II
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Grettir

El fresco y luminoso verano de Islandia inundó al fin la granja de Thorhall y el Valle de las Sombras. No había una sola nube en el cielo. El mar era azul. Pero el paisaje seguía siendo inhóspito. No se veían más que unas pocas y pálidas flores, nacidas tristemente en las dunas de arena, y en las bajas colinas y en el valle no había más que una muy tenue capa de verde, y aquí y allá, en las laderas de las colinas, arándanos, y en las dunas las zancudas fringas picoteando, mientras el viento, incesante pero ahora más suave, soplaba desde el mar, y los pinos mecían sus ramas con una suavidad inimaginable en el invierno.

La arena de las dunas, suave y leve como la nieve, alcanzaba sin embargo los pocos espacios cultivables que había alrededor de la granja. Y constantemente las olas, una tras otra, se estrellaban sobre la orilla con ese incesante clamor que alude a los naufragios.

Siempre y por siempre la misma monotonía. Los vacíos y brutales espacios abiertos entre el mar y el cielo, y entre el cielo y la tierra, llenaban cruelmente los ojos de quienes moraban en aquella región. Sólo a intervalos la figura de uno de los sirvientes de la casa, o de algún criado de la granja, o del mismo Thorhall, o de un caballo salvaje, ponía algo de movimiento en aquel paisaje pétreo, un punto de negrura moviéndose en aquel espacio en el que imperaba el gris.

Sólo de vez en cuando llegaba desde el este algún barco con las velas desplegadas, un snekr con un dragón por mascarón de proa, en el que el capitán vigilaba la maniobra de fondeo a corta distancia de la orilla, como los antiguos capitanes vikingos a los que el salitre enmohecía la armadura.

Con la llegada del verano se esfumó el misterio que envolvía la granja del Valle de las Sombras desde la muerte del pastor. Pero con el otoño las noches se hicieron de nuevo más largas, y sopló el viento más frío y duro, siendo muy pocas las horas de luz diurna de cada jornada. El sol se ponía apenas se había dejado ver.

Así, en cuanto se cernía la oscuridad sobre la granja, volvían las angustias entre quienes allí vivían. Todos creían oír pasos durante la noche. Todos creían oír dedos tratando de abrir las cerraduras de las puertas de sus habitaciones. Todos creían sentir la violencia de unos brazos formidables que trataban de derribar las paredes de la casa.

Durante el día, todo les parecía hostil en los alrededores de la granja; todo lo que les era, por otra parte, tan familiar. Durante la noche, el descanso les resultaba imposible, pues la oscuridad les resultaba no menos hostil. Nadie se aventuraba a dejar el lecho. Temblaban los moradores de la granja bajo la piel de oso con la que se protegían del frío.

Thorhall tenía ya un nuevo pastor, Thorgaut, un joven muy bien dispuesto que además de cuidar del rebaño ayudaba en otras faenas de la granja. Era tan querido por todos como nunca hubiera podido serlo Glamr. Las criadas lo adoraban y él les prestaba ayuda en la elaboración de la mantequilla. Jugaba con los niños, subiéndoselos a los hombros. Y decía que no deseaba más que encontrarse de una vez por todas con un vampiro, para darle su merecido.

Una gran nevisca, acompañada de vientos aún más fuertes y de una gran borrasca marina, hizo que las focas salieran del mar y buscasen refugio en la costa. También rompió ventanas de la granja y arrancó los tejados de los establos, matando gran cantidad de ovejas y de caballos.

Pero ocurrirían cosas aún peores. Una noche comenzaron a relinchar los caballos y a mugir las vacas con un lamento estremecedor. Thorhall y sus criados salieron a ver qué sucedía. Se encontraron con que la puerta de uno de los establos había sido reventada. La manada estaba intranquila, arremetían unos animales contra los otros. Y vieron en el suelo el cuerpo sin vida de Thorgaut, el pastor, con la cabeza separada del cuerpo, los pies igualmente seccionados y la espina dorsal partida por la mitad.

