2

Aquella tarde corté el césped con un ojo clavado en las ventanas del segundo piso. Lo único que pude ver fueron las cortinas de encaje de mi madre meneándose con el viento. Justo cuando yo volvía a entrar en casa, ellas salían. Se habían cambiado de ropa. Ahora Tamara iba de verde claro, del color de las manzanas nuevas, y la señora Salome iba toda de amarillo, como un rayo de sol.

—Buenas —dije amablemente, confiando en que mi pelo no se hubiese despeinado—. Espero que hayan encontrado cómodas las habitaciones.

—Oh, claro que sí. —El sombrero de la señora Salome era de una sola ala ancha, y su rostro quedaba en la sombra, con lo que uno tenía la tentación de mirar debajo del ala para ver sus ojos—. Nos vamos a la feria. ¿A qué hora sirve la cena tu madre?

—A las seis. —Tamara no llevaba sombrero, simplemente un pequeño lazo verde a ambos lados de su cabeza dorada.

—Para esa hora, ya estaremos de vuelta —me dijo la señora Salome mientras se alejaba caminando por la acera.

Vi a la señora Hennessey fisgoneando a través de sus cortinas. Aunque, claro, era un espectáculo verlas. Se le podía perdonar.

Me fui a la cocina, me lavé la cara y las manos en la pila y me serví un vaso de leche. Mientras bebía eché una mirada furtiva al espejo del fregadero. Efectivamente, el pelo no se me había descolocado, pero tenía dos granos en la barbilla que creía que habían desaparecido. Curiosamente, estaban más rojos que nunca. ¡Jopé! Jimmy Crosby, que era casi seis meses más pequeño que yo, tenía ya la piel de un hombre; hasta se afeitaba todos los días. Y yo aquí, con cara de crío, lleno de granitos.

Mamá estaba ablandando los filetes con la piedra y pelando patatas.

—Tienes que ir al ensayo del coro esta noche. Deberías practicar un poco —me dijo.

Hice una mueca a sus espaldas pero me fui al piano del salón y me puse a repasar el canto gregoriano que me habían encargado. Luego mis dedos vagaron por el teclado y me encontré cantando algunas canciones irlandesas, las favoritas de mi padre, para terminar con «Kevin Barry», la que más me gustaba.

«Just a lad of eighteen summers, high upon the gallow tree, Kevin Barry gave his young life for the cause of liberty…»[2].

Seguí tocando, suavemente, y echando una mirada de vez en cuando al reloj de bronce de la repisa de la chimenea. Eran casi las cinco. La señora Salome y su hija estarían de vuelta a las seis, pero no podía contar con que me sorprendiesen al piano, a no ser que lo calculase muy bien. Yo sabía que tenía una buena voz de tenor, mucha gente me lo había dicho, incluso el padre Connolly, que había intentado llevarme al sacerdocio, sólo que yo prefería la vida seglar. Me quedaban muchas cosas por hacer en la vida y por lo menos quería probarlas.

Además, la señora Salome trabajaba en el teatro y si me oía cantar, a lo mejor decía: «Buddy, necesitamos a alguien como tú en nuestro número; vente conmigo ahora mismo y…».

Sonó el timbre.

Serían las Salome. Fingí no oírlo y ataqué de nuevo el «Kevin Barry»: «In a lonely English Prison…»[3].

El timbre se hizo más insistente.

Me levanté del piano, me palpé el pelo para estar seguro y salí al vestíbulo. Al otro lado de la puerta había un hombre mirándome.

—Hola.

Abrí la puerta de rejilla para verle mejor. No era demasiado alto, pero era ancho de hombros y parecía corpulento. Vestía un traje mil rayas azul realmente elegante y una camisa que parecía de seda. Llevaba en la mano un sombrero de paja y su pelo castaño peinado hacia atrás formaba un pequeño copete. Sus ojos marrones tenían una mirada profunda y llevaba un cuidado bigotito a lo Clark Gable.

