Capítulo 13.
Jueves de Pascua, 24 de marzo
A las siete de la mañana del jueves de Pascua, la instrucción del sumario del doble asesinato de Enskede ya se encontraba sobre la mesa del fiscal Richard Ekström. El fiscal de guardia de esa noche, relativamente joven e inexperto, se había dado cuenta de que los crímenes de Enskede se salían de lo común. Llamó y despertó al fiscal provincial adjunto, quien, a su vez, llamó y despertó al adjunto del jefe provincial de la policía. De común acuerdo, decidieron pasarle la pelota a un celoso y experimentado fiscal. Su elección recayó sobre Richard Ekström, de cuarenta y dos años.
Richard Ekström era delgado, atlético, y medía un metro y sesenta y siete centímetros. Tenía el pelo rubio, ralo, y perilla. Siempre iba inmaculadamente vestido y, debido a su reducida estatura, llevaba unos zapatos con alzas. Inició su carrera profesional como fiscal adjunto en Uppsala, desde donde fue llamado por el ministerio de Justicia para participar en la adaptación de la legislación sueca a la de la UE, y su labor fue tan buena que durante un tiempo trabajó como jefe de departamento. Llamó la atención con un estudio sobre las carencias organizativas de la seguridad jurídica en el que —en vez de exigir más recursos, como ciertas autoridades policiales reclamaban— abogaba por una mayor eficacia. Tras cuatro años en el ministerio de Justicia, pasó al ministerio fiscal de Estocolmo, donde se ocupó de numerosos casos relacionados con llamativos robos o delitos violentos.
Dentro de la Administración se suponía que era socialdemócrata, pero, en realidad, Ekström no tenía el menor interés por los partidos políticos. Empezó a despertar cierta atención mediática, y en los pasillos del poder comenzaron a fijarse en él. Se trataba, sin lugar a dudas, de un buen candidato para ocupar cargos importantes, y, gracias a su supuesta vena ideológica, disfrutó de una amplia red de contactos en ámbitos tanto políticos como policiales. Entre los policías, las opiniones sobre la capacidad de Ekström estaban divididas. Los informes que realizó para el ministerio de Justicia no habían favorecido, precisamente, a aquellos círculos policiales que defendían que la mejor manera de garantizar la seguridad jurídica era reclutando más policías. Pero, por otra parte, Ekström se había distinguido por no andarse con chiquitas cada vez que llevaba un caso a juicio.
Cuando Ekström recibió el apresurado informe de la policía criminal sobre los acontecimientos ocurridos en Enskede la noche anterior, constató inmediatamente que se hallaba delante de un asunto que causaría un gran revuelo en los medios de comunicación. No se trataba de un asesinato cualquiera. Los dos muertos eran una criminóloga que estaba preparando su tesis doctoral y un periodista. Ésta última palabra que odiaba o amaba, dependiendo de la situación.
Poco después de las siete, Ekström mantuvo una breve conversación telefónica con el jefe de la policía criminal provincial. A las siete y cuarto Ekström llamó y despertó al inspector Jan Bublanski, más conocido entre sus colegas con el apodo del agente Burbuja. En realidad, Bublanski tenía esa Pascua libre para compensar la montaña de horas extra que había acumulado durante todo el año. Le pidió que interrumpiera sus vacaciones y se personara de inmediato en comisaría para dirigir la investigación de los asesinatos de Enskede.
Bublanski tenía cincuenta y dos años, y llevaba trabajando como policía más de la mitad de su vida, desde los veintitrés. Estuvo seis en un radiopatrulla y había pasado tanto por la brigada de armas como por la brigada de robos antes de realizar unos cursos de formación y ascender a la brigada de delitos violentos de la policía criminal de la provincia de Estocolmo. Para ser exactos, durante los últimos diez años había participado en treinta y tres investigaciones de asesinatos u homicidios. De las diecisiete que dirigió, se esclarecieron catorce y dos se consideraron resueltas desde un punto de vista policial, lo que significaba que la policía sabía quién era el asesino pero carecía de suficientes pruebas para llevarlo a juicio. Únicamente en el caso restante, ocurrido hacía seis años, Bublanski y sus hombres fracasaron. Se trataba de un conocido y alcohólico camorrista al que mataron con un arma blanca en su domicilio de Bergshamra. El lugar del crimen fue una auténtica pesadilla de huellas digitales y rastros de ADN de varias docenas de personas que, durante años y años, se habían emborrachado y peleado en el apartamento. Bublanski y sus colegas estaban convencidos de que el asesino pertenecía al muy nutrido círculo social de alcohólicos y drogadictos; pero, a pesar de su intenso trabajo de investigación, el culpable continuaba burlando a la policía. A efectos prácticos la investigación fue archivada.
En su conjunto, Bublanski contaba con una buena estadística de casos resueltos. Sus colegas lo veían como sumamente competente.
Sin embargo, entre estos mismos, a Bublanski se le consideraba algo raro, cosa que, en parte, se debía al hecho de que era judío y a que, en determinados días festivos, lo habían visto con su kippa por los pasillos de la comisaría. En una ocasión esta circunstancia provocó la crítica de un jefe de policía, ahora retirado, de que resultaba inapropiado llevar una kippa en comisaría, por la misma razón que consideraba inadecuado que un policía anduviera por allí con un turbante. El asunto, no obstante, no pasó de ahí y no dio lugar a debate alguno, pues un periodista que había oído el comentario se puso a hacer preguntas, ante lo cual, el susodicho jefe se retiró apresuradamente a su despacho.
Bublanski pertenecía a la congregación de la sinagoga de Södermalm y pedía comida vegetariana si no había comida kosher. Sin embargo, no era tan ortodoxo como para negarse a trabajar en sabbat. También él se dio cuenta en seguida de que el doble asesinato de Enskede no se trataba de una investigación cualquiera. Nada más cruzar la puerta, poco después de las ocho, Richard Ekström lo llevó a un despacho aparte.
—Una auténtica desgracia —le espetó Ekström a modo de saludo—. La pareja a la que han matado a tiros eran un periodista y una criminóloga. Y hay más: los encontró otro periodista.
Bublanski asintió. Eso prácticamente garantizaba que el caso iba a ser seguido de cerca y analizado en detalle por los medios de comunicación.
