Capítulo 11.

Miércoles, 23 de marzo - Jueves, 24 de marzo

Mikael Blomkvist puso la punta del bolígrafo rojo en un margen del manuscrito de Dag Svensson, trazó un signo de exclamación al que rodeó con un círculo y escribió las palabras «nota al pie». Quería la referencia de una de las afirmaciones.

Era miércoles, víspera del jueves de Pascua, y Millennium estaba, más o menos, de vacaciones toda la semana. Monika Nilsson se encontraba en el extranjero. Lottie Karim se había ido a las montañas con su marido. Henry Cortez se pasó unas cuantas horas atendiendo al teléfono, pero Mikael lo mandó a casa porque no llamaba nadie y porque, además, él iba a estar allí de todas maneras. Henry desapareció con una sonrisa de oreja a oreja para ver a su última novia.

A Dag Svensson no se le había visto el pelo. Mikael se hallaba solo retocando su manuscrito. El libro iba a constar de doce capítulos, doscientas noventa páginas, conclusión a la que finalmente habían llegado. Dag Svensson había entregado la versión final de nueve de los doce capítulos y Mikael Blomkvist había analizado al dedillo cada palabra y devuelto el texto pidiendo aclaraciones o proponiendo cambios.

No obstante, Mikael consideraba a Dag Svensson un escritor muy hábil, de modo que su labor editora se limitaba principalmente a observaciones marginales. Tuvo que esforzarse para encontrar algo que realmente mereciera su crítica. Durante las semanas en que la pila de folios del manuscrito fue creciendo en la mesa de Mikael, sólo hubo desacuerdo acerca de un pasaje, de aproximadamente una página, que Mikael quería eliminar y por cuya conservación Dag luchó duramente. Pero se trataba de un detalle sin apenas importancia.

En resumen, Millennium tenía una obra cojonuda que pronto se hallaría camino de la imprenta. Que el libro daría lugar a grandes titulares no lo dudó Mikael ni un instante. Dag Svensson había sido tan implacable a la hora de denunciar a los puteros y de atar los cabos sueltos que a nadie se le escaparía que algo funcionaba mal en el sistema. Esa parte era la literaria. La otra parte eran los datos que Dag Svensson presentaba y que vertebraban el libro; una investigación periodística modélica que debería ser protegida como patrimonio cultural.

Durante los últimos meses, Mikael había aprendido tres cosas acerca de Dag. Era un periodista meticuloso que apenas dejaba hilos sueltos. En sus textos brillaba por su ausencia aquella retórica pesada que caracteriza a tantos reportajes sociales y los convierte en altisonantes bodrios. Más que un reportaje, el libro era una declaración de guerra. Mikael sonrió serenamente. Dag Svensson tenía aproximadamente quince años menos, pero Mikael reconocía esa pasión que él mismo tuvo una vez, cuando emprendió su personal cruzada contra los pésimos periodistas de economía y redactó un libro que causó un gran escándalo y por el que todavía no lo habían perdonado en algunas redacciones.

El problema consistía en que el libro de Dag Svensson no podía tener fisuras. El reportero que da la cara de esa manera necesita o tener las espaldas totalmente cubiertas o renunciar a su publicación. Dag Svensson las tenía cubiertas al noventa y ocho por ciento. Existían puntos débiles que había que examinar más profundamente y afirmaciones que, en opinión de Mikael, no había documentado de una manera satisfactoria.

A eso de las cinco y media abrió el cajón de su mesa y sacó un cigarrillo. Erika Berger había prohibido terminantemente que se fumara allí, pero Mikael estaba solo y nadie iba a pisar la redacción durante el fin de semana. Siguió trabajando cuarenta minutos más antes de reunir las hojas y colocarlas encima de la mesa de Erika Berger para que las leyera. Dag Svensson le había prometido que a la mañana siguiente le enviaría por correo electrónico la versión final de los últimos tres capítulos, lo cual le daría a Mikael la posibilidad de repasar el material durante el fin de semana. Para el martes después de Pascua habían acordado una reunión en la que Dag, Erika, Mikael y la secretaria de redacción, Malin Eriksson, se reunirían para decidir la versión final del libro y de los artículos de Millennium. Después sólo quedaría el layout —responsabilidad de Christer Malm—, y mandarlo todo a la imprenta. Mikael ni siquiera había pedido presupuestos a las imprentas. Simplemente decidió contratar, una vez más, a Hallvigs Reklam, de Morgongåva. Habían impreso su libro sobre el caso Wennerström y le ofrecieron un precio y un servicio con los que pocas imprentas podían competir.

Mikael consultó el reloj y, furtivamente, se fumó otro cigarrillo. Se sentó junto a la ventana y, bajando la mirada, se puso a contemplar Götgatan. Con la punta de la lengua rozó, pensativo, la herida de la parte interna de su labio. Había empezado a cicatrizar. Por enésima vez se preguntó lo que realmente había ocurrido en Lundagatan, ante el portal de Lisbeth Salander.

Lo único que sabía a ciencia cierta era que Lisbeth Salander estaba viva y que había vuelto a la ciudad.

En los últimos días, desde el incidente, había intentado contactar con ella a diario. Le había enviado correos a la dirección que usaba hacía ya más de un año pero no obtuvo respuesta alguna. Había paseado hasta Lundagatan. Había empezado a desesperarse.

Ahora, en la placa de la puerta figuraban los apellidos Salander-Wu. En Suecia había censadas doscientas treinta personas llamadas Wu, de las cuales más de ciento cuarenta residían en la provincia de Estocolmo. Ninguna, sin embargo, empadronada en Lundagatan. Mikael no tenía ni idea de quién sería ese tal Wu que se había instalado en casa de Salander. Tal vez se hubiera echado novio o alquilado la casa. Al llamar a la puerta, nadie abrió.

Al final se sentó y redactó una carta como las de antes.

