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Una llave que abre lugares secretos
Señor:
Altivo sobre la misma elevación del terreno, sobrio e imponente, aún se alza el castillo Csejthe, oscuro y silencioso hoy, en el que sólo moran las ratas y las arañas, algunos pájaros que allí anidan y una bruja solitaria, Elisabeth, vuestra sierva. En mi desolado insomnio, pienso en esas grandes habitaciones y en esos salones de antaño que hoy se me prohíbe pisar y los cuales atravieso en el recuerdo como un fantasma, respirando el polvo que los habita en el presente y que todo lo llena cuando penetran los rayos de la luna o la brisa que llega de la villa cercana, de allí donde se habla de fantasmas, de aparecidos, de sombras que en el castillo habitan y que en tiempos fueron hombres y mujeres mortales, de carne y hueso. A veces un pájaro chilla y aletea entre las polvorientas paredes de esos salones abandonados, llenando el enorme vacío de los mismos con una reverberación que alude a las risas impías de otro tiempo, al recuerdo de las vejaciones, al lamento de la carne herida.
No muero de hambre, sino que perezco lentamente al recordar aquellos lamentos, al evocar aquellos gritos desgarradores. Los criados cuya tarea es la de darme la comida se muestran compasivos conmigo y hasta me hablan cuando les ruego que lo hagan; esas maravillosas gentes no me han abandonado.
Por ellos sé que en la villa, en cualquier casa, granja u hospedaje, incluso en la iglesia, sólo impera el color escarlata; incluso el sol se baña en una luz escarlata cuando se pone, y sé bien que las gentes se creen condenadas a no ver otro color que no sea el de la sangre.
Moriré pronto, Señor, y la rigidez de la muerte abatirá mis miembros para siempre; entonces habré de rendir cuentas ante tu presencia. La sola idea de la liberación a través de la muerte es lo que me sostiene en mi reclusión, lo que me da las fuerzas que preciso para afrontar en completa soledad ese día final; yaceré al fin bajo la piedra sellada, sin ver la luz del cielo azul, pero libre ya de la denigración, de los insultos… Yaceré al fin inaccesible, salvo para ti, Señor.
Todos los que me rodearon han muerto; con unos, la muerte fue caritativa; con otros, tortuosa. Y muchos fueron quemados vivos. Estoy sola, y cuán sola, Señor. Cautiva en una simple habitación del que fue mi castillo.
Quince años tenía cuando llegué al castillo de Csejthe, en mi condición de esposa de Ferencz Nadasdy, del que estaba profundamente enamorada. Mi carne atesoraba entonces la belleza de las perlas; mi piel era así de transparente como para que se apreciara a través de ella el fino trazo de mis venas; mi cabello era de un negro brillante como la cola de un cuervo y me caía ondulado sobre los hombros; tenía los ojos grandes y luminosos; lucían mis labios frescos y sonrosados, sin precisar del carmín… Ahora sé que las mujeres de la villa han proscrito el color rojo de sus labios.
Ferencz Nadasdy y yo nos habíamos conocido pocos meses atrás en la casa de mi padre, donde el que sería mi esposo fue recibido como huésped de honor. Era bello e imponente, apenas seis años mayor que yo. Su dulce sonrisa, sus ojos encendidos como candiles, su risa melodiosa y tenue, sus brazos fuertes… Todo eso me atrajo de inmediato alterándome la circulación de la sangre. Ningún hombre me hizo disfrutar después como él lo hizo y sé que, aunque viviese mil años, nunca hallaría a un amador como Ferencz. Siempre estuvo a mi lado y siempre me llenó de flores y de regalos.
Recibí con gusto sus regalos aquel día, y en reciprocidad le di una caja de madera preciosa, hecha y labrada por un sabio ermitaño, imposible de abrir si no se conocía el intrincado secreto con que el ermitaño la había cerrado. Había pertenecido a mi madre.
—En esta caja hay una deliciosa confitura —le dije—, cuyo sabor no has conocido; podrás gozarlo si consigues abrirla.
