Hay una superstición muy extendida en las islas del sur de Escocia, aunque no posea ya la fuerza que tuvo hace apenas un siglo, según la cual, las almas de aquellos cuyas acciones fueron malvadas durante su vida mortal, se han negado con las mismas, con sus atrocidades, toda posible felicidad en la otra vida; vivirán eternamente en la perdición más absoluta, aunque poseyendo, sin embargo, toda la apariencia de la vida, merced a un poder que les otorgan los espíritus infernales.
Eso es lo que faculta al espíritu malvado a entrar en el cuerpo de otro en el preciso instante en que su alma abandona el cuerpo que yace en tierra; y el cuerpo, a través de su alma liberada, cobra nuevamente vida —la misma mirada, la misma voz, la misma expresión de maldad—, y bebe y come, y disfruta de lo que es común entre los humanos, pero propendiendo siempre a la vileza. A esas almas errabundas las llamaron vampiros. Su segunda existencia, y así hay que considerarla, se sostiene sólo a través de lo más diabólico y hórrido. Son seres que seducen a las adorables vírgenes, y yacen con ellas, y beben su sangre, pues sólo así se renuevan para vivir un año más y continuar su satánico vagabundaje. Si no ha encontrado mujer con la que yacer y a la que sacrificar antes de que se apague la luna, el vampiro muere. Y no queda reducido a un mero esqueleto, sino que se desvanece en el aire. Y ya no es más.
Uno de esos espíritus demoníacos fue Oscar Montcalm, de infausta notoriedad en los anales escoceses del crimen (había sido ejecutado por un verdugo), y a buen seguro el vampiro más exitoso en lo que a sus maldades se refiere, pues fueron muchas las adorables e infortunadas vírgenes a las que sacrificó para seguir su infame carrera sobrenatural que lo llevó de un lugar a otro, cambiando además de personalidad en cuanto tuviera la ocasión de hacerlo, para presentarse siempre como hombre de rango y poder y así tener más fácil acceso a sus víctimas, a las cuales hacía padecer la voracidad de su apetito lujurioso.
Oscar Montcalm había adorado, cuando fue humano, cuando fue mortal, a Lady Margaret, mujer de belleza extraordinaria, hija del barón de las Islas, el buen Lord Ronald; pero no aceptó Lord Ronald dársela por esposa, y Oscar Montcalm no la olvidó cuando ya era vampiro, queriendo saciarse en ella para así culminar su venganza por el trato que le otorgó el buen padre de Lady Margaret.
Lady Margaret, una joven adorable y bien proporcionada, cumplió sus veinte años sin que fuera desposada. Ansiosa y desesperada por ello, temerosa de su soledad, no sabiendo qué Lord le depararía el futuro, una vez su buen padre la negó en matrimonio a Oscar Montcalm, consultó a brujas y adivinas, cosa que debe serle disculpada habida cuenta del tiempo en que vivió y de cuál era la educación que recibían las mujeres, incluso las pertenecientes a familias notables. Digamos, sin embargo, que tales consultas le resultaban contradictorias, pues cada una de las brujas y adivinas a las que acudía le decían una cosa. Al cabo, urgida por el irresistible deseo de conocer su futuro, acudió junto a sus doncellas, Effie y Constance, a la Cueva de Fingal; allí cortó un mechón de su cabello, que se puso en un dedo como si fuera un anillo, adentrándose de inmediato en la cueva, siguiendo instrucciones de Merna, la fea vejancona de la montaña, ante la que se había presentado la virginal Lady Margaret.
Tan pronto estuvo en el interior de la cueva, se desencadenó una terrible tormenta que se dejó sentir en el interior, extinguiéndose la luz de las antorchas que llevaban las doncellas, por lo que la cueva quedó en la más absoluta oscuridad. Allí sentían la furia de los truenos, que llenaban la cueva de una hórrida confusión de sonidos imposibles de describir.
Margaret y sus doncellas cayeron de rodillas, espantadas, estupefactas de horror: comenzaron a rezar, a pedir que cesara aquel horror. Y de súbito la cueva se iluminó extraordinariamente. Pero no había lámparas, ni antorchas, ni velas. No había luz, en realidad. Se escuchaba además una música solemne, suave y grandilocuente, y pocos minutos después aparecían dos figuras, una de ellas enorme y de lentos movimientos, que se anunció como Uno, el espíritu de la tormenta, y que descorriendo una cortina de cebellina dejó a la vista de Margaret y de sus doncellas la figura del muy noble y joven guerrero Ruthven, Conde de Marsden, el que habría de cuidar de su buen padre Lord Ronald en la siguiente guerra. Pero de nuevo se volvió a sentir la tormenta, se cerró la cortina, y volvió a quedar sumida la cueva en una completa oscuridad. Todo esto, sin embargo, fue transitorio, pues al poco volvía a brillar aquella luz de antes. Uno ya no estaba, pero aún se percibía la estela dejada por su figura, vestida con ropas transparentes. Lady Margaret descorrió la cortina, apareciendo entonces un joven de muy interesante aspecto, totalmente extraño para ella. Y Ariel, el espíritu del aire, que había hecho su aparición después de que Uno se fuera, señaló con su mano la entrada de la cueva, invitándolas a salir, lo que hicieron la virginal Margaret y sus doncellas con el corazón pleno de armonía, y así de contentas volvieron al castillo del barón. Lady Margaret estaba feliz con lo que había visto, diciéndose que al menos ya había encontrado a dos posibles esposos en aquel joven guerrero y en el otro joven con aspecto noble y no menos apuesto, aunque se intrigaba profundamente al recordar las palabras que Ariel le había dicho cuando abandonaba la cueva:
«Pero ten en cuenta, virgen adorable, que ya casada no habrás de conocer un segundo lecho nupcial».
¿Qué significaba aquello? ¿Acaso podría consentir ella en deseos ilícitos y en intrigas amorosas? No, no podía ser. Pensó que conocía muy bien su corazón.
Era el vampiro quien había llevado a Margaret, con sus malos designios, hasta la Cueva de Fingal; era el vampiro quien había pedido a Uno y a Ariel aquella representación, ya que tenía fácil acceso a ellos gracias a sus poderes. Esto no quiere decir que el espíritu del aire fuese su amigo, aunque le obedeciera en aquella ocasión; quien sí tenía por amigo al vampiro era el espíritu del trueno. Lo cierto es que ambos pusieron ante los ojos de Margaret la figura de Ruthven, Conde de Marsden. Y poco después Marsden tuvo la buena fortuna de salvar en la batalla a Lord Ronald, por lo que éste, una vez concluida la guerra, invitó al apuesto joven a su castillo, donde pasó varios meses gozando de la gentil hospitalidad del noble.
Lady Margaret había recibido a su padre con gran alegría, dando gracias a la Providencia por haberlo salvado. Y recibió al joven Marsden con secreto deleite, al reconocerlo. Cuando supo que el barón había conservado la vida porque el joven se la guardó, su gratitud no conoció límite, y aún se acrecentó su belleza de tan grande como fue el amor que sintió por él. Y así fue como el joven Conde, a su vez, se enamoró de la encantadora Lady Margaret.
Marsden, un joven de rango excepcional y de muy buena cuna, no poseía, sin embargo, la fortuna suficiente como para sostener su título; por eso, y por sus ansias de gloria militar, había abrazado la profesión de las armas.