Hola, Sally:

No sé lo que pasaría hace un año pero, a estas alturas, incluso un tío duro de mollera como yo se ha dado cuenta de que no quieres saber nada de mí. Es tu derecho y tu privilegio decidir con quién deseas relacionarte y no pienso darte la tabarra. Simplemente me gustaría decirte que sigo considerándote mi amiga, que echo de menos tu compañía y que me encantaría, si te apetece, tomarme un café contigo.

No sé en qué líos andas metida, pero el altercado de Lundagatan me pareció preocupante. Si necesitas ayuda, puedes llamarme a la hora que sea. Tengo, evidentemente, una gran deuda contigo.

También tengo tu bolso. Si quieres que te lo devuelva llámame. Si no deseas verme, dame una dirección a la que te lo pueda mandar. Ya que has dejado tan claro que no te apetece verme, no te buscaré.

Mikael

No recibió, claro está, respuesta alguna.

La mañana de la agresión de Lundagatan, cuando llegó a casa, vació el contenido del bolso sobre la mesa de la cocina. Había una cartera con un carné de identidad expedido en Correos y aproximadamente seiscientas coronas en metálico y doscientos dólares americanos, así como un abono mensual de Stockholms Lokaltrafik. También tenía un paquete de Marlboro Light abierto, tres mecheros Bic, una cajita de caramelos para la garganta, un paquete abierto de kleenex, un cepillo y pasta de dientes y tres tampones en un bolsillo lateral, un paquete de preservativos sin abrir con una etiqueta que indicaba que había sido comprado en el aeropuerto de Gatwick, en Londres, un cuaderno con tapas duras y negras de formato A5, cinco bolígrafos, un bote de gas lacrimógeno, una bolsita con pintalabios y maquillaje, una radio FM con auriculares pero sin pilas y el vespertino Aftonbladet del día anterior.

El objeto más fascinante del bolso era un martillo que había en un compartimento exterior, de fácil acceso. Sin embargo, el ataque se había producido de manera tan sorprendente que Lisbeth no tuvo tiempo de echar mano ni al martillo ni al spray lacrimógeno. Al parecer, usó las llaves como puño americano. En ellas quedaban rastros de sangre y de piel.

Su llavero tenía seis llaves. Tres de ellas eran las típicas de casa: la del portal, la del piso y la de la cerradura de seguridad. Sin embargo, no eran las de Lundagatan.

Mikael abrió y pasó las páginas del cuaderno. Reconocía la parca pero pulcra escritura de Lisbeth y tardó poco en constatar que no se trataba precisamente del diario secreto de una niña. Aproximadamente unas tres cuartas partes del cuaderno estaban llenas de una serie de garabatos que parecían fórmulas matemáticas. Arriba de todo, en la primera página, había una ecuación que incluso Mikael reconocía:

(x³ + y³ = z³)

A Mikael siempre se le habían dado bien las matemáticas. Terminó el instituto con sobresaliente en esa asignatura, algo que, sin embargo, para nada quería decir que fuera un buen matemático, sólo que fue capaz de asimilar los contenidos de las clases. Pero las páginas del cuaderno de Lisbeth contenían garabatos que Mikael no entendía ni tampoco pretendía comprender. Una de las ecuaciones se extendía a lo largo de dos páginas y terminaba con tachaduras y cambios. Le costó decidir, incluso, si se trataba de fórmulas y cálculos matemáticos serios pero, ya que conocía las peculiaridades de Lisbeth Salander, suponía que las ecuaciones eran correctas y que seguramente tendrían algún significado.

Repasó el cuaderno de nuevo un buen rato. Las ecuaciones le resultaban tan comprensibles como si lo hubiesen puesto ante unos signos chinos. Pero entendía lo que ella quería hacer: (x³ + y³ = z³). A Lisbeth le fascinaba el enigma de Fermat, todo un clásico del que hasta Mikael Blomkvist había oído hablar. Suspiró profundamente.

La última página contenía una anotación muy parca y críptica que no tenía nada que ver con las matemáticas pero que, aun así, parecía una fórmula.

(Blondie + Magge) = NEB

Estaba subrayada y rodeada con un círculo, pero no explicaba nada. A pie de página figuraba el número de teléfono de la empresa de alquiler de coches Auto-Expert de Eskilstuna.

Mikael no hizo intento alguno por interpretar la anotación. Llegó a la conclusión de que esos apuntes no eran más que garabatos que habría hecho mientras pensaba en algo.

Mikael Blomkvist apagó el cigarrillo y se puso la americana, conectó la alarma de la redacción y se fue andando hasta la terminal de Slussen, donde cogió el autobús que lo llevó hasta la reserva yuppie de Stäket, en Lännersta. Lo había invitado a cenar su hermana Annika Blomkvist —ahora Giannini, su apellido de casada—, que cumplía cuarenta y dos años.

Erika Berger inició sus vacaciones de Pascua haciendo footing: un recorrido de tres kilómetros lleno de rabia e inquietud que terminó en el muelle de los barcos de vapor de Saltsjöbaden. Durante los últimos meses había descuidado sus sesiones de gimnasio y se sentía rígida y en baja forma. Regresó a casa andando. Su marido tenía que pronunciar una conferencia en una exposición del Moderna Muséet y no llegaría a casa hasta —como muy pronto— alrededor de las ocho, justo cuando Erika tenía pensado abrir una botella de vino, encender la sauna y seducir a su marido. Por lo menos así se distraería y dejaría de darle vueltas al tema que tanto la preocupaba.

Cuatro días antes el director general de uno de los grupos mediáticos más grandes de Suecia la había invitado a comer. Cuando estaban en la ensalada, él, con voz seria, le comunicó su intención de contratarla como editora jefe del Svenska Morgonposten, el periódico más grande de la empresa, conocido en la jerga periodística como el Gran Dragón.

—La junta directiva ha barajado varios nombres y estamos de acuerdo en que tú serías una persona muy valiosa para el periódico. Te queremos a ti.

