Capítulo 15.
Jueves de Pascua, 24 de marzo
Christer Malm se sentía cansado y miserable cuando llegó finalmente a casa después de la imprevista jornada laboral. Percibió un aroma a especias procedente de la cocina. Entró y le dio un abrazo a su novio.
—¿Cómo estás? —preguntó Arnold Magnusson.
—Hecho polvo —le respondió Christer.
—Las noticias no han hablado de otra cosa en todo el día. Pero no han revelado los nombres. Es una historia horrible.
—Es una puta mierda. Dag trabajaba con nosotros. Era un amigo; yo lo quería mucho. No conocía a su novia, Mia, pero Micke y Erika sí.
Christer recorrió la cocina con la mirada. Tan sólo hacía tres meses que se compraron la casa y se fueron a vivir allí, a Allhelgonagatan. De repente se le antojó extraña.
Sonó el teléfono. Christer y Arnold cruzaron las miradas y decidieron ignorar la llamada. Luego saltó el contestador y oyeron una voz familiar.
—Christer. ¿Estás ahí? Coge el teléfono.
Era Erika Berger, que llamaba para ponerlo al tanto de que la policía estaba buscando a aquella investigadora que ayudó a Mikael Blomkvist por el asesinato de Dag y Mia.
A Christer la noticia lo sumió en una sensación de irrealidad.
Henry Cortez se había perdido completamente el alboroto de Lundagatan por la sencilla razón de que permaneció todo el tiempo en Kungsholmen, ante el centro de prensa de la policía, y, en consecuencia, prácticamente a la sombra de la información. Nada nuevo había salido desde la apresurada rueda de prensa de esa misma tarde. Estaba cansado, hambriento y harto de ser siempre rechazado por las personas con las que intentaba contactar. Hasta las seis, cuando la policía ya había entrado en el apartamento de Lisbeth Salander, no se enteró del rumor de que la policía tenía un sospechoso. Muy a su pesar, la información provenía de un colega que trabajaba en uno de los vespertinos y que estaba en permanente contacto con su redacción. Poco tiempo después, Henry consiguió hacerse finalmente con el número del móvil privado del fiscal Richard Ekström. Se presentó e hizo las consabidas preguntas de quién, cómo y por qué.
—¿De qué periódico ha dicho que es? —preguntó Richard Ekström.
—De la revista Millennium. Conocía a una de las víctimas. Según una fuente, la policía está buscando a una persona en concreto. ¿Qué está pasando?
—En estos momentos no puedo decirle nada.
—¿Y cuándo podría hacerlo?
—Es posible que convoquemos otra rueda de prensa esta misma noche.
El fiscal Richard Ekström no resultaba muy convincente. Henry Cortez se tiró del pendiente de oro que llevaba en la oreja.
—Las ruedas de prensa son para los reporteros que necesitan una información para mandarla directamente a imprenta. Yo trabajo en una revista mensual y tenemos un interés personal en saber qué está ocurriendo.
—No puedo ayudarlo. Tendrá que esperar, como todos los demás.
—Según tengo entendido, andan buscando a una mujer. ¿De quién se trata?
—De momento no puedo hacer ningún comentario.
—¿Puede desmentir que se trata de una mujer?
—No. O sea…, lo que quiero decir que no puedo hacer comentarios.
El inspector de la policía criminal Jerker Holmberg se hallaba en el umbral de la puerta del dormitorio, contemplando pensativamente el enorme charco de sangre en el que encontraron a Mia Bergman. Cuando giró la cabeza pudo ver el charco donde Dag Svensson había yacido. Reflexionó sobre el enorme derramamiento de sangre. Se trataba de mucha más sangre de la que, por lo general, ocasionan las heridas de bala, lo cual daba a entender que la munición utilizada había provocado terribles daños, cosa que, a su vez, quería decir que el comisario Mårtensson llevaba razón en su suposición de que el asesino había empleado munición de caza. La sangre se había coagulado formando una masa entre negra y marrón oxidado que cubrió una parte tan grande del suelo que el personal de la ambulancia y la brigada forense se vieron obligados a pisar, de modo que extendieron las huellas por todo el piso. Holmberg se había puesto unos protectores azules de plástico sobre sus zapatillas de deporte.
Fue en ese momento, según su opinión, cuando se inició la verdadera investigación forense del lugar del crimen. Los restos mortales de las dos víctimas ya habían sido sacados del apartamento. Jerker Holmberg se había quedado solo después de que dos rezagados técnicos se despidieran deseándole buenas noches. Habían fotografiado los cadáveres y medido las salpicaduras de sangre de las paredes discutiendo sobre las splatter distribution areas y la droplet velocity. Holmberg sabía lo que significaban esas palabras, pero tan sólo le prestó un distraído interés a la investigación. El trabajo de los forenses desembocaría en un minucioso informe que revelaría, con detalle, la posición del asesino con relación a sus víctimas, a qué distancia se encontraba, en qué orden se efectuaron los disparos y qué huellas dactilares podrían ser relevantes. Pero eso para Jerker Holmberg carecía de interés. La investigación forense no contendría ni una palabra sobre la identidad del asesino o sobre los motivos que él o ella —ahora resultaba que era una mujer la principal sospechosa— habría tenido para cometer los asesinatos. Esas eran las preguntas que intentaría contestar. En eso consistía su misión.
