Capítulo 20.
Viernes, 1 de abril - Domingo, 3 de abril
Miriam Wu pasó una hora con Sonja Modig. Al final del interrogatorio, Bublanski entró en la sala, tomó asiento en silencio y se quedó escuchando sin intervenir. Miriam Wu lo saludó educadamente pero continuó hablando con Sonja.
Al final, Modig miró a Bublanski y quiso saber si tenía más preguntas. Bublanski negó con la cabeza.
—Así doy por concluido el interrogatorio con Miriam Wu. Son las 13.09.
Apagó la grabadora.
—Tengo entendido que ha habido ciertos problemas con el inspector Faste —dijo Bublanski.
—No estaba concentrado —respondió Sonja Modig de modo neutro.
—Es un idiota —añadió Miriam Wu a título informativo.
—Bueno, lo cierto es que el inspector Faste posee muchas cualidades, pero sin duda no es el más adecuado para interrogar a una mujer joven —comentó Bublanski, mirando a Miriam Wu a los ojos—. No debería haberle asignado ese cometido. Te pido disculpas.
Miriam Wu pareció asombrarse.
—Disculpas aceptadas. Al principio, yo tampoco me he mostrado muy correcta contigo.
Bublanski hizo un gesto con la mano como para quitarle importancia. Miró a Miriam Wu.
—¿Puedo preguntarte un par de cosas más para finalizar? Con la grabadora apagada.
—Adelante.
—Cuantas más cosas sé sobre Lisbeth Salander, más confuso estoy. La imagen que me ofrecen de ella las personas que la conocen es incompatible con la que se extrae de los documentos de los servicios sociales y de los médicos forenses.
—Ajá.
—¿Podrías contestarme a una cosa lo más directamente que puedas?
—De acuerdo.
—La evaluación psiquiátrica que se hizo cuando Lisbeth Salander tenía dieciocho años da a entender que es retrasada mental y discapacitada.
—Chorradas. Probablemente Lisbeth sea más inteligente que tú y yo juntos.
—No terminó el colegio y ni siquiera hay notas que den fe de que sabe leer y escribir.
—Lisbeth Salander lee y escribe bastante mejor que yo. Últimamente le ha dado por emborronar hojas con fórmulas matemáticas. Álgebra pura. Yo no entiendo nada de ese tipo de matemáticas.
—¿Matemáticas?
—Es un hobby al que se ha aficionado.
Bublanski y Modig permanecieron callados.
—¿Un hobby? —se preguntó Bublanski al cabo de un rato.
—Algo así como ecuaciones. Ni siquiera sé qué significan los signos.
Bublanski suspiró.
—Cuando tenía diecisiete años y la sorprendieron en Tantolunden en compañía de un hombre mayor, los servicios sociales redactaron un informe en el que se insinúa que se dedicaba a la prostitución.
—¿Lisbeth una puta? ¡Y una mierda! Ignoro a qué se dedica, pero no me sorprende lo más mínimo que haya trabajado para Milton Security.
—¿De qué vive?
—Ni idea.
—¿Es lesbiana?
—No. Lisbeth se acuesta a veces conmigo, lo cual no significa que sea bollera. Creo que ni ella misma tiene clara su identidad sexual. Yo diría que es bisexual.
—Lo de las esposas y todo eso… ¿Tiene Lisbeth Salander inclinaciones sádicas? ¿Cómo la describirías?
—Creo que no lo has entendido muy bien. Que usemos esposas de vez en cuando no es más que un juego y no tiene nada que ver con el sadismo, ni con la violencia, ni con violaciones ni nada por el estilo. Es un juego.
—¿Alguna vez ha sido violenta contigo?
—¡Qué va! Si más bien soy yo la que lleva las riendas de nuestros juegos.
Miriam Wu mostró una dulce sonrisa.
La reunión de las tres de la tarde provocó la primera pelea de consideración de la investigación. Bublanski resumió la situación y luego explicó que se veía en la necesidad de ampliar las líneas de investigación.
—Desde el primer día hemos centrado todos nuestros esfuerzos en encontrar a Lisbeth Salander. Basándonos en datos puramente objetivos resulta sumamente sospechosa, pero la imagen que nos hemos forjado de ella choca, una y otra vez, con la que ofrecen todas las personas que la conocen. Ni Armanskij, ni Blomkvist, ni ahora Miriam Wu, la consideran una asesina psicótica. Por eso quiero que ampliemos un poco nuestro horizonte y que empecemos a contemplar tanto la posibilidad de que existan otros autores como la de que Salander tuviera un cómplice o la de que tal vez sólo se hallara presente cuando se produjeron los disparos.
Las palabras de Bublanski desencadenaron un acalorado debate en el que se enfrentó a la dura oposición de Hans Faste y Sonny Bohman, de Milton Security. Los dos sostenían que la explicación más sencilla era casi siempre la correcta, y que la idea de un autor alternativo no dejaba de parecerles pura teoría conspirativa.
—Claro que es posible que Salander no actuara sola, pero no tenemos ni el menor rastro de ningún cómplice.
—Bueno, siempre podemos guiarnos por la pista de la conspiración policial que sigue Blomkvist —dijo Faste lleno de sarcasmo.
En el debate, Bublanski tan sólo contó con el apoyo de Sonja Modig. Curt Svensson y Jerker Holmberg se limitaron a hacer unos cuantos comentarios aislados. Niklas Eriksson, de Milton, no articuló palabra durante toda la discusión. Al final, el fiscal Ekström levantó la mano.
—Bublanski, deduzco de esto que, a pesar de todo, no quieres descartar a Salander como sospechosa de la investigación.
—Por supuesto que no. Tenemos sus huellas dactilares, pero hasta ahora nos hemos devanado los sesos, sin resultado alguno, intentando encontrar un móvil. Quiero que empecemos a tirar por otros derroteros. ¿Puede haber más personas implicadas? ¿Existe alguna relación con el libro que estaba escribiendo Dag Svensson sobre el comercio sexual? A Blomkvist no le falta razón al afirmar que varias de las personas aludidas en el libro tienen verdaderos motivos para matar.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó Ekström.
—Quiero que dos de vosotros centréis vuestra atención en otros posibles asesinos. Sonja y Niklas, podríais trabajar juntos.
—¿Yo? —preguntó Niklas Eriksson, asombrado.
