Capítulo 14.
Jueves de Pascua, 24 de marzo
En tan sólo media hora, Sonja Modig intentó contactar tres veces por teléfono con el abogado Nils Bjurman. En cada ocasión le saltó el aviso de que el abonado de ese número no se encontraba disponible.
A eso de las tres y media, se puso al volante, se dirigió a Odenplan y llamó a su puerta. El resultado fue tan desmoralizador como el de esa misma mañana. Dedicó los siguientes veinte minutos a ir, puerta a puerta, preguntando a los vecinos de la escalera si alguno de ellos conocía el paradero de Bjurman.
En once de los diecinueve pisos donde lo intentó no había nadie. Consultó el reloj. Naturalmente, no era la hora más adecuada del día para encontrar a la gente en su domicilio. Y con toda seguridad no iba a resultar más fácil durante el resto de los días de Pascua. En las ocho casas en las que le abrieron, todo el mundo se mostró muy servicial. Cinco de las personas sabían quién era Bjurman: un caballero educado y sofisticado de la cuarta planta. Pero ninguna de ellas pudo informar sobre su paradero. Finalmente, consiguió averiguar que Bjurman tal vez se relacionara en privado con uno de sus vecinos más cercanos, un hombre de negocios llamado Sjöman. Sin embargo, cuando tocó el timbre nadie salió a abrir.
Frustrada, Sonja Modig cogió el teléfono y volvió a llamar al contestador de Bjurman. Se presentó, le dejó el número de su móvil y le pidió que se pusiera en contacto con ella inmediatamente.
Regresó a la puerta de Bjurman, abrió su cuaderno y escribió una nota en la que le pedía que la telefoneara. Adjuntó su tarjeta de visita y lo metió todo por la trampilla del buzón de la puerta. En el mismo momento en que iba a soltarla, oyó sonar el teléfono dentro de la casa. Se inclinó hacia delante y escuchó atentamente mientras sonaban cuatro timbrazos. Oyó el clic del contestador, pero no pudo percibir si dejaban algún mensaje.
Cerró el buzón y se quedó mirando fijamente la puerta. No sabría explicar el impulso que la llevó a extender la mano y comprobar la manivela pero, para su gran asombro, descubrió que la puerta no tenía la llave echada. La empujó y se asomó a la entrada.
—¿Hay alguien? —gritó prudentemente. Se quedó escuchando. No oyó nada.
Dio un paso, entró, dudó y se detuvo. Lo que acababa de hacer tal vez se pudiera considerar allanamiento de morada. No poseía orden de registro y tampoco, aunque la llave no estuviera echada, ningún derecho a encontrarse dentro de la casa del abogado Bjurman. Miró de reojo a la izquierda y vio parte de un salón. Ya se había decidido a abandonar el piso cuando depositó la mirada en una cómoda que había en la entrada. Sobre ella descansaba la caja de un revólver de la marca Colt Magnum.
De repente, Sonja Modig sintió un intenso malestar. Se abrió la cazadora y desenfundó su arma reglamentaria, algo que no había hecho casi nunca.
Le quitó el seguro, se acercó al salón con el cañón apuntando al suelo y se asomó. No observó nada anormal, pero su sensación de malestar aumentó. Retrocedió y, por el rabillo del ojo, miró en la cocina. Vacía. Entró en un pequeño vestíbulo interior y, con el pie, abrió la puerta del dormitorio.
El abogado Nils Bjurman yacía tumbado boca abajo sobre la cama, pero con las rodillas apoyadas en el suelo. Era como si se hubiese arrodillado para rezar sus oraciones. Estaba desnudo.
Lo vio de lado. Ya desde la puerta, Sonja Modig pudo constatar que no estaba vivo. Le habían pegado un tiro en la nuca que le había volado la mitad de la frente.
Sonja Modig retrocedió y salió del piso. Seguía empuñando su arma reglamentaria cuando abrió el móvil en el mismo rellano de la escalera y llamó al inspector Bublanski. No consiguió contactar con él. Telefoneó al fiscal Ekström. Anotó mentalmente la hora. Eran las cuatro y dieciocho.
Hans Faste contempló la puerta de la casa de Lundagatan donde Lisbeth Salander estaba empadronada y donde, por consiguiente, se suponía que residía. Miró de reojo a Curt Svensson y luego consultó su reloj: las cuatro y diez.
Después de haberse hecho con el código del portal, gracias a la empresa de mantenimiento del edificio, entraron y se quedaron escuchando junto a la puerta en cuya placa se leía «Salander-Wu». No pudieron percibir ruido alguno en el interior y nadie abrió cuando llamaron al timbre. Regresaron al vehículo y se apostaron frente al portal, vigilándolo en todo momento.
