4
Tina se quedó mirando cómo se alejaba Eddy, contrariado, y se cruzó de brazos violentamente, preguntándose cómo era posible que todos los hombres, sin excepción, fueran tan estúpidos. ¿Por qué no había un solo hombre que mantuviese una amistad con una chica, sólo eso, sin pretender convertirse en su ángel guardián, o en su guardaespaldas, si no en el dueño de todos sus actos? Y eso que Eddy era un hombre que decía admirarla por su independencia, por su valentía, por su carácter autosuficiente… Apretó los labios enojada y soltó un suspiro, que era un lamento. Un lamento que pareció hallar réplica en otro igual, al fondo de la tienda.
Era un lamento que más bien parecía de dolor, sin embargo, no de contrariedad. Un lamento de desolación, carente de toda esperanza.
Eddy estaba a sólo medio bloque de distancia de su tienda. Era un tipo egocéntrico, una especie de dictador que se creía en condiciones de cuidar de las mujeres porque éstas, según él, no saben cuidar de sí mismas. Le había molestado que decidiera investigar por sí sola, metiéndose en el club. Tina se encogió de hombros y se fue a la trastienda.
Allí no había nada, salvo aquel lamento. Miró a su alrededor y nada. Ni siquiera podía ser el eco de su propio lamento, por la sencilla razón de que ya no se lamentaba… Después levantó el bonito bajel en miniatura que tenía sobre su mesa de trabajo, y nada. Con cierta dificultad, dado que rara vez lo abría, miró en el armario tirando con fuerza de las dos hojas de la puerta. Miró en el interior, a derecha y a izquierda. Nada. Pero seguía oyéndose aquel ruido, aquel lamento, aquella especie de respiración quejumbrosa. Decidió entonces levantar la trampilla del sótano, lo que también la obligó a un gran esfuerzo, pues llevaba igualmente mucho tiempo sin abrirse, y descendió los peldaños de la corta escalera. Justo al final de la misma estaba sentado Lee Brokaw.
—¿Señor Brokaw? —preguntó Tina, titubeante.
Brokaw se levantó raudo, violentamente incluso, y pegó la espalda contra la pared, muy asustado. Estaba sucio, muy desastrado; tenía su rostro antes bien parecido como cubierto de rastrojos, pero es que estaba sin afeitar. Nada de eso, sin embargo, pareció acabar con su gesto sardónico, una vez la vio.
—¡Ah, es usted! —dijo con la voz casi como de tenor.
No obstante, algo en él sugería que, en efecto, estaba muy asustado.
—¿Qué le ha ocurrido, se encuentra bien? —le preguntó Tina alarmada—. Venga, salgamos de aquí…
—¿Podría esconderme usted en algún lugar donde nadie me vea?
—Vamos, no le verá nadie —prometió ella.
Comenzó a caminar hacia ella, sin dejar de mirarla. Tenía ahora los ojos llenos de agradecimiento y esperanza, pero seguía viéndose en ellos un gran miedo. Iba de puntillas. «Este hombre no deja de danzar ni un minuto», pensó Tina.
Ni un minuto.
Ya en la trastienda, revoloteó alrededor de ella como una pluma movida por el viento, y así se asomó a la tienda.
—Ciérrela —pidió a Tina.
—El timbre nos avisará si entra alguien.
—¿Está segura? —dijo él y sonrió burlón.
Tina recordó lo que pasaba con la célula fotoeléctrica cuando él, precisamente él, entraba en la tienda.
—¡Oh! —exclamó—. Puede estar tranquilo, aparte ese barquito y siéntese; yo puedo ver desde aquí si entra algo —dijo Tina cuando ya estaban de nuevo en la trastienda y de inmediato se preguntó por qué había dicho algo en vez de alguien—. ¿Tiene algún problema?
Dijo que sí con la cabeza mientras tomaba asiento lentamente.
Ella lo miró con mucha atención. Parecía muy joven y muy frágil. Parecía torturado por el miedo. Ya no mostraba su rostro aquella sonrisa cruel de antes. Por ejemplo, de cuando vio su cara por la noche, en su habitación, cuando le tiró el zapato de golf.
—Anoche lo vi —le confesó impulsivamente.
—Ya lo sé —dijo él mientras se llevaba la mano al bolsillo interior de la americana—, aunque yo no la vi a usted.
—¡Ah, la pitillera! —dijo ella—. No querrá decir que gruñía porque yo estaba allí…
—Pues sí —dijo él y sacó del bolsillo la pitillera, alargándosela cuidadosamente a través de la mesa.