Bublanski lo eligió porque era la persona más joven de la sala y posiblemente la más apta para realizar un razonamiento no tan ortodoxo.
—Tú trabajarás con Modig. Repasad todo lo que sabemos hasta el momento e intentad encontrar algo que hayamos pasado por alto. Faste, tú, Curt Svensson y Bohman seguiréis intentando dar con Lisbeth Salander. Es la prioridad más inmediata.
—¿Y qué quieres que haga yo? —preguntó Jerker Holmberg.
—Céntrate en el abogado Bjurman. Vuelve a registrar su piso. Comprueba si hemos obviado algo. ¿Preguntas?
Nadie tenía preguntas.
—Vale. Y una cosa: ni una palabra sobre la aparición de Miriam Wu. Quizá tenga algo más que contarnos y no quiero que los medios de comunicación se le echen encima.
El fiscal Ekström dictaminó que trabajarían según las directrices trazadas por Bublanski.
—Bueno —dijo Niklas Eriksson, mirando a Sonja Modig—. Tú eres la policía, así que tú dirás qué debemos hacer.
Estaban en el pasillo, ante la sala de conferencias.
—Debemos volver a hablar con Mikael Blomkvist —respondió ella—. Pero antes tengo que contárselo a Bublanski. Hoy es viernes y yo libro el sábado y el domingo. Eso significa que no empezaremos hasta el lunes. Dedica el fin de semana a reflexionar sobre el material.
Se despidieron. Sonja Modig entró en el despacho de Bublanski justo cuando el fiscal Ekström salía.
—Un minuto.
—Siéntate.
—Faste me cabreó tanto antes que perdí los nervios.
—Cuando me ha dicho que te le echaste encima, supe que había pasado algo. Por eso entré a pedir disculpas.
—Me soltó que yo quería estar a solas con Miriam Wu porque ella me ponía.
—Haré como si no hubiera oído eso; pero está tipificado como acoso sexual. ¿Quieres poner una denuncia?
—Le pegué una bofetada. Me doy por satisfecha.
—Vale, lo interpretaré como que te sentiste extremadamente provocada por él.
—Así fue.
—Hans Faste tiene un problema con las mujeres con carácter.
—Ya me había dado cuenta.
—Tú eres una mujer con carácter y una excelente policía.
—Gracias.
—De todos modos te agradecería que te abstuvieras de ir por ahí propinándole palizas al personal.
—No se repetirá. Al final hoy no he tenido tiempo de registrar la mesa de Dag Svensson de Millennium.
—Ya íbamos retrasados con eso. Lo retomaremos el lunes con más ganas. Ahora vete a casa y descansa.
Niklas Eriksson se detuvo en la estación central y se tomó un café en George. Estaba desmoralizado. Se había pasado toda la semana esperando que arrestaran a Lisbeth Salander en cualquier momento. Si ella oponía resistencia, hasta era posible que, con un poco de suerte, algún policía caritativo le pegara un tiro.
Una fantasía de lo más atrayente.
Pero Salander seguía en libertad. Y no sólo eso; ahora Bublanski empezaba a plantearse la posibilidad de que existieran otros presuntos asesinos. Un panorama poco alentador.
Estar a las órdenes de Sonny Bohman era, de por sí, bastante malo —de hecho, el hombre era de lo más aburrido y falto de imaginación que se podía encontrar en Milton—; pero, encima, estar subordinado a Sonja Modig era el colmo.
Se trataba de la persona que se cuestionaba la pista Salander más que ninguna otra y, con toda probabilidad, la artífice de las dudas de Bublanski. Niklas Eriksson se preguntaba si el agente Burbuja se habría enrollado con esa jodida puta. No le sorprendería; Bublanski se comportaba con ella como un auténtico calzonazos. De todos los policías de la investigación sólo Faste tenía los suficientes cojones para decir lo que pensaba.
Niklas Eriksson reflexionó.
Esa mañana, en Milton, Bohman y él tuvieron una breve reunión con Armanskij y Fräklund. Las pesquisas de toda la semana habían resultado infructuosas y Armanskij estaba frustrado porque nadie parecía haber encontrado una explicación a los asesinatos. Fräklund propuso que Milton Security se replanteara a fondo su compromiso; Bohman y Eriksson tenían cosas más importantes que hacer que prestarle ayuda gratuitamente al cuerpo de policía.
Armanskij lo meditó un rato y luego decidió que Bohman y Eriksson continuaran otra semana más. Si para entonces no conseguían ningún resultado, abandonarían la misión.
En otras palabras, a Niklas Eriksson le quedaba todavía una semana antes de que le cerraran las puertas de la investigación. No sabía muy bien qué hacer.
Al cabo de un rato sacó el móvil y llamó a Tony Scala, un periodista freelance que solía escribir chorradas para una revista masculina y con el que Niklas Eriksson se había cruzado en un par de ocasiones. Eriksson lo saludó y le comentó que poseía información sobre la investigación de los asesinatos de Enskede. Le explicó las causas por las que él había acabado, de repente, en medio de la investigación policial más candente de los últimos años. Como era de esperar, Scala mordió el anzuelo: aquello podía suponer colarle un reportaje a uno de los grandes periódicos. Quedaron en verse para tomar un café una hora más tarde en Aveny, en Kungsgatan.
El rasgo más característico de Tony Scala era que estaba gordo. Muy gordo.
—Si quieres información, tendrás que hacer dos cosas.
—Shoot.
—Primero, Milton Security no debe aparecer en el texto. Nosotros somos meros asesores, y si se menciona a Milton, alguien podría sospechar que yo filtro información.
—Pero lo cierto es que es toda una primicia que Lisbeth Salander trabajara para Milton.
—Limpieza y cosas así —precisó Eriksson, zanjando el asunto—. Eso no es noticia.
—De acuerdo.
—Segundo, debes enfocar el texto de tal manera que se insinúe que es una mujer la que ha filtrado la información.
—¿Por qué?
—Para desviar las sospechas de mi persona.
—De acuerdo. ¿Qué tienes?
—La amiga lesbiana de Salander acaba de aparecer.
—¡Ufff! ¿La tía que estaba empadronada en Lundagatan y que había desaparecido?
—Miriam Wu. ¿Te sirve de algo?
—Sí, hombre. ¿Dónde se había metido?
—En el extranjero. Dice que no ha oído hablar de los asesinatos.