Desde el coche se enteraron, por teléfono, de que la persona de Estocolmo que acababa de ser incluida en el contrato del piso de Lundagatan era una tal Miriam Wu, nacida en 1974 y anteriormente domiciliada en Tomtebogatan, por Sankt Eriksplan.
Tenían una foto de pasaporte de Lisbeth Salander pegada con celo sobre la radio del coche. Chabacano, como siempre, Faste comentó que parecía una urraca.
—Joder, las putas tienen una pinta cada vez más asquerosa. Hay que estar bastante desesperado para irse con ésta.
Curt Svensson no dijo nada.
A las cuatro y veinte los llamó Bublanski, quien les comunicó que acababa de hablar con Armanskij y que en esos momentos se dirigía a Millennium. Les pidió que se quedaran en Lundagatan. A Lisbeth Salander había que llevarla a comisaría para interrogarla, pero el fiscal pensaba que aún no podían vincularla de manera concluyente a los asesinatos de Enskede.
—Vaya —dijo Faste—, ahora resulta que, según el Burbuja, el fiscal quiere una confesión antes de detener a alguien.
Curt Svensson no dijo nada. Contemplaron ociosamente a la gente que se movía por los alrededores.
A las cinco menos veinte, el fiscal Ekström llamó al móvil de Hans Faste.
—Hay novedades. Hemos encontrado al abogado Bjurman muerto a tiros en su piso. Llevará sin vida al menos veinticuatro horas.
Hans Faste se incorporó en el asiento del coche.
—De acuerdo. ¿Qué hacemos?
—He dictado una orden de busca y captura de Lisbeth Salander. Queda detenida in absentia como sospechosa de tres asesinatos. Vamos a alertar a todas las unidades de la provincia. Hay que detenerla. Hemos de considerarla peligrosa; posiblemente vaya armada.
—Recibido.
—Voy a enviar una unidad de intervención a Lundagatan. Ellos entrarán en el piso.
—Recibido.
—¿Os habéis puesto en contacto con Bublanski?
—Está en Millennium.
—Y por lo visto tiene el móvil apagado. Intentad llamarlo e informarle de esto.
Faste y Svensson se miraron.
—Bueno, entonces la pregunta es qué hacemos si ella aparece —dijo Curt Svensson.
—Si está sola y la cosa pinta bien, la cogemos nosotros. Si le da tiempo a entrar en el piso, deberá hacerlo la unidad de intervención. Esta tía está loca de atar y, por lo visto, se encuentra en plena furia asesina. Puede que tenga el apartamento lleno de armas.
Mikael Blomkvist depositó el manuscrito sobre la mesa de Erika Berger y se dejó caer pesadamente en la silla de visitas, junto a la ventana que daba a Götgatan. Estaba hecho polvo. Había pasado la tarde intentando decidir lo que iba a hacer con el libro inacabado de Dag Svensson.
El tema resultaba delicado: Dag Svensson tan sólo llevaba unas horas muerto y su jefe ya estaba pensando en cómo gestionar su herencia periodística. Mikael era consciente de que podría considerarse algo cínico y despiadado. Pero él no lo veía así. Se sentía como si se encontrara en estado de ingravidez, un síndrome especial que cualquier periodista que cubría las noticias de actualidad conocía y que se activaba en momentos de crisis.
Cuando el resto del mundo está de luto, ese periodista resulta sumamente eficaz. Y a pesar del demoledor shock que sufrieron los miembros de la redacción de Millennium la mañana del jueves de Pascua, la profesionalidad asumió el control y canalizaron la energía trabajando duro.
Para Mikael era algo evidente. Dag Svensson estaba hecho de la misma pasta y habría hecho exactamente lo mismo si los papeles se hubiesen invertido; se habría preguntado qué podría hacer él por Mikael. Dag Svensson había dejado una herencia en forma de manuscrito de un libro con un contenido explosivo. Dag Svensson llevaba años reuniendo el material y organizando la información, una tarea en la que había puesto toda su alma y que ahora no tendría ocasión de llevar a término.
Y además, había trabajado en Millennium.
Los asesinatos de Dag Svensson y Mia Bergman no constituían un drama nacional como el asesinato de Olof Palme; nadie iba a declarar ningún día de luto nacional. Pero para los colaboradores de Millennium, el shock era mucho mayor —les afectaba personalmente— y Dag Svensson contaba con una amplia red de contactos dentro de la profesión que iban a exigir una respuesta.
