron en la vivienda martilleando el suelo con sus botas de suela metálica. Bajo la mirada incrédula de Orfeo, levantaron las tapas de los baúles, dieron la vuelta a los cojines de los sillones, abrieron todas las puertas y registraron los armarios. Hasta quisieron comprobar que no hubiera nada escondido bajo la alfombra de Al. Despertado de su siesta, el viejo san bernardo mostró los colmillos, pero su pesado trasero le impidió precipitarse sobre los agresores, y se conformó con cambiar de sitio. Finalmente, los hombres introdujeron las buzarcas en el conducto de la chimenea, y al no caer más que hollín, subieron al piso de arriba.
Allí, los ojos del jefe adoptaron una mirada maliciosa.
—La cama está intacta —dijo.
Luego se volvió hacia Orfeo, que iba siguiendo a la tropa de una sala a otra sin entender nada.
—¿Dónde habéis pasado noche? Al parecer, no habéis dormido aquí.
Orfeo murmuró, con voz ronca:
—Debí de quedarme adormilado en el sofá. ¿Qué buscáis exactamente?
Los soldados intercambiaron miradas suspicaces. Toda la ciudad estaba al corriente; ¿no estaría burlándose de ellos aquel hombre?
—¡Seguid registrando! —ordenó el jefe, apuntando a Orfeo con su espinglón—. ¡Ya me encargo yo de vigilar a éste!
Los demás tomaron posesión del colchón, levantaron el somier y vaciaron el armario y los cajones. Aquel zafarrancho inesperado tuvo el efecto de una ducha fría sobre Orfeo, que recuperó su coraje.
—¡Yo no tengo nada que esconder! —dijo entonces, indignado—. ¡Lo que estáis haciendo contraviene los preceptos de Quietud y Armonía!
—¡Los preceptos de Quietud y Armonía se han suspendido hasta nueva orden! —replicó el jefe de los soldados—. ¡Hasta que se haya encontrado a la principetta!
Orfeo mostró sorpresa, pero renunció a pedir más explicaciones. Durante todos aquellos años de paz, los espinglones y las buzarcas habían servido sólo para decorar las paredes de las salas de la guardia. Esta vez, en cambio, el olor de la pólvora se percibía de verdad.
Pasado un rato, al no encontrar nada, los soldados abandonaron la casa, no sin amenazar antes a Orfeo con represalias peores si les había ocultado algo.
—Si tanto respetáis los preceptos divinos —se despidió el jefe—, ¡la próxima vez dormid en vuestra cama! Pasar la noche en el sofá no aporta quietud alguna.
Dicho esto, se fue riendo sarcásticamente, y dejó a Orfeo a solas con su desasosiego. Su casa estaba irreconocible… o tal vez no: en ella se reflejaba el estado de ánimo de su dueño, confuso y revuelto.
Ahora que estaba despierto, Orfeo oía los gritos y lamentos que corrían por las callejuelas. Entonces, era cierto: ¡la principetta había desaparecido! ¿Cómo podía haber ocurrido algo así? Cuando volvió a su habitación para poner un poco de orden, vio que las mujeres se habían agrupado en las azoteas de las casas de enfrente. No se dedicaban a sus tareas, como de costumbre, sino que se ponían de puntillas, tratando de ver qué ocurría dentro de la Ciudadela.
Orfeo abrió discretamente la ventana.
—¡Están vaciando los estanques! —exclamó una de las mujeres.
—¡Por la Santa Armonía! —gimió otra—. ¡Espero que por lo menos la principetta no se haya ahogado!
—¡Mirad! ¡Es el arconte en persona! —gritó la mayor, señalando con el dedo hacia la fachada oeste—. ¡Está interrogando a los criados!
—Pues van a pasar un mal rato —comentó una tercera—. ¡El arconte debe de estar preocupado a más no poder!
—¡Mirad allí! —observó la más joven—. ¡Están llegando unas carrogencias de caballos!
—¡Es la delegación del príncipe de Andemarca! —confirmó una chica alta y delgada—. ¡Qué catástrofe! ¡Y pensar que la ceremonia va a anularse!
—Si no encuentran a la principetta, quedaremos cubiertos de vergüenza —suspiró la de mayor edad—. Escuchadme bien, estamos entrando en una época de desgracias.
Orfeo ya había oído suficiente; cerró la ventana.
«Una época de desgracias.» Esa última frase causó un efecto extraño en él. Era como si, por un designio funesto, su destino y el de su país se hubieran tambaleado juntos, en una sola noche.
Se encontraba sumido en estas reflexiones cuando, de nuevo, alguien llamó a su puerta. Orfeo notó que la espalda se le empapaba de sudor. ¿Habrían vuelto los soldados para detenerlo? ¿Le considerarían sospechoso? Todo sucedía con tanta rapidez que, en su exaltado fuero interno, se preguntó incluso si no habría llegado a oídos del coronado la verdad sobre su padre.
Bajó corriendo la escalera y cogió el atizador que estaba junto a la chimenea. ¡Si los soldados pretendían llevárselo, no pensaba ponérselo fácil! Orfeo se acercó a la puerta y la abrió bruscamente, blandiendo su arma improvisada.
En el umbral, sin embargo, no había ningún soldado. Allí sólo le esperaba, petrificada, la vieja Bertilda con un pañuelo negro atado sobre el pelo gris.
—¡Por la Santa Quietud! —gritó—. ¿Qué haces?
Orfeo soltó rápidamente el atizador y farfulló una serie de excusas. La vieja sirvienta se lo quedó mirando acongojada y él comprendió al instante el motivo de su visita.
—Ha muerto, ¿no es así?
Bertilda asintió con la cabeza.
—Esta misma noche —susurró—. Pocas horas después de que te fueras.
Orfeo se quedó un rato plantado, sin saber dónde meter las manos, expuesto al aire frío del exterior. Se estremeció y estornudó dos veces. Desde el día anterior, y a pesar de la calidez de aquel verano, no había logrado entrar en calor.
—¿Qué será de nosotros? —se lamentó Bertilda, reprimiendo los sollozos.
Él la miró con expresión grave; la conocía de toda la vida y, sin embargo, tenía la impresión de estar viéndola por primera vez. En aquel momento, Orfeo comprendió que ya no le quedaba nadie en quien confiar. Nunca había tenido amigos, su padre estaba muerto y ahora se interponía entre él y Bertilda la brecha que aquel engaño había abierto.
—He podido hablar con el santo diáfice —siguió informándole la vieja sirvienta—. Con la desgracia que ha caído en la Ciudadela, ya no hay nada seguro… El coronado ha prohibido todas las ceremonias. Pero me las he arreglado para que se celebre al menos el entierro. Aunque tendremos que esperar unos días, hasta que las cosas se calmen.
Orfeo asintió.
Con la suspensión de los preceptos de Quietud y Armonía, toda la organización del país se había trastornado.
—Pero ¿qué pasará con todo lo demás? —insistió Bertilda—. ¿Qué va a ser de la casa? ¿Y los muebles, los libros, los recuerdos? Tu padre te lo ha legado todo, por supuesto.
—Yo no quiero nada —respondió Orfeo con calma.
—Pero… ¿y su fortuna? Es una suma considerable. ¿Quién se va a ocupar de ella?
—Haz lo que te parezca mejor —dijo Orfeo—. Cuida tú de todo, si quieres.
La pobre Bertilda apenas conseguía contener las lágrimas, pero no le dirigió ningún reproche.
—¿Irás al cementerio por lo menos? —se limitó a preguntar.
—Avísame y allí estaré —dijo él—. Ahora, vete.
Orfeo volvió a estornudar y después cerró la puerta. La anciana, abrumada por la pena, regresó a la Ciudad Alta.
Tras varios días de navegación, Filomena seguía sin acostumbrarse al bamboleo del barco. Presa de un persistente mareo, se encerró obstinadamente en su camarote. Malva, en cambio, se sentía muy a gusto a bordo del Estafador. Había sustituido sus vestidos por unos pantalones y una marinera de tela gruesa. Vestida de esa forma, y con el pelo corto, casi parecía un chico, y los hombres de la tripulación se divertían llamándola «grumete». Radiante, pasaba el rato corriendo desde el castillo de proa al alcázar de popa, observando las maniobras de las velas y pidiendo que le enseñaran todos los secretos de la navegación.
Durante los últimos años, las enseñanzas que le había dispensado el arconte consistían esencialmente en matemáticas, botánica, leyendas, geografía terrestre e historia de las dinastías galnicianas. Nunca le había enseñado la ciencia de enjarciar barcos. De este modo, Malva anotaba encantada en sus cuadernos todos aquellos nombres nuevos y poéticos: gazas, amantes, mosquetones, drizas, escotas… A veces, los marineros la dejaban subir por los obenques; otras, Vincenzo le enseñaba a determinar la posición con la ayuda del sextante. Malva estaba en el séptimo cielo. Al terminar la jornada, cuando bajaba a reunirse con Filomena, la cara pálida, el cuerpo tendido sobre su litera, Malva no se cansaba nunca de cantar alabanzas sobre el viaje.
—¡Navegar es algo tan embriagador! ¡Estoy segura de que un día escribiré un relato de marineros! Si salieras de tu madriguera, te enseñaría los nombres de las velas. Sería divertido.
Filomena se escondía entre las almohadas, con una mano en la boca para contener las náuseas. Una noche, sin embargo, como se sentía menos enferma, se dejó convencer al fin por la principetta.
—¡Anda, ven! —le dijo ésta—. ¡Subamos con la tripulación! ¡El gambucero ha mandado freír sardinas y tú necesitas comer algo! Mira lo flaca que estás. ¿Qué dirán tus primos de Lombardeña cuando te vean? ¡Van a pensar que los galnicianos no saben alimentarse!
Insegura, Filomena se dejó guiar por la escalera de la escotilla. Las dos salieron a cubierta en el momento en que se ponía el sol. El mar de Yprea se rizaba hasta donde alcanzaba la vista, y una espuma dorada decoraba la cresta de las olas.
—Según Vincenzo, atracaremos en Lombardeña mañana por la noche —murmuró Malva—. Te queda el tiempo justo para disfrutar del espectáculo.
Filomena sonrió a la principetta. Nunca la había visto tan feliz, tan animada y jovial. En el centro de la cubierta, los marineros se habían reunido para beber y comer. En el aire flotaba un olor a parrillada. Seguro que las sardinas del mar de Yprea no podían compararse a los arenques galnicianos, pero a Filomena le entró una hambre repentina de todos modos.
—¡Vamos con ellos! —la animó Malva—. ¡Ya verás! ¡Cuando han bebido bastante, se ponen a cantar y a contar historias increíbles!
La dama de compañía se sentó al lado de la principetta. La tripulación del Estafador constaba de una veintena de hombres. Sus caras surcadas de arrugas y de viejas cicatrices, su habla grosera y sus risas escandalosas no parecían molestar a Malva en absoluto. A su lado, los marineros se divertían mucho viéndola quemarse los dedos al intentar comer sardinas, y el ambiente era tan agradable que Filomena pudo relajarse. Hasta se dejó servir un vasito de rioro, y luego un segundo y un tercero. El color le subió a las mejillas.
—¡Por Lombardeña! ¡Y que viva Filomena! —entonaron los marineros, botella en alto.
—¡Por Lombardeña! —respondió la dama.
Finalmente, cuando ya no quedaron más que las raspas de las sardinas, uno de los marineros cogió su mandolina y empezó a puntear las cuerdas.
—Se llama Silvio —susurró Malva al oído de Filomena—. Y canta tan bien que te parecerá que ya estás en Lombardeña…
Las primeras estrellas aparecieron en el cielo teñido de morado. La voz de Silvio en seguida hizo que se apagaran las conversaciones y los demás marineros acompañaban las canciones a coro.
Vincenzo se acercó entonces discretamente para unirse al grupo. A Filomena no le gustó su aspecto. Se acercó a Malva para comentárselo, pero la principetta la tranquilizó:
—Vincenzo trabaja todos los días hasta muy tarde. Me ha enseñado a localizar nuestra posición por las estrellas. Se siente responsable de nosotros, por eso parece un poco tenso. —Y a continuación añadió—: ¡No olvides que llevo el medallón del arconte colgado del cuello, que nos protege de todos los males!
Filomena suspiró y se dejó llevar poco a poco por el canto de los marineros, mientras Malva daba palmadas alegremente. Más tarde, cuando Silvio guardó su mandolina, la principetta se puso en pie de un salto.
—Filomena no ha oído las historias que me habéis contado —dijo—. Ya que desembarcamos mañana, ¡contad algo para ella!
Bulo, el más viejo de los marineros, se puso en pie. Las demás noches había permanecido en silencio, limitándose a asentir mientras escuchaba a sus camaradas.
—¡Ahora me toca a mí compartir con estas muchachas mi larga experiencia en la mar! —afirmó.
Entonces, de pie bajo las estrellas, con una botella de rioro en la mano, se dispuso a describir uno de sus viajes.
—Fue hace mucho tiempo —empezó a decir con voz trémula—. Por aquel entonces yo era joven y no tenía miedo de enfrentarme a lo desconocido. Me había embarcado a bordo de la Fábula, una goleta fletada por un armador de Polvaquia.
Malva estaba ya entregada a la historia. Apoyó la barbilla en las manos y no se movió.
—Partimos hacia el este, con destino a las Tierras Altas de Fridgia —siguió contando el viejo Bulo—. Pero cuando ya nos aproximábamos a la costa, una espantosa tormenta se abatió sobre la Fábula. Era una lluvia densa, tan violenta que las gotas agujereaban la cubierta. Y ¡qué relámpagos! ¡Por todos los dioses, aquellos relámpagos eran tan intensos que algunos de mis camaradas se quedaron ciegos! Y la marejada…
Hizo una pausa para volver a llenar sus pulmones de aire y el vaso de rioro.
—¡Ah, amigos míos! Nunca he visto una mar tan exaltada —murmuró con los ojos desorbitados, como si reviviera la escena y de nuevo el terror se apoderara de él.
Apoyada distraídamente en el hombro de Filomena, Malva se estremeció. La mención de terribles tormentas le traía a la memoria los numerosos relatos que el arconte le había contado y que le proporcionaban un intenso placer.
—¿Y se hundió la goleta? —preguntó.
El viejo Bulo se volvió hacia ella. Sus mechones revueltos se irguieron sobre la arrugada cabeza.
—¡No, no! —dijo con un tono misterioso—. ¡Si nos hubiéramos hundido, yo no estaría aquí para contaros esta historia!
—Creía que seríais el único superviviente del naufragio —murmuró Malva—. ¡No hay nada más emocionante!
Bulo negó con su cabeza hirsuta.
—Si supieras cómo son los arrecifes que rodean las Tierras Altas de Fridgia, sabrías que es imposible sobrevivir.
—¡Es verdad! —intervino Vincenzo, abandonando la actitud de reserva que había adoptado hasta entonces—. Esos arrecifes son al menos tan temibles como los que marcan la frontera entre Lombardeña y el país de Esperda.
Otros marineros asintieron con expresión grave.
—¡Qué pena que no se puedan ver esos escollos de cerca! —exclamó Malva—. ¡Con lo que me gustaría conocer el sabor del miedo!
Filomena le dio un codazo y la hizo callar con la mirada. Para una muchacha de talante sencillo como ella, hablar de naufragios a bordo de un navío era como llamar al mal tiempo. Vincenzo acercó la cara al pequeño brasero donde se habían asado las sardinas. Encendió un cigarro en las brasas y un resplandor inquietante bailó por un momento sobre su cara oscura.
—No os recomiendo conocer de cerca esos arrecifes —susurró, clavando sus ojos de gato en los de Malva—. Acabaríais despedazada.
—¡Ya basta! —chilló Filomena—. ¡Nos estáis asustando con vuestras historias!
—¡En absoluto! —se rebeló Malva—. ¡Yo, al menos, quiero oír cómo sigue!
El viejo Bulo tomó otro trago de vino. Su voz se abrió paso lentamente entre las tinieblas que habían invadido la cubierta:
—La tormenta no nos envió al fondo del mar, pero nos desvió de nuestra ruta. Durante días, el viento golpeó sin cesar las velas, que ya no eran nada más que jirones. Murieron muchos hombres. Fuimos a la deriva hacia el este, siempre hacia el este, sin que pudiéramos hacer nada para evitarlo. El hambre y el miedo nos hundían las mejillas y nos oprimían el corazón. Finalmente, una buena mañana, el viento remitió y la roda de la Fábula se hundió en una lengua de arena. Habíamos embarrancado.
—¿Adonde habíais ido a parar? —preguntó Malva, con los ojos iluminados.
—¡Precisamente, jovencita! ¡No teníamos ni idea! ¡Acabábamos de varar en un país cuya existencia no mencionaba ningún mapa!
Entre los marinos se alzó una repentina algarabía. Silvio exclamó con una carcajada:
—¡Ya estamos! ¡Con este canalla de Bulo, siempre es lo mismo! ¡Por fuerza tiene que acabar saliendo con su puñetero país imaginario!
Los demás se echaron a reír, pero Bulo no parecía dispuesto a parar ahí.
—¡Escuchad! —insistió—. ¡Ese país existe, porque yo he estado allí! ¡Y juro por la cabeza de mis antepasados que, si pudiera encontrar la ruta, es allí donde quisiera pasar mis últimos días! Porque…
—¡Basta! —le interrumpió de nuevo Silvio—. ¡Todo eso no es más que un cuento! ¡Estás mal de la azotea, Bulo!
Malva miraba por turnos al viejo borracho y a sus risueños compañeros, tratando de averiguar quién decía la verdad. Filomena, por su parte, se revolvía de impaciencia.
—Ya es muy tarde —dijo de pronto—. Propongo que vayamos a descansar. Mañana, en Lombardeña…
—¡No, no! —suplicó Malva—. ¡Dejemos acabar a Bulo!
Vincenzo aplastó su cigarro. Unas chispas saltaron para desaparecer en la negra noche.
—¡Sí, terminemos! —decidió—. ¡Después, iremos todos a dormir, porque la jornada de mañana se presenta muy larga, desde luego!
Animado por estas palabras, el anciano terminó su historia, que Malva escuchó totalmente maravillada.
—Decidimos llamar a ese país Elgri-la, jovencita. Y, como ya he dicho antes, es allí donde quisiera terminar mi vida. El clima es cálido y seco, pero la tierra se mantiene fértil durante todo el año, porque sus llanuras están regadas por cientos de ríos. El cielo está poblado de pájaros de plumaje de color carmesí. Los árboles se inclinan bajo el peso de sus frutos y los habitantes no conocen la miseria. Oculto en el secreto de un bosque, hay un lago de aguas calientes y burbujeantes. Es el lago Barath-Thor. ¡Quien se baña en él rejuvenece diez años! Además, en la cima del monte Ur-Tha, se yergue un árbol milenario. Cuando uno se sienta en la rama más alta, por alguna suerte de magia puede ver el otro extremo del Mundo Conocido. Así, siempre puedes saber cómo está la gente que has dejado atrás, en Galnicia o donde sea. Finalmente, existe una bahía maravillosa. La bahía de Dao-Boa. Allí sopla una brisa suave y azucarada, y basta con respirar ese aire para que te sientas infinitamente dichoso.
El viejo Bulo suspiró con nostalgia. Se echó un último trago de rioro al fondo del gaznate y arrojó la botella por la borda.
—Yo no estoy loco —murmuró—. Elgri-la existe, en algún lugar, siempre al este, en los límites del Mundo Conocido.
—Lo que no entiendo —dijo Silvio con tono jocoso— es por qué no te quedaste en tu Elgri-la querida, si eras tan feliz allí.
Bulo se cubrió de pronto la cara con las manos, embargado por una profunda tristeza.
—¡Elgri-la hay que merecerla! —sollozó—. ¡Y yo no he demostrado ser digno! ¡Por desgracia, me echaron de allí! ¡Fue por mi culpa, sólo por mi culpa! ¡Ojalá pudiera enmendar mi error!
Y cayó de rodillas sobre la cubierta. Filomena dio un respingo. Aquel hombre parecía tan sincero y a la vez… ¡tan borracho! ¿Qué impresión causaría esa escena en el espíritu de la joven Malva? La cogió de la mano para animarla a bajar a su camarote, pero la principetta no estaba dispuesta a dejar allí a Bulo. Se escapó de Filomena y se arrodilló al lado del borracho.
—Pero ¿qué ocurrió? —preguntó con voz muy suave.
—¡Fui demasiado codicioso! —lloriqueó Bulo—. ¡Quise apropiarme del vuth-nathor y lo eché todo a perder!
Entonces, aferró a la principetta por la muñeca.
—¡Si un día fueras allí, no te confíes! Nunca te dejes tentar por el fulgor del vuth-nathor.
—¿Y qué es eso? —susurró Malva, fascinada.
—Vuth-nathor, vuth-nathor —farfulló el marinero, al límite de sus fuerzas.
Y, de pronto, se desplomó sobre la cubierta. Malva dejó escapar un grito.
—Parece que se acabó la diversión —observó Vincenzo.
Chasqueó los dedos y todos los marineros se pusieron en pie. Filomena aprovechó para tirar de la manga a Malva:
—Déjale dormir la borrachera. Ya ves que está totalmente ebrio y que no sabe ni lo que dice.
Malva se despegó de Filomena y se arrodilló al lado del viejo Bulo para zarandearlo un poco.
—¿Qué es el vuth-nathor? —insistió.
Pero el hombre se quedó inmóvil, tendido cuan largo era, como si el solo hecho de haber pronunciado aquel nombre extraño lo hubiera dejado sin sentido.
Entonces, decepcionada, Malva se resignó a seguir a Filomena. Cuando ya estaban bajando los primeros escalones que descendían desde la escotilla, Vincenzo las alcanzó. Acercó a ellas su cara tenebrosa y les dijo:
—Que durmáis bien. Mañana será el gran día. —Y, rozando con la punta de los dedos el medallón del arconte, que Malva jamás se quitaba, añadió—: Mañana, principetta, podréis juzgar hasta qué punto vuestro protector ha hecho bien las cosas.
—Atracaremos sin problemas en Lombardeña, ¿verdad? —quiso asegurarse Filomena.
—He repasado mis cálculos diez veces esta noche —respondió el capitán—. Todo va a la perfección. Nos dirigimos directamente hacia la costa.
Aquella noche, Malva durmió muy profundamente. Soñó con Elgri-la, el lago Barath-Thor, el árbol milenario que crecía sobre el monte Ur-Tha y con la bahía de Dao-Boa. Pero un ruido espantoso la arrancó de sus sueños por la mañana. Con un sobresalto, se incorporó en su litera.
A su lado, Filomena roncaba. Inquieta, Malva la empujó, pero a pesar de los empellones, cada vez más fuertes, la dama de compañía seguía sin despertarse. Se oyó un nuevo crujido. Malva se tapó los oídos: tenía la sensación de que el barco gritaba de dolor.
Salió del camarote como una exhalación y subió a cubierta. Allí se quedó paralizada, sobrecogida por el asombro. El Estafador se dirigía directamente hacia una hilera de rocas que asomaban fuera del agua sus cabezas blancas de esqueletos, rizando el mar por todos lados. ¡Y los crujidos que Malva oía procedían de la curva de la roda, que rascaba ya el fondo!
Malva habría gritado, pero no tenía fuerzas. Se quedó de pie en la cubierta, fascinada por el espectáculo de las olas al estrellarse contra el arrecife. La proa de la nave no estaba a más de un cable de distancia de la catástrofe y, sin embargo, ¡nada indicaba que fuera a virar!
La principetta alzó la cabeza. Un cielo sin nubes flotaba sobre el horizonte. La vela mayor, el trinquete, la vela mediana y el foque estaban izados, pero nadie parecía ocuparse del velamen. La cubierta estaba desierta y los hombres de la tripulación habían desaparecido.
—¿Vincenzo? —consiguió articular al fin.
Entonces se dirigió a popa, y fue en aquel momento cuando se dio cuenta de que las dos chalupas que normalmente se asentaban sobre sólidos calzos de roble en el centro del barco, habían desaparecido.
—¡Vincenzo! —gritó con más fuerza.
Pero sólo recibió la respuesta del viento entre el cordaje y, más lejos, la resaca monstruosa de las olas al golpear las puntiagudas rocas. Malva tuvo la sensación de que un abismo se abría bajo sus pies y lanzó un grito de horror.
—¡Filomena! ¡Filomena! —gritó, arrojándose hacia los camarotes con el frenesí que da la desesperación—. ¡Nos han abandonado! ¡Nos vamos a estrellar contra los arrecifes! ¡Filomena!
Malva irrumpió en el camarote. Agarró a su dama de compañía y la sacudió con todas sus fuerzas.
—¡Despierta! —gritó hasta enronquecer—. ¡Nos hundimos!
Filomena abrió un ojo lánguido. Parecía tener la pupila increíblemente dilatada.
—¡Te han drogado! —comprendió Malva de pronto—. ¡Los muy traidores! ¡Te echaron algo en el vino!
Tiró de los brazos de la dama hasta lograr hacerla caer de la litera. Filomena pareció recuperar el sentido por el golpe.
—¿Qué haces levantada a estas horas? —preguntó con voz pastosa.
Malva le agarró la cara con las dos manos.
—¡Tenemos que saltar del barco, Filomena! ¿Me oyes? ¡Si no, no vamos a salir vivas!
—¿Saltar… del barco? —respondió la joven—. Es que, mira… mejor no… ¡No sé nadar!
Malva le soltó un par de bofetones.
—¡Despierta! ¡Vamos a morir!
Esta vez, la neblina que enturbiaba los ojos de Filomena se disipó repentinamente. Notó un sobresalto en el pecho y un espasmo. Echó la cabeza a un lado y vomitó en el suelo del camarote. Cuando terminó, se puso en pie tambaleándose.
—¡De prisa! ¡De prisa! —la apremiaba Malva—. ¡Sígueme!
Medio aturdida, Filomena echó a correr detrás de su ama. Mientras, el Estafador chirriaba y crujía como un tronco en una hoguera, a punto de partirse en pedazos. Cuando salieron al exterior, el arrecife estaba ya a escasos codos de distancia.
—¡Ayúdame! —ordenó Malva—. ¡Esto nos ayudará a flotar!
La principetta había levantado el entramado de láminas de madera que cubría la escotilla central. Filomena le echó una mano y, entre las dos, pudieron arrancarlo. Sin perder tiempo, repitieron la operación con otro entramado.
—¡Ahora, al agua! —dijo Malva, corriendo hacia la popa.
Desde allí veían olas de al menos diez metros crecer bajo ellas. El agua espumeaba contra el casco. Pálida como una muerta, Filomena apretaba la madera contra su pecho.
—No puedo —murmuró.
—¡Sí puedes! —replicó Malva.
Justo entonces, la proa del Estafador dio de lleno contra las primeras rocas del arrecife. Con un estallido seco, la madera se rompió y el barco entero dio una sacudida.
—¡Ya! —gritó Malva. Y, aferrando el vestido de Filomena con su mano libre, se arrojó al vacío.
Las dos cayeron a plomo en el agua turbulenta. El frío las rodeó y tragaron agua varias veces. Entonces, sujetas a los trozos de madera, sacudieron los pies para alejarse del barco y del arrecife.
La ropa, viscosa como las algas, se les pegaba a la piel y dificultaba sus movimientos. Sin embargo, el miedo les dio fuerzas. Obligándose a sí mismas a seguir, consiguieron apartarse de la zona más peligrosa, donde la corriente las habría dirigido irremisiblemente contra las rocas.
Cuando Malva consideró que ya estaba suficientemente lejos, miró hacia atrás. El Estafador hacía aguas por todas partes. Un enorme boquete se abría en el casco desde la barandilla hasta el escobén. Las velas se habían desplomado y el bauprés colgaba, inerte, de los estays.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Filomena, aterrorizada. Había recobrado totalmente el sentido al entrar en contacto con el agua fría.
—Vincenzo ha intentado matarnos —respondió Malva—. Él y sus hombres han abandonado el barco mientras dormíamos. A estas horas, ya deben de andar lejos.
Las olas castigaban a las dos náufragas. Sus dedos resbalaban constantemente de los improvisados flotadores y el agua salada les entraba en la boca y la nariz y les irritaba los ojos.
—Vamos a morir —se estremeció Malva al rato—. No veo la costa. Nadie va a venir a salvarnos.
Filomena, casi sin aliento, sacudió los pies y se pegó a la principetta.
—Tú me has obligado a saltar —le dijo—. Pues ahora yo te voy a obligar a sobrevivir.
Durante dos largas horas, las dos se animaron mutuamente a seguir. Según Filomena, lo mejor era avanzar en el sentido que indicaba la cresta de las olas.
—¿Y si hay corriente en contra? —dijo Malva, desalentada.
—No pienses en eso —respondió Filomena— y sigue nadando.
El sol se alzaba en el cielo, abrasándoles la cara cubierta de sal. La sed les desgarraba la garganta. El agotamiento las acechaba. Se pusieron a cantar por turnos para mantenerse despiertas. Finalmente, vencidas por la sed y la fatiga, se quedaron calladas.
De pronto, cuando ya se rendía al sueño, Malva notó que algo le rozaba las piernas, y dio un respingo.
—¿Filomena? ¿Has notado eso?
—¿Qué? —dijo la dama de compañía, dando otro respingo.
Desplomada sobre la madera, también ella había estado a punto de dormirse.
—He notado alg…
Malva no tuvo tiempo de terminar la frase. Soltó un grito ensordecedor y su cara se contrajo de dolor.
—¡Malva! —la llamó Filomena, mientras se acercaba a ella dando fuertes patadas en el agua.
—¡Mi pierna! —gritó la principetta.
Filomena soltó su madero y se agarró al de Malva. Entonces trató de hacerla subir a él mientras la muchacha gemía de dolor.
—¡Me ha mordido algo! —lloraba—. Mi pierna… Mi pierna…
Filomena resoplaba todo el rato. Estuvo a punto de resbalar, pero volvió a agarrarse fuerte y finalmente tumbó a Malva sobre el madero. El agua se teñía de rojo por la sangre, cerca de la pantorrilla derecha. A Filomena le dio un vuelco el corazón.
—¿Qué tengo? —se alarmó Malva—. ¡No me siento la pierna!
—¡La pierna está en su sitio! —respondió Filomena—. Sangra un poco, pero no es nada. No te muevas más. Seguro que era una roca que sobresalía… sólo una roca.
Y mientras pronunciaba esas palabras reconfortantes, contempló con horror la herida que surcaba la pierna de la principetta: una herida profunda, en forma de boca, con la marca de dos hileras de dientes.
Filomena acarició la frente de Malva con la mano.
—No es nada —murmuró—. Sólo una roca con la que te has dado un golpe. Yo te curaré, principetta mía. Ya lo verás, yo cuidaré de ti…
Con un nudo en la garganta, Filomena encontró fuerzas para cantar las nanas que en otra época repetía una y otra vez para dormir a Malva cuando ésta tenía miedo de la oscuridad y de las pesadillas. La dama de compañía se pasó cantando una eternidad, esperando a cada momento ver surgir del agua la bestia monstruosa que había mordido a su ama. Y, mientras cantaba, pensó que morirían así, juntas, perdidas en medio del mar.
Malva se había desmayado.
El sol golpeaba con tanta fuerza la superficie del agua que Filomena ya no lograba abrir los ojos. Y por ese motivo no vio, a lo lejos, la silueta de una barca que se dirigía hacia ellas. En el momento en que ya se resignaba a morir, dos manos se acercaron para sacarla del agua.
Al cabo de varios días, el tiempo cambió. Primero, el sol dio paso a un cielo sombrío, uniformemente gris. Después, el viento entró en escena. Pero no lo hizo para echar a las nubes, sino para lanzarlas unas contra otras, para apiñarlas sobre la tierra como si las recogiera dentro de una caja, y empezó a llover. En Galnicia, este fenómeno no era corriente en aquella época del año. Pronto se alzaron voces supersticiosas para decir que el cielo descompuesto anunciaba nuevas catástrofes. De los países vecinos, de Armunia, de Tildesia, llegaron pitonisas y echadoras de cartas, que instalaron sus caravanas en medio de las plazas y de las avenidas y empezaron a pregonar su ofertas: cincuenta galniques por una predicción a seis meses, cien para saberlo todo a varios años vista y doscientos para quien quisiera modificar la hora fatídica de su muerte. Colas interminables de galnicianos inquietos se agolparon frente a las caravanas y ya nadie prestaba atención a la gente razonable que criticaba a los charlatanes.
En la Ciudad Baja, algunas mujeres se cubrían la cabeza con paños untados con cera de abeja como protección contra las desgracias. En el puerto, los marineros grababan signos misteriosos en la piedra de los muelles para expulsar a los espíritus malignos. Amuletos de todo tipo aparecían en las estanterías de los comercios, y los clientes se peleaban por comprarlos. Hasta se veían vendedores de cornalinos instalando tenderetes donde pregonaban las virtudes de aquellas piedras rojas que, según ellos, tenían el poder de ahuyentar la mala suerte.
Tanto de noche como de día, tropas de soldados patrullaban la ciudad golpeando los adoquines con sus suelas metálicas. El coronado estaba convencido de que la principetta había sido víctima de un secuestro, pues no veía otra explicación posible a aquella desaparición tan repentina. Por supuesto, el arconte no hizo nada por sacarlo del engaño y dejó que enviara a sus hombres a registrar todas las provincias hasta las fronteras del país.
Empezaron a correr entre murmullos los nombres de algunos bandidos y algunas acusaciones ambiguas sobre conspiraciones urdidas por tal o cual país extranjero. Se enviaron embajadores a Dunbraven, al reino de Norj e incluso a Polvaquia. La coronada se pasaba el día frente al Altar de las Divinidades, rezando. El coronado estaba fuera de sí. No confiaba más que en una persona para encontrar a la principetta: el arconte.
En medio de ese clima que se había creado, los soldados regresaron a la Ciudadela con el vestido que Malva llevaba puesto la noche de su desaparición. Lo habían encontrado entre las algas, arrastrado por las olas hasta una playa cerca del puerto de Carducia. Entre los encajes del cuello había unos mechones de pelo negro.
El coronado y la coronada se quedaron estupefactos ante aquella reliquia. La examinaron, la tocaron con la yema de los dedos. Por un momento, se negaron a afrontar la realidad, y sin embargo… ¿No era aquel vestido la prueba de que la principetta se había ahogado?
—¿Ahogada? —murmuró la coronada con voz inexpresiva.
—¿Ahogada? —repitió el coronado con el mismo tono.
Discretamente, el arconte hizo una señal a los soldados para que se quitaran los cascos y bajaran el cañón de sus espinglones. Entonces, con pasos suaves, se acercó a la pareja real.
—Lloraremos mucho tiempo a nuestra amada principetta —murmuró—. Galnicia ha perdido a una persona de gran valor.
Las reglas de protocolo que tanto habían pesado en las relaciones entre Malva y sus padres se rompieron en mil pedazos. Por primera vez en su vida, el coronado y la coronada se dejaron inundar por sus sentimientos y se sumieron en un profundo dolor.
Abrumados por la incómoda situación, los soldados se esfumaron. En cuanto salieron, el rumor se extendió por toda la ciudad: la principetta, la heredera única al trono de Galnicia, se había perdido para siempre entre las olas del océano Máltico.
Durante varios días, un pesado silencio invadió la Ciudadela. El coronado se había encerrado en su habitación y la coronada no salía nunca de la de Malva. Ni uno ni otro querían ya ver a nadie aparte del arconte, que, como si se tratara de un miembro de la familia, era la única persona autorizada a visitarlos. Así, se le veía ir y venir por los silenciosos pasillos y galerías con la frente preocupada y los ojos atentos, transportando tazas humeantes con tisanas contra la jaqueca.
En última instancia, y superados por la situación, los criados, los soldados, los santos diáfices y los ministros acabaron dirigiéndose directamente a él para los asuntos del día a día. Al principio, el arconte prometía transmitir las diversas peticiones y preguntas al coronado. Sin embargo, como éste ya no se encontraba en disposición de nada, el arconte se vio obligado a tomar decisiones en su nombre. Fue así como promulgó sus primeros edictos:
Edicto n.° 1: Galnicia entraba en un período de duelo indefinido. Las fronteras se cerraban.
Edicto n.° 2: Los preceptos de Quietud y Armonía se abolían definitivamente. No se celebraría ninguna boda ni ningún entierro, dado que Malva no había podido casarse y que, al no existir cadáver, tampoco había sido posible enterrarla.
Edicto n.° 3: Las únicas ceremonias autorizadas serían las que sirvieran para mantener el recuerdo de la principetta.
En la Sala de las Exquisiteces, en el corazón de la Ciudadela, el arconte hizo instalar el retrato de Malva, realizado el día que cumplió catorce años, así como el vestido encontrado en el mar. Todos los galnicianos fueron invitados a acudir allí para depositar ofrendas sagradas.
Todos estos acontecimientos se sucedieron de forma muy rápida. En menos de dos semanas, el país, que parecía tan firme y sereno, se tambaleaba sobre sus cimientos. Era como si, al fugarse, Malva se hubiera llevado consigo el pilar sobre el que se sustentaba toda Galnicia.
Mientras las paredes de las calles de la ciudad se llenaban de carteles con los primeros edictos, en la residencia de los Mac Bott, el cadáver del anciano capitán Aníbal se descomponía lentamente, despidiendo un olor insoportable. Armándose de valor, Bertilda abrió el cofre donde su antiguo señor había depositado su fortuna.
La criada sabía que ninguna ley se resistía al poder del oro.
Así pues, cogió una bolsa de terciopelo verde y salió a buscar al santo diáfice.
Ya estaba anocheciendo cuando Orfeo oyó llamar a la puerta. No había hablado con nadie desde la mañana en que Bertilda le había informado de la muerte de su padre. Puesto que detestaba la humedad y la lluvia le ponía triste, no quiso aventurarse a salir. Ni siquiera había subido a su habitación a espiar a las mujeres desde la ventana, perfectamente consciente de que los acontecimientos del mundo exterior no mejorarían su estado de ánimo. Había pasado el tiempo alimentando sus rencores, pero también preguntándose qué podía hacer con su vida ahora que sabía que gozaba de buena salud.
No sin recelo, se acercó a la puerta. La abrió tras un momento de vacilación y se topó de frente con el mismo muchacho que le había traído el otro mensaje. El pobre chico temblaba de frío con los andrajos mojados que llevaba, pero le iluminaba las pupilas la misma malicia de siempre.
—¿Eres Orfeo, como la otra vez? —preguntó.
Orfeo estornudó con un estremecimiento de hombros y preguntó:
—¿El mensaje cuesta cien galniques, como la otra vez?
—Qué va —corrigió el muchacho—. Hoy serán doscientos galniques. Todos los comerciantes suben los precios. Yo también.
Orfeo soltó un suspiro y hurgó en sus bolsillos para pagar al joven mensajero.
—Es de la vieja de la otra vez —explicó entonces el chico—. Me envía para decirte que será esta noche, a las once.
Orfeo frunció el ceño:
—Me parece un poco enigmático. ¿No ha dicho nada más?
—No —respondió el mensajero—. Y a mí no me parece muy buena idea meterse en los cementerios con los tiempos que corren… ¿No sabes que está prohibido?
Orfeo captó en seguida lo que el chico quería decir. Le dio cien galniques más.
—Espero que con esto pueda confiar en tu silencio.
Las mejillas del muchacho recuperaron el color al coger el dinero con su mano mugrienta.
—¡Seré una tumba! —dijo con desparpajo.
Dicho esto, salió por piernas y desapareció tras la esquina de la primera callejuela.
Orfeo volvió a estornudar y se apresuró a volver al salón. Frente a él, colgado en la pared, se desplegaba el mapa del Mundo Conocido, dibujado por el Instituto Geográfico de Galnicia. Había comprado aquella preciosa reproducción cinco años antes, cuando decidió irse a vivir solo. Muchas veces se detenía ante él para contemplar las tierras y los mares cuyos nombres le hacían soñar: tierras de Arémica, imperio de Orniente, mar de Ocre, mar de Yprea, Guirkistán, océano Máltico… El Mundo Conocido se ofrecía a Orfeo, de este a oeste, a lo largo de la Gran Latitud. En el centro, Galnicia siempre le había parecido ridículamente pequeña. Y ahora, aquella sensación lo abrumaba más que de costumbre.
—Ya no puedo seguir viviendo aquí —afirmó en voz alta.
El viejo san bernardo respondió con un gruñido.
—¿Tienes algo que decir a eso, Al? —preguntó Orfeo con tono malévolo.
El perro levantó una oreja y luego la dejó caer otra vez.
—¡Pues sí, partir! —suspiró Orfeo—. Para ti no tiene nada de especial, pero ¿y para mí?
Era la única esperanza que le quedaba. Aunque ¿cómo salir de Galnicia? La flota estaba retenida y las fronteras cerradas hasta nueva orden. El duelo impuesto a los galnicianos por el edicto del arconte impedía la circulación en cualquier sentido.
El día tocaba a su fin. La noche invadía las callejuelas y finas gotas de lluvia caían sobre los cristales, pero Orfeo estaba obligado a salir de casa.
Subió a su habitación y se plantó frente al espejo. Una barba de dos días le cubría las mejillas y la palidez de su piel acentuaba el estallido azul de los ojos. Cada vez que se enfrentaba a su reflejo, Orfeo se asombraba de haberse hecho un hombre. En el fondo, seguía sintiéndose un niño. Tenía la sensación de haber vivido únicamente en sueños.
Se vistió de negro, se puso unos guantes y un sombrero y volvió a bajar al salón. Antes de salir, se metió bajo el capote el diario de navegación del capitán. No había podido obligarse a leerlo. ¿De qué le serviría? La vergüenza empañaría en el futuro el nombre de los Mac Bott, y Orfeo no necesitaba más detalles.
Ya iba a cerrar la puerta cuando Al emitió un gruñido. El viejo perro se había puesto en pie y, con la lengua colgando, se acercaba a la entrada.
—¿Qué quieres? —preguntó Orfeo, atónito.
El san bernardo alzó unos ojos húmedos hacia su amo. Aquella mirada no dejaba lugar a dudas: quería acompañarlo.
Orfeo soltó un suspiro de exasperación. ¡Aquel perro se pasaba días tumbado en el suelo, sin moverse, y resulta que ahora quería pasearse en plena noche, con aquel tiempo detestable, en un cementerio!
Al fin, Orfeo se encogió de hombros y lo dejó salir. Hacía mucho tiempo que había renunciado a comprender qué se cocía en la cabezota de aquel animal.
Bajo un cielo sin luna, la ciudad entera se helaba de frío. Ni una vela encendida detrás de las ventanas, ni una farola de gas iluminando las puertas cocheras, no había más que tinieblas y tristeza. Con los hombros encogidos, Orfeo atravesó las calles sorteando los charcos fangosos y los surcos dejados por las ruedas de los carros. En cuestión de pocos días, Galnicia se había cubierto de líquido y viscosidad. Mientras el país se inundaba, Orfeo, ahogado y desdichado, se sentía allí como pez fuera del agua.
Mientras se aproximaba al cementerio, vislumbró unas luces tenues. Apremió a su perro para que anduviera un poco más rápido, pero Al siempre se quedaba atrás para husmear el suelo o recuperar el aliento sentándose beatíficamente sobre su trasero anquilosado.
Bertilda esperaba frente a las rejas, acompañada por cuatro hombres, que habían accedido a hacer de enterradores a cambio de una bolsa de oro, y por el santo diáfice, que se apretaba contra el pecho un viejo devocionario con varias páginas dobladas por las esquinas. Todos ellos saludaron a Orfeo con un simple movimiento de cabeza silencioso. Aquel tipo de incursión los ponía nerviosos a todos.
Bertilda, sosteniendo dos lámparas de gas con los brazos extendidos, encabezaba el cortejo, mientras los cuatro hombres alzaban el ataúd del capitán. El santo diáfice se acercó a Orfeo y le rodeó los hombros con un brazo compasivo.
—Echaremos de menos a tu padre —murmuró—. Era un hombre bueno y leal, y uno de los súbditos más fieles del coronado. En otros tiempos, hubiera tenido unas exequias por todo lo alto, pero…
Orfeo se vio obligado a sonreír. Ciertamente, en otras circunstancias, el entierro del capitán Aníbal Mac Bott se habría celebrado a pleno día, ante los ojos de todos, y no cabía duda de que una multitud de curiosos se hubiera agolpado frente al Santuario para asistir a la ceremonia. Sin embargo, habiéndose enterado de la verdad, Orfeo pensó que su padre no iba a tener más que lo que merecía: un entierro clandestino. ¿Acaso no era así como terminaban los traidores?
El grupo entró en el cementerio, seguido de lejos por el perro Al, que resollaba como un viejo asmático. El guardián les esperaba dentro, escondido tras el tronco de un almendro. Al pie de aquel árbol se había excavado un hoyo para dar cabida al muerto. La lápida de la tumba contigua llevaba el nombre de Merixel Mac Bott, la madre de Orfeo. Estaba agrietada por algunos puntos y cubierta de musgo. Hacía mucho tiempo ya que Orfeo no acudía allí para recogerse. Para él, Merixel era una extraña, una imagen lejana. Nunca había sabido qué quería decir la palabra «madre».
—¡Rápido, rápido! —imploró el guardián cuando Bertilda estuvo más cerca—. La patrulla puede pasar por aquí de un momento a otro.
La criada le tendió una bolsa de oro para hacerle callar y luego dejó las lámparas de gas en el borde del hoyo. Los cuatro portadores hicieron descender el ataúd, bajo la mirada fija de Orfeo. Cuando la caja tocó el fondo con un ruido sordo, el santo diáfice se acercó, cogió una lámpara y abrió su devocionario.
—«Divinidades del Más Allá —empezó a recitar—, esta noche os confiamos el alma de nuestro amado Aníbal…»
Se había levantado viento del norte. La voz del santo diáfice apenas se hacía oír. Orfeo, con la cabeza baja, no lograba concentrarse en sus palabras. Demasiados pensamientos contradictorios, demasiados sentimientos inconfesables atravesaban su espíritu y su corazón. De vez en cuando, lanzaba una mirada a su perro. Al husmeaba alrededor de las tumbas cercanas, como si estuviera buscando el difunto más idóneo sobre el que hacer sus necesidades.
—«… acoged en vuestro seno a este buen capitán que, durante su vida, dirigió con valor su navío, afrontando tormentas y aguaceros, sin dejar nunca de velar por la educación de su hijo» —siguió diciendo el santo diáfice.
Orfeo reparó en que Bertilda lloraba y que el guardián del cementerio había agarrado su pala, impaciente por volver a tapar el hoyo. Finalmente, el santo diáfice terminó su lectura y se dirigió a Orfeo:
—¿Tienes algo más que añadir?
Orfeo dio un paso al frente y bajó la mirada hacia la tapa del ataúd. Sacó de los pliegues de su capote el libro de cuero negro y lo arrojó al foso.
El diario de navegación cayó pesadamente sobre el ataúd.
—¿Eso es todo? —preguntó el santo diáfice.
Orfeo dijo que sí con la cabeza. Acto seguido, los cuatro hombres y el guardián del cementerio se pusieron a cubrir el hoyo. El santo diáfice se acercó a Bertilda para susurrarle unas palabras al oído. Orfeo supuso que ella le ofrecía, a él también, una bolsa de oro. Decididamente, todo se pagaba caro aquellos días.
Una vez hubo quedado la tierra bien apretada sobre la tumba, Orfeo se subió el cuello del capote. Cuando ya se iba, Bertilda lo sujetó por el brazo.
—Mañana vendré a depositar las ofrendas —le dijo—. Yo me ocuparé de todo… ¿Y tú? ¿Qué piensas hacer?
—Partir —respondió Orfeo—. A la primera ocasión que tenga.
—Me hago cargo —murmuró la vieja criada—. ¿Vendrás a decirme adiós?
Orfeo negó con la cabeza.
—Entonces… —dijo Bertilda— me despido de ti esta noche.
Cuando la criada quiso darle un beso en la mejilla, él escapó de sus brazos. Sin mirar atrás, con el viejo san bernardo siguiéndole los pasos, Orfeo se fue del cementerio.
Acostada en un colchón de paja, Malva todavía no había recobrado el conocimiento. Con los ataques de fiebre, su frente se cubría de un sudor agrio que le goteaba por debajo de la barbilla y le empapaba el cuello de la marinera. Igual se quedaba inerte, con los ojos cerrados, que se agitaba bajo el efecto de las alucinaciones que le perturbaban el espíritu.
—Elgri-la… Elgri-la… —repetía incesantemente—. Vuth-nathor… Dao-Boa…
Filomena le sujetaba la mano, le secaba la frente, le hacía beber con la mayor frecuencia posible y le lavaba la grave herida de la pierna. Por desgracia, sus atenciones no obtenían resultados. La principetta parecía haberse precipitado a otro mundo y Filomena perdía la esperanza de hacerla volver a la realidad.
Todas las mañanas, el pescador y sus dos hijos salían de su casa y se hacían a la mar para recoger las redes y las nasas de pesca. Fue así como salvaron a Filomena y Malva de ahogarse. No hablaban galniciano ni lombardés, sino una lengua extranjera, llena de vocales agudas y sonidos cortantes. Comunicándose por gestos, Filomena acabó averiguando que se hallaba en el país de Esperda, es decir, mucho más al este de lo previsto. Si Malva llegaba a recuperarse, tendrían que deshacer mucho camino para volver a Lombardeña, pero por el momento una expedición así parecía más bien improbable.
La cabaña de los pescadores estaba aislada, colgada al borde de un acantilado blanquísimo sobre el mar. Un camino sinuoso descendía hasta una cala de guijarros y otro ascendía hacia unas colinas cubiertas de hierba corta donde pacían cabras delgaduchas. Y eso era todo.
Cuando no estaba al lado de su ama, Filomena ayudaba en la cocina y con la ropa, o cuidaba de las cabras. El fardo que contenía las monedas de oro del arconte, la ropa de muda y los cuadernos de Malva se habían hundido con el Estafador. A partir de entonces, tendrían que vivir en la indigencia, pero a la dama de compañía no le asustaba la miseria. Trabajaba duro, sin desfallecer, para no ser una carga demasiado pesada sobre los hombros de sus anfitriones.
Todas las noches, la mujer del pescador sacrificaba algunos pescados para hacer cataplasmas. Filomena creyó comprender su lógica: dado que la herida de Malva había sido causada por una bestia acuática, habría que curarla con más bestias acuáticas. Así, boquerones, doradas, escorpinas y bacalaos terminaban esparcidos en forma de ungüento sobre la pierna de Malva.
—¡Akanaiké! —gritaba la mujer del pescador al aplicar el ungüento.
Filomena repetía aquella palabra extraña, «akanaiké», como si fuera una fórmula mágica, esperando que la carne de pescado terminase por hacer su efecto.
Sin embargo, al cabo de dos semanas, como la principetta seguía delirando y se debilitaba hasta extremos alarmantes, el hijo más joven de la familia cogió su bastón, una carretilla vacía y salió de la cabaña.
—Thera —explicó la mujer del pescador a Filomena, e hizo unos gestos vagos en dirección al camino que había tomado su hijo.
—¿Se ha ido a Thera? —preguntó Filomena—. ¿Es el nombre de una ciudad? ¿Y la carretilla? ¿Para qué es? ¿Se ha ido a buscar más medicamentos?
—¡Thera, Thera! —repitió la mujer con tono alentador.
El hijo menor volvió al día siguiente. Llegó empujando la carretilla por el camino escarpado y bajó con sumo cuidado hacia la casa. Filomena percibió, dentro de la carretilla, una forma negra parecida a un montón de ropa. Entonces, a medida que el joven se acercaba, la dama de compañía se dio cuenta de que se había equivocado: no era ropa lo que iba en la carretilla.
Era una persona.
—Thera —confirmó la mujer del pescador, mientras ponía una mano amable sobre el brazo de Filomena.
Así pues, Thera no era un lugar… sino una mujer muy anciana, tan vieja y fatigada que no podía ni andar. Su cara, arrugada y amarilla como un limón, quedaba oculta bajo un amasijo de pañuelos negros.
El hijo de los pescadores la entró en la casa para llevarla junto al colchón de paja donde Malva estaba tumbada. Con la ayuda de su padre, alzó a la vieja y la dejó ante la enferma. Después, descargó de la carretilla una serie de utensilios: en un momento, frascos, garrafas, pinzas, cucharones, aceiteras y alambiques quedaron amontonados sobre el suelo de tierra.
Filomena se acercó tímidamente, intrigada por la presencia de aquella anciana.
Durante largos minutos, Thera se quedó inmóvil y con los ojos cerrados. Había puesto la mano amarilla y moteada sobre la frente de Malva. Sólo su respiración sibilante rompía el silencio que había invadido la cabaña, y Filomena se preguntó si no sería que la anciana se había quedado dormida.
Pero de pronto la mujer abrió los ojos.
—Pneuma —dijo con voz ronca.
Entonces empezó a revolver entre su instrumental y cogió un crisol de tierra cocida en el que destiló el contenido de uno de sus frascos. Filomena cerró los ojos con fuerza. El líquido tenía un aspecto viscoso, parecido al del aceite. En él, la vieja vertió unas gotas negras, una bolsita de hierbas, algunas semillas rojas y unos filamentos blancos que a Filomena le parecieron pelos de cabra.
Mientras, la mujer del pescador había encendido un fuego bajo una olla para hervir agua. La vieja Thera le acercó el crisol que contenía la preparación y la mujer lo mezcló todo al fuego.
La casa no tardó en llenarse de un olor repugnante. Filomena tosió y contrajo la cara, sin apartar la vista de la anciana por si acaso. Cuando ésta acercó la decocción a la boca de Malva, Filomena sintió un ligero estremecimiento de asco.
—Pneuma, atman, psyque, nefesh —recitó Thera mientras el líquido entraba en la boca de la principetta.
Seguidamente, la anciana ordenó sus bártulos, que el hijo de los pescadores volvió a colocar concienzudamente en la carretilla. Malva no se había movido desde que la vieja había entrado en la casa. Ahora respiraba calmadamente, con los brazos a ambos lados del cuerpo.
Thera metió la mano izquierda bajo sus pañuelos, sacó de allí una figurilla de madera tallada que representaba un pez y la puso en el suelo. Con la mano derecha cogió otra bolsita de hierbas. Espolvoreó con ellas la figurilla e indicó con una seña a la mujer del pescador que le prendiera fuego. Al consumirse, las hierbas soltaron un humo denso y aromático.
—Keryké asclepios hebé —murmuró entonces la vieja, mientras dispersaba el humo con sus manos retorcidas.
Entonces volvió a cerrar los ojos y esperó a que la metieran otra vez en la carretilla. Y, sin mediar más palabras, el hijo de los pescadores se llevó de la casa a la misteriosa invitada para desaparecer con ella por el escarpado camino, dejando a Filomena aturdida y perpleja.
Algunas horas más tarde, Malva abrió los ojos. Tenía la frente seca y las mejillas algo menos pálidas.
—Tengo sed —dijo.
Al cabo de tres días, la herida de la principetta había cicatrizado. Malva había recuperado el vigor y demostraba un apetito que daba gusto ver. Filomena no dejaba de llorar y de dar gracias a la vieja curandera esperdiana. La principetta se había salvado, era un milagro.
—Me acuerdo de todo —decía Malva—. Nuestra última noche a bordo del Estafador, las sardinas asadas, las canciones, la historia de Bulo… Y luego, el arrecife, la desaparición de Vincenzo, nuestra lucha por no morir ahogadas.
Malva se quedó mirando el techo durante un buen rato, perdida en sus reflexiones, con el ceño fruncido. Después, llevándose los dedos al cuello, tocó el medallón del arconte. Filomena se apresuró entonces a hablarle de otra cosa, temiendo que sus pensamientos fueran tan negros que alteraran la salud de la muchacha.
—Cuando puedas andar, te llevaré a Lombardeña —repetía—. Ya verás como no está tan lejos. Por lo que he entendido de lo que me han dicho los pescadores, pueden facilitarnos un mulo. Tú subirás a lomos de él y yo te llevaré.
Malva sonreía, pero seguía con la mirada clavada en el techo, como si su futuro estuviera escrito allí. Filomena empezó a temer que su ama tuviera algo metido entre ceja y ceja. ¡Era tan joven! ¡Tan impresionable! ¡Había leído tantos relatos fantásticos junto al arconte! ¡Ojalá todas aquellas catástrofes no le
hubieran trastornado el espíritu!
Una mañana, Malva pudo levantarse al fin. Cogiéndose del brazo de Filomena, cruzó lentamente la casa. Aunque cojeaba de la pierna derecha, logró llegar hasta la puerta. Los rayos de sol inundaban las colinas, chocaban contra los acantilados de piedra caliza y llenaban la superficie del mar de una luz casi cegadora. A cierta distancia de la casa, la mujer del pescador tendía la ropa sobre una roca plana. Cuando vio a Malva de pie, se limitó a sonreír y a dirigirle un pequeño gesto amistoso.
—Así que estamos en el país de Esperda —murmuró Malva con un tono de asombro en la voz.
Todas las clases de geografía terrestre que le había dado el arconte le vinieron a la memoria. La principetta veía claramente la sucesión de territorios del Mundo Conocido, colgando de la Gran Latitud como la colada en una cuerda de tender ropa: Galnicia, Lombardeña, la guadaña que formaba Monteplano bajo Polvaquia y el país de Esperda. Y al fondo, más al este, las montañas de Guirkistán, que reposaban en la inmensidad de la Gran Estepa Aciciena.
—Lombardeña está por allí —dijo Filomena, apuntando al oeste con el dedo. A cuatro o cinco días de camino.
Malva ni siquiera volvió la cabeza en la dirección señalada.
—No iremos a Lombardeña —dijo de sopetón.
Filomena sintió un estremecimiento.
—He estado pensándolo mucho —siguió diciendo Malva con voz firme—. ¿Por qué iba a abandonarnos Vincenzo a bordo del Estafador? No ganaba nada con eso… A menos que alguien le hubiera pagado para hacerlo.
Se pasó la mano por el medallón que le colgaba del cuello y afirmó:
—Sólo una persona ha podido ordenar a Vincenzo que nos matara. Me cuesta admitirlo, pero el arconte nos ha traicionado.
Filomena se apoyó en el marco de la puerta, con las piernas repentinamente flojas. Aquellas ideas se le habían pasado por la cabeza más de una vez, naturalmente, pero no había querido profundizar sobre el tema. Desde su punto de vista, lo único que contaba era que Malva estuviera viva. El resto le parecía tan complicado, tan horrible, que hizo todo lo posible por retrasar el momento de hablar de ello.
—He confiado en el arconte durante diez años, he confiado en él como si fuera mi padre —murmuró Malva—. Yo pensaba que me comprendía. Hasta pensaba que me quería…
Reprimió un sollozo antes de dejar escapar una risa llena de amargura. ¡Los muchos momentos de felicidad que debía al arconte! Creyó que había sido sincero con ella, pero no era así. Se le tensaron las mandíbulas y de pronto estalló en cólera:
—¡Ahora lo odio! ¡Y odio a toda la gente ávida de poder! ¡El arconte ha utilizado mi rebeldía para sus propios intereses! Me pregunto incluso si me habrá leído todos esos libros con la única intención de inspirarme repulsión por la vida que me esperaba en Galnicia… Fue él quien me animó a escribir, a inventar historias, a creer en todas las cosas fantásticas de las que hablan las leyendas. ¿Qué pretendía? ¡Él sabía perfectamente que el coronado jamás admitiría ese tipo de distracciones! ¡Él sabía perfectamente que mis padres querrían que me casara y, sin embargo, nunca me ha preparado para ello!
Un tropel de recuerdos asaltaron su memoria. Malva revivió con dolor las escenas de su infancia en las que el arconte la subía a sus rodillas para contarle las hazañas de los aventureros. Había conseguido llenar su imaginación con tantas leyendas que todo el resto acabó siendo aburrido a los ojos de la muchacha. ¿Cuántas veces había elogiado él las virtudes de aquellos héroes de la Antigüedad que, sin preocuparse de lo que dejaban atrás, partían a la aventura para cumplir sus destinos excepcionales?
Malva cogió el brazo de Filomena:
—¿Estoy loca? —le preguntó—. ¿Crees que el arconte se propuso ser mi preceptor con el único objetivo de alejarme del trono? ¿Que me estuvo manipulando pacientemente durante diez años hasta recoger por fin los frutos de su trabajo?
Filomena dirigió una mirada desquiciada a su ama. No conseguía seguir su razonamiento, le entraba vértigo sólo de pensarlo. A Malva le temblaban las aletas de la nariz y se le torcía la boca de rabia.
—Al fin y al cabo, ¿qué más da si tengo razón o no? No quiero seguir siendo un instrumento entre las manos de esa gente. No quiero ser la muñeca con la que casarse, ni la heredera a la que eliminar. Quiero vivir mi vida, y punto.
Filomena la miraba con desaliento. De pronto, la cara enflaquecida de Malva había adquirido una expresión tan dura, ¡y sus palabras eran tan tajantes!
—Pero… ¿por qué no vamos a Lombardeña? Mis primos nos esconderán —musitó de todos modos—. Son muy…
—El arconte es mucho más poderoso de lo que crees —la interrumpió Malva—. Si vamos a parar a Lombardeña, estoy segura de que se enterará, tarde o temprano, de que todavía estamos vivas. Nada le resultaría más fácil que enviar a mercenarios como Vincenzo para matarnos.
Filomena se estremeció. ¡Lo que más temía estaba a punto de suceder! Pero ¿cómo luchar contra la determinación de una principetta humillada y engañada?
—¡Por la Santa Quietud! —se lamentó—, ¿por qué tenía que pasar todo esto? ¿Qué será de nosotras?
Malva la cogió de la mano y clavó sus ojos de ébano en los de la muchacha.
—No quiero tener nada más que ver con el destino de mi país, Filomena. Si el arconte quiere derrocar al coronado y tomar el poder, yo no puedo hacer nada. Todo el mundo me cree muerta. ¡Soy libre de ir a donde me plazca!
—¿Libre? —repitió débilmente Filomena—. ¿Libre de ir adonde?
Se arrepintió instantáneamente de haber hecho esa pregunta, porque conocía la respuesta de antemano. Y le provocaba un miedo cerval.
—¿Sigo siendo una hermana para ti? —le preguntó Malva.
¿Cuántas veces se habían hecho promesas solemnes desde que se conocían, la una a la otra? ¡Seguro que cientos de veces! Se habían jurado seguir juntas para siempre jamás. Compartir alegrías y penas, secretos y esperanzas. Filomena quería a Malva más que a nada. ¿Cómo iba a romper aquel vínculo ahora que se hallaban unidas en la misma situación de desamparo? Eso sería imposible.
—Sigues siendo una hermana para mí —respondió entonces Filomena—. Iré contigo a donde quieras.
Una sonrisa iluminó la cara de Malva, que dirigió la mirada hacia lo alto de los acantilados, lejos, lejos, como si quisiera ver más allá del horizonte.
—He sobrevivido a un naufragio y al ataque de un monstruo marino —dijo—. Ahora ya nada me asusta.
Y, soltando la mano de Filomena, dio media vuelta y regresó cojeando al colchón de paja. Se tumbó allí con un suspiro y se masajeó la pierna antes de añadir:
—No se hable más. En cuanto podamos, partiremos a Elgri-la.
Por cuarta vez aquella semana, Orfeo tomó el camino que iba al puerto. Había dejado a Al encerrado en el salón y, cuando doblaba la esquina del tercer callejón, todavía oía el eco de los ladridos de reprobación. Decididamente, aquel perro idiota le ponía de los nervios. Hiciera lo que hiciese Orfeo, Al nunca estaba contento: fuera, gruñía y olisqueaba a los transeúntes; dentro, ladraba. No tardaría mucho en levantar quejas entre los vecinos, que se mostraban cada vez menos comprensivos. El día antes, precisamente, una mujer había clavado en la puerta de Orfeo una copia del edicto trigésimo octavo del arconte, que prohibía toda forma de alboroto.
—¡El trigésimo octavo edicto! —suspiró Orfeo, moviendo la cabeza contrariado.
Desde que el duelo sacudió el país, los edictos del arconte se multiplicaban, sin que se supiera muy bien si aparecían por orden del coronado, ya que éste no se había mostrado en público desde el triste día en que le trajeron el vestido de la principetta. A las prohibiciones de celebrar bodas y entierros siguieron las de ofrecer espectáculos, vender periódicos y flores, enseñar las ciencias y las artes, pasear de noche, nadar, besarse, cantar en público ¡e incluso echar la siesta bajo un árbol!
Para velar por el cumplimiento de estos edictos, tropas de soldados armados patrullaban la Ciudad Baja; a todas horas, de día y de noche, se oía el golpeteo de los tacones de sus botas. Las escuelas cerraban, los vendedores ambulantes se iban de la ciudad, los músicos tocaban en sordina bajo los puentes, las madres tenían miedo de dejar que sus hijos jugaran en las callejuelas, las mujeres dejaron de maquillarse los ojos y los hombres habían abandonado las sillas de las terrazas. La gente ni siquiera se atrevía a hacer las cosas que todavía estaban permitidas, por si las prohibían al día siguiente.
—¡Qué desolación! —dijo Orfeo con otro suspiro, mientras tomaba el paseo que seguía el río.
Más lejos, tras una sucesión de zonas ventosas y prácticamente desiertas, el río se ensanchaba y ramificaba antes de precipitarse en el océano Máltico. El puerto estaba allí, un poco apartado de la ciudad, paralizado bajo la espesa capa de nubes que parecía haberse instalado sobre Galnicia.
Cuando llegó a los muelles, Orfeo respiró profundamente. Al menos, había algo que no había cambiado: ¡el aire de mar seguía oliendo a sal y a aventura! Estornudó, sonrió de todos modos y se dirigió con paso decidido hacia el Instituto Marítimo. Allí era adonde acudía, desde hacía semanas, para consultar libros de navegación y completar sus conocimientos. Se pasaba horas con la nariz metida en los textos y luego iba a sentarse un rato en el vestíbulo de recepción con la esperanza de encontrar capitanes de barcos que hubieran fondeado en el puerto. ¡A fuerza de pasar el tiempo allí, Orfeo acabaría oyendo hablar de alguna partida! Entonces, bastaría con aprovechar la ocasión y largarse con viento fresco. ¡Por fin dejaría atrás Galnicia y su atmósfera pesada!
Pero cuando hubo subido los escalones que conducían a la entrada del instituto, encontró las puertas cerradas. Escuchó con atención. En el interior oyó claramente voces y otros ruidos. ¿A qué venía aquel cierre intempestivo?
Orfeo volvió atrás y alzó los ojos hacia el frontispicio. Normalmente, la bandera verdiamarilla de Galnicia ondeaba en lo alto del edificio, pero aquel día estaba bajada.
—Qué raro… —murmuró mientras se acercaba de nuevo a las puertas.
Esperó a la intemperie, tomando la precaución de alzarse el cuello del abrigo para no coger frío, pero la nariz empezó a picarle, como siempre. Estornudó tres o cuatro veces. Cuando volvió a levantar la cabeza, vio que ya no era el único que aguardaba a que se abrieran las puertas. Otros dos hombres estaban esperando al pie de la escalera. Uno de ellos le sonaba. Era un hombre menudo y delgado, nervioso y huraño, a quien una pelambrera de un rojo intenso que le rodeaba la cara le impedía pasar desapercibido. Orfeo ya se había fijado en él en la sala de lectura del instituto y en el vestíbulo. No tenía aspecto de marinero, pero como frecuentaba tanto el lugar, debía de interesarle mucho el mar.
Orfeo todavía estaba haciendo conjeturas acerca del pelirrojo cuando las puertas del instituto se abrieron de par en par para dejar salir de repente a una patrulla de soldados. Tras ellos se elevaban voces y gritos de protesta. Entre las dos filas de soldados, Orfeo vio aparecer entonces a un hombre de cabeza afeitada y ojos grises. Andaba a paso rápido, con los hombros rígidos y la nuca cubierta por el cuello alto de su chaqué ceremonial. Muy impresionado, Orfeo se apartó para dejarlo pasar; a él y al tropel de soldados que lo escoltaban. Entonces los siguió con la mirada mientras se alejaban por los muelles.
—¡El arconte! —murmuró Orfeo—. ¡El arconte en persona!
Una vez pasada la sorpresa, se acercó de nuevo a la puerta del Instituto Marítimo, decidido a entrar de una vez, pero la habían vuelto a cerrar.
—Pero ¿qué se han creído? —exclamó entonces el pelirrojo, mientras subía la escalera—. ¿Quiénes se creen que son los de ahí dentro? ¡Nos han cerrado la puerta en las narices! ¡Quizá es que no somos lo bastante finos para ellos!
Orfeo golpeó con el puño los pesados paneles de madera. Una vez, dos veces, tres veces, cada una más fuerte que la anterior, entre gritos de ánimo del hombrecillo.
—¡El instituto está cerrado! —le respondió al fin una voz al otro lado.
—¿Y cuándo va a abrir? —gritó Orfeo.
—¡No lo entendéis! —bramó la voz—. ¡Está cerrado! ¡Cerrado para siempre, por decisión del arconte!
A Orfeo se le cortó la respiración. ¿Cómo podían cerrar una institución como aquélla? ¡Eso no tenía pies ni cabeza!
—¡Ahí tenéis el edicto! —dijo entonces la voz.
Orfeo bajó la vista. Vio aparecer un papel que habían hecho pasar bajo la puerta y lo cogió. Según dictaba aquel cuadragésimo tercer edicto, a partir de ese momento se prohibía el acceso a todos los lugares públicos, todos los libros quedaban precintados y se confiscaban todos los mapas e instrumentos de navegación…
—¡Hatajo de cobardes! —gritó el pelirrojo, dando varias patadas a la puerta.
Después se encogió de hombros y se marchó, no sin antes decir cuatro cosas bien dichas dedicadas a unos sabihondos, bigotudos e incapaces a los que parecía conocer personalmente. Orfeo se quedó petrificado, apretando el papel con los dedos crispados. El viento agitaba los faldones de su abrigo y le calaba por dentro. Sintió un estremecimiento de fiebre. Tuvo la sensación de que, con aquel edicto, sus últimas esperanzas de irse de Galnicia se habían esfumado.
Hacia el este. Siempre hacia el este.
Malva y Filomena llevaban dieciocho días avanzando en dirección al sol naciente. Habían recorrido llanuras áridas, cruzado pueblos y campos, salvado torrentes turbulentos, atravesado los bosques sombríos de la frontera con Monteplano, y ahora abordaban las montañas de Guirkistán. Descansaban por turnos a lomos del mulo que los pescadores de Esperda les habían dado, pero cada paso les arrancaba muecas de dolor. Cuando no les sangraban los pies, era la espalda lo que les daba tirones, o los ojos los que lloraban por la agresión continuada del viento y del sol, o las tripas las que sonaban de hambre. Sus escasas provisiones se habían agotado hacía tiempo. Mientras atravesaban territorio habitado, habían conseguido algo de pan o una sopa y hasta habían llegado a robar coles de algún huerto… Pero ahora recorrían lugares desolados, donde no se veía ni un alma.
Antes de que se hiciera de noche, buscaban un lugar donde refugiarse. En el mejor de los casos se trataba de un establo abandonado, pero la mayoría de las veces tenía que ser una hendidura en una roca, un árbol de ramas bajas o incluso una simple zanja al borde de camino. Entonces, muertas de cansancio, se quedaban dormidas. Las bayas silvestres, las castañas, las setas y los ratones que comían a veces para cenar nunca bastaban para aplacar el hambre. De noche, soñaban con festines pasados y con la vida suntuosa que llevaban en la Ciudadela.
Cada mañana, el mismo dolor despertaba a Malva: un calambre brusco en la pierna derecha que se extendía hasta la espalda. Al principio, lanzaba gritos espantosos que despertaban a Filomena con un sobresalto, al borde de un ataque al corazón. Después, se acostumbró a aquel dolor que la asaltaba. Había descubierto algunas posturas que la aliviaban: estirar la pierna mientras se sujetaba el pie con fuerza, y luego relajarse y levantarse lo más rápido posible para dar algunos pasos, primero cojeando y luego con normalidad. Por último, tenía que beber algunos tragos de una medicina infecta que la mujer del pescador le había preparado y que Malva llevaba dentro de un odre de piel de cabra. Finalmente, el calambre remitía y ella notaba tal alivio que de pronto se sentía en plena forma.
—¡Arriba, perezosa! —gritaba a su dama de compañía—. ¡Ya sale el sol y Elgri-la nos espera!
Filomena gruñía. Efectivamente, había jurado acompañar a su ama hasta el final, pero ¡por todas las divinidades del Mundo Conocido, qué caro estaba pagando aquel juramento! De haber podido, algunas mañanas se habría quedado allí mismo, tumbada en el suelo, esperando que una bestia salvaje la devorara o que el sol la asara. Hubiera preferido morir antes que proseguir el camino hacia aquel condenado país cuyo nombre Malva no dejaba de ladrarle al oído.
—Ya verás como llegaremos —la animaba Malva, con la mirada fija en el este.
—¡Claro! —rezongaba Filomena—. ¡A algún lado acabaremos llegando, digo yo! ¡El mundo tendrá que acabarse en alguna parte, en Elgri-la o donde sea!
—¿No te das cuenta? —decía alegremente la principetta—. ¡Seremos las primeras en poner los pies en Elgri-la! ¡Ningún galniciano ha llegado jamás tan lejos!
Malva soñaba ya con las páginas que escribiría para relatar todas sus aventuras. Había perdido sus cuadernos de notas en el naufragio, pero su memoria le bastaba.
—Ayúdame a pensar un buen título, Filomena —decía—. ¿Qué te parece Viaje a lo desconocido? ¿O Dos aventureras en Elgri-la?
Filomena le lanzaba miradas de soslayo. A duras penas llegaba a comprender vagamente el entusiasmo de su ama. ¡Con la de peligros que podían presentarse! ¡Con la de trampas que podían abrirse a sus pies! Había que reconocer que, en dieciocho días de travesía, no se habían topado con mucha gente: algunos campesinos desconfiados, algunos vagabundos que les habían propuesto viajar con ellos, algunos mercaderes que les habían querido vender joyas… Cada vez habían apresurado la marcha para huir de su compañía. Pero ¿qué ocurriría tan lejos, en aquellas montañas hostiles? ¿Quién sabe con qué tipo de hombres o de monstruos podrían llegar a encontrarse?
—¡Menuda galniciana estás hecha! —se burlaba Malva al ver la cara de susto de Filomena—. ¿Por qué te imaginas enemigos por todas partes? ¡Yo prefiero creer que el Mundo Conocido está repleto de personas tan encantadoras y caritativas como los pescadores esperdianos! —Y entonces añadía maliciosamente—: ¡Además, somos tan pobres que ya no corremos ningún peligro!
Y se acariciaba con las puntas de los dedos el medallón del arconte que todavía llevaba colgado del cuello «como recuerdo de su perfidia», como ella decía.
—Esto es todo lo que podrían robarme. Pero ¿vale algo el medallón de un traidor?
Tenía razón. Y sin embargo…
Cuando, una semana más tarde, alcanzaron el primer puerto nevado de los escarpados macizos de Guirkistán, divisaron a lo lejos unas volutas de humo que no tenían nada de natural.
—¿Será un pueblo? —sugirió Malva.
Tiritaba de frío, encogida a lomos del mulo, cuyas pezuñas se hundían en la nieve mojada. Los labios de la muchacha habían adquirido un tono violáceo. A su lado, Filomena avanzaba penosamente y resollaba, al límite de sus fuerzas. Debían mantenerse alerta, pero ¿qué más podían hacer? Tenían que atravesar el puerto antes de la noche para encontrar temperaturas más suaves en el valle. En cuanto a dar media vuelta, ni pensarlo.
A medida que se acercaban lentamente al humo negro, se dieron cuenta de que no había ningún pueblo. Había algo quemándose en el suelo, pero no era ni un fuego de campamento ni una hoguera. Alrededor del fuego yacían formas negras: carros rotos, barriles y cofres despedazados. Silenciosas y congeladas, Filomena y Malva se acercaron algo más. Un olor acre flotaba en el aire helado. Cuando estuvieron cerca de las llamas, se quedaron de piedra. Lo que se estaba quemando allí, ante sus ojos, era…
—¿Un caballo? —titubeó Malva.
—No… —gimió Filomena, sintiendo una náusea revolviéndole las tripas—. Caballos. Muchos caballos…
Y fue en aquel momento cuando surgieron de todas partes, como sombras salidas del Mundo de los Muertos. Eran una veintena, montados en criaturas inmensas, mitad toros, mitad gamos, que exhalaban vaho por las narices al resoplar. Al verlos, Malva y Filomena palidecieron y se agarraron la una a la otra.
A pesar del frío, los jinetes llevaban sólo unas túnicas, muy abiertas sobre sus pechos velludos. Unas capuchas de tela negra les cubrían las caras y les daban aspecto de fantasmas. Pero lo que llevó el terror de Malva a su extremo fue la visión de los collares que lucían: unos cordones de cuero con hileras de dientes humanos ensartados.
Filomena cayó bruscamente de rodillas sobre la nieve. Gritó, lloró y suplicó a aquellos guerreros fantasmagóricos que no las mataran. Ellos no se inmutaron, pero estrecharon sensiblemente el círculo formado en torno a las dos viajeras.
Malva se bajó entonces del mulo. Tenía las piernas, los brazos y los músculos de la cara entumecidos por el frío. Se dejó caer al lado de Filomena y se echó a llorar con ella. «Es el fin —pensó con una tristeza inconmensurable—. Vamos a morir aquí, sin haber conocido Elgri-la.»
Sintió en la nuca un soplo cálido y húmedo. Alzó la cabeza. ¡Una de aquellas bestias monstruosas la olfateaba! ¡Le estaba pegando sus narices viscosas a la piel! Sin pensar, Malva propinó una fuerte bofetada a aquel hocico chato.
—¡Fuera! —gritó.
La bestia soltó un gruñido sordo y se enderezó vigorosamente, a punto casi de desmontar a su jinete. De pronto, el pánico se apoderó de toda la tropa. Los guerreros encapuchados empezaron a lanzar gritos, y en sus manos aparecieron terribles armas metálicas: hachas en forma de media luna y de filo centelleante.
Malva creyó al principio que había sido su gesto lo que había provocado la cólera de los guerreros, pero entonces distinguió un ejército de hombres a caballo que se abalanzaba directamente sobre ellos. ¡Era una distracción perfecta! ¡Ahora o nunca! La principetta tiró bruscamente de la manga de Filomena:
—¡Ven!
Corrieron, tropezaron y luego se arrastraron por la nieve hasta refugiarse detrás de un carro volcado.
Desde aquel escondite asistieron al enfrentamiento entre los guerreros encapuchados y el ejército de hombres a caballo. Éstos eran mucho más numerosos. Combatían con valor, dando sablazos y latigazos, y parecían seguir las órdenes de un jefe: un hombre joven y vigoroso, con la cabeza cubierta por un gorro de piel, que se mantenía de pie sobre el lomo de su montura. Con los brazos alzados sobre la cabeza, dirigía a sus tropas con una elegancia desconcertante.
—¡Vaya! —murmuró Filomena—. Nunca había visto a alguien tan… ágil.
Contemplando a aquel jinete excepcional, casi llegó a olvidar su miedo. Era como si la belleza en estado puro se hubiera presentado en el campo de batalla: los sables chocaban, las hachas lunares centelleaban, las pezuñas de los animales martilleaban la nieve, los látigos chasqueaban, y el conjunto formaba una coreografía extraordinaria. En cambio, Malva no parecía apreciar el espectáculo. Era incapaz de apartar la vista de los collares de dientes que se balanceaban en los cuellos de los guerreros encapuchados, y aquella visión la estremecía hasta el tuétano.
Sin embargo, los guerreros quedaron en seguida en desventaja. Algunos de ellos resultaron heridos, mientras que otros, desarmados, se dieron a la fuga en dirección oeste, lanzando gritos airados y clavando los talones en las panzas de los toros-gamo.
Cuando se hubieron alejado bastante y el silencio volvió a
caer sobre las montañas, el jefe de los hombres a caballo saltó
al suelo y se arrodilló al lado del fuego.
Dejó caer puñados de nieve sobre los esqueletos carbonizados mientras pronunciaba unas palabras incomprensibles. La voz le salía del fondo de la garganta, como un gorgojeo, y se balanceaba hacia delante y hacia atrás frente al cuadro desolador de los cuerpos calcinados. A su alrededor, los demás jinetes permanecían inmóviles, con la mirada fija, mientras las volutas de humo negro se disipaban en el cielo.
Finalmente, el hombre se puso en pie y se acercó al carro con paso ágil. Al ver a las dos viajeras, encogidas y temblorosas, se inclinó ante ellas y dejó caer el látigo sobre la nieve, en señal de paz.
Sin saberlo, Malva y Filomena acababan de ser salvadas por hombres del pueblo baigur. Y quien les sonreía en aquel momento no era otro que Uzmir, su kansha supremo.