—¿Es sospechosa de algo?
—No, de momento no. La han interrogado hoy mismo y la han soltado hace tres horas.
—Vale. ¿Y tú te crees su historia?
—Yo creo que miente como una bellaca. Sabe algo.
—De acuerdo.
—Pero échale un vistazo a su historial. Tenemos a una tía que ha practicado sexo sadomaso con Salander.
—¿Y eso cómo lo sabes?
—Lo confesó en los interrogatorios. Además, encontramos esposas, ropa de cuero, látigos y toda la parafernalia durante el registro domiciliario.
Lo de los látigos constituía una pequeña exageración. Bueno, era una mentira, pero seguro que a esa puta china también le iban los látigos.
—¿Me estás tomando el pelo? —dijo Tony Scala.
Paolo Roberto fue de los últimos en abandonar la biblioteca antes de que cerraran. Había pasado la tarde leyendo, línea a línea, todo lo que se había escrito sobre la caza de Lisbeth Salander.
Salió a Sveavägen desanimado y desconcertado. Y hambriento. Se fue a McDonald’s, pidió una hamburguesa y se sentó en un rincón.
«Lisbeth Salander una triple asesina». No se lo podía creer. No de esa condenada y chiflada chica enclenque y diminuta. Pensó si debería hacer algo. Y en tal caso, ¿qué?
Miriam Wu había cogido un taxi de vuelta a Lundagatan y, al llegar, contempló el desastre de su piso recién reformado. El contenido de los armarios, las cajas de almacenaje y los cajones de las cómodas había sido extraído y clasificado. Toda la casa estaba llena del polvo para detectar las huellas dactilares. Sus juguetes sexuales más privados se hallaban amontonados sobre la cama. A primera vista, no faltaba nada. Su primera reacción fue llamar a Södermalms Lås-Jour para encargar la instalación de una cerradura nueva. El cerrajero llegaría en una hora.
Encendió la cafetera eléctrica y negó, incrédula, con la cabeza: «Lisbeth, Lisbeth, ¿en qué maldito lío te has metido?».
La llamó desde el móvil, pero la única respuesta que obtuvo fue que el abonado no se encontraba disponible. Permaneció mucho tiempo sentada a la mesa de la cocina intentando hacerse una idea de la situación. La Lisbeth Salander que ella conocía no era una asesina psicópata, pero por otra parte, Miriam tampoco la conocía especialmente bien. Es cierto que Lisbeth se mostraba apasionada en la cama, aunque también podía resultar fría como un témpano cuando le daba el punto.
No sabía qué creer y decidió aparcar el tema hasta que viera a Lisbeth y ella le diera una explicación. De pronto le entraron ganas de llorar. Se pasó varias horas recogiendo la casa.
A las siete de la tarde la puerta ya contaba con una cerradura nueva y el piso se podía considerar habitable. Se duchó. No había hecho más que sentarse en la cocina, ataviada con una bata oriental de seda en colores negro y oro, cuando llamaron al timbre. Al abrir se encontró con un hombre excepcionalmente gordo y sin afeitar.
—Hola, Miriam. Me llamo Tony Scala, soy periodista. ¿Podrías contestarme a algunas preguntas?
Lo acompañaba un fotógrafo que disparó un flash en la cara de Miriam.
Miriam Wu pensó en soltarle un dropkick y en darle con el codo en las narices pero, al sopesar las consecuencias, tuvo el suficiente sentido común para comprender que lo único que conseguiría sería proporcionarles fotografías aún más jugosas.
—¿Has estado en el extranjero con Lisbeth Salander? ¿Sabes dónde se encuentra? —Miriam Wu cerró la puerta y echó el cerrojo recién instalado. Tony Scala abrió con el dedo la trampilla del buzón.
—Miriam, tarde o temprano tendrás que hablar conmigo. Yo te puedo ayudar.
Cerró bien el puño y le asestó un buen golpe a la trampilla. Escuchó un aullido de dolor; le había pillado el dedo a Tony Scala. Luego cerró la puerta interior, se dirigió al dormitorio, se tumbó en la cama y cerró los ojos. «Lisbeth, cuando te coja te voy a estrangular».
Después de visitar Smådalarö, Mikael Blomkvist dedicó la tarde a entrevistarse con otro de los puteros que Dag Svensson tenía intención de denunciar. Con éste eran seis, de una lista de treinta y siete, los hombres que había despachado durante esa semana. Se trataba de un juez jubilado que vivía en Tumba y que en varias ocasiones había presidido juicios relacionados con la prostitución. El muy sinvergüenza ni negó los hechos, ni lanzó amenazas, ni suplicó clemencia, cosa que a Mikael le resultó de lo más refrescante. Todo lo contrario: reconoció, sin el menor pudor, que por supuesto que se había follado a esas putas del Este. No, no estaba arrepentido. La prostitución era una profesión honrada y consideró que, al ser su cliente, les había hecho un favor a las chicas.
Mikael se encontraba a la altura de Liljeholmen cuando Malin Eriksson lo llamó a las diez de la noche.
—Hola —dijo Malin—. ¿Has visto la edición digital del dragón matutino?
—No, ¿qué dice?
—Que la amiga de Lisbeth Salander acaba de regresar.
—¿Qué? ¿Quién?
—La bollera, Miriam Wu, la que vive en su piso de Lundagatan.
«Wu —pensó Mikael—. Salander-Wu en la puerta».
—Gracias. Estoy en camino.
Finalmente, Miriam Wu optó por desconectar el teléfono y apagar el móvil. La noticia había salido a las siete y media de la tarde en la edición digital de uno de los periódicos matutinos. Poco después llamó Aftonbladet y tres minutos más tarde Expressen para que hiciera declaraciones. Ahtuellt presentó la noticia sin nombrarla expresamente, pero a las nueve de la noche no menos de dieciséis reporteros de distintos medios ya habían intentado sacarle algún comentario.
En dos ocasiones llamaron a la puerta. Miriam Wu no abrió y apagó todas las luces de la casa. Tenía ganas de partirle la cara al próximo periodista que la acosara. Al final encendió el móvil y llamó a una amiga que vivía cerca, en la zona de Hornstull, y le rogó que le permitiera pasar la noche en su casa.
Consiguió salir del portal de Lundagatan apenas cinco minutos antes de que Mikael Blomkvist aparcara y llamara infructuosamente a su puerta.
