13
—El cómo fui a parar a mi primer marido tiene que ver, naturalmente, con mis padres —contó la modista un día—. Gozaban de mucho prestigio aquí en el barrio de Midan, y tenían una casa hospitalaria. A mi padre, y más aún a mi madre, les gustaba el aguardiente como si fueran cristianos. Y eso que eran musulmanes creyentes, pero consideraban las normas y prohibiciones tan sólo como reglas necesarias para mantener el orden en las sociedades primitivas. Nunca los vi borrachos.
»Desde la época otomana, nuestro barrio de Midan era conocido como rebelde, y así siguió también bajo los franceses, que a veces lo cerraban con una maraña de alambre de espino y controlaban a todo el que quería entrar o salir. Y cuando ni siquiera eso servía, los franceses bombardeaban el barrio.
»Mi padre era algo así como el cabecilla. La gente vivía muy apretada y se conocía bien. Mis padres tenían fama por su hospitalidad, de modo que cualquier forastero era llevado ante mi padre, cortésmente o por la fuerza. Si el forastero era trigo limpio, se le atendía a cuerpo de rey y todos los vecinos le preparaban un banquete. Pero si tenía malas intenciones, era expulsado del barrio o recibía un castigo aún peor. Durante los años de la sublevación, dos espías fueron desenmascarados, ejecutados y depositados junto al alambre de espino con un papel en el pecho donde ponía: “Saludos a Sarai.” El general Sarai era el jefe de las tropas francesas de Siria.
»Un frío día de enero de mil novecientos veintiséis (el país estaba convulso desde el estallido de la gran sublevación contra los franceses en verano de mil novecientos veinticinco) un joven de Alepo llegó a nuestra casa. Quería aprender cómo la gente del barrio de Midan organizaba la resistencia contra los franceses. Se llamaba Salah, y sabía recitar maravillosos poemas.
»Cuando me vio, deseó casarse conmigo en el acto, y mi padre estuvo de acuerdo. Salah provenía de una familia prestigiosa y bastante acaudalada. Desde el punto de vista de mi padre, era más que razonable dar a un admirador del barrio de Midan a una hija de ese mismo barrio como esposa. No me preguntaron. Yo era una chiquilla de dieciséis años, y las miradas de los hombres hacían que me temblaran las piernas. Yo tenía unos ojos preciosos y un cabello largo y rizado.
Dalia se sirvió aguardiente, añadió agua y tomó un gran sorbo.
—Salah estuvo encantador conmigo durante toda la celebración de la boda. Y mientras los invitados cantaban y bailaban, él me recitaba un poema de amor tras otro. Yo estaba enamorada de él. Después de la fiesta fuimos al gran dormitorio. Salah cerró la puerta tras de sí y me sonrió. Sentí que me faltaba el aliento, como si al cerrar la puerta me hubiera puesto un saco en la cabeza.
»Intenté acordarme de los consejos de mi madre: oponer un poco de resistencia. Temblé de pies a cabeza por la incertidumbre. ¿Cómo se fingía un poquito de resistencia? Mi marido me desabrochó el vestido. Yo estaba a punto de desmayarme. Entonces él me preguntó si quería un trago de aguardiente. La botella estaba discretamente colocada en una cubitera con hielo picado. Asentí. “El alcohol da valor”, pensé. Mi madre me había dicho que también aviva el propio placer, para que una misma se entere de algo la primera noche. Salah dio un traguito. Yo apuré el vaso entero y sentí que el alcohol siseaba ardiendo en mi interior. Las manos de Salah buscaron apresuradas mi persona, mientras se desabrochaba al mismo tiempo la bragueta del pantalón.
»Para la noche de bodas, mi madre me había aconsejado que, cuando mi esposo me tocara los pechos, yo debía gemir para que siguiera, y cuando algo no me gustara, debía ponerme rígida como un trozo de madera. Sin embargo, cuando Salah metió la mano entre mis piernas, me puse tiesa como un palo de pies a cabeza, como una balsa que quiere seguir flotando pero se queda enganchada en algún sitio. Todo en mí estaba muerto. Él se desnudó por completo, y entonces vi su cosa: pequeña y torcida. No pude contener la risa. Salah me dio el primer bofetón porque su cosa no reaccionaba. Me abrió aún más las piernas, como si fuera a penetrarme un elefante. Yo lo veía, desnudo entre mis piernas. “¡Dios, qué feo!”, pensaba. Mi deseo se había ido volando por la ventana abierta. Él sudaba y olía de una forma extraña, no muy fuerte, pero extraña, casi como a pepinos recién cortados.
