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La reprensión
Ferencz no decía nada. Me miraba, miraba a Dorottya, miraba al interior de aquella cámara de los horrores, miraba a la pobre víctima, miraba al techo, donde estaba el instrumento de tortura del que colgaba la infeliz muchacha. Entró al fin en la sala de tortura con paso lento y sin dejar de sonreír.
—¿Crees que mi joven esposa —se dirigió a Dorottya— será capaz de reprender a esta muchacha con el látigo, y enseñarle así cuál ha de ser su comportamiento? ¿Crees que será capaz de abandonar ese Edén de felicidad e inocencia en el que siempre ha vivido? —y se volvió entonces hacia mí—: Creo, Elisabeth, que seré yo, más bien, quien te reprenda.
Me sentí envuelta por una especie de neblina aterradora que atascaba las palabras en mi garganta. ¿Cómo podía hablar de manera tan extraña, irónica y brutal, mi Ferencz, mi esposo, mi amor? ¿Qué podría haberle hecho cambiar de aquella manera que me lo mostraba irreconocible? ¿Podría ser que nada bajo el eterno firmamento, ni siquiera el amor, fuese constante y cierto? ¿Acaso todo, incluso el amor, era una gran mentira?
El miedo me transfiguraba, me di cuenta de ello, pero logré sobreponerme a los temblores y saqué la voz del último reducto de mis fuerzas para suplicar por la pobre muchacha de la villa.
—Azótame, si te place, Ferencz, pero no lo hagas hasta que esa pobre criatura esté libre —le dije.
Miró a la muchacha que pendía del instrumento de tortura del techo y dijo a Dorottya:
—Creo que ya ha aprendido la lección… Libera a esa muchacha.
Con una de las lanzas que había apoyadas contra los muros, Dorottya liberó a la muchacha de las argollas de las que pendía por las muñecas; el cuerpo de la infeliz cayó brutalmente al suelo y me estremecí al oír el golpe seco de su carne herida contra la piedra.
—Hay muchas maneras de enseñar a alguien cómo ha de comportarse —dijo entonces Ferencz—. A veces basta con las palabras, pero en muchas ocasiones hay que hacer algo más…
Lo que siguió fue espantoso, aborrecible, hiriente; todavía hoy, después de tantos años, me estremece recordar lo que Ferencz hizo conmigo.
—Siéntate —dijo señalando una silla que tenía maniotas en los reposabrazos y en las patas delanteras, y allí me fijó de manos y pies—. No creo que te resulte muy incómoda esta silla de hierro, pues te haré disfrutar de la lección y además reposará bien tu cabeza —y me puso una celada que atornilló al respaldo de la silla, la cual, al bajar él parcialmente la visera, me impedía ver lo que sucedía a cada lado.
Para mi mayor angustia, Ferencz tomó entonces entre sus brazos a Dorottya y, situándose ambos ante mí, la besó apasionadamente en los labios. Pero no paró ahí. Luego, la pérfida pareja, olvidando el menor sentimiento de decencia, como bestias salvajes y desalmadas, copularon en medio de aquella sala de tortura, insensibles al hedor que desprendían las heridas de la pobre muchacha inconsciente en el suelo, insensibles a los instrumentos de tortura que allí había, e insensibles ante mi dolor.
Una vez dieron fin a su depravación, Ferencz se levantó del suelo y se acercó a la silla de hierro en donde me había inmovilizado.
—Creo que mi amada esposa se ha divertido con lo que hemos hecho, Dorottya —dijo sin dejar de sonreír—. Aunque… puede que no… Por lo poco que veo de su rostro, me parece que está muy pálida…
Soltó una gran carcajada y, agachándose para verme los ojos a través de la rendija de la visera, siguió diciendo:
—¿Y bien, Elisabeth, qué ha sido de tu pequeña lengua? ¿No tienes nada que decir, no vas a gritar? ¿Te has quedado muda? ¡Oh, veo que tus lindos ojos derraman lágrimas! ¡Delicioso licor, tus lágrimas! Tus lágrimas hacen que te considere aún más dulce, amada mía, que ame aún más la belleza de tus ojos.
Me ajustó la celada y bajó del todo la visera, para que apenas pudiese ver. La verdad es que aquella semioscuridad me hizo sentir aliviada.
—Bien, no importa que no quieras hablar, me alegra que no protestes, pues eso quiere decir que aprenderás bien la lección —siguió diciendo Ferencz—. ¿Sigues en silencio? Eso está bien, veo que quieres aprender, veo que sólo escuchas. Te diré, así, que esta bella zíngara, la extraordinaria Dorottya, es mi ardiente amadora desde antes de que tu belleza arrebatara mi corazón. Con ella he conocido delicias que sólo su gente sabe; con ella disfruté de cosas que a casi todos los hombres el decoro les niega, sumidos en las limitaciones de la vida respetable. Dorottya es desde hace tiempo mi tutora, y yo soy su pupilo más entregado… A veces las gentes murmuraban algo acerca de cualquier criatura a la que habíamos raptado para disfrutar de su cuerpo, por lo cual me mostraba pío en todo momento, para acabar con aquellos rumores, y Dorottya desaparecía durante semanas… En poco tiempo las cosas volvían a su estar natural… Pero comprenderás que no pudiéramos estar separados en demasía, pues nos une una alianza de sangre. Y esa alianza de sangre exigía que te ganara para nosotros, para Dorottya y para mí, por ser tú, mi amada esposa, una virgen de belleza extraordinaria, perteneciente a una de las más nobles familias del país, prima del gran Gyorgy Thurzo, primer ministro de Su Majestad. Eras la más ideal de las vírgenes nobles.
