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Un correo en la noche

Al principio fue una llave que daba acceso al placer.

Y como en el antiguo cuento de la princesa que duerme, Nadasdy me despertaba con un beso y abría mis ojos para que disfrutasen de colores que jamás habían conocido. Yo estaba radiante, lujuriosa como las más bellas flores tropicales. Cada uno de mis sentidos se hacía más vivaz, el aire mismo me parecía más transparente y agudo, más perceptible; Ferencz me llevaba de continuo a las cumbres del gozo con la misma intensidad con que el viento sopla en lo alto de las montañas. Cada vez éramos más audaces en la búsqueda del placer; cada vez el uno buscaba en el otro con mayor audacia; cada vez éramos más luminosos, no había nube que pudiera oscurecernos.

Tan ardua, placentera y ardiente escalada hasta las cumbres del disfrute no era cosa de una sola noche; más bien lo era de las semanas enteras, de los meses continuos. Jamás hubiera sospechado que tenía las puertas del cielo tan al alcance de mi mano. Hasta entonces había estado completamente ciega, ahora lo comprendía. Y me sentía como una diosa, de tanta ternura apasionada como me regalaba pródigamente Ferencz. Su cuerpo joven y hermoso, fuerte y a la vez tierno y cálido, era para mí el santuario en el que refugiarme y hallar los deleites inconmensurables que me hacían sentir una divinidad. Yo le pagaba con absoluta entrega, con el total desprendimiento debido a la mágica transformación que había obrado en mí merced a su poder transfigurador.

También él tocaba el cielo con sus manos en aquellos momentos y no cesaba en su exclamación: «¡Dios, Dios mío, Dios!», como si Dios, en efecto, se le apareciese hecho carne de mujer apasionada cuando me recorría con sus manos.

Una vez, en la oscuridad de la noche, en mi inocencia, le pregunté:

—¿Por qué clamas a Dios cuando entras en mí?

Pareció asombrarse ante mi pregunta, y traté de salvar el momento imitándole tan bien como me fuera posible.

—¡Dios, Dios mío, Dios! —dije entonces simulando su voz y él se echó a reír, e insistí—: ¿Por qué siempre clamas a Dios cuando estamos juntos?

—No lo sé —me respondió y supe, sin verle, que sonreía en la oscuridad al decirlo, lo noté al acariciarle los labios mientras hablaba—; creo que no es cosa de mi fe… Supongo que es una más de las muchas expresiones de agradecimiento con que los hombres nos congratulamos ante algo que nos hace sentir el imperio de la divinidad, sólo eso.

Nos quedamos en silencio un buen rato y supe que Ferencz pensaba en lo que le había preguntado. Al fin me dijo:

—Quizá sea porque, porque… —y me abrazó fuertemente mientras seguía diciendo en voz muy baja, con sus labios pegados a mi cara—: Quizá sea porque este placer que nos damos es una joya, un regalo de valor tan incalculable que sólo Él puede hacernos, lo mejor que Él tiene para nosotros… Ese placer, ese regalo que nos hace Él, convierte el silencio en música, nos aleja del mundo para darnos un mundo propio. Agradezcámoselo amándonos.

Entendí bien lo que me decía. Por su sabiduría, por la pasión con que me amaba, Ferencz era mi dios. Y daba gracias a Dios por ello.

Nuestra vida era un idilio permanente. Poco a poco pudimos estar más tiempo juntos, disfrutando en mayor medida aún de nuestro universo de amor. Los trovadores, de vez en vez, venían hasta nosotros cuando paseábamos y nos dedicaban alguna hermosa canción recién compuesta para honrarnos. El reverendo sacerdote de la villa acudía al castillo para decir misa y elevaba sus preces pidiendo por nosotros. Atendía Ferencz a los emisarios con mensajes, que respondía al momento, para no perder tiempo que dedicarme. Los zíngaros que cogían hierbas y flores en el bosque nos saludaban felices, y los moradores de la villa acudían al castillo para llenar nuestras despensas con lo mejor que tenían. Eso era todo. El resto del tiempo nos amábamos.

Cuando el amor no nos reclamaba con urgencia, Ferencz y yo recorríamos los dominios de Csejthe, yendo muchas veces más allá del castillo para admirar desde la distancia lo imponente de sus murallas, de sus torretas defensivas. Ferencz se mantenía atento siempre a corregir cualquier posición de la guardia, a levantar nuevos parapetos y a cavar otros fosos. Y reíamos por cualquier cosa, y éramos inmensamente felices también en aquellos momentos.