Ahora era responsabilidad de Mikael y Erika no sólo terminar el trabajo de Dag Svensson y publicar el libro, sino también contestar a las preguntas de quién y por qué.
—Puedo reconstruir el texto —dijo Mikael—. Malin y yo debemos repasar el libro línea a línea y completarlo con las investigaciones para poder hacer frente a las preguntas. En general sólo hemos de seguir las notas de Dag, pero hay un problema con los capítulos cuatro y cinco, que están principalmente basados en las entrevistas de Mia. Ignoramos, por lo tanto, de qué fuentes se trata, aunque con algunas excepciones, creo que vamos a poder usar las referencias de su tesis como fuente primordial.
—Nos falta el último capítulo.
—Cierto. Pero tengo el borrador de Dag y lo tratamos tantas veces que sé exactamente lo que quería decir. Propongo que simplemente hagamos un resumen y lo convirtamos en un epílogo en el que también se expliquen sus razonamientos.
—De acuerdo. Quiero verlo antes de aprobar nada. No podemos poner en su boca cosas que no dijo.
—No te preocupes. Redactaré el capítulo como una reflexión personal y lo firmaré yo. Quedará clarísimo que el que escribe soy yo y no él. Hablaré de cómo surgió la idea de hacer el libro y del tipo de persona que era. Y terminaré con lo que dijo en, seguramente, una docena de conversaciones durante los últimos meses. Hay muchas cosas en el borrador que yo podría citar. Creo que el resultado será muy digno.
—Joder… tengo unas ganas locas de publicar el libro —dijo Erika.
Mikael asintió. Entendía exactamente lo que quería decir.
—¿Te has enterado de alguna novedad? —preguntó Mikael.
Erika Berger dejó sus gafas de lectura sobre la mesa y negó con la cabeza. Se levantó, sirvió dos cafés del termo y se sentó frente a Mikael.
—Christer y yo tenemos ya un borrador del próximo número. Hemos cogido dos artículos que estaban pensados para el número siguiente y hemos encargado unos textos a algunos freelance. Pero va a ser un número bastante disperso, sin una verdadera cohesión.
Permanecieron callados durante un rato.
—¿Has oído las noticias? —preguntó Erika.
Mikael meneó con la cabeza.
—No. Ya sé lo que van a decir.
—Los asesinatos encabezan los noticiarios de todos los medios. La segunda noticia es un comunicado del partido de centro.
—Lo que quiere decir que no ha ocurrido nada más en el país.
—La policía sigue sin dar los nombres de Dag y Mia. Se refieren a ellos como «una pareja normal». Y aún no se ha mencionado que fueras tú quien los encontró.
—Me imagino que la policía tratará de ocultarlo de todas las maneras posibles. Eso juega a nuestro favor.
—¿Y por qué razón querrían ocultarlo?
—Porque a la policía, por principio, no le gusta el circo mediático. Y yo tengo cierto interés mediático y, por consiguiente, a ellos les parecerá estupendo que nadie sepa que fui yo quien los encontró. Yo diría que filtrará entre esta noche y mañana por la mañana.
—Tan joven y ya tan cínico.
—Ya no somos tan jóvenes, Ricky. En eso mismo pensé anoche cuando esa policía me tomó declaración. Tenía pinta de estar todavía en el instituto.
Erika se rió ligeramente. Había podido dormir un par de horas durante la noche, pero también ella empezaba a acusar el cansancio. Dentro de poco iba a ser la redactora jefe de uno de los periódicos más grandes del país. «No, no es el momento de soltarle la noticia a Mikael».
—Henry Cortez ha llamado hace un rato. El fiscal que lleva la instrucción del sumario, un tal Ekström, ofreció una especie de rueda de prensa a las tres —dijo Erika.
—¿Richard Ekström?
—Sí. ¿Lo conoces?
—Un tipejo metido en política. Circo mediático garantizado. No son dos tenderos inmigrantes de Rinkeby los que han sido asesinados. Esto tendrá mucha repercusión.
—Bueno, de todas maneras, él afirma que la policía está siguiendo ciertas pistas y que tienen la esperanza de resolver este caso muy rápidamente. Pero la verdad es que, en conjunto, no ha dicho nada. Sin embargo, la sala de prensa se encontraba abarrotada de periodistas.
Mikael se encogió de hombros. Se frotó los ojos.
—No consigo borrarme de la retina la imagen del cuerpo de Mia. ¡Joder, acababa de conocerlos!