Margaret era apenas una niña; su padre poseía una gran fortuna y honores infinitos, cosa de la que evidentemente estaba orgulloso pues aseguraba con todo ello una dote excelente a su heredera. Como deseaba lo mejor para su adorable hija, viendo cuán tierna era la pasión de la virginal Margaret por el joven y apuesto guerrero, y viendo que era correspondida por él, decidió no interponerse en modo alguno sino todo lo contrario: aumentar la felicidad de su hija. Al fin y al cabo, Marsden no tenía fortuna, pero había demostrado más que sobradamente su valor en el servicio a las armas.
Organizó el barón entonces fiestas de sociedad en las que dar la nueva de las próximas nupcias de su hija, y jornadas de pesca y de cetrería, y bailes nocturnos animados por los mejores gaiteros de Escocia, que no olvidaron incluir en sus conciertos aquellas canciones dedicadas al heroico Wallace[1].
Pronto, pues, fueron conocidos los amores de Ruthven y Lady Margaret incluso en los más remotos confines de las islas, y les llegaban felicitaciones de todas partes.
Se fijó fecha para la boda, se hicieron magníficos preparativos para celebrar con el rango necesario la ceremonia en el castillo… Y sucedió entonces, cuando tan felices eran todos, la enfermedad del barón, motivo por el cual hubieron de ser aplazadas las nupcias. Había pedido el barón a los novios que se casaran a pesar de su ausencia, pero ellos le dijeron que su felicidad no sería completa si él no honraba la ceremonia con su presencia.
El barón los bendijo por tan gran demostración de amor filial, pero sentía en lo más profundo de su corazón que la boda debía celebrarse cuanto antes.
No obstante, aconteció la guerra de Flandes justo cuando el barón recuperaba la salud, por lo que hubieron de partir él y el joven prometido de Margaret, aplazándose el casamiento definitivamente hasta que regresaran. La virginal Margaret, tras despedirse de ellos con lágrimas de amor y de dolor, quedó bajo el cuidado de Alexander, el viejo mayordomo del castillo, que recibió del barón instrucciones muy precisas para que velase por su hija y por todas sus propiedades, diciéndole que Lady Margaret era una gema muy preciosa y de valor incalculable, a la que no hubiera dejado sola por nada del mundo salvo por una llamada a su honor y a su valor como la que se había dado.
Robert, el hijo del viejo mayordomo, partió también a la guerra como asistente del barón, y Marsden tomó en calidad de lo mismo a su fiel Gilbert. Salieron victoriosos de varias escaramuzas con el enemigo, pero poco después, en dura y cruel batalla, perdió la vida Ruthven, que exhaló su último suspiro en los brazos del barón y Señor de las Islas, quien le lloró como hubiera llorado a un hijo propio, ordenando a Robert y a Gilbert que cuidasen del cuerpo para darle tierra con los honores debidos a un Conde y soldado en cuanto cesara la cruel batalla, en la que había perdido la vida luchando con denuedo por defender la justa causa de su patria.
Concluyó la guerra, para mayor gloria de Gran Bretaña, y el buen barón y Señor de las Islas volvió sin una herida, al igual que Robert, pero Gilbert quedó también entre los muertos.
Lord Ronald, fatigado tras el último combate, en el que tuvo que luchar en defensa de su vida con un vigor extraordinario y sorprendente, dado que era ya un hombre con la cabeza plateada, regresó a su tienda de campaña para descansar y recuperar las fuerzas antes de partir de regreso. No pudo conciliar el sueño, pues sólo pensaba en el fatal destino de Ruthven y en cómo dar a su querida hija la mala nueva. Con mano temblorosa comenzó a escribir entonces una carta dirigida a la virginal Margaret, en la que con palabras llenas de mucha melancolía le contaba la triste pero valerosa muerte de su amado, exhortándola a soportar el amargo trance con resignación y piedad, pues no se trataba de otra cosa que del designio de la Providencia que todo lo rige, tanto lo bueno como lo malo, tanto lo gozoso como lo cruel. Concluyó su carta el barón diciendo que regresaría al castillo de las islas cuanto antes, y que ansiaba estrecharla entre sus brazos, y que haría trasladar el cadáver del valiente Marsden a su tierra natal.
Partió rápidamente con la carta uno de los soldados del barón, mientras otra partida, en la que iba también su fiel Robert, se dispuso a trasladar el cuerpo del joven Ruthven con la pompa y ceremonia requeridas.
Pero, al cabo, los póstumos honores dispuestos por el buen barón fueron en vano; tras una larga ausencia, volvieron Robert y los soldados de la partida, con la mala nueva de que el cuerpo del valiente soldado escocés había desaparecido de donde lo dejaron presto para el traslado, hallándose sólo en aquel claro del bosque un rastro de sangre que, sin embargo, a ninguna parte conducía. Suponían que, en su retirada, soldados enemigos habían hallado el cadáver, y que se habían vengado diabólicamente en él. Aquellas malas nuevas, como no podía ser de otra manera, amargaron grandemente al buen Lord Ronald, pues hay una tradición entre los naturales de las islas del sur de Escocia, según la cual, mientras no se dé tierra a un cuerpo, queda su alma en el aire, vagando sin destino y sufriendo por ello. Ofreció el barón recompensas a quien hallara el cadáver, pero sin éxito. Y finalmente, no sin mucha reluctancia, tuvo que dar por perdida la empresa.
Partió al fin el barón, pero hubo de dirigirse antes a la corte de Inglaterra para rendir tributo a su soberano. No pudo regresar de inmediato a las islas, como era su intención, pues una serie de acontecimientos lo entretuvieron en la corte dos meses enteros, así que cuando se puso en marcha para regresar a su hogar iba ya con el corazón palpitando en deseos de llegar cuanto antes.
Un emisario se había adelantado para anunciar su llegada, de modo que, cuando se hallaba a media milla de las puertas del castillo, ya estaba Lady Margaret esperándole, vestida con sus mejores galas y joyas.
Desde su carruaje vio Lord Ronald, al dejar la colina y adentrarse en el valle, que una partida de bienvenida se aproximaba para saludarle, y se alegró su corazón ante la inminencia de los cumplidos. Observó entonces las galas que vestía su hija, extrañándose de que no luciera el luto requerido. ¿Cómo era posible que una dama educada en la tradición no observara el respeto debido para con su joven amado muerto en combate? Veía cada vez con mayor cercanía cuán lujosamente vestida y enjoyada iba Lady Margaret, cómo adulaba el viento su brillante capa de plumas, y no pudo por menos que entristecerse el barón, él que tan feliz se había sentido al avistar ya su castillo. Bajó la mirada, pero cuando alzó de nuevo los ojos vio que su hija iba de la mano de alguien que le resultaba vagamente conocido. Y pensó el barón que se trataba de la común y caprichosa inconsistencia femenina. ¿Cómo podía haber olvidado tan pronto al valiente y apuesto Ruthven? ¡Ah, las mujeres! Y a medida que su carruaje se adentraba en el valle ya no iba tan feliz como antes el buen Lord Ronald, ya no ansiaba tanto como lo había ansiado recibir el abrazo de su hija ni los parabienes de quienes la acompañaban y acudían a recibirlo como un héroe.
