41
El Zheng He y el Liu Yang permanecieron durante unos días en las inmediaciones de la Tierra Este 2.201.749. Los científicos catalogaron sus observaciones y especímenes, mientras los ingenieros reptaban por encima de los dirigibles para comprobar sus sistemas y efectuar operaciones rutinarias de mantenimiento.
Después siguieron su curso, hacia los reinos de la Tierra Larga oriental que nunca había explorado una tripulación china, o de cualquier otra parte. Hacia lo desconocido.
Poco después, las naves hicieron una parada más larga, junto a la Tierra Este 2.217.643. Allí encontraron una Brecha: una interrupción en la cadena de mundos paralelos que formaba la Tierra Larga, donde la Tierra en cuestión había desaparecido. Roberta comentó discretamente a Jacques que la primera Brecha occidental, descubierta por Joshua Valienté, se encontraba en las cercanías de la Tierra Oeste dos millones. Sin duda, del parecido de esos dos números podía extraerse alguna conclusión acerca del gran árbol de probabilidad que era la Tierra Larga.
El dirigible de Valienté había quedado destrozado por el salto al vacío que era la Brecha. Las naves chinas iban mejor preparadas. Sus tripulaciones las pusieron a cruzar hacia delante y hacia atrás de la Brecha, para lanzar sondas automáticas reforzadas que, dado el impulso de la rotación de las Tierras vecinas, salían disparadas hacia el cielo negro y despoblado del mundo vacío. Jacques observó sin mucho interés las imágenes que regresaban: estrellas que se parecían mucho a las que se verían desde cualquier mundo, planetas que trazaban sus órbitas habituales con una soberbia indiferencia a la ausencia de la Tierra. La tripulación, en cambio, estaba fascinada, como no la habían fascinado los humanoides y los descendientes de los dinosaurios. Jacques se recordó a sí mismo que aquella misión la había organizado una agencia espacial; no era de extrañar que entrever el universo más amplio excitara la curiosidad de los tripulantes.
Y Roberta también parecía interesada. Solicitó que se hiciera estudiar a las sondas los planetas vecinos, Marte y Venus, para buscar cualquier diferencia en sus atmósferas y superficies.
Una vez completada esa investigación inicial de la nueva Brecha, el capitán Chen, con una sonrisa emocionada más bien infantil, fue a ver a sus pasajeros y los instó a acudir a la cubierta de observación a la mañana siguiente.
—Entonces empezará el auténtico viaje…
Cuando llegó la mañana, Jacques y Roberta se unieron a la teniente Wu delante de las grandes ventanas de proa, Jacques con un café entre las manos, Roberta con un vaso de agua. Los dirigibles estaban suspendidos en el firmamento de aquel último mundo, dos estilizados peces celestiales sobre un extenso manto de bosque. Había un río a media distancia, una franja cristalina, y más allá se extendía el vasto y poco profundo mar que era característico de aquellos mundos cálidos, azul hasta el horizonte.
Los cruces empezaron sin previo aviso, y los mundos se sucedieron como páginas de un libro que se pasaran cada vez más deprisa. Al cabo de poco viajaban a un cruce por segundo, un ritmo al que ya estaban todos acostumbrados a esas alturas, y los sistemas climáticos desfilaban al compás del pulso de Jacques: sol, nubes, lluvia, tormentas, incluso alguna que otra nevada. Los detalles del bosque fluctuaban —en un momento dado apareció un cráter enorme y sin duda reciente justo debajo de la proa del Zheng He, antes de desaparecer de la escena como una pieza de atrezo— y de vez en cuando un mundo se iluminaba, u oscurecía, momento en el que Jacques sabía que los sistemas de la nave registrarían la presencia de otro Bromista más.
Chen se les unió y agarró la barandilla de madera pulida que recorría la parte interior de la ventana.
—Les recomiendo que se agarren fuerte.
Detrás de ellos, los trolls empezaron a cantar «Eight Miles High».