—¿Yo? ¡Dios mío, sálvame! —clamé entonces al fin.
—Sí, tú —dijo Ferencz.
—Pero… —traté de protestar con la voz ahogada—, ¿de qué alianza de sangre hablabas?
—¡Ah, mi buena esposa! Parece mentira… ¿Acaso no eres una Bathory?
—Claro que lo soy… ¿Pero qué tiene que ver que lo sea?
—¿Es posible que seas tan inocente? —se extrañó Ferencz—. ¿Es que desconoces la reputación de tu propia familia? Una reputación, por cierto, que yo no deploro, al contrario, pues sugiere a los Bathory como aliados de las fuerzas más oscuras y poderosas.
—¡Eso es una mentira infamante! —protesté.
—¿Así lo crees? Bien, pues hablemos no ya de tus antepasados, sino de tus familiares vivos… ¿No sabes que tu hermano anda por ahí yaciendo con jóvenes y con viejas, torturando y matando con absoluta impunidad merced a sus poderes? ¿Es calumnioso decir que tu tío, tan distinguido, debió su magnífico aspecto, tan recordado, a ciertos tratos diabólicos y a que se nutría con la sangre de las jóvenes vírgenes a las que raptaba? ¿Es una falsedad que otro tío tuyo fue un maestro de los alquimistas que elevan sus oraciones a Satán en vez de a Dios? ¿Y qué hay, mi querida Elisabeth, de ese otro primo tuyo, tan principal, Mad Zsigmond, el que vive en Transilvania? ¿Acaso jamás has oído esos relatos, que han dado lugar a muchas canciones populares, de cómo se hace servir en su mesa a muchachas virginales a las que tortura hasta la muerte para beber su sangre y comerles el corazón? ¿De verdad que nada de todo esto has oído decir?
—¡Todo eso es mentira! —grité desesperada.
Pareció no prestarme atención.
—Fue porque Dorottya me habló de ti, por lo que puse rumbo a la casa de tu padre para pedir tu mano… Tu padre sí es un hombre piadoso, Elisabeth, por lo que hube de presentarme ante él como si yo también lo fuera, para que diera su consentimiento… Y debo admitir que tu belleza me cautivó, pues eras la más bella de las nobles virginales del país… Comprendí que Dorottya tenía razón, sabia razón, al sugerirme que me casara contigo; nadie mejor que tú para que ambos pudiéramos ratificar, una vez más, nuestro pacto de sangre. Para lograr mis propósitos, Dorottya se alejó un tiempo de la región, y yo viví casi como un monje en lo sucesivo… Luego, cuando partí a la guerra contra el turco, Dorottya fue a tu lado para comenzar a instruirte en nuestras artes, cosa que ha hecho muy bien, por cierto… Dorottya ha entrado en ti, te ha poseído y nadie podrá hacer ya que te abandone.
—¿Dices que Dorottya ha entrado en mí, que me ha poseído?
Sólo jugábamos, sólo nos divertíamos, sólo me tranquilizaba…
Dorottya, que hasta entonces había guardado silencio, echó hacia atrás la cabeza y rió estruendosamente.
—¿Es tan inocente de veras, o es una idiota? —dijo—. ¿Pero es que no te diste cuenta, mi señora, de cuán antinaturales y pecaminosos eran nuestros juegos? ¿Es que esa calma, esos cuidados que te procuraba yo, no te hacen sentir, siquiera ahora, culpable?
—¡No, no y no! —grité en el colmo de mi angustia.
Volvió a hablar Ferencz.
—Yo la creo, Dorottya… Anoche, cuando la tomé en mis brazos para amarla, comprobé que su alma sigue siendo pura, que no cree que haya habido maldad en lo que hicisteis… No tiene idea de lo culpable y pecaminosa que ha sido; es absolutamente pura de corazón y por eso cree que vuestro ayuntamiento fue sólo una diversión natural entre buenas amigas. Yo le hablé de Pablo de Tarso, aludí a las Sagradas Escrituras, la previne contra el pecado, todo por ver si mostraba algún signo de arrepentimiento o de duda, y nada. —volvió a levantarme la visera para que lo viera, y se acercó más a mí—: ¿Recuerdas, Elisabeth, lo que te dije de los paganos que adoran a las criaturas humanas más que a Dios?
Recordé entonces lo que dicen las Sagradas Escrituras: Dios, por ello, hace que caigan en cosas viles, y la mujer olvida su naturaleza para hacer lo que es contrario a natura.
—Entonces, yo… —comencé a decir con la voz rota.
—¡Ah, mi pequeña! —exclamó Ferencz sarcásticamente—. Tu inocencia te ha traicionado tanto como la sangre de los Bathory que corre por tus venas… Sí, amada esposa, has cometido actos sucios y corruptos.
—Ya eres de los nuestros —dijo Dorottya.
—Estás unida a nuestra legión intrépida por lazos más fuertes que los de la sangre —dijo Ferencz.
—Eres un malvado —le dije.
—Si eso es así, deja que te abrace perversamente como un amante —me respondió.
—Te haremos conocer delicias sorprendentes —dijo Dorottya—, te daremos a probar cosas que jamás has saboreado.
—Y al fin harás honor a tu nombre, Bathory —dijo Ferencz.
—Sellemos nuestra unión en solemne ceremonia —dijo Dorottya—. Te bautizaremos en nuestra fe pecaminosa.
—¿Bautizarla? —dijo Ferencz—. Eso estará muy bien… ¿Pero con cuál de todas tus unciones, Dorottya, hemos de bautizarla?
—Con la más rica de todas —dijo señalando a la muchacha de la villa que yacía en el suelo de piedra—. Con la unción que brota de sus venas.