26
Aquella mañana, Salman tenía la tarea de dibujar por sí mismo la sombra de un gran proverbio hecho por Samad. Era el primer trabajo de responsabilidad que le confiaban. Por eso no escuchó la conversación que el maestro mantenía por teléfono.
—Salman —lo sobresaltó Hamid en medio del trabajo—. Has de llevarle a mi esposa una cesta con nueces del verdulero Adel, y de camino recoge las especias que he encargado en Halabis. Dile que comeré con el ministro de Cultura, y que por tanto no necesita enviarme nada —añadió, tan alto como si quisiera informar a todos sus empleados.
Salman se extrañó, porque su maestro habría podido decirle todo eso a su esposa por teléfono. Y de hecho después la llamó, se lo repitió todo y le dijo que por la tarde fuese a casa de sus padres. Él la recogería cuando volviera del ministerio, donde iba a participar en una importante reunión de expertos.
Salman terminó su tarea poco después de las diez, y Samad elogió la limpieza de su trabajo. Como sabía que el maestro ya no iba a regresar, envió al muchacho a casa.
—Cumple el encargo de las nueces y demás y disfruta de la tarde. Basta por hoy. Mañana temprano vuelve a estar aquí fresco y puntual, y él también estará satisfecho —le dijo Samad amablemente. Él tenía cosas que hacer hasta entrada la tarde, y luego también se iría a casa.
Salman dejó la bicicleta, pues prefirió ir andando a ver a Nura. Llevaba la pesada cesta en equilibrio sobre la cabeza, y se abría paso con esfuerzo entre transeúntes, carros y asnos, todos pesados y torpes aquel día, sin otra intención que cruzarse en su camino.
Nura lo besó en los ojos.
—No sólo tienes espléndidas orejas, sino también los ojos más bellos que jamás he visto. Son redondos e inteligentes como los de los gatos —le dijo cuando él estaba a punto de acariciarle la nariz.
Todavía años después, Salman pensaría que Nura había sido la primera mujer en su vida que había encontrado algo hermoso en él. Sara lo quería, pero no había dedicado una sola palabra de elogio a sus ojos. A él le parecía que eran bonitos. Pero que Nura considerara «espléndidas» sus orejas le resultaba incomprensible.
—Enséñame a jugar a las canicas —solicitó ella de pronto—. Siempre he envidiado a los chicos de mi calle, porque a las chicas nunca nos dejaban jugar. —Y le llevó una cajita de madera con diez canicas.
Jugaron. Nura era muy hábil, pero no pudo vencerlo.
—Sólo te falta práctica —aseguró el joven cuando ella admiró su destreza—. El patio del albergue es una dura escuela, y me desollé las manos jugando.
Se puso en cuclillas tras ella y le tomó la mano derecha para enseñarle a coger mejor las canicas. Una ola de calor inundó a Nura y su corazón latió fuertemente de deseo, pero se contuvo para aprender el juego.
Ambos estaban desnudos.
—Si viene tu marido, cinco minutos después estaré en el infierno —dijo Salman al recoger las canicas.
—Qué va —replicó ella—. Debido a la caligrafía, no se mancharía las manos. No; repetiría tres veces la fórmula: «Te repudio, te repudio, te repudio» y se libraría de mí. Es distinto que entre vosotros; el lazo que une a una musulmana es la lengua de su marido. El hombre necesita un testigo, y contigo tiene a culpable y testigo en uno. —Lo empujó hacia el sofá y le dio un cachete en el trasero.
—Pero yo no sirvo como testigo. Olvidas que soy cristiano —respondió Salman, y la besó en los hombros.
—No lo olvido, pero ahora olvídate tú de mi marido —repuso ella, y lo besó.
Y Salman lo olvidó todo.