Capítulo 19.
Miércoles, 30 de marzo - Viernes, 1 de abril
El miércoles no ocurrió nada reseñable. Mikael dedicó el día a peinar el material de Dag Svensson para encontrar las referencias al nombre de Zala. Como antes hiciera Lisbeth Salander, Mikael encontró la carpeta «Zala» en el ordenador de Dag Svensson y leyó los tres documentos: «Irene P»., «Sandström» y «Zala». Al igual que Lisbeth, Mikael también se dio cuenta de que Dag Svensson había contado con una fuente policial llamada Gulbrandsen. Consiguió dar con él en la policía criminal de Södertalje, pero cuando llamó le informaron de que Gulbrandsen se encontraba de viaje y de que no volvería hasta el lunes siguiente.
Advirtió que Dag le había dedicado un considerable tiempo a Irene P. Leyó el acta de la autopsia y constató que la mujer había sido asesinada de forma brutal y en un lapso de tiempo prolongado. El crimen se perpetró a finales de febrero. La policía no tenía ningún indicio sobre quién podría ser el autor pero, al tratarse de una prostituta, habían partido de la premisa de que el asesino era uno de sus clientes.
Mikael se preguntó por qué Dag Svensson habría introducido el documento sobre Irene P. en la carpeta «Zala». Dejaba entrever que vinculaba a Zala con Irene P., pero en el texto no figuraba ninguna alusión al respecto. En otras palabras, Dag Svensson había hecho esa conexión sólo en su cabeza.
El documento «Zala» era tan breve que daba la impresión de no ser más que unas notas provisionales. Mikael constató que Zala —si es que realmente existía— parecía un fantasma del mundo del hampa. El texto no se le antojó muy realista y, además, carecía de referencias a cualquier tipo de fuente.
Cerró el documento y se rascó la cabeza. Investigar los asesinatos de Dag y Mia estaba resultando una tarea mucho más complicada de lo que, en un principio, se había imaginado. Tampoco podía evitar que le asaltaran las dudas de forma continua. El problema era que, en realidad, no contaba con nada que manifestara claramente que Lisbeth no estaba implicada en los asesinatos. Su único argumento consistía en lo absurdo que encontraba que ella hubiese ido a Enskede y asesinado a dos de sus amigos.
Sabía que Lisbeth no era una persona exenta de recursos; todo lo contrario: había utilizado su talento como hacker para robar una desorbitada suma de varios miles de millones de coronas. Ella ni siquiera sospechaba que él estaba al corriente de ese dato. Aparte de haberse visto obligado a explicarle a Erika —con el consentimiento de Lisbeth— sus dotes informáticas, nunca le había revelado a nadie sus secretos.
Se negaba a creer que Lisbeth Salander fuera culpable de los asesinatos. Tenía una deuda impagable con ella. No sólo le había salvado la vida cuando Martin Vanger estuvo a punto de matarlo; también había salvado su carrera periodística e incluso la revista Millennium cuando le puso en bandeja la cabeza del financiero Hans-Erik Wennerström.
Cosas así te hacían sentir en deuda. Él tenía una lealtad inviolable para con Lisbeth Salander. Fuera culpable o no, pensaba hacer todo lo que estuviera en su mano para ayudarla cuando, tarde o temprano, la detuvieran.
Pero también era consciente de que no sabía absolutamente nada sobre ella. Los extensos informes psiquiátricos, el hecho de que hubiese sido sometida a la fuerza a diversos tratamientos en una de las instituciones psiquiátricas más prestigiosas del país y que, incluso, la hubieran declarado incapacitada conformaban unos indicios bastante relevantes de que algo no iba bien. Los medios de comunicación le habían dedicado mucha atención al médico jefe de la clínica de Sankt Stefan de Uppsala, Peter Teleborian. Por respeto al secreto profesional, él no se pronunció sobre Lisbeth Salander pero, en cambio, habló del abandono generalizado de las prestaciones para los enfermos psíquicos. Teleborian no sólo era una autoridad respetada en Suecia, sino también en el ámbito internacional; se le consideraba un destacado experto en enfermedades psíquicas. Había sido muy convincente y consiguió manifestar claramente su simpatía por los afectados y sus familias, a la vez que resultaba obvio que le preocupaba el bienestar de Lisbeth.
Mikael se preguntó si debería contactar con Peter Teleborian y si éste estaría dispuesto a colaborar con él de alguna manera. Se abstuvo de hacerlo. Suponía que, más adelante, el psiquiatra tendría ocasión de acudir al auxilio de Lisbeth Salander una vez que ésta fuera capturada.