¡Pero, por todos los diablos! ¿Era o no era una ilusión? ¿Qué milagro había hecho que tuviera ante los ojos al joven y apuesto Ruthven, Conde de Marsden, de cuya mano iba su bienamada hija, la virginal Lady Margaret, a la que veía con una indescriptible expresión de dicha en los ojos? El joven guerrero tenía una cicatriz en la frente y el semblante más pálido, pero sólo eso… ¡Estaba vivo! Robert, por su parte, no podía por menos que mostrarse igualmente atónito; se le erizaban los cabellos, además, y le temblaban las manos, sin que pudiera exhalar siquiera una voz de admiración. Parecía un perfecto modelo del horror para un pintor o para un escultor.
Ruthven estrechó la mano de Lord Ronald.
—Parece sorprendido, mi querido Lord —dijo— de verme aquí, o simplemente de verme… Lo cierto es que me encontraron unos campesinos que volvían de su labor diaria, allá donde yacía yo cubierto por hojas y ramas —señaló Robert entonces que así, efectivamente, lo habían dejado Gilbert y él—. Bueno, en realidad me descubrió un perro que iba con aquellos campesinos, el cual comenzó a ladrar, alertándoles… Eran muy pobres, miserables, en realidad…
Naturalmente, mis ropas y condecoraciones y joyas llamaron su atención, por lo que de inmediato me despojaron de todo cuanto llevaba, repartiéndose el botín. En eso se ocupaban cuando uno de ellos, sin embargo, descubrió en mí signos de vida; prevaleció entonces la humanidad en todos, y me condujeron a una de sus chozas, donde fui muy bien atendido. Me repuse pronto, siendo en todo momento muy bien cuidado por el campesino que vivía en aquella choza, por lo que pude partir de regreso para abrazar a mi angelical Margaret. Ya en camino, vi fuerzas británicas que abandonaban Flandes tras la victoria, pero nadie supo decirme dónde hallar a mi respetado barón, por lo que puse rumbo a Escocia en barco, y llegué a pesar de los malos vientos que a punto estuvieron de conducirnos al naufragio. Aquí hallé a mi amada sumida en la tristeza por creerme desaparecido, pero de inmediato troqué sus lágrimas por sonrisas y su luto por estas galas luminosas que engrandecen su belleza. Le pido perdón, Lord Ronald, por no haber sabido cómo hacerle llegar esta buena nueva de nuestra felicidad recuperada, pero creo de menor importancia todo lo sucedido ante el hecho incuestionable de que al cabo la ventura nos ha sido propicia.
El barón abrazó con mucha emoción a su joven guerrero, proclamó que nada podría evitar ya las nupcias y estrechó feliz entre sus brazos a su bienamada hija, besándola en las mejillas y diciéndole que era la viva imagen de su madre desaparecida.
Una vez en el castillo, todo fue alegría y festejo, se oyeron canciones, músicas deliciosas, y bailaron las damas a-la Caledonia.
También hubo celebración en los aposentos del viejo mayordomo, donde brindó la servidumbre en cuernos repletos de cerveza para celebrar el regreso del buen barón y Señor de las Islas, así como por la salud de Ruthven y Margaret.
También se brindó por aquellos campesinos de Flandes que habían salvado al Conde de Marsden, aunque fuera uno de sus enemigos, un enemigo más bien muerto…
—¡Más bien muerto! —exclamó Robert, a quien seguían rechinándole los dientes de terror, pues aún no se había repuesto de ver a Ruthven en el valle—. ¡Más bien muerto! —repetía—. Estoy seguro de que el Conde murió… Estoy seguro de haberlo visto tan muerto como vi a mi abuelo… Cuando Gilbert y yo lo sacamos del campo de batalla para preservar su cadáver, y cuando lo dejamos cubierto de ramas y hojas, estaba frío como el hielo y ya se había coagulado la sangre de sus muchas heridas… Es imposible que haya vuelto a la vida… No, no y no… Creo que este Ruthven al que ahora festejamos entre los vivos es en realidad un vampiro…
—¡Un vampiro! —gritaron al unísono quienes le oían, riéndose del pobre Robert, al que tomaban poco menos que por un idiota—. Quizá tú seas también un vampiro —dijo su amada Effie, una de las doncellas de Lady Margaret—. De ahora en adelante tendré mucho cuidado de no caer en tus brazos y sucumbir a tus poderes…
Nada dijo Robert, para que no volvieran a reírse de él, y se quedó sentado en un rincón toda la noche, sin participar de la celebración como lo hacía el resto de la servidumbre.
Pero Robert estaba en lo cierto. El Conde de Marsden había muerto en combate. Y cuando los fíeles sirvientes levantaron su cuerpo para sacarlo del campo de batalla, aprovechó el malvado Montcalm, cuya reliquia en forma de piedra adoraban las brujas en la Cueva de Fingal, para hacerse con su alma y revivir con ella poseída el cuerpo del difunto. Sanaron de inmediato las heridas, la posesión insufló nueva vida al cuerpo, que no obstante mostraba pálido el semblante, algo común en los vampiros pues en realidad no les circula la sangre como a los mortales, aunque puedan sangrar si se les hiere.
Lo que había contado el vampiro acerca de los campesinos flamencos era una mentira completa. Pero ni Lord Ronald ni Lady Margaret podían imaginárselo.
Antes, a través de una conversación con el espíritu de la tormenta, había sabido el vampiro que Margaret era cortejada por Ruthven, Conde de Marsden; y supo igualmente, merced a sus artes adivinatorias del futuro, que moriría en combate el joven y apuesto héroe, brindándosele así la oportunidad inestimable de poseer a la adorable Margaret para convertirla en su víctima propiciatoria y renovar con su sangre su existencia vampírica para proseguir con su diabólico curso a través de las edades, y destruir a la raza de los humanos crimen tras crimen, sumiéndola en una eterna infamia.
Una vez supo todo eso, esperó en la Cueva de Fingal a que la luna concluyese su órbita y dijo las palabras mágicas para concitar a los espíritus infernales y solicitar de ellos las órdenes necesarias. Le respondieron que consultarían primero a Belcebú, su gran gobernador, y quedó a la espera de respuesta.
Al fin recibió el decreto: desposar a la virginal hija del Señor de las Islas, acabar con su existencia, beber su sangre, despojarla de su identidad; para ello, si era preciso, debería adoptar la forma del Conde de Marsden, o de cualquier otro que le fuese propicio.
La mala nueva de la muerte de Ruthven había causado en Margaret, además de honda tristeza, una gran intranquilidad, no sabiendo entonces a qué se había referido Ariel al decirle aquellas enigmáticas palabras acerca de su matrimonio, en tanto el hombre con el que iba a contraer nupcias había desaparecido. Pero el regreso del Conde le hizo olvidar esos pensamientos que la desasosegaban, aunque a pesar de decirse que no debía hacerse más preguntas al respecto, algo en el fondo de su corazón la llamaba a acudir de nuevo a la Cueva de Fingal.
