15
Durante largo tiempo, Hamid Farsi creyó que los ataques contra él habían empezado en torno al año 1956, es decir, cuando se dio a conocer la fundación de la escuela de caligrafía.
Sin embargo, una mañana descubrió en su diario secreto una observación que lo sobresaltó. Debía de haberla pasado por alto muchas veces. Era una breve e insignificante línea: «Una fea llamada, un hombre exaltado me califica de agente de los infieles.» La fecha era el 11 de octubre de 1953.
Una página después leyó: «Han anulado dos grandes encargos para la restauración de la mezquita de los Omeyas»; seguía un signo de exclamación y la fecha, 22 de noviembre de 1953.
Naturalmente en aquel momento no reparó en todo aquello, porque de todos modos tenía demasiados pedidos y sus colaboradores trabajaban ya al límite de sus fuerzas.
¿Cuántas veces le habían pasado desapercibidos esos indicios? Ahora, en su celda, se dio cuenta de que había caído en la telaraña de sus enemigos mucho antes de lo que creía.
Aquella fecha no era ninguna casualidad.
Poco después de su boda con Nura, trató de convencer a varios calígrafos, imanes liberales, eruditos islámicos, profesores y políticos conservadores de la necesidad de reformar la escritura. En vano.
Su suegro, Rami Arabi, que pasaba por ser uno de los más radicales defensores de la modernización del país, creía necesarias las correcciones en la lengua y escritura árabes. Pero sospechaba que ningún musulmán se arriesgaría a hacerlo, porque muchos pensaban erróneamente que iba contra el Corán. Por eso también quería contener al calígrafo.
Cuando Hamid le preguntó por qué no se pronunciaba en favor de la reforma, en su calidad de prestigioso erudito e imán, sobre todo porque su nombre recordaba al del apreciadísimo —y en Damasco muy popular— poeta y erudito sufí Ben Arabi, Rami se limitó a reír a carcajadas. Le dijo a Hamid que era un ingenuo si no entendía que él había ido a parar a su pequeña mezquita por diferencias mucho menores con grandes imanes. No hacía mucho, le habían enviado a un fanático a la mezquita para que lo provocara con preguntas sobre caligrafía y sobre su yerno; y él temió que aquel joven llegase a agredirlo, pero Dios fue misericordioso. Pero incluso sin un cuchillo en las costillas, el destino en aquella mezquita era suficiente castigo. Colocar a un hombre del Libro entre ignorantes y analfabetos era peor que la pena de muerte.
¿O es que Hamid aún no había entendido que la cuestión decisiva no era el valor o la cobardía, sino el poder y la fuerza en el Estado? Todos los cambios radicales en el lenguaje y la escritura árabes habían sido implantados siempre por el Estado. Y el Estado árabe jamás había sido el resultado de la voluntad o la razón de la mayoría, sino de la victoria de un clan sobre otro. Por eso Hamid no tenía que ganárselo a él, sino a diez hombres de la estirpe más fuerte del país. Entonces, los Puros aceptarían incluso la propuesta de que los árabes escribieran su lengua con caracteres chinos.
Hamid sabía que su suegro tenía razón, y aun así estaba decepcionado. «No pongas esa cara», le dijo Rami al marcharse, qué iba a hacer un imán como él si lo despedían definitivamente; no podía mendigar y era demasiado feo para ser cantante. Le dio una tierna palmada en los hombros y añadió que quizá podría hacer tinta para él y limpiar su estudio.
Una semana después sobrevino una decepción aún mayor, cuando se encontró al imán Muhamad Sabbak, que entre los eruditos musulmanes pasaba por ser un audaz reformador que provocaba con osadas tesis sobre la liberación de la mujer y la justicia social. En Damasco bromeaban diciendo que el imán no podía pisar la mitad de los países árabes debido a su postura respecto a las mujeres, y la otra mitad porque creían que era un comunista camuflado.
Sin embargo, en Siria gozaba de gran prestigio, sobre todo porque era el suegro del ministro de Defensa. Hamid le expuso en privado su idea de la necesaria reforma de la escritura. Le pidió su ayuda. Aquel hombre rechoncho se puso en pie de un brinco, como si un escorpión lo hubiera picado en el culo. Miró a Hamid con ojos como platos:
—¿Estás loco o sólo lo finges? Tengo mujer e hijos. ¿Quién va a alimentarlos si muero en la vergüenza como un descreído?