Al final fue a la cocina, se sirvió café en una taza con el logotipo del partido moderado y luego entró en el despacho de Erika Berger.
—Tengo una larga lista de puteros y chulos a los que debo entrevistar —dijo.
Preocupada, ella asintió con la cabeza.
—Seguramente me llevará una o dos semanas. Están desperdigados por todo el país, desde Strängnäs hasta Norrköping. Necesito un coche.
Ella abrió el bolso y sacó las llaves de su BMW.
—¿No te importa?
—Claro que no. Cojo el tren de Saltsjöbanan tan a menudo como el coche. Y si hay algún problema, puedo usar el de Greger.
—Gracias.
—Ah, una condición.
—¿Ah, sí?
—Algunos de esos tipos son unos verdaderos animales. Si vas a ir por ahí acusando a unos chuloputas de los asesinatos de Dag y Mia, quiero que cojas esto y lo lleves siempre contigo en el bolsillo de la americana.
Puso un bote de gas lacrimógeno sobre la mesa.
—¿De dónde lo has sacado?
—Lo compré en Estados Unidos el año pasado. Una mujer ya no puede salir sola por la noche sin un arma.
—Si lo usara y me detuvieran por tenencia ilícita de armas, se montaría la de Dios.
—Prefiero eso a escribir una necrológica sobre ti. Mikael… no sé si te has dado cuenta, pero a veces me preocupas bastante.
—¿Ah, sí?
—Corres tantos riesgos y te pones tan chulito que luego nunca eres capaz de dar marcha atrás.
Mikael sonrió y depositó el gas lacrimógeno sobre la mesa de Erika.
—Gracias, pero no lo necesito.
—Micke, insisto.
—Me parece muy bien. Pero ya estoy preparado.
Metió la mano en el bolsillo de la americana y sacó un bote. Se trataba del bote de gas lacrimógeno que había encontrado en el bolso de Lisbeth Salander y que llevaba encima desde entonces.
Bublanski llamó a la puerta del despacho de Sonja Modig y tomó asiento en la silla de visitas.
—El ordenador de Dag Svensson —dijo.
—Yo también he pensado en eso —contestó ella—. Estás al tanto de que he reconstruido las últimas veinticuatro horas de Dag y Mia. Hay algunas lagunas, pero sabemos con seguridad que Dag Svensson no estuvo ese día en la redacción de Millennium. Anduvo por la ciudad y, a eso de las cuatro de la tarde, coincidió con un antiguo compañero de estudios. Fue un encuentro casual en un café de Drottninggatan. El compañero afirma categóricamente que Dag Svensson llevaba un ordenador en la mochila. No sólo reparó en el portátil, sino que incluso le hizo un comentario al respecto.
—Y alrededor de las once de la noche, después de que tuvieran lugar los hechos, el ordenador había desaparecido de su domicilio.
—Correcto.
—¿Y qué conclusiones podemos sacar de eso?
—Tal vez acudió a otro sitio y, por alguna razón, lo dejó u olvidó allí.
—¿Es eso probable?
—No mucho. Pero a lo mejor lo llevó a algún servicio técnico para una reparación o una puesta a punto o algo así. También es posible que dispusiera de otro lugar de trabajo que nosotros desconocemos. En más de una ocasión alquiló un espacio de trabajo en una agencia freelance de Sankt Eriksplan, por ejemplo.
—Vale.
—Por supuesto, también debemos contemplar la posibilidad de que el asesino se llevara el ordenador consigo.
—Según Armanskij, Salander es un hacha en ordenadores.
—Cierto —asintió Sonja Modig.
—Mmm. La teoría de Blomkvist es que mataron a Dag Svensson y Mia Bergman a causa de la investigación en la que andaba metido. Una hipótesis que otorga un papel de importancia al contenido del ordenador.
—Vamos con retraso. Las tres víctimas dejan tantos cabos sueltos que no da tiempo a todo; la cuestión es que todavía está pendiente registrar a fondo el lugar de trabajo de Dag Svensson en Millennium.
—Esta mañana he hablado con Erika Berger. Dice que les sorprende mucho que aún no hayamos ido a echarle un vistazo a sus cosas.
—Nos hemos centrado en localizar cuanto antes a Lisbeth Salander y seguimos sin saber casi nada del móvil. ¿Podrías tú…?
—He quedado con Erika Berger para visitar Millennium mañana.
—Gracias.
