Capítulo 28.

Miércoles, 6 de abril - Jueves, 7 de abril

Cerca de las ocho de la tarde, Bublanski se reunió con Sonja Modig en el Wayne’s de Vasagatan. Ella nunca había visto a su jefe tan abatido. Él la puso al corriente de los sucesos del día. Sonja guardó silencio durante un largo rato. Al final, alargó la mano y la apoyó encima del puño cerrado de Bublanski. Era la primera vez que ella lo tocaba; un simple gesto de amistad que no escondía ninguna otra intención. Él le dedicó una triste sonrisa y, de un modo igual de amistoso, le dio unas palmaditas en la mano.

—Tal vez deba jubilarme —dijo.

Ella le sonrió con indulgencia.

—Esta investigación hace aguas por todas partes —prosiguió—. Le he contado a Ekström los acontecimientos del día y la única instrucción que me ha dado ha sido: «Haz lo que te parezca mejor». Está como paralizado.

—No me gusta hablar mal de mis superiores, pero, por lo que a mí respecta, se puede ir a hacer puñetas.

Bublanski asintió.

—Formalmente, te has reincorporado a la investigación. Sospecho que no piensa pedirte perdón.

Ella se encogió de hombros.

—Ahora mismo tengo la sensación de que todo el equipo investigador se limita a nosotros dos —dijo Bublanski—. Faste salió esta mañana echando chispas y ha tenido el móvil apagado durante todo el día. Si no aparece mañana, tendré que emitir una orden de búsqueda.

—Me trae sin cuidado que Faste se mantenga alejado de la investigación. ¿Qué va a pasar con Niklas Eriksson?

—Nada. Yo quería detenerlo y procesarle pero Ekström no se ha atrevido. Le hemos echado y yo he ido a Milton a tener una seria conversación con Dragan Armanskij. Hemos interrumpido la colaboración con Milton, lo cual significa que, por desgracia, también perdemos a Sonny Bohman. Es un buen poli.

—¿Y cómo se lo ha tomado Armanskij?

—Se ha quedado hecho polvo. Lo interesante es que…

—¿Qué?

—Armanskij me ha contado que Eriksson siempre le cayó mal a Lisbeth Salander. Se ha acordado de cuando, hace ya un par de años, ella le dijo que debería despedirlo y que era un hijo de puta, aunque no quiso explicarle por qué. Armanskij, obviamente, no siguió su consejo.

—Vale.

—Curt continúa en Södertälje. En breve van a llevar a cabo un registro domiciliario en casa de Carl-Magnus Lundin. Jerker se halla en plena faena, cerca de Nykvarn, desenterrando trozo a trozo al viejo taleguero Kenneth Gustafsson, el Vagabundo. Y, justo antes de venir aquí, me volvió a llamar para decirme que habían encontrado a otra persona enterrada. A juzgar por la ropa, se trata de una mujer. Parecía llevar allí bastante tiempo.

—Un cementerio en pleno bosque. Jan, esta historia parece mucho más siniestra de lo que imaginamos en un principio. Supongo que no le imputaremos también a Salander los asesinatos de Nykvarn.

Bublanski sonrió por primera vez en muchas horas.

—No. Habrá que descartarla. Aunque sí va armada y le ha pegado un tiro a Lundin.

—Sin embargo, le disparó en el pie y no en la cabeza. En el caso de Magge Lundin tal vez no haya mucha diferencia, pero hemos partido de la hipótesis de que el culpable de los asesinatos de Enskede es un excelente tirador.

—Sonja, esto carece de sentido por completo. Magge Lundin y Sonny Nieminen son dos pesos pesados de la violencia con una lista kilométrica de antecedentes penales. Es cierto que Lundin ha engordado unos kilos y quizá no esté en plena forma, pero es un tipo peligroso. Y Nieminen es un auténtico salvaje al que le tienen miedo incluso los tipos más brutos. No me entra en la cabeza que una chavala tan bajita y raquítica como Salander les haya dado una paliza así. Lundin está gravemente herido.

—Mmm.

—No es que no se lo merecieran, lo que no entiendo es cómo lo hizo.

—Pues tendremos que preguntárselo cuando demos con ella. Aun así, recuerda que, según todos los informes, es violenta.

—Ya, pero de todas maneras, no soy capaz de visualizar lo que sucedió en esa casa. Estamos hablando de dos tíos con los que a Curt Svensson le habría preocupado pelear por separado. Y Curt no es lo que se dice un blandengue.

—La cuestión es si ella tenía motivos para meterse con Lundin y Nieminen.

—Una chica sola con dos psicópatas, dos verdaderos idiotas purasangre, en una casa de campo desierta… Se me ocurre algún que otro motivo —dijo Bublanski.

—¿La ayudaría alguien? ¿Habría otra persona en el lugar?

—En el examen técnico no hay nada que lo indique. Salander entró en la casa; había una taza de café en la mesa. Y, además, tenemos el testimonio de Anna Viktoria Hansson, esa mujer de setenta y dos años que es como una especie de portera de la zona y que registra todo lo que se mueve por allí. Jura que los únicos que pasaron fueron Salander y los dos caballeros de Svavelsjö.

—¿Y cómo entró en la casa?

—Con llave. Supongo que la cogió del apartamento de Bjurman. ¿Te acuerdas de…

—… del precinto cortado? Sí, la señorita sabe lo que hace.

Durante unos cuantos segundos, Sonja Modig tamborileó con los dedos sobre la mesa y, acto seguido, sacó otro tema.

—¿Se ha demostrado que fue Lundin el que participó en el secuestro de Miriam Wu?

Bublanski asintió.

—Paolo Roberto le ha echado un vistazo a una carpeta con fotos de tres docenas de moteros. Lo identificó en seguida y sin vacilar. Dice que es el hombre que vio en el almacén de Nykvarn.