Acompañaba la oferta un sueldo que hacía que los ingresos de Millennium parecieran una broma.

La oferta cayó como un relámpago en medio de un cielo despejado y la dejó muda.

—¿Por qué precisamente yo?

Al principio se expresó con una extraña falta de claridad pero luego le salió con la explicación de que era conocida, respetada y —algo de lo que todos daban fe— una jefa competente. Su manera de sacar a Millennium de las arenas movedizas en las que se encontraba hacía dos años resultaba impresionante. También era verdad que el Gran Dragón necesitaba una renovación. En el periódico se respiraba un aire rancio y cierta pátina lo cubría todo, cosa que se traducía en que el número de suscriptores jóvenes se estaba reduciendo cada vez más. A Erika se la conocía por ser una osada periodista. Tenía garra. Poner a una mujer, feminista para más inri, como jefa de la institución más conservadora de la Suecia masculina sería un desafío muy provocador. Todos estaban de acuerdo. Bueno, todos no. Pero los que contaban estaban de acuerdo.

—Yo no comparto la ideología política del periódico.

—No importa. Tampoco te has definido como una adversaria. Vas a ser jefa, no ideóloga política, y los que escriben los editoriales se las arreglan solos.

No lo dijo, pero también se trataba de una cuestión de clases: Erika venía de buena familia y del entorno social más apropiado.

Erika contestó que, en un principio, la propuesta la atraía pero que no podía responderles inmediatamente. Debía pensárselo bien y quedó en darles una contestación en breve. El director general le dijo que si el motivo de sus dudas era el sueldo, ella podía negociar la cifra y aumentarla un poco más. Además, se le añadiría un paracaídas dorado excepcionalmente atractivo.

—Ya va siendo hora de que empieces a pensar en tu jubilación.

Casi cuarenta y cinco años. Ya había pasado sus años perros como principiante y sustituta. Había fundado Millennium y era la redactora jefe por méritos propios. El momento de coger el teléfono y decir «sí» o «no» se iba acercando implacablemente. Y no sabía qué contestar. Se había pasado la semana con la intención de tratar el tema con Mikael Blomkvist, pero no acababa de decidirse. Se sentía como si se lo hubiese ocultado todo, cosa que le provocaba una punzada de mala conciencia.

Había desventajas obvias. Un sí conllevaría interrumpir su colaboración con Mikael. Por muy suculenta que fuera su oferta, él nunca se iría con ella al Gran Dragón. Mikael no necesitaba el dinero y se encontraba muy a gusto escribiendo, a su ritmo, sus propios textos.

Erika se sentía muy bien con el cargo de redactora jefe que tenía en Millennium. Le había otorgado un estatus dentro del periodismo que se le antojaba casi inmerecido. Ella no escribía las noticias. No era lo suyo. Se consideraba una mediocre periodista de prensa escrita. En cambio, como periodista radiofónica o televisiva resultaba buena y, sobre todo, era una brillante redactora jefe. Además, le gustaba el trabajo editorial hands on que conllevaba su cargo en Millennium.

Pero Erika Berger estaba tentada. No tanto por el sueldo como por el hecho de que el trabajo significara que se convertiría definitivamente en uno de los personajes con más peso dentro de los medios de comunicación del país.

—Es una oferta irrepetible —había dicho el director general.

Allí mismo, ante el Grand Hotel de Saltsjöbaden, se dio cuenta, para su propia desesperación, de que no iba a ser capaz de decir que no. Y temía el momento de comunicarle la noticia a Mikael Blomkvist.

Como venía siendo habitual, la cena de la familia Giannini se celebró en medio de un ligero caos. Annika tenía dos hijas: Monica, de trece años, y Jennie, de diez. Su marido, Enrico Giannini, jefe para Escandinavia de una empresa internacional de biotecnología, había conseguido la custodia de Antonio, de dieciséis años de edad, fruto de un matrimonio anterior. El resto de los invitados estaba compuesto por la madre —Antonia Giannini—, Pietro —el hermano de Enrico— y Eva-Lotta —su mujer—, así como por Peter y Nicola, los hijos de éstos. Además de por Marcella, la hermana de Enrico, que vivía en el mismo barrio con sus cuatro criaturas. También invitaron a la cena a una de las tías de Enrico, Angelina —a la que toda la familia tachaba de loca de atar o, como poco, de muy excéntrica— y su nuevo novio.

Por lo tanto, el caos alrededor de la mesa del comedor, de un tamaño más que generoso, era considerable. La conversación transcurrió en una repiqueteante mezcla de sueco e italiano, a veces al mismo tiempo, y la situación no se hizo más llevadera por el hecho de que Angelina se pasara toda la noche hablando de las razones por las que Mikael seguía soltero y proponiendo toda una serie de apropiadas candidatas de entre las hijas de su círculo de amistades. Al final, Mikael declaró que no le importaría casarse si no fuera porque su amante ya estaba casada. Ante ese comentario, incluso a Angelina no le quedó más remedio que callarse.

A las siete y media, sonó el móvil de Mikael. Pensaba que lo tenía apagado y estuvo a punto de perder la llamada antes de conseguir sacar el teléfono del bolsillo de la americana, que alguien había puesto en el estante de los sombreros que se encontraba en la entrada. Era Dag Svensson.

—¿Te llamo en mal momento?

—No especialmente. Estoy cenando en casa de mi hermana con el ejército de la familia de su marido. ¿Qué pasa?

—Dos cosas. He intentado contactar con Christer Malm pero no contesta al teléfono.

—Esta noche iba al teatro con su novio.

—Mierda. Le había prometido que mañana por la mañana le llevaría a la redacción las fotos e ilustraciones que queríamos incluir en el libro. Christer iba a echarles un vistazo durante las fiestas. Pero, de pronto, a Mia se le ha ocurrido subir a Dalecarlia para ver a sus padres y enseñarles la tesis. Teníamos pensado salir mañana temprano.