»Durante las siguientes horas, se esforzó sin ninguna consideración en meter en mi cuerpo su cosa medio flácida. Y al final fue su dedo el que permitió a mis padres y parientes, que esperaban fuera, celebrar aliviados la prueba de mi virginidad.
»Tres semanas después, Salah fue detenido en un control. Trató de huir porque transportaba armas. Fue abatido a tiros. El barrio entero desfiló detrás de su ataúd, y todos juraron venganza contra Sarai y los franceses. Hombres hechos y derechos lloraban como niños huérfanos. Mentiría si dijera que yo estaba triste. Durante aquellas tres semanas, Salah había sido alguien ajeno para mí. Por aquel entonces, las cebollas me sirvieron de ayuda. Creo que Dios ha creado las cebollas para ayudar a las viudas a estar a la altura de las circunstancias. Así fue en mi caso. Mis parientes me calmaban, preocupados por mi salud. Yo me sentía un monstruo, pero mi corazón estaba mudo.
Nura siempre había tenido algo de presbicia, así que pronto le costó trabajo enhebrar la aguja, de modo que le pusieron gafas. Eran las más feas y baratas que le ofrecieron, pero Sahar lo quiso así. De ese modo no seduciría a nadie: ésa fue la explicación. Nura se avergonzaba de llevarlas por la calle o en casa, y las dejaba en su cajón del taller. Su madre le aconsejaba no hablarle a nadie de ellas, porque la gente no quería nueras con gafas, y no digamos con presbicia.
Dalia, en cambio, siempre llevaba unas gruesas gafas, y Nura se quedó sorprendida el día en que se las quitó. De pronto la modista tenía unos grandes y hermosos ojos, y no, como de costumbre, unos guisantes metidos en unos anillos de cristal.
Nura adoraba el silencio cuando debía hacer durante horas una tarea mecánica y sencilla; entonces tenía tiempo para pensar en todo lo imaginable. Curiosamente, nunca pensaba en el matrimonio, como las otras jóvenes que trabajaban con Dalia. Le habría gustado amar apasionadamente a alguien que le robara el corazón y el entendimiento, pero no encontraba a nadie. A menudo componía mentalmente al hombre de sus sueños a base de trocitos: los ojos de un mendigo, el espíritu y la inteligencia de su padre, el ingenio del vendedor de helados, la pasión del vendedor de judías, la voz del cantante Farid al Atrash y el paso ligero de Tyrone Power, al que tanto admiraba en el cine.
A veces le entraba la risa al pensar que quizá un error estropeara el montaje, y el hombre de sus sueños fuera tan bajito como su padre, con la panza y la calva del vendedor de judías, el rostro inexpresivo del cantante y el mal carácter de Tyrone Power.
Un día, una compañera llegó deshecha al trabajo y contó entre sollozos que no había pasado la prueba.
—¿Qué prueba? —preguntó Dalia.
—La prueba del noviazgo —dijo la joven llorando.
Dalia regresó aliviada a su máquina de coser. Aquel día, la chica tuvo que ocuparse de recoger la cocina y preparar café, y se marchó a casa al mediodía a recuperarse, para que las clientas no vieran su rostro lloroso.
¿Qué había ocurrido? Los padres de un joven carnicero le habían echado el ojo como novia de su hijo. La muchacha fue examinada de arriba abajo, tironearon de ella de aquí para allá, y finalmente quedaron descontentos porque no tenía buenos dientes y sudaba de emoción. En el hammam, el examen terminó en fracaso porque descubrieron dos grandes y feas cicatrices en el abdomen de la chica. ¡Fin del sueño!
Mientras en la cocina la joven se quejaba desesperada de su destino, Nura se acordó de un volumen de pintura francesa en que una hermosa mujer desnuda, de delicado cuerpo y piel clara, era manoseada en el mercado de esclavos por un tosco hombre embozado, el cual examinaba sus dientes como hacen los campesinos cuando van a comprar un asno.
Sahar estaba entusiasmada con las dotes de modista de su hija. Y estuvo orgullosa toda su vida de la bata que Nura le regaló para la fiesta del Sacrificio. Era rojo oscuro, con arabescos en color más claro. El corte era sencillo, y Nura ni siquiera se había tomado muchas molestias.
Nunca antes y nunca después vio a su madre tan conmovida como aquel día.
—Toda mi vida quise ser modista y vestir a la gente con hermosas telas —sollozó Sahar—, pero a mi padre le parecía una vergüenza que una mujer se ganara el pan trabajando.