Jerker Holmberg entró en el dormitorio. Depositó un desgastado maletín encima de una silla y sacó una grabadora de bolsillo, una cámara de fotos digital y un cuaderno.
Empezó abriendo los cajones de una cómoda situada tras la puerta. Los dos superiores contenían ropa interior, jerséis y un joyero que, a todas luces, pertenecía a Mia Bergman. Colocó ordenadamente todos los objetos sobre la cama y examinó el joyero al detalle, pero pudo constatar que no contenía nada de gran valor. En el cajón inferior encontró dos álbumes de fotos y dos carpetas con facturas y papeles de la casa. Puso en marcha la grabadora.
Informe de los objetos intervenidos en Björneborgsvägen 8B. Dormitorio, cajón inferior de la cómoda. Dos carpetas de fotografías de formato A4. Una carpeta de tapa negra marcada con la palabra «hogar» y una carpeta de tapa azul titulada «documentos de compra» que contiene información sobre la hipoteca y las letras del piso. Una pequeña caja de cartón con cartas manuscritas, tarjetas postales y objetos personales en su interior.
Llevó los objetos hasta la entrada y los colocó en una maleta. Continuó con los cajones de las mesitas de noche, situadas a ambos lados de la cama, sin encontrar nada de interés. Pensando en la posibilidad de que hubiera algún objeto perdido o escondido, abrió los armarios y examinó la ropa, registrando todos los bolsillos, así como los zapatos. Acto seguido, dirigió su interés a las baldas de la parte superior. Abrió unas cuantas cajas de distintos tamaños. A intervalos regulares fue encontrando papeles u objetos que, por distintos motivos, incluyó en el informe.
En un rincón del dormitorio habían conseguido colocar, a duras penas, una mesa. Se trataba de un minúsculo lugar de trabajo con un ordenador de sobremesa de la marca Compaq y un viejo monitor. Por debajo de la mesa había una cajonera con ruedas y, al lado, una estantería baja. Jerker Holmberg sabía que era allí donde iba a realizar los hallazgos más importantes —en la medida en que todavía quedaran cosas por descubrir— y lo dejó para el final. En su lugar salió al salón y siguió con la investigación. Se acercó a la vitrina y examinó meticulosamente cada objeto, cada cajón y cada balda. Luego dirigió la mirada a la gran estantería dispuesta en ángulo, paralelamente al rincón que formaba la pared que daba a la calle con la que separaba el cuarto de baño. Cogió una silla y empezó por arriba, para ver si había algo encima de la estantería. Luego la repasó estante por estante, sacando montones de libros para luego examinarlos y, además, comprobar si había algo escondido por detrás de ellos. Cuarenta y cinco minutos más tarde ya había vuelto a colocar el último libro en la estantería. En la mesa del salón quedaba, no obstante, un pequeño montón que, por alguna razón, le hizo reaccionar. Encendió la grabadora y habló:
Estantería del salón. Un libro de Mikael Blomkvist: El banquero de la mafia. Un libro en alemán titulado Der Staat und die Autonomen, un libro en sueco, Terrorismo revolucionario, así como el libro inglés Islamic Jihad.
De manera automática incluyó el libro de Mikael Blomkvist porque el autor era una persona que había aparecido en el sumario con anterioridad. Las otras tres obras le parecieron más extrañas. Jerker Holmberg no tenía ni idea de si los asesinatos estaban relacionados con alguna actividad política —ignoraba si Dag Svensson y Mia Bergman andaban en política— o si los libros no eran más que una muestra de un interés general o, incluso, si habían acabado allí a consecuencia de su trabajo periodístico. Sin embargo, calculó que si se hallaba a dos personas muertas en un piso con algunos libros sobre terrorismo, había que tener en cuenta esa circunstancia. Por consiguiente, colocó los libros en la maleta junto a los demás objetos incautados.
Luego dedicó unos minutos a echarle un vistazo a una antigua cómoda muy desgastada. Sobre ella se alzaba un reproductor de Cds; los cajones contenían una amplia colección de discos. Jerker Holmberg dedicó treinta minutos a abrirlos y a determinar que su interior se correspondía con la carátula. Encontró unos diez discos sin nada escrito, por lo que dedujo que debían de ser copias caseras o tal vez piratas. Los fue poniendo, uno tras otro, en el reproductor y advirtió que sólo era música. Se centró un buen rato en el mueble del televisor que se hallaba junto a la puerta del dormitorio y que contenía numerosas cintas. Puso varias y constató que allí había de todo, desde películas de acción hasta un batiburrillo de grabaciones de emisiones de noticias, reportajes y programas de debate y de denuncia social como «La verdad al desnudo», «Insider» y «Misión investigación». Incluyó treinta y seis cintas en el informe. Luego entró en la cocina, abrió un termo con café y se tomó un breve descanso antes de seguir con su investigación.