Ella la miró sin atreverse a tocarla, ni siquiera se atrevía a rozarla… Pero estaba decidida a saber lo que hiciera falta saber. Así que apretó los dientes, se armó de valor y dijo:
—La voy a abrir.
—Adelante —la animó Brokaw como si pensara en otra cosa, como si tuviese cosas más importantes en las que pensar.
Tina lo miró entonces desconfiada. Brokaw tenía los ojos cerrados y fruncido el ceño, como si meditase profundamente. Ella respiró hondo y tomó la pitillera entre las manos. La pitillera se abrió.
De todo lo que esperaba encontrar en aquella pitillera de plata china —cualquier cosa espantosa, algún amuleto, unas runas—, lo que menos se imaginaba era aquella musiquilla electrónica que se oyó nada más abrirla. Es decir, lo único que en realidad contenía la pitillera de plata. Eso la sorprendió mucho más que cualquier otra cosa.
Sintió algo así como cuando en un sueño subes diez escalones de una escalera que sólo tiene nueve. Sí era verdad, no obstante, que había otro dragón allí, justo en el medio del recipiente para los cigarrillos, pero no era más feo que los otros, incluso parecía que le hubieran grabado una sonrisa. Bueno, también había en la pitillera algunos cigarrillos.
—Me parece que ya estoy cansándome de este estúpido juego —dijo Tina, encarándose con el otro—. Lee Brokaw, dígame de una vez quién es usted y qué se propone, por qué ha querido asustarme. ¿Por qué hace cosas que sabe positivamente que no puedo creer y que incluso pueden hacer que experimente un gran resentimiento hacia usted?
Descansó la cabeza sobre la mano del codo que apoyaba en la mesa y la miró atentamente. Sus ojos volvían a ser burlones.
—Soy bailarín —dijo—; si usted me dice primero qué piensa, qué cree que hago, quizá pueda satisfacer su curiosidad… Necesito desesperadamente que haga algo por mí… He acudido a usted porque es la persona idónea para ello —y extendió sus manos abiertas como si dijese «¿puede haber algo más simple?», recostándose después en el respaldo de la silla.
—¿Pero qué quiere que haga? —preguntó ella.
—¿Eso quiere decir que lo hará? —preguntó Brokaw con un brillo de esperanza en los ojos.
Tina negó con la cabeza.
—No he dicho nada parecido.
—No se lo pediría —siguió Brokaw— si temiese una mínima posibilidad de que no fuera usted la persona idónea.
—Bien, dejémoslo estar —dijo Tina—. Tengo trabajo por hacer.
—Si no acepta, me verá en todas partes —dijo él—. En su casa, mientras trabaja…
—Sí, ya lo he comprobado un par de veces —dijo ella ácidamente—. Creo que podría acostumbrarme.
—No, no lo crea, siempre sería peor —replicó él no menos ácidamente, como si temiese que aquello se le fuera de las manos—. Vería mi cara en la de aquéllos con los que hablase. Y sentiría mis manos recorriéndole el rostro y el cuerpo… Y oiría mi voz cuando escuchase música; es más, acabaría no oyendo otra cosa en este mundo que no fuese mi voz. Y acabaría no viendo otra cara que no fuese la mía. Y acabaría no sintiendo otras manos que no fuesen las mías… Se volvería loca.
—Puedo mantenerme a salvo de usted —replicó ella retadora—. No creo que pueda traspasar las paredes tranquilamente.
—¿Y las vigas maestras?
Tina siguió enervándose.
—No me importa lo que haga o pueda hacer… Usted está loco… La verdad sea dicha, le miro y no creo que pudiera convencerme de que hiciese algo por usted…
«Arrara…».
—¡Oh, no, por favor! —exclamó Brokaw, levantándose de su silla para arrodillarse a los pies de Tina, y tomar sus manos, y mirarla con ojos suplicantes y llenos de terror. Le temblaron los labios cuando comenzó a hablar dificultosamente.
—Eso ha sido el último aviso, ocurrirá hoy mismo, esta noche… Ayúdeme, Tina, se lo ruego… Sólo usted puede ayudarme —y hundió su rostro en el regazo de la mujer.
Ella contempló atónita sus hombros rendidos y recordó la calma sardónica con la que poco antes se había expresado aquel hombre que ahora suplicaba su ayuda, y que había perdido por completo la compostura, esa sensación de poder que irradiaba. No podía por menos que compadecerse ahora de aquel pobre muchacho arrojado a sus pies.
Tina le acarició el cabello tan negro.