El jueves, Mikael estaba sentado a su mesa hablando con Malin Eriksson, cuando oyó sonar un teléfono en la redacción. A través de la puerta abierta divisó a Henry Cortez, de modo que se desentendió de la llamada. Luego, en un recóndito lugar de su memoria, identificó el sonido del teléfono de la mesa de Dag Svensson. Dejó una frase a medias y salió pitando.
—¡Quieto! ¡No toques el teléfono! —gritó.
Henry Cortez acababa de poner la mano sobre el auricular. Mikael atravesó apresuradamente la estancia. «¿Cómo diablos se llamaba?».
—Indigo Marknadsresearch, le atiende Mikael. ¿En qué puedo ayudarle?
—Eh… Hola. Mi nombre es Gunnar Björck. He recibido una carta que dice que he ganado un teléfono móvil.
—¡Felicidades! —respondió Mikael Blomkvist—. Se trata de un Sony Ericsson último modelo.
—¿Y no cuesta nada?
—No cuesta nada. Pero para obtener el regalo debe participar en una encuesta. Realizamos estudios de mercado para diversas empresas. Las preguntas le ocuparán alrededor de una hora. Sólo por acceder queda usted clasificado para la siguiente fase, donde tendrá la oportunidad de ganar cien mil coronas.
—Entiendo. ¿Se puede hacer por teléfono?
—Lamentablemente, parte del estudio consiste en ver distintos logotipos comerciales e identificarlos. También vamos a preguntarle qué tipo de anuncios le atraen y enseñarle diferentes propuestas. Tenemos que enviar a uno de nuestros colaboradores.
—Vale… ¿Y cómo he resultado elegido?
—Hacemos este tipo de estudios de mercado un par de veces al año. En la actualidad, nos estamos centrando en un grupo de hombres de su edad y con una situación laboral estable. Hemos extraído al azar unos números de identificación personal.
Al final, Gunnar Björck accedió a recibir a un colaborador de Indigo Marknadsresearch. Le explicó que estaba de baja y que se había trasladado para descansar a una casa de campo de Smådalarö. Le dio las indicaciones y quedaron para el viernes por la mañana.
—¡YES! —exclamó Mikael al colgar. Soltó un puñetazo al aire. Malin Eriksson y Henry Cortez intercambiaron una mirada desconcertada.
Paolo Roberto aterrizó en Arlanda el jueves a las once y media de la mañana. Había dormido durante gran parte del vuelo que lo acababa de traer de Nueva York y, por primera vez en su vida, no acusaba el jet-lag.
Había pasado un mes en Estados Unidos hablando de boxeo, presenciando combates de exhibición y buscando ideas para una producción que pensaba vender a Strix Television. En su periplo constató con melancolía que había dejado su carrera profesional no sólo a causa de los intentos disuasorios de su familia, sino también porque, simple y llanamente, empezaba a ser demasiado viejo. No le quedaba más remedio que aceptarlo e intentar, por lo menos, mantenerse en forma; algo que conseguía mediante intensos entrenamientos una vez por semana. Seguía siendo toda una personalidad en el mundo del boxeo y suponía que, de una u otra manera, consagraría a ese deporte el resto de su vida.
Recogió la maleta de la cinta. En el control de aduanas lo pararon y a punto estuvieron de conducirle a las dependencias interiores para un registro. Sin embargo, uno de los policías lo reconoció.
—Hola, Paolo. Supongo que no llevarás más que los guantes de boxeo en el equipaje.
Paolo Roberto aseguró que no traía nada de contrabando y lo dejaron pasar.
Salió a la terminal de llegadas. Ya se dirigía hacia la bajada que lo conducía hasta el tren de Arlanda Express, cuando se detuvo en seco y se quedó mirando fijamente la cara de Lisbeth Salander en las portadas de los periódicos vespertinos. Al principio no dio crédito a lo que estaba viendo. Se preguntó si no sería el jet-lag… Luego volvió a leer el titular.
LA CAZA DE LISBETH SALANDER
Desplazó la mirada al otro diario.
EXTRA: PSICÓPATA BUSCADA POR TRIPLE ASESINATO
Entró dubitativamente en el Pressbyrån y compró tanto los periódicos vespertinos —la primera edición— como los matinales. Acto seguido se acercó hasta una cafetería. Su asombro crecía a medida que iba leyendo.