—Vale.

—Son fotos en papel, así que no puedo mandarlas por mail. ¿Te las podría enviar esta misma noche con un mensajero?

—Sí… pero oye, yo estoy en Lännersta. Me quedaré aquí un rato más y luego volveré a la ciudad. Enskede no me pilla lejos. Puedo pasar por tu casa y recogerlas. ¿Te viene bien sobre las once?

A Dag Svensson le pareció muy bien.

—Lo segundo no creo que sea de tu agrado.

Shoot.

—He tropezado con una cosa que me gustaría confirmar antes de que el libro vaya a imprenta.

—Vale. ¿De qué se trata?

—Zala, escrito con «z».

—¿Qué es eso de «Zala»?

—Zala es un gánster, probablemente de algún país del Este, tal vez Polonia. Te lo mencionaba en un correo que te mandé hará una semana.

Sorry, se me había olvidado.

—Aparece un poco por todas partes en el material. La gente parece tenerle miedo y nadie quiere hablar de él.

—Ajá.

—Hace un par de días volví a toparme con su nombre. Creo que se encuentra en Suecia y que debería formar parte de la lista de puteros del capítulo siete.

—Dag, no puedes empezar a sacar nuevo material tres semanas antes de llevar el libro a imprenta.

—Ya lo sé. Pero esto es un hallazgo inesperado y no podemos pasarlo por alto. Estuve hablando con un policía que también había oído hablar de Zala y… creo que vale la pena dedicar un par de días de la próxima semana a investigarlo.

—¿Por qué? ¿No tienes ya bastantes cabrones?

—Éste parece especial. Nadie sabe muy bien quién es. Tengo el presentimiento de que hurgar un poco más nos sería muy útil.

—Nunca se debe subestimar un presentimiento —dijo Mikael—. Pero sinceramente… no podemos aplazar el deadline ahora. La imprenta está reservada y el libro ha de salir a la vez que Millennium.

—Lo sé —contestó Dag Svensson, desanimado.

Mia Bergman acababa de hacer café y de verterlo en el termo cuando llamaron a la puerta. Eran las nueve menos algo. Dag Svensson se encontraba cerca de la entrada y, convencido de que era Mikael Blomkvist que se presentaba más pronto de lo previsto, abrió sin asomarse a la mirilla. En su lugar se encontró con una chica de baja estatura, parecida a una muñeca, que tomó por una adolescente.

—Busco a Dag Svensson y a Mia Bergman —dijo la chica.

—Yo soy Dag Svensson —aclaró él.

—Quiero hablar contigo.

Inconscientemente, Dag consultó la hora. Mia Bergman se acercó a la entrada y se situó detrás de su pareja con cara de curiosidad.

—¿No te parece un poco tarde para una visita? —preguntó Dag.

La chica lo observó con un paciente silencio.

—¿De qué quieres hablar? —continuó Dag.

—Quiero hablar del libro que piensas publicar en Millennium.

Dag y Mia intercambiaron una mirada.

—¿Y tú quién eres?

—Me interesa el tema. ¿Puedo entrar o quieres que lo tratemos aquí, en la escalera?

Dag Svensson dudó un instante. Es cierto que la chica era una perfecta desconocida y que la hora elegida para realizar la visita resultaba rara, pero se le antojó inofensiva y la dejó entrar. La acompañó a una mesa del salón.

—¿Quieres café? —preguntó Mia.

De reojo, Dag echó a su pareja una mirada de irritación.

—¿Qué te parece si me dices quién eres?

—Sí, por favor. Sí al café, quiero decir. Me llamo Lisbeth Salander.

Mia se encogió de hombros y abrió el termo. Como esperaba la visita de Mikael Blomkvist ya había puesto unas tazas en la mesa.

—¿Y qué te hace pensar que voy a publicar un libro en Millennium? —preguntó Dag Svensson.

De repente le entró una profunda desconfianza, pero la chica lo ignoró y en su lugar miró a Mia Bergman. Mostró una mueca que podría interpretarse como una sonrisa torcida.

—Una tesis interesante —dijo.

Mia Bergman parecía asombrada.

—¿Cómo puedes saber tú algo de mi tesis?

—Me encontré con una copia por casualidad —contestó la chica misteriosamente.

La irritación de Dag Svensson iba en aumento.

—Bueno, ¿me vas a explicar qué quieres? —insistió.

Sus miradas se cruzaron. De repente, Dag reparó en que los iris de Lisbeth eran de un color castaño tan oscuro que, con la luz, se volvían negro azabache. Se dio cuenta de que se había equivocado con su edad. Era mayor de lo que había pensado.

—Quiero saber por qué vas por ahí preguntando sobre Zala, Alexander Zala —dijo Lisbeth Salander—. Y, sobre todo, quiero saber exactamente qué sabes de él.

«Alexander Zala», pensó Dag Svensson, perplejo. Hasta ahora nadie había mencionado su nombre de pila.

Dag Svensson examinó a la chica que se encontraba sentada frente a él. Ella levantó la taza de café y bebió un sorbo sin dejar de mirarlo. Sus ojos resultaban completamente fríos. De pronto sintió un ligero malestar.

A diferencia de Mikael y los demás adultos del grupo —y a pesar de ser la persona que cumplía años—, Annika Giannini sólo había tomado cerveza sin alcohol, renunciando tanto al vino como al chupito de aguardiente para acompañar la comida. A eso de las diez y media de la noche estaba, por lo tanto, sobria y —ya que en ciertos aspectos consideraba a su hermano mayor un completo idiota del que, de vez en cuando, había que ocuparse— se ofreció generosamente a pasar por Enskede y luego llevarlo a casa. Total, de todos modos ya había pensado acercarlo a la parada de autobús de la carretera de Värmdö. No tardaría mucho más en dejarlo en la ciudad.