De una balda de uno de los armarios de la cocina, sacó un buen número de botecitos y frasquitos que, al parecer, constituían el botiquín de medicamentos de la casa. Los metió en una bolsa de plástico que introdujo, a su vez, en la maleta de los objetos intervenidos. Sacó alimentos de la despensa y la nevera, y abrió cada bote, cada paquete de café y las botellas que ya estaban empezadas. En un tiesto situado en la ventana de la cocina encontró mil doscientas veinte coronas y unos cuantos tiques de compra. Supuso que se trataba de una especie de hucha de la que echaban mano para comprar comida y otros productos cotidianos. No encontró nada de interés. Del cuarto de baño no cogió nada. En cambio, constató que la cesta de la colada estaba llena a rebosar y la examinó prenda a prenda. Del armario de la entrada sacó la ropa de abrigo y registró cada bolsillo.
Encontró la cartera de Dag Svensson en el bolsillo interior de una americana y la añadió al informe. Contenía un carnet anual del gimnasio Friskis & Svettis, una tarjeta de crédito de Handelsbanken y casi cuatrocientas coronas en efectivo. Encontró el bolso de Mia Bergman y dedicó unos minutos a clasificar el contenido. También ella tenía un carnet anual de Friskis & Svettis, una tarjeta del cajero automático, una de cliente de Konsum y otra de algo llamado Club Horisont, que presentaba un globo terrestre como logotipo. Además, llevaba más de dos mil quinientas coronas en efectivo, cantidad que había que considerar relativamente alta aunque no disparatada, teniendo en cuenta que tenían pensado irse de viaje ese fin de semana. El hecho de que el dinero permaneciera en la cartera redujo, sin embargo, la probabilidad de que el móvil del asesinato fuera el robo.
Bolso de Mia Bergman hallado en la entrada, sobre el estante para los abrigos: una agenda de bolsillo de tipo ProPlan, una libretita de direcciones y un cuaderno negro elegantemente encuadernado.
Holmberg hizo nuevamente una pausa para tomar café y constató que, por raro que pudiera parecer, seguía sin encontrar —de momento— nada embarazoso o de carácter muy íntimo y personal en la casa de la pareja Svensson-Bergman. No había objetos sexuales escondidos, nada de ropa interior escandalosa ni ningún cajón lleno de películas porno. No había encontrado cigarrillos de marihuana ni ningún otro rastro de actividades delictivas. Parecía ser una pareja del extrarradio de Estocolmo completamente normal, tal vez —desde un punto de vista policial— algo más aburrida de lo normal.
Al final volvió al dormitorio y se sentó a la mesa de trabajo. Abrió el cajón superior. La siguiente hora la pasó ordenando papeles. Inmediatamente se percató de que tanto los cajones como la estantería albergaban una amplia documentación de fuentes y referencias a la tesis doctoral de Mia Bergman: From Russia with Love. El material estaba pulcramente clasificado, al igual que una buena investigación policial; por unos instantes Holmberg se zambulló en algunos pasajes. «Mia Bergman se habría ganado un puesto en la brigada», se dijo a sí mismo. Una parte de la estantería se hallaba medio vacía y contenía, al parecer, material que pertenecía a Dag Svensson. Se trataba principalmente de recortes de prensa de sus propios artículos y de temas que le interesaban.
Dedicó un rato a repasar el contenido del ordenador y advirtió que poseía cerca de cinco gigabytes; allí había de todo, desde programas hasta cartas, artículos y archivos pdf descargados. En otras palabras: no era algo que pensara leer esa misma tarde. Añadió al material intervenido el equipo y diversos Cds, así como un lector de zips y, más o menos, una treintena de discos en ese formato.
Luego, durante un breve instante, se sumió en sus cavilaciones. Por lo que había podido ver, el ordenador contenía el material de Mia Bergman. Dag Svensson era periodista y debería contar con un ordenador como principal herramienta de trabajo, pero ese de sobremesa ni siquiera tenía correo electrónico. Por lo tanto, Dag Svensson guardaba otro en algún sitio. Jerker Holmberg se levantó y paseó meditabundo por la casa. En la entrada había una mochila negra con un compartimento vacío para el ordenador y unos cuadernos. Fue incapaz de encontrar ningún portátil escondido en el apartamento. Sacó las llaves y bajó al patio, donde registró el coche de Mia Bergman y luego un trastero del sótano. Tampoco allí había nada.
«Lo curioso del perro es que no ladró, mi querido Watson».