Apesadumbrada, Erika meneó la cabeza.
—Tenemos que esperar a ver qué pasa. Seguro que algún maldito loco…
—No lo sé. Llevo todo el día dándole vueltas.
—¿Qué quieres decir?
—A Mia le pegaron el tiro de costado. Vi el agujero de entrada en un lado del cuello y el de salida en la sien. A Dag le dispararon por delante; la bala impactó en toda la frente y le salió por la parte posterior de la cabeza. Por lo que pude ver, efectuaron un solo disparo a cada uno. No me da la sensación de que se trate de la obra de un loco.
Erika contempló pensativamente a su compañero.
—¿Qué intentas decirme?
—Si no se trata de un acto de locura, tiene que haber un móvil. Y cuanto más pienso en ello, más me parece que este manuscrito es un móvil cojonudo.
Mikael señaló el montón de papeles que se hallaba sobre la mesa de Erika. Ella siguió su mirada. Luego sus ojos se encontraron.
—No tiene por qué estar necesariamente relacionado con el propio libro. Quizá metieran demasiado las narices y consiguieran… no sé. Alguien se habrá sentido amenazado.
—Y contrató a un hitman. Micke, eso ocurre en las películas norteamericanas. El libro va de puteros. Nombra a policías, políticos, periodistas… ¿Hemos de suponer, entonces, que ha sido uno de ellos quien ha matado a Dag y a Mia?
—No lo sé, Ricky. Pero dentro de tres semanas íbamos a llevar a imprenta el reportaje más duro sobre trafficking que jamás se haya publicado en Suecia.
En ese momento, Malin Eriksson asomó la cabeza por la puerta y comunicó que un inspector llamado Jan Bublanski quería hablar con Mikael Blomkvist.
Bublanski estrechó la mano de Erika Berger y Mikael Blomkvist y se sentó en la tercera silla de la mesa que había junto a la ventana. Examinó a Mikael Blomkvist y vio a una persona con ojeras y barba de dos días.
—¿Hay novedades? —preguntó Mikael Blomkvist.
—Tal vez. Tengo entendido que fue usted el que encontró anoche a la pareja de Enskede y avisó a la policía.
Cansado, Mikael asintió.
—Sé que ya se lo ha contado todo a la inspectora de la policía criminal que se hallaba de guardia anoche, pero me preguntaba si podría aclararme algunos detalles.
—¿Qué quiere saber?
—¿Cómo es que fue a ver a Svensson y Bergman tan tarde?
—Eso no es un detalle sino una novela entera —dijo Mikael con una fatigada sonrisa—. Estuve cenando en casa de mi hermana. Vive en Stäket, ese gueto de nuevos ricos. Dag Svensson me llamó al móvil. Habíamos quedado en que el jueves (es decir, hoy) se pasaría por la redacción para dejarle unas fotografías a Christer Malm, pero me comentó que al final no podría. Mia y él habían decidido ir a ver a los padres de ella durante las fiestas y querían salir por la mañana temprano. Él me preguntó si podía pasarse por mi casa esa misma mañana. Le contesté que, como yo me hallaba cerca de Enskede, podría acercarme a recoger las fotos, algo más tarde, de camino a casa.
—¿Así que fue hasta allí sólo para ir a buscar las fotos?
Mikael asintió.
—¿Se le ocurre que alguien pudiera tener algún motivo para asesinarlos?
Mikael y Erika se miraron de reojo. Los dos guardaron silencio.
—¿Y bien? —preguntó Bublanski.
—Bueno, llevamos todo el día hablando del tema, por supuesto, pero no nos ponemos de acuerdo. O en realidad no es que no nos pongamos de acuerdo, sino que estamos inseguros. No queremos especular.
—Cuénteme.
Mikael habló del contenido del futuro libro de Dag Svensson y de cómo Erika y él habían reflexionado sobre si tendría algo que ver con los asesinatos o no. Bublanski permaneció callado un rato, asimilando la información.
—Así que Dag Svensson estaba a punto de denunciar a varios policías.
No le gustó nada el giro que había adquirido la conversación y se imaginó que, en un futuro próximo, una «pista policial» iba a pasearse por los medios de comunicación alimentando todo tipo de teorías conspirativas.
—No —contestó Mikael—. Dag Svensson estaba a punto de dar los nombres de varios delincuentes, de los cuales unos cuantos resultaron ser policías. Otros pertenecen a mi gremio. Son periodistas.
—¿Y piensan publicar toda esa información?
Mikael miró a Erika de soslayo.
