28
Desde los tiempos del colegio, Nura nunca había salido tan pronto de casa. Dudó largo rato si ponerse velo para mayor seguridad. Optó por no ponérselo.
Un fuerte viento removía ante ella polvo, hojas y tiras de papel. Palomas y gorriones volaban a ras de suelo por los callejones. Se preguntó si ella sería un gorrión o una paloma, y no supo por qué no quería ser ni lo uno ni lo otro. Una vecina le había dicho una vez que le parecía más semejante a un cactus que a ningún animal.
—Yo soy la rosa de Jericó —susurró para sí.
Durante años, el viento despliega su juego con la rosa del desierto y al final cree que la domina. Pero al caer la primera gota de lluvia, la rosa se acuerda de que antaño fue un pequeño oasis verde.
Su marido debía tener cuidado. Ella ya había probado la primera gota.
A las seis y media subió al autobús en la parada frente a su calle. En aquel entonces, por la mañana temprano Damasco tenía un rostro inocente, y también los damascenos que iniciaban la jornada parecían aún somnolientos y pacíficos como niños pequeños. Nura vio al mendigo Tamer, al que llevaba una eternidad echando de menos. Se contaban historias sobre su repentina desaparición, pero de pronto estaba ante ella, vivaz, recién lavado y peinado. el cabello aún húmedo. Tamer tocaba su nay delante de la estación de Hidshas. Tocaba divinamente. Había sido un músico muy prestigioso de la orquesta de la radio, hasta que algo lo descarrió. Desde entonces vivía en la calle.
Cuando Tamer tocaba cerrando los ojos para escuchar mejor, se oía el canto del viento en el desierto. Esa mañana, la melancolía de su flauta llegó hasta Nura atravesando incluso el ruido infernal del autobús repleto de estudiantes.
De pronto la joven pensó en su diario. Seguro que habría escrito sobre el mendigo Tamer si no hubiera quemado el cuaderno hacía una semana. Ya después del primer beso de Salman escribía raras veces, y si lo hacía, no era de forma directa e inequívoca. Nadie podía saber su secreto. Tampoco tenía ya ningún interés en plasmar nada sobre su marido, así que sólo escribía sobre su condición dividida. Una y otra vez había anotado que no quería ver más a Salman. Pero en cuanto daban las once, esperaba que ese día él llegara un poco antes. Una fuerza animal empujaba su corazón hacia él. No sólo sentía un profundo deseo de protegerlo como si fuera un niño frágil; además, su olor, el sabor de su boca y la mirada de sus ojos la atraían físicamente, con tanta fuerza como no había conocido, oído ni leído. Guardó ese secreto para sí. Tampoco él debía saber que más de una vez, al primer beso, ella había flotado en el paraíso del placer y se había demorado allí como embriagada. Luego se juraba por enésima vez acabar con todo. Su entendimiento le advertía que la relación de una musulmana casada con un cristiano acabaría en catástrofe. ¿En qué otra cosa podía acabar aquel amor? Nura oía esa cuestión en voz tan baja como cuando una niña pequeña pregunta la hora en el tumulto de una agitada danza popular.
Con cuánta frecuencia se había preparado para mantener una razonable conversación con Salman, para exponerle, tranquila y objetivamente, todos los motivos que se oponían a aquel deseo visceral, pero en cuanto él llamaba a la puerta, su decisión cambiaba: se lo diría después, cuando yacieran uno al lado del otro, relajados y flojos de agotamiento; entonces acabaría con todo. Pero cuando llegaba ese momento, ya lo había olvidado, «olvidado como estaba previsto», había anotado en su diario. Cuando el diario empezó a atormentarla como un despiadado espejo de sus decisiones no respetadas, y cuando tuvo que admitir que —aunque no mencionaba a Salman por su nombre— cualquiera lo reconocería al cabo de dos líneas, le pareció frívolo ponerlo en peligro. Quemó el cuaderno en un cuenco de cobre y esparció las cenizas en un rosal.
En el autobús, no pudo por menos de reírse ante su pueril decisión de no ver más a Salman. Al cabo de casi una hora alcanzó su destino, accionó el picaporte de la cancela del jardín como Salman le había dicho y fue hacia la casa con paso rápido. De pronto la puerta se abrió. Nura se llevó un susto de muerte, pero Salman le sonrió y la atrajo hacia el interior. Ella cayó en sus brazos dando trompicones, y antes de que lograra respirar se hundió en un profundo beso.