Bublanski llamó a Sonja Modig poco después de las diez de la mañana del sábado. Ella había dormido hasta las nueve, luego estuvo jugando y trasteando un rato con los críos antes de que su padre se los llevara a comprarles sus chuches semanales.
—¿Has leído los periódicos hoy?
—La verdad es que no. Me he despertado hace tan sólo una hora y pico y desde entonces he estado con los niños. ¿Ha pasado algo?
—Alguien ha filtrado información a la prensa.
—Eso ya lo sabíamos. Alguien filtró el informe psiquiátrico forense de Salander hace varios días.
—Fue el fiscal Ekström.
—¿Sí?
—Sí. Claro que sí. Aunque él nunca lo admitirá. Intenta caldear el ambiente porque le favorece. Pero ahora no ha sido él. Un periodista que se llama Tony Scala ha hablado con un policía que ha soltado un montón de información sobre Miriam Wu. Entre otras cosas, detalles de lo que se decía en el interrogatorio de ayer. Era algo que queríamos mantener en secreto. Ekström está que muerde.
—Joder.
—El periodista no nombra a nadie. La fuente es descrita como una persona que ocupa «una posición central dentro de la investigación».
—Mierda —dijo Sonja Modig.
—En un momento del artículo se refiere a la fuente como «ella».
Sonja Modig permaneció callada durante veinte segundos mientras asimilaba el significado de eso. Ella era la única mujer de la investigación.
—Bublanski, yo no he dicho ni una palabra a ningún periodista. No he hablado de la investigación con nadie de puertas para afuera. Ni siquiera con mi marido.
—Te creo. Y no he dado crédito ni por un momento a la acusación de que tú estés filtrando información. Pero, desgraciadamente, el fiscal Ekström piensa que sí. Y Hans Faste tiene guardia este fin de semana, así que echará más leña al fuego con sus insinuaciones.
De pronto, Sonja Modig se vino abajo.
—¿Qué va a pasar ahora?
—Ekström exige que se te aparte de la investigación mientras se estudia el asunto.
—Esto es una locura. ¿Cómo voy a poder demostrar…?
—No hace falta que demuestres nada. Es el investigador el que debe hacerlo.
—Ya lo sé, pero… ¡Joder! ¿Cuánto tiempo tardará la investigación?
—Ya ha tenido lugar.
—¿Qué?
—Yo te he preguntado. Tú has contestado que no has filtrado ninguna información. Por lo tanto, la investigación ha concluido y lo único que me falta es redactar el informe. Nos veremos el lunes, a las nueve, en el despacho de Ekström para repasar las preguntas.
—Gracias, Bublanski.
—De nada.
—Hay un problema.
—Ya lo sé.
—Si yo no he filtrado la información, alguna otra persona del equipo ha de haberlo hecho.
—¿Se te ocurre quién?
—Espontáneamente me veo tentada a decir que Faste, pero no me lo acabo de creer.
—Yo tampoco. Pero cuando quiere puede ser un verdadero cabrón y ayer estaba realmente indignado.
A Bublanski le gustaba pasear siempre que su horario y su tiempo se lo permitían. Era una de las pocas maneras de hacer ejercicio que tenía. Vivía en Katarina Bangata, en Södermalm, no muy lejos de la redacción de Millennium o, dicho de otro modo, de Milton Security, donde Lisbeth Salander había trabajado, y de Lundagatan, donde ella tuvo su domicilio. Además, la sinagoga de Sankt Paulsgatan le quedaba cerca. Los sábados por la tarde paseaba por todos esos lugares.
Al principio del paseo le acompañaba su mujer Agnes. Llevaban veintitrés años casados y durante todo ese tiempo él le había sido completamente fiel: ni un solo desliz.
Pararon un rato en la sinagoga para hablar con el rabino. Bublanski era un judío de ascendencia polaca, mientras que la familia de Agnes —los que sobrevivieron a Auschwitz— procedía de Hungría.
Después de esa breve visita se separaron: Agnes se fue a hacer la compra, mientras que su marido prefirió continuar paseando. Necesitaba estar solo y reflexionar sobre la enrevesada investigación. Examinó detenidamente las medidas que había tomado desde que el caso fuera a parar a su mesa esa mañana del jueves de Pascua y no detectó errores de bulto.
No haber mandado a nadie inmediatamente a la redacción de Millennium para registrar la mesa de Dag Svensson había sido un fallo. Cuando finalmente lo hizo —él en persona— Mikael Blomkvist ya debía de haber quitado de en medio Dios sabe qué. Otro descuido era haber pasado por alto que Lisbeth Salander se hubiera comprado un coche. Sin embargo, Jerker Holmberg ya le había comunicado que el vehículo no contenía nada de interés. Aparte del desliz del coche, la investigación era todo lo pulcra que se podía esperar que fuera.
Se detuvo en un quiosco en Zinkensdamm y, pensativo, se quedó contemplando la portada de un periódico. La foto de pasaporte de Lisbeth Salander había sido reducida a un pequeño pero reconocible recuadro de la esquina superior derecha; el centro de atención se había desplazado ahora a noticias más jugosas.
LA POLICÍA INVESTIGA
A UNA BANDA SATÁNICA DE LESBIANAS
Compró el periódico y lo hojeó hasta llegar a una doble página presidida por una instantánea de cinco chicas en sus últimos años de adolescencia vestidas de negro, con chupas de cuero de cremalleras, vaqueros rotos y camisetas muy ajustadas. Una de las chicas blandía una bandera con un pentagrama, mientras que otra hacía los cuernos con la mano. Leyó el pie de foto. «Lisbeth Salander se relacionaba con una banda de death metal que tocaba en pequeños clubes. En 1996, el grupo le rindió homenaje a la Church of Satan y tuvo un gran éxito con un tema titulado Etiquette of Evil».
No se mencionaba el nombre de Evil Fingers y les habían tapado los ojos. Sin embargo, la gente que conociera a las integrantes del grupo de rock reconocería a las chicas sin ningún problema. La siguiente doble página estaba dedicada a Miriam Wu e iba acompañada de una foto perteneciente a un espectáculo de Berns en el que ella había participado. Aparecía desnuda de cintura para arriba y tocada con una gorra de oficial ruso. La foto había sido hecha en contrapicado. Al igual que en el caso de las Evil Fingers, sus ojos se hallaban tapados. Se referían a ella como «la mujer de treinta y un años».