Para Malva y Filomena, empezó entonces una nueva vida. Uzmir las tomó bajo su protección y ellas no tuvieron que hacer más que seguir al grupo: hacia el este, siempre hacia el este.
Los baigures eran cazadores nómadas. Desde tiempos inmemoriales, se desplazaban en largas caravanas sobre la estepa aciciena, siguiendo el ritmo de las estaciones y de las migraciones de oryaks, de cuya carne se alimentaban. El resto del animal lo utilizaban para comerciar con los mercaderes. La piel, los huesos, los largos pelos, todo se transformaba en las manos hábiles de las mujeres. Con este material, ellas fabricaban arpones, alfombras, cuerdas, aceite y amuletos de la suerte que entusiasmaban a los habitantes de pueblos lejanos. A cambio de todos estos artículos, los baigures obtenían caballos, que constituían su única y auténtica riqueza.
Sin caballos, no había forma de acorralar a los oryaks. Sin caballos, era imposible arrastrar los carros que transportaban a niños y ancianos. Sin caballos, los baigures perdían toda esperanza de sobrevivir en aquellas estepas glaciales e inmensas.
Poco a poco, Malva y Filomena comprendieron todo aquello. Comprendieron por qué Uzmir parecía tan triste ante el fuego en el que se consumían aquellos caballos el día de su encuentro. Y también comprendieron que los baigures no tenían otros enemigos que aquellos guerreros de capuchas negras que les habían atacado: los amoyedas.
Aquel nombre, por sí solo, ya provocaba escalofríos a Malva. Y, puesto que la caravana se dirigía al este, la principetta agradecía con más motivo a las divinidades del Mundo Conocido haber puesto a Uzmir en su camino: sin él, los amoyedas no habrían dudado en matarla para arrancarle los dientes y completar los trofeos que tenían colgados del cuello.
Pasaron los días y las semanas.
El miedo de Malva se iba disipando a medida que la caravana se adentraba en la estepa. Uzmir le había dado, al igual que a Filomena, una chaqueta y unas botas de piel de oryak que la ayudara a soportar las temperaturas extremas. Para proteger y esconder el pelo, que le había vuelto a crecer, la principetta se enrolló en la cabeza un turbante de lana. Cabalgaba durante todo el día, rodeada por el viento y el silencio, animada por la perspectiva cada vez más próxima de llegar a Elgri-la. Filomena dejó de rezongar. Parecía conquistada por la amabilidad y la hospitalidad de los baigures.
De noche, agotada, Malva se unía al grupo de mujeres para ayudar a preparar la comida y trenzar las cuerdas de pelo de oryak. Las mujeres baigures le enseñaron a mascar pagul, una semilla extraña que al parecer tenía diversas propiedades, entre ellas la de fortalecer los dientes y facilitar la digestión del oryak, aunque no tenía ningún sabor.
—Y ¿para los calambres? —preguntó Malva a sus compañeras—. ¿Esta semilla también cura los calambres?
Pero claro, nadie entendía la pregunta, y las mujeres se limitaban a sonreír y mover la cabeza. Entonces, Malva cogía algunas semillas más de pagul diciéndose que tampoco iban a hacerle daño.
Mientras trabajaban, algunas mujeres fumaban el chibuk, una especie de pipa de tubo largo, pero a Malva no le permitían fumarla. Las mujeres le hicieron entender que era demasiado joven y que, según la tradición, tenía que esperar a estar casada para poseer un chibuk. Malva sonreía e intentaba explicarles que, en su propio país, quisieron casarla por la fuerza a pesar de su corta edad. Las mujeres abrían los ojos como platos: ¡los galnicianos debían de parecerles auténticos bárbaros!
Filomena no participaba en aquellos trabajos. Se negaba a mascar pagul y siempre encontraba una excusa para ausentarse. Malva la seguía con el rabillo del ojo y siempre la sorprendía con los hombres, pasando el rato en compañía de Uzmir.
—Me está enseñando su idioma —explicaba Filomena cuando volvía con Malva.
—Sí, sí, claro…
—¡Es la verdad! —se azoraba la dama—. ¡Aprendo rápido y Uzmir está muy contento conmigo, por si te interesa!
—Nunca lo he dudado —respondía Malva con una sonrisa picara—. ¡Nunca se aprende tan bien como cuando el corazón está enamorado!
Filomena se encogía de hombros, pero Malva sabía muy bien que no se equivocaba. Su dama de compañía había sucumbido a los encantos del kansha supremo desde el momento en que lo vio, de pie sobre su caballo, llevar a sus hombres al combate contra los amoyedas.
—Me he enterado de una cosa muy interesante —dijo Filomena una noche para cambiar de tema—. Tiene que ver con Elgri-la.
Malva interrumpió su labor de trenzado.
—¿Uzmir te ha hablado de Elgri-la?
—Soy yo quien ha sacado el tema. Le he dicho que era el destino de nuestro viaje. Según dice, puede que exista ese país, pero debe de estar muy lejos, más allá del horizonte. Algunos viajeros han mencionado su existencia, pero ningún baigur ha llegado jamás tan lejos.
—¡Lo sabía! —exclamó la principetta con entusiasmo—. ¿Cuántos días de viaje hacen falta para llegar allí?
—¿Quién sabe? —suspiró Filomena—. De momento, vamos en la dirección correcta y en buena compañía. No seas impaciente.
Malva asintió con la cabeza, suponiendo lo difícil que sería para Filomena, cuando llegara el momento, abandonar a su héroe.
—Uzmir me ha hablado también de los amoyedas —siguió diciendo Filomena con una voz más apagada—. Si lo he entendido bien, esos bárbaros llevan a cabo misiones para la gente que les paga. Roban y saquean. A menudo secuestran a mujeres y niños para vendérselos a un emperador cuyo nombre ya no recuerdo… Matan los caballos de los baigures para debilitarlos, pero Uzmir no se lo pone fácil.
—Uzmir es un buen jefe —reconoció Malva.
—Es el kansha supremo —añadió Filomena con admiración—. ¡Y hasta me ha prometido que me enseñará a mantenerme de pie sobre un caballo!
Malva se echó a reír.
—¡Entonces aprovecha que todavía no te has roto los huesos para ayudarme a trenzar estas cuerdas!
Una mañana, mientras Filomena dormía aún y Malva se paseaba bajo la tienda para mitigar el dolor de la pierna, Uzmir entró. Malva lo miró, cohibida. Hasta entonces, el kansha había demostrado una gran discreción y nunca se habría permitido invadir la intimidad de las chicas a menos que tuviera una razón de peso para hacerlo. Y, precisamente, su cara revelaba una gran inquietud.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Malva, sin dejar de andar para evitar que le volviera el calambre.
Con un gesto de la cabeza, Uzmir señaló a Filomena, enterrada bajo las mantas. Necesitaba una intérprete.
Malva sacudió a su compañera, que se despertó con un sobresalto y se ruborizó al ver a Uzmir de pie frente a ella. Intercambiaron unas pocas palabras en aquel lenguaje gutural del que Malva no entendía nada y, al terminar, Filomena estaba completamente pálida. Cuando Uzmir hubo salido, apartó las mantas de golpe.
—¡De prisa! —exclamó—. ¡Coge tus cosas! ¡Vamos a levantar el campamento! Nos han robado unos caballos por la noche.
Malva notó que se le aceleraba el corazón y se ajustó el turbante a la cabeza a toda prisa.
—Los ladrones han dejado huellas —prosiguió Filomena, con la respiración entrecortada.
Malva se mordió el labio.
—¿Qué tipo de huellas? —preguntó con voz inexpresiva.
—De pezuñas de enliles, los toros-gamo. La caravana parte inmediatamente. Daremos media vuelta, al oeste.
—¿Al oeste?
El efecto combinado del miedo y la decepción casi había hecho gritar a Malva. Filomena se volvió hacia ella, con los brazos en jarras.
—Es una cuestión de vida o muerte, Malva. Si los amoyedas nos han encontrado, esta vez no se dejarán vencer tan fácilmente.
Entonces, para suavizar sus palabras, abrazó a Malva.
—Tenemos que confiar en Uzmir. ¡Si ya nos ha salvado una vez, volverá a salvarnos! Cuando haya pasado el peligro, volveremos a tomar el camino a Elgri-la, te lo prometo.
Abatida, Malva cogió sus cosas, se puso la chaqueta y las botas de piel de oryak, y salió con Filomena. El aire glacial de la madrugada las paralizó al instante.
La estepa, plana y congelada, se extendía ante ellas hasta donde alcanzaba la vista, mientras al este el sol intentaba superar tímidamente el horizonte. Malva dirigió una mirada amarga en aquella dirección. Las perspectivas de llegar a Elgri-la se alejaban y, con ellas, parte de la esperanza que le permitía día tras día superar las dificultades de la vida nómada: el frío que quemaba, la monotonía de las altas planicies, el cansancio agotador. Dejó escapar un suspiro. La Gran Estepa Aciciena alzaba entre aquel país y ella una barrera infinita y hostil. ¿Tendría fuerzas para afrontar de nuevo todo aquello mientras daba la espalda a su sueño?
Mientras Filomena ataba las mantas bajo el vientre de su caballo, Uzmir se acercó a Malva para ofrecerle una taza de té gris y una gran cantidad de galletas de pagul. Luego volvió a la tienda para desmontarla con la ayuda de otros dos hombres.
—¡Y dale con esas dichosas galletas! —se lamentó Filomena cuando Malva le pasó su parte—. No, gracias.
Malva metió las galletas en el bolsillo de la marinera que todavía llevaba bajo la chaqueta de piel. Ella siempre se burlaba de Filomena y de sus gustos refinados. «¡Soy yo la principetta! —se mofaba—. ¡Soy yo quien tendría que quejarse!» Pero aquella mañana no hizo ningún comentario. Sobre el campamento había una atmósfera pesada y angustiosa que no se prestaba a las risas.
Las mujeres y los niños se concentraron en torno a los carros tras haber apilado dentro las mantas, las estacas de las tiendas, las marmitas abolladas de cobre, los enseres de cocina y los chibuks. Malva se dio cuenta en seguida de que los caballos robados se echaban cruelmente en falta. Algunos viejos se prepararon para hacer el viaje a pie aunque sus piernas apenas les sostenían. La principetta fue a buscar a Uzmir e intentó hacerle entender que ella podía caminar. Pero él negó con la cabeza y señaló la temblorosa pierna derecha de la muchacha. ¿Cómo sabía lo de la herida?
—Yo se lo he contado todo —confesó Filomena al verla tan desconcertada.
—¿Cómo que todo?
—Pues… nuestro naufragio, la bestia sin nombre que te mordió, la curandera de Esperda…
Malva frunció el ceño.
—¿Y qué más? ¿También le has contado nuestra huida de Galnicia y la boda que no se celebró? ¡Habíamos jurado que mantendríamos en secreto todo este asunto!
Filomena se ruborizó ligeramente, pero la principetta no tuvo tiempo de enfadarse más. Ya se habían desmontado todas las tiendas, los caballos piafaban y la urgencia de la partida era palpable.
Malva se resignó a montarse en un caballo y la caravana se puso en marcha. A la cabeza, los hombres. En medio, los niños y los ancianos. Cerrando la marcha, las mujeres.
Al mismo tiempo que el sol, se había levantado un viento desagradable que azotaba la hierba rasa y quemaba los labios. Malva encogió el cuello entre los hombros y encorvó la espalda bajo las heladas ráfagas. A su lado caminaba Filomena, sujetando la brida del caballo que ambas compartían. En el aire flotaba un olor a miedo y a catástrofe que enmudecía a los jinetes.
Al cabo de una hora de silencio, Malva empezó a sentirse oprimida por la necesidad de hablar para ahuyentar sus inquietudes.
—¿Qué será lo primero que hagas cuando lleguemos allí? —preguntó de pronto a Filomena.
Sin soltar la brida del caballo, la dama de compañía alzó la cabeza y arrugó el entrecejo:
—¡Ya me has hecho esta pregunta cien veces, Malva!
—Pues dímelo otra vez.
Filomena soltó un suspiro de resignación. «Allí» quería decir Elgri-la, claro.
—Buscaré el lago del que hablaba el marinero —dijo, complaciente—. El de aguas burbujeantes y calientes.
—El lago Barath-Thor —concretó Malva, recuperando ligeramente el ánimo.
—Sí, ése. Me meteré dentro y me quedaré allí durante horas, sin hacer nada, para que se me vaya el frío de los pies y el cansancio de la espalda. Si, además, rejuvenezco diez años como dijo el marinero… mejor que mejor.
—¡Pues yo no pienso bañarme allí! —rió Malva—. ¡Me convertiría en una niña pequeña!
Filomena asintió con la cabeza.
—¡Bueno! —insistió Malva—. ¿No me vas a preguntar qué voy a hacer yo?
Filomena apretó los labios. Aquellas preguntas le fastidiaban, pero ella siempre terminaba doblegándose a los deseos de su ama.
—A ver, ¿qué vas a hacer tú?
—Yo subiré a aquel árbol milenario que se alza en la cima del monte Ur-Tha —respondió Malva con entusiasmo—. Con un poco de suerte, podré ver Galnicia desde allí.
—¡En ese caso, te arriesgas a que te entren ganas de volver —le pinchó Filomena.
—¡Ni hablar! Cuando haya subido al árbol, les sacaré la lengua a Galnicia, al arconte, a la coronada y al coronado. Después, bajaré de prisa para construir una casa al borde del mar, en aquella bahía donde sopla un viento azucarado. La bahía de Dao-Boa. Allí es donde me quedaré a vivir para siempre. ¡Y allí es donde escribiré el relato de nuestras aventuras!
La principetta había dibujado en su imaginación toda la geografía de Elgri-la basándose en las descripciones y los nombres que había dado el viejo Bulo. En aquella bahía de Dao-Boa, Malva se veía cortando leña, clavando tablones y construyendo el armazón de su futura morada.
—Será muy modesta, ¿sabes, Filomena? No tendrá torres, ni Sala de las Exquisiteces, ni estanques como en la Ciudadela. Pero será mi casa. Y la construiré con mis propias manos.
En realidad, Filomena no la estaba escuchando. Se sabía de memoria aquellos sueños y, en el fondo, no creía en la existencia de Elgri-la. Las chicas galnicianas tienen los pies en el suelo y sólo creen en lo que ven. Malva era justo su opuesto: ella necesitaba creer precisamente en lo que no veía.
La caravana avanzaba lentamente, estirándose como una nube larga a medida que pasaba el tiempo. Malva alzó los ojos hacia el cielo y vio que el sol estaba a punto de llegar a la mitad de su camino. Entonces tiró de la brida del caballo para que se parara.
—Te toca montar a ti —dijo a Filomena, saltando al suelo.
La dama de compañía no se hizo de rogar y Malva se puso a andar, renqueando un poco. Tenía los pies entumecidos y los dedos helados. Delante de ella, en las carretas, los niños se habían dormido en el regazo de sus madres. Más a lo lejos adivinaba las anchas siluetas de los hombres, a ambos lados de Uzmir. Todo parecía igual que los demás días y ninguna amenaza se perfilaba en el horizonte.
—A lo mejor Uzmir se ha equivocado —sugirió Malva mientras franqueaban una pequeña elevación sobre la que se rizaban unos matorrales poblados de espinas—. Tal vez esos ladrones no eran amoyedas…
Apenas había pronunciado aquellas palabras cuando se alzó un griterío procedente del grupo de cabeza. Los hombres habían desaparecido momentáneamente en una grieta del terreno, más abajo. Malva y Filomena eran incapaces de verlos, pero el viento les traía un rumor maligno.
Los carros se detuvieron y los caballos apuntaron sus orejas inquietas hacia delante. Algunas mujeres se irguieron sobre los estribos, al acecho. Malva creyó reconocer, entre los bramidos del viento, ruidos de caballos y de armas entrechocando.
De pronto una de las mujeres golpeó los costados de su caballo y partió a explorar, con la rienda suelta. Filomena y Malva intercambiaron una mirada, pero de sus labios no salió ni una palabra. Se les había secado la boca de repente. Poco después, la mujer volvió al galope, gritando:
—¡Amoyedas! ¡Amoye…!
El grito murió mientras salía de la garganta, y la mujer desplomó sobre el cuello del caballo. Un hacha en forma de luna se le había clavado en los omóplatos.
Malva notó que la sangre se le helaba en las venas. En un instante, el pánico se apoderó de la caravana. Los caballos se encabritaban, las mujeres huían al galope, las carretas volcaban con estrépito.
—¡Coge el caballo! —ordenó Filomena.
Se bajó precipitadamente del animal y empujó a Malva para que montara en su lugar. La principetta estaba petrificada. Las piernas ya no le obedecían.
—¡De prisa! —se desgañitaba Filomena—. ¡Monta y sálvate!
—¿Y tú? —dijo Malva, atónita.
Filomena la miró fijamente, con los ojos agrandados por el miedo:
—No pienses en mí, ¡Te digo que montes!
Sin saber cómo, Malva se vio de pronto a lomos del caballo. A lo lejos, del principio de la columna, aparecieron unos jinetes que blandían sus armas plateadas. Llevaban la cara cubierta por capuchas de guerreros amoyedas.
Por todos lados se armó una desbandada. Había niños que lloraban y corrían en todas direcciones y mujeres despeinadas que se arañaban las piernas con las zarzas al huir. Filomena tiró de la brida del caballo y luego le golpeó la grupa.
—¡Volveré a buscarte! —gritó a Malva—. ¡Ahora tengo que ir a ayudar a Uzmir!
Malva miró atrás justo a tiempo para verla correr y saltar sobre los carros volcados. ¡Se iba derecha hacia los amoyedas! Malva quiso llamarla, suplicarle que volviera, pero su espíritu horrorizado flotaba en una especie de niebla. El caballo se alejaba al galope del campo de batalla. Detrás de Malva repiqueteaban los cascos de otros caballos, pisoteando las tiendas destrozadas, los utensilios abandonados, las cajas de comida reventadas.
De pronto, el animal se asustó y se echó atrás. La pierna de Malva golpeó el costado de otro caballo y la muchacha sintió una quemazón atroz en la piel. Justo después empezó a salirle sangre de la vieja herida. ¡Se había reabierto con el golpe!
El efecto que le causó aquello fue como una descarga eléctrica. La niebla en la que estaba sumida se disipó de golpe, y Malva recuperó el ánimo.
—¡Filomena! —gritó, dándose cuenta de sopetón de que se habían separado por primera vez desde que empezaron el viaje.
Malva asió las riendas y tiró con todas sus fuerzas. El caballo empezó a encabritarse y Malva perdió el turbante, pero consiguió recuperar el equilibrio. Cuando por fin dio media vuelta, lo que vio la dejó boquiabierta. La caravana se había convertido en un amasijo inconexo de hombres, caballos y carros, que formaban una masa de la que surgían de vez en cuando el acero de los sables y las hojas centelleantes de las hachas. El aire se llenaba de gritos. En el suelo no había más que sangre y barro.
—¡Arre! —gritó Malva a su caballo.
Y lo espoleó con todas sus fuerzas para hacerlo correr. El dolor que le atravesaba la pierna le cortaba la respiración, pero tenía que encontrar a Filomena a toda costa. ¡Sin ella estaba perdida! ¡Sin ella ya nada le parecía posible!
Las flechas zumbaban en sus oídos mientras se acercaba. Entonces apretó su cuerpo contra el cuello del caballo tanto como pudo.
—¡Filomena! —volvió a gritar.
De pronto, el caballo tropezó contra los restos de un carro. Malva notó que estaba a punto de caerse. Lanzando un relincho, el animal la desmontó, pero el pie de Malva se quedó atascado en el estribo y ella se vio arrastrada entre el polvo del suelo, hasta que su montura se desplomó también en medio del caos. Malva soltó un grito de dolor y de angustia.
Lo último que vio fue el morro viscoso de un enlil inclinado hacia ella. Y una hilera de dientes humanos que colgaban de un cordón de cuero.
El estrépito de las armas se había extinguido. Los gritos habían dado paso a los gemidos y los llantos. En la pequeña elevación sembrada de zarzas, parecía que la tierra hubiera sido labrada. Pero lo que se había sembrado allí no era trigo ni cebada. En los profundos surcos yacían muertos y heridos, armas rotas, chaquetas de piel hechas jirones.
Los amoyedas se habían ido, abandonando a su suerte a los que todavía respiraban. No quedaba ni un solo caballo en pie. Y a cierta distancia, en la grieta que formaba el terreno, un hombre se cubría la cara con las manos, arrodillado frente a otra hoguera: era Uzmir, el kansha supremo, que lloraba y rezaba tras el desastre.
Filomena volvió en sí al oír aquellos sonidos extraños. Se había caído en la pendiente, había rodado hasta las zarzas y se había golpeado la cabeza contra una piedra antes de desvanecerse.
—Uzmir… —musitó mientras intentaba incorporarse—. ¡Por la Santa Quietud…! ¡Estás vivo!
Haciendo un esfuerzo tremendo, logró ponerse en pie. Y allí, viendo a todos los muertos que la rodeaban, comprendió la magnitud de la catástrofe. La cabeza empezó a darle vueltas incontroladamente y toda la sangre le volvió de golpe al corazón.
—Malva… —dijo—. ¿Dónde está Malva?
Subió por la pendiente, sin preocuparse por las espinas que se le clavaban en las manos y las rodillas cada vez que se caía. Cuando llegó a lo alto descubrió los carros volcados, las cajas, los chibuks pisoteados y las tiendas despedazadas, y tuvo un horrible presentimiento.
—¡Malva! —gritó.
Su voz quedó ahogada por las ráfagas de viento de la estepa. En medio de la destrucción, una mujer baigur y su hijita vagaban desorientadas, llorando, con la cara negra de barro. Filomena se acercó a la madre. Con palabras de la lengua baigur que había aprendido, le preguntó si había visto a Malva.
La mujer dijo que no con la cabeza, azorada. En cambio, la niña que estaba pegada a su falda señaló con el dedo la dirección que habían tomado los amoyedas y le dijo a Filomena que había visto a uno de los guerreros llevarse a la principetta a lomos de su enlil.
—¿Estás segura? —dijo sin aliento Filomena, a punto de perder otra vez el sentido.
La niña asintió con la cabeza y metió la mano en el bolsillo. De allí sacó el medallón del arconte, que la niña había recuperado de entre los restos. La madre lanzó una mirada de desesperación a Filomena. En la estepa, todos sabían que los amoyedas vendían a las chicas al emperador de Cispacia.
—Cispacia… —repitió Filomena—. Malva… vendida…
Y, cogiendo el medallón, prorrumpió en sollozos.
—¡Por todas las divinidades del Mundo Conocido! —aulló—. ¡Que el arconte muera ahora mismo si le pasa algo malo a mi principetta!
Dicho esto, se dejó caer en el barro. Todas las dificultades que habían superado juntas desfilaron por su memoria. En su palma, el medallón del arconte parecía arder como una brasa. «Como recuerdo de su perfidia», había dicho Malva. Filomena alzó los ojos al cielo inmenso de la estepa. ¿Quién, en este mundo, podría ayudarla a salvar a Malva? ¡Para arrancarla de las manos de los amoyedas o de aquel emperador, sería necesario reunir un ejército! Los baigures habían sufrido una masacre… ¿A quién podía dirigirse?
Filomena golpeó el suelo con el puño. ¡Ah, si el coronado y la coronada hubiesen mostrado un mínimo de compasión por su hija! ¡Si no hubieran sido tan crueles, tan inflexibles! Si hubieran escuchado a Malva, nada de todo aquello habría sucedido.
La criada sollozó un buen rato. Supuso que, allá en Galnicia, todo el mundo las debía de creer muertas. Se imaginó el duelo en el que sin duda se encontraba el país. El pueblo galniciano siempre había querido a Malva. Aquellas buenas gentes debían de estar lamentando profundamente la pérdida de su principetta. Y, ante aquella desgracia, ¿no era posible que el coronado hubiera empezado a comprender que él había actuado mal? ¿No era posible que tuviera remordimientos? ¿No era posible que se alegrara y se sintiera aliviado al enterarse de que Malva estaba viva? ¿Y si supiera que el arconte había influenciado a su joven alumna para empujarla a aquella fuga insensata?
Tal vez… Aunque, ¿acaso tenía otra opción Filomena?
—Por la Santa Armonía —murmuró—. Perdóname, Malva… Perdona a tu hermana adoptiva…
Y, antes de perder de nuevo el conocimiento, supo exactamente qué tenía que hacer.
Orfeo fue despertado por un rayo de sol que le cosquilleaba la nariz y por un estallido de voces que llegaban de fuera. Abrió los ojos, sorprendido. Vio un resquicio de cielo azul por la ventana de su habitación y sonrió de alegría. ¡Llevaba meses sin ver el sol!
Corrió a abrir la ventana y entonces se dio cuenta de algo extraordinario: ¡las mujeres habían vuelto! En las azoteas de las casas de enfrente, aprovechando la mejoría del tiempo, se apresuraban a tender sábanas y manteles. Las voces se respondían entre sí, como antes, y se elevaban en el aire perfumado de la mañana.
—¡Te digo que es mentira! —decía una—. ¡Es un rumor, nada más!
—¡De eso, nada! —se encendía la de mayor edad—. Lo sé por mi hermana. ¡Es cocinera en la Ciudadela, y si la llamas otra vez mentirosa, te denuncio a la patrulla!
La mujer que había hablado la primera alzó el puño amenazadoramente.
—Y ¿por qué me vas a denunciar, chalada?
—¡Por infracción del sexagésimo cuarto edicto, para empezar! —replicó la otra, burlona—. El otro día te oí: ¡estabas canturreando en la cocina!
Bajo la mirada divertida de Orfeo, las otras mujeres se unieron rápidamente a la discusión. Algunas se atrevieron a afirmar, en voz baja, que los edictos del arconte no eran justos y que todo el mundo tenía derecho a cantar en su cocina, mientras que otras, horrorizadas, proclamaban que la ley era la ley.
Finalmente, dejaron de pelearse cuando la más joven exclamó:
—¡Mirad! ¡El timidillo está en la ventana!
Orfeo se sobresaltó. ¡Ya lo habían pillado otra vez! Pero en esta ocasión se obligó a quedarse. ¡Aquellas mujeres no iban a volver a humillarlo! Además… el aire era muy agradable aquella mañana. Se sentía revivir ligeramente, como un oso que sale de su hibernación.
—¡Buenos días! —les soltó.
—¡Vaya! Pero ¡si tiene voz! —se burló la primera que había hablado.
—Y unos ojos muy… muy… azules —añadió la más joven.
Orfeo se ruborizó imperceptiblemente, pero decidió conservar la sangre fría.
—¿De qué rumor habláis? —quiso saber.
La mujer de más edad se asomó al borde de su azotea.
—¡No está nada bien, señor timidillo, espiar las conversaciones de los demás! —dijo con tono burlón—. Pero ya que os interesa, parece ser que ayer por la noche llegó a la Ciudadela un hombre a caballo. Mi hermana lo vio. Era un hombre muy extraño. Tenía los ojos rasgados y la piel oscura. No hablaba nuestro idioma, pero llevaba una carta para el coronado. ¡Y eso es lo que les estaba diciendo a mis vecinas!
La más joven dejó su canasta de la colada y se asomó también al borde de la azotea.
—Según dice, es una carta escrita por Filomena, la dama de compañía de la principetta. ¿Sabéis quién es? ¡La que desapareció con ella!
—¡Vaya! —dijo Orfeo, cada vez más interesado—. ¿Así que esta dama de compañía no está muerta?
—¡No, señor! —respondió la mujer de mayor edad—. Y si ella no está muerta, y si le ha escrito al coronado, ¡os digo que la cosa va a animarse!
—¿De dónde venía ese jinete? —preguntó Orfeo.
—De un país muy lejano —le informó la mujer, adoptando un tono de confidencialidad—. De más allá de las montañas de Guirkistán. ¡Mi hermana me ha dicho que había recorrido toda esa distancia a caballo en menos de diez días!
—¡Imposible! —intervino otra de ellas—. ¡Ningún caballo ni ningún jinete es capaz de una hazaña semejante!
—¡Ya estamos! —repuso la de mayor edad—. ¿Vas a salir otra vez con que mi hermana es una mentirosa?
La disputa se reavivó, pero Orfeo ya había oído bastante. Dirigió un pequeño gesto amistoso a la más joven y cerró la ventana antes de precipitarse al salón.
Allí encontró a Al, acurrucado otra vez en su sillón, pero no perdió los estribos.
—Alisio de mi vida —dijo—. ¡Tú no eres un san bernardo, tú eres una mula, te lo digo en serio!
El perro irguió las orejas y abrió sus ojazos húmedos.
—¡Pues sí! —sonrió Orfeo—. ¡Sorpréndete! ¡Porque no te voy a regañar! ¡Quédate en mi sillón si quieres, que yo tengo que salir!
Dicho esto, se vistió a toda prisa. ¡Si las mujeres estaban en lo cierto, iban a pasar muchas cosas! ¡Seguro que el coronado iba a tomar algunas decisiones respecto a aquella dama de compañía! ¡Hasta podría ser que quisiera organizar una expedición! ¡Y necesitaría a hombres valerosos!
—¡Y, en ese caso, yo seré uno de ellos! —exclamó Orfeo mirándose al espejo.
Un escalofrío de agitación le erizó la nuca. Tenía que averiguar de todas todas quién era aquel jinete misterioso y cuál era el contenido de la carta que llevaba. Tenía que enterarse antes que nadie para poder ofrecer sus servicios al coronado. Orfeo golpeó el suelo con el pie: ¡si por fin se le presentaba la ocasión, no podía dejarla escapar!
Salió de su casa y decidió subir a la Ciudad Alta. El sol se asomaba a través de las nubes y una ligera brisa barría la suciedad acumulada en los umbrales de las casas. Mientras tomaba una calle tras otra, Orfeo se cruzó con más transeúntes que de costumbre. Las mujeres salían a recibir el sol como las flores en primavera. Aunque en aquella época debían empezar a sentirse los primeros rigores del otoño, el buen tiempo que acababa de llegar hacía que noviembre se confundiera con abril.
Más tarde, Orfeo vio a un grupo de muchachos harapientos que perseguían gatos callejeros lanzándoles piedras. Reían, corrían y saltaban sin preocuparse del edicto número trigésimo primero. Orfeo se les acercó: le parecía haber reconocido entre ellos al granujilla que había llamado dos veces a la puerta de su casa.
—¡Oye! —le llamó—. ¿Te acuerdas de mí?
El muchacho cerró los ojos y se plantó frente a Orfeo.
—Eres Mac Bott, ¿verdad? ¡Cómo no me voy a acordar de ti! ¡Y sobre todo de los galniques que he ganado contigo! Gracias a ti, he ido a que me echaran las cartas y me han dicho la buenaventura.
—¡Eso sí que es saber gastar el dinero! —se burló Orfeo—. ¡Al menos espero que te hayan predicho un sinfín de maravillas!
—¡Pues sí! —respondió el chico—. ¡No te puedes ni imaginar el futuro que me espera! ¡Y también me he comprado unos zapatos de soldado. ¡Mira!
Y le mostró orgulloso un calzado de tacones metálicos, algo grande para él.
—¡Con esto, ya soy el jefe de la banda! —anunció, sacando pecho—. ¡Todos los demás no son más que unos impresentables!
—¡Tus padres deben de estar muy orgullosos de ti! —exclamó Orfeo.
—¿Mis padres? ¿Qué padres?
—La primera vez que viniste a mi casa, me dijiste que tus padres estarían preocupados por ti si estabas en la calle de noche —recordó Orfeo, frunciendo el ceño.
El chico se encogió de hombros.
—¿Eso dije? A lo mejor no me supe explicar. Soy huérfano.
Orfeo se echó a reír al comprender la artimaña del muchacho.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Antes me llamaba Diego… pero ¡desde que tengo estos zapatos, todos me llaman Chanclo!
—Bueno, Chanclo, ¿te apetece ganar unos galniques más?
El diablillo estrechó los ojos con picardía.
—¿Cuánto?
—Al menos… trescientos —dijo Orfeo en voz baja.
Los ojos del chico centellearon.
—¿Qué hay que hacer?
Orfeo señaló la Ciudadela, que se erguía en la cima del precipicio.
—Quiero que te cueles allí dentro —dijo.
Chanclo alzó las cejas y arrugó la nariz.
—Ya sé que no es nada fácil, pero me da la impresión de que eres más listo que el hambre… Y ahora quiero que me prestes mucha atención. Resulta que un forastero ha llegado de noche con un mensaje importante. Si me dices en qué consiste este mensaje, te daré… ¡cuatrocientos galniques, nada menos!
Chanclo lanzó una mirada a los muros que protegían la Ciudadela. Asi ntiendo con la cabeza, indicó a Orfeo que aceptaba su oferta.
—¡Nos encontraremos al anochecer bajo el puente que cruza el Gdavir! —le gritó Orfeo mientras lo veía salir pitando.
—¡Allí estaré! —respondió Chanclo.
Orfeo pasó todo el día fuera. Cuando sorprendía a dos galnicianos conversando, aplicaba el oído. Fue así como se dio cuenta de que el rumor se estaba extendiendo. Por la mañana se evocaba la llegada de un forastero a caballo, pero a medida que avanzaba el día, la noticia se enriquecía con toda suerte de detalles.
—Parece que se trata de un emperador —decían unos—. ¡Viene de un país sin nombre, donde se crían caballos alados! ¡Seguro que es así como ha llegado hasta aquí, volando!
—Según dicen —añadían otros por su parte—, ¡trae oro al coronado porque quiere casarse con una galniciana!
—¿Qué galniciana?
—¡No se sabe!
Al terminar el día, la ciudad rebosaba de los más descabellados rumores. Sus habitantes se quedaban fuera de las casas, se reunían a la sombra de los plátanos, hablaban levantando la voz, riendo a veces, sin preocuparse por los múltiples edictos del arconte. Se decía que se habían suspendido las patrullas y que ningún soldado había salido de la Ciudadela. Se conjeturaba incluso que el arconte había desaparecido.
Cuando Orfeo se reunió con Chanclo bajo el puente, el chico llegó colorado, sin aliento y muy sucio.
—Dime, ¿has entrado en la Ciudadela? —preguntó Orfeo.
—¡Sí, por los jardines! ¡Y por poco me ahogo al caer en un estanque! ¡Estaba lleno de mugre y de sapos! ¡Qué asco!
—Ya veo que te has ganado la paga —sonrió Orfeo—. Vamos, dime de qué te has enterado.
Chanclo lanzó algunas miradas a su alrededor para asegurarse de que no le escuchaba nadie y luego empezó su relato.
—He visto al forastero —dijo—. Se llama Ugmir, o algo por el estilo. Es muy fuerte, y lleva una ropa rarísima y un gorro con pelos de animales. Ha venido a la Ciudadela a petición de Filomena, la dama de compañía de la principetta.
—¿Por qué ha venido? —le apremió Orfeo.
Chanclo chasqueó la lengua y le tendió la mano.
—Para oír el resto de la historia hay que pagar cien galniques.
Orfeo suspiró y le entregó las monedas.
—El forastero traía un mensaje. Tenía que entregárselo personalmente al coronado, a nadie más. Se ve que el arconte se ha puesto como una furia porque el forastero se negaba a decirle qué decía la carta. Bueno, pero yo lo he oído todo de boca de una criada de la coronada. ¡En el mensaje, Filomena dice que la principetta no está muerta, que no se ahogó en el puerto de Carducia!
—Pero… pero entonces… —farfulló Orfeo—. ¿Dónde está?
—Para saberlo, son cien galniques —anunció Chanclo cruzándose de brazos.
Orfeo le pagó.
—La principetta ha sido secuestrada por unos guerreros… que se llaman… a-medias, creo. Quieren venderla a un emperador de Orniente.
—¿Venderla? —dijo Orfeo, con la respiración agitada.
—Yo sólo repito lo que he oído —explicó Chanclo—. Ese emperador tiene un arcén donde encierra a las chicas.
Orfeo se rascó la cabeza, perplejo.
—¡Un harén! —exclamó—. Creo que es eso lo que has oído.
Chanclo se encogió de hombros. A él, todas esas palabras sin sentido le sonaban igual de raro.
—Pero lo más interesante —dijo— es que el forastero llevaba también un objeto. En una caja cerrada con llave. Un objeto que era… sorprendente.
Resignado, Orfeo pagó doscientos galniques más para oír el resto.
—¡El medallón del arconte! —reveló Chanclo con entusiasmo—. ¡Cuando el coronado abrió la caja, se ve que el arconte se quedó blanco como la nieve! En la carta, la dama de compañía lo acusaba de haber enviado a la principetta a la muerte. El coronado ha pedido explicaciones, pero el arconte ha salido corriendo de la sala de recepciones de su majestad. Unos criados lo han visto salir de la Ciudadela al galope. ¡Y ya nadie ha sabido nada más de él!
Orfeo se quedó estupefacto. Aquellas revelaciones superaban todo lo que se hubiera podido imaginar durante el día. No encontraba ninguna forma de explicar la relación entre el arconte y el forastero, pero de todos modos aquello olía a chamusquina. En cualquier caso, una cosa estaba clara: Galnicia iba a despertarse por fin de su embotamiento. ¡El reinado de terror del arconte había terminado!
Entonces, miró a Chanclo y, poniéndole la mano en el hombro, le dijo:
—Gracias. ¡Eres un auténtico jefe!
—¡Hasta he podido robar esto! —rió el chico, sacándose del bolsillo un saquito de piel vuelta.
—¿Qué es? —preguntó Orfeo.
—Un regalo que ha traído el forastero para la coronada. Se lo he sisado a un cocinero. Toma, te invito, hay que mascarlas.
Orfeo se puso algunas semillas en la palma y se las llevó a la boca. No se parecía a nada que hubiera probado antes. No sabía a nada pero en cambio era agradable de masticar.
—Las voy a plantar en la orilla del Gdavir —decidió Chanclo—. ¿Tú crees que crecerán?
—A lo mejor… —dijo Orfeo, pensativo.
Fueran lo que fuesen, aquellas extrañas semillas tenían un gusto muy intenso a aventura y a viaje.
Los amoyedas habían atado a Malva y luego le habían vendado los ojos antes de arrojarla al interior de un carromato. Tras una eternidad dentro, notó que la llevaban a algún lado. Estaba tan asustada que era incapaz de llorar o gritar. Le dolía la herida de la pierna. Tenía hambre, pero ni siquiera podía coger las galletas de pagul que le quedaban en el bolsillo. Intentó calmarse repitiendo mentalmente todas las palabras nuevas que había aprendido después de haberse fugado de la Ciudadela. Se mantenía ocupada combinándolas para formar frases coherentes, pero la mayoría de las veces se le enredaban. Y en esos momentos todo lo que le quedaba era el miedo. Un miedo atroz que le encogía el estómago.
De vez en cuando le llegaban de fuera gritos, risas, murmullos y a veces una especie de chillidos horripilantes. Los amoyedas hablaban un idioma lleno de gruñidos, bufidos y ronquidos: ¿seguro que eran humanos?, ¿o más bien unas criaturas híbridas, mitad hombres, mitad bestias, al estilo de sus horribles enliles?
Mientras Malva le daba vueltas a aquellos tenebrosos pensamientos, el traqueteo del carromato que la sacudía cesó bruscamente. Le pareció que llamaban a alguien, pero no tardó en reinar el silencio. Era la primera vez que el convoy se detenía. La primera vez que se hacía un silencio tal.
Malva aprovechó esta pausa para cambiar de posición y tratar de aliviar el dolor de sus músculos. A su derecha había unos sacos. Deslizó el trasero por el suelo lleno de astillas y se dejó caer, con la mejilla pegada a aquellos voluminosos fardos. En aquel momento, una nueva llamada, más cercana que la anterior, rompió el silencio. «¡Mirgaí!», le pareció oír.
Durante un buen rato, no sucedió nada. Hasta los enliles se habían callado. Malva se sumió en una especie de sopor comatoso. En sueños, vio correr a Filomena tras ella, con la cara ensangrentada. La vio tropezar y desplomarse en el suelo, inmóvil. Quiso llamarla, pero de pronto sintió que un par de manos la agarraban por los hombros.
Malva soltó un grito seco y atormentado, mientras un fuerte olor a sudor le revolvía las entrañas. ¡Un amoyeda! Se había introducido en el carromato y la zarandeaba para despertarla. Ladró unas palabras y luego, sin previo aviso, le arrancó la venda de los ojos.
Una luz cegadora le cortó la respiración. El amoyeda no le dio tiempo a que se diera cuenta de lo que sucedía. La arrastró sin contemplaciones al exterior, la levantó del suelo y la empujó para que caminara. Aunque sus pies tocaban el suelo, la principetta no podía dar ni un paso: sus piernas estaban demasiado débiles para llevarla. Malva se desplomó sobre la hierba.
«¡Temir-Gaí!» Aquella nueva llamada le resonó en los oídos. Al momento, el amoyeda gritó algo y la obligó a ponerse en pie aferrándola por el brazo. La mantuvo así sujeta, débil y asustada, mientras por todas partes las llamadas se iban respondiendo: «¡Temir-Gaí, Temir-Gaí!».
Poco a poco, la vista de Malva se iba acostumbrando a la claridad del día. De pie frente a su guardián, asaltada por dolores y calambres que le recorrían el cuerpo, descubrió un espectáculo sobrecogedor: se hallaba en un patio inmenso y rodeada por murallas plateadas, altas como acantilados. En lo alto distinguió a unos vigías que se mantenían firmes sobre el camino de ronda. Eran sus gritos los que había oído unos momentos antes.
Miles de guerreros se habían reunido allí, en aquel patio parecido a un ruedo, pisoteando la hierba seca. La mayor parte de ellos eran amoyedas encapuchados, pero también había otros bárbaros que estaban sentados a horcajadas sobre unas monturas de pelo lanoso y que enarbolaban banderas negras y rojas. Malva observó que en medio de cada grupo habían unas chicas atadas y temblorosas, como ella. La respiración se le aceleró. ¿De dónde habían salido todas aquellas chicas?
Miró hacia atrás. A algunos pasos, de pie junto a otro carromato, vio a una muchacha rubia, de ojos azules y redondos como perlas. Llevaba una simple blusa de algodón y los pies descalzos. Sus miradas se cruzaron.
—¡Lei! —gritó la chica.
¿Sería ése su nombre?
—¡Malva! —le respondió la principetta.
La chica le dirigió una sonrisa tímida, pero el amoyeda que estaba junto a ella le dio un golpe brusco en la cabeza. Malva desvió la mirada. Sería mejor no provocar la cólera de aquellos bárbaros.
Un nuevo grito atravesó el aire y la muchedumbre se apartó al momento. Una puerta se abrió en la muralla plateada, a lo lejos.
—Temir-Gaí… —murmuró el amoyeda que sujetaba a Malva por el brazo.
Una columna de hombres armados surgió en aquel instante de la puerta. Avanzaban en fila de tres, con trajes resplandecientes y la cabeza ceñida por turbantes dorados. En medio de la columna apareció un animal extraordinario. Se asemejaba a una montaña dotada de movimiento: alta como tres hombres y larga como seis, balanceaba una cabeza alargada sobre el enorme cuello. Dos pares de cuernos plateados le brotaban sobre los ojos. Tenía unas patas tan gruesas que parecían los pilares de un templo. Malva nunca había visto a un animal semejante. Desprendía tanto poderío que a la principetta se le cortó la respiración.
—Auriga celeste —susurró de pronto una voz a su espalda—. Animal mítico de imperio de Orniente.
Malva dio un respingo. La chica rubia llamada Lei estaba con ella y le había tocado el hombro al hablarle. A su derecha, el guardián contemplaba fascinado la llegada de los soldados.
—¿Hablas mi idioma? —preguntó Malva discretamente.
—Yo hablo todos idiomas —respondió la muchacha en voz baja—, porque soy chica de reino de Balmún. Mira: Temir-Gaí, único emperador que tiene auriga celeste. Poder inmenso para él. Ahora, él como dios.
Malva distinguió una silueta sentada sobre el lomo de la bestia de astas de plata. Allí estaba el emperador, semioculto bajo un dosel de tela. Sin lugar a dudas, los bárbaros se habían reunido al pie de aquellas murallas para recibirlo.
—Nosotras regalos —siguió explicando Lei con voz apagada—. Regalos para Temir-Gaí.
Malva se estremeció, pero no tuvo tiempo para hacer más preguntas a su compañera. Un nuevo clamor se elevó en el ruedo. El emperador Temir-Gaí había salido de debajo del dosel y, de pie sobre el auriga celeste, acababa de mostrar su rostro. Los gritos dieron paso a un silencio total. El amoyeda que vigilaba a Malva la mantenía sujeta con menos fuerza. Tenía la cabeza baja. Todas las caras que la rodeaban mostraban un temor respetuoso.
—¿Tú miedo? —le susurró Lei al oído.
Malva le dijo que sí con la cabeza.
—Yo, rabia. Amoyedas y emperador…
Lei escupió al suelo para subrayar su desprecio. Entonces, clavó sus ojos azules en los de Malva y le sonrió.
—Tenemos que quedarnos juntas, tú y yo. Más fuertes, juntas. ¿Prometes?
La principetta agradeció la presencia inesperada de aquella chica. No sólo sabía galniciano, sino que además parecía demostrar un temperamento enérgico muy reconfortante. Malva le devolvió la sonrisa:
—Te lo prometo —murmuró.
Apenas hubo pronunciado aquel juramento cuando la mano de su guardián volvió a aferrarle brutalmente el brazo. El minuto de silencio había terminado. El hombre la empujó, y el otro guardián obligó a avanzar a Lei al mismo tiempo. Los bárbaros guiaban a sus prisioneras hacia el emperador.
«Regalos —pensó Malva—. Somos regalos…» Estaba muda de terror. Caminaba lo mejor que podía, renqueando y resoplando de dolor al lado de Lei, que mantenía la cabeza alta y miraba fijamente al emperador sin temblar. Malva nunca había oído hablar del reino de Balmún. Tal vez era un país de guerreras, de mujeres sin miedo, dispuestas a afrontar cualquier dificultad. Fuera como fuese, Lei mostraba una sangre fría fuera de lo común.
Cuando ya les separaban pocos pasos del auriga celeste, Malva no pudo dejar de admirar a aquel animal increíble, a pesar del miedo que le encogía el corazón. De cerca, parecía todavía más gigantesco y majestuoso. El emperador había desaparecido de nuevo bajo el dosel, pero le pareció entrever su mirada tras una ranura en la tela. Las estaba observando, a ella y a Lei… ¡No, en realidad sólo a Malva!
—¡Tu pierna! —le susurró Lei—. ¡Sin cojear, o emperador te rechazará!
—No puedo remediarlo. Estoy herida… Me…
—Si Temir-Gaí te rechaza, amoyedas te matarán.
Aterrorizada, Malva apretó los dientes y, a costa de un dolor espantoso, dio los últimos pasos sin cojear. Al fin, el emperador dejó de mirarla. Volvió la cabeza, se incorporó en su montura y lanzó un grito ronco. A su orden, los soldados enturbantados condujeron a las prisioneras fuera del ruedo.
—Sigue, sigue —la animó Lei—. Cuando esté en harén, yo curaré tu pierna.
—¿Un harén? —dijo Malva con una mueca.
—Harén de Temir-Gaí, aquí, en Cispacia. ¡Muy famoso en todo imperio de Orniente! Dicen que su sueño es tener diez mil chicas para su placer. —Y, sonriendo, añadió—: Mi hermana siguió mismo camino que nosotras. Pero ella… ¡escapó! Volvió a Balmún hace tres lunas. Yo haré lo mismo. ¡Y tú también, Malva! ¡Tú vendrás con mí!
¿Cuántas fueron las que cruzaron la puerta tras los soldados del emperador? ¿Cuarenta? ¿Cincuenta? Algunas chicas lloraban en silencio, otras tenían la cara más pálida que la que tendrían si hubiesen estado muertas. Sólo Lei conservaba su dignidad. Entonces, al verla tan orgullosa y animada, Malva sintió renacer en ella un poco de esperanza.
Había perdido la libertad, había perdido a Filomena y la protección de Uzmir, iba a afrontar sin duda más humillaciones, pero ya no estaba sola. Aquellas pocas palabras intercambiadas apresuradamente habían bastado para que entre ella y la chica de Balmún naciera la amistad.
Al alba, Orfeo cerró la puerta de su casa con dos vueltas y luego metió el manojo de llaves dentro de una bolsa de lona que se echó a la espalda. La bolsa contenía ropa de abrigo, un capote impermeable, pañuelos de tela, varios tratados, un cuaderno de navegación, una carta náutica y una brújula. Era todo lo que necesitaría a partir de entonces. El viejo Al, percibiendo que estaba ocurriendo algo fuera de lo común, daba vueltas alrededor de su amo, pendiente de todos sus gestos, como si hubiera adivinado que aquella salida matutina no era como las demás.
En pocos días, los acontecimientos se habían precipitado. En cuanto conoció el mensaje que le había traído Uzmir, el coronado abandonó su estado de retiro y abatimiento. Tras salir de la Ciudadela en compañía de los consejeros que le habían guardado fidelidad, se había dirigido a la ciudad para anunciar en persona a los galnicianos que volvía a tomar el timón del país. Había cancelado uno a uno todos los edictos del arconte, suprimido el duelo, reabierto las fronteras y restablecido el derecho al culto a Quietud y Armonía. A continuación envió a todas las provincias a pregoneros oficiales que anunciaron a la población que la principetta no había muerto. Además, ofrecía una recompensa a todo aquel que contribuyera a detener al arconte. La carta de Filomena había surtido efecto: el arconte estaba acusado de conspirar contra la vida de la principetta con el fin de usurpar el poder.
Aquellas revelaciones provocaron una gran agitación entre las gentes. Así pues, ¡todo había sido por culpa de aquel hombre! La tristeza, el miedo, el hambre, el frío, la lluvia y la angustia, se le atribuía la culpa de todo. De un día para otro, el arconte se había convertido en el peor enemigo de los galnicianos. Se organizaron partidas de búsqueda para localizarlo, se difundieron caricaturas y hasta se compusieron canciones burlescas para exorcizar el terror que había orquestado con tan malas artes.
Otra noticia se extendió con gran rapidez: el coronado pedía voluntarios para una expedición a Cispacia, una tierra lejana donde Malva se hallaba prisionera. Orfeo inició los preparativos sin perder tiempo. ¡Por fin se presentaba la ocasión tan esperada!
Así pues, fue con gran entusiasmo como aquella mañana se dirigió a la Ciudadela, andando a paso ligero y desatendiendo a su perro, que, con la lengua colgando, hacía esfuerzos por seguirle por las calles de la ciudad. El aire estaba lleno de vida, el cielo se desplegaba con un azul intenso y en la atmósfera flotaba algo nuevo y eléctrico que hacía que le palpitase el corazón.
Las puertas de la Sala de las Exquisiteces aún seguían cerradas cuando Orfeo se unió a los primeros candidatos. Entre las brumas de la madrugada, algunas decenas de hombres esperaban ya el momento de la audiencia zapateando para entrar en calor. Unos guardias se mantenían firmes ante las puertas con sus espinglones al cinto.
Orfeo sacó los codos para abrirse paso, mirando amenazadoramente a los presentes. No podía evitar ver a un rival en cada uno de ellos, pues era evidente que el coronado seleccionaría a los mejores para aquella misión. Uno de ellos atraía especialmente las miradas: un hombre inmenso, de espaldas anchas como un armario y manos recias. Destacaba entre todos los demás y su cara robusta tenía algo de inquietante. Al pasar cerca de él, Orfeo se sintió ridículo. Durante años, debido a su enfermedad ficticia, había evitado correr y cargar con peso, y ahora lamentaba no poder marcar músculo… ¡Una vez más, el engaño de su padre ponía en peligro sus posibilidades de viajar! ¿Cuántas veces, en aquellos últimos tiempos, había deseado correr hasta el cementerio para pisotear su tumba, aún fresca?
—¿De quién es este chucho asqueroso? —gritó de pronto una voz iracunda.
Orfeo salió de su ensimismamiento al darse cuenta de pronto de que había perdido de vista a Al. Se dirigió al lugar en el que se había formado una aglomeración. Allí encontró al san bernardo tumbado cuan largo era sobre una bolsa, con un pollo asado en la boca. Abochornado, Orfeo se acercó al hombre que había lanzado aquel llamamiento furioso.
—Lo siento mucho —dijo—. Es muy viejo… Mi perro…
—¡Me ha robado ese pollo! —gritó el hombre.
Orfeo lo reconoció inmediatamente. Era el mequetrefe nervioso e inquieto con quien se había topado tan a menudo en el Instituto Marítimo. Aquella mañana, su pelambrera encendida hacía que su cara pareciera más roja que de costumbre. Bajo el efecto de la cólera, hasta se le podría haber confundido con un duendecillo escapado de los páramos de Dunbraven.
—¡Voy a destripar a ese animal! —berreaba—. ¡Le voy a hacer picadillo! ¡Lo trincharé en mil pedazos!
Orfeo se agachó tratando de recuperar el pollo, pero Al ya le había hincado el diente de tal manera que su amo no pudo salvar más que un muslito.
—¡Es demasiado tarde! —le vituperaba el duendecillo—. ¡Por la Santa Quietud, este perro sarnoso merece que lo asen a fuego lento!
—Os pagaré para compensaros —sugirió Orfeo.
—¡Ya podéis guardaros vuestros galniques! —exclamó el otro, hinchando pecho con aire indignado—. ¿Sabéis cuántas horas he pasado para prepararlo? ¡Era un regalo especial para el coronado! ¡Un pollo sazonado con especias y cebollas silvestres! ¡Una receta que conservo en secreto! ¡En estos tiempos de hambruna, un pollo como éste no tiene precio!
El hombre lanzó una mirada de consternación a su obra maestra despedazada. De pronto, se le quebró la voz:
—Y ahora, ¿cómo voy a demostrar al coronado que soy el mejor cocinero de toda Galnicia y que soy indispensable para el éxito de esta expedición? —se lamentó—. ¡Para mantener el ánimo de los marineros, no hay nada que pueda compararse a una gastronomía armoniosa!
Orfeo tragó saliva con dificultad. A su alrededor se elevaban cada vez más voces, escandalizadas o divertidas por aquel contratiempo.
—Si sois tan buen cocinero —apuntó un mozo—, ¿por qué no inventáis una salsa a base de babas de perro?
El comentario despertó una oleada de risas, pero el pelirrojo no estaba de humor. Lanzó una mirada de desprecio a Orfeo y masculló:
—No sé quién sois, pero vuestra cara no me resulta desconocida. ¡Tened por seguro que me acordaré bien de vos! Si el coronado no me contrata, os juro que me veng…
Pero entonces fue interrumpido por la apertura de las puertas y la voz atronadora de un guardia que anunciaba el inicio de la audiencia.
Orfeo notó que el corazón se le aceleraba al entrar con los demás en la Sala de las Exquisiteces. Para su gran alivio, Al no quiso seguirlo. El perro se quedó solo en el exterior, absorto en su pollo.
El procedimiento era rápido y estricto: el coronado se entrevistaba con cada uno de los candidatos y seguidamente el médico del Instituto Marítimo examinaba a quienes se consideraba aptos para el trabajo. Finalmente, los más afortunados desaparecían en la sala contigua para prestar juramento. En el puerto, dos fragatas esperaban al puñado de elegidos que formarían sus tripulaciones.
Cuando llegó su turno, Orfeo se acercó al coronado y plantó una rodilla en el suelo.
—¿Vuestro nombre? —preguntó el coronado.
—Orfeo Mac Bott, majestad.
—¿Mac Bott? —repitió el coronado, pensativo—. ¿No seréis acaso el hijo de Aníbal?
A Orfeo se le hizo un nudo en la garganta.
—En efecto, majestad.
—¡Bien! —celebró el coronado—. ¡Entonces no hay duda de que sois un excelente marino! ¿Cómo se encuentra vuestro padre?
—Está muerto, majestad.
El coronado parecía sinceramente afligido por la noticia. Dio el pésame a Orfeo y luego le hizo una señal al médico.
—¿Estoy contratado? —preguntó Orfeo, desconcertado.
—¡Vuestro nombre habla por vos! —exclamó el coronado—. ¡Seréis contramaestre! ¡Los Mac Bott siempre han servido a Galnicia con valor y abnegación!
Estas palabras causaron un efecto tan doloroso en Orfeo, que estuvo a punto de protestar y de gritar a voz en cuello toda la verdad acerca de su padre. ¡Quería que lo admitieran por méritos propios y no exclusivamente por su nombre! Pero ¿cómo podía demostrar su valía? Los libros y los discursos bonitos no servían de nada… ¡Si el coronado se enteraba de que nunca había puesto los pies en un barco, podía ser capaz de cambiar de opinión!
Entonces, con el corazón en un puño, Orfeo se puso en pie, expresó humildemente su agradecimiento y se dirigió hasta el médico mientras el candidato siguiente se sometía al interrogatorio.
—¿Tenéis problemas de vista? —quiso saber el médico al inscribir el nombre de Orfeo en un voluminoso registro.
Orfeo negó con la cabeza y el médico marcó una casilla con una pluma.
—¿Y el oído?
—Excelente.
—¿Tenéis la sangre bien roja y fluida?
—Lo ignoro. Nunca me corto.
—¿Ni siquiera al afeitaros? ¡Vaya, qué hombre tan diestro tenemos aquí! —rió el médico mientras marcaba otra casilla— ¿Qué me decís del resto de vuestra anatomía? Cabeza, corazón, hígado, pulmones…
Orfeo pensó en la enfermedad de la que durante tanto tiempo se creyó víctima. Se sintió palidecer, pero pudo recuperar el dominio de sí mismo.
—Aparte de estornudos y catarros, no tengo más problemas de salud —contestó.
—¿Os mareáis en el mar? —preguntó entonces el médico.
Esta vez, Orfeo se sonrojó. ¿Cómo iba a contestar aquella pregunta sin confesar su inexperiencia en la navegación? El médico, al notar su turbación, se echó a reír:
—¡No os preocupéis! ¡A veces, hasta los mejores marinos tienen el estómago sensible! ¡No vamos a eliminar a nadie por eso!
Y le señaló la entrada de la sala contigua antes de añadir:
—Galnicia cuenta con vos para rescatar a la principetta. Buena suerte.
Orfeo entró en la Sala de las Exquisiteces. Era una sala de techo bajo y poco iluminada, puesto que la única ventana que había daba al norte. En el suelo, una tupida alfombra amortiguaba el ruido de tal forma que, inconscientemente, todos los que entraban allí andaban de puntillas, como para no despertar a alguien que estuviera dormido. En el centro de la antesala se levantaba el Altar de las Divinidades: un pedestal de madera sobre el que se erguían las estatuas de las diosas Quietud y Armonía. Un frío húmedo impregnaba la atmósfera. Se notaba que la sala había permanecido cerrada durante muchos meses debido a las diversas prohibiciones promulgadas por el arconte.
El monje venerabile, un anciano de cuerpo enjuto y encorvado como una rama de olivo, puso una mano nudosa sobre el hombro de Orfeo.
—Acercaos al Altar —le indicó.
Orfeo obedeció. En lo alto del zócalo de madera, Quietud y Armonía parecían tener puestas en él sus miradas benévolas.
El monje venerabile cogió un cáliz de piedra tallada y se lo tendió a Orfeo.
—Bebed un poco —le ordenó.
El cáliz contenía agua pura de las montañas, fresca y ligeramente turbia. Orfeo tomó con deleite un sorbito.
—Ahora, repetid conmigo este juramento —dijo el monje—: «Prometo por mi honor servir a mi país y a sus divinidades… Prometo sufrir, atravesar cualquier dificultad sin desfallecer».
Con un nudo de emoción en la garganta, Orfeo repitió el juramento. Antes que él, de generación en generación, sus antepasados habían pronunciado allí mismo aquellas palabras solemnes, hasta llegar a su padre, que acabó rompiendo sus promesas…
—Que Quietud y Armonía oigan vuestro juramento —siguió diciendo el monje—. ¡Ahora, terminad de beber!
Así, ofreció de nuevo el cáliz a Orfeo. Cuando éste se lo llevó a los labios, le pareció que el agua no era la misma: de pura y turbia, había pasado a ser extremadamente amarga. No obstante, se la bebió de un tirón, con escalofríos por todo el cuerpo. Entonces, el monje venerabile dio por terminada la ceremonia con estas palabras:
—Que el sabor amargo que ha adquirido esta agua, manche para siempre jamás vuestra boca si un día faltáis a la palabra que acabáis de dar. Ahora, podéis iros.
Invadido por una profunda impresión, Orfeo salió de la sala.
Dos días más tarde, cargado con su equipo de marinero y acompañado por Al, Orfeo atravesó la pasarela que conducía a la cubierta de la Errabunda, la fragata de la que había sido nombrado contramaestre. Se sentía dichoso y a la vez aterrorizado. «¿Y si mi padre me hubiera mentido? —pensaba—. ¿Y si me muero después de pasar un par de días en el mar?» Asaltado por un vértigo repentino, tuvo que agarrarse a la barandilla hasta recuperar el aliento para no caer en las aguas del puerto.
—¿Necesitáis ayuda, dom Mac Bott? —preguntó de pronto una voz aguda.
Orfeo se asomó y vio a Chanclo, plantado en el pie de la pasarela y mirándolo divertido. Vestía unos pantalones nuevos y seguía calzando sus zapatos de soldado. Un brillo alegre le bailaba en los ojos.
—¡Por cincuenta galniques te llevo el equipaje!
—¿Sólo cincuenta galniques? ¡Ese buen corazón que tienes será tu ruina, Chanclo! —bromeó Orfeo—. ¿Qué haces aquí?
El chico se cruzó de brazos:
—¡Quería ver partir a los héroes! ¡Si aceptas mi ayuda, te daré una información muy interesante!
Orfeo vaciló por un momento. Aquel chico era perfectamente capaz de timarlo, pero le gustaba su descaro. Dejó su equipaje en medio de la pasarela y Chanclo lo atrapó con un par de ágiles zancadas. Al se puso a gruñir mientras olfateaba los pies del recién llegado.
—¿Este perro es tuyo? —preguntó Chanclo—. ¿Él también embarca?
—Al tiene una larga experiencia náutica —explicó Orfeo—. Ha atravesado el océano Máltico y el mar de Yprea, y ha viajado incluso hasta el mar de Ocre, en las costas de Orniente.
Chanclo hizo una mueca, impresionado, y se agachó ante el san bernardo.
—¿Así que tú eres el que va a salvar a nuestra principetta? —murmuró, acariciando enérgicamente el pecho del animal—. ¡Ya veo que Galnicia está en buenas patas!
—No me atrevo a dejarlo —se justificó Orfeo—. Es muy viejo. En el tiempo que tarde en ir y volver de Cispacia, ya se habrá muerto. Lo mismo da si me acompaña.
Chanclo se puso en pie y levantó el equipaje.
—¡Pues sí que pesa! —comentó—. ¡Creo que necesitaré ayuda!
El chico silbó entre los dientes. Entonces, Orfeo vio aparecer en el muelle a otro muchacho que se escondía detrás de un montón de barriles.
—Pero… pero ¡bueno…! —farfulló.
¡El otro muchacho se parecía a Chanclo como una gota de agua a otra! La misma mirada clara, la misma desenvoltura, la misma carita sucia, el mismo pelo hirsuto.
—¡Te hacemos una oferta! —exclamó el segundo muchacho—. ¡Cincuenta galniques por mi hermano y por mí!
«¡Son gemelos!», pensó Orfeo con alivio, ya que durante algunos segundos se creyó víctima de una alucinación. Entonces sonrió:
—Trato hecho. Os espero aquí. Pero daos prisa. ¡Pronto soltaremos amarras!
En un abrir y cerrar de ojos, los gemelos transportaron el equipaje al otro extremo de la pasarela. Entonces atravesaron la cubierta de la fragata Errabunda a todo correr.
—¡Eh! ¡No me habéis dado ninguna información interesante! —gritó Orfeo a sus espaldas.
Pero los dos chicos ya se habían escurrido por la primera escotilla. Orfeo soltó un suspiro. Lentamente, su vértigo se fue disipando. A su alrededor, los marinos empezaban a afanarse: subían escaleras, accionaban poleas y enrollaban las escotas. Una horda de porteadores y curiosos pululaban por el muelle. En las bodegas de la Errabunda se cargaban, entre gritos y tirones, barriles de vino y agua y cajas de arenques salados, además de una cincuentena de pollos, veinte cabras, diez corderos y cuatro bueyes. Orfeo distinguió una pelambrera roja en la popa: se trataba del cocinero, que supervisaba el embarque de los víveres.
—Bueno, Al... —murmuró Orfeo—. Creo que ya nos hemos ganado un enemigo a bordo. Como se te ocurra meter las narices en la gambuza buscando algo de comer, ¡te vas a enterar!
Orfeo constató además la presencia del gigante de tez oscura que había visto el día de la selección en la Ciudadela. Con una destreza fuera de lo común, transportaba cajas sobre la pasarela del segundo navío. La bodega de la fragata María Bella estaba destinada al material militar: reservas de pólvora para cañones, buzarcas, espinglones, catallestas y un gran número de flechas, que se transportaban en previsión de posibles batallas contra los hombres de Temir-Gaí, el temible emperador de Cispacia.
Según los cálculos de los cartógrafos oficiales, la expedición podía alcanzar su objetivo en menos de dos meses, ya que los vientos eran favorables. Para el regreso, seguramente habría que tomar rutas marítimas nuevas y navegar por los límites del Mundo Conocido. La aventura no estaba exenta de riesgos, de modo que el coronado había impuesto la presencia de un cirujano en la fragata María Bella, así como la de un santo diáfice a bordo de la Errabunda.
Orfeo alzó los ojos hacia el mastelero de juanete. Los obenques temblaban por el viento y los colores verdes y amarillos de la bandera galniciana ondeaban ya contra el cielo puro. ¿No había soñado siempre con aquel instante? «¡Vamos! —pensó—. ¡Ya es hora!»
Seguido de Al, recorrió la cubierta en busca de los dos gemelos. Hacía más de un cuarto de hora que habían desaparecido. ¿Y si los dos pillos habían huido con sus pertenencias? ¡Eso sí que sería una mala jugada! Inquieto, se precipitó escaleras abajo hacia la entrecubierta. En la sala de techo bajo, algunos marineros esperaban el momento de zarpar. Orfeo les preguntó por los gemelos, pero ninguno de ellos los había visto.
—¡Qué inocente he sido! —refunfuñó Orfeo—. ¡Estos dos bribones me han robado, simple y llanamente! Ahora van a vender mi ropa, mis libros, mi brújula… ¡y seguro que con eso se ganan más de cincuenta galniques!
Ya hervía de indignación cuando de golpe encontró su bolsa de lona en un rincón con el resto de bultos. La abrió y no faltaba nada. Perplejo, siguió buscando a los dos hermanos entre la marinería, pero fue en vano. Cuando volvió a subir a cubierta, tuvo que llegar a la conclusión de que ya no estaban a bordo.
—¡Qué curioso! —musitó—. ¡No es propio de Chanclo esfumarse sin que le hayan pagado!
Pero ya no quedaba tiempo para buscar explicaciones. Orfeo se encogió de hombros y corrió en busca del capitán para ponerse a su disposición, ya que estaban a punto de soltar amarras.
Unos instantes más tarde, la Errabunda y la María Bella abandonaron el puerto entre los vítores de la multitud. En un estado de gran agitación, pero valiéndose de los conocimientos sobre navegación que había adquirido, Orfeo supervisó las maniobras del velamen sin cometer errores. El perico, el juanete de proa y el velacho se izaron. Después, de pie sobre el castillo de proa, vio alejarse la Ciudadela y las costas de Galnicia, mientras Al, tumbado sobre la cubierta, emprendía la primera siesta del viaje.
En los campanarios de las torres de la Ciudad Alta, las campanas se echaban al vuelo para celebrar la partida de los marineros. Un rayo de sol permitió a Orfeo distinguir incluso las paredes blancas de la morada familiar de los Mac Bott. Al verla alejarse, se hizo la promesa de que, si sobrevivía a aquel periplo, devolvería todo su esplendor a aquel nombre que él había heredado pero que su padre había manchado.
Al quinto golpe de gong, todas las chicas tenían que estar a punto. Malva y Lei habían aprendido muy rápido lo que significaba tener que estar a punto. Vestidas con unos sarimonos rojos, con las manos cruzadas sobre el pecho y los pies descalzos, tenían que unirse en el deambulatorio a la inmensa fila de prisioneras del harén. Todas juntas, en silencio, debían dirigirse a los Baños de Pureza. Ninguna de ellas podía hablar, ni sonreír, ni siquiera suspirar. No se podía oír más que el roce de los pies descalzos sobre la arena blanca del deambulatorio.
Era una hora tan temprana del día que hasta los pájaros estaban todavía callados. Entre las columnas de madera tallada flotaban jirones de niebla y, como máximo, una rana osaba perturbar muy de vez en cuando el silencio imperial.
Lei se colocaba siempre detrás de Malva. Entonces, hacía lo posible por aminorar ligeramente el paso con el fin de que nadie se diera cuenta de la cojera de su amiga. Para Malva, de todos modos, el quinto golpe de gong señalaba todas las mañanas el inicio de interminables momentos de sufrimiento. No sólo el recorrido hacia los Baños de Pureza era tremendamente largo, sino que luego Malva tenía que afrontar la Inmersión.
El emperador Temir-Gaí había hecho construir un gigantesco recinto en lo más alto de Cispazán, la fortaleza imperial. Cada techo, cada puerta, cada columna se había esculpido con madera de mesua, también conocido como árbol de hierro. Unas torres afiladas, remachadas con tejados en forma de campana, coronaban el recinto. En cada una de estas torres había vigías montando la guardia.
Malva avanzó con la cabeza gacha, intentando no apoyarse demasiado en la pierna derecha. La procesión no tardó en desembocar en la mandapa, una extraña sala sin techo donde se alineaban pilares decorados con volutas y con cientos de piedras incrustadas que reflejaban la luz como fragmentos de espejos. Cuando los primeros rayos de sol tocaban los pilares de la mandapa, había llegado la hora de la Inmersión.
Las chicas se separaron y se colocaron en pequeños grupos junto a los pilares, tal como les había enseñado el preunuco mayor. Ninguna de ellas se atrevía a desobedecer las órdenes del preunuco mayor ni de ningún otro preunuco. Todas sabían el castigo que les esperaba: la Jaula de los Suplicios.
El día de su llegada al harén, Malva oyó gritos desesperados. Procedían de un lugar concreto del recinto al que las chicas habían dado el nombre de «matadero». Malva aprovechó unas horas de descanso para ir hasta allí y averiguar quién gritaba de aquel modo. El corazón se le paró al descubrir lo que era el «matadero». Sobre una enorme tarima expuesta al sol y al viento se alineaban unas jaulas de madera de mesua. Fuera, un engranaje permitía bajar, separar o juntar las paredes. En aquellas jaulas había chicas encerradas: algunas estaban tan comprimidas en el interior que no podían evitar llorar y gritar.
Y cuanto más gritaban ellas, más apretaban los preunucos el torno que las estrujaba lentamente. Aquel suplicio se infligía a todas las que desobedecían o contrariaban a Temir-Gaí…
El sol terminó inundando de luz la mandapa. Al momento surgieron de los compartimentos donde permanecían ocultos unos preunucos que empezaron a entonar cánticos con sus voces límpidas para rendir honor al nuevo día.
Acompañadas por aquellos cantos cristalinos, ellas avanzaron hacia los Baños de Pureza: una sucesión de estanques artificiales en los que las chicas del harén se bañaban a diversas horas del día. El más grande, lleno de agua de mar, estaba cubierto de hojas de loto. Aquel estanque era donde se celebraba la Inmersión. Malva sintió acelerársele el pulso una vez más. Temía tanto aquel momento que el dolor aumentaba de día en día. Pero ¿qué podía hacer? No tenía más opción que obedecer o ser condenada a la jaula.
Malva se detuvo en el borde del estanque. A su lado, Lei miraba fijamente la superficie gris del agua. Al oír una modulación de los cánticos de los preunucos, todas las chicas entraron en el agua.
Malva aspiró una bocanada de aire y luego contuvo la respiración. El agua salada hacía que le escociera la herida de la pierna como si miles de agujas se le clavaran en la piel.
—Debes nadar —le susurró Lei—. Sin gritar.
Con los dientes apretados, la principetta se puso a nadar y todas las chicas que había a su alrededor se dirigieron al centro del estanque, haciendo ondular las hojas de loto. El emperador Temir-Gaí había aparecido en la orilla opuesta, vistiendo un traje de plata con unas mangas tan largas que le llegaban a los pies. Observaba la Inmersión en compañía de un ejército de preunucos.
Cada vez que estiraba la pierna, Malva notaba la herida picándole. Aunque el escozor era casi insoportable, consiguió llegar al centro del estanque. Lanzó una mirada llena de angustia a Lei. Ya estaba a punto de sonar el sexto golpe de gong, y entonces tendrían que sumergirse en el agua y permanecer allí todo el tiempo posible. Si no…
El gong sonó. Malva abrió la boca, se llenó los pulmones y se sumergió al mismo tiempo que todas las demás. La regla establecida era muy sencilla: la primera que saliera a la superficie sería la elegida por Temir-Gaí para pasar la noche siguiente con él en la estancia imperial. Cada vez que Malva se hundía en las frías aguas del estanque, intentaba imaginarse cómo podía ser una noche así, y aquello le daba las fuerzas necesarias para no volver arriba. Sin embargo… al cabo de un momento, le faltaba tanto el aire que se veía incapaz de resistir.
Aquella mañana, cuando volvió a la superficie, comprobó que se había salvado una vez más: otra chica acababa de ser elegida.
—Muy bien, Malva —le sonrió Lei una vez hubo emergido ella también—. Tenemos un día más.
Malva le sonrió, pero sabía que aquello no era más que un aplazamiento. ¿Quién sabía lo que ocurriría a la mañana siguiente? Quizá el dolor de la pierna le impidiera nadar, y entonces…
Mientras los preunucos sacaban del agua a la desdichada que Temir-Gaí había elegido, las demás prisioneras se alejaron rápidamente del centro del estanque para alcanzar la orilla. Malva lanzó una mirada a la víctima del día: era una chica menuda de piel tostada y pelo rizado, seguramente originaria del desierto de Nahara. Se resistía y suplicaba al emperador que la perdonara, pero fue en vano. En el harén, todo el mundo sabía que ninguna chica volvía tras haber pasado por la estancia de Temir-Gaí. Hubo incluso una mañana terrible en la que el emperador quiso dos chicas: una para él y otra para un invitado de excepción al que esperaba. Tampoco estas dos chicas regresaron.
—Ayer noche, yo encontré larvas de galeodos —anunció de pronto Lei en voz baja—. Último ingrediente que falta para fabricar medicamento. Tú verás. Esta noche, yo curaré tu pierna.
Llena de esperanza, Malva miró fijamente a su amiga. Desde que la encerraron en el harén, vivía esperando aquella medicina mágica cuyos ingredientes había estado reuniendo Lei pacientemente. Las larvas de arañas nocturnas le habían costado muchísimo de encontrar.
—Ojalá me cure tu medicina —suspiró Malva al tocar por fin la orilla.
—¡Seguro! —respondió Lei alegremente—. ¡Ciencia de Balmún, tú sabes!
La chica de ojos perlados, de pie y cubierta con un sarimono goteante, tendió la mano a Malva.
—Cuando tu herida curada, tú y yo huiremos del harén —susurró—. Como hizo mi hermana antes que nosotras. Tú confía.
Malva se tumbó en la hierba, agotada. El sol ya había entrado en el cielo y todas las chicas se dispersaron entre las columnas para descansar y charlar. El emperador Temir-Gaí había desaparecido con su prisionera y la jornada transcurriría sin más sobresaltos hasta el día siguiente, cuando el gong volviera a sonar y el cruel juego de la Inmersión empezara otra vez.
«Yo confío en ti, chica de Balmún —pensó Malva—. Y, cuando hayamos salido de aquí, buscaré a Filomena, esté donde esté, y la llevaré a Elgri-la, donde no habrá ni coronado, ni arconte, ni Vincenzo, ni monstruo marino, ni amoyedas, ni emperador, ni harén ni suplicios.»
Desde que huyó de la Ciudadela, Malva no cesaba de agregar nombres a la lista de cosas espantosas que no quería volver a soportar. Poco a poco se daba cuenta de que el Mundo Conocido sólo obedecía muy raramente a los preceptos de Quietud y Armonía.
Orfeo escribió en su diario de navegación:
Hoy es el 69º día de navegación. Todavía no estoy muerto. La mar está en calma y los vientos son favorables. Durante mi guardia, he observado la presencia de pájaros parecidos a nuestras gaviotas y de bancos de peces más numerosos de lo habitual. Ayer mismo, nuestro cocinero (que además es un pescador excelente) aprovechó un momento de calma para bucear, provisto de un arpón. Nos ha traído unas grandes doracudas de escamas plateadas, típicas según él del mar de Ocre. No hay duda de que nos acercamos a Cispacia.
Cerró el diario, pensativo. En el silencio de su camarote, la llama de la vela proyectaba sombras ondulantes en las paredes de madera. Al dormía, con los belfos colgando, al pie de la litera. Era la hora más tranquila, un instante antes del alba, cuando se oía rechinar el casco del barco y roncar a los marineros dormidos. Era la hora ideal para actuar con total discreción.
Orfeo apagó la vela de un soplido, se levantó de la silla, abrió lentamente la puerta del camarote y se dirigió de puntillas a la gambuza. Aparte de los dos hombres que había en cubierta y que iban a relevarlo de su guardia, nadie podía sorprenderlo robando provisiones.
Al cabo de tantas noches metiéndose a escondidas en la despensa, Orfeo había llegado a conocer bien las costumbres de Finopico, el cocinero. Detrás del hornillo de hierro fundido había una estantería llena de libros y tratados. No eran libros de cocina, sino obras científicas sobre peces. Por lo visto, el cocinero era un gran aficionado al estudio de las especies que poblaban los abismos de todos los mares conocidos. De todos modos, lo que interesaba a Orfeo era lo que había detrás: ¡la reserva de fruta confitada, buñuelos de arándanos y mazapanes! En otros estantes, siempre encontraba un tarro de arenques o de anchoas picantes. Desde luego, Finopico se daba cuenta de estas desapariciones, pero no se atrevía a quejarse al capitán, ya que aquel tipo de exquisiteces no debían encontrarse a bordo… El único problema era que el duendecillo de pelambrera roja dirigía sus sospechas al pobre Al, de modo que el san bernardo recibía patadas vengativas en las costillas en cuanto sacaba la nariz del camarote.
«¡Bah! —pensó Orfeo mientras se llenaba los bolsillos de golosinas—. ¡Al no es precisamente un perro delicado! Además, como es medio paralítico, tampoco debe de notar gran cosa!» Orfeo se reconfortaba de este modo y acallaba sus escrúpulos repitiéndose que era por una buena causa.
Salió de la gambuza y bajó a hurtadillas hacia el vientre del barco. Allí, avanzó a tientas entre los barriles apilados, las amarras roídas por la sal y los sacos de harina.
—¡Soy yo! —susurró en la oscuridad.
Poco después, oyó un rumor detrás de los sacos.
—¿Qué nos traes? —preguntó una voz.
—¡Fruta confitada, espero! —añadió otra.
—¡Tengo de todo! —respondió Orfeo, sentándose en un tablón atravesado.
Cogió un trozo de vela que tenía en el bolsillo y encendió la mecha. Dos caritas sucias pero iluminadas por el hambre surgieron de la oscuridad.
—¡Primero los arenques! —anunció Chanclo agarrando el tarro.
—¡Pues yo empiezo por la fruta confitada! —exclamó Peppe.
Orfeo contempló divertido a los gemelos abalanzarse sobre la comida.
—Una sola comida al día es poco —comentó Peppe mientras se chupaba los dedos—. Pero al menos está muy rica.
—No puedo bajar a veros durante el día —explicó Orfeo—. Ya sabéis que es demasiado peligroso. Como alguien descubra vuestra presencia a bordo…
—¡El capitán nos hará colgar por los pies de la verga mayor, ya lo sabemos! —recitaron a coro los gemelos.
—¡Y a mí con vosotros! —precisó Orfeo—. Un contramaestre que protege a unos polizones no merece mejor suerte. Francamente, no sé qué es lo que me impidió lanzaros por la borda el primer día. ¡Y pensar que fui tan ingenuo como para creer que habíais bajado al muelle sin reclamar vuestros cincuenta galniques!
Los dos hermanos asintieron sin dejar de comer.
—Sabíamos que podíamos contar contigo —sonrió Chanclo—. ¡Eres de esa gente que no haría daño ni a una mosca!
—¡Cuando supimos que embarcabas en la Errabunda, no nos lo pensamos dos veces! —agregó Peppe entre un bocado y otro.
—Además, según cómo lo mires, nos hemos pagado el pasaje —prosiguió Chanclo—. La información que te hemos dado bien vale dos plazas en la bodega, ¿no?
