El esqueleto del conde, o La amante vampiro

Elizabeth Caroline Grey

(1798 - 1869)

Los vampiros femeninos aparecen en la literatura anglosajona de ambos lados del Atlántico durante la primera mitad del siglo XIX, empezándose a forjar de este modo el arquetipo de la belle sans merci que vuelve de la tumba con el objetivo de seducir/vampirizar a su prometido y/o esposo e, incluso, a cualquiera de los insensatos galanes que, en busca de un fugaz instante de pasión, tropiezan con ella. Sin embargo, el origen de las vampiras es germánico, pues la primera no-muerta en el sentido estricto del término lo encontramos en Brunhilda, la (anti)heroína de la estremecedora «No despertéis a los muertos» (Lasst die Toten ruhen), un cuento de Ernst Raupach (1784 - 1852) —célebre dramaturgo alemán, autor de la tragedia histórica en cinco actos El rey Enzio (1832), convertida en pieza sinfónica por Richard Wagner (1813 - 1883)— publicado en 1823 y atribuido en un principio, erróneamente, a J. Ludwick Tieck (1773 - 1853).

Pero será gracias a una mujer, Elizabeth Caroline Grey, y su relato «El esqueleto del conde, o la amante vampiro» (The Skeleton Count, or the Vampire Mistress) —según el experto Peter Haining, el primer serial de vampiros de la literatura inglesa—, donde quedarán fijadas las principales características arquetípicas de la vampira gótica. Damas de belleza etérea y, al mismo tiempo, incitante, que constituyen un peligro mortal para sus amantes; seres de aspecto frágil, de una languidez inequívocamente victoriana que esconde su verdadera naturaleza depredadora, inhumana. Una naturaleza que, no obstante, es el reflejo perverso de los arbitrarios designios de la autoridad patriarcal hacia las mujeres —relegadas a la condición de objeto erótico, de madre o de esposa decorativa y servil—, la violenta tergiversación de los impulsos lúbricos del macho. Semejante visión tenebrosa, sanguinaria, de la femme fatale, se perpetuará hasta el siglo XX con la ayuda del cine, que explotará la vertiente más sexual del personaje. Vertiente que, en realidad, ya abordó el escritor irlandés Joseph Sheridan Le Fanu en su famosa novela Carmilla (1872), en la que describía las mórbidas relaciones lésbicas entre una no-muerta y sus víctimas.

«El esqueleto del conde, o la amante vampiro» fue publicado en 1824 por el semanario literario The Casket, uno de los primeros Penny Dreadfuls que se especializó en grotescas historias de terror gótico. Los Penny Dreadfuls eran publicaciones baratas cuya popularidad en la época victoriana es equiparable, salvando las distancias, a los bestsellers actuales: de unas ocho páginas de extensión, cada ejemplar iba ilustrado por dibujos espeluznantes relacionados con la historia. Hacia 1880, su éxito provocó el incremento del número de páginas, así como la incorporación de color a los grabados. Editores como Edward Lloyd, John Dicks, G. W. M. Reynolds o E. J. Brett utilizaron las nuevas tecnologías de impresión para convertir los Penny Dreadfuls en un fenómeno de masas, puesto que ofrecían aquello que más satisfacía a sus lectores: miedo, crimen y pasiones morbosas. Su popularidad se tradujo en una abrumadora demanda que movió grandes sumas de dinero y aupó a escritores como Thomas Peckett Prest (1810 - 1859) y James Malcom Rymer (1814 - 1881) a la categoría de verdaderos especialistas, que obtuvieron un notable reconocimiento público por parte de los consumidores de este tipo de ficciones.

Según los magros indicios históricos de que disponemos, Elizabeth Caroline Grey, dama de origen escocés nacida en Londres y nieta de una de las actrices más populares del Theatre Royal de Edimburgo, una tal A. M. Duncan —protagonista de dramas como Is He jealous? (1824) o The Siege of Montgatz (1825)—, fue una de las escritoras más prolíficas relacionadas con la industria de los Penny Dreadfuls. La producción miss Grey, firmada con su nombre, de manera anónima o, siguiendo la norma de la época, con un pseudónimo masculino, pudo llegar a ser tan abundante como la de sus colegas varones Peckett Prest o Malcom Rymer. Por ejemplo, entre varios eruditos sobre el tema —Montague Summers, Jon Medcraft, Helen Smith— ha existido siempre cierta polémica a la hora de esclarecer quién de los tres, Grey, Peckett Prest o Malcom Rymer, es el autor de uno de los seriales góticos más comentados de su tiempo, Vileroy; or, The Horrors of Zindorf Castle (1842). De cualquier forma, Elizabeth Caroline Grey sigue reclamando una revisión de su obra y de su decisivo papel en la ficción gótica popular del siglo XIX, como prueba «El esqueleto del conde, o la amante vampiro».