Se dio la circunstancia de que por aquel tiempo, Grettir, el bien amado a lo largo y ancho de Islandia, llegó a esa región, acercándose un día a la granja de Thorhall. Fue antes de que Grettir, acosado por el implacable Thorbjorn, a quien llamaban El Garfio, tuviera que abandonar la isla para sufrir cautiverio en la fortaleza de la roca de Drangey.

Pero en aquel tiempo estaba en la flor de su juventud y era noble y poderoso. Tenía ancha la espalda y fuertes los hombros, largos y poderosos los brazos, unos ojos brillantes y azules, larga melena de vikingo. Se cubría con una piel de oso a modo de capa y llevaba por arma una corta espada.

Thorhall, como es fácil comprender, recibió alborozado al legendario forajido, pero lo previno a propósito de Glamr.

Grettir, no obstante, decidió pasar la noche en la granja de quien le había dado tan afectuosa bienvenida.

—Vampiro o troll, troll o vampiro, aquí me quedaré hasta que amanezca —dijo el héroe.

A pesar de los temores del granjero Thorhall, la noche transcurrió en calma. Ni un solo ruido alteró el descanso de quienes allí dormían; ni siquiera se dejaba sentir el estruendo de las olas, ni unos pasos alarmantes se oyeron alrededor de la casa o en la cercanía de los establos; nadie supuso que unos dedos trataban de abrir la puerta de su habitación.

—Nunca había dormido tan bien —dijo Grettir a la mañana siguiente.

—¡Magnífico! Doy gracias al cielo por ello —respondió el granjero, muy honrado por las palabras de su huésped.

Juntos se dirigieron a los establos, mientras Thorhall hablaba a Grettir de las labores que le aguardaban aquel día. Una vez llegaron, Grettir preguntó por su caballo, pero nadie pudo darle respuesta.

—¿Qué ocurre? —inquirió extrañado.

Thorhall y el forajido entraron en el establo de los caballos; Grettir, que iba delante del granjero, se detuvo de golpe y lanzó una maldición.

Su caballo estaba tirado en el suelo, con los ojos desmesuradamente abiertos y los belfos llenos de una gruesa saliva sanguinolenta. Estaba muerto. Grettir, dominando su indignación, se acercó para examinarlo. El caballo tenía el cuello roto.

—No te preocupes —dijo el granjero al héroe—, tengo un buen caballo que ofrecerte, un caballo noruego, una bestia ideal para tu estatura y peso… Ahí lo tienes. Móntalo y que tengas un buen viaje.

—¡No! ¡Nada de eso! —gritó Grettir, lanzando sus ojos azules una llamarada de ira—. Aquí me quedaré hasta que vea a ese tal Glamr cara a cara. Ningún hombre ha sido capaz de hacerme algo semejante y a nadie consiento ultrajes. También dormiré en tu casa esta noche.

Oscura como una boca de lobo, y sin que se dejara sentir su llegada, se cerró la noche. Fue una noche sin luna en la que, sin embargo, brillaba el cielo. Hiriente como el sonido de un cuerno llamando a la guerra, soplaba el viento del nordeste. Se deslizaba la arena sobre las dunas y las bajas colinas próximas a la orilla, lanzándola el viento contra las ventanas de la casa de Thorhall, en cuyos cristales golpeaba. En el pino de Noruega que había junto a la casa exhalaba un búho las notas prolongadas de su canto. Poco a poco arreciaba el frío y la tierra comenzaba a helarse. En el interior de la casa, en el salón principal, cubierto con su piel de oso, Grettir se había tumbado junto al fuego, despierto y vigilante. Descansaba en el suelo de tal manera —con el brazo a modo de almohada— que podía ver en todo momento la puerta de la casa. En la otra chimenea, al fondo del salón, empezaba a extinguirse el fuego. Muy cerca, en la habitación contigua, el granjero intentaba conciliar el sueño, sin conseguirlo.

Pasaba el tiempo pesada, lentamente. Hasta la casa llegaba envuelto en el viento el ruido que hacía el rebaño.

Poco después se oyó ladrar y aullar al perro, y el granjero, nervioso, salió de su habitación para dirigirse al salón donde vigilaba el forajido.

—¿No oyes algo? —le preguntó.