—¿Y Mikael Blomkvist?

—No lo he podido localizar. No coge el móvil.

—Vale. Lundin encaja con la descripción de la agresión de Lundagatan; por lo tanto, podemos suponer que Svavelsjö MC lleva un tiempo detrás de Salander. ¿Por qué?

Bublanski, no sabiendo qué decir, levantó las manos con las palmas hacia arriba.

—¿Habrá estado viviendo Salander en la casa de Bjurman mientras la buscábamos? —se preguntó Sonja Modig en voz alta.

—También se me había ocurrido, pero Jerker no lo cree probable. La casa no parece haber sido habitada recientemente y tenemos un testigo que dice que llegó a la zona hoy.

—¿Y por qué iría hasta allí? Dudo que hubiese quedado con Lundin.

—Yo también. Estaría buscando algo. Lo único que encontramos fueron un par de carpetas que parecen ser la investigación que Bjurman realizó sobre Lisbeth Salander. El material es de lo más diverso, desde informes de los servicios sociales y la comisión de tutelaje hasta viejos boletines de notas escolares. No obstante, faltan algunas carpetas. Están numeradas por detrás; tenemos la uno, la cuatro y la cinco. —Faltan la dos y la tres.

—Y hasta es posible que hubiera números más altos.

—Lo cual nos lleva a plantearnos lo siguiente, ¿por qué Salander buscaría información sobre sí misma?

—Se me ocurren dos razones. O quiere ocultar algo que sabe que Bjurman había escrito sobre ella o quiere enterarse de algo. Pero hay una pregunta más.

—¿Cuál?

—¿Por qué reunió Bjurman tanta documentación sobre ella y la ocultó en su casa de campo? Al parecer, Salander la encontró en el desván de la casa. Él era su administrador y su trabajo consistía en ocuparse de la economía de Lisbeth y de cosas por el estilo. Sin embargo, las carpetas dan la impresión de que estaba obsesionado con hacer un pormenorizado compendio de su vida.

—Cada vez estoy más convencido de que ese Bjurman era un tipo siniestro. Precisamente, lo he pensando hoy cuando estaba en Millennium repasando la lista de puteros. De repente, me di cuenta de que esperaba que, de un momento a otro, apareciera allí el nombre de Bjurman.

—Es un buen razonamiento. Bjurman guardaba en su ordenador mucha pornografía violenta, la que tú descubriste. Merece la pena tenerlo en cuenta. ¿Y has averiguado algo?

—No estoy segura. Mikael Blomkvist está entrevistando, uno a uno, a la gente de la lista, pero, según Malin Eriksson, la chica de Millennium, todavía no ha encontrado nada de interés. Jan, debo decirte una cosa.

—¿Qué?

—No creo que Salander sea culpable de esto; me refiero a lo de Enskede y Odenplan. Al principio, yo estaba tan convencida como los demás; sin embargo, ya no. Y no sé explicarte muy bien por qué.

Bublanski asintió con la cabeza. Se dio cuenta de que estaba de acuerdo con Sonja Modig.

El gigante rubio deambulaba agitado por la casa que Magge Lundin poseía en Svavelsjö. Se detuvo frente a la ventana de la cocina y escudriñó el camino. A esas alturas, ya deberían haber vuelto. Sintió cómo la inquietud le encogía el estómago. Algo iba mal.

Además, no le gustaba encontrarse solo en la casa de Magge Lundin. No la conocía. En la planta superior, cerca de su cuarto, había un desván, y la casa crujía constantemente, lo que le incomodaba. Intentó sacudirse de encima esa molesta sensación. El gigante rubio sabía que era una tontería, pero nunca le había gustado estar solo. No les tenía el más mínimo miedo a las personas de carne y hueso; no obstante, consideraba que había algo indescriptiblemente inquietante en una casa vacía en medio del campo. Los ruidos desataban su imaginación. No podía apartar de su mente la idea de que algo oscuro y siniestro le observaba a través de la rendija de alguna puerta. A veces, incluso le parecía oír a alguien respirando.

De joven siempre se habían burlado de él por su miedo a la oscuridad. Bueno, se burlaron hasta que él reprendía con contundencia a aquellos compañeros —en ocasiones, bastante más mayores— que encontraban placer en ese tipo de diversión. Reprender a la gente se le daba bien.

Ese miedo le resultaba embarazoso. Odiaba la oscuridad y la soledad. Y odiaba a los seres que las poblaban. Deseaba que Lundin volviese a casa; la presencia de Lundin restablecería el equilibrio. Aunque no intercambiaran ni una sola palabra ni se encontraran en la misma habitación, al menos oiría sonidos y movimientos concretos y sabría que había gente cerca.

Intentó olvidarse de su estado poniendo música y buscando algo para leer en las librerías de Lundin. Por desgracia, la vena intelectual de Lundin dejaba mucho que desear y tuvo que contentarse con una colección de publicaciones de coches y motos, revistas para hombres y libros de bolsillo manoseados, novelas negras de las que nunca le habían interesado. La soledad se le antojaba cada vez más claustrofóbica. Dedicó un rato a limpiar y engrasar el arma que llevaba en su bolsa, cosa que, temporalmente, ejerció un efecto calmante sobre él.

Al final, no resistió quedarse más tiempo en la casa. Sólo para que le diese un poco el aire, salió a dar un corto paseo por el patio. Se mantuvo fuera de la vista de las casas vecinas, pero se detuvo para poder contemplar las ventanas iluminadas en las que había gente. Al quedarse quieto, alcanzó a oír música a lo lejos.

Cuando se disponía a entrar en la vieja casa de madera de Lundin, sintió una intensa inquietud y se paró un largo rato en la escalera. El corazón le latía a mil por hora. Acto seguido, se sacudió el malestar y abrió la puerta con decisión.

