El Conde Rodolph, después de sellar su impío pacto con el príncipe de las tinieblas, dejó de estudiar alquimia y de buscar el elixir de la vida, pues no sólo le había asegurado el demonio la vida eterna, sino que le había prometido dicha autoridad que quienes trataran de arrebatársela pugnarían por ello en vano y serían pasto de la derrota. No obstante, seguía interesándose en las ciencias ocultas, en la magia y en la astrología, pasando días enteros sumido en la especulación consustancial a dichas artes, así como en la referida al origen de la materia en sí y a la naturaleza del alma.

Estudiaba con gran interés a Aristóteles, a Plinio, a Lucrecio, a Josefo, a Jámblico, a Sprenger[4] y a Cardan[5], y leía también con idéntica atención a Michael Psellus[6]; pero sobre todo destacaba por su afán de comprender lo que estudiaba y por desvelar ese misterio en que las cosas generalmente se envuelven. Las revelaciones de los filósofos de la antigüedad, de los gnósticos y de los neumólogos, no hacían más que ahondar en él la duda, por lo que decidía pasar de la especulación al experimento y someter así las teorías a la inevitable comprobación práctica.

Después de haber estudiado en profundidad la anatomía del cuerpo humano, y de hacer distintas operaciones e investigaciones con el cadáver de cualquier malhechor colgado por robo o asesinato, llamó en su ayuda a dos nigromantes a los que había conocido en una hostería de la pequeña ciudad de Heidelberg, los cuales acudieron pronto a su castillo de Ravensburg. Tras consultar con ellos, decidió exhumar un cuerpo recientemente enterrado para tratar de insuflarle vida. La fórmula de los nigromantes, sin embargo, resultó en vano, pues aquel cadáver revivió durante muy poco tiempo. No cejó en su empeño, y encontró al fin, en un antiguo manuscrito griego de la biblioteca de su castillo, un manual para devolver la vida a los muertos merced a un líquido mágico para cuya destilación había que seguir unos pasos prolijamente detallados.

El Conde Rodolph obtuvo las hierbas precisas a medianoche, tal y como allí se especificaba que había de hacerse, y logró al fin la destilación requerida, de la que resultó un líquido con el color del oro, poco espeso pero muy fragante, que guardó en una redoma. Supo casi a la par de la muerte repentina de la hija de un campesino, una muchacha de singular belleza y de apenas diecisiete años, y decidió exhumar su cuerpo para probar en ella el mágico líquido obtenido. Fue a Heidelberg para solicitar de nuevo la ayuda de los dos nigromantes y con ellos regresó a Ravensburg con la intención de llevar a cabo su experimento.

A la hora solemne de la medianoche salió a escondidas del castillo, a través de una puerta secreta de la torre del lado este, y de la que sólo él tenía llave, dirigiéndose en compañía de los brujos al cementerio de la parroquia. Era una noche de luna magnífica y todos los habitantes del lugar dormían plácidamente en los brazos de Morfeo, el buen dios del sueño, por lo que el violentador de la paz de los muertos llegó al pequeño cementerio sin padecer el menor contratiempo. Dejó a los dos brujos a la espera y vigilancia, amparados en la sombra que arrojaba el muro de piedra, lo escaló él sin dificultad pues no tenía mucha altura, y provisto como iba de pico y pala, llevando también un saco en el que ocultar el cuerpo, comenzó de inmediato a profanar la sepultura para desenterrar el cadáver. No le ofreció dificultad alguna la tierra poco antes removida, así que en muy poco tiempo llegó al ataúd de la muchacha. Lo abrió, reventando la tapa con el pico, y a su vista se mostró la muerte.

El cuerpo de la joven virgen estaba yerto en el estrecho espacio del ataúd, y hubo de recabar el Conde la ayuda de sus diabólicos acompañantes para extraerlo. Después, dejándolo al borde de la que fuera su tumba, procedieron a tapar rápidamente el hoyo, para borrar toda huella de su acto impío, y una vez lo hubieron hecho procedieron a meter a la infeliz campesina difunta en el saco. Los sacrílegos ladrones relevaban al Conde, cuando éste se cansaba de llevar el saco sobre su espalda, y así llegaron al castillo, accediendo a su interior por la puerta secreta. Una vez en el gran salón de la torre del lado este, depositaron el cadáver en el suelo, y el Conde y los dos resurreccionistas se felicitaron por el éxito del sacrilegio cometido en ese lugar, el cementerio, que el piadoso y crédulo rumor popular asocia con la oscuridad y el terror.

Encendieron después la vela de una palmatoria, que con su débil llama arrojó una luz igualmente débil y misteriosa sobre todo cuanto había en aquella estancia; la débil luz de la vela obró que el rostro de la bella muchacha muerta apareciese más pálido y fantasmagórico, lo que hizo aún más horrible que el Conde procediera a despojarla de su mortaja, sin considerar siquiera que, de conseguir devolverla a la vida, la inocente campesina no podría por menos que sentir una gran humillación al verse desnuda ante los autores del perverso experimento. Después arrastró el Conde el cadáver hasta un círculo mágico que había pintado previamente en el suelo, a instancias de los nigromantes, y lo cubrió con una sábana. En una mesa estaban las ropas de mujer que había comprado en Heidelberg, para vestir a la muchacha una vez obtenida su resucitación sanguínea.