Orfeo torció el gesto dubitativamente. Aquella famosa información no era nada del otro mundo: ¡no era otra cosa que las predicciones de una echadora de cartas! Según dijo ella, el arconte habría embarcado rumbo a Cispacia varios días antes de que zarpara la fragata Errabunda. Los dos muchachos creían ciegamente en aquella afirmación, pero Orfeo tenía una mentalidad demasiado racional como para dar crédito a lo que dijeran las cartas. De todos modos, para quedarse tranquilo, se lo comentó de pasada al capitán, pero éste se rió en sus narices. ¡El arconte no se les podía haber adelantado porque hacía meses que ningún barco había zarpado de Galnicia!
—¿Qué, está rico? —preguntó Orfeo para cambiar de tema.
—¡Un banquete de primera! —suspiró Chanclo, engullendo un cuarto arenque—. Por cierto, ¿cómo está tu perro? ¿Se marea?
—¡No lo sé! —rió Orfeo—. ¡Se pasa el día durmiendo! ¡Y yo que creía que era un marinero excelente!
—¿Cuándo llegaremos a Cispacia? —quiso saber Peppe.
—Mañana, si los vientos nos llevan.
—¿Y luego? Iréis a salvar a la principetta, ¿verdad? ¡Me pregunto cómo os las vais a arreglar!
—Lo ignoro —confesó Orfeo—. Pero supongo que el capitán tendrá un plan.
Chanclo se incorporó bruscamente.
—Pues yo, si fuera el capitán —dijo con entusiasmo—, ¡ya sabría qué hacer! Mandaría al gigante a hablar con Temir-Gaí y…
—¿El gigante? —resopló Orfeo—. ¿Te refieres a Babilas?
—¡Sí! Ese que levanta cuatro barriles con una sola mano! ¡El otro día lo vi! ¡Bajó a la bodega! ¡Te digo que es muy, pero que muy fuerte!
—Es verdad —dijo Orfeo—. Nunca había visto a un hombre tan fuerte como Babilas. Pero el capitán no puede enviarlo a hablar con Temir-Gaí.
—¿Por qué?
—Porque Babilas es mudo —explicó Orfeo—. No habla desde hace muchos años. Nadie sabe qué le pasó.
—Ah —dijo Chanclo, decepcionado.
Se sentó otra vez al lado de su hermano y le robó un mazapán.
—¡Pues se va a montar un buen lío, de todas formas! —tomó la palabra Peppe—. ¡Con la de cañones y espinglones que lleva la María Bella, esos cispacianos se van a enterar rápido de con quién están tratando!
—¡Eso! —remató Chanclo—. ¡Y nos devolverán a la principetta en un plisplás!
Orfeo sonrió al ver brillar los ojos de aquellos guerreros de pantalón corto.
Por las noches, cuando bajaba a charlar con ellos, se olvidaba un poco del peso de las responsabilidades y preocupaciones que recaían ahora sobre sus hombros. Por un lado, como contramaestre no se las apañaba mal y, aunque había cometido algunos errores, no tuvieron ninguna consecuencia grave. Por otro, la tripulación no era nada dócil y a algunos marinos viejos les costaba aceptar sus órdenes. Lo llamaban «halacabuyas», que es el nombre que reciben los marineros novatos, y no desaprovechaban ninguna ocasión para jugarle una mala pasada: una vez le pusieron cucarachas en la sopa, otra una rata muerta en los zapatos, otra vez le rociaron la cara «accidentalmente» con un chorro de vinagre. Nada más que bromas de marineros, en suma, sin ninguna mala intención. Sin embargo, Orfeo se sentía incomprendido y marginado. Al concederle aquel puesto, el coronado le había hecho un regalo un poco envenenado. Por eso, agradecía mucho aquellos momentos compartidos con los dos muchachos.
—¿Vais a decirme de una vez por qué estabais tan empeñados en subir a bordo de la Errabunda? —les interrogó—. ¡Cada vez que os lo pregunto, me salís con evasivas!
A medida que iban transcurriendo las noches, los gemelos fueron contando a Orfeo algunos episodios de su vida miserable y rocambolesca. Habían nacido trece años atrás en una provincia lejana, fronteriza con Galnicia y con Armunia. Sus padres murieron debido a una enfermedad y los dos mocosos se convirtieron en huérfanos antes de cumplir los tres años de edad. Una vieja del pueblo los acogió. Vivieron con ella durante varios años, pero la vieja les alimentaba más con golpes que con pan. Así pues, a los diez años decidieron fugarse.
Vagabundeando y mendigando por los caminos, llegaron a la ciudad, pero allí los detuvieron y los mandaron a un orfanato. «¡Peor que una cárcel! —comentó Chanclo—. Nos obligaban a dormir en camas de paja llenas de bichos y a mendigar para los monjes que nos cuidaban. Y, para agradecérnoslo, nos daban latigazos y nos encerraban en calabozos oscuros durante días y días.»
Más experimentados y hábiles, Chanclo y su hermano se fugaron de nuevo. Desde entonces, vivieron en la calle con una banda de golfillos que se convirtieron en su familia. Tanta miseria bastaba sobradamente para explicar su deseo de irse de Galnicia, pero Orfeo sospechaba que había algo más. Un secreto de los dos.
—Nosotros no tenemos ningún secreto —afirmó Chanclo—. Sólo queríamos explorar el Mundo Conocido.
—Dejar de vivir en la miseria ¡para ser libres! —añadió Peppe—. De todos modos, nuestro futuro será…
Chanclo le lanzó un codazo para hacerle callar.
—¿Quién conoce el futuro, so idiota? ¡Dom Mac Bott nos ha dicho muchas veces que no hay que creerse todo lo que dicen los videntes!
Justo entonces, Orfeo oyó un ruido en la entrecubierta. En aquel momento rompía el alba. Ya le había llegado la hora de unirse a los marineros.
—Tenéis que pasar desapercibidos como fantasmas —recomendó a los dos chicos—. Cuando desembarquemos, vendré a buscaros y entonces seréis libres para ir adonde queráis.
Apagó la vela y subió rápidamente. No quería toparse con un marinero y mucho menos con el cocinero. Cuando se hubo refugiado en su camarote, cogió su escudilla de cerámica, la llenó de agua y se echó el líquido a la cara. Tenía sueño atrasado, pero no era el mejor momento para tumbarse a dormir. Así pues, se dispuso a afeitarse.
Mientras se pasaba la cuchilla por las mejillas, Orfeo pensó en sus protegidos. ¡Decididamente, le caían bien aquellos chicos! No les faltaba descaro ni audacia. Se habían atrevido a hacer lo que él debería haber hecho a su edad: ¡partir sin pedir permiso a nadie! Todos esos motivos lo impulsaron a correr el riesgo de esconderlos. Aquello no estaba bien, desde luego, y la conciencia le remordía como nunca. Por otro lado, si los hubiera denunciado al capitán, se habría sentido todavía peor. Además, la presencia de los gemelos no ponía en peligro la expedición: ¡sólo perjudicaban a las reservas personales de un cocinero irascible!
Al se movió al pie de la litera, bostezó hasta casi desencajar las mandíbulas y luego volvió a dormirse.
Orfeo guardó la espuma de afeitar y se miró al espejo. El sol y el aire de mar le habían curtido la piel. Casi había adquirido la apariencia de un marinero de verdad, pero aquellos sesenta y nueve días de navegación sin incidencias no le bastaban para hacer de él un hombre. «¡Tempestades, eso es lo que quiero! —pensó—. ¡Y naufragios! ¡Batallas y cañonazos!»
Malva y Lei se despertaron mucho antes del primer golpe de gong. A su alrededor, las demás chicas dormían apaciblemente en esteras de bambú.
—Deja ver —dijo Lei en voz baja.
Malva apartó la sábana para dejar al descubierto su pierna. El día anterior, Lei había vendado la herida con el ungüento que había preparado y ahora sólo faltaba comprobar su efecto.
Con movimientos delicados, la chica de Balmún levantó ligeramente la venda. Malva apretó los dientes y buscó ansiosamente bajo su estera una de las galletas de pagul que había escondido allí. Entonces la mordisqueó para armarse de valor. Desde que la arrancaron de la protección de Uzmir, no dejaba de mascar las semillas que había en las galletas, que tenían poderes calmantes sobre su cuerpo y su espíritu.
De pronto, a Lei se le iluminó la cara.
—¡Mira! —susurró.
Malva se acercó la pierna a los ojos. Era algo increíble: ¡la herida casi había desaparecido! Lo único que quedaba era una larga cicatriz blanca en el lugar donde la bestia sin nombre le había clavado los dientes.
—¡Toca! —sugirió entonces Lei.
Con mano temblorosa, Malva se pasó los dedos por la cicatriz. Lo que sintió fue una caricia, nada más. Entonces se frotó más fuerte… ¡Nada! ¡Ningún tipo de dolor!
—Mueve —le indicó Lei.
Malva obedeció sin disimular su alegría. Hizo algunos movimientos con la pierna en el aire y, para terminar, se animó a ponerse en pie.
—Ya no me duele —susurró, con los ojos abiertos como platos por la sorpresa—. No me duele nada de nada… ¡Mira, Lei! ¡Estoy andando! ¡Exactamente como andaba antes!
—¡Chist! —suplicó Lei, llevándose un dedo a la boca—. ¡Tú despertarás otras chicas!
—¡Puedo andar! ¡Puedo andar! —repetía Malva, que no cabía en sí de alegría—. ¡Es maravilloso, Lei! ¡Eres una auténtica maga!
Casi se había puesto a bailar. Sobre las tablas de madera de mesua que tapizaban el gineceo, Malva brincaba, separaba los pies y los juntaba, hasta que una de las chicas terminó levantando la cabeza.
—Tú duermes —le susurró Lei—. Lo que ves es sólo sueño.
La chica gruñó, se dio la vuelta y volvió a quedarse dormida. Al menos, aquello bastó para calmar a Malva. Se había sentado con las piernas cruzadas, sin apartar la mirada de la pierna, maravillada.
—¡Gracias, gracias, Lei! ¡Me has liberado! ¡No sé cómo te lo puedo…!
De pronto, la interrumpió el resonar del primer golpe de gong. Todas las chicas se despertaron bruscamente. Se levantaron de un salto, cogieron sus sarimonos verdes y se cubrieron con ellos antes de arrodillarse frente a sus esteras.
—¡Rápido! —apremió Lei—. ¡Nadie debe vernos!
Malva y ella se apresuraron a ponerse los sarimonos. Apenas se habían arrodillado cuando las sobresaltó el segundo golpe de gong. Todas a la vez, las chicas cogieron el peine de marfil que tenían cerca del lecho y empezaron a peinarse.
Malva contemplaba la escena con nuevos ojos. Las otras mañanas, completamente absorta en su propio dolor, no prestaba atención al resto de la gente. Aquella mañana, en cambio, le fascinó la perfecta coreografía que se ejecutaba en el gineceo. ¿Cómo podía alguien, por mucho que fuera emperador de Cispacia, conseguir que tanta gente hiciera todo aquello? Era hermoso e inquietante a la vez. En cualquier caso, Malva no podía dejar de formar parte de aquella operación sincronizada: también ella se peinaba el pelo negro que, ahora que le había vuelto a crecer, le caía sobre los hombros como las alas desplegadas de un cuervo.
El tercer golpe de gong anunció la entrada de los preunucos. Llegaron en fila india, silenciosos, con las cabezas bajas, con una cinta de color amarillo chillón en la frente que señalaba su condición de esclavos, y colocaron delante de cada chica un cuenco con leche de macoco humeante.
Al cuarto golpe, las chicas se llevaron el cuenco a los labios. Contenía una leche cremosa y aromática que Malva solía acompañar discretamente con una galleta de pagul. Aquella mañana, en cambio, no tuvo tiempo de disolver la galleta en la leche. Llevada por las prisas, se deslizó las galletas restantes en el bolsillo del sarimono.
Al quinto golpe de gong, las chicas ya estaban a punto, en fila y en silencio, en el deambulatorio. Cuando se pusieron en marcha, Malva experimentó una alegría que le costaba contener. «¡Puedo andar! —se repetía—. ¡Es increíble! ¡Ya no cojeo nada!»
Se sentía tan aliviada que la perspectiva de la Inmersión ni siquiera le parecía ya desagradable. ¡Por mucho que la sal del primer Baño de Pureza le agrediera la piel, ahora ya no le escocería!
Cuando se plantó al borde del estanque, todavía esbozaba una sonrisa.
—Tu cara —le susurró Lei—. Cuidado. Sin sonreír.
Malva se mordió las mejillas por dentro y entró en el agua. A su alrededor, los pétalos de loto llenaban el aire con su fragancia. Se puso a nadar vigorosamente y llegó la primera al centro del estanque. No fue hasta entonces cuando reparó en el hombre que había aparecido al lado del emperador Temir-Gaí.
Iba vestido como los ricos mercaderes que comerciaban por las costas del mar de Ocre. Era alto y le pasaba una cabeza al emperador. Un sombrero bordado le ocultaba una parte de la cara. Sin embargo, Malva se sintió turbada por su presencia, como si se encontrara frente a alguien que ya conociera. De pie junto a la orilla, el emperador murmuraba confidencias al oído de su invitado.
—Aquel hombre… —susurró Malva a Lei—. ¿Quién es?
La chica de Balmún lo examinó de lejos y se encogió de hombros.
—No sé. Pero hoy sacrificarán a dos chicas. Tú debes tener mucho cuidado.
El sexto golpe de gong estaba a punto de sonar, Malva tenía que prepararse para sumergirse, y sin embargo aquel hombre acaparaba toda su atención… Ahora paseaba una mirada atenta por todas y cada una de las chicas que esperaban en el centro del estanque. De golpe, sus ojos de acero atravesaron a Malva como dos flechas.
Al reconocer al hombre, el corazón le dio un vuelco y estuvo a punto de gritar. Pero el gong vibró justo en aquel momento. Lei tuvo el tiempo justo de coger a Malva por la mano mientras todas las chicas se sumergían al mismo tiempo.
Bajo el agua, Malva se sintió mal desde el principio. No había tomado suficiente aire. ¡Y aquella mirada! ¡Por la Santa Quietud! ¡Qué mirada! La principetta agitó los pies tanto como pudo, pero su pecho oprimido le pedía aire. ¡Aire!
Cuando salió fuera del agua, en la superficie no había otra cabeza aparte de la suya. Al momento, el emperador señaló con el dedo hacia ella y gritó unas órdenes a sus preunucos: ¡Malva sería ofrecida al invitado del emperador!
Sus ojos se cruzaron de nuevo con la mirada penetrante de aquel que la reclamaba. Y lo que Malva leyó en aquellos ojos grises disipó toda duda: efectivamente, ¡era el arconte!
¿Cómo habría llegado hasta allí? ¿Cómo habría obtenido la hospitalidad de Temir-Gaí? Malva no podía comprenderlo. De lo que estaba segura era de que había viajado hasta Cispacia para matarla. Y podría hacerlo aquella misma noche, con plena impunidad, en la estancia que el emperador ponía a su disposición.
Los preunucos sacaron a Malva del agua y la llevaron rápidamente a uno de los edificios del complejo principal, en el otro extremo del recinto. Entonces la encerraron en una pequeña celda iluminada por ventanas con celosías. En el centro había un solo cojín de color blanco. Malva pasó allí una buena parte del día, sola y aterrorizada.
Estuvo andando arriba y abajo por la habitación, negándose a sentarse en el cojín blanco e incluso a mirar por la ventana.
El sarimono se le estaba secando. No tenía hambre ni sed. Por los huecos de las celosías vio descender el sol lentamente y, cuando éste se había teñido ya de rojo, otros dos preunucos entraron en la celda y le indicaron que los siguiera. Malva fue escoltada hasta la entrada de una sala mucho más grande, cuyo suelo estaba cubierto de pétalos de loto. Al parecer, le iban a hacer seguir un ritual que la prepararía para su noche con el invitado del emperador…
Allí, los preunucos volvieron a dejarla sola.
Malva se adentró en la sala. En el fondo vio un baúl y, encima de él, unas copas con fruta fresca y una jarra de licor. Estaba claro que habían dejado aquellos manjares allí para ella, pero no los tocó.
Y todo el rato, todo el rato, se le aparecían los ojos grises del arconte. La indignación y el asco le perforaban las entrañas sin cesar. ¿Cómo le habría seguido la pista? ¿Por qué se ensañaba con ella? ¿Habría pasado algo en Galnicia?
«¡Ay, Lei! —se lamentaba en su interior—. ¡Ojalá tu magia pudiera salvarme una vez más!» Pero la chica de Balmún ya no podía hacer nada por ella y el tiempo pasaba sin escapatoria posible.
Un campanilleo anunció la llegada de más preunucos. Se llevaron las copas de fruta y la jarra de licor y luego condujeron a Malva a una tercera sala.
Esta vez había que bajar una escalera y adentrarse bajo tierra por unos pasadizos ocultos del recinto. Finalmente, los preunucos empujaron a Malva al interior de una habitación. En el centro destacaba una cama enorme, que reposaba sobre unas patas de madera tallada. Ni una horca habría impresionado más a la joven. «Es el fin», se dijo al oír la puerta cerrarse tras ella. Su indignación y su asco se redoblaron ante el intenso pavor que sentía. La espera duró más y más, tanto que, cuando la puerta volvió a abrirse, Malva estaba hecha un manojo de nervios.
Con un sobresalto, volvió rápidamente la cabeza. El arconte estaba en la entrada de la habitación, vestido también con un sarimono verde. Malva notó una sacudida en el pecho. Unos espasmos violentos le oprimían el estómago.
—Bueno, principetta… —empezó a decir el arconte—. Se diría que sois insumergible.
Seguro de sí mismo, no se movía y permanecía apoyado en el marco de la puerta. Malva se sentía incapaz de pronunciar ni una sola palabra.
—Me habéis costado sudor y lágrimas, principetta —prosiguió el arconte con voz melosa—. Y me estáis trayendo muchos disgustos… Así que he decidido hacer yo mismo el trabajo en lugar de confiarlo a ineptos como Vincenzo.
Diciendo esto, se desabrochó el cinturón que le ceñía el sarimono, se lo quitó y lo mantuvo firme y tirante entre las dos manos. Malva abrió la boca para gritar, pero se contuvo. Si quería mantener la esperanza de escapar de la muerte, debía conservar la sangre fría a toda costa. Se mantuvo donde estaba y recuperó el control de la respiración.
—¿Es el coronado quien os envía? —preguntó para ganar tiempo.
El arconte dibujó una sonrisa maligna.
—Nadie me ha enviado. Los tiempos en que recibía órdenes del coronado ya han pasado. ¿No es curioso? Todavía tenemos algo en común, vos y yo: a ninguno de los dos nos gusta obedecer órdenes ciegamente.
Blandiendo el cinturón, agregó:
—Sin duda, Temir-Gaí comprenderá que a veces se produzcan accidentes… Ni siquiera en el curso de una noche de amor puede uno estar seguro de que no ocurrirá un estrangulamiento.
Se enrolló el cinturón alrededor de los puños y dio un tirón seco. Malva tragó saliva con dificultad.
—Hablando de amor —siguió diciendo el arconte con un tono repleto de ironía—, ¿os podéis creer que el país se halla literalmente consumido por el dolor tras conocer vuestra desaparición? He intentado poner un poco de Quietud y Armonía en ese caos, pero… la verdad es que habéis vuelto a la superficie demasiado pronto.
Malva hacía esfuerzos por no temblar ni moverse. Pero cada vez que el arconte tensaba el cinturón entre sus manos, ella daba un respingo. Era extraño: durante diez años, Malva se había acostumbrado a estar en compañía de aquel hombre con plena confianza, ¡incluso con alegría! Pero ahora, frente a él, sentía un miedo más profundo del que hubiera experimentado nunca.
—¡He esperado diez años! —exclamó el arconte, como si le hubiera leído el pensamiento—. Lo tenía todo perfectamente calculado. Había conseguido poneros en contra de vuestros padres y viceversa. Había llegado el momento justo, principetta. No me quedaba más que facilitaros el camino para vuestra evasión… ¿No os pareció admirable mi plan?
—Pues ya podéis apoderaros del trono —replicó Malva sin apartar la vista del cinturón del sarimono—. Yo no os lo impediré. Aquí estáis perdiendo el tiempo. Os conviene más volver a Galnicia para rematar vuestra obra.
—¡No necesito vuestros consejos! —explotó de pronto el arconte, chasqueando el cinturón en el aire como un látigo.
Malva retrocedió un paso, alarmada.
—Si os sirve de consuelo antes de morir, sabed que el trono se me ha escapado definitivamente. Vuestra criada ha hecho llegar un mensaje a la Ciudadela. He sido desenmascarado… por una… por esa…
El arconte temblaba de rabia, mientras Malva, presa del terror, registraba aquella información sin comprender todo el sentido.
—Cuando haya terminado con vos —prosiguió el arconte—, me ocuparé de esa chica. La encontraré, esté donde esté. Ahora, ya no me queda otra salida que la venganza.
Dio un paso hacia Malva. La puerta había permanecido abierta tras él. ¡Ahora o nunca!
Malva se abalanzó hacia delante con toda la energía que le daba la desesperación. Se impulsó tan lejos, tan rápidamente, que pudo escapar del alcance del arconte. La chica hizo una pirueta, rodó por el suelo, se levantó y consiguió salir disparada por la puerta. El arconte sólo tuvo tiempo para darse la vuelta y verla desaparecer por el largo pasillo.
Malva no había corrido tan rápido en toda su vida. Su pierna, al fin curada, le permitía acelerar el paso y arrojarse a toda velocidad por las escaleras y los pasadizos que serpenteaban bajo la fortaleza imperial.
Pero el arconte había reaccionado rápidamente. Soltando un grito de rabia, se lanzó en su persecución.
—¡No volverás a escapar de mí! —gritaba—. ¡Esta noche te mataré! ¡He venido sólo para eso!
Malva corría cada vez más rápido. Los pasillos doblaban y se dividían en dos, las escaleras subían y bajaban, llevando a una estancia tras otra. Tomaba una u otra dirección al azar, sin pensar, aterrorizada por los gritos del arconte, que andaba pisándole los talones.
De pronto, una pared se le plantó delante. Malva apoyó las manos en ella y la aporreó con los puños. ¡Nada, ninguna abertura! Se dio la vuelta. Buscando por todos lados, acabó encontrando una trampilla en el suelo. Se tumbó y metió la cabeza dentro. Era una especie de túnel que seguía bajando, tal vez fuera un canal para evacuar la basura o el agua sucia. Ayudándose con los codos, empezó a arrastrarse hacia su interior. El canal era verdaderamente estrecho, pero ella había adelgazado tanto desde que se fue de Galnicia que pudo meter todo el cuerpo dentro.
Justo cuando sus pies desaparecían por el conducto, oyó llegar al arconte, que se topó también con la pared. Con el corazón desbocado, Malva se apretó contra las paredes del túnel y se deslizó más adentro.
—Aquí está esa sabandija… —dijo entonces la voz del arconte.
Aquellas palabras resonaron en el interior del túnel. Torciendo el cuello, Malva llegó a ver el hueco por el que se había colado. La cara huesuda del arconte estaba allí, observándola, con un rictus estremecedor en los labios.
—… y se ha metido solita en la trampa —se mofó.
Dicho esto, el arconte metió la cabeza en el conducto.
Presa del pánico, Malva empezó a arrastrarse y arrastrarse con todas sus fuerzas para alejarse del arconte. Cuando volvió a mirar atrás, se dio cuenta de que él no había podido seguirla: ¡sus anchos hombros no cabían por la abertura! Con la cara desencajada por el odio, el arconte golpeó el suelo con los puños.
Malva siguió avanzando por el estrecho canal. No temía más que una cosa: que una reja le impidiese salir por el otro lado. Por suerte, el conducto terminó ensanchándose y ella se vio dentro de una especie de alcantarilla oscura que apestaba a orina y a podredumbre.
Se dejó caer rodando por el suelo y luego se puso en pie. Allí dentro estaba tan oscuro que no se veía ni los pies… No obstante, al aplicar el oído, detectó una presencia. Sintió un nudo en la garganta. Lo que estaba oyendo era una respiración.
Malva extendió los brazos y avanzó a tientas. De pronto, le pareció que se topaba con algo. Algo blando. Se agachó. Aquello que acababa de pisar era una cosa caliente… y peluda.
Un gruñido rompió repentinamente el silencio. Malva dio un brinco hacia atrás y se apretó contra la pared. ¡Un animal! ¡Se había metido en la guarida de un animal! ¡Así pues, el conducto en el que se había colado debía de servir de ventilación para la jaula!
El animal respiraba ruidosamente. Malva lo oyó menearse y comprendió, al notar que el suelo temblaba, que la bestia estaba a punto de saltarle encima. Con la espalda pegada a la pared, la muchacha contuvo la respiración.
El animal gruñía y se agitaba cada vez más cuando de pronto se oyó un tintineo de llaves y apareció un resplandor que iluminó un pasadizo y los barrotes de la jaula donde estaba encerrado el animal. Atraído por el alboroto, un preunuco provisto de una antorcha había ido a hacer una ronda de inspección. Malva se agachó escurriéndose contra la pared.
El preunuco recorrió toda la jaula con la antorcha mientras susurraba palabras apaciguantes. A la luz anaranjada de la llama, Malva entrevió por fin la silueta enorme del animal. De pronto, vio brillar dos pares de cuernos. Cuernos plateados. El corazón le dejó de latir. ¡El auriga celeste! ¡Por la Santa Armonía! ¡Estaba encerrada en la jaula de aquel monstruo!
El auriga era tan grande y pesado que apenas podía moverse en aquel espacio tan reducido. De todos modos, llegó a darse la vuelta y Malva vio su espantosa cabeza alargada inclinándose hacia ella. La muchacha tuvo que morderse las mejillas por dentro para no gritar de pavor.
Mientras tanto, en el pasadizo, el preunuco seguía alzando la antorcha para iluminar todos los rincones de la jaula. Sin embargo, Malva quedaba oculta por el cuerpo enorme del auriga, que la estaba olfateando con su nariz viscosa. La principetta notó un largo hilillo de baba goteándole sobre el brazo derecho. Estaba claro: ¡el auriga tenía hambre!
De pronto, Malva se acordó de que todavía llevaba galletas de pagul en el sarimono. Deslizó lentamente la mano en el bolsillo. Las galletas se habían mojado durante la Inmersión y se habían convertido en una especie de papilla, pero decidió jugarse igualmente el todo por el todo y abrió la mano bajo las narices del auriga.
Durante algunos segundos el monstruo dejó de gruñir y de agitarse. Husmeó las galletas con detenimiento y luego pareció decidirse. Malva notó una lengua enorme barriéndole la mano. Después oyó ruidos esponjosos de deglución. La muchacha se rascó apresuradamente el fondo del bolsillo y tendió lo que quedaba de las galletas bajo el morro del monstruo. La pobre temblaba tanto que la papilla de pagul se le cayó de las manos y fue a parar a sus pies. El auriga bajó el lomo y se acercó a lamer el suelo.
Justo entonces, la luz de la antorcha deslumbró a Malva. Al bajar la cabeza para comer, el animal había revelado su presencia a los ojos del preunuco, que reaccionó lanzando un grito estridente. Malva, agarrotada contra la pared de la jaula, cerró los ojos. Ahora sí que se había quedado atrapada en la trampa.
Una decena de preunucos irrumpió en el pasadizo blandiendo antorchas y sables. Uno de ellos abrió la jaula del auriga y otros cuatro se abalanzaron hacia su interior. Cogieron a Malva por los hombros y la empujaron hacia fuera, mientras el monstruo seguía lamiendo el suelo en busca de más galletas.
A juzgar por los gritos que soltaban los preunucos, Malva comprendió que había cometido una falta imperdonable: ¡introducirse en la guarida del animal preferido de Temir-Gaí constituía un auténtico sacrilegio! Los guardias la arrastraron sin contemplaciones por escaleras y pasillos hasta llegar a la estancia del emperador, que, avisado por otros preunucos, esperaba a la culpable sentado en su cama.
Los preunucos lanzaron a Malva a sus pies y ofrecieron al emperador algunas explicaciones en su idioma. Tumbada panza abajo, Malva notaba cómo la sangre le palpitaba en las sienes. No entendía ni una palabra de lo que se estaba diciendo allí, pero la furia de Temir-Gaí era tan patente que la principetta no necesitaba traducción. Por un momento, pensó que le iban a cortar la cabeza sin más.
El emperador se acercó a ella, la agarró por el pelo y la obligó a mirarlo a la cara. Tenía el semblante pálido, salpicado de motas rojas. Detrás de él, en la cama, Malva reconoció a la chica que había reclamado para aquella noche. Lloraba en silencio, acurrucada contra las almohadas. El emperador lanzó unas órdenes, soltó a Malva y salió de la estancia como una exhalación.
Poco después, los preunucos arrastraron a Malva hacia el exterior del edificio. Era noche cerrada. Se oía únicamente el canto de las ranas, a lo lejos, en dirección a los Baños de Pureza. Los preunucos llevaron a Malva a empujones de jardín en jardín. Ella supo finalmente la suerte que le esperaba al descubrir el «matadero», la tarima donde estaban las Jaulas de los Suplicios.
Les preunucos abrieron una y arrojaron a Malva a su interior. Cerraron la puerta con llave y luego uno de ellos agarró la manivela que controlaba el mecanismo. Dio algunas vueltas y Malva vio acercarse el techo de la jaula. Sentada en el suelo, juntó las rodillas contra el pecho y puso la cabeza encima. El falso techo se le apoyó en las vértebras y le arrancó un gesto de dolor.
Justo en aquel momento oyó unas voces que venían de lo lejos. Alguien llegaba con mucho estruendo. Malva volvió ligeramente la cabeza. Unos preunucos se acercaban corriendo con antorchas en la mano. Y traían a empujones a una chica vestida simplemente con una blusa blanca de algodón. Malva dio un respingo al reconocerla: era Lei.
—¡Malva! —gritó ésta con un sollozo—. ¡Tú viva!
Se arrodilló al lado de la jaula y se agarró a los barrotes.
—Preunucos me buscaron para traducir tus palabras —explicó con voz ronca—. Chica de Balmún conoce todos idiomas, ellos saben.
Se produjo un nuevo tumulto en los jardines. Temir-Gaí hizo su aparición, y le acompañaba el arconte. Los dos subieron a la tarima.
El emperador señaló al arconte y lanzó algunas palabras airadas.
—Él quiere saber por qué tú desobedeciste a invitado de honor. ¿Por qué tú escapaste?
Malva notó que un sudor frío le resbalaba entre los omóplatos. Una sensación de vértigo le nubló la vista. Estaba al borde del desvanecimiento.
—Ha intentado matarme —musitó.
—¡Miente! —gritó el arconte antes de que Lei llegara a traducir nada.
El emperador prosiguió su interrogatorio.
—Quiere saber qué tú haces en jaula de auriga celeste… y también qué tú le diste de comer. Veneno, piensa él.
—Galletas de pagul —sollozó Malva, a punto de perder los nervios—. ¡Sólo eran galletas de pagul!
Lei transmitió su respuesta en cispaciano. El emperador dio entonces algunas órdenes. Lei se puso todavía más pálida, y le empezaron a temblar los labios.
—Él dice que tú envenenadora. ¡Cree que tú mientes! Él te condena a Jaula de Suplicios. El dice que tú mueres en tres días…
—Bien merecido —intervino el arconte con tono satisfecho.
Dio un paso al frente y se agachó para acercarse a Malva:
—Habría preferido matarte con mis propias manos, pero ya vendré a admirar el efecto de esta jaula en tus huesos mañana por la mañana. Quiero oír cómo se rompen de uno en uno.
Lei lloraba con la mejilla pegada a la jaula de madera. Los preunucos la obligaron a apartarse y luego el emperador dio a los demás la orden de retirarse. Entonces, todos se alejaron de la tarima para abandonar a Malva a su suerte.
Aquella misma noche, las fragatas Errabunda y María Bella anclaron en una cala a resguardo de los vientos. La tripulación llevaba sesenta y seis días sin pisar tierra, y cuando el capitán pidió voluntarios para ir al puerto de Cispazán con el fin de llevar a cabo un reconocimiento, se alzaron decenas de manos. Sólo Orfeo, que no quería abandonar a Chanclo y Peppe toda una noche, mantuvo las manos detrás de la espalda.
El capitán eligió a una docena de entre los hombres más fornidos y luego, sorprendentemente, se dirigió a Orfeo:
—Necesito a un hombre juicioso para dirigir esta expedición. No os sacrifiquéis, Mac Bott. Habéis trabajado bien durante la travesía y os habéis ganado sobradamente el derecho de salir a desentumecer las piernas.
Orfeo sintió sobre él el peso de varias miradas hostiles. Si se negaba a descender a tierra, se arriesgaba a que lo trataran de halacabuyas con más razón… Y así fue como se vio a bordo de una chalupa, sentado frente a Babilas el gigante, que remaba sin quitarle los ojos de encima.
Arribaron a una pequeña playa rodeada de acantilados. Babilas levantó la chalupa con una sola mano y la llevó hasta la arena con una facilidad pasmosa. Orfeo tragó saliva con dificultad. La compañía de aquellos hombres rudos le incomodaba en extremo, pero se concentró en disimularlo y tomó con ellos un camino lleno de raíces que se adentraba en la negra noche de Orniente.
¡Qué diferente de Galnicia era todo aquello! Ni las plantas, ni los olores, ni los sonidos, ni siquiera el cielo estrellado se parecían en nada a lo que conocía Orfeo. En varias ocasiones dio un traspié y estuvo a punto de caerse, lo que no hizo más que aumentar su nerviosismo. A pesar de la oscuridad, podía sentir sobre sí la mirada de Babilas, que nunca se desprendía de él.
Tras una hora de marcha, distinguieron las luces de la ciudad imperial de Cispazán. Una multitud de farolillos rojos señalaban la entrada del puerto, a cuyo abrigo se balanceaban extraños veleros de fondo plano.
—Separémonos —propuso Orfeo cuando se hubieron acercado a las primeras casas—. De dos en dos pasaremos más desapercibidos que en tropel.
Los marineros miraron a Babilas, que acababa de plantarse al lado de Orfeo. El gigante asintió con un gesto de la cabeza.
—Nos reuniremos en el acantilado que da a la cala antes de las primeras luces del alba —agregó Orfeo—. Y manteneos en guardia. No olvidéis que no disponemos de espinglones ni buzarcas a los que podamos recurrir.
Orfeo se palpó debajo de su chaquetón de contramaestre para asegurarse de que su alfanje estuviera todavía allí. Aquel sable corto era la única arma que el capitán había autorizado para la misión, ya que cualquier otra hubiera levantado sospechas.
Cada pareja se puso en marcha. Orfeo y Babilas bordearon el barrio del puerto y se dirigieron a la parte alta de la ciudad. Silenciosos, al acecho, evitaron por el momento adentrarse demasiado en las calles, mientras se ocultaban detrás de los macizos de flores para observar las idas y venidas de los cispacianos.
—Un pueblo de noctámbulos —observó Orfeo en voz baja.
Entre las casas de madera con tejados cónicos, una muchedumbre se paseaba a la luz de farolillos de papel rojo. Hablaban a voz en cuello, reían mucho y de vez en cuando se detenían para golpearse los muslos soltando una carcajada. Llevaban chaquetas bordadas de manga larga y gorritos trenzados. Algunos fumaban pipas largas, otros bebían de botellitas plateadas.
—No sé qué tipo de alcohol será —susurró Orfeo—, pero están todos borrachos. Ésta es la nuestra. Un hombre borracho no desconfía. Ven, Babilas.
Con un poco más de confianza, llevó al gigante a la luz de los faroles, a través de una hilera de calles idénticas. En cada umbral parecían montar guardia estatuas de animales de madera con ojos de jade. Ante sus caras gesticulantes, Orfeo sintió un escalofrío: aquellos monstruos le recordaban las máscaras colgadas en las paredes del despacho de su padre.
De pronto, Babilas puso su enorme mano sobre el hombro de Orfeo. Una tropa de hombres muy extraños se acercaba a ellos. Éstos no reían ni hablaban ni bebían ni fumaban. Avanzaban en una fila estrecha, con la cabeza baja. En la frente llevaban unas cintas de color amarillo chillón. En medio, marchando al mismo paso, había unos niños que no parecían tener más de once o doce años. Todos estos chicos tenían la cabeza rapada, a excepción de un mechón corto que les caía sobre la frente.
—¿Crees que son soldados alistando a reclutas? —susurró Orfeo a Babilas cuando hubo pasado la tropa.
El gigante dijo que no con la cabeza.
—Sigámoslos de todas formas. Tienen pinta de saber adonde van y siento curiosidad por conocer el destino de estos niños.
La pareja aceleró la marcha para no perder de vista la extraña comitiva y la siguió a distancia por las calles, que se hacían cada vez más anchas y empinadas. Finalmente desembocaron en una gran plaza de suelo cubierto de césped, iluminada por linternas de papel verde. La algarabía del barrio rojo había desaparecido.
—¡Mira allí! —susurró Orfeo.
Al otro lado de la plaza se alzaba una inmensa muralla de madera. En el centro de ésta se abrió una puerta monumental para dejar entrar a los hombres con cintas amarillas y a los niños.
Orfeo y su compañero se acercaron a la muralla. Al otro lado, a pesar de la oscuridad de la noche, distinguieron otras edificaciones: torres con terrazas cubiertas con techos acampanados, columnas y amplios edificios. El conjunto parecía construido enteramente a partir de piezas de madera tallada.
Babilas y Orfeo se detuvieron frente al enorme pórtico. Volvía a estar cerrado, de modo que ahora podían verse unas inscripciones que había allí grabadas.
—¿Sabes qué significan estos signos? —preguntó Orfeo por si acaso.
Como respuesta, Babilas señaló con el dedo la parte alta del pórtico. Una estatua dominaba la construcción: la de un hombre cabalgando una criatura gigantesca con cuernos plateados.
—Es lo que yo pensaba —dijo Orfeo—. Estamos sin duda ante el palacio de Temir-Gaí. Y su harén debe de estar allí. Detrás de esta muralla.
Mientras se entretenía contemplando la estatua, Orfeo vio el cielo blanqueando al este. ¡El alba estaba a punto de llegar por el lejano horizonte!
—Volvamos rápido a la Errabunda —ordenó.
Cuando llegaron a lo alto del acantilado, las estrellas se estaban desvaneciendo una por una en el cielo pálido. Los demás les esperaban ya en la chalupa. Orfeo y Babilas bajaron rápidamente a la playa y, una vez a bordo, el gigante cogió los remos.
Orfeo soltó un suspiro. Se sentía agotado y estuvo a punto de dormirse cuando ya se acercaban al navío, pero unos chillidos estridentes lo despertaron.
—¡Vaya! —se echó a reír uno de los marineros al alzar la vista hacia los obenques—. ¿Qué es eso? ¡Parece que la caza del mono ha sido buena!
Orfeo se puso en pie sobre la barca y miró en la misma dirección. Lo que vio entonces hizo que se le helara la sangre: dos cuerpos se balanceaban en lo alto de la verga mayor. ¡Y esos dos cuerpos pertenecían a Chanclo y Peppe, que estaban colgados de los pies y se sacudían como anguilas pidiendo socorro!
Por la popa descendió una escalera de cuerda. Por turnos, los hombres de la chalupa se agarraron a ella para volver a la cubierta de la Errabunda, pero cuando Orfeo quiso hacer lo mismo, no tuvo fuerzas. Lívido, se tomó un poco de tiempo para recobrar el valor. Si los gemelos habían hablado, si habían pronunciado su nombre, estaba perdido. El capitán lo repudiaría, la tripulación no dudaría en humillarlo definitivamente y nunca más podría volver a navegar…
—¡Bueno, contramaestre! —le interpeló el capitán cuando por fin franqueó la barandilla de popa para volver a cubierta—. ¡Parece que esta expedición ha dado sus frutos! ¡Babilas acaba de indicarme que habéis encontrado el harén!
Orfeo bajó la cabeza, incapaz de contestar. Los gritos de Chanclo y Peppe hacían que se le doblasen las piernas.
—¡Mirad a estos dos mamelucos que hemos descubierto en vuestra ausencia! —exclamó el capitán—. ¡Unos polizones! Estaban birlando arenques en la gambuza, pero Finopico los ha pillado con las manos en la masa.
—¡Vaya!… —se limitó a decir Orfeo con un hilo de voz.
—Vamos a dejarlos colgados allá arriba algunas horas, a ver si así se les calma el apetito.
Y como el capitán parecía decidido a pasar a otros asuntos, Orfeo recuperó la voz:
—¿Han dicho cómo han subido a bordo?
El capitán se encogió de hombros:
—Imposible sacarles ni una palabra que tenga sentido. Desde que los hemos atrapado, no han hecho más que gritar y llorar.
Orfeo experimentó de golpe un intenso alivio. ¡Qué chicos tan valientes! ¡No habían confesado! Pero ahora, ¿cómo podría sacarlos de aquella situación tan incómoda?
—¡Habladme del harén! —ordenó el capitán.
De pronto, Orfeo tuvo una inspiración. ¡Era la idea más ingeniosa que se le podía haber ocurrido!
—El harén… ¡Vaya, qué cosa tan oportuna! —exclamó—. ¡Seguro que esos dos rufianes podrían sernos de utilidad!
—¿Esos ladronzuelos? ¡No veo cómo! —gruñó el capitán—. ¡Son flacos como raspas de sardina y apenas sirven como comida para peces!
Las ideas se arremolinaban en la mente de Orfeo. Cuanto más oía los gritos de los gemelos, mejor se concretaba su plan. Relató brevemente al capitán todo lo que Babilas y él habían visto. Describió la tropa de hombres que escoltaban a los niños y le explicó que los habían conducido al otro lado de la muralla que rodeaba el harén.
—Una muralla, por supuesto —masculló el capitán—. Entonces, habrá que entrar por la fuerza… Iré a hacer el inventario de nuestras buzarcas.
—¡Esperad! —lo retuvo Orfeo—. Tengo una propuesta que haceros. Podríamos entrar en el harén mediante un ardid.
—¿Un ardid? —se asombró el capitán—. El coronado nos ha ordenado lanzar ataques contra Temir-Gaí. ¡Una guerra de mil años, si es necesario! ¡La pólvora hablará por nosotros!
Orfeo se secó la frente. El sol implacable de Orniente estaba ya alto y el ambiente empezaba a humedecerse.
—Sí, sí la pólvora—dijo con diplomacia—. Pero ¿y si herimos a la principetta?
El capitán enarcó una ceja. Estaba claro que no se había planteado aquella eventualidad.
—Los edificios del harén son de madera —prosiguió Orfeo—. Si dirigimos contra él los cañones y los espinglones, nos arriesgamos a incendiarlo.
—Es cierto —admitió el capitán.
—En lugar de eso, yo propongo que nos llevemos a la principetta en secreto. Cuando se halle sana y salva en la Errabunda, podréis abrir fuego contra lo que deseéis.
El capitán se acariciaba la barbilla, perplejo.
—¿Y en qué nos serían útiles estos dos ladrones de arenques?
Orfeo alzó la mirada hacia la verga mayor.
—Descolgadlos, conseguidme un poco de tela amarilla y os lo mostraré —dijo con una sonrisilla en los labios.
—¡Cincuenta tarros de arenques! ¡Treinta y siete raciones de bizcocho! ¡Un kilo de aceitunas, y no cuento todo el resto! —estalló Finopico, fuera de sí.
El cocinero se daba golpes en el pecho y sacudía su pelambrera roja, alzando los ojos al cielo a cada paso, como si quisiera poner por testigos a las aves marinas que volaban en círculos alrededor de la Errabunda.
—¡Estos bribones me han saqueado! —siguió rugiendo—. Y, en lugar de castigarlos, ¡se les ofrece amablemente un puesto a bordo! ¡Es el colmo!
Orfeo trataba de seguir concentrándose en su minucioso trabajo, pero le costaba aguantar la risa. Su idea había sido verdaderamente genial: ¡no sólo había salvado el pellejo a los gemelos, sino que además había obtenido el placer de dar un buen berrinche a ese mal bicho de cocinero!
—¡Lo que tendrían que cortarles son las manos! —gritó Finopico mientras se acercaba al barril donde estaban sentados los dos chicos—. ¡Las manos, y no el pelo!
—¡Haced el favor de dejar de gritar así! —intervino Orfeo—. A ver si se me va a ir la mano por vuestra culpa.
Con una larga navaja de barbero, estaba terminando de afeitar la cabeza de Peppe. Unos mechones llenos de roña revoloteaban por la cubierta y hacían estornudar a Al. Por una vez, el perro se paseaba fuera del camarote, lo que contribuía a sacar al cocinero de sus casillas aún más. Para él, el san bernardo y los dos polizones no eran más que unas bocas sin provecho, unos parásitos, unos gorrones.
Sentado al lado de su hermano, Chanclo suspiraba al examinar su reflejo en un trozo de espejo:
—Parezco un huevo —concluyó—. Qué asco. Y este mechón ridículo sobre la frente… ¿de verdad hace falta?
—Sí —respondió Orfeo—. Es la moda cispaciana.
Desde que expuso su plan al capitán, todo se había acelerado. La tripulación de ambas fragatas se preparaba con afán para la operación prevista para aquella misma noche. En torno a la Errabunda, los submarinistas se entrenaban y calculaban el tiempo que necesitarían para llegar al puerto a nado, mientras que en la cubierta de la María Bella se bruñían los cañones, se subían los sacos de pólvora y se sacaba brillo a las buzarcas y los espinglones. Y es que, si la primera fase del plan debía llevarse a cabo con delicadeza, sin duda no podía decirse lo mismo de la segunda…
—Cuando el capitán ya no os necesite —siguió amenazando Finopico, dirigiendo un dedo vengativo hacia los gemelos—, ¡yo mismo me encargaré de enseñaros disciplina!
Y, dedicando una mirada a su alrededor, agregó:
—A la cubierta de la Errabunda le hace falta un buen pulido y una buena pasada de vinagre. ¡Eso os ocupará todo el viaje de vuelta si hace falta!
Al caer la noche, Orfeo, Babilas, los gemelos y dos fornidos marineros más se dirigieron a Cispazán. Iban cubiertos con unas túnicas oscuras para no atraer las miradas y las únicas armas que llevaban eran navajas.
—¡No os olvidéis! —recomendaba Orfeo sin cesar—. ¡Que nadie hable! Ni una palabra en galniciano, ¿está claro?
—¡Vamos a estar tan mudos como Babilas! —prometieron los gemelos, con una mano en el pecho.
A pesar de los riesgos que entrañaba la empresa, los dos estaban muy entusiasmados con aquel paseo por tierra firme. Llevaban más de dos meses sin estirar las piernas y, excitados por la aventura, subían por el camino del acantilado dando brincos como cabritillos.
Antes de entrar en las calles de la ciudad, se escondieron tras los matorrales para que los cuatro hombres se ataran a la frente las cintas que habían improvisado cortando un trozo de bandera. Amarillas, como las de los cispacianos.
Se colocaron alrededor de Peppe y Chanclo y luego, con paso decidido, tomaron el camino que llevaba a la gran muralla de madera. Los dos gemelos, dóciles como corderitos, mantenían gacha la cabeza rapada. Seguían el juego a la perfección. Al igual que el día anterior, los noctámbulos se tambaleaban y reían mientras iban de taberna en taberna, bajo el resplandor rojo de los farolillos.
«De momento, damos el pego —pensó Orfeo—. Mientras dure…»
Cuando llegaron a la gran plaza, tuvieron una breve vacilación. Ante ellos acababa de surgir otro grupo, compuesto igualmente por hombres con cintas en la frente y muchachos de cabeza rapada. Se dirigían también a la fortaleza imperial. Orfeo interrogó a Babilas con la mirada. ¿Qué debían hacer? ¿Unirse a ellos o dejar que llevaran la delantera? Finalmente, tomó una decisión: apretó el paso y se pegó al primer grupo justo en el momento en que éste llegaba al monumental pórtico.
—¡Ga Taí Ma Taí! —gritaron los guardias.
—¡Sumor Tet Ga Taí! —respondió el cispaciano que encabezaba el primer grupo.
Los guardias abrieron las pesadas puertas y les dejaron entrar. Pero cuando Orfeo, con el corazón palpitando con fuerza, quiso pasar, le cortaron el paso alzando sus sables.
—¿Ma Taí Ga Taí? —preguntó uno de los guardias.
La frente de Orfeo se cubrió de sudor. Tragó saliva y, con una voz que quiso que sonara firme, repitió lo que acababa de oír:
—¡Sumor Tet Ga Taí!
Entonces, los guardias bajaron los sables y se apartaron para dejarles entrar. Mientras pasaba frente a ellos, Orfeo sintió que le temblaba todo el cuerpo, pero cuando las puertas volvieron a cerrarse a su espalda, dejó escapar un suspiro. La primera etapa de su plan había tenido éxito, pero todavía quedaba lo más difícil: encontrar a la principetta y sacarla de allí. ¡Suponiendo, eso sí, que todavía se encontrara en el harén!
En el interior de la muralla, todo estaba en calma. En esa noche sin luna, los faroles y las antorchas diseminadas por todas las galerías y en las entradas de los diversos edificios brillaban como centenares de luciérnagas. De lo alto de las torres llegaban otras luces que proyectaban reflejos amarillos sobre los jardines. Se oía cantar a las ranas y, más lejos, una especie de lamento que parecía un cántico.
—No debemos separarnos —susurró Orfeo—. Seguidme.
Se adentraron en silencio por las galerías hasta llegar a una extraña sala descubierta donde se alineaban unos pilares adornados con volutas. Tomaron la dirección de los pilares para desembocar en un largo pasillo con el suelo cubierto de arena. Orfeo hizo una pausa. Tenía la boca seca. Nada se movía, ni siquiera el follaje de los árboles. Aquella extraña tranquilidad le ponía nervioso.
—Por aquí —decidió.
El instinto le dictaba continuar por el pasillo. La arena amortiguaría bien sus pasos, y ya se vería luego adonde conducía aquel camino.
Más lejos descubrieron una puerta, encima de la cual colgaban dos farolillos blancos. Justo al lado, había una ventana cerrada por unos postigos de madera con aberturas para dejar pasar la luz. Orfeo se acercó a ella y echó una rápida ojeada al interior. En la sala, mal iluminada, dormían varias decenas de chicas tumbadas sobre el suelo en esteras de bambú. Orfeo sintió una sacudida del corazón en el pecho. «Si la principetta se encuentra en este harén, tiene que estar aquí», se dijo.
La puerta del dormitorio no estaba cerrada con llave. Orfeo la empujó suavemente e hizo señas a sus compañeros para que entraran tras él.
Una vez en el interior, se separaron para que cada uno de ellos se pusiera a buscar a la principetta. Como todos los galnicianos, la podrían reconocer entre un millón, especialmente por su suntuosa melena negra.
Así pues, fueron pasando sigilosamente entre las filas de durmientes e inclinándose hacia ellas con precaución para escrutar cada una de las caras. Al llegar al final de una fila, Orfeo vio una estera vacía. Y, en la estera de al lado, una chica que sollozaba silenciosamente, con la cara contra el suelo. Intrigado, se acercó a ella. No era la principetta: aquella chica era rubia como el trigo en agosto. Quiso alejarse, pero al retroceder pisó con el pie un peine que había en el suelo y que, al romperse, emitió un chasquido.
La chica que sollozaba se incorporó con un sobresalto.
—¿Amun Lin? —susurró ella, mirando asustada a Orfeo.
Éste se llevó un dedo a los labios para indicarle que no gritara.
—No es nada —murmuró—. No tenemos malas intenciones.
La chica rubia se lo quedó mirando aún más fijamente.
—¿Habláis galniciano? —dijo, asombrada.
Orfeo se arrodilló junto a ella.
—Estoy buscando a alguien. Una chica con el pelo negro como la tinta. Malva.
Al oír esto, la muchacha se puso en pie de un salto y agarró la túnica de Orfeo.
—¿Venís para salvar Malva? ¿No preunuco? —preguntó, señalando la cinta amarilla en la frente de Orfeo.
—Es un disfraz —dijo él—. ¿Conoces a Malva? ¿Dónde está?
—¿Vosotros amigos de ella?
—Sí, sí—respondió Orfeo, impaciente—. ¿Dónde está?
—¡En Jaula de Suplicios! —susurró la chica—. Debéis venir conmigo. ¡De prisa!
Se puso apresuradamente una especie de túnica que se ató al pecho y se dirigió de puntillas a la salida del gineceo. Orfeo la siguió y avisó a sus compañeros chasqueando los dedos.
Cuando estuvieron todos reunidos en el deambulatorio, Lei contempló con gran extrañeza aquel grupo pintoresco. Babilas y los dos hombres le inspiraban confianza, pero el más joven no tenía porte de guerrero. En cuanto a los dos chicos, ¡estaban flacos como barras de incienso!
—¿Tenéis armas? —preguntó Lei.
—No —explicó Orfeo—. Sólo navajas.
—¡Muy peligroso! —exclamó Lei, asustada—. ¡Para salir de harén, muchos obstáculos!
—Llévanos hasta donde está Malva —ordenó Orfeo—. Luego ya veremos.
Resignada, Lei los guió a través de la sucesión de jardines. A medida que avanzaban, oían de forma cada vez más nítida aquel lamento extraño, parecido a un cántico, que se elevaba en la oscuridad de la noche.
Cuando vio la tarima del «matadero», Lei se paró en seco y se escondió detrás de un seto.
—Malva aquí —susurró—. Encerrada en Jaula de Suplicios. Y vigilada por hombre galniciano, invitado de Temir-Gaí.
—¿Un hombre galniciano? —repitió Orfeo, frunciendo el ceño.
Con el corazón en un puño, apartó sigilosamente las ramas del seto y observó la escena. Cuatro antorchas ardían en las esquinas de la tarima. Desde allí veía claramente las jaulas alineadas. Estaban todas vacías… menos una. Y era de allí, de la figura que se encogía en su interior, de donde procedía el lamento. Justo detrás se alzaba y se agachaba una corpulenta silueta, siguiendo un ritmo extraño. A la luz de las antorchas, Orfeo reconoció de pronto la cabeza lisa y abombada del arconte.
—¡Por la Santa Quietud! —murmuró—. ¡Los gemelos decían la verdad!
Peppe y Chanclo se pusieron de puntillas para ver a la principetta. Cuando distinguieron al arconte, se dieron un codazo. ¡La echadora de cartas no se había equivocado!
—¿Qué está haciendo? —preguntó inquieto Chanclo, señalando al arconte.
—¡Él gira manivela de Jaula de Suplicios! —explicó Lei con una cólera reavivada—. Malva pronto morirá aplastada.
Todas las caras palidecieron bruscamente al oírlo.
—Hay que actuar de inmediato —resolvió Orfeo, con un nudo en la garganta—. ¿Cómo vamos a alejar al arconte?
Un silencio pesado se abatió sobre el grupo. Los dos marineros, con los puños apretados, se preparaban ya para pelear, pero Babilas los calmó con un gesto. Al primer grito del arconte, los guardias intervendrían y todo se iría al traste. Al cabo de un momento, Lei se acercó a los gemelos. Los escrutó sin remilgos, con sus ojos como perlas, hasta que los chicos acabaron por ruborizarse.
—En mi país, en reino de Balmún, decimos que gemelos traen buena suerte… —murmuró.
Les puso la mano sobre las cabezas afeitadas y ellos se estremecieron.
—¡Oye! ¡Quita esas manos! —protestó Chanclo—. ¡Que no somos cornalinos!
Lei se echó a reír y apartó las manos diciendo:
—Cortes de pelo muy buenos, muy reales. ¡Aquí, todos creerán que vosotros preunucos novicios!
Entonces se dirigió a Orfeo:
—Si gemelos van con hombre extranjero, podrán llevarlo fuera. Hombre extranjero creerá que ellos mensajeros de Temir-Gaí.
Peppe y Chanclo empezaron a respirar más de prisa.
—Pero… ¡nosotros no hablamos cispaciano! ¿Qué le vamos a decir? Y luego, ¿adonde lo llevamos?
—No hace falta hablar —les tranquilizó Lei—. Preunucos siempre callados, menos para cantar antes de Baño de Pureza. Vosotros guiáis a hombre lejos de Malva y ya está.
El lamento que salía de la jaula cesó de pronto. Orfeo se alarmó. ¿Y si Malva se había desmayado? ¿O peor? Cogió a los gemelos por los hombros y los empujó hacia donde terminaba el seto.
—¡Id ahora mismo! ¡Si la cosa se pone fea, saldremos a ayudaros!
Con las piernecillas temblando, Peppe y Chanclo se acercaron a la tarima. Subieron los escalones y dieron la vuelta a la jaula para presentarse ante el arconte. Cuando lo encontraron, se apoyaba con todo su peso sobre la manivela, con aspecto exaltado.
—¿Quién va? —preguntó.
Los chicos se acercaron más, con la cabeza gacha, y el arconte dejó de empujar la manivela.
—Unos preunucos novicios —sonrió—. ¡Qué monada!…
Se acercó a ellos y, con un gesto brusco, les cogió por la barbilla. Chanclo y Peppe se encontraron entonces con los ojos del arconte, que, en la penumbra, parecían brillar como dos trozos de metal encendido al rojo vivo.
—¿Qué hacéis aquí? —bramó—. ¿No veis que tengo cosas que hacer?
Chanclo abrió la boca, pero fue Peppe quien murmuró:
—Temir-Gaí.
—¿Qué pasa con Temir-Gaí? —exclamó el arconte—. El emperador quiere verme, ¿no es así?
—Temir-Gaí —repitió simplemente Peppe.
El arconte soltó un suspiro exasperado.
—Muy bien, os seguiré. Le diré al emperador lo honrado que me siento al poder girar yo mismo esta manivela. ¡Al menos le debo eso!
Y, para subrayar la frase, dio otro tirón de manivela y bajó una muesca más las paredes que estrujaban a Malva. Del interior de la jaula surgió un grito que heló a Peppe y Chanclo en lo más hondo del corazón.
—¡Vamos! —dijo el arconte, riendo—. ¡Llevadme ante vuestro emperador!
Los gemelos bajaron de la tarima, tomaron la dirección opuesta al lugar donde se escondían Orfeo y los demás y desaparecieron en la noche, seguidos por el arconte.
Entonces, Lei se precipitó hacia la jaula.
—¡Malva! ¿Me oyes? —susurró—. ¡Yo Lei! ¡Nosotros te liberaremos!
Un débil gemido salió de la jaula.
Mientras, Orfeo y los dos marineros se apoderaron de la manivela para intentar invertir el mecanismo.
—¡No se mueve! —se irritó un marinero.
Babilas les apartó. Tomando apoyo, intentó desbloquear los engranajes. En aquel momento, un estruendo sordo y lejano, parecido al retumbar del trueno, atravesó el cielo. Orfeo alzó los ojos, sorprendido. No había ni una nube cubriendo las estrellas.
Bruscamente, mientras Babilas empujaba con todas sus fuerzas con las piernas apuntaladas en el suelo, la manivela cedió y se le quedó en las manos. La había arrancado.
—¡No! —gritó Orfeo, abatido.
—¡Malva! —gimió Lei, poniéndose de rodillas—. ¡Ella desmayada!
Babilas arrojó furiosamente la manivela al suelo y se acercó a la jaula. Con los dientes apretados, agarró dos barrotes e intentó separarlos. La madera de mesua presentaba una resistencia extrema y los músculos de Babilas temblaban con el esfuerzo.
Un segundo estruendo, más cercano que el primero, hizo que el follaje de los árboles cercanos se estremecieran. Orfeo volvió la cabeza. A lo lejos, hacia el oeste, le pareció percibir unos estallidos de luz y, sin embargo, el cielo estaba despejado. Aquellos fenómenos extraños le inquietaban.
Mientras tanto, Babilas seguía forzando la jaula sin resultado. Los barrotes eran inquebrantables. Orfeo sacó la navaja y quiso romper la cerradura de la jaula. Se esforzó durante un buen rato, pero entonces dio un respingo al oír más truenos. Un clamor aumentaba por el oeste, más allá de la muralla del recinto.
—¡Jaula demasiado fuerte! —dijo Lei—. ¡Ya imposible sacar Malva! ¡Vosotros marchad! ¡Muy peligroso!
En el mismo instante, los gemelos se acercaron corriendo a la tarima, presas de una gran agitación.
—¡Hemos encerrado al arconte en una sala del palacio! ¡Va a atraer a toda la guardia!
Y, como para corroborar sus palabras, empezaron a resonar gritos y voces por todas partes que perturbaron la serenidad de los jardines. A lo lejos, unas luces rojas ascendían al cielo.
Orfeo lanzó una mirada de desesperación a Babilas. ¿Qué debían hacer? ¡Tenían que huir de allí, pero abandonar a la principetta era impensable!
El gigante se arrancó de pronto la cinta amarilla que le ceñía la frente. Respiró hondo, se puso de cuclillas y, rodeando los barrotes con sus recios brazos, levantó la jaula. Orfeo, Lei y los gemelos se quedaron tiesos de estupefacción al verlo. Las piernas le temblaban y unas gruesas venas le recorrían los brazos, pero Babilas consiguió al fin ponerse la jaula sobre los hombros. Cuando hubo recobrado el equilibrio, hizo una señal a Orfeo.
—Está bien —resopló éste—. ¡Vayámonos cuanto antes del recinto!
—¡Yo voy! ¡Yo huyo con vosotros! —anunció Lei.
Así, los siete se precipitaron hacia el pórtico. Por increíble que pudiera parecer, Babilas corría delante, con la jaula de Malva a la espalda. «Por la Santa Armonía y la Santa Quietud —rogaba Orfeo para sí—, ¡que pueda aguantar ese peso hasta el barco!»
A medida que se acercaban al pórtico, el extraño estruendo que oían desde hacía un rato se intensificó. Se llevaron una buena sorpresa al ver a un gran número de eunucos y guardias concentrados frente a la inmensa muralla. En el exterior, las llamas lamían la madera y por todas partes se oía correr y gritar. Los fugitivos se detuvieron.
—¡Vaya problema! —exclamó Chanclo.
—¡Una guerra! —agregó Peppe—. Son el capitán y los hombres de la María Bella !
—Pero, pero… —farfulló Orfeo—. ¿Por qué han lanzado el asalto? ¡Todavía es pronto! ¡Aún no es el momento!
De repente, el pórtico se abrió de par en par y unas lenguas de fuego entraron a chorro en el interior del recinto. Los preunucos y los guardias imperiales, despavoridos, retrocedieron gritando hacia los edificios y las torres.
—¡Tenemos que salir! —gritó Orfeo.
Justo entonces, apareció una horda de jinetes. Eran decenas de hombres a lomos de caballos cubiertos con caparazones, decenas de siluetas negras abriéndose paso entre el resplandor rojo del incendio. Arrojándose a través de las llamas, penetraron en el harén.
—¡No es…! —musitó Peppe.
—¡… el capitán! —terminó Chanclo, boquiabierto.
Los caballos se abalanzaron en bloque hacia los jardines del recinto, pisoteándolo todo a su paso. Replegados tras una fila de columnas, Orfeo y sus compañeros vieron pasar a los jinetes, que blandían lanzas y látigos. Y, por delante del resto, dirigiendo el asalto, un hombre joven y vigoroso se mantenía de pie sobre el lomo de su montura.
—¡Cazadores de Gran Estepa Aciciena! —gritó Lei al oído de Orfeo.
El estrépito causado por el fuego, los caballos y las armas era ensordecedor. ¿Por qué atacaban aquellos hombres la fortaleza de Temir-Gaí? ¿Quiénes eran? ¿Qué querían? Orfeo, fascinado por su arrojo, se quedó inmóvil durante un buen rato pero, en cuanto hubo pasado la horda, recobró la compostura:
—¡Vía libre! ¡De prisa!
Dicho esto, se precipitó hacia el pórtico. Las llamas ya habían alcanzado la parte alta de la muralla y devoraban la estatua de Temir-Gaí y su montura mítica. Orfeo se protegió la cara con el brazo. Conteniendo la respiración, atravesó el incendio gritando de miedo.
Los demás lo imitaron y pronto se reunieron todos fuera del recinto, vivos aunque aturdidos, en medio de la plaza de suelo cubierto de césped. Babilas seguía con la jaula sobre los hombros. Tenía la cara ennegrecida por el humo y la respiración entrecortada, pero su potente musculatura no desfallecía.
Más abajo, en las calles de Cispazán, se había dado la alarma. Entre la agitación general, se estaban formando cadenas humanas para llevar agua hasta el recinto en llamas.
—¡La principetta está a salvo! —suspiró Orfeo—. No nos entretengamos más.
Al alejarse del campo de batalla, no vieron la silueta de un hombre que acababa de atravesar el incendio. Un hombre de cráneo afeitado y cejas chamuscadas por las llamas que llevaba en la mano la manivela rota de la Jaula de los Suplicios…
A bordo de la fragata, el capitán estaba fuera de sí. El ataque sorpresa llevado a cabo por los jinetes de la estepa había perturbado una parte de sus maniobras. En concreto, el trabajo de los submarinistas que había mandado al puerto para sabotear la flota del emperador. Al ver correr por el muelle a una muchedumbre de cispacianos cargando cubos, los submarinistas tuvieron miedo de que les vieran, de modo que abandonaron su misión para regresar a la Errabunda. ¡La mayor parte de los navíos cispacianos estaban inutilizados para hacerse a la mar, pero no todos!
—¿Quiénes son esos bárbaros que han atacado a Temir-Gaí sin avisar? —bramó el capitán al ver llegar a Orfeo a cubierta—. ¡Esos imbéciles me han estropeado los planes! ¿Los habéis visto?
Orfeo, que todavía no había recuperado el aliento, se limitó a hacer un comentario. Entonces se volvió y echó un cabo a Babilas, que esperaba en la chalupa con los otros cinco. Orfeo se asomó por la barandilla. Vio a los gemelos amarrando rápidamente la jaula y a Babilas, que le hizo una señal para que tiraran.
—¡Vamos a ver, contramaestre! —siguió diciendo el capitán—. ¿Me queréis decir qué es lo que pasa? ¿Dónde está la principetta?
—Ahora mismo lo verá, mi capitán —respondió Orfeo, pasando el otro extremo del cabo por la muesca de una gran polea—. ¡Ayudadme a subirla a bordo!
El capitán alzó una ceja. Es cierto que la principetta siempre había sido algo rellenita, pero de ahí a tener que izarla como a una vaca… De todos modos, unió fuerzas con Orfeo y la jaula terminó por surgir por encima de la barandilla de popa.
—Pero ¿qué…? —se asombró el capitán—. Pero, pero…
Babilas subió por la escalera de cuerda, saltó a bordo, tiró de la jaula y finalmente la depositó sobre la cubierta. Tras él, los marineros, los gemelos y Lei pasaron sobre la barandilla ante el ceñudo capitán.
—¿Quién es esta chica rubia? —preguntó.
—Ya os lo explicaré más tarde —se excusó Orfeo—. ¡La principetta se asfixia en esta jaula!
Ordenó a los gemelos que fueran a por cubos y que los llenaran de tanta agua como pudieran y luego descendió por la escotilla central para ir a su camarote. Allí, reunió todas las velas que tenía en reserva y subió a toda prisa.
—¡Contramaestre! —le volvió a interpelar el capitán.
Estaba señalando en dirección a la parte alta de la ciudad. Incluso desde aquella distancia, se veían con toda claridad las llamas que devastaban el harén y toda la fortaleza imperial.
—¡Parece que de momento Temir-Gaí no nos va a perseguir! ¡Y, dado que la principetta está a bordo, zarparemos de inmediato! —ordenó el capitán.
Orfeo asintió distraídamente antes de correr hacia la jaula. Allí, ofreció las velas a Lei y Babilas.
—Prended fuego a los barrotes —dijo—. Si esta jaula está hecha con la misma madera que la fortaleza, arderá. Si el fuego se acerca demasiado a la principetta, los gemelos le echarán encima los cubos de agua. ¿Entendido?
Orfeo encendió las mechas de las velas y cada uno acercó una llama a un barrote. La madera empezó a ennegrecerse y luego a echar humo. Entonces, de pronto, el fuego empezó a prender en más barrotes.
—¿Echamos agua ya? —preguntó Chanclo, inquieto.
—¡Esperad un poco! —dijo Orfeo—. ¡Sólo en caso de peligro!
Lei miró con ansiedad cómo se quemaba la jaula. En el interior, oprimida entre las paredes y bajo el falso techo, apenas se veía a Malva. Sólo se distinguían una mano y algunos mechones de pelo.
—¡Echad agua! —gritó de pronto Orfeo.
Ansiosos, los gemelos vaciaron dos cubos de golpe. Las llamas se extinguieron, la madera silbó y se oyó un gritito.
—¿Malva? —llamó Lei—. ¿Tú me oyes?
Una débil respuesta salió de la garganta de la principetta.
—¡El agua fría la ha reanimado! —celebró Orfeo.
Dirigiéndose a Babilas, le mostró los barrotes medio calcinados. El gigante hizo una señal a los demás para que se apartaran. Se agarró a los barrotes y, con un enérgico gesto, los hizo saltar al fin. Repitió la operación varias veces. A cada barrote que Babilas rompía, la esperanza aumentaba. Finalmente, pudo acceder a uno de los plafones de madera que comprimían el cuerpo de Malva y lo arrancó.
—¡Por fin! —exclamó Orfeo, triunfal.
Ayudó a Babilas a sacar a la principetta de su prisión y la tumbaron en la cubierta. Lei y los dos gemelos se apiñaron en torno a ella. Orfeo contempló la maltratada cara de la joven como haría un buscador de oro ante su primera pepita. Al ver viva a la principetta, sana y salva, se dio cuenta de que había realizado la primera hazaña de su vida.
—Pues sí que es guapa… —susurró Chanclo.
—¿Está muerta? —preguntó Peppe.
—No digas tonterías —le reprendió Orfeo—. Pero está muy mal. Hay que hacer venir al médico de la María Bella.
—¿La María Bella ? —exclamó Chanclo—. ¡Ya estamos muy lejos! ¡Mira!
Orfeo alzó la cabeza. ¡Con las prisas del momento, se había olvidado por completo de supervisar las maniobras! Los marinos habían levado el ancla, habían izado el trinquete y el velacho y habían alejado la Errabunda de la cala, ¡y todo sin que él prestara la menor atención!
La nave singlaba ahora hacia el oeste, seguida por la María Bella , cuya robusta silueta se distinguía a varios cables de distancia. Y, más a lo lejos, a Orfeo le pareció ver incluso otro puntito blanco. ¿Sería la vela de un tercer barco…? Y, en tal caso, ¿tenía motivos para preocuparse? Sacudió la cabeza y miró otra vez, pero ya no vio nada. La fatiga le estaba jugando malas pasadas.
—Yo conozco medicina —dijo entonces Lei con voz suave—. Medicina de reino de Balmún. Muy mágica, muy buena. Ya curó pierna de Malva.
Orfeo dirigió la mirada a la principetta. Movía los labios pero apenas estaba consciente. Tendida sobre la cubierta, su cabellera mojada le coronaba la cabeza mucho mejor que cualquier diadema.
—Tiene sed, ¿verdad? —se preocupó Chanclo.
Orfeo se incorporó, agotado.
—Dadle de beber y llevadla a mi camarote —dijo—. Necesita reposo, pero hay que velarla en todo momento.
Y, dirigiéndose a Lei, le dijo:
—Utiliza tu medicina. Yo tengo que ir a ver al capitán.
Al ponerse en pie, percibió en el horizonte una bruma oscura. Orfeo tuvo el presentimiento de que aquella bruma no podía traer nada bueno.
Cuando Malva volvió de lo que creyó que era la muerte, vio a dos jóvenes preunucos inclinados sobre ella. La miraban con una especie de temor mezclado con devoción. Lo más curioso era que le hablaban en galniciano:
—Tenéis tres costillas rotas —le informó el primero.
—Y la muñeca izquierda torcida —agregó el segundo—. ¿Os duele?
Malva intentó levantar la cabeza, pero aquel movimiento tan simple le arrancó un grito. El dolor le recorrió brutalmente todo el cuerpo de tal forma que estuvo a punto de perder el conocimiento.
—Con cuidado —murmuró uno de los preunucos—. Lei dice que no os podéis mover.
—¿Lei? —repitió Malva con voz débil—. ¿Dónde está?
—Volverá pronto —la tranquilizó el segundo preunuco—. Ha ido a la gambuza a buscar ingredientes para su medicina.
—Nosotros tenemos que velaros —siguió diciendo el otro—. Si tenéis sed, tenemos que daros un poco de aguardiente de mirto.
Y, acercando un frasco con un líquido transparente a la nariz de Malva, añadió:
—¿Queréis?
Ella dijo que sí con un gesto. ¡No podía tener la garganta más seca! ¡Ni él ánimo más decaído! ¡Ni el cuerpo más magullado!
El preunuco la ayudó a tomar un sorbo de aguardiente. Malva tosió, se ahogó, notó náuseas y luego una sensación de ardor en el estómago. Pero en general se sentía mejor.
—No sabía que los preunucos hablaran galniciano —apuntó—. De hecho, creía que ni siquiera hablaban.
Los dos muchachos le sonrieron a la vez. Entonces fue cuando ella se percató de pronto de su asombroso parecido.
—¿Sois gemelos?
—Sí —dijo el primero—. Y no somos… precucos, o como se llamen. Yo me llamo Chanclo. Y éste es mi hermano Peppe. Nosotros somos los que os hemos salvado.
Malva frunció el entrecejo. Los recuerdos le afloraban lentamente a la memoria. Recordó el harén, los Baños de Pureza… y luego…
—¡El arconte! —gritó, enderezándose en la litera.
—¡No os mováis! —gritaron los gemelos.
Malva se dejó caer pesadamente, desgarrada de dolor. Los ojos se le llenaron de lágrimas y le llevó un tiempo recuperar una respiración normal.
—El arconte ya no os hará más daño —la tranquilizó Chanclo—. Peppe y yo lo hemos encerrado en la fortaleza imperial. Y luego ¡todo ha empezado a arder! ¡Se habrá quedado asado como un cerdo!
—¡Fue brutal! —secundó Peppe—. ¡Os habéis perdido todo un espectáculo! Había jinetes bárbaros, llamas tan altas como las estrellas y gente corriendo por todos lados. Pero Babilas, que es el gigante más fuerte del Mundo Conocido, os ha traído hasta aquí con jaula y todo.
A Malva, todas aquellas explicaciones le parecían extremadamente confusas. Pero al oír la palabra «jaula», se acordó del auriga celeste y de la tortura que Temir-Gaí le había infligido. Notando más lágrimas cayéndole por las mejillas, pidió otro sorbo de aguardiente.
—Quiero ver a Lei —gimió—. ¿Dónde está?
—No puede haber ido muy lejos —sonrió Chanclo—. ¡Está aquí, a bordo de la Errabunda!
Malva se estremeció.
—¿Estamos en un barco?
Los gemelos se desternillaban. Había tantas cosas que contar, tantas sorpresas que dar, que se divertían de lo lindo.
—Mirad, esto es una gran fragata de tres palos —explicó Chanclo con aire erudito—. Es un navío muy rápido. ¡Para venir desde Galnicia, sólo hemos tardado setenta días! Para volver, será lo mismo.
Malva no se atrevía a mover ni un dedo, pero creyó que los ojos se le iban a salir de las órbitas.
—¿Volver? —dijo ella, alarmada—. ¿Me estáis diciendo que… que me van a llevar… a Galnicia?
—¡Claro! —dijeron alegremente los gemelos—. ¡Es nuestra misión!
Malva cerró los ojos. El desasosiego la abrumaba hasta lo indecible. Ahora que había recobrado el sentido, sus pensamientos corrían de acá para allá, como caballos desbocados. Revivía fragmentos de su viaje: el naufragio en los arrecifes del país de Esperda, su herida, la larga marcha con Filomena hasta Guirkistán, su encuentro con Uzmir, el ataque de los amoyedas… ¿Para qué tanto sufrimiento, tanto miedo, tantas esperanzas y tantos sueños por cumplir? ¿Para que se la llevaran por la fuerza al punto de partida?
—¡No! ¡No! —aulló.
Los gemelos se sobresaltaron tanto que se apartaron de la litera protegiéndose la cara con los brazos.
—¡No quiero volver! —siguió gritando Malva—. ¡Dejadme! ¡Largo de aquí! ¡Esfumaos!
—Pero… —protestó Peppe.
—… tenemos que… —farfulló Chanclo.
—¡He dicho que os larguéis! —les interrumpió Malva, furiosa.
Los dos muchachos se batieron en retirada hacia la puerta del camarote. Aquel estallido de violencia les parecía totalmente inexplicable. ¿Acaso no debía encarnar la principetta los preceptos de Quietud y Armonía? Tenían muy presente el retrato que circulaba en Galnicia por todas partes: la principetta, sonriente y apacible, con las manos sobre las rodillas, rodeada por los suntuosos jardines de la Ciudadela… ¡Por lo que habían visto hasta ahora, el parecido era más bien remoto! Malva estaba pálida, su expresión devastada por la cólera, y su legendario pelo apelmazado y enredado.
—Hay que ver… —murmuró Peppe.
—¡… cómo se ha pasado! —terminó de decir Chanclo.
Molestos y decepcionados, salieron del camarote.
Ya sola, Malva dejó escapar un hondo suspiro. ¡No sólo se encontraba paralizada por el dolor, sino que se encontraba otra vez prisionera! Cerró los ojos y empezó a sollozar.
De pronto, notó un contacto cálido y húmedo en la mano, y dio un respingo. ¿De qué podía tratarse ahora? Se asomó un poco al borde de la litera y descubrió a un perro enorme tumbado en el suelo. La miraba plácidamente, con la lengua fuera y un hilillo de baba colgándole de los belfos. Malva sonrió.
—¿Y tú qué haces aquí? —preguntó—. Estabas durmiendo, ¿no? ¿Te he despertado con mis gritos? Pobre muchachote… ¡También ha sido por culpa de esos dos idiotas! Me han hecho llorar, ¿sabes?
Entonces, tendió la mano y acarició la cabeza del perro.
—Al menos, tú no hablas. No tienes malas noticias que darme, ¿a que no? Además, seguro que tú sí que me entiendes. Tú tampoco debes de estar muy contento, metido en este barco… Apuesto a que preferirías corretear por el campo, ¿eh?
Malva siguió acariciando al animal, que, con las orejas enhiestas, parecía escucharla con atención.
—Conozco un país maravilloso —explicó la principetta—. Se llama Elgri-la. Allí sí que estarías bien, sí señor. Podrías saltar por las praderas y perseguir pájaros colorados… Podrías nadar en el lago Barath-Thor y acompañarme a la bahía de Dao-Boa…
Malva notó que se le hacía un nudo en la garganta. ¿Por qué todo se volvía en su contra y le impedía cumplir su sueño? ¿Por qué el Mundo Conocido estaba poblado de gente ambiciosa y cruel? Ella tampoco pedía nada tan difícil: sólo que la dejaran ir hacia el este. Y ya estaba a punto de prorrumpir en lágrimas cuando Lei entró en el camarote, con los brazos repletos de frascos y bolsitas.
—¡Malva! ¡Tú despierta! ¿Te encuentras bien?
—¡Ay, Lei! —gimió Malva—. ¡Cómo me alegro de verte!
Las dos amigas se echaron a reír y a llorar a la vez, cada una de ellas en el abrazo de la otra, bajo la mirada desconcertada de Al.
—¡Pensé que tú mueres en Jaula de Suplicios! Pero yo prepararé otra medicina —anunció Lei, ya calmada—. Cocinero no contento cuando le pedí estos productos, pero peor para él.
Entonces lanzó una mirada a Al.
—Perro muy útil también —añadió ella, dando palmaditas en la cabeza del san bernardo—. En medicina de Balmún, ponemos baba y pelos de animales.
Malva hizo un mohín de asco, pero no protestó. Las habilidades de Lei ya le habían curado la herida de la pierna: desde entonces, podía confiar en ella para lo que fuera. Y luego, cuando pudiera tenerse en pie, ya encontraría un medio de escapar de la fragata antes de llegar a Galnicia.
Mientras Lei empezaba a mezclar los ingredientes de su receta, Malva le hizo preguntas acerca de lo que había ocurrido en el harén.
—¿Quiénes son los que han incendiado la ciudad?
—Jinetes de Gran Estepa Aciciena —respondió Lei.
—¿De la Gran Estepa? ¿Estás segura?
—Yo conozco bien aspecto y vestidos de todos pueblos —explicó Lei—. Llevaban gorras de piel y abrigos de oryak.
Malva notó que el pulso se le aceleraba.
—¡Baigures! —exclamó—. ¡Los baigures han venido a atacar a Temir-Gaí! ¿Has visto… a su jefe?
—Sí —respondió Lei—. Hombre joven y muy ágil. De pie sobre caballo.
—¡Uzmir!
—¿Tú lo conoces?