A finales de 1952, Hamid había oído que los eruditos islámicos de Alepo eran especialmente valerosos, pero en una visita que les hizo, a ellos y a varios profesores de la metrópoli del norte, no cosechó otra cosa que rechazo.
Cuando le contó su derrota en Alepo a Serani, éste ni se inmutó y no mostró la menor solidaridad. Tan sólo le dijo al despedirse:
—No avances demasiado deprisa, que la gente es muy lenta y puede perder tu rastro.
Hamid no entendió entonces que, con la impaciencia que siempre lo impulsaba, estaba separándose de sus adeptos.
También su reunión con el ministro de Cultura le pareció al principio un feliz augurio. Pero fue un funesto presagio, como reconocía ahora, en prisión.
A mediados de abril de 1953 recibió una carta del Ministerio de Cultura, que entonces editaba todos los manuales escolares. El nuevo ministro quería, trabajando conjuntamente con autores, pedagogos, lingüistas, geógrafos, científicos, ilustradores y calígrafos, actualizar los manuales y darles unidad y, sobre todo, elegancia. En la invitación no decía nada más.
Hamid debía supervisar todos los textos.
El día de la reunión se levantó a las cuatro, con el presentimiento de que iba a ser una jornada importante. Al llegar al ministerio sólo reconoció al anciano y famoso erudito Sati al Husri, que debatía incansablemente en público y a quien los nacionalistas respetaban muchísimo. Consideraba la lengua el fundamento más importante de una nación.
Hamid se sentó en la silla libre más próxima, y se sorprendió al ver un cartel con un nombre para él desconocido. Su vecino de mesa le explicó que el ministro había establecido de antemano quién se sentaba dónde.
—Seguro que lo ha aprendido de los franceses —añadió sarcástico.
Hamid encontró su lugar entre dos silenciosos propietarios de imprentas. Salvo el ministro, todos los participantes llegaron pronto, y a Hamid le llamó la atención que no hubiera un solo imán en la representación escogida.
Entonces entró el ministro en la enorme sala. Su fuerza se sintió hasta en el último de los asientos que rodeaban la gran mesa ovalada. Georges Mansur era un joven experto en literatura, muy culto, que al terminar sus estudios en Francia había trabajado una breve temporada como profesor en la Universidad de Damasco, hasta que a finales de 1952 el presidente Shishakli le encargó la reforma del sistema escolar.
Hamid no comprendía cómo podía encargarse a un cristiano la educación de los niños de un país de mayoría musulmana. Pero al cabo de una hora estaba tan fascinado por el encanto y la visión del ministro que él mismo no entendía por qué al principio se había sentido incomodado.
—No he convocado a los profesores de religión porque tenemos que hablar de reformas que no conciernen a la religión. Ellos asistirán mañana a una reunión distinta en que el erudito imán Sabbak les expondrá las nuevas directrices que nuestro presidente ha decidido.
»Pero yo he invitado hoy a los dos mejores impresores damascenos para que nos asesoren, ¡e incluso nos espabilen en caso de que soñemos demasiado! Ustedes, como hombres de imprenta, saben que nuestras ensoñaciones podrían resultar impagables.
El ministro sabía exactamente lo que quería. Era un orador dotado que dominaba el árabe mejor que muchos eruditos musulmanes. Manejaba de forma magistral las citas, los versos y las anécdotas de la literatura árabe.
—Damasco siempre ha sido el corazón de Arabia, y cuando el corazón está enfermo, ¿cómo va a mantenerse sano el cuerpo? —preguntó para empezar.
Como la mayoría de los reunidos, Hamid estaba absorto escuchando las palabras de aquel hombre. Georges Mansur parecía haberlo preparado todo hasta el último detalle. Inició su discurso diciendo que el presidente había dado luz verde a una reforma radical del sistema educativo, y que él ponía a disposición de los expertos presentes ese margen abierto y generoso. Se trataba de hacer lo mejor por los estudiantes sirios.
Hamid sentía los latidos de su corazón, porque intuía poco a poco adónde iría a parar el camino del ministro. No se equivocaba.