Bertha había sido, por lo que se observaba en la contemplación de sus restos mortales, una virginal belleza de cuerpo armonioso y adorable; ningún pintor y ningún escultor hubieran permanecido impávidos ante su belleza; ningún poeta hubiera resultado insensible, al verla, a la más exquisita inspiración. En el centro de aquel círculo mágico pintado en el suelo parecía una talla en alabastro; o por decirlo mejor, una perfecta figura de cera hecha por manos de cualidades artísticas supremas. Su largo cabello negro semejaba la cola de un cuervo que hubiera puesto marco a la dulce armonía de sus facciones. Pero nada hacía olvidar que estaba muerta, por la dura palidez de su rostro, por el acerado perfil que la muerte había puesto en la férrea rigidez de su expresión.

El Conde Rodolph tomó entonces una vara mágica, cuyo extremo puso entre los senos de la muerta, y procedió a la recitación de unas palabras cabalísticas con las que los nigromantes llaman a la vida a quienes ya han yacido en el fondo de una sepultura. Una vez concluyó su impío rezo, se hizo un silencio expectante en aquel salón de la torre. Poco después los miembros de la virginal difunta comenzaron a temblar levemente demostrando que se había dado en ella el milagro de la resucitación sanguínea. Un estremecimiento de placer recorrió al Conde al comprobar, poco después, que los ojos de la muchacha se abrían lentamente y que las negras y dilatadas pupilas le daban una mirada extraña y estólida, pero definitivamente viva.

Se convulsionaron después sus miembros, pero pronto aquellos espasmos cedieron y el movimiento fue más plácido, a tal punto que la hermosa muchacha se incorporó lentamente hasta quedar sentada en el suelo, desnuda y ofreciendo una visión salvaje y extraña que hizo pensar al Conde Rodolph si no habría resucitado a una idiota, o a una lunática peligrosa.

Supuso entonces que era el momento de hacerle tragar el mágico cordial que había obtenido siguiendo lo que se indicaba en aquel antiguo manuscrito griego, y tomó la redoma, cuyo dorado y fragante contenido obligó a beber a la infeliz criatura. Fue hacerlo, y alumbró en su cara ese rayo de gloria intelectual que ilumina al hombre para hacerlo aliado de los ángeles, y sus negros ojos cobraron expresión vivaz e inteligente, y tierna y dulce, lo que es propio en los seres más adorables. Sus níveos senos, descubiertos al caer de su cuerpo la sábana que los cubría, comenzaban a adquirir el tono rosado de la vida cálida y en plenitud. El Conde de Ravensburg no podía sino contemplarla con expresión de deleite.

A medida que volvía la vida a ella con absoluta intensidad, a medida que corría la sangre por sus venas, revivió también la modestia que siempre la había adornado, lo único que de su vida anterior se mantenía en ella, por lo que instintivamente recogió la sábana del suelo y se cubrió con ella los senos, agachó la cabeza en un gesto de pudor y quedó con los negros ojos muy abiertos y asombrados mirando al suelo. El Conde Rodolph le señaló entonces las ropas que había comprado para ella, cada vez más admirado del prodigio obtenido, y abandonó el salón en compañía de los dos nigromantes para que pudiera vestirse.

Cuando regresó allí el Conde de Ravensburg, tras despedir a los dos brujos, Bertha estaba sentada junto al fuego, ya vestida con las ropas que su reanimador le había procurado, y puede decirse que el Conde jamás había visto espécimen tan hermoso entre todas las de su sexo. Se levantó de su asiento al verlo entrar, besó sus manos, como si de un ser superior se tratase, y volvió a sentarse junto al fuego con la cabeza levemente inclinada sobre el pecho. El Conde, con expresión suave y voz queda, como si temiese asustarla, le preguntó entonces qué sensaciones experimentaba tras haber regresado de la muerte de forma tan maravillosa como extraña. Pero comprendió que la muchacha no poseía recuerdos de su vida anterior, por lo que todos sus sentimientos eran nuevos y raros, como si fuese una Eva que adquiriese conciencia de la vida sólo al verse ante su creador omnipotente. En su misterioso tránsito de la vida a la muerte, y después de la muerte a la vida, había perdido toda idea, convicciones y experiencias del pasado, todo conocimiento previamente adquirido; era una criatura natural, una hija de la naturaleza, simple y carente de sofisticación. Era como un arbusto del bosque, con todas las percepciones e instintos de los salvajes que no han recibido educación.

La hermosa joven de largo cabello negro y de ojos no menos negros tenía ahora sonrosadas las mejillas, que parecían haber sido iluminadas por un delicado pintor de tan exquisito como era su tono, acaso sólo comparable al de algunas conchas o al de las columnas de alabastro. El joven Conde no podía por menos que sentirse fascinado ante la presencia de aquella mujer deliciosa, a la que su ciencia había devuelto una existencia prenatural; ella, por su parte, miraba al muy bien parecido Rodolph con la salvaje y a la vez tierna pasión de la humanidad en estado puro, pero también con la devoción y gratitud propias de quien súbitamente se halla frente a su creador.

Tales eran los sentimientos que crecían velozmente en su corazón hacia el único ser del que tenía conocimiento, que podría hablarse de idolatría religiosa, aunque mezclada con los poderosos sentimientos que habitan en la tierra, esos que palpitaban en el corazón de la vestal que fundó Roma, o en la virgen Shensi, elegida entre todas las mujeres del celeste imperio para convertirse en la madre de Foh encarnado.

—¡Oh, mi Bertha, gloriosa hermosura! —exclamó el enamorado Conde estrechándola entre sus brazos—. Digo que serás mía para siempre, y que yo seré a la vez tu esclavo feliz. ¡Nada hay en el mundo tan adorable como tú, bella hija del misterio!

