Capítulo 4

Þóra se reclinó de nuevo en la silla y suspiró. Intentaba imaginar a quién podía recurrir para que la salvara yendo a recoger a su hija Sóley… por segundo día consecutivo. De su madre, ni hablar. Ya la había salvado la tarde anterior, cuando Þóra se retrasó en las Vestmann, y, además, sus padres estaban de camino al teatro. Menuda regañina le esperaba si su madre se perdía la representación que llevaba meses esperando emocionada. La función era, naturalmente, casi un documental sobre la injusticia a la que se ven sometidas las mujeres en el mundo actual. Þóra sonrió. Su padre le quedaría agradecidísimo si le salvaba de la visita al teatro, pero pese a todo decidió no molestarles demasiado. La desesperación de su madre duraría mucho más que el agradecimiento de su padre.

Þóra decidió llamar a su ex. Hannes estaría encantado, o más bien todo lo contrario. El trabajo de especialista en medicina de urgencias no era, en absoluto, menos exigente que el ejercicio del derecho, y los días se hacían largos y agotadores. Se llevaba los niños en fines de semana alternos y a veces en otros momentos, cuando todo iba bien, pero en general no le gustaba mucho hacerse cargo de ellos cuando le avisaba con tan poco tiempo: Hannes tenía una nueva mujer y una nueva vida que se circunscribía habitualmente a ellos dos y a sus propias necesidades. La vida de Þóra, en cambio, tenía muy poco que ver con ella misma; en aquellos días, todo el tiempo se le iba en el trabajo, los dos niños y el nieto, que acababa de cumplir un año. Con el nieto iba, en realidad, una cuarta niña…, la nuera. Aún no había cumplido los diecisiete…, un año menos que Gylfi, el hijo de Þóra, aunque su madurez no iba pareja con sus edades. Por algún motivo extraño, los jóvenes padres habían conseguido conservar intacta su relación pese al amaraje forzoso en las profundas aguas de la edad adulta. Vivían juntos en casa de Þóra en semanas alternas, y la otra semana la chica se iba a casa de sus padres… sin Gylfi. Saltaba a la vista la frialdad existente entre su hijo y los padres de Sigga, que parecían incapaces de perdonarle la precoz maternidad de la hija. No se le escapaba a nadie, menos que a nadie a Gylfi, de modo que Þóra se quedó encantada con su decisión de no salir de casa cuando Sigga estaba con ellos. Así podía tener a su hijo más tiempo para ella y continuar con su educación, que se había visto muy afectada cuando este, sin haberlo pretendido, se dedicó a engrosar las filas de la humanidad.

Þóra sujetó el auricular con la barbilla y recolocó la foto de su nieto mientras marcaba el número. A la criaturita la habían bautizado Orri, después de que los jóvenes padres se dedicaran a buscar nombres que a Þóra seguían poniéndole los pelos de punta. Era precioso, rubio y de ojos grandes, todavía con las hinchadas mejillas del lactante aunque hacía mucho que había empezado a tomar el biberón. Þóra sentía una profunda ternura al mirarle, y estaba siempre esperando que llegara la siguiente semana para tenerlo con ella, aunque el desbarajuste de la casa aumentaba muchísimo cuando llegaba la madre con su hijo. Sonrió al niño de la foto y cruzó los dedos cuando por fin le contestaron al otro extremo de la línea.

—Hola, Hannes. ¿Podrías hacerme un favorcito? No llego a recoger a Sóley…

* * *

La niña del parque de juego se quedó mirando cuando la ambulancia llegó hasta la casa. Se acomodó en el columpio y lo hizo balancearse en semicírculo. Se alegraba de que la sirena no estuviese puesta, porque entonces no podía tratarse de nada grave. A lo mejor, la señora solo se había caído y se había roto una pierna. Una amiga suya se había roto una pierna una vez, y entonces fue a buscarla una ambulancia. Tinna sopló desde las mejillas hinchadas haciendo jugar al aire mientras pensaba en todas estas cosas. Mejillas gordas. Mejillas flacas. Mejillas gordas. Mejillas flacas. De pronto dejó de hinchar el rostro y se quedó quieta, pensativa. Esa era la demostración de que no hacía falta comer para engordar. El aire engorda. Se quedó rígida. Todo estaba lleno de aire. Y encima, estaba en todas partes y no había lugar alguno donde protegerse de él. Tendría que intentar respirar menos.