—La primera reforma radical afecta a la lengua —dijo Mansur con voz tranquila—, porque con ella el ser humano da forma a sus pensamientos. Ya no es ningún secreto que empleamos una lengua hermosa pero en más de un sentido envejecida. Adolece de varias debilidades que no necesito exponer aquí. Tan sólo mencionaré una de ellas, para que vean lo delicado que es curar las cicatrices del tiempo. Se trata de la sobrecarga de nuestra lengua con sinónimos. Ninguna otra lengua del mundo conoce esa particularidad, que brilla como una fortaleza e incluso llena de orgullo a algunos árabes. Debemos liberar al árabe de todo ese lastre, adelgazarlo, para que sea inequívoco. Miren a los franceses. Han sometido a su idioma a varias reformas radicales, hasta convertirlo en un código moderno que ha servido de modelo a otros pueblos. Ya en el año mil seiscientos cinco se empezó, bajo la influencia de Malherbe, a depurar el lenguaje. Siguió una serie de audaces reformas. Todos los pasos parecen inspirados por el proverbio del filósofo Descartes, según el cual la claridad es el mandato supremo del lenguaje. Así, Antoine Comte de Rivarol pudo exclamar con descaro en mil setecientos ochenta y cuatro: «Ce qui n’est pas clair n’est pas français.» Lo que no está claro no es francés.
»¿Qué podemos oponer nosotros a esto? ¿Que una palabra que no tenga más de cincuenta sinónimos no es árabe?
Los presentes soltaron una risa contenida.
—Y de hecho el francés es preciso —prosiguió el ministro—. Cada palabra tiene un significado, pero también puede modificarse un poco en un sentido poético. Sin embargo la lengua se renueva sin cesar, y así se deja espacio a palabras modernas, vivas y vitales para la cultura. Sólo ese permanente proceso de rejuvenecimiento impulsa una lengua y le permite seguir el paso de la civilización; es más: contribuye a darle forma.
»Nuestra lengua es bellísima pero difusa, lo que da mucho margen a los poetas, pero causa confusión entre los filósofos y los científicos. Ustedes saben mejor que yo que tenemos más de trescientos sinónimos para los leones, según Ben Faris incluso quinientos; doscientos para la barba; y un número enorme para el vino, el camello y la espada.
—Pero todas esas palabras ya están en los diccionarios. ¿Adónde vamos a tirarlas? —inquirió un joven lingüista.
El ministro sonrió, como si ya hubiera previsto lo que iba a pasar. Y el septuagenario Sati al Husri alzó la mano para tomar la palabra.
—Joven —dijo, paternal—, no vamos a tirarlas, sino a ponerlas en un museo y a producir nuevos diccionarios frescos. Los europeos han demostrado valor al enterrar el cadáver de las palabras que ya nadie empleaba y que sólo creaban confusión. Entre nosotros, los cadáveres andan por la calle. Los diccionarios deben ser la casa de las palabras vivas, no el cementerio de las muertas. ¿Quién necesita más de cinco palabras para los leones? Yo desde luego no. ¿Usted quizá? Dos, tres para la mujer y el vino también son suficientes. Todo lo demás llena el lenguaje de impurezas...
—Pero ¿y el Corán? ¿Qué va a hacer usted con los sinónimos que aparecen en él? —lo interrumpió un hombre de cabello gris y cuidado bigote. Era autor de varios libros de pedagogía.
—Toda palabra que aparece en el Corán será recogida en los nuevos diccionarios. Nadie tocará eso. Pero el Corán es demasiado sublime como para llenarse de sinónimos de leones y otros animales —replicó impaciente el viejo Husri.
—Y el Corán no dice en ningún sitio que debamos cargar nuestra lengua con tanto lastre —prosiguió el ministro—. Pondré sólo un ejemplo entre muchos. Se calcula que el vocabulario de la física moderna tiene unas sesenta mil palabras; el de la química, unas cien mil; el de la medicina, unas doscientas mil. En la zoología hay más de un millón de especies, y en la botánica se conocen más de trescientas cincuenta mil plantas. Me alegraría poder tomarlas todas del latín y deletrearlas en árabe, pero imagínense la catástrofe si hubiéramos de recoger todas esas palabras con sinónimos. Por eso deberíamos tener el valor de descargar nuestra lengua y acoger los nuevos conceptos que nos permitirán el acceso a la civilización. Entonces los diccionarios serán sin duda voluminosos, pero estarán llenos de vida. Por eso le he pedido a mi respetado maestro Sati al Husri que presida una comisión que aborde esta delicada tarea durante los próximos diez años. —Se volvió hacia el anciano—: Le agradezco su valor.