En el informe de los objetos intervenidos apuntó que en la casa parecía faltar un ordenador.
A eso de las seis y media de la tarde, nada más regresar de Lundagatan, Bublanski y Faste acudieron al despacho del fiscal Ekström para reunirse con él. Curt Svensson, tras una llamada telefónica, había sido enviado a la Universidad de Estocolmo para hablar con la directora de la tesis de Mia Bergman. Jerker Holmberg continuaba en Enskede y Sonja Modig era la responsable de la investigación forense en Odenplan. Habían pasado más de diez horas desde que Bublanski fuera puesto al frente de la investigación y siete desde que se iniciara la búsqueda de Lisbeth Salander. Bublanski resumió lo ocurrido en Lundagatan.
—¿Y quién es Miriam Wu? —preguntó Ekström.
—Seguimos sin saber gran cosa de ella. No está fichada. Será Hans Faste quien se encargue de buscarla mañana por la mañana.
—Pero ¿Salander no está en Lundagatan?
—Por lo que hemos podido ver no hay nada que sugiera que vive allí. Por ponerte un ejemplo: toda la ropa del armario es de otra talla.
—Y menuda ropa —añadió Hans Faste.
—¿Por qué? —preguntó Ekström.
—No es precisamente el tipo de ropa que regalarías en el Día de la Madre.
—De momento no sabemos nada sobre Miriam Wu —dijo Bublanski.
—Pero, joder, ¿qué más quieres? Tiene un armario repleto de uniformes de puta…
—¿Uniformes de puta? —se asombró Ekström.
—Sí, ya sabes: cuero y charol, corsés y un cajón lleno de trastos fetichistas y juguetes sexuales. Y toda esa mierda tampoco parece ser muy barata.
—¿Quieres decir que Miriam Wu es una prostituta?
—De momento no sabemos nada de Miriam Wu —repitió Bublanski.
—La investigación de los servicios sociales de hace unos años daba a entender que Lisbeth Salander se movía en esos círculos —dijo Ekström.
—Y los servicios sociales suelen saber de lo que hablan —apostilló Faste.
—El informe de los servicios sociales no se basa ni en detenciones ni en investigaciones —comentó Bublanski—. Salander fue cacheada en Tantolunden cuando contaba dieciséis o diecisiete años y se encontraba en compañía de un hombre considerablemente mayor. Ese mismo año la detuvieron por embriaguez. En esa ocasión también se hallaba en compañía de un hombre mayor.
—O sea, que no debemos precipitarnos en nuestras conclusiones —dijo Ekström—. Vale. Pero me estoy acordando de que la tesis de Mia Bergman trataba de trafficking y de prostitución. Existe, por lo tanto, una posibilidad de que haya contactado con Lisbeth Salander y con esa Miriam Wu, que, de alguna manera, las provocara y que eso, a su vez, constituyera el móvil del asesinato.
—Tal vez Bergman contactó con su administrador y ahí se montó el jaleo —apuntó Faste.
—Es posible —contestó Bublanski—. Pero eso lo deberá aclarar la investigación. Lo importante ahora es que encontremos a Salander. Evidentemente, no reside en Lundagatan. También significa que debemos hallar a Miriam Wu y preguntarle cómo acabó en ese apartamento y qué relación mantiene con Salander.
—¿Y cómo damos con Salander?
—En alguna parte tiene que estar. El problema es que el único sitio en el que ha residido siempre es Lundagatan. No ha registrado ningún cambio de dirección.
—Se te olvida que también estuvo ingresada en Sankt Stefan y con distintas familias de acogida.
—No se me olvida. —Bublanski comprobó sus papeles—. Pasó por tres familias de acogida distintas cuando contaba quince años. No funcionó. Desde poco antes de cumplir los dieciséis y hasta los dieciocho, vivió con un matrimonio en Hägersten: Fredrik y Monika Gullberg. Curt Svensson irá a visitarlos esta noche cuando termine en la universidad.
—¿Qué hacemos con la rueda de prensa? —preguntó Faste.
A las siete de la tarde un tétrico ambiente reinaba en el despacho de Erika Berger. Mikael Blomkvist había permanecido callado y casi inmóvil desde que el inspector Bublanski se había marchado. Malin Eriksson se había ido en bici hasta Lundagatan para cubrir la operación de la unidad de intervención. Volvió informando de que no parecían haber detenido a nadie y de que el tráfico había sido restablecido. Henry Cortez llamó avisando de que se había enterado de que la policía ahora buscaba una mujer cuyo nombre no le había sido facilitado. Erika le dijo de quién se trataba.
Erika y Malin intentaron decidir lo que había que hacer, pero no llegaron a ninguna conclusión sensata. La situación se complicaba aun más porque Mikael y Erika conocían el papel que Lisbeth Salander había desempeñado en el caso Wennerström: ella, en calidad de hacker de élite, fue la fuente secreta de Mikael. Malin Eriksson ignoraba ese dato por completo; ni siquiera había oído hablar de Lisbeth. De ahí los misteriosos silencios que acompañaron a la conversación.