Sonó un ruido sordo en la ambulancia y Tinna volvió a dirigir su atención a ella. Estaba esperando que alguien saliera de la casa para poder hacerse una idea de lo que había sucedido, pero el ajetreo que había alrededor de la ambulancia era mejor que nada. La casa se volvió más interesante. A lo mejor habían detenido a un delincuente entre esas paredes que le impedían ver lo que pasaba. Si las paredes fueran finas podría ver a través de ellas, igual que un día se podría ver a través de ella misma. Aguzó la vista con la esperanza de ver mejor, pero no vio nada. Sin embargo algo tenía que estar pasando, el coche de policía que llegó el primero de todos llevaba la sirena encendida. Cuando su amiga se rompió la pierna en el patio del colegio no llegó ningún coche de policía, de modo que no era muy probable que hubiera ido a casa de la señora por un simple accidente. Si se trataba de un ladrón, Tinna esperaba que la policía lo metiera en la cárcel. Aquella señora era muy buena y no merecía que le hicieran ningún daño. Sonó un crujido en el columpio, que seguía balanceándose hacia los lados. La niña observó a dos hombres que salían de la ambulancia y sacaban una camilla. Suspiró bajito. Aquello no anunciaba nada bueno. ¿Cuándo iba a ver ahora a la señora? A lo mejor se pasaría meses en el hospital. La última vez que la ingresaron, Tinna tardó cuarenta días en volver a casa. Claro que aquello no cambiaba nada. Aquello podía esperar. Muchas veces había tenido que pasarse meses enteros esperando algo. Cosas que le importaban mucho menos.

Tinna se puso de pie en el columpio para ver mejor. Se agarró con fuerza al notar que se mareaba por haberse incorporado tan deprisa. Cerró los ojos y la molesta sensación pasó, como siempre. Se recordó a sí misma que marearse era una buena señal, se recuperó justo cuando estaba a punto de desmayarse y sintió que el cuerpo había empezado a quemar grasa. Cuando Tinna volvió a abrir los ojos, los hombres de la camilla habían entrado ya en la casa, fuera no se veía movimiento alguno. La ambulancia estaba justo delante de la casa y tapaba la puerta. Se estiró todo lo que pudo y miró con la esperanza de ver si estaba abierta, pero sin éxito. ¿Qué era mejor: irse a casa a toda prisa o esperar a que sacaran a la señora? No tenía mucho sentido volver a casa porque no había nadie, su madre trabajaba hasta las cinco y no la dejaban salir del trabajo aunque en el colegio no hubiera clases. No había nada esperándola en casa.

Dobló las rodillas y se columpió de pie sin especial intención de hacerlo. Era agradable sentir el aire jugando en su cabello, y aceleró, solo para volver a frenar en cuanto recordó que el aire no era amigo suyo. El corazón le dio un brinco en el pecho por la preocupación que la invadió, mientras intentaba contrarrestar la velocidad que había adquirido el columpio. Una vez que el columpio se hubo detenido, se sintió mejor y pensó en qué podría decirle a la señora, en cómo podría expresar con palabras que sabía quién era. Tinna sonrió. La señora se quedaría asombrada, y probablemente también se alegraría. Aún tenía grabada en la memoria lo mustia que se puso cuando su padre soltó aquellas barbaridades sobre lo que le estaba diciendo la señora. Su papá también era un burro. Un burro malo y feo que no comprendía a Tinna, igual que su mamá. Ella era aún peor, en verdad, no hablaba más que de comida y más comida y de que Tinna tenía que comer, y a veces se ponía a llorar, encima. Por eso Tinna se alegraba de ir a casa de su padre un fin de semana de cada dos, porque él no la vigilaba. Le decía que tenía que comer pero no se fijaba, como hacía su mamá. Eso le venía muy bien. Papá tenía tan poco interés por Tinna que ni se enteró de que estaba escuchando todo lo que hablaron esa mujer y él una vez que vino a su casa. Tinna había entrado en casa sin que su papá ni la forastera se dieran cuenta, pero el tono violento y enfadado de la voz de su papá hizo que más tarde le dieran ganas de llamar la atención. Podría haber hecho como si no estuviera, porque, a fin de cuentas, eso es lo que intentaba conseguir, llegar a ser invisible. Si hubiera conseguido ya alcanzar su meta se habría podido colocar tranquilamente en medio de los dos y ver los gestos de la cara y los movimientos del cuerpo de ambos mientras discutían. Pero tuvo que contentarse con ponerse al lado de la puerta de la sala y limitarse a escuchar la conversación. Cuando esta concluyó, volvió a salir a la calle y aparentó que acababa de llegar cuando vio a la mujer abandonar la casa. Su papá estaba de un malhumor desacostumbrado y la recibió sin siquiera fijarse en ella, pero Tinna hizo como que no pasaba nada y al final él volvió a ser el de siempre, interesado única y exclusivamente por el partido que echaban en la televisión.