—Hola, muchacho —respondió. Señaló hacia el letrero de la ventana—. ¿Alquilan habitaciones?

Asentí con la cabeza y miré detrás de él. Junto a la acera había un flamante deportivo coupé negro, un Chevy 1930 con tapacubos rojos.

—¡Caramba! —exclamé.

—Si me quedo, a lo mejor un día te llevo a dar una vuelta. —Sonrió. Cuando sonreía toda su cara se transformaba, se iluminaba. Era difícil no quedar encantado con su sonrisa.

—Adelante. Me llamo Buddy Carmody. Las dos habitaciones exteriores del segundo piso están ocupadas, pero tenemos dos más que dan a la parte de atrás y otras dos en el tercer piso. Voy a buscar a mi madre.

—¿Otro? —preguntó mamá. Esta vez tenía las manos llenas de harina, estaba amasando el pan—. ¿Dices que este es un hombre?

—¡Tiene el coche más impresionante que hayas visto!

—Si le ponemos en el segundo piso tendrá que compartir el cuarto de baño con esas señoras, pero en el tercero solamente hay un lavabo… —Preocupada, se limpió las manos y se quitó el delantal.

—Bueno, mamá, ¿y eso qué importa? Pueden turnarse, como todo el mundo.

—Oh, Francis, es que tú no lo entiendes. Estas cosas no son tan fáciles como tú crees.

La seguí por el pasillo otra vez. Desde luego, la casa se estaba llenando, a toda velocidad, de gente interesante.

—Mi nombre es John Hall, señora Carmody. El chico dijo Carmody ¿no? Vengo de Indianápolis para ver la exposición. Pienso tomármelo con calma y no sé cuánto tiempo me quedaré; puede que una semana, puede que dos, puede que un mes. O incluso más.

—El alquiler son siete dólares por semana, con el desayuno y la cena incluidos —dije. Si los demás estaban dispuestos a pagarlo, él también. Entonces me lancé—: Sólo alquilamos por meses. —Quizá nunca volviese a ver ese sport coupé.

Me echó una rápida mirada, y de nuevo aquella sonrisa.

—Este chico tiene cabeza para los negocios. Pero me fío de ti, Buddy.

—Pero si todavía no ha visto la habitación. —El tono de mi madre parecía indicar que las cosas estaban yendo demasiado deprisa para ella.

—Se ve que es una casa limpia —respondió—, y me llega un buen olor de la cocina. ¿En el tercero, muchacho? ¿Hay alguien más en el tercero?

Negué con la cabeza. «La habitación que da al frente es la mejor con diferencia. La otra es más pequeña y solamente tiene una ventana».

—Entonces me quedaré con la que da al frente. Me gusta estar solo, así que el tercer piso estará muy bien.

Ni siquiera tuve que subir su bolsa negra de piel. La levantó como si fuera una pluma y la subió él mismo. Le dije a mi madre:

—¡Otros veintiocho dólares! Este es un día de suerte.

Mi madre suspiró y guardó el dinero en el bolsillo. Entonces hubo una gran agitación en el porche. La señora Salome y Tamara entraron seguidas de dos hombres.

—¡Oh, señora Carmody! —gorgojeó—. Justo a quien quería ver. ¡Le traigo dos nuevos huéspedes!

Así fue cómo nos sentamos a cenar a las seis y media en lugar de las seis y cómo fuimos siete a la mesa. Mamá estaba sentada en un extremo, cerca de la cocina para poder entrar y salir. A su derecha se sentó el señor Hall y a su lado el joven delgado y rubio que la señora Salome había traído. Se llamaba Albert Pfenn, pronunciado Fenn y llamado Al y cantaba en el espectáculo de la señora Salome. Le pregunté si era tenor y me dijo que sí, con lo que mi idea de una primera noche triunfal en el mundo del espectáculo se esfumó.