Esta vez no pidió a sus doncellas que la acompañasen, pues no quería que volvieran a sufrir los terrores que habían padecido en la primera visita. Fue sola, a caballo, poco después de la medianoche, cuando el castillo estaba en silencio y dormían todos sus moradores, salvo el vampiro, que era quien en realidad dirigía los pensamientos y los pasos de Margaret. Estaba sediento de la sangre de Margaret, ansioso por inmolarla lentamente, sabedor del amor inconmensurable que la virginal dama sentía por él; estaba deseoso de pagar el infernal tributo exigido por Belcebú, su único amor verdadero. Sólo así, además, podría salvarse de quedar reducido a la nada. Pero antes era preciso desposarla, pues las órdenes recibidas eran muy precisas a este aspecto, negándole la posesión de Lady Margaret si no había contraído nupcias con ella, pues al hacerlo cometería sacrilegio. Por eso la contemplaba siempre con ansia maliciosa, lo que tomaba la dulcísima joven por una manifestación de amor. Aquella noche, no contento con dirigir sus pensamientos y sus pasos, temeroso de que algo pudiera distraerla y apartarla del camino, la siguió a distancia, bajo el negro cielo de la noche. Pero de súbito, alzó los ojos al negro cielo, que poseía empero una luz ignota, y no pudo resistirse a una sensación extraña, que le hacía pesados los párpados, que le obligó a cerrar los ojos y que acabó sumiéndole en un sueño profundo.
Margaret, con el corazón agitado y sin resuello, llegó al fin a la cueva, asomándose a la entrada. Todo era oscuridad, de modo que tuvo que gatear sobre manos y rodillas para no tropezar y caerse. Entonces rugió el trueno y se dejó sentir la tormenta, aunque no tan violentamente como la primera vez. Otra vez volvió a oír aquella música tan armónica. Y pronto se le aparecieron los espíritus de la tormenta y el aire. La hermosa, la inocente y noble virgen, toda virtud y benevolencia, logró de ellos, entonces, algo impensable como lo fue que se enternecieran al contemplarla en todo el esplendor maravilloso de su hermosura, y hasta Uno decidió que tan mística presencia como la de Lady Margaret ameritaba de la salvación, por lo que decidió prestarle ayuda. En realidad no podía derogar el decreto de Belcebú ni poseía poder sobre los vampiros, que atienden sólo al diablo, pero sí podía, al menos, informar a la virginal Margaret del peligro que se cernía sobre ella. Ariel, naturalmente, estuvo de acuerdo. Y así, descorrieron ambos la cortina de cebellina para que viese al verdadero Ruthven, yaciente en el campo de batalla. Lady Margaret lo vio herido, sangrando; lo vio en sus últimos estertores; lo vio, poco después, exhalar el último suspiro.
Ya era cadáver. Sólo un cadáver. Y vio también cómo algo parecido a un esqueleto, entre la neblina, se acercaba a él y lo reanimaba.
Margaret conocía bien las antiguas tradiciones que hablan de los vampiros, pero no podía dar crédito a lo que le mostraban sus ojos. ¿A qué venía todo aquello? ¿Qué pretendían los espíritus de la tormenta y del aire? Ruthven, su amado Ruthven, no podía ser un vampiro, los vampiros sólo son personajes fabulosos, necesarios para urdir los cuentos. Y alguien como ella no podía consentir en la superstición. Regresó rauda al castillo, pero no pudo dormir en lo que restaba de noche, herida por un sentimiento de disgusto, ya que no acertaba a comprender las intenciones de los espíritus. Cuando amanecía, sin embargo, olvidó lo que le habían mostrado los espíritus de la tormenta y el aire, quedando de nuevo fascinada ante la presencia del vampiro. Llegó a pensar, incluso, que no había estado de verdad en la cueva, que Uno y Ariel se le habían aparecido en sueños. Ocurre a menudo que, al margen de toda evidencia, actuamos en virtud de nuestras propias inclinaciones.
Los pérfidos hálitos de la noche, la fría brisa, la mórbida magia de la cueva, causaron sin embargo fatiga y agitación en la noble virgen, lo que le ocasionó fiebre por la que tuvo que recluirse en sus aposentos durante varios días. Hubo de aplazarse la ceremonia nupcial. El vampiro se impacientaba y, apenas mostró Lady Margaret síntomas de recuperación, la urgió para que se casaran cuanto antes. Tanta insistencia llegó a parecer indecorosa al buen barón, que no comprendía cómo un joven tan educado y cortés podía mostrarse así de desagradable, pero lo atribuyó a la ardorosa pasión que es consustancial a la juventud.
Robert, por su parte, mucho mejor lector que guerrero, era todo un maestro en el conocimiento de las tradiciones populares de su tierra y además no lograba recuperarse de la fuerte impresión que le había causado ver a Ruthven, al que recordaba tan muerto como su abuelo. Una y otra vez se decía que era del todo imposible que un hombre con heridas tales como las que observó en el cuerpo del joven Conde pudiera recuperar la salud.
«Juro por la Santa Cruz que lo vi muerto —repetía para sí—; yo no hubiera podido revivir con heridas tales para desposar a mi amada Effie. Este Ruthven es un vampiro y esta luna es la que anhelan esos malditos para hacer sus sacrificios, de ahí que se muestre así de impaciente por desposar a mi joven señora… ¿Pero qué puedo hacer? Si hablo de mis temores, mi padre y los demás criados volverán a reírse, incluso me ridiculizarán; cualquier cosa que diga hará que me llamen Robert el cazador de vampiros. Pero no por eso he de olvidar mis obligaciones de buen sirviente. ¡Que se rían de mí, si quieren! Diré al barón todo lo que sé de su huésped. Que resuelva él este asunto como quiera hacerlo, que yo al menos habré tranquilizado mi conciencia».
Robert nunca daba la espalda a sus obligaciones, pero decir a Lord Ronald lo que sabía podría convertirlo en objeto de la venganza del vampiro, si a su señor también le entraba la risa y se lo contaba al maldito.
No obstante, podía más en él su sentido del deber. Se procuró un vaso repleto de un cordial, llenó de cerveza un cuerno, bebió abundantemente y eso le hizo sentir que su espíritu se henchía, que el miedo se le iba. El barón paseaba por los jardines del castillo, como tenía por costumbre hacerlo antes de irse a dormir; mientras, la virginal Margaret deleitaba a su vil prometido tocando el piano.
Robert contó al barón cuanto sabía, con mucha excitación, atropellándose al hablar. El barón, sin embargo, dando muestras de una paciencia infinita, escuchó cuanto le decía su criado, pidiéndole incluso que le repitiese cosas que no había entendido bien.
—Es ciertamente extraño, muy extraño —dijo el buen Lord Ronald cuando Robert concluyó—. En los últimos tiempos he visto a varias personas llegadas de Flandes y ninguna de ellas ha oído nada acerca de que unos campesinos salvaran al Conde de Marsden… Ese tipo de cosas se saben pronto, pues se extienden como el fuego.
—Observe usted, mi señor, que ese hombre nunca asiste a misa, ni reza —añadió Robert—, como lo haría un guerrero, un buen cristiano… Tampoco se echa sal en la comida. Y está a punto de alumbrarnos la luna fatal de los vampiros, y mi joven señora…
—¡Nunca será suya! —exclamó el barón—. Sólo podrá desposarla si en verdad es el Conde de Marsden, y entonces llenaré de cerveza y de whisky las fuentes del castillo, y beberá todo el que quiera celebrar la boda hasta que no se tenga en pie… Pero si es el infernal vampiro que dices, todo habrá acabado para él. ¡Mi hija nunca será suya! Juro por San Andrés que no sé de quién se trata este hombre, pero igual te digo que he sufrido horribles pesadillas en las que un demonio tomaba posesión de mi casa.