La mujer, igual que el papá de Tinna, no sabía que la niña había estado escondida, a lo mejor ni siquiera tenía la menor idea de su existencia. A diferencia de su papá, esa mujer estaría encantada si se enterase de que había oído lo que hablaban, y sin duda querría conocerla mejor. Tinna encontró su nombre y su número de teléfono en un papel que había dejado sobre la mesa para que su padre pudiera ponerse en contacto con ella. Había sido un trabajo de mucha paciencia, porque su padre había roto la hoja de papel y la había tirado al suelo, de modo que Tinna tuvo que juntar los pedazos como si fueran un puzle antes de poder leer lo que ponía. Teniendo el nombre de la mujer y su número de teléfono, para Tinna fue un juego encontrar su dirección. Iba allí algunas veces para observar la casa sin saber muy bien por qué ni qué esperaba conseguir. La noche anterior por fin había pasado algo y Tinna observó con atención. Sin duda no había pasado nada del otro mundo, y se enteraría más tarde. Pensó en la hoja de papel que había salido volando con el viento y se había quedado sujeta al seto. Tinna la había cogido y la había guardado en su casa. Era importante. Lo sabía perfectamente…, aunque no sabía por qué lo era. Pero algún día se sabría.

Volvió a sentarse en el columpio y sujetó débilmente con los codos la cadena. El olor a hierro que desprendían las palmas de sus manos le recordó el verano anterior, cuando intentó dar un giro completo en el columpio, convencida de que así quemaría mil calorías. Aún tenía una cicatriz muy fea en la pierna derecha, por haber fracasado lamentablemente en su intento. Entonces el aire no la había engordado, sino que la había hecho más flaca. Eso es lo que lo hacía todo tan difícil…, las leyes cambiaban y Tinna tenía que estar constantemente alerta si no quería ponerse gorda, más gorda, gordísima.

Tinna aguzó los oídos. Desde el otro lado de la calle llegaban voces de hombres. Volvió a ponerse de pie en el columpio para ver cuando metieran a la señora en la ambulancia, pero lo hizo con mucho cuidado, por miedo a caerse si se mareaba. No quería perderse nada. Primero apareció un policía que iba delante de los hombres de la ambulancia y abrió la puerta. Los otros iban detrás llevando la camilla, y la niña se puso rígida. Aguzó la vista y tembló. ¿A lo mejor aquello tenía una explicación? ¿A lo mejor la mujer estaba resfriada y no podía coger frío? Saltó del columpio y se acercó rápidamente a la acera. El policía, que estaba sujetando la puerta trasera de la ambulancia, se percató de su presencia y le hizo señas para que se alejara.

—Aquí no hay nada que ver. Márchate a tu casa —gritó a la niña.

Tinna no respondió. Por lo general le daban miedo los hombres adultos con autoridad, se tratara de médicos, directores de escuela, conductores de autobús o cualquier otro que le diera órdenes. Pero ahora fue como si el policía no estuviera allí, como si no tuviera nada que ver con ella. También era posible que no fuera más que un holograma tridimensional en una pantalla invisible, no una persona real como los enfermeros a los que estaba mirando fijamente. Tinna estaba boquiabierta, sin apartar los ojos de la sábana blanca que cubría a la mujer de la camilla. No se movía ni lo más mínimo. La señora no estaba resfriada, qué va. Estaba muerta y con ella habían muerto las esperanzas de Tinna de una vida mejor, en la que ella sería bella y admirada. Esa mujer sabía hacer bella a la gente. Lo había dicho ella misma. Tinna se dio media vuelta y se marchó a todo correr sin pensar hacia dónde. Si corría lo suficientemente deprisa, quizá iría más rápida que los pensamientos y podría librarse de la desagradable sensación de que a lo mejor su padre había hecho daño a la señora. No sería la primera vez. O el visitante que salió a escondidas de la casa, el visitante del papel. Tinna apartó todo de su mente, excepto que ahora tendría que quemar calorías.

Quemar, quemar, quemar.

* * *

—«Muerta», dices —dijo Guðni, y frunció las cejas, pensativo. Cerró los ojos y se dio un suave masaje en la frente. Su interlocutor estaba al teléfono, de modo que no tenía que guardar las formas con los gestos del rostro. Al principio de su carrera le habían enseñado que nunca debía dejar ver gesto alguno y que nunca debía dar pistas de su estado de ánimo. A Guðni aquello no le había costado ningún esfuerzo, pero de vez en cuando era bueno poder mostrar sus sentimientos y permitir que la desesperación o, más raramente, la alegría salieran al exterior. Respiró hondo—. ¿Cómo murió?