—No —contestó Erika Berger—. Hemos dedicado el día a detener el próximo número. Lo más probable es que publiquemos el libro de Dag Svensson, pero no se hará hasta que sepamos qué ha ocurrido, y, dadas las circunstancias, el libro ha de ser ligeramente modificado. No vamos a sabotear la investigación policial del asesinato de dos amigos, si es eso lo que le preocupa.
—Tengo que echar un vistazo a la mesa de Dag Svensson, y, ya que se trata de la redacción de una revista, puede ser un tema delicado realizar un registro.
—Encontrará todo el material en el portátil de Dag —dijo Erika.
—Vale —contestó Bublanski.
—He registrado la mesa de Dag Svensson —dijo Mikael—. He quitado algunas notas que identifican directamente a fuentes que desean permanecer anónimas. Todo lo demás está a tu disposición. Sobre la mesa he dejado un papel que dice que no se puede mover ni tocar nada. El problema, sin embargo, es que el contenido del libro es secreto hasta que se imprima. Por lo tanto, no queremos que el manuscrito llegue a manos de la policía, especialmente si vamos a denunciar a algunos de sus agentes.
«Mierda —pensó Bublanski—. ¿Por qué no mandé a nadie hasta aquí esta mañana?». Luego hizo un gesto de asentimiento y no le dio más vueltas.
—De acuerdo. Hemos identificado a una persona a la que queremos interrogar en relación con los asesinatos. Tengo razones para creer que la conoce. Me gustaría que me informara de lo que sabe sobre una mujer llamada Lisbeth Salander.
Por un momento, Mikael Blomkvist pareció la viva imagen de un signo de interrogación. Bublanski reparó en que Erika Berger le lanzó una incisiva mirada a Mikael.
—¿Cómo dice?
—¿Conoce a Lisbeth Salander?
—Sí, conozco a Lisbeth Salander.
—¿De qué?
—¿Por qué lo pregunta?
Irritado, Bublanski hizo un gesto con la mano.
—Como acabo de decirle, queremos tomarle declaración en relación con los asesinatos. ¿De qué la conoce?
—Pero… esto es absurdo. Lisbeth Salander no tiene ninguna relación con Dag Svensson ni con Mia Bergman.
—Nos toca a nosotros intentar establecerla —contestó Bublanski, haciendo gala de una gran paciencia—. Pero insisto, ¿de qué conoce a Lisbeth Salander?
Mikael se pasó la mano por la barba y se frotó los ojos mientras los pensamientos le daban vueltas en la cabeza. Al final miró directamente a Bublanski.
—Contraté a Lisbeth Salander hace dos años para realizar una investigación.
—¿De qué se trataba?
—Lo siento, pero aquí entramos en cuestiones constitucionales: la protección de las fuentes y todo eso. Créame si le digo que no tiene nada que ver con Dag Svensson ni con Mia Bergman. Es un asunto completamente distinto que ya está zanjado.
Bublanski sopesó las palabras de Mikael. No le gustaba que alguien le dijera que había secretos que ni siquiera podían revelarse en la investigación de un asesinato, pero, de momento, optó por no insistir más en el tema.
—¿Cuándo vio a Lisbeth Salander por última vez?
Mikael meditó la respuesta.
—Verá, la historia es la siguiente: hace dos años, en otoño, mantuve cierta relación con Lisbeth Salander. Terminó ese mismo año, en torno a Navidad. Luego ella desapareció de la ciudad. Me he tirado más de un año sin verle el pelo, hasta hace una semana.
Erika Berger arqueó las cejas. Bublanski supuso que eso era una noticia para ella.
—Hábleme de ese encuentro.
Mikael inspiró hondo y luego describió, con brevedad, el altercado ocurrido ante el portal de Lundagatan. Bublanski lo escuchó con creciente asombro. Intentó determinar si Blomkvist decía la verdad o si se lo estaba inventando.
—¿Así que no llegó a hablar con ella?
—No, desapareció entre los edificios de la parte alta de Lundagatan. Estuve esperando un largo rato pero no volvió a aparecer. Le he escrito una carta pidiéndole que se ponga en contacto conmigo.
—¿Y no se le ocurre qué tipo de conexión puede existir entre ella y la pareja de Enskede?
—No.
—De acuerdo… ¿sería capaz de describir a la persona que cree que la atacó?
—No es que lo crea. Él la atacó y ella se defendió. Luego huyó. Lo vi a una distancia de unos cuarenta o cuarenta y cinco metros. Sucedió en plena noche y estaba oscuro.
—¿Había bebido?