—¡Te amo! —exclamó Bertha con una expresión tierna que hacía más límpida su mirada de ojos negros—. Te adoro, mi creador; mi alma es sólo tuya, mi corazón late por ti, mis manos sólo aspiran a tocarte, mis ojos no pueden mirarte si no es con la entrega absoluta del amor.

—¡Mi dulce, mi ingenua criatura! —exclamó el Conde de Ravensburg besando los labios de coral y las encendidas mejillas de la resucitada—. ¡Sí, amada mía, yo soy quien te ha creado, nacida eres de mí para siempre! Ya no podré vivir sin tu sonrisa.

—¡Para siempre! ¿De veras tendré la dicha de estar a tu lado para siempre? ¡Oh, deleite incomparable! ¡Te adoro, ídolo de mi corazón! —y la bella Bertha rodeó con sus blancos brazos el cuello del Conde, y lo besó en los labios, pues, en la nueva existencia que ahora disfrutaba, sus sentimientos no sabían de la morigeración y se entregaba a los impulsos con un candor parejo a su naturaleza ardiente.

—Ven, mi adorada Bertha —dijo el arrebatado Conde—, esta torre solitaria no será tu mundo; ven conmigo y acompáñame por donde vaya. Yo, tu Rodolph, digo que en adelante serás la señora del castillo de Ravensburg como eres ya la dama de mi corazón.

Enlazó el Conde con su brazo la leve cintura de la misteriosa virgen, apagó la vela de la palmatoria, y juntos abandonaron la torre del lado este del castillo, conduciéndola hasta sus aposentos, donde ambos, con las primeras luces del alba, consumaron sus deseos, si bien no brilló luminosa la antorcha de Himeneo, pues no hubo sacerdote que bendijera aquel encuentro nupcial.

La presencia de la hermosa joven en el castillo de Ravensburg junto a Rodolph, a quien no parecía interesar la opinión que el mundo tuviera acerca de sus acciones, pasó a ser cosa de la que hablaba la servidumbre a lo largo del día; los sirvientes del Conde se mostraban harto extrañados, pues su señor jamás se había dignado siquiera a dirigir la palabra a una campesina, por muy bella que fuese, ni era hombre dado al cortejo de las mujeres, allí o en la cercana Heidelberg. La inocente Bertha, por su parte, no podía tener conciencia de lo que acontecía a su alrededor, y mucho menos de la sorpresa que causaba su presencia en el castillo, pues como criatura natural que era todo lo desconocía acerca de las intrigas y le bastaba la felicidad que sentía junto a Rodolph para que cualquier leve atisbo de inquietud le desapareciese al instante.

Cada noche, apenas caía el manto de la oscuridad sobre la tierra dormida, Rodolph y la misteriosa Bertha consumaban su ardorosa pasión hasta que se esfumaba la luna en el cielo. Pero como no poseían poderes sobrenaturales, pronto comenzó a obrarse una horrible transformación en ella, como lo fue que comenzara a perder la belleza y su lozanía, pues no en vano era un ser que había regresado a la vida tras yacer en una tumba.

Así fue que, apenas el reloj del castillo dio las doce campanadas de una noche, Bertha se alejó del cuerpo de su amado, abandonando el lecho en un estado de semiconsciencia y sin hacer ruido.

Sus mejillas estaban pálidas, sus ojos tenían otra vez aquella expresión que Rodolph había observado en ellos cuando volvía lentamente a la vida. Bertha dejó atrás el castillo y, tras merodear al principio por los alrededores, como si algo la contuviera, se dirigió finalmente al pueblo.

Allí, se detuvo ante una casa, avanzó hacia una de las ventanas y la abrió sin dificultad, pues no eran seguras y cedían fácilmente; si no hubiera ocurrido así, Bertha habría roto un cristal para introducir su mano por allí y abrir la ventana. Ya en el interior de la casa, subió de puntillas la escalera y fue hasta la habitación de una niña que dormía profundamente. Entonces la dulce Bertha se volvió violenta, con esa ferocidad propia de quienes han vuelto de la muerte y se resisten a regresar a ella, y mordió a la niña en el cuello para beber su sangre… Así consiguió mantener de nuevo inalterable su existencia contranatural.

Ése es el horrible destino de la raza de los vampiros, de cuyos misterios y secretos apenas nada sabemos. El Conde Rodolph había llevado de la tumba a su lecho a un vampiro.

La niña despertó llorando, tras ser mordida por el vampiro, y su padre corrió desde la habitación contigua para consolarla, pero a nadie vio porque Bertha, rauda, abandonó la casa en cuanto se hubo saciado con la sangre de la pequeña. El campesino encontró a su hija aterida y asustada, le vio un poco de sangre en el cuello, aunque no sufría heridas mayores, y salió de la casa enarbolando su hacha y su escopeta en busca del asaltante.

—¡Un vampiro! —gritó el campesino, pálido de horror, mientras acertaba a ver, bajo la luz de la luna, que una silueta de mujer huía velozmente hasta perderse más allá de las lindes del pueblo, en dirección al río.

Pero el campesino siguió a Bertha, aunque parecía volar la vampiro, y cuando la tuvo a tiro, a punto ella de alcanzar la ribera del río, disparó su escopeta. El tiro hizo eco a lo largo del Rhin, y Bertha gritó lastimeramente al sentir cómo la bala le atravesaba la espalda. Volvió el campesino a su casa, satisfecho por haber alcanzado al vampiro y después de ver cómo su cuerpo flotaba en las aguas del río, que parecían blancas a la luz de la luna.