—Y para echar más sal en la herida: el periodista que encontró a la pareja es Mikael Blomkvist, de la revista Millennium.
—¡Ufff! —soltó Bublanski.
—Famoso gracias a todo el circo que se montó con el caso Wennerström.
—¿Sabemos algo del móvil?
—De momento, nada. Ninguna de las víctimas figura en nuestros archivos. Parece tratarse de una pareja normal y corriente. La mujer iba a presentar su tesis dentro de unas semanas. Hay que concederle a este asunto la máxima prioridad.
Bublanski asintió. Para él un asesinato siempre tenía máxima prioridad.
—Vamos a constituir un grupo operativo. Deberás trabajar lo más rápidamente que puedas y yo me aseguraré de que dispongas de todos los recursos necesarios. Tendrás a Hans Faste y Curt Svensson como ayudantes. También a Jerker Holmberg; está trabajando con un homicidio de Rinkeby, pero parece ser que el autor del asesinato ha huido al extranjero, y él es muy brillante investigando el lugar del crimen. Si es necesario, también puedes contar con investigadores de la policía criminal nacional.
—Quiero a Sonja Modig.
—¿No te parece demasiado joven?
Bublanski arqueó las cejas y miró asombrado a Ekström.
—Tiene treinta y nueve años, así que sólo es un par de años más joven que tú. Además, es muy eficiente.
—De acuerdo, tú decides a quién quieres en el grupo, siempre y cuando seáis rápidos. La Dirección ya está encima.
Bublanski se lo tomó como una ligera exageración. La Dirección, a esas horas de la mañana, apenas había tenido tiempo de abandonar la mesa del desayuno.
La investigación policial empezó en serio poco antes de las nueve, cuando el inspector Bublanski convocó a su equipo en una sala. Bublanski contempló a las personas reunidas. No le agradaba del todo la composición del grupo.
De todos ellos, Sonja Modig era la persona en la que más confianza tenía. Llevaba doce años de policía, cuatro de los cuales los pasó en la brigada de delitos violentos, donde participó en varias investigaciones con Bublanski al mando. Era meticulosa y metódica, y Bublanski se había dado cuenta de que también poseía esas cualidades que él consideraba de sumo valor en las investigaciones complicadas: imaginación y capacidad de asociación. En por lo menos dos casos, Sonja Modig había hallado curiosos y rebuscados vínculos que otros pasaron por alto, cosa que se tradujo en decisivos avances. Además, Sonja Modig tenía un sutil e inteligente sentido del humor que Bublanski sabía apreciar.
Bublanski también se alegraba de contar con Jerker Holmberg entre su tropa. Holmberg tenía cincuenta y cinco años, y era oriundo del norte de Suecia, concretamente de la provincia de Ångermanland. Se trataba de una persona aburrida y de mente plana que carecía por completo de esa imaginación que hacía tan valiosa a Sonja Modig. En cambio, según Bublanski, Holmberg quizá fuera el mejor investigador del lugar del crimen de toda la policía de Suecia. Habían colaborado en numerosas investigaciones y Bublanski estaba convencido de que si había algo que encontrar en el lugar de los hechos, Holmberg lo encontraría. Su tarea principal, por lo tanto, consistía en dirigir todo el trabajo que había que realizar en el apartamento de Enskede.
El colega Curt Svensson era relativamente desconocido para Bublanski. Se trataba de un hombre callado de constitución fuerte con un pelo rubio cortado tan al rape que, a distancia, daba la sensación de ser completamente calvo. Svensson tenía treinta y ocho años y acababa de incorporarse a la brigada, recién llegado de Huddinge, donde había pasado varios años investigando la delincuencia de bandas. Tenía fama de poseer un carácter irascible y mano dura; un eufemismo para decir que tal vez usara con su clientela métodos no del todo acordes con el reglamento. En una ocasión, hacía ya diez años, Curt Svensson fue denunciado por malos tratos, cosa que dio lugar a una investigación en la que, no obstante, lo absolvieron de todos los cargos.
La reputación de Curt Svensson se debía, sin embargo, a un acontecimiento muy distinto. En octubre de 1999, Curt Svensson, en compañía de otro colega, se fue a Alby con el objetivo de dar con un chorizo y someterlo a un interrogatorio. El tipo no era, ni mucho menos, desconocido en los círculos policiales. Llevaba años sembrando el pánico entre los vecinos y provocando numerosas quejas por su comportamiento pendenciero. Ahora, gracias a un chivatazo, era sospechoso de haber robado en un video-club de Norsborg. Se trataba de una intervención más o menos rutinaria que salió rematadamente mal cuando el individuo, en lugar de acompañar a los agentes por las buenas, sacó un arma blanca. El colega de Svensson, actuando en defensa propia, acabó con varias heridas en las manos y uno de los pulgares cortado, antes de que el malhechor dirigiera su atención hacia Curt Svensson quien, por primera vez en su carrera, se vio obligado a utilizar su arma reglamentaria. Curt Svensson efectuó tres disparos. El primero de ellos fue de advertencia. El segundo, un disparo con intención que, sin embargo, no alcanzó al malhechor; toda una hazaña, ya que la distancia era inferior a tres metros. El tercer impacto le dio de lleno en el cuerpo con tan mala fortuna que le segó la aorta, cosa que provocó que el tipo muriera desangrado al cabo de pocos minutos. La posterior investigación terminó eximiendo a Curt Svensson de cualquier responsabilidad, algo que desencadenó un debate mediático en el que se examinó con lupa el monopolio estatal de la violencia y donde se emparejaba a Curt Svensson con los dos brutales policías implicados en la muerte de Osmo Vallo.
En un principio, Bublanski tuvo sus dudas sobre Curt Svensson pero, seis meses más tarde, todavía seguía sin descubrir nada que motivara su crítica o su enojo. Más bien al contrario. Poco a poco Bublanski había empezado a tenerle cierto respeto a la discreta competencia de Curt Svensson.