Husri asintió satisfecho.
—Dentro de cinco años le haré entrega del nuevo diccionario de mi comisión —declaró orgulloso.
Sati al Husri recordaría ese momento en su lecho de muerte, en el verano de 1968, quince años después de aquella reunión. Fue una de las muchas de sus fanfarronerías que resultaron castigadas por la vida. Durante los años cincuenta y sesenta pasaba por ser el padre espiritual de todos los nacionalistas árabes. Por eso, cuando se enteraron de su grave enfermedad, sus discípulos acudieron de todos los países árabes a despedirse de su maestro e ídolo. Eran doce hombres recios, cuyos años de prisión sumaban más de un centenar, pero entretanto todos habían llegado al poder en sus países... la mayoría mediante golpes de Estado, pero eso no molestaba al viejo Husri. Entre los doce había tres primeros ministros, dos presidentes de partido, dos ministros de Defensa, tres jefes de servicios secretos y dos redactores jefe de periódicos gubernamentales.
Lo rodearon aquel día como niños a su padre moribundo, le dieron las gracias por todo lo que había hecho por ellos y elogiaron la obra de su vida. Sati al Husri sonrió con amargura ante aquellos discursos. La comisión de reforma que presidiera había fracasado, como todo lo que había emprendido. No pudo suprimir ni una sola palabra de los diccionarios. La lengua árabe continuó, con todas sus insuficiencias, igual que hacía mil años. Su idea de la fundación de una nación árabe unida experimentó mil y una derrotas. Los países árabes estaban peleados como nunca, y en vez de unirse se esforzaban en multiplicarse mediante divisiones. No obstante, la mayor debacle la sufrieron él y su idea en el verano de 1967, cuando Israel infligió a los árabes su mayor derrota. Eso fue un año antes de su muerte. Por eso no soportaba las untuosas alabanzas de sus discípulos. Alzó su cansada mano:
—Dejad de fingir. Me aburrís. Me despido de vosotros como un hombre fracasado. Pero no sólo yo. ¿Es que no os basta la devastadora derrota que hemos sufrido a manos de Israel? ¿Y qué habéis hecho? En vez de examinar los errores cometidos, habéis encontrado más de setenta sinónimos para la palabra derrota en las obras árabes de referencia, y habéis inventado otros nuevos.
»Quizá seáis sencillamente pueriles y no entendáis la política y el orden del mundo. Bien, entonces decidme, queridos niños, cómo llamáis a esto —pidió con voz artificialmente amable, antes de alzar la mitad derecha del trasero y soltar tan poderoso pedo que en el cuarto de al lado su esposa despertó sobresaltada—. ¿Cómo se llama esto en vuestros países? —preguntó el anciano, y sonrió.
Sus discípulos no se pusieron de acuerdo. Mencionaron, cada uno por su lado, varios términos que se utilizaban en sus países para la palabra «pedo».
—¿Y vosotros queréis ser una nación? —exclamó Husri, interrumpiendo la pelea de gallos—. ¡Ni siquiera podéis poneros de acuerdo en un pedo! —gritó, y rió tan fuerte que le estalló la aorta. Murió en el acto.
Cuando su mujer entró en la habitación, los hombres ya habían desaparecido.
—Aquí huele a podrido —dicen que fue su primer comentario.
Pero volvamos a la reunión en que estuvo Hamid, donde el ministro de Cultura no estaba del todo convencido de que su maestro pudiera producir el nuevo diccionario en cinco años, tal como proclamaba. Miró alrededor. Los hombres asentían pensativos.