Fue en una noche de luna llena que derramaba su luz perlada sobre el pintoresco escenario por donde discurre el Rhin, una visión bellísima y acorde con esas históricas reminiscencias del río, que tantas asociaciones legendarias sugieren. En la otra margen del río, a veces en penumbra cuando las nubes ocultaban brevemente la cara de la luna, se alzaba el castillo. Y el cuerpo del vampiro flotaba a merced de la corriente, que ya lo había llevado río abajo, a cierta distancia.

Pero he aquí que aconteció entonces algo extraordinario; he aquí que sucedió otra fase en la terrorífica existencia de la amante vampiro del Conde. Cuando bajo la luz de la luna su cuerpo iba río abajo, a merced de la corriente, comenzó a obrarse en ella un prodigio semejante al de la noche en que el Conde devolvió a Bertha a la vida tras decir aquellas palabras cabalísticas. Se abrieron sus ojos. Empezó a latir el corazón en su pecho. Sus brazos y sus piernas se agitaron espasmódicamente. Y emergió Bertha de las aguas, alcanzando la orilla con paso firme. Pero tenía consciencia ahora de lo que le había sucedido, por lo que sacudiéndose las ropas caladas comenzó a correr en dirección al castillo, presa del miedo.

Entró silenciosa, y siempre en puntillas se dirigió a la habitación donde dormía el Conde. Allí, tras quitarse las ropas caladas, se metió en la cama junto a su amado, tranquila ya por saberse protegida por él. Al día siguiente mostró el Conde sorpresa porque no probaba bocado, pero no le dio mayor importancia por suponer que eso era algo consustancial a las leyes que regían su extraña naturaleza.

Pero en el pueblo corrió pronto la voz de que la casa de Herman Klaus había sido asaltada de noche por un vampiro, y mordida su hija pequeña por tan horrible criatura. Durante todo el día los píos habitantes del pueblo, y los de las aldeas vecinas, fueron hasta la casa de Klaus para confortar a la familia y preguntar al padre si había logrado reconocer al vampiro. También acudió un sacerdote para dar la bendición a la pequeña Minna, una preciosa niña de ojos azules, y que así no se convirtiera en vampiro ella misma cuando le llegara el día de la muerte, pues se cree que cuando un infeliz ha sido mordido por un vampiro, inevitablemente pasa a convertirse en uno de la estirpe maldita en cuanto le llega la muerte, como rabioso se vuelve cuando le muerde un perro o un gato.

Según los términos del contrato que con el diablo había hecho el Conde Rodolph, y que entraría en vigor siete días después de la noche en que Bertha fue tiroteada por el padre de Minna, una proximidad que angustiaba al Conde, sufriría una horrible transformación nocturna. Sabía que era imposible ocultárselo a su amada, lo que hizo que se apresurase a confesarle el pacto sellado con el maligno a fin de obtener la inmortalidad, algo, empero, que debería ser desconocido por el resto del mundo. Por eso, cuando llegó la víspera del séptimo día, angustiado y tembloroso, se decidió al fin a referir a Bertha su acuerdo con Lucifer.

—Bertha —comenzó a decir el Conde en tono solemne—, tengo que confesarte algo terrible, un secreto espantoso… Pero júrame antes que jamás lo divulgarás…

—Te lo juro —dijo ella.

—Bien, entonces —siguió diciendo el Conde en un tono de voz bajo y angustiado, casi en un susurro—, debes saber que, en virtud de un trato que he hecho con el demonio, disfrutaré de vida eterna y juventud plena, un regalo a todas luces tan maravilloso como infernal, pero sólo bajo la condición de que a partir de mañana, apenas comience la noche… La verdad, amada mía, es que me da miedo decírtelo… Temo horrorizarte.

—No temas, mi amado Rodolph —lo animó su bella amante rodeándole el cuello con los brazos—; tu Bertha jamás te traicionará, hagas lo que hagas, pues su alma te pertenece enteramente. Nunca podría agradecerte el inmenso bien que me has dado… La mía es una existencia extraña, lo sé; una existencia que te debo enteramente. No somos como el resto de los mortales, por lo que en nada has de temer.

—Entonces prepárate a oír la confesión más espantosa que pudiera hacerte alguien, amada Bertha —dijo el Conde de Ravensburg—. Cada noche de mi existencia futura, a la hora en que el sol se ponga, quedaré despojado de mi carne y de mi piel para convertirme en un esqueleto hasta que amanezca el día siguiente. Te recuerdo, mi querida Bertha, que nadie ha de saberlo…

—Así será, mi amado y valiente Rodolph —dijo Bertha con una extraña expresión de felicidad en la mirada, pues se dio cuenta de que, merced al trato revelado, su amado no podría percatarse de sus ausencias nocturnas en busca de sangre propicia—. No habrá ojos, salvo los míos, que observen tu metamorfosis, y ten por seguro que sabré cuidar de ti hasta que con el nuevo día recuperes la piel y la carne.

—¡Gracias, Bertha, mi único amor verdadero! —exclamó el Conde abrazándola con auténtica pasión desbordada—. Aguardaremos juntos, pues, la hora en que abandone mi envoltura mortal… Vayamos a nuestra habitación, amada mía, y vigila para que nadie llegue a nuestra puerta cuando eso ocurra.