—Yo iba un poco achispado pero no estaba borracho. El tipo era rubio y llevaba una coleta. Vestía una cazadora oscura. Tenía una tripa cervecera. Cuando subí las escaleras de Lundagatan lo vi sólo por detrás, pero se dio la vuelta cuando me pegó. Me parece recordar que su cara era delgada y que tenía los ojos claros y muy juntos.
—¿Por qué no me lo habías contado? —le reprendió Erika Berger.
Mikael Blomkvist se encogió de hombros.
—Había un fin de semana por medio y tú te fuiste a Gotemburgo para participar en ese maldito programa de debates. El lunes no estabas y el martes sólo te vi un momento. Se me pasó.
—Pero teniendo en cuenta lo sucedido en Enskede… ¿no se lo ha dicho a la policía? —constató Bublanski.
—¿Por qué iba a hacerlo? Por esa regla de tres también debería haberles contado que pillé in fraganti a un carterista que me intentó robar en el metro de T-Centralen hace un mes. No hay ninguna relación entre Lundagatan y lo que ocurrió en Enskede.
—¿Y no puso ninguna denuncia?
—No. —Mikael dudó un breve instante—. Lisbeth Salander es una persona muy celosa de su intimidad. Estuve considerando la posibilidad de acudir a la policía, pero decidí que eso era asunto suyo. De todos modos, primero quería hablar con ella.
—Algo que no ha hecho.
—La última vez que lo hice fue en las Navidades de hace más de un año.
—¿Por qué acabó su… relación, si se la puede llamar así?
La mirada de Mikael se oscureció. Meditó sus palabras un poco antes de contestar.
—No lo sé. De la noche a la mañana ella interrumpió su contacto conmigo.
—¿Pasó algo?
—No, si se refiere a una pelea o a algo similar. Por aquel entonces nos llevábamos muy bien. Y un día, de pronto, no me cogió el teléfono. Luego desapareció de mi vida.
Bublanski reflexionó sobre la explicación de Mikael. Parecía sincera y se confirmaba por el hecho de que Dragan Armanskij hubiera descrito la desaparición de Lisbeth en términos semejantes. Evidentemente, algo le sucedió a Lisbeth Salander durante aquel invierno. Se dirigió a Erika Berger.
—¿También conoce a Lisbeth Salander?
—Sólo la he visto en una ocasión. ¿Me puede explicar qué tiene que ver Lisbeth Salander con lo ocurrido en Enskede? —preguntó Erika Berger.
Bublanski negó con la cabeza.
—Hay una prueba que la vincula al lugar del crimen. Eso es todo lo que puedo decir. No obstante, debo reconocer que cuanto más sé de ella, más desconcierto me produce. ¿Cómo es?
—¿En qué sentido? —preguntó Mikael.
—¿Cómo la describiría?
—Profesionalmente, como una de las mejores investigadoras que he visto jamás.
Erika Berger miró de reojo a Mikael Blomkvist y se mordió el labio. Bublanski estaba convencido de que faltaba alguna pieza en el puzzle y de que sabían algo que no deseaban contar.
—¿Y como persona?
Mikael permaneció callado un buen rato.
—Es una persona muy solitaria y muy diferente a las demás. Introvertida. No le gusta hablar de sí misma. Al mismo tiempo posee una voluntad muy fuerte. Tiene un gran sentido de la moral.
—¿De la moral?
—Sí. Una moral absolutamente propia. No puedes engañarla para que haga algo en contra de su voluntad. En su mundo las cosas son, por decirlo de alguna manera, o «correctas» o «incorrectas».
Bublanski reparó en el hecho de que Mikael Blomkvist hablaba de ella en los mismos términos en que lo había hecho Dragan Armanskij. Dos de los hombres que la conocían la habían descrito exactamente igual.
—¿Conoce a Dragan Armanskij? —preguntó Bublanski.
—Nos hemos visto un par de veces. El año pasado estuve tomando una caña con él cuando intenté averiguar dónde se había metido Lisbeth.
—¿Y dice que era una investigadora competente? —insistió Bublanski.
—La mejor que he conocido —respondió Mikael.
Bublanski tamborileó un instante con los dedos mientras, de reojo, miraba por la ventana el flujo de gente que pasaba por Götgatan. Aquello no encajaba para nada. La documentación psiquiátrica que Hans Faste había obtenido de la comisión de tutelaje afirmaba que Lisbeth Salander era una persona con un profundo trastorno psicológico, propensa a la violencia y prácticamente retrasada. Las respuestas que tanto Armanskij como Blomkvist le habían dado divergían considerablemente de la imagen que los expertos en psiquiatría se habían hecho de ella tras varios años de estudios clínicos. Ambos la describían como una chica diferente, pero a los dos también se les intuía un deje de admiración en la voz.