Yo estaba sentado al otro extremo, en frente de mamá, donde mi padre solía sentarse cuando vivía en casa, Tamara estaba a mi derecha y después venía el otro nuevo, un tipo regordete llamado Herbert Dawes, conocido por Bert. Según Tamara, era humorista en el Hindustani Palace, que era el nombre del local donde las Salome actuaban. Digo las Salome porque, como luego supe, Tamara también estaba en el espectáculo. «Yo bailo», dijo ella con afectación.

Siguiendo en el orden de la mesa, la señora Salome se sentaba a la izquierda de mi madre, donde yo no podía verla demasiado bien, y ahí se acababa el círculo. Recordaba lo que la señora Salome había dicho acerca de una gran familia feliz y deseé que se cumpliese. Se había quitado el sombrero y ahuecado el pelo y si yo me ladeaba un poco podía verlo brillar alrededor de su cabeza como si fuese el halo de un ángel.

—Buddy —dijo mi madre cortante—, deja de fantasear y ponte a comer. Tienes que estar en la iglesia a las siete.

Tamara me miró con unos ojos interrogantes, azules y redondos.

—Yo canto. —Al decirlo quise mostrarme tan seguro como ella.

—¡Oh! —Miró hacia su plato y luego de nuevo a mí—. Me gustaría oírte algún día.

—Bueno. —La encontré demasiado tontita, abanicando con sus pestañas de esa manera. Decidí que era demasiado joven. A la luz del día me había parecido mayor.

—¿En qué trabaja, señor Hall? —Mamá daba conversación. Se ruborizó un poco cuando se lo preguntó. No estaba acostumbrada a este tipo de charla.

—Sí —intervino la señora Salome—. ¿A qué se dedica que le deja tanto tiempo libre para ver la feria? —En la mesa era una mujer elegante, que cortaba la carne en trocitos pequeños de forma que su boca no tuviera que trabajar mucho. Sin embargo, Bert comía a paladas y sus carrillos recordaban a los de una ardilla atiborrada de nueces.

—Estoy metido en el negocio de las lavanderías. —El señor Hall no había hablado mucho durante la cena, callaba y miraba. Pensé que quizá ésa fuese la razón por la que la señora Salome le prestaba atención y lo apunté en mi lista de formas de comportamiento en presencia del sexo opuesto.

—¿Ah, sí? —La señora Salome reía al coger su taza de café y beber elegantemente con el dedo meñique extendido—. Tengo un amigo en Nueva York que está en el negocio de las lavanderías.

—No me diga —Se miraban de una forma rara por encima de la mesa. Mi madre tomó la fuente de puré y se la pasó a la señora Salome.

—¿Más puré?

—Oh, no, gracias. Hay que vigilar la figura.

—Yo estaré atento, —dijo Bert guiñando un ojo. La señora Salome rió.

—Buddy, se está haciendo tarde —advirtió mamá.

—Sí, mamá. —No quería irme. No había tenido tiempo suficiente de conocer a toda aquella gente, pero no había nada que hacer. Mi madre era tremendamente estricta con respecto a la Iglesia y todo eso. Acabé a toda prisa y me fui a St. Patrick. Jimmy Crosby me esperaba, como siempre, en los escalones de la iglesia.

—He conseguido un trabajo en la feria —dijo como saludo. Parecía como si a Jimmy Crosby le tocara siempre todo lo bueno.

—¿Sí? ¿Dónde? ¿Necesitan a alguien más?

Hizo una sonrisa forzada.

—No, no lo creo. Friego los platos en el «Calles de Paris».

—¿Y qué es el «Calles de Paris»?

—Es una espacie de club nocturno. Hay una chica, no la he visto aún, pero un tío de la cocina me ha dicho que hace un baile con abanicos y que no lleva nada más.

—¿Sí? ¿Y cómo se llama?