Bertha y su amado se dirigieron a la habitación en la que convivían, y cuando las luces del día comenzaron a desvanecerse por el horizonte, muertos los esplendores del sol por el oeste, el Conde Rodolph se convirtió súbitamente en un esqueleto, cayendo abatido en la cama. Bertha contempló impasible la hórrida transformación, y yació junto al esqueleto del Conde hasta que fue la medianoche. El secreto de su amado no le produjo la menor repugnancia, incluso se encontraba tan bien a su lado como cuando tenía toda su envoltura carnal y enamorada, y así estuvo hasta que el gran reloj del castillo dio las doce horas de la noche con su potente lengua de hierro. Entonces se levantó para cerrar con llave la puerta de la habitación del Conde, a fin de que ningún ojo humano pudiera percatarse de lo que sucedía, y salió rauda y silenciosa del castillo para saciar su diabólico apetito de sangre.

Lucía alta la luna en el cielo aquella noche de horrores y misterios, dejando caer su luz plateada contra la ventana de la habitación de Theresa Delmar, una de las más adorables vírgenes del pueblo de Ravensburg, desvelando la nívea blancura de su cuello, sus delicados hombros, sus cabellos de oro derramados sobre la almohada… Las pestañas de seda negra cerraban sus hermosos ojos azules y su magnífico busto subía y bajaba lentamente merced a la plácida respiración con que dormía. Reinaba el silencio en la casa; reinaba también el silencio en el pueblo, sólo alterado de cuando en cuando por el ladrido de un perro.

Poco después un ruido leve en la ventana anunciaba que alguien había entrado en la habitación de la virginal Theresa, y sobre la cama de la durmiente ya no derramó su luz de plata la luna, pues la sombra de un cuerpo de mujer se acercaba lentamente a ella. Theresa se había agitado levemente en su lecho, acaso por oír en sueños el ruido en la ventana, pero como dormía plácidamente, sin padecer cualquier pesadilla, no se despertó.

Cautelosa y lenta, con leves pasos, la visitante llegó hasta la cama, y la sombra cubrió por completo el cuerpo de la bella virgen. La vampiro retiró lentamente el cabello dorado de Theresa Delmar, recorrió con los labios sus hombros, se detuvo con deleite en su cuello, y brutalmente rasgó la blanca piel de la bella con sus dientes, procediendo a chuparle el fluido vital de su cuerpo, dispuesta a dejarla exhausta y al borde de la muerte para salvar su vida.

No despertó Theresa a pesar del ataque, pues la herida hecha en su cuello por los dientes de Bertha era apenas mayor que la dejada por una sanguijuela en la piel, y la vampiro pudo succionarle así la sangre de las venas durante mucho tiempo. Pareció despertarse al cabo Theresa, pero quizá su movimiento, que alertó a la vampiro, fue debido sólo a una leve alteración de su sueño… Bertha siguió succionándole la sangre aún más tiempo, con deleite extraordinario a pesar de que ya se había satisfecho cuanto le era preciso, y entonces sí despertó la bella Theresa con el horror fácil de suponer al ver sobre sí a la criatura que no mucho antes había atacado en su cama a Minna Klaus, y a la que el padre de la niña había creído dar muerte.

Aterrada por la fiera mirada de la vampiro, Theresa no pudo ni gritar durante unos instantes. Pero sintiendo que aquella noche podían concluir sus días, alertada por sus nervios, que la llamaban a revelarse contra el ataque que sufría, extrajo de sí las pocas fuerzas que le quedaban y lanzó al fin un grito aterrador. No obstante, la horrible criatura volvió a succionar su sangre, que por haber gritado Theresa manaba con mayor abundancia, palpitantes sus venas y su corazón estremecido. Sólo cuando oyó pasos acercándose a la habitación de Theresa, dejó de succionarle la sangre, dando así fin a su impío banquete. Se dirigió entonces a la ventana abierta y escapó velozmente. Theresa yacía desmayada en su lecho.

—¿Qué ocurre, Theresa? ¡Abre la puerta! —gritaban sus aterrados padres, pero no recibían respuesta.

Entonces el padre derribó la puerta, y él y su esposa se abalanzaron sobre la cama, para atender a su hija que yacía insensible, con manchas de sangre en el cuello y en el pecho… Y observaron que la ventana estaba abierta.

—¡El vampiro ha resucitado para atacar a nuestra hija! —gritó la madre—. ¡Mira la sangre en su cuello! ¡Corre a atrapar a ese monstruo, Delmar!

—¡Oh, madre! —dijo entonces Theresa recobrando el sentido—. ¿Dónde estoy? ¿Se ha ido ya? —preguntó mirando aterrorizada a un lado y a otro.

—Sí, ya se ha ido, cariño —respondió su madre—. ¿Cómo era?

—Sí, cómo era —insistió el viejo Delmar—. Quizá no sea el mismo vampiro al que disparó Klaus…

—Sí, es el mismo —dijo Theresa—. Es una mujer muy joven, se parece mucho a Bertha Kurtel.

—¡Virgen santa! —exclamó la madre, santiguándose—. ¡Es horrible! Bertha Kurtel se ha convertido en un vampiro… Sale de su tumba para atacar a nuestra Theresa…

El viejo Delmar se vistió aprisa, tomó un hacha y salió en busca de Klaus y otros, para formar una partida y perseguir a la vampiro. Pocos minutos después nadie dormía. Unos veinte hombres comenzaban a recorrer el pueblo y los alrededores armados con lo que tenían a mano.