Cuando Mikael Blomkvist llegó a su casa de Bellmansgatan, a eso de las once de la noche del jueves, estaba cansado y algo deprimido. Tenía pensado acostarse pronto para recuperar el sueño, pero no pudo resistir la tentación de conectarse a Internet y consultar el correo. No había recibido nada relevante aunque, por si acaso, abrió la carpeta «Lisbeth Salander». Su pulso aumentó en el mismo instante en que descubrió un nuevo documento llamado «MB2». Hizo doble clic.
El fiscal E. filtra información a los medios de comunicación. Pregúntale por qué no ha filtrado el viejo informe policial.
Asombrado, Mikael reflexionó sobre el críptico mensaje. ¿Qué quería decir? ¿Qué viejo informe policial? No entendía a qué se refería. La madre que la parió. ¿Por qué tenía que formular cada mensaje como si fuese un acertijo? Al cabo de un rato creó un nuevo documento al que llamó «Críptico»:
Hola, Sally. Estoy hecho polvo, no he parado desde los asesinatos. No tengo ganas de jugar a las adivinanzas. Es posible que a ti te dé igual o que no te lo tomes en serio, pero yo quiero saber quién asesinó a mis amigos.
M.
Aguardó ante la pantalla. La respuesta «Críptico 2» llegó un minuto después.
¿Qué harías si hubiera sido yo?
Él contestó con «Críptico 3».
Lisbeth:
Si te has vuelto loca de atar, sólo Peter Teleborian puede ayudarte. Pero no creo que tú hayas matado a Dag y a Mia. Espero llevar razón. Rezo por ello.
Dag y Mia iban a publicar una denuncia contra el comercio sexual. Mi hipótesis es que eso, de alguna manera, motivó los asesinatos. Pero no tengo nada en lo que apoyarme.
No sé qué salió mal entre nosotros, pero en una ocasión tú y yo hablamos de la amistad. Yo te dije que la amistad se basa en dos cosas: el respeto y la confianza. Aunque ya no me quieras, puedes seguir depositando toda tu confianza en mí. Nunca he revelado tus secretos. Ni siquiera lo que pasó con el dinero de Wennerström. Confía en mí. No soy tu enemigo.
M.
La respuesta se hizo tanto de rogar que Mikael ya había perdido las esperanzas. Casi cincuenta minutos más tarde, se materializó. De repente, apareció «Críptico 4».
Me lo pensaré.
Mikael suspiró aliviado. De pronto albergó una pequeña esperanza. Sus palabras significaban literalmente lo que decían: iba a pensárselo. Desde que desapareciera sin previo aviso de su vida, era la primera vez que se dignaba a comunicarse con él. El hecho de que fuera a pensárselo significaba que, por lo menos, consideraría la posibilidad de hablar con él. Mikael contestó con «Críptico 5».
De acuerdo. Te esperaré. Pero no tardes demasiado.
El viernes por la mañana, el inspector Hans Faste recibió la llamada cuando se hallaba en Längholmsgatan, junto a Vasterbron, camino del trabajo. La policía no tenía recursos para vigilar veinticuatro horas el piso de Lundagatan, y por eso le habían pedido a un vecino —policía jubilado— que le echara un ojo a la vivienda.
—La china acaba de entrar por la puerta —le informó el vecino.
Hans Faste no podría haber estado mejor posicionado. Justo delante de Vasterbron. Hizo un giro ilegal, delante de la parada de autobuses, para enfilar por Heleneborgsgatan y atravesar Högalidsgatan hasta Lundagatan. Aparcó apenas dos minutos después de la llamada, cruzó la calle corriendo y entró por el soportal del edificio que daba al patio.
Miriam Wu seguía delante de la puerta de su casa observando incrédula la cerradura destrozada y la puerta precintada cuando escuchó unos pasos en la escalera. Se dio la vuelta y descubrió a un hombre corpulento y atlético que le lanzó una intensa mirada que a ella se le antojó hostil. Así que soltó su bolsa en el suelo dispuesta a demostrarle sus dotes de thai-boxing en el caso de que resultara necesario.
—¿Miriam Wu? —preguntó.
Para su sorpresa el hombre le mostró una placa policial.
—Sí —contestó Mimmi—. ¿Qué pasa?
—¿Dónde has estado metida?
—Fuera. ¿Qué ha sucedido? ¿Han entrado a robar en mi casa?
Faste la miró fijamente.
—Tengo que pedirte que me acompañes a Kungsholmen —le dijo mientras ponía una mano sobre el hombro de Mimmi Wu.
Bublanski y Modig vieron cómo una Miriam Wu bastante mosqueada era escoltada por Faste hasta la sala de interrogatorios.