La amiga de Salander escribió sobre SEXO LESBICO BDSM.
La mujer de treinta y un años es conocida en los clubes de moda de Estocolmo. No ocultaba que se dedicaba a ligar con mujeres y que quería dominar a su pareja.
El reportero también había dado con una chica llamada Sara, que afirmaba haber sido objeto de diversos intentos de ligue por parte de la susodicha. Su novio se había «mosqueado» por el incidente. El artículo concluía diciendo que se trataba de una degenerada rama feminista, turbia y elitista de la periferia del movimiento gay que, entre otras cosas, se manifestaba en un bondage workshop del Festival del Orgullo Gay. El resto se basaba en citas de un texto de Miriam Wu, de seis años atrás y de carácter tal vez provocador, procedente de un fanzine feminista, al que un periodista había conseguido echarle mano. Bublanski ojeó el texto y luego tiró el vespertino a la papelera.
Meditó un rato sobre Hans Faste y Sonja Modig, dos investigadores competentes. Pero Faste tenía un problema: ponía a la gente de los nervios. Bublanski decidió que hablaría en privado con él, aunque no le consideraba responsable de las filtraciones.
Al levantar la mirada, Bublanski descubrió que se encontraba en Lundagatan, justo ante el portal de Lisbeth Salander. Acudir hasta allí no había sido una decisión premeditada; simplemente, no podía sacarse a esa chica de la cabeza.
Subió las escaleras que conducían a la parte alta de Lundagatan y, al llegar, se detuvo un buen rato a reflexionar sobre la historia de Mikael Blomkvist y la presunta agresión sufrida por Salander. Tampoco eso los había llevado a ninguna parte. Echaba en falta una denuncia, los nombres de los agresores, o al menos una buena descripción. Blomkvist afirmaba que no había podido ver la matrícula de la furgoneta en la que desapareció el supuesto agresor.
Si es que todo aquello había sucedido. En fin, otro callejón sin salida.
Bublanski bajó la mirada y avistó el Honda color burdeos que había estado aparcado allí todo ese tiempo. De repente, descubrió a Mikael Blomkvist caminando hacia el portal.
Miriam Wu se despertó, enredada entre las sábanas, bien entrado el día. Se incorporó y recorrió la extraña habitación con la mirada.
Había utilizado la inesperada presión mediática como excusa para llamar a una amiga y preguntarle si podía pasar la noche en su casa. Pero al mismo tiempo era consciente de que, en el fondo, se trataba de una huida; temía que Lisbeth Salander llamara a su puerta.
El interrogatorio de la policía y los artículos de la prensa le habían afectado más de lo que creía. A pesar de haberse prometido no precipitarse en sus conclusiones hasta que Lisbeth tuviese la oportunidad de explicar lo ocurrido, había empezado a sospechar que era culpable.
De reojo, miró a Viktoria Viktorsson, conocida como V doble, de treinta y siete años y ciento por ciento bollera. Estaba acostada boca abajo murmurando entre sueños. Miriam Wu entró con sigilo en el cuarto de baño y se metió bajo la ducha. Luego, salió a comprar pan para desayunar. Hasta que no llegó a la caja de la tienda ubicada junto al Kafé Cinnamon de Verkstadsgatan, no reparó en las portadas de los periódicos. Regresó a la carrera al piso de V doble.
Mikael Blomkvist pasó por delante del Honda color burdeos y, al llegar al portal de Lisbeth Salander, pulsó el código y desapareció. Permaneció dos minutos fuera del campo visual de Bublanski antes de volver a salir a la calle. ¿Nadie en casa? Ostensiblemente indeciso, Blomkvist examinó la calle con la mirada. Bublanski lo contemplaba sumido en sus pensamientos.
A Bublanski le preocupaba que Blomkvist hubiera mentido sobre la agresión de Lundagatan, puesto que daría cabida a la posibilidad de que estuviera jugando a algo que, en el peor de los casos, significaría que, de una u otra manera, estaba implicado en los asesinatos. Pero si había dicho la verdad —y por el momento no tenía motivos para dudar de su palabra—, entonces existía una ecuación oculta en todo ese drama. Lo que se traducía en que había más actores que los que se encontraban en escena y que el crimen era, sin duda, mucho más complejo que el hecho de que una chica patológicamente trastornada hubiese sufrido un arrebato de locura.
Cuando Blomkvist echó a andar en dirección a Zinkensdamm, Bublanski lo llamó. Se detuvo, descubrió al policía y, acto seguido, se acercó a él. Se encontraron a los pies de la escalera.
—Hola, Blomkvist. ¿Andas buscando a Lisbeth Salander?
—La verdad es que no. Busco a Miriam Wu.
—No está en casa. Alguien ha filtrado a los medios de comunicación que ha aparecido.
—¿Y qué puede contar ella?
Bublanski estudió inquisitivamente a Mikael Blomkvist. Kalle Blomkvist.
—Acompáñame —le sugirió Bublanski—. Necesito un café.
En silencio, dejaron atrás la iglesia de Högalid. Bublanski lo llevó al café Lillasyster de Liljeholmsbron. Él pidió un doble espresso con una cucharada de leche fría y Mikael un caffè latte. Se sentaron en la zona de fumadores.
—Hacía mucho tiempo que no tenía un caso tan frustrante —se lamentó Bublanski—. ¿Hasta qué punto puedo hablar contigo sin tener que leer mañana en Expressen nada de lo que tratemos?
—Yo no trabajo en Expressen.
—Ya sabes a lo que me refiero.
—Bublanski, no creo que Lisbeth sea culpable.
—¿Y ahora estás dedicándote a investigar por tu cuenta? ¿Por eso te llaman Kalle Blomkvist?
De repente, Mikael sonrió.
—Tengo entendido que a ti te llaman agente Burbuja.
Bublanski mostró una forzada sonrisa.
—¿Por qué no crees que Salander sea culpable?
—Por lo que respecta a su administrador no puedo pronunciarme, pero, en cuanto a Dag y a Mia, no tenía ningún motivo para asesinarlos. Especialmente a Mia. Lisbeth detesta a los hombres que odian a las mujeres, y Mia estaba a punto de apretarle las clavijas a una serie de puteros. Lo que hacía Mia estaba totalmente en línea de lo que habría hecho Lisbeth. Ella tiene moral.