El barón agradeció a Robert su fidelidad, y que velase como lo hacía por su casa y por la virginal Lady Margaret.
—Mi padre —dijo el honrado sirviente— está con usted desde que ambos eran jóvenes. Yo nací en esta casa y mi difunta madre fue la dama de compañía de su esposa, señor… No podría consentir por ello que alguien pretendiera acabar con todo esto. Serviré a la casa de Ronald hasta el fin de mis días.
Cuando el barón entró en los aposentos de su hija, atrajo su atención el grupo de gente que allí estaba. La sorpresa de Lord Ronald no hizo sino confirmar sus temores. Margaret vestía completamente de blanco y lucía brazaletes y otros adornos de plata, exquisitos todos ellos, auténticas filigranas. Ruthven vestía con gran elegancia. Y quienes allí se encontraban llevaban igualmente sus mejores galas, entre ellos el médico de la casa. El sacerdote tenía en sus manos el libro sagrado.
—Esperábamos por usted, mi querido Lord barón —dijo el vampiro—. Tengo que darle la buena nueva de que he convencido a mi amada para que nos desposemos esta misma noche, sin más dilación. Somos tan afortunados y felices, que no deben darse más aplazamientos, quiero que Lady Margaret sea mía irrevocablemente.
—No tienes nada que temer, no tienes rival —dijo el barón, alarmado pero intentando mantener la calma—. Estás seguro del amor de Margaret y tienes mi consentimiento… Pero celebrar la ceremonia como pretendes, aquí y ahora, es cosa que sentaría muy mal a mis amigos y a la servidumbre de esta casa, pues están acostumbrados a que las hijas del que ostenta el título de Señor de las Islas se casen abiertamente, con toda la pompa y ceremonia que han de tener las mujeres de su rango, haciendo gala de la tradicional hospitalidad de nuestra casa. En nombre de mis antepasados, no puedo consentir que la ceremonia nupcial se haga en privado.
Ruthven no acertaba a decir palabra, pues no cedía el barón ni en su elocuencia ni en sus argumentos, sabedor de lo que le había referido Robert y guiado igualmente por sus propias sospechas. Margaret, por el contrario, infatuada por la presencia del vampiro y la ilusión de sus sentidos, pareció olvidar la dignidad que ha de ser propia de las damas decorosas y no pensaba más que en lo que de ella solicitaba su amante.
—Querido padre —dijo la virginal hermosura—, Ruthven y yo tenemos un único sentimiento, que es el del amor; no precisamos de la pompa para ser felices, sólo deseamos ser felices en nuestro doméstico retiro. Permite que nos casemos ahora, y después, si así lo deseas, celebra nuestro enlace con los criados, con nuestros vecinos, con tus amistades… Pero te digo que no quiero casarme ante todos ellos, sólo ante mis doncellas, aquí presentes.
Ruthven tomó la mano de su enamorada y le dirigió la mejor de sus sonrisas. Lady Margaret bajó los ojos y se encendieron sus mejillas. Nunca se la vio tan hermosa y cautivadora.
El barón, mientras había hablado su hija, temblaba de emoción, diciéndose que nada le importaría no celebrar el casamiento de Lady Margaret como habían celebrado el de sus hijas todos los Señores de las Islas, si no albergase la sospecha de que algo iba mal. Pero no podía sacrificar a quien más quería en el mundo. Y no quería descubrir sus sentimientos ni las sospechas que albergaba, pues si hubieran sido infundadas, ¿cómo solventar después la situación, cómo reparar el daño causado a su propia hija y a un noble guerrero? Sólo quería posponer el casamiento lo justo como para someter al pretendiente a la prueba de la luna.
—Preferiría, hija mía, preparar tu boda al menos durante un mes, para que fuese espléndida… Concédeme la satisfacción de verte casada como deseo, de darte la boda que merecen el Conde de Marsden y la hija de Ronald.
Observó el barón que, cuando habló de un mes de preparativos, el rostro del pretendiente se contrajo y sus ojos le lanzaron una mirada maligna.
—¡Eso no tiene sentido, mi querido Lord! —exclamó el pretendiente, que seguía tomando de la mano a Lady Margaret—. No es una discusión propia de dos guerreros… ¡Capellán, inicie usted la ceremonia!
El barón, soberbio entonces, quitó el libro sagrado de las manos del sacerdote y, tras enviar a Margaret con sus doncellas a una habitación contigua, acusó a Ruthven de ser un vampiro.
Aquello causó un gran resentimiento en el acusado, que se rió de las palabras dichas por el noble. También atacó la risa fuertemente a los que le escucharon decir aquello, a tal punto que el médico declaró que el barón se había vuelto loco, por lo que le condujo a sus habitaciones, donde fue atado a la cama. Eso, naturalmente, provocó mayor cólera y tristeza al buen barón, que temió que se llevara a cabo la ceremonia entonces. Ya estaba absolutamente convencido de que Ruthven era un impostor sobrenatural, un ser despreciable al que jamás hubiera aceptado en su casa.
Robert fue avisado por su padre, el viejo mayordomo, de que el barón se había vuelto loco, pues decía que el joven Conde de Marsden era un vampiro. Vio así el peligro de que se celebrara la ceremonia nupcial sin la presencia del padre, el único que hubiera podido oponerse.
—El padre no quiere que se casen, pero ellos no tienen ya por qué obedecerle, puesto que se ha vuelto loco —dijo el viejo mayordomo—. Lady Margaret estará una hora en su retiro, recobrando la compostura, y después el capellán oficiará la ceremonia.
—¿Y quién ocupará el lugar que debe tener el padre de la novia? —preguntó Robert.
—Me ha sido concedido ese honor —respondió orgulloso el viejo Alexander.
—Pues caerá sobre ti la culpa de haber entregado a Lady Margaret a un vampiro —replicó Robert.
—¡Cállate, malnacido! —gritó Alexander—. ¡Estás igual de loco que tu señor! ¡Pobre Effie, que no sabe que va a casarse con un demente!
—Mejor estar loco que ser un vampiro sediento de sangre —dijo Robert, que abandonó la habitación en la que estaban, oyendo a sus espaldas la risa hiriente de su padre.
Robert salió en dirección al bosque, pero era una treta. Volvió pronto al castillo, por un sendero que le ofrecía cubierta para no ser visto, y entró por una puerta secreta que conocía bien, de la que tenía llave por habérsela dado tiempo atrás su señor. Una puerta por la que solía entrar cuando regresaba tarde de las fiestas y de los bailes mientras los demás lo creían dormido; antes, por supuesto, de que se prometiera con Effie, a la que juró que no volvería a darse a los vicios, por muy deliciosos que le hubieran resultado en otro tiempo. Para él, ahora, aquella llave era un auténtico tesoro.
«Esta llave me ayudará al más honesto de los propósitos; no puedo soportar que el Señor de las Islas sea cautivo en su propio castillo, pues está en posesión de todos sus sentidos a tal punto que no quiere entregar a su virginal hija a un vampiro, como se la hubiera entregado feliz al verdadero Conde de Marsden. ¿Cómo no se habrá percatado Lady Margaret de que la cara del que cree su enamorado es la cara de la muerte, de que sus ojos están muertos? Será que se halla bajo el maligno influjo de sus palabras… Juro por la Santa Cruz que no permitiré un crimen como el que aquí está a punto de suceder».