—Me voy a casa —dijo Mikael Blomkvist, levantándose de repente—. Estoy hecho polvo. Ya no puedo ni pensar. Necesito dormir.
Miró a Malin.
—Todavía nos queda mucho por hacer. Mañana es viernes de Pascua y sólo pienso dedicarlo a dormir y ordenar papeles. Malin, ¿podrías trabajar estas fiestas?
—¿Tengo otra elección?
—No. Empezaremos el sábado a las doce. ¿Qué tal si quedamos en mi casa en vez de en la redacción?
—De acuerdo.
—Mi intención es replantear las directrices del plan de trabajo que nos marcamos esta mañana. Ahora ya no se trata sólo de saber si la investigación realizada por Dag Svensson tiene algo que ver con el asesinato. Ahora se trata de averiguar quién mató a Dag y a Mia.
Malin se preguntó cómo podrían lograr una cosa así, pero no dijo nada. Mikael se despidió de Malin y Erika con la mano, y desapareció sin más comentarios.
A las siete y cuarto, Bublanski, el jefe de la investigación, subió a desgana al estrado de la sala de prensa de la policía, tras el instructor del sumario, el fiscal Ekström. La rueda de prensa se había anunciado para las siete pero se había retrasado quince minutos. A diferencia de Ekström, Bublanski no tenía ningún interés por estar ante una docena de cámaras de televisión. Hallarse expuesto a ese tipo de atención lo hacía sentir poco menos que presa del pánico, y nunca se acostumbraría ni le empezaría a gustar verse a sí mismo en la tele.
Ekström, en cambio, se sentía como pez en el agua. Se ajustó las gafas y adoptó un favorecedor semblante serio. Dejó que los fotógrafos dispararan durante un rato antes de levantar las manos pidiendo orden en la sala. Habló como siguiendo un guión:
—Les doy mi más cordial bienvenida a esta apresurada rueda de prensa motivada por los asesinatos ocurridos la pasada noche en Enskede y también porque tenemos más información que compartir con ustedes. Soy el fiscal Richard Ekström y éste es el inspector Jan Bublanski, de la brigada de delitos violentos de la policía criminal de Estocolmo, que dirige la investigación. Les voy a leer un comunicado y luego abriré un turno de preguntas.
Ekström se calló y contempló al grupo de periodistas que se había presentado menos de treinta minutos después de que los avisaran. Los asesinatos de Enskede constituían una noticia importante y llevaban camino de adquirir aún más envergadura. Constató con satisfacción que tanto «Aktuellt» como «Rapport» y TV4 se hallaban presentes, y reconoció a los reporteros de la agencia TT y a los de los periódicos vespertinos y matutinos. Además, había muchos periodistas a los que no conocía. En total habría, por lo menos, veinticinco profesionales en la sala.
—Como ya saben, ayer, poco antes de la medianoche, fueron halladas en Enskede dos personas brutalmente asesinadas. En la investigación forense del lugar del crimen se encontró un arma, un Colt 45 Magnum. El Laboratorio Nacional de Investigación Forense ha determinado, esta misma mañana, que se trata del arma homicida. Hemos averiguado quién es su propietario y hemos procedido a su búsqueda.
Ekström hizo una pausa para subrayar el dramatismo.
—Y lo hemos hallado. Alrededor de las diecisiete horas de esta misma tarde apareció muerto en su domicilio, cerca de Odenplan. Fue muerto a tiros y se cree que ya había fallecido a la hora en la que se cometió el doble asesinato de Enskede. La policía —Ekström hizo un gesto con la mano señalando a Bublanski— tiene sólidos argumentos para creer que se trata de un único autor al que, consecuentemente, se busca por tres homicidios.
Un murmullo se fue extendiendo entre los reporteros cuando varios de ellos empezaron a hablar por sus móviles en voz baja. Ekström elevó ligeramente la voz.
—¿Hay algún sospechoso? —gritó un periodista radiofónico.
—Si no me interrumpe, ya llegaremos a eso. El caso es que en estos momentos hemos identificado a una persona a la que la policía quiere interrogar en relación a estos tres asesinatos.
—¿Quién es él?
—No se trata de un hombre, sino de una mujer. La policía está buscando a una mujer de veintiséis años relacionada con el propietario del arma y de la que, además, sabemos que estuvo en el lugar del crimen de Enskede.
Bublanski frunció el ceño y apretó los dientes. Habían llegado a ese punto del orden del día en el que Ekström y él disentían: revelar o no el nombre de la persona sospechosa del triple asesinato. Bublanski quería esperar. Ekström era de la opinión de que no se podía esperar.