Un día recorrimos las mazmorras del castillo, que en otro tiempo fueron lugar de ignominia, sangre y terror. Allí habían sido torturados y muertos pobres cautivos de un tiempo que, según mi buen esposo, no habría de volver jamás. En aquel lugar infernal vi por primera vez los potros de tortura, los hierros lacerantes, especialmente aquellos que penden del techo y reciben en francés el nombre de peine forte et dure. Allí, pobres mujeres acusadas de brujería habían sido obligadas a mentir, bajo tortura, haciendo aceptación de maldades inconcebibles que no habían cometido.

—He aquí el recuerdo de una tiranía que nunca más albergará este castillo —dijo mi buen Ferencz enseñándome todo aquello.

—Que así sea —dije yo.

Tenía mi esposo por norma que nada ni nadie nos molestase cuando hacíamos ofrenda de nuestros cuerpos a los dulces rituales de Venus. No había entonces mensajero que pudiera verle, por muy importantes que fueran las nuevas que le llevaba; ningún mortal interrumpía nuestro rapto de amor.

Pero una noche de tormenta, cuando nos amábamos aunque el relámpago y el trueno todo lo llenaban, un mensajero llegó hasta el castillo bajo la fuerte lluvia. Llegaba a pie, calado por el agua, lleno de barro de los pies a la cabeza, de tantas veces como había caído a tierra a lo largo del camino tras perder su caballo. Al encontrar cerradas las puertas, bajadas las barreras defensivas, gritó desesperadamente pidiendo audiencia, pues decía que era de capital importancia que hablase con el Conde Nadasdy. Ferencz salió a la ventana con un candil y le gritó:

—¡Lárgate, ahora no puedo recibirte! —y volvió a nuestro lecho.

Pero el mensajero gritó con voz angustiada:

—Déjame entrar, Conde, tengo que hablar contigo, es importante que lo haga.

—El Conde Ferencz no puede recibirte ahora. ¡Lárgate! —le gritó un hombre de la guardia apuntándole con su arco.

—¡Maldita sea! —gritó el mensajero—. ¿Es así como se recibe a un emisario del Rey? ¡Traigo un correo importante!

—¿Un correo del Rey? —dijo el de la guardia—. ¡No me engañes, patán!

—¡Que me caiga muerto si miento! ¡Abre de una vez, en el nombre del Rey! —gritó el mensajero.

—¿Eres de verdad un correo del Rey? —preguntó de nuevo el de la guardia—. ¡Demuéstramelo!

—¡Llevo la insignia con las picas del Rey! ¡Abre de una vez, canalla, o rendirás cuentas!

Aquellos gritos ponían nervioso a mi buen Ferencz, y apartándose de mis brazos salió de nuevo a la ventana y dio la orden de que entrase el emisario real.

Con su estruendo de hierros se abrió el portón y poco después hombres de la guardia llevaban al correo del Rey a un salón, dándole vino caliente para que se confortase. Lo bebía ansioso cuando se hizo presente ante él Ferencz.

—Mi señor, he aquí el correo de Su Majestad que te traigo —le dijo el mensajero, alargándole ciertos documentos.

Ferencz había querido que yo le acompañara a recibir al emisario del Rey, y tras leer aquellos documentos me los alcanzó. Yo les eché un vistazo, pero no pude entender nada de sustancia, en cuanto allí se decía. Sólo palabras como defensa y frontera, así como turcos y magiares leales a su Rey

—¿Qué quiere decir esto, Ferencz? —le pregunté entonces mirándole angustiada.

—Todo se resume en una palabra trágica. —dijo mirándome con infinita ternura—: Guerra.

No era necesario que me dijese más. Aquella sola palabra se clavó en mi mente, haciéndome comprender la tragedia del momento por el que se había interrumpido nuestro amor.

Pasamos el resto de la noche sumidos en una gran melancolía. Pregunté a Ferencz cuánto tiempo estaríamos separados, cuándo volvería, pero no podía responderme. Supe que sus pensamientos estaban muy lejos de Nyitra y de mí misma. Pero me pidió un beso y se lo di ardientemente.

—¡Tienes que salir victorioso por mí, Ferencz, tienes que seguir vivo mucho tiempo por mí! —no pude contenerme entonces y grité estas palabras entre sollozos.

Sonrió acariciándome el rostro bañado por las lágrimas.

—Mi pequeña Bathory —me dijo—, juega con cofres de madera y con huevos pintados, mientras aguardas mi regreso. Nada temas, pues Dios me protege tanto como tú misma me protegerás al evocarte. Triunfaré sobre nuestros enemigos y sobre la propia muerte.

No mucho después saldría a caballo, bajo la lluvia, los relámpagos y los truenos, en compañía del emisario.

Me quedé a las puertas del castillo, no sé por cuánto tiempo, medio desnuda y aterida, aún con mis ropas de cama que la lluvia helada me pegaba al cuerpo. Poco después corría hasta mí Ilona, que se había despertado cuando ya amanecía, para llevarme a mis aposentos y arroparme en la cama como cuando cuidaba de mí en la casa de mi padre.