—El desayuno está listo, madame —dijo él tras quitarle el abrigo y dejarlo en la silla de su habitación.
Nura se sintió conmovida. En la cocina esperaba un desayuno preparado con todo cariño: mermelada, queso, aceitunas, pan recién hecho y té. Todo muy humilde, pero era el primer desayuno que un hombre le preparaba en toda su vida.
Él notó su emoción y se sintió confuso. Quería decir muchas cosas, pero sólo le salió la más necia:
—¡Comamos!
Incluso años después, le irritaría pensar que de todas las aperturas poéticas que había preparado cuidadosamente sólo quedara ese obtuso «comamos».
Más tarde no sabría decir cuántas veces se amaron aquella mañana. La besó una vez más y dijo:
—Si algún día me preguntan si creo en el Paraíso, diré que no sólo creo en él, sino que lo he vivido. —Acarició su rostro y le besó la yema de los dedos.
Al levantarse de la cama y ponerse el reloj de pulsera, Nura lanzó un silbido entre dientes.
—Cuatro horas de amor, señora Nura, la felicitamos por su estancia en el paraíso de los sentidos —se dijo con ironía.
—¿Ya te vas? —preguntó Salman, ceñudo.
—No, no, pero quiero estar vestida cuando te lea algo muy triste; no puedo leer una cosa así tumbada, y menos aún desnuda o en pijama. Lo he heredado de mi padre. Siempre se viste con toda distinción para leer, como si fuera a encontrarse con el autor o el protagonista de la historia.
»Cuando haya terminado, volveré a la cama y te amaré tan salvajemente como una mona a su mono.
Él se incorporó de un salto.
—Entonces tengo que levantarme. Soy el anfitrión, y no procede que una invitada esté elegantemente ataviada y el anfitrión ande por ahí desnudo.
Se vistió con rapidez, ordenó la cama, se peinó y se sentó enfrente de ella.
—Bueno, no he encontrado nada sobre esa alianza secreta —empezó Nura—. Debe de tratarse de una confusión o un malentendido. Tampoco mi padre sabe nada de eso. Le dije que había leído un artículo periodístico que hablaba de la alianza secreta de los calígrafos. Mi padre me recomendó no tomar tan en serio a los periodistas, porque tener que informar todos los días es un trabajo duro, y un periódico que no exagera sucumbe. Pero sobre Ben Muqla he encontrado algo, una historia muy triste que hace tiempo mi marido publicó en una revista.
»La he copiado para ti, y tan sólo he convertido el tiempo islámico en tiempo cristiano. ¿Quieres leerla o que te la lea?
—Léela, por favor —pidió Salman.
Ben Muqla nació en Bagdad en el año 885 u 886. No se conocen datos más exactos porque vino al mundo en una familia muy pobre. Murió en julio del 940; esta fecha es precisa porque murió en prisión bajo vigilancia y porque para entonces era famoso en todo el mundo árabe e islámico. Su propio nombre es una curiosidad: Muqla, una palabra poética para «ojo», era el apelativo cariñoso que su abuelo le había dado a su madre, porque amaba especialmente a aquella hija. Muqla se casó con un pobre calígrafo, y desde entonces la familia no se llamó por el nombre de su marido o la estirpe de éste, sino por el de ella, lo que tanto entonces como hoy era y es una rareza en Arabia. Todos los hijos y nietos de Muqla fueron calígrafos, pero el más famoso fue indiscutiblemente Muhamad Ben Muqla.
Fue el calígrafo árabe más grande de todos los tiempos, un arquitecto de la escritura. No sólo inventó varios estilos de letra; además, cimentó la teoría de las medidas de las letras y su armonía y simetría. Su teoría de la proporción sigue vigente hoy. Conforme a ella es fácil comprobar si algo está bien o mal caligrafiado.
El alif, la a árabe, es un trazo vertical, y Ben Muqla lo eligió como referencia de las demás letras. Desde entonces, todos los calígrafos fijan al principio la longitud del alif para la escritura elegida. El cálculo se hace con puntos verticales sucesivos. El punto se rige a su vez por la pluma empleada y se realiza apretando la pluma contra el papel. Todas las demás letras, ya sean horizontales o verticales, adoptan un tamaño que Ben Muqla calculó y fijó con un número de puntos. También los redondeos de algunas letras se sitúan en un círculo cuyo diámetro corresponde a la longitud del alif. La observancia de esa medida corresponde a la observancia del ritmo en una obra musical. Sólo a través de ella la escritura resulta armoniosa y se convierte en música para el ojo. Después de años de práctica, los maestros dominan esas reglas de manera automática. Pero los puntos permiten comprobar rápidamente si la proporción es buena.