El último miembro del equipo de Bublanski era Hans Faste, todo un veterano de cuarenta y siete años que llevaba quince de servicio en la brigada de delitos violentos. Faste constituía el motivo del descontento de Bublanski. Tenía el susodicho una cosa a favor y otra en contra. A su favor jugaba su amplia experiencia y sus tablas para abordar investigaciones complicadas. En su contra, Bublanski había tomado nota de que Faste era egocéntrico y de que tenía un burdo sentido del humor que podía importunar a cualquier persona de inteligencia normal y que molestaba mucho a Bublanski. Había en Faste alguna que otra actitud y ciertas características personales que, simplemente, a Bublanski no le gustaban. Pero, vale, de acuerdo: cuando se le ataba en corto resultaba un competente investigador. Además, Faste se había convertido en una especie de mentor para Curt Svensson, a quien no le parecía desagradar su tosquedad. Solían formar pareja durante las investigaciones.
A la reunión se había convocado también a la inspectora de guardia Anita Nyberg, para que informara de los interrogatorios mantenidos con Mikael Blomkvist durante la pasada noche, al igual que al comisario Oswald Mårtensson, quien debía dar cuenta de lo ocurrido in situ una vez recibido el aviso. Los dos estaban agotados y querían marcharse cuanto antes a casa para descansar. No obstante, Anita Nyberg ya se había hecho con unas fotos del lugar del crimen que circularon entre el grupo.
Tras treinta minutos de conversación ya tenían claro el desarrollo de los acontecimientos. Bublanski lo resumió:
—Con la reserva de que la investigación forense del lugar del crimen continúa en marcha, parece que ocurrió de la siguiente manera: un desconocido que ninguno de los vecinos ni otros testigos vieron entró en el apartamento de Enskede y mató a Svensson y Bergman.
—Seguimos sin saber si el revólver encontrado coincide con el arma homicida, pero ya se ha mandado al Laboratorio Nacional de Investigación Forense para que lo analicen —intervino Anita Nyberg—. Tiene máxima prioridad. También hemos hallado, relativamente intacto en la pared que da al dormitorio, un trocito de la bala que impactó en Dag Svensson. En cambio, la bala que alcanzó a Mia Bergman está tan fragmentada que dudo que nos sea útil.
—Muchas gracias, Anita. El Colt Magnum es uno de esos malditos revólveres de vaqueros que debería estar totalmente prohibido. ¿Tenemos el número de serie?
—Todavía no —dijo Oswald Mårtensson—. Mandé por mensajero el arma y el fragmento de bala al laboratorio desde allí mismo. Me pareció mejor que se encargaran ellos en vez de que yo empezara a toquetearla.
—Muy bien. Aún no he tenido tiempo de ir a ver el lugar de los hechos, pero vosotros dos habéis estado allí. ¿Cuáles son vuestras conclusiones?
Anita Nyberg y Oswald Mårtensson intercambiaron miradas. Nyberg le cedió la palabra a su colega de más edad.
—Para empezar pensamos que se trata de un solo asesino. Ha sido una verdadera ejecución. Me da la sensación de que es una persona que ha tenido un importante motivo para matar a Svensson y Bergman, y que obró con gran determinación.
—¿Y en qué te basas para esa sensación? —preguntó Hans Faste.
—El piso estaba en orden. No se trató de un robo, ni de malos tratos, ni de nada por el estilo. Para empezar, sólo se dispararon dos tiros. Ambos alcanzaron su objetivo con gran precisión. En otras palabras, se trata de alguien que sabe manejar armas.
—Vale.
—Si echamos un vistazo al croquis… Lo hemos reconstruido de la siguiente manera: al hombre, Dag Svensson, le dispararon a una distancia muy corta; probablemente le pusieran el cañón en la cabeza. Hay quemaduras alrededor del orificio de entrada. Salió despedido contra la mesa del comedor; supuestamente fue a él a quien mataron en primer lugar. El asesino debía de estar en el umbral del salón o puede que se hubiera adentrado un poco.
—Vale.
—Según los testigos, los disparos se produjeron con un intervalo de muy pocos segundos. A Mia Bergman le dispararon a distancia. Lo más probable es que estuviera en la entrada del dormitorio y se diera media vuelta para alejarse y evitar el tiro. La bala le penetró por debajo de la oreja izquierda y le salió justo por encima del ojo derecho. El impacto la impulsó hasta el dormitorio, donde fue encontrada. Cayó contra los pies de la cama y, de ahí, al suelo.
—Un tirador experimentado —señaló Faste.
—Más que eso. Ni siquiera hay huellas que indiquen que el asesino entrara en el dormitorio para comprobar que la había matado. Sabía que no había fallado, se dio media vuelta y abandonó la casa. O sea, dos tiros, dos muertos y fuera. Además…
—¿Sí?
—Sin adelantarme a la investigación forense, sospecho que el asesino ha empleado munición de caza. La muerte debe de haber sido instantánea. Las dos víctimas presentaban unas heridas espantosas.
Un breve silencio se instaló alrededor de la mesa. Era un tema que nadie del grupo deseaba recordar. Existen dos tipos de munición: las balas duras, completamente revestidas, que penetran en el cuerpo y causan daños relativamente modestos, y las balas blandas, que se expanden en el interior de la víctima y provocan daños descomunales. Hay una diferencia muy grande entre una persona alcanzada por una bala de nueve milímetros de diámetro y otra alcanzada por una bala que se expande hasta los dos centímetros, quizá tres, de diámetro. A este último tipo se le llama «munición de caza» y su objetivo es causar un desangramiento masivo, algo que se considera humano en la caza del alce, ya que ahí lo que se pretende es abatir a la presa de la manera más rápida e indolora posible. La munición de caza, por el contrario, está prohibida como armamento bélico por una ley internacional, puesto que el pobre que es alcanzado por una bala expansiva fallece inevitablemente, sea cual sea la parte del cuerpo afectada.
Sin embargo, hace dos años, la policía sueca —haciendo gala de su gran sabiduría— incorporó la munición de caza a su arsenal. El motivo exacto no quedó del todo claro. Lo que sí está claro, en cambio, es que si al famoso manifestante Hannes Westberg —que en 2001 fue herido en el abdomen durante los disturbios callejeros de Gotemburgo— le hubiesen disparado con munición de caza, no habría sobrevivido.
—Así que, en otras palabras, el objetivo era matar —dijo Curt Svensson.
Se refería a Enskede pero, al mismo tiempo, reconocía su postura en el silencioso debate que tenía lugar alrededor de la mesa.
Tanto Anita Nyberg como Oswald Mårtensson movieron la cabeza afirmativamente.
—Y luego está la secuencia cronológica —dijo Bublanski.
—Exacto. Después de efectuar los disparos, el asesino abandonó inmediatamente la casa, bajó las escaleras, tiró el arma y desapareció en la noche. Acto seguido —quizá estemos hablando de unos segundos— llegaron Blomkvist y su hermana en el coche.
—Mmm —murmuró Bublanski.
—Una posibilidad es que el asesino desapareciera por el sótano. Hay una entrada lateral que tal vez utilizara para salir al patio trasero, atravesar el césped y llegar a una calle paralela. Pero eso implica presuponer que tenía la llave de la puerta del sótano.
—¿Hay algún indicio que induzca a pensar que el asesino se escapara por ahí?
—No.
—De modo que no contamos ni con una mínima pista —dijo Sonja Modig—. Pero ¿por qué tiró el arma? Si se la hubiese llevado —o si sólo la hubiese arrojado a cierta distancia del inmueble—, habríamos tardado bastante en encontrarla.
Todos se encogieron de hombros. Era una pregunta que nadie podía contestar.
—¿Qué debemos pensar de Blomkvist? —inquirió Hans Faste.
—Se hallaba en aparente estado de shock —contestó Mårtensson—, pero actuó correcta y lúcidamente, y lo que me dijo me pareció creíble. Su hermana confirmó la llamada telefónica y el viaje en coche. No creo que esté implicado.
—Es un famoso periodista —intervino Sonja Modig.
—Esto se va a convertir en un circo mediático —previó Bublanski—. Razón de más para que lo resolvamos cuanto antes. De acuerdo… Jerker, tú, naturalmente, te encargarás del lugar del crimen y de los vecinos. Faste, tú y Curt os ocuparéis de las víctimas; averiguad quiénes eran, a qué se dedicaban, en qué círculos sociales se movían y quién podía tener motivos para matarlos. Sonja, tú y yo repasaremos los testimonios aportados. Luego averiguarás las actividades que Dag Svensson y Mia Bergman realizaron durante las últimas veinticuatro horas antes de que los asesinaran. Nos reuniremos de nuevo a las dos y media.
Mikael Blomkvist se sentó en la mesa que le habían asignado a Dag Svensson en la redacción. Primero permaneció quieto un buen rato, como si no fuese realmente capaz de acometer la tarea. Luego encendió el ordenador.
Dag Svensson tenía un portátil propio y casi siempre se quedaba trabajando en casa, pero también acudía a la redacción más o menos dos días por semana, y últimamente más a menudo. En Millennium tenía a su disposición un viejo PowerMac G3 que se encontraba en aquella mesa y que los colaboradores ocasionales podían usar. Mikael encendió el viejo G3. Se encontró con algunas de las cosas con las que había trabajado Dag Svensson. Principalmente había empleado el G3 para realizar búsquedas por Internet, pero allí también había algunas carpetas que había copiado de su portátil. Sin embargo, Dag Svensson tenía una copia de seguridad completa en dos discos zip que guardaba bajo llave en los cajones de la mesa. A diario hacía copias del material nuevo y del que iba actualizando. Como no había pasado por la redacción durante los últimos días, la copia de seguridad más reciente databa del domingo por la noche. Faltaban tres días.
Mikael hizo una copia de los zips y los guardó bajo llave en el armario de seguridad de su despacho. Luego dedicó cuarenta y cinco minutos a repasar el contenido del disco original: una treintena de carpetas e incontables subcarpetas. Se trataba de la investigación realizada por el propio Dag Svensson durante cuatro años para su libro sobre el trafficking. Mikael leyó los nombres de los documentos buscando algo que pudiera contener material sensible: los nombres de las fuentes protegidas de Dag Svensson. Advirtió que Dag Svensson había sido muy meticuloso con las fuentes; todo ese material estaba en una carpeta denominada «Fuentes/secreto». En la carpeta había ciento treinta y cuatro documentos de diverso tamaño, la mayoría bastante pequeños. Mikael los marcó todos y los eliminó. No los envió a la papelera de reciclaje; los llevó a un icono del programa Burn que, no sólo los tiraba a la papelera, sino que los borraba byte a byte.
Luego se metió en el correo de Dag Svensson. A Dag le habían dado una dirección temporal en millennium.se, que usaba tanto en la redacción como en su ordenador portátil. También disponía de una contraseña personal, algo que a Mikael, sin embargo, no le representaba ningún problema ya que podía acceder al servidor. Descargó el correo electrónico de Dag Svensson y lo copió en un Cd.
Por último, le metió mano a la montaña de papeles que, como material de referencia, apuntes, recortes de prensa, sentencias y correspondencia, había ido acumulando Dag Svensson. Para curarse en salud, se acercó a la fotocopiadora e hizo una copia de todo lo que le pareció importante, en total unas dos mil páginas. De modo que tardó tres horas.
Separó todo el material que, de una u otra manera, podría estar relacionado con alguna fuente secreta. Eso supuso más de cuarenta páginas, principalmente apuntes de dos cuadernos A4 que Dag guardaba bajo llave en su mesa. Mikael lo introdujo en un sobre y se lo llevó a su despacho. Luego dejó el resto del material en la mesa.
Entonces pudo respirar tranquilo; bajó al 7-Eleven, donde tomó café y se comió un trozo de pizza. Suponía, erróneamente, que la policía llegaría en cualquier momento para registrar la mesa de Dag.
Apenas pasadas las diez de la mañana, a Bublanski se le abrió una inesperada luz en sus pesquisas, cuando el doctor Lennart Granlund, del Laboratorio Nacional de Investigación Forense de Linköping, lo llamó.
—Es referente al doble asesinato de Enskede.
—¿Ya?
—Recibimos el arma esta mañana temprano y todavía no he terminado el análisis, pero tengo información que tal vez te pueda interesar.
—Bien. Cuéntame tus conclusiones —lo animó el agente Burbuja.
—Se trata de un Colt 45 Magnum, fabricado en Estados Unidos en 1981.
—Ajá.
—Hemos obtenido huellas dactilares y posiblemente de ADN, pero analizarlo nos llevará algo más de tiempo. También hemos echado un vistazo a las balas con las que mataron a la pareja. Como era de esperar, proceden del revólver. Suele ser así cuando encontramos un arma en la escalera del escenario del crimen. Las balas están muy fragmentadas pero tenemos un trozo para comparar. Es probable que sea el arma homicida.