—Sally nosequé. Toma, ¿quieres un Wing? —Me ofreció un paquete de cigarrillos arrugado.

—No, gracias. En mi casa están viviendo cuatro actores —Por primera vez estaba por encima de él; y además seguro que todo eso de la chica de los abanicos se lo había inventado.

—¿Sí? ¿Quiénes son? ¿Qué hay, Ed? —esto último a otro chaval que también llegaba tarde, subiendo a toda prisa las escaleras—. Dile al padre que en seguida vamos.

Recité sus nombres.

—Nunca he oído hablar de ellos —de repente, Jimmy se había convertido en un experto.

—Actúan en el Hindustani Palace —Hice que sonase lo más rimbombante posible.

—¿Sí? —Se volvió para entrar en la iglesia y ladeó un poco la cabeza—. ¿Dónde?

—En el Hindustani Palace.

—¡Vaya, vaya! —Hizo una mueca, a modo de sonrisa, que iba de oreja a oreja.

—¿Y a qué viene eso?

Una cabeza asomó por la puerta arriba de las escaleras.

—Buddy, Jimmy. Venga, que vamos a empezar.

—Sí, padre. —Mientras Jimmy y yo empezábamos a subir la escalera, le susurré—. Anda, dímelo…

—Luego —susurró también—. Luego nos vamos a casa y nos trincamos unas cervezas de mi viejo.

Bebí un trago de la cerveza casera del padre de Jimmy y dije:

—Tonterías, no me lo creo.

—Es verdad, te lo juro.

Estábamos abajo, en la bodega, detrás de la caldera. Cada uno tenía su botella de cerveza y estábamos sentados en el suelo, con la espalda apoyada en la carbonera y los ojos clavados en la rechoncha caldera.

—¿La danza del vientre? —dije lleno de dudas—. ¿Que la señora Salome hace la danza del vientre?

—Esa es la historia. El Hindustani Palace es un local de varietés, eso es lo que dice en el cartel que están colocando. Cuando la feria se inaugure, allí estará ella contorneándose y meneando las caderas. ¡Chaval, estás de suerte! ¡En tu propia casa!

—Pásame un Wing. —No me gustaba mucho fumar, pero la ocasión lo merecía—. ¿En qué consiste ese baile? —Normalmente no me hubiese atrevido a reconocer mi ignorancia, pero Jimmy parecía estar tan impresionado que me lancé y se lo pregunté.

—En fin, ya sabes. ¿Nunca has visto un espectáculo de varietés? No, claro, supongo que tu mami no te separa de sus faldas. Me tendré que poner de pie para que lo veas.

Se levantó y empezó a mover las caderas de delante atrás, para adentro y para afuera. Como el hula-hula, pero un poco más…

Al ver a Jimmy hacerlo, la cosa no me pareció para tanto.

—¿Y tú cómo sabes todo eso? —dije contrariado. Jimmy era un sabelotodo.

Se volvió a sentar.

—Se lo oigo a mi padre. Después de todo es policía y anda mucho por ahí. Por cierto, esta noche, en la cena, dijo que John Dillinger salió ayer de la cárcel.

—¿Sí? ¿Cómo es eso?

—Supongo que le dieron la libertad provisional o que compró a alguien, no lo sé. De todas formas, mi viejo dice que apostaría uno de los grandes a que Dillinger va a venir aquí.

—¿A Chicago? ¿Para qué?

—Caramba, qué tonto eres, Buddy. Todos los grandes gangsters se esconden —y se echó un gran trago de cerveza.

—Dillinger no es un gángster, ¿verdad? Es decir, no está liado con Capone, Nitti y ésos. —Me preguntaba si yo sería capaz de echar un trago tan grande. Jimmy estaba más acostumbrado a beber cerveza que yo. Mi madre no la dejaba entrar en casa. Mi padre tenía que acercarse a una taberna clandestina para encurdarse.