Blomkvist, además, había dicho que «mantuvo cierta relación» con ella durante un período, cosa que insinuaba algún tipo de relación sexual. Bublanski se preguntó qué reglas se les aplicaría a las personas declaradas incapacitadas. ¿Podría Blomkvist haber cometido algún tipo de infracción por haberse aprovechado de una persona en situación de dependencia?
—¿Y qué opinión le merece su incapacidad social? —preguntó.
—¿Incapacidad social? —se sorprendió Mikael.
—El tema de su administración y sus problemas psíquicos.
—¿Su administración? —repitió Mikael.
—¿Problemas psíquicos? —preguntó Erika Berger.
Perplejo, Bublanski desplazó la mirada de Mikael Blomkvist a Erika Berger y viceversa. «No lo sabían. La verdad es que no lo sabían». De repente, Bublanski se sintió muy irritado tanto con Armanskij como con Blomkvist pero, sobre todo, con Erika Berger, su elegante ropa y su sofisticado despacho con vistas a Götgatan. «Aquí se pasa el día dictando a los demás lo que deben opinar». Pero centró su irritación en Mikael.
—No entiendo qué les pasa a usted y a Armanskij —le espetó.
—¿Perdón?
—Desde su adolescencia, Lisbeth Salander se ha pasado los años entrando y saliendo del psiquiátrico —dijo finalmente Bublanski—. Un examen psiquiátrico forense y una sentencia judicial han determinado que es incapaz de llevar sus propios asuntos. Ha sido declarada incapacitada. Está documentado que presenta un carácter violento, y a lo largo de su vida ha tenido problemas con las autoridades. Y ahora es sospechosa, en grado sumo, de… complicidad en un doble asesinato. Y tanto usted como Armanskij hablan de ella como si fuese una especie de princesa.
Mikael Blomkvist permaneció completamente quieto, mirando atónito a Bublanski.
—Déjeme que se lo diga de la siguiente manera —continuó Bublanski—: buscamos una conexión entre la pareja de Enskede y Lisbeth Salander. Y resulta que usted, que encontró a las víctimas, es ese vínculo. ¿Quiere hacer algún comentario al respecto?
Mikael se reclinó en la silla. Cerró los ojos intentando comprender la situación. Lisbeth Salander sospechosa de los asesinatos de Dag y de Mia. «No cuadra. Es absurdo». ¿Era ella capaz de matar? De repente le vino a la mente la cara de Lisbeth, cuando, dos años antes, se despachó a gusto con Martin Vanger con un palo de golf. «No cabe duda de que lo habría matado. Si no lo hizo, fue porque tenía que salvarme la vida». Inconscientemente, se toqueteó el cuello, justo donde había tenido la soga de Martin Vanger. «Pero Dag y Mia… no tiene sentido».
Sabía que Bublanski lo estaba observando con una incisiva mirada. Al igual que Dragan Armanskij, debía hacer una elección. Tarde o temprano tendría que decidir en qué rincón del cuadrilátero situarse en el caso de que Lisbeth Salander fuese acusada de asesinato. «¿Culpable o inocente?».
Antes de que le diera tiempo a decir nada, sonó el teléfono de la mesa de Erika. Contestó y le pasó el auricular a Bublanski.
—Alguien llamado Hans Faste quiere hablar con usted.
Bublanski cogió el teléfono y escuchó atentamente. Tanto Mikael como Erika pudieron ver cómo le cambiaba el gesto.
—¿Cuándo entran?
Silencio.
—¿Qué dirección es…? Lundagatan… vale, estoy cerca. Ahora voy para allá.
Bublanski se levantó apresuradamente.
—Perdónenme, tengo que interrumpir nuestra conversación. Acaban de encontrar al actual administrador de Salander muerto a tiros y ahora pesa sobre ella una orden de busca y captura y queda detenida, in absentia, por tres asesinatos.
Erika Berger se quedó boquiabierta. A Mikael Blomkvist parecía que le acababa de alcanzar un rayo.
Entrar en el apartamento de Lundagatan era, desde el punto de vista táctico, una operación relativamente sencilla. Hans Faste y Curt Svensson se apoyaron contra el capó del coche y aguardaron mientras la unidad de intervención, armada hasta los dientes, ocupó la escalera y se adentró en el patio.
