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A Salman le caían lágrimas por las mejillas mientras seguía junto a su padre el ataúd de su madre. Sólo cuando cuatro hombres bajaron a la fosa la modesta caja de madera dejó de sentir pena alguna. Un extraño ataque lo acometió. La idea de que su madre ya no iba a levantarse nunca más le oprimía el corazón.

Únicamente los vecinos del albergue de caridad y Karam acompañaron a Mariam en su último recorrido, y el viejo párroco Basilius redondeó la desgracia a la perfección. Estuvo en extremo irritable, discutió con los dos monaguillos que hacían tonterías sin cesar, masculló su texto como si se tratara de un molesto deber y se fue inmediatamente a casa. Hacía demasiado frío para él, y todo le parecía demasiado miserable.

En el cementerio, Karam se despidió de Salman y lo abrazó con fuerza:

—Dios la tenga en su gloria. Siento tu pena, pero créeme, es una liberación después de tantos tormentos. —Miró a lo lejos y Salman guardó silencio—. He encontrado un buen puesto para ti, con el joyero Elías Barakat. Ya lo conoces. Te aprecia mucho. —Lo besó en la frente y desapareció.

Aunque todos los demás le expresaron asimismo sus condolencias, hasta el final de su vida Salman solamente habría de recordar la frase de su vecino Marun, como una montaña solitaria en una gran llanura:

—No voy a consolarte; yo sigo llorando a mi madre hasta hoy. Las madres son seres divinos, y cuando mueren, muere lo que de divino hay en nosotros. Cualquier consuelo es una hipocresía.

Al alzar la mirada, Salman vio que las lágrimas corrían por las mejillas de Marun. Nunca había visto su semblante tan sabio y bello como en aquel momento.

Cuando Salman regresó a casa aquella tarde fría, halló la vivienda terriblemente vacía. Su padre pasó el resto de la jornada con Marun, Kamil y Barakat en la bodega que había a la entrada de la calle Abbara.

Salman vagó por la casa, y encontró las viejas zapatillas de su madre. Estaban debajo de la mesa, tal como ella las había dejado la última vez, antes de tumbarse definitivamente en la cama. El muchacho las cogió y empezó a llorar de nuevo.

Sólo hacia medianoche su padre se fue a dormir tambaleándose.

Dos días después, Salman llamó a Nura desde la central de correos. Sintió alivio al oír su voz. Y ella volvió a sentir que Salman era tan frágil como un jarrón de fino cristal, que ahora tenía una grieta y amenazaba con romperse en cualquier momento. Tras colgar, se preguntó si ella estaría igual de triste si su madre muriera. «No, seguro que no», se dijo, y se avergonzó.

Salman había invitado a Nura a su casa. Ella siempre había querido saber cómo y dónde vivía, pero por timidez nunca le había preguntado. Ahora iba a verlo. Entre los cristianos nadie tenía gran interés en saber quién visitaba a quién. Las casas estaban abiertas, y hombres y mujeres se visitaban unos a otros. Ella ya lo había visto siendo niña, porque en el barrio de Midan vivían muchos cristianos. Allí las mujeres se sentaban con los hombres durante las visitas.

A Salman le resultaba indiferente lo que dijeran los vecinos; la única persona cuya opinión le habría importado algo hacía mucho que no estaba allí: Sara. Su padre estaba fuera todo el día, y no pocas veces incluso por la noche. A nadie le interesaba por dónde andaba el hombre, y a Salman menos que a nadie. Mariam había sido el puente entre ellos, y ahora eran las dos orillas de un río que nunca se encontraban.

El día de la visita de Nura —acordada hacia las dos—, Salman cogió la bici poco después de las diez y fue a ver a Karam.

Su amigo estuvo arrebatador, encantador como en los viejos tiempos, pero cuando la conversación fue a parar al robo en que Salman lo había ayudado, se escurrió como una anguila.

Salman se habría dado de bofetadas por su ingenuidad. Realmente había creído que Karam sólo quería saberlo todo por curiosidad. Le había hecho un molde de la anticuada cerradura del armario. Al cabo de unos días, Karam le entregó un duplicado de la llave, con que Salman —cuando el maestro se marchó de viaje— pudo abrir a duras penas el armario y sacar el hermoso y grueso libro con los secretos del calígrafo.

Copiarlo todo habría sido imposible en tan poco tiempo. Así que la única posibilidad en el Damasco de los años cincuenta era el fotógrafo. Más tarde, cuando pensaba en ello, Salman se habría abofeteado tres veces por haber sido tan inocente y haberlo encontrado todo divertido y emocionante. Cuatrocientas veinte páginas. El fotógrafo tenía una cámara muy buena y tomó doscientas diez fotos, una por cada dos páginas. Salman estaba a su lado, y el alma se le cayó a los pies cuando el lomo del libro crujió audiblemente porque el fotógrafo necesitaba una superficie plana.

—No temas, que luego volverá a su sitio —lo tranquilizó Karam.

No volvió a su sitio.