—Aún no se ha realizado la autopsia, pero todo parece indicar que se suicidó —respondió Stefán. Por su tono de voz era imposible saber si aquello le resultaba lamentable o triste, o si no le afectaba de ninguna forma. A lo mejor ese género de cosas era algo cotidiano para la policía de Reikiavik—. La autopsia será mañana, espero. Acabo de enterarme y me pareció que debía informarte. Naturalmente, no hice personalmente el trabajo en el lugar de los hechos, y de momento no sé nada más. Salgo mañana por la mañana, y para entonces espero tener más datos.

—¿Dónde la encontraron? —preguntó Guðni. No había pensado nunca que Alda pudiera recurrir a soluciones tan extremas, pero en realidad solo la conocía de niña y de adolescente. En esa época lo tenía todo, era guapa y con muy buena cabeza. Claro que las cosas podían haber cambiado, y tal vez su vida hubiera discurrido por un mal camino. Deseó que no fuera así, pero si resultaba que sí, confiaba en que su fin no tuviera relación alguna con aquellos sucesos acaecidos en las islas tanto tiempo atrás.

—En su casa —respondió Stefán—. Una colega suya del trabajo fue a verla, según tengo entendido. Fue a saber por qué no daba señales de vida.

—Eso complica considerablemente el caso de los cadáveres —dijo Guðni. Calló un momento y luego añadió—: Al menos, Alda no confirmará la versión de los hechos que ofreció Markús.

—En efecto —fue la breve respuesta—. No logramos interrogarla. Se intentó sin éxito alguno contactar con ella, pero en cuanto se haya determinado la hora de la muerte podremos empezar a hacernos una idea de si se suicidó para escapar del interrogatorio.

—Si así fuera, habría que pensar que dejaría una carta, o algo que librase a Markús de cualquier sospecha —dijo Guðni—. No es nada bueno eso de dejarle en mitad del jaleo, en el caso de que ella tuviera algún esqueleto en el armario. Eran muy buenos amigos, según tengo entendido, y debió de darse perfecta cuenta de que solo ella podía confirmar la historia de Markús. A menos que no supiera nada de su declaración y del hallazgo de los cadáveres.

—De eso no tengo ni idea —respondió Stefán con frialdad—. Más bien procuro evitar forjarme historias al principio de una investigación. Ni siquiera conocemos la causa de la muerte. A primera vista parece que murió por su propia mano, pero quién sabe si se trata de cualquier otra cosa, un accidente o algo mucho peor. Mañana registraremos la casa y quién sabe lo que puede aparecer entonces.

—Esperemos que no más cadáveres —dijo Guðni—. A menos que se trate de un cuerpo sin cabeza —sonrió para su fuero interno—. No os olvidéis de bajar al sótano —colgó y se quedó mirando el teléfono sobre la mesa. Nada de todo eso encajaba.

* * *

Þóra dejó la bolsa de la compra y se tanteó el bolsillo en busca del móvil. El timbre sonaba amortiguado e intentó recordar si había colocado el teléfono en el bolsillo derecho o en el izquierdo de la chaqueta, o si se lo había metido en el bolso. Finalmente lo encontró en el bolsillo izquierdo, entre monedas y viejos recibos de la VISA. Vio el número de Markús en la pantalla y decidió no responder. Podía esperar hasta el día siguiente. Dejó el teléfono encima de la mesa y fue a poner en su sitio la comida que había comprado de camino a casa. Se acercaba la hora de que llegase Hannes con Sóley. El ex de Þóra la había salvado, incluso no planteó objeciones a su ruego y se ofreció a llevar a la niña a la piscina. Þóra esperaba que en adelante siguieran así las cosas, que la relación de unos ex esposos empezara a ser amistosa, por fin.

Su móvil dejó oír un pitidito. En lugar de cogerlo y leer el SMS, Þóra terminó de ordenar las comprar y encendió el horno. Leyó las instrucciones de preparación de la lasaña y metió el paquete en el horno frío, contraviniendo así las indicaciones del fabricante. Al final todo acabaría en lo mismo, la comida se calentaría la metiese con el horno frío o caliente. Luego buscó el teléfono, entró en la sala y se tumbó en el sofá.

El mensaje era de Markús: «Alda ha muerto. Policía quiere verme mañana x la mañana. Llama». Þóra dejó escapar un suspiro. Todo indicaba que Markús sería cliente suyo por más tiempo del previsto. Se sentó y marcó su número. O era el hombre más desdichado del país o en el fondo de todo había algo mucho peor.