—Pobrecillo —musitó—. Le ayudaré… No llore, Lee, por favor; le ayudaré, se lo prometo…
Se incorporó para abrazarla.
—¿De veras que me ayudará? ¿De verdad?
—Me especializo —dijo ella intentando evitar que asomaran lágrimas a sus ojos— en recuperar juguetes rotos…
—Es usted un ángel —dijo Brokaw arrebatado y la besó. Fue un beso tierno y limpio: en la mejilla, casi a la altura de uno de sus ojos.
—Ahora, tome asiento y tranquilícese, Lee… Le he hecho una promesa, ¿no? Creo que merezco que me lo cuente todo.
—He matado a un hombre —dijo Lee, y sin quitar los ojos de los de Tina tomó asiento lentamente en la silla de antes—. Lo maté mientras dormía. Le golpeé con un adorno de bronce y luego le rajé el cuello con un cuchillo. Su piel era muy dura —prosiguió— y el cuchillo era pequeño y apenas tenía filo… Creo que tardé horas en rajarle el cuello.
—Ya veo —dijo Tina tratando de mantener la calma; incluso intentó sonreír, pero desistió de inmediato, como si temiera que se le cuartease la piel al esforzarse—. Y aquello le dejó un gran trauma psíquico…
—Supongo… —dijo él muy serio, tratando de no parecer jactancioso—. Pero eso no sería nada en sí mismo… Creo que incluso me alegraría si sólo fuera eso… Pero, compréndalo; después de haber hecho algo así tengo que huir, y no puedo… La gente me conoce. Creo que incluso llegaría a ser noticia… Soy un hombre conocido.
—Así es…
—¿Se lo parece? Bueno, eso no importa ahora… Ya no soy el que era… He cambiado… He vendido mi alma…
—¿Pero qué tontería me está contando? —dijo Tina evidentemente alarmada.
—Adelante, no importa, diga lo que está pensando, diga que soy un psicópata… Pero si está decidida a ayudarme comprobará que no lo soy. ¿Acaso no sabe que en este mundo hay otras formas de vida muy distintas de esas que se estudian en los libros de biología? Usted trabaja con conchas y caracolas marinas, ¿no? Bien, pues estará familiarizada con sus formas, sabe que no hay una igual a la otra, aunque se parezcan tanto… Usted sabe igualmente que no todo el marisco tiene el mismo sabor, seguro que conoce bien sus peculiaridades… ¿Sabe usted que hay conchas en los Grandes Lagos…
—¿… que carecen de estroncio carbonatado porque tienen carbonato cálcico? ¡Pues claro que lo sé! Seguro que leo más que usted acerca de todo eso…
—Escuche, por favor —dijo Lee—. No sé bien cuánto tiempo… Da igual… Mire, hay criaturas que se alimentan exclusivamente de celulosa, y otras que se alimentan de lo que excretan esas criaturas que viven de la celulosa.
—Pues por aquí tiene usted unas cuantas termitas —dijo Tina, que empezaba a sentirse mejor. Sabía bastante de la psicología anormal como para creerse capaz de manejar aquella situación.
Él la ignoraba, sin embargo.
—Hay criaturas —siguió diciendo Brokaw— que se alimentan de granito y hay líquenes que viven en el granito… ¿Por qué? El mundo está lleno de simbiosis semejantes, incluso entre los humanos… Hay microbios que viven en nosotros, sin los cuales moriríamos. E igual le digo que hay criaturas en la tierra, en las que no se desarrolla el alma más allá de lo que hace que una termita pueda digerir la celulosa…
Esas criaturas se alimentan del alma de las demás. Viven sólo en la medida que poseen el alma, la esencia de otros.
—Eso tiene cierta lógica —dijo Tina—. Incluso si no se producen así las cosas realmente, tiene lógica.
—Pero no podemos comprender sus motivaciones, ni sus métodos; sólo algunas cosas relacionadas con su microbiología intestinal, que es lo más evidente.
—Así es; un razonamiento muy inteligente, el suyo —admitió Tina intentando que no se le notaran sus reservas mentales—. ¿Pero cómo sabría usted que una criatura de las que habla quiere comerle el alma, según sus propias palabras, o poseerlo mentalmente, esencialmente?