Al cabo de diez minutos, pudieron constatar lo que Faste y Svensson ya sabían. Nadie abrió la puerta cuando llamaron.
Hans Faste miró a lo largo de Lundagatan, que, para desesperación de los pasajeros del autobús 66, se hallaba cortada desde Zinkensdamm hasta la iglesia de Högalid. El vehículo se había quedado atrapado en plena cuesta, y no podía ni avanzar ni retroceder. Al final, Faste se acercó y le ordenó a un agente uniformado que se echara a un lado y dejara pasar al autobús. Una gran cantidad de curiosos observaban todo aquel jaleo desde la parte alta de Lundagatan.
—Tiene que haber una manera más sencilla —dijo Faste.
—¿Más sencilla que qué? —preguntó Svensson.
—Más sencilla que llamar a las tropas de asalto cada vez que hay que arrestar a un chorizo.
Curt Svensson se abstuvo de realizar comentario alguno.
—Al fin y al cabo, se trata de una tía de aproximadamente un metro y medio de alto que no pesa más de cuarenta kilos —añadió Faste.
Decidieron que no resultaba necesario echar la puerta abajo de un mazazo. Bublanski se unió al grupo mientras esperaban que el cerrajero la abriera con un taladro y se echara a un lado para que la policía pudiera entrar en el apartamento. Les llevó unos ocho segundos realizar una inspección ocular de los cuarenta y cinco metros cuadrados y constatar que Lisbeth Salander no estaba escondida debajo de la cama, ni en el baño, ni en ninguno de los armarios. Después, se dio vía libre para que entrara Bublanski.
Los tres detectives dieron una vuelta por el apartamento, inmaculadamente limpio, y decorado con muy buen gusto. Los muebles eran sencillos. Las sillas de la cocina estaban pintadas en colores pastel. De las paredes de las habitaciones colgaban, enmarcadas, unas artísticas fotografías en blanco y negro. En la entrada había una estantería con un reproductor de Cds y una gran colección de discos. Bublanski constató que abarcaba varios géneros: desde rock duro hasta ópera. Todo tenía un aspecto muy moderno y muy arty. Decorativo. De buen gusto.
Curt Svensson examinó la cocina y no encontró nada que llamara su atención. Hojeó una pila de periódicos y revistas e inspeccionó el fregadero, los armarios y el congelador de la nevera.
Faste abrió los roperos y los cajones de la cómoda del dormitorio. Soltó un silbido al encontrar esposas y unos cuantos juguetes sexuales. En un armario encontró una colección de ropa de látex de la que su madre se habría avergonzado nada más verla.
—Aquí ha habido juerga —dijo en voz alta mientras levantaba un vestido de charol que, según rezaba en la etiqueta, había sido diseñado por Domino Fashion, fuera lo que fuese eso.
Bublanski examinó la cómoda de la entrada, donde descubrió una pequeña pila de cartas sin abrir dirigidas a Lisbeth Salander. Les echó un vistazo y comprobó que se trataba de facturas y extractos de cuentas bancarias, y una sola carta personal. Era de Mikael Blomkvist. Así que, hasta ahí, la historia de Blomkvist era cierta. Luego se agachó y recogió la correspondencia que se hallaba a los pies del buzón y que tenía las pisadas de la unidad de intervención. Estaba compuesta por las revistas Thai Pro boxing y Södermalmsnytt —ésta última, gratuita—, así como por tres sobres, todos dirigidos a «Miriam Wu».
A Bublanski le entró una desagradable sospecha. Se dirigió al cuarto de baño y abrió el armario. Allí encontró una cajita de Alvedon y un tubo medio lleno de Citodon. El Citodon era un medicamento que sólo se expendía con receta. La etiqueta llevaba el nombre de Miriam Wu. También había un cepillo de dientes.
—Faste, ¿por qué pone «Salander-Wu» en la puerta? —preguntó.
—Ni idea —contestó Faste.
—Vale, formularé la pregunta de otro modo: ¿por qué hay correo en el suelo de la entrada dirigido a una tal Miriam Wu? ¿Y por qué en el armario del cuarto de baño hay un tubo de Citodon recetado a Miriam Wu y un solo cepillo de dientes? ¿Y por qué, considerando que Lisbeth Salander, según nuestros datos, no levanta dos palmos del suelo, esos pantalones de cuero que sostienes en la mano parecen pertenecer a una persona que mide, por lo menos, un metro setenta y cinco?
Un breve y embarazoso silencio invadió el apartamento. Curt Svensson lo rompió:
—¡Mierda!