A las siete, bajó y puso la tele para ver las noticias de TV4. Estupefacto, escuchó primero los titulares y, luego, la descripción del tiroteo de la casa de campo de Stailarholmen. Era la noticia principal del día.

Subió corriendo al cuarto de invitados de la planta alta y metió sus pertenencias en la bolsa. Dos minutos más tarde, salió por la puerta y arrancó derrapando el Volvo blanco.

Escapó en el último momento. A tan sólo un kilómetro de Svavelsjö, se cruzó con dos coches patrulla, con las sirenas puestas, que se dirigían al pueblo.

Tras no pocos esfuerzos, Mikael Blomkvist pudo ver, por fin, a Holger Palmgren cerca de las seis de la tarde del miércoles. La dificultad residió en convencer al personal de que le dejaran entrar. Insistió con tanto empeño que a la enfermera responsable no le quedó más remedio que llamar a un tal doctor A. Sivarnandan, quien, al parecer, vivía cerca de la residencia. Sivarnandan llegó apenas pasados quince minutos y atendió al obcecado periodista. Al principio, no mostró ninguna intención de colaborar. Durante las dos últimas semanas, numerosos periodistas habían dado con Holger Palmgren y, por medio de métodos más bien desesperados, habían tratado de entrevistarle para obtener alguna declaración. Holger Palmgren se negaba en redondo a recibir semejantes visitas y el personal recibió la orden de no dejar pasar a nadie.

Sivarnandan también había seguido el desarrollo de los acontecimientos con una enorme preocupación. Le horrorizaron los titulares que Lisbeth Salander había provocado en los medios informativos y notó que su paciente se había sumido en una profunda depresión que —sospechaba Sivarnandan— era el resultado de la imposibilidad de Palmgren para actuar. Éste había interrumpido su rehabilitación y se pasaba los días en su cuarto leyendo los periódicos y siguiendo la caza de Lisbeth Salander por televisión. No hacía más que darle vueltas al tema.

Decidido, Mikael se sentó frente a la mesa del doctor Sivarnandan y le aseguró que bajo ningún concepto quería someter a Holger Palmgren a incomodidad alguna y que su objetivo no era obtener ninguna declaración. Le explicó que era amigo de Lisbeth Salander, que no dudaba de su inocencia y que estaba buscando, desesperadamente, información que pudiera arrojar luz sobre ciertos aspectos de su pasado.

El doctor Sivarnandan era un hueso duro de roer. Mikael tuvo que dar cuenta detallada de qué pintaba él en toda aquella historia. Tras más de media hora de discusión Sivarnandan accedió. Le pidió a Mikael que esperara mientras subía al cuarto de Holger Palmgren para preguntarle si deseaba recibirlo.

Sivarnandan volvió pasados diez minutos.

—Ha consentido verle. Si no le cae bien, le echará a patadas. No puede entrevistarlo ni publicar nada sobre la visita.

—Le garantizo que no escribiré ni una sola línea.

Holger Palmgren tenía un pequeño cuarto amueblado con una cama, una cómoda, una mesa y unas cuantas sillas. Tenía el aspecto de un espantapájaros escuálido y canoso con evidentes problemas de equilibrio, pero, aun así, se levantó cuando Mikael entró en la estancia. No le dio la mano, pero le señaló una de las sillas que había frente a la mesita. Mikael se sentó. El doctor Sivarnandan se quedó en la habitación. Al principio, cuando Holger Palmgren empezó a balbucir palabras, a Mikael le costó entenderlo.

—¿Quién es usted, que afirma ser amigo de Lisbeth Salander, y qué desea?

Mikael se recostó en el asiento. Reflexionó un breve instante.

—Señor Palmgren, no tiene por qué contarme nada. Sin embargo, antes de que decida echarme, le pido que escuche lo que quiero explicarle.

Palmgren hizo un sutil gesto afirmativo y, arrastrando los pies, se acercó hasta la silla que estaba frente a Mikael y tomó asiento.

—Conocí a Lisbeth Salander hace dos años. La contraté para que me ayudara a investigar un tema del que no puedo dar detalles. Ella se trasladó a la ciudad donde yo estaba viviendo temporalmente y trabajamos juntos durante varias semanas.

Se preguntó cuánto de todo aquello debería desvelarle a Palmgren. Decidió ser lo más fiel posible a la verdad.

—A lo largo de todo ese tiempo sucedieron dos cosas. Una fue que Lisbeth me salvó la vida; la otra, que, durante un período, fuimos muy buenos amigos. Llegué a conocerla y quererla mucho.

Sin entrar en detalles, Mikael le habló de su relación con Lisbeth y de cómo acabó de golpe hacía ya más de un año, cuando Lisbeth se fue al extranjero después de Navidad.

Luego, pasó a comentar su trabajo en Millennium, el asesinato de Dag Svensson y Mia Bergman y cómo él, de pronto, se había visto involucrado en la caza de un asesino.

—Tengo entendido que le han estado molestando los periodistas y sé que se ha publicado una sarta de estupideces. Por lo que a mí respecta, puedo garantizarle que no he venido aquí para obtener material para otro artículo. Estoy aquí en calidad de amigo de Lisbeth. Ahora mismo tal vez sea una de las poquísimas personas del país que está de su parte, sin segundas intenciones. Creo que es inocente. Y creo que un hombre llamado Zalachenko se halla detrás de los asesinatos.

Mikael hizo una pausa. Había detectado un brillo en los ojos de Palmgren al mencionar a Zalachenko.

—Si usted puede contribuir a arrojar luz sobre el pasado de Lisbeth, éste es el momento. Si no quiere ayudarla, estoy perdiendo el tiempo, pero sabré qué puedo esperar de usted.

Mientras Mikael disertaba, Holger Palmgren no había pronunciado palabra. Al escuchar ese último comentario, sus ojos brillaron de nuevo. Sonrió. Habló lo más lenta y nítidamente que pudo.

—¿Realmente desea ayudarla?

Mikael asintió con la cabeza.

Holger Palmgren se inclinó hacia delante.

—Describa el sofá de su salón.

Mikael le devolvió la sonrisa.

—En las ocasiones que la visité, tenía un mueble desgastado y muy feo, que podría tener cierto valor como curiosidad. Yo diría que databa de principios de los años cincuenta. Tiene dos cojines deformados de tela marrón con un dibujo amarillo. La tela se ha roto por varios sitios, por donde asoma el relleno.

De repente, Holger Palmgren se rió. Sonó más bien como un carraspeo. Miró al doctor Sivarnandan.

—Por lo menos ha visitado el apartamento. ¿Cree el señor doctor que sería posible ofrecer un café a mi invitado?

—Claro que sí.

El doctor Sivarnandan se levantó y abandonó la habitación, no sin antes detenerse en la entrada y despedirse de Mikael con un movimiento de cabeza.

—Alexander Zalachenko —dijo Holger Palmgren en cuanto la puerta se cerró.

Mikael abrió los ojos de par en par.

—¿Le suena su nombre?

Holger Palmgren asintió con la cabeza.

—Me lo dijo Lisbeth. Creo que es importante que le cuente esta historia a alguien, por si me muero súbitamente, cosa que no sería tan improbable.

—¿Lisbeth? ¿Cómo es posible que ella supiera de su existencia?

—Es su padre. —En un principio, a Mikael le costó entender lo que Holger Palmgren acababa de comunicarle. Luego, asimiló sus palabras.

—¿Qué diablos está diciendo?

—Zalachenko llegó aquí en los años setenta. Era una especie de refugiado político o algo así, nunca me ha quedado muy clara la historia y Lisbeth siempre se ha mostrado muy reacia a entrar en detalles. Era un tema del que se negaba a hablar.

«Su certificado de nacimiento. Padre desconocido».

—Zalachenko es el padre de Lisbeth —repitió Mikael.

—Durante los años que hace que la conozco, tan sólo en una ocasión —más o menos un mes antes de que yo sufriera el derrame cerebral— me contó lo que ocurrió. Lo que entendí viene a ser lo siguiente. Zalachenko llegó a Suecia a mediados de los años setenta. Conoció a la madre de Lisbeth en 1977, se hicieron novios y tuvieron dos hijas.

—¿Dos?

—Lisbeth y su hermana Camilla. Son gemelas.

—¡Dios mío! ¿Quiere decir que hay otra como ella?

—Son muy diferentes. Pero ésa es otra historia. La madre de Lisbeth se llamaba en realidad Agneta Sofía Sjölander. Tenía diecisiete años cuando conoció a Alexander Zalachenko. Ignoro los detalles, aunque, por lo que pude deducir, no era una joven muy independiente y representaba una presa fácil para un hombre mayor y más experimentado. Se quedó impresionada y se enamoró perdidamente de él.

—Entiendo.

—Zalachenko resultó ser cualquier cosa menos simpático. Él era mucho mayor que ella y supongo que lo que buscaba era una mujer que estuviera siempre dispuesta y poco más.

—Creo que tiene razón.

—Ella, como era natural, se imaginaba un futuro seguro a su lado, pero a él no le interesaba en absoluto el matrimonio. Nunca se casaron. Sin embargo, en 1979, ella cambió su nombre de Sjölander a Salander. Tal vez fuera su manera de manifestar que se pertenecían.

—¿Qué quiere decir?

—Zala. «Salander».

—¡Dios mío! —exclamó Mikael.

—Empecé a investigarlo poco antes de caer enfermo. Ella tenía derecho a adoptar el nombre porque su madre, o sea, la abuela de Lisbeth, se llamaba, de hecho, Salander. Lo que ocurrió después fue que, con el tiempo, Zalachenko resultó ser un psicópata de tomo y lomo. Se emborrachaba y maltrataba de un modo salvaje a Agneta. Por lo que tengo entendido, continuó con los malos tratos durante toda la infancia de las niñas. Hasta donde Lisbeth recuerda, Zalachenko aparecía y desaparecía sin previo aviso. A veces, se ausentaba largos períodos de tiempo para acabar regresando a Lundagatan cuando menos lo esperaban. Y siempre sucedía lo mismo. Zalachenko venía para beber y acostarse con ella, y terminaba torturando a Agneta Salander de distintas maneras. Los detalles que Lisbeth contaba sugerían que no sólo se trataba de maltrato físico. Iba armado y mostraba una actitud amenazadora, a la que había que añadir ingredientes de sadismo y terror psicológico. Tengo entendido que, con los años, las cosas no hicieron más que empeorar. La madre de Lisbeth vivió la mayor parte de los años noventa aterrorizada.

—¿Pegaba también a las niñas?

—No. Al parecer no tenía el más mínimo interés por ellas. Apenas las saludaba. La madre solía mandarlas al cuarto pequeño en cuanto Zalachenko se presentaba y no podían salir sin su permiso. En alguna ocasión le dio un tortazo a Lisbeth o a su hermana, pero más que nada porque molestaban o porque las pilló por allí en medio. Toda la violencia iba dirigida a la madre.

—¡Joder! Pobre Lisbeth.

Holger Palmgren asintió con la cabeza.

—Todo esto me lo contó Lisbeth aproximadamente un mes antes de que me diera el derrame. Fue la primera vez que habló sin trabas de lo que pasó. Acababa de decidirme a terminar, de una vez por todas, con esa tontería de su declaración de incapacidad. Lisbeth es tan inteligente como tú o como yo, así que lo preparé todo para que el tribunal revisara el caso. Luego, tuve el derrame y cuando me desperté estaba aquí.

Hizo un gesto con el brazo. Una enfermera llamó a la puerta y les sirvió café. Palmgren guardó silencio hasta que la enfermera dejó la habitación.

—Hay algunas cosas en esta historia que no acabo de entender. Agneta Salander se vio obligada a acudir al hospital en docenas de ocasiones. He leído su historial. Resultaba obvio que era víctima de un grave maltrato. Los servicios sociales deberían haber intervenido. Sin embargo, no pasó nada. Mientras la madre estaba en el hospital, Lisbeth y Camilla permanecían, temporalmente, en un centro de acogida, pero en cuanto le daban el alta, volvía a casa… hasta la siguiente paliza. La única explicación que encuentro es que todo el sistema de protección social fallaba y que Agneta tenía demasiado miedo como para hacer algo aparte de esperar a su torturador. Después, sucedió algo. Lisbeth lo llama Todo Lo Malo.

—¿Qué pasó?

—Zalachenko llevaba meses sin dejarse ver. Lisbeth había cumplido doce años. Casi empezaba a creer que él había desaparecido para siempre. Por supuesto, no fue así. Un día volvió. De inmediato, Agneta encerró a Lisbeth y a su hermana en el cuarto pequeño. Luego mantuvo relaciones sexuales con Zalachenko y, acto seguido, él empezó a maltratarla. Disfrutaba torturándola. En aquella ocasión ya no eran dos crías las que estaban encerradas. Las niñas reaccionaron de una manera distinta. A Camilla le daba pánico que alguien se enterara de lo que pasaba en su casa. Lo reprimía todo y hacía como si no pasara nada. Cuando las palizas terminaban, Camilla solía acercarse a su padre, lo abrazaba y fingía que todo iba bien.

—Su mecanismo de defensa.

—Sí, pero Lisbeth estaba hecha de otra pasta. En aquella ocasión, puso fin a los malos tratos. Fue a la cocina, cogió un cuchillo y se lo clavó a su padre en el hombro. Le asestó cinco cuchilladas antes de que Zalachenko pudiera quitárselo y pegarle un puñetazo. No le hizo heridas muy profundas, pero empezó a sangrar como un cerdo y desapareció.

—Eso suena a Lisbeth.

De repente, Palmgren se rió.

—Pues sí. Nunca te metas con Lisbeth Salander. Su filosofía es que si alguien la amenaza con una pistola, entonces, ella va y se hace con una pistola más grande. Por eso tengo tanto miedo ahora, con todo lo que está ocurriendo.

—¿Y eso fue Todo Lo Malo?

—No. Sucedieron dos cosas más. No alcanzo a entenderlo. Zalachenko estaba tan malherido como para tener que haber acudido a un hospital. Debería haberse abierto una investigación policial.

—Pero…

—Pero, por lo que he podido averiguar, no pasó nada en absoluto. Lisbeth me dijo que se presentó un hombre que habló con Agneta. No sabía quién era ni qué fue lo que comentó con su madre. Luego, ésta le dijo a Lisbeth que Zalachenko la había perdonado.

—¿Perdonado?

—Esa es la palabra que usó.

Y, de repente, Mikael lo comprendió todo.

«Björck. O alguno de los colegas de Björck. Se trataba de limpiar por donde Zalachenko pasara. Qué hijo de puta». Cerró los ojos.

—¿Qué? —preguntó Palmgren.

—Creo que ya sé lo que pasó. Y hay alguien que va a pagar por esto. Continúe, por favor.

—Zalachenko no se dejó ver durante meses. Lisbeth se preparó mientras lo esperaba. Faltaba a la escuela un día sí y otro también para vigilar a su madre. Le daba pánico que Zalachenko le hiciera daño. Tenía doce años y un gran sentido de la responsabilidad para con su madre, que no se atrevía a ir a la policía ni a romper con Zalachenko o que tal vez no entendiera la gravedad del asunto. Y justo el día en el que apareció Zalachenko, Lisbeth estaba en el colegio. Llegó a casa en el mismo instante en que él se marchaba. No le dijo nada, sólo se rió de ella. Lisbeth entró y encontró a su madre inconsciente en el suelo de la cocina.

—¿Y Zalachenko no tocó a Lisbeth?

—No. Lisbeth echó a correr tras él y le dio alcance en el preciso momento en que se sentaba en el coche y cerraba la puerta. Él bajó la ventanilla, probablemente para decirle algo. Lisbeth se había preparado. Le tiró un cartón de leche lleno de gasolina. Luego encendió una cerilla y se la lanzó.

—¡Dios mío!

—Así que intentó matar a su padre dos veces. Y, en esta ocasión, sí tuvo consecuencias. Era difícil que un hombre ardiendo como una antorcha dentro de un coche en medio de Lundagatan pasara desapercibido.

—Bueno, al menos sobrevivió.

—Zalachenko quedó maltrecho de veras; había sufrido importantes quemaduras. Le tuvieron que amputar un pie. Se quemó gravemente la cara y otras partes del cuerpo. Lisbeth acabó en la clínica psiquiátrica infantil de Sankt Stefan.

A pesar de que ya sabía cada palabra de memoria, Lisbeth Salander volvió a leer con atención el material sobre sí misma que había encontrado en la casa de campo de Bjurman. Luego, se sentó en el alféizar de la ventana y abrió la pitillera que le había regalado Miriam Wu. Encendió un cigarrillo y contempló Djurgården. Acababa de descubrir detalles de su vida que, hasta ese momento, desconocía por completo.

Encajaban tantas piezas del puzzle que Lisbeth se quedó helada. Lo que más atrajo su interés fue el informe de la investigación policial, redactado por Gunnar Björck, en febrero de 1991. No estaba segura del todo de quién de entre toda la serie de adultos que se dirigieron a ella por aquel entonces era Björck, aunque creyó saberlo. Se había presentado con otro nombre, «Sven Jansson». Se acordaba de cada rasgo de su cara, de cada palabra que le dijo y de cada gesto que hizo en las tres ocasiones en las que lo vio. Aquello había sido un caos.

Zalachenko ardía como una antorcha dentro del coche. Consiguió abrir la puerta y tirarse al suelo, pero se le enganchó una pierna con el cinturón de seguridad y quedó atrapada en medio de aquel mar de llamas. La gente acudió corriendo a apagar el fuego. Luego, llegaron los bomberos y lo extinguieron. Más tarde se presentó la ambulancia, y Lisbeth intentó por todos los medios que el personal sanitario pasara de Zalachenko y acudiera a socorrer a su madre. La apartaron de allí a empujones. Después, se personó la policía y los testigos la señalaron a ella como autora del incendio. Lisbeth intentó explicar lo sucedido; no obstante, le dio la sensación de que nadie la escuchaba. De buenas a primeras, se encontró en el asiento trasero de un coche patrulla y pasaron minutos, y minutos, y minutos, que se convirtieron en casi una hora, antes de que la policía, por fin, entrara en la casa y sacara a su madre.

Su madre, Agneta Sofia Salander, estaba inconsciente. Tenía lesiones cerebrales. La paliza le había desencadenado el primero de una larga serie de pequeños derrames cerebrales. No se recuperaría nunca.

De repente, Lisbeth entendió por qué nadie había leído el informe de la investigación policial, por qué Holger Palmgren no consiguió que se lo dieran y por qué el fiscal Richard Ekström, que dirigía la caza de Lisbeth, no tuvo acceso a él. No había sido elaborado por la policía normal. Lo había redactado un hijo de puta de la Säpo. Estaba salpicado de sellos que advertían que el informe era altamente confidencial según lo estipulado en la ley de seguridad nacional.

Alexander Zalachenko había trabajado para la Säpo.

No se trataba de una investigación. Se trataba de un silenciamiento. Zalachenko era más importante que Agneta Salander. No podía ser identificado ni denunciado. Zalachenko no existía.

El problema no era Zalachenko. El problema era Lisbeth Salander, esa cría loca que amenazaba con hacer saltar por los aires uno de los secretos más importantes del reino.

Un secreto del que jamás había tenido conocimiento. Reflexionó. Zalachenko había conocido a su madre muy poco después de llegar a Suecia. Se había presentado con su verdadero nombre; todavía no le habían asignado uno falso ni la nacionalidad sueca. Eso explicaba por qué Lisbeth nunca lo había encontrado en ningún registro oficial durante todos esos años. Conocía su verdadero nombre, pero el Estado sueco le había proporcionado uno nuevo.

Comprendió el planteamiento. Si Zalachenko hubiera sido procesado por malos tratos graves, el abogado de Agneta Salander se habría puesto a hurgar en su pasado. «¿Dónde trabaja usted, señor Zalachenko? ¿Cuál es su verdadero nombre?».

Si los servicios sociales se hubieran ocupado de Lisbeth Salander, alguien podría haber empezado a indagar. Era demasiado joven para ser procesada, pero si el atentado de la bomba de gasolina hubiese sido investigado al detalle, habría pasado lo mismo. Se imaginaba los posibles titulares de los periódicos. La investigación, por tanto, tuvo que ser llevada a cabo por una persona de confianza. Y luego ser clasificada y enterrada para que nadie la encontrara. Por consiguiente, a Lisbeth Salander también había que enterrarla para que nadie la encontrara.

«Gunnar Björck».

«Sankt Stefan».

«Peter Teleborian».

La conclusión la enfureció.

«Querido Estado: si alguna vez encuentro a alguien con quien tratar el tema, vamos a tener una seria conversación».

De paso, se preguntó qué le parecería al ministro de Asuntos Sociales que alguien arrojara un cóctel molotov en la mismísima puerta del ministerio. Aunque, a falta de responsables, Peter Teleborian era una buena alternativa. Tomó nota mental de que, una vez que hubiese arreglado todo lo demás, debía ocuparse a fondo de él.

Pero la historia no acababa de quedarle del todo clara. De repente, después de todos estos años, Zalachenko volvía a aparecer. Y corría el riesgo de ser denunciado por Dag Svensson. «Dos tiros. Dag Svensson y Mia Bergman». Un arma con sus huellas dactilares…

Naturalmente, Zalachenko —o quien quiera que fuera que llevaba a cabo las ejecuciones— no podía saber que ella había encontrado el arma en la mesa de trabajo de Bjurman y que la había tenido en la mano. Había sido una casualidad, pero, desde un principio, ella no tuvo ninguna duda de que tenía que existir una conexión entre Bjurman y Zala.

Aun así, la historia seguía sin cuadrarle. Reflexionó y revisó, una tras otra, las piezas del puzzle.

Sólo había una respuesta posible.

Bjurman.

Fue él quien realizó la investigación personal sobre ella. Descubrió la conexión que existía entre Lisbeth y Zalachenko. Y, luego, contactó con éste.

Lisbeth tenía en su poder una película que mostraba cómo era violada por Bjurman. Era la espada que pendía sobre su cabeza. Él debió de imaginar que Zalachenko sería capaz de forzar a Lisbeth a revelar dónde se encontraba el Cd.

Se bajó del alféizar de un salto, abrió el cajón de su mesa y lo sacó. Lo había marcado con un rotulador, «Bjurman». Ni siquiera tenía una carcasa. Desde que lo reprodujo en casa de Bjurman, hacía ya dos años, no lo había vuelto a ver. Lo sostuvo en la mano y lo guardó de nuevo en el cajón.