—No. Es más bien del tipo Robin Hood. Aunque mi padre dice que es de los duros.

—Pues yo he leído que no mata a nadie, que solamente roba bancos y cosas así.

«¿Qué narices me importa?», pensé, y tomé un gran trago de cerveza. Lo que hizo que se me llenasen los ojos de lágrimas.

—Oye, Buddy —Jimmy arrugó los ojos como si no me viera bien, y eso que no estaba a más de un metro.

—¿Sí?

—¿Hay noticias de tu padre?

—No. Creo que se ha ido para siempre.

—¿Sí? Puede ser. ¿Qué dice tu madre?

Preferiría que dejase de hablar de ello.

—Nada. A veces creo que se alegra. Se peleaban mucho, ¿sabes?

—¿Sí? Eso debe de ser duro.

—Sí que lo es. No lo tomes a mal, Jimmy, pero a veces pienso que tienes mucha suerte con sólo tener a uno de tus padres. Los dos juntos es un lío.

—Puede. Yo no me acuerdo de mi madre. Debía ser buena persona. Mi padre siempre está hablando de ella.

—¿Por qué crees que la gente se casa?

—Por lo del sexo y todas esas cosas. Y lo de tener hijos.

—Sí. Sólo que no puedo imaginarme a mi padre y mi madre… ya sabes.

Jimmy se rió.

—A ti lo que te pasa es que no has mirado bien a tu padre.

—¿Qué quieres decir? —Realmente estaba empezando a molestarme.

—Bueno, es que he oído hablar a mi padre. Hay quien dice que Donald Carmody es un viva la vida.

Me agarré a la pared de la carbonera para recuperar el equilibrio.

—¡No vuelvas a decir eso! Mi madre no es así.

—Hombre… —Jimmy movió la cabeza—. Eres tan quisquilloso con respecto a tu madre… Yo no dije nada de ella, hablaba de tu padre.

Me llevé la botella a la boca.

—Espero que no vuelva jamás.

Jimmy asintió con la cabeza, perdió el interés y yo me alegré.

—¿Vas a ir a la feria el día de la inauguración? —me preguntó. Cambió de postura y yo le imité. Estaba empezando a sentirme incómodo y la bombilla desnuda me nublaba la vista. Las ideas empezaban a bailarme en la cabeza. Me bebí otro trago.

—No sé si mi madre podrá darme el dinero. En serio, me gustaría tener un trabajo. Eres un tío con suerte, Jimmy. ¿Por cierto, cómo has conseguido el tuyo?

—La cuestión es conocer a alguien. Mi viejo conocía a uno de los dueños y le habló de mí. Si está viviendo en tu casa esa gente de varietés podrían intentar mover algunos hilos. ¿Por qué no se lo preguntas?

No sé si yo oía bien, pero me pareció que su voz se estaba haciendo un poco pastosa.

—Buena idea —asentí—. Se lo preguntaré.

—Sí. Porque no te querrás perder la inauguración… Va a ser lo más importante que haya pasado nunca por Chicago.

—¡Jimmy, Jimmy! ¿Estás ahí abajo? —Una voz de adulto nos gritaba desde arriba de las escaleras. Nos miramos y pegamos un brinco. Me di un golpe en la cabeza contra una tubería y vi las estrellas. Jimmy cogió rápidamente las botellas de cerveza y las tiró a la carbonera, mientras decía «Sí papá». Nos abrimos paso por detrás de la caldera al tiempo que oíamos unas fuertes pisadas bajar las escaleras de la bodega.

—¿Qué estáis haciendo aquí abajo? —El padre de Jimmy, de dimensiones colosales, con su uniforme azul, nos taladró con la mirada.

—Hablando nada más —Jimmy sonrió débilmente—. Creí que tenías el turno de noche, papá.

—Conque turno de noche… Dándole otra vez a mi cerveza, ¿a que sí?

Jimmy respondió avergonzado.