—Siéntate, por favor. Soy el inspector Jan Bublanski y ésta es mi colega Sonja Modig. Lamento que nos hayamos visto obligados a traerte de esta manera, pero tenemos que hacerte unas cuantas preguntas.
—Vale. ¿Y por qué? Ese de ahí no es precisamente muy parlanchín.
Mimmi señaló con el dedo a Faste.
—Llevamos más de una semana buscándote. ¿Puedes explicarnos dónde has estado?
—Sí, puedo. Pero no me da la gana y, que yo sepa, no es asunto tuyo.
Bublanski arqueó las cejas.
—Llego a casa y me encuentro con la puerta forzada y un precinto policial. Y luego un machito atiborrado de anabolizantes me arrastra hasta aquí. ¿Me lo quieres explicar?
—¿No te gustan los machos? —preguntó Hans Faste.
Perpleja, Miriam Wu se quedó mirándolo. Bublanski y Modig le lanzaron una dura mirada.
—¿No has leído ningún periódico durante la última semana? ¿Has estado en el extranjero?
Miriam Wu, aturdida, empezó a mostrarse insegura.
—No, no he leído los periódicos. He pasado dos semanas en París visitando a mis padres. Como quien dice, acabo de aterrizar en la estación central.
—¿Has ido en tren?
—No me gusta volar.
—¿Y no has visto ningún periódico hoy?
—Nada más bajarme del tren nocturno he cogido el metro hasta casa.
El agente Burbuja reflexionó. Esa mañana no había nada sobre Salander en las portadas de los periódicos. Se levantó, abandonó la sala y volvió al cabo de un minuto con la edición del domingo de Pascua de Aftonbladet que tenía la fotografía de pasaporte de Lisbeth Salander en primera página.
A Miriam Wu por poco le da algo.
Mikael Blomkvist siguió la ruta descrita por Gunnar Björck, de sesenta y dos años de edad, para llegar a su casa de campo de Smådalarö. Aparcó y constató que «la casa de campo» era, en realidad, un moderno chalé con vistas a la bahía de Jungfrufjärden acondicionado para todo el año. Subió andando por un camino de grava y llamó a la puerta. Gunnar Björck tenía un aspecto muy similar a la fotografía del pasaporte que Dag Svensson había hallado.
—Hola —dijo Mikael.
—Vaya, veo que no se ha perdido.
—No.
—Pasa. Podemos acomodarnos en la cocina.
—Muy bien.
Aunque cojeaba ligeramente, Gunnar Björck parecía gozar de buena salud.
—Estoy de baja —dijo.
—Nada serio, espero —respondió Mikael.
—Dentro de poco me operan de una hernia discal. ¿Quiere café?
—No, gracias —contestó Mikael. Se sentó en una silla de la cocina, abrió el maletín del ordenador y extrajo una carpeta. Björck se sentó enfrente.
—Su cara me suena. ¿Nos conocemos de algo?
—No —contestó Mikael.
—Es que su cara me suena muchísimo.
—A lo mejor me ha visto en los periódicos.
—¿Cómo me ha dicho que se llamaba?
—Mikael Blomkvist. Soy periodista y trabajo en la revista Millennium.
Gunnar Björck parecía confuso. Luego cayó en la cuenta. «Kalle Blomkvist. El caso Wennerström». Pero seguía sin comprender las implicaciones.
—Millennium. No sabía que se dedicaran a los estudios de mercado.
—Sólo en casos excepcionales. Quiero que eche un vistazo a estas tres fotografías y luego me diga cuál le gusta más.
Mikael colocó tres fotos de chicas en la mesa. Una de ellas la había descargado de una página porno de Internet. Las otras dos eran fotos de pasaporte ampliadas y en color.
De repente, Gunnar Björck se puso lívido.
—No entiendo nada.
—¿No? Esta es Lidia Komarova, de dieciséis años, de Minsk, Bielorrusia. Al lado está Myang So Chin, conocida como Jo-Jo, de Tailandia. Tiene veinticinco años. Y por último, Jelena Barasowa, de diecinueve años, de Tallin. Usted contrató los servicios sexuales de las tres y ahora yo me pregunto cuál fue la que más le gustó. Plantéeselo como un estudio de mercado.
Bublanski miró desconfiado a Miriam Wu, quien le devolvió la mirada airadamente.
—Resumiendo: afirmas que conoces a Lisbeth Salander desde hace más de tres años. Ella, sin compensación económica alguna por tu parte, te ha cedido el piso y se ha largado. Te acuestas con ella de vez en cuando, pero no sabes dónde vive, a qué se dedica ni cómo se gana la vida. ¿Pretendes que me crea eso?