—También la manera de aprender está atrasada. Fustigamos a nuestros niños hasta convertirlos en papagayos que lo aprenden todo de memoria. El principio del aprendizaje memorístico es comprensible y útil en el desierto, pero ahora tenemos libros que conservan el saber mejor que cualquier memoria. La repetición educa para ser súbditos y asfixia las preguntas de los niños. A los diez años presumen de saber recitar libros enteros, pero sin haber entendido una línea. Nuestros niños deben aprender a comprender preguntando, y no sólo a reproducir de memoria. Basta. Desde el próximo curso, voy a implantar un método que he observado en Francia por el que el alfabeto se enseña mediante palabras clave; tal como hablamos, deben aprender los niños. El método se llama de palabras completas. —El ministro hizo una pausa y miró inquisitivo a sus huéspedes—. A propósito de alfabeto, no comparto la opinión de algunos presuntos reformistas sobre que la lengua árabe se moderniza negando nuestra cultura y escribiendo con letras latinas, como Mustafá Kemal Atatürk impuso a los turcos. Esas propuestas no son ni nuevas ni ingeniosas. Después de su derrota definitiva en mil cuatrocientos noventa y dos, los árabes que se quedaron en España empezaron a escribir con letras latinas, por miedo y como camuflaje. Esa escritura, como tantas cosas en la arquitectura, tiene su nombre: mudéjar.
»Pero también el orientalista francés Massignon, el iraquí Galabi y el egipcio Fahmi se permitieron hace ya mucho tiempo esa clase de bromas de mal gusto, y ahora viene el libanés Said Akil y actúa como si hubiera fisionado el átomo con unas tenazas. De nuevo propone introducir las letras latinas para civilizarnos.
»No, con las letras latinas no resolvemos ni un solo problema de nuestra lengua, sino que más bien creamos otros nuevos. La casa de la lengua es antigua y digna. Alguien tiene que empezar su restauración antes de que se desplome. Y no se dejen coaccionar pensando que la lengua árabe no se cambia. Sólo las lenguas muertas son inmunes al paso del tiempo.
»Creo que corresponde a Damasco el honor de dar el primer paso serio hacia la reforma. Desde el próximo curso académico, todos los estudiantes de Siria deberían aprender un alfabeto de sólo veintiocho letras. La penúltima, la, no es ninguna letra: es un error de más de mil trescientos años de antigüedad. El profeta Mahoma era un ser humano, y nadie más que Dios está libre de error. Pero no por eso tenemos que obligar a nuestros hijos, desde que aprenden el alfabeto, a abjurar de la lógica y considerar verdadero lo falso. Hay veintiocho letras. No es más que una pequeña corrección, pero va en la dirección adecuada.
Un murmullo recorrió la asamblea. El corazón de Hamid habría podido volar de alegría. Sati al Husri sonrió con aire significativo. El ministro dio tiempo a sus oyentes. Como si hubiera pensado en todo, como el director de una bien calculada obra de teatro, al pronunciar las últimas palabras se abrió la puerta de la sala y entraron empleados del ministerio para servir té y pastas.
Todos los presentes sabían de qué hablaba Mansur. Y el té era adecuado para humedecer sus resecas gargantas.
Había muchas leyendas en torno a esa letra la. Según la más conocida, un compañero de la primera hora preguntó al Profeta cuántas letras le había dado Dios a Adán, y el Profeta respondió que veintinueve. El erudito compañero de viaje le indicó cortésmente que él sólo había encontrado veintiocho en la lengua árabe. Mahoma repitió que eran veintinueve, pero su amigo volvió a contar e insistió en que sólo eran veintiocho. Entonces al Profeta le ardieron los ojos de ira y dijo: «Dios ha dado a Adán veintinueve letras árabes. Setenta mil árabes estuvieron presentes. La vigésima novena letra árabe es la.»
Todos los amigos del Profeta sabían que se había equivocado: la es una palabra que consta de dos letras y significa «no». Pero no sólo los compañeros de Mahoma, miles de eruditos e innumerables personas que sabían leer callaron durante mil trescientos años y enseñaron a sus hijos un alfabeto con una letra superflua y además errónea, por compuesta.