—Un arma ilegal, supongo. ¿Tienes el número de serie?
—Es completamente legal, propiedad de un tal Nils Eric Bjurman, abogado, y fue adquirida en 1983. Es miembro del club de tiro de la policía. Reside en Upplandsgatan, cerca de Odenplan.
—¿Qué coño estás diciendo?
—También tenemos, como ya te he dicho, varias huellas dactilares en el arma. Pertenecen, como mínimo, a dos personas.
—A menos que el arma haya sido robada o vendida, información de la que carezco, lo más lógico es suponer que una de las series de huellas pertenece a Bjurman.
—Vale. En otras palabras: estamos delante de lo que en la jerga policial se viene llamando «una pista».
—Para la otra persona tenemos una coincidencia en el registro criminal: las huellas del pulgar y el índice de la mano derecha.
—¿De quién se trata?
—De una mujer nacida el 30 de abril de 1978. La detuvieron en Gamia Stan por malos tratos en 1995 y fue entonces cuando se le tomaron las huellas.
—¿Tienes su nombre?
—Sí. Se llama Lisbeth Salander.
El agente Burbuja arqueó las cejas y apuntó el nombre y el número de identificación personal en un cuaderno que estaba sobre su mesa.
Cuando Mikael Blomkvist regresó a la redacción tras su tardía comida, se fue directamente a su despacho y cerró la puerta, una inequívoca señal de que no deseaba que lo molestaran. Aún no había tenido tiempo de ocuparse de toda la información complementaria que se encontraba en el correo electrónico y en los apuntes de Dag Svensson. Lo que debía hacer ahora era sentarse y examinar, con nuevos ojos, tanto el libro como los artículos, sin olvidar la desgraciada circunstancia de que su autor estaba muerto y de que, por lo tanto, sería incapaz de contestar a las preguntas que se derivaran de los pasajes más complicados.
Tenía que decidir si en un futuro sería posible publicar el libro. También debía determinar si había algo en todo aquel material que pudiera constituir el móvil del asesinato. Abrió su ordenador y se puso a trabajar.
Jan Bublanski mantuvo una breve conversación con el fiscal instructor del sumario, Richard Ekström, para informarlo de los resultados del laboratorio. Decidieron que el propio Bublanski y su colega Sonja Modig fueran a buscar a Bjurman para tomarle declaración —que podría convertirse en un interrogatorio o incluso acabar en detención si lo estimaban necesario—, mientras que Hans Faste y Curt Svensson se centrarían en Lisbeth Salander, para pedirle que explicara por qué sus huellas dactilares aparecían en el arma homicida.
En un principio, encontrar al abogado Bjurman no presentaba mayor problema; su dirección constaba en Hacienda, en el registro de armas y en el departamento de Tráfico. Además, venía, sin ningún tipo de restricción, en la guía telefónica. Bublanski y Modig se desplazaron hasta Odenplan y consiguieron entrar en el inmueble de Upplandsgatan justo cuando un hombre joven salía por el portal.
Luego la cosa se complicó. Al llamar a la puerta, nadie abrió. Por eso se dirigieron al bufete de Bjurman, en Sankt Eriksplan, y repitieron el proceso, con el mismo desmoralizante resultado.
—Quizá esté en los juzgados —aventuró la inspectora Sonja Modig.
—Quizá haya huido a Brasil después de haber cometido un doble asesinato —replicó Bublanski.
Sonja Modig asintió y miró de reojo a su colega. Estaba a gusto en su compañía. No le habría importado tirarle los tejos si no fuera porque era madre de dos niños y tanto ella como él se hallaban, cada uno por su lado, felizmente casados. De reojo dirigió la mirada a las placas de latón que lucían las otras puertas de la planta y constató que los vecinos más cercanos eran un dentista llamado Norman, una empresa denominada N-Consulting y un abogado que atendía al nombre de Rune Håkansson.
Llamaron a la puerta de Håkansson.
—Buenos días, me llamo Modig y éste es el inspector Bublanski. Somos de la policía y estamos buscando a su vecino, el abogado Bjurman. ¿No sabrá usted, por casualidad, dónde podríamos localizarlo?
Håkansson negó con la cabeza.
—De un tiempo a esta parte lo veo poco. Cayó gravemente enfermo hace dos años y prácticamente ha abandonado sus actividades. La placa permanece en la puerta, pero no pasa por aquí más que una vez cada dos meses.
—¿Está gravemente enfermo? —preguntó Bublanski.
—No lo sé a ciencia cierta. Siempre estaba trabajando a toda máquina y luego enfermó. Cáncer o algo así, supongo. No tengo mucho trato con él.
—¿Cree que tuvo cáncer o lo sabe con certeza? —preguntó Sonja Modig.
—Bueno… no lo sé. Tenía una secretaria, Britt Karlsson o Nilsson, o algo así; una mujer mayor. La despidió. Fue ella quien me comentó que se había puesto enfermo, pero no sé de qué. Eso sucedió en la primavera de 2003. No lo volví a ver hasta finales de ese mismo año y entonces me dio la sensación de que tenía diez años más; estaba demacrado y, de repente, le habían salido canas. Saqué mis conclusiones. ¿Por qué? ¿Ha hecho algo?
—Que nosotros sepamos, no —contestó Bublanski—. Sin embargo, lo estamos buscando por un asunto de cierta urgencia.
Volvieron al piso de Odenplan y llamaron de nuevo a la puerta del piso de Bjurman. Siguieron sin obtener respuesta. Al final, Bublanski sacó su móvil y marcó el número del de Bjurman. Le salió el consabido mensaje: «En estos momentos el abonado no se encuentra disponible. Por favor, vuelva a intentarlo pasados unos minutos».
Probó con el fijo. Desde la escalera oyeron unas lejanas llamadas que sonaron al otro lado de la puerta, hasta que se puso en marcha un contestador que pidió al que llamaba que dejara un mensaje. Se miraron y se encogieron de hombros.
Era la una del mediodía.
—¿Café?
—Mejor una hamburguesa.
Se fueron paseando hasta el Burger King de Odenplan. Sonja Modig se comió una Whopper y Bublanski una hamburguesa vegetariana antes de regresar a Kungs-holmen.