—Sólo una botella cada uno.

—¿Sí? ¿Y os atrevisteis con toda la botella? —Yo miraba los ojos del sargento Crosby intentando encontrar en ellos algún retazo de misericordia, pero parecían dos cubos de hielo.

—¡Oh, no, padre! Puede que la mitad, como mucho.

Yo puse mi granito de arena.

—Quizá ni siquiera eso.

—¿Qué hicisteis con ellas?

—¿Qué? —Jimmy movió nerviosamente los pies—. ¿Qué hicimos con qué?

—Con las botellas a medio llenar. ¿Dónde las habéis puesto?

—En la carbonera.

—Sacadlas de ahí.

—Sí, señor —Jimmy anduvo revolviendo por detrás de la caldera y volvió con una botella en cada mano. Efectivamente, estaban medio llenas.

—Muy bien —dijo el sargento Crosby—. Brindad.

—¿Que brindemos? —Mi voz se quebró en mitad de la palabra, y repentinamente tuve miedo de que, en un solo día, pasase de tenor a barítono. Hubiese sido terrible después de haber tenido que estudiar tantas partituras de tenor.

—Sí, que brindéis. Bebéroslo todo hasta el final, sin parar. —El señor Crosby estaba muy serio.

Jimmy inclinó la botella y bebió. Yo miraba hipnotizado viendo cómo el líquido color ámbar desaparecía. Cuando la botella se vació, a Jimmy le dio una arcada y se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Bebe —me ordenó el sargento Crosby mirándome fijamente. Bebí atragantándome y no sé cómo conseguí hacerlo bajar. En principio, mi estómago entumecido lo recibió, pero al cabo de un minuto lo volvió a mandar para arriba.

—¡Oh, Dios! —farfullé lleno de vergüenza.

—Ahora —dijo el sargento Crosby— ya podéis limpiar todo esto. Y que no quede ni rastro.

Llegué a casa después de medianoche, y fui porque no tenía otro sitio. Mi madre me mataría si me descubriese.

Me descalcé en la acera. Los escalones de madera y el porche iban a crujir. Las dificultades se iban acumulando.

Efectivamente, la luz del cuarto de mi madre estaba encendida. Mi corazón se encogió aún más.

Tenía el pie preparado para colocarlo en el primer escalón cuando una voz surgió desde el otro lado del porche, donde la hamaca brillaba pálidamente en la oscuridad.

—¿Cómo fue el ensayo del coro, Buddy?

Subí rápidamente los escalones y me llevé el dedo a los labios, pero la señora Salome no hizo ni caso.

—Estaba tomando el fresco. Es una noche calurosa, casi demasiado calurosa para dormir.

Esperaba oír la voz de mi madre de un momento a otro, pero no fue así. Me acerqué y me senté en la mecedora. La señora Salome estaba tumbada en la hamaca. Llevaba puesto algo largo y vaporoso. Un negligée, supuse. Sólo había visto negligées en las películas.

—¿Está mi madre dormida? —dije casi en un susurro.

—No creo. Me parece haberla oído en la cocina.

—¡Oh! —me relajé un poco. Al menos, desde allí no podía oírnos. Tarde o temprano tenía que dar la cara, pero quizá, si me quedara un rato más, mi cabeza acabaría por despejarse y puede que se me borrase el aliento a alcohol.

—Señora Salome… —empezaba a recordar lo que quería preguntarle.

—Preferiría que me llamases Lurlane, Buddy. Me haces sentirme tan vieja cuando me llamas señora Salome.

—Sí, señora Lurlane. Quería saber si habría algún trabajo en el Hindustani Palace. Necesito de verdad un trabajo y estoy dispuesto a hacer cualquier cosa.

—¿Un trabajo? Pues ahora mismo no sé… Puedo preguntarle al señor Max Henry; es el gerente y él es el que tiene que decidirlo.