—Oigo balar a las ovejas —dijo Grettir—, y el canto del búho, y el crujido de las ramas que se rompen y caen… Nada más.

—No. Son pasos… ¡Escucha!

Se dejaban sentir pasos en la nieve, en efecto. Pasos alrededor de la casa, junto a la puerta de entrada. De repente un gran golpe destrozó una de las ventanas. Eso quería decir que la casa sufría un ataque desde el exterior.

—Tiene un brazo muy fuerte, desde luego —dijo Grettir.

Se oyeron de nuevo pasos alrededor de la casa. Más que pasos parecían zancadas.

—Da pasos muy largos —observó Grettir.

Cesó el ruido de los pasos. Durante un buen espacio de tiempo todo quedó en silencio; volvía a oírse cómo la arena llevada por el viento se estrellaba contra los cristales de las ventanas. Poco después, sin embargo, oyeron claramente cómo una mano arrancaba el alero de una esquina del tejado para dejarlo caer después al suelo.

—Es muy alto —dijo Grettir.

Durante casi un cuarto de hora siguieron produciéndose innumerables sonidos, ahora confusos, ahora distantes, ahora claros, ahora cercanos. Hasta que se dejó sentir un sonido inconfundible en el techo, que se resquebrajó, cayendo cal en la cara de Grettir.

El vampiro estaba en el tejado. Pero saltó a tierra estruendosamente y volvieron a escucharse sus pasos cerca de la puerta de la casa. La puerta se abrió unos segundos después, violentamente, como si alguien hubiera descargado contra ella una patada colosal. En el marco vieron una gran mano negra. A la mano seguía un brazo. Mano y brazo se armaron con una de las barras de hierro que atrancaban la puerta, que habían caído al suelo por la patada. Al fin vieron la silueta gigantesca del vampiro, a la luz que arrojaban las llamas de la chimenea contra la puerta.

El vampiro había entrado en la casa, la tenue luz de los leños iluminaba su cara.

El rostro de Glamr estaba lívido. Tenía blancas las pupilas, revuelto el cabello. Su aspecto era monstruoso; pendían a lo largo de su cuerpo sus largos brazos.

Ya en la casa, se quedó unos instantes mirando a uno y otro lado; luego dio unos pasos lentos, dubitativos, extendiendo sus brazos al frente como si temiese tropezar.

Grettir, observándole, en alerta, ni se movía; continuaba tumbado, pero no quitaba los ojos del monstruo.

Glamr descubrió al fin su presencia; con su andar pesado se dirigió entonces hacia donde estaba Grettir y trató de quitarle la piel de oso con que se cubría, aunque el forajido, raudo, trabó con sus piernas las del gigante y lo derribó usando su gran fuerza. Pero Glamr manoteó, caído en el suelo; manoteó brutalmente en el aire, como una fiera herida, y alcanzó así a su oponente, derribándolo. Cuando tuvo a Grettir en el suelo, lo apretó con sus grandes manos por el cuello y lo miró al cabo con expresión estúpida y sorprendida. Era la del monstruo una expresión humillada, pero no por ello menos terrible, al contrario.

Entonces, el granjero Thorhall, que había reculado, aterrorizado, hasta la puerta destrozada de su casa, observó los ojos agónicos del héroe Grettir, debatiéndose en la feroz lucha que mantenía para liberarse de la presa que había hecho en su cuello el monstruo. Y vio su melena agitándose como una llamarada, y observó que su cuerpo estaba rígido como el hierro, y que se tensaba para contrarrestar el ataque al que se veía sometido por el vampiro.

Parecía que los brazos del héroe iban a rendirse al fin, como los de cualquier hombre a punto de entregarse a la muerte. El propio Grettir se sabía en el mayor de los peligros, en el peligro de muerte más cierto en el que se había visto hasta entonces. Ningún hombre le había infligido jamás aquel inhumano abrazo al que lo sometía Glamr, ni en el más duro combate de los muchos que había tenido que librar. Por primera vez en sus días sintió que estaba a punto de ser vencido. El monstruo, poniéndose en pie, sin dejar de asirle por el cuello, lo golpeó contra las paredes y lo lanzó contra la gran mesa de madera, que se partió como si fuese de papel por la violencia del golpe. Tembló la casa después, cuando el monstruo, dejándose caer de rodillas, golpeó la espalda del héroe contra el suelo. Grettir, no obstante, resistía como le era posible, tratando de soltarse del agarre que el monstruo había hecho en su cuello, y le golpeaba en la cara, y en las manos y en los brazos, golpes a los que respondía el vampiro ahora con una agilidad impropia de su corpulencia.