Bjurman era un idiota. Si se hubiera dedicado tan sólo a sus cosas, si hubiera conseguido revocar su declaración de incapacidad, ella lo habría dejado marchar. Pero Zalachenko nunca le habría dejado en paz. Bjurman se habría convertido, para siempre, en su perrito faldero. Habría sido un castigo muy apropiado.

La red de contactos de Zalachenko. Sus tentáculos se extendían hasta Svavelsjö MC.

«El gigante rubio».

Él era la clave.

Tenía que encontrarlo y obligarle a revelar dónde se hallaba Zalachenko.

Encendió otro cigarrillo y contempló la ciudadela de Skeppsholmen. Desplazó la mirada hasta la montaña rusa de Gröna Lund. De repente, se sorprendió a sí misma hablando en voz alta. Imitaba una voz que oyó un día en una película de la tele.

Daaadyyyy, I am coming to get yoouu.

Si alguien la hubiera oído, habría dicho que estaba majareta. A las siete y media encendió la televisión para ver las últimas noticias de la caza de Lisbeth Salander. Tuvo el shock de su vida.

Bublanski consiguió localizar a Hans Faste en el móvil poco después de las ocho de la noche. No intercambiaron precisamente frases de cortesía a través de la red telefónica. Bublanski no le preguntó dónde se encontraba, pero sí le informó fríamente del desarrollo de los acontecimientos del día.

Faste estaba alterado.

Había tenido más que suficiente con el circo que se organizó en jefatura e hizo algo que nunca antes había hecho estando de servicio; salió a la calle. De pura rabia. Al cabo de un rato, apagó su móvil, fue a un pub de la estación central y se tomó dos cervezas mientras ardía de ira.

Luego se fue a casa, se duchó y se durmió.

Necesitaba dormir.

Se despertó a la hora de «Rapport»; los ojos casi se le salieron de las órbitas cuando vio los titulares del informativo. Un cementerio en Nykvarn. Lisbeth Salander le pega un tiro al líder de Svavelsjö MC. Batida policial por la zona sur de la ciudad. El cerco se estrechaba.

Encendió el móvil.

El cabrón de Bublanski lo llamó casi en seguida para comunicarle que, ahora oficialmente, buscaban un culpable alternativo y que debía tomar el relevo de Jerker Holmberg en la investigación forense del lugar del crimen de Nykvarn. Así que mientras la caza de Salander llegaba a su fin, Faste debería dedicarse a buscar colillas en el bosque. Otros le seguirían el rastro a Salander.

¿Qué diablos pintaba Svavelsjö MC en todo eso?

¿Y si había algo en el razonamiento de esa maldita bollera de Modig?

No podía ser.

Tenía que ser Salander.

Él quería ser el policía que la detuviera. Ansiaba tanto arrestarla que casi le dolieron las manos cuando apretó el móvil.

Holger Palmgren contemplaba, tranquilo, a Mikael Blomkvist mientras éste deambulaba de un lado a otro en la pequeña habitación de la residencia. Eran cerca de las siete y media de la tarde, y llevaban casi una hora hablando sin parar. Al final, Palmgren golpeó la mesa para llamar la atención de Mikael.

—Siéntese antes de que gaste los zapatos —le ordenó.

Mikael se sentó.

—¡Cuántos secretos! —dijo—. Hasta que no me has contado el pasado de Zalachenko, la historia no me cuadraba del todo. Hasta ahora no había visto más que evaluaciones que determinaban que Lisbeth estaba trastornada psíquicamente.

—Peter Teleborian.

—Debe de tener algún tipo de acuerdo con Björck. Seguro que trabajaban juntos.

Mikael asintió con la cabeza, pensativo. Pasara lo que pasase, Peter Teleborian sería objeto de una investigación periodística.

—Lisbeth me dijo que me mantuviera alejado de él. Que era malvado.

Holger Palmgren le clavó una mirada incisiva.

—¿Cuándo le dijo eso?

Mikael se calló. Luego sonrió y miró a Palmgren.

—Más secretos. ¡Joder! He estado en contacto con ella mientras ha estado desaparecida. A través de mi ordenador. Han sido comunicados breves y misteriosos por su parte, aunque siempre me ha guiado por el buen camino.

Holger Palmgren suspiró.

—Y eso no se lo ha contado a la policía, claro está.

—No. No exactamente.

—Oficialmente, tampoco me lo has contado a mí. Es verdad que los ordenadores se le dan bien.

«No sabes hasta qué punto».

—Yo confío en su capacidad para caer siempre de pie. Puede que viva en la escasez, pero es una superviviente nata.

«Tampoco tan pobremente. Robó casi tres mil millones de coronas. No creo que pase hambre. Al igual que Pippi Calzaslargas, tiene un cofre lleno de monedas de oro».

—Lo que no entiendo muy bien —contestó Mikael— es por qué no ha actuado durante todos estos años.

Holger Palmgren volvió a suspirar. Estaba muy triste.

—He fracasado —respondió—. Cuando me convertí en su tutor, ella era una más de una serie de jóvenes con problemas. He tenido docenas de ellos bajo mi responsabilidad. Stefan Brådhensjö me pidió que me encargara cuando él era el jefe de los servicios sociales. Lisbeth ya estaba en Sankt Stefan. El primer año ni siquiera la vi. Hablé con Teleborian en un par de ocasiones y me explicó que era psicótica y que recibía las mejores atenciones imaginables. Naturalmente, yo le creí. Pero también hablé con Jonas Beringer, el jefe de la clínica en esa época. No creo que haya tenido nada que ver con esta historia. A petición mía, le hizo una evaluación y acordamos intentar reinsertarla en la sociedad mediante una familia de acogida. Entonces, ella tenía quince años.