Ben Muqla era un dotado matemático, erudito de la escritura y científico de la naturaleza. Había leído los escritos de teólogos y ateos como Ben al Rawandi, Ben al Muqaffa, al Rasi y al Farabi. Pero, sobre todo, le fascinaba el erudito universal Al Gahiz. Sin embargo, al contrario que éste, él se entregó a la cercanía de los poderosos. Al Gahiz no aguantó más de tres días en la corte del gran mecenas de las ciencias y la literatura, el califa Al Mamun, hijo del legendario Harun al Rashid.
Ben Muqla fue primer visir —lo que corresponde al actual primer ministro— de tres califas sucesivos. Pero esa proximidad, que siempre buscó, acabó convirtiéndose en funesta.
Reconocía que la escritura árabe no era una obra divina, sino humana. Su belleza lo maravillaba, pero también reconocía sus debilidades. Por eso empezó pronto a considerar maneras de reformar cautelosamente el alfabeto, la fuente de la escritura; experimentaba, anotaba y esperaba el momento adecuado. Bagdad era entonces la capital de un imperio, el centro del poder mundano y religioso del islam.
Muchos eruditos y traductores de su tiempo se quejaban de que faltaban letras necesarias para reproducir algunos sonidos y nombres de países e idiomas lejanos. Esa crítica insufló a Ben Muqla el valor para seguir su camino. Y entonces su investigación de la naturaleza lo llevó a la idea decisiva. Por supuesto, sabía que los fanáticos religiosos contemplaban la escritura árabe como sagrada, porque en esa lengua estaba plasmada la palabra de Dios en el Corán. Pero también sabía que la escritura árabe ya había sido reformada varias veces.
Asimismo, el cambio más radical se había hecho en Bagdad, más de cien años antes del nacimiento de Ben Muqla. Hasta entonces, la lengua árabe no conocía las letras con puntos, y como muchos signos eran parecidos, las dudas, los malentendidos y las malas interpretaciones acompañaban a cada lectura, incluso cuando eran eruditos quienes leían. Se había intentado mejorar la escritura con pequeñas reformas, pero entonces se produjo la mayor y más radical de ellas.
Se añadieron puntos —encima o debajo— a quince letras, más de la mitad del alfabeto árabe. De ese modo se podían evitar casi completamente los fallos de lectura. El califa Abdulmalik ben Marwan y su sanguinario gobernador de la provincia oriental Al Hagag asfixiaron todas las voces conservadoras que se alzaban contra cualquier reforma. El califa ordenó transcribir de nuevo el Corán con la escritura reformada, y desde entonces cualquier estudiante pudo reconocer claramente las palabras y leer sin faltas el libro sagrado.
Pero no sólo se beneficiaron los textos religiosos. También la lengua árabe de la poesía, la ciencia y la vida cotidiana ganó en agudeza y claridad. Sin embargo, tal paso habría sido imposible sin la fuerte mano del califa.
Ben Muqla lo sabía. Y también él necesitaba el respaldo de un califa ilustrado y con amplias miras para imponer la gran reforma que había que acometer. Amaba la escritura como si fuera un hijo, lo puso todo a su servicio y, al final, lo perdió todo.
¿Le importaba alcanzar el poder, como afirmaban sus enemigos, que hacían circular informes llenos de odio sobre planes revolucionarios y llenaban página tras página de justificaciones deslavazadas? No; Ben Muqla ya lo había alcanzado todo antes de dar el paso radical para la reforma que condujo a su ruina.
Sirvió como preceptor al vigésimo califa de los abasíes, Al Radi Bilá, y le enseñó filosofía, matemáticas y lengua. Fue como Aristóteles para Alejandro Magno, pero el califa Al Radi Bilá no tenía el gran espíritu del conquistador macedonio.
Cuando Ben Muqla estaba todavía en el cenit de su fama, se construyó un palacio en Bagdad que se convirtió en leyenda. En los grandes sillares del muro interior del jardín estaba cincelado, según una muestra diseñada por él mismo: «Lo que yo cree sobrevivirá al tiempo.»
El palacio tenía un jardín inmenso, que por amor al mundo animal convirtió en un zoo único, donde los animales podían moverse libremente por cercados separados entre sí. Para dar también a los pájaros la sensación de libertad, ordenó cubrir su zoo con una red de seda. Un nutrido grupo de guardias y cuidadores se ocupaba de los animales, bajo la dirección de un científico persa llamado Muhamad Nuredin.