—¡Era Uzmir! —dijo Malva con un chillido—. ¡Ha venido a buscarme! ¿Y si Filomena estuviera…?
La emoción repentina le hizo perder de nuevo el conocimiento.
Mientras tanto, en el castillo de proa, Orfeo escrutaba el horizonte en compañía del capitán.
—Esta bruma se va a disipar —repetía éste—. Confiad en mi experiencia.
Orfeo se sonrojó al oír esta palabra. ¿Estaba dándole a entender el capitán que sabía perfectamente cuál era su juego? ¿Y que su inexperiencia era tan visible como podía serlo su nariz? No se atrevió a decir nada. De todos modos, aquella bruma no dejaba de preocuparle. Parecía levantarse cada vez más alto y oscurecerse al mismo ritmo que ascendía el sol en el cielo.
—¡Bueno! —dijo el capitán, plegando el catalejo—. La jornada se anuncia buena y pronto podremos presumir de haber concluido con éxito nuestra misión. ¿Cómo se encuentra la principetta? No he querido importunarla, pero espero que ese bárbaro de Temir-Gaí no la haya maltratado mucho.
—En fin… —empezó a decir Orfeo—. Yo también espero que se recupere pronto.
Y se quedó mirando el horizonte con creciente inquietud, pero el capitán se desinteresó por completo. Parecía tener muchas ganas de charlar.
—Sea como fuere, contramaestre, debo felicitaros por el valor y la destreza que habéis demostrado. Ahora ya os lo puedo confesar: al confiaros esta misión pretendía poneros a prueba. Los muchachos no os tenían en gran estima, pero yo diría que habéis ganado muchos puntos. ¡Ahora, hasta Babilas parece apreciaros!
Orfeo interrumpió el escrutinio del cielo y esbozó una sonrisa. Aquellas palabras le reconfortaban enormemente.
—¿Creéis que seguirán llamándome «halacabuyas»?
El capitán soltó una risotada y puso una mano amistosa sobre el hombro de Orfeo.
—Los hombres de mar son muy recelosos, no hay que tenérselo demasiado en cuenta. ¡En cualquier caso, vuestro padre estaría muy orgulloso de vos! Estoy al corriente de su muerte, pero si él os viera…
Orfeo palideció imperceptiblemente:
—¿Conocíais a mi padre?
—¿Y quién no conocía a Aníbal Mac Bott? Físicamente no os parecéis mucho, pero percibo en vos la misma fuerza, la misma ambición. ¿Me equivoco?
—Bueno, en realidad… debo decir que…
—Vamos, vamos —murmuró el capitán, acercándose al oído de Orfeo—. No os hagáis ahora el inoc…
Lo interrumpió una voz furibunda que lo llamaba desde atrás:
—¡Capitán! ¡Haced algo o dimito! ¡Esto es un saqueo en toda regla! ¡Un asalto!
Orfeo se volvió y vio a Finopico, el cocinero, que se acercaba gesticulando y pataleando mientras retorcía nerviosamente su delantal.
—¡Primero fue el perro y los ladrones de arenques, y ahora introducís en la nave a una… una extranjera que tiene toda la pinta de ser una verdadera bruja! ¡Esto es el colmo!
—Lei no es una bruja —objetó Orfeo—. Está atendiendo a la principetta. La he autorizado para que se sirva de todo lo que necesite.
—¡Mi grasa de cerdo! ¡Mis limones confitados! ¡Mi crema de dátiles! ¡Mi mermelada de arándanos y mi aguardiente de mirto! —enumeró Finopico con tono lastimero—. Y, para rematarlo, ¡se ha llevado mi caldo de pollo con judías! ¿Qué piensa hacer con todo eso? ¡Va en contra de todas las reglas de la armonía culinaria!
Presa de la rabia, se arrancó el delantal, lo pisoteó y, como el capitán no decía nada para calmarlo, dio media vuelta gritando:
—¡Luego no os quejéis si tenéis que comer bizcocho seco hasta Galnicia!
El capitán exhaló un suspiro de resignación y reanudó la conversación en el punto donde se había quedado.
—Escuchadme, Mac Bott —dijo—. Si sois tan emprendedor e inteligente como vuestro padre, los dos podemos hacer buenos negocios juntos.
Orfeo notó que se le revolvían las tripas. Aquellas alusiones a Aníbal lo incomodaban sobremanera. Se había ido de Galnicia para olvidarlo, ¡y ahora resultaba que su recuerdo volvía para acosarlo!
—Imaginaos… —prosiguió el capitán en tono confidencial—, imaginaos cuánto estaría dispuesto a pagar el coronado para recuperar a su hija…
Orfeo abrió la boca, pero entonces prefirió callar. La sonrisa aviesa del capitán le provocaba sudores fríos.
—Os habéis quedado sin palabras, ¿verdad? ¡Os entiendo! ¡La ocasión no podía ser mejor! La principetta se halla a nuestra merced… ¡En mi opinión, son millones de galniques lo que hay que pedir como rescate!
—Rescate… —repitió Orfeo, totalmente estupefacto.
—¡Desde luego! —rió el capitán—. ¡Es lo que habría hecho vuestro padre, estoy seguro! Cuando supe que estabais contratado a bordo, en seguida vi en vos a mi futuro asociado. De tal palo, tal astilla, ¿no es cierto?
Por suerte, una nueva interrupción permitió a Orfeo ahorrarse la respuesta. Esta vez fue el vigía, que bajaba por los obenques a toda prisa.
—¡Capitán! ¡Mirad! ¡Justo enfrente! ¡Se prepara una tempestad terrible!
Orfeo se volvió al mismo tiempo que el capitán. El horizonte estaba totalmente cubierto por una enorme masa oscura que se extendía a lo largo de una distancia impresionante; parecía un pulpo gigantesco suspendido sobre el agua. El semblante del capitán se endureció:
—¡Cargad la vela mayor! —bramó—. ¡Todos a sus puestos!
El viento se levantó de golpe. El océano, trémulo al principio, empezó a ondear, a agitarse y a sacudirse bajo el casco de la Errabunda. El aire se oscureció aún más. Unas olas cada vez más grandes recorrían la superficie del mar. El rayo desgarraba la oscuridad, el trueno hizo temblar el cielo y una lluvia implacable empezó a aporrear la cubierta del barco.
Orfeo corrió a su camarote. Cuando entró, empapado y sin aliento, encontró a Malva y Lei acurrucadas en la litera. Un olor muy particular, mezcla de limón, alcohol, grasa de cerdo y perro mojado flotaba en el aire. Estornudó varias veces antes de preguntar a Lei si la medicina estaba lista.
—Malva ya ha bebido caldo —respondió Lei con un susurro—. Ella está mejor. Pero yo tengo miedo que barco se hundirá…
—No es más que una tormenta —sonrió Orfeo, mientras cogía su capote impermeable—. ¿Dónde están los gemelos? ¿Y Al?
—Perro salió. No gustó que yo le arranqué pelos. Y gemelos fuera también.
Orfeo sintió sobre él el peso de la mirada inquieta de Malva. Estaba muy pálida, pero su belleza legendaria afloraba aún sobre sus rasgos marcados por la fatiga.
—¿Sois el capitán? —preguntó ella.
—¡No, no! —se sonrojó Orfeo—. Sólo soy el contramaestre. Os doy la bienvenida a bordo, principetta. Me siento muy honrado de…
Un movimiento violento de la nave le hizo perder el equilibrio de pronto. Se agarró a la mesa.
—La cosa se pone fea —anunció—. Tengo que regresar a mi puesto, pero volveré a veros. Conservad la calma y no os preocupéis. La Errabunda resistirá.
Salió del camarote asegurándose de haber cerrado bien la puerta y subió a cubierta, sacudiéndose con un encogimiento de hombros la sensación de inquietud que la mirada de Malva le había transmitido. No sucedía todos los días que un galniciano dirigiera la palabra a la principetta heredera, pero no era el momento de reverencias ni de palabras bonitas…
Bajo la martilleante lluvia, los marineros se distribuían por todos los rincones para recoger las velas. Los hombres ocuparon todo el palo de trinquete, asaltaron la gavia mayor y arrumaron toda la carga posible para repartir el peso. El capitán corría de un extremo al otro de la cubierta, gritando órdenes. Su voz apenas se hacía oír sobre el silbido del viento y los crujidos del barco.
Orfeo se dirigió tambaleante hacia el puente de mando. A su alrededor se desencadenaba toda la fuerza de los elementos, pero no tenía miedo. ¡Ni sentía mareo alguno provocándole retortijones de tripas! En cambio, experimentaba una especie de embriaguez al estar allí, bajo aquel cielo furioso, empujado por los brazos enormes de la mar, que mecía el navío como una niñera demoníaca. ¡Había soñado vivir momentos como aquél durante toda su vida!
Los cabos azotaban la cubierta, la arboladura ululaba. El mar se abatía sobre los costados del barco con peligrosa frecuencia. Orfeo se dirigió a popa con decisión, como un torero entrando en el ruedo para medirse con el toro.
A pesar de su número y su agilidad, los hombres no tuvieron tiempo de cargar todas las velas. Los vientos no dejaban de arreciar y el cielo se confundía tanto con la masa furiosa de las aguas que pronto se hizo imposible determinar si el barco flotaba o volaba. Ahora ascendía, ahora descendía, ahora se inclinaba a babor, ahora a estribor.
Cuando Orfeo alcanzó al fin la popa, las velas se desgarraron como si no fueran más que trozos de papel. Subió los escalones, resbaló y se arrastró hasta el timón… ¡El piloto no estaba en su puesto! ¡La Errabunda no tenía timonel!
—¡Poneos a cubierto! ¡Bajad a la bodega! —bramaba el capitán, dirigiéndose a su vez a la escotilla central.
Orfeo se agarró al timón y, firmemente plantado, trató de enderezarlo. La lluvia le azotaba la cara, le pegaba el pelo a la frente y lo cegaba por completo. Con las manos aferradas al gobernalle, miraba fijamente las olas como para hipnotizarlas. Todos los relatos de marineros que había leído en su infancia cruzaban por su mente como fulgurantes visiones que se superponían a la realidad. Así recordaba a los héroes de otros tiempos que habían descubierto las tierras lejanas de Arémica y Orniente, veía sus semblantes duros y sus ojos febriles, y se sentía más cercano a ellos.
—¡No nos vas a hundir! —gritó a la tempestad, sintiéndose invadir por una exaltación fuera de lo común—. ¡Soy Orfeo! ¡Del orgulloso linaje de los Mac Bott de Galnicia!
El oleaje pronto llegó a crecer tanto que, en el seno de las olas, parecía que el mar se abría hasta el fondo. Orfeo vio con pavor a varios hombres arrastrados por golpes de mar. Otros, sin soltarse de las barras de la borda, trepaban tratando de llegar a las escotillas.
En el cielo negro, los relámpagos se sucedían a un ritmo angustioso. El capitán había desaparecido y sólo él parecía seguir en disposición de mantener el control de la Errabunda. El agua lo inundaba todo; Orfeo ni siquiera distinguía ya la proa del barco. Su capote se hinchaba como una vela por el efecto de las ráfagas. Pasara lo que pasase, mantendría rumbo al oeste… ¡a Galnicia!
De pronto, con un ruido apocalíptico, un rayo se abatió sobre el barco. El palo mayor se partió en dos por el impacto. Se desplomó hacia delante y los cabos que se llevó consigo en su caída restallaron sobre la cubierta como látigos. Tres hombres quedaron aplastados bajo el palo mientras otros, a quienes el cordaje se había llevado por delante, cayeron por la borda. Los gritos de dolor y de angustia quedaron apagados por el aullido del viento; la propia Muerte se ahogaba en el tumulto general.
—¡Por la Santa Quietud! —se estremeció Orfeo, volviendo a la realidad.
Las olas amenazaban con engullirlo todo. La rueda del timón dejó de ofrecer resistencia a las manos de Orfeo: ¡el eje se había roto! Fue entonces cuando comprendió que el océano dictaba sus propias leyes. Se quitó el capote y, abandonando su puesto, se impulsó hacia delante. Los pies le resbalaron al bajar los escalones y se agarró de milagro a la barandilla, pero las olas barrían la cubierta con tanta fuerza que se vio arrastrado por ellas. Arañó el suelo con las uñas y se dio de espaldas contra un obstáculo. ¡Era la entrada de una escotilla! Medio ahogado por el agua del mar que le entraba por la nariz y la boca, levantó la trampilla y se dejó caer al interior de la nave sin saber qué milagro había permitido que siguiera con vida.
En la entrecubierta, el agua se filtraba por todas partes. Entre los tablones rotos rodaban bidones de acá para allá. En el techo, las vituallas se balanceaban colgadas de sus ganchos: los jamones y los trozos de carne negruzcos parecían péndulos. Unas ratas nadaban enloquecidas en aquel mar en miniatura que inundaba la bodega. Un silencio de muerte reinaba en el vientre de la fragata. ¿Era Orfeo el último superviviente? ¡No, no podía aceptar aquella idea espantosa!
Con el agua hasta las axilas, empezó a andar. El barco escoraba, se inclinaba a babor y luego a estribor implacablemente. Orfeo tragó agua varias veces. Agotado, alcanzó al fin la puerta de su camarote, pero la presión del agua era tan fuerte que la encontró bloqueada. Entonces oyó gritos al otro lado.
—¡Principetta! —llamó.
Echó un vistazo a su alrededor. Entre los objetos que flotaban, vio un trozo de tablón y un cabo bastante firme. Se enrolló el cabo alrededor de la cadera, ató el extremo a un gancho del techo y, apoyándose en la puerta con los pies, la embistió con el tablón. Diez veces, veinte veces. La madera de la puerta empezó a ceder. Los gritos de angustia aumentaron.
Empapado y sin aliento, pero sin perder la esperanza, Orfeo continuó la operación durante largos minutos. Las manos le sangraban sobre el tablón y la sal del agua le provocaba un escozor indescriptible. Al fin, la puerta cedió y el agua se precipitó por la abertura, como si fuera un animal impaciente por devorar lo que tuviera enfrente. Orfeo cortó el cabo que lo ataba al techo y se escurrió por la brecha.
Cuando pasó al otro lado, el agua llegaba ya al tablero de la mesa y borboteaba en torno a la litera. Allí descubrió a Lei, lívida de terror, subida a una silla. La chica sangraba por la frente. Orfeo se acercó a ella y le cogió la mano con suavidad.
—¿Dónde está la principetta? —preguntó él con voz ahogada.
Lei sacudió la cabeza.
—¿Se ha levantado de la cama? ¿Qué ha ocurrido?
Lei se llevó una mano temblorosa a la frente.
—Hombre vino. Él me golpeó con catalejo. Después, nada. Malva desapareció.
Orfeo cerró los ojos, agobiado. La conversación que había tenido con el capitán justo antes de la tempestad le volvió a la memoria, y comprendió hasta qué punto se había dejado manipular por aquel hombre. ¿Cómo pudo haber confiado en él? Ahora sentía una especie de indignación mezclada con fatiga. Fuera lo que fuese lo que quería hacer el capitán, no se arriesgaría a llevarse a la principetta demasiado lejos. En el peor de los casos, se ahogarían los dos…
Orfeo se sentó al lado de Lei. A su alrededor, el agua seguía ascendiendo, mientras la Errabunda gemía como un animal agonizante. Sin intercambiar ni una palabra, se quedaron simplemente uno al lado del otro, resignados a morir.
Poco después, sin embargo, el mar dejó de ensañarse con el barco. Los truenos se espaciaron. Las nubes empezaron a dispersarse, dejando que unos finos rayos de sol se filtraran entre ellas. La tempestad se calmaba de forma tan brusca como había estallado.
Dentro del camarote, Lei se echó a llorar. Orfeo notaba también un picor en los ojos, pero contuvo las lágrimas. Se dirigió a la puerta reventada y murmuró:
—Vayamos a socorrer a los demás, si están aún en este mundo.
A pesar del agotamiento y el aturdimiento que sentía, Lei lo siguió, luchando contra la corriente.
Cuando emergieron por la escalera de la escotilla central, notaron sobre la cara el suave calor del sol. Parecía que el cielo se hubiese lavado. En torno a la Errabunda, el océano inmenso cabrilleaba tan mansamente que casi podía llegarse a dudar de que hubiera estallado tempestad alguna. No había ni rastro de cadáveres. El mar los había engullido a todos. En cuanto a la María Bella , simplemente había desaparecido.
Orfeo se detuvo en el centro de la cubierta devastada. La bandera verdiamarilla de Galnicia, hecha jirones, yacía a sus pies.
Lo primero que sintió Malva al recuperar la conciencia fue un dolor punzante en la nuca. Notaba la sangre latiéndole en las sienes y tenía la sensación de que su cabeza era el doble de grande. Entonces se acordó del hombre uniformado que había entrado en el camarote donde estaba y que la había golpeado con un catalejo. ¿Quién era aquel hombre? ¿Por qué la habría atacado? No tenía ni idea.
Malva abrió al fin los ojos. Aunque se hallaba envuelta en penumbra, se dio cuenta de que estaba atada y tumbada boca abajo. Debajo de ella, un suelo de tablas húmedas exhalaba un fuerte olor a sal y vinagre que le impedía respirar. Tenía algo pesado sobre las piernas, pero al menos podía mover los brazos. De modo que, apoyándose en las manos, se ladeó para respirar mejor. Una vez así, constató que no podía moverse más debido al peso que le aprisionaba las piernas.
Alzó la vista y comprendió que yacía bajo una lona impermeable tendida a lo largo de los elevados bordes de una chalupa. Un destello de luz solar se filtraba por los intersticios y un ligero oleaje mecía la embarcación. Malva respiró profundamente al acordarse de la sobrecogedora tempestad que se había abatido sobre la Errabunda. «Al menos —pensó—, el mar parece en calma y yo estoy viva.»
No obstante, todavía había algo que le preocupaba: el peso que tenía sobre las piernas. Alargando el cuello, levantó la cabeza tanto como pudo, y fue en aquel momento cuando vio, con el rabillo del ojo, la cara del hombre que la había dejado sin sentido. Ahogó un grito y volvió a caer sobre el costado.
—¿Quién sois?
El hombre no le respondió. Estaba prácticamente recostado sobre ella: al parecer tenía el torso apoyado en la bancada de remar, pero el resto de su cuerpo le aplastaba las piernas.
Con el corazón palpitándole con fuerza, Malva hizo un esfuerzo para ladear de nuevo la cabeza y ver mejor a su agresor. Éste sonreía satisfecho, con los ojos clavados en su prisionera. La principetta distinguió en el cuello del uniforme del hombre el emblema galniciano del Instituto Marítimo, pero no tuvo fuerzas para proseguir su observación y se dejó caer de nuevo.
—Vos… vos sois el capitán de la Errabunda, ¿no es cierto? —preguntó con voz inquieta.
El hombre no se dignó contestar. A ella sólo le pareció ver que asentía con la cabeza.
—Ignoro por qué me habéis golpeado —siguió diciendo Malva mientras intentaba apaciguar el tumulto de su corazón en el pecho—. Supongo que pretendíais… salvarme, ¿verdad? ¿Por eso estamos en esta chalupa?
El persistente silencio del hombre era particularmente angustioso. Malva lo interpretaba como señal de sus malas intenciones. Volvió a estirar el cuello y se dio cuenta de que él sonreía, imperturbable, regodeándose sin duda al verla patalear e impacientarse.
—Si es así como os divertís —dijo ella—, ¡me alegro por vos! Pero sabed que, pase lo que pase, nunca volveré a poner los pies en Galnicia.
El hombre seguía asintiendo, sin molestarse al parecer por responder a la provocación.
—Prefiero saltar al agua que seguiros, ¿me oís? —se exasperó Malva—. Mi vida no pertenece a nadie. Ni al príncipe de Andemarca ni al coronado, ni siquiera al pueblo galniciano. Si sois hombre de honor, volved con mi padre y mi madre y decidles lo siguiente: a Malva no le interesa el trono ni el poder ni los bailes en la Ciudadela ni las mezquindades y conspiraciones a las que tan aficionada es la gente de vuestra ralea, como el arconte sin ir más lejos. Malva nació para ser libre. ¡Y, piense lo que piense el coronado, para leer, estudiar y escribir! Nació para vivir en la bahía de Dao-Boa. ¡Y espero que os acordéis de ese nombre!
Habiéndose quedado sin aliento, se calló un instante, esperando la reacción del capitán. De pronto, notó algo caliente goteándole sobre la nuca. Se pasó la mano por el pelo, se llevó la palma a los ojos y…
—¡Es sangre! —chilló.
Presa del pánico, empezó a contorsionarse de tal forma que consiguió ponerse boca arriba. Entonces se encontró frente a frente con el rostro fláccido del capitán. Un hilillo de sangre le salía de la boca contraída y sus ojos vidriosos ya no parecían percibir otra cosa que tinieblas.
—Madre mía… ¡está muerto! —exclamó Malva con la respiración agitada y el estómago revuelto de repugnancia.
Entonces dejó escapar un grito estridente. Con una serie de movimientos desordenados, se agarró las piernas y tiró de ellas hacia arriba para liberarlas. Al dar el último tirón se golpeó la frente contra la bancada. Mientras tanto, la sangre del capitán no había dejado de caerle sobre la ropa, los brazos y las manos. Finalmente, encogió el cuerpo hacia la proa de la chalupa. La presencia del muerto la llenaba de terror. Sin dejar de convulsionarse por los sollozos, empujó la lona con todas sus fuerzas para arrancarla.
Cuando por fin se levantó para respirar el aire fresco, un vértigo repentino la hizo tambalearse. Estuvo a punto de caer al agua, pero se sujetó justo a tiempo y se dejó caer sobre el borde de la chalupa, presa de unas náuseas irreprimibles. Se quedó inmóvil durante varios minutos, inclinada sobre el agua, sin pensar en nada, hasta que unos gritos agudos le hicieron levantar la cabeza.
El sol ya estaba alto. Deslumbrada, Malva no distinguía más que una forma oscura a varias brazas de distancia. Y luego, al entornar los ojos, reconoció a Lei, de pie en la Errabunda, que agitaba los brazos hacia ella.
—¡Malva! —gritaba la chica de Balmún—. ¡Venimos a buscarte!
Enmudecida por lo que acababa de vivir, Malva no fue capaz más que de alzar la mano como respuesta. Entonces vio desaparecer a Lei, sin duda para ir a buscar ayuda. Aquello le hizo pensar que no era la única superviviente de la tempestad.
Malva se echó a llorar sin darse cuenta siquiera. Las lágrimas le inundaban las mejillas mientras poco a poco iba tomado conciencia de su situación: la chalupa seguía unida al barco por una amarra que el capitán no había tenido tiempo de soltar. El desdichado estaba tumbado bajo la lona, con la espalda ensartada por el gancho de una enorme polea que, empujada por los vientos furiosos de la borrasca, se le había clavado entre los omoplatos. Malva se puso a temblar como una hoja al deducir que, si el capitán no hubiese estado allí, habría sido ella quien habría recibido en pleno pecho el impacto mortal del proyectil.
Otras siluetas acababan de aparecer en la popa de la Errabunda. Lei había señalado la posición de la chalupa a dos hombres, que ahora tiraban de la amarra que la sujetaba. Malva echó una mirada de asombro a su alrededor. La mar estaba casi totalmente lisa, exhibiendo un azul profundo y una calma extraña. Ni una porción de tierra se distinguía en el horizonte, ni un pájaro surcaba el cielo, ni un soplo de aire rizaba la superficie del agua. La principetta empezó a dudar de si realmente había vivido una tempestad, pero entonces dirigió su atención a la Errabunda y pudo constatar los desperfectos: el palo mayor desplomado sobre la cubierta, los trozos de madera esparcidos por todos lados, los cabos deshilachados, las velas desgarradas… Cuando la chalupa se acercó más, Malva se dio cuenta de que hasta las letras de oro pintadas bajo el balcón de la popa habían quedado parcialmente borradas por las olas: una barra de la E había desaparecido, de modo que esta letra se convirtió en F, las dos R habían desaparecido totalmente, así como la N y el arco de la D. El corazón de la principetta dio un vuelco: ya no se leía Errabunda sobre el casco abollado de la nave sino… ¡FÁBULA!
—¡Pero bueno!… —murmuró, atónita.
¡El barco mostraba ahora el mismo nombre que el del relato del viejo marinero Bulo! ¡El nombre del barco que había encallado en las costas de Elgri-la!
—¡Es una señal! —dijo en voz alta—. ¡Por todas las divinidades del Mundo Conocido! ¡Es la señal de que este barco me llevará hasta donde deseo ir!
A pesar de su fatiga y de la intensidad de sus emociones, Malva se sintió contenta y confiada de repente. Una amplia sonrisa le iluminó la cara manchada por la sangre del capitán y se puso a bailar de alegría en la chalupa:
—¡Lei! ¡Lei! ¡Es extraordinario! ¡Hemos tenido una suerte increíble!
Asomada a la barandilla de popa, la chica rubia le devolvió la sonrisa sin entender muy bien lo que pasaba.
—¡Más rápido! ¡Más rápido! —repetía a Orfeo y Babilas, que remolcaban la chalupa.
El gigante había surgido poco antes de la bodega, donde había quedado sepultado bajo unos barriles que se habían desplomado sobre él. Tenía la mano izquierda rota, pero la fuerza de la otra le bastaba. Orfeo había esperado hallar a otros supervivientes, pero al menos la presencia de Babilas suponía para él un gran alivio. En cuanto a la principetta, encontrarla viva era como un milagro.
—¿Estáis bien? —le gritó cuando la proa de la chalupa tocó el casco de la Errabunda.
Cuando reconoció el cuerpo inmóvil del capitán tendido bajo la lona, no le pareció una gran pérdida. Seguramente aquel embaucador habría sentido en el momento de morir el gusto amargo de la traición en la lengua.
—¡Sí! —respondió Malva—. ¡Echadme una escalera!
Orfeo admiró la agilidad de la joven al verla trepar por la cuerda hasta la cubierta. Pero cuando la tuvo delante, se preocupó al ver la sangre que le manchaba la ropa.
—¡No os inquietéis! —le sonrió Malva—. No estoy herida. Es la sangre del capitán… ¡Está muerto y bien muerto!
Al decir esto, soltó una risa nerviosa. Entonces se acercó a Lei y la rodeó con sus brazos.
—¿Dónde están los demás? —quiso saber.
Un silencio incómodo le respondió. Malva frunció el ceño:
—¿Estáis diciendo que… sólo somos…?
—Por el momento, sí —confesó Orfeo—. Sólo somos cuatro.
La principetta se quedó mirando a Orfeo, desolada. Luego alzó la vista hacia Babilas.
—Al menos, tú pareces muy fuerte —musitó—. Pero ¡no vas a poder reparar la Fábula y tripularla tú solo!
—¿La Fábula? —se sorprendió Orfeo.
—¡Nuestro barco! —exclamó Malva—. Ya sé que puede parecer extraño, pero ha cambiado de nombre durante la tempestad. ¡Miradlo!
Los otros tres se asomaron por la barandilla y, aunque a la inversa, pudieron leer las letras doradas que quedaban inscritas sobre el casco.
—La Fábula... —suspiró Orfeo—. No sé si ese nombre le pega mucho a una ruina como ésta. Nos hemos quedado sin palo mayor y sin velas, el timón ya no responde y dudo que los instrumentos estén en condiciones de ser utilizados. No creo que la Fábula pueda llevarnos de vuelta a Galnicia.
Al oír esto, Malva clavó sus ojos de ébano en los de Orfeo. Se la veía del todo serena, pero estaba firmemente decidida a dar su opinión.
—Me niego a volver a Galnicia —afirmó—. Ya sé que el coronado os ha confiado esta misión, pero… tengo otros proyectos. Para empezar, quiero encontrar a Filomena, mi dama de compañía, que se ha quedado en la Estepa Aciciena. Y luego, cuando volvamos a estar juntas, iremos a Elgri-la, al este del Mundo Conocido. En cuanto a mi amiga Lei, ella tiene que volver al reino de Balmún.
Orfeo retrocedió impresionado ante las palabras de la principetta.
—Sólo os pido que nos dejéis desembarcar en el primer lugar que encontremos y que le digáis a mi padre que he muerto en la tempestad —propuso Malva—. Al fin y al cabo, es lo que ha estado a punto de pasarme. No será una mentira muy gorda.
—No… no os comprendo, alteza —farfulló Orfeo—. El pueblo galniciano ansia vuestro regreso… Sin vos, el país no tiene futuro. Hemos pasado meses sumidos en el duelo y el terror hasta el día en que supimos que estabais viva y…
Malva negó con la cabeza. Orfeo, sintiéndose en total desamparo, lanzó una mirada a Babilas y luego a Lei.
—No me podéis pedir que mienta al coronado —añadió—. He prestado juramento ante el Altar de las Divinidades y he… —Al ver que Malva seguía negando con la cabeza, abarcó el navío con un gesto desesperado—: ¡Han muerto hombres por vos, principetta! ¡Ellos creían en su misión! ¿Cómo osáis…?
—Vos no podéis comprenderme —le cortó Malva con sequedad—. Si vuelvo ahora a Galnicia, mi vida será un desastre. Así que iré a Elgri-la o… moriré.
Orfeo se restregó la cara con las manos. Estaba empezando a hacer calor. Mucho calor. Y aquella discusión absurda le estaba provocando dolor de cabeza.
—No sé nada de esa Elgri-la —dijo entonces—. Nunca he oído hablar de ella. Y, de todos modos, me niego a abandonaros en una tierra desconocida.
Malva soltó un suspiro de exasperación.
—Otro que quiere decidir por mí —murmuró—. No tengo suerte.
Sintiendo cómo la cólera se apoderaba de ella, se acordó del día en que su padre la humilló públicamente en la Sala del Consejo, del día en que su madre le confirmó que contraería matrimonio con el príncipe de Andemarca y también del día en que los amoyedas la vendieron a Temir-Gaí. ¿Acaso tendría que pasarse toda la vida luchando para que la dejaran definitivamente en paz? Entonces, dirigiéndose a Babilas con un mohín lleno de resentimiento e ironía, le preguntó:
—¿Y tú? ¿Por qué no dices nada? ¡Seguro que tú también tienes un montón de proyectos para mí! ¡Vamos! ¡Haz tu oferta! ¡La principetta está a la venta!
El gigante bajó los ojos.
—Babilas es mudo —le espetó bruscamente Orfeo, que había perdido la calma—. ¡Fue él quien os cargó sobre los hombros para sacaros del harén de Temir-Gaí! ¡Fue él quien atravesó las llamas que consumían la fortaleza imperial y también fue él quien rompió los barrotes de la jaula donde estabais encerrada! Se merece que lo tratéis de otra forma, principetta.
Desconcertada, Malva se mordió el labio y se tragó la cólera que estaba expresando.
—¡Ya basta! —zanjó Orfeo—. ¡Esta discusión no conduce a nada! ¡Estamos perdidos en alta mar! ¡Ya basta de hablar de Galnicia y… de Elgri-la! Tenemos que mantenernos con vida, eso es todo lo que importa.
Alzó la mirada hacia el horizonte. El aire temblaba. La temperatura aumentaba por minutos y aquel mar tan calmado le inquietaba. Se acercó a la barandilla para echar una ojeada a la chalupa donde yacía el capitán. Se sacó el alfanje, cortó el cabo que todavía unía la pequeña embarcación con la nave y sin pronunciar siquiera una palabra de adiós, contempló cómo se alejaba el cadáver; luego volvió a dirigirse a Babilas y Lei.
—Registremos la bodega —ordenó—. Necesitamos alimentos y agua dulce.
Malva seguía enfurruñada. De pronto se sentía débil y muy cansada. El chichón que tenía detrás de la cabeza le dolía y la visión de aquella tripulación tan escasa le dejaba la moral por los suelos. ¿Quién se había creído que era aquel contramaestre para hablarle en ese tono? Fue a sentarse en el cabrestante, cruzó los brazos sobre el pecho y se quedó allí quieta.
Cuando Babilas y Orfeo ya descendían por la escotilla central, un extraño sonido rompió el silencio: era como una sirena de niebla, un toque prolongado que se hacía cada vez más grave. Los pasajeros se quedaron helados.
Esperaron un buen rato, sin moverse, a que se repitiese el sonido, pero no fue así.
—Será un trueno —resolvió finalmente Orfeo.
—O tal vez… ¿otro barco? —sugirió Lei.
—Yo diría que no —respondió Orfeo—. La sirena de la María Bella es más aguda.
Sin hacer más esfuerzos por comprenderlo, se encogió de hombros y acompañó a Babilas al interior de la bodega.
Cuando llegaron al pie del segundo escalón, se dieron cuenta de que el nivel del agua ya había bajado considerablemente. Si hacía sólo unos momentos casi tenían que nadar para moverse por el interior del barco, ahora caminaban chapoteando en un agua de pocos centímetros de profundidad y llena de algas.
Pasaron por varios pañoles sin descubrir nada aparte de barriles destrozados, tablones partidos, sacos de lona empapados y ratas que huían a su paso. Finalmente, empujaron la puerta de la gambuza con la esperanza de encontrar provisiones secas, pero allí constataron que nada se había salvado del agua. Todo se había sumido en el más completo desorden. Los libros del cocinero se habían caído de la estantería, mezclándose con los frascos de especias rotos y los arenques malogrados.
Ya se iban de la gambuza cuando Orfeo vio una pelambrera roja que sobresalía de detrás del enorme hornillo de hierro que estaba volcado al otro lado del compartimento.
—¿Finopico? —le llamó, con el corazón acelerado.
Al no obtener respuesta, Orfeo se acercó. Detrás del mueble encontró al cocinero, acuclillado en el agua y con la cara hundida en el pelaje empapado de Al, al que tenía abrazado. Al ver a su amo, el san bernardo emitió un gruñido sordo. Entonces, Finopico alzó la cabeza, y sus ojos se encontraron con los de Orfeo.
—El halacabuyas… —susurró, atónito—. Por todas las divinidades del Mundo Conocido… ¡Ha sobrevivido!
Orfeo sonrió. Que lo llamaran halacabuyas ya no le molestaba. ¡Qué contento estaba de haber encontrado a Al con vida! Y, al fin y al cabo, también se alegraba de que aquel cocinero cascarrabias hubiera escapado a la masacre.
—Ya veo que habéis trabado un conocimiento más íntimo con mi perro —le dijo—. Parece que os aprecia.
Finopico se encogió de hombros, pero no rechazó la mano que le tendía Orfeo para ayudarle a levantarse. El cocinero tenía un corte que aún sangraba en la mejilla y cojeaba un poco.
—He preferido esperar aquí hasta estar seguro de que todo se hubiera calmado… ¡Por la Santa Armonía, mis libros!
El cocinero recogió un tomo y dejó escapar un gemido de consternación al ver que estaba empapado.
—Bueno, parece que ahora somos seis —suspiró Orfeo mientras acariciaba la cabeza de su perro—. Y ¿quién sabe si no habrá más?
Mientras salía de la gambuza con la intención de bajar más para seguir explorando el vientre de la nave, pensó con gran inquietud en Peppe y Chanclo. Con lo listos que eran los dos muchachos, ¿no habrían encontrado un refugio? Pero ¿dónde?
—¡Dejad los libros ya! Procurad al menos recuperar lo que haya de comer y subidlo a cubierta para que se seque —le espetó a Finopico antes de desaparecer.
Más abajo, el espectáculo era desolador. Con el agua hasta los muslos, Orfeo se abrió paso entre los cadáveres de los marineros ahogados. Había al menos ocho o nueve, flotando panza abajo, en los rincones oscuros y malolientes. Orfeo se llevó la mano a la boca, mareado, consternado por la impresión. Horas antes, aquellos hombres corrían por la cubierta y cargaban las velas. Estaban vivos, eran marineros fuertes y resueltos. Habían seguido las órdenes del capitán y así es como habían terminado…
—¡Chanclo! —llamó Orfeo, con la voz cortada por la emoción—. ¡Peppe!
Conteniendo la respiración, siguió deambulando por la oscuridad, perdiendo la esperanza a medida que iba descubriendo más cadáveres. Cuando llegó ante la minúscula puerta del pañol de las velas, llamó una vez más:
—¡Chanclo!
Y, al fin, le llegó una respuesta:
—¡Eh! ¡Estamos aquí!
Orfeo dio un brinco y pegó la boca a la puerta:
—¡Aguantad, ya voy!
Abrió el pestillo, esperando encontrar cierta resistencia, pero la puerta se abrió sin dificultad.
—¡Si no estáis encerrados! —Se asombró al descubrir a los dos gemelos encogidos junto a las velas de reserva.
—No hemos dicho que lo estuviéramos —respondió Chanclo.
—¡Vaya! Entonces, ¿por qué no salíais?
Peppe pasó el brazo por el hombro de su hermano y echó una mirada a su alrededor.
—Aquí está todo muy oscuro… —susurró.
—Y hay muertos por todas partes… —agregó Chanclo con una mueca.
Orfeo sonrió. Estaba francamente contento de haber encontrado vivos a los dos pilluelos.
—Os dan miedo los muertos, ¿no es eso? —se burló.
Chanclo y Peppe lo miraron con ojos despavoridos.
—¡Tocar un cadáver trae mala suerte! —gritaron al unísono.
Orfeo terminó convenciéndoles de que dejaran la superstición a un lado, y los dos muchachos, temblando de miedo, lo siguieron por entre pañoles y escaleras. Cuando salieron a la luz del día, se desplomaron sobre la cubierta, lívidos y a punto de desmayarse.
—¡Somos ocho! —clamó Orfeo, satisfecho.
Malva y Lei, que estaban vaciando un saco de harina sobre un jirón de vela para secarlo, lanzaron una mirada de desencanto a los gemelos.
—Pues vaya —suspiró Malva—. Poco nos van a ayudar éstos a llegar a Elg…
Nadie le oyó terminar la frase, que quedó tapada por un nuevo pitido que desgarró el aire en aquel instante y que esta vez se prolongó haciéndose cada vez más agudo. Los supervivientes se quedaron inmovilizados. Cuando cesó el sonido, se miraron entre sí desconcertados. La sirena parecía haberse acercado.
—Eso no ha sido un trueno —murmuró Malva.
Chanclo y Peppe empezaron a temblar otra vez.
—Los muertos… —susurraban—. ¡Son… sus almas, que están llorando! ¡Ya te hemos dicho que no había que tocar los cadáveres! ¡Vienen a por nosotros!
Justo entonces, Al levantó la cabeza hacia el cielo y se puso a aullar con tono fúnebre. Los gemelos se taparon los oídos y se apretaron el uno contra el otro con cara de espanto.
—¡Haced callar a ese perro! —gritó Finopico, agitando uno de sus libros sobre su cabeza—. ¡Y decidles a esos dos mentecatos que dejen de hacer predicciones idiotas! ¡Acabarán atrayendo la desgracia sobre nosotros!
Pero Orfeo no le escuchaba, atento al horizonte, con los ojos agrandados por la estupefacción.
—Demasiado tarde —se limitó a decir, señalando con el dedo lo que acababa de aparecer a lo lejos.
Una figura oscura había surgido del agua, a un centenar de cables de la Fábula. A aquella distancia, nadie habría podido distinguir qué era aquella cosa, pero en cualquier caso era algo gigantesco. Y lo más extraño era que, además, era capaz de multiplicarse: una segunda figura, semejante a la primera, apareció envuelta por un ruido sordo como de cascada y seguida de una tercera y luego una cuarta. Aquellas formas colosales emergían del agua para luego quedar inmóviles ante los ojos de los supervivientes.
Al se había quedado callado. Exhausto, se había tumbado sobre la cubierta, con la lengua fuera. Un silencio total reinaba a bordo. Malva y Lei soltaron los sacos de harina y se acercaron a la borda. Bajo sus pies, notaban cómo temblaba la frágil carcasa del navío. Orfeo se puso a su lado y lanzó una mirada a la línea de flotación: sin explicación aparente, el mar espumeaba por la acción de unos remolinos, justo bajo el casco.
Cuando alzó la cabeza, vio con estupor que las figuras negras seguían irguiéndose por encima del agua a un ritmo constante.
—Parecen… estatuas —musitó Malva.
—Tienen forma humana —secundó Lei—. Yo veo cabezas, cuellos, brazos…
Fascinado, Orfeo contempló el nacimiento de aquellos inmensos hombres de piedra, sin comprender cómo podía estar produciéndose un fenómeno así. Las estatuas se encontraban inmersas en el mar hasta la cintura. Estaban colocadas por parejas, una frente a otra, y formaban poco a poco un cerco inquietante que se aproximaba al barco.
—¡Esto es cosa de la bruja! —exclamó de pronto Finopico, presa del pánico, mientras señalaba a Lei con el dedo—. ¡Es ella! ¡Esto es cosa de su magia!
—¡Silencio! —ordenó tajantemente Orfeo.
Entonces se asomó de nuevo por la barandilla y confirmó su presentimiento: la Fábula estaba siendo atraída hacia el cerco de estatuas por una corriente llegada de ninguna parte. Lanzó una mirada a Babilas, pero el gigante hizo un gesto de impotencia: sin ancla ni velamen, la Fábula se desplazaba sin remedio; ni siquiera él podía hacer nada para impedirlo. Los demás tripulantes se agruparon en torno a Orfeo, sin decir nada, con el temor dibujado en el gesto.
El barco empezó a ganar velocidad. Los hombres de piedra seguían de pie sobre el agua, rígidos como soldados en posición de firmes, y cuando la Fábula penetró en el estrecho pasadizo que habían formado, Orfeo tomó conciencia de su gigantismo. ¡Las caras, esculpidas en una piedra cobriza, sobrepasaban la cubierta de la nave en diez metros como mínimo!
—Ningún pueblo capaz de proeza como ésta —murmuró Lei, más maravillada que asustada—. ¡Esto, obra celeste!
A su lado, Malva experimentaba una angustia difícil de explicar. De los cientos de crónicas de viaje que había leído, ninguna mencionaba una aparición semejante. ¿Acaso la tempestad había desviado la nave fuera de los límites cartografiados?
La corriente arrastró la Fábula durante un período de tiempo que a todos les pareció una eternidad. Los gemelos empezaron otra vez a gemir y a predecir catástrofes, mientras Finopico lanzaba miradas desafiantes a Lei.
Cuando llegaron al final del cerco formado por las estatuas, vieron que la roda del barco entraba en unas aguas de un deslumbrante azul turquesa. A lo lejos, Orfeo distinguió entonces el contorno de unas costas, pero no tuvo tiempo de anunciarlo: una bandada de pájaros se acercaba a la Fábula rozando las olas. El batir de sus alas producía un silbido estridente.
De pronto, Al se puso a cuatro patas y se acercó renqueando y gruñendo a la proa de la nave. Cuando los pájaros ya estaban bastante cerca, empezó a ladrarles, pero las extrañas aves no mostraron temor alguno. Entonces, se abatieron bruscamente sobre la cubierta de la Fábula.
Fue en ese momento cuando los náufragos comprendieron que verdaderamente habían entrado en un universo desconocido.
Aquellos pájaros, sostenidos por nudosas patas de zancudos, tenían las alas de metal. Sus cuellos gráciles estaban coronados por minúsculas cabezas humanas.
—¡Por todas las divinidades del Mundo Conocido! —exclamó Finopico con un grito ahogado.
Fue el único que llegó a pronunciar alguna palabra. Los demás se habían quedado tan mudos como Babilas.
—¡Vaya! —comentó uno de los pájaros—. Éstos también hablan galniciano.
—A Catabea le va a encantar —dijo otro pájaro.
Y todos los zancudos con cabezas humanas abrieron la boca para estallar en risotadas lúgubres parecidas al croar de las ranas.
Malva notó que un sudor frío le recorría la espalda. Desde que huyó de Galnicia había descubierto criaturas muy extrañas, pero las cabezas atrofiadas que se balanceaban al final del cuello desmesurado de aquellos pájaros le ponían la piel de gallina. Cuando uno de ellos se acercó desplegando sus alas metálicas, Malva contuvo un grito.
—No tengáis miedo —arrulló el pájaro—. Somos los patrulleros de Catabea. Habéis penetrado en el Archipiélago y el Procedimiento debe cumplirse. ¿Cuál es el nombre de esta nave?
Los pasajeros intercambiaron miradas de pánico. ¿Archipiélago? ¿Catabea? ¿Procedimiento? No comprendían ni una palabra de todo aquello.
—¡El nombre de esta nave! —repitieron entonces los pájaros con tono amenazador.
—La Errabunda —respondió Orfeo, con un hilo de voz.
—La Fábula —contestó Malva al mismo tiempo.
Los pájaros con cabeza de hombre alargaron el cuello.
—¿Acaso tiene dos nombres esta nave? —quiso saber uno de ellos—. ¡Ay de vosotros si queréis engañarnos!
Los demás hicieron rechinar las alas.
—Se llama… Fábula —se apresuró a rectificar Orfeo.
Los patrulleros suavizaron el tono.
—¿Quién manda en esta cáscara de nuez? —preguntó uno de ellos.
Silencio. Peppe y Chanclo, apoyados en el palo mayor partido, daban la impresión de ser cadáveres puestos de pie, mientras que Finopico castañeteaba los dientes sin darse cuenta. Babilas entrecerraba sus ojos oscuros y Malva sacudía la cabeza.
Ante aquellos pájaros extraños, ninguno de ellos se atrevía a asumir el papel de capitán.
—Nuestro capitán ha muerto —explicó Orfeo.
Los patrulleros se contonearon sobre sus largas patas y un largo murmullo de reprobación se elevó entre ellos.
—¡El Procedimiento nos obliga a conocer el nombre del capitán! —gritó uno de los pájaros—. Sin él, tendremos que mandaros al Encierro!
—¡Al Encierro!
—¡Al Encierro! —repetían las demás aves.
—¿Qué es el Encierro? —osó preguntar Orfeo.
Un patrullero se separó del grupo y balanceó su horrorosa cabecita sobre la nariz del joven.
—El Encierro es el centro de nuestro Archipiélago. Es una cárcel donde encerramos a todos los que no respetan el Procedimiento.
El pánico se apoderó de Chanclo y Peppe al oír aquellas palabras.
—¡A la cárcel, no! ¡A la cárcel, no! —suplicaban, cayendo de rodillas sobre la cubierta.
—¡Ya hemos conocido demasiados calabozos! —lloriqueó Chanclo—. ¡Están fríos, oscuros y húmedos! ¡Antes morir que volver a un sitio así!
Malva tiró a Orfeo de la manga y le dirigió una mirada de súplica.
—Nos habéis salvado a Lei y a mí del harén de Temir-Gaí. Si me vuelven a encerrar, no lo soportaría.
Los patrulleros esperaban una respuesta rápida. De las bocas les salían unos sonidos amenazantes. Orfeo miró a Babilas y luego a Finopico. Los dos hombres se limitaron a bajar los ojos.
—Está bien —dijo, con tono de resignación—. Yo soy el capitán de la Fábula. Mi nombre es Orfeo Mac Bott. Nos dirigíamos a Galnicia cuando una tempestad infernal se ha abatido sobre…
—¡Nonononono! —voceó otro pájaro, entornando unos ojos que no eran mayores que la cabeza de un alfiler—. ¡Eso que llamáis tempestad infernal no era otra cosa que la furia de Catabea!
—De todos modos… —siguió diciendo Orfeo— esa tempes…
—¡Ya está bien! —exclamó un tercer pájaro—. ¡Prestad atención a lo que se os dice y dejad de hablar de esa tempestad como si no fuera más que un vulgar fenómeno natural! Sabed que Catabea es muy susceptible. Habéis provocado su cólera al atravesar la Gran Barrera, así que os ruego que no le deis más motivos para enfadarse.
Finopico se acercó. Bajo su pelambrera roja, la piel de la frente había adquirido un tono cetrino.
—¿De qué estás hablando, pájaro de mal agüero? —estalló—. ¡Largaos por donde habéis venido y dejadnos seguir tranquilamente nuestro camino! ¡Lo único que queremos es volver a casa!
Los patrulleros volvieron instantáneamente sus cabecitas hacia el cocinero y clavaron sus minúsculos ojos en él.
—¡Quiere volver a casa! —exclamó una de las aves.
—¡Volver a casa!
—¡Volver a casa!
Y todos los demás pájaros se partían de risa mientras hacían chocar sus alas metálicas entre sí, hasta tal punto que Malva notó que se le ponía el pelo de punta.
—Cuando una nave se extravía en el Archipiélago —dijo entonces uno de los zancudos con un tono repentinamente serio—, nadie vuelve a saber de sus ocupantes. Lo que era conocido deja de serlo. Vuestra casa ya no existe.
—Y ahora —prosiguió el pájaro que había hablado al principio— os llevaremos a presencia de Catabea. Ella os explicará todo lo que necesitáis saber.
Dicho esto, desplegó una de sus alas y señaló con su extremo la proa de la Fábula.
—¡Remolque!
Al oír la señal, con un gran estruendo mecánico, la bandada alzó el vuelo, rodeó el palo mayor partido y volvió a descender, esta vez sobre la popa. Con una sincronización perfecta, los patrulleros abrieron entonces las alas.
La Fábula se vio propulsada hacia delante desde el primer batir de alas. La nave empezó a ganar velocidad, surcó el agua turquesa con una fluidez pasmosa y finalmente se acercó a la orilla de la isla que Orfeo había divisado. Uno de los patrulleros exclamó:
—¡Bienvenidos al hogar de Catabea, extranjeros!
La bandada de pájaros se elevó bruscamente hacia las copas de los árboles esqueléticos que cubrían la isla y luego desapareció para dejar tras de sí a los pasajeros de la Fábula, totalmente estupefactos.
El morro del buque se había hundido en una arena grisácea que contrastaba con el azul intenso del agua. La isla era estrecha, árida y rocosa. La vegetación parecía estar congelada, muerta desde hacía mucho tiempo, como sepultada bajo una capa de cenizas. Los árboles no tenían hojas, los matorrales se confundían con las rocas y un silencio total cubría aquel lugar abandonado al parecer por los animales y los insectos. Abordo de la Fábula reinaba la consternación.
—Es una broma —terminó diciendo Finopico—. Una alucinación, una tomadura de pelo…
No había terminado aún de hablar cuando una súbita corriente de aire hizo estremecer las ramas de los árboles más cercanos a la costa y luego cesó de pronto.
—Nadie ha oído hablar jamás de la Gran Barrera, ni de este Archipiélago de las narices… —añadió el cocinero, con voz algo menos firme.
Algo crujió por entre la espesura del bosque, en lo alto de las colinas. Un chasquido seco de madera, sonoro y lúgubre.
—Nadie ha oído…
—¿Queréis callaros de una vez? —lo interrumpió Malva.
—¡Sí, sí, por la Santa Quietud! —suplicaron los gemelos—. Despertaréis las iras de Ca…
—Pero ¡bueno! —gruñó Finopico—. ¡Es absurdo! ¡Estos pájaros de mal agüero se han burlado de nosotros, está clarísimo!
Los demás no compartían esa opinión. Los extraños toques de sirena, las estatuas gigantes con ojos de piedra, los pájaros con cabeza humana, todo indicaba que se habían perdido en un mundo del que podían esperar cualquier cosa. Incluso Al, desconfiado y temeroso, apuntaba el hocico en dirección al interior de la isla.
—¡Vamos a ver! —se impacientó Finopico—. ¡Seamos razonables! ¡Todo esto no puede ser más que una alucinación provocada por el hambre y la sed!
—¿Y si, en efecto, hemos atravesado cierto límite? —murmuró Malva—. ¿Y si esa Gran Barrera existiera realmente?
Buscó una respuesta en los ojos de Orfeo, que, inquieto e indeciso, sacudió la cabeza.
—No lo sé, alteza.
—Pues bueno, dado que nadie sabe nada —concluyó Finopico—, propongo que desembarquemos. Esta isla parece desolada, pero ¿no habrá agua potable con la que rellenar algunos barriles? ¿No habrá frutos silvestres o raíces que podamos comer?
Los supervivientes del naufragio examinaron detenidamente la costa triste y gris. Finopico se acercó a Babilas para zarandearlo.
—Tenemos que reparar la Errabunda... ¡o la Fábula, qué más da! ¿Qué dices tú?
El gigante indicó con un gesto que estaba de acuerdo.
—¡Pues venga! —insistió el cocinero—. ¡Empecemos ya y pronto podremos irnos de este sitio! ¡Si todavía corre sangre galniciana por nuestras venas, seamos dignos de ella!
Orfeo soltó un suspiro. Desde luego, Finopico tenía razón. Y ahora que se había autoproclamado capitán, tenía que tomar una decisión.
—Necesitamos una pasarela —empezó a decir—. Y madera para el fuego, y utensilios y…
—Como ya sabéis, soy un pescador excelente —le interrumpió Finopico, subiéndose las mangas—. En cuanto me haya fabricado un arpón, me zambulliré para buscar algo con lo que pueda preparar una sopa formidable. ¡Estas aguas tan limpias tienen que estar repletas de peces, por la Santa Armonía! Y de momento no he visto ninguna Catabea que…
No había acabado de decir esto cuando un temblor sordo sacudió los árboles y las rocas. La isla entera pareció emitir un gruñido animal y una voz ronca resonó en los oídos de los náufragos:
—Habéis pronunciado mi nombre…
Malva dio un respingo y, de forma refleja, se agarró al chaquetón de Orfeo. Entonces, una mujer inmensa surgió de entre el bosque de árboles muertos ante sus ojos. Lentamente, fue acercándose sobre la arena. Llevaba una amplia túnica negra que le cubría el torso. Sus miembros parecían estorbarle de tan pesados: los brazos y las piernas parecían troncos, recios, nudosos, arrugados como la corteza. Sólo la cara, lisa y luminosa, conservaba cierto aspecto humano.
—Soy Catabea —anunció—. Catabea, guardiana del Archipiélago.
Al hablar, le salían unas volutas de humo gris de la boca.
La cara de Catabea fue desapareciendo casi por completo tras una cortina de humo. Desde la cubierta del barco, los pasajeros entornaban los ojos para no perderla de vista.
—Habéis aceptado el Procedimiento —anunció Catabea—. Y habéis pronunciado mi nombre. Al traspasar la Gran Barrera, habéis franqueado los límites de nuestro mundo. Habéis penetrado en el Archipiélago y ahora debéis someteros a nuestra ley. ¡Escuchad bien, extranjeros! De lo que os voy a decir dependerá vuestra supervivencia.
Chanclo y Peppe palidecieron al oír estas palabras. Cerraron los ojos y se pusieron a gemir de nuevo. Pero Catabea volvió a tomar la palabra y su voz cavernosa tapó los lloriqueos de los muchachos.
—Las reglas que os voy a exponer son implacables y debo advertiros de que, hasta ahora, ningún viajero ha podido cumplir sus condiciones. ¡Ninguno! Sabiendo esto, todavía tenéis elección: aún podéis renunciar definitivamente a vuestra libertad decidiendo quedaros para siempre en el Archipiélago como prisioneros. Si tomáis esta decisión, podréis beneficiaros de las grandes riquezas de nuestro mar y nuestras islas. Nosotros no os pediremos nada. En cambio, si optáis por atravesar el Archipiélago y salir de él, deberéis someteros a nuestra ley.
Un silencio siguió a esta declaración, durante la cual los pasajeros de la Fábula se consultaron con la mirada. En sus caras se leía la incomprensión.
—¿Y bien? —se impacientó Catabea—. ¿Qué decidís? ¿Preferís quedaros aquí para siempre? ¿O intentaréis lo imposible por regresar al lugar del que venís?
Orfeo tenía la nuca rígida y las manos húmedas. Carraspeó tímidamente antes de preguntar:
—¿Qué ocurrirá si no logramos cumplir las condiciones?
—Se os arrojará al Encierro —respondió Catabea con calma—. Es el destino más común y también el más terrible que hay. Pero todavía podéis decidir convertiros en simples habitantes del Archipiélago. Aquí existe una multitud de islas. Seguro que encontraréis una que os convenga. Y vuestra existencia será larga y dulce.
—Pero entonces nunca podremos volver a casa, ¿no es así? —quiso cerciorarse Orfeo.
—Así es. Y debo precisar que la elección que vais a hacer sólo será válida si todos los pasajeros del barco están de acuerdo.
Presa del pánico, Malva volvió a tirar a Orfeo del brazo.
—Me niego a estar prisionera en este sitio —murmuró—. ¡Acatemos su ley, si es el único modo de huir!
Chanclo y Peppe se pusieron en pie. Con las piernas temblorosas, se acercaron a Orfeo. Un poco más allá, Babilas permanecía postrado, con el pecho arqueado sobre la barandilla.
—Yo, de acuerdo con Malva —anunció entonces Lei con voz decidida—. Imposible para mí quedar aquí, tan lejos de reino de Balmún.
—¿Cuál es vuestra respuesta? —exigió Catabea.
Babilas se incorporó para indicar a Orfeo que secundaría su decisión. Pero fue Finopico quien habló primero:
—¡Nosotros queremos volver a casa, bruja loca! —le espetó a la guardiana de la isla—. ¡Acabamos de llegar a tu Archipiélago de mala muerte y ya hemos visto bastante! ¡Si tengo que toparme con esos pájaros con cabeza de hombre cada dos por tres, hasta prefiero tu Encierro!
Los gemelos soltaron un grito. La boca de Catabea se abrió y de ella salieron silbando unos chorros de humo gris que dejaron a los pasajeros de la Fábula pálidos de estupor.
—¡Entonces, ya os habéis decidido! —exclamó la criatura—. ¡Que hable nuestra ley!
Dejó que se disiparan las brumas que la envolvían y luego, con un movimiento lento, sacó de los pliegues de su túnica un objeto que alzó frente a ella.
—Esto es un nokros, un matatiempo. Contempladlo bien, pues os acompañará en vuestra travesía por el Archipiélago.
El nokros era parecido a un reloj de arena muy grande: constaba de dos compartimentos de cristal que se comunicaban por un estrecho cuello de metal. El conjunto se completaba con un alambique translúcido que contenía un líquido rojo.
—Este alambique contiene ácido mórbico. Irá goteando poco a poco hasta que…
Catabea se interrumpió y se sacó de la túnica una piedra marrón que mostró a los náufragos.
—¡Obsílix! —se asombró Lei—. ¡Esto, piedra muy rara! ¡Sólo en corazón de volcanes, me parece!
—En efecto, se trata de un obsílix —respondió Catabea—. Más conocido como piedra de vida. Este mineral es tan duro que soporta el calor de la lava fundida.
Entonces separó el alambique, colocó frente a él la piedra de vida y vertió un hilillo de ácido rojo por encima. La piedra se partió en dos. Echó humo, se cubrió de burbujas y, ante los ojos atónitos de los náufragos, se convirtió en polvo. Terminada la demostración, Catabea volvió a colocar el alambique en su sitio y resolvió:
—Como sois ocho, voy a dejar en el compartimento superior del nokros ocho piedras de vida. Cada una de ellas simbolizará un miembro de vuestra tripulación.
A pesar del humo que no dejaba de brotar en torno a Catabea, Malva la vio manipular el frágil nokros. Las manos de la mujer árbol se movían con una lentitud penosa pero con una precisión sorprendente teniendo en cuenta su rudeza. Catabea enroscaba y desenroscaba el alambique, cogía las piedras de vida y las depositaba en el compartimento de cristal sin vacilar en ningún momento.
—Ya está —dijo al fin, alzando el gran reloj de arena—. Las ocho piedras están en su sitio. No tardará en caer una gota de ácido mórbico sobre la primera de ellas. La obra de destrucción habrá empezado, y ya nadie podrá detenerla hasta que todas las piedras hayan sido reducidas a polvo. Entonces, el polvo caerá a la parte inferior del nokros. Cuando ya no quede nada de las ocho piedras, vuestro tiempo se habrá agotado.
Los tripulantes de la Fábula intercambiaron miradas de desconcierto. Orfeo se mordió el labio antes de preguntar:
—¿Qué sucederá cuando llegue ese momento?
—Existen dos posibilidades —contestó Catabea—. Que hayáis fracasado, en cuyo caso se os arrojará al Encierro, o que hayáis superado la prueba, y entonces podréis iros del Archipiélago.
Pero ya os lo he advertido: nadie, ninguna tripulación ha triunfado jamás.
—Pero… ¿superar qué prueba? —exclamó Finopico—. ¡No comprendo nada de todo esto!
Catabea se acercó a la fragata y clavó sus ojos brumosos en el cocinero. Cuando ella abrió la boca, Finopico recibió una nube de humo en la cara y se puso a toser.
—¡No te alteres, fogoso galniciano! —le ordenó—. Conozco tu temperamento impetuoso y febril. Sé qué es lo que te obsesiona, pues te conozco a la perfección…
—¡Pamplinas! —exclamó Finopico, apartando el humo con el dorso de la mano—. ¿Qué prueba tenemos que superar?
—¡Ni más ni menos que satisfacer vuestros deseos más extremos, los más secretos! —sonrió la guardiana del Archipiélago.
Dicho esto, volvió lentamente la cabeza y clavó sus ojos sucesivamente en los de Orfeo, Malva, Lei y todos los demás.
—¡Conozco la historia… las heridas de cada uno! ¡Todos vosotros tenéis sueños profundos, carencias terribles, ambiciones que os consumen! ¡Nunca os habéis contentado con vuestra suerte!
Malva se estremeció. Cada palabra que pronunciaba Catabea le pareció tan afilada como una flecha. Y cada flecha daba en el blanco. La profetisa dedicó también un tiempo a Al, que seguía aplastado sobre la cubierta, con el hocico entre las patas.
—¡Hasta los perros tienen sus secretos! —afirmó—. Aquí, en el Archipiélago, se extiende el amplio espejo en el que se reflejan vuestros deseos y temores, vuestros sueños y pesadillas. Este espejo se ensancha o estrecha en función de quienes lo recorren. Cambia de forma sin cesar. Cada día surgen o desaparecen nuevas islas, y hasta yo misma ignoro su número exacto. Son acogedoras o peligrosas, luminosas o tenebrosas, húmedas o áridas, desiertas o superpobladas, pero en todas ellas hay un tesoro escondido.
Mientras hablaba y humeaba, Catabea balanceaba sus brazos enormes, como marcando el ritmo de una música inaudible. Su pelo, la maleza tupida y cenicienta que le erizaba el cráneo, temblaba cada vez que movía la cabeza. Y los árboles de la isla, sobre las colinas, inclinaban o enderezaban las copas al mismo ritmo. Catabea y la isla eran uno.
—Esto es lo que exige nuestra ley —siguió diciendo—. ¡Al atravesar el Archipiélago, debéis conseguir realizaros! Al navegar sobre nuestro mar, os veréis enfrentados a vosotros mismos y deberéis batallar contra vuestros propios terrores. Si rechazáis las pruebas que os esperan, os perderéis sin remedio. No os quedará más opción que el Encierro.
Entonces se acercó a Orfeo, elevó hacia él sus brazos enormes y rugosos y le tendió el nokros por encima de la barandilla de popa.
—Capitán, te confío el matatiempo. El ácido mórbico tarda dos días en disolver una piedra de vida. Serás responsable del nokros durante los dieciséis días que se os han sido concedidos. Si uno de tus compañeros o tú mismo intentáis interrumpir el proceso, la sentencia se ejecutará de forma inmediata. Cuidad bien de este instrumento.
Orfeo sintió un sudor frío cubriéndole la frente. Cogió el nokros con las manos húmedas y luego, sin apartar la mirada del alambique que contenía el ácido, lo colocó sobre la cubierta y lo apoyó en el palo mayor. Mientras tanto, Catabea había dirigido la atención a la principetta para examinarla con atención. Soltando varias volutas de humo, dijo:
—Debo advertirte, joven principetta, del peligro que te amenaza en particular. Otro navío ha atracado aquí. Habrás oído sin duda dos toques de sirena: cada uno de ellos indicaba que un extranjero acababa de traspasar la Gran Barrera. Este visitante solitario se ha presentado a bordo de una nave cispaciana, pero hablaba tu idioma, el galniciano. Ha hecho la misma elección que vosotros, pues prefiere arriesgarse a terminar en el Encierro a quedarse en el Archipiélago como prisionero. He explorado su alma, y no he visto más que odio. Y ese odio va dirigido a ti.
Malva dio un brinco, y su cara se puso muy pálida.
—El arconte… ¿El arconte está aquí?
Catabea balanceó su cuerpo de árbol hacia delante y hacia atrás en señal de asentimiento.
—¡No puede ser! —exclamó entonces Chanclo—. ¡Lo habíamos encerrado en el harén de Temir-Gaí!
—¡Encerrado bajo llave en un cuartucho! —secundó Peppe—. ¡El incendio se extendió muy rápido! ¿Cómo habrá podido…?
—Yo sé todo lo que pasa en mi Archipiélago —le interrumpió Catabea—, pero ignoro lo que sucede en otras partes.
Entonces retrocedió con pasos lentos y añadió:
—Ahora debo retirarme y ordenaros que abandonéis esta costa. El ácido mórbico ya empieza a hacer efecto… ¡Mirad!
En el nokros, la primera piedra humeaba ligeramente. Pequeñas burbujas aparecían en la superficie.
—¡No perdáis ni un momento! —recomendó Catabea—. ¡Dieciséis días! ¡No lo olvidéis! ¡Es nuestra ley!
Dicho esto, se dio la vuelta y se encaminó lentamente hacia el bosque.
—¡Por favor, no nos dejes! —la llamó Malva, inclinándose y agarrándose a la barandilla con todas sus fuerzas—. ¡Todavía tenemos preguntas que hacerte!
Pero Catabea se alejaba inexorablemente. Su voz cavernosa ya empezaba a atenuarse:
—Tantas islas como deseéis, extranjeros, tantos tesoros escondidos como necesitéis desenterrar. ¡Sobre todo, sed sinceros con vosotros mismos! ¡Y entonces, tal vez podáis encontrar la salida del Archipiélago!
Y, con un último gesto de sus enormes brazos, ordenó:
—Y ahora, ¡partid!
Su voz ronca se ahogó bruscamente. Un silencio total se abatió sobre la isla.
Después, todo pasó muy rápido: unas pequeñas olas hicieron cabecear la Fábula, unas olas invertidas, que partían de la costa y se arrastraban hacia el mar. En cuestión de un momento, y ante la completa estupefacción de los tripulantes, el barco fue expulsado por el oleaje espumoso de la isla de Catabea, cuyo contorno se fue difuminando antes de borrarse del todo. Los árboles, las rocas, todo se había evaporado.
Aturdidos, los miembros de la tripulación se agruparon en torno al matatiempo. Una segunda gota de ácido rojo colgaba en el extremo del alambique.
—¿Qué significa esto? —estalló bruscamente Finopico—. ¡No he entendido nada de ese discurso disparatado! ¡Un espejo! ¡Islas que aparecen y desaparecen! ¡Tesoros escondidos! A mí ya me gustaría cavar, ya… Pero ¿dónde? ¡No hay ni una costa en el horizonte!
—Catabea habla con acertijos —intervino Lei—. A lo mejor tesoros no existen de verdad. Ella quiere decir que tesoros escondidos en interior de nosotros.
Los gemelos se arrodillaron delante del nokros.
—Capitán —musitó Chanclo—, dinos qué tenemos que hacer…
—No queremos morir —añadió Peppe—. Somos demasiado jóvenes.
Y dirigiendo a Orfeo sus caritas trastornadas gimieron al unísono:
—¡No queremos terminar en el Encierro!
Orfeo suspiró, sintiéndose desamparado. Catabea les iba a poner a prueba, pero él no tenía ni idea de la forma en que ocurriría aquello. Lo único que veía era que la Fábula necesitaba reparaciones y que su tripulación corría el peligro de morir de hambre y de sed.
Entonces, en el interior del nokros, la gota de ácido mórbico cayó sobre la piedra de vida y creó un pequeño cráter humeante. Todos dieron un respingo.
—Tenemos que encontrar una isla para aprovisionarnos —resolvió Orfeo con voz sombría—. Es lo único que importa por el momento.
El sol había alcanzado ya su cénit y no parecía querer moverse de allí. Se había quedado colgado encima de la Fábula, como un enorme faro clavado en el cielo por divinidades invisibles. Durante un buen rato, nadie supo qué decir, qué hacer y ni siquiera qué pensar. Todos ellos sentían sobre sus hombros el peso abrumador de la fatalidad mientras el nokros desgranaba ineluctablemente los segundos, los minutos, las horas…
La Fábula seguía la corriente con docilidad. Nadie se preocupaba por dirigirla en una dirección determinada. Y, de todos modos, ¿qué dirección? Sin mapas, sin brújula y en un Archipiélago de dimensiones cambiantes, ningún marino, ni siquiera el más curtido, podría haberse ubicado.
El buque navegaba pues al azar, a merced de los caprichos de aquel mar extravagante que pronto se cubrió de una espesa capa de algas pegajosas. La fragata Fábula perdió velocidad. Las algas lamían el casco como sanguijuelas, adhiriéndose a las últimas cuadernas y a los cabos que colgaban por la popa, hasta que finalmente la nave se inmovilizó, encallada en una pasta verde que ahora se extendía hasta donde alcanzaba la vista.
Cada vez hacía más calor. Pronto empezó a llegar un olor fétido a la nariz de los náufragos.
—¿Qué sucede? —preguntó Finopico, asomándose por la borda—. Parece que el mar se esté pudriendo…
Un estremecimiento sacudió el cuerpo de Orfeo, que sintió cómo se le llenaba la boca del regusto agrio del miedo y la sed combinados. Ya no era el mar lo que veía a su alrededor, sino una charca de barro verdoso, inmenso y desesperante.
—Capitán… —gimió Chanclo—. ¡Tengo hambre! ¡Tengo sed!
—¡Haz algo! —imploró Peppe.
Orfeo se volvió lentamente, como si el espíritu y el cuerpo se le hubieran quedado también atrapados entre las algas. Los gemelos estaban tumbados sobre la cubierta, cerca del viejo san bernardo, que jadeaba fatigosamente. Malva y Lei, sentadas sobre un cofre, contemplaban el vacío, con los brazos colgando. Sólo Finopico y Babilas estaban aún de pie. Seguían agarrados a la barandilla, uno al lado de otro, con la cabeza gacha. Orfeo se pasó la lengua por los labios quemados por el sol y la sal. Recordó el día de su partida, lo satisfecho e impaciente que se sentía al ver alejarse las costas de su país: ¿no se había jurado entonces reconquistar el honor perdido de los Mac Bott? ¿No se había hecho mil promesas de gloria y aventura?
—Y ahora, ¿qué? —murmuró para sí.
Un dolor repentino le atravesó la cabeza de parte a parte. Se llevó una mano temblorosa a la frente. En su memoria apareció el recuerdo de la cara de su padre en su lecho de muerte, y pensó en el mal del que se creía víctima desde su infancia. ¿No estaría a punto de manifestarse verdaderamente?
—¡No! —gritó en voz alta.
Sus compañeros, sobresaltados, dirigieron lentamente hacia él sus ojos vacíos, sus miradas lánguidas… Orfeo tuvo el presentimiento de que se dejarían arrastrar por la putrefacción que les rodeaba y aceptarían la muerte. El pánico se apoderó de él.
—¡Babilas! —gritó, precipitándose hacia el gigante, que estaba postrado sobre la barandilla—. ¡Vamos, arriba! ¡Tenemos que salir de aquí! ¡Necesito tu fuerza, Babilas!
Viendo que el gigante no reaccionaba, Orfeo zarandeó a Finopico. El cocinero se tambaleó sobre las piernas y se desplomó sobre la cubierta como una marioneta sin hilos. Sus ojos reflejaban el cielo lúgubre y nada más.
—¡Escúchame! —le provocó Orfeo, acercando su cara a la de él—. ¿No habías prometido pescarnos algo, cocinero? ¡Tienes que alimentar a la tripulación! ¡Al agua! ¡Salta al agua y tráenos algo de comer!
Finopico no respondió. El pecho se le hinchaba al ritmo de la respiración, pero las fuerzas le habían abandonado.
—¡Principetta! —llamó Orfeo.
Dejó a Finopico y corrió hacia Malva. La muchacha seguía sentada sobre el cofre, con la espalda apoyada en la de Lei y la mirada perdida. Orfeo se arrodilló frente a ella y le cogió las manos. Estaban heladas como las de una muerta.
—¡Habladme, principetta! ¡Decidme aunque sea una palabra! ¡Una sola palabra, por la Santa Quietud!
Para desesperación de Orfeo, ningún sonido salió de los labios de Malva. En cuanto a Lei, parecía haber caído en un sueño sin fin. De nada servía que Orfeo le suplicara y la zarandeara. Entonces se lanzó hacia los dos gemelos. Tiró de ellos, los llamó por su nombre, los amenazó, les habló en tono de broma, pero no obtuvo ningún resultado. Ellos también sufrían aquella especie de languidez enfermiza que había vaciado sus miradas de todo deseo de vivir.
—No podemos morir aquí… —murmuró Orfeo, lanzando una mirada de pánico al nokros.
Estaba horrorizado por lo que sucedía. Tenía un nudo en la garganta, el corazón le golpeaba el pecho como un animal enjaulado. Se volvió hacia Al y le pasó la mano por la tupida pelambre que le cubría la cabeza. Bajo el pelo, vio lucir los dos ojos del san bernardo.
—¿Al? ¿Me oyes?
El perro lo miró a la cara.
—¡Tú me oyes! —exclamó Orfeo con alivio—. ¡Por lo menos, tú estás bien vivo! ¡Chucho del diablo!
Y lo abrazó con ternura. Las lágrimas le brotaban de los ojos.
—¿Notas cómo nos ronda la muerte, Al? —le preguntó—. Pues hay que ahuyentarla, ¿me oyes? Me niego a abandonar mi puesto. No estoy dispuesto a que mi vida termine en un lugar así…
Orfeo se levantó de un salto y corrió hacia el castillo de proa. Su miedo se había convertido repentinamente en rebeldía. Saltó a un cabo y, allí suspendido, lanzó un grito de rabia al cielo.
—¡Por todas las divinidades del Mundo Conocido y de los mundos desconocidos! —aulló—. ¡Estoy vivo y lucharé por seguir viviendo! ¡Este barco flota aún! ¡Y yo soy el capitán! ¡Y juro que me llevará a donde yo quiera! ¡Me niego a romper mi juramento!
Esperó hasta recobrar el aliento. Nada había cambiado en el cielo, pero Orfeo sentía bullir la sangre en sus venas. Cogió un trozo de madera arrancado por la tempestad y lo lanzó con todas sus fuerzas al mar de algas.
—¡Marchaos, espíritus de la muerte! ¡Dejadnos proseguir nuestro camino!
Siguió lanzando otros restos a las aguas sombrías, subrayando cada gesto con una maldición. Un hilillo de sudor le caía por las sienes. Se quedaba sin aire, la garganta le dolía de tanto gritar, pero su cólera no se aplacaba.
—¡Quiero agua! ¡Agua! —reclamaba con el tono de un encantamiento febril—. ¡Algo de beber para nuestras gargantas secas! ¡Algo de comer para nuestros estómagos vacíos! ¡Viento para nuestras velas andrajosas! ¡Esperanza para nuestros corazones desgarrados!
Entonces de pronto dejó de hablar, abrió la boca y estornudó violentamente. Había notado un soplo de aire fresco en la cara.
Alzando el hocico al aire, Al ladró dos o tres veces. El viento rizaba ahora la superficie esponjosa del agua, creando aquí y allá unos remolinos que fragmentaban la capa uniforme de las algas. Aparecieron franjas de agua azul turquesa y la Fábula se movió ligeramente.
—¡Eh! —exclamó Orfeo—. ¡Mirad!
Los otros tripulantes no reaccionaron. En un instante, las algas se separaron, se alejaron, se diluyeron en el mar y un camino empezó a dibujarse frente a la roda del barco.
—¡Estamos avanzando! —se maravilló Orfeo.
Una fuerza misteriosa empujaba la Fábula. Aferrado a los cabos, Orfeo seguía con la mirada la línea azul que hendía la capa de algas. Poco después, vio surgir a lo lejos el contorno impreciso de una isla.
—¡Tierra! ¡Tierra! —exclamó eufórico—. ¡Estamos salvados!
Ya se divisaban árboles, flores, rocas y una cascada que caía sobre la loma musgosa de una colina. Al se puso a ladrar cuando la isla estuvo más cerca, pero los otros pasajeros no se inmutaron.
Al cabo de un rato, la Fábula penetraba en las aguas tranquilas de una amplia bahía. Ebrio de esperanza, Orfeo agarró una amarra.
—¡Esperadme aquí! —dijo a sus compañeros—. ¡Vuelvo en seguida!
Se zambulló desde el castillo de proa y nadó con todas sus fuerzas hasta la playa, adelantando al barco, que se acercaba suavemente sobre las aguas profundas. Un árbol con un tronco enorme se erguía a pocos pasos de la orilla; Orfeo enrolló firmemente la amarra alrededor de la corteza rugosa.
La isla, al contrario de aquella en la que vivía Catabea, rebosaba vida. Insectos, pájaros (¡sin cabeza humana!), frutas y bayas: ¡allí había suficiente para satisfacer todos los apetitos!
Orfeo subió por la playa en dirección al monte bajo. Entonces, al rodear una roca grande, se quedó helado de pronto y contuvo un grito de sorpresa. Sentado en un tronco talado, un hombre lo observaba.
—Perdón —se disculpó Orfeo—, yo…
El hombre tenía muchos más años que él. Su cara estaba cubierta de motas oscuras y el pelo blanco le caía flotando sobre los hombros. Tenía un cuchillo pequeño en la mano izquierda y una caña entre las rodillas.
—Os pido perdón —repitió Orfeo—. Yo… nosotros necesitamos agua y comida. Mis compañeros…
Y tendió la mano hacia su barco, sin llegar a terminar la frase.
—Tomad todo lo que os plazca —respondió calmadamente el hombre, en un galniciano impecable—. Esta isla pertenece a todo el mundo y a nadie en concreto. Está repleta de riquezas con las que yo no sabría qué hacer. ¿Tenéis un cuchillo?
Orfeo señaló el que le colgaba del cinto.
—Entonces, podréis cortar frutas y raíces —sonrió el anciano—. Servíos.
A continuación bajó la cabeza y reanudó su tarea, que consistía en tallar la caña. Desconcertado, Orfeo vaciló un momento, sin saber qué dirección tomar.
—Para guardar el agua utilizo un barrilito que tengo allí, a la sombra de la araucaria —explicó el hombre—. Os lo presto.
Orfeo le dio las gracias con un gesto de la cabeza y, dejando las preguntas para más tarde, se acercó al árbol de ramas erizadas de espinas. El barril estaba lleno de un agua límpida y fresca. A su lado había un cucharón de madera. Se sirvió de él para beber un buen trago y de pronto notó todo su cansancio desvanecerse. Sin perder más tiempo, agarró el barrilito y volvió a la Fábula. Subió a bordo sujetándose a la escalera de cuerda con una sola mano y, ya en cubierta, se lanzó en primer lugar hacia Malva.
—Bebed, principetta… —murmuró, vertiéndole en la boca el contenido del cucharón.
Malva absorbió el agua, primero torpemente y luego con avidez. Finalmente, abrió sus ojos de ébano y contempló a Orfeo con gesto de reconocimiento.
—Pronto os traeré algo de comer —dijo él, sonriendo.
Entonces repitió el proceso con Lei, los gemelos, Babilas y Finopico, y en último lugar vertió un poco de agua en un platito para Al. Una vez tras otra se repetía el mismo milagro: el agua parecía devolver la vida a quien la bebía.
Serenado, Orfeo saltó de nuevo a tierra y fue a ver al viejo para darle las gracias.
—Es a las nubes a las que hay que agradecérselo —respondió el hombre sin abandonar su tarea—. Aquí llueve todas las noches. —Carraspeó y añadió—: Bajo esa palmera encontraréis un cesto grande para recolectar fruta. Os lo presto.
Orfeo le dio las gracias otra vez, dejó el barrilito bajo la araucaria, encontró el cesto y se acercó al linde de la selva. Allí, árboles de todos los tamaños se inclinaban por el peso de sus frutos. Orfeo recogió tantos que en cuestión de un momento tuvo el cesto lleno. Al volver, mordió una especie de manzana de pulpa tierna que le procuró un intenso placer. Se apresuró a volver a subir a bordo de la Fábula con el cesto y distribuyó la fruta a sus compañeros, cuyas mejillas recobraron el color al instante.
—¡Qué rico está todo! —suspiró Chanclo.
—Gracias, capitán —dijo Peppe.
Malva sonrió.
—Cuando hayáis recuperado las fuerzas —les dijo animadamente Orfeo—, venid conmigo a tierra. ¡Aún quedan cientos de frutas que recoger!
Entonces saltó de nuevo al agua desde la borda de la Fábula. La presencia del viejo le despertaba curiosidad. Deseaba hablar con él, saber cómo se llamaba y qué hacía allí, en aquella isla.
—Me llamo Jahalod-Rin —respondió el hombre a las preguntas de Orfeo—. Hace tantos años que vivo en esta isla que he perdido la cuenta. Fabrico flautas.
