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Quizá tenía doce o trece años cuando escuchó por vez primera los versículos:
Los racionales pasan miserias en el Paraíso
y los ignorantes se sienten en el Paraíso en la miseria.
Entonces había pensado que se trataba de un acrobático juego de palabras.
Pero no; allí estaba la amarga verdad. Su conocimiento de las letras y las insuficiencias de la lengua árabe lo habían llevado al Infierno, a un pueblo de ignorantes que se revolcaba diariamente en sus pecados como cerdos, formado en su mayoría por analfabetos que no veían la escritura como instrumento de la razón, sino como intocable sacralidad.
El ministro le había dicho que en Europa le habrían levantado un monumento, pero que en Siria debía temer por su vida. Hamid apretó los labios al pensarlo y se miró los pies desnudos. Calzaban unas míseras sandalias que habían sido elegantes. Ahora, abiertas por detrás, sólo servían de babuchas.
«¿Qué ha sido de mi vida?»