—No consigo formarme una verdadera imagen de ella. Por una parte, una retrasada mental, por otra, una hábil investigadora.
—Lisbeth es diferente. Es muy antisocial, pero a su inteligencia no le ocurre nada. Todo lo contrario, probablemente sea más inteligente que tú y yo juntos.
Bublanski suspiró. Mikael Blomkvist acababa de repetir las palabras de Miriam Wu.
—En cualquier caso, hay que detenerla. No puedo entrar en detalles, pero tenemos pruebas forenses que demuestran que estuvo en el lugar de los hechos y que se encuentra personalmente vinculada al arma homicida.
Mikael asintió con la cabeza.
—Supongo que te refieres a que habéis hallado sus huellas dactilares en la pistola. Eso no significa que apretara el gatillo.
Bublanski asintió.
—Dragan Armanskij también duda. Es demasiado prudente para reconocerlo explícitamente, pero él también anda buscando pruebas de su inocencia.
—¿Y tú qué es lo que crees?
—Yo soy policía. Yo detengo a gente y la interrogo. Ahora mismo Lisbeth Salander lo tiene muy negro. Hemos condenado a asesinos basándonos en indicios bastante más débiles.
—No has contestado a mi pregunta.
—No lo sé. Si resulta que es inocente, ¿quién crees tú que tendría interés en asesinar tanto a su administrador como a tus dos amigos?
Mikael sacó un paquete de tabaco y le ofreció un cigarrillo a Bublanski, que negó con la cabeza. No quería mentirle a la policía y suponía que debía contarle lo de ese tipo llamado Zala. Y, además, debería hablarle del comisario Gunnar Björck de la Säpo.
Pero Bublanski y sus colegas también tenían acceso al material de Dag Svensson y a esa carpeta bautizada como «Zala»; tan sólo era cuestión de leerla. En su lugar, avanzaban como una apisonadora sacando a la luz todos los detalles íntimos de Lisbeth Salander en los medios de comunicación.
Mikael tenía una pista, aunque no sabía adonde lo conduciría. No quería dar el nombre de Björck antes de estar seguro. Zalachenko. Allí estaba la conexión no sólo con Bjurman, sino con Dag y Mia. El único problema era que Björck no le había contado nada todavía.
—Déjame indagar un poco más y presentaré una teoría alternativa.
—Ninguna pista que implique a la policía, espero.
Mikael sonrió.
—No. Aún no. ¿Qué dijo Miriam Wu?
—Más o menos lo mismo que tú. Mantenían una relación.
Miró de reojo a Mikael.
—Eso no es asunto mío —contestó Mikael.
—Miriam Wu y Salander se han estado viendo durante tres años. Ella no sabía nada del pasado de Salander; ni siquiera sabía dónde trabajaba. Es difícil tragárselo, pero creo que dice la verdad.
—Lisbeth es muy suya —comentó Mikael.
Permanecieron callados un rato.
—¿Tienes el número de Miriam Wu?
—Sí.
—¿Me lo puedes dar?
—No.
—¿Por qué no?
—Mikael, esto es un asunto policial. No necesitamos detectives aficionados con teorías descabelladas.
—Yo aún no tengo teorías. Sin embargo, creo que la respuesta al misterio está en el material de Dag Svensson.
—Si te esfuerzas un poco, no te costará nada dar con Miriam Wu.
—Es probable. Pero lo más sencillo es pedirle el número a alguien que ya lo tenga.
Bublanski suspiró. De repente, Mikael se irritó enormemente con él.
—¿Los policías son más inteligentes que esa gente normal a la que tú llamas detectives aficionados? —preguntó.
—No, no creo. No obstante, los policías cuentan con una formación especializada y su trabajo es investigar delitos.
—La gente normal también está formada —dijo Mikael sosegadamente—. Y a veces un detective aficionado es mejor que un policía de verdad.
—¿Tú crees?
—No es que lo crea, lo sé. Mira el caso Joy Rahman; todos aquellos policías se pasaron cinco años con el culo pegado a una silla y los ojos cerrados mientras Rahman cumplía condena por haber asesinado a una vieja siendo inocente. Todavía seguiría encerrado si no fuera porque una profesora se tomó la molestia de dedicar varios años a realizar una investigación seria. Lo hizo, y sin disponer de todos los recursos de los que tú dispones. No sólo probó que él era inocente, sino que también identificó a la persona que, con toda probabilidad, era el verdadero asesino.
—En el caso Rahman intervino una cuestión de prestigio. El fiscal se negó a escuchar los hechos.
Mikael Blomkvist observó con detenimiento a Bublanski.
—Bublanski, te voy a contar una cosa. En estos momentos, el caso Lisbeth también se ha convertido en una cuestión de prestigio. Yo sostengo que ella no mató a Dag y Mia. Y lo voy a probar. Te voy a ofrecer un asesino alternativo y, cuando esto ocurra, escribiré un artículo que a ti y a tus colegas os resultará una verdadera tortura.
De camino a su casa de Katarina Bangata, Bublanski sintió la necesidad de hablar con Dios sobre el tema, pero en vez de pasarse por la sinagoga, se fue a la iglesia católica de Folkungagatan. Se sentó en uno de los bancos del fondo y no se movió durante más de una hora. Como judío, teóricamente, no pintaba nada en una iglesia católica; sin embargo, era un sitio tranquilo que visitaba con asiduidad cada vez que necesitaba poner en orden sus ideas. Jan Bublanski estaba convencido de que Dios no lo desaprobaría. Además, existía una gran diferencia entre el catolicismo y el judaísmo. Él acudía a la sinagoga porque buscaba compañía y unión con otras personas; los católicos iban a la iglesia porque buscaban estar solos con Dios. La iglesia invitaba al silencio e instaba a que no se molestara a sus visitantes.
Le estuvo dando vueltas al tema de Lisbeth Salander y Miriam Wu. Y reflexionó sobre lo que le ocultaban Erika Berger y Mikael Blomkvist. Estaba convencido de que sabían algo sobre Salander que no le habían contado. Se preguntó qué tipo de «investigación» habría hecho Lisbeth Salander para Mikael Blomkvist. Por un breve instante, se le pasó por la cabeza que a lo mejor Salander habría trabajado para Blomkvist antes de que él revelara el caso Wennerström, pero, tras meditarlo un poco más, descartó esa posibilidad. No le cuadraba Lisbeth Salander relacionada con ese tipo de asuntos, y le parecía disparatado que ella pudiera haber contribuido con algo relevante en un caso como aquél. Por muy buena investigadora que fuera.