—¿Sois músico? —preguntó Orfeo.
—No, fabrico flautas y ya está.
—¿Y no las tocáis?
—Nunca.
Orfeo frunció el ceño, extrañado.
—¿Y para quién son esas flautas, si no las tocáis?
Jahalod-Rin entornó los ojos. Sus labios finos dibujaron una sonrisa.
—Fabricar flautas no es más absurdo que querer irse del Archipiélago.
—Y ¿cómo sabéis que queremos irnos del Archipiélago?
—¡Sois igual que todos los demás! —rió el viejo—. Llegáis aquí armando el gran barullo, hacéis sonar las sirenas de alarma, provocáis el vuelo de los patrulleros y luego no tenéis otra idea en la cabeza que iros de aquí. Yo preferí resignarme a mi suerte y dedicar mi tiempo a otras cosas. Esta isla está repleta de estanques y ríos, y las cañas crecen por doquier. Por lo tanto, fabrico flautas.
Orfeo miró a Jahalod-Rin con asombro.
—Entonces, no quisisteis… —empezó a decir.
—¡Pues no! —sonrió Jahalod, adelantándose a su pregunta—. ¿Para qué dar vueltas y más vueltas en esta infinidad de islas y arriesgarse a terminar en el Encierro? Aquí estoy mejor. Ya no espero nada, pero al menos no voy a decepcionarme.
Orfeo se sentó en la arena frente al anciano. Se quitó el chaquetón de contramaestre y se secó la frente. Durante un rato no dijo nada, ensimismado en la contemplación de la isla. El ruido lejano de la cascada bastaba para serenarlo y refrescarlo. Jahalod-Rin se puso de nuevo manos a la obra con paciencia y esmero.
—De todos modos, Catabea nos ha dicho que existe una forma de salir de aquí… —suspiró.
—A estas alturas, yo ya no lo creo —respondió el viejo—. Por si os interesa, todos los que han querido irse están muertos.
—¿Lo habéis visto? —preguntó tímidamente Orfeo—. Es decir… ¿habéis visto el Encierro?
Jahalod se encogió de hombros.
—¡Desde luego que no! Sólo los que han acabado allí saben cómo es. ¡Mirad! ¡Ya he terminado ésta!
Y mostró con orgullo la flauta que acababa de tallar. Al ver que Orfeo asentía con admiración, se la ofreció.
—Podéis quedaros con ella —dijo—. Así, cuando partáis, os seguiréis acordando de mí.
Orfeo, que no estaba muy acostumbrado a los regalos, la aceptó agradecido. ¡Todo parecía tan simple en compañía de aquel sabio!
—Pero no hace falta que os vayáis —añadió Jahalod—. Aquí sois bienvenidos. Quedaos todo el tiempo que queráis. Me haréis compañía y eso me hará bien. ¡Hace tanto tiempo que no tengo visitas!
Orfeo hizo acopio del coraje suficiente como para preguntarle por el arconte:
—¿No habréis visto por casualidad a un hombre solo a bordo de un barco cispaciano? ¿Un hombre sin pelo y que lleva ropas con suntuosos bordados?
Jahalod-Rin sacudió su largo pelo blanco y Orfeo se sintió más tranquilo. Si, como había dicho Catabea, el arconte les había seguido hasta aquel lugar extraño, al menos no rondaba cerca. Se llevó distraídamente la flauta a la boca y sopló. De ella salió un sonido puro, que hizo sonreír a Jahalod.
—¡Sabéis tocarla! —exclamó.
—En realidad, no —confesó Orfeo—, pero tampoco tiene que ser muy difícil aprender.
—¡Tocadla más! ¡Por favor!
Orfeo hizo lo que el hombre le pedía. Al tapar los agujeros con los dedos, produjo una serie de notas que entusiasmaron al anciano.
—La música… Eso sí me consuela. Ya me pongo triste al pensar que acabaréis yéndoos…
Al oírlo, Orfeo sintió que el alma se le caía a los pies. Aquel anciano parecía tan solitario, tan bueno. Tenía ganas de ayudarlo, de contentarlo.
—No vamos a irnos en seguida —se apresuró a decirle—. Necesitamos reposo y tiempo para reparar nuestra nave. Si no os importa, dormiremos en tierra esta noche…
La cara del anciano se iluminó. Con un gesto de la mano, señaló un techo de tablas que había construido junto a la araucaria.
—Las lluvias son fuertes en esta isla. Resguardaos allí, os lo ruego.
Orfeo, a quien sentaban mal la humedad y las corrientes de aire, apreció el gesto del viejo.
Volvió corriendo a la Fábula, explicó a sus compañeros quién era Jahalod y les mostró el techo de tablas.
—No nos quedaremos mucho tiempo —les dijo, lanzando una rápida mirada al nokros—. Pero ¡seguro que en esta isla hay delicias que tenemos que aprovechar!
Fue así cómo la tripulación de la Fábula se recuperó. En el monte bajo de la isla, Leí encontró las plantas y los insectos que necesitaba para su medicina. Con las pomadas y pociones que preparó pudo curar la mano rota de Babilas y el gigante volvió a estar en disposición de cargar, levantar, cortar y cavar cuanto quiso. Tanto se afanó que las fugas de agua del casco quedaron tapadas, la cubierta limpia y los mástiles reconstruidos.
Mientras, Orfeo, que había pedido permiso a Jahalod-Rin para enterrar los cadáveres de los marineros muertos durante la tempestad, se fue a cavar las tumbas cerca de donde nacían las cascadas con la ayuda de los gemelos y de Finopico.
—Que la Santa Quietud y la Santa Armonía los protejan para siempre —dijo cuando hubieron enterrado a los muertos.
Orfeo se secó la frente, contempló el cielo sobre los árboles y afirmó entusiasmado:
—Este lugar es maravilloso. Y Jahalod-Rin es una persona extraordinaria. ¿No os parece?
—Es un poco raro —respondió Chanclo—. Pero es buena persona.
—¡Es más que eso! —afirmó Orfeo—. Este anciano es… un encanto.
Últimamente, Orfeo había visto a muchos hombres revelar sus bajezas y sus engaños: a su propio padre en primer lugar, pero también al arconte y al capitán de la Errabunda. Jahalod-Rin, en cambio, era infinitamente bueno y sencillo. A su lado, Orfeo recuperó la confianza en el prójimo. Esta vez, tenía la sensación de haber encontrado a un buen modelo.
—¡Qué sabio es Jahalod! —repetía durante todo el camino de vuelta a la playa—. Que se pase el día tallando cañas no es motivo para considerarle raro. Es un artesano. Y sus dedos conservan una habilidad extraordinaria, si tenemos en cuenta su edad.
Tomó la flauta que le había dado el anciano y tocó algunas notas. Cuando llegó cerca de la Fábula, se sentó en la arena y siguió tocando, acompañando alegremente el trabajo de Babilas y de Malva, concentrados en remendar las velas. La principetta apartó la vista de lo que estaba haciendo y observó a Orfeo con semblante grave.
—Más bien deberíais pensar en reparar los instrumentos de a bordo —sugirió.
Orfeo dejó de tocar un momento.
—¡Más tarde! —respondió—. ¡No hay prisa!
Malva miró el nokros. La primera piedra de vida ya casi se había fundido. ¿Cómo podía haberse vuelto Orfeo tan despreocupado de repente? Luego dirigió su atención a la playa. A lo lejos, sentado en una roca, el viejo Jahalod seguía tallando cañas. Tenía un aire sereno, pero en su fisonomía había algo que incomodaba a Malva. No podía dejar de mirar al anciano con una pizca de desconfianza. Para empezar, no comprendía que alguien pudiera, como había hecho él, elegir quedarse para siempre en el Archipiélago.
—¡Pasarse la vida fabricando flautas es absurdo! —mascullaba Malva—. ¿Qué gracia tiene sentarse en el suelo para repetir todo el rato los mismos gestos?
Así transcurrieron dos días con gran rapidez. Chanclo y Peppe, que estaban acostumbrados a perseguir ratas y gatos cuando vagaban por las calles de Galnicia, traían la caza: pequeños roedores, pájaros y marsupiales de largas colas. Finopico reabasteció las reservas de la Fábula, fabricó material de pesca con bambú del bosque y preparó todo tipo de platos refinados que los náufragos compartieron con el viejo Jahalod.
La segunda noche, Orfeo hizo una gran fogata en la playa. Cuando todos se acomodaron sobre la arena, alzó una copa llena de zumo de mangave hacia Jahalod-Rin.
—¡A la salud de nuestro anfitrión! —brindó, con los ojos brillantes—. ¡Por su sabiduría y su hospitalidad! ¡Sin él, estaríamos todos muertos de hambre y de sed!
Los demás asintieron gravemente con la cabeza, recordando el estado de desamparo en que habían arribado a la isla. Sólo Malva prefirió no beber a la salud de Jahalod. Se acercó las rodillas a la barbilla y adoptó una postura enfurruñada. Mientras sus compañeros comían con gran apetito, Orfeo tomó su flauta de caña. Tocó durante un buen rato y el anciano lo escuchó ensimismado.
—¡Tenéis un talento maravilloso! —exclamó Jahalod entre un bocado y otro—. ¡Nunca había oído melodías tan agradables!
Los demás intercambiaron miradas de duda. En efecto, Orfeo no se las apañaba mal para ser un principiante, pero de todos modos los elogios de Jahalod les parecían un tanto exagerados.
—¡Eh, nosotros también tenemos talento! —fanfarronearon los gemelos.
Entonces se pusieron en pie y se ofrecieron a cantar algunas canciones galnicianas. Pero apenas habían entonado el primer verso cuando Jahalod se puso a toser.
—Disculpadme —les dijo, cuando hubo recuperado el aliento—, pero creo que prefiero escuchar la flauta.
—¡Puede ser, pero Orfeo no ha probado bocado! —objetó Chanclo, un poco ofendido—. Nosotros sólo queríamos darle la oportunidad de…
—No tengo apetito —intervino Orfeo—. Comed, por favor, que yo seguiré tocando un poco más.
Peppe y Chanclo se resignaron a no poder cantar y lanzaron una mirada de decepción a Malva, a quien le hervía la sangre por dentro. El sonido de la flauta la ponía nerviosa, pero no llegó a decir nada. Jahalod-Rin, sin dejar de engullir la caza asada, la fruta y el pescado traído por Finopico, balanceaba su blanca cabeza al compás de la música. Parecía resplandecer de felicidad.
—Si hubiese tenido un hijo —dijo de pronto—, me habría gustado que se pareciera a ti.
Al oír aquellas palabras, Orfeo dejó de tocar. Se le había hecho un nudo insoportable en la garganta.
—Yo tenía un padre —murmuró, apoyando el instrumento sobre las rodillas—. Ahora está muerto. Lo enterré hace algunos meses, en Galnicia. Me habría gustado tanto que fuera…
Entonces titubeó, con la mirada repentinamente perdida. Al soltó un gruñido al quemarse el hocico con una chispa. Orfeo dio un respingo.
—Estabais hablando de vuestro padre —le recordó Jahalod con suavidad.
—Sí, mi padre… era una persona que… que desgraciadamente no era tan sabio y honrado como vos —murmuró Orfeo.
Se quedó mirando la flauta, sacudió la cabeza como para ahuyentar la tristeza y se puso a tocar otra vez. Malva sintió un escalofrío.
—¡Ya basta de música! —exclamó—. ¡Preferiría comer en silencio!
Jahalod y Orfeo se volvieron hacia ella al mismo tiempo, contrariados.
—Nada os obliga a quedaros —le dijo secamente el anciano—. Si no sois sensible a la belleza…
—¡Esta flauta me está dando dolor de cabeza! —protestó Malva—. ¡Y he oído melodías mejores, por si os interesa!
Y arrojó un puñado de arena en el fuego. Le temblaban las manos.
—¡He oído las coplas de un marinero de Lombardeña, he oído las voces de las mujeres baigures de noche, en la Gran Estepa Aciciena, he oído el canto de los preunucos de Temir-Gaí! ¡Hasta las serenatas de los músicos de mi padre me parecían más bonitas que el pitido de esta flauta!
—¡Mejor para vos, muchacha! —replicó Jahalod-Rin—. ¡Habéis tenido la suerte de poder recorrer el ancho mundo! Pero yo, aquí, solo… en fin, ¡no tengo otra cosa que estas cañas!
Enfurecido, Orfeo se puso en pie de un salto y se plantó frente a Malva desde la superioridad de su altura.
—¡Tenéis el corazón muy duro, principetta! —le recriminó airado—. Jahalod nos acoge en su isla, nos ofrece su fruta y su agua… ¡Podríais hacer un esfuerzo para agradecérselo! He observado cómo os comportáis desde que estáis aquí: ¡os quedáis en un rincón, creyéndoos la más desgraciada del mundo! Pero ¡mirad a vuestro alrededor! ¡Esta isla es magnífica! ¡Hay muchas cosas para comer y beber! Jahalod vive aquí solo desde hace años, sin distracción, sin nadie con quien hablar. Y si el sonido de una flauta puede sacarlo un poco de su soledad, entonces…
Malva balanceó un trozo de carne sobre el fuego y se puso también en pie. Clavando sus ojos de ébano en los de Orfeo, replicó:
—¡Jahalod ha elegido vivir solo en esta isla! ¡Peor para él! ¡No es asunto nuestro consolarlo por haber sido un cobarde!
—¿Un cobarde? —dijo Orfeo sin aire—. ¿Cómo os atrevéis a insultar a nuestro anfitrión?
Orfeo tenía la respiración acelerada. Bajo el efecto de la cólera, el cuello se le tensaba y unas venas azuladas le sobresalían en la frente. Parecía estar a punto de saltar sobre Malva. Los demás contemplaban atónitos la escena, sin saber qué hacer. En el fuego seguían asándose trozos de carne, haciendo que de vez en cuando saltaran chispas hacia el cielo negro. Jahalod volvió a toser y luego dijo con voz quebrada:
—No te enfades. Sin duda, esta muchacha tiene razón. Además, sí que fui un cobarde cuando Catabea me acogió en el Archipiélago. La verdad es que no tuve valor suficiente como para aceptar el desafío que me propuso.
—No digáis eso —suplicó Orfeo al anciano, desconcertado—. ¡Con lo bueno y generoso que sois! ¡La principetta no sabe lo que dice! Es una… ¡una niña mimada!
Malva abrió la boca, pero estaba demasiado estupefacta como para decir nada. Entonces, Jahalod-Rin le dirigió una mirada sesgada y asintió. Una sonrisa astuta pasó por sus labios.
—Es posible que la muchacha tenga celos —sugirió—. Por lo que he entendido, procede de un alto linaje. Está acostumbrada a ser mimada y atendida, y seguramente le gusta dar órdenes. Ahora, al ver la atención que me dedicáis, tiene la sensación de haber perdido poder… ¡y se siente desplazada!
La cara de Malva enrojeció de ira.
—¿Celos, yo? —gritó—. ¿Cómo voy a tener celos de un viejo chiflado?
Orfeo la agarró entonces por los hombros y la zarandeó sin contemplaciones.
—¡Callaos! —escupió—. ¡Como volváis a llamar chiflado a mi padre, os juro…!
Orfeo pronunció esas palabras con tanta aspereza que Babilas y los gemelos se pusieron en pie de un salto para interponerse entre él y Malva.
—¿Vuestro padre? —rió ella—. ¿Qué estáis diciendo, capitán? ¡Vuestro padre está muerto! ¡Lo acabáis de decir!
Orfeo se echó hacia delante, con el gesto torcido por la furia, pero Babilas lo detuvo con una mano. Los gemelos habían rodeado a Malva y tiraban de ella hacia atrás con fuerza.
—¡Hacedla callar! —rabió Orfeo—. ¡Lleváosla lejos de aquí antes de que le saque las tripas!
Lei y Finopico se incorporaron también, estupefactos. Aquella violencia repentina les había dejado sin palabras. Sólo Jahalod-Rin se quedó tranquilamente sentado junto al fuego, lamiéndose los dedos y picoteando fruta como si nada hubiera pasado.
—Ven conmigo, hijo —murmuró, dirigiéndose a Orfeo—. Siéntate junto al fuego y deja que la cólera de tu corazón se disipe.
Acorralado entre los fuertes brazos de Babilas, Orfeo vio alejarse a Malva y los gemelos. Al oír la voz de Jahalod, se calmó repentinamente.
—Ven, ven… —insistió el viejo—. Si ellos siguen siendo tus amigos, te comprenderán. Dales tiempo. Siéntate aquí y toca alguna melodía para mí…
Babilas frunció el ceño al ver a Orfeo desprenderse de los brazos que le aprisionaban para volver con Jahalod. Se quedó inmóvil, preocupado, proyectando una sombra sobre las llamas con su impresionante cuerpo, mientras Orfeo volvía a sentarse al lado del viejo Jahalod y se disponía a seguir tocando.
Lei y Finopico cogieron a Al por el collar y se lo llevaron lejos del fuego.
—Yo diría que ya no somos bienvenidos —comentó Finopico—. ¡Además, a nosotros también nos provoca dolor de cabeza!
Resentido, Orfeo sopló con todas sus fuerzas la flauta, que producía un sonido tan estridente que Lei soltó un grito. Jahalod-Rin se echó a reír.
—¡No pasa nada! —bromeó, mientras los demás se alejaban—. ¡Ahora ya nos hemos quedado tranquilos tú y yo!
Apoyó una de sus manos de piel moteada en el hombro de Orfeo y añadió:
—He comido muy bien y ahora tengo sueño. Voy a tumbarme en mi cabaña, pero me gustaría que siguieras tocando para mí. La música me arrullará.
El viejo se acostó en el umbral de la cabaña y cerró los ojos. Sentado frente al fuego, Orfeo tocó, tocó y siguió tocando. La noche cubrió la isla, pesada y negra como un manto de fieltro. Había empezado a llover. Malva, Lei, Finopico, Babilas y los gemelos se habían refugiado bajo el techo de tablas, algo más lejos. Hablaban en voz baja, indecisos, echando miradas ansiosas a Orfeo, que no parecía preocuparse por la lluvia. Seguía tocando, con el pelo mojado, junto al fuego que se iba extinguiendo. De vez en cuando soltaba un estornudo. Cuando paraba de tocar, Jahalod se enderezaba con un sobresalto.
—Sigue, por favor… —le pedía con voz quejumbrosa—. ¡Oír la flauta me sienta tan bien!
Orfeo obedecía, luchando contra el cansancio para complacer a su anfitrión. Unas horas daban paso a otras horas, unas notas a otras notas, unos estornudos a otros tantos estornudos.
Al alba, con los ojos enrojecidos y los dedos rígidos, Orfeo seguía tocando.
—¡Gracias, hijo mío! —le dijo Jahalod, desperezándose—. Gracias a ti, he podido descansar bien. Ahora tengo mucha hambre.
Lentamente, Orfeo dejó la flauta en el suelo. Le castañeteaban los dientes. El cielo tenía una luz pálida y una brisa fresca agitaba las hojas de los frondosos árboles. Azorado, Orfeo se dirigió al bosque para recoger fruta. Apenas se tenía en pie, pero no quiso escuchar a sus músculos doloridos que le exigían reposo. Tenía que conseguir comida para Jahalod a toda costa.
Más lejos, bajo el techo de tablas, sus compañeros observaban la escena. No habían podido pegar ojo en toda la noche por culpa de las notas de la flauta.
—¡Por la Santa Quietud, el halacabuyas sería capaz de traerle la luna a ese pelacañas! —gruñó Finopico—. ¡Como siga tocando esa dichosa flauta, le hago comer toda la arena de la playa!
Babilas asintió. Tenía los puños apretados, sin apenas poder contener la impaciencia y la cólera.
El sol estaba ya alto. Habían pasado tres días desde que Catabea había metido las piedras de vida en el nokros y los tripulantes de la fragata Fábula mostraban unas caras abatidas y tristes.
—Tenemos que irnos —afirmó Malva—. La Fábula ya está a punto. ¡Ya hemos esperado demasiado!
—¡Yo, de acuerdo! —respondió Lei—. ¡Nos vamos! Pero ¿y Orfeo?
—¡Dejémoslo aquí! —gruñó hoscamente Finopico—. ¡Si quiere morirse de agotamiento para contentar a ese viejo tirano, que le zurzan!
Babilas sacudió la cabeza para indicar que no estaba de acuerdo y los gemelos protestaron:
—¡Catabea nos dijo claramente que teníamos que quedarnos juntos! —les recordó Peppe—. ¡Si no, nos condenarán al Encierro!
—Tiene razón —secundó Malva—. Tenemos que seguir juntos nuestro camino.
Jahalod-Rin había ocupado su lugar, sentado en la roca de siempre. Con el cuchillo en la mano, empezó su trabajo absurdo, examinando el montón de cañas que Orfeo le había traído.
—Ésta está rota —comentó, alzando una de las cañas—. ¡Y ésta está demasiado verde! ¡Éstas están secas! Escúchame, hijo… ¿Cómo quieres que haga buenas flautas con esto?
—Perdón, padre —respondió Orfeo—. ¡Ahora os traigo más!
Aunque se encontraba claramente al límite de sus fuerzas, echó a correr hacia los árboles.
—Esta isla es nuestra primera prueba —dijo entonces Malva, siguiéndolo con la vista—. Y Orfeo está perdiendo…
Justo entonces, Orfeo surgió del bosque con un brazo lleno de cañas. Se acercó tambaleándose a Jahalod y dejó el haz a sus pies, como un peregrino depositando una ofrenda ante la estatua de una divinidad.
—Muy bien, hijo —dijo Jahalod—. Ahora toca la flauta para mí. Tengo retortijones de estómago, y a lo mejor se me pasan con la música. ¿No será por la carne de tu cocinero? Tiene unos gustos particulares.
El viejo había empleado a propósito un tono de voz fuerte para que todos le oyesen. Finopico dio un respingo.
—¿Mi carne? ¡Mi carne estaba perfecta! —protestó—. ¡Este viejo cascarrabias está empezando a hincharme las narices de verdad!
Lei dio un paso al frente y salió del refugio de tablas.
—Jahalod quiere separarnos —dijo—. ¡Siembra discordia!
Malva se puso a su lado.
—¡Esto ya es demasiado! ¡Venid!
Entonces se acercó a Orfeo, que estaba acuclillado frente a la roca, apretando la flauta con los labios. Durante un momento contempló la cara del joven: el tono pálido, los rasgos deformados por la fatiga, los labios agrietados, los ojos desorbitados. Al notar su presencia, Orfeo alzó la cabeza.
—Fuera de aquí —gruñó—. ¡Jahalod-Rin sólo quiere verme a mí!
Malva adoptó un aire severo:
—¿Desde cuándo habláis en ese tono a vuestra principetta?
—Te ha pedido que te vayas —intervino el viejo sin mirar siquiera a Malva—. Déjanos en paz.
Malva tampoco se dignó mirar a Jahalod. Inspiró profundamente y se arrodilló en la arena.
—Nos vamos —murmuró al oído de Orfeo—. Os estamos esperando.
—Yo no iré a ninguna parte —respondió Orfeo—. Jahalod me necesita aquí. Es una persona delicada y tengo que ocuparme de él. Para él, yo soy un buen hijo. Un buen hijo no abandona a su padre.
Todos los demás pasajeros de la Fábula se habían agrupado en torno a Malva y observaban a Orfeo.
—¡Dejadnos! —insistió Jahalod, alzando hacia ellos la hoja de su cuchillo.
—¡Vais a encender su ira! —gritó Orfeo a Malva—. ¡Marchaos!
—La ira de Jahalod no me da miedo —contestó Malva—. Somos nosotros quienes necesitamos vuestra ayuda, Orfeo. Sin vos, la Fábula no puede navegar. Acordaos de lo que dijo Catabea: para encontrar la salida del Archipiélago…
—¡No quiero irme del Archipiélago! —aulló Orfeo, con la cara congestionada—. ¡He cambiado de opinión! ¡Quiero quedarme aquí, con mi buen Jahalod!
De pronto, Jahalod-Rin se levantó de la roca. Babilas hizo ademán de acercarse a él y el viejo le apuntó con el cuchillo. El gigante se mantuvo a distancia.
—¡Tócame una canción, hijo! —exigió Jahalod—. ¡Me zumban los oídos y necesito música!
Orfeo quiso soplar su flauta, pero no tuvo tiempo: Malva se había abalanzado sobre él. Le arrancó el instrumento de las manos y lo alzó por encima de su cabeza.
—¡Basta de flautas! —exclamó—. ¡Se acabó!
Y, con un golpe seco, partió la caña en dos. Orfeo soltó un grito, pero se quedó acuclillado junto a la roca, paralizado.
Entonces, Jahalod-Rin tuvo un arranque de cólera incontrolable. Se arrojó sobre ella dando gritos, con el cuchillo por delante. Babilas intervino al instante y desarmó al viejo. Malva se quedó con el cuchillo.
—¡Malditos seáis! —aulló Jahalod, de rodillas—. ¡Habéis osado romper la flauta de mi hijo! ¡Merecéis la muerte!
Atónito, Orfeo miraba ora al viejo, ora a sus compañeros, ora los dos trozos de caña. Algo se había roto en su interior al mismo tiempo que la flauta.
—¡Hay más cañas! —advirtió de pronto Lei—. ¡Al fuego! ¡Rápido!
Mientras Babilas sujetaba firmemente a Jahalod por los hombros, Malva, Lei y los gemelos se abalanzaron sobre el montón de cañas. Corrieron con ellas hacia las brasas y las arrojaron allí.
—¡No! ¡Mis flautas no! —suplicó el viejo—. ¡Mi música! ¡Mi hijo! ¡Malditos seáis!
Las cañas reavivaron en seguida el fuego. Las chispas saltaban en grupo al cielo como un enjambre de luciérnagas asustadas. Orfeo se levantó al fin, un poco aturdido, y se llevó la mano temblorosa a la frente.
—¡Tienes que vengarme! —le ordenó Jahalod, que se debatía aún entre los brazos de Babilas—. ¡Ya has visto que quieren separarnos! ¡Venga a tu padre!
Al, que había arrastrado su corpachón por la playa, se acercó entonces a Orfeo y le lamió la mano con un gemido.
—Tengo sed —musito Orfeo—. ¡Qué sed tengo!
Chanclo se apresuró a traerle agua. Le hizo beber y luego le tendió una mano amistosa:
—Ven, capitán. Por favor… Ya es hora de partir.
Orfeo aceptó su mano y se dejó llevar hacia la Fábula.
—¡No puedes abandonarme! —le gritaba el viejo—. ¡Tienes que ocuparte de mí! ¡Te he ofrecido agua y fruta!
Orfeo se encontraba en estado de conmoción, pero los gritos histéricos de Jahalod-Rin ya no surtían efecto alguno sobre él. Se alejó con pasos lentos hacia el barco. Cuando ya subía por la escalera de cuerda, Jahalod le espetó:
—¿Por qué me has convocado, si ibas a traicionarme?
Orfeo se quedó quieto donde estaba. Entonces se dirigió a Chanclo, que esperaba debajo de él con ansiedad.
—¿De verdad he convocado a este hombre? —preguntó—. ¿Y lo he traicionado?
—No le escuches, mi capitán —le recomendó con suavidad el chico—. ¡Es él quien te ha traicionado! Diría cualquier cosa para que no te fueras. ¡Tú sube, que tenemos que zarpar!
Orfeo asintió con gesto grave, le sonrió y reanudó la ascensión. Tras ellos se apiñaban Finopico, Lei y Malva, mientras Peppe tiraba del collar de Al. El viejo san bernardo, que había rescatado un resto de carne de las brasas, se negaba a abandonar su botín, y gruñía y gañía.
Finalmente, cuando todos estuvieron a bordo, Babilas soltó a Jahalod. Desanudó la amarra rápidamente antes de acercarse al casco de la Fábula para apoyar todo su peso contra él. Con un increíble empujón, separó el barco de la playa. Seguidamente, se agarró a la escalera de cuerda y subió a cubierta.
Arrodillado frente a los restos de la hoguera, Jahalod-Rin intentaba recuperar las flautas medio carbonizadas. Se quemaba los dedos y gemía como un animal herido. Mientras, Orfeo se había dejado caer sobre la cubierta y se tapaba los oídos para no oír los lamentos del anciano.
—¡Que se calle ya! ¡Que se calle ya! —gemía, retorciéndose de dolor.
Lei se había arrodillado junto a él. Pasaba las manos sobre las sienes ardientes de Orfeo mientras pronunciaba palabras extrañas y consoladoras.
Los gemelos y Finopico izaron las velas remendadas, que chasquearon al desplegarse bajo el cielo despejado.
—¡Hasta nunca! —exclamó Chanclo.
De pie en la popa, Malva veía alejarse la isla y empequeñecerse la silueta de Jahalod-Rin. ¿Qué les había pasado? ¿Cómo había podido aquel viejo de apariencia tan inofensiva ejercer tanto poder sobre el espíritu de Orfeo? ¿Cómo habían podido unas notas musicales sembrar la discordia entre todos ellos? Malva no se explicaba lo que les había sucedido, pero tenía la sensación de que ella y sus compañeros habían rozado la catástrofe.
En el alambique del nokros, el ácido rojo seguía goteando sobre las piedras de vida. Ya no quedaban más que siete.
He encontrado mi diario de navegación bajo un fárrago de cartas deslavazadas y papeles arrugados por el agua del mar. He dado algunas hojas sueltas a la principetta, que me ha dicho que necesita anotar las incidencias de su viaje.
Mi diario ha quedado malparado y las notas que había dejado antes de la tempestad se han borrado, pero ya es hora de que reanude mi tarea de capitán. Mi fiebre ha remitido milagrosamente; ya vuelvo a sentirme yo mismo.
Lo que he vivido en la isla de Jahalod-Rin me inquieta y me obsesiona. Lei, que posee un gran conocimiento sobre los fenómenos extraños, piensa que fui hechizado por el sonido de la flauta. Malva opina lo mismo. De hecho, cuando partió la caña en dos, quedé libre. No hay duda de que tienen razón, pero en realidad yo pienso que Jahalod-Rin percibió mi debilidad. Con él, yo era igual de sumiso y servil que con mi padre de verdad. ¿Cuándo lograré desprenderme de mis temores infantiles?
Hace poco, he convocado a la tripulación en el castillo de proa. Les he dado las gracias a todos por haberme arrebatado de las garras de Jahalod y he pedido perdón por todas las insensateces que haya podido decir en la isla, especialmente contra Malva.
La principetta ha aceptado mis disculpas, y yo se lo agradezco. Si no recuerdo mal, la he tratado de niña mimada… ¡Por la Santa Armonía, cuánto me arrepiento! Con la de agravios y peligros mortales que ha afrontado últimamente, ¿cómo le he podido decir eso? Malva no es una niña mimada, ¡al contrario! Ella es noble y valerosa, decidida, recta y…
Orfeo dejó la pluma sobre las páginas arrugadas. La imagen de la cara luminosa de Malva bailaba ante sus ojos cansados. Sus rasgos finos, su cabellera negra y abundante, su mirada de ébano. Tenía que admitir que su belleza tenía una merecida fama. Al fin, sacudió la cabeza y cogió la pluma.
El tiempo pasa. La segunda piedra de vida se ha partido hace poco en dos pedazos. La próxima noche se habrá fundido.
Chanclo me ha preguntado hace un rato qué tesoro enterrado he encontrado en la isla de Jahalod. «Catabea nos dijo que había uno en cada isla, ¿no?», ha dicho.
He vacilado, pero he recordado que Catabea nos había recomendado ser sinceros, y entonces me he decidido. Creo que me he ruborizado antes de contestarle: «He encontrado dos cosas en esta isla. Por un lado, por fin he comprendido que he perdido a mi padre y que nadie puede ocupar su lugar. Ni Jahalod ni nadie más. Aníbal Mac Bott no ha sido un buen padre para mí. Ha sido mi padre y punto. Ahora tengo que seguir viviendo mi vida sin él, del mismo modo que seguí sin mi madre desde que nací». Antes de proseguir, he hecho una pausa. Los gemelos se han dicho algo privado entre murmullos y luego Peppe ha dicho que yo era como ellos, un huérfano. Los dos hermanos parecían extremadamente contentos de considerarme un igual.
«El segundo tesoro que he encontrado en esta isla sois precisamente vosotros. Todos vosotros. Sin vuestra ayuda, todavía estaría tocando la flauta.»
Finopico me ha confesado que tuvo ganas de huir y abandonarme a mi triste suerte. ¡Viniendo de él, no me extraña! Ese energúmeno nunca me ha apreciado mucho, pero no le guardo rencor. Me llama «capitán» como los demás y yo sé que, en el fondo, no haría daño ni a una mosca.
Tenemos que proseguir nuestra travesía por este Archipiélago inquietante. Ahora sabemos que los peligros que nos acechan pueden adoptar formas inesperadas, y percibo una gran tensión entre mis compañeros. Es de noche, y estoy seguro de que nadie duerme, salvo Al, que siempre ha tenido el sueño fácil. Babilas y Lei están de guardia en la cubierta; creo que voy a hacerles co
[frase inacabada]
Unos gritos de angustia rasgaron la oscuridad. Unos gritos horrendos, roncos, profundos y horripilantes que martillearon de golpe los tímpanos de Orfeo. Cuando salió sobresaltado de su camarote, se encontró con Chanclo, Peppe y Malva, que también subían a cubierta con faroles, y todos juntos surgieron alarmados por la escotilla. Babilas y Lei estaban encogidos en la cubierta de popa, cerca de la barandilla, con las manos en los oídos. Los alaridos eran tan fuertes que se hacían casi insoportables.
—¿Qué es eso? —preguntaron Peppe y Chanclo, asustados.
Con un gesto de la cabeza, Babilas indicó que ignoraba de qué se trataba. Entre muecas de dolor, Orfeo agarró el farol de Peppe y se acercó a la barandilla; los gritos parecían provenir de un punto a estribor. Alzó el farol y se asomó para ver mejor. Abajo, la espuma fosforescente chocaba contra el casco de la Fábula... y más lejos, en un tenue rayo de luz, Orfeo creyó distinguir una silueta humana que, con los brazos en alto, se agitaba… y gritaba.
—¡Rápido! —gritó Orfeo—. ¡Traed más faroles!
Malva y los gemelos se pusieron a su lado.
—¡Allí! —dijo Orfeo, señalando la silueta con el dedo.
Los otros entornaron los ojos.
—¡Unos náufragos! —exclamó Malva—. ¡Están pidiéndonos auxilio!
A pesar de las tinieblas, Orfeo casi podía contar a los desdichados que flotaban a varias brazas del barco. Sus llamadas a duras penas tenían algo de humanas.
—Son cinco o seis —dijo—. ¡Cargad las velas! ¡Hay que socorrerlos!
Los pasajeros de la Fábula tuvieron que superar el miedo para obedecer las órdenes de Orfeo. Babilas se quitó las manos de las orejas y saltó a los obenques. Las velas fueron arriadas y la nave disminuyó de velocidad. Mientras, Orfeo se había puesto al timón. Aunque Babilas lo había reparado, seguía siendo frágil. El capitán maniobró con suavidad en dirección a los náufragos y luego regresó a proa.
Finopico acababa de unirse a los demás, con los ojos hinchados de sueño y el pelo enredado.
—¿Qué pasa ahora? —gruñó.
Malva le señaló a los hombres que nadaban entre las corrientes y cuyos gritos se debilitaban. Efectivamente, eran seis.
—¡Lanzadles cabos! —ordenó Orfeo.
Babilas fue el más rápido. En un abrir y cerrar de ojos, hizo acopio de todos los cabos y escotas que pudo encontrar y, con un gesto enérgico, los lanzó uno a uno por la borda, hacia los náufragos. Los gemelos, Lei y Malva iluminaban lo mejor que podían la escena con sus faroles, abriendo los ojos como platos y con el corazón acelerado.
Babilas izó de una sola vez a dos hombres que se habían agarrado al mismo cabo. Tiró de él, resopló, volvió a tirar y, cuando los dos desdichados se desplomaron sobre la cubierta, se apresuró a socorrer a los siguientes.
Orfeo y Finopico se ocuparon uno tras otro de los náufragos, cubriéndoles como pudieron con velas viejas y ofreciéndoles agua y palabras reconfortantes. Cuando el último subió a bordo, agotado, Babilas enrolló los cabos en rodillos y luego desapareció por la escalera de la escotilla central.
Los gemelos, Lei y Malva hicieron un corro alrededor de los náufragos, iluminando al fin sus caras empapadas. Y entonces tuvieron un sobresalto: los seis hombres, aturdidos, abrían la boca dejando al descubierto unas encías sangrantes. ¡No tenían dientes!
—¡Por la Santa Armonía! —murmuró Malva, sofocada.
Y no sólo carecían de dentadura, sino que algunos de ellos tampoco tenían pelo, mientras que otros, con los párpados cerrados, parecían ciegos.
—¡Las manos! —dijo Chanclo, ahogando un grito—. ¡Miradles las manos!
Los dedos de los seis hombres estaban encorvados como garras de rapaces, pero de todos modos se veía que no tenían uñas…
—¡Qué horror! —exclamó Finopico, apartando la vista.
—Deben de llevar mucho tiempo en el agua —aventuró Orfeo para explicar su estado—. ¡Qué triste!…
Armándose de valor, Lei se acuclilló cerca del hombre que parecía menos exhausto. Estaba apoyado en la barandilla, y aunque no tenía dientes ni uñas, conservaba aún los ojos.
—¿Ydroim fwr graich? —preguntó Lei.
El hombre se la quedó mirando con cierto estupor. Un gorgoteo le salió de la garganta y una burbuja de sangre apareció entre sus labios magullados.
—¿Ysgybolg fwr graich? —insistió Lei.
Esta vez, el hombre asintió con la cabeza. Luego dijo, haciendo grandes esfuerzos para articular las palabras:
—Dillawisg… nozg… nozgeidim…
E hizo un movimiento cansado de brazos para señalar la noche.
—¿Qué ha dicho? —quiso saber Orfeo.
—Ellos, marineros de Dunbraven —explicó Lei, llevándose una mano al pecho, que le oprimía—. Como nosotros, perdidos en Archipiélago. Barco se hundió en arrecifes, más allá.
Lei señaló la dirección que estaba tomando entonces la Fábula. Orfeo decidió entonces cambiar de rumbo y corrió al timón, gritando:
—¡Babilas! ¡Las velas! ¡Rápido!
Pero el gigante había desaparecido y no obedeció la orden de Orfeo.
—¡Ya vamos, capitán! —se ofrecieron los gemelos, aliviados al poder alejarse por un momento de aquellos hombres mutilados.
Mientras tanto, Lei seguía interrogando al marinero en aquel idioma gutural. Malva se había arrodillado junto a la chica de Balmún e intentaba comprender la situación.
—Pregúntale qué les ha pasado a sus dientes… y a sus uñas —susurró al oído de su amiga.
Con tacto y paciencia, Lei consiguió obtener algunas explicaciones fragmentadas, pero el hombre parecía tan agotado que a menudo perdía el hilo de sus pensamientos. De todos modos, Malva reconoció algunas palabras que conocía muy bien: Catabea, nokros… Finalmente, Lei tradujo a Malva lo que había comprendido:
—Ellos, más de veinte cuando entraron en Archipiélago.
Catabea les dio nokros con piedras de vida. Igual que a nosotros. Si yo entiendo bien, ellos pasaron muchas pruebas terribles. Algunos marineros pelearon. Ayer, sólo una piedra de vida, y entonces chocaron con arrecifes. Nokros se hundió con barco. Demás hombres… ¡muertos!
Orfeo, que ya había llevado a cabo su maniobra, había vuelto con los demás, al igual que los gemelos. Todos ellos escuchaban el relato de Lei, con la frente fruncida y los labios apretados.
—Hombre dice que patrulleros de Catabea llegaron poco antes de noche. Cayeron sobre supervivientes de naufragio. Llevaron dos marineros por aires, hacia Encierro. Pero a ellos no… Ellos resistieron. Entonces, patrulleros picaron ojos, arrancaron dientes, quitaron uñas…
Lei se quedaba sin aire al pronunciar estas palabras. Temblaba como una hoja. Los gemelos, horrorizados, se apoyaban el uno contra el otro, agobiados por las náuseas.
—Cuando llegó noche —concluyó Lei con un suspiro—, patrulleros volaron lejos y desaparecieron.
Orfeo se estremeció. Mirando a los pobres hombres que estaban tumbados sobre la cubierta, tuvo la sensación de estar viendo un presagio: ¡aquél era el destino reservado a quienes fracasaban! ¡La mutilación y luego el Encierro!
—¿Qué hacemos con ellos? —gimió Lei, mirándole con sus ojos perlados—. ¡Ellos condenados! ¡Sin nokros, sin piedra de vida!
—Por lo que he entendido —murmuró Malva—, los patrulleros no vuelan de noche. Tal vez teman la oscuridad. Así que tenemos hasta que amanezca para tomar una decisión.
Chanclo dijo entonces con un gemido:
—¿Creéis que los patrulleros van a volver, principetta?
Nadie respondió a la pregunta. Sin embargo, parecía inevitable que aquellos pájaros de mal agüero surgieran al alba para terminar lo que habían empezado. Por un momento reinó el silencio. Los náufragos tiritaban bajo los trozos de vela y, aunque todavía sangraban, ya no gritaban.
—¡Escondámoslos! —propuso de pronto Orfeo—. ¡No podemos salvar a estos desdichados de ahogarse para luego dejarlos a merced de los patrulleros! Si los escondemos bien en la bodega de la Fábula, nadie llegará a saberlo. Los patrulleros creerán que se han ahogado.
Malva, Lei y los gemelos intercambiaron miradas asustadas. Finopico, por su parte, sacudió la cabeza enérgicamente:
—¿En la bodega? —preguntó—. Pero ¡bueno! ¡Seguro que estos hombres tienen alguna enfermedad! ¡Van a atraer bichos! ¡No pienso dejar que me contaminen!
Orfeo consultó a los demás.
—No lo sé, capitán… —titubeó Peppe.
—Yo tampoco —confesó Chanclo—. Aunque si limpiamos la bodega con vinagre…
—¡Eso es! —exclamó Orfeo—. ¡Lo desinfectaremos todo para matar los bichos! ¿Estás de acuerdo, cocinero?
—¡Yo estoy de acuerdo! —asintió Malva—. ¡No nos queda más remedio que salvarlos! ¡Al fin y al cabo, los patrulleros son tan enemigos suyos como nuestros!
Finopico bajó la cabeza, pues se había quedado sin argumentos. Entonces, Lei se acercó al hombre y le tradujo lo que se había decidido. Una especie de sonrisa roja se dibujó en la cara del marinero.
—¡Babilas! —llamó Orfeo una vez más—. ¡Te necesitamos! ¡Hay que bajar a estos hombres!
El gigante seguía sin aparecer.
—¡Por la Santa Quietud! —refunfuñó Orfeo—. Se esfuerza como un loco por salvar a estos pobres tipos, enrolla los cabos… ¡y luego se larga! Qué raro…
—¡Vamos a por él! —decidieron los gemelos, corriendo hacia la escotilla.
Sin embargo, cuando volvieron un rato más tarde, tenían cara de pena.
—Babilas está en su litera. No quiere venir —explicó Peppe.
—Y además… está llorando —agregó Chanclo, confundido.
—¿Está llorando? —repitieron los demás, asombrados.
Los gemelos asintieron con la cabeza.
—A lágrima viva —precisaron.
Malva se ofreció a ir a hablar con Babilas; aunque el gigante no había dejado entrar a los gemelos, no osaría echar a su principetta.
Fue así cómo ella pasó parte de la noche con él, intentando consolarlo y comprender el motivo de aquellas lágrimas repentinas. Cuando la principetta volvió a su litera, el alba estaba cerca. A pesar de que tenía ojeras por el cansancio, no se acostó. Las confidencias de Babilas le habían quitado las ganas de dormir.
Unos días antes había pedido a Orfeo tinta y papel. Él le había dado algunas hojas arrancadas de su diario de capitán, algo arrugadas por la humedad, pero Malva todavía no había escrito nada en ellas. Escribir, narrar… ¿de qué servía si todas aquellas palabras terminaban perdiéndose invariablemente? El coronado le había obligado a quemar sus primeras libretas, el Estafador se había hundido con las otras en el naufragio. ¿Qué ocurriría con lo que escribiera a partir de ahora?
Aquella noche, sin embargo, volvió a coger la pluma. Escribiendo, esperaba liberarse del peso que le oprimía el corazón.
Cuando he entrado en el camarote de Babilas, lo he visto acostado boca abajo en la litera. Las piernas le sobresalían exageradamente por el borde. ¡Qué alto es! Pero lo que me ha sorprendido es que aun así parecía pequeño, sollozando en su camastro. Era como un niño. Me he acercado a él y le he tocado un hombro.
Antes, cuando vivía en la Ciudadela, el protocolo me prohibía tocar a la gente de rango más modesto, aparte de Filomena, claro. Era una norma estricta, pero no siempre la obedecía. Cuando me escondía en las cocinas con las criadas, por ejemplo, ¡hasta llegaba a sentarme en su regazo para ayudarlas a desvainar los guisantes! Eso sí, reconozco que nunca había tocado a un hombre tan fuerte y musculoso como Babilas. Tenía la piel caliente, húmeda y tersa… Tocarlo me ha producido una sensación extraña.
Él también parecía sorprendido al verme allí. Al descubrir la expresión lastimosa de sus ojos, abiertos de par en par, he comprendido que se avergonzaba de sí mismo. Le he preguntado si le daban miedo los hombres de Dunbraven. Él ha dicho que no con la cabeza, ha hecho una mueca y ha señalado el corazón. «¿Te parte el corazón ver a estos hombres?», le he preguntado. Babilas se ha sentado en la litera y ha suspirado con cansancio.
Con gestos, me ha intentado explicar lo que le daba tanta pena. Creo que he comprendido lo esencial y eso es lo que voy a contar aquí.
Malva dejó de escribir un instante. Tenía las manos húmedas y sentía un nudo en la garganta. Su escritura todavía infantil cubría la hoja, las líneas se volvían borrosas ante sus ojos, pero tenía que seguir adelante.
Antes, Babilas no era mudo. Tenía una novia a la que había conocido precisamente en un puerto del país de Dunbraven. Un auténtico flechazo, por lo que he podido entender. Los dos adoraban el mar. Muchas veces se pasaban el día pescando y paseándose en barca. Un día de verano, hacía tanto calor que la novia de Babilas quiso bañarse en mar abierto.
Babilas se ha echado a llorar al evocar estos recuerdos, pero me ha dado a entender que quería llegar al final, que me lo quería «contar» todo. Su pena me conmovía, pero he seguido interpretando su historia.
Como decía, aquel día de verano, la novia de Babilas se zambulló desde la barca. Él le gritaba que tuviera cuidado, que no se alejara. Pero ella nadaba muy bien y no tenía miedo. Para divertirse, jugaba a sumergirse bajo la barca para reaparecer al otro lado, y cada vez permanecía más tiempo bajo el agua.
Llegó un momento en que Babilas ya no volvió a ver a su novia. No salía de debajo del agua. Entonces se ató a la barca con un cabo y saltó al agua. Se pasó horas nadando, buceando, buscando y llamando, pero su novia no subió nunca más a la superficie.
Malva se secó una lágrima que le asomaba bajo el párpado y dio la vuelta a la página para escribir al dorso.
No sé cómo tuvo fuerzas Babilas para volver a tierra, solo en aquella barca. Cuando puso el pie en la orilla, estaba como muerto.
Entonces anduvo a la casa donde vivían los padres de su novia. Las últimas palabras que pronunció fueron para decirles que su hija había muerto.
Después, Babilas se quedó mudo.
La vela que iluminaba el camarote de Malva ya casi se había consumido, pero un resplandor entraba por el ojo de buey.
Ya despuntaba el día. Mojó otra vez la pluma en el tintero y siguió escribiendo:
Cuando Babilas vio a los marineros ahogándose y pidiendo auxilio, le pareció revivir aquella escena espantosa. Pero ¡esta vez ha conseguido rescatar a seis hombres! Seis hombres de Dunbraven a los que no conocía… y, sin embargo, fue incapaz de salvar a la mujer que amaba y que era del mismo país. Por eso lloraba…
Tras confiarme todo esto, se ha dejado caer sobre su litera, extenuado. Me he quedado un rato junto a su cabecera, con el corazón encogido y la cabeza llena de imágenes terribles. Me he acordado de Filomena y Uzmir, y me he preguntado dónde deben de estar, si todavía estarán buscándome y si no habrán resultado heridos tras el ataque a Cispazán. ¡Cuánto los echo de menos! ¿Cómo se puede seguir viviendo sin la presencia de las personas a las que se ama?
Babilas se ha dormido por fin, y yo he subido a cubierta. Allí he encontrado a Orfeo. Finalmente, con la ayuda de Finopico y Lei, se las ha apañado para llevar a los marineros hasta la bodega. Le he dado algunas explicaciones sobre Babilas y él ha sabido entenderlo. Estoy segura de que no le guardará rencor por haberse dejado llevar por la pena. Orfeo es un hombre justo y sensible. Desde que se ha desembarazado de Jahalod-Rin, me parece muy…
De pronto, no encontró palabras para describir a Orfeo. Malva tachó la última línea, dejó la pluma, dobló las hojas y las guardó en un cajón que había bajo la litera. Tenía los ojos rojos. El sol ya no tardaría mucho en salir. La muchacha se sentía tan vacía y triste como una casa abandonada.
Justo entonces, alguien llamó a la puerta del camarote. Era Orfeo. Cuando Malva vio su cara asomándose por el hueco de la puerta, le dio un vuelco el corazón.
—Estaba absorta —dijo, para explicar el sobresalto.
—De todos modos, deberíais dormir un poco —sugirió Orfeo con una sonrisa—. Los gemelos están de guardia, y yo he venido a ver cómo os encontrabais, principetta.
—Estoy bien, gracias. Pero os ruego que dejéis de llamarme principetta. Me llamo Malva. Soy sencillamente Malva.
Estuvo a punto de decir «una chica cualquiera», como hizo Filomena la noche de su fuga de la Ciudadela, pero las palabras no le salieron de la boca. Una emoción indeterminada le agitaba el corazón.
—Está bien —dijo Orfeo—, corregiré mi lenguaje. Hemos escondido a los náufragos en la bodega. Algunos están visiblemente enfermos… Quería pediros que no bajarais allí. No quiero que pongáis vuestra vida en peligro.
Orfeo hablaba suavemente, con una amabilidad conmovedora. Justo cuando iba a cerrar la puerta al salir, el primer rayo de sol entró por el ojo de buey del camarote y le tocó la frente. Sonriendo, se despidió:
—Ya está aquí la mañana. Cuidaos.
Y luego desapareció tras la puerta, dejando a Malva turbada y agotada.
Orfeo volvió a cubierta, donde encontró a Peppe y Chanclo durmiendo apoyados en el palo mayor.
—¡Valiente forma de hacer guardia! —dijo, sacudiéndolos.
Los gemelos se pusieron en pie de un salto y se frotaron los ojos. Farfullaron algunas excusas vagas, pero Orfeo no quiso reprenderlos más. Por suerte, la Fábula no se había topado con ningún escollo ni banco de arena, y aquel momento de distracción era perdonable. Orfeo consultó el nokros, todavía fijado junto al mástil. El objeto seguía destilando incansablemente el tiempo: con la segunda piedra de vida reducida a polvo, ya no quedaban más que seis. Una fina capa de polvo marrón cubría el fondo del reloj de arena. Orfeo se acordó de los marineros de Dunbraven. Las bocas desdentadas, los dedos sangrantes… Cuando su mirada se encontró con la de Chanclo y Peppe, supo que los gemelos estaban pensando lo mismo que él.
—¡Venga! —les dijo—. ¡No nos dejemos abatir! Es de día, hace buen tiempo y…
Y, escrutando el cielo, concluyó:
—¡No hay ningún patrullero a la vista!
Entonces, al acercarse a la barandilla y asomarse a babor, dio un respingo. Una vela triangular había aparecido a unos cincuenta cables de la Fábula. El aspecto de la vela y el casco de fondo plano no dejaban lugar a dudas: se trataba de un junco cispaciano. Una de las embarcaciones que los nadadores no tuvieron tiempo de sabotear antes de la batalla contra Temir-Gaí. Y a bordo, sin duda estaba…
—El arconte —murmuró Orfeo.
La cara se le ensombreció. Más ligero que la Fábula, el junco navegaba con el viento a favor y la vela mayor parecía conservarse en perfecto estado. No tardaría mucho en alcanzarlos. Recordando la advertencia de Catabea, Orfeo gritó a los gemelos:
—¡Quiero a todo el mundo sobre la cubierta en diez minutos!
Chanclo y Peppe se abalanzaron hacia la escotilla sin pedir explicaciones. Mientras daban la alarma, Orfeo hizo un balance rápido: a bordo de la Fábula no había ni buzarcas ni espinglones, ni cañones ni catallestas. Todo había desaparecido durante la tempestad. ¡Las únicas armas de las que disponían eran sus puños y los utensilios de cocina! Si el arconte contaba todavía con armamento cispaciano, el enfrentamiento se anunciaba difícil.
Uno a uno, los miembros de la tripulación llegaron a cubierta. Hasta Babilas había respondido a la llamada. Tenía la cara demacrada, pero Orfeo se sentía agradecido de que estuviera allí.
—Tengo una mala noticia —anunció—. El arconte nos está pisando los talones.
Al decir estas palabras, su mirada se detuvo en Malva. La joven se quedó rígida, mientras los demás soltaban exclamaciones de desespero.
—Lo siento, principett… —empezó a decir.
Entonces se interrumpió, recordando la promesa que le había hecho:
—Lo siento, Malva.
Y señaló la vela triangular, que parecía haber ganado terreno.
—¡Huyamos a todo trapo, capitán! —propuso Peppe.
—¡Sí! —exclamó animadamente Chanclo—. ¡Icemos el velacho y el trinquete! ¡Enseñémosle de lo que es capaz la Fábula!
Malva cerró los ojos, aterrorizada.
—He utilizado el trinquete para reparar la vela mayor —dijo con pesar—. No nos queda más que el velacho.
—Izadlo —ordenó Orfeo a los gemelos—. Desde luego, eso no nos bastará, pero tenemos que intentar mantener la distancia entre él y nosotros.
Entonces, dirigiéndose a Babilas, le preguntó con cierta inquietud:
—¿Podemos contar contigo? En caso de que el arconte nos alcance, ¿estarías dispuesto a proteger a la pri… a Malva?
El gigante asintió con un gesto de la cabeza. Incorporándose, se colocó detrás de Malva y se golpeó el pecho con el puño, como indicando que daba su promesa solemne.
—Bien —sonrió Orfeo, dirigiéndose esta vez a Finopico—. Creo que deberíamos reunir todo lo que pueda servir como proyectil. ¿Qué tienes en la gambuza?
El cocinero hizo una mueca y reflexionó:
—Dos cazos de hierro, una sartén, una olla… Creo que también me quedan dos cucharones, algunos cuchillos desafilados y tenedores…
—Trae todo lo que puedas —le ordenó Orfeo.
—Con todos mis respetos, mi capitán, pero esto me parece un poco ridículo —objetó Finopico—. ¿Qué podemos temer? ¡Catabea nos ha dicho que estaba solo a bordo!
—¡No conocéis a ese hombre! —intervino Malva—. ¡Es más astuto que un zorro y más peligroso que una serpiente! Ha intentado matarme nada menos que tres veces. ¡Estuvo a punto de hacer que me ahogara en el mar de Yprea, casi me estranguló en el harén de Temir-Gaí, y luego quiso partirme todos los huesos en esa jaula en la que me encontrasteis! Le mueve un odio tan fuerte que…
—Pero ¡todavía seguís con vida! —le interrumpió Finopico—. Las otras veces estabais sola, mientras que ahora somos siete los que os protegemos.
—Desde luego —admitió Malva—. Pero el arconte se ha jurado matarme y ha guardado esta idea en su interior durante tantos años que ahora es capaz de todo…
Babilas puso de pronto sus enormes manos en los hombros de la principetta.
—Ya lo sé, Babilas —murmuró ella, sonriendo con tristeza—. Ya sé que no temes medirte con él. Pero ¡si supieses lo aterrorizada que estoy!
Se acercó lentamente a la barandilla y se apoyó en ella para observar el avance del barco cispaciano.
—El arconte preparó su trampa pacientemente. Primero se ganó la confianza de mi padre haciéndose pasar por un honrado servidor del trono de Galnicia. Luego, cuando pudo ocuparse de mi educación, empezó a tender sus redes, como una araña perversa. Sabía que mis padres planeaban casarme joven, pero él no me preparó para ello. ¡Más bien al contrario! Me inculcó el gusto por la libertad y la independencia tanto como quiso. ¡Él sabía que, cuando llegara el día, me rebelaría contra la idea del matrimonio! Mi rebelión le convenía. Y entonces, cuando le pareció que estaba dispuesta a arriesgar mi vida, me ofreció en bandeja una vía de escape de la Ciudadela. —Y, con un suspiro, añadió—: ¡Y lo peor de todo es que casi debería darle las gracias! Sin él, nunca me habría aventurado a viajar y me habría dejado encerrar dócilmente…
A continuación se asomó un poco más hacia el mar, aferrando firmemente la batayola de madera. La voz le temblaba de cólera.
—¡Gracias! ¡Muchas gracias, arconte! —gritó, en un arranque de furia—. ¡Gracias a vos he conocido el mundo tal como es: inmenso, espléndido, sorprendente, peligroso y cruel! ¡Gracias a vos he conocido la existencia de Elgri-la y también… hermosas amistades!
Dándose la vuelta bruscamente, clavó sus ojos de ébano en los de Orfeo. Con un gesto del brazo, abarcó el espacio que tenía ante ella.
—Sin vos, arconte —prosiguió—, no habría conocido a Uzmir ni al pueblo baigur, ni a Lei, ni a Babilas y su tristeza, ni a estos gemelos bribones, ni la sinceridad brutal de Finopico, ni al capitán Orfeo… ¡ni a este viejo perro medio paralítico, ya puestos! ¡Y sin embargo, arconte, os detesto profundamente!
De pronto, se dejó caer sobre la cubierta y se quedó allí sentada, consumida por la fatiga y el miedo.
—Nunca permitirá que siga con vida —concluyó con un murmullo—. Me he convertido sin quererlo en su obsesión. Mientras yo viva, seguirá sufriendo. Incluso ahora que, para él, ya es imposible tomar el poder en Galnicia. Me persigue porque represento su fracaso. Un hombre como él es totalmente incontrolable, creedme.
Dicho esto, alzó los ojos. Colgando de los obenques, Chanclo y Peppe la contemplaban desde arriba, atónitos y angustiados. Junto a ellos, la vela mayor y el velacho desplegados chasqueaban al viento.
—¡No podéis morir! —dijo entonces Peppe a Malva—. ¡Es imposible!
—¡Tiene razón! —gritó a su vez Chanclo—. Y ¿queréis saber por qué?
Malva exhaló un suspiro.
—¿Queréis saber por qué, principetta? —insistió Chanclo, bajando a toda prisa por el cordaje.
Corrió hacia ella y le reveló:
—¡No podéis morir porque vuestro destino no es terminar aquí! ¡Peppe y yo conocemos vuestro futuro!
—¡Ésta sí que es buena! —rió Finopico—. ¡Estos dos deliran! ¿Quién puede saber el futuro? ¡Nadie!
—¡Que sí! —se indignó Peppe, que se había unido a su hermano—. En la ciudad, hay una echadora de cartas que…
—¡Una vidente! —se mofó Finopico—. ¡He oído salir de vuestra boca un montón de majaderías, mozalbetes, pero ésta se lleva la palma!
Chanclo se defendió:
—¡Ella nos avisó de que el arconte partiría en busca de la principetta! ¡Ya lo dijimos! ¿A que sí, mi capitán?
Orfeo no tuvo más remedio que asentir.
—¡Algunas personas tienen poderes extraños pero verdaderos! —secundó Lei—. En mi pueblo, en reino de Balmún, pensamos que visiones pueden decir verdad.
Los dos gemelos asintieron con la cabeza, encantados de haber encontrado a una aliada para contradecir a Finopico.
—¡Vaya! —siguió atacando éste—. ¿Y qué os ha predicho esta vidente acerca de nuestra principetta?
Peppe y Chanclo intercambiaron una mirada incómoda.
—Hemos jurado que no lo diríamos —se excusaron—. ¡Si desvelamos este secreto, todo cambiará y dejarán de ocurrir muchas cosas importantes!
—¡Muy ocurrente! —dijo Finopico en tono de chanza—. ¡La vidente se embolsa los galniques y os obliga a guardar silencio! ¡Bonito truco!
—¡De eso, nada! —se ofendieron los dos hermanos—. Lo único que podemos decir a la principetta es que no morirá aquí. Su destino la llevará a otra parte.
—¡Yo os creo! —intercedió entonces Orfeo para zanjar la disputa—. Malva no tiene nada que temer, de eso estoy seguro.
Y, acercándose a ella, le tendió la mano para ayudarla a incorporarse. Cuando la tuvo de pie frente a él, le murmuró:
—No vayas a desilusionar a los gemelos, Malva. No mueras.
Y ella sonrió:
—Lo intentaré, mi capitán.
—Por favor, no me llames «capitán». Soy Orfeo. Soy sencillamente Orfeo.
Justo entonces, Al se puso a ladrar. Se había arrastrado hasta el alcázar de popa, indiferente a las manifestaciones dramáticas de Malva y a los comentarios mordaces de Finopico. Había puesto las dos patas sobre los peldaños de la escalera y, con el hocico en alto, gruñía y ladraba enérgicamente. Los tripulantes de la Fábula alzaron la vista.
—¡Allí! —exclamó Lei, señalando al este con el dedo.
Una nube había aparecido en el horizonte. Una nube negra, compuesta de pequeños puntos en movimiento.
—¡Los patrulleros! —anunciaron los gemelos—. ¡Nos han encontrado!
—¡Todavía no! —respondió Orfeo—. De momento, están buscando a los marineros por los arrecifes donde se hundió su barco.
Entonces corrió al timón, lo agarró y ordenó: —¡Todos a sus puestos! ¡Babilas con Malva, en mi camarote! ¡Los gemelos, a la cofa del vigía! ¡Finopico, trae objetos con los que defendernos! Y tú, Lei, baja con los marineros de Dunbraven. ¡No deben moverse, ni hablar, ni hacer nada!
Giró el timón a estribor y la Fábula viró. En el mismo instante llegó una fuerte detonación. Una bala de cañón silbó por los aires… y se estrelló a pocas brazas de la roda. Ya no quedaba ninguna duda posible: el arconte estaba armado.
Desde el camarote donde estaban encerrados, Malva y Babilas oían las descargas de los cañones. Una detonación y un silbido precedían el impacto de cada bala. Entonces, Malva escondía la cabeza entre los hombros, cerraba los ojos y se agarraba a la mano de Babilas con todas sus fuerzas. Sólo recuperaba la respiración cuando la bala se estrellaba en el agua. El gigante, nervioso y tenso, estiraba el cuello para intentar ver algo por el ojo de buey, pero no podía dejar a Malva. Todo lo que distinguía eran chorros de espuma por abajo y jirones de cielo azul bailando por encima.
De pronto se hizo un silencio inquietante.
Malva abrió los ojos. Respiraba con dificultad y le zumbaban los oídos.
—¿Qué estará pasando?
A modo de respuesta, se oyó de golpe un ruido seco, seguido de una sacudida. Luego, gritos. Luego, más golpes, bruscos y secos como el primero. Malva se incorporó al lado de la litera, sin soltar la mano de Babilas, y aplicó el oído. «¡Capitán!», oyó. Eran las voces agudas de los gemelos. «¡Rezones!», gritaron luego.
—¡Rezones! —repitió Malva—. ¡El arconte! ¡Su barco se ha amarrado al nuestro!
Orfeo giró enérgicamente la rueda del timón a babor, pero los rezones de abordaje lanzados desde la embarcación cispaciana se habían clavado firmemente en los listones de madera de la cubierta, en la barandilla y en las pilastras de la popa. ¡La Fábula estaba sujeta como un perro con una correa!
—¡Abajo! —gritó Orfeo a los gemelos.
Los dos hermanos corrían peligro de caer de la plataforma donde estaban si los bandazos continuaban.
—¡Bajad y echadle una mano a Finopico!
Peppe y Chanclo se dejaron caer sobre la cubierta y corrieron al pasamanos, donde Finopico se mantenía firme y dispuesto para el combate. A sus pies, un variopinto arsenal que daba la impresión de que se preparaba para un concurso culinario. Tenía la mirada fija en la nave enemiga, con la barbilla erguida y blandía un cazo.
—¡Ven de una vez! —gritaba al arconte—. ¡Te estoy esperando, pirata de agua dulce! ¡No me das miedo!
Los gemelos se pertrecharon con varillas, escudillas de latón y unas pinzas para los pepinillos. Armados de esa guisa, se adelantaron y dirigieron una serie de atrevidas injurias al arconte.
Éste, de pie en la proa del barco cispaciano, estaba sujeto a una de las amarras. Todavía llevaba la ropa espléndidamente bordada con la que Malva le había visto durante la Inmersión, pero la túnica estaba hecha jirones y dejaba al descubierto los músculos del brazo, tensos por el esfuerzo. Tiraba de la amarra frunciendo el gesto y su cráneo rasurado brillaba por el sudor.
—Que se atreva a acercarse más —masculló Finopico— y lo desnuco.
—¡Y yo lo ensarto! —exclamó Chanclo.
—¡Y yo le arranco la nariz! —afirmó Peppe, haciendo chasquear su pinza para los pepinillos.
Mientras, Orfeo había sacado su alfanje. Asomado sobre la barandilla, intentaba cortar las amarras. ¡La nave cispaciana estaba sólo a una docena de brazas!
—¡Allá va! —gritó de pronto Chanclo.
Y le lanzó con todas sus fuerzas un tenedor que pasó rozando la cara del arconte, pero éste ni siquiera pestañeó. Imperturbable, siguió tirando de la amarra que la hoja desafilada del sable corto de Orfeo no conseguía cortar.
—¡Seguid! —ordenó Finopico.
Y arrojó un cazo al arconte, que cayó a sus pies con gran estrépito. Los gemelos le bombardearon entonces con todo lo que pillaban. Cuchillos de pescado, cascanueces, tarteras y espátulas volaron por los aires. Una jarra de cerveza de estaño acertó al arconte de lleno en el pecho. Esta vez, soltó un gruñido. Pero manteniendo sujeta la amarra con una de las manos, blandió
con la otra un sable que llevaba al cinto.
Abajo, en el camarote, Malva continuaba pegada a Babilas. Los tintineos que oía le ponían los pelos de punta. En un momento dado, le pareció distinguir el sonido de alguien corriendo por la escalera.
—¡Viene! —gritó, arrimándose a Babilas.
Pero el ruido de pasos cesó y Babilas la tranquilizó con una sonrisa. Sin duda, eran Finopico y uno de los gemelos, que habían bajado a por más municiones.
Sin embargo, un rato más tarde, Malva y Babilas oyeron otra vez jaleo en la escalera, acompañado de gemidos. De pronto, unos golpes sonaron en la puerta del camarote.
—¡No! —gritó Malva—. ¡Marchaos!
—Malva… —llamó al otro lado de la puerta una voz distinta a la del arconte.
—¿Lei? —preguntó Malva, inquieta.
Entonces, corrió a abrir la puerta. La chica de Balmún estaba tendida en el suelo. Parecía a punto de desmayarse. Malva la cogió por las axilas para levantarla.
—Marineros de Dunbraven… —dijo con un hilo de voz—. Ellos… ¡me golpearon! ¡Huyeron!
Babilas se enderezó. Su cara se había endurecido de repente. Cuando Lei señaló la escalera de la escotilla, salió a toda prisa del camarote y dejó tras de sí a las dos muchachas solas y aturdidas.
En cubierta, la situación había empeorado. El arconte había conseguido saltar a bordo de la Fábula. Estaba de pie sobre la barandilla, aferrándose a los obenques con una mano. Con la otra agitaba el sable, manteniendo así a raya a Orfeo, Finopico y los gemelos. Éstos seguían arrojándole diversos utensilios que el arconte no siempre esquivaba. Le sangraba la frente, pero ni una palabra, ni un grito le salía de la boca. Se había convertido en la personificación del odio, en una máquina de guerra. Orfeo, con el alfanje apuntando al frente, lo observaba atemorizado. Aquel hombre, visto de cerca, le impresionaba hasta el punto de paralizarlo.
Cuando Babilas surgió al fin por la escotilla central, se dio cuenta inmediatamente de la presencia del arconte. Pero sobre todo, lo que vio fue a los seis marineros de Dunbraven que se habían escapado de la bodega.
Uno de ellos se había apoderado del nokros.
Los otros habían formado un círculo a su alrededor y, a pesar de su estado lamentable, parecían capaces de cualquier cosa para defender el tesoro que acababan de robar. El nokros contenía exactamente seis piedras de vida: ¡era su única posibilidad de salvación!
Babilas no vaciló ni un instante. Sin el nokros, sabía que desaparecía toda posibilidad de supervivencia. El gigante corrió hacia el hombre desdentado que apretaba contra su pecho el precioso reloj de arena.
—¡Balbh tafaod! —gruñó éste.
Sus compañeros se dieron la vuelta y dirigieron a Babilas sus caras sanguinolentas. Los que se habían quedado sin ojos se guiaron por los ruidos. Los que ya no tenían uñas alzaron sus manos rojas y contrajeron los dedos como garras.
—¡Gwewyn pluchtar aim! —escupió uno de ellos, arrojándose sobre Babilas.
El gigante lo atrapó al vuelo. Sentía tal furia que sus fuerzas se habían multiplicado. Levantó al hombre por encima de su cabeza como si fuera un simple trozo de madera y lo lanzó al suelo. Entonces, otros dos marineros le atacaron. Babilas golpeó, aporreó y empujó. Una bola de fuego ardía en su interior; ni siquiera oía los gritos de sus compañeros mientras se enfrentaban al arconte. Se abrió paso a puñetazos hasta el hombre que tenía el nokros, y que había retrocedido, alarmado, contra el palo mayor. Cuando Babilas tendió el brazo hacia el matatiempo, el hombre dio otro paso atrás, tropezó y rodó sobre la cubierta.
Al caer, el nokros hizo un extraño ruido cristalino. Babilas palideció. ¡Si se rompía, todo se habría acabado!
Se abalanzó sobre el marinero, lo inmovilizó contra el suelo y le golpeó repetidas veces. Finalmente, agarró el nokros y se puso de pie. Uno de los hombres de Dunbraven se le había agarrado a los hombros e intentaba estrangularlo con un brazo. Babilas le dio un codazo, empezó a dar sacudidas y consiguió quitárselo de encima. Con la mano izquierda, mantenía el nokros levantado sobre la cabeza.
Cuando se dio la vuelta, vio aparecer a Malva y Lei por la escotilla. Entonces se precipitó hacia ellas y les entregó el reloj de arena. Más atrás, en la popa de la Fábula, el arconte seguía avanzando. Malva soltó un grito al verlo. El hombre alzó sus ojos grises hacia ella, con un brillo demente en la cara. Levantó el sable y dio un salto hacia delante.
—¡Cuidado! —gritó Orfeo.
Todo sucedió muy rápido. El joven se interpuso y su alfanje se hendió profundamente en el brazo del arconte, que se detuvo al recibir el golpe. Al mismo tiempo, Orfeo notó que un dolor espantoso lo atravesaba.
El sable… ¡el sable del arconte! ¡Lo había atravesado al interponerse para proteger a Malva!
Entre la confusión general, nadie se había dado cuenta. Malva y Lei habían retrocedido al interior del barco con el matatiempo, y, mientras los gemelos y Finopico recuperaban sus proyectiles, Babilas seguía debatiéndose contra los marineros desdentados. Los hombres de Dunbraven, acorralados y desesperados, luchaban de forma cada vez más salvaje.
De pronto, Babilas se dio cuenta de que ya no tenía elección: aquellos hombres ya no merecían su compasión. Estaban poniendo en peligro la Fábula. Cogió a uno de los marineros, lo llevó hacia la barandilla y, con un gesto formidable, lo arrojó por la borda.
—¡Lambrog! ¡Eidaith! —aullaban los demás.
Despavoridos, se arrastraban gimiendo en todas direcciones, dejando un rastro rojo sobre la cubierta.
Babilas los atrapó uno por uno.
Y uno por uno los lanzó al mar.
Cuando el quinto cayó por la borda, el gigante corrió en busca del último. ¡Había desaparecido!
—¡Babilas! —le llamaron de pronto los gemelos, aterrorizados.
Se habían agarrado a las piernas del arconte, que les golpeaba con todas sus fuerzas mientras Finopico bloqueaba como podía la escotilla de bajada.
Babilas se abalanzó sobre el arconte como una flecha. Los gemelos soltaron su presa, apartándose por los pelos. Desestabilizado por el embate del gigante, el arconte cayó sobre la cubierta soltando un bramido.
En otra parte, Al se había puesto a ladrar.
Babilas sujetó firmemente al arconte, que se debatía maldiciendo de pura rabia, y lo llevó hacia la borda para hacerle caer al mar, pero su adversario consiguió agarrarse a la barandilla. Los ojos le brillaban de odio. Finalmente, el gigante descargó un puñetazo sobre él en plena cara. El arconte soltó la barandilla y se precipitó rodando por el casco del barco. Cuando cayó al agua, Babilas abrió la boca, y un grito extraño y hondo salió de su garganta.
El hombretón se dio la vuelta, sin aliento y empapado de sudor. Buscaba con la mirada al último marinero, el sexto, que había conseguido escapar a su cólera. Escuchó con atención. Los ladridos de Al se habían transformado en gruñidos. Babilas cruzó la cubierta, con los puños apretados y el cuello tenso. Los gruñidos procedían del castillo de proa. Se acercó corriendo y allí, detrás de una pila de barriles, descubrió al que estaba buscando: el marinero ciego, de rodillas sobre el suelo, debatiéndose entre los dientes de Al. El san bernardo tenía la mandíbula apretada contra el brazo del hombre y le impedía seguir avanzando.
Babilas agarró al ciego por el cuello. En un abrir y cerrar de ojos, lo alzó del suelo, se lo llevó hasta la borda y lo lanzó por los aires como si fuera un fardo cualquiera. El hombre se hundió entre el oleaje. Entonces, otro grito desgarrador salió de la garganta de Babilas. Un grito áspero, ronco, doloroso; un grito contenido durante tanto tiempo que parecía proceder de las profundidades insondables del tiempo. Finopico y los gemelos lo oyeron sin poder salir de su estupor.
En las aguas turbulentas que batían los costados de la Fábula, los marineros y el arconte intentaban mantenerse en la superficie. Escupiendo agua, tosiendo y blasfemando, arañaban el casco pidiendo auxilio mientras alzaban al cielo sus ojos como para suplicar a las divinidades que los socorrieran. Pero no fueron las divinidades quienes respondieron a sus ruegos…
—¡Mirad! —gritó de pronto Peppe, señalando al oeste con el dedo.
Los patrulleros se acercaban, volando en formación cerrada. Babilas se reunió con los demás, dispuesto a seguir batiéndose, mientras Al se retiraba renqueando hacia la popa. Malva y Lei, que habían puesto el nokros a buen recaudo, surgieron entonces por la escotilla.
Así, todos ellos presenciaron cómo los patrulleros descendían entre las dos embarcaciones. Ágiles y diestros a pesar de la envergadura imponente de sus alas mecánicas, clavaron las garras en sus presas. Los marineros soltaban aullidos horribles mientras los pájaros los arrancaban de las olas y se los llevaban por los aires.
—¡Yo no! ¡Yo no! —suplicaba el arconte, nadando torpemente hacia la escalera de cuerda que colgaba junto al casco de su embarcación.
Los patrulleros, que no veían motivo para ensañarse con él, lo dejaron en paz. Cuando hubieron pescado a los seis marineros, se elevaron por encima de la Fábula, dieron algunas vueltas bajo el cielo azul y luego se alejaron a toda velocidad.
—Se los llevan… al… al Encierro —se estremeció Chanclo.
Un apesadumbrado silencio cayó sobre el barco. Babilas se acercó de nuevo a la borda y, haciendo gala una vez más de su fuerza extraordinaria, arrancó uno a uno los rezones que el arconte había lanzado. La Fábula quedó libre del junco cispaciano, y pronto se ensancharon las aguas que separaban las dos naves.
El arconte, chorreando y medio muerto, trataba de subir a su embarcación entre gemidos. Malva lo observó un momento, desde lejos, sintiendo a la vez ganas de reír y de llorar. No hizo ni lo uno ni lo otro, demasiado trastornada por lo que había ocurrido, y bajó la mirada.
Sólo entonces vio a Orfeo. Estaba tumbado sobre la cubierta, lívido y resollante. Un charco de sangre se extendía bajo él. Malva estuvo a punto de gritar, pero Babilas se le adelantó:
—¡Orfeo! —dijo el gigante, con una voz cascada—. ¡Orfeo, gwisdall esdog!
Todos los demás dieron un brinco. ¿Qué milagro había devuelto a Babilas el uso de la palabra? Con los ojos abiertos de par en par por la sorpresa, Lei le respondió en la extraña lengua de Dunbraven:
—¡Not gwisdall esdog! ¡Orfeo crogoil!
Y entonces, dirigiendo una mirada perdida a los demás, exclamó:
—¡Orfeo no morirá! ¡Yo medicina!
Se arrodilló junto al cuerpo inerte del capitán y le dio la vuelta con precaución. El sable del arconte le había abierto un boquete en pleno vientre.
Mientras escribo estas líneas, Orfeo lucha contra la muerte. Le hemos llevado a la litera de Leí. Allí, con la ayuda de Finopico, ella ha podido preparar uno de los ungüentos que me curaron a mí. Yo he hecho hervir trapos en agua de mar y Lei ha impregnado los paños con una pomada pegajosa que olía mal y los ha utilizado para vendar la herida. Orfeo ha perdido el conocimiento. Por la Santa Armonía, por la Santa Quietud…
Malva se secó las lágrimas y continuó:
…¡haced que sobreviva a sus heridas! ¡Si hubiese sabido, cuando Catabea nos propuso su odioso trato, los sufrimientos a los que nos dirigíamos, yo nunca habría aceptado sus condiciones!
Nos encontramos todos al límite de nuestras fuerzas. Lei me preocupa. Los marineros de Dunbraven la han magullado tanto que tiene moretones en los brazos y la frente. Se entrega tanto a los demás que se olvida de curarse a ella misma. Los gemelos se han quedado muy afectados por su enfrentamiento con el arconte. Se daban aires de importancia cuando hace un rato contaban cómo le han bombardeado, pero me he dado cuenta de que todavía temblaban. Finopico, tan fanfarrón por lo general, no ha dicho nada. ¡Se ha acuartelado en su gambuza y no hace otra cosa que leer libros sobre peces! No me parece que éste sea el momento de hacer algo así, pero supongo que es su modo de digerir la experiencia. Lo de Babilas es un misterio… Con todo el ajetreo, no tenemos mucho tiempo para dedicar a su caso, pero hay algo de lo que estamos seguros, y es de que ahora habla. El problema es que no se expresa más que en la lengua de Dunbraven. Ha olvidado el galniciano, que era su lengua materna, y lo ha sustituido por la de los marineros que ha arrojado al agua. También era la que hablaba su novia… ¿Será que representa para él algún tipo de curación?
Malva dejó de escribir y se acercó a Al, que se había enroscado a sus pies. La muchacha acarició los costados calientes del san bernardo. La presencia del animal la hacía sentir bien.
—Tú también eres un héroe —le susurró—. ¿Verdad que has mordido a uno de esos ladrones del nokros?
Malva suspiró y se quedó mirando el matatiempo, que ahora estaba instalado en la estantería de su camarote. Al caer, el cristal del reloj de arena se había astillado. Faltó poco para que se rompiera… Se estremeció al pensar que su futuro se habría condenado irremisiblemente.
La cantidad de ácido mórbico ya había disminuido bastante. El día siguiente por la noche, ya no quedarían más que cinco piedras de vida y sólo diez días para encontrar aquella condenada salida del Archipiélago. Malva llevó de nuevo su pluma a la hoja.
Nuestras dificultades no han terminado, ni mucho menos. Si Orfeo logra sobrevivir, se puede decir que no hemos salido mal parados del golpe. Pero ¿y si muere? No puedo imaginar cómo podremos seguir el viaje sin él, sin su arrojo, sin su valor, sin su amabilidad y sin su inteligencia. No puedo seguir perdiendo a mi gente. Ante estos tormentos, ni siquiera mi sueño de Elgri-la me permite seguir aguantando. Por mucho que cuando me acueste en la litera cierre los ojos y evoque las imágenes del monte Ur-Tha, la bahía de Dao-Boa y el lago Barath-Thor, ya casi no consigo verlas. Es como si hubiera perdido la capacidad de soñar.