El fiscal Ekström convocó una reunión en su despacho para las dos de la tarde. Bublanski y Modig se sentaron, uno junto al otro, al lado de la ventana. Curt Svensson llegó dos minutos después y se sentó enfrente. Jerker Holmberg entró con una bandeja de cafés en vasos de papel. Acababa de hacer una breve visita a Enskede y tenía la intención de volver más tarde, cuando los técnicos hubiesen terminado.
—¿Dónde está Faste? —preguntó Ekström.
—En la comisión de servicios sociales. Ha llamado hace cinco minutos y ha dicho que llegaría con un poco de retraso —contestó Curt Svensson.
—De acuerdo. Empecemos de todos modos. ¿Qué tenemos? —inquirió Ekström sin más preámbulos. Señaló a Bublanski en primer lugar.
—Hemos buscado al abogado Nils Bjurman. No está en casa y tampoco en su despacho. Según un vecino suyo, abogado, enfermó hace dos años y en la práctica ha abandonado todas sus actividades.
Sonja Modig continuó:
—Bjurman tiene cincuenta y seis años de edad, carece de antecedentes penales. Es, principalmente, abogado de empresas. No me ha dado tiempo a averiguar más.
—Pero ¿es el propietario del arma que se usó en Enskede?
—Afirmativo. Tiene licencia y es miembro del club de tiro de la policía —añadió Bublanski—. He hablado con Gunnarsson, de la brigada de armas; como ya sabéis, es presidente del club y conoce muy bien a Bjurman. Nuestro hombre entró en el club en 1978 y ejerció de tesorero de la junta directiva entre 1984 y 1992. Gunnarsson lo describe como un excelente tirador, tranquilo, sensato y sin ninguna rareza.
—¿Le interesan las armas?
—Gunnarsson me ha dicho que veía a Bjurman interesado más bien en la vida social del club que en el propio tiro. Le gusta competir pero no parece ser un fetichista de las armas. En 1983 participó en los Campeonatos de Suecia y quedó en decimotercera posición. Durante los últimos diez años ha reducido sus visitas al club de tiro y sólo se ha dejado ver en juntas anuales y cosas por el estilo.
—¿Tiene más armas?
—Desde que se afilió al club ha tenido licencia para cuatro armas cortas. Aparte del Colt, una Beretta, una Smith & Wesson y una pistola de competición de la marca Rapid. Estas tres las vendió hace diez años en el club y las licencias pasaron a otros miembros. Ahí no hay nada raro.
—Desconocemos, sin embargo, su paradero actual.
—Correcto. Pero sólo llevamos buscándolo desde las diez de esta mañana, así que puede que esté paseando por Djurgården, o ingresado en un hospital o qué sé yo…
En ese momento entró Hans Faste. Parecía jadear.
—Perdóname por el retraso. ¿Puedo comentar una cosa directamente?
Ekström lo invitó a hacerlo con un gesto de la mano.
—Lisbeth Salander es un nombre realmente interesante. Me he pasado toda la mañana con los servicios sociales y con la comisión de tutelaje.
Se quitó la cazadora de cuero y la colgó en el respaldo de la silla antes de sentarse y abrir un cuaderno.
—¿Comisión de tutelaje? —preguntó Ekström, arqueando las cejas.
—Se trata de una tía verdaderamente sonada —dijo Hans Faste—. La declararon incapacitada y está bajo la tutela de un administrador. Adivina quién —hizo una pausa teatral—: el abogado Nils Bjurman. Esto es, el propietario del arma empleada en Enskede.
Todos los presentes arquearon las cejas.
A Hans Faste le llevó quince minutos dar toda la información que le habían facilitado sobre Lisbeth Salander.
—Resumiendo —dijo Ekström una vez que Faste concluyó—, tenemos huellas dactilares en el arma homicida procedentes de una mujer que pasó su adolescencia entrando y saliendo del psiquiátrico, que supuestamente se gana la vida prostituyéndose y que fue declarada incapacitada por el Tribunal de Primera Instancia; además, está documentado que posee un carácter violento. ¿Qué diablos hace en la calle una tía así?
—Presenta tendencia a la violencia desde la escuela primaria —añadió Faste—. Está para que la encierren.
—Pero aún no tenemos nada que la vincule a la pareja de Enskede. —Ekström tamborileó con las yemas de los dedos sobre la mesa—. Bueno, a lo mejor resulta que este doble asesinato no es tan difícil de resolver. ¿Tenemos alguna dirección de Salander?
—Está empadronada en Lundagatan, en Södermalm. Hacienda indica que ha estado empleada periódicamente en Milton Security, la empresa de seguridad.
—¿Y qué diablos habrá hecho para ellos?
—No lo sé. Pero obtuvo unos ingresos anuales bastante modestos durante un par de años. Tal vez trabajara de limpiadora o algo así.
—Mmm —dijo Ekström—. Eso ya lo averiguaremos. Me parece que ahora mismo lo que urge es encontrarla.
—Estoy de acuerdo —convino Bublanski—. Ya tendremos tiempo de ocuparnos de los detalles más adelante. Ahora contamos con un sospechoso. Faste, vete con Curt a Lundagatan y traed a Salander. Tened cuidado. Ignoramos si tiene más armas y no sabemos hasta qué punto está loca.
—De acuerdo.
—Burbuja —interrumpió Ekström—, el jefe de Milton Security se llama Dragan Armanskij. Lo conocí a raíz de una investigación que hicimos hace unos años. Es de confianza. Acércate a verlo y habla con él. En privado. A ver si lo pillas antes de que se vaya a casa.
Bublanski parecía mosqueado, cosa que, por una parte, se debía a que Ekström había usado su apodo y, por otra, a que había formulado su propuesta como una orden. Luego asintió secamente con la cabeza y miró a Sonja Modig.
—Modig, tú tendrás que seguir buscando al abogado Bjurman. Llama a las puertas de los vecinos. Creo que también urge encontrarlo.
—De acuerdo.
—Hemos de averiguar si existe algún vínculo entre Salander y la pareja de Enskede. Y debemos situar a Salander en Enskede a la hora del asesinato. Jerker, hazte con fotografías de ella y enséñaselas a los vecinos. Esta tarde toca operación puerta a puerta. Llevaos a unos cuantos agentes uniformados y que os ayuden.