—¿Por qué no te compras un coche? —se quejó, no obstante, cuando Mikael se abrochó el cinturón de seguridad.

—Porque a diferencia de ti, yo vivo a cuatro pasos de mi trabajo y sólo necesito el coche aproximadamente una vez al año. Además, hoy no podría haberlo cogido porque tu marido me ha invitado a aguardiente de Skåne.

—Empieza a asuecarse. Hace diez años te habría servido algún licor italiano.

Aprovecharon el trayecto para dedicarse a charlar de hermano a hermana. Aparte de una tía paterna un poco plasta, dos tías maternas algo menos plastas y algunos primos lejanos, Mikael y Annika no tenían más familia. Los tres años de edad que los separaban los tuvo bastante distanciados durante su adolescencia. De adultos, en cambio, se habían llegado a conocer mucho mejor.

Annika estudió Derecho y Mikael la consideraba la más inteligente de los dos. Se sacó la carrera con la gorra, pasó un par de años haciendo prácticas en un juzgado de primera instancia y luego trabajó como ayudante de uno de los fiscales más conocidos de Suecia, con quien estuvo hasta que se marchó para abrir su propio bufete. Annika se había especializado en Derecho familiar, algo que, con el tiempo, derivó en un compromiso por la igualdad entre los sexos. Se comprometió como abogada con las mujeres maltratadas, escribió un libro sobre el tema y se hizo con un nombre. Por si fuera poco, se metió en política y colaboró con los socialdemócratas, lo cual llevó a Mikael a pincharla por ser una oportunista. Ya desde muy joven, el propio Mikael había decidido que no podía pertenecer a un partido político y conservar su credibilidad periodística. Se abstenía incluso de votar y, en las ocasiones en las que lo hizo, nunca quiso revelar por quién. Ni siquiera a Erika Berger.

—¿Cómo estás? —preguntó Annika cuando pasaron el puente de Skuru.

—Bueno, bien.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

—¿El problema?

—Te conozco, Micke. Has estado como ausente toda la noche.

Mikael permaneció un rato en silencio.

—Es una historia complicada. De momento tengo dos problemas. Uno tiene que ver una chica que conocí hace dos años, que me ayudó con el asunto Wennerström y que luego desapareció de mi vida sin más, sin ninguna explicación. No le he visto el pelo en más de un año. Hasta la semana pasada.

Mikael le contó la agresión sufrida por Lisbeth en Lundagatan.

—¿Has puesto una denuncia a la policía? —preguntó Annika en seguida.

—No.

—¿Por qué?

—Esta chica es una persona excepcionalmente celosa con su vida privada. Fue ella a quien atacaron. Es ella la que ha de poner la denuncia.

Algo que, sospechaba Mikael, no estaba en el primer punto del orden del día de la agenda de Lisbeth Salander.

—Cabezota —dijo Annika, acariciando la mejilla de Mikael—. Siempre te las apañas para hacer las cosas tú solito. ¿Cuál es el segundo problema?

—En Millennium estamos trabajando en una historia que va a dar mucho que hablar. Llevo toda la noche pensando si consultarte o no. Como abogada, quiero decir.

Atónita, Annika miró de reojo a su hermano.

—¡Consultarme a mí! —exclamó—. Anda, eso sí que es una novedad.

—La historia va de trafficking y violencia contra las mujeres. Tú eres abogada y sabes de eso. Es cierto que no te ocupas de casos de libertad de prensa, pero me encantaría que leyeras el texto antes de mandarlo a imprenta. Se trata de unos cuantos artículos para la revista pero también de un libro, así que tienes lectura para rato.

Annika permaneció en silencio al enfilar Hammarby Fabriksväg y pasar por la esclusa de Sickla. Se metió por algunas pequeñas calles, en paralelo a Nynäsvägen, y avanzó serpenteando hasta que pudo incorporarse a Enskedevägen.

—¿Sabes, Mikael? En toda mi vida sólo he estado realmente cabreada contigo una vez.

—¿Ah, sí? —contestó Mikael, asombrado.

—Cuando te demandó Wennerström y te condenaron a tres meses de cárcel por difamación. Me cabreé tanto contigo que estuve a punto de explotar.

—¿Por qué? Metí la pata.

—Has metido la pata muchas veces. Pero en aquella ocasión te hacía falta un abogado y la única a la que no recurriste fue a mí. Te quedaste allí solito, tragándote toda la mierda que te cayó en el juicio y en los medios de comunicación. Ni siquiera te defendiste. Creí morir.

—Fueron unas circunstancias especiales. No podrías haber hecho nada.

—Ya, pero no lo entendí hasta un año más tarde, cuando Millennium volvió a pisar el terreno de juego y ganó a Wennerström por goleada. Hasta ese momento no puedes ni imaginarte lo mucho que me decepcionaste.

—No podrías haber hecho nada para ganar el juicio.

—No te enteras, hermanito. Yo también entiendo que se trataba de un caso perdido. Leí la sentencia. Pero el quid de la cuestión es que no acudiste a mí para pedir ayuda. Algo tan simple como: «Hola, hermanita; necesito un abogado». Por eso nunca me presenté en los juzgados.

Mikael meditó sobre el tema.

Sorry. Debería haberlo hecho, supongo.

—Supones bien.

—Ese año estaba fatal. No tenía fuerzas para hablar con nadie. Sólo quería dejarlo todo y morirme.

—Algo que, por cierto, no fue precisamente lo que hiciste.

—Perdóname.

De pronto Annika Giannini sonrió.

—No está mal. Una disculpa al cabo de dos años. De acuerdo. No me importa leer esos textos. ¿Corre prisa?

—Sí. Pronto vamos a imprenta. Gira a la izquierda, aquí.

Annika Giannini aparcó al otro lado de la calle, frente al portal de Björneborgsvägen donde vivían Dag Svensson y Mia Bergman.