Ben Muqla quería entender la creación mediante la observación del mundo animal. Sus colaboradores empezaron a experimentar con cruces que causaron admiración en la corte del califa, pero también odio y desprecio. Nada de todas aquellas discusiones y experimentos atravesó los gruesos muros del palacio, y el pueblo se mantuvo ignorante de ello.
Sin duda, los colaboradores de Ben Muqla consiguieron pronto pequeños éxitos tanto con pájaros como con perros y gatos, ovejas y cabras, asnos y caballos, pero muchos experimentos produjeron malformaciones.
Los progresos en el campo de las ciencias naturales lo animaron a dar otro paso que podría reportarle fama mundial. Al Radi Billah mostraba gran inclinación hacia él. Ben Muqla vio en el califa al hombre que podía apoyarlo en la crucial reforma de la escritura. Al Radi tenía veinticuatro años y era un hombre abierto, que escribía poemas y amaba el vino y las mujeres. Había expulsado de Bagdad a los eruditos conservadores y solamente se rodeaba de teólogos liberales, pero, como los posteriores califas, cada vez tenía menos que decir en su corte. Los burócratas palaciegos, los príncipes, los altos oficiales y las propias esposas del mandatario se encargaban, mediante intrigas y conspiraciones, de que ningún reformista permaneciera mucho tiempo cerca del gobernante.
Con su prestigio, su sabiduría y su riqueza, Ben Muqla atrajo mucho odio y envidia. Por aquel entonces se hallaba al final de la cuarentena, y era consciente de que el califato estaba cada vez más deteriorado. Le preocupaba no poder llevar a cabo sus proyectos reformistas. Bagdad se había convertido en un centro de inquietudes, revueltas y complots. Él mismo era de naturaleza orgullosa y temperamento ardiente. No pocas veces reaccionaba con irritación, impaciencia y brusquedad ante los funcionarios de la corte, lo que lo hacía impopular en el entorno inmediato de Al Radi.
Sin embargo, a pesar de todas las intrigas y conspiraciones dirigidas contra él, siguió siendo visir del joven califa. De ese modo, sintiéndose confirmado en su genio, Ben Muqla se volvió arrogante.
Algunos amigos fieles, preocupados con razón, le aconsejaron que se alejara de palacio y disfrutara de su fama de gran calígrafo, pero él tenía ambiciosos planes de reforma para el alfabeto árabe, y para eso necesitaba el apoyo del califa contra el poder de las mezquitas. No obstante, se equivocó al valorar al gobernante y pagó un alto precio por ello.
Ben Muqla había estudiado las lenguas persa, árabe, aramea, turca y griega, así como las metamorfosis de la escritura árabe desde sus orígenes hasta su época. Minuciosos estudios le permitieron inventar un nuevo alfabeto árabe, que con sólo veinticinco letras podía reproducir todas las lenguas conocidas entonces. A cambio, debían desaparecer algunas letras «muertas» y había que admitir algunas nuevas. Por si acaso la resistencia fuera demasiado grande, planeó mantener las letras del viejo alfabeto y acoger cuatro nuevas, concretamente p, o, w y e, con las que podría reproducir mejor las palabras persas, japonesas, chinas, latinas y muchas lenguas de África y Asia.
Sabía que la mera idea de una modificación de la escritura estaba considerada pecado mortal por todos los califas. Ellos, que albergaban en sus palacios hasta cuatro mil mujeres y eunucos para su propio disfrute y que no pocas veces eran más adeptos al vino que a la religión, eran implacables en cuestiones religiosas. Ordenaban azotar o matar de manera bárbara a conocidos filósofos y poetas si exigían la menor reforma de la estructura de poder o la religión, o si ponían en duda el Corán.
Los califas se veían sin el menor embarazo como «la sombra de Dios en la Tierra», y a su califato como la perfecta expresión del poder divino. Por eso reaccionaban —y más aún sus administradores— de manera absolutamente inflexible a toda propuesta de cambio.
Con sus revolucionarias reformas, Ben Muqla quería aumentar la claridad de las letras árabes, y no sospechaba que al hacerlo apoyaba a los gobernantes suníes en su lucha contra los chiíes. Las fracciones extremistas de éstos, como los ismailiés, siempre habían contemplado el Corán como un libro con varios niveles y posibilidades de explicación. Algunos extremistas iban tan lejos como para afirmar que lo que el pueblo entendía del Corán era al saher, sólo la superficie, la envoltura, que ocultaba un interior, batin, mucho más complejo. Por eso se denominaban a sí mismos «batiníes». Según su doctrina, cada palabra del Corán tenía un doble sentido. La doctrina de los suníes se oponía diametralmente a esto: según ella, en la lengua de Dios no había ambigüedad ninguna.