Lo intentó sin éxito, aun usando de toda la fuerza de sus dedos.
—Si no eres capaz de abrir esta caja, Conde Ferencz —le dije—, ¿cómo podrías abrir mi corazón para gozar de su dulzura?
Se echó a reír y resolvió el problema de la manera más simple, tomando la caja entre sus manos y estrellándola contra el suelo hasta romperla. Después saboreó la extraordinaria confitura que había en su interior, con ojos victoriosos, deleitándose en su triunfo.
Me sentí vejada.
—No pareces poseer más que fuerza bruta —le dije fríamente—. Eso quizá agrade a las mujeres más tontas, pero…
—Pero no le gusta a Elisabeth Bathory —me interrumpió—, mujer a la que desearían obispos, cardenales, príncipes y reyes…
Preséntame cualquier otra prueba, mi joven Bathory, y yo, Ferencz de Nyitra, la resolveré a tu plena satisfacción.
—¿Estás seguro? Entonces —le dije— mira esto.
Y le mostré tres huevos en los que unos artesanos habían pintado diversos y muy delicados motivos.
—Unos huevos pintados —dijo Ferencz aguantándose la risa—. ¿Crees que no seré capaz de romperlos? Ya viste cómo rompí esa caja, mucho más dura su madera que la cáscara de huevo.
Alargó las manos para tomar los huevos, pero los aparté.
—Es un problema que habrás de resolver con tu mente, Conde Ferencz, no con tu fuerza. Cada uno de estos huevos es hermoso de contemplar, pero a la vez distinto a los otros. Es difícil escoger uno entre los tres… Son preciosos, ¿verdad?
—Lo son… si a ti te lo parecen.
—Pero una de estas pequeñas joyas —seguí diciéndole— debe ser escogida entre las otras, porque es la que contiene un interior más sabroso.
—Sin duda… ¿Pero cuál es el tema de tu discurso?
—El que ahora te expongo. Estos huevos son como las mujeres —dije—. Por su apariencia son hermosos, pero distintos. Como nosotras, las mujeres… Pero cuando se nos rompe la cáscara, entonces…
Sonrió ampliamente mostrando su perfecta dentadura blanca.
—El ingenio de la joven Bathory es grande —admitió—, pero Nadasdy puede rebatirlo fácilmente. Mira eso —y señaló con un dedo tres frascas que había en la mesa de la casa de mi padre—. Aparentemente, son idénticas. Pero no lo creas… Una contiene el fuerte vino que se hace en casa de los Bathory —y se sirvió y bebió una copa de aquel vino—; otra contiene agua —y se sirvió y bebió una copa de agua—, y la otra está vacía —y dejó caer la frasca vacía sobre el suelo de piedra, deshaciéndose en mil pedazos; después se acercó a mí y me miró a los ojos—. Así ocurre con las mujeres —me dijo—. Elisabeth, bien sabe Dios que prefiero apagar mi sed con el vino fuerte de los Bathory en vez de hacerlo con el agua insípida.
—Pero en el caso de que… —no acertaba a encontrar las palabras con que rebatirle—. En el caso de que yo fuera una frasca vacía, ¿qué haría conmigo el Conde Ferencz?
—Mi amor te llenaría —respondió.
Aquella misma noche, mientras mi vieja criada, Ilona Joo, me ayudaba a desvestir, le pregunté:
—¿Qué te parece el joven Conde Nadasdy?
—Un caballero, un noble —respondió Ilona—. Y todos dicen que es fuerte, aguerrido… Que está tocado por la gracia de Dios.
—Y él, ¿qué te parece, Ilona? ¿Crees que es hermoso?
Ilona se echó a reír y dijo:
—Para mí ya pasó el tiempo de que me cautivaran los hombres… Aunque admito que el Conde Ferencz es muy hermoso, un hombre digno de ser contemplado.
—Ilona —dije cuando me metía en la cama—, ¿crees que yo podría ser una buena esposa para él?