—Se lo agradecería muchísimo.

—Mañana hablaré con él —prometió. Bostezó y se llevó la mano a la boca—. ¡Cielos! Estoy cansada. Ha sido un día muy ajetreado y mañana hay muchísimo que hacer, ensayos y todo eso. —Hizo ademán de levantarse—. Mañana será otro día.

—Sí, señora. —Si entraba ahora, en absoluto silencio, podría atravesar el pasillo y llegar a mi habitación…

La puerta de tela metálica se abrió y se cerró sin ningún ruido.

—¡Qué calor hace esta noche! —El señor Hall se reunió con nosotros. Yo me asusté.

—Y todavía estamos en mayo —dijo la señora Salome… Lurlane. El señor Hall cruzó el porche y se puso a mi lado. Era curiosa la forma tan ligera de moverse que tenía, siendo un hombre de tan sólida complexión. Aún tenía puesta su camisa de seda y el traje, pero se había quitado el abrigo y la corbata.

—Creí que estarías en la cama a estas horas, Buddy —me dijo.

—Acabo de volver del ensayo.

—Pues se ha perdido una magnífica partida de mah-jongg. —Al parecer, Lurlane había cambiado de opinión en lo de irse a la cama. Estaba tumbada de nuevo en la hamaca; y los vuelos de su negligée caían grácilmente sobre el suelo del porche.

—El póquer es más de mi estilo. —El señor Hall se llevó la mano al bolsillo de la camisa, extrajo un puro y lo encendió. Durante un segundo pude ver su rostro iluminado por la llama de la cerilla. Parecía recién afeitado.

—Por supuesto. —La voz de Lurlane era un poco melosa—. Es un juego de hombres. Pero he de confesar que, aunque no sea de señoras, he jugado una o dos veces.

—Y yo también —añadí. En realidad, sólo una vez, pero como ella había dicho una o dos veces…

—Podríamos echar una partida amistosa alguna noche —dijo el señor Hall.

—Me encantaría. —La señora Salome Lurlane suspiró—. Pero mañana empiezo y voy a estar trabajando por las noches.

—Yo pensaba que la feria no se abría hasta la semana que viene —dije.

—Están los ensayos, ya sabes —balanceó sus pies hacia el suelo—. ¿Pero no se sienta, señor Hall?

—Bueno —tomó asiento a su lado.

—He oído decir que el alcalde Bowes va a hacer los honores a Chicago y a la feria en su programa de radio —les expliqué.

—Pues cuánto lo siento —el señor Hall se cruzó de piernas antes de que yo tuviese tiempo de preguntarle por qué sentía que el alcalde Bowes fuese a hacer los honores a Chicago, y prosiguió—. Esperaba poder llevarías de paseo en coche a usted y a su hija alguna noche.

—Qué amable de su parte —Lurlane acarició su angelical cabello—. Podría pasarse una noche y ver nuestra actuación.

—No se preocupe, tengo intención de hacerlo.

—¿Dijo que vivía en Indianápolis?

—Parte del tiempo. Viajo mucho. Tengo una cadena de lavanderías.

—¿Ha estado alguna vez por mi tierra?

—¿En New York? Una vez o dos. Tiene un ritmo demasiado acelerado para mí.

—No lo puedo creer. Usted parece un hombre de esos que pueden recorrer New York en dos zancadas.

—Un día iré a New York. Me he propuesto ir —señalé.

—¿Ha estado alguna vez en Indianápolis? —preguntó el señor Hall.

—No, pero por mi trabajo he ido a veces a Detroit y a Los Angeles, y una vez estuve en Wichita, Kansas.

Tuve la repentina sensación de que sobraba. Probé a decir, «Bueno, será mejor que me vaya a planchar la oreja…».

—El hombre ése de las lavanderías de Nueva York —el señor Hall hizo que no me oía— ¿es alguien que yo pueda conocer?