Los argumentos de Ekström eran irreprochables. La policía buscaba a una mujer con nombre y apellido, psíquicamente enferma y sospechosa, con fundadas bases legales, de tres crímenes. Durante el día, primero se lanzó una orden de busca y captura provincial, y luego nacional. Ekström sostenía que Lisbeth Salander debía ser considerada un peligro público y que por eso era de interés general que fuera detenida cuanto antes.
Los argumentos de Bublanski eran más débiles. Él sostenía que había que aguardar, por lo menos, a que los técnicos forenses investigaran el piso del abogado Bjurman antes de que las pesquisas tomaran una sola y unívoca dirección.
Ante eso, Ekström argumentó que Lisbeth Salander, según toda la documentación disponible, era una enferma mental y con tendencia a la violencia, y que, al parecer, algo había desencadenado su furia asesina. No había garantías de que sus actos violentos cesaran.
—¿Qué hacemos si durante las próximas veinticuatro horas entra en otro piso y mata a otras dos o tres personas? —le preguntó Ekström retóricamente.
Bublanski no supo qué contestar. Ekström le recordó que sobraban precedentes. Cuando aquel triple asesino, Juha Valjakkala, de Åmsele, fue perseguido por todo el país, la policía difundió su nombre y su fotografía entre la población, precisamente porque se le consideraba un peligro público. El mismo argumento podía aplicársele ahora a Lisbeth Salander.
Por ello, Ekström había decidido revelar su nombre.
Ekström levantó una mano para interrumpir el murmullo de los periodistas. El hecho de que se buscara a una mujer por un triple crimen iba a caer como una bomba. Le hizo una señal a Bublanski para que hablara. Éste carraspeó dos veces, se ajustó las gafas y le echó una intensa mirada al papel que contenía las palabras acordadas.
—La policía busca a una mujer de veintiséis años de edad llamada Lisbeth Salander. Se les distribuirá una fotografía de pasaporte. Por el momento ignoramos su paradero, pero creemos que puede encontrarse en Estocolmo o en sus alrededores. La policía solicita la colaboración ciudadana para encontrarla cuanto antes. Lisbeth Salander mide un metro y cincuenta centímetros y es de constitución delgada.
Inspiró profunda y nerviosamente. Sudaba y sentía que tenía las axilas empapadas.
—En el pasado, Lisbeth Salander estuvo internada en una clínica psiquiátrica y se considera que puede constituir un peligro tanto para ella misma como para otras personas. Queremos subrayar que en estos momentos no podemos afirmar categóricamente que sea la autora del crimen, pero existen determinadas circunstancias que nos llevan a quererla interrogar cuanto antes sobre los asesinatos de Enskede y Odenplan.
—Pero ¿qué es esto? —gritó el reportero de un vespertino—. O es sospechosa o no lo es.
Desamparado, Bublanski miró al fiscal Ekström.
—Las pesquisas policiales tienen abiertos diferentes frentes y estamos contemplando, por supuesto, varias posibilidades. Pero ahora mismo recaen ciertas sospechas sobre dicha mujer, y la policía considera que resulta sumamente importante poder detenerla. Dichas sospechas se basan en los resultados obtenidos en los análisis forenses del lugar del crimen.
—¿De qué tipo de análisis se trata? —soltó alguien inmediatamente.
—De momento no podemos entrar en los detalles de los análisis técnicos.
Varios periodistas hablaron al mismo tiempo. Ekström levantó una mano y luego señaló a un periodista del programa «Dagens Eko» con el que había tratado anteriormente y al que consideraba una persona sensata y equilibrada.
—El inspector Bublanski acaba de mencionar que esa mujer estuvo ingresada en una clínica psiquiátrica. ¿Se sabe por qué?
—Esa mujer ha tenido una… una infancia complicada y bastantes problemas en su vida. Se encuentra bajo la tutela de un administrador, precisamente el propietario del arma.
—¿Quién es?
—La persona que fue asesinada en su domicilio de Odenplan. En estos momentos, por consideración a los más allegados, que aún no han sido informados, no deseamos revelar su nombre.
—¿Qué móvil ha tenido para cometer los crímenes?
Bublanski cogió el micrófono.
—En estos momentos no queremos entrar en eso.
—¿Ya estaba fichada por la policía?
—Sí.
Luego vino la pregunta de un reportero con una grave y característica voz y que se impuso a las de los demás.
—¿Resulta peligrosa para los ciudadanos?
Ekström dudó un instante. Luego asintió.
—Poseemos información que indica que en momentos de estrés puede presentar inclinación a la violencia. Hemos hecho pública esta orden de busca y captura porque queremos contactar con ella cuanto antes.
Bublanski se mordió el labio.