Se dirigieron al río, y en las márgenes golpearon cuanto matojo había, pero sólo para regresar a sus casas con las primeras luces del día y sin haber hallado rastro de la diabólica criatura. Delmar y su esposa buscaron otras heridas en el cuerpo de su hija, pero como nada tenía salvo los mordiscos en el cuello, la alimentaron bien para que recuperase la sangre perdida.

Como es natural, la inquietud crecía por momentos entre los habitantes del pueblo. Grupos de hombres patrullaban sin tregua las estrechas calles y rastreaban los alrededores de la casa de Delmar, hablando en voz muy queda, profundamente aterrorizados todos ante el peligro de que volvieran a recibir la visita del vampiro.

—Sería terrible que una muchacha tan bella como Theresa Delmar se convirtiera también en vampiro —dijo uno—. ¿Y quién sabe lo que puede pasar ahora que ha sido mordida por una de esas malditas criaturas?

—Y la pobre Minna Klaus —dijo otro.

—Y aún no sabemos cuántas más pueden ser atacadas…

—Hemos de acabar con esto —dijo uno más—. He oído decir al padre Ambrose que sobre todo chupan la sangre de los niños y de las muchachas.

—Theresa ha dicho que el vampiro que la atacó era Bertha Kurtel —se atrevió a levantar la voz otro de aquellos hombres.

—¡Bertha Kurtel! —dijo el joven que la había amado en vida—. ¡Un vampiro! ¡Eso es imposible!

—Eso es fácil de comprobar —dijo con su voz potente el herrero del pueblo—. Vayamos a la tumba de Bertha Kurtel y abramos su ataúd…

—Yo lo haría, pero siento pena por sus padres —dijo el viejo Delmar—. Aunque a mí también me gustaría saber dónde está Bertha…

—¡Pena! —dijo el herrero en tono sarcástico—. ¿Crees que los demás no tenemos sentimientos? Pero hemos de velar, ante todo, por nuestras mujeres y nuestros hijos… ¡No queremos que un vampiro los ataque, ni que se conviertan ellos en vampiros!

—Hay algo extraño en todo esto —observó Delmar llevándose las manos a la cabeza con gesto de honda perplejidad.

—Yo voy, si alguien viene conmigo —dijo Herman Klaus.

—Aquí me tienes —se ofreció el herrero mirando a su alrededor—. ¿Quién más viene al cementerio para comprobar si Bertha Kurtel está o no en su ataúd?

Varios hombres se sumaron al herrero, que encabezó la marcha en dirección al pequeño cementerio parroquial. Una vez llegaron, el herrero comenzó a cavar la tierra con una pala. Los demás estaban en absoluto silencio, con expresión de pavor.

Cuando llegó al ataúd, abrió el herrero la tapa utilizando la pala.

—Lo sabía desde que comencé a cavar —dijo—. La tierra ha sido removida y el ataúd está vacío… ¡Mirad!

—¡Es verdad! —dijo Herman Klaus.

—Ya no hay duda de que Bertha es el vampiro que ha chupado la sangre a Theresa Delmar y a la pequeña Minna Klaus —añadió el herrero con gesto triunfal, mirando satisfecho a quienes le acompañaban.

—¿Pero dónde está ahora mismo? Ésa es la cuestión —observó Herman Klaus.

—Investiguemos —respondió el herrero—. Mantengámonos en alerta; sólo así podremos descubrir al vampiro y capturarlo. Después lo quemaremos, o atravesaremos su corazón con una estaca… Dicen que sólo así se evita que esas criaturas revivan.

Regresó el grupo de hombres al pueblo y grande fue el dolor de los Kurtel cuando les dijeron que su querida hija se había convertido en un vampiro, como grande fue la tristeza que embargó al joven que había estado enamorado de Bertha en vida al confirmarse las sospechas de Theresa Delmar. Nadie pudo volver a sus ocupaciones durante el resto de la jornada, y de nada se habló que no fuera de vampiros o de hombres lobo, y de otras espantosas transformaciones de seres humanos como no las hubiera imaginado el propio Ovidio en sus Metamorfosis. Ya por la tarde, el venerable senescal del Conde de Ravensburg, habiendo sido informado de lo que ocurría en el pueblo, llegó hasta la casa de los Delmar para cursarles visita y enterarse de los pormenores de lo sucedido, dirigiéndose después a la casa de Herman Klaus… Supo así que comenzaba a propagarse el rumor de que el vampiro quizá habitara en el castillo de Ravensburg.

El viejo senescal, por su parte, hizo a Delmar y a Klaus la confidencia de que, en efecto, a la mañana siguiente del entierro de Bertha Kurtel, se vio en el castillo del Conde a una joven muy parecida a la difunta, que desde entonces vivía allí como amante de Rodolph, su señor. Añadió que nadie sabía bien quién era, ni de dónde venía, y que lo sucedido en el pueblo había alertado a la servidumbre del castillo, que comenzaba a sospechar también que la joven dama a la que veían siempre en compañía del Conde era Bertha Kurtel, un vampiro. Por último, el hecho de que no comiera a pesar de los manjares que le eran servidos, había alertado especialmente al senescal, motivo por el que acudió al pueblo para informarse de lo que había sucedido. Tras hablar con Delmar y Klaus ya no le quedaban dudas acerca de si la amante de su señor era o no un vampiro. Y a la vez, las revelaciones hechas por el viejo mayordomo a los padres de las atacadas excitó sobremanera la ira de los moradores del pueblo.

Pronto creció como el fuego la hostilidad hacia el Conde; en menos de la mitad de una hora, más de cien hombres armados con lo más inimaginable iniciaron una marcha en dirección al castillo, profiriendo gritos de odio contra el vampiro.

El Conde Rodolph y su bella amante se hallaban sentados ante un ventanal que les ofrecía una panorámica excelente del camino que llevaba del pueblo al castillo. Las blancas manos de Bertha tomaban entre las suyas las del Conde enamorado mientras se decían tiernas palabras de amor, cuando atrajo su atención el clamor de la turba que se dirigía hacia el castillo, aún a cierta distancia.

—¿Qué significa esto? —se preguntó extrañado el Conde.

—Oh, es lo que me temía —dijo Bertha, palideciendo y entrelazando las manos con gesto de pavor—. En el pueblo se dice desde hace mucho tiempo que eres un nigromante, por los estudios que haces… Mi amado Rodolph, vienen a asaltar el castillo y a matarnos.

—Te juro que nada te pasará, amor mío —dijo el Conde—, pero démosles una cálida bienvenida… ¡Bien! De manera que esa turba amenaza el castillo. ¡Pues cerraremos las puertas y las trancaremos! ¡Y llamaré a los hombres de mi guardia para que se apresten a la defensa!

—Ya se acerca la hora de la puesta del sol —le previno Bertha mirándole dulcemente.

—Ve tú a nuestros aposentos, amada mía, y aguarda allí a que todo haya pasado —dijo Rodolph—. No temas por mí; mi pacto con el diablo me ha hecho inmortal, no puedo perder la vida; no hay espada capaz de arrebatármela. Y si se produce mi transformación en esqueleto mientras aún libre batalla contra esa gente hostil, mejor…

Seguro que al verme salen huyendo y no vuelven a osar jamás aproximarse al castillo. Pero acaso tengamos que irnos después a otro país, donde nadie nos conozca.

Bertha se abrazó al Conde y se marchó luego a sus aposentos. La guardia de Rodolph se dispuso a repeler el ataque de los campesinos insurgentes, que seguían su marcha lanzando salvajes gritos contra la vampiro, una guardia capitaneada por el propio Conde.

—¡Muerte al vampiro! —clamaba la multitud cuando ya estaba a las puertas del castillo.

Poco después, el herrero las golpeaba con su martillo.

Tomó el Conde un arcabuz y abrió fuego contra los campesinos, muchos de los cuales portaban armas de fuego. Uno de ellos cayó herido, lo que irritó aún más a la turba; llovieron entonces contra el castillo tiros, piedras, flechas… Seguía el herrero empeñado en derribar la puerta a martillazos, ayudado por varios hombres que descargaban allí sus golpes de hacha.

El Conde Rodolph, creyéndose invulnerable merced a su pacto con Lucifer, no se acobardaba ni veía el peligro, aunque los pocos hombres de su guardia apenas podían hacer frente al ataque furibundo de los campesinos. Pero eso no le impidió considerar, aun cuando se hallaba en pleno combate, si la resucitación que había obtenido en el cuerpo de su amada Bertha no habría sido infernal. Aquellos campesinos pedían la muerte del vampiro… ¿Sería ella, su amada, la luz de su vida, un ser semejante? ¿Sería ella una criatura nacida de la aberración? ¿Y si Bertha necesitara para vivir la sangre de aquéllos entre los que había crecido? Pero rechazó decididamente todos esos pensamientos y combatió aún con más violencia contra los asaltantes de su castillo.

—¡Muerte al vampiro! —seguían gritando aquellos campesinos que al cabo consiguieron derribar la puerta del castillo y entraron en tumulto, disparando sus armas quienes las llevaban de fuego.

Parecían imbatibles, a pesar de los disparos de arcabuz que recibían de la guardia del Conde y de éste mismo. Dominaban ya el castillo los asaltantes, comenzaban a rendirse varios de los hombres que lo defendían, y el Conde Rodolph vio llegado el momento de luchar de modo que nadie dudase de su poder, convencido de que su pacto diabólico le mantendría a salvo. Desenvainó su espada y, llamando a los pocos fieles que aún le quedaban dispuestos al combate, hizo frente al grupo de campesinos que pretendían entrar en los salones del castillo. Bien sabía que la inminente puesta del sol obraría su hórrida metamorfosis, y pensaba, por ello, que apenas lo vieran convertirse en esqueleto huirían despavoridos los asaltantes. Así, en cuanto el gran disco del sol comenzó a ocultarse por el horizonte, en medio del fragor de la batalla que se libraba en el patio del castillo, se produjo en el Conde el diabólico cambio, rebotando en los huesos de su esqueleto las flechas que algunos de los asaltantes le lanzaban y los espadazos que dos o tres de ellos le tiraron.

—¡Esto ha de ser cosa de Satán! ¡Es un brujo! —gritó el herrero, convertido en capitán de aquella turba, y enarbolando su martillo gritó—: ¡Adelante, amigos, acabemos de una vez por todas con el vampiro!

—¡Muerte al vampiro! —gritaron con bríos renovados los campesinos, que no parecían en su mayor parte impresionados por la transformación del Conde en esqueleto.

Tanto era así, que rendidos los pocos hombres de la guardia de Rodolph que aún no lo habían hecho, al ver a su señor convertido en esqueleto yaciente, los asaltantes entraron en las dependencias del castillo y comenzaron a recorrer sus estancias y habitaciones en busca del vampiro. Bertha, aterrorizada, iba de un lado a otro, hasta que ya no pudo esconderse, pues todo lo dominaban los campesinos.