—Mediante la promesa hecha, mediante mi palabra dada —dijo tristemente—. Habrá oído contar usted un montón de historias que hablan de la venta del alma al demonio y todo eso, ¿no? Son tonterías, créame… A lo que yo he prometido dar lo llamamos alma porque no tenemos otro nombre mejor que darle, nada más, es un lugar común. Pero las leyendas y los cuentos tienen esencialmente algo de cierto, precisamente porque se basan en lugares comunes. Sólo el cielo sabe cuánta gente ha perdido su esencia, su vitalidad… o como quiera llamarlo… Esos comedores de almas son criaturas psíquicas. La presión psíquica, o la ética, si prefiere llamarla así, o la promesa hecha, es lo que encadena realmente. Te dan lo que les pidas a cambio de tu alma, en resumen.
—Veo en eso un pequeño contrasentido —observó Tina algo infatuada—. Si tienen tan fácil acceso al alma de alguien, si tienen ese poder, ¿por qué no se la quitan sin más, sin ofrecer nada a cambio?
—¿Usted entra en la carnicería y le quita por las buenas un filete al carnicero, sólo porque lo tiene a mano, y se lo come allí mismo? No, primero lo paga, luego se lo lleva a casa, después lo mete en la nevera, por fin lo cocina, puede que muy hecho, o puede que poco hecho, y después se lo sirve en el plato… Quizá le pone un poco de sal, o de tabasco, o de cualquier cosa que le apetezca… Y al fin se lo come, tras ese largo proceso.
—¿Y cuáles son esas fuentes psíquicas de las que brota todo eso? Dígamelo, por favor, ardo en deseos de saberlo.
—Las emociones —respondió Lee—. El miedo. El humor. El terror. La piedad. El disgusto…
—Ya veo… Y teme usted que le ha llegado la hora de rendir cuentas por el trato hecho.
—Si usted no lo remedia —dijo él con gran tristeza.
—No me crea capaz de tanto —dijo ella con gran modestia.
—Sé bien que puede hacerlo —dijo él.
—Ahora —siguió Tina—, cuénteme los hechos y prescinda de la teoría. Usted ha matado a un tipo. Supongo que habría alguna razón para que lo hiciera…
—Claro que sí —respondió él con un énfasis tal que supuso ella que se le removía en el interior un gran caudal de odio—. Pero después de matarlo, ya no había nada más que hacer, no tenía un lugar al que marcharme impunemente. Podrían verme mientras huía… Alguien me reconocería en el aeropuerto… Tarde o temprano me echarían el guante. Asustado, busqué refugio en una biblioteca, un lugar tranquilo en el que pensar qué hacer. Allí estaba cuando oí una tos. Me volví y vi a un hombrecillo de pie en un rincón, sonriéndome mientras se frotaba las manos… Era un hombre de lo más común. Uno de esos hombres que vemos por miles todos los días y en los que nunca reparamos. Lo único que llamaba la atención en él era su cabello, aun siendo medio calvo. Allí, en aquel rincón, con tan poca luz, casi en la penumbra, le brillaba extraordinariamente con un fantasmagórico fulgor verde, aunque lo tuviese tan escaso.
»Aquel hombre me pidió que confiase en él, me dijo que no tuviera miedo. Sabía qué había hecho yo. Me confié a él. Estaba desesperado, dispuesto a creer lo que fuera y a quien fuese. Aquel hombre me aseguró que tenía la fórmula para quitarme el problema de encima, para que pudiera seguir sintiéndome libre… Dijo que nunca tendría que pagar con la cárcel por el crimen cometido.
Lee hizo una pausa para humedecerse los labios.
—Le rogué que me ayudara… Jugó conmigo un rato, esperando a ver qué le ofrecía a cambio. Por fin le dije que pusiera el precio. Lo hizo y me dio dos años… Dos años completos… Aquello me pareció una eternidad, un gran alivio, en la situación que vivía. Acepté. Me hizo prometérselo solemnemente. Lo hice, y créame que era sincero. Entonces comenzó a instruirme acerca de cómo habría de cambiar.
Tina esperó unos segundos mientras Lee guardaba silencio. Creyó que el otro había acabado su relato.
—¿A qué cambio se refiere? —preguntó al fin.
—No quiero decírselo —respondió Lee—; no me creería… En cualquier caso, lo cierto, lo único que cuenta, es que cambié realmente… Y que aquel hombre cumplió su parte del trato. Pude llegar libremente a Nueva York… Después… Bien, ya sabe usted a qué me dedico. Nunca, por supuesto, he tentado a la suerte. Y es verdad que no he alcanzado un gran éxito, aunque puede que aún esté a tiempo de obtener ese reconocimiento artístico que busco…
Pero lo que cuenta ahora es que estoy en peligro, que necesito liberarme definitivamente de aquel hombre y de las propias leyes, para poder vivir en paz el resto de mi vida.