Pero el miedo no era algo con lo que viviese Grettir. Nunca había tenido miedo. Ensoberbecido por la ferocidad de su oponente, que intentaba ahora clavarle sus dientes, a lo que respondía el héroe lanzándole golpes en la cara, sacó fuerzas de donde no le quedaban para acabar de una vez por todas con el vampiro.

—¡Que Dios te ayude, Grettir! —lo animó entonces el granjero— ¡Que Dios te ayude, valiente! ¡Jamás se vio en Islandia un combate como éste! ¿Crees que podrás derrotarlo?

—¡Eso espero, de lo contrario estaré perdido! —respondió el héroe mientras golpeaba ahora a la criatura infernal en las costillas.

Tras aquellas palabras, se dejó caer de rodillas arrastrando al monstruo; arremetió contra él entonces, poniéndolo de espaldas.

El vampiro trató de rehacerse, pero Grettir, que ya había logrado quitarse del cuello sus manos, se dejó caer de rodillas, con toda la violencia de la que era capaz, sobre su pecho, impidiéndoselo. Entonces fue él quien comenzó a apretar con sus manos el cuello de la criatura maldita. Y observó Grettir que a pesar de la fuerza bestial con que aún trataba de resistirse el monstruo, su cara era la de un muerto.

En el cielo brillaba la luna. Junto a la entrada de la casa, así, bajo aquella luz del cielo, Grettir pudo ver bien, al fin, el rostro del vampiro.

Sucedió entonces que, ante aquella visión espectral, Grettir el héroe se estremeció de terror como nunca antes le había ocurrido y supo que si cedía y el monstruo volvía a asirle por el cuello, ya no tendría escapatoria posible. Por ello, acrecentada su fuerza por el miedo, apretó aún con mayor dureza sus manos en torno al cuello del vampiro, quien no obstante comenzó a decir:

—No desaproveches esta oportunidad única que tienes de vencerme, valiente Grettir. Nunca habrás sido ni volverás a ser tan fuerte y poderoso como esta noche, así que no consientas mi victoria. Si lo haces, ya nunca podrás vencerme. No permitas que mis ojos llenen de terror una noche más, libérame de este suplicio, de esta soledad en la que vago y peno.

Grettir supo que el vampiro hablaba sinceramente. Decidido, lo agarró del pelo con una mano mientras con la otra desenvainaba su espada. Y le cortó la cabeza.

La sinceridad con que le había hablado el monstruo no podía dejar impávido al héroe, quien, contemplando el gigantesco cuerpo decapitado de su enemigo, meditó entonces acerca de su pasado y de los días que le quedaban por vivir, días de batallas, de persecuciones a muerte, preguntándose con angustia si lograría salir indemne en adelante, o si acabaría como el propio monstruo, decapitado y yerto, definitivamente caído.

Thorhall dio entonces gracias al cielo por la derrota de la criatura infernal. Grettir y él arrastraron el cuerpo del gigante hasta muy cerca del establo de las ovejas, donde lo quemaron hasta que el viento se llevó las cenizas.

A la mañana siguiente, Thorhall ofreció a Grettir el magnífico caballo noruego, le dio ropas y lo acompañó durante una milla en su camino. Cabalgaron juntos a través del Valle de las Sombras y allí se despidieron besándose.

Después se abrieron las nubes y comenzó a llover, y comenzó a soplar el viento inclemente. Thorhall estuvo mucho rato viendo alejarse a Grettir, hasta que se perdió su silueta hacia el norte, bajo la cortina de agua de la lluvia incesante. Cuando ya no vio más al héroe regresó a su granja.

Grettir se dirigía a Biarg, donde vivía su madre, para aguardar allí a que pasara el invierno.