Cuando he visto al arconte tan cerca de mí, me ha invadido un terror tan grande que Lei ha tenido que tirar de mí para que me escondiera con ella. Más tarde, me he quedado sola en cubierta siguiendo con la mirada la vela de su barco mientras se alejaba a la deriva. Babilas había amarrado el timón de la Fábula para mantener rumbo al oeste, y yo me he sentido más tranquila. Antes de bajar aquí, he ido a echar una ojeada otra vez, pero había caído ya la noche y no se veía nada. No deseo más que una cosa: que el arconte termine en el Encierro.
Malva sintió un calambre en la mano y tuvo que dejar de escribir. De todos modos, no podía seguir luchando contra el cansancio. Entonces, sin molestarse siquiera en doblar la hoja, se desplomó sobre la cama y se dejó vencer por el sueño.
Aquella noche, Lei fue la única que no durmió. Se quedó al lado de Orfeo, silenciosa y atenta. Le cambiaba las vendas cada hora y le hacía tomar plantas y raíces hervidas que había cogido en la isla de Jahalod.
Al despuntar el alba, observó que su paciente parecía más tranquilo y dedujo que ya no sufría. La sangre había dejado de brotar y la herida estaba limpia, así que Lei le frotó la cara con tallos de margarillos, salió del camarote y subió a cubierta para celebrar la llegada del sol. En su lejano país, cuando un herido o un enfermo sobrevivía a la primera noche, sus sanadores lo consideraban un buen signo. Entonces había que rendir ciertos tributos a la naturaleza, a modo de agradecimiento.
Cuando salió por la escotilla, una niebla de una densidad extraordinaria cubría la cubierta. ¡No se veía a diez metros! Lei dio algunos pasos a tientas hacia la barandilla. Hacía frío. La humedad le impregnaba ya la ropa y hacía que le castañetearan los dientes.
Por mucho que se asomara por encima de la batayola, no distinguía nada en el cielo. La Fábula parecía atrapada entre algodones. Así pues, habría que esperar para rendir tributo al sol.
Contrariada, Lei volvió a bajar a su camarote. Tiritando aún, buscó por todas partes hasta dar por fin con una manta seca en un rincón. Entonces tapó a Orfeo con ella. En su estado, el más mínimo cambio de temperatura podía resultar fatal. Especialmente teniendo en cuenta que, como Lei ya había observado, Orfeo tendía a resfriarse en cuanto le daba el aire. Una vez hubo procurado el bienestar de su paciente, se preguntó cómo iba a abrigarse ella. La mayor parte de la ropa se había podrido con el resto del equipaje, en la bodega del barco. Entonces vio el chaquetón de contramaestre que el día anterior había quitado a Orfeo para curarlo. La gruesa tela tenía un desgarro de unos diez centímetros por el sablazo, y lo peor era que todavía estaba llena de sangre… Pero ¡hacía tanto frío!
Lei no lo dudó más: se puso el chaquetón, se subió las mangas al ver que le quedaba bastante grande y salió otra vez del camarote. En la entrecubierta encontró a Finopico revolviendo cofres y baúles y maldiciendo.
—¡Qué frío! —refunfuñaba—. ¡Qué ganas tengo de irme de este maldito Archipiélago!
Cuando se dio cuenta de la presencia de Lei, se serenó un poco.
—¿Cómo está Orfeo? —preguntó sin dejar de rebuscar en los cofres.
—Él, no tan mal ahora —respondió Lei—. Ya no sangra. Él vivirá, creo.
—Para ser un halacabuyas, tengo que reconocer que tiene agallas —comentó Finopico—. Y tú, para ser una extranjera… —Se detuvo para alzar la vista y sonreír a Lei, y dijo—: ¡Tengo que reconocer que tú también tienes agallas!
—Gracias —murmuró la joven.
—¡Por fin! —exclamó Finopico, agarrando una marinera de lana cardada.
Metió la nariz dentro, hizo una mueca y luego, con un encogimiento de hombros, se la puso. Entonces se frotó los brazos vigorosamente antes de anunciar que iba a preparar una sopa caliente para todos.
—¡No sé con qué, porque todas mis ollas han terminado en las narices del arconte o en el mar, pero ya buscaré el modo! ¡Qué asco de tiempo!
Cuando Lei se disponía a volver a subir a cubierta, Malva abrió la puerta de su camarote y le preguntó:
—Pero ¿qué pasa? ¡Estoy helada!
—Niebla —respondió Lei, señalando el exterior con la barbilla.
Malva subió con ella por la escalera. Tenía los labios morados de frío. Se interesó por el estado de Orfeo, y cuando su amiga le dio las buenas noticias, sonrió. Entonces, algo pareció disgustarla de pronto.
—¿Es su chaquetón lo que llevas? ¿El chaquetón de Orfeo?
—Pues… sí —dijo Lei—. Yo no encontré nada más para frío.
Malva le dirigió una mirada de reprobación.
—Si quieres —añadió Lei, algo molesta—, tú coges chaquetón. Yo encontraré otra cosa.
—No —respondió secamente Malva—. Quédatelo. No quiero este chaquetón. Filomena siempre decía que trae mala suerte llevar ropa manchada de sangre.
Dicho esto, dio media vuelta y, malhumorada, cerró tras de sí la puerta de su camarote. Lei suspiró, intuyendo el motivo del berrinche de Malva, pero decidió no darle más importancia. Primero quería asegurarse de que Babilas se ocupaba del timón de la Fábula. Con aquella niebla, había que estar muy alerta.
En la cubierta, la uniformidad lechosa de la niebla persistía, densa y silenciosa. Al respirar, el aire parecía gotear dentro de la nariz y en la boca, destilando su olor de hojas muertas. Lei se tapó bien el pecho con los paños laterales del chaquetón y dio unos pasos hacia el alcázar de popa. Tuvo la sensación de que la cubierta estaba ligeramente inclinada, lo que le pareció algo raro. No hacía viento, por lo que no había razón para que el barco estuviera torcido.
Babilas no estaba en el puente de mando. Había atado la rueda del timón para que mantuviera el rumbo… Sin embargo, a Lei no le pareció que eso fuera lo bastante prudente. Lanzó una ojeada a babor, y luego a estribor. Fue entonces cuando distinguió unas sombras detrás de la cortina de niebla.
El corazón le dio un vuelco. Se acercó a las sombras entornando los ojos. ¡No era una ilusión! ¡Allí había algo, justo al lado del barco! ¿Habría conseguido seguirlos el arconte? Lei se quedó inmóvil, vigilante. De pronto, entre la bruma se abrió un resquicio para mostrar… ¡una enorme roca! Lei palideció.
—¡Arrecifes! —gritó.
Se precipitó hacia la escotilla, tropezando por el camino con rodillos de cabos.
—¡Arrecifes! ¡Arrecifes!
El aviso llegó a los demás miembros de la tripulación, exceptuando a Orfeo, claro. Finopico y Babilas fueron los primeros en reaccionar. Surgieron de pronto por la escotilla y se dieron de narices contra Lei, que seguía gritando a voz en cuello.
—¡Brogsgin! —le dijo a Babilas en la lengua de Dunbraven.
El gigante se fue derecho hacia la rueda del timón y la soltó, pero cuando quiso maniobrarla, le resultó imposible.
—¡Hufeneth gwar! —maldijo.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Finopico, inquieto.
Los gemelos, arrebujados en sendas mantas, salieron a cubierta acompañados de Malva, que había encontrado una vieja chaqueta de punto agujereada en los codos y se la había puesto sobre la marinera. Sin embargo, seguía tiritando. Echaba de menos la chaqueta de piel de oryak que Uzmir le había dado y que los preunucos de Temir-Gaí le habían quitado.
—¡Timón no responde! —tradujo Lei, desesperada.
Todos se abalanzaron entonces hacia la barandilla de proa, esperando oír crujidos y preparándose para un choque brutal.
Pero el choque no llegó.
El silencio se hizo eterno. Ni siquiera se oía el sonido característico de la resaca contra los arrecifes. Ni un murmullo de agua, ni un chapaleteo, nada.
Al cabo de un rato, los miembros de la tripulación se relajaron. Intercambiaron miradas de perplejidad y luego sus ojos empezaron a escrutar la niebla, que en algunos puntos seguía dispersándose.
—¡Allí! —exclamó de pronto Malva, asomada por la borda—. ¡Arena! ¡Hay arena bajo barco!
Los demás se asomaron también y comprobaron atónitos que tenía razón.
—¡Hemos embarrancado durante la noche! —dijo Finopico—. ¡La Fábula está varada en la arena!
En aquel momento, se dispersó una amplia franja de niebla. Las rocas quedaron al descubierto, altas y oscuras, chorreantes por la humedad. Estaban tan cerca del casco que el barco las había evitado de milagro.
—Acantilados rocosos, arena… —murmuró Malva—. Hemos llegado a otra isla del Archipiélago.
Largos jirones de niebla flotaban ahora, manchando de blanco el paisaje. Empezaron a verse árboles y luego hileras de arbustos recortados y también caminos empedrados que serpenteaban junto al acantilado. Todo aquello no parecía obra de la naturaleza. Era evidente que la isla estaba habitada.
—Vayamos a tierra —propuso Chanclo.
—Tendríamos que cortar madera y hacer un fuego —añadió Peppe—. Como esto siga así, me voy a morir de frío.
Acto seguido, un rayo de sol atravesó la espesa capa de nubes. Los pasajeros de la Fábula alzaron los ojos al cielo y, de pronto, la niebla desapareció completamente. Era como si el telón de un teatro se hubiera levantado para que comenzara un espectáculo. ¡Y qué espectáculo!
La isla se mostró entera ante los ojos deslumbrados de Malva y sus compañeros: tenía forma de cono, ensanchado al nivel del mar y puntiagudo en la cima. Se elevaba a tal altura que los viajeros tenían que estirar el cuello para distinguir la cumbre. Sobre los acantilados rocosos se extendían inmensos prados salpicados de flores. Los prados daban paso a una corona de árboles y finalmente a un pueblo, cuyas casas de ladrillo rojo se escalonaban hasta lo más alto de la isla. El paisaje estaba recortado por unos caminos delimitados por muros bajos que se iban entrecruzando y daban al entorno un aspecto ordenado y cuidado. En la cima, dominando el pueblo y el mar, se erguía la silueta alargada de un faro. Parecía una vela adornando un pastel enorme.
—¡Kigchupen! —dijo Babilas.
—¡Hala! —exclamaron los gemelos al unísono.
La belleza singular de aquella isla cortaba literalmente la respiración. Los detalles más ínfimos se destacaban bajo el sol, como resaltados por un pincel: aquí, un parterre de flores violeta, allí un lavadero bajo un techo de paja, un campo recién labrado, una carreta de bueyes, un rebaño en un cercado o, más arriba, callejuelas y plazas adornadas con fuentes.
—La población de esta isla parece muy pero que muy civilizada —celebró Finopico—. ¡Por fin hay gente que sabe sacar partido de todos los rincones de su territorio!
—Desde luego —respondió Malva—, pero… ¿dónde está la gente?
—Tal vez ellos silenciosos… —aventuró Lei.
—Ya no hace nada de frío —comentó Chanclo, dejando caer a sus pies la manta que llevaba.
En efecto, el sol calentaba poco a poco el cuerpo y reconfortaba el ánimo.
—Hasta empieza a hacer calor —agregó Malva, lanzando una mirada penetrante a Lei, que no se quitaba el chaquetón de Orfeo.
Para dar ejemplo, se desembarazó de la chaqueta de punto apolillada con la que se había cubierto, pero la chica de Balmún no le prestó atención, pues estaba totalmente concentrada en la isla.
—Quiero explorar —dijo—. Aquí seguro encontraré otros ingredientes para salvar a Orfeo.
—Antes has dicho que ya estaba mejor —objetó Malva.
—Mejor, sí. Pero todavía no bien. Buena medicina necesita hojas de bromelilas, leche de bufabra y caparazones de escorabajos. Aquí, tal vez…
—¿Por qué no vamos todos? —propusieron los gemelos—. ¡Que Al se quede cuidando del capitán!
Malva, Babilas y Finopico seguían sin estar convencidos. Efectivamente, aquellas costas parecían acogedoras. Viendo aquel paisaje, les entraban unas ganas irrefrenables de pasearse por los arroyos y corretear por los prados. Apetecía saciar la sed en las fuentes, sentarse delante de las casas, calentarse junto a las piedras de los muros.
—¡Vamos! —patalearon los gemelos—. ¿Qué nos puede pasar? ¡Los habitantes tienen que ser gente simpática por fuerza!
—Jahalod-Rin también parecía simpático —les recordó Malva—. ¿Tan atolondrados sois que olvidáis las lecciones de nuestras experiencias anteriores?
Los gemelos suspiraron, impacientes.
—No somos atolondrados —protestaron—. Pero ¡ya estamos hartos de desconfiar siempre!
—¡Es imposible que sólo tengamos enemigos en este Archipiélago! —insistió Peppe.
—Catabea nos ha hablado de tesoros —argumentó Chanclo—. Para mí, esta isla es uno de ellos: me recuerda un poco Galnicia.
Babilas señaló de pronto las casas de fachadas rojas y exclamó algo que Lei tradujo así:
—¡Mirad postigos! ¡Se abren!
Una a una, las casas se abrían al día recién estrenado. Desde la cubierta de la Fábula era imposible ver las caras de los habitantes, pero la vida empezó a fluir por el pueblo. Una campana tañó en alguna parte. Se oyeron traqueteos de ruedas por los adoquines de las calles.
—Estoy de acuerdo, esta isla no tiene nada de inquietante —resolvió al fin Finopico—. Aprovechemos que ha despejado para desembarcar.
Todos asintieron excepto Malva, que prefería permanecer a bordo.
—Yo vigilaré la sopa —dijo—. Y si Orfeo se despierta, no estará solo.
Poco después, vio descender a sus compañeros por la escalera de cuerda.
—¡No os entretengáis! —les recomendó—. ¡No nos quedan más que cinco piedras en el nokros!
Sobre los acantilados planeaban aves marinas que de vez en cuando descendían en picado hacia los huecos que había entre las rocas, donde anidaban sus crías. Se había levantado un poco de brisa, y la temperatura parecía mucho más agradable teniendo en cuenta que un momento antes todos temían quedarse helados.
Con el corazón alegre, Lei guió a su grupo de exploradores por un camino empinado y luego por el borde de otro camino que ascendía hacia los prados. Al andar se iba fijando en los márgenes. Su ojo experto localizaba las hierbas, plantas, raíces y bayas útiles, de las que hizo un buen acopio. Los bolsillos de su túnica en seguida se abultaron.
—Variedades desconocidas para mí —dijo en voz alta—. Pero yo encontraré forma de mezclar todo esto. ¡Ciencia de Balmún muy buena!
Pronto llegaron al lado de los cercados donde pastaba el ganado. No eran cabras ni ovejas ni vacas. Finopico se apoyó en la verja, buscando en su memoria algún encuentro con animales parecidos. Eran paticortos, rechonchos y musculosos, como toros pequeños, pero no tenían cuernos. A cada lado de sus morros anchos y chatos colgaban unas orejas largas y velludas.
—Nunca he visto nada semejante —terminó confesando el cocinero—. Pero ¡no me importaría probar qué tal saben sus filetes!
Dejaron atrás los cercados y los prados para seguir subiendo hacia el pueblo. Mientras atravesaban el bosque, Lei cogió todavía un buen número de setas y frutos. Cuanto más se acercaban a las casas, más ruido oían: cencerros, postigos, voces respondiéndose. Más por curiosidad que por temor, se detuvieron en el linde del bosque y esperaron.
A pesar del ruido, no se veía a ningún habitante. Las calles resonaban con gritos alegres, herramientas golpeteando y risas cristalinas, pero ninguna comadre, ningún artesano, ningún niño fue al encuentro de los recién llegados.
—¿Y si son… muy pequeños? —aventuró Chanclo—. ¿Tan minúsculos que no se les ve?
—Deja de decir sandeces —contestó Finopico—. Sus casas son tan grandes como las nuestras. Hay que acercarse más, eso es todo.
Dicho esto, entró con Lei y Babilas en la primera calle. Los ruidos parecían tan cercanos… De repente, una carretilla de mano surgió ante ellos. Lei soltó un grito. La carretilla frenó. Las dos varas de madera se suspendían solas en el aire, como por arte de magia. La carretilla estaba llena de haces bien atados, pero ¿quién la empujaba? ¡No había nadie!
—¡Eh! —gritó Finopico—. ¿Dónde estáis?
Entonces, los brazos de la carretilla bajaron hasta los adoquines con un golpe seco. Se oyó a alguien corriendo y luego una voz que salía de ninguna parte y que hablaba una lengua incomprensible. Incomprensible… pero no para Lei.
—¡Él avisa a otros! —tradujo, con la voz temblando de emoción—. Dice que… que «salvadores llegado».
—¿Salvadores? —repitió Finopico.
—Pero ¿quién? —preguntaron los gemelos—. ¿Quién ha hablado? ¿Quién empujaba la carretilla?
Lei volvió hacia ellos sus ojos como perlas y sacudió la cabeza, extrañada.
—Lloedzar a smigoim —dijo Babilas—. ¡Cnohmbelb brogez!
—¿Y él? —quisieron saber los gemelos, nerviosos—. ¿Qué ha dicho?
—Babilas piensa que habitantes invisibles —tradujo Lei.
No tuvo necesidad de decir más para convencer a sus compañeros de que Babilas tenía razón. De pronto, unos murmullos llenaron la calle donde estaban. Ante los ojos asustados de los cinco viajeros, cestos de mimbre y cubas de madera flotaban en el aire, y un caballito con ruedas se movía sobre los adoquines sin que nadie pareciese tirar de él. Una horca de campesino se elevó sola por encima de la multitud de invisibles. Peppe tiró a Finopico de la manga.
—¡Vámonos! —suplicó.
—¡Vosotros esperáis! —exclamó Lei—. ¡Esta… gente no quiere hacernos daño! Vosotros me dejáis escuchar.
Unas voces de mujeres, hombres y niños se mezclaban, provocando un barullo que resonaba contra las paredes de las casas. Lei frunció el ceño, tratando de seguir lo que decían unos y otros, antes de empezar a traducir lo que iba oyendo:
—Dicen que gran epidemia asoló su isla, hace tiempo. Ningún remedio… Nadie tenía medicina…
Entonces, una pelota de tela rodó hasta los pies de los gemelos, que dieron un respingo. Seguidamente, la pelota se elevó desde el suelo y se balanceó ante sus narices.
—¡Vete! —gimió Peppe, apartando el aire que tenía delante—. ¡Fuera, fuera! ¡No quiero jugar!
Le respondió una vocecilla.
—Niño dice que nunca ha visto vivos —tradujo Lei.
—¿Vivo? —preguntó Chanclo—. ¿Eso quiere decir que… estamos rodeados de muertos?
Lei asintió:
—Ellos, fantasmas de muertos. Después de epidemia, ningún superviviente. Luego se convirtieron en invisibles. Y todos días esperan salvadores.
Finopico palideció. Se echó hacia atrás diciendo que él no era un salvador, sólo un cocinero, y propuso largarse con viento fresco.
—No —dijo Lei—. ¡Vosotros esperáis!
Durante un buen rato estuvo haciendo preguntas al vacío y recibió respuestas en la lengua de los invisibles. Mientras tanto, Babilas, los gemelos y Finopico se quedaron apiñados detrás de ella, con los ojos como platos. Finalmente, la chica de Balmún se volvió hacia ellos, sonriente.
—Quieren mostrarnos algo. ¡Vosotros venir!
—¿Qué? —dijo Finopico, sin aire—. ¿Qué les sigamos? ¡Ni hablar!
—¡Esta isla está maldita! —añadieron los gemelos—. ¡Volvamos al barco!
—¿Por qué motivo tendríamos que ayudar a unas corrientes de aire? —insistió el cocinero, retrocediendo aún.
Lei se acercó a Finopico y clavó sus ojos azules en los de él.
—Catabea dijo que debemos afrontar nuestros miedos. Si no, fracasaremos. Ahora, imposible rechazar. Si tú cobarde, te vas. Yo debo ayudar a esta gente.
—¡Horch him! —exclamó Babilas, echándose a andar tras Lei.
Finopico se mordió el labio y bajó la cabeza, recordando los consejos de la guardiana del Archipiélago. Suspiró, refunfuñó un instante y finalmente accedió a seguir a los invisibles.
Chanclo y Peppe, por su parte, se quedaron mudos. Andaban a regañadientes, sin mirar ya las plazas, las fuentes, los porches… Aquel pueblo que, de lejos, les había parecido tan acogedor había quedado invadido durante años por la muerte. Era escalofriante.
La horca, las cubas, los cestos, la pelota y el caballito con ruedas guiaron a los viajeros al otro lado del pueblo por las empinadas calles. Finalmente rodearon el faro.
Los cinco compañeros descubrieron entonces la otra vertiente de la isla, el lado oculto. Allí, el paisaje no tenía nada en común con lo que habían visto desde la Fábula. Aquella parte no era otra cosa que un amplio cementerio, un campo de desolación, plagado de zarzas, cubierto de hierbas secas, manchado de polvo gris. Las tumbas, diseminadas por toda la pendiente, eran como cicatrices negras entre la maleza.
Lei se estremeció al imaginar lo terrible que debió de haber sido la epidemia. Algunas tumbas no eran más grandes que cunas. Tenía el corazón encogido, un nudo en la garganta y los puños apretados. Su ser entero estaba conmocionado por el dolor que habían pasado aquellas madres que habían tenido que enterrar a sus hijos, por el desamparo de aquellos hombres que habían tenido que cavar las tumbas de sus esposas y por la angustia indescriptible del último superviviente. Solo en aquella isla devastada, no le habría quedado más remedio que tumbarse en un agujero y dejarse morir como un perro.
Las lágrimas corrían por las mejillas de Lei mientras los invisibles le explicaban lo que esperaban de ella. Era algo alocado, insensato, sobrecogedor, pero si alguien podía ayudarlos, era ella, la chica de Balmún. Hizo un juramento en la lengua de los invisibles y luego se dirigió a sus compañeros para anunciarles:
—Yo volveré aquí esta noche. Repararé lo que se rompió. Gracias a ciencia de Balmún, reuniré lo que se separó.
—¡Ni siquiera sabes de qué han muerto! —protestó Malva.
Estaba sentada en un cofre, en un rincón de la entrecubierta. Junto a ella, Lei iba y venía, seleccionando plantas y raíces, avivando el fuego bajo la última olla disponible a bordo. Se había subido las mangas de la túnica y estaba tan agitada que tenía la frente cubierta de sudor.
—¿Cómo crees que vas a conseguir un milagro así? —siguió diciendo Malva—. Tu medicina puede curar mordeduras, volver a encajar huesos rotos e incluso… cerrar heridas de sable. Pero ¡lo que te piden esos… invisibles… es harina de otro costal!
Lei no respondió, concentrada en su tarea con ardor y devoción inagotables. Picar las hojas con un cuchillo, sacar las semillas de los frutos del bosque, dosificar, medir y mezclar era todo lo que le interesaba.
—¡Son muertos! —exclamó Malva—. ¡Muertos que llevan años enterrados! ¡Nunca llegarás a devolverles la vida, Lei!
Malva pensaba que su amiga pecaba de presuntuosa. ¿Por quién se había tomado? ¿Quién, de los dos mundos, podía presumir de poder devolver la vida a los difuntos? En el fondo, Malva tenía envidia de los conocimientos de Lei. Seguro que Orfeo le profesaría una admiración sin límites cuando se hubiera recuperado y…
—No tengo alternativa —respondió Lei suavemente—. Prueba para mí. Si rechazo prueba, Catabea sabrá. Catabea mandará a todos a Encierro.
Malva se abrazó las rodillas con gesto malhumorado.
La jornada casi había acabado con sus nervios. Se había pasado horas dando tumbos, preocupada, mientras Orfeo dormía en su litera. Malva lo había visitado innumerables veces, esperando que él entreabriera los ojos y la reconociera. Pero de nada sirvió: Orfeo dormía, dormía y dormía… Resignada, Malva fue a donde estaba Al y se acurrucó con él para sentirse menos sola. En el alambique del nokros, el ácido seguía goteando sobre las cinco piedras de vida que quedaban. Los pensamientos más sombríos invadieron su ánimo. Más tarde, cuando oyó volver a los cinco exploradores, suspiró aliviada y corrió a su encuentro.
Ya a bordo, le relataron atropelladamente sus descubrimientos. Malva no se podía creer que hubieran seguido a seres invisibles de una punta a otra de la isla. Y sin embargo era verdad. Allí, como en el resto del Archipiélago, ocurrían cosas inexplicables.
En el cementerio, al otro lado de la isla, Chanclo dijo haber contado sesenta y ocho tumbas. ¡Qué tragedia!
Lei había resumido lo esencial de lo que los invisibles le habían explicado. Todas las noches, la isla se sumergía en la niebla. Los invisibles del pueblo se encerraban entonces en sus casas. Era la hora de los muertos. Al otro lado de la isla, los cadáveres salían de sus tumbas bajo tierra. Subían hasta el faro y luego poblaban las calles, los prados, los cultivos, los bosques.
La temperatura bajaba varios grados. A pesar del espesor de la niebla, los muertos trabajaban: eran ellos quienes cuidaban los caminos, reparaban los muros que se desprendían, alimentaban los rebaños de nubanubas, aquellos animales extraños cuyos filetes ya no tenía tantas ganas de probar Finopico. Eran los muertos quienes, por la mañana, cuando se levantaba la niebla, tocaban la campana y luego regresaban a sus tumbas, de donde ya no se movían hasta la noche siguiente. Aquello ocurría desde que terminó la epidemia.
Al oír aquella historia, Malva sintió que se le ponía de punta el pelo de la cabeza, pero al recordar lo que la chica de Balmún había prometido a los invisibles, hallar un remedio para curar a los muertos, se quedó sin habla. «Repararé lo que se rompió, reuniré lo que se separó…» Eso era lo que esperaban. Según una profecía, llegaría un salvador para obrar aquel milagro: unir las dos vertientes de la isla, reparar los cuerpos que la enfermedad había destrozado para que las almas pudieran habitarlos de nuevo y la vida siguiera su curso.
—Si encuentro cura —concluyó Lei, distribuyendo sobre la cubierta su recolección de hierbas y frutos—, maldición de isla terminará. Entonces podremos partir.
Y luego siguió yendo de acá para allá por la entrecubierta mientras preparaba sus pociones.
Fuera, la noche empezaba a caer. Una capa de bruma pegajosa se adhería a los ojos de buey y el frío empezó a insinuarse de nuevo en la Fábula. Pero a Lei no parecía afectarle. Se había quitado el chaquetón de Orfeo y lo había puesto sobre el cofre, mientras a Malva le castañeteaban ya los dientes.
—Tú coges chaquetón —le propuso Lei—. Si no temes que sangre trae mala suerte…
Malva se encogió de hombros y sostuvo la prenda. El cuello estaba impregnado con el olor de Orfeo. La muchacha lo respiró pausadamente.
—Babilas dice que vendrá conmigo —siguió diciendo Lei sin dejar de remover el elixir que hervía en la olla—. Debemos dar cura a sesenta y ocho muertos antes de salida de sol.
—Eso es mucho —asintió Malva.
—Necesito ayuda —agregó Lei—. Gemelos demasiado miedosos… Finopico también. ¿Y tú?
Los dedos de Malva se agarraron a la solapa del chaquetón. No sabía qué decir. Justo entonces, Lei echó a la olla unos polvos extraídos de raíces que había encontrado en el monte bajo. Un humo nauseabundo invadió de pronto la entrecubierta. Finopico surgió de la gambuza, alarmado.
—¡Menuda peste! ¿Qué es? —gritó—. ¡Es espantosa!
—Para curar enfermedad —respondió tranquilamente Lei—, hace falta caldo espantoso.
El cocinero sacudió la cabeza, asqueado:
—¡Que la Santa Armonía guarde nuestros paladares de la brujería!
Malva miró a Lei y las dos estallaron en risas, mientras Finopico, refunfuñando, cerraba la puerta de golpe.
—Yo no soy miedosa —afirmó Malva cuando recuperó la seriedad—. Puedes contar conmigo para ayudarte en la isla.
Babilas, Lei y Malva bajaron de la Fábula dos horas más tarde, cargados de frascos y de botellones que contenían la poción de Lei. Cada uno de ellos llevaba además un farol que, por desgracia, no iluminaba mucho. La niebla blanqueaba la noche, la noche ennegrecía la niebla; al bajar la cabeza, los tres compañeros apenas se veían los pies.
Hacía tanto frío que nadie quiso acompañarlos a cubierta. Los gemelos y Finopico se habían reunido en la gambuza, en torno al horno, y Al servía de manta para Orfeo: ¡era una idea de Malva para que el capitán no cogiera frío! El viejo san bernardo no protestó cuando lo hicieron tumbarse sobre su amo. Le echaba babas encima sin parar, pero Orfeo no se daba cuenta.
Babilas saltó a tierra y guió a las dos chicas. Su amplia silueta oscilaba ante ellas, fantasmal pero reconfortante. Los tres avanzaban en fila india por los senderos. Los prados y los campos, más allá de los muros bajos que había al borde de los caminos, desaparecían en la niebla. De pronto, oyeron unos quejidos a la derecha. Eran los nubanubas, que balaban pidiendo comida.
Lei se detuvo. Alzó el farol y saltó el muro. Los otros dos la siguieron en silencio para entrar en el prado. Las hierbas y flores se habían cubierto de humedad. Para darse ánimos, Malva había metido la nariz en el cuello del chaquetón de Orfeo. Cada vez que respiraba, el olor se insinuaba en su nariz y le calentaba un poco el corazón.
Los balidos de los nubanubas se fueron acercando. También se oían chasquidos, crujidos producidos por la paja y murmullos de agua. En alguna parte, en la niebla, los muertos daban de comer y de beber al rebaño.
Lei se sacó un frasco del bolsillo de la túnica y se adelantó con precaución aplicando el oído para orientarse. Tras ella, Malva se arrimaba a Babilas. Notaba cómo el miedo le pesaba dentro.
De pronto, a la tenue luz de las linternas, aparecieron unas sombras. Malva sofocó un grito.
—Sólo nubanubas —susurró Lei, mientras seguía avanzando.
Los animales de orejas largas les daban golpes y les frotaban las piernas. Tenían un aspecto totalmente inofensivo. Malva inspiró hondo. Justo en ese momento, una sombra más alta surgió de la oscuridad. Llevaba un haz de heno a la espalda. Entonces, Lei levantó el farol y pronunció algunas palabras en la lengua de los invisibles. La sombra se movió. Cuando se acercó más, los tres compañeros le vieron la cara, petrificados. Era un hombre de una delgadez cadavérica. Sobre el cuello descarnado se apoyaba una cara abotargada, del color de la tierra y salpicada de manchas violeta. Los ojos, abiertos de par en par e inyectados en sangre, daban vueltas dentro de sus órbitas.
Al sentir sobre ella aquella mirada dolorosa, Malva notó que le fallaban las piernas. Babilas la sujetó con una mano firme, mientras Lei le hablaba a la aparición, sin soltar el frasco.
El muerto dejó el haz de heno en el suelo. Contemplaba a Lei con cierto asombro. Ella siguió hablando y hablando, hasta que él accedió a beber del frasco. Lo atrapó con sus dedos esqueléticos. Malva cerró los ojos: la visión de aquel hombre arrancado de su tumba le daba náuseas. Cuando volvió a abrir los ojos, lo vio destapar el envase y llevárselo a la boca. Lei se había acercado tanto a él que podía tocarlo. Todavía le hablaba con un tono suave.
El muerto se tomó todo el brebaje y luego devolvió el frasco a Lei. Acto seguido, sin decir palabra, cogió de nuevo el haz de heno, se dio la vuelta y se desvaneció en la niebla. Lei, Malva y Babilas se miraron y soltaron suspiros de alivio.
Ya no faltaban más que sesenta y siete muertos que encontrar y convencer…
Aquello duró toda la noche. Avanzando a tientas entre los campos, los bosques y las callejuelas del pueblo, Lei condujo a Babilas y Malva por los caminos a los que la llevaba su loca misión. Cada muerto que surgía de la niebla era como una pesadilla. Con la mirada vacía, la boca torcida por los sufrimientos pasados, la cara hinchada y el cuerpo desencajado, algunos hasta tenían restos de sangre seca en las mejillas. Malva no se habituaba a sus caras enfermizas y putrefactas, sobre todo cuando eran niños. Muchas veces estuvo a punto de huir o de desmayarse. Cada vez que eso ocurría, Babilas la ayudaba a superar el trance, mientras Lei, infatigable, se acercaba a los muertos y les hablaba hasta que bebían la poción. Y lo peor era que nadie podía saber con certeza qué efectos tendría la cura…
En su fuero interno, Malva tenía la impresión de que los esfuerzos de su amiga eran vanos, pero Lei nunca mostró signo alguno de desfallecimiento. De verdad deseaba salvar a esa gente, hacer que los invisibles volvieran a sus envoltorios corporales. Y, sobre todo, quería medir su poder de curandera con el de la muerte, infinitamente más grande.
Babilas llevaba la cuenta de los frascos y garrafas y de los cadáveres que encontraban. Cuando anunció a Lei que el sexagésimo octavo muerto se había bebido la cura, la chica de Balmún dirigió hacia él sus ojos fatigados. Las piernas ya no le respondían. Tenía los labios secos y la voz ronca. Entonces se limitó a elevar los ojos al cielo. La niebla empezaba ya a dispersarse y revelaba tras de sí algunas estrellas pálidas. Malva, agotada, se sentó en el suelo. Hundió la cara en las manos y se echó a llorar por el cansancio.
De pronto, sonó la campana muy cerca. Lei dio un brinco. Era el anuncio de que los muertos iban a volver a sus tumbas.
Al rato, la niebla se levantó, tan bruscamente como el día anterior. El sol inundó de luz la isla y los tres viajeros, deslumbrados, se cubrieron los ojos con las manos. Sin darse cuenta, habían llegado al pie del faro. Ante ellos, el pueblo desplegaba sus cuidadas calles, plazas y fuentes. Más abajo, en la caleta, distinguieron la Fábula. Y en cubierta, Finopico y los gemelos, que trataban en vano de verlos.
Babilas y las dos chicas esperaron. El sol se elevaba en el cielo azul, las aves marinas reanudaban sus danzas sobre los acantilados. Durante un rato muy largo, ninguna palabra salió de sus labios. Lei escrutaba las fachadas de las casas con impaciencia. Cuando se abrieran los postigos, y si su cura había dado resultado, ya no sería una población de invisibles quienes saludarían la mañana… ¡sino campesinos de carne y hueso!
Los minutos se sucedieron. Malva notaba sus miembros adormecerse al calor del sol. Probablemente terminó durmiéndose un poco, mientras sus dos compañeros, pendientes de la primera señal de vida, iban dando vueltas alrededor del faro.
Al cabo de un rato, como no sucedía nada, decidieron sentarse, con el corazón encogido y el rostro descompuesto.
Aquella mañana, los postigos de las casas rojas permanecieron cerrados. Las calles permanecieron silenciosas. Ningún invisible salió a buscar agua a las fuentes. Ninguna horca fue a remover las hierbas, ningún cesto con colada flotó por los aires hasta el lavadero, ningún caballo de madera se paseó sobre los adoquines…
Decididamente, algún efecto se había producido durante aquella noche agotadora… pero ¡no era el que Lei había esperado!
—Yo, fracasado —murmuró al fin.
Malva, con un nudo en la garganta, alzó hacia ella sus ojos de ébano. Lei, tan grácil en su túnica ligera, estaba de pie frente al cementerio de la otra vertiente de la isla. El viento jugueteaba con su pelo rubio. Estaba llorando. Era la primera vez que Malva la veía tan frágil. La chica de Balmún, con los brazos inertes en el silencio desesperante de la isla, se había rendido. Su poción había tenido el efecto inverso del que había deseado: efectivamente, los invisibles se habían unido a sus maltrechos cuerpos, y ahora yacían bajo tierra para toda la eternidad.
—¡Newynas gun! —exclamó de pronto Babilas, señalando las tumbas con el dedo.
Malva se puso en pie de un salto y se acercó a él. Los tres compañeros presenciaron boquiabiertos un fenómeno extraño y vertiginoso: las zarzas y los matojos crecían a una velocidad increíble, extendiendo sus tentáculos de espinas y sus cabelleras verdes por toda la pendiente. Ante sus ojos, la vegetación reclamaba el espacio que se le había negado durante tanto tiempo. Cubiertas de follaje, las tumbas no tardaron en desaparecer.
—¡Cuidado! —gritó Malva, echándose atrás.
La maleza reptaba a toda velocidad hacia el faro, se arrastraba por los adoquines de las callejuelas, trepaba por las fachadas y parecía querer enredarse con sus brazos de espinas entre las piernas de los vivos.
—¡Vayámonos de aquí! —gritó Malva, arrancándose de las piernas un tentáculo de zarza.
Babilas cogió a las dos chicas del brazo y se las llevó a toda prisa a través del pueblo. Ya empezaban a crecer árboles en plena calle, descalzando los adoquines, agrietando las paredes. Las fuentes se cubrieron de musgo, los tejados se vinieron abajo ante el embate de la hiedra que invadía las casas. Las chimeneas se desplomaban, los postigos se desprendían de sus goznes.
—¡El pueblo se hunde! —chilló Malva.
Los tres corrieron sin mirar atrás. A su alrededor, la isla entera estaba sufriendo una transformación total. Cuando entraron en el bosque, unas telas de arañas gigantescas se les pegaban a la cara. Babilas sacó su cuchillo y se abrió camino por entre el ramaje.
—¡Cura no funciona! ¡Yo no salvado a invisibles! —gemía Lei, horrorizada.
En los prados, la vegetación ya lo había engullido todo. Al borde de los caminos veían cadáveres de nubanubas por entre las cercas derrumbadas. Un olor a descomposición flotaba en el aire. La muerte envolvía la isla.
Babilas arrastró a Lei y Malva hasta la playa. Las aves marinas gritaban amenazantes por encima de sus cabezas. En la cubierta de la Fábula, los gemelos y Finopico agitaban los brazos.
—¡Yo, fracasado! —repetía Lei, dejándose caer sobre la cubierta—. ¡Yo, indigna de mi pueblo!
—¡Izad las velas! —gritó Finopico a los gemelos.
Él mismo se hizo cargo del timón mientras Babilas empujaba el navío fuera de la playa.
Malva, temblando de pies a cabeza, se quedó apoyada en la barandilla. Los pulmones le quemaban en el pecho. Las imágenes terribles de la noche le perturbaban el espíritu. Se sentía exhausta, deshecha, calcinada. Alzó la mirada hacia la cumbre de la isla. Allí, en lo alto, el faro había desaparecido completamente bajo la vegetación. En cuestión de minutos, todo se había vuelto salvaje. Todo había quedado abandonado.
Mientras la Fábula se hacía valientemente a la mar, Malva se dio la vuelta y vio a Lei, hecha un ovillo sobre la cubierta y sollozando de rabia y tristeza. Se acercó a ella, se quitó el chaquetón de Orfeo y la tapó con él. Entonces la abrazó torpemente, sin saber cómo atenuar aquel dolor. Tal vez el fracaso de Lei tuviera graves consecuencias para todos ellos, pero una cosa era segura: ni Malva ni ningún otro miembro de la tripulación se lo reprocharía. La chica de Balmún lo había dado todo para salvar a las ánimas en pena de los invisibles. Se había entregado por completo a aquella causa perdida desde el comienzo, y merecía definitivamente el respeto de todos.
La quinta piedra de vida se había convertido en polvo en el fondo del nokros cuando Orfeo abrió los ojos. Tenía la cara pegajosa de babas, Al le pesaba terriblemente en el pecho y un curioso sabor a sopa le impregnaba las papilas.
Nada más recuperar la conciencia se acordó de todo: los náufragos de Dunbraven, el combate con el arconte, los cazos, los rezones y finalmente el sablazo. Se quitó la manta de encima e hizo una mueca de sorpresa: ¡su herida había desaparecido! ¡Lei había obrado otro de sus milagros! Y si ella se había tomado el tiempo de ocuparse de él, sin duda la Fábula continuaba su travesía en paz, lejos del arconte y de los patrulleros. Orfeo gritó en dirección a la puerta.
—¡Eh! —llamó.
Con un sobresalto, Al levantó su voluminosa cabeza. Orfeo intuyó su mirada húmeda bajo los flecos que le caían sobre el hocico.
—Gracias por haberme dado calor, amigo mío —le dijo—. Ahora ya puedes bajar.
Al sacó la lengua y le lamió la nariz, pero siguió tendido cuan largo era sobre su amo.
—¡Vamos, fuera! —repitió Orfeo—. ¡Busca a los demás! ¡Diles que estoy despierto!
Al ni se inmutó. Fiel a su costumbre, se negaba a obedecer. Orfeo trató de empujarlo, pero había perdido muchas fuerzas.
—¡Que alguien me ayude! —llamó—. ¡Me ahogo! ¡Que me matan!
Pasó un breve instante antes de que la puerta del camarote se abriera de par en par. Tras ella apareció Chanclo, con los puños por delante, dispuesto a repartir golpes. Cuando vio que el adversario de Orfeo no era otro que el enorme san bernardo, se paró en seco.
—Vaya —dijo, algo desconcertado—. Creía que…
—Has sido rápido —le sonrió Orfeo—. ¡Te felicito, marinero! ¡Ahora, si consigues sacarme de encima a este chucho baboso, te nombro segundo de a bordo!
Chanclo silbó entre los dientes. Acto seguido, Al saltó de la cama sin aspavientos y se sentó a los pies del chico. Orfeo sacudió la cabeza: decididamente, aquel perro estaba empeñado en llevarle la contraria.
—¿De verdad soy segundo de a bordo, mi capitán? —preguntó maliciosamente Chanclo.
Orfeo dio unos golpecitos en el borde de la litera para indicarle que se acercara y lo interrogó acerca de todo lo que había pasado mientras se recuperaba. Sin hacerse de rogar, Chanclo le contó cómo Babilas había recuperado el uso de la palabra y le relató los acontecimientos que se habían producido en la isla de los invisibles con profusión de detalles, encantado de poder impresionar a su capitán. De pronto, dijo con tono más triste:
—El problema es que Lei no ha conseguido devolver la vida a los muertos. Se ha pasado horas llorando y diciendo una y otra vez que estábamos todos condenados al Encierro por su culpa. ¿Tú crees que es verdad?
Orfeo se rascó la barbilla. Una barba espesa le cubría las mejillas y le picaba.
—Pues no lo sé —terminó diciendo—. Depende del criterio de Catabea. A fin de cuentas, Lei ha reunido las almas y los cuerpos de los invisibles…
Chanclo soltó un suspiro.
—Tengo miedo del Encierro, mi capitán. Y Peppe más que yo. Es de lo más sensible… Con la de calabozos que hemos visitado en Galnicia, no creo que pueda soportar que lo encierren de nuevo.
—¿Y tú? —preguntó suavemente Orfeo.
—¿Yo? A veces tengo la sensación de que soy más duro que mi hermano. Somos idénticos físicamente, y en cambio… no sé. De todos modos, yo no podría vivir sin él. ¡Siempre juntos, hasta la muerte!
Orfeo sonrió. El entusiasmo del muchacho le conmovía. Le tranquilizó respecto al Encierro lo mejor que supo, y luego se apartó las mantas y se puso en pie.
—¡Me siento casi en plena forma! —exclamó, estirando los músculos—. ¿Quién está de guardia en cubierta?
—Finopico —respondió el chico.
Orfeo anunció que iba a relevarlo. Entonces, como no encontraba su chaquetón, Chanclo le explicó que Lei y Malva se habían peleado por él.
—Al final se lo han puesto de manta las dos y se han quedado dormidas juntas sobre la cubierta. Yo le he ofrecido mi chaqueta de punto a la principetta, pero no la ha querido. No sé a qué viene esto: ¡mi chaqueta no está más sucia que tu chaquetón!
Chanclo dijo esto con un punto de reproche y de envidia que hizo sonreír a Orfeo.
—Las chicas son complicadas —dijo mientras se calzaba las botas—. Tienen sus secretos, pero no hace falta preocuparse.
—¡No, si yo no me preocupo! —respondió animadamente Chanclo—. Según las predicciones de la viden…
Entonces se interrumpió y se puso como un tomate. Orfeo se lo quedó mirando con los ojos entornados:
—A ver, ¿qué ha predicho la vidente? ¡Tengo mucha curiosidad por saberlo!
Justo entonces, la puerta del camarote se abrió otra vez para dar paso a Peppe, soñoliento y desgreñado.
—Pero ¡si estás aquí! —exclamó al ver a su hermano—. No me gusta que me dejes solo de noche, me despierto.
—Ya voy —respondió Chanclo, agradeciendo aliviado la oportunidad de escabullirse.
Salió con su hermano y los dos desaparecieron tras la puerta del camarote. Peppe ni siquiera se dignó mirar a su capitán revivido, pendiente sólo de su hermano. «Estos dos son tan inseparables como las dos caras de una moneda —pensó Orfeo—. ¡Hasta les podría poner el mote de Cara y Cruz!»
A continuación, decidió subir a cubierta. Al lo siguió, arrastrando su viejo corpachón por la escalera de la escotilla.
El cielo estaba despejado y repleto de estrellas. Un viento constante inflaba las velas de la Fábula. Antes de reunirse con Finopico, Orfeo se acercó a la barandilla. Con la cara al viento, respiró deleitado los olores salinos. ¡Por la Santa Armonía, qué placer era navegar! La velocidad y la noche le embriagaban. Por un momento, se olvidó de Catabea, los patrulleros, el arconte, el nokros y la terrible cuenta atrás que se cernía sobre la tripulación. De pie sobre la cubierta, perdido en aquel mar sin nombre, se sintió por un instante feliz como nunca. El peso que lo oprimía desde hacía tantos años había desaparecido. Allí, por fin, tenía la sensación de estar vivo. ¿No se debería aquel sentimiento al propio peligro? ¿O a la presencia silenciosa de sus compañeros de viaje? ¿O, sin ir más lejos, a su recuperación milagrosa de la herida de sable? Seguramente era todo ello a la vez.
Se agachó y acarició vigorosamente el costillar de su perro.
—No confiaba en que aguantaras el tipo tanto tiempo, viejo bribón —le dijo con ternura—. Si conseguimos salir de este Archipiélago, pediré a Lei que te prepare una cura para las patas. ¿Quién sabe si no es capaz hasta de devolverte la juventud?
Diciendo esto, lanzó una mirada al centro de la cubierta, donde dormían las dos chicas. Seguían acurrucadas juntas bajo el chaquetón de contramaestre. Las dos habían atravesado tantas dificultades… A una, Orfeo le debía la vida. A la otra le debía conocer al fin el destino que tanto había soñado. Se enderezó y dio algunos pasos hacia ellas.
—No te obligaré a regresar a Galnicia, principetta —susurró—. Si salimos con vida de este viaje, espero que encuentres el país que ves en tus sueños. Elgri-la, ¿verdad? Te lo has ganado con creces…
Le pareció que Malva se movía en sueños. Se inclinó hacia ella y observó por un instante su cara luminosa.
—Es más importante que yo —añadió en voz baja—. Es más importante que mis juramentos. Es más importante que la gloria de los Mac Bott…
Alzó la vista hacia las estrellas, sonrió y se dirigió al alcázar de popa con paso decidido. Apenas había dado media vuelta cuando Malva abrió los ojos. Lo había oído todo.
—Si salimos de aquí, capitán, ¿quién sabe lo que decidiré? —murmuró entonces ella.
Y se volvió a dormir con una sonrisa en los labios, apretando el chaquetón de Orfeo contra su pecho.
Finopico estaba de pie frente al timón. Justo al lado, sobre un cofre, había dejado un farol y un libro abierto cuyas páginas se estremecían por el viento y que él leía con pasión mientras gobernaba la Fábula. Tan enfrascado estaba que no vio acercarse a Orfeo.
—¿Estás aprendiendo recetas nuevas? —le dijo éste de pronto.
Finopico se sobresaltó, y luego se le iluminó la cara.
—¡Es un milagro veros en pie, capitán! ¡Creíamos que había llegado vuestra hora, pero por lo visto el arconte tendrá que volver a terminar su trabajo!
—¡De eso, nada! —respondió alegremente Orfeo—. ¡A estas alturas, espero que se haya ahogado y que haya sido pasto de los peces!
Dicho esto, echó una mirada al libro que Finopico tenía sobre el cofre. Se trataba de una de las innumerables obras sobre peces que coleccionaba el cocinero.
—Pero te he distraído de tu lectura —se disculpó Orfeo—, si lo prefieres, me…
Finopico se encogió de hombros y cerró el libro.
—Sólo era para entretenerme. ¡La mar está tan quieta esta noche!
Orfeo se sentó en el cofre y se quedó un rato en silencio, disfrutando de la suave brisa y del ligero cabeceo de la Fábula. Todos dormían y no se percibía ninguna amenaza en el horizonte.
—Es exactamente así como yo imaginaba la noche en alta mar —suspiró—. ¡He soñado tanto con momentos como éste…!
—Lleváis la mar en la sangre, ¿no es así? —le interrumpió Finopico—. ¿Por qué habéis tardado tanto en embarcar?
Orfeo notó que el corazón se le encogía y se mordió el labio.
—Es una larga historia —murmuró—. No creo que sea el momento de contarla.
Finopico, con las dos manos en el timón, hizo un grave asentimiento de cabeza antes de decir:
—Ahora ya no tiene importancia. Habéis demostrado sobradamente vuestro valor y nadie os llamará halacabuyas. ¡Ya me encargaré yo de eso!
Orfeo lo observó con el rabillo del ojo. Su pelambrera roja, su cara angulosa y nerviosa… Mirándolo bien, aquel cocinero no era tan mal tipo.
—De verdad siento que Al se zampara tu pollo el día de la audiencia con el coronado —dijo—. Si salimos vivos de este Archipiélago, te prometo…
—¡A la porra con el pollo! —rió Finopico—. ¡También es agua pasada! ¡De todos modos, me interesan más los peces que las aves!
—¿Puedo echarle un vistazo? —preguntó Orfeo, señalando el libro.
El cocinero le permitió hojear el libro a la luz del farol. En sus páginas había grabados que representaban a criaturas marinas de aspecto sorprendente, acompañadas de textos que describían las costumbres de los animales y señalaban las aguas donde podían pescarse. En la primera página había un sello del Instituto Marítimo de Galnicia.
—Pero ¡bueno, si lo has robado! —se asombró Orfeo.
—Es un préstamo —corrigió Finopico—. Sólo un préstamo.
—¿Y los demás? ¿Todos los que tienes en la gambuza?
—También los he cogido prestados. Los pocos galniques que gano no me permiten comprar libros como ésos. Los devolveré cuando hayamos vuelto.
Orfeo se encogió de hombros.
—Bueno, no creo que los echen mucho de menos. ¿Quién va a interesarse por estos monstruos?
—¡No os engañéis, mi capitán! ¡Los peces raros apasionan a muchos expertos galnicianos! Incluso existe una comisión científica especial encargada de llevar a cabo misiones cada cierto tiempo en todas las aguas del Mundo Conocido.
—Pues deberías ofrecerles tus servicios —sugirió Orfeo—. ¡Parece que dominas el tema!
El cocinero hizo un mohín de desprecio.
—Me he presentado muchas veces a la comisión científica como candidato. Pero los caballeros que dirigen el instituto no me han tomado en serio. ¡Y eso que he buceado por todas partes e incluso les he llevado algunos ejemplares interesantes! Pero claro… yo no soy más que un cocinero, no tengo formación…
Orfeo pensó entonces en el día en que vio a Finopico por primera vez, precisamente en las puertas del instituto. Recordó oírle refunfuñar contra los sabihondos bigotudos; ahora, por fin comprendía los motivos de su resentimiento.
—Es injusto —sentenció Orfeo—. ¿Para qué harán falta tantos diplomas y títulos honoríficos?
—Muy bien dicho —respondió Finopico—. Pero todavía tengo esperanzas de convencer a esos señores sabios. Tomad, mirad la página 243…
Orfeo buscó la página.
—¿Veis este grabado, abajo a la derecha?
—¿El del pez grande con la-boca abierta?
—Según el autor, este pez no existe. No es más que una invención de los viejos marinos de Polvaquia. Una quimera. Orfeo leyó en voz alta el texto a pie del grabado:
GOBIMA DE LAS PROFUNDIDADES ƒ. — Llamada así por la tripulación de un velero polvaquiano al regreso de una expedición a Orniente. Según ellos, el animal medía entre cinco y diez metros y presentaba una doble hilera de dientes afilados. De aspecto liso y piel translúcida, la gobima tendría además dos colas independientes. Habría aparecido a varias millas de la costa, en un punto en el que el mar no tiene fondo. No hay más testimonios.
—¡Bueno, bueno! —exclamó Finopico, alborozado—. ¿Qué me decís, capitán? ¿No os parece que esta gobima merece toda nuestra atención?
—Por supuesto… —dijo Orfeo, con poca convicción.
Finopico siguió diciendo con exaltación:
—¡Ojalá pudiera encontrar a este animal! ¡Ojalá pudiera llevar un ejemplar a Galnicia! ¡Ojalá pudiera entrar con la cabeza bien alta en el instituto y poner esta supuesta quimera ante los bigotes de esos sabios engreídos! ¡Por fin me tomarían en serio!
Al oírle hablar así, Orfeo comprendió que, para Finopico, aquellos peces representaban mucho más que simples curiosidades biológicas.
—¡Qué cara pondrían! —exclamó, con la mirada fija en las estrellas—. ¡Sí, señor! ¡Cómo se asombrarían ante mi descubrimiento! ¡Cómo me envidiarían! ¡Cómo se postrarían a mis pies como gusanos! ¡Yo, el pobre cocinero sin fortuna y sin diploma, les haría tragarse su desprecio a todos esos mentecatos!
Soltando de pronto el timón, se arrodilló delante del cofre, junto a Orfeo. Una chispa de locura le bailaba en los ojos como un fuego fatuo en una tormenta.
—¡Ya veis, capitán, cuánto odio a esos sabios! ¡Allí están, apoltronados en los sillones del instituto, que van pasando de padres a hijos, desde hace generaciones! ¡Nos miran por encima del hombro, juzgándonos y burlándose de nuestras ambiciones, pero un día tendré mi venganza! ¡Y gracias a la gobima!
Entonces se calmó de pronto y acarició con mano temblorosa la página 243.
—Tranquila, preciosidad —le dijo al grabado—. Ya sé que no tienes muchas ganas de terminar en el museo y que prefieres retozar en las aguas negras de los océanos, pero paciencia… Hace tantos años que te sigo… Estoy seguro de que las divinidades acabarán oyendo mi voz y que al final nos encontraremos, tú y yo, como dos viejos enemigos. Cuando llegue ese momento, te capturaré. ¡Y entonces entrarás en los manuales oficiales con el nombre magnífico de Finopicuum de profundis!
Cuando hubo recuperado el aliento, cerró el libro con pesar y se puso en pie.
—Todos tenemos nuestros secretos —dijo entonces, más comedido—. No siempre son confesables, pero… es bueno compartirlos de vez en cuando. ¿Verdad, capitán?
Ya despuntaba el alba, trazando sobre el horizonte un reguero lechoso.
De pronto Finopico parecía muy cansado. Orfeo se puso al timón y le dio permiso para retirarse. Entonces, con la espalda encorvada, el pelirrojo se separó del capitán sin decir nada más y desapareció por la escotilla. Llevaba el libro bajo el brazo, con tanto cuidado como si se tratara de un bebé.
Perplejo, Orfeo dejó que su mirada se perdiera en la inmensidad del cielo que palidecía. ¿No se habría vuelto loco Finopico de tanto buscar aquel pez quimérico?
Entonces se encogió de hombros. No, Finopico no estaba más loco que cualquier otro. Perseguía su sueño, como todos los demás tripulantes de la Fábula. El suyo era la gobima. El de Malva, Elgri-la. El de los gemelos, un secreto leído en las cartas de una vidente… «Y el mío?», pensó Orfeo. Una vez más, se acordó de su padre. ¿Cuándo dejaría de avergonzarse del pasado? Finopico le había dado muestras de su confianza, mientras que Orfeo no podía desprenderse de aquella sensación incómoda de que no era más que un impostor, un usurpador, y de que no merecía ser el capitán de la Fábula.
Así se quedó durante largos minutos, absorto en sus pensamientos. Sin embargo, cuando salió el sol, acogió los primeros rayos en los ojos con una especie de alegría. De día, le parecía que sus pensamientos eran menos confusos y que de nuevo podía respirar libremente. Puso las manos en el timón y suspiró.
Malva y Lei empezaron a moverse. Cuando sacaron la cabeza de debajo del chaquetón, entornando los ojos, Orfeo las saludó con la mano. Las dos sonrieron.
—¡Hoy es un nuevo día! —les dijo alegremente—. ¡El viento nos mece y seguimos con vida! ¡Viva la Fábula!
Las chicas se pusieron en pie de un salto y fueron a hacerle compañía.
—¡Gracias, Lei! ¡La herida se me ha curado del todo! —siguió diciendo Orfeo con el mismo tono entusiasta—. ¡Y nunca me he sentido mejor! ¡La próxima vez que vea al arconte, seré yo quien le haga probar mi sable, palabra de Mac Bott!
Lei sonrió. ¡Al salir el sol, todo parecía muy hermoso!
—¡Mirad! —dijo entonces Orfeo, abriendo los brazos—. El cielo está limpio. Hemos superado nuestros miedos y nuestras penas. ¡Catabea tendrá que aguantarse! ¡Hoy no hay ni una sombra en el horizonte!
Malva lo miró con una sonrisa tímida en los labios. El buen humor y la vitalidad de Orfeo le hacían un bien inmenso. Quedaban todavía cuatro piedras de vida en el nokros, lo que seguramente significaba que todavía no podían cantar victoria, pero ella prefería creer que él tenía razón. ¿Y si la salida del Archipiélago se encontraba allí mismo, justo delante de sus ojos? ¿Y si bastaba con mantener el rumbo?
Mientras Orfeo seguía gritando y lanzando desafíos a Catabea, Babilas y los gemelos se presentaron en cubierta, con la noche todavía envolviéndoles el cuerpo. El sol les brindó su bienvenida. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, habían podido dormir lo suficiente y sus caras parecían relajadas, descansadas. Orfeo les dio los buenos días con voz atronadora y la tripulación se reunió en la proa para contemplar el horizonte. La sonrisa no se les despegaba de los labios.
Aquella mañana, si bien por motivos frágiles, la esperanza volvió a dominar los corazones atormentados de los viajeros.
Transcurrieron dos días sin que sucediera nada. La Fábula no encontró ninguna isla, ninguna nave, ningún escollo. En su litera, Malva observaba el goteo del ácido mórbico del nokros, dividida entre el deseo de creer que se habían liberado definitivamente del Archipiélago y el temor de ser sus rehenes todavía. En función de a cuál de las dos hipótesis se dirigieran sus pensamientos, se llenaba de gozo o de impaciencia, se relajaba o se angustiaba, y sus cambios de humor sorprendían a todos los demás.
—Vamos, principetta —le repetía Finopico—, alegrad esa cara. ¡Mirad lo que os he traído!
El cocinero, que aprovechaba la calma para pescar con asiduidad, exhibía ante ella toda clase de peces, a cual más extraño. Algunos eran minúsculos, azules y puntiagudos como el filo de un puñal, otros enormes y redondos como globos. Finopico catalogaba incansablemente los ejemplares, los dibujaba, los describía y, cuando había terminado el estudio, los echaba al agua hirviendo para preparar una sopa. En secreto, esperaba encontrar la gobima de las profundidades en aquel océano extraño. Pero para ello debería pescar y pescar, y luego seguir pescando.
Orfeo mantenía el rumbo sin mucha convicción. En aquella parte desconocida del mundo, las estrellas no eran las mismas, el sol se tomaba los puntos cardinales a guasa y ya nadie lograba orientarse. Había que fijarse un objetivo al azar y esperar. Todo lo que hiciera falta.
La segunda noche, no obstante, cuando se acercó a Chanclo para relevarle de la guardia, Orfeo notó un cambio en la atmósfera. El viento había cambiado de dirección y se había enfriado de pronto.
—¿Qué ocurre, capitán? —dijo con preocupación Chanclo, sin soltar el timón.
Orfeo frunció el ceño y le recomendó que estuviera bien atento. Al mismo tiempo, se oyó un ruido acuático bastante extraño, seguido de un movimiento del oleaje que sacudió el casco.
En su camarote, Malva no lograba conciliar el sueño. Viendo el ácido mórbico corroer las tres últimas piedras de vida, no podía evitar pensar con espanto en la muerte. También pensaba en Filomena, Elgri-la y los baigures, y una nostalgia terrible le oprimía la garganta. Cuando notó la sacudida contra el casco, se incorporó de golpe en su litera.
Tenía la frente cubierta de sudor y el corazón se le salía del pecho. Salió sin pensárselo dos veces y subió a cubierta. Orfeo estaba apoyado en la barandilla de proa, con un farol en la mano.
—La Fábula está siendo arrastrada por una corriente cada vez más fuerte —anunció al ver a Malva—. Mira.
La joven se acercó. A pesar de la falta de luz, podía distinguir el amplio curso del oleaje. Un bramido continuo provocaba la sensación de que alguna fiera rugía bajo la quilla. Era como si el buque estuviera encima de unos rieles y siguiera una vía invisible de la que no pudiera apartarse.
—Nos hemos desviado —explicó Orfeo—. Y no sopla ni una brizna de viento, así que no hay manera de luchar contra la corriente.
—Y eso que hay allí, ¿qué es? —preguntó Malva, que había levantado la vista.
El cielo estaba clareando un poco, de forma que podía distinguirse una forma oscura que se erguía sobre el agua.
—¿Otro barco?
—Tal vez —murmuró Orfeo—. Es verdad que se mueve, pero…
Se quedaron un rato en silencio, observando la forma que se acercaba. Entonces empezaron a delimitarse sus contornos. No era un barco.
—Parece una… ola —dijo Malva.
Orfeo se estremeció. ¿Una ola? ¿Aquella cosa vertical que se movía y era tan alta como el palo mayor de la Fábula? Orfeo se dio la vuelta y se dirigió a Chanclo:
—¡Ve a despertar a los demás! ¡Date prisa!
Sin pedir más explicaciones, Chanclo dejó el gobernalle y se abalanzó hacia la escotilla, mientras Orfeo y Malva, uno al lado del otro, observaban el avance del extraño fenómeno que amenazaba con cortarles el paso. El corazón les latía al mismo ritmo, rápido, muy rápido. Por un momento, Malva tuvo ganas de arrimarse más a Orfeo en busca de consuelo, pero no se atrevió.
—¿Tienes miedo? —preguntó él.
—Un poco.
Orfeo se colocó detrás de ella y la rodeó suavemente con sus brazos. Un escalofrío recorrió la nuca de la chica.
—¿Y ahora? —preguntó Orfeo—. ¿Todavía tienes miedo?
Las palabras afluyeron desordenadamente pero se quedaron bloqueadas en la garganta de Malva. Sólo un suspiro le salió de los labios. Renunciando de pronto a luchar contra sus propios sentimientos, la chica se abandonó al calor y a la suavidad del cuerpo de Orfeo. Durante un instante, ya no vio nada: ni el mar, ni el amanecer, ni la ola que seguía creciendo. El mundo entero dejó de existir. Se sentía como en una burbuja, ingrávida; su espíritu y su corazón latían al mismo ritmo y se convertían en uno. Por contradictorio que pareciera, nunca se había sentido tan cerca de la felicidad.
Pero aquel instante no duró mucho.
Babilas, Finopico, Peppe y Lei, avisados por Chanclo, irrumpieron en el castillo de proa dando gritos. Entonces, la burbuja en la que flotaban Orfeo y Malva explotó bruscamente, la calidez dio lugar al espanto y la realidad les saltó a la cara: la Fábula se abalanzaba hacia la enorme ola… o viceversa.
—¡Gorchnaim ei arthan! —exclamó Babilas, saltando hacia el gobernalle—. ¡Cypell olc bung!
—¡Nosotros, condenados! —tradujo Lei con voz entrecortada.
Orfeo corrió al timón a ayudar a Babilas, que intentaba desesperadamente corregir la trayectoria del navío. Uniendo sus fuerzas, consiguieron hacer girar la rueda, pero no fue suficiente. La ola se hinchaba a medida que avanzaba y su cresta espumosa se elevaba cada vez más alto hacia el cielo pálido. Faltaba poco para que les cortara el camino.
—¡Amarraos! —ordenó Orfeo al comprender que no tenían ninguna posibilidad de evitar la ola—. ¡Es lo único que podemos hacer para no morir ahogados!
Entonces corrió a desenrollar escotas y cabos, los hizo pasar por las muescas del cabrestante y por los guardacabos y luego lanzó los cables a sus compañeros. De repente, se dio cuenta de que Al no estaba con ellos.
—¿Al? ¡Al! —llamó—. ¿Dónde se habrá metido ese condenado perro?
—¡Está durmiendo en la entrecubierta! —respondió Finopico, esforzándose en atarse un cabo alrededor de la cintura.
Orfeo lanzó una mirada rápida a la ola. Con lo que tardaría en bajar, arrastrar a su perro y atarlo, se arriesgaba a no tener tiempo de ponerse él mismo a salvo.
—¡Capitán! —exclamó Lei—. ¡Yo no sé cómo hacer esto!
La chica rubia se había enrollado torpemente el cuerpo con las escotas y agitaba los cabos frenéticamente.
—¡Ve a buscar a Al! —dijo entonces Malva a Orfeo—. ¡En el Estafador aprendí a hacer nudos!
Dicho esto, se desató y corrió a ayudar a Lei. Orfeo vaciló, pero al ver que Malva se las apañaba sobradamente, bajó corriendo por la escalera de la escotilla. Encontró al enorme san bernardo entre dos cofres, tendido en el suelo, con la lengua fuera y la respiración pesada.
—¡Ven aquí! —le ordenó—. ¡Ven ahora mismo, por la Santa Quietud!
Cogiendo a Al por el collar, empezó a tirar de él hacia la escalera, pero el animal no parecía demasiado convencido. Se puso a gruñir y a mostrar sus colmillos amarillentos. Orfeo notó un sudor agrio cayéndole por la espalda. Sentía la inminencia de la catástrofe. Durante unos minutos, insistió, tiró, suplicó e insultó a su perro sin resultado. El san bernardo se rebelaba contra él, como de costumbre.
—¡Hala, pues peor para ti! —le espetó Orfeo, soltándole el collar.
Fuera de sí, subió los escalones de la escalera de cuatro en cuatro. Cuando salió a cubierta, Malva y Babilas estaban arrodillados junto a los gemelos, anudando los cabos al cabrestante. Tras ellos, la ola erguía su muro azul. Babilas estaba amarrado, pero nada ataba a Malva al barco.
—¡Átate! —bramó Orfeo, precipitándose hacia ella.
Tuvo el tiempo justo para coger un cabo, pasárselo alrededor del cuerpo, agarrar a la chica por la cintura y aferrarla contra sí con todas sus fuerzas. La ola alzó la Fábula, la atrajo, la desequilibró. Orfeo cayó rodando sobre la cubierta. Sus brazos apretaron más fuerte a Malva. Gritos de terror le martillearon los tímpanos en el momento en que la ola cayó estrepitosamente sobre la cubierta. Era como si una andanada de balas de cañón se abatiera sobre el barco. Los gritos agudos de Lei y de los gemelos quedaron rápidamente absorbidos por la enormidad de la colisión.
La Fábula dio un bandazo a babor, después a estribor y luego estuvo a punto de volcar completamente. El impacto fue de tal violencia que Orfeo se sintió arrancado del suelo. Las olas lo barrieron, lo arrastraron y lo alzaron como si nada. El agua le entró en la nariz y la boca, tiró de él en todas direcciones, lo hizo rodar, lo atravesó y finalmente lo dejó totalmente exhausto.
Cuando recobró el conocimiento, estaba tumbado sobre el castillo de proa. Un silencio absoluto le taponaba los oídos. Escupió agua, tosió, hipó y tuvo ganas de vomitar. «Malva… Malva…», murmuraba una voz insistente en su cabeza. Sus brazos se aferraron al vacío. La principetta había desaparecido.
Al contrario que Orfeo, Malva no había perdido el conocimiento. Cuando notó que él la soltaba, intentó agarrarse al barco, pero la ola llevaba demasiada fuerza. La corriente la había tomado entre sus brazos líquidos con una fuerza extraña, casi suave, y se la había llevado lejos del navío a una velocidad portentosa.
Por un momento, Malva tuvo la sensación de volar, de cabalgar sobre la cresta de espuma como si fuera una montura. Vio el cielo sobre ella, deslizándose a toda velocidad. Vio los colores del sol naciente, las últimas brumas matinales deshilachándose a su alrededor, como si fueran de algodón. No se resistió. En ningún momento llegó a sentir miedo de verdad. Algo en su interior le decía que aquella ola sobrenatural no había aparecido para matarla, que no iba a ahogarse, que no iba a morir. De momento.
La espuma la arrastró, la propulsó durante un buen rato. Después, la ola pareció remitir y la cresta fue inclinándose poco a poco. Finalmente, depositó suavemente a la chica sobre una playa y luego la abandonó allí.
Malva se quedó tumbada en la arena, con los ojos cerrados, un poco aturdida. El sol le secó la ropa rápidamente. La muchacha paró de temblar, estiró los miembros y dejó que el calor que irradiaba la playa se prendiera en su piel. La resaca la mecía. De vez en cuando, oía pájaros piando, y alas y ramas agitándose. ¡Qué sereno y calmado parecía todo después del miedo y el estruendo! ¡Qué maravilla dejarse embriagar por el sol, sin preocuparse de nada más que de su propio bienestar! Por mucho que Malva se repitiera que la Fábula podía haber naufragado, no sentía ningún tipo de inquietud. Todo lo que le importaba en aquel momento era sentir la arena bajo sus pies, bajo su vientre, bajo sus mejillas, y aquella tenue brisa algo azucarada que le entraba tímidamente por la nariz. La paz se le había asentado en el corazón, casi a su pesar. Se sentía bien.
Al cabo de un buen rato, abrió los ojos y se incorporó.
Se encontraba en una playa de arena blanca que contorneaba el arco perfecto de una bahía. Bordeando la costa había árboles de ramas gráciles e inclinadas que sostenían frutas rojas o marrones. Una construcción en forma de cono se erguía por encima de los árboles.
En un estado como de trance, Malva dio la espalda al mar y, casi olvidando lo que acababa de pasar, empezó a andar hacia la construcción. Había crecido vegetación sobre la cúpula, creando una especie de cabellera ondeante. La piedra ocre de la fachada estaba ornamentada con una multitud de estatuillas que representaban a hombres o a animales y parecían contar la historia antigua de un pueblo desaparecido. ¿Sería un templo? ¿Un lugar de culto dedicado a las divinidades, una simple residencia o la sepultura de un rey? Unas aves rojas daban vueltas por encima, planeaban en torno a las copas de los árboles y se posaban de vez en cuando sobre la punta de piedra del edificio.
Malva se detuvo frente a la puerta monumental que señalaba la entrada. Entonces vaciló por un momento: ¿debía penetrar en el interior? ¿Y si turbaba la paz de aquel lugar? Finalmente decidió rodearlo. Ya volvería más tarde; de momento le pareció más importante explorar el resto de la isla.
Dejó la playa para aventurarse en el monte bajo. Los únicos sonidos perceptibles eran los de los pájaros colorados y el viento al agitar las ramas.
No tenía miedo. Andaba sin preocuparse de nada. Aunque nunca había puesto los pies en aquel sitio, se sentía segura en él, como si fuera un lugar conocido.
El bosque se abrió para formar un claro. En el centro, rodeado por árboles de troncos lisos, Malva descubrió un lago de aguas burbujeantes y humeantes. El corazón le latía con fuerza en el pecho. Las palabras del viejo Bulo, el marinero del Estafador, le volvieron a la memoria. ¿No había evocado la presencia de un lago parecido a aquél en… Elgri-la?
Malva se acercó a la orilla, se arrodilló y aspiró los vapores que flotaban en la superficie del lago. Emitían un olor suave, de fruta y miel. La chica sumergió la mano en el agua tibia y, cuando la sacó, observó que tenía la piel más suave, fina como la de un niño pequeño.
—El lago Barath-Thor —murmuró, maravillada.
Volvió a ponerse en pie, con el corazón acelerado. ¿Cómo podía haberse producido aquel milagro? ¿Cómo podía haberla conducido aquella ola exactamente al lugar al que soñaba ir? Era totalmente incomprensible, pero a Malva ya no le cabía duda: ¡estaba en Elgri-la!
Llena de vigor y entusiasmo, salió del claro y echó a correr por la pendiente que ascendía por la isla. Un camino de hierba suave se dibujaba bajo sus pies y, aunque era bastante escarpado, no le costó nada subir por él. Los árboles fueron dispersándose para dar lugar a prados atravesados por riachuelos. Malva alzó la vista. Como esperaba, en lo más alto de la isla, erguido sobre un montículo floreado, se alzaba un árbol de tronco recio y ramas pesadas. ¡Todo coincidía plenamente con el relato del viejo Bulo!
Con una alegría indescriptible, atravesó los ríos, corrió por entre las flores, saltó sobre las rocas. Cuando llegó al pie del árbol, casi no estaba cansada. Echándose a reír, se puso a bailar sobre la hierba hasta marearse. Luego se apoyó en la corteza rugosa del tronco y pegó la mejilla a ella.
—¡Estoy en el monte Ur-Tha! ¡Estoy en el monte Ur-Tha! —se repetía. Nunca se había sentido tan embriagada.
La isla se extendía a su alrededor en toda su belleza majestuosa. Los pájaros de plumaje colorado trazaban arabescos por encima de los árboles, los ríos cantaban entre las rocas cristalinas, el mar acariciaba la bahía con su cabellera ondulada y todo parecía puro, intacto. Elgri-la era precisamente eso: un remanso de paz y encanto, un refugio en calma, lejos de todo lo que había hecho desgraciada a Malva hasta entonces. Allí nadie podía obligarla a casarse con quien no quería ni a ser lo que no era. Allí todo era posible.
Recordando la promesa que se había hecho, Malva saltó a las ramas del árbol milenario. Trepó por el tronco hasta lo más alto, hasta la última rama, y allí se sentó a horcajadas para contemplar el mundo. ¡Si lo que decía el viejo Bulo era cierto, iba a obrarse el efecto mágico del árbol!
Nada más instalarse en la rama, notó un picor en los ojos y luego una especie de escozor que le arrancó una mueca. Pero no cerró los párpados, porque quería ver…
—¡Galnicia! —dijo, volviéndose hacia el sol naciente.
Abriendo los ojos de par en par, vio surgir entonces frente a ella la silueta familiar de la Ciudadela: sus murallas y torres alzándose en la cima del acantilado, su aspecto intimidante de gran ave rapaz y, más abajo, los meandros plateados del río Gdavir. La impresión fue tan fuerte que Malva tuvo que agarrarse a la rama para no caer. Sintió vértigo, náuseas, mareo. Respiró lentamente, sin permitirse cerrar los ojos en ningún momento.
Ahora veía los jardines de la Ciudadela, la fachada sur y las primeras casas de la Ciudad Baja, que se desplegaban bajo su sombra. Los árboles de los huertos habían perdido las hojas, como en pleno invierno. Los surtidores de los estanques estaban callados y nadie se paseaba por las terrazas. Todo estaba gris, apagado, inmóvil. En los pináculos de la Ciudad Alta doblaban las campanas sin cesar.
«Habrá muerto alguien», pensó Malva con un escalofrío. Desvió ligeramente la mirada y distinguió un cortejo que descendía hacia uno de los puentes. Una multitud difusa seguía una carreta cubierta con una mortaja. Un santo diáfice conducía aquel carruaje traqueteante. Tras él, rodeado de soldados armados, avanzaba…
—¡El coronado!
Como ahuyentada por aquel grito, la visión se nubló y la imagen de Galnicia se disipó en una especie de bruma fría.
Malva sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Si el coronado encabezaba el cortejo fúnebre, entonces bajo la mortaja debía de yacer alguien importante… ¿Sería la coronada?
—¿Ha muerto… mi madre? —exclamó Malva.
Un silencio apacible respondió a su pregunta. Se cubrió los ojos con la mano hasta recuperar el aliento y, azorada, dirigió la mirada a otra parte.
—¡Quiero ver a Filomena! —exigió con una voz algo temblorosa.
De nuevo se puso en marcha la magia del árbol: el picor, el escozor fugaz y luego una sensación extraña de ser transportada por el espacio…
Una inmensa llanura de hierba corta, barrida por el viento y salpicada de nieve, apareció ante los ojos de Malva, que reconoció inmediatamente la Gran Estepa Aciciena en la que había viajado en compañía de los baigures. El corazón se le aceleró. Cuando la visión se hizo más nítida, percibió un campamento de tiendas de piel de oryak, en cuyo centro se elevaban volutas de humo negro. En torno al fuego se habían reunido unos jinetes armados que enrojecían las puntas de sus lanzas en las brasas haciendo girar los mangos. Malva reconoció entre ellos a Uzmir. La apuesta cara del kansha supremo parecía amarga y endurecida.
Malva desvió ligeramente la mirada. De una de las tiendas acababa de surgir una joven cubierta con un pesado abrigo de piel. Por unos segundos, Malva no estuvo segura de haberla reconocido, y sin embargo… sin embargo ¡era Filomena! «¡Si este árbol no miente, está viva!», pensó Malva con profundo alivio.
Filomena se acercó al círculo formado por los jinetes y ocupó su sitio al lado de Uzmir. Entonces, los hombres retiraron las lanzas del fuego y un cántico salió de sus gargantas. El kansha lanzó un grito y todos sus compañeros se dispersaron. Sólo Filomena se quedó quieta, mirando las llamas con la cabeza baja.
«Está llorando…», pensó Malva mordiéndose el labio.
Los jinetes saltaron a unos caballos escuálidos y partieron al galope en formación cerrada detrás del kansha. Uzmir se había puesto de pie sobre la grupa de su montura blandiendo su lanza. Malva comprendió entonces que los baigures no partían a la caza. Las lágrimas de Filomena lo decían todo… ¡Uzmir y los suyos estaban en guerra!
Malva cerró los ojos, con el pecho oprimido. No le hacía falta ver contra quién luchaban los baigures; ya lo sabía. Los amoyedas y las tropas de Temir-Gaí se habían aliado sin duda tras el incendio que devastó el harén, y ahora el pueblo de Uzmir tenía que combatir en todos los frentes.
Malva se removió incómoda en la rama. Todas aquellas visiones le dejaban un regusto amargo en la boca. La alegría que había sentido poco antes la había abandonado y su corazón se ahogaba en una tristeza sin fin. Apretó los dientes, volvió a abrir los ojos, alzó la cabeza al sol y dijo:
—¡El arconte! ¡Quiero ver dónde está el arconte!
Un doloroso destello dio paso a un bajel de bambú trenzado y velas oblicuas, muy distinto a todas las embarcaciones que había conocido hasta entonces. Sobre la cubierta yacían unos cuerpos inertes y ensangrentados. Al oír unos gritos, se sobresaltó. En la popa del barco se escenificaba el último acto de una batalla sin cuartel.
El arconte, de pie sobre un cofre, con la túnica abierta sobre el torso sudoroso, agitaba sus sables frente a sus adversarios. Se enfrentaba a dos marineros agotados y heridos, que se apoyaban el uno en el otro en un último esfuerzo. El odio deformaba los rasgos del arconte. Tenía una herida en el cráneo rapado, pero no parecía desfallecer. Se abalanzó sobre uno de los marineros, y Malva estuvo a punto de cerrar los ojos cuando el hombre clavó la hoja en el vientre del desdichado. El último superviviente de la tripulación se desplomó también sobre la cubierta y soltó su arma. Aunque estaba al límite de sus fuerzas, consiguió arrastrarse tras el mástil mientras el arconte recuperaba el puñal del hombre que acababa de matar. Horrorizada, Malva vio avanzar al arconte lentamente, con los labios apretados. El marinero temblaba y rogaba a su verdugo que se apiadara de él, pero Malva sabía que toda súplica era inútil. El arconte no sentía piedad alguna.
Cogiendo al hombre del pelo, le hundió el puñal en la garganta. Acto seguido, se dirigió con paso rápido hacia la proa del barco y se puso a buscar algo bajo un montón de velas amontonadas. Entonces sacó un objeto que Malva reconoció inmediatamente: un nokros que todavía contenía algunas piedras de vida. Alzó su trofeo al cielo, triunfal. ¡Gracias a aquel nokros robado, podía ganar tiempo para retrasar el plazo de Catabea y evitar el Encierro!