El califa de Bagdad, sus consejeros, filósofos y teólogos eran suníes. Disfrazaban su lucha contra los chiíes como la lucha de un califa creyente y elegido por Dios contra los renegados y los infieles. Estaban entusiasmados con que Ben Muqla hubiera diseñado un sistema preciso para la medida de las letras, y también con la sencilla, hermosa y esbelta escritura nasji con que los copistas —nasj significa «copiar»— podían transcribir el Corán de manera clara y sin arabescos. Esa escritura es hasta hoy la más utilizada para imprimir libros.
Ahora las palabras del Corán eran inequívocamente legibles, y los escritos de Ben Muqla, la mejor arma en la batalla contra la oposición chií. Pero el califa y sus teólogos no sospechaban que el calígrafo deseaba reformar la escritura de manera aún más radical.
Al Radi quería a Ben Muqla y lo elogiaba en público, pero cuando éste le confió en detalle su nueva caligrafía, quedó impresionado. Le advirtió que sus enemigos se estaban rebelando contra él, pero el calígrafo interpretó la advertencia como el comentario de un aliado, así que mantuvo su proyecto y empezó a reunir a su alrededor a quienes pensaban como él. Algunos eruditos y traductores conocidos compartían su opinión sobre la necesidad de una reforma radical de la escritura y el lenguaje, pero intuían el riesgo, porque los conservadores veían en ello un ataque al Corán. Por eso la mayoría de los reformadores se contenían. Pero Ben Muqla despreció el peligro porque estaba seguro de la simpatía de Al Radi.
Sus enemigos se enteraron de sus planes, se los revelaron al califa y los relacionaron con los experimentos con animales, que en su opinión sólo tenían el objetivo de escarnecer a Dios ya que Ben Muqla jugaba a representar el papel del Creador. ¡Y ahora ese hombre quería cambiar el sagrado lenguaje del Corán! Acto seguido, el joven califa exigió a Ben Muqla que abandonara su proyecto.
Pero el calígrafo, que en su corazón era muy creyente pero no fanático, le aseguró que preferiría morir a dudar de una sola palabra del Corán. La simplificación de la escritura árabe serviría más bien para alcanzar una mayor difusión del Corán.
Los dos amigos se separaron presas de un peligroso malentendido: ambos creían haber convencido al otro.
El califa quería proteger de las intrigas a su apreciado erudito, y pensaba que éste había advertido el peligro que amenazaba su vida. En cambio, Ben Muqla creía tener razón como reformador, y consideraba que su camino era el único posible para elevar la escritura árabe a la altura de un imperio.
Escribió varios tratados en que enumeraba los defectos de la lengua y la escritura árabes y hacía propuestas para corregirlos.
Al principio el califa no se opuso al cambio. Pero los eruditos lo amenazaron con negarle su obediencia y mantenerse fieles al islam si aprobaba la reforma de Ben Muqla. El gobernante, que ya había vivido el asesinato de su padre por parte de la plebe indignada y el de su tío a manos de una conspiración palaciega —él mismo había escapado por poco a un atentado—, sabía lo que eso significaba.
Los intrigantes le dijeron que Ben Muqla había conspirado contra él. Al Radi montó en cólera y, sin interrogarlo primero, ordenó detenerlo. Pero no tuvo el valor de castigar personalmente al gran calígrafo y visir, sino que delegó la ejecución de la pena en un emir y funcionario de confianza, sin sospechar que éste llevaba la voz cantante en la conspiración contra Ben Muqla. El emir mandó azotar al calígrafo, que sin embargo no reveló el lugar donde escondía la copia de su nuevo alfabeto. Entonces el funcionario ordenó que le cortaran la mano derecha, le expropió sus bienes y mandó que prendieran fuego a su palacio y su zoológico. Se cuenta que ardió todo salvo el trozo de muro en que se leía la palabra «tiempo».
Lo que no devoró el fuego lo robó el pueblo hambriento de Bagdad. Los intrigantes afirmaron públicamente que Ben Muqla había conspirado contra el califa. Esa mentira de los historiadores palaciegos fue desvirtuada por el hecho de que el calígrafo no acabó ejecutado —como era habitual en tales casos—, sino curado por el médico del califa e invitado a la mesa del soberano.
Ben Muqla lloró su mutilación el resto de su vida: «Me han cortado la mano como a un ladrón, la mano con que he transcrito el Corán dos veces.»
Tenía entonces cincuenta años, y no quería rendirse. Ató hábilmente el cálamo al muñón de su brazo. Así pudo volver a escribir, aunque no de manera tan bella como antaño. Fundó la primera gran escuela de caligrafía para seguir difundiendo su sabiduría y reunir a los más dotados en un círculo de iniciados que entendieran, interiorizaran y transmitieran sus reformas, en caso de que le ocurriera algo. Lo amargaba que sus eruditos se hubieran distanciado públicamente de él cuando fue castigado. Ahora quería plantar el saber secreto de la escritura en el corazón de los jóvenes calígrafos, para salvarlo tras su muerte.
Pero no sospechaba que de ese modo iba a caer de nuevo en la trampa de sus enemigos, que volvieron a presentar sus planes para la escuela como una conspiración contra el califa.
El soberano se indignó porque Ben Muqla no lo escuchaba, y ordenó a sus jueces mantenerlo preso en una casa lejos de la ciudad y cuidar de que no pudiera dictar sus secretos a nadie más. Allí viviría el calígrafo hasta el fin de sus días, a costa del palacio, pero sin poder hablar con nadie excepto sus guardianes.
Uno de sus mayores enemigos ordenó que le cortaran la lengua y lo arrojaran a una mazmorra al borde del desierto, donde vivió aislado y miserablemente. De nada sirvieron las protestas de los poetas y eruditos de su tiempo.
Ben Muqla murió en julio de 940. Los grandes poetas de su época, como Ben Rumi y Al Sauli, pronunciaron conmovedores discursos junto a su tumba. Si realmente hubiera estado involucrado en una conspiración contra el califa o el Corán, como afirmaban sus enemigos, ningún poeta se habría atrevido a ensalzarlo, y no digamos a mostrar pena, porque todos los poetas y eruditos de aquel tiempo trabajaban en la corte del califa y vivían de su bondad.
«Lo que yo cree sobrevivirá al tiempo», dice la cita más famosa de Ben Muqla que nos ha llegado, y hasta hoy da testimonio de la visión de un hombre que sabía que las reglas que estableció para la caligrafía árabe estarían vigentes mientras esa escritura existiera.
Nura concluyó la lectura, juntó las hojas y las depositó encima de la mesa.
En la pequeña habitación reinó el silencio. Salman quería decir muchas cosas, pero no encontraba las palabras.
—Jamás fue un conspirador —musitó Nura.
El joven asintió, y en ese momento oyeron chirriar la verja del jardín.
—¡Viene alguien! —exclamó Nura palideciendo, y se puso el abrigo a toda prisa—. Ve a ver, y no te preocupes por mí. Si es Karam, me iré.
Señaló con la cabeza en dirección a la ventana y la abrió antes de que Salman alcanzara la puerta de la habitación. Sólo tenía que pasar por encima del alféizar para salir de allí.
—Bueno, mi pequeño calígrafo —saludó Karam en la entrada de la casa—. Se me ha ocurrido venir a echar un vistazo. Hoy no hay trabajo en la cafetería —Dejó la bolsa del pan en la mesa de la cocina y observó a Salman—. Pero estás pálido. ¿Le ocultas algo a tu amigo Karam?
Sin más preguntas, abrió la puerta del cuarto de Salman y se detuvo en el umbral. El joven esperó oír un grito. El corazón le martilleaba el pecho.
Decepcionado, Karam regresó a la cocina.
—Pensaba que quizá tenías visita. No tengo nada en contra, pero no debes ocultármelo. ¿Por qué estás tan pálido?
—Me has asustado. Pensé que eras un ladrón.
Salman volvió a su habitación, cerró la ventana —que Nura había dejado entornada—, se sentó a la mesa y metió en el cajón el fajo de hojas con la historia de Ben Muqla. Karam estaba hablando por teléfono, probablemente con Badri, pero éste no parecía dispuesto a ir a verlo.
El joven registró el cuarto en busca de cosas que pudieran delatar a Nura, y agradeció aliviado que ella hubiera recogido todo tan rápida y perfectamente y ya no hubiese rastro del desayuno compartido.
De pronto, descubrió en el suelo el pasador de pelo plateado de Nura. Cogió el hermoso adorno y lo apretó contra su rostro.
Estuvo a punto de llorar, pues sentía mucho haberle causado tanto sobresalto y miedo con su invitación. Y aun así, su corazón reía por la decepción de Karam.
Abrió el cajón para hojear de nuevo el artículo sobre Ben Muqla. Entonces descubrió la última página que Nura iba a leerle: un poema que una mujer había escrito sobre su amante en el siglo XI.
Volvió a meter las hojas en el cajón rápidamente.
Karam ya estaba en la puerta.
—Hoy estás muy trabajador. ¿Has comido algo? —preguntó.
Salman negó con la cabeza.
—No tengo hambre —dijo, y se inclinó de nuevo sobre su cuaderno.
Karam se puso detrás de Salman y leyó en voz alta la hoja que tenía delante:
—«La escritura es un equilibrio universal entre lo terrenal y lo celestial, lo horizontal y lo vertical, la curva y la recta, lo abierto y lo cerrado, lo ancho y lo estrecho, la alegría y la tristeza, la dureza y la ternura, la severidad y el juego, la energía y la caída, el día y la noche, el Ser y la Nada, el Creador y la Creación.» —Se detuvo—. Maravilloso proverbio. ¿De dónde lo has sacado? —preguntó.
—De un cuaderno grande y grueso donde el maestro reúne sus secretos; lo guarda con sus cosas más importantes en un inmenso armario.
—¿Qué clase de cosas?
—Sus recetas para las tintas secretas, dos libros sobre escritos secretos, el cuaderno con las láminas de oro, sus caros cuchillos, sus recetas de tintas y ese grueso cuaderno.
—¿Y qué hay en el cuaderno, aparte de sabios proverbios?
—No lo sé, sólo pude echar un vistazo. Es muy gordo —respondió Salman, y ordenó sus notas tratando de ocultar su nerviosismo. Luego se llevó la mano a la boca, como si se hubiera acordado de algo—: Sí, dice algo sobre letras vivas y muertas, pero no lo entendí. A veces hay páginas en escritura secreta. Las letras son árabes, pero la lengua no es árabe, persa ni turco —añadió.
—¿Letras muertas? ¿Estás seguro? —preguntó Karam, sorprendido.
—Sí, pero ¿por qué te interesa eso?
—Bueno, siempre vale la pena saber qué trama la gente inofensiva. ¿Letras muertas? —repitió, y sus ojos brillaron con un fulgor demoníaco.
Karam debía regresar a la cafetería y por fin dejó solo a Salman. Éste fue a la cocina y se subió a una silla para mirar la calle por un ventanuco que había sobre el estante de las especias. Vio a Karam caminando en dirección a la parada del tranvía.
Se preparó un té y fue tranquilizándose poco a poco. Cuando llamó a Nura, ya eran más de las cuatro.
—Soy Salman —dijo inquieto—. ¿Todo bien?
—Sí, amor mío. Pero al saltar por la ventana al jardín he perdido mi pasador.
—No, no; se te había caído antes, debajo de la cama. ¿Me dejas guardarlo como recuerdo de nuestra primera aventura?
—Es tuyo. Me lo compré hace años con la propina de una rica clienta de la modista Dalia. Pero dime, ¿qué clase de repentina visita de control era ésa?
—Yo tampoco lo entiendo. ¿Ha sido casualidad o asalto, pura curiosidad o quería sorprendernos? Y si es así, ¿por qué?
—Quizá para chantajearme. Tal vez sea un pobre diablo solitario...
—No, no —la interrumpió Salman—. A Karam no le interesan las mujeres, supongo que me entiendes, de eso estoy seguro; y precisamente por eso resulta inverosímil su visita repentina, diciendo que se aburría en la cafetería.
Hablaron un rato, plantearon sus conjeturas y se perdieron en sus ensoñaciones, pero entonces a Salman se le ocurrió algo que quería contarle a Nura a toda costa.
—Reza por mí para que el interrogatorio transcurra en paz —le pidió. Habría preferido contárselo en la cama y saborear sus besos de consuelo, pero lo había olvidado.
—¿Qué interrogatorio?
—Alguien ha espiado al jefe y ha revelado la noticia de la inminente fundación de la escuela de caligrafía a sus enemigos, los fanáticos, antes de que se anunciara oficialmente. Y Radi, el simpático oficial, me ha advertido porque ha oído que el maestro Hamid y su ayudante Samad sospechan de mí.