—Mi objetivo es enseñar a los niños sirios que no deben aprender nada que no conduzca a la verdad —prosiguió el ministro—. Nuestro problema es cómo alcanzarlo. El Profeta mismo fue un modelo: «Buscad el saber, aunque sea en China», dijo con razón. —Se volvió hacia Hamid—: Y de usted, mi calígrafo predilecto Hamid Farsi, espero algo grande. Con la caligrafía ocurre algo singular. Fue inventada para honrar la escritura, los signos del lenguaje, y sin embargo aniquila el lenguaje al volverlo ilegible. Los signos lingüísticos pierden su función como transmisores del pensamiento y se transforman en puros elementos decorativos. No tengo nada en contra cuando lo hacen como frisos o arabescos en paredes, alfombras o incluso jarrones, pero en los libros no son necesarios esos adornos. Rechazo, sobre todo, la escritura cúfica.
Hamid habría brincado de alegría, pues no soportaba la escritura cúfica. Estaba fascinado por el ambiente que el ministro había creado entre los expertos, y se conmovió cuando Mansur lo llamó a su lado durante una pausa.
—Espero de usted el mayor apoyo. Tiene que intervenir en la elaboración de los libros de lengua. Los calígrafos son los auténticos maestros del lenguaje. Invente o reforme para brindarnos una escritura que facilite y no dificulte la lectura, como los escritos que los calígrafos han cultivado hasta la fecha.
Hamid ya había desarrollado varias alternativas. Pronto empezó a visitar al ministro, que siempre parecía tener tiempo para recibirlo y tomaba el té con él mientras comparaban los estilos y leían las pruebas en distintos tamaños de letra. Al cabo de cuatro reuniones estaban de acuerdo en los tipos de escritura que habría que emplear en los libros escolares.
El elogio que recibió Hamid por su trabajo fue importante como palanca para poner en movimiento la piedra de la reforma, una reforma que iría más lejos de lo que el ministro había explicado en la reunión.
Durmió intranquilo durante varias noches.
Ambos hombres hablaban abiertamente. Cuando Hamid se sorprendió de que un cristiano se ocupara con tanta intensidad de la lengua árabe —que los musulmanes consideraban sagrada—, Mansur se echó a reír.
—Mi querido Hamid, no hay ninguna lengua sagrada. El ser humano las ha inventado para aliviar su soledad. Así que son un reflejo de la multiplicidad de la existencia humana. Con ellas se pueden decir cosas feas y bonitas, expresar el crimen y el amor, declarar la paz y la guerra. De pequeño era un niño temeroso, y los pescozones que me dio el profesor de árabe porque yo insistía en que sólo había y hay veintiocho letras me obligaron a indagar. Quería rebatir al profesor con mis pruebas, pero cuando estuve en condiciones de hacerlo, él ya había muerto, para mi desgracia.
—Pero también necesitamos nuevas letras. —Hamid aprovechó la oportunidad de exponer su sueño—. Faltan cuatro, y a cambio se puede erradicar otras, de modo que al final tengamos un alfabeto dinámico, capaz de acoger con elegancia todas las lenguas del mundo.
El ministro lo miró asombrado.
—No lo entiendo del todo; ¿pretende modificar el alfabeto?
—Liberarlo de sus lastres y añadirle cuatro letras nuevas. Si nuestras letras se atrofian, nuestra lengua cojeará y no podrá seguir el rapidísimo paso de la civilización. —Y añadió—: Llevo años experimentando. Podría desarrollar p, o, m y e sin gran esfuerzo a partir de las letras árabes existentes...
—Oh, ¡no! —exclamó Mansur, escandalizado—, ahora sí lo he entendido. Mi querido Hamid, me daré por satisfecho si cuando llegue octubre y empiece el nuevo curso, saco adelante mi modesta reforma y alcanzo la jubilación sin un cuchillo entre las costillas. Puede que sus ideas sean geniales, pero primero deben ser reconocidas por los eruditos. Con mis propuestas para abolir el signo la y mi sistema lingüístico, que se construye sobre la integridad de las palabras, he llegado ya al límite de mis posibilidades. —Se levantó y le dio la mano—. Considero su idea audaz pero irrealizable mientras no se produzca la separación entre religión y Estado. Y eso aún está muy lejos. Yo tengo prisa, y ahora quiero cambiar algunas cosas. Pero —añadió, reteniendo la mano de Hamid— funde usted una, dos, tres, diez escuelas de caligrafía por todo el país. Necesitamos muchas para las nuevas imprentas, y para dar impulso a la prensa y los libros. Y aún es más importante que gane aliados entre esos hombres a quienes va a instruir, que entiendan y defiendan sus ideas, y serán más eficaces que diez ministerios —afirmó.
Finalmente le dijo en confianza que tuviera cuidado. Incluso en su ministerio había que hablar en voz baja, porque la casa estaba llena de miembros de la hermandad musulmana. La mayoría eran inofensivos, pero algunos formaban en la clandestinidad alianzas secretas, se autodenominaban los Puros o los Ultraterrenos, y no retrocedían ante la idea de matar a alguien.
Hamid no tuvo ningún miedo.
Cuando se fue, su alma hervía. Se sentía como el pescador que viera una vez en una película. Estaba en un bote diminuto en medio de un mar tempestuoso, y el bote subía tan temerariamente la cresta de las olas y descendía de tal modo a las profundidades que a Hamid le faltó el aliento frente a la pantalla. Como ahora. Con su negativa y sus subsiguientes ánimos, el ministro lo había sumido en la confusión. Pero tenía razón: había que fundar escuelas de caligrafía como base para un pequeño ejército de calígrafos que luchara contra la necedad con pluma y tinta.
Pero no podía alegrarse del proyecto, por más que se esforzara. La fundación de escuelas de caligrafía suponía un aplazamiento de la acción durante años. De camino al estudio volvió a concebir esperanzas. Si podía convencer a un solo erudito islámico de prestigio, sin duda se ganaría al ministro para dar un segundo paso radical en la reforma. En el estudio, sus colaboradores lo vieron ausente. No tenía ganas de trabajar, así que se fue a dar un largo paseo y no llegó a casa hasta medianoche. Nura le preguntó si había tenido un accidente, porque estaba pálido y distraído. Él se limitó a negar con la cabeza y se fue a dormir, pero poco después despertó y se dirigió sigiloso a la cocina. Escribió el nombre de varios eruditos que podía tomar en consideración.
En los días siguientes, Hamid se esforzó en poner de su parte a los eruditos islámicos de renombre, pero todos reaccionaron con agresividad. Uno le recomendó peregrinar a La Meca para orar por su salvación, y otro se negó a darle la mano al despedirse. Otros tres rehusaron hablar con él antes de que les dijera lo que quería de ellos.
¿Era posible que alguno de ellos lo hubiera traicionado en los círculos oscuros?
Todo apuntaba a eso, pero incluso ahora, después de varios años, no estaba seguro.
Mansur tenía razón, porque ya desde septiembre, cuando se conoció la reforma y antes de que empezara el curso, una ola de indignación recorrió las mezquitas de las grandes ciudades. Los fanáticos instigaron a la gente contra el ministro de Cultura y sus ayudantes tildándolos de infieles, y más de un imán arengó a la matanza de renegados.
Pero el presidente de la República reaccionó con decisión, respaldó a su ministro y ordenó encarcelar a los oradores, acusados de incitar al pueblo a la violencia.
Dejaron de pronunciarse discursos incendiarios, pero se siguió murmurando mucho. También contra Hamid; por eso su maestro Serani le recomendó entonces acudir los viernes a la mezquita de los Omeyas y no sólo rezar, sino también desmontar los prejuicios que había contra él conversando con los hombres más prestigiosos de la ciudad.
Solamente ahora, en la cárcel, empezaba a ver claras algunas cosas. Ya el 10 de octubre de 1953, una semana después de la introducción del nuevo alfabeto de veintiocho letras, una mezquita y la administración central del gran cementerio retiraron sus encargos sin motivo alguno. Hamid lo había apuntado en su diario, pero sin comentarlo siquiera porque nadaba en pedidos. Únicamente en prisión se acordó de aquello.
Y se quedó horrorizado.
Los fanáticos lo habían puesto en su lista negra como muy tarde a mediados de 1953, y no a finales del cincuenta y seis o principios del cincuenta y siete. Como calígrafo, su nombre estaba en todos los libros escolares. No lo habían matado como parte de su perverso y refinado plan: no querían que muriera como un mártir. Primero arruinarían su reputación y luego querían enterrarlo vivo, atormentarlo día tras día, hasta que deseara la muerte.
—¡No conmigo! —exclamó de pronto—. Os sorprenderéis de lo que soy capaz.