—Sólo me llevará un minuto —dijo Mikael.

Cruzó la calle corriendo y marcó el código del portal. Nada más acceder al edificio se dio cuenta de que pasaba algo. Oyó unas indignadas voces resonando en la escalera y subió andando hasta la casa de Dag Svensson y Mia Bergman, en el tercer piso. Hasta que no llegó no se dio cuenta de que todo aquel jaleo procedía de allí. Cinco vecinos se encontraban en el rellano. La puerta de la casa de Dag y Mia estaba entreabierta.

—¿Qué pasa? —preguntó más por curiosidad que por preocupación.

Las voces cesaron. Cinco pares de ojos lo contemplaron. Tres mujeres y dos hombres, todos rondando la edad de la jubilación. Una de ellas llevaba camisón.

—Han sonado como tiros. —El hombre que contestó tenía unos setenta años y vestía una bata marrón.

—¿Tiros? —repitió Mikael con cara de tonto.

—Ahora mismo. En ese piso. Hace un minuto. La puerta estaba abierta.

Mikael se abrió camino y llamó al timbre al mismo tiempo que entraba.

—¿Dag? ¿Mia? —gritó.

No hubo respuesta.

De repente sintió que un gélido frío le recorría la nuca. Olía a pólvora. Luego se acercó a la puerta del salón-comedor. Lo primero que vio, Diosmioporfavor, fue a Dag Svensson de bruces en medio de un enorme charco de sangre ante la mesa donde él y Erika habían cenado hacía unos meses.

Mikael se acercó a toda prisa a Dag, mientras sacaba bruscamente el móvil y marcaba el 112 de SOS Alarm. Contestaron en seguida.

—Me llamo Mikael Blomkvist. Necesito una ambulancia y también a la policía.

Les dio la dirección.

—¿De qué se trata?

—Un hombre. Parece haber recibido un disparo en la cabeza y no da señales de vida.

Mikael se inclinó e intentó tomarle el pulso en el cuello. Luego le descubrió un cráter en la parte posterior de la cabeza y se dio cuenta de que estaba pisando una parte considerable de lo que había sido la masa encefálica de Dag Svensson. Retiró la mano despacio.

Ninguna ambulancia del mundo podría salvar la vida de Dag Svensson. De pronto descubrió los añicos de una de las tazas de café que Mia Bergman había heredado de su abuela y que con tanto cariño guardaba. Se levantó súbitamente y miró a su alrededor.

—¡Mia! —gritó.

El vecino de la bata marrón había entrado en la casa siguiendo a Mikael. Este se dio la vuelta en la puerta del salón y lo señaló con el dedo.

—¡Quédese ahí! —gritó—. Vuelva a la escalera.

Al principio dio la impresión de intentar protestar, pero obedeció. Mikael permaneció quieto durante quince segundos. Luego bordeó el charco de sangre y pasó con mucho cuidado por delante de Dag Svensson, hasta llegar a la puerta del dormitorio.

Mia Bergman se hallaba tumbada de espaldas en el suelo, a los pies de la cama. NonononoMiatambiennoporDios. Le habían disparado en la cara. La bala había penetrado por la mandíbula, por debajo de la oreja izquierda. El orificio de salida de la sien era del tamaño de una naranja y su cuenca ocular derecha estaba vacía. El flujo de sangre era, si cabía, aún más intenso que el de Dag. El impacto de la bala había sido tan violento que la pared del cabecero de la cama, a varios metros de Mia Bergman, estaba salpicada de sangre.

Mikael se percató de que tenía el móvil agarrado convulsivamente, con la central de emergencias todavía en línea, y de que estaba conteniendo la respiración. Inspiró profundamente y se acercó el móvil a la oreja.

—Necesitamos a la policía. Han disparado a dos personas. Creo que están muertas. Dense prisa.

Oyó que la voz de SOS Alarm decía algo pero no fue capaz de discernir las palabras. De repente le pareció que algo le pasaba en el oído. A su alrededor reinaba un silencio absoluto. Al intentar hablar no oyó el sonido de su propia voz. Bajó el móvil y salió del piso caminando hacia atrás. Al llegar al rellano de la escalera, se dio cuenta de que todo el cuerpo le temblaba y de que el corazón le palpitaba de un modo anormal. Sin pronunciar palabra se abrió camino entre el petrificado grupo de vecinos y se sentó. Como a lo lejos, oyó que le hacían preguntas. «¿Qué ha pasado? ¿Se han hecho daño? ¿Ha ocurrido algo?». Era como si el sonido de sus voces le llegara a través de un túnel.

Mikael estaba como anestesiado. Se dio cuenta de que se encontraba en estado de shock. Metió la cabeza entre las rodillas. Luego se puso a pensar. «Dios mío, los han asesinado. Acaban de matarlos a tiros. El asesino puede estar todavía en la casa… no, lo habría visto. El apartamento sólo tiene cincuenta y cinco metros cuadrados». No podía dejar de temblar. Dag yacía tumbado boca abajo, de modo que no vio su cara. Pero la imagen del rostro destrozado de Mia se le había quedado grabada en la retina.

De repente recobró la audición, como si alguien hubiese ajustado el volumen. Se levantó rápidamente y miró al vecino de la bata marrón.

—Oiga —le dijo—. Póngase aquí y asegúrese de que nadie entre en el apartamento. La policía y la ambulancia están de camino. Voy a bajar a abrirles la puerta.

Mikael saltó los escalones de tres en tres. Una vez en la planta baja echó un vistazo, por casualidad, a la escalera que conducía al sótano y se detuvo en seco. Descendió un peldaño. A medio tramo había un revólver. Mikael constató que parecía ser un Colt 45 Magnum, la misma arma que se utilizó para matar a Olof Palme.

Controló el impulso de cogerla. En su lugar, se acercó a la puerta de entrada y la colocó para que quedara abierta. Luego salió a la calle y permaneció quieto en la noche. Hasta que no oyó un corto pitido de claxon no se acordó de que su hermana lo estaba esperando. Cruzó.

Annika Giannini abrió la boca dispuesta a soltar algún sarcasmo referente a los habituales retrasos de su hermano. Luego vio la expresión de su rostro.

—¿Has visto a alguien mientras me esperabas? —preguntó Mikael.

Su voz sonaba ronca y nada natural.

—No. ¿A quién? ¿Qué ha pasado?

Mikael permaneció callado durante unos segundos mientras examinaba los alrededores. Silencio y tranquilidad. Se hurgó el bolsillo de la chaqueta y encontró un paquete arrugado en el que quedaba un cigarrillo olvidado. Cuando lo encendió, oyó un lejano sonido de sirenas que se iba acercando. Consultó su reloj. Eran las 23.17 horas.

—Annika, va ser una noche muy larga —dijo sin mirarla cuando el coche patrulla enfiló la calle.

Los primeros en personarse en el lugar fueron los agentes Magnusson y Ohlsson. Habían estado en Nynäsvägen atendiendo un aviso que resultó ser una falsa alarma. Acto seguido se presentó otro coche con el comisario Oswald Mårtensson, quien se hallaba en Skanstull cuando lo llamaron desde la central. Llegaron casi al mismo tiempo desde direcciones opuestas y descubrieron en el medio de la calle a un hombre en vaqueros y chaqueta oscura que levantó la mano para que se detuviesen. En ese mismo momento una mujer salía de un vehículo que estaba aparcado a pocos metros de él.

Los tres policías aguardaron unos instantes. La central les había comunicado que habían disparado a dos personas, y el hombre sostenía un objeto oscuro con la mano izquierda. Les llevó unos segundos asegurarse de que se trataba de un móvil. Descendieron de los coches a la vez, se ajustaron los correajes y se acercaron para observar más detenidamente a esas dos figuras. Mårtensson asumió el mando en seguida.

—¿Es usted el que ha avisado de los tiros?

El hombre asintió. Parecía bastante alterado. Fumaba un cigarrillo y le temblaba la mano al acercarlo a los labios.

—¿Cómo se llama?

—Mikael Blomkvist. Hace apenas unos minutos que han disparado a dos personas en este edificio. Se llaman Dag Svensson y Mia Bergman. Están en la tercera planta. Hay unos vecinos en el descansillo.

—¡Dios mío! —exclamó la mujer.

—¿Usted quién es? —preguntó Mårtensson.

—Me llamo Annika Giannini.

—¿Viven aquí?

—No —contestó Mikael Blomkvist—. Iba a visitar a la pareja a la que han disparado. Ella es mi hermana. Venimos de una cena.

—Y dice usted que han disparado a dos personas… ¿Ha visto lo que ha pasado?

—No. Me los he encontrado en el suelo.

—Subamos a verlo —dijo Mårtensson.

—Espere —dijo Mikael—, según los vecinos los tiros se produjeron escasos momentos antes de que yo llegara. Avisé un minuto después. Desde entonces no han pasado ni cinco minutos. Eso quiere decir que el asesino debe de seguir en las inmediaciones.

—Pero ¿no tiene ninguna descripción?

—No hemos visto a nadie. Quizá los vecinos hayan visto algo.

Mårtensson le hizo señas a Magnusson, quien cogió su radio y, en voz baja, empezó a informar a la central. Se volvió hacia Mikael.

—¿Puede mostrarme el camino?

Cuando entraron por el portal, Mikael se paró y, en silencio, señaló con el dedo hacia la escalera del sótano. Mårtensson se inclinó y examinó el arma. Bajó el tramo que quedaba hasta el final y comprobó la manilla de la puerta. Estaba cerrada con llave.

—Ohlsson, quédese aquí y vigile —le ordenó Mårtensson.

Ante el apartamento de Dag y Mia la concentración de vecinos había disminuido. Dos de ellos ya habían vuelto a sus casas, pero el hombre de la bata marrón todavía continuaba en su puesto. Al ver los uniformes dio la impresión de sentirse aliviado.

—No he dejado entrar a nadie —se apresuró a decir.

—Muy bien —contestaron Mikael y Mårtensson.

—Parece haber rastros de sangre en la escalera —advirtió el agente Magnusson.

Todo el mundo apreció unas pisadas. Mikael bajó la mirada a sus mocasines italianos.

—Probablemente sean mías —dijo Mikael—. He estado en el piso. Hay mucha sangre.

Mårtensson observó inquisitivamente a Mikael. Con un bolígrafo empujó la puerta del apartamento y constató que había más pisadas de sangre en la entrada.

—A la derecha. Dag Svensson está en el salón y Mia Bergman en el dormitorio.

Mårtensson efectuó una rápida inspección por toda la casa y volvió a salir al cabo de poco. Se comunicó por radio y pidió refuerzos a la policía criminal. Mientras estaba hablando, se presentó el personal de la ambulancia. Mårtensson los detuvo justo cuando terminaba su conversación radiofónica.

—Dos personas. Por lo que he visto, ya no necesitan ninguna asistencia sanitaria. ¿Podría entrar sólo uno de ustedes? Intenten no tocar nada.

No tardaron mucho tiempo en confirmar que sobraban. Un médico de guardia comentó que no resultaba necesario trasladar los cuerpos a un hospital para intentar reanimarlos. Ya no había esperanza. De repente, a Mikael le sobrevino un intenso mareo y se dirigió a Mårtensson.

—Voy a salir. Necesito aire.

—Me temo que no puedo dejarle marchar.

—No se preocupe —dijo Mikael—. Estaré ahí fuera.

—¿Me permite ver su documentación?

Mikael sacó la cartera y se la entregó. Luego dio media vuelta y, sin pronunciar palabra, bajó y se sentó en las escaleras del portal de la entrada, donde Annika seguía esperando junto al agente Ohlsson. Ella se sentó a su lado.