—Parece un cuento —dijo Tina—. Bien, dígame ahora qué papel juega en todo esto la pitillera.
—Es una especie de talismán que obtuve la noche en que hice mi promesa —respondió Lee—. No puedo bailar sin ella. Lo he intentado, pero nada; sin la pitillera encima soy un bailarín pésimo… Parece una simple pitillera, pero…
—Comprendo —dijo Tina—. No sé mucho de esas cosas, pero sí sé que muchos actores, por ejemplo, llevan amuletos y talismanes, una patita de conejo, qué sé yo… No importa, cuénteme esos fantásticos tratos a los que aludió hace unos momentos.
—Hubiera preferido no verme obligado a hacer algo así, créame… Verá… Esos comedores de almas no le arrebatan a uno su esencia por completo… Digamos que el cuerpo muere; y es verdad que lo único a que aspiran es a comerse el alma… Pero lo que cuenta es el trato, el acuerdo que se desprende de todo eso.
—Huesos y grasa, algo así —dijo ella.
—Algo así —aceptó Lee con una sonrisa en la que ella, sin embargo, pudo ver la desesperación del hombre—. Sí, eso es la vida, huesos y grasa. Pero hay tantas cosas horribles y diabólicas en la vida… No puedo dejar de pensar en esos comedores de almas, en esos cazadores de almas que pululan por ahí, por los lugares que les son propicios, que no suelen ser otros que aquéllos en los que sucedió algo realmente malo… O por esos lugares en donde un día fueron felices con todos sus huesos y con toda su grasa.
—¿Y qué sería yo, si usted me cazara mentalmente?
—Si se negara a ayudarme lo pasaría mal, muy mal.
—Bueno, Lee… Volvamos al comienzo de todo… ¿Qué debo hacer para ayudarle?
—Es muy sencillo. Sólo tendrá que estar conmigo cuando llegue el momento. Creo que usted no es consciente de su importancia, Tina… Usted irradia bondad, valor, buen humor… Quizá yo sea hipersensible —y sonrió— y exagere las cosas, pero siento en usted todo eso de manera muy vital… Necesito que me alimente usted con su vitalidad, sólo así podré recuperarme… Creo que si estuviese usted siempre conmigo, con su buen carácter y con su fortaleza psíquica, y si yo me abriera a usted sin reservas, cosa a la que estoy dispuesto, conseguiría hacer frente al Gran Comedor de almas, que acabaría descartándome como pieza favorita.
—O sea, que mi tarea consiste en prepararle bien, ¿no? ¿Con mucha sal? ¿Eso es todo lo que me pide? ¿Que no me separe de usted?
—Eso es todo. Absolutamente todo. Si está usted a mi lado la ciudad me será leve. Nada de antros oscuros. Deberá acompañarme a la confluencia de las calles Bleecker y Commerce… Nada de música, nada de espectáculos de brujería, nada de covachuelas… Hace un rato ha oído usted de nuevo a esa maldita pitillera. Pues bien, el tiempo corre, se me acaba a las diez en punto de esta noche.
—Y quiere que esté a su lado…
—Sí, lo necesito… ¿A qué hora cierra la tienda?
—Los martes, sobre las nueve.
—Bien, pues esperaremos…
—No —dijo Tina entonces acordándose de Eddy, temiendo que, pues ya había comenzado a meter las narices en aquello, volviera a la tienda antes de que la cerrase para ver en qué andaba ella—. Mejor nos vemos en el drug store de la esquina.
—De acuerdo —dijo él.
Rápidamente se puso de pie y pareció a Tina aún más joven quizá a causa del terror que seguía percibiéndose en su rostro. Salió a la tienda. Ella lo siguió mirándole con ternura.
—¿Tiene miedo de estar solo el tiempo que resta hasta que nos encontremos? —le preguntó.
Lee negó con la cabeza.
—Ya no temo nada, gracias a usted.
Abrió la puerta y salió. Ella lo siguió y entonces sí se activó la célula fotoeléctrica. Desde la puerta le dijo adiós con la mano.
—He de ir primero a otro sitio —dijo ella en voz muy baja nada más irse el otro.
De nuevo, al pasar él por la puerta, la célula fotoeléctrica había permanecido muda. Tina sacudió la cabeza y entró en su tienda. Luego se fue a la trastienda, que entonces le pareció un lugar vacío, incómodo… Como si al irse, se hubiera llevado Lee lo que lo hacía un sitio acogedor.