Al borde del desmayo, Malva cerró los ojos y rompió a llorar sobre la rama. Las escenas de las que acababa de ser testigo impotente le revolvían el estómago. Pasó un rato sollozando, sola en el árbol, abrumada por la cólera y el dolor. La cara de Uzmir se le aparecía aún, demacrada y pesarosa, o la visión de Filomena, abandonada junto a aquel fuego que languidecía sobre la estepa helada. Y luego, las imágenes de Galnicia, gris, invernal, la Ciudadela, los jardines frutales, las callejuelas, toda aquella parte de su infancia que había querido olvidar pero que seguía clavada en su corazón como la punta de una flecha. Apretó los puños y aporreó la rama hasta que le sangraron las manos.
Pasó mucho tiempo antes de que Malva encontrara fuerzas para levantarse. Retrocedió para apoyarse en el tronco, respiró profundamente y contempló el paisaje que la rodeaba. La suavidad de los valles y los prados, la calma de los bosques, el frescor de los arroyos e incluso el esplendor de la bahía de Dao-Boa le parecían irreales. Casi se podía decir que tanta belleza le dolía. Ya no comprendía qué era lo que la había empujado a llegar hasta allí. ¿Cómo podía haberse ido de la playa sin preocuparse por la suerte de sus compañeros de la Fábula?
Malva miró al mar.
—Quiero ver… a Orfeo —murmuró al fin.
Sus ojos se agrandaron, sus pupilas se dilataron y volvió a manifestarse el prodigio del monte Ur-Tha al hacer aparecer ante ella las velas remendadas de la Fábula.
La ola había golpeado el buque con tanta fuerza que había destrozado las barandillas de popa. Sin embargo, en la cubierta estaban todos los pasajeros, vivitos y coleando: Orfeo, Lei, Babilas, Chanclo, Finopico, Peppe e incluso Al, que iba dando vueltas y soltando gañidos roncos. Parecían desamparados, afligidos. Cuando se fijó mejor en sus caras, Malva se dio cuenta de que estaban llorando. Orfeo escudriñaba el oleaje, aferrado a la batayola rota. Su semblante inspiraba tanta angustia que la muchacha se quedó totalmente trastornada. Peppe y Chanclo, con la cara empapada de lágrimas, la llamaban por su nombre: Malva, Malva, Malva…
—¡Creen que estoy muerta! —exclamó.
Entonces, la visión desapareció, y Malva se vio de nuevo sola en el árbol, incapaz del menor gesto.
—¡Creen que estoy muerta! —repitió.
Tenía ganas de gritar, pero no le quedaban fuerzas. Las piernas le temblaban cuando se dejó caer por el tronco hasta abajo. El contacto del suelo la tranquilizó un poco. Se arrodilló en el musgo y miró al cielo. Hacía tan buen día, soplaba una brisa tan suave… ¿Cómo podía experimentar tanta tristeza ahora que por fin había llegado a Elgri-la?
Desesperada, desanduvo el camino que llevaba a la bahía adonde la había arrastrado el oleaje unas pocas horas antes. Sus ojos ya no veían los ríos, sus oídos ya no prestaban atención a los pájaros y su corazón estaba encogido como un animalillo frágil y asustado.
Cuando se acercó a la playa, se dirigió sin vacilar al templo de piedra ocre. Ignoraba lo que encontraría allí, pero el instinto le ordenaba entrar. Empujó la pesada puerta de madera, que giró sobre sus goznes con un gemido. El interior estaba oscuro y frío. Unos haces de luz caían del techo, agrietado por las raíces que crecían encima. Algunos insectos zumbaban alrededor de Malva mientras ella se iba adentrando.
En el centro de la única sala había un pedestal de piedra cubierto de musgo y telarañas. Sobre el pedestal algo brillaba. Al principio, Malva creyó que era un resto de luz que entraba por algún sitio. Luego alzó la vista hacia la bóveda del techo y examinó las grietas. No, aquello no era un rayo de sol. Se acercó más y entonces descubrió una larga varilla de cristal puro, clavada en la piedra del pedestal. Sus facetas talladas emanaban una luz intensa, casi deslumbrante.
Malva contempló un buen rato el cristal, fascinada por su forma perfecta y su destello misterioso. La luz parecía proceder del interior. Dentro de aquel objeto había algo vivo, una especie de latido parecido al de un corazón. Alargó la mano y rozó la superficie lisa.
Apenas entraron sus dedos en contacto con el cristal, Malva se sintió irradiada, atravesada por la luz. Todo lo que le había parecido confuso era ahora diáfano, simple, evidente. La envolvió un intenso sentimiento de bienestar: se sentía ella misma, decidida a quedarse a vivir allí para siempre, a construir su casa en aquel lugar, a cumplir sus sueños. La luz tenía el efecto de una revelación para ella. ¡Adiós a Filomena y Uzmir! ¡Adiós a Galnicia, adiós a la coronada! ¡Adiós a Orfeo y los tripulantes de la Fábula! Ella tenía que hacer su vida sin ellos, lejos de ellos. ¡Tenía que salvarse olvidándolos!
Malva se miró los dedos, apoyados en el cristal, y de pronto comprendió de qué se trataba.
—El vuth-nathor… —murmuró.
Conocía aquel nombre desde que el viejo Bulo lo había mencionado en el Estafador, justo antes del naufragio. Había evocado su destello, la había prevenido acerca de la fascinación que provocaba. El vuth-nathor había invadido sus noches y acompañado sus días. ¡Sí, ella lo recordaba todo! El anciano había querido apoderarse de aquel tesoro y aquello había provocado su desdicha: había sido expulsado de Elgri-la, condenado a perseguir el resto de su vida un sueño definitivamente fuera de su alcance, un simple recuerdo.
De repente, sintió miedo.
Con el corazón latiéndole con fuerza, retrocedió y se alejó del cristal.
Dio media vuelta y salió corriendo del templo. En la cabeza se le arremolinaban pensamientos contradictorios. Cuando regresó al sol del exterior, a la playa de arena blanca, a los árboles y los pájaros, ya no sabía qué debía hacer. Por un breve instante, el vuth-nathor le había iluminado el espíritu, pero no había durado mucho tiempo. Bastó con alejarse para que todo volviera a ser complicado, ambiguo, inextricable.
Se sentó en la arena, dobló las rodillas bajo la barbilla e intentó reflexionar. «Si me quedo aquí —se decía—, ¿qué ocurrirá? Me construiré una casa, hasta puede que consiga vivir libre… pero ¿tendré que vivir sola para siempre?»
De nuevo le entraron ganas de llorar. ¡Nada de lo que había soñado hasta entonces tenía ningún valor sin la presencia de aquellos a quienes amaba! ¡Se había equivocado! Había creído que la felicidad la esperaba allí, en Elgri-la, pero no había hallado otra cosa que una soledad inmensa y unos remordimientos infinitos.
Soltó un suspiro y se frotó la cara con las manos. Por otro lado, ¿qué ocurriría si renunciaba a Elgri-la? ¿Podría reunirse con Orfeo, Lei y los demás? Y, una vez a bordo de la Fábula, ¿no serían todos condenados al Encierro?
¿De qué serviría entonces volver?
Malva desplegó las piernas y se tumbó en la arena, mirando al cielo. Le parecía imposible tomar una decisión. Habría querido pedir ayuda, que alguien tomara la decisión por ella, o que la ola que la había arrastrado hasta allí volviera para llevársela, ¡aunque fuera para ahogarla! Habría querido que Orfeo apareciera en la playa, que se acercara a ella y la rodeara con sus brazos, como había hecho aquella misma mañana en cubierta…
—¡Orfeo! —llamó, desesperada.
Nadie le respondió, y su voz murió en su garganta. El silencio le susurraba en los oídos su murmullo infernal. Le dolía todo.
Al cabo de un rato, cuando ya se le secaron los ojos, Malva se puso de pie. Con las piernas temblorosas, volvió a la puerta del templo. Sin saber muy bien cómo, a fuerza de llorar y de revolcarse en la arena, había tomado su decisión. Entró en el templo, se acercó al vuth-nathor, puso las dos manos encima y tiró con todas sus fuerzas. La luz volvió a atravesarla y a iluminar su espíritu, pero se resistió a su llamada.
—¡Quiero volver con mis compañeros! —exigió—. ¡Mi lugar está a bordo de la Fábula!
El vuth-nathor empezó a brillar con más fuerza. Malva sintió un escozor en las palmas, un escozor cada vez más fuerte, insoportable, que le arrancó un grito y la obligó de pronto a soltar el cristal.
Nada había cambiado a su alrededor. El templo seguía en su sitio, húmedo y plagado de insectos.
—¡Quiero volver con ellos! —siguió gritando a las divinidades invisibles—. ¡Ésta no es la Elgri-la que yo quiero!
La calma y la penumbra le oprimieron el corazón. Hacía tiempo que allí ya no habitaba ninguna divinidad. Nadie podía responder a su petición.
Abatida, Malva salió del templo. ¿Le habría mentido el viejo Bulo? ¿Sería irreversible el poder del vuth-nathor? ¿Estaría condenada a quedarse allí para siempre, en aquella bahía de Dao-Boa que ya no tenía sentido para ella?
Entonces volvió a la playa. De pronto, cuando ya pensaba hundirse en el mar para terminar con todo, vio una vela que se acercaba a la isla. Una vela blanca y el palo mayor de una nave… ¡Era la Fábula! El corazón le latía con fuerza en el pecho.
—¡Estoy aquí! —gritó, agitando los brazos—. ¡Estoy aquí! ¡Venid a por mí, por la Santa Armonía!
Malva miró atrás y, en lo más alto del templo, vio brillar un rayo de luz cristalina como el foco de un faro en el mar. ¡Era aquel resplandor lo que estaba guiando a la Fábula!
La principetta saltó y agitó las manos hasta que distinguió las caras pálidas pero radiantes de Lei y los gemelos en la proa del navío. Reían y lloraban al mismo tiempo, mientras Babilas y Orfeo maniobraban en el alcázar de popa. Se adentró en el agua, primero andando y luego nadando, atraída por la Fábula como si fuera un imán. Finalmente, Orfeo dejó el gobernalle y desplegó la escalera de cuerda para que ella pudiera subir a bordo.
Cuando Malva asomó la cabeza por la borda, sus compañeros se agolparon a su alrededor. Al ladró, pero nadie fue capaz de pronunciar ni una palabra. Orfeo se limitó a abrir los brazos, y Malva se dejó caer en ellos, sin pudor, con un alivio y una felicidad indescriptibles.
—He vuelto —murmuró—. Pase lo que pase, me quedaré siempre contigo.
Entonces, la Fábula dio media vuelta y se alejó de las costas de aquella Elgri-la ilusoria cuyas promesas Malva había rechazado.
En el nokros, otra piedra de vida se había partido en dos. A la tripulación ya no le quedaban más que cinco días para encontrar la salida del Archipiélago…
Malva guardó silencio sobre lo que le había ocurrido. Al día siguiente, por mucho que los gemelos la interrogaron y le suplicaron, no obtuvieron respuesta. Las visiones que había tenido en el monte Ur-Tha atormentaban su memoria, y cada vez que cerraba los ojos volvía a ver las espléndidas costas de la bahía de Dao-Boa y experimentaba un sufrimiento indecible. No le quedó más remedio que tomar la pluma para escribir lo que sentía, encerrada en su camarote.
He abandonado mi sueño. He huido de Elgri-la. Si Filomena lo supiera, ¿qué pensaría de mí? ¡Yo que siempre le daba la lata hablándole de este país! Y ¿si no soy más que una soñadora permanentemente insatisfecha? ¿Una niña mimada? ¿Una principetta inconstante?
Y, sin embargo, no me arrepiento de mi decisión. Habría pasado demasiado miedo, sola en aquella isla… y además nunca me hubiera perdonado haber dejado la Fábula. Me habría sentido como una criminal. ¿Significa eso que me he movido por mi sentido del deber?
No.
Confieso que también era por… Orfeo.
No puedo decirles eso a los gemelos. Tengo la sensación de que me quieren mucho y que tendrían celos. Pobrecillos. De todos modos, nuestras pequeñas miserias pronto contarán muy poco. Cuando el Encierro se presente ante el barco, lo único que nos importará será tener ojos para llorar.
¿He cometido el mayor error de mi vida decidiendo volver a bordo?
Malva pensaba a veces que Catabea había querido salvarla provocando aquella ola y dirigiéndola a Elgri-la. A veces, por el contrario, pensaba que la guardiana del Archipiélago le había tendido una trampa, un señuelo. ¿Dónde estaba la verdad? En aquel universo de extrañas reglas, resultaba imposible saberlo. Siguió escribiendo:
Lo que he visto en el árbol me atormenta. Si mi madre ha muerto en mi ausencia, si Filomena es desdichada, si los baigures están en guerra y si el arconte mata para robar los nokros de los otros barcos, es por mi culpa. Soy responsable de todo este desastre. ¿Cómo voy a explicárselo a los demás? Tal vez ni siquiera Orfeo desee escucharme. Por eso, este diario será mi único confidente. Escribir es la única opción que me queda… ¡Cómo se enfadaría mi padre si me viera utilizar así la tinta y el papel! Querido coronado, ¿cómo podéis pensar todavía que lo que escribo no son más que cuentos sin fundamento?
Cuando hubo vaciado suficientemente el corazón sobre aquellas hojas, Malva se sintió mejor. Entonces miró el nokros. El ácido empezaba ya a hacer mella en la penúltima piedra de vida. «¡Ya está bien! —pensó, riñéndose a sí misma—. ¡Si no nos quedan más que tres días de vida, habrá que vivirlos!»
Salió de su camarote y subió a cubierta. La mañana ya estaba avanzada, el sol se acercaba a su cénit, hacía calor y las corrientes eran débiles. Siguiendo su costumbre, Finopico pescaba, con los pies apoyados en la barandilla de proa, la única que había quedado en pie tras el embate de la ola. Babilas estaba al timón, mientras Orfeo, Lei y los gemelos remendaban las velas dañadas.
—¿Puedo ayudaros? —se ofreció Malva, acercándose a ellos.
Orfeo le dirigió una sonrisa y los gemelos le hicieron sitio en seguida.
Malva iba a sentarse cuando Finopico soltó un grito de dolor. Inclinado sobre la barandilla, tiraba desesperadamente de la caña de pescar, pero el hilo se desenrollaba con tal rapidez que le había hecho un corte en la palma de la mano. Con la marinera llena de sangre, el cocinero llamó a Babilas para que acudiera en su ayuda.
—¡Éste es de los gordos! —gritaba—. ¡Un barbospada o una tibocuda!
La caña de bambú se doblaba por el peso del pez y el hilo terminó tensándose como una cuerda de piano. Babilas aseguró el gobernalle y corrió a agarrar la caña. Los dos hombres tiraron de ella, pero el pez se debatía con tal fuerza que ni siquiera consiguieron hacer que emergiera.
—¡Ya lo tenemos! —gritó Finopico, y empezó a dar vueltas al carrete mientras Babilas hacía de contrapeso.
Los gemelos y Malva se acercaron a la barandilla. En el punto donde el hilo se sumergía en el agua, vieron unos remolinos y unas burbujas enormes. El animal que se agitaba allí debía de ser de una talla impresionante.
—¡Cuidado, voy a soltar hilo! —avisó Finopico, aflojando un poco el carrete.
No obstante, justo entonces el hilo se tensó con tal brusquedad que estuvo a punto de romperse. Finopico, desequilibrado, se vio arrastrado por el impulso y Babilas tuvo que sujetarlo fuerte por la cintura para que no cayera por la borda.
—¡Ganeg hosgid! —blasfemó el gigante.
La cara convulsa de Finopico había palidecido. Las falanges de sus dedos estaban blancas por el esfuerzo y tenía las sienes inundadas de sudor, pero no desistió.
—¡Increíble! —exclamó—. ¡Nunca había visto un pez tan fuerte! ¿No será… tal vez… una gobima?
Babilas y él siguieron luchando un buen rato, gritando, jadeando, insultando al mar y al cielo, mientras los demás miembros de la tripulación seguían la batalla con miradas de fascinación. Bajo la superficie espumosa del agua podía intuirse al animal tirando y sumergiéndose, luchando sin descanso por su supervivencia. Orfeo, que se había unido a los demás, presenciaba la escena con cierto malestar.
—Tal vez debieras abandonar —le sugirió al fin al cocinero—. Este animal es más fuerte que tú.
Finopico dirigió hacia él su cara enrojecida.
—¿Abandonar? ¡Nunca! ¡Id a por los arpones! ¡Hay que pincharlo y debilitarlo!
Orfeo lanzó una mirada de contrariedad a la superficie del agua.
—Está bien —suspiró—. Intentémoslo.
Los gemelos corrieron a la gambuza y volvieron con los arpones que Finopico había fabricado en la isla de Jahalod-Rin. Entretanto, Babilas había enrollado una escota en torno a la cintura de Finopico y amarrado el otro extremo al eje del cabrestante para evitar que el cocinero se inclinara demasiado sobre la borda.
—¡Lanzad los arpones! —ordenó éste.
Chanclo y Peppe apuntaron y arrojaron a las aguas turbulentas los arpones, que desaparecieron entre los remolinos.
—¡Otra vez! —gritó Finopico.
Los gemelos apuntaron de nuevo y, esta vez, los arpones dieron en el blanco. Los proyectiles se quedaron clavados verticalmente en el agua y entonces emergió una enorme aleta dorsal, negra y reluciente, dentada como un cuchillo de cocina. Finopico lanzó un grito de victoria, pero su alegría duró poco.
Bajo el efecto del dolor, el monstruo corcoveó, dio un violento coletazo a la superficie y saltó hacia delante. La caña de Finopico chirrió, pero no cedió. Un fuerte tirón sacudió de pronto la Fábula. Y entonces el navío cobró velocidad.
—¡Nos está arrastrando! —exclamó Orfeo, atónito.
Malva y Lei, igual de asombradas, se sujetaron a la barandilla. El enorme pez, herido y furioso, tiraba de la Fábula en su huida desesperada, mientras Finopico, aferrado a su caña, soltaba gritos de furia.
—¡Suéltalo! —ordenó Orfeo.
—¡No! —replicó el cocinero—. ¡Antes, muerto!
Babilas se había echado atrás, sobrecogido tanto por la fuerza del pez como por el empecinamiento de Finopico.
El casco de la Fábula surcaba las aguas a una velocidad increíble. La caña de pescar vibraba, la aleta del monstruo marino cortaba las olas, Finopico gesticulaba de dolor o tal vez de exaltación y los demás tripulantes, pálidos de espanto, sentían el viento y las olas azotándoles la cara.
De pronto, en el horizonte se irguieron unas masas rocosas, negras y afiladas. Orfeo sintió que el corazón le daba un vuelco.
—¡Nos arrastra hacia los arrecifes!
—¿Bolbh kiglaeth yawz? —preguntó Babilas con su voz ronca.
—¡Él pregunta si debe romper caña! —tradujo Lei.
—Si este pez no lo ha hecho todavía, tú tampoco vas a poder! —contestó Orfeo, impotente.
Como todos los fenómenos extraños que sucedían en el Archipiélago, la resistencia de la caña de pescar de Finopico era inexplicable.
—¡Confiad en mí! —aullaba Finopico—. ¡Quiero atrapar a este animal! ¡Al final se agotará, estoy seguro! ¡Por la Santa Armonía, capitán, no me privéis de esta victoria!
Desconcertado, Orfeo miró sucesivamente a Babilas, que esperaba la orden de intervenir, a Lei y Malva, que abrían unos ojos como platos, a Finopico, que seguía aferrado a la caña, al pez… y a los arrecifes que se aproximaban a toda velocidad.
—¡Como Babilas se acerque, no respondo de mí! —gritó entonces Finopico.
Al decir esto, soltó la caña con una mano y desenvainó el cuchillo que llevaba al cinto. Sus fuerzas parecían haberse multiplicado por diez por la locura y el frenesí. Sin temblar siquiera, sujetaba la caña con una sola mano, blandiendo el cuchillo en la otra.
—¡Quiero ese monstruo! ¡Nadie va a decirme lo que debo hacer!
Orfeo sintió un escalofrío erizándole el pelo. Inspiró profundamente para ayudarse a reflexionar. Malva, Lei y los gemelos se habían retirado ya a la escalera de la escotilla y tiraban de Al por el collar para llevarlo a un lugar seguro. Los arrecifes asomaban sus caras angulosas y amenazantes fuera del agua. Estaban ya a pocos cables de la Fábula.
—¡No es una gobima de las profundidades! —gritó de pronto Orfeo a Finopico—. ¡Este pez tiene una sola cola y las escamas negras!
El cocinero, nada dispuesto a ceder el control de la caña, lanzó una mirada sarcástica a Orfeo.
—¡Muy agudo, capitán! Pero… aunque no sea una gobima, yo… ¡no pienso soltarme!
—¡Vamos a estrellarnos contra las rocas! —le espetó Orfeo con rabia.
Entonces hizo ademán de acercarse a Finopico, que reaccionó al instante apuntándole con su cuchillo. Una risa demencial le sacudió todo el cuerpo de pies a cabeza.
—¡Los arrecifes! ¡Qué hermosa muerte para un marinero! ¡Terminaremos despedazados! ¡Triturados! ¡Ahogados! Es más hermoso… más hermoso incluso… ¡que terminar en el Encierro!
Dicho esto, se irguió más, clavado firmemente en el suelo. Amarrado a la caña y a su montura acuática, con su llamativo pelo ondeando al viento, parecía una divinidad cabalgando hacia su destino. Junto a la escotilla, los gemelos y las dos chicas soltaban gemidos de espanto.
—¡Haz algo, capitán!
—¡No queremos terminar destrozados!
Los arrecifes ya no estaban lejos. Con la velocidad que había tomado la Fábula, Orfeo ni siquiera estaba seguro de estar a tiempo de evitar lo peor. Los pensamientos giraban en su cabeza como un torbellino: ¿debía arriesgarse a sacrificar a Finopico? ¿Debía poner en peligro la vida de Babilas? ¿O la suya? ¿O la de toda la tripulación? El dilema era insoportable; nunca se perdonaría lo que iba a hacer… ¡Y, sin embargo, no le quedaba más remedio!
Agarró su alfanje, se arrojó hacia el cabrestante y se puso a cortar el cabo que unía el cuerpo del cocinero con el barco.
—¿Qué estáis haciendo? —aulló éste.
Finopico se encontraba demasiado lejos de Orfeo como para tocarlo y no veía lo que ocurría a su espalda por mucho que torciera el cuello.
—¡Suelta la caña! —suplicó una vez más Orfeo, viendo deshilacharse la escota—. ¡Aún podemos salvarnos todos juntos!
El cocinero tenía la boca deformada por un gesto de rabia. Sin despegar la mirada de la aleta del pez, parecía ser incapaz de entender nada, como si el monstruo lo hubiera poseído hasta el punto de hacerle perder la cabeza.
—¡No! ¡No pienso sol…!
Finopico no tuvo tiempo de terminar la frase. El cabo que lo mantenía sujeto cedió brutalmente, de modo que la fuerza del monstruo marino ya no encontró ninguna resistencia. Finopico se precipitó por la borda, cayó al mar y fue arrastrado por el hilo de pescar. Lei y Malva soltaron un grito agudo.
La Fábula se deslizó por la superficie del mar, impulsada por la inercia, pero finalmente fue perdiendo velocidad y se estabilizó a tan sólo unas pocas brazas de las puntas rocosas. Un silencio apesadumbrado y horrorizado se abatió sobre la tripulación. El pez había desaparecido en las profundidades, llevándose consigo el hilo, la caña y al desdichado cocinero.
Orfeo cayó de rodillas sobre la cubierta, con el alfanje en la mano y la cara deshecha. Los demás no se movían siquiera. Se quedaron helados, petrificados por el horror que les inspiraba la situación.
Sólo se oía las olas lamer los arrecifes con su murmullo inmutable. El sol seguía brillando sobre el barco, abrumando a los hombres con el peso de la evidencia: abajo, tanto en el Mundo Conocido como en el mundo desconocido, los seres vivos morían, sufrían, amaban, odiaban, luchaban o renunciaban, pero la naturaleza se mantenía indiferente. A pesar de las tragedias y los tormentos, siempre habría olas, auroras y crepúsculos.
Fueron Lei y Malva quienes hallaron fuerzas para moverse. Se acercaron a Orfeo y apoyaron las manos en sus hombros.
—Gracias —dijeron a la vez.
Orfeo alzó la cabeza. Tenía los ojos inundados de lágrimas. Se contempló las manos, el alfanje. Se sentía como un verdugo.
—No había otra solución —intentó consolarlo Malva—. Finopico se había vuelto incontrolable.
—Él, loco —secundó Lei.
Babilas, agarrado a la barandilla, se asomaba para tratar de ver algo. Sin embargo, cuando se dio la vuelta y sus ojos encontraron los de Orfeo, cada uno de ellos comprendió que no quedaba ninguna esperanza. El cocinero se había hundido con su bestia monstruosa. Sus anhelos lo habían matado.
Más tarde, aquella noche, cuando Malva descendió a su camarote, descubrió con estupor que el ácido mórbico había disuelto la penúltima piedra de vida, que sólo tendría que haberse reducido a la mitad. Era como si el cuerpo de Finopico hubiera desaparecido por segunda vez. La principetta rompió en sollozos.
—¡Cómo odio este nokros! —gimió—. ¡Odio a Catabea y su Archipiélago! ¡Odio el mar!
Agarró el reloj de arena y se lo puso sobre las rodillas. En el interior del compartimento superior no quedaba más que una piedra. Una piedra, dos días… y sólo siete compañeros a bordo de la Fábula.
—No vamos a salir de ésta… —murmuró Malva, fascinada por el color rojo sangre del ácido mórbico.
Por un breve instante, tuvo ganas de lanzar el nokros contra la pared con todas sus fuerzas para destrozarlo, pero se contuvo. No, no podía hacer eso. Catabea había dicho bien claro que aquel maldito instrumento debía permanecer intacto hasta el final.
—Hasta el final —se repitió Malva en voz alta—, pero ¿hasta el final de qué?
La terrible desaparición de Finopico dejó a toda la tripulación abatida. Incluso a Al, que no quería irse de la cubierta aunque se había hecho de noche. En el fondo, todos debían de sentir que estaban perdidos; que la Fábula, al igual que todos los demás navíos que habían llegado hasta allí, no encontraría la salida del Archipiélago.
Malva se puso en pie, con el nokros en las manos, y salió de su camarote. Atravesó con paso solemne la entrecubierta y llamó a la puerta de Orfeo. Cuando él abrió, con el semblante devastado por los remordimientos y la tristeza, Malva le ofreció el reloj de arena:
—Toma, quédatelo —dijo—. No quiero seguir viendo cómo se agota el tiempo. Lo que queda aquí dentro parece teñido de sangre.
Orfeo abrió las manos y accedió a encargarse del nokros.
—Tienes razón —respondió—, soy yo quien debe soportar esta cuenta atrás… pues yo tengo la culpa de todo lo que ha pasado.
Malva se tensó al oírlo. Sacudiendo la cabeza, contestó:
—No, soy yo quien tiene la culpa, capitán. Soy yo quien lo ha causado todo. Si no me hubiera fugado de la Ciudadela, no te habrías lanzado en mi búsqueda. Ni tú ni Finopico ni los demás. No soy más que una egoísta, una principetta egoísta y estúpida.
Sus ojos de ébano se empañaron. Orfeo se mordió los labios.
—No digas eso —dijo él—. A pesar de todo lo que ha ocurrido, y aunque terminemos todos en el Encierro, nunca me arrepentiré de haberme hecho a la mar y de haberte conocido. Sin ti, tal vez me habría muerto de desesperación en Galnicia.
Malva lo miraba tan intensamente que él se sintió enrojecer.
—Eres tan… vital —farfulló él—. Tan guapa, tan valiente…
—Ya basta —ordenó ella, con la voz quebrada—. Te agradezco que me digas todo eso, pero no es verdad. Yo no soy valiente. Todo cuanto he hecho ha sido por despreocupación o por estupidez.
—A mí me gusta la despreocupación —replicó Orfeo—. Yo desperdicié toda mi infancia siendo razonable, siendo prudente, temiendo las consecuencias. Te digo que no debes avergonzarte de ser como eres.
Entonces, puso una mano torpe sobre la mejilla de Malva. Cuando ella sintió aquella palma ancha y cálida en la cara, tuvo un escalofrío. Él retiró rápidamente la mano.
—Perdóname… —murmuró él.
—No, si yo…
Ella quiso retener su mano, pero Orfeo cerró la puerta de su camarote.
Durante unos cuantos segundos, Malva se quedó allí, inmóvil, frente a la puerta cerrada. El corazón le latía con fuerza en el pecho, atravesado por emociones salvajes que chocaban entre sí como dos sables en pleno combate. Aquella mano, tan suave, tan ancha, tan cálida, acariciándola con la delicadeza de una mariposa… ¡era tan agradable! ¿Tenía derecho a sentirse feliz cuando toda la tripulación estaba de duelo?
Su garganta apenas podía contener los sollozos. Malva giró en redondo y huyó a su camarote.
¿Por dónde empezaré esta noche? —escribió Orfeo en su diario de navegación—. Todo lo que me está pasando me parece inconfesable. Lo peor y lo mejor, lo triste y lo alegre. Ya no sé ni quién soy.
Volvió la cabeza a la puerta de su camarote y le pareció ver de nuevo la cara trastornada de Malva. Luego dirigió la mirada al nokros.
¡Son tan contradictorias las cosas que siento! Quisiera morir para castigarme por haber cortado la cuerda que sujetaba a Finopico y, al mismo tiempo, quisiera seguir viviendo para quedarme con mis compañeros. ¿Tenemos derecho a estar tristes y alegres al mismo tiempo? Tengo la sensación de que en este Archipiélago es la locura lo que nos amenaza, más incluso que ese Encierro incomprensible.
Creo que me estoy…
Entonces dejó bruscamente de escribir. La siguiente palabra era tan fuerte que no sabía si debía escribirla. Escribirla sería como desnudarse ante el mundo. Sería doloroso… pero ¡también sería infinitamente satisfactorio! Notó que le temblaba la mano:
…enamorando de la principetta. Sí, así es. Estoy enamorado de ella, de sus ojos, de su cara, de su boca, de su risa y de sus lágrimas, de sus dudas, de sus arrebatos, de sus enfados y de sus sueños.
Ahora que ya estaba lanzado, su pluma corría sin freno sobre el papel. Era como el desbordamiento de un río.
Ella me confunde hasta el fondo del alma. Cuando la veo se me dispara el corazón, se me humedecen las manos, se me mezclan las ideas, se me endulza la sonrisa. Ya no soy yo mismo. Ya no soy el hijo de mi padre, ni el huérfano de mi madre, ni el capitán de la Fábula… Ya no soy más que un amasijo de sentimientos enmarañados, un hombre que…
Se detuvo otra vez para examinar su reflejo en el trozo de espejo que utilizaba para afeitarse. En efecto, fue un hombre lo que vio, con las mejillas cubiertas de barba y de heridas. Un hombre más robusto, más duro, más experimentado que antes, cuando se miraba en el espejo de su casa, en la Ciudad Baja. Frunció el ceño y siguió escribiendo, pero con más lentitud y vacilación.
Tengo veinticinco años. Malva, sólo dieciséis. ¿Cómo me va a querer como yo la quiero? Seguro que en parte se negó a casarse con el príncipe de Andemarca por la diferencia de edad. ¡Para ella, soy un viejo! No debo pretender otra cosa que salvarla, sacarla del Archipiélago, para que ella pueda seguir su camino a su modo. Debo esconder lo que tengo en el corazón, no sea caso que se asuste y se vuelva a dar a la fuga. Debo desempeñar mi papel de capitán, de protector… y luego, si lo consigo, desaparecer de su vida. Dejarla. Que vuele. Como un pájaro. Ella es un pájaro. Un pájaro maravilloso.
Esperó hasta recuperar el aliento. Las líneas que acababa de verter sobre el papel se hinchaban y se encogían ante sus ojos maltrechos por la fatiga y el dolor.
¿Cómo va a querer Malva a alguien que corta un cable para enviar a un amigo a la muerte?
Agotado, cerró el diario.
Durante la noche, la Fábula volvió a quedar atrapada por fuertes corrientes. El agua empezó a rugir como un animal furioso y a arquearse bajo la quilla, imposibilitando cualquier maniobra. Al amanecer, las corrientes se intensificaron y se llevaron el barco hacia lo que parecía ser el corazón del Archipiélago.
Un numeroso grupo de islotes había surgido del agua, como una retahíla sin fin que bordeaba la ruta marítima que había tomado el barco. La mayor parte de aquellos islotes estaban desiertos, áridos y negros como trozos de carbón. De vez en cuando aparecía alguno menos hostil, cubierto de vegetación o de aves inmóviles, pero las corrientes impedían acercarse hacia allí.
A bordo, además de una tristeza profunda, imperaba una gran inquietud. Las reservas de comida se agotaban. Los viajeros ya estaban rascando el fondo de los tarros y partiendo en siete partes el poco pescado seco que quedaba. El agua dulce había adquirido el sabor detestable de la madera podrida.
La penúltima jornada transcurrió con una lentitud atroz. Cada vez se hacía más evidente para todos que la Fábula no saldría del Archipiélago.
Aquella noche, cuando la tripulación se reunió en el alcázar de popa para repartirse los últimos víveres, Peppe estalló en sollozos.
—¡Se acabó! —farfulló a través de las lágrimas—. ¡Hemos… hemos perdido! ¡Mañana vendrán los patrulleros a buscarnos!
Los demás intercambiaron miradas de consternación. Las palabras de Catabea seguían presentes en todos ellos y nadie se sentía con ánimos para contradecir a Peppe.
—Es culpa nuestra —murmuró de pronto Chanclo con voz apesadumbrada—. Todos vosotros os habéis enfrentado a pruebas… excepto Peppe y yo. Estamos de más en este barco. No somos más que polizones.
Orfeo tragó saliva con dificultad. Tenía la garganta extremadamente seca.
—Os prohíbo que penséis así —espetó a los dos hermanos—. Si fracasamos, no será por culpa de nadie en particular. Al tampoco ha pasado ninguna prueba. Nadie se lo reprochará. Ni a vosotros dos.
Lei, Malva y Babilas asintieron en silencio. Sin embargo, Peppe siguió llorando y gimiendo. Alzando la vista al cielo, exclamó:
—¡Enviadme una prueba! ¡La que sea! ¡Aunque sean monstruos, dragones, manadas de lobos! ¡Ya veréis cómo lucharé!
Como era de esperar, no sucedió nada. El cielo estaba totalmente despejado. Empezaron a aparecer algunas estrellas.
—Archim bawas —suspiró Babilas—. Foadrom baidir.
—Debemos prepararnos para morir —tradujo tristemente Lei—. Es destino.
Un pesado silencio siguió a estas palabras. En las escudillas se enfriaban los restos de la sopa insípida. Sólo Al seguía lamiendo el líquido amarillento, inconsciente de la desgracia que pesaba sobre él.
—La vidente nos mintió —dijo entonces Chanclo—. La creímos porque… ¡sólo porque preferíamos creerla!
Agarró a su hermano por los hombros y le susurró:
—Qué le vamos a hacer. Al menos el viaje ha valido la pena. Qué más dan la gloria y las riquezas, qué más da…
Entonces alzó su carita sucia y afligida hacia sus compañeros. Con voz entrecortada, decidió desvelarles el secreto que Peppe y él habían guardado tan celosamente hasta entonces:
—Las cartas habían predicho que llevaríamos a cabo grandes hazañas. Que estábamos destinados a ayudar a la principetta y a salvar Galnicia del desastre. Por eso nos embarcamos como polizones a bordo de la Errabunda, para que se cumpliera la predicción. Pero sobre todo, las cartas decían que, cuando regresáramos, seríamos… seríamos príncipes.
Esta vez, nadie se burló de la credulidad de los gemelos.
—¿Príncipes? Pero… ¿de qué país? —preguntó Orfeo con voz suave.
Chanclo se abrazó a su hermano un poco más fuerte y carraspeó.
—De Galnicia —murmuró—. La vidente nos dijo que… podríamos casarnos con la principetta. Ése era nuestro secreto.
Malva alzó las cejas, estupefacta.
—¿Qué yo me casaría con vosotros? ¿Con los dos?
Los gemelos hicieron una mueca para indicar que no sabían cómo sería posible aquello, pero que tampoco le habían dado muchas vueltas al asunto.
—Nos pareció maravilloso oír algo así —se justificó Chanclo—. Que nosotros, unos huérfanos, unos desvalidos, unos ladrones, unos granujas… ¡fuéramos príncipes! Pero ahora me doy cuenta de que la vidente nos engañó. Y aunque lleguemos a librarnos del Encierro, ya sabemos que la principetta no va a querer saber nada de nosotros.
Hizo esta afirmación con tal tristeza que Malva sintió que se le hacía un nudo en la garganta.
—Sí que os quiero… os quiero mucho —murmuró—. No penséis que… Pero es que…
—No os disculpéis —la interrumpió Chanclo—. Nadie puede mandar sobre sus sentimientos.
Orfeo y Malva se miraron, consternados. Las confidencias de los dos muchachos les dejaban sin voz. La noche había caído ya. Lei se estremeció. Por un momento, los gemelos habían evocado sus sueños para que los demás los oyeran, pero aquel futuro brillante jamás llegaría.
Aquella noche, de todos modos, parecía que no habría futuro para nadie. En el alambique del nokros ya casi no quedaba ácido. La última piedra de vida estaba consumida, agujereada, partida. Como los corazones de los viajeros.
Cuando la mañana del último día se levantaron fuertes vientos, Orfeo hizo cargar las velas esperando ralentizar un poco el curso del barco. Pero los vientos soplaban con tal intensidad que la Fábula casi parecía planear sobre las aguas. Las ráfagas entraban con fuerza bajo las puertas de los camarotes y provocaban crujidos y aullidos siniestros. Hacía frío. Los viajeros tenían el estómago vacío. Se agarraban a objetos invisibles con las manos. Aguardaban el final. Ya no quedaba esperanza en sus miradas perdidas.
Cada uno de ellos se había encerrado en su camarote, incapaz de afrontar la mirada de los demás, de encontrar una palabra de consuelo. Ni siquiera Orfeo y Malva osaban hablarse ni tocarse, aunque no deseaban otra cosa que pasar juntos aquel último día. Cuando se encontraban se sentían consumidos por un fuego interior, de modo que preferían evitar la presencia del otro.
Al era el único que no había modificado sus costumbres: se pasaba el día sobre la cubierta, tumbado en el suelo en medio del desastre.
Sin embargo, cerca del mediodía, los vientos se atenuaron y las corrientes perdieron intensidad. Un rayo de sol atravesó la capa de nubes. Uno por uno, los seis tripulantes salieron de sus camarotes. De pie sobre la cubierta, dirigieron la cara hacia el sol con la avidez de quienes saben que sus horas están contadas.
Fue en aquel momento cuando oyeron el bramido.
Era un sonido animal y mineral a la vez. Un aullido que procedía de abajo, del fondo del océano y hasta de más allá, que hizo vibrar el casco de la Fábula y temblar los mástiles. Hasta los pasajeros sintieron dentro del cráneo una conmoción brutal.
Al se había puesto sobre dos patas. Tenía el húmedo hocico levantado y sus orejas apuntaban al este. Su trasero rígido y anquilosado no le impidió acercarse a la borda. Allí, incluso apoyó las patas delanteras en la batayola.
Orfeo estuvo a punto de seguirlo para ver qué había olfateado, pero entonces volvió a oírse el bramido, más fuerte, más ensordecedor, y el capitán se quedó como petrificado. A su lado, sus compañeros parecían igual de incapaces del menor gesto. El mar había empezado a crecer y a temblar, mientras el ruido seguía intensificándose.
Asomado a la borda, Al husmeaba el aire sin dejar de soltar gruñidos.
De pronto, las aguas se abrieron.
Una criatura enorme apareció ante la Fábula. Estaba sentada en una roca negra de donde surgían ríos viscosos de lava volcánica.
Orfeo quiso decir algo, pero la mandíbula, como el resto del cuerpo, se negaba a obedecerle. Paralizado y sobrecogido, no pudo hacer otra cosa que observar al monstruo que acababa de cortarles el paso.
Era un perro gigantesco, de pelaje erizado y musculatura voluminosa. Cuando abrió la boca, mostró unos colmillos rojos y un hilillo de lava le cayó sobre el pecho. Un olor nauseabundo llegó entonces a la nariz de los viajeros, y Al se puso a ladrar.
El enorme mastín llevó su hocico en dirección al san bernardo, abrió sus ojos de fuego y lo miró fijamente. Desde su plataforma volcánica lo observaba, a una altura mucho mayor, pero Al no se amilanó. Siguió ladrando con aire desafiante, claramente ajeno a su inferioridad. El monstruo bajó entonces el morro hacia él, con el lomo arqueado. Se acercó tanto que dejó caer babas sobre la borda.
Al soltó otro gruñido y estiró el cuello hacia delante. Los dos perros se tocaban casi con los hocicos, echando hacia atrás las orejas, listos para enfrentarse. Los colmillos rojos del mastín soltaban gotas de lava que caían humeando en el mar.
De pronto, Al saltó a un lado. ¡Por milagroso que pareciera, era como si hubiese recuperado el vigor de su juventud!
El monstruoso mastín abrió entonces la boca para morderlo, pero Al se había puesto a correr de un lado a otro de la cubierta de la Fábula ladrando furiosamente. Desde su promontorio, la bestia giraba su enorme cabeza para seguir los movimientos del san bernardo.
Estupefactos y enmudecidos, Orfeo y sus compañeros seguían aquel enfrentamiento incomprensible. ¡Al estaba tan débil! ¡Por mucho que saltara, corriera y lanzara mordiscos y zarpazos, no podría resistir mucho contra semejante adversario!
Entonces, el monstruo se echó atrás en su roca y saltó de pronto. Atravesó los aires y cayó pesadamente sobre la cubierta del navío.
Orfeo y los demás palidecieron. Vista de cerca, la bestia parecía todavía más descomunal. Uno solo de sus movimientos bastaría para llevarse a Al por delante.
Y, sin embargo, éste seguía saltando y gruñendo bajo el morro del perro negro. Daba vueltas alrededor de los cofres y los barriles vacíos, rozaba la barandilla o rodeaba el palo mayor, pero la enorme criatura no se dejaba impresionar y se abalanzó sobre él una vez, dos veces, tres veces, clavando las zarpas en los listones de la cubierta y mordiendo las cajas hasta destrozarlas, pero Al siempre lograba esquivarlo. La lava que chorreaba de la boca del perrazo negro dejaba un rastro carbonizado sobre la cubierta. Un olor a azufre y a carne quemada flotaba en el aire. Los seis viajeros se asfixiaban.
Al séptimo asalto, el mastín alcanzó a morder la cola del san bernardo, que soltó un aullido y se contorsionó. Cuando consiguió soltarse, huyó despavorido, dando tumbos.
Cuando el coloso se precipitó de nuevo sobre él, Al había retrocedido hasta la borda. Orfeo creyó que iba a presenciar cómo su perro moría degollado, pero éste tuvo entonces una reacción increíble. En un abrir y cerrar de ojos, dio media vuelta y se lanzó al agua. El mastín, llevado por su propio peso, cayó tras Al, destrozando la batayola a su paso.
Desde donde estaban, los pasajeros de la Fábula no podían ver nada de lo que ocurría en el agua. Oyeron chapoteos y vieron una espesa humareda elevándose por el aire.
En seguida, Al volvió a aparecer. Había nadado hasta la roca y la estaba escalando, aunque al hacerlo se quemaba las patas. Tras él, las mandíbulas infernales del perro negro intentaron por última vez atrapar a su presa, pero sus fuerzas parecían haberse desvanecido. Cuando Al llegó a la cumbre de la roca, el enorme mastín soltó un breve rugido de agonía y se hundió en las profundidades del océano. El san bernardo había ocupado su lugar en el trono incandescente: había vencido al monstruo.
Entonces se disipó la misteriosa parálisis que había inmovilizado a los viajeros. Orfeo volvió a sentirse los dedos, los brazos, las piernas. Cuando, a su lado, sus compañeros recuperaron la facultad de moverse y de hablar, se precipitaron hacia la barandilla, gritando el nombre del viejo san bernardo.
En la roca, las corrientes de lava se habían detenido. Al, que ladraba de dolor, dejó de dar brincos. Las rocas se había enfriado de pronto y ya no le quemaban las patas. Se quedó quieto y volvió la cabeza en dirección a la Fábula.
—¡Al! —gritó Orfeo—. ¡Baja de ahí ahora mismo!
—¡Ilgad korf!
—¡Ven con nosotros! —gritaron los gemelos—. ¡Vamos!
Al gruñía. De repente, se quedó inmóvil. Tenía la cabeza apoyada en su costado y el trasero sentado en la roca endurecida. Ya no ladraba ni gemía.
De pronto, se le había quedado la mirada perdida. La roca negra le envolvió las patas, los muslos, la cola, como si fuese goma. Bajo las miradas horrorizadas de los pasajeros de la Fábula, el perro fue quedando poco a poco cubierto por aquella sustancia envolvente, de forma tan completa que, al poco rato, se había transformado en una estatua de piedra.
Cuando el perro quedó engullido hasta el hocico por aquella materia negra, Lei, Malva y los gemelos estallaron en sollozos.
—Al... —murmuró Orfeo, estupefacto.
Alzó la mirada al cielo para gritar de rabia y de dolor, pero el grito se le quedó atascado en la garganta. Las siluetas metálicas de los patrulleros acababan de hacer su entrada y se abatían en picado sobre la Fábula.
Hasta donde llegaba la vista, no había nada más que agua tumultuosa y vientos que soplaban en la misma dirección. Una atmósfera eléctrica, tormentosa y apocalíptica pesaba en aquel punto del Archipiélago. De vez en cuando parecían oírse gritos de desesperación, llamadas de dolor que llegaban desde las profundidades y que daban escalofríos a quien las oía. Aquel lugar parecía ser donde se unían todos los lamentos humanos desde el albor de los tiempos.
Malva cogió la mano de Orfeo. No intercambiaron ni una palabra, pero con sus dedos entrelazados se expresaban toda la alarma, el amor y el miedo que sentían.
Lei, Babilas, Peppe y Chanclo, agrupados en la proa, tenían las caras transformadas por la angustia. Cuando vieron sobrevolar a los patrulleros sobre la Fábula, ni siquiera temblaron. Los miraron en silencio, como quien ve llegar a un pelotón de ejecución.
Con un clamor de chirridos y voces estridentes, los pájaros de cabezas humanas descendieron sobre la cubierta destrozada del buque.
—Bienvenidos al centro del Archipiélago —declaró ceremoniosamente uno de los pájaros, entornando sus ojos minúsculos.
Los demás batieron las alas y balancearon sus largos cuellos.
—Aquí se manifiesta todo el poder de Catabea —explicó un segundo pájaro—. ¡Aquí, todo converge y se condensa! ¡Aquí se unen el cielo y el mar! ¡Aquí se halla el eje alrededor del cual gira todo nuestro mundo!
Un tercer pájaro se separó del grupo y se posó cerca de Orfeo.
—¡Dadnos el nokros, capitán!
Orfeo notó que lo abandonaban las fuerzas. Hubiera querido desobedecer, agarrar el cuello fofo de aquel animalejo ridículo para retorcérselo, pero toda su reserva de furia se había agotado. Separó su mano de la de Malva y, con la cabeza gacha, bajó a su camarote a por el matatiempo.
Cuando volvió con él, los demás vieron que ya casi no quedaba nada de la última piedra de vida. Las pocas gotas restantes de ácido mórbico no tardarían en terminar de fundirla. Orfeo dejó el objeto frente al pájaro, que encorvó el cuello para examinarlo.
—Entonces, ¡habéis fracasado, extranjeros! ¡Como era de esperar! —dijo, con tono burlón.
El grupo de patrulleros se estremeció de satisfacción.
—¡Según tenemos entendido, habéis fracasado por poco! —comentó el pájaro que había hablado en primer lugar—. ¡No os quedaba más que una sola prueba, pero vuestro tiempo se ha agotado!
—¡Todavía no! —protestó Orfeo, señalando lo que quedaba en el reloj de arena—. ¡Según vuestra ley, no seremos condenados hasta la desaparición completa de la última piedra!
—Y ¿qué más queréis? —se mofó uno de los patrulleros—. Ya habéis cruzado el umbral al dejar atrás la roca del Perro Negro. Las corrientes os han arrastrado. ¡Ya es demasiado tarde!
Malva, con la barbilla temblando de agitación, se acercó al pájaro.
—¡Dos de nuestros compañeros han muerto! —dijo con voz quebrada—. ¿No sirve de nada su sacrificio? ¡Vosotros mismos habéis dicho que casi habíamos llegado al final!
Todos los pájaros ladearon su horrible cabeza en la misma dirección y miraron a Malva con desprecio.
—¡No me vengas con sacrificios! ¿Qué más nos da a nosotros? —rió uno de ellos—. Nadie os ha pedido ningún sacrificio. ¡Si ha ocurrido algo así, será porque esos viajeros no encontraron otra salida! Erais ocho y teníais ocho piedras de vida. Sólo siete de vosotros habéis sido capaces de afrontar sinceramente vuestra verdad. Habéis fracasado.
—¡Es culpa mía! —gritó Peppe, tapándose la cara con las manos—. ¡Yo tengo la culpa de lo que ha pasado! ¡Apresadme a mí y dejad a los demás!
Cayó de rodillas y se arrastró hacia los patrulleros. Pero Chanclo lo cogió del cuello de la camisa y tiró de él con todas sus fuerzas.
—¡Discutir no sirve de nada! —espetó uno de los patrulleros—. Catabea no hace distinciones: toda la tripulación del barco debe correr la misma suerte. Es la ley.
Entonces, otro pájaro gritó:
—¡Remolque!
En una formación perfecta, los patrulleros desplegaron sus alas metálicas y se colaron volando por todas partes. Unos posaron sus garras en la barandilla de proa, otros en el coronamiento de la popa, en los obenques, en la cofa de trinquete, en el cabrestante, en los estays y en los pescantes… ¡lo cubrían todo! Las curiosas siluetas de los patrulleros despuntaban por todo el buque, como si fueran flechas enemigas.
—¡Todo terminado! —murmuró Lei—. Moriremos en el Encierro.
Babilas rodeó a los gemelos con sus brazos fornidos para protegerlos, pero en la mirada se le leía un profundo desasosiego. Su tremenda fuerza no le había servido en el pasado para salvar a su novia, y ahora seguía sin serle de ninguna utilidad. Sólo aspiraba a ayudar a los dos muchachos a sobrellevar el golpe de la mejor manera posible, a pasar del mundo de los vivos al del Encierro sin demasiado dolor.
Malva atrajo hacia sí a Lei con la mano derecha y, con la izquierda, sujetó a Orfeo. Se acordó de las costas apacibles de la isla de Elgri-la, de la suavidad de sus prados, de la blancura de la arena… Orfeo acercó su cara a la de ella. Malva vio en los ojos de él su propio reflejo: el de una chica de cabellos azabache que, sin duda, nunca había sido tan hermosa como en aquel instante. Los labios de Orfeo le besaron la frente, y ella sintió un escalofrío. Entonces, la Fábula levantó el vuelo.
Impulsados por sus alas, los patrulleros se llevaron el navío por los aires mientras sus largos cuellos se tensaban por el esfuerzo. Volaban al mismo ritmo, como máquinas. El barco atravesaba el cielo y las nubes, proyectando su sombra sobre el oleaje.
Abajo, a varios metros bajo la quilla, se había formado un torbellino gigantesco. Apoyados en lo que quedaba de la barandilla, los pasajeros de la Fábula vieron extenderse debajo de ellos la inmensidad sobrecogedora del Encierro: en el centro del torbellino, un ojo negro se abría sobre el vacío. Las aguas se derramaban hacia su interior en una cascada estruendosa que parecía caer hasta el infinito. Era como contemplar el verdadero límite de los dos mundos. Aquel ojo oscuro, inquietante, parecía engullir el mar con la glotonería de un ogro. Y era aquel ojo el que, en un instante, absorbería la Fábula.
—¿Qué hay dentro? —gritó Malva a Orfeo.
El viento revolvía el pelo de la principetta. Un terror absoluto mantenía abiertos de par en par sus ojos de ébano. Orfeo sentía una presión en la garganta.
—¡No lo sé! —dijo él—. ¡No sé qué puede haber ahí dentro! ¡No te separes de mí!
Los seis condenados se habían apiñado para superar el miedo que les invadía. Se dirigían los unos a los otros miradas perdidas. De vez en cuando se oían palabras aisladas, gritos, gemidos. Babilas sujetaba a los gemelos con tanta fuerza que casi los ahogaba. En el nokros no había más que dos minúsculos trocitos de piedra de vida y mucho polvo.
Cuando los patrulleros llegaron a la altura del ojo y el estruendo infernal del torbellino se hizo tan fuerte que fue imposible hablar, todos supieron que había llegado el fin. Los pájaros batieron sus alas en sentido inverso para disminuir la velocidad del barco volador.
—¡Que se cumpla la ley del Archipiélago y se ejecute la sentencia! —declararon al unísono los patrulleros.
De pronto, abrieron las garras y replegaron las patas para dejar caer la Fábula al vacío, al ojo del Encierro.
Los seis pasajeros sintieron que el estómago les subía a la boca, mientras el vendaval producía un silbido ensordecedor.
En aquel momento, Peppe se escapó de los brazos de Babilas. El gigante no tuvo tiempo de hacer el menor gesto. Peppe se separó de un tirón, saltó por la borda… y cayó al vacío antes incluso de que la quilla del barco se acercara al borde del ojo. Su cuerpecillo inarticulado se sumergió en las tinieblas por delante de la Fábula, cuyas velas hinchadas ralentizaban ligeramente la caída.
El muchacho no gritó.
Los demás ni siquiera tuvieron tiempo de comprender lo que había pasado.
Sólo Chanclo sintió instantáneamente en su propia piel la muerte de su hermano. Creyó que las vísceras iban a desgarrársele. Creyó que el corazón le iba a explotar. Creyó que el alma se le iba a quemar. Entonces, el nokros estalló de repente en mil pedazos y liberó el polvo marrón.
—¡Peppe! —chilló Chanclo, desplomándose sobre la cubierta.
El choque que siguió casi lo catapultó por encima de la borda, pero lo retuvieron las drizas enmarañadas con los obenques. Los demás se aferraban como podían a lo que tuvieran delante. La Fábula fue aspirada por el Encierro como un insecto en la boca de un sapo.
Entonces se hizo un tremendo silencio negro. Un silencio que duró mucho rato, tan espeso que el barco parecía flotar ingrávido en él.
Gracias a aquella calma momentánea, Babilas, Lei, Malva y Orfeo recuperaron la compostura. Se arrastraron los unos hacia los otros y se encontraron a tientas. Sus respiraciones entrecortadas empañaban la oscuridad. Se sentían vacíos, como sacudidos por una explosión. Sin embargo, cuando comprendieron que seguían vivos, se apretaron las manos con más fuerza.
A su alrededor, por las tinieblas corrían de vez en cuando destellos deslumbrantes que les dejaban impresiones fugaces en las pupilas. Se produjeron algunas sacudidas que estuvieron a punto de hacerles perder el equilibrio, pero se quedaron tumbados sobre la cubierta del barco, boca abajo sobre los tablones de madera y unidos por las manos.
De pronto, unos resplandores más duraderos iluminaron la oscuridad. Era como si se hubieran encendido unas antorchas en las paredes de una cueva. Al mirar con más atención, los cuatro que quedaban se dieron cuenta de que no se trataba de antorchas comunes. Colgados en las paredes del Encierro, unos seres humanos se consumían lentamente.
Algunos tenían el pelo en llamas, otros los brazos, otros los pies. Allí estaban, en medio de la nada, retorciéndose de dolor, iluminando el camino de quienes pasaban. La visión era tan horrenda que Malva no podía soportarla. Abrumada por las náuseas, cerró los ojos.
La Fábula seguía cayendo lentamente, sin movimientos bruscos. Mientras atravesaba los sucesivos estratos del Encierro, éste dejaba ver a los asustados pasajeros los suplicios que les esperaban. Algunos prisioneros encadenados a unas argollas morían lentamente de sed y de hambre. Otros, sepultados en fosas de tierra, esperaban el momento de morir asfixiados. Se convulsionaban y abrían sus bocas de dientes mellados como peces fuera del agua. Otros, cubiertos de insectos, descuartizados, escaldados, desangrados o desgarrados por puñales, se agitaban mientras gritaban a la muerte…
Orfeo bajó la vista y apoyó la frente en la cubierta de su barco, aturdido, incapaz de soportar más sufrimiento. Así pues, el Encierro era aquello: una prisión para torturar cuerpos y almas hasta que llegara la muerte. Una pesadilla, una abominación, un espanto.
El avance macabro de la Fábula prosiguió durante mucho tiempo. No se ahorró ninguna de aquellas imágenes a los viajeros que, hastiados y abrumados por la lástima, apenas osaban respirar. Siguieron esperando, con las manos todavía entrelazadas, a que terminase el descenso y se les infligieran los peores castigos.
Pero entonces, repentinamente, apareció la luz del día.
Orfeo, Malva, Lei y Babilas alzaron la vista. Bajo sus pies, el agujero negro del Encierro se replegó de pronto sobre sí mismo y desapareció como si nunca hubiera existido. En su lugar se abrió un cielo azul, las velas chasquearon por la brisa y se oyó el chapoteo del agua contra el casco.
Orfeo se puso en pie y sostuvo a Malva como pudo. Frunció el entrecejo, deslumbrado por la luz del sol que se reflejaba sobre el agua. Babilas y Lei se incorporaron también y, tambaleándose, se dieron la vuelta.
¿Qué había ocurrido? ¿A qué venía aquella claridad repentina, aquel sol espléndido? ¿Era una alucinación? ¿Un truco destinado a engañarlos? Y, sin embargo, todos habían presenciado lo mismo: la brusca desaparición del Encierro. Sin saber qué pensar, escudriñaron el cielo con la mirada en busca de una señal, la que fuera.
Justo entonces, vieron a Chanclo balanceándose en lo más alto del mástil, con las piernas enredadas en el cordaje. El pobre muchacho ni siquiera tenía fuerzas para llamarles o salir de allí.
—¡Yneb dawl! —exclamó Babilas, lanzándose al rescate.
—¡Él, vivo! —suspiró Lei.
Cuando Babilas hubo recuperado a Chanclo y los dos se hubieron reunido con los demás en la cubierta, dieron rienda suelta a sus emociones. Corrieron lágrimas pero también estallaron risas, y los corazones se desbordaban por todos lados como ríos en plena crecida. El Encierro los había soltado claramente en el último momento, de modo que no habían hecho otra cosa que atravesarlo, de un extremo al otro.
—Ha sido Peppe —dijo entonces Chanclo con voz temblorosa—. Él… sólo quería demostrarnos que era valiente…
El muchacho se quedó sin aliento por la emoción y se puso colorado. Entonces se deshizo en lágrimas.
—¡Él pensaba que tenía la culpa! —gritó entre dos sollozos de dolor—. ¡No soportaba esa idea! Y por eso ha saltado… Y por eso…
Siguió gimiendo, llorando y farfullando en desorden estas palabras durante un buen rato, mientras los demás, incapaces de consolarlo, presenciaban mudos y aturdidos su estallido de pena.
Finalmente, Chanclo se sentó en el cabrestante, agotado.
—¡Por eso lo ha hecho…! ¡Por eso lo ha hecho…! —repetía, con las mejillas bañadas de saliva y dolor.
Entonces, Babilas se arrodilló frente a él y lo abrazó.
—Yvn Peppe oiraim an bardan —susurró—. Alch islu gwelchan mabeut. Cosgoaim danrh pobaim.
Y Lei, que se había acercado a ellos, tradujo, temblando por todo el cuerpo:
—Tu hermano Peppe salvado vida tuya y de todos. Saltó cuando sólo una gota de ácido sobre piedra de nokros. Ahora, nosotros debemos vivir para darle las gracias.
Chanclo se dejó mecer en los brazos del gigante, que seguía susurrándole en su lenguaje incomprensible y, poco a poco, sus lágrimas cesaron.
Cuando se restableció la calma, Orfeo se acercó a la barandilla de popa arrancada y contempló el océano que se abría ante él. Malva se le unió. Todavía estaba trastornada, pero aún le brillaban los ojos al mirar a Orfeo. Le parecía que el corazón se le iba a salir del pecho.
—Me parece —dijo él con voz neutra, insensibilizada por tanto dolor— que hemos salido del Archipiélago. El acto de Peppe es terrible, pero gracias a él, estamos de regreso a los límites del Mundo Conocido.
Entonces clavó los ojos en los de la chica e hizo una gran inspiración antes de atreverse a preguntar:
—¿Qué quieres hacer, principetta? Ahora que hemos sobrevivido a tantas pruebas, yo diría que ya todo es posible.
—¿Todo? —repitió Malva.
La chica suspiró. No había duda de que Orfeo tenía razón. De tanto ver morir a unos y sufrir a los demás, de tanto miedo y peligro, probablemente el carácter de los viajeros se había endurecido. Ya no tenían las mismas prioridades que antes. Algunas cosas importantes les parecían insignificantes. El decoro, las reglas de urbanidad, las comodidades, todo parecía haber perdido sentido. En efecto, todo era posible.
Malva se puso las manos en las sienes. La sangre le palpitaba con fuerza en la cabeza. En aquel momento, su decisión le pareció del todo evidente. Al fin, alzó la cabeza.
—Pues deseo… —dijo, mirando a Orfeo fijamente—. Deseo volver a Galnicia contigo, capitán.
Cuando se hizo de noche, Orfeo se acomodó sobre la cubierta para observar el cielo. Las estrellas habían recuperado su lugar: al este brillaba Proximeda, al oeste Aldebagol y, en el cénit, Orfeo reconoció la constelación de Oriopea.
—¡Ven a ver! —le propuso a Chanclo.
El muchacho seguía postrado frente a la escudilla que Babilas le había traído. Hacía mucho que se le había enfriado la comida. De todos modos, alzó la cabeza, vaciló un momento y luego accedió a hacer compañía al capitán. Se tumbó a su lado, mirando la inmensidad del cielo nocturno.
—Mira —le dijo Orfeo, señalando un punto luminoso con el índice—. Es Alphius, la más brillante de todas. Y allí está la constelación del Aligaitor. Y al lado se ven Betelrig y Vegeb.
Chanclo seguía con la mirada los dedos de Orfeo, más fascinado de lo que pensaba por la belleza de la bóveda celeste. Cada estrella era como una flor. Y para él, a quien nadie se había molestado en enseñar nada, conocer sus nombres le pareció similar a poseer un tesoro. Orfeo recitó para él todo lo que sabía: Altares, Ichab, Tolimuk, Hiperiada… Era como si le cantara una nana. Finalmente, le señaló dos estrellas muy cercanas entre sí que titilaban intensamente.
—Son las estrellas gemelas —le explicó a Chanclo—. Se llaman Ástor y Ólux.
Chanclo tuvo un escalofrío. ¿Estrellas gemelas? ¿Eran idénticas de verdad?
—Desde tierra —siguió diciendo Orfeo—, nos da la sensación de que están casi pegadas la una a la otra, pero en realidad las separan miles de kilómetros.
—Entonces, ¿son como Peppe y yo? —murmuró el muchacho—. Nos separan miles de kilómetros, pero siempre estaremos juntos.
Orfeo asintió y se quedó en silencio. Chanclo devoraba con los ojos aquella parte del cielo donde brillaban las estrellas gemelas.
—Cada vez que quiera pensar en mi hermano —resolvió—, cada vez que le eche mucho de menos, cada vez que tenga ganas de hablar con él, les hablaré a estas estrellas. Será un poco como si Peppe estuviera conmigo y me mirara desde lo alto.
Una sonrisa frágil se dibujó en sus labios. En aquel momento, Orfeo supo que Chanclo llegaría, tarde o temprano, a vivir su vida y que la ausencia de Peppe no impediría del todo que siguiese su propio camino en la existencia.
—¿Tú piensas de verdad que la vidente nos ha engañado? —preguntó Chanclo con brusquedad—. Peppe… creía a pies juntillas en lo de ser príncipes. Él creía de verdad que podíamos casarnos con Mal… vamos, con la principetta.
—¿Y tú? —dijo Orfeo, con tono suave—. ¿Tú también lo creías?
El chico hizo un mohín de decepción.
—Tú sí que la quieres, ¿verdad? —suspiró—. Es contigo con quien se casará.
Orfeo no pudo evitar que se le disparara salvajemente el corazón. No sabía decir exactamente qué sentía Malva hacia él, pero se había arrojado alguna vez a sus brazos, se había dejado besar sin enfadarse y, además, estaba aquella emoción intensa que él sentía cada vez que ella lo miraba. No sabía nada de mujeres, pero tenía la intuición de que había nacido entre ellos un vínculo muy fuerte. Para responder a la pregunta de Chanclo, se salió un poco por la tangente:
—Malva no ha atravesado todas estas dificultades para que la vuelvan a obligar a entrar en el Santuario con un esposo del brazo, ¿no te parece?
—Ahora es libre —reconoció Chanclo, muy serio.
—Muy libre —repitió Orfeo, con aire pensativo.
De nuevo se hizo el silencio. Sobre ellos, el cielo se enriquecía por momentos con más estrellas, constelaciones, nebulosas y galaxias. Comparadas con aquellas enormidades lejanas, las torpezas del corazón humano perdían toda importancia. Ya podían pasar mil desgracias en la Tierra, ya podían devastar pueblos las tempestades, guerras y hambrunas, ya podían nacer y morir amores sin cesar, porque nada de todo eso trastornaría el curso de las estrellas en la noche. Así, a fuerza de observar el cielo, Chanclo y Orfeo se serenaron.
—Estas estrellas nos guiarán hasta Galnicia —murmuró Orfeo—. Y cuando hayamos vuelto a casa, nos bastará con mirarlas para recordar todo lo que hemos vivido juntos.
—¡Serán como recordatorios! —concluyó Chanclo, casi riendo.
Dos días después, la Fábula se cruzó en el camino con un buque procedente del reino de Norj con rumbo a Orniente. Su capitán, un hombre robusto de pelo rubio, propuso a los supervivientes que se embarcaran en su barco, pero Orfeo, tras hablarlo con sus compañeros, rechazó la oferta. Todos ellos preferían poner rumbo a Galnicia lo antes posible. El capitán del buque no insistió, pero les hizo un donativo de víveres, dos barriles de agua potable, una red de pescar y algunos instrumentos de navegación elementales: una carta náutica, una brújula, un sextante. Por supuesto, no pudo evitar preguntar a aquellos viajeros exhaustos qué les había pasado. Lei, que hizo las veces de intérprete, fue muy ambigua. Les habló de la tempestad, de su naufragio en una isla, pero no mencionó la existencia del Archipiélago ni del Encierro. Todos los pasajeros de la Fábula eran conscientes de que su incursión fuera de los límites del Mundo Conocido no sería precisamente fácil de explicar. De entrada sería mejor decir lo menos posible.
Durante la última cena que celebraron a bordo del buque norjiano, preguntaron a su anfitrión acerca de Galnicia, pero el hombre no parecía estar al corriente de la desaparición de la principetta ni de la boda anulada ni de las consecuencias diplomáticas que había acarreado. Galnicia, según dijo, era un país cerrado en sí mismo, reservado y tan poco hospitalario que hacía tiempo que ningún extranjero ponía los pies allí.
Aquellas palabras inquietaron mucho a Orfeo. Desde que partió como contramaestre a bordo de la Errabunda habían transcurrido tal vez un centenar de días, algo que no tenía nada de sorprendente teniendo en cuenta lo arriesgado de la expedición. ¿Y si el coronado había perdido la esperanza de tanto esperar? ¿Y si las conspiraciones y las intrigas habían acabado derrocándolo? ¿Cómo explicar, si no era así, que Galnicia se hubiera aislado de forma tan brusca en su propia desgracia? El capitán norjiano, que llevaba varias semanas surcando el mar, no pudo aportar respuestas a estas preguntas.
Por su parte, Malva experimentó un profundo malestar al oír todo aquello. Le volvió a la memoria la visión que había tenido de su país mientras estaba encaramada en la rama del árbol milenario del monte Ur-Tha: el cortejo fúnebre, los árboles pelados, el silencio inquietante que reinaba en la Ciudadela… Todo hacía pensar en una catástrofe.
Sin embargo, cuando la Fábula levó anclas al día siguiente, los cinco miembros de la tripulación se dejaron llevar por un cierto alborozo. Con la barriga llena, ropa digna y cartas náuticas, se sentían contentos al poder viajar en mar conocido. Por fin sabían dónde estaban y los peligros que pudieran surgir les parecían insignificantes en comparación con los que ya habían superado. Así, cuando las velas se desplegaron y Orfeo tomó el timón gritando: «¡Rumbo a Galnicia!», las caras de sus compañeros se iluminaron. Orfeo les sonrió. Él también estaba contento de volver, aunque en el fondo no dejaba de parecerle extraño. ¿Cómo podía él, que se había sentido asqueado en Galnicia y que no había soñado con nada más que con partir, estar impaciente por pisar el suelo del país? ¿Y si, al ver la Ciudad Alta, sus temores lo asaltaban de nuevo para consumirle el alma? ¿Y si, nada más volver, echaba de menos el mar y sus aventuras?
Desde el alcázar de popa observó a Malva, que se encaramaba ágilmente por los obenques, y sus pensamientos sombríos se esfumaron. Mientras Malva estuviera a su lado, se sentiría fuerte, capaz de afrontar cualquier temor.
Faltaban algunas semanas para que al fin empezaran a distinguirse las costas del país de Esperda. Malva se situó en el castillo de proa, con una mano sobre los ojos a modo de visera. Parecía nerviosa y triste. Lei se dio cuenta y se puso a su lado.
—¿Ves esa hilera de rocas blancas, a lo lejos? —le preguntó Malva.
—Parecen huesos de esqueletos —dijo Lei, estremeciéndose.
—Son arrecifes extremadamente peligrosos. Fue allí donde Filomena y yo naufragamos con el Estafador.
Los ojos de la principetta se habían ensombrecido. Tenía la mirada fija en las siluetas de los arrecifes, mientras recordaba todo lo sucedido allí: el estrépito de la proa al estrellarse contra las cortantes rocas, la zambullida a la que ella y Filomena se vieron obligadas y, finalmente, su deriva, aferradas a los enrejados de las escotillas, hasta aquel momento terrible, cuando la bestia sin nombre…
—Fue allí donde recibí un mordisco en la pierna —dijo entonces Malva—. Nadábamos con la esperanza de acercarnos a la costa, y de repente…
La principetta hizo una mueca de dolor y dio un respingo, como por reflejo. Entonces perdió el color y, con la respiración cortada, tuvo que sentarse.
—Tú, muy sensible —comentó Lei, mientras desabotonaba la marinera de Malva para que pudiera respirar mejor—. Ahora, herida curada. No debes temer nada.
Como para asegurarse, Malva se subió la parte baja del pantalón y se descubrió la pantorrilla. Una larga línea blanca seguía marcándole la piel.
—Si Finopico vivo, él te diría qué bestia vive en este mar —dijo Lei con pesadumbre—. Y tú al fin conocerías nombre… ¡de bestia sin nombre!
Malva se quedó un buen rato absorta en la contemplación malsana de su cicatriz.
—Finopico nos ha dejado sus libros. ¿Y si les echo un vistazo? —dijo.
Aquella idea le pareció muy buena. Bajó a la gambuza y allí, detrás de un revoltijo formado por estanterías caídas y tarros vacíos, encontró los libros del cocinero. Luego se pasó el resto del día encerrada con ellos en su camarote.
Al caer la noche, y mientras la Fábula se adentraba lentamente en el canal que comunicaba Tildesia con las zonas pantanosas de Armunia oriental, Orfeo empezó a preocuparse por la ausencia prolongada de la principetta. Dejó el timón a Babilas y llamó a la puerta del camarote de Malva.
Estaba sentada en su litera, rodeada de una montaña de libros abiertos. A la luz de una vela, y con el entrecejo fruncido por la concentración, examinaba minuciosamente los grabados y descripciones.
—Deberías salir a tomar el aire —le aconsejó Orfeo—. Arriba hace buen tiempo, y de tanto leer se te va a estropear la vista.
Malva le dirigió una mirada perdida. Al parecer, no había oído ni una palabra de lo que él le acababa de decir.
—No sabía que hubiera tantas especies de peces. ¿Crees que Finopico las conocía todas?
—Era mucho más sabio de lo que me imaginaba —respondió Orfeo, recordando la charla que habían tenido poco antes de su desaparición—. Se interesaba sobre todo por las especies raras. Su ilusión era ser admitido entre los especialistas del Instituto Marítimo.
—Pobre Finopico —suspiró Malva—. Todavía no me he hecho a la idea de no volverlo a ver. A veces, hasta me parece oírlo refunfuñar sobre los gemelos… o sobre Al.
La voz le temblaba. Orfeo se acercó a ella y, cuando se sentó en el borde de la litera, reparó en las lágrimas que estaban a punto de derramarse sobre las mejillas de la joven.
—Hemos perdido a muchos amigos —siguió diciendo ella—. Me siento… Me parece injusto seguir viva mientras que ellos…
Las lágrimas se desbordaron. Orfeo abrió los brazos y estrechó a Malva en ellos para consolarla. Hasta aquel momento, todos habían procurado evitar hacer balance de su viaje en el Archipiélago. Finopico, Peppe y Al habían dejado un vacío a bordo y también en el corazón de los supervivientes. Sin embargo, los días transcurrían con toda la carga de trabajo y preocupaciones que traían consigo. Era preciso seguir adelante, izar las velas, reparar las partes dañadas del barco y alimentarse. Todo aquello permitía contener la tristeza, pero al abrir los libros, Malva había abierto también sus heridas. Con cada página, con cada palabra, no hacía más que pensar en los que habían desaparecido.
—Cuando estemos en Galnicia —dijo Orfeo, acariciando el pelo negro de Malva— les rendiremos homenaje. Tenemos que hacer que todos los galnicianos sepan que existieron.
Malva sollozaba. Sus lágrimas mojaban las manos de Orfeo.
—Ya no sé —dijo ella, con la respiración entrecortada—, no sé qué voy a hacer cuando lleguemos. Me parece todo… tan… lejano, tan… imposible…
Orfeo la abrazó con más fuerza.
—Estoy contigo, estoy contigo —repetía él mientras Malva se dejaba llevar por la tristeza.
Se quedaron mucho tiempo así, en los brazos del otro, con el corazón latiéndoles con fuerza y buscándose con los dedos. Orfeo besó a Malva en la frente, en las mejillas, en el pelo. Ya no le daba miedo sentir lo que sentía. Poco a poco, Malva se fue calmando.
—Estaba buscando el nombre de un animal acuático —explicó al fin, separándose de pronto de Orfeo.
Entonces le contó la traición de Vincenzo, el naufragio del Estafador y, finalmente, le mostró la cicatriz que le atravesaba la pierna.
—Lei me curó mientras estábamos encerradas en el harén de Temir-Gaí, pero yo conservaré esta marca toda la vida.
Orfeo tomó la vela y acercó la llama a la pierna desnuda de Malva. La observó un buen rato, la apretó ligeramente con el dedo y vio blanquearse el surco.
—Este animal tenía una mandíbula tremenda —murmuró—. Estas marcas paralelas parecen indicar que tenía dos hileras de dientes.
Entonces volvió a rozar la piel de la muchacha y dijo:
—Aquí… y aquí. Dos hileras de dientes afilados.
Alzó la cabeza, encontró la mirada de Malva y se ruborizó.
—Creo que ya lo tengo —dijo para disimular su turbación—. Si fuera eso, sería…
De pronto, Orfeo volvió a dejar la vela en su sitio y rebuscó entre los libros extendidos sobre la litera. Finalmente, puso la mano sobre el libro que estaba buscando. Era el que Finopico leía la noche en la que le confió sus secretos. Empezó a hojearlo ansiosamente.
—Página 243 —dijo.
Señaló con el dedo el grabado que representaba la gobima de las profundidades y leyó su descripción en voz alta. Luego acercó el libro a Malva, que miró el dibujo detenidamente.
—Si fue esta bestia la que me mordió, puede decirse que tuve suerte —dijo ella—. Pudo haberme matado y arrastrado al fondo del mar…
—Y si es ella —siguió diciendo Orfeo—, significa que Finopico tenía razón: la gobima no era una quimera. Existe de verdad.
Malva contempló otra vez el grabado un buen rato y luego su cicatriz.
—¡Con las ganas que tenía de demostrar que no estaba equivocado! —suspiró Orfeo—. El pobre… Descubrir este pez se había convertido en una obsesión para él. ¡Y resulta que tenía la prueba delante de las narices!
Cuando de nuevo puso la mano sobre la pierna de la principetta, notó que ella tenía la piel de gallina. Orfeo cerró lentamente los libros y los apiló sobre el suelo.
—Tienes frío —le dijo a Malva—. Ahora será mejor que descanses.
Cogió una manta y se la echó por encima. Cuando ella hundió la cabeza en la almohada, su larga melena negra como la tinta se le desparramó alrededor de la cara como una corona.
Orfeo se inclinó hacia ella hasta quedar muy cerca, y entonces se produjo un silencio. Malva cerró los ojos y, con una delicadeza infinita, Orfeo puso sus labios sobre los de ella.
En aquel momento, sus corazones eran como las estrellas gemelas que brillaban en el cielo: dos puntitos luminosos entre las tinieblas inmensas del universo.
Chanclo dormía en la cofa del palo mayor cuando le cayó un excremento de gaviota en la cara. Se despertó de un sobresalto a tiempo de ver al ave alejarse entre chillidos, como si se burlara de él.
—¡Pájaro asqueroso! —imprecó el muchacho, mientras se limpiaba la cara con la manga.
Sólo entonces se dio cuenta de que era la primera ave que veía desde hacía meses. Se puso en pie de un salto y se inclinó hacia delante. A lo lejos se distinguía el contorno de una costa y… el de una gran construcción que se erguía en lo alto de una colina. Con los ojos como platos, abrió la boca y gritó:
—¡Galnicia! ¡Galnicia! ¡Justo enfrente!
Al oír aquel grito, Malva, Babilas, Lei y Orfeo salieron corriendo por la escotilla central y corrieron hasta el castillo de proa.
El día era gris y nubloso y no hacía viento, pero no había nada de bruma: las costas galnicianas aparecieron nítidamente ante ellos, y también la desembocadura del río Gdavir.
—¡Melfed liagh twyll! —exclamó Babilas.
Su tez curtida por el sol se suavizó de pronto y Lei vio despuntar una lágrima de alegría en la comisura de los ojos del gigante. Para ella, naturalmente, la emoción no era tan fuerte. Galnicia no era su país natal y, una vez más, en ella sólo sería una extranjera. De todos modos, se sentía aliviada por haber llegado hasta allí, y la idea de poder poner los pies en tierra por fin le encantaba. Sobre todo, se sentía impaciente por montar a caballo. Malva le había prometido la mejor montura de las cuadras de su padre, así como una escolta de soldados que la acompañaran de vuelta a su casa, a Balmún.
Chanclo, saltando como una pulga, bajó entusiasmado por los obenques y cayó pesadamente sobre la cubierta.
—¡Ya llegamos a casa! —exclamó—. ¡Y traemos a la principetta! ¡El coronado se va a quedar de piedra! ¡Somos héroes!
Riendo a más no poder, se puso a bailar hasta arrastrar a Lei con él entre giros y piruetas y quedarse sin respiración.
—¿A que sí, capitán, a que somos héroes? —preguntó cuando hubo recuperado el aliento.
—No soy yo quien tiene que decidir eso —sonrió con modestia Orfeo—. Y tú tendrías que limpiarte mejor la punta de la nariz antes de bailar con una chica. ¡Parece que un pájaro te haya dejado un recuerdo encima!
Chanclo se puso como un tomate y se frotó tanto la nariz que se le quedó roja.
—Pero sí nos darán una recompensa, ¿no? —insistió, adoptando una pose enfurruñada—. El coronado había mencionado una montaña de galniques, ¿o no?
Apoyada en la barandilla de proa, Malva ponía mala cara. Era ella quien había decidido volver, nadie la había obligado, pero al oír hablar así a Chanclo no podía evitar sentirse como una pieza de caza. Orfeo se acercó a ella y le puso las manos sobre los hombros.
—No hagas caso de ese fanfarrón de Chanclo —le murmuró al oído—. Todavía estás a tiempo de cambiar de opinión. Desembarcaremos más lejos, cerca de la frontera, y tú podrás desaparecer. Nadie sabrá dónde estás ni adonde vas. Ni siquiera yo, si es lo que quieres. Puedes huir otra vez, es así de sencillo…
Cuanto más visibles se hacían las costas, más fuerte le latía el corazón en el pecho. La Ciudadela, el río, el campanario que se erguía sobre la Ciudad Ata…
—No —resolvió ella con convicción—. Entraremos por el puerto y yo no me marcharé. En cuanto a la recompensa, haz lo que quieras. Si mi padre sigue vivo, que él…
—Y ¿por qué iba a estar muerto el coronado? —la interrumpió Orfeo—. ¡Todavía es joven! Sólo hace un año que te fuiste, Malva. Las cosas no han podido cambiar hasta ese punto.