Bublanski estaba preocupado.
Le disgustaba la convicción inquebrantable que Mikael Blomkvist tenía sobre la inocencia de Salander. Una cosa era que a él, como policía, le asaltaran las dudas —dudar era su profesión— y otra, que Mikael Blomkvist, en calidad de detective aficionado, lo retara.
Los detectives aficionados le caían mal, ya que, por lo general, eran sinónimo de teorías conspirativas que, como se podía constatar, daban pie a llamativos titulares en los periódicos. No obstante, la mayoría de las veces no hacían más que generar trabajo extra e inútil a la policía.
Ésta se había convertido en la investigación criminal más deslavazada en la que había participado en toda su carrera. En cierto sentido, andaba desorientado y no sabía qué dirección tomar. La investigación de un asesinato debería seguir una cadena de lógica.
Si un chico de diecisiete años es hallado muerto por arma blanca en Mariatorget, se trata de averiguar qué pandillas de cabezas rapadas u otros jóvenes estuvieron rondando por Södra Station una hora antes. Siempre acaban saliendo a flote amigos, conocidos, testigos y, tarde o temprano, sospechosos.
Si en un bar de Skärholmen matan a un hombre de cuarenta y dos años pegándole tres tiros, y resulta que el individuo en cuestión era un matón de la mafia yugoslava, entonces se trata de dar con los advenedizos que intentan hacerse con el control del contrabando de tabaco.
Si una mujer de veintiséis años con un pasado respetable y una vida normal aparece estrangulada en su casa, se trata de averiguar quién era su novio o quién fue la última persona con quien habló en el bar la noche anterior.
Bublanski había realizado tantas investigaciones de ese tipo que las podría hacer hasta con los ojos cerrados.
La investigación que les ocupaba había empezado estupendamente. A las pocas horas ya tenían una sospechosa. Lisbeth Salander estaba hecha para el papel; un caso clínico evidente que llevaba toda su vida sufriendo violentos e incontrolables arrebatos. En teoría, sólo se trataba de localizarla y sacarle una confesión o, dependiendo de las circunstancias, enviarla al psiquiátrico. Pero todo se había ido al garete en cuestión de horas también.
Salander no vivía donde creían que vivía. Tenía amigos como Dragan Armanskij y Mikael Blomkvist. Tenía una relación con una renombrada bollera que gustaba de utilizar esposas en sus relaciones sexuales y que había hecho que los medios de comunicación entraran en barrena en una situación ya de por sí infectada. Tenía dos millones y medio de coronas en el banco, aunque no se le conocía ningún trabajo. Más adelante, apareció en escena Blomkvist con sus teorías sobre trafficking y conspiraciones, y como famoso periodista que era, contaba con un poder nada desdeñable para provocar, con un solo artículo bien colocado, un completo caos en la investigación.
Y lo peor de todo: la principal sospechosa resultaba imposible de localizar, a pesar de no levantar dos palmos del suelo, de tener un aspecto muy característico y todo el cuerpo lleno de tatuajes. Pronto haría dos semanas desde que se cometieran los asesinatos y no tenían ni la menor pista de su paradero.
Gunnar Björck, de baja por hernia discal y jefe adjunto del Departamento de Extranjería de la Säpo, había pasado veinticuatro horas miserables desde que Mikael Blomkvist cruzara el umbral de su casa. Un constante dolor apagado se había instalado en su espalda. Deambuló de un lado a otro en la vivienda que ocupaba, incapaz de relajarse y de tomar alguna iniciativa. Había intentado pensar, pero las piezas del rompecabezas no querían encajar.
No lograba entender los vericuetos de esa historia.
Al principio, cuando se enteró del asesinato de Nils Bjurman un día después de que el abogado fuera hallado muerto, se quedó boquiabierto. Pero luego no se sorprendió cuando Lisbeth Salander, casi de inmediato, fue señalada como la principal sospechosa y se puso en marcha su caza y captura. Siguió, palabra por palabra, todo lo que se decía en la tele y compró cuantos periódicos pudo conseguir para leer, también palabra por palabra, todo lo que se había escrito.
No dudó ni un instante en que Lisbeth Salander era una enferma mental capaz de matar. Carecía de razones para poner en entredicho su culpabilidad y cuestionar las conclusiones de la investigación policial; más bien al contrario, todos sus conocimientos sobre Lisbeth Salander indicaban que se trataba de una verdadera loca psicótica. Había estado a punto de telefonear para contribuir a la investigación con su asesoramiento o, por lo menos, para controlar que el asunto se llevara de la manera más apropiada posible, pero terminó llegando a la conclusión de que, en realidad, eso a él ya no le incumbía. No era su cometido y, en todo caso, había gente competente para ocuparse de eso. Además, una llamada suya podría acabar, precisamente, acaparando esa indeseada atención que él deseaba evitar. En su lugar, se relajó y se limitó a seguir, con distraído interés, las continuas noticias de los informativos.
La visita de Mikael Blomkvist había dado al traste con esa tranquilidad. A Björck nunca se le había pasado por la cabeza que la orgía asesina de Salander pudiera concernirle a él personalmente, pero una de sus víctimas era un periodista cabrón que estaba a punto de exponerlo al escarnio público ante toda Suecia.
Mucho menos aún podía haberse imaginado que el nombre de Zala apareciera en la historia como una bomba de relojería y —lo más increíble de todo— que Mikael Blomkvist conociera el nombre. Resultaba tan inverosímil que desafiaba toda lógica.
Al día siguiente de la visita de Mikael, levantó el auricular y llamó a su antiguo jefe, de setenta y ocho años de edad, que vivía en Laholm. De alguna manera, tenía que formarse una idea clara de la situación sin insinuar que llamaba por razones bien distintas a la pura curiosidad y la inquietud profesional. Fue una conversación relativamente breve.
—Soy Björck. Supongo que has leído los periódicos.
—Sí, lo he hecho. Ella ha vuelto a aparecer.
—Y no ha cambiado gran cosa.
—Eso ya no es asunto nuestro.
—¿Y no crees que…?
—No, no lo creo. Todo eso está ya enterrado. No hay ninguna conexión.