—Pero usted siempre la ha apoyado.

—No lo suficiente. Luché por ella después del incidente del metro. A esas alturas ya había llegado a conocerla y me caía muy bien. Tenía carácter. Conseguí impedir que la ingresaran de nuevo. Llegamos a un acuerdo: ella era declarada incapacitada y yo me convertía en su administrador.

—Es difícil que Björck le pudiera dictar al tribunal lo que había de decidir. Habría llamado la atención. Él quería encerrarla y apostó por pintarlo todo de negro valiéndose de las evaluaciones psiquiátricas hechas por, entre otros, Teleborian. De este modo no tuvo más que esperar a que el tribunal tomara la decisión apropiada, pero éste, en cambio, optó por seguir tu propuesta.

—Nunca he pensado que ella tuviera que ser sometida a tutela administrativa. Pero, para serle sincero, tampoco me moví mucho para anular la decisión. Debería haber actuado con más firmeza y un poco antes. Aunque quería mucho a Lisbeth… siempre lo iba aplazando; tenía demasiadas cosas entre manos. Y luego caí enfermo.

Mikael asintió con la cabeza.

—No creo que deba reprocharle nada. Usted es una de las pocas personas que siempre ha estado de su parte.

—El problema es que yo nunca supe que debía actuar. Lisbeth era mi cliente y, sin embargo, nunca me dijo ni una palabra sobre Zalachenko. Cuando salió de Sankt Stefan, tardó varios años en mostrarme un mínimo de confianza. Hasta después del juicio no tuve la sensación de que ella comenzaba a comunicarse conmigo para algo que no fueran meras formalidades.

—¿Por qué empezó a hablar de Zalachenko?

—Supongo que, a pesar de todo, Lisbeth empezó a depositar su confianza en mí. En varias ocasiones, yo había planteado el tema de intentar revocar su declaración de incapacidad. Ella lo meditó unos cuantos meses. De repente, un día me llamó y me dijo que quería verme. Ya había tomado una decisión. Y fue entonces cuando me contó toda la historia de Zalachenko y cómo ella vivió lo ocurrido.

—Entiendo.

—Tal vez entienda que tuve que asimilar bastantes cosas. Empecé a indagar en la historia, pero no hallé en toda Suecia ningún registro en el que figurara Zalachenko; no había ni el menor rastro de él. A veces, me resultaba difícil determinar si no sería fruto de su imaginación.

—Cuando sufrió el derrame, Bjurman se convirtió en su administrador. No puede haber sido una casualidad.

—No. No sé si lograremos demostrarlo algún día, pero sospecho que si hurgamos lo suficiente, encontraremos a la persona que sucedió a Björck y se convirtió en el responsable de ir borrando las huellas del caso Zalachenko.

—No me extraña nada que Lisbeth se niegue rotundamente a hablar con psicólogos o con cualquier autoridad oficial —dijo Mikael—. Cada vez que lo ha hecho las cosas han empeorado. Quiso explicarles lo ocurrido a un puñado de adultos y nadie la escuchó. Ella solita intentó salvar la vida de su madre y la defendió de un psicópata. Al final hizo lo único que podía hacer. Y en vez de decirle «bien hecho» o «buena chica», van y la encierran en un manicomio.

—Tampoco es tan sencillo. Espero que comprenda que a Lisbeth le pasa algo —replicó Palmgren tajantemente.

—¿Qué quiere decir?

—Supongo que sabes que durante la infancia se metió en bastantes líos, que tuvo problemas en el colegio y todo eso, ¿verdad?

—Ha aparecido en todos los periódicos. Creo que yo también habría tenido problemas en el colegio si hubiera vivido una infancia como la suya.

—Ya, pero sus problemas van mucho más allá del ámbito familiar. He leído todas las evaluaciones psiquiátricas que le han hecho y ni siquiera existe un diagnóstico. Sin embargo, creo que estamos de acuerdo en que Lisbeth Salander no es como la gente normal. ¿Alguna vez ha jugado al ajedrez con ella?

—No.

—Tiene memoria fotográfica.

—Eso ya lo sé. Me di cuenta cuando estuve con ella.

—Vale. Le encantan los enigmas. Una Navidad que cenó en mi casa, la engañé para que resolviera unos cuantos problemas de un test de inteligencia de Mensa, uno de ésos en los que te dan cinco símbolos parecidos y tienes que determinar el aspecto del sexto.

—Ya.

—Yo sólo fui capaz de resolver más o menos la mitad. Y eso que estuve dos tardes dándole vueltas. Ella le echó un vistazo al papel y los hizo todos bien.

—Ya —dijo Mikael—. Lisbeth es una chica muy especial.

—Tiene verdaderas dificultades para relacionarse con otras personas. Yo diría que tiene algunos rasgos del síndrome de Asperger o algo parecido. Si estudias las descripciones clínicas de los pacientes a los que se les ha diagnosticado el síndrome, hay cosas que encajan muy bien con Lisbeth, pero también muchas otras que no se corresponden en absoluto.

Guardó silencio durante un instante.

—Ella no representa peligro alguno para las personas que la dejan en paz y que la tratan con respeto.

Mikael asintió.

—No obstante, y sin lugar a dudas, es violenta —contestó Palmgren en voz baja—. Si la provocan o la amenazan, puede responder con extrema violencia.

Mikael volvió a asentir con la cabeza.

—La cuestión es qué hacer ahora —dijo Holger Palmgren.

—Buscar a Zalachenko —respondió Mikael.

En ese momento, el doctor Sivarnandan llamó a la puerta.

—Espero no molestaros. Pero si estáis interesados en Lisbeth Salander, creo que deberíais poner la tele y ver «Rapport».