Pero ella se encogió de hombros:
—Es sólo una sensación.
En la entrada del puerto, los cinco pasajeros de la Fábula se asombraron al ver una pesada cadena de bronce tendida entre los diques para impedir el paso de las embarcaciones. Orfeo ordenó a Babilas que echara el ancla y, cuando el navío quedó inmovilizado, el capitán se dirigió a sus compañeros:
—Era uno de los edictos promulgados por el arconte en los días en que el coronado había abandonado el trono. El puerto estaba en cuarentena… pero este edicto se había derogado para permitir nuestra partida. No comprendo qué hace todavía aquí esta cadena.
Desde donde estaban veían los mástiles de los barcos en los muelles. Chanclo contó una docena de ellos solamente. Entonces, ¿dónde se encontraba el resto de la flota?
—¿Y los barcos de pesca? —preguntó Malva, inquieta—. ¿Y las gaviotas?
Tenía razón. Sobre el puerto, el cielo estaba desierto, y por mucho que aplicaran el oído no oían ninguna voz. Ni el rodar de barriles ni el ladrar de perros ni el rechinar de poleas. El puerto estaba invadido por el silencio.
A Babilas y Orfeo les bastó mirarse para ponerse de acuerdo. Sin decir palabra, el gigante saltó por la borda y se zambulló en el agua fría. Los demás lo vieron nadar hasta el dique y lo animaron a voces cuando se agarró a él para salir del agua.
Ya sobre el dique, Babilas, jadeando y chorreando, tiró de la enorme cadena de bronce. Había algas y conchas pegadas a ella. Haciendo una mueca por el esfuerzo, se echó atrás y consiguió arrancarla. Orfeo levó el ancla y la Fábula entró por fin en el puerto.
Reunidos en la proa, los viajeros presenciaron un espectáculo desolador: en los barcos, llenos de polvo y de óxido, podridos por una estancia demasiado prolongada en el cieno, se veían mástiles decaídos como ancianos incapaces de mantenerse erguidos, barriles destrozados y cajas vacías, mientras la mugre invadía los pontones desiertos y el aire batía las puertas de las tabernas instaladas en los muelles.
—¿Qué ha pasado aquí? —murmuró Orfeo, mientras la roda de la Fábula hendía las aguas viscosas y estancadas.
—Huele a pescado podrido —comentó Chanclo sin más.
Al llegar al final del muelle, Orfeo lanzó un cabo a Babilas para que amarrara el navío. Malva estaba muy pálida, pero indicó con un gesto que no se preocuparan: había que bajar, entrar en la ciudad para averiguar qué estaba pasando. Por orden de Orfeo, Chanclo tendió una tabla desde el pasamanos hasta el muelle. Cuando todos se hubieron apeado en el muelle, el grupito se adentró en los callejones de la Ciudad Baja.
Los recién llegados no encontraron más que puertas cerradas por todas partes. Ningún ruido, ningún olor, ninguna presencia humana. Un desagradable aire frío hizo estornudar a Orfeo varias veces.
—¿No será que la gente se ha ido a alguna fiesta? —aventuró Chanclo—. ¿Y si nos están esperando para darnos una sorpresa?
Había dicho estas palabras sin mucho convencimiento, sólo para darse ánimos. Sin embargo, cuanto más avanzaba más notaba que las fuerzas le abandonaban. A cada paso surgía un recuerdo de su memoria, un recuerdo de los días en que hacía mil diabluras con Peppe. Aquí habían robado una naranja a un vendedor ambulante, más allá se habían peleado con los chicos de una banda rival y bajo aquel porche se habían repartido el botín tras una jornada de mendigar…
—No hay ni gatos por la calle —murmuró Orfeo, cada vez más preocupado.
Cuando se acercaron al río Gdavir, los cinco compañeros se quedaron totalmente desconcertados. Ni en los peores momentos del duelo, cuando se creía que la principetta había muerto ahogada, la Ciudad Baja había tenido un aspecto tan siniestro.
—¡Eh! ¡Mirad! —exclamó de repente Chanclo, señalando con el índice los pilares del puente.
En ambas riberas, unas plantas extrañas y flexibles, de color gris, se balanceaban al viento.
—¿No te acuerdas, capitán? ¡Las semillas que le birlé al cocinero de la Ciudadela! ¡Las que el mensajero había traído como regalo! ¡Han crecido!
Chanclo arrastró a los demás hasta la orilla del río.
—Parece… —titubeó Malva, acercándose a las plantas—. Parece…
Acarició el tallo gris y luego arrancó el extremo. Unas semillitas le cayeron a la palma de la mano. A Malva se le iluminó la cara:
—¡Es pagul!
—¿Conocéis esta planta? —se asombró Chanclo.
—¡Ya lo creo! ¡Uzmir y los baigures se pasaban el día comiendo estas semillas cuando viajaba con ellos por la Gran Estepa Aciciena!
—¡Uzmir! ¡Eso es! —exclamó Chanclo—. ¡Ése era el nombre raro del mensajero que anunció al coronado que no estabais muerta!
Malva sonrió, llena de alegría, y buscó entre el follaje gris para recolectar más semillas.
—Es un milagro que hayan germinado tus semillas, Chanclo. ¡Normalmente, el pagul sólo crece entre pequeños matorrales y en el clima árido de las estepas! ¿Queréis probarlo?
Entonces ofreció unas semillas a Babilas, Orfeo y Lei.
—Hay que mascarlas —explicó, metiéndose un puñado en la boca.
—¡Hadsin tlu! —dijo Babilas con una mueca.
—Él dice que pagul no sabe a nada —tradujo Lei.
—Es verdad —secundó Orfeo.
Los cinco se quedaron allí un buen rato, contemplando cómo fluía el río. Antaño, el Gdavir transportaba sus reflejos dorados por todo el país y su esplendor era el orgullo de los galnicianos. Ahora, sus aguas eran turbulentas y amarillas, llenas de barro y de ramas muertas.
Orfeo alzó la vista hacia el campanario que dominaba la Ciudad Alta, en la otra orilla. Unos pájaros daban vueltas alrededor de la torre, lentamente, como buitres. Se echó a la boca unas semillas más de pagul e inspiró hondo.
—Venid —dijo a sus compañeros—, tal vez haya gente en los barrios altos.
Sin embargo, en las calles más anchas y ordenadas de la Ciudad Alta tampoco encontraron a nadie. En las plazas, las fuentes estaban taponadas por el musgo. En la entrada de las viviendas más grandes, las telas de araña se estremecían a cada oleada de viento. Orfeo volvió a estornudar.
Cuando se acercaron al campanario, llamaron al santo diáfice. No hubo respuesta. Orfeo golpeó a la puerta de su residencia natal, pero Bertilda no fue a abrir, como esperaba vagamente que ocurriera.
—¡Este lugar me parece muy frío! —dijo Lei—. ¡Muchas vibraciones terribles! ¡Yo quiero irme!
—¡Espera! —le suplicó Malva—. Tiene que haber una buena explicación para todo esto.
Pero Lei sacudió la cabeza, consternada.
—Aquí ocurrieron cosas terribles. Enfermedad, miseria, guerra. ¡Todos muertos!
Chanclo se puso a temblar. Lanzó una mirada de desesperación a Babilas, quien, inmóvil contra el viento, no sabía qué hacer con sus manazas.
—¡Todos muertos! —repitió Lei, con los ojos desorbitados—. ¡Nosotros también moriremos! ¡Yo quiero irme!
Orfeo sujetó a la muchacha rubia por los hombros.
—¡Hace sólo seis meses que me fui de esta ciudad! —exclamó—. ¡Sus habitantes hacían vida normal! ¡Caminaban, trabajaban, conversaban! ¡Estaban vivos! ¡Es imposible que hayan muerto en tan poco tiempo! ¡Imposible!
Entonces soltó a Lei de golpe y dijo:
—¡Vayamos a la Ciudadela! ¡Seguro que ha ocurrido algo que ha obligado a la gente a refugiarse allí!
Volvieron a bajar rápidamente por las calles vacías, pero cuando llegaron a las puertas de la Ciudadela, las encontraron también cerradas.
—Es normal —quiso explicarse Orfeo—. La gente debe de haberse encerrado en su interior.
Se acercó a la campana que colgaba de la pilastra y la sacudió vigorosamente. La cadena oxidada cedió y se le quedó en las manos.
—Pertort gwener dorim a ustwig —dijo Babilas.
Lei ni siquiera tuvo fuerzas para traducir sus palabras, pero los demás comprendieron lo que había dicho cuando vieron al gigante escalar el muro con la fuerza de sus brazos hasta saltar al otro lado. Poco después, se oyó un ruido metálico y la puerta se abrió de par en par.
Malva entró la primera en el recinto de la Ciudadela. Al momento se dio cuenta de que habían crecido hierbas en medio del paseo de gravilla. Más lejos, bajo la bóveda de sicómoros, las lluvias habían creado surcos y nadie se había ocupado de allanar el camino. ¡Si una carroza intentara pasar por allí, caería dentro de la zanja! Malva nunca había visto los jardines en tal estado. Dirigiera donde dirigiese la mirada, no veía más que matojos, herramientas oxidadas, carretas abandonadas, ramas caídas y árboles muertos. La principetta tenía la sensación de estar visitando su infancia en una pesadilla.
Cuando vio el ala oeste de la Ciudadela con el techo desplomado se sintió embargada por la emoción. Detrás, al borde del acantilado, se distinguían las murallas acribilladas por impactos de bala. Ya no quedaba duda de que la Ciudadela había sido atacada… y que no había resistido el embate. Malva escondió la cara entre las manos. Nunca se había imaginado que llegaría a ver su país en semejante estado. A todas luces, Galnicia ya no era más que una tierra salvaje, abandonada.
Tras ella, Chanclo, Babilas, Lei y Orfeo andaban lentamente, cada vez con mayor reticencia. Cuando descubrieron que Malva lloraba, se detuvieron.
Justo entonces, alguien apareció al final del camino. Era un hombre de pelo alborotado que cojeaba hacia ellos, mascullando. Orfeo se fue corriendo con Malva.
—¿Quién es? —le preguntó, señalando al hombre.
Malva se enjugó las lágrimas. Cuando el hombre se acercó más, la principetta entornó los ojos para reconocer aquella cara arrugada y aquellos andares caóticos. Según recordaba, ninguno de los criados, mozos, jardineros ni cocineros cojeaba de aquel modo. Sólo en el último momento, cuando el hombre dirigió su mirada hacia ella, Malva lo reconoció. Un grito se le quedó ahogado en la garganta:
—¡Mi padre!
El coronado ya no era el hombre que Malva había conocido. Ya no se parecía a aquel monarca intimidante y severo que la había humillado en público. Ante ella se encontraba un viejo inválido que no inspiraba más que compasión. ¡Con lo que ella había temido aquel momento! ¡Si lo hubiera sabido!
El coronado se detuvo cerca de ella, con los ojos inundados de lágrimas, y pronunció su nombre: «Malva, Malva», repetía con voz ronca. Luego tendió hacia ella unas manos temblorosas, cubiertas de motas marrones. Volvió a pronunciar su nombre y, cuando quiso estrecharla en sus brazos, ella no se resistió.
Por muy lejos que se remontara Malva en el pasado, su padre nunca había mostrado un gesto de ternura como aquél. Nunca.
El coronado vivía recluido en el ala este de la Ciudadela en compañía de un puñado de sirvientes leales que hacían lo posible por mantener el espejismo de la grandiosidad de antaño. Las ratas corrían y las hojas muertas se arremolinaban entre el oro y la seda. En los días de lluvia se formaban charcos bajo las mesitas y los tocadores, y el goteo del agua dejaba manchas negras sobre los espejos salpicados de óxido. Los colchones rasgados perdían relleno, los relojes ya no tenían agujas, las cómodas cojas acumulaban polvo y las cortinas colgaban hechas jirones en las ventanas.
Cuando Malva, siguiendo a su padre, entró en las cocinas y en la sala de baile, cuando subió la escalera y atravesó las galerías, se vio invadida por un extraño vértigo. Era el mismo camino que había hecho el día de su fuga. ¡Qué agitación reinaba entonces en la Ciudadela! ¿Dónde estaban las criadas que sacaban brillo al entarimado? ¿Y los mozos que encendían las velas de las lámparas de araña? Mientras recorría las alfombras raídas, Malva se preguntó que catástrofe había podido sumir en el caos aquellos lugares tan familiares durante su ausencia.
Sintiendo que las fuerzas la abandonaban, se paró ante una ventana que daba al sur, a las terrazas. Desde allí pudo ver, de pie sobre un taburete poco firme, a un viejo jardinero que intentaba podar un seto convertido en maleza. El hombre se balanceaba y su pelo encanecido temblaba al viento. Cerca del gran estanque, el quiosco de música se había derrumbado no hacía mucho. La última vez que Malva había pasado junto a él, una pequeña orquesta ensayaba las serenatas previstas para la boda. Incluso se acordó de la melodía que sonaba entonces y del olor tibio de los jazmines que flotaba al anochecer.
Malva se volvió hacia su padre y le preguntó:
—Contadme qué ha sucedido.
El coronado bajó la cabeza gris y condujo a los recién llegados a la Sala de las Exquisiteces. Por el camino se cruzaron con dos criadas que, al reconocer a Malva, estallaron en sollozos.
El coronado hizo sentar a sus invitados a la mesa ceremonial y él mismo apartó el paño que la cubría. Debajo, la madera de aulaca seguía lisa y brillante.
—Siempre he procurado que esta mesa estuviera en condiciones para las visitas —explicó el coronado con una pizca de orgullo—. Es todo lo que nos queda del antiguo esplendor.
Se sentó con sus huéspedes y reflexionó un buen rato, sin saber cómo iniciar su relato. Durante aquel silencio, Orfeo estornudó por las corrientes de aire que atravesaban la estancia. Chanclo, tremendamente impresionado al verse allí, se había pegado a Babilas, mientras Lei esperaba con paciencia a que el viejo monarca diera comienzo a sus explicaciones. Malva había tomado la mano de Orfeo y la estrechaba con todas sus fuerzas bajo la mesa.
—¡Cuánto hemos esperado tu regreso, Malva! —empezó a decir el anciano—. Tu madre…
Al decir esto, se le quebró la voz. Carraspeó y siguió diciendo:
—Tu madre se destrozó las rodillas de tanto rezar ante el Altar de las Divinidades. ¡No sabes cuántas ofrendas depositó allí! ¡Por la Santa Armonía, ojalá ella hubiera podido volver a verte viva!
Malva escuchaba aquellas palabras terribles sin comprenderlas verdaderamente. Durante todo el tiempo que había pasado lejos de la Ciudadela, nunca pensó que su ausencia pudiera causar sufrimiento a nadie. Había imaginado la cólera y la decepción de sus padres, que estuviesen contrariados, pero no apenados. Y sin embargo…
El coronado se secó una lágrima y dijo:
—La coronada murió hace ya tres años.
—¿Tres años? —dijo Malva, con un grito ahogado.
—¡No puede ser! —exclamó Orfeo—. Perdonad, majestad, pero… la principetta se fue de Galnicia hace un año. ¡Y yo mismo hace tan sólo cuatro o cinco meses! ¿Os acordáis? ¡La Errabunda y la María Bella !
El coronado frunció sus blancas cejas y examinó a Orfeo con atención.
—La Errabunda... sí, sí. ¿Erais el capitán?
—Sólo el contramaestre —respondió Orfeo con humildad—. Soy el hijo de Aníbal Mac Bott, ¿recordáis?
El coronado hizo un gesto vago, como si apartara una mosca.
—Hace tanto tiempo de eso… —dijo—. Pero sí creo recordar al bueno de Aníbal. En otros tiempos, el capitán cubrió de gloria nuestra flota.
—¡No os engañéis! —replicó Orfeo con vigor—. ¡Mi padre no cubrió de honor la flota galniciana ni a su país ni a su coronado! Os traicionó. No era más que un pirata, un bandido que nunca acató los preceptos de Quietud y Armonía.
—¿De verdad? —dijo el coronado—. Vaya, qué lástima… Pues yo pensaba…
Se quedó callado otra vez e hizo un gesto mientras intentaba reordenar sus ideas.
—Decíais que mi madre, la coronada, murió hace tres años —le recordó Malva con voz débil—. Pero eso no puede ser. Será que la memoria os está jugando malas pasadas.
El coronado extendió las manos con las palmas hacia arriba y dijo:
—¡Mira estas manos, Malva! Me tiemblan y ya no me sirven para nada, pero míralas bien: tienen diez dedos. Y estos diez dedos son los que me han permitido contar los años que han pasado desde tu desaparición. Diez dedos. Diez años. Así de claro… Aquí han pasado muchas cosas en estos diez años.
Un silencio de asombro siguió a esta revelación. ¿Cómo asumir algo así? ¿Acaso el tiempo se había distorsionado hasta el punto de pasar más rápido en Galnicia que en otras partes? ¡Era del todo impensable! Y por otro lado… aquello explicaba algunos misterios: el deterioro de la ciudad, la cara del coronado y su pelo blanco… Después de todo, en el Archipiélago habían ocurrido infinidad de fenómenos inexplicables. ¿Y si el nokros había convertido en humo más tiempo del esperado?
—Seguid —pidió Malva a su padre—. Quiero saberlo todo.
—Después de un año sin recibir noticias de la fragata Errabunda —explicó el coronado—, ordené que partiera una segunda expedición. Ya no me acuerdo del nombre de los barcos que partieron. Tampoco ellos volvieron jamás. Después, desconfiando del mar, preferí armar a un escuadrón de jinetes, que partieron hacia Orniente, también con la misión de liberarte del emperador Temir-Gaí. Sólo volvió uno de mis hombres, dos años más tarde, y trajo malas noticias: una guerra sin cuartel asolaba las estepas. Mis soldados se vieron engullidos por los combates. Todos murieron. Y lo peor era que Temir-Gaí ya no tenía a mi hija. Nadie sabía si estaba viva o muerta.
Malva suspiró al oír aquel relato. Las visiones que tuvo en el monte Ur-Tha se estaban confirmando una por una. Su madre estaba muerta, los baigures y Filomena sufrían los horrores de la guerra. Se estremeció al pensar aquello. ¿Habrían sobrevivido?
La Sala de las Exquisiteces se vio invadida progresivamente por la oscuridad, pero ningún sirviente acudió a encender las lámparas. En la mesa, nadie osaba ya moverse.
—Así pues, habíamos enviado tres expediciones para nada —resumió el coronado—. Nos habíamos quedado sin nadie que heredara el trono. Poco a poco, la desesperación se apoderó de nuestro ánimo. La coronada cayó enferma. Por todo el país se urdieron conspiraciones. El arconte había sembrado su odio y su ambición por todas partes. Bastaba con una chispa para reavivar el fuego que se estaba preparando.
—El arconte está muerto —intervino Orfeo—. Nos persiguió por los mares, pero ya no volverá jamás.
—¿Lo habéis matado? —preguntó el coronado.
—No —explicó Orfeo—. Pero quedó prisionero en un lugar especial, un archipiélago que…
Bajo la mesa, Malva oprimió algo más fuerte la mano de Orfeo para que dejara de hablar.
—No lo hemos visto morir, padre —aclaró ella—. Pero yo también pienso que ya no volverá jamás.
—Me alegro, pero de todos modos ya es demasiado tarde —suspiró con tristeza el coronado—. Galnicia ha sufrido ataques de todos lados. Hemos librado batallas terribles aquí mismo, hasta el hundimiento final. De eso hace dos años. Sufrimos el embate de cañones, de hordas de soldados llegados de Dunbraven y Andemarca, una auténtica masacre. Los habitantes de la Ciudad Alta fueron los primeros en huir a las montañas. El pueblo llano, presa del hambre y las epidemias, quedó diezmado. Los supervivientes abandonaron la Ciudad Baja para refugiarse más al oeste, en la frontera. Ignoro qué habrá sido de ellos. Ya no soy su coronado. Galnicia ya no existe. Ha sido desmembrada, saqueada por nuestros vencedores. Ya no queda más que esta Ciudadela en ruinas, en la que todavía puedo terminar mis días.
Su voz se apagó. Había quedado reducida a un susurro, abrumada por la pena y la fatiga. Miró a Malva y siguió diciendo:
—Durante todos estos años, no he dejado de pensar en aquel día funesto en que desapareciste. Primero pensé en un secuestro. Luego hice responsable al arconte de tu ausencia. Estaba furioso y sólo quería recuperarte para restablecer el orden en mi país. ¡Quería recobrar lo que era mío! Hasta que un día, un criado me trajo una carta que había encontrado al limpiar una pequeña alcoba del ala sur. Fue justo después de la muerte de la coronada.
Malva se sobresaltó. ¡Su carta de despedida! ¿Cuánto tiempo había transcurrido hasta que llegó a su destinatario? ¡Años y años!
—Cuando leí aquella carta —prosiguió el coronado—, se me reveló la verdad. Comprendí de pronto por qué mi hija había… huido. Yo era el motivo.
El coronado parecía hundido.
—Acabé sabiéndome de memoria aquella carta. La leí y releí hasta destrozarme la vista. Tenías razón, Malva. Desde aquel día, los remordimientos no me dejaron dormir. Me pasé todas las noches pensando en lo que había hecho. Me vi con tus ojos… como un hombre cruel, sin corazón. Así era yo: un coronado obsesionado por el poder y el deber. Y un padre incapaz de comprender a su hija.
Chanclo, Lei, Babilas y Orfeo contemplaban con estupor la cara de aquel anciano. Al oír estas últimas palabras, se volvieron hacia Malva. Muy pálida, la principetta ya no sabía qué decir ni qué pensar. Todo aquello la había dejado totalmente atónita.
—Pero ahora has vuelto —murmuro el coronado—. Es todo lo que deseaba: volver a verte para pedirte perdón.
Las lágrimas que la principetta había intentado contener rodaron finalmente por sus mejillas.
Abrió la boca, pero de ella no salió más que un leve susurro. Orfeo comprendió en aquel instante que Malva ya podía hacer las paces con su padre.
Los cinco supervivientes de la Fábula se alojaron en la Ciudadela, cerca del coronado. Chanclo, que toda la vida había soñado con ser admitido en lugares así, no dejaba de maravillarse. Recorría los pasillos y las galerías con paso decidido, sin fijarse en el deterioro general, explorando todos los rincones con entusiasmo mal contenido. Más de una vez terminó perdiéndose en los pasadizos secretos y Malva tuvo que ir a buscarlo. Al anochecer se paseaba por los jardines abandonados, con la mirada clavada en un punto preciso del cielo. Orfeo comprendía entonces que estaba hablando con Peppe.
Babilas y Lei se alojaron como pudieron en viejas habitaciones que habían resistido a las inclemencias. Malva, por su parte, no quiso volver a sus antiguos aposentos. Pidió a Orfeo que la ayudara a llevar una cama a la alcoba del ala sur. La pequeña estancia rezumaba humedad y los cristales de la ventana se habían roto pero, aparte de aquello, nada había cambiado.
—Aquí es donde quiero dormir —dijo Malva, mirando su reflejo en el espejo del tocador.
Se levantó el largo pelo negro y luego lo dejó caer sobre los hombros, acordándose del día en que le quedó la cabeza como la de un erizo… Sonrió al recordar los gritos horrorizados de Filomena y luego suspiró. ¿Dónde estaría ahora su dama de compañía? ¿Volvería a verla alguna vez? Decidió ahuyentar aquellos pensamientos tristes y miró a Orfeo.
—Me gustaría que compartieras esta cama conmigo —dijo entonces, ruborizándose.
Sintiendo un escalofrío, Orfeo puso las manos en la cintura de Malva.
—¿Que me aloje aquí, con la principetta? —dijo él con una sonrisa—. ¿No contraviene eso el protocolo?
—Ya no hay protocolo —respondió Malva.
Orfeo asintió. Creía que el corazón se le iba a salir del pecho.
—En tal caso, acepto —dijo—. Pero habrá que arreglar esta ventana. ¡Ya sabes que no me sientan bien las corrientes de aire!
Pasaron los días y las semanas. En la Ciudadela había mucho que hacer. Babilas se dispuso a rellenar las grietas que había en el techo del ala este. Lei y Chanclo se encargaron de los caballos: se pasaron días enteros en las cuadras, curando a los viejos jamelgos. ¡A la medicina de Lei le quedaban todavía muchos milagros que obrar!
Malva y Orfeo, por su parte, decidieron poner algo de orden en los asuntos del coronado. Se instalaron en la Sala del Consejo y clasificaron, ordenaron y pasaron a limpio los registros oficiales para salvaguardar la memoria del país. Era una tarea agotadora.
De vez en cuando, Malva alzaba la vista de los libros de contabilidad. Miraba la bandera galniciana colgada sobre la chimenea y recordaba el día en que su padre la había obligado a quemar sus cuadernos. Ya no sentía la humillación que le corroía el alma desde hacía tanto tiempo.
—Un día escribiré nuestra historia —dijo, pensativa—. Es necesario que los galnicianos sepan lo que nos ocurrió en el Archipiélago.
—También habrá que dibujar nuevos mapas —agregó Orfeo—. Y desplazar al sur los límites del Mundo Conocido. Los sabios del Instituto Marítimo no se lo van a creer, suponiendo que sigan allí, claro.
Entonces tomó una pluma y bosquejó los contornos de las islas, anotando su nombre: isla de Catabea, isla de Jahalod-Rin, isla de los Invisibles…
—Aquí, la roca en la que se quedó atrapado Al, allí, los arrecifes de los hombres sin dientes y los de Finopico. Y, finalmente, el emplazamiento del Encierro, donde Peppe se arrojó al vacío…
Malva tuvo un escalofrío. La mención de todos ellos evocaba cruelmente su ausencia. Entonces, para escapar de la melancolía, reanudó el trabajo con más ahínco.
Mientras, el coronado se debilitaba día a día. Pasaba el tiempo sentado en un sillón cojo, contemplando cómo los jardines se recuperaban progresivamente de su abandono. Malva iba a verle a menudo, pero hablaba poco. ¿Qué podían decirse tras tantos años de silencio? No había palabras para expresar lo esencial.
Con el paso de las semanas, la noticia del regreso de Malva se propagó por las antiguas provincias del reino. Los galnicianos más audaces decidieron ir a comprobar por sí mismos si el rumor era cierto. Llegaban por el camino del norte, solos o en familia, cargados con sus trastos, y se presentaban a las puertas de la Ciudadela. Malva los recibía con agradecimiento, y cuando las pobres gentes veían su cara, alzaban los ojos al cielo para dar gracias a la Santa Quietud por haber salvado la vida de su principetta.
Valiéndose de los planos y de los registros restaurados, Malva asignó una residencia a cada uno de los recién llegados. Una docena de familias se instalaron entonces en la Ciudad Baja y de nuevo se oyó a los niños jugar en los callejones.
Más lejos, en el puerto, Babilas había empezado a reparar los barcos. Calafateaba los cascos, enderezaba los mástiles y repintaba los pontones. Empezaron a llegar pescadores que, algunas mañanas, instalaban puestecillos en los muelles para vender pescado. Eran avances modestos, pero Malva sentía renacer lentamente el alma de su país.
—¿No te arrepientes? —le preguntaba Orfeo de vez en cuando.
—¿De haber vuelto?
—Sí. De no haberte quedado en tu país ideal.
—Sin ti, Elgri-la no me habría gustado —respondía Malva—. No me arrepiento.
Una mañana, Lei y Chanclo llamaron a Malva. Fuera hacía buen tiempo. Los árboles frutales de los jardines estaban brotando. Lei y Chanclo montaban con orgullo dos yeguas alazanas que piafaban frente a las cuadras.
—¿Ves? —dijo Lei.
Espoleó los flancos de su yegua y partió al galope hacia el paseo de sicómoros, seguida de Chanclo, que reía a mandíbula batiente. Cuando llegaron al final del paseo, volvieron grupas y se acercaron a Malva.
—¡Eran los dos últimos caballos! —anunció Chanclo.
—Ahora, todos sanos —agregó Lei—. Podemos contar con trece caballos.
—¡Mirad lo que le he enseñado a hacer a esta yegua, principetta! —exclamó Chanclo.
Tiró de las riendas y espoleó varias veces a su montura, que se puso sobre dos patas y giró sobre ellas antes de empezar una especie de baile que encantó a Malva.
—¡No sabía que montaras tan bien! ¡Casi estás a la altura de los jinetes baigures!
—¿A que sí? —respondió el muchacho—. ¡Lei me ha prometido que cruzaremos las estepas!
Malva se lo quedó mirando con cara de incredulidad. Entonces, Chanclo hizo una mueca al darse cuenta de que se le había escapado un secreto.
—¿Qué quiere decir eso? —dijo Malva con preocupación, dirigiéndose a Lei.
La chica de Balmún soltó un suspiro y luego se resignó a hablar. Explicó a Malva lo mucho que echaba de menos su país, sus costumbres y sobre todo a su familia. Cada día que pasaba le pesaba más el corazón y, ahora que los caballos estaban curados, deseaba regresar al reino de Balmún.
—Mi lugar, allí —añadió—. Y Chanclo…
El muchacho se sonrojó y se acercó a ella. Aquella última temporada había crecido mucho. De tanto galopar y curar a los caballos se había vuelto más fornido.
—He decidido acompañar a Lei —confesó—. Aquí, en Galnicia, sin mi hermano, me siento demasiado triste. Tengo que marcharme otra vez. Y lejos. Así le serviré de escolta. ¿Qué os parece, principetta?
Malva abrió la boca, pero ya no sabía qué decir. Desde que había vuelto, el tiempo se le había pasado volando. Un día había dado paso a otro sin que se diera cuenta, y ella no había querido ver la tristeza de Lei.
—Entonces, ¿pasaréis por la Gran Estepa Aciciena? —se limitó a preguntar.
Lei asintió con la cabeza.
—Muy bien —suspiró Malva—. ¿Y cuándo os vais?
Todavía era de noche cuando todos los moradores de la Ciudadela se reunieron frente a las caballerizas. El aire era muy fresco. Las criadas apretaban los chales remendados contra el pecho y los mozos daban golpes al suelo con los pies. Habían formado un círculo en torno al coronado, que, a pesar de estar aquejado de una tos seca, tuvo que levantarse temprano para asistir a la partida de Chanclo y Lei. A su lado, Malva, Orfeo y Babilas observaban los últimos preparativos.
Cuando las dos yeguas alazanas estuvieron cinchadas y cargadas, los dos viajeros montaron en ellas. Tenían la cara demacrada por la falta de sueño, pero se les veía también impacientes por partir.
—¿Lleváis suficiente comida? ¿Y agua? —quiso asegurarse Malva, acercándose a Lei—. ¿Os habéis acordado de los espinglones? ¡No salgáis sin armas! ¡Los caminos no son nada seguros! Si caéis en manos de los amoyedas…
La chica de Balmún señaló una hoja que colgaba de su silla.
—¿Y mantas? —siguió preguntando Malva—. ¡Las necesitaréis cuando crucéis los desfiladeros nevados de la frontera de Guirkistán!
—Hemos pensado en todo —la tranquilizó Chanclo—. El cocinero nos ha preparado incluso unos tarros de arenques con arándanos para los padres de Lei.
—Bien pensado —sonrió el coronado—. Arenques al estilo galniciano. ¡No hay nada mejor!
El sol atravesó la línea del horizonte. Había llegado la hora de partir. Chanclo levantó la mano para llamar la atención de Orfeo.
—Me guiaré por las estrellas —le dijo con un nudo en la garganta—. Siempre me acordaré de la noche que pasamos juntos en la cubierta de la Fábula.
—¡Peppe cuidará de ti! —le recordó Orfeo—. Pero ¡no hagas tonterías!
—¡Yo ya no hago tonterías! —replicó el muchacho.
Lei se sopló en el hueco de la mano. Sus ojos como perlas pasaron por las caras de todos sus amigos y se detuvieron en la de Malva, que le tendió la mano.
—Ándate con cuidado —le suplicó Malva, estrechándola con fuerza—. No quiero perder a más amigos.
—Iré con mucho cuidado, te prometo.
Malva acarició la crin blanca de la yegua.
—Cuando llegues a tu casa, todo habrá cambiado, ¿te das cuenta? El tiempo que ha transcurrido en Galnicia habrá sido el mismo para Balmún. Diez años, ahora casi once.
—Yo pensado en esto. Tal vez mis padres muertos, pero no mis hermanos y hermanas. Ellos mayores, nada más.
—Si te apetece visitarnos de vez en cuando, siempre serás bienvenida.
—Tú también, Malva. Si quieres conocer reino de Lei, tú bienvenida. Siempre.
—De momento, no quiero irme —suspiró Malva—. Tengo que descansar y…
Echó una mirada rápida a su padre, que tosía más fuerte, y dijo:
—…el coronado está enfermo. Tengo que quedarme con él.
—¡Y con Orfeo! —agregó Lei, guiñándole el ojo.
Malva asintió con la cabeza. Luego se llevó la mano a la chaqueta de punto y sacó un papel enrollado que tendió a Lei.
—Es un mensaje para Filomena. Si la encuentras en las estepas, ¿se lo darás de mi parte?
Lei tomó la carta y prometió entregarla. Entonces, Babilas y Orfeo se acercaron a los dos viajeros y se despidieron de ellos.
Chanclo y Lei dirigieron luego sus monturas a la salida de la Ciudadela, por el mismo camino que había seguido la carreta que transportó a Malva y Filomena en barriles de rioro la noche que huyeron. Hicieron un último gesto de despedida con la mano y se fueron alejando poco a poco.
Inmóviles, con los ojos enrojecidos, Malva y Orfeo se quedaron un buen rato frente a las cuadras sin decir nada. Finalmente, subieron a las murallas de la Ciudadela, en la cara norte. Desde allí, el panorama era inmenso, y hasta podían seguir con la vista a las dos yeguas alazanas.
—Ya están lejos —suspiró Malva.
Justo entonces, distinguió unas siluetas que se acercaban por el mismo camino, en sentido inverso.
—¿Quiénes serán?
Orfeo entornó los ojos y entrevió una larga procesión de campesinos y campesinas a pie que formaban en la carretera una cinta móvil parecida a una hilera de hormigas.
—Son galnicianos —murmuró—. Un centenar al menos. Parece que vuelven a sus casas.
Desde su puesto de observación, Malva y Orfeo contemplaron el avance de la procesión. Poco a poco fueron distinguiendo a mujeres, niños, soldados portando viejas buzarcas bajo el brazo, mendigos, comerciantes, las donna de la noblezza e incluso a un monje venerabile y a dos o tres santos diáfices a los que se reconocía por el birrete amarillo que llevaban un poco ladeado.
—¡Hay que darles la bienvenida! —decidió Malva, ahuyentando su melancolía con un gesto—. ¡Esta gente debe de llevar días y días caminando! ¡Abramos las puertas de la Sala de las Exquisiteces!
Orfeo la siguió mientras ella bajaba la escalinata a todo correr. La ayudó a ponerlo todo en orden y a preparar los registros y luego fue a buscar al coronado para que estuviera con ellos durante aquel acontecimiento. ¡Era la primera vez desde la caída del país que afluían tantos galnicianos a la vez a la Ciudadela!
Horas más tarde se había formado una inmensa cola en los jardines. Se prolongaba desde el centro de la Sala de las Exquisiteces hasta las primeras calles de la Ciudad Baja. Y todos los recién llegados gritaban, hablaban, se llamaban entre sí, se daban noticias y en suma formaban tal barahúnda que el coronado ya no sabía dónde estaba. Los bebés lloraban, los perros ladraban, los ancianos se sentaban entre quejidos en la hierba para descansar sus pies entumecidos y los comerciantes dejaban las carretas en el primer sitio que encontraban para vender sus productos estropeados por el viaje, mientras los soldados descorchaban botellas de rioro que habían aparecido casi de milagro en las bodegas y que Malva había ordenado distribuir al mismo tiempo que los alimentos. Parecía un día de fiesta.
No obstante, cuando la gente entraba en la Sala, se callaba de pronto y se descubría la cabeza. Con los ojos como platos, los recién llegados se acercaban entonces a su principetta, con cara de no dar crédito a lo qué veían. Pero les bastaba con tocar la mano de Malva para convencerse de la realidad. No sólo estaba viva y coleando, sino que seguía siendo prácticamente la misma que en el retrato que había inmortalizado su belleza. Tal vez un poco más delgada y con una expresión más grave en la mirada, pero sus ojos de ébano seguían encandilando a todo aquel que la miraba.
Malva había tomado asiento en una silla que Babilas había arreglado precipitadamente para la ocasión, y cuyo asiento seguía siendo poco seguro. A su lado, sentado en el trono deslucido, el coronado se había adormecido y de vez en cuando daba un respingo al oír que la gente le hablaba. Orfeo, por su parte, se mantenía en la sombra, ligeramente apartado, y contemplaba la escena con creciente emoción. Estaba asistiendo a aquello con lo que tanto había soñado: estar presente cuando la principetta se reencontrara con su pueblo. Y esta vez tenía el presentimiento de que sería la definitiva.
—¡Cuánto os hemos echado de menos! —le decían las mujeres.
—Pensábamos que habíais muerto en las tierras de los bárbaros —añadían los hombres.
—¡Lo que hemos sufrido! —se lamentaban las donna—. ¿Os podéis creer que hemos tenido que comer raíces y colas de cerdo salvaje?
La gente se agolpaba a su alrededor, la tocaba, lloraba, le daba las gracias, y Malva aceptaba todas estas muestras de afecto con cierta serenidad. A cambio, distribuía casas, puestos de venta y responsabilidades. Luego, se iban con la garantía de poder vivir una vida nueva en la Ciudad Alta o en la Ciudad Baja, según sus preferencias.
Los soldados depositaban buzarcas y espinglones oxidados a los pies de la principetta y le juraban fidelidad. Los santos diáfices le murmuraban bendiciones al oído. Los comerciantes le prometían mil regalos y los campesinos, a quienes Malva cedía parcelas de tierra, vertían sobre ella lágrimas de agradecimiento. En un rincón de la sala, tres criados anotaban en los registros oficiales todo lo que se decía.
En un momento dado, una anciana vestida con una esclavina negra y que llevaba un abultado fardo se arrodilló ante Malva.
—He vuelto a pesar de mi avanzada edad con la esperanza de recibir noticias de una persona que partió en vuestra búsqueda —dijo la anciana—. Es un joven al que he criado y que formaba parte de la primera expedición, hace diez años…
Al oír aquella voz y aquellas palabras, Orfeo salió de entre las sombras, con el corazón palpitándole con fuerza.
—¿Bertilda? —preguntó, con voz vacilante.
La anciana alzó la mirada hacia él y, al reconocerlo, estalló en sollozos.
—¡Estás vivo! ¡Estás vivo! ¡Por la Santa Quietud!
Como Bertilda parecía al borde del desmayo, Malva hizo que la llevaran a la antesala para que pudiera echarse y lanzó una mirada inquisitiva a Orfeo, que le explicó en dos palabras quién era aquella señora vestida de negro antes de ir a hacerle compañía. Bertilda se agitaba y se retorcía las manos sin dejar de repetir:
—Gracias, gracias, gracias…
En los recuerdos de Orfeo, Bertilda siempre tenía un aspecto envejecido, pero entonces la vio tan consumida por la edad y las privaciones que casi se preguntó si no se convertiría en polvo ante sus ojos.
Cuando recuperó el dominio de sus emociones, Bertilda pudo incorporarse y encontró fuerzas para contar a Orfeo qué había sido de ella: la soledad en la fría casa de Aníbal, la espera insoportable, la desesperación, los años que pasaron silenciosamente y después la guerra contra las hordas de invasores del norte.
—Una mañana, oí ruido de gente corriendo y gritando en la calle de al lado. Me entró miedo. Reuní cuatro cosas y me marché. Y no fui la única: la Ciudad Alta se quedó vacía de golpe y nos agrupamos para vagar como mendigos por las sendas.
—¿Para ir adonde? —quiso saber Orfeo.
—Lejos, a las fronteras. Fue allí donde encontré refugio, en una aldea de cuevas que los campesinos habían abandonado años atrás.
—¿Has vivido en… cuevas? —se asombró Orfeo.
La anciana asintió. Había sobrevivido allí durante más de dos años con otros refugiados galnicianos. Sin embargo, el frío, el hambre y el miedo a ser descubiertos, atacados y asesinados no doblegaron su resistencia.
—Pero nunca he dejado de defender lo que te pertenecía —dijo con orgullo a Orfeo—. No renuncié a la esperanza de volver a verte algún día y devolverte lo que me confiaste cuando te fuiste.
Entonces se inclinó y abrió el fardo que había traído. De él sacó algunos objetos que Orfeo reconoció. Eran cachivaches sin valor pero que habían formado parte de su infancia y adolescencia. Luego, Bertilda abrió un cofrecillo. Orfeo palideció. Aquel cofre contenía las joyas y el oro de Aníbal.
—No es más que una pequeña parte de tu fortuna —se disculpó la anciana—, ya que no podía cargar con todo. Supongo que el resto habrá sido presa de los saqueadores. Lo siento mucho.
Orfeo contempló el cofre, atónito.
—Sé que no querías aceptar nada de tu padre —murmuró Bertilda—. Pero este oro es todo lo que queda de él. Quédatelo.
Incómodo, Orfeo no se atrevía a rechazarlo ni a aceptarlo.
—Aníbal te quería —agregó ella—. He pasado años viendo cómo te trataba y sé cuánto te apreciaba. Más que a cualquier otra persona.
Orfeo miró fijamente a Bertilda y pensó en todo lo que había pasado desde la última vez que se habían visto.
—Lo acepto —dijo.
Bertilda sonrió.
—Pero ahora tienes que descansar —añadió Orfeo—. Debemos buscar una habitación para ti.
La vieja criada sacudió la cabeza.
—Te lo agradezco, pero no quiero vivir aquí. Si no te importa…
Entonces se sacó del bolsillo un manojo de llaves.
—… dormiré en tu casa, en la mansión de los Mac Bott.
¡Bertilda había conservado incluso las llaves! Sin poder salir de su asombro, Orfeo accedió. Llamó a unos criados y ordenó que acompañaran a la anciana a la gran mansión blanca al pie del campanario.
—Mañana iré a visitarte —prometió él, besando la frente arrugada de Bertilda.
Durante una semana, no paró de llegar gente a la Sala de las Exquisiteces. Los galnicianos afluían a la Ciudadela desde todas partes, y este desfile continuo fatigó tanto al coronado que al cabo de tres días resolvió que ya no se levantaría de la cama. Su hija se las arreglaba perfectamente sin él.
Una muchedumbre abarrotaba en una agitación febril las calles, las plazas, las orillas del Gdavir y el puerto, donde barcos llegados de los cuatro puntos cardinales cargaban y descargaban mercancías.
Un día, mientras Orfeo estaba fuera, Malva se disponía a volver a su habitación, pues ya anochecía, cuando se presentó un último visitante. Oyó suspirar a uno de los sirvientes y estuvo a punto de obligar al rezagado a dar media vuelta, pero volvió a sentarse al ver la silueta del hombre, que se acercaba por la Sala de las Exquisiteces con una muleta bajo cada brazo, encorvado y resoplando por el esfuerzo. Bajo los pliegues de un hábito de monje sobresalían sus pies descalzos, sucios y ensangrentados. Aquel hombre debía de haber sufrido mil tormentos antes de llegar a la Ciudadela. Aunque Malva también estaba agotada, no se sintió con ánimo para echarlo.
—Acércate —dijo ella—. Y dime tu nombre.
Arrastrando los pies, el hombre llegó hasta la silla donde Malva estaba sentada. Tenía la cara oculta bajo la amplia capucha de su atuendo, que sólo dejaba escapar unos mechones de pelo gris. Sin duda debía de tratarse de un monje muy viejo.
—Mi nombre… —dijo una voz quebrada—, mi nombre es Miguel. Vengo de muy lejos para veros, principetta…
—Te escucho —sonrió Malva, inclinándose hacia el monje para verle la cara.
—¿Se puede hablar libremente aquí? —preguntó entonces la voz—. Tengo que haceros unas confidencias y…
Malva le garantizó que los sirvientes no escucharían nada más que lo que fuera necesario.
—Vengo de muy lejos —repitió el hombre.
—¿De las fronteras? —preguntó Malva.
—No… ¡de mucho más lejos! He atravesado mares y tierras desconocidas…
—¿De qué tierras me hablas?
—De unas de donde nadie vuelve jamás… —respondió la voz temblorosa.
Malva notó un escalofrío bajándole por la espalda.
—Precisamente es de eso de lo que os quería hablar —dijo el hombre bajo la capucha—. Sé que me comprenderéis. Sois célebre por vuestra inteligencia y sabiduría. Pero estos criados…
Malva miró a los tres pobres diablos que parecían estar a punto de caer dormidos sobre los registros y le dieron lástima.
—Esto es todo por hoy —les dijo—. Podéis iros.
Los tres sirvientes no se hicieron de rogar. Guardaron las plumas y abandonaron la Sala de las Exquisiteces para dejar sola a Malva con el monje.
—Ya no hay nadie más —dijo ella.
—Nadie más —repitió el monje con un susurro—. Sólo vos y yo. Me alegro.
—¿De qué tierras queríais hablarme? —preguntó Malva, cuya curiosidad se había despertado.
El monje se enderezó y soltó las muletas, que hicieron un ruido sordo al caer sobre el suelo encerado. Malva tuvo el impulso de agacharse para recogerlas, pero la detuvo una duda y se puso en pie de pronto. Entonces, el monje dejó caer la capucha hacia atrás y descubrió su rostro.
A pesar de que llevaba el pelo largo, Malva lo reconoció de inmediato. Aquella mirada penetrante, gris como el metal, aquella sonrisa de triunfo…
—El arconte —murmuró, notando una punzada en el estómago.
Acto seguido, el hombre desenvainó un sable que llevaba oculto bajo el hábito. Malva gritó.
—Dejad que os hable del Archipiélago —bramó él, acercándose con el sable por delante.
Malva hizo caer la silla al echarse atrás y gritó:
—¡Orfeo!
—¡No puede oíros! —se exasperó el arconte—. ¡Tenemos todo el tiempo del mundo para conversar como los viejos amigos que somos! Dejad que os hable de lo que he sufrido hasta llegar a este punto final de nuestra historia, principetta.
Dicho esto, dio un sablazo al aire, que silbó junto a los oídos de Malva. La chica dio un respingo. El terror que la invadía le cortaba la respiración, pero de pronto se acordó del pasadizo secreto cuya entrada se situaba en la pared del fondo, a pocos pasos detrás de ella.
—Dejad que os hable de los marineros a quienes robé el nokros para poder resistir… ¡Todos ellos perdieron la cabeza! ¡Y vos, principetta, también vais a perderla!
Malva retrocedió y retrocedió hasta que sus manos tocaron la pared. Entonces buscó la abertura del pasadizo con la punta de los dedos.
—Creía que habíais muerto en el Encierro —dijo ella para ganar tiempo—. ¡Para mí era todo un placer imaginaros sufriendo las torturas de Catabea!
El arconte se acercó a ella riendo.
—¡Catabea me soltó, faltaría más! Yo cumplí la ley del Archipiélago: ¡descubrí los límites de mí mismo! ¡Llegué a los límites de mi odio! E incluso más allá…
Malva encontró con los dedos el ligero refuerzo que señalaba la entrada del pasadizo secreto y se apoyó en él con todas sus fuerzas. La puerta cedió y Malva cayó hacia atrás. Aprovechando la sorpresa del arconte, se puso en pie, dio media vuelta y echó a correr por el estrecho túnel que se sumergía en la oscuridad. Entonces oyó gritar al arconte:
—¡No podréis engañarme dos veces, principetta! Esto no es el palacio de Temir-Gaí: ¡conozco estos pasadizos secretos tan bien como vos!
Y se lanzó en su persecución gritando como un loco.
Orfeo había sentido el impulso de pasear un rato por los jardines de la Ciudadela. Gracias al viento del norte que se había levantado, no hacía calor y el cielo estaba completamente despejado. Los surtidores bailaban alegremente en los estanques. El joven se había subido el cuello de la chaqueta y, con las manos en los bolsillos, se había dejado llevar por los senderos. Mientras caminaba, pensaba en su padre. Ya no sentía aversión ni cólera hacia él. Incluso se decía que, aquella noche, podría proponer a Malva que lo acompañara al cementerio. Juntos, podrían depositar flores sobre las tumbas de la coronada y de Aníbal.
Estaba sumido en estas reflexiones cuando empezó a sentir frío. Estornudó una vez, luego otra y entonces decidió volver.
Cuando ya estaba cerca del paseo de sicómoros, se topó con los sirvientes que habían prestado servicio todo el día con la principetta en la Sala de las Exquisiteces.
—¿Ha terminado ya la sesión? —les preguntó.
Uno de ellos le explicó que quedaba un último visitante, un pobre lisiado, pero que Malva se encargaría sola de él y que les había dado permiso para irse. Orfeo frunció el ceño. Sin saber muy bien por qué, no le gustaba mucho la idea de que Malva estuviera sola con aquel extraño. Volviendo sobre sus pasos hacia la terraza, entró por la puerta acristalada para entrar en la gran sala.
Allí ya no había nadie. Un temor difuso lo asaltó.
—¿Principetta? —llamó.
Al no recibir respuesta, siguió avanzando y entonces reparó en la silla volcada y sobre todo… en el par de muletas que yacían sobre el entarimado. El corazón le latía con fuerza en el pecho.
—¡Malva! —volvió a llamar.
En aquel momento vio que la puerta del pasadizo, en la pared del fondo, estaba entreabierta. Este último indicio terminó de convencerlo: ¡había ocurrido algo grave! Corrió hasta la entrada del pasadizo, entró en él y volvió a llamar a Malva. Con la respiración cortada, se puso a escuchar: no oyó más que el silencio.
El pánico se apoderó de él. Volvió a toda prisa a la Sala de las Exquisiteces, escogió un espinglón de entre las armas que habían rendido los soldados y, así armado, se adentró en el pasadizo secreto.
Estaba oscuro, pero para seguir el estrecho pasillo bastaba con guiarse por las paredes. Malva ya le había llevado hasta allí para mostrarle por dónde había huido la víspera de su boda. Orfeo se acordaba de las ramificaciones, los peldaños y las señales que ella le había enseñado. Con el espinglón apuntando al frente, empezó a correr.
Cuanto más avanzaba, más presentía que algo terrible había ocurrido. ¿Quién sería aquel lisiado capaz de perseguir a alguien sin sus muletas? ¡Un impostor, claro está!
—¿El arconte? —se preguntó Orfeo en voz alta.
Aquella posibilidad le heló la sangre. ¡Estaba tan convencido de que aquel hombre había desaparecido en el Archipiélago! ¿Podía ser que él también hubiera escapado de allí?
Al llegar a un cruce, Orfeo se detuvo. A la derecha, el pasadizo subía hacia los aposentos. A la izquierda, recorría en paralelo el trazado de las cocinas. Orfeo vaciló, escuchó durante un rato los sonidos confusos que llegaban hasta él, pero ninguno de ellos se parecía a gritos ni a pasos apresurados. Finalmente eligió la ruta de la izquierda al acordarse de que era por allí por donde Malva lo había llevado.
Siguió corriendo en las tinieblas, con la boca seca y los ojos desorbitados, hasta que entrevió cierta claridad al final del pasadizo. Una puerta se abría hacia el exterior. ¡Malva había pasado por allí!
Orfeo cargó el espinglón. Al llegar a la puerta entornada aminoró la marcha. Oyó relinchos y golpes de pezuña: la puerta daba a las caballerizas. Una corriente de aire frío le echó el pelo hacia atrás. La nariz se le llenó del olor de los caballos. Le entraron ganas de estornudar. Con la mano que tenía libre, se tapó la nariz muy fuerte.
Finalmente, asomó la cabeza por la abertura. Malva estaba allí, escondida detrás de unas balas de paja amontonadas. Respiraba agitadamente y tenía la cara goteando de sudor.
Orfeo dio otro paso adelante. Entonces descubrió al arconte, con el sable en la mano, que daba vueltas alrededor de las balas de paja soltando maldiciones.
La vista de Orfeo se nubló ligeramente por el efecto del miedo y la tensión. Las manos le sudaban al aferrar la culata del espinglón. ¡Y cómo le picaba la nariz!
Conteniendo la respiración, alzó el cañón del arma a la altura de los ojos para apuntar al arconte, pero éste no dejaba de moverse, de agacharse y de enderezarse. El hombre clavaba la hoja de su sable en la paja, con una sonrisa terrorífica en los labios. Orfeo se decidió al fin a empujar un poco más la puerta, ya que de lo contrario no podría hacer nada. La corriente de aire se intensificó. Orfeo se tapó la nariz más fuerte. Volvió a alzar el espinglón y, finalmente, tuvo al arconte en el punto de mira.
Su dedo se tensó en el gatillo del arma.
Se oyó un ligero chasquido.
El arconte volvió la cabeza hacia la puerta y vio a Orfeo apuntándolo. Un destello de sorpresa le cruzó los ojos grises. Pero en el momento en que apretaba el gatillo, Orfeo estornudó tan fuerte que la trayectoria de la metralla se desvió.
Estornudó dos veces más, hasta perder el control de la situación. De pronto, notó que la hoja del sable le atravesaba el pecho. Entonces oyó la voz del arconte regocijándose:
—¡Ya te ensarté una vez, pero ésta es la definitiva!
Orfeo abrió los ojos. El arconte estaba encima de él. Había aprovechado sus estornudos para arrojarse sobre él y desarmarlo. Era tanto el dolor que sentía Orfeo que creyó que iba a explotar por dentro. Cayó al suelo sin soltar siquiera un grito.
Después, ya no oyó nada excepto los latidos de su corazón que le resonaban en la cabeza. Vio volar una bala de paja que aterrizó sobre el arconte. Vio la silueta de Malva pasar frente a él y volver a ponerse de pie con el espinglón en las manos. Vio al arconte retroceder y abrir la boca.
No oyó la detonación, pero comprendió que Malva había disparado.
El arconte se tambaleó, cayó hacia atrás, con el pecho empapado de rojo y la cara acribillada por la metralla, y luego desapareció de su campo de visión.
Orfeo, que tenía la cabeza echada hacia atrás sobre la paja, sonrió a Malva cuando ella se inclinó hacia él. ¡Qué hermosa era! Su cara, sus ojos de ébano, su pelo tan negro… Pero ¿por qué lloraba? ¿Por qué tenía la boca descompuesta? ¿Qué decía?
«Está pronunciando mi nombre —pensó Orfeo—. Me ama.»
Aquéllos fueron sus últimos pensamientos.
Orfeo fue enterrado tres días más tarde.
Al frente del cortejo fúnebre, el coronado, Bertilda y Babilas sostenían a Malva. La joven principetta, desolada, no despegaba la vista del ataúd. Tras ella iba una multitud de galnicianos silenciosos.
En el cementerio se había cavado una fosa cerca de las dos tumbas donde reposaban Aníbal y Merixel Mac Bott. A pesar de su absoluta aflicción, Malva había querido tomar ella misma todas las decisiones: había encargado a un artesano de la ciudad una lápida de mesua, aquel tipo de madera tan especial que se encontraba en Orniente. En ella, había pedido que se grabara esta inscripción:
Orfeo Mac Bott, a punto de cumplir 26 años. Capitán de la fragata Fábula, que surcó por primera vez los mares situados al sur del Mundo Conocido. Leal a su país, amigo de todos y primer amor sólo de una.
Pasó un mes. Y luego otro. Y otro más.
Llegó el verano.
En el letargo del mediodía, Malva se sentó en un banco de piedra del cementerio. Se quedó allí durante horas, con un ramillete de flores silvestres en las manos. De vez en cuando se dormía.
El recuerdo de Orfeo, de sus ojos, de sus manos, de su voz la perseguía. El corazón de Malva ya no era más que un vasto terreno yermo y seco, un desierto.
Y, sin embargo, acababa de cumplir diecisiete años. Las piernas la llevaban, casi a su pesar. Así, de día en día, seguía viviendo, o al menos en apariencia. Hablaba, escuchaba, recibía a embajadores, a soldados o a simples lavanderas. La Sala de las Exquisiteces permanecía abierta hasta muy entrada la tarde. Y cuando la principetta ya no podía más, se refugiaba en los brazos de Babilas, que le susurraba palabras en su extraña lengua de Dunbraven. Malva comprendía aquellas palabras, que atenuaban un poco su pena.
Un día, cuando volvía del cementerio, Malva encontró a una delegación en la Sala de las Exquisiteces. De pie entre todos los objetos de oro y las cortinas la esperaban varios personajes de caras curtidas y ojos rasgados. Llevaban unos ropajes polvorientos y grandes botas de piel vuelta.
En el centro del grupo, Malva se fijó en un hombre alto y fornido y en una mujer de mejillas brillantes y lisas como manzanas. Al ver entrar a Malva, la mujer abrió los brazos y se echó a llorar.
¡Era Filomena!
A su lado estaba Uzmir, el kansha supremo, en compañía de un puñado de jinetes baigures.
Malva creyó que el corazón le iba a explotar de puro contento. Entonces se arrojó a los brazos de Filomena gritando su nombre. Los abrazos, las lágrimas de alegría, los estallidos de risas, las palabras llenaron muchos minutos bajo las miradas de asombro de los sirvientes, que nunca habían presenciado una escena tan poco protocolaria en la Sala de las Exquisiteces.
—¡Malva! ¡Malva! —repetía Filomena, estrechándola contra sí—. ¡No sabes cuánto miedo he pasado por ti! ¡Te creía muerta! ¡Te he buscado por todas partes, por todas partes! ¡Por todo Orniente!
—¡Yo también he temido por ti! —sollozó Malva—. ¡Si tú supieras! ¡Si tú supieras!
Al cabo de un rato, Uzmir se acercó y abrazó también a Malva.
—Siempre he dicho a Filomena que tenías que estar viva, en alguna parte —dijo con su característica voz cavernosa.
—¿Hablas galniciano? —se sorprendió Malva.
—Filomena me ha enseñado vuestro idioma —sonrió el kansha—. La primera vez que estuve aquí no hablaba ni una palabra. De eso hace ya mucho tiempo, mucho tiempo. ¿Cómo está el coronado?
Con un suspiro, Malva le explicó que estaba perdiendo la memoria y que faltaba poco para que sus piernas dejaran de sostenerlo.
—Ya nos han dicho que la coronada ha muerto —murmuró Filomena—. Tus amigos nos lo han contado todo.
—¡Chanclo y Lei! ¿Los habéis visto?
Uzmir y Filomena asintieron al unísono.
—Nos estuvieron buscando durante mucho tiempo por toda la Gran Estepa —explicó Filomena—. Nos dieron tu carta. En cuanto supe dónde estabas, pedí a Uzmir que ensillara los caballos. Tus amigos, en cambio, siguieron su camino hacia Balmún.
Cuántas noticias al mismo tiempo, cuántas cosas por decirse, cuántas emociones fuertes… Malva clavó sus ojos de ébano en los de su antigua dama de compañía y le pidió:
—¡Quiero que me lo cuentes todo! ¡Todo!
—Está bien —respondió Filomena entre risas—, pero antes quiero enseñarte algo. Ven.
Entonces la llevó afuera. Detrás del ala oeste estaban agrupados una docena de caballos baigures que pacían en la abundante hierba del jardín frutal. Allí había unas carretas estacionadas a la sombra de los ciruelos.
Sobre uno de los caballos había un niño de cinco o seis años, que manejaba las riendas de su montura ante la mirada atenta de una mujer gruesa que le iba lanzando recomendaciones en la lengua de las estepas. Malva lo observó un momento sin decir nada. Bajo el gorro de oryak bordado en hilo de oro, su tez era más clara que la de los demás baigures, pero sus ojos rasgados recordaban claramente a los de Uzmir.
—Te presento a Hainur —dijo Filomena—. Es mi hijo.
Malva abrió la boca, pero no pudo decir ni una sola palabra.
—También es mi hijo —añadió con orgullo Uzmir, acercándose a Hainur.
Al ver a su padre, el niño tiró de las riendas y bajó del caballo. Uzmir lo tomó de la mano y se agachó para susurrarle unas palabras al oído. El niño batió palmas con alegría, corrió hacia una carreta, rebuscó en un cofre y sacó de él un paquete envuelto. Miró a su madre, le hizo una pregunta en baigur y luego se volvió hacia Malva sonriendo. Le ofreció el paquete y le dijo en galniciano:
—Es un regalo para la principetta de Galnicia.
Malva tenía lágrimas en los ojos. La belleza de Hainur, sus gestos, su voz, todo lo que representaba la emocionaban infinitamente. Se inclinó hacia él y aceptó el paquete con manos temblorosas.
—Ábrelo —la animó Filomena.
Malva deshizo el envoltorio. En el interior descubrió una pipa de tubo largo esculpida en un metal precioso.
—¿Un chibuk? —se asombró—. Pero… ¡yo creía que el chibuk estaba reservado a las mujeres casadas!
Filomena le lanzó una mirada maliciosa:
—Lei y Chanclo nos han dado a entender que estabas enamorada, principetta. Nos han hablado de un tal capitán Orfeo… Aunque no llegues a casarte, la ocasión bien merece un chibuk, ¿no?
Malva sonrió, pero en la garganta se le había formado de repente un nudo insoportable. Sintió una fuerte presión en el pecho, se le borró la sonrisa de la boca y, ante la mirada consternada de Filomena, estalló en sollozos.
—¿Qué le pasa, mamá? —dijo Hainur, preocupado—. ¿A tu amiga no le gusta nuestro regalo?
Malva se había quedado arrodillada en la hierba. Lloró, lloró y lloró, aferrando el chibuk con sus manos rígidas. ¡Lei y Chanclo no sabían lo que había ocurrido! ¡Llevaban días en ruta cuando se produjo la tragedia! Malva alzó la cabeza y alargó la mano hacia el chiquillo.
—Me gusta mucho… este chibuk —le aseguró entre sollozos—. Pero… lloro porque… mi amado ya no está.
—¿Se ha ido a cazar oryaks?
Malva sonrió tras su torrente de lágrimas.
—Es una forma de decirlo, sí… Pero aquí, en Galnicia, no hay oryaks. Así que… se ha ido lejos, muy lejos. Y me parece que no volverá jamás.
Hainur se había acercado a Malva y la contemplaba con pesar, como sólo saben hacer los niños pequeños cuando comprenden el dolor de los mayores.
—Ya sé lo que puedes hacer —le dijo con su vocecilla—. Quédate con el chibuk y espera a que tengas otro que te quiera para encenderlo.
Malva se mordió el labio y se secó los ojos.
—¿Crees que habrá otros que me quieran en el Mundo Conocido?
Hainur se arrodilló frente a ella. Acercó su cara a la de ella y le dio un sonoro beso en su mejilla mojada.
—Yo ya te quiero —dijo él.
Malva ya se sentía mejor. Miró a Filomena, cuya cara mostraba una gran pena.
—Tienes un hijo maravilloso —le dijo Malva—. Tiene un don para consolar a la gente.
Entonces se levantó y se puso el chibuk bajo el brazo.
—Bueno, ya estoy harta de tantas lágrimas —dijo con un suspiro—. Vosotros estáis conmigo y quiero daros la bienvenida como os merecéis. ¡Venid!
Dicho esto, entró en la Ciudadela, seguida por sus invitados, y se dirigió a las cocinas. Allí, dio instrucciones para que se preparara un banquete.
Los cocineros se pusieron manos a la obra inmediatamente. Sacaron las cacerolas para fregarlas, y los coladores, las espátulas, las ollas y los asadores entraron en acción. ¡Hacía muchísimos años que no había una fiesta en la Ciudadela!
Después, Malva se fue a ver a las criadas y les pidió que pulieran la cubertería, sacaran la vajilla, sacudieran las alfombras e iluminaran la sala. También convocó a los jardineros y los músicos y por todos lados hubo farolillos, surtidores y serenatas. El pequeño Hainur corría por las escaleras y los pasillos riendo.
Y entonces, todos se separaron para esperar la cena.
Malva se retiró llevándose consigo su querido chibuk. Lo colocó en su alcoba, cerca de la cama que durante tan poco tiempo había compartido con Orfeo. Aquel regalo la llenaba de una profunda emoción. Representaba su amor perdido, pero también la promesa de otros amores, de otros momentos de felicidad. Constituía el lazo perfecto entre el pasado y lo que estaba por venir.
Aquella noche, en torno a la inmensa mesa de madera de aulaca, a la luz titilante de los candelabros, los invitados estuvieron conversando hasta muy tarde. Allí estaban Babilas, con su nuevo traje de embajador, Uzmir, Filomena, Hainur y el resto de la delegación baigur, el coronado, que se dormía a veces delante del plato, Bertilda, que había hecho el esfuerzo de andar hasta la Ciudadela para la ocasión, el santo diáfice, algunos sabios del Instituto Marítimo, viajeros extranjeros, algunas donna con vestidos de seda escotados, marineros que reían sonoramente y contaban historias de tempestades, y una docena de niños de las calles que Malva había reclutado para que hicieran compañía a Hainur. Desde luego, faltaban muchas personas de entre las que la principetta habría querido ver en su mesa: Orfeo, Peppe, Finopico, Lei, Chanclo… e incluso la coronada, a quien le hubiese gustado mostrar todo aquello.
Pero la decisión estaba tomada: los lamentos y la pena no se aceptaban en la mesa aquella noche.
Los calamares rellenos de cigalas corrían garganta abajo con abundancia de rioro y el ragú de higos hacía las delicias de los paladares, al igual que las galletas de pagul. Filomena, por su parte, se abalanzó sin contemplaciones sobre los arenques a la galniciana: ¡los años que llevaba sin probarlos!
Cuando todos los comensales quedaron saciados, Malva se puso en pie, tambaleándose un poco por el rioro, y contó en público por primera vez su historia completa: su huida, la traición del arconte y de Vincenzo, la curandera esperdiana, el ataque de los amoyedas, la aparición de Uzmir, el viaje hacia el este, su rapto, el harén de Temir-Gaí, la prueba de los Baños de Pureza, la Jaula de los Suplicios, la llegada inesperada de Orfeo, los gemelos y Babilas, y su regreso imposible hacia Galnicia.
Los invitados escucharon arrebatados su relato. Abrieron los ojos como platos cuando ella evocó el Archipiélago, Catabea y los patrulleros, así como los obstáculos que encontró la Fábula en las diversas islas. Más de una lágrima corrió cuando Malva contó cómo Peppe se había sacrificado para que sus compañeros escaparan del Encierro.
Finalmente, Malva alzó su copa y todos bebieron a la memoria de quienes habían pagado con su vida aquella aventura fuera de los límites del Mundo Conocido.
Entonces, Filomena y Uzmir tomaron la palabra por turnos. Contaron cómo habían organizado la incursión hacia la fortaleza de Temir-Gaí para salvar a la principetta y describieron el incendio, la terrible batalla que siguió y luego la declaración de guerra del emperador contra todos los pueblos libres de las estepas. Aquella guerra duró más de seis años, hasta que los amoyedas y los cispacianos, diezmados, renunciaron a su venganza.
—Hainur nació con la paz —explicó Filomena, estrechando a su hijo contra su pecho—. Él es la paz.
—¡Bodgmain Hainur tellin ar tuilder! —exclamó Babilas.
Y, como nadie comprendía el idioma de Dunbraven, hizo una mueca y él mismo tradujo, un poco al estilo de Lei:
—¡Yo bebo por Hainur, hijo de amor y de paz!
Todos aplaudieron y las botellas siguieron vaciándose. Ya era muy tarde cuando los últimos en levantarse de la mesa se fueron a dormir. Antes de irse a la cama, Filomena tomó a Malva del brazo.
—No has mencionado Elgri-la —le murmuró—. ¿Es que has abandonado tus sueños?
A Malva le daba vueltas la cabeza. Se sentía feliz y cansada. Miró a su amiga directamente a los ojos y le dijo:
—Tenías razón, Elgri-la no existe. Al menos, no como yo me la imaginaba. Pero no he renunciado a nada. He decidido convertir Galnicia en una especie de Elgri-la a mi estilo. ¿Tú qué opinas?
—Conociéndote —respondió Filomena con una amplia sonrisa—, opino… ¡que eres perfectamente capaz de conseguirlo, principetta!
Todas las mañanas, Malva se vestía como una campesina: un vestido sencillo, un pañuelo de algodón con el que ocultaba su melena y unas alpargatas de esparto, y luego salía a hurtadillas de su habitación. Pasaba discretamente por las cocinas y se metía en el bolsillo alguna que otra golosina: mazapanes, pasta de golondrinas al anís o galletas de regaliz. Una vez fuera, se adentraba en el paseo de sicómoros, cruzaba las puertas de la muralla y se alejaba por los callejones de la Ciudad Baja.
Desde las primeras horas del día reinaba una actividad frenética. Los vendedores ambulantes empujaban sus carretas sobre los adoquines nuevos, los albañiles y los carpinteros se encaramaban por los andamios, los niños acudían en bandada a las escuelas que se acababan de abrir, los herreros forjaban, los portadores de agua andaban contoneándose entre los puestos de venta, los panaderos exponían sus buñuelos recién horneados, los ancianos instalaban sillas frente a sus puertas, y todo aquel pueblo se llamaba a voces, se interpelaba, negociaba y charlaba.
A Malva le gustaba sobre todo observar a las mujeres que, subidas a las azoteas de las casas adosadas, desplegaban sábanas y camisas sin cesar de discutir acerca de todo y de nada. De la más joven a la más vieja, todas tenían una opinión formada sobre cualquier tema. Sus comadreos daban mucha información acerca del estado de ánimo de los galnicianos:
—¡Dicen que el coronado no tiene del todo la cabeza en su sitio!
—¡Es verdad! Mi prima lo ha visto pasarse horas delante de un olivo. ¡Y hablaba solo!
—¡Huy, tu prima! ¡Ésa diría cualquier cosa con tal de hacerse la interesante!
—¡Súbete aquí, que te enseñaré a mi prima!
—Da igual, el viejo no tiene de qué preocuparse. Aunque no se haya casado, la principetta se sobra y se basta para gobernar el país.
—¡Eso digo yo! Ya le podemos estar bien agradecidas. ¡Sin ella, todavía andaríamos como pedigüeñas por los caminos!
—Pobrecilla, ¿verdad? Dicen que ha llorado hasta quedarse seca ante la tumba del capitán Orfeo…
—¡No me extraña! ¡Con lo guapo y valiente que era! ¡Un hombre así no se encuentra todos los días!
—¿Lo dices por tu marido?
—¡Súbete aquí, que te enseñaré a mi marido!
—Da igual, a mí me da pena la principetta. Sufrir tanto por amor a su edad…
—La culpa de todo la tiene el arconte. Ése sí que…
—¿Os acordáis del duelo general? ¡Sólo con ver pasar al arconte por la calle con sus soldados, yo ya tenía pesadillas!
—¿Sabes lo que te digo? ¡Que es una pena que muriera en el acto cuando le disparó la principetta! ¡Un granuja de esa calaña merecía sufrir más!
—Da igual, al final murió como un perro y lo arrojaron a la fosa común, sin santo diáfice ni ritual ni nada.
—Dejad de hablar de estas cosas, que se me revuelve el estómago.
—Oye, hablando de estómago… ¿Quién irá hoy a la subasta? Dicen que la pesca ha sido extraordinaria…
Y las mujeres siguieron riendo y hablando sin prestar atención a la joven campesina que las escuchaba desde la calle. Tendían la ropa blanca bajo el sol y sus gruesos brazos rosados saltaban de una canasta a otra en una coreografía compleja y fascinante. Todas las mañanas se escenificaba el mismo ballet. Luego, cuando ya había oído suficiente, Malva exhalaba un suspiro y proseguía su paseo.
Después, bajaba hasta el río Gdavir para observar el tráfico de los barcos de palas que salían del puerto cargados de pescado o de barriles de rioro y se alejaban, remontando la corriente, hacia las provincias del norte. Poco antes se había firmado un tratado entre Galnicia y sus vecinos. Babilas, a quien Malva había nombrado embajador recientemente, se había encargado de negociar con Dunbraven y había conseguido grandes logros diplomáticos. Aunque se había arrancado al país una gran parte de sus tierras, lo esencial era que había vuelto la paz. Los habitantes de las provincias estaban bien abastecidos, el hambre ya no los amenazaba y todos pudieron empezar a vivir como en la época de prosperidad.
Al cruzar el puente, Malva siempre echaba un vistazo a las plantaciones de pagul que ahora se extendían a lo largo de ambas orillas. Entonces pensaba con nostalgia en Chanclo y en Lei. Llevaba meses sin recibir noticias de ellos.
Finalmente emprendía el camino cuesta arriba hacia la Ciudad Alta. Las tiendas habían levantado las persianas y las terrazas de los puestos de comida se animaban. Allí se veía, sentados juntos a las mesas, a los dom de la noblezza y a marinos tatuados, a las donna con faldas de seda y a viejas echadoras de cartas de Tildesia. Los niños jugaban en torno a las fuentes y de vez en cuando se podía presenciar la llegada de viajeros extranjeros que sujetaban con una correa a aligaitores, mapayotes de Arémica o cangutís de Fridgia. Malva se preguntaba siempre si alguno de ellos se presentaría un día montado sobre un nubanuba o un auriga celeste… ¡o sobre un enlil, el animal que los amoyedas utilizaban como montura! Un escalofrío le recorría entonces la espalda. ¡Había visto tantas cosas extrañas en su viaje por los confines del Mundo Conocido!
Al llegar a los alrededores del campanario, Malva se acercaba con disimulo hasta la casa de los Mac Bott. Entonces daba tres golpes a la puerta y esperaba. Bertilda caminaba ya con dificultad y tardaba un poco en ir a abrirle.
—¡Ah, sois vos, principetta! —sonreía.
Malva se apresuraba a entrar. Cuando estaba lejos de miradas indiscretas, se quitaba el pañuelo y se soltaba la melena antes de dejarse guiar por Bertilda al salón.
—Hoy he traído pasteles de ruibarbo —le decía mientras se sentaba en el sofá.
Bertilda le ofrecía entonces una limonada y las dos pasaban horas charlando tranquilamente. Su tema de conversación predilecto seguía siendo Orfeo. Malva interrogaba a la anciana sin descanso, pues quería saberlo todo sobre el niño y el adolescente que había sido, y sobre Merixel, Aníbal y la Galnicia de otros tiempos.
Bertilda contaba y volvía a contar, se rascaba la cabeza en busca de recuerdos. Lo que más fascinaba a Malva era el relato del último encuentro entre Orfeo y su padre. Se estremecía cada vez que Bertilda le narraba los detalles de aquella conversación, pero no podía escapar a la fascinación que le producía revivir aquella escena.
—De veras me pregunto de qué sirve que os cuente todo esto —suspiraba Bertilda—. No son más que recuerdos, ¡y vos sois tan joven! Me preocupa veros siempre sumida en el pasado. ¿Qué vais a hacer con todo esto?
Malva sonreía con cierto aire de misterio. Sabía exactamente lo que iba a hacer con todo aquello.
Hacia el mediodía, se despedía de Bertilda y volvía a la Ciudadela. El trono reclamaba su presencia: tenía gente a la que recibir, embajadores a los que mandar a las provincias y muchas decisiones importantes que tomar.
Una de aquellas decisiones concernía a Finopico.
Malva convocó a los nuevos dirigentes del Instituto Marítimo y les ordenó organizar una expedición científica con el objetivo de demostrar la existencia de la gobima de las profundidades.
Los sabios protestaron: ¡aquel animal no era más que una quimera!
—A mí me interesan las quimeras —replicó la principetta—. Sin ellas, no nos quedarían sueños que perseguir.
Desplegó la carta de los mares sobre la gran mesa de la Sala de las Exquisiteces y envolvió con un trazo de pluma el lugar donde se hundió el Estafador. Luego, mostró la cicatriz de su pierna. Fuertemente impresionados, los sabios dejaron de protestar. Y así se decidió que la expedición partiría al poco tiempo.
Otra de sus decisiones concernía a los cartógrafos. Malva los hizo presentarse también y puso ante sus ojos el papel en el que Orfeo había dibujado el mapa del Archipiélago.
—Deberán tirar los mapas antiguos —exigió— y crear unos nuevos que mencionen la existencia de estas islas, al sur del Mundo Conocido.
Los cartógrafos palidecieron. ¡Desplazar los límites del Mundo Conocido les parecía imposible! Pero Malva no les dejó exponer ni una protesta más e inscribió sobre el dibujo, en letra grande: «Archipiélago de Orfeo».
—Éste será a partir de ahora el nombre oficial de esta región. ¡Manos a la obra!
Los cartógrafos asintieron y salieron con el dibujo. Malva suspiró. Estuvo dudando sobre si debía hacer constar Elgri-la también en los nuevos mapas, y finalmente decidió no hacerlo. Elgri-la debía permanecer secreta, oculta. Un sueño, en definitiva.
Al cabo de cierto tiempo, el coronado murió.
Después le llegó el turno a Bertilda.
En la mansión de los Mac Bott, Malva fundó un orfanato que acogiera a los niños de las calles: la Institución Peppe. Allí no habría calabozos oscuros ni malos tratos. ¡Ella se encargaría personalmente de que así fuera!
Al cabo de más tiempo, la expedición científica regresó del mar de Yprea. Tras meses de búsqueda, las bodegas de los barcos volvían llenas de ejemplares de peces absolutamente desconocidos y totalmente extraños. Ninguno se parecía a la gobima de las profundidades.
Malva ordenó entonces que zarpara una segunda expedición, lo que desesperó a los sabios del instituto. Ella había decidido que no habría descanso hasta que el Finopicuum de profundis ocupara su lugar en los libros oficiales.
Volvió el invierno. Filomena y Uzmir hicieron ensillar los caballos y retomaron el camino de las estepas. Debían unirse a su gente para partir a la caza del oryak. Filomena derramó algunas lágrimas y Hainur, de pie sobre su caballo, efectuó un baile de despedida para Malva.
Antes de irse, prometieron volver el verano siguiente a verla.
Por fin, Malva recibió una carta procedente del reino de Balmún. Estaba firmada por Lei y Chanclo.
En ella le contaban sus múltiples aventuras, la bienvenida que les ofreció la familia de Lei y las fiestas que se celebraron los días que siguieron. Los dos se llevaban de maravilla. Lei había dibujado al pie de la carta el plano de la casa que construirían juntos, al borde de un lago.
Las estrellas gemelas también brillan aquí todas las noches —explicaba Chanclo—. Y, en definitiva, creo que la vidente no se había equivocado: ahora soy feliz… ¡como un príncipe!
Y terminaban la carta pidiendo a Malva que abrazara a Babilas y Orfeo de su parte. Malva decidió entonces escribirles para decirles que éste, al querer salvarle la vida, había perdido la suya.
Aquel día se dirigió de nuevo al cementerio. De pie frente a la lápida muda de Orfeo, habló y lloró mucho tiempo. Luego dobló las rodillas, se agachó, puso las palmas bien planas frente a ella y abrazó la tierra.
Después, volvió a la Ciudadela. En la Sala de las Exquisiteces, Babilas recibía a dignatarios llegados de Polvaquia o de Esperda. Parecía apañárselas muy bien solo. Malva decidió, pues, desaparecer discretamente.
Se encerró en la alcoba, corrió las cortinas, encendió una vela, abrió un cuaderno y se sentó frente al tocador. Se quedó un rato ensimismada ante su propio reflejo, recordando una vez más aquel día en el que tomó la decisión de fugarse. Las palabras de la carta que había escondido allí, tras el espejo, volvían claramente a su memoria. Sin embargo, la rebeldía, la cólera y el hastío habían dejado de atormentarla. Se había liberado de aquel pasado doloroso. Así pues, había llegado la hora…
Mojó la pluma en la tinta.
En la primera página, escribió el título de la historia que quería contar: «El medallón del arconte».
Y entonces, con una escritura febril, empezó su relato:
Al norte, los muros de la Ciudadela se elevaban a una altura vertiginosa. Coronando el peñasco, recordaban a una rapaz al acecho, desplegando sus torres y sus alas por encima del valle, proyectando su sombra grandiosa sobre las tranquilas aguas del río Gdavir…
Escribió durante toda la noche, reviviendo los días lejanos en los que nada sabía aún de los dolores y las alegrías del mundo y resucitando con sus palabras a todos los que la habían acompañado a lo largo de su fabulosa odisea.
FIN
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Editado por Editorial Planeta, S. A.
Título original: La Príncetta et le Capitaine
© Hachette Livre, 2004.
© de la traducción: Daniel Cortés, 2006.
© Editorial Planeta, S. A., 2006.
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Ilustración de cubierta: Escletxa
Primera edición: octubre de 2006.
ISBN-13: 978-84-08-06784-9.
ISBN-10: 84-08-06784-2.
Depósito legal: B. 39.148-2006.
Impreso por Cayfosa
Impreso en España - Printed in Spain