—Pero ¿por qué precisamente a Bjurman? Supongo que no fue una casualidad que él se convirtiera en su administrador.
Se hizo un silencio que se prolongó unos cuantos segundos.
—No, no fue casualidad. Hace tres años parecía una buena idea. ¿Quién podría haber previsto todo esto?
—¿Qué sabía Bjurman?
De repente, su antiguo jefe se rió ahogadamente.
—Bueno, ya sabes cómo era Bjurman. No era lo que se dice un tipo muy listo.
—Me refiero a si… ¿conocía la conexión? ¿Puede haber algo entre sus papeles que conduzca a…?
—No, claro que no. Entiendo lo que me planteas, pero no te preocupes. Salander siempre ha sido un factor imprevisible en esta historia. Nos aseguramos de que se le diera el cometido a Bjurman, pero sólo para que alguien al que pudiéramos controlar fuera su administrador. Mejor él que un completo desconocido. Si ella se hubiera puesto a largar cosas por esa boquita, entonces él habría acudido a nosotros. De todos modos, el tema se va a resolver de la mejor manera posible.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, después de esto Salander va a pasar una larga temporada en el psiquiátrico.
—Entiendo.
—No te preocupes. Sigue tranquilamente con tu baja.
Pero eso era lo que el jefe adjunto Björck no conseguía hacer; Mikael Blomkvist ya se había encargado. Se sentó a la mesa de la cocina y contempló Jungfrufjärden mientras intentaba recapitular sobre su situación. Se sentía amenazado por dos flancos.
Mikael Blomkvist lo iba a denunciar por putero. El riesgo de terminar su carrera policial siendo condenado por violar la ley de comercio sexual resultaba inminente.
Pero el factor que revestía verdadera gravedad era que Mikael Blomkvist iba a la caza de Zalachenko, quien, de alguna manera, se hallaba implicado en la historia. Ese nexo lo llevaría, de nuevo, hasta la mismísima puerta de Gunnar Björck.
Su ex jefe estaba convencido de que no había nada entre los papeles de Bjurman que pudiera conducir a ningún sitio. Pero sí lo había; la investigación de 1991. El informe se lo entregó Gunnar Björck.
Intentó visualizar el encuentro que tuvo con Bjurman hacía ya más de nueve meses. Quedaron en Gamia Stan. Bjurman lo llamó una tarde al trabajo y le propuso ir a tomar una cerveza. Hablaron de tiro y de todo un poco pero Bjurman quería verlo por un motivo especial. Necesitaba que le hiciera un favor. Le preguntó por Zalachenko.
Björck se levantó y se acercó a la ventana de la cocina. En aquella ocasión estaba algo achispado. Bueno, la verdad era que había empinado el codo más de la cuenta. ¿Qué era lo que le había preguntado Bjurman?
—A propósito, ando metido en un caso en el que ha aparecido un viejo conocido.
—¿Ah, sí? ¿Quién?
—Alexander Zalachenko. ¿Te acuerdas de él?
—Hombre, no es un tipo del que uno se olvide así como así.
—¿Qué habrá sido de él?
Técnicamente no era asunto de Bjurman. El simple hecho de formular esas preguntas constituía un motivo más que razonable para poner a Bjurman bajo vigilancia, de no haber sido porque era el administrador de Lisbeth Salander. Dijo que necesitaba ese viejo informe. «Y yo se lo di».
Björck había cometido un error garrafal. Había dado por descontado que Bjurman ya estaba al tanto; cualquier otra cosa le parecía impensable. Y Bjurman le presentó el tema como si sólo se tratara de coger un atajo en el lento proceso burocrático, donde todo estaba clasificado como confidencial y rodeado de mucho secretismo, y, además, todo podía prolongarse durante meses y meses. Máxime tratándose de un asunto referente a Zalachenko.
«Le entregué el informe de la investigación. Seguía estando clasificado como secreto, pero Bjurman tenía una razón lógica y comprensible, y él no era una persona que se fuera de la lengua. Es cierto que era tonto, pero nunca fue un bocazas. ¿Qué daño podía hacer? Habían pasado tantos años».
Bjurman lo engañó. Le hizo creer que se trataba de una cuestión burocrática, de simples formalidades. Cuanto más lo pensaba, más se convencía de que Bjurman había presentado el asunto con palabras muy premeditadas y prudentes.
«Pero ¿qué coño andaba buscando Bjurman? ¿Y por qué lo mató Salander?».
En el transcurso de ese mismo sábado, Mikael Blomkvist visitó Lundagatan cuatro veces más con la esperanza de ver a Miriam Wu. Se la había tragado la tierra.
Pasó gran parte del día en el café-bar de Hornsgatan con su iBook y volvió a leer el correo electrónico que había recibido Dag Svensson en su dirección de millennium.se, así como la carpeta llamada «Zala». Durante las semanas anteriores a los crímenes, Dag Svensson dedicó cada vez más tiempo a investigar sobre Zala.
Ojalá hubiera podido llamar a Dag Svensson para preguntarle por qué el documento sobre Irina P. se hallaba dentro de la carpeta de Zala. La única conclusión convincente era que Dag sospechase de Zala por el asesinato de la chica.
De repente, a eso de las cinco de la tarde, Bublanski lo llamó y le dio el número de teléfono de Miriam Wu. No entendía qué le había hecho cambiar de opinión, pero en cuanto lo grabó en la memoria de su teléfono, intentó contactar cada media hora. Hasta las once de la noche Miriam no conectó el móvil. Y contestó. Fue una conversación breve.
—Hola, Miriam. Me llamo Mikael Blomkvist.
—¿Y tú quién coño eres?
—Soy periodista y trabajo en una revista llamada Millennium.
Miriam Wu se expresó de una manera concisa y contundente.
—Ah, ese Blomkvist. Vete a la mierda, periodista asqueroso.
Colgó antes de que a Mikael le diera tiempo de explicarle por qué la telefoneaba. Maldijo por dentro a Tony Scala e intentó llamarla de nuevo. No lo cogió. Al final le mandó un mensaje de texto.
Por favor, llámame. Es importante.
Ella hizo caso omiso.
A altas horas de la madrugada del sábado, Mikael apagó el ordenador, se desnudó y se metió en la cama. Estaba frustrado y hubiera deseado que Erika Berger se encontrara allí.