La encontraron en la torreta donde el Conde había obrado el sacrílego milagro de devolverla a la vida. Se había encerrado allí con llave, pero ¿qué puede hacer eso ante una turba decidida a matar para poder vivir, una turba animada por el deseo de venganza y la rabia desatada? Apenas cedió la puerta de la torre, entraron varios hombres donde se encontraba Bertha, que los miró aterrada.

—¡Aquí está el vampiro, miradla! —gritó el herrero.

A pesar de sus súplicas, a pesar de que pedía clemencia, Bertha fue rápidamente, brutalmente apresada, y arrastrada fuera de la torre. Uno de aquellos hombres, tomándola por sus negros cabellos revueltos, la llevó al patio del castillo.

—¡Pide clemencia! ¿Qué clemencia podríamos tener con un vampiro? —se decían entre sí los campesinos.

La aterrada criatura observó que comenzaba a salir humo del castillo, que olía a madera quemada. Varios de aquellos hombres habían prendido fuego a las estancias.

—Bien, ¿y ahora qué hacemos con el vampiro? —preguntó uno de los asaltantes.

—¡Arrojémosla al Rhin! —sugirió una voz.

—¡Colguémosla y disparemos contra ella! —dijo otra voz.

—¿Y de qué servirá hacer eso? —preguntó uno más—. Hay que hacer las cosas debidamente. Nada, salvo el fuego o una estaca que la parta por la mitad, acabará con ella… ¡Llevémosla al castillo y que se queme hasta que no sea más que un montón de ceniza!

—¡Sí, sí, quememos al vampiro! —gritó la multitud.

—Yo os digo que no —intervino entonces el herrero—. Hemos de llevarla al cementerio donde recibió tierra, hemos de meterla de nuevo en su ataúd y atravesarla allí con una estaca, para que no pueda salir nunca más.

Todos aceptaron la propuesta del colérico herrero, y la infeliz Bertha, más muerta que viva, fue arrastrada de los cabellos hasta el cementerio, recibiendo los golpes que durante el camino descargaban sobre ella los campesinos. A lo lejos se veía ya cómo las llamas devoraban el castillo, envolviendo sus lenguas de fuego las altas torres poco antes imponentes. En pocas horas no quedarían más que los muros ennegrecidos.

Bertha Kurtel fue rápidamente arrojada a su ataúd, entre las risas y los insultos de quienes en otro tiempo, cuando fue una dulce muchacha, la habían querido.

Alguien había dispuesto ya una estaca de madera, bien afilada. El herrero la clavó en la boca del estómago de Bertha, con toda la fuerza de la que fueron capaces sus brazos para descargar allí el peso de su poderoso martillo. Un grito estremecedor salió de los labios de la bella vampiro y de inmediato quedó cubierta de sangre. Entre estertores, clavada en su ataúd, poco a poco fue perdiendo la vida. Después cerraron la tapa del ataúd, echaron tierra en la sepultura, y todos aquellos hombres la pisaron como si quisieran aplastarla bien, endurecerla para que nadie más pudiese removerla.

No cesaron ahí las escenas terroríficas de aquel día. Un joven que había participado en el asalto al castillo quiso saber qué había sido del esqueleto del Conde. No era tan aprensivo como los otros, que se desentendieron por completo de aquel montón de huesos, creyendo que habrían quedado reducidos a cenizas. Así, ya avanzada la noche, cuando comenzaba a extinguirse el fuego que había arrasado el castillo, salió de su casa para dirigirse hasta allí, y una vez en lo que había sido el patio del castillo avanzó cauteloso entre los escombros, en busca del esqueleto. Lo halló donde había caído, sobre el empedrado del suelo.

No supo bien qué hacer, pero algo le dijo que acaso debiera aguardar al amanecer, para ver qué ocurría, y en todo caso decidir el destino último de aquellos huesos. Le asombraba pensar que aquel esqueleto, apenas unas horas antes, había sido el poderoso, galante y apuesto Conde de Ravensburg, al que siempre había admirado.

Pasó el joven en vela las lentas horas de oscuridad. Pero en cuanto comenzó a despuntar el sol por el este, con su redondez dorada y carmesí, contemplaron los ojos del joven un espectáculo tan sorprendente que hubiera preferido estar en la compañía de más testigos, pues difícilmente podrían creerle aquéllos a quienes contara lo visto.

Lenta, solemnemente, el esqueleto se levantó y, una vez en pie, apenas en un segundo, adquirió de nuevo la forma y habitual compostura carnal del Conde Rodolph, tal y como había sido visto por última vez cuando combatía contra los asaltantes. Al joven campesino se le erizó el vello de espanto y se hizo tan agitada su respiración que creyó que se le saldría el corazón de su pecho. El Conde observó desolado la destrucción de su castillo, y con paso firme y ademán rabioso salió a través del arco donde antes estuvo la puerta, para abandonar la región.

El campesino corrió entonces hasta el pueblo como un caballo desbocado y, aunque dudaba de si sería creído, contó lo que había visto.

Puede que aquellos rudos habitantes de la región lo creyeran, pues desde aquel día la historia del esqueleto del Conde y de su amante vampiro se expandió por toda Alemania. Y es cierto que los habitantes del pueblo jamás volvieron a recibir la visita de un vampiro, pues Bertha Kurtel fue convenientemente clavada en su ataúd y Theresa Delmar y la pequeña Minna Klaus no se convirtieron en vampiros, aunque fueran mordidas por ella.