El ritmo de los cruces se aceleró. De repente a Jacques el paso de los mundos le resultó visualmente incómodo, como si le hubieran plantado delante de la cara una luz estroboscópica cuyos destellos fueran aumentando de frecuencia. Intentó concentrarse en la posición del sol de la mañana, que se mantenía constante en los múltiples cielos, pero distintos velos de nubes le tapaban y destapaban la cara, y el cielo era un tornasol blanco, gris y azul. Todo el mundo se asió a la barandilla, incluida Roberta. A Jacques le pareció oír un rumor de motores, y le dio la sensación de que los dirigibles se desplazaban hacia delante a la vez que cruzaban. Vio flexionarse el casco plateado del Liu Yang, un poderoso pez de plástico que nadaba a través de la luz parpadeante de un mundo tras otro.
A sus espaldas, un tripulante vomitó.
—Se nos pasará —dijo Yue-Sai—. Todos nos hemos sometido a pruebas para detectar cualquier tendencia a la epilepsia, y la medicación contra las náuseas se ha aplicado con rigor. El malestar remitirá dentro de un momento…
Los cruces continuaron, cada vez más rápidos. Cada vez más rápidos, los sistemas climáticos destellaron ante sus ojos. Jacques se obligó a seguir mirando y se concentró en la barandilla que tenía bajo las manos y en las vibraciones que los motores de la nave transmitían a través del suelo que pisaba.
Y entonces el parpadeo pareció diluirse, a medida que los mundos se fusionaban en una especie de borrón continuo. El sol, más pálido de lo normal, flotaba paciente en el mismo punto de un cielo aparentemente despejado, que adoptó un color azul intenso, como si fuera el atardecer. Abajo, el paisaje devino brumoso e indefinido, con montes que eran formas grises y tenues y extensiones de bosque que parecían crecer, temblar y desvanecerse. El río, que hasta ese momento había serpenteado convulso a través del paisaje, de repente se ensanchó, como si inundara de gris plateado una ancha franja de terreno, y también la costa del océano dio paso a un amplio borrón, al desdibujarse el límite entre la tierra y el mar.
—Hemos superado el umbral de fusión del parpadeo —murmuró Roberta.
—¡Sí! —exclamó Chen—. Ahora mismo viajamos a nuestra velocidad punta, la friolera de cincuenta mundos por segundo. Los mundos pasan más deprisa que el refresco de una pantalla digital, más deprisa de lo que el ojo puede apreciar. A este ritmo, si lo mantuviéramos, podríamos atravesar más de cuatro millones de mundos… al día.
—Pero también nos movemos lateralmente, ¿verdad? —preguntó Jacques—. ¿Por qué?
—La deriva continental —respondió Roberta al instante.
Chen asintió con gesto de aprobación.
—Correcto. En la Tierra Datum los continentes se desplazan a lo largo del tiempo. El ritmo viene a ser de dos centímetros y medio por año. Gracias a la acumulación de esos efectos, también se produce algo de deriva a medida que uno se desplaza entre mundos. De modo que nos movemos de forma lateral para que nuestros fantásticos motores nos mantengan sobre el centro de la placa tectónica en la que se asienta China. Mejor eso que perdernos del todo. —Guiñó un ojo a Jacques—. Nuestra tecnología china de dirigibles, por cierto, también ha batido récords de velocidad aérea. —Comprobó su reloj—. Y ahora, si me disculpan, tengo ingenieros que esperan que se les alabe, o se les tranquilice, o ambas cosas. El deber me llama…
Jacques reparó en que los dígitos más bajos del terrómetro montado en la pared de la cubierta se habían convertido en un borrón, como los mundos cuyo movimiento plasmaba el aparato, mientras que las cifras más altas e impresionantes, que cambiaban más despacio, reflejaban las espectaculares zancadas que daban en su avance hacia lo desconocido.
Los trolls, entretanto, seguían cantando.