—Me importa una mierda si te lo crees o no. No he cometido ningún delito y la manera en que yo elija vivir mi vida y las personas con las que me acuesto no son asunto tuyo. Ni de nadie.
Bublanski suspiró. Esa mañana, la noticia de la repentina aparición de Miriam Wu le había producido una sensación de liberación. «Por fin un avance». Sin embargo, las respuestas de la chica eran cualquier cosa menos esclarecedoras. De hecho, se podían tildar de peculiares. La cuestión era que él creía a Miriam Wu. Contestaba clara y nítidamente, y sin titubear. Podía dar cumplida cuenta de los lugares y los momentos en los que había visto a Salander, y ofreció una descripción tan detallada de su mudanza a Lundagatan que tanto Bublanski como Modig llegaron a la conclusión de que una historia tan fuera de lo común no podía ser más que verdadera.
Hans Faste había presenciado el interrogatorio de Miriam Wu con una creciente sensación de irritación, pero consiguió mantener la boca cerrada. A su parecer, Bublanski se pasaba de blando con la chinita, que se mostraba claramente arrogante y gastaba mucha labia para evitar contestar a la única pregunta de importancia, a saber: ¿en qué lugar del puto y ardiente infierno se escondía la maldita zorra de Lisbeth Salander?
Pero Miriam Wu ignoraba el paradero de Lisbeth Salander. No sabía dónde trabajaba. Nunca había oído hablar de Milton Security. Nunca había oído hablar de Dag Svensson ni de Mia Bergman y, por consiguiente, no podía contestar ni una sola pregunta de interés. No tenia ni idea de que Salander estuviera bajo tutela administrativa, de que hubiera sido ingresada en instituciones mentales a la fuerza durante su adolescencia ni de que contara en su haber con elocuentes informes psiquiátricos.
En cambio, podía confirmar que ella y Salander habían acudido al Kvarnen, que se besaron allí, que luego regresaron a la casa de Lundagatan y que se despidieron a la mañana siguiente. Unos días después, Miriam Wu cogió el tren a París, donde permaneció totalmente ajena a la actualidad sueca. A excepción de una rápida visita para dejarle las llaves del coche, no había visto a Lisbeth desde la noche del Kvarnen.
—¿Las llaves del coche? —preguntó Bublanski—. Salander no tiene coche.
Miriam Wu explicó que se había comprado un Honda color burdeos que estaba aparcado delante de su casa. Bublanski se levantó y miró a Sonja Modig.
—¿Puedes encargarte del interrogatorio? —dijo para, acto seguido, abandonar la sala.
Tenía que buscar a Jerker Holmberg y pedirle que realizara la investigación técnica del Honda color burdeos. Pero, sobre todo, necesitaba estar solo para reflexionar.
Gunnar Björck, de baja por enfermedad, jefe adjunto del departamento de extranjería de la Säpo, la policía de seguridad de Suecia, se había quedado de color ceniza en la cocina que tenía unas bellas vistas a Jungfrufjärden. Mikael lo contemplaba con una paciente y neutra mirada. A esas alturas ya estaba convencido de que Björck no tenía absolutamente nada que ver con los asesinatos de Enskede. A Dag Svensson no le había dado tiempo a entrevistarse con él, de modo que Björck ignoraba por completo que su nombre y su fotografía pronto aparecerían en un revelador reportaje sobre puteros.
Björck sólo aportó un detalle de interés; daba la casualidad de que conocía personalmente al abogado Nils Bjurman. Se habían conocido en el club de tiro de la policía del que Björck fue miembro activo durante veintiocho años. Durante una época, él y Bjurman incluso formaron parte de la junta directiva. No es que mantuvieran una estrecha amistad, pero quedaban de vez en cuando en su tiempo libre y a veces cenaban juntos.
Llevaba varios meses sin ver a Bjurman. Por lo que él recordaba la última vez, había sido a finales del verano anterior, cuando tomaron una cerveza en una terraza. Lamentaba que Bjurman hubiese sido asesinado por aquella psicópata, aunque no pensaba asistir al entierro.
Mikael le estuvo dando vueltas a esa coincidencia, pero al final se le agotaron las preguntas. Bjurman debía de haber conocido a centenares de personas en su vida privada y profesional. Que diera la casualidad de que conociera a una persona que figuraba en el material de Dag Svensson no resultaba inverosímil ni estadísticamente relevante. Mikael acababa de descubrir que hasta él mismo conocía lejanamente a un periodista que también figuraba en el material de Dag Svensson.