—¡De ti por cristiano! ¿Cómo pueden ser tan necios como para creer que estás en el mismo barco que los fanáticos radicales musulmanes? Pero estate tranquilo: Hamid es imposible como marido, pero es un hombre inteligente y cauteloso. No rezaré; probablemente todo esto sea una broma de mal gusto. Ya verás —dijo a modo de despedida antes de colgar.
Salman trabajó alrededor de una hora, pero luego se puso tan nervioso y le falló tanto la concentración que guardó sus cuadernos y notas en un cajón y se metió el pasador en el bolsillo. Cuando abrió la puerta para salir se llevó un buen susto, porque en ese momento Karam entraba de nuevo en la casa.
—Mira, resulta que hoy no tengo ganas de estar en el café, así que he pensado volver y preparar la comida. Ya has trabajado bastante —dijo, y sonrió con frialdad.
—Muchas gracias, pero he de regresar a casa. Mi madre no se encuentra bien —respondió Salman, y por primera vez tuvo miedo de Karam.
Fuera, el viento de la tarde era fresco. El tranvía recorrió la Damasco nocturna, y al joven le pareció que la ciudad mostraba un rostro distinto al del día. Los damascenos tenían prisa. Se apresuraban por las calles cargados con bolsas de la compra, con mil planes en mente, contentos y cansados a la vez.
Por un momento, Salman olvidó que estaba en un tranvía. Se sintió como en un carrusel que giraba ante cuartos iluminados, tiendas de colores, niños felices, y hombres y mujeres encorvados por el peso de los años. Cerró los ojos un instante. Cuando volvió a abrirlos, vio de frente el rostro risueño de un borracho. Éste se volvió y preguntó a voces al conductor:
—¿Vas a Argentina hoy?
El conductor parecía conocerlo.
—No, hoy no —respondió—. Hoy vamos a Honolulu. A Argentina iremos el treinta de febrero.
Muy pocos viajeros se dirigían, como Salman, al centro de la ciudad. Allí subió a otro tranvía con destino a Bab Tuma, en el barrio cristiano. Iba bastante lleno, y él se alegró de encontrar sitio. Hombres y mujeres bien vestidos bromeaban entre sí de camino a una fiesta.
No podía quitarse de la cabeza el brillo demoníaco que había advertido en los ojos de Karam. Se preguntó por qué su amigo sentía de pronto semejante interés por los secretos del calígrafo. Pero precisamente entonces el tranvía tomó una curva con todo ímpetu. El conductor, contagiado por el festivo pasaje, empezó a cantar con los pasajeros y metió hasta los topes el cambio de marchas. Una hermosa mujer, bastante entrada en carnes, no pudo sujetarse y aterrizó riendo en el regazo de Salman. Algunos más también cayeron de golpe, unos en brazos de otros. El conductor miró por el retrovisor a sus zarandeados pasajeros, frenó y terminó de embarullar a la multitud, que chilló divertida.
—¡Pobre muchacho, vas a aplastarlo! —gritó un hombre con un bonito traje azul oscuro y un clavel rojo en la solapa.
—¡Tonterías! Se está divirtiendo —replicó otro con uniforme de gala.
Entre risitas, la mujer trató de levantarse del regazo de Salman. Él aspiró el aroma de su perfume, una mezcla de flores de limón y manzanas maduras, cuando su mejilla le rozó un momento el rostro. Absorbió el olor. La mujer se puso en pie y miró confundida a Salman.
Habrían de pasar años antes de que el joven volviera a ver aquel brillo demoníaco en los ojos de Karam. Con un gran esfuerzo regresaría mentalmente al paraíso que había saboreado en los brazos de Nura. Y también recordaría el trayecto nocturno en aquel tranvía, y entonces comprendería por qué el diablo había dado aquel fulgor a los ojos de Karam.
La noche siguiente a su curioso viaje en tranvía, Salman se enteró de que Shimon el verdulero había huido a Israel. ¿Por qué? En los días posteriores alzó la mirada desde su ventana al cuarto de Shimon, esperando ver luz. Pero siempre estaba oscuro.
Apenas un mes después, un matrimonio alquiló la vivienda de dos dormitorios. Y el arrendador de la tienda se quejaba, incluso años después, de que Shimon se había ido debiéndole el alquiler de tres meses. Pero Salman y todos los vecinos del albergue de caridad sabían que aquel avaro mentía. Sólo las legumbres secas, el aceite de oliva y las frutas exóticas que ahora eran de su propiedad equivalían al alquiler de un año.