Este soliloquio concluyó cuando el fervoroso joven abrió la puerta secreta.
—¿Amigo o enemigo? —preguntó el barón al oír que alguien llamaba a la puerta de su habitación.
—¡Amigo! —dijo Robert abriendo y presentándose ante él—. Vengo a prestar a mi señor la ayuda que precisa para que esta noche no se cometa un crimen en su casa.
—No estoy loco, créeme —dijo el buen barón mientras Robert lo desataba—, pero me parece que llegaré a estarlo si ocurre lo que tememos.
—Mi señor no está más loco que yo mismo. Locos, esos que no quieren darse cuenta de lo que aquí sucede… Aprisa, señor, o de lo contrario se celebrará ese matrimonio infernal.
A Lord Ronald ya no le cabían dudas al respecto; la obstinación del vampiro en contraer nupcias aquella misma noche era evidente, pero le dolía el hecho de que su hija, siempre tierna y sumisa, deseara casarse también, aunque él no lo aceptase. ¡Cuánto había cambiado su adorada Margaret! Nunca hubiera imaginado que aceptase contraer nupcias mientras él, su buen padre, permanecía confinado. Ella había ocupado el lugar que Lady Cassandra, su amada esposa, dejó al morir en el corazón de Lord Ronald, además del que le correspondía como su única hija. No podía comprender tanta ingratitud por parte de su pequeña. Por primera vez en mucho tiempo se le llenaron los ojos de lágrimas al buen barón.
—¡Ármese de valor, mi señor! —lo animó Robert—. Si esa chusma sigue sin aceptar su autoridad, usaremos la espada… Con ella, además, sabremos si ese Ruthven está hecho de carne y sangre mortal, o no.
—Moderación, Robert, moderación —recomendó el barón cuando ya se dirigían a los aposentos de Lady Margaret.
La ceremonia estaba a punto de iniciarse; si no llegaban antes de que el sacerdote dijese las palabras sagradas, todo se habría perdido.
La entrada del Señor de las Islas causó una profunda consternación en los que allí se encontraban. Gritaron de asombro Margaret y sus doncellas, la respiración del vampiro se hizo más agitada… Lord Ronald, sin embargo, logró mantener la calma y hablar con gran comedimiento. Así, protestó solemnemente por la falta de respeto con que había sido tratado, ya que estaba en pleno uso de todos sus sentidos, y recriminó a su hija el comportamiento que demostraba, toda vez que no le había importado que fuese confinado en sus aposentos por instigación del que decía ser Conde de Marsden, cosa que tendría que probar el hombre que pretendía desposarla antes de que él, como buen padre, diera su consentimiento para que se llevara a cabo la ceremonia, pues temía que fuese un vampiro. Lady Margaret dirigió a su pretendiente una mirada llena de angustia y de ternura, comenzaron a rodar lágrimas por sus mejillas, y tuvieron que conducirla a una habitación contigua sus doncellas, pues sufrió un desvanecimiento.
—¡Padre cruel! —exclamaba—. ¿Cómo puedes creer en tan ridícula superstición? Tantas interrupciones me roban la felicidad, pues sólo podré alcanzarla si me desposo con el hombre al que amo… ¡Espíritus de la tormenta y el aire! ¿Es que os habéis conjurado contra mí?
El vampiro, mientras tanto, intentaba ganarse de nuevo la confianza y la amistad del barón, pidiéndole excusas por su comportamiento, debido, aseguraba con gran sentimiento, a la pasión amorosa en la que ardía para colmar de felicidad a Lady Margaret. Dijo también el vampiro que ninguna culpa había en la actitud del sacerdote, pues había sido llamado por él, instando al barón a hacer las paces. Y la paz fue hecha en el castillo de las islas.
Brindaron con vino; el vampiro, sabedor ya de lo que pretendía el barón, que no era sino someterlo a la prueba de la luna, dijo que no tenía inconveniente en aplazar las nupcias hasta que él, como buen padre de la novia y señor de la casa, tuviera a bien dar su consentimiento definitivo. Robert, un tanto apartado de aquella escena, bramaba lamentando lo que temía fuese candorosa credulidad de su señor.
El vampiro prefería no acrecentar las sospechas existentes contra él, para seguir viviendo en el castillo hasta conseguir sus fines. Estaba seguro del amor de Lady Margaret y confiaba en la palabra del barón, por saberlo cumplidor de la misma. Era cosa, nada más, de mantener a una distancia prudencial al propio Lord y a su criado y asistente en el campo de batalla, Robert. Por encima de todo tenía que convencer a los moradores del castillo de que era el único Conde de Marsden.
El barón, sin embargo, en contra de lo que había supuesto incluso Robert, no era tan crédulo y se mantenía alerta. Robert, por su parte, vigilaba a prudencial distancia la puerta que daba entrada a los aposentos de Lady Margaret. El vampiro, forzado a demostrar mesura en su comportamiento, no podía, empero, olvidarse del cumplimiento de las obligaciones de su estirpe maldita. Aquella misma noche, antes de que la luna se ocultara, tenía que beber la sangre de una virgen para pagar su anual tributo demoníaco. Lo haría, estaba dispuesto a ello y le sobraban malas artes para conseguirlo, vengándose además de Robert, el enemigo más peligroso del castillo, mucho más aún que el buen Señor de las Islas.
Ya le restaba muy poco tiempo al vampiro para satisfacer el tributo que debía; era obligado, pues, que se ganase el amor y la confianza de otra virginal joven, a la espera de la noche en que pudiera beber la sangre de Lady Margaret.
Decidido con todas sus fuerzas a no verse reducido a la nada, el vampiro, mientras Robert vigilaba la entrada a los aposentos de la hija de su señor, optó por la vileza de tentar a la doncella Effie. Viendo que la pobre muchacha volvía a su habitación, cansada después de velar por Lady Margaret, entró allí, se interesó por la salud de su prometida, y comenzó a decir a la doncella, con tono de mucho sentimiento, cuánto le dolía la incomprensión del señor de la casa, y que creyera en estúpidas supersticiones en las que por lo general sólo creen las viejas viudas de las aldeas, las mismas que creen en los duendes y en los espíritus del agua… La virginal muchacha lo escuchaba atónita, y en cuanto el vampiro vio en sus ojos el brillo de la aceptación y de la lástima, dijo que su belleza le había cautivado, que su inocencia era para él una suerte de encantamiento del que no podía salir, y que para alcanzar la dignidad y el rango de Lady Margaret no necesitaba otra cosa sino cambiar de vestidos y de casa, lo que él, Conde de Marsden, estaba dispuesto a concederle.
—Pero, mi señor, yo soy una ignorante, no sé tocar instrumentos musicales, ni cantar, ni bailar, ni hacer los honores a los invitados…
Las palabras de la doncella complacieron al vampiro, pues denotaban en ella la simpleza que más podía favorecer a sus arteras intenciones.
—Todo eso no tiene importancia —dijo el malvado—. Conozco a muchas damas bien educadas que podrían enseñarte todas esas cosas. Ellas te pulirían para que brillase mejor tu gracia natural, tu belleza agreste. Te pondría igualmente una dama que velase por ti en mi ausencia, y tutores… Yo mismo disfrutaría con la deliciosa tarea de educarte… Confía en mí y te convertiré en la dama de mayor rango y dignidad que hayan conocido estas tierras.