Ya iba siendo hora de dar por concluida la entrevista. Björck había pasado por todas las fases esperadas. Al principio, negación; luego —al mostrarle Mikael parte de la documentación—, rabia; después amenazas, intentos de soborno y, por último, súplicas. Mikael ignoró todos esos arrebatos.
—¿No entiende que si publican esto, me destrozarán la vida? —dijo Björck finalmente.
—Sí —contestó Mikael.
—¿Y aun así lo va a hacer?
—Claro.
—¿Por qué? ¿No podría tener un poco de consideración? Estoy enfermo.
—Resulta interesante que saque a colación la consideración.
—No cuesta nada ser humano.
—Tiene razón. Se queja de que yo le voy a destrozar la vida cuando usted se ha dedicado a destrozar la de varias jóvenes contra las que ha cometido delitos. Sólo hemos podido documentar tres de esos casos. Sabe Dios cuántas más habrán pasado por sus manos. ¿Dónde estaba su humanidad entonces?
Mikael se levantó, recogió la documentación y la volvió a meter en el maletín del ordenador.
—Conozco el camino.
Cuando iba hacia la puerta, se detuvo y se volvió a dirigir a Björck.
—¿Ha oído hablar de un hombre que se llama Zala? —preguntó.
Björck se quedó mirándolo fijamente. Seguía tan aturdido que apenas percibió las palabras de Mikael. El nombre de Zala no le decía absolutamente nada. Luego, abrió los ojos como platos.
¡Zala!
¡No puede ser!
¡Bjurman! ¿Será posible?
Mikael advirtió el cambio y se acercó de nuevo a la mesa del comedor.
—¿Por qué pregunta por Zala? —dijo Björck. Parecía encontrarse en estado de shock.
—Porque me interesa —contestó Mikael.
Un denso silencio se apoderó de la cocina. Mikael casi podía oír chirriar la maquinaria del interior de la cabeza de Björck. Al final, el policía cogió un paquete de cigarrillos del alféizar de la ventana. Era el primero que encendía desde que Mikael entrara en la casa.
—¿Qué valor tiene para usted lo que yo pueda saber de Zala?
—Depende de lo que sepa.
Björck reflexionó. Su cabeza era un caos de sentimientos y pensamientos.
¿Cómo diablos puede Mikael Blomkvist saber algo sobre Zalachenko?
—Llevo mucho tiempo sin escuchar ese nombre —dijo Björck finalmente.
—O sea, que sabe quién es —preguntó Mikael de forma indirecta.
—No he dicho eso. ¿Qué está buscando?
Mikael dudó un instante.
—Es uno de los nombres de la lista de personas que estaba investigando Dag Svensson.
—¿Y cuánto vale?
—¿Cuánto vale qué?
—Si yo pudiera conducirle hasta Zala, ¿se plantearía la posibilidad de olvidarse de mí en el reportaje?
Mikael se sentó lentamente. Después de lo de Hedestad, había decidido que nunca más negociaría un reportaje. No pensaba hacerlo; pasara lo que pasase iba a denunciar a Björck. Sin embargo, Mikael se había dado cuenta de que a esas alturas se había despojado de los escrúpulos y podía jugar un doble juego y pactar con Björck. No sentía remordimientos de conciencia; Björck era un policía que había violado la ley. Si conocía el nombre de un posible asesino, lo que debía hacer era intervenir y no emplear la información para negociar en su propio beneficio. Por consiguiente, a Mikael no le importaba que Björck pensara que todavía le quedaba una salida si le entregaba información sobre otro delincuente. Se metió la mano en el bolsillo de la americana y conectó la grabadora que acababa de apagar al levantarse de la mesa.
—Cuénteme —dijo.
Sonja Modig estaba furiosa con Hans Faste, pero no lo demostró ni con el más mínimo gesto. La continuación del interrogatorio desde que Bublanski abandonara la sala había sido cualquier cosa menos rigurosa, y Faste había ignorado una tras otra las furiosas miradas que ella le lanzó. Modig también estaba atónita. Nunca le había gustado Hans Faste ni su estilo de macho anacrónico, aunque lo había llegado a considerar un policía competente. Hoy esa aptitud brillaba por su ausencia. Resultaba obvio que Faste se sentía provocado por una mujer bella, inteligente y lesbiana declarada. Resultaba igual de evidente que Miriam Wu había olido la irritación de Faste y que la estaba alimentando sin clemencia.