—Aún eres muy joven —me respondió—, pero puede que ya estés preparada para casarte. Los Bathory son gente de noble sangre. Tu hermano busca esposa desde que le comenzó a apuntar la barba, pero jamás ha encontrado una que estuviese a su altura…
Varios tíos y tías tuyos murieron sin contraer matrimonio… Tu noble primo Zsigmond… en persona me dijo que renunciaba a casarse por no encontrar una mujer digna de él y creía que el matrimonio era un imposible…
—¿Crees entonces que el matrimonio me está negado? Respóndeme, querida Ilona.
—El matrimonio, niña mía —respondió mientras me arropaba— es la llave que abre un cofre lleno de muchas cosas…
—¿Qué cosas? —pregunté.
—Cosas que no conocemos —dijo—. Maravillosas muchas de ellas; pero otras…
—¿Qué, Ilona?
—Nada más, niña, ya es hora de dormir —y apagó las velas—. Buenas noches, mi pequeña, que tengas dulces sueños.
Dormí. Y soñé con Ferencz. Aquella misma semana pidió mi mano, que recibió de mi padre.
El festín de la boda fue pródigo, se habló de aquel día a lo largo y ancho de todo el país. Asistieron los invitados por cientos, hubo abundantísimas viandas y corrió la bebida sin mesura. Estuvieron presentes el propio Rey y su primer ministro, primo mío. Otro noble pariente mío, el Príncipe de Transilvania, hizo llegar desde la mucha distancia en la que se hallaba regalos exquisitos. Hubo bailes y canciones delicadas; muchos hombres, mi buen hermano entre ellos, encendidos por el vino, se retaron, pelearon y después se abrazaron y rieron juntos, y estoy segura de ello, fueron a gozar con muchachas vírgenes al granero de la casa de mi padre.
Mientras todo aquello acontecía, miraba yo una y otra vez a mi dulce Ilona, pero ella nada me decía, incluso evitaba mis ojos. No pude soportar que no me dijera nada y que no me mirase, así que en un momento del festín dejé mi asiento para ir hasta donde estaba, silenciosa, quizá triste, tomándole las manos.
—Mi querida Ilona —le dije—. ¿Por qué no quieres mirarme? ¿Acaso he hecho algo que te haya molestado?
—No, mi señora —me respondió.
—Entonces, disfruta de mi felicidad, te lo ruego —le dije—. Es un día feliz. Aparta de tu rostro esa tristeza, o creeré que no te alegra verme feliz —y entonces comenzaron a caer lágrimas por sus mejillas—. Mi querida nanny —le dije—, ¿por qué lloras? Seca tus lágrimas y disfruta conmigo.
—Lloro por el tiempo ido —me respondió—. Durante quince años he tenido la dulce ventura de cuidar de ti, y ahora…
—Ilona —le dije—, ¿crees que soy una ingrata por apartarme de tu lado? Ven con nosotros y seguiremos juntas.
—Oh, mi señora… Esas palabras tuyas son una bendición para mis oídos.
Y así, el mismo día, mi esposo, mi nurse y yo partimos hacia Nyitra. El mismo día en que llegué al castillo de Csejthe.
El castillo era inmenso y se extendía sobre una considerable cantidad de tierra. Era, en verdad, un bastión, una ciudadela en la que desde antiguo habitaban señores feudales y propietarios por imperativo de su sangre, que debían ser defendidos. Y era también un bastión defensivo contra el invasor turco, que campaba por gran parte de nuestro país. En los meses que siguieron a nuestras nupcias, Ferencz me enseñó pulgada a pulgada sus dominios, pero eso, precisamente eso, hizo que no estuviéramos solos entre los muros de Csejthe más de diez minutos, tiempo que él aprovechaba, sin embargo, para tomarme en sus brazos, subir entre risas las escaleras de piedra y llevarme a nuestros aposentos.
—Y ahora, Elisabeth, mi trémula y pálida Bathory —me susurraba cuando estábamos a solas—, haré lo que es debido que haga… Te llenaré de amor.
En aquellos días recordé las palabras de mi buena Ilona, a propósito de que el matrimonio era una llave que abría secretos lugares, que daba acceso a cosas desconocidas. Lo pude comprobar