Effie adujo unas cuantas dificultades más, que a su juicio la impedían convertirse en una dama, pero el vampiro fue rebatiéndoselas una a una hasta convencerla de que, en efecto, podía ser una dama de más dignidad que la propia Lady Margaret, y prometió compensar a Robert con una buena suma de dinero por la pérdida de su amada.
Effie cedió a la tentación. No debemos reprochárselo, sin embargo, ni recriminar su comportamiento. Téngase en cuenta que el vampiro, además de tener unos ojos que ejercían la fascinación del basilisco, sabía del uso de las palabras que más llegan al corazón de las mujeres. Y téngase en cuenta además que, si había cautivado a la joven y bien educada hija del Señor de las Islas, ¿cómo no iba a hacerse con el favor de una pobre infeliz como Effie?
Una vez obtenido el favor de la doncella, tenía el vampiro que asegurarse la pieza. La convenció de que era preciso que se unieran en matrimonio cuanto antes, pues sólo así podrían escapar de Robert, quien, celoso, de saber algo acerca de la palabra de amor que se acaban de dar, trataría por todos los medios de impedir que fuesen felices. La instó, pues, a reunirse con él en una hora, en cierto punto del bosque que rodeaba el castillo, donde él la aguardaría con un caballo para dirigirse ambos hasta un convento que estaba a unas cinco millas de distancia y pedir al sacerdote que uniera sus manos.
Claro está, no pretendía desposar a Effie, sino inmolarla en el bosque y beber la sangre de su corazón, a fin de vivir el tiempo necesario para casarse con Lady Margaret y esperar la llegada del momento propicio en que saciar en ella su sed de sangre y consumar así su venganza sobre el barón, al que odiaba por tanto como se había interpuesto en los designios diabólicos que animaban su paso por este mundo.
¡Menos mal que la pobre y confiada Effie contaba con la protección de su enamorado! Sólo gracias a eso pudo evitarse que traicionara a Robert y también a Lady Margaret.
La esperaba ya el vampiro en el lugar convenido, cuando con paso ligero salió del castillo. Pero justo en ese instante Robert pidió al barón que lo sustituyese en el puesto de vigilancia que ocupaba, para hacer él una ronda por los alrededores, lo que llevó a cabo no sin antes tomar su pistolón. Así vio a Effie dirigirse al bosque y la siguió hasta llegar al lugar donde la aguardaba el vampiro. Atónito comprobó cómo el emisario del maligno tendía su mano a la doncella y la montaba a lomos del caballo. Gritó entonces Robert instándoles a detenerse, pero el vampiro, lejos de obedecer, espoleó a su caballo. Robert apuntó con su arma y disparó. Cayó el vampiro a tierra, mortalmente herido en su esencia corporal. Robert rescató a la doncella, cuyo virginal corazón había logrado preservar. Nunca le reprocharía Robert aquella escapada con el vampiro, ni la pasión que creyó sentir por el falso Conde de Marsden. Transcurrido un corto espacio de tiempo se casaron y fue una muy bella y excelente esposa, y aunque siempre se mantuvo hermosa no consintió en ninguna tentación, pues aquella lamentable aventura le había supuesto una gran prueba, felizmente superada, contra la seducción.
Pero volvamos al vampiro… Yacía sangrando en el suelo mientras Robert llevaba a Effie al castillo, pidiéndole que nada dijera de lo que había sucedido, pues podía ocurrir que alguien pensara que había matado al verdadero Conde de Marsden. Una vez allí, contó al barón todo lo que había pasado, sorprendiéndose grandemente su señor de tales hechos, de los que a la vez se alegraba, felicitando a Robert por todo ello, ya que comprendía que se hubiera sentido vejado, tanto como él lo estaba al conocer que quien se decía Conde de Marsden había intentado traicionar igualmente a su hija con otra mujer. Rápidamente salieron el Señor de las Islas y su fiel asistente hacia el lugar del bosque donde yacía el vampiro.
—Recuerdo ahora —dijo Robert cuando estuvieron ante el cuerpo del vampiro— aquellos momentos en Flandes, cuando retiramos del campo de batalla el cuerpo del verdadero Conde de Marsden… Pero este cuerpo ante el que estamos, mi señor, no es sino uno cualquiera al que Belcebú ha insuflado vida, el cuerpo de alguien a quien Belcebú ha concedido una segunda existencia.
El vampiro estaba muerto, pero sangraba abundantemente porque mantenía intactos sus sentidos. Declaró, sin embargo, que la vida se le acababa y que comprendía bien a Robert por haberlo matado. Dijo también que no pretendía saciar su sed de sangre con Effie, sino asustarla, sin más, para llevarla después al castillo sana y salva.
—Pues no me gustan esas bromas —dijo Robert—. Ahora pagas con tu vida todas las maldades que has hecho, y mueres solo, sin los honores con que mueren los nobles.
El falso Conde proclamó entonces, con la débil voz de los moribundos, que no era un vampiro. Acusó a Robert y al barón de haber dudado de él sin razón, pero Robert, sin prestar atención a sus protestas, le preguntó si había acudido al castillo para cumplir un cometido infernal.
—¡Para cumplir una blasfemia! —le gritó con sus últimas fuerzas, por toda respuesta, el vampiro.
El barón desenfundó entonces su espada y se la clavó en el pecho.
—Dame, señor, ese anillo con un topacio que llevas en tu dedo —le suplicó el vampiro—. Dámelo en señal de amistad, pues quiero morir sabiendo que me perdonas.
Le concedió el Señor de las Islas este último deseo, pues era hombre piadoso.
—Ahora —siguió diciendo el vampiro mientras apretaba el anillo junto a su pecho, muy cerca de donde tenía clavada la espada—, toma de nuevo el anillo y llévalo a la Cueva de Fingal. Allí lo depositarás sobre una gran piedra que hay en el lado norte de la cueva. Sólo así hallaré la paz eterna, sólo así evitarás que mi alma vague y ansíe las tentaciones de lo humano. Dejaré de existir en pocos minutos; entiérrame mañana, cuando regreses de la cueva, y no olvides hacer con este anillo lo que te pido, pues sólo así evitarás mi resurrección.
Pocos minutos después, efectivamente, exhaló el vampiro un lamento y su voz quedó tan muerta como lo estaba su cuerpo desde el momento en que recibió el disparo de Robert. El barón y su asistente se aprestaron a cumplir la última voluntad del vampiro, satisfechos no sólo por su desaparición, sino por el hecho de que muriese con la contrición con que lo haría un mortal, como si en verdad fuese el Conde de Marsden y no un vampiro. Regresaron al castillo con la intención de dirigirse al día siguiente a la cueva, a hora temprana. Nada dijeron, sin embargo, de la muerte de Ruthven; Effie, por ello, supuso que la herida causada por el disparo de su prometido no era importante, lo que la llenó de tranquilidad, pues no quería pensar que su buen Robert había sido capaz de matar a un hombre por la espalda.
Salieron el barón y Robert del castillo apenas amaneció, ansiosos de cumplir la última voluntad del vampiro, y no menos ansiosos por acabar así con la maldición de su alma en pena.