A las nueve de la noche la inspectora Sonja Modig permanecía todavía en el piso del abogado Bjurman. Había llamado a su casa para explicarle la situación a su marido; tras once años de matrimonio, éste había aceptado que el horario de su mujer nunca sería el típico de oficina, de nueve a cinco. Ella se encontraba sentada a la mesa de trabajo del despacho de Bjurman, clasificando los papeles que había encontrado en los cajones, cuando, de pronto, oyó que alguien tocaba con los nudillos en el marco de la puerta. Al alzar la vista, se encontró con el agente Burbuja sosteniendo dos tazas de café y una bolsa azul de bollos de canela de Pressbyrån. Algo cansada, le hizo un gesto con la mano para que entrara.
—¿Qué es lo que no puedo tocar? —preguntó Bublanski automáticamente.
—Los técnicos ya han terminado aquí dentro. Siguen trabajando en el dormitorio y la cocina. El cuerpo continúa allí, claro.
Bublanski sacó una silla y se sentó frente a su colega. Modig abrió la bolsa y cogió un bollo.
—Gracias. Me moría por tomar un café.
Se zamparon los bollos en silencio.
—Me he enterado de que no ha ido muy bien en Lundagatan —dijo Modig, lamiéndose los dedos después de dar cuenta del último trozo de bollo.
—No había nadie en casa. Hay correo sin abrir dirigido a Salander, pero allí sólo vive una persona llamada Miriam Wu. No la hemos encontrado todavía.
—¿Quién es?
—No lo sé muy bien. Faste está indagando en su pasado. Fue incluida en el contrato hace poco más de un mes, pero allí no parece vivir nadie más que ella. Creo que Salander se ha mudado sin dar de alta su nueva dirección.
—Tal vez lo tuviera todo planeado.
—¿Qué? ¿Un triple asesinato? —Bublanski negó resignadamente con la cabeza—. ¡Menudo follón se está montando con todo esto! Ekström se empeñó en convocar una rueda de prensa. A partir de ahora los medios de comunicación no nos van a dejar en paz. Vamos a vivir un infierno. ¿Has encontrado algo?
—Aparte de a Bjurman en el dormitorio… hemos hallado la caja vacía de un Magnum. Se ha mandado a los forenses. Bjurman tiene una carpeta con copias de los informes mensuales sobre Salander que ha enviado a la comisión de tutelaje. A juzgar por esos informes, Salander es un auténtico ángel.
—¡No, otro más no! —exclamó Bublanski.
—¿Otro más qué?
—Otro admirador de Lisbeth Salander.
Bublanski le resumió sus conversaciones con Dragan Armanskij y Mikael Blomkvist. Sonja Modig lo escuchó sin interrumpirlo. Cuando él se calló, ella se pasó los dedos por el pelo y se frotó los ojos.
—Suena completamente absurdo —dijo ella.
Pensativo, Bublanski asintió mientras se tiraba del labio inferior. Sonja Modig lo miró de reojo y reprimió una sonrisa. Él tenía unas facciones tan toscamente esculpidas que le daban aspecto de bruto. Pero cuando estaba confuso o inseguro parecía como si estuviera de morros. Era entonces cuando pensaba en él como el agente Burbuja. Ella nunca había empleado el apodo y no sabía muy bien de dónde había surgido. Pero le iba como anillo al dedo.
—De acuerdo —asintió Sonja—. ¿Hasta qué punto estamos seguros?
—El fiscal parece seguro. Han lanzado una orden nacional de busca y captura de Salander esta misma tarde —dijo Bublanski—. Ha pasado el último año en el extranjero y es posible que intente volver a salir.
—¿Hasta qué punto estamos seguros?
Él se encogió de hombros.
—Hemos detenido a gente con pruebas mucho menos sólidas —contestó.
—Sus huellas dactilares están en el arma homicida de Enskede. Su administrador también ha sido asesinado. Sin adelantarme a los acontecimientos, apuesto a que se trata de la misma arma que utilizaron ahí dentro. Lo sabremos mañana. Los técnicos han encontrado el fragmento de una bala relativamente bien conservado en la estructura de la cama.
—Bien.
—Hay algunas balas de revólver en el cajón inferior de su mesa de trabajo. De esas que tienen el núcleo de uranio y la punta de oro.
—Vale.
—Contamos con una documentación relativamente amplia que da fe de que Salander está loca. Bjurman era su administrador y el propietario del arma.
—Mmm… —murmuró el agente Burbuja algo mohíno.
—El vínculo existente entre Salander y la pareja de Enskede se llama Mikael Blomkvist.
—Mmm… —repitió.
—Pareces dudar.
—No me cuadra la imagen de Salander. La documentación dice una cosa y tanto Armanskij como Blomkvist cuentan otra. Según los informes, se trata de una psicópata prácticamente retrasada. Según ellos, es una competente investigadora. Hay una enorme discrepancia entre las versiones. Y además, por una parte, por lo que a Bjurman respecta, carecemos de móvil y, por la otra, ni siquiera tenemos la confirmación de que conociera a la pareja de Enskede.
—¿Qué móvil necesita una pájara psicótica?