—Micke, ¿qué ha pasado? —preguntó Annika.

—Dos personas a las que quería mucho han sido asesinadas. Dag Svensson y Mia Bergman. El manuscrito que quería que leyeras era de él.

Annika Giannini comprendió que no era el momento de atosigarlo a preguntas. En su lugar, puso los brazos alrededor de los hombros de su hermano y los mantuvo allí mientras iban llegando más coches de policía. Ya había un grupo de curiosos y nocturnos transeúntes apostados en la acera de enfrente. Mikael los contempló callado mientras la policía empezó a acordonar la zona. La investigación de un asesinato se acababa de poner en marcha.

Eran más de las tres de la madrugada cuando los agentes de la policía criminal dejaron marchar, por fin, a Mikael y Annika. Los dos hermanos habían pasado una hora en el coche de Annika, delante del portal, esperando a que llegara el fiscal de guardia para iniciar la instrucción del sumario. Luego —como Mikael era buen amigo de las dos víctimas y fue él quien las encontró y dio el aviso— les pidieron que los acompañaran a la jefatura de Kungsholmen para —utilizando sus propias palabras— colaborar con la investigación.

Allí debieron esperar un buen rato antes de que los interrogara una inspectora de la policía criminal llamada Anita Nyberg, que estaba de guardia. Era rubia como el trigo y parecía una adolescente.

«Me estoy haciendo mayor», pensó Mikael.

A las dos y media de la madrugada llevaba tantas tazas de café recalentado que estaba completamente sobrio, pero sintió náuseas. Tuvo que interrumpir el interrogatorio para salir corriendo en dirección al baño y allí vomitó sin contención. Era incapaz de borrar de su retina la imagen del rostro destrozado de Mia Bergman. Bebió varios vasos de agua y se refrescó la cara una y otra vez antes de volver al interrogatorio. Intentó ordenar sus pensamientos y contestar tan detalladamente como pudo a las preguntas de Anita Nyberg.

—¿Tenían Dag Svensson y Mia Bergman enemigos?

—No, que yo sepa.

—¿Habían recibido amenazas?

—No, que yo sepa.

—¿Cómo era la relación entre ambos?

—Parecían quererse. Dag me contó en una ocasión que pensaban tener un niño en cuanto Mia fuera doctora.

—¿Consumían drogas?

—Ni idea. No lo creo. Y si lo hacían, no pienso que fuera más allá de algún que otro porro en ocasiones especiales.

—¿Por qué fue a su casa tan tarde?

Mikael le explicó el motivo.

—¿No era raro ir a su casa a esas horas de la noche?

—Sí. Cierto. Se trataba de la primera vez.

—¿De qué los conocía?

—Del trabajo.

Mikael siguió explicándose durante lo que pareció una eternidad.

Y una y otra vez, las preguntas intentaban establecer la extraña secuencia cronológica.

Los disparos se habían oído en todo el edificio. Se produjeron con menos de cinco segundos de intervalo. El hombre de setenta años y de la bata marrón era el vecino más cercano, a la vez que un comandante jubilado de la artillería costera. Se encontraba viendo la televisión y se levantó del sofá en cuanto oyó el segundo tiro. Inmediatamente, arrastró los pies en dirección a la escalera. Considerando que tenía problemas de cadera y que le costaba levantarse, él mismo calculó que tardaría unos treinta segundos en abrir la puerta. Ni él ni ningún otro individuo vieron al criminal.

Según las estimaciones de los vecinos, Mikael había llegado a la entrada del apartamento menos de dos minutos después de efectuarse los disparos.

Teniendo en cuenta que tanto Annika como él habían tenido la calle controlada durante unos treinta segundos —mientras Annika se iba acercando con el coche al portal, aparcaba e intercambiaba unas palabras con Mikael antes de que éste cruzara la calle y subiera las escaleras— habría un espacio de tiempo de entre treinta y cuarenta segundos aproximadamente. Durante ese lapso, el autor del doble asesinato habría tenido tiempo de salir del apartamento, bajar las escaleras, tirar el arma en la planta baja, abandonar el inmueble y desaparecer de la vista de todos, antes de que Annika llegara con el coche. Y todo eso sin que ni una sola persona viera ni la sombra del homicida.

Todos constataron que fue una simple cuestión de segundos que Mikael y Annika no lo descubrieran.

Por un angustioso momento Mikael se dio cuenta de que la inspectora Anita Nyberg barajaba la posibilidad de que Mikael fuera el autor del asesinato, que sólo hubiera bajado una planta para luego fingir su llegada al lugar cuando los vecinos se agruparon. Pero Mikael tenía una coartada avalada por la presencia de su hermana; y además las horas parecían cuadrar. Sus actividades, incluyendo la llamada telefónica de Dag Svensson, podían ser confirmadas por un gran número de miembros de la familia Giannini.

Al final, Annika dijo basta. Mikael había colaborado de todas las maneras razonables y posibles. Estaba visiblemente cansado y no se encontraba bien. Ya era hora de interrumpir aquello y dejarle marchar. Les recordó que ella era su abogada y que él tenía ciertos derechos establecidos por Dios o, al menos, por el Parlamento.

Cuando salieron a la calle, permanecieron callados un buen rato ante el coche de Annika.

—Vete a casa a descansar —dijo ella.

Mikael negó con la cabeza.

—Tengo que ir a casa de Erika —le respondió—. Ella también los conocía. No puedo contárselo por teléfono y no quiero que se despierte y se entere por los informativos.

Annika Giannini dudó un momento pero se dio cuenta de que su hermano tenía razón.

—A Saltsjöbaden, entonces —dijo ella.

—¿Te quedan fuerzas?

—¿Para qué están las hermanitas?

—Si me dejas en Nacka Centrum, puedo coger un taxi desde allí o esperar un autobús.

—No digas tonterías. Entra, yo te llevo.