Bublanski hizo una pausa y se rascó la nuca.
—Joder, con un poco de suerte esta misma noche ya habremos resuelto todo este follón. Yo pensaba que el asunto iría para largo.
—Otra cosa —dijo Ekström—, los medios de comunicación nos están presionando. Les he prometido una rueda de prensa a las tres. Me puedo encargar yo si me proporcionan a alguien del gabinete de prensa para acompañarme. Supongo que habrá periodistas que también os llamen directamente a vosotros. Lo de Salander y Bjurman nos lo callamos mientras podamos, ¿vale?
Todos asintieron.
Dragan Armanskij había pensado salir pronto de la oficina. Era jueves de Pascua y él y su mujer habían planeado ir a Blidö, a su casa de campo, durante las fiestas. Acababa de cerrar su maletín y ponerse el abrigo cuando lo llamaron desde la recepción comunicándole que un tal Jan Bublanski, inspector de la policía criminal, deseaba verlo. Armanskij no conocía a Bublanski, pero el hecho de que un inspector viniera a hablar con él era suficiente para suspirar y volver a colgar el abrigo en la percha. No le apetecía nada recibirlo, pero Milton Security no se podía permitir desatender a la policía. Salió a buscarlo al ascensor.
—Gracias por dedicarme un poco de su tiempo —saludó Bublanski—. Le traigo saludos de mi jefe, el fiscal Richard Ekström.
Se estrecharon la mano.
—Ekström. Sí, nos habremos encontrado en un par de ocasiones. Hace ya algunos años que lo vi por última vez. ¿Quiere café?
Armanskij se detuvo delante de la máquina de café y cogió dos vasos antes de abrir la puerta de su despacho y pedirle a Bublanski que se sentara en el cómodo sillón que tenía destinado para las visitas, junto a la mesa de la ventana.
—Armanskij… ¿es un nombre ruso? —preguntó Bublanski con curiosidad—. Yo también tengo un apellido terminado en «ski».
—Mi familia es de Armenia. ¿Y la suya?
—De Polonia.
—¿Qué puedo hacer por usted?
Bublanski sacó un cuaderno y lo abrió.
—Estoy investigando los asesinatos de Enskede. Supongo que ha oído las noticias.
Armanskij asintió brevemente con la cabeza.
—Ekström me ha dicho que usted no es de los que se van de la lengua.
—En mi posición uno no gana nada creándose enemigos en la policía. Sé guardar un secreto si es a eso a lo que se refiere.
—Muy bien. Ahora mismo estamos buscando a una persona que, por lo visto, trabajaba antes con usted. Su nombre es Lisbeth Salander. ¿La conoce?
Armanskij sintió como si un bloque de cemento se le formara en el estómago. No se inmutó.
—¿Por qué razón está buscando a la señorita Salander?
—Digamos que tenemos motivos para considerarla importante en la investigación.
El bloque de cemento del estómago de Armanskij se expandió. Casi le dolía. Desde el día en que conoció a Lisbeth Salander había tenido el presentimiento de que su vida se encaminaba hacia una catástrofe. Pero siempre la había imaginado como víctima, no como autora. Siguió sin inmutarse.
—O sea, que sospechan de Lisbeth Salander como autora del doble asesinato de Enskede. ¿Es así?
Bublanski dudó un instante antes de asentir.
—¿Qué me puede contar de Salander?
—¿Qué quiere saber?
—Primero… ¿cómo puedo contactar con ella?
—Vive en Lundagatan. Debo buscar la dirección exacta. Tengo su número de móvil.
—Ya tenemos su dirección. Lo del móvil es interesante.
Armanskij se acercó a su mesa y buscó el número. Se lo dictó mientras Bublanski apuntaba.
—¿Trabaja para usted?
—Ahora tiene su propia empresa. Pero desde 1998, y hasta hará año y medio aproximadamente, le he encargado trabajos de vez en cuando.
—¿Qué tipo de trabajos?
—De investigación.
Bublanski levantó la mirada del cuaderno y arqueó las cejas, asombrado.
—¿De investigación? —repitió.
—Concretamente, investigaciones personales.
—Un momento… ¿hablamos de la misma chica? —preguntó Bublanski—. La Lisbeth Salander que nosotros buscamos no tiene certificado escolar y fue declarada incapacitada.
—Ya no se dice así —señaló Armanskij plácidamente.
—¿Qué más da cómo se diga? La chica que nosotros buscamos aparece en la documentación como una persona profundamente trastornada e inclinada a la violencia. Además disponemos de un informe de la comisión de los servicios sociales donde se da a entender que, a finales de los años noventa, fue prostituta. No hay ningún documento que indique que fuera capaz de realizar un trabajo cualificado.
—Los documentos son una cosa. Las personas, otra.
—¿Quiere decir que es capaz de realizar investigaciones personales para Milton Security?
—No sólo eso. Es la mejor investigadora que he conocido en mi vida. Sin punto de comparación.
Bublanski bajó lentamente el bolígrafo y frunció el ceño.
—Parece que le tiene… respeto.
Armanskij bajó la vista y se miró las manos. Esa afirmación lo ponía en una encrucijada. Siempre había sabido que, tarde o temprano, Lisbeth Salander acabaría metida en un buen lío. No le entraba en la cabeza qué la podía haber llevado a verse implicada en un doble asesinato en Enskede —como autora del crimen o lo que fuera—, pero también era consciente de que no tenía demasiada información sobre su vida privada. «¿En qué lío se habrá metido?». A Armanskij le vino a la memoria aquella repentina visita a su despacho en la que ella le explicó misteriosamente que tenía dinero de sobra y que no necesitaba trabajo.
Lo inteligente y sensato en ese momento sería mantener las distancias con todo lo que tuviera que ver con Lisbeth Salander, no tanto por lo que le afectaba a él personalmente como por Milton Security. Armanskij pensó que tal vez Lisbeth Salander fuera la persona más solitaria que conocía.
—Le tengo respeto por lo competente que es. Eso no figura en sus notas escolares ni en su curriculum vitae.
—O sea, que conoce su historial.
—Que está bajo administración y que ha tenido una infancia complicada, sí.
—Y aun así la contrató.
—Precisamente por eso la contraté.
—Explíquemelo.