No hacía falta que me echasen los perros para que me diese cuenta de lo poco popular que era entre ellos.

—Buenas noches —dije en voz alta y me levanté. Por detrás de la hamaca podía ver moverse las cortinas blancas en casa de la señora Hennessey. Su casa estaba a oscuras, lo cual quería decir únicamente que así podía ver mejor. Si yo no tuviese nada que hacer, haría lo mismo; a veces me gustaría ser una mosca en la pared para ver y oír sin que nadie se diese cuenta, como en este momento, pero como no podía, entré en casa. Dejé que la puerta de tela metálica diese un portazo y fui directamente a la cocina. Qué narices, si ahora era yo el hombre de la casa, ¿qué iba a pasar porque mi madre me regañase? Me comportaría como un hombre y le diría: «Mamá, ya no soy un niño…».

Excepto que no había nadie en la cocina, nadie en absoluto. Las luces estaban encendidas y la puerta de atrás abierta, nada entre la casa y la noche, sólo la puerta de tela metálica. Mamá no estaba allí.

Salí al porche de atrás e intenté ver en la oscuridad.

—¡Mamá! —grité, pero la única respuesta que recibí fueron los ladridos del fox terrier de la señora Hennessey en la puerta de al lado.

Empecé a bajar las escaleras; el jardín estaba lleno de sombras. ¿Y si mamá hubiese salido a tirar la basura y le hubiese ocurrido algo? Podría haber salido; sólo tenía que abrir la puerta de la valla. A lo mejor ahora estaba abierta. Adiviné un claro en la sólida sombra de la valla, pero ¿qué podría estar haciendo mamá en el paseo a estas horas de la noche?

Entre ladridos de perros oí una especie de susurro que podía ser de la brisa o si no de unas voces hablando muy bajo. Crucé el jardín hasta la valla. El mundo parecía tan oscuro y tan silencioso… Me quedé allí apoyado en la valla, aguzando el oído. Podía oír los latidos de mi corazón. Algo al final del paseo captó mi atención, ¿una sombra que cambiaba de forma? ¿Alguien moviéndose? ¿Alguien alejándose rápidamente? Bueno, que se fuese, a mí qué me importaba, pero ¿y si le hubiese ocurrido algo a mi madre…?

Luego tuve miedo. No sabía por qué, sólo sabía que aquella sombra que había al final del paseo me daba miedo; una sombra que a lo mejor ya había desaparecido o tal vez se había sumergido en la oscuridad. ¿Tenía algo de familiar la forma en que se movía aquella sombra? No me quedé para comprobarlo. Me alejé de la valla a toda prisa, tropezando con un arbusto, hacia el recuadro iluminado que dibujaba la puerta de la cocina. El perro de la señora Hennessey ladró violentamente y, detrás de mí, la puerta de la valla se cerró de golpe.

Di un salto y dejé escapar un gemido al oír la voz de mi madre en la oscuridad.

—¿Qué estás haciendo aquí, Francis? ¿Y dónde has estado?

Me dio tal susto que mi voz no sonó como yo quería que lo hiciera.

—¿Dónde has estado tú? —repliqué.

—Pues en la cocina, naturalmente. Haciendo pan. Alimentar a siete personas no es como dar de comer a los pájaros. Si vinieses a tu hora me podrías echar una mano. Estoy cansada, la verdad, totalmente agotada, y todavía no he terminado…

La oía con dificultad. Por primera vez en mi vida había pillado a mi madre en una mentira.

Aquella sombra en la avenida… Sus movimientos me recordaban a los de mi padre. ¿Se había visto ella en secreto con mi padre en la avenida? ¿Puede que realmente él hubiese matado a alguien? ¿Por qué iba a tener tanto miedo a entrar en su propia casa?

Incluso se podían hacer cosas peores que matar. Se lo había oído decir a alguien. ¿Un destino peor que la muerte? No podía imaginármelo.