—Así que diste con la polla postiza de la cómoda. ¿Y qué fantasías te vinieron a la mente?
Miriam Wu esbozó una leve sonrisa de curiosidad. Faste dio la impresión de estar a punto de explotar.
—Cierra el pico y contesta a mi pregunta —dijo Faste.
—Me has preguntado si solía follarme a Lisbeth Salander con ella. Y yo te contesto que eso a ti te importa una mierda.
Sonja Modig levantó la mano.
—El interrogatorio con Miriam Wu se interrumpe para un descanso a las 11.12 horas.
Modig apagó la grabadora.
—Miriam, ¿podrías quedarte aquí por favor? Faste, ¿puedo intercambiar unas palabras contigo?
Miriam Wu sonrió dulcemente cuando Faste le echó una furiosa mirada y salió detrás de Modig al pasillo. Modig giró sobre sus talones y se colocó a dos centímetros de la nariz de Faste.
—Bublanski me encargó que continuara con el interrogatorio. Y tú no estás aportando una mierda.
—Bah, ¿qué te pasa? Ese coño amargado y mal follado se está escabullendo como una culebra.
—¿Se supone que tu elección de la metáfora es una especie de simbolismo freudiano?
—¿Cómo?
—Olvídalo. Vete a buscar a Curt Svensson y desafíale a una partida de tres en raya o bájate al sótano a practicar el tiro o haz lo que te dé la gana. Pero aléjate de este interrogatorio.
—¿Por qué coño te pones así, Modig?
—Estás saboteando mi interrogatorio.
—¿Te pone tanto que quieres interrogarla a solas?
Antes de que Sonja Modig tuviera tiempo de controlarse levantó la mano y le dio una bofetada a Hans Faste. Se arrepintió al instante, pero ya era demasiado tarde. Por el rabillo del ojo miró a ambos lados del pasillo y constató que, gracias a Dios, no había testigos.
Al principio, Hans Faste pareció sorprenderse. Luego se limitó a dedicarle una sonrisa burlona, se echó la chaqueta al hombro y salió de allí. Sonja Modig estuvo a punto de llamarlo para pedirle perdón, pero optó por callarse. Esperó un minuto mientras se calmaba. Luego fue a buscar dos cafés a la máquina y regresó con Miriam Wu.
Permanecieron calladas durante un rato. Al final, Modig miró a Miriam Wu.
—Perdóname. Tal vez éste sea uno de los interrogatorios peor llevados de toda la historia de la jefatura de policía.
—Debe de resultar divertido trabajar con él. Déjame adivinarlo: es heterosexual, está divorciado y cuenta chistes de maricones mientras tomáis café.
—Es… toda una reliquia de no sé muy bien qué. Es todo lo que te puedo decir.
—¿Y tú no?
—Por lo menos no soy homófoba.
—Vale.
—Miriam, yo…, nosotros, todos, llevamos diez días trabajando sin parar. Estamos cansados e irritados. Intentamos resolver un terrible asesinato doble cometido en Enskede y otro asesinato, igual de espantoso, en Odenplan. Tu amiga está vinculada a ambos lugares. Tenemos pruebas técnicas y hemos emitido una orden de busca y captura a nivel nacional. ¿Entiendes que debemos dar con ella, cueste lo que cueste, antes de que vuelva a hacerle daño a alguien o de que se lo haga a sí misma?
—Conozco a Lisbeth Salander. No creo que haya asesinado a nadie.
—¿No lo crees o no quieres creerlo? Miriam, no lanzamos una orden de busca y captura nacional sin un buen motivo. Pero te puedo decir una cosa, mi jefe, el inspector Bublanski, tampoco está completamente convencido de que ella sea culpable. Estamos barajando la posibilidad de que tenga un cómplice o de que, de alguna manera, alguien la haya metido en esto. Pero hemos de dar con ella. Tú crees que es inocente, Miriam, pero ¿y si te equivocas? Tú misma has dicho que no sabes gran cosa de Lisbeth Salander.
—No sé qué pensar.
—Entonces, ayúdanos a averiguar la verdad.
—¿Estoy detenida por algo?
—No.
—¿Puedo salir de aquí cuando quiera?
—Técnicamente sí.
—¿Y si no hablamos técnicamente?
—Seguirás siendo un interrogante para nosotros.
Miriam Wu sopesó sus palabras.
—De acuerdo. Pregunta. Si tus preguntas me molestan, no las contestaré.
Sonja Modig volvió a conectar la grabadora.