—Su anterior administrador, Holger Palmgren, era el abogado del viejo J. F. Milton. Él se ocupó de ella cuando era adolescente y me convenció para que le diera trabajo. Al principio la contraté para que se encargara del correo, de la fotocopiadora y de cosas así. Luego resultó que poseía talentos ocultos. Y olvídese de ese informe de los servicios sociales que dice que se dedicaba a la prostitución. No son más que chorradas. Lisbeth Salander pasó una adolescencia complicada y sin duda era algo salvaje, cosa que, sin embargo, no puede considerarse una infracción de la ley. La prostitución es, sin lugar a dudas, lo último a lo que recurriría.
—Su nuevo administrador se llama Nils Bjurman.
—No lo conozco. Palmgren sufrió una hemorragia cerebral hará un par de años. Poco tiempo después, Lisbeth Salander redujo el número de trabajos que realizaba para mí. El último fue en octubre, hace ahora año y medio.
—¿Por qué dejó de darle trabajos?
—No fue decisión mía. Fue ella quien rompió la relación y se marchó al extranjero sin decir una palabra.
—¿Se marchó al extranjero?
—Se pasó fuera más de un año.
—No puede ser. El abogado Bjurman estuvo enviando sus informes mensuales durante todo el año. Tenemos copias en Kungsholmen.
Armanskij se encogió de hombros y esbozó una ligera sonrisa.
—¿Cuándo la vio la última vez?
—Hará unos dos meses, a principios de febrero. Apareció de la nada. Vino a hacerme una visita de cortesía. Yo llevaba un año sin saber nada de ella. Se lo pasó en el extranjero viajando por Asia y el Caribe.
—Perdóneme, pero me deja desconcertado. Cuando llegué aquí tenía la impresión de que Lisbeth Salander era una chica psíquicamente enferma que ni siquiera había obtenido el certificado escolar y que estaba bajo la tutela de un administrador. Y ahora va y me dice que la contrató como investigadora altamente cualificada, que tiene su propia empresa y que ganó el suficiente dinero como para cogerse un año sabático y viajar alrededor del mundo. Y todo esto sin que su administrador dé la alarma. Aquí hay algo que no cuadra.
—Hay muchas cosas que no cuadran cuando se trata de Lisbeth Salander.
—Puedo preguntarle… ¿qué opina usted de ella?
Armanskij meditó un momento la respuesta.
—Sin duda es una de las personas con más carácter que he conocido en mi vida. Te saca de quicio —acabó respondiendo.
—¿Carácter?
—No hace absolutamente nada que no le apetezca hacer. No se preocupa lo más mínimo de lo que los demás piensen de ella. Es muy competente, extraordinariamente. Y no es, en absoluto, como los demás.
—¿Está loca?
—¿Qué entiende usted por locura?
—¿Es capaz de asesinar a dos personas a sangre fría?
Armanskij guardó silencio durante un largo instante.
—Lo siento —se excusó finalmente—. No puedo contestarle a esa pregunta. Soy un cínico. Yo creo que todas las personas tenemos una fuerza interior que nos puede hacer matar a otras personas. Por desesperación o por odio o, por lo menos, en defensa propia.
—¿Quiere decir que no excluye la posibilidad?
—Lisbeth Salander no hace nada sin motivo. Si ha asesinado a alguien, es que ha considerado que tenía una buena razón para hacerlo. ¿Puedo preguntarle… en qué se basan las sospechas de que ella está involucrada en los asesinatos de Enskede?
Bublanski dudó un momento. Su mirada se cruzó con la de Armanskij.
—Esto es confidencial.
—Por supuesto.
—El arma homicida pertenece a su administrador. Pero sus huellas están allí.
Armanskij apretó los dientes. Eso era un agravante.
—Tan sólo he oído hablar de los asesinatos en la radio, concretamente en Ekot. ¿De qué se trata? ¿Drogas?
—¿Anda metida en drogas?
—Que yo sepa, no. Pero como ya le he comentado, tuvo una adolescencia conflictiva y fue detenida por embriaguez en un par de ocasiones. Supongo que en su historial constará si también consume drogas.
—El problema es que ignoramos el móvil de los asesinatos. Se trataba de una pareja completamente normal. Ella era criminóloga y estaba a punto de defender su tesis doctoral. Él era periodista. Dag Svensson y Mia Bergman. ¿Le suenan?
Armanskij negó con la cabeza.
—Intentamos entender qué conexión puede existir entre ellos y Lisbeth Salander.
—Nunca he oído hablar de ellos.
Bublanski se levantó.
—Gracias por dedicarme su tiempo. Ha sido una conversación realmente provechosa. No sé si me ha ayudado a aclararme las ideas, pero espero que todo esto quede entre nosotros.
—Descuide.
—Volveré a ponerme en contacto con usted si fuera necesario. Y, por supuesto, si supiera algo de Lisbeth Salander…
—Claro —contestó Dragan Armanskij.
Se dieron la mano. Bublanski había llegado a la puerta cuando se detuvo y se volvió hacia Armanskij.
—¿Por casualidad no sabrá algo sobre las personas con las que solía relacionarse Lisbeth Salander? Amigos, conocidos…
Armanskij negó con la cabeza.
—No sé absolutamente nada de su vida privada. Una de las pocas personas que significan algo para ella es Holger Palmgren. Seguro que ha contactado con él. Está en una residencia de Ersta.
—¿Nunca recibió visitas mientras trabajaba aquí?
—No. Trabajaba desde casa y venía aquí más que nada para entregar algún informe. Con pocas excepciones ni siquiera veía a los clientes. A no ser que…
De repente a Armanskij se le ocurrió una idea.
—¿Qué?
—Tal vez exista otra persona con la que es posible que se haya puesto en contacto. Un periodista con el que se relacionó hace dos años y que la ha estado buscando mientras ella se encontraba en el extranjero.
—¿Periodista?
—Su nombre es Mikael Blomkvist. ¿Se acuerda del caso Wennerström?
Bublanski soltó la manilla de la puerta y regresó lentamente a la mesa de Dragan Armanskij.
—Fue Mikael Blomkvist quien encontró a la pareja en Enskede. Acaba de establecer una conexión entre Salander y las víctimas.
Armanskij sintió en su estómago todo el peso del bloque de cemento.