Poco podían imaginar los dos crédulos y piadosos guerreros que no eran sino los agentes de otra indigna añagaza del vampiro, que al apretar contra su pecho aquel anillo lo convirtió en un elemento mágico al servicio de su perversión.
En realidad, aquel cuerpo, que tenía vida insuflada por un alma en pena, no podía ser destruido por una espada, siempre y cuando se dieran las condiciones que bien sabía el vampiro, tales como que el anillo fuera depositado en aquella piedra. El espíritu maligno revoloteaba en torno al cuerpo yaciente, a la espera de poder continuar así su carrera de infinitas depravaciones.
El buen Señor de las Islas y su fiel Robert encontraron sin mayor dificultad la cueva, en la que entraron no sin cierto temor, pues sabían que estaban en un lugar mágico, lo que les hacía aprensivos. Depositó Lord Ronald el anillo en la piedra, y al instante se convirtieron el oro y el topacio en una serpiente. Salieron aprisa de allí, donde todo era silencio.
Cuando se dirigían al árbol en el que habían dejado atados sus caballos, tronó una tormenta. No estaban sus caballos, a los que buscaron en vano por los alrededores. Seguían buscándolos aún cuando oyeron una voz muy dulce y armoniosa que decía:
Ariel os invita a que os marchéis aprisa,
Ariel os dice que no os quedéis
a contemplar las hórridas escenas
del fatal Hallow E’en[2].
Corred, corred y salvaos
de las tretas terribles y los cepos
que os prepara el vampiro.
—Robert —dijo el barón—, ¿has oído eso, o es que mis oídos mienten? Y antes de que Robert pudiera responderle, se dejó sentir de nuevo la misma voz, que decía:
No perdáis más tiempo
y acudid prestos a vuestra casa o
Margaret caerá definitivamente
en las garras del vampiro.
—Debemos ir cuanto antes al castillo, mi señor —dijo Robert—. Quien nos avisa es Ariel, un espíritu benigno… ¡Maldito vampiro! Ahora lo comprendo todo, mi señor… Nos ha utilizado al servicio de su maldad.
—No me asustes, por favor… Lo que dices no tiene sentido —protestó el barón—. Hemos visto muerto al falso Conde de Marsden.
—No, mi señor —replicó Robert—. El verdadero Conde murió en Flandes… Pero es cierto que parece tener más vidas que el gato negro de la bruja de Endor[3]… Pienso en cosas terribles… No perdamos más tiempo, por favor.
Pero retrasó la vuelta de ambos lo intrincado del bosque, y hubieron de acudir a toda su paciencia y a su sentido de la orientación para encontrar el camino de regreso. Ya iban por el sendero propicio cuando les salieron al paso unos hombres a caballo.
—Hola, buenos lugareños. ¿Podríais indicarnos el camino para llegar al castillo de Lord Ronald, el Señor de las Islas, como es conocido entre los más nobles caballeros?
—¿Y a qué vais allí? —preguntó el barón a quien se había dirigido a ellos—. Bien, seguidnos, también nosotros vamos allí.
—Soy Hildebrand, el hijo de la hermana de Lord Gowen. Me envía mi madre a presentar mis respetos al Señor de las Islas, quien no me ha visto desde los primeros días de mi infancia.
—¡Bienvenido! —exclamó el barón—. Tú, el hijo de mi querida Ellen… Soy tu tío, joven… Pero por una serie de circunstancias, aquí me tienes haciendo a pie el camino de vuelta a mi castillo.
—¡Qué gran suerte la mía! —dijo el joven caballero bajando de su montura para abrazar a su tío—. Mirad, traemos caballos de refresco, podéis montarlos.
Eso alegró mucho a Lord Ronald y a Robert, naturalmente. Montaron las nobles bestias que les fueron ofrecidas y partieron todos en dirección al castillo.
Hildebrand, a lo largo del camino, fue puesto al corriente por su buen tío de todo cuanto había acontecido en su casa en los últimos tiempos. Todo aquello, como no podía ser de otra manera, aterrorizó al apuesto joven, que se interesó vivamente por Lady Margaret. El joven Gowen lo conocía todo acerca de los vampiros, ya que había sido aleccionado al respecto por la Condesa, su madre, la hermana del Señor de las Islas. Por eso sabía bien que con la añagaza del anillo el vampiro pretendía asegurarse la resurrección.
Arreció entonces la tormenta, lo que les obligó a avanzar despacio en medio de aquella oscuridad sólo iluminada por los relámpagos que preceden al trueno. El joven Conde Gowen había pedido a su buen tío ir hasta el lugar donde habían dejado el cuerpo del vampiro, y cuando llegaron allí comprobaron que no estaba.
—Ya me lo suponía —dijo el Conde—. Y pronto saldrá la luna.
Entonces se dejó sentir de nuevo la dulce voz de Ariel.
Corred, corred y salvaos
de las tretas terribles y los cepos
que os prepara el vampiro.
Espolearon a sus caballos; como la tormenta amainó tras dejarse sentir la voz de Ariel, pronto llegaron a los dominios del castillo. Allí sonaba la música, oyeron perfectamente el tañido de un arpa; el hall estaba iluminado como en los días de las grandes recepciones y se había levantado allí un altar suntuoso. Estaba a punto de iniciarse, por tercera vez, el casamiento, lo que corrieron a impedir el barón, Robert y el Conde Gowen. Pero en cuanto Lady Margaret vio a su primo, quedó prendada. Era la otra figura que al descorrer la cortina le habían mostrado Uno y Ariel el día de su primera visita a la cueva. Se deshizo la pasión que hasta entonces había sentido por el vampiro, como la nieve se derrite bajo el imperio del sol.
El vampiro parecía adornado de fuerzas sobrenaturales, pues resistió los esfuerzos de aquellos hombres por reducirlo, y ni siquiera sus espadas parecieron atemorizarle. Luchaba contra todos asegurando que en breve, una vez los hubiese vencido, partiría con Lady Margaret, luego de desposarla ante aquel altar. Había regresado aquella tarde, diciendo que gozaba de la anuencia del barón, por lo que llevaba el anillo del noble. Rápidamente, con el contento de Lady Margaret, la servidumbre del castillo hizo los preparativos. La llegada del barón, acompañado de aquellos caballeros y de Robert, frustró una vez más las ansias de sangre virginal que tenía el vampiro.
No obstante, aquel espíritu maligno no estaba dispuesto a rendirse. Ya había herido a dentelladas y a golpes a varios de los hombres que intentaban reducirlo, y habiéndose hecho con una espada saltó al altar para defenderse mejor mientras gritaba que nadie le impediría desposar de una vez a su amada. Pero de pronto cambió la escena. Salió la luna sin que el vampiro hubiese podido pagar su tributo de sangre a Belcebú y se dejó sentir un gran trueno. Exhaló entonces aquel ser vil un grito de horror, cayó al suelo y rodó entre estertores largo rato, hasta que se mezcló con el aire sin que pudiera vérsele más. Aquello suponía el final de un ser tan depravado.
Unos meses después de ocurridos los hechos, Margaret se unía en matrimonio al Conde Gowen. Vivieron felices mucho tiempo y juntos llegaron a una edad venerable, haciendo buena la predicción de los espíritus de la Cueva de Fingal:
Pero ten en cuenta, virgen adorable,
que ya casada no habrás de conocer
un segundo lecho nupcial.