—Todavía no he entrado en el dormitorio. ¿Qué aspecto tiene?
—Encontré a Bjurman de bruces contra la cama, con las rodillas en el suelo, como si se hubiese arrodillado para rezar sus oraciones. Está desnudo. Presenta un disparo en la nuca.
—¿Un solo tiro? ¿Como en Enskede?
—Por lo que pude ver se trata de un solo tiro. Pero es como si Salander, si realmente fue ella quien lo hizo, le hubiera forzado a arrodillarse delante de la cama antes de pegarle el tiro. La bala le entró oblicuamente, de abajo arriba, por la parte posterior de la cabeza, y le salió por la cara.
—Un tiro en la nuca. O sea, más o menos como una ejecución.
—Exacto.
—He estado pensando que… alguien debería haber oído el disparo.
—El dormitorio da al patio, y los vecinos, tanto los de arriba como los de abajo, se encuentran estos días de viaje. La ventana estaba cerrada. Además, usó un cojín como silenciador.
—¡Muy astuto!
En ese momento, Gunnar Samuelsson, de la brigada forense, asomó la cabeza por la puerta.
—Hola, Burbuja —saludó para, acto seguido, dirigirse a su colega femenina—: Modig, queríamos mover el cuerpo y le hemos dado la vuelta. Tienes que ver esto.
Lo siguieron hasta el dormitorio. El cuerpo de Nils Bjurman yacía boca arriba en una camilla con ruedas, la primera parada de camino al anatómico forense. Nadie dudaba de la causa de la muerte. La frente presentaba una herida en carne viva de diez centímetros de ancho con una gran parte del hueso frontal colgando de un trozo de piel. La forma de las salpicaduras sobre la cama y la pared hablaba por sí misma.
Bublanski arrugó el morro.
—¿Qué quieres que miremos? —preguntó Modig.
Gunnar Samuelsson levantó la sábana y descubrió el vientre de Bjurman. Bublanski se puso las gafas cuando él y Modig dieron un paso adelante para leer el texto tatuado sobre el estómago. Las letras eran torpes e irregulares. Resultaba evidente que quien hubiera hecho la inscripción no era un profesional. Pero el mensaje no podía ser más claro: «SOY UN SÁDICO CERDO, UN HIJO DE PUTA Y UN VIOLADOR».
Modig y Bublanski intercambiaron una atónita mirada.
—¿Empezamos a ver ya un posible móvil? —preguntó Modig.
Mikael Blomkvist metió en el microondas un envase con los cuatrocientos gramos de pasta que había comprado en el 7-Eleven de camino a casa. Mientras tanto, se desnudó y permaneció bajo la ducha tres minutos. Buscó un tenedor y comió de pie, directamente del envase. Sentía un vacío en el estómago pero no tenía apetito. Sólo quería engullir la comida cuanto antes. Cuando terminó, abrió una cerveza Vestfyn, que se bebió directamente de la botella.
Sin encender ninguna luz, se acercó a la ventana y se puso a contemplar Gamla Stan. Se quedó quieto durante más de veinte minutos procurando dejar de pensar.
Hacía exactamente veinticuatro horas que Dag Svensson lo llamó al móvil mientras él se encontraba en la fiesta de la casa de su hermana. En ese momento tanto Dag como Mia estaban todavía con vida.
No había dormido en treinta y seis horas. La época en la que podía saltarse el sueño sin pagar las consecuencias ya era historia. También sabía que no iba a poder conciliar el sueño sin pensar en todo lo que había visto. Era como si las imágenes de Enskede se hubieran grabado para siempre en su retina.
Al final, apagó el móvil y se metió entre las sábanas. A las once seguía sin dormirse. Se levantó y preparó café. Puso un Cd y escuchó a Debbie Harry cantar una canción sobre una chica llamada Maria. Se arropó con una manta y se sentó en el sofá del salón mientras tomaba café y cavilaba sobre Lisbeth Salander.
¿Qué sabía realmente de ella? Prácticamente nada.
Sabía que tenía memoria fotográfica y que como hacker era un hacha. Sabía que era una mujer rara e introvertida a la que no le gustaba hablar de sí misma y que desconfiaba por completo de las autoridades.
Sabía que podía ser brutalmente violenta. Gracias a eso él seguía con vida.
Pero no tenía ni idea de que la hubieran declarado incapacitada ni de que se encontrara sometida a la tutela de un administrador, ni de que hubiera pasado parte de su adolescencia en el psiquiátrico.
Debía elegir bando.
En algún momento, después de la medianoche, decidió que, simplemente, no le daba la gana creerse las conclusiones de la policía. Antes de juzgarla le debía, por lo menos, la oportunidad de explicarse.
Ignoraba a qué hora consiguió, por fin, conciliar el sueño, pero a las cuatro y media de la madrugada se despertó en el sofá. Fue tambaleándose hasta la cama y volvió a dormirse en seguida.