Ahora Karam le decía con voz calmada que a quién le cabía en la cabeza hacer doscientas diez caras fotografías y arriesgar su puesto de trabajo para satisfacer una curiosidad, y siguió halagándolo y tentándolo para el puesto en la tienda del joyero. Habló de los grandes y pequeños sacrificios que exigía la amistad. Por primera vez, Salman cayó en la cuenta de que a menudo la risa de Karam no expresaba alegría interior, sino que era tan sólo efecto de los músculos del rostro, que contraían los labios y dejaban los dientes al descubierto.

Un muchacho entró en la cafetería y pidió algo en la barra.

—Hassan, el nuevo mozo del calígrafo. Es un sobrino lejano de Samad —dijo Karam.

Salman echó una mirada al muchacho, que en ese momento mordía feliz un sándwich de falafel.

Salman decidió rescatar lo antes posible sus herramientas y, sobre todo, sus importantes cuadernos, que estaban en su cuarto en casa de Karam. Debía apartarse de Karam. Sobre todo, no pensaba aceptar ninguna otra oferta de aquel hombre turbio. Prefería pasar hambre antes de volver a su cafetería. Pasó noches enteras despierto en la cama. No era sólo su decepción con su antiguo amigo lo que le robaba el sueño; un pensamiento lo atormentaba especialmente: ¿podía ser Karam tan malvado como para haberse aprovechado de él desde el principio, como espía contra Hamid Farsi y como amante de su mujer? ¿Era ésa su gratitud por haberlo salvado de ahogarse? Karam había demostrado a menudo que no tenía ningún respeto a la gratitud. Engañaba a todo el mundo y halagaba a todo el mundo. ¿Y si lo había encaminado intencionadamente hacia Nura? ¿Enturbiaría eso su amor? No lograba encontrar la respuesta, pero decidió contárselo todo a Nura, tan confuso como hervía en su cabeza. Sara le había dicho en una ocasión que, en el amor, la ocultación era la primera grieta, que crecía imperceptible con cada nueva ocultación, hasta que el amor saltaba en pedazos.

Pero ahora tenía que hacerse el inocente ante Karam, hasta que hubiera puesto a salvo sus cuadernos. En los dos primeros había registrado toda su experiencia en el estudio de Hamid: técnica, consejos del maestro, fabricación de las tintas, composición y secretos de los colores, y trucos de la corrección. Pero el cuaderno que más le importaba era el tercero. En ése, Nura le había copiado las respuestas a las preguntas que él —animado por las informaciones acerca de Ben Muqla— le había ido planteando. Nura estaba agradecida por aquella tarea. No sólo porque la biblioteca de su marido le aligeraba la labor, sino sobre todo porque así el tiempo pasaba más deprisa. Y Salman oía ansioso y agradecido todo lo que ella tuviera que contar sobre famosos calígrafos y calígrafas de la historia y sobre los secretos de los viejos maestros. Luego le besaba la yema de los dedos y los lóbulos de las orejas con tanta ternura que a veces ella no podía resistirlo, se arrojaba sobre él y lo amaba apasionadamente.

—Con una profesora así no se cansa uno de hacer preguntas —le dijo él en una ocasión.

Era poco antes de la una y media cuando Salman llegó a su casa. Abrió puertas y ventanas, barrió, fregó el suelo con un paño húmedo, puso un plato con galletas recién hechas encima de la mesa, y preparó el agua para un té especialmente bueno que había comprado en la mejor tienda de la calle Recta, en diagonal a la entrada del suk Al Busuriya, el mercado de especias.

El corazón de Nura latía con fuerza cuando cruzó la puerta del albergue de caridad y vio a Salman. Estaba apoyado en la puerta de su casa, en el lado izquierdo del gran rectángulo que formaba el miserable patio.

Él sonrió y fue a su encuentro, la saludó de manera oficial y contenida y la acompañó a la puerta de su hogar, donde, como era lo correcto, le cedió el paso.

Nura quedó asombrada con la limpieza de la casa y el minucioso orden reinante. Salman interpretó correctamente su mirada.

—Dos horas por la mañana y un cuarto de hora por la tarde —dijo con un mohín. Nura se quitó el abrigo, y él quedó fascinado con su vestido nuevo de algodón—. Estás tan guapa como las mujeres de las revistas de moda —declaró, y la abrazó con ternura.

Nura iba a darle las gracias por el cumplido, porque el vestido nuevo lo había cosido ella misma, pero sus labios encontraron una ocupación mejor. Se pegaron a él y no lo soltaron hasta que volvió en sí desnuda y sudorosa sobre la cama.

—¿No cierras la puerta? —preguntó, bastante tarde.

—Nadie cierra las puertas en esta calle, y hasta ahora a nadie le ha faltado nada.

Cuando se sentaron, arreglados, a la mesa de la cocina para tomar el té, Nura lo miró pensativa durante largo rato.

—Quiero irme de Damasco —dijo al fin—. Desde que te amo, soporto cada vez menos esta ciudad. Aquí no tenemos ninguna oportunidad. Nos matará. Pero seguro que podemos encontrar un lugar donde vivir y amarnos día y noche sin que nos molesten. —Sonrió ante su propia ingenuidad—. Naturalmente, cuando podamos ganarnos el pan. Yo con la costura y tú con la caligrafía.

Salman calló, casi asustado por la belleza del sueño que Nura había descrito en pocas palabras.

—Y en caso de que me cogieran —prosiguió ella en medio del silencio—, no lo lamentaré si he podido disfrutar durante una semana del paraíso a tu lado.

—No, no nos cogerán; viviremos de forma tan poco llamativa como sea posible. Y seremos tanto más invisibles cuanto más grande sea la ciudad.

—¡Alepo! —exclamó Nura de inmediato—. Es la segunda ciudad más grande de Siria.

Él iba a proponer Beirut, porque había oído que la capital libanesa abría su corazón a todos los disidentes y expulsados. Pero Nura lo convenció de que dentro del país era más raro que pidieran papeles que en el extranjero, y lo consoló hablándole de la maravillosa cocina de Alepo, que dejaba pequeñas a las de Damasco y Beirut.

—Necesito dos fotos de carnet tuyas en que se vean bien las dos orejas.

—¿Las dos orejas? —se sorprendió él—. Para eso no basta una foto normal; necesito una foto panorámica para que quepan —respondió, y a pesar del miedo que siempre la acompañaba, ella no pudo menos que reír.

Nura apenas podía sostener la taza de té; la dejó sobre la mesa y tosió porque se había atragantado. La risa de Salman purificaba su corazón. No era una risa sonora como el agua, cantarina o musical, sino muy peculiar. Se reía casi sin aliento, como un asmático, cogía aire y volvía a reír, como las olas del mar. De esa forma contagiaba a todos. «Hasta a las sillas», pensó Nura, empujando risueña una silla, que emitió un chirrido semejante a una risa.

—A propósito de fotos. Te recomiendo que le pidas al fotógrafo los negativos del libro antes de que lo haga Karam. Se me ocurrió ayer por la noche. Hace unos días mi marido mencionó el robo en su estudio, y dijo de pasada que su libro guardaba tesoros de diez siglos de sabiduría, filosofía, técnica e historia de la caligrafía. Lo has arriesgado todo, así que, ¿por qué no llevártelos? Quién sabe si algún día pueden serte útiles.

—Pero ¿cómo vamos a convencer al fotógrafo? Los negativos pertenecen a Karam, que sólo se los ha dejado por motivos de seguridad, por si alguien registra su casa o el café.

—¿El fotógrafo conoce bien a Karam?

—No, en absoluto. Es uno de los muchos que hay en la parte nueva de la ciudad. Karam no quería hacer las fotos con nadie que luego pudiera reconocerlo.

—Fantástico, entonces llama como si fueras Karam, y dile que necesitas los negativos y que tu mujer pasará a recogerlos. Ella se llama Aisha, y el número de fotos, doscientos diez, será la palabra clave. Cuando llegue el momento, descríbele mi cabello y dile que llevaré gafas.

—¿Gafas? ¿Por qué gafas? —preguntó Salman.

Nura rió.

—Ése es el secreto de la mujer del calígrafo. Tú esperarás en una bocacalle, donde te entregaré el paquete con los negativos —concluyó, y como despedida le dio un largo beso. Al llegar a la puerta se volvió una vez más—. Me gusta tu sentido del orden. Serás un buen marido para una modista muy ocupada.

Cuando salió de la calle Abbara a la calle Recta, Nura se preguntó si había hecho bien en no contarle nada de las tres cartas de aquel molesto gallito. Siempre se lo proponía, y luego la lengua frenaba las palabras y las enviaba al esófago. Le costaba tragarlas.

También esta vez se consoló pensando que en el futuro tendría tiempo más que suficiente para contarle a Salman esa aburrida historia. Ahora se enfrentaba a otras peligrosas tareas, y con esos pensamientos apretó el puño derecho dentro del bolsillo del abrigo. Estaba decidida a recorrer aquel camino hasta el final.

Dos días después, Salman regresó a casa en bicicleta. Un paquete bailaba en la cesta con cada bache de la calle. Cuando frenó delante de su puerta, Barakat, que estaba en el patio, lo saludó.

—¿Eso se come? —preguntó divertido.

—No; sólo se lee —respondió Salman, y se echó a reír.

—Entonces todo para ti, que lo disfrutes.

Salman abrió la gran maleta que había comprado para el viaje. Aún estaba vacía. Sostuvo un momento el pesado paquete y lo dejó en la maleta sin desenvolverlo.

Sólo lo desempaquetaría tres meses después, y se asombraría al ver los secretos y peligrosos conocimientos que tenía ante sus ojos.

Cuando, en su siguiente encuentro, le comentó a Nura su sospecha de que Karam lo había encaminado hacia ella, la joven escuchó con atención. Salman parecía muy agobiado con la idea.

—¿Y si así fuera? —replicó Nura con una sonrisa—. Si yo no te amara, Karam no habría tenido ninguna posibilidad, ni aunque hubiera enviado al hombre más refinado. Dejemos que Karam, Badri, Hamid, los conscientes y los inconscientes, los puros y los impuros sigan tejiendo sus conspiraciones, y larguémonos de aquí —dijo con decisión.

Salman respiró aliviado.