Curiosamente, tenía una absoluta confianza en Dalia, aunque ésta podía ser implacable. En una ocasión que Nura le contó que la habían invitado con su jefa a casa de un rico para cuya esposa trabajaban, Sahar no tuvo nada que objetar.
—Dalia es una leona, cuidará bien de ti —dijo confiada—, pero no le digas nada a tu padre. No le gustan los ricos, y te estropeará la visita con un sermón.
—Terminemos por hoy —dijo Dalia una tarde, dando la última puntada a un traje de verano para una buena amiga.
Revisó el vestido por última vez y se lo entregó a Nura, que lo repasó con la plancha.
—Esto hará a Sofía por lo menos diez años más joven.
Cogió la botella de aguardiente, los cigarrillos y un vaso y salió a la terraza. Allí abrió el grifo del surtidor, y el agua chapoteó suavemente en la pequeña pileta. Nura la siguió. La curiosidad de la muchacha terminó llevando la conversación hacia la vida de Dalia después de la muerte de su marido.
—Kadir, mi segundo marido —contó la modista—, era mecánico de automoción. Era mi primo, y trabajaba en las afueras de Damasco, en un gran taller. Para mí era un chico callado y peludo como un mono. En la familia bromeaban diciendo que su madre había tenido un lío con un gorila. Pero la cosa no era para tanto.
»Kadir apareció tras la muerte de mi primer marido. Estaba a punto de abrir su propio taller. Yo ni siquiera tenía diecisiete años y no vivía en las calles de Damasco, sino en las películas que veía entonces.
»Él era un buen mecánico y tenía suerte. Pronto se le amontonó la clientela. Cuando venía de visita, siempre olía a gasolina. Pasaba callado la mayor parte del tiempo, o hablaba de coches con mi padre, que entonces era uno de los primeros en conducir un Ford.
»A mí no me gustaba mi primo Kadir, pero a mi madre sí, y más aún a mi padre, cuyo coche sería reparado gratis en adelante. “Kadir tiene unas manos bendecidas. Desde que tocó el coche, esa vieja chatarra no ha vuelto a dar problemas”, lo alababa.
»Mi prometido era exactamente lo contrario al amante que yo había perfilado en mi imaginación. Yo soñaba con un árabe esbelto y elocuente, de ojos grandes, fino bigote y patillas afiladas como cuchillos. Siempre que yo quería verlo, él venía con el rostro rasurado. Su pelo brillaba ondulado, y siempre llevaba una revista o un periódico bajo el brazo. Y a ese amante le interesaban mis labios y mis ojos más que mi trasero. Encontraba sensuales mis palabras y se abismaba en mis ojos.
»Pero ese amante cayó muerto al primer golpe que le dio mi esposo en la noche de bodas. A Kadir no le importaban ni los peinados ni las revistas, y para él las películas no eran más que mentiras. No le interesaba nada que no estuviera hecho de carne o metal. No comía verdura, jamás cantaba y no vio una sola película en su vida. Ni siquiera se daba cuenta de que yo tenía boca y ojos, porque sólo me miraba el trasero.
»Durante la primera noche que pasamos juntos, yací debajo de él sin recibir un solo beso, mientras él piafaba como un fogoso corcel y sudaba. Su sudor olía a gasóleo. A duras penas pude retener en el estómago la abundante comida del banquete de bodas.
»No sólo tenía que ser su amante en la cama, sino también madre protectora, mujer de negocios y esclava en la casa. Tan sólo su ropa de trabajo habría ocupado a una lavandera a tiempo completo. Porque él quería llevarla impecable todos los días. ¡Kadir prefería a los antiguos árabes! Ellos lo separaban todo limpiamente: la madre, la esposa como señora de la casa, una esclava para el servicio, una cocinera, una hermosa compañera de juegos, una educadora para los niños y sabe el diablo qué más. Hoy, los hombres quieren que todo eso lo haga una sola mujer. Y a ser posible a bajo precio.
»A lo largo de un año, Kadir me montó dos veces al día, de manera que pronto no pude andar. Y luego, una noche, llegó la redención. En medio del orgasmo, lanzó un berrido como si se hubiera convertido en Tarzán y cayó de costado en la cama. Estaba muerto, completamente muerto. Yo chillé de horror tres días, y tomaron mis alaridos por gritos de pena.
Era increíble todo lo que Nura escuchaba. Le habría gustado hacer preguntas para entender mejor los detalles, pero no se atrevía a interrumpir el flujo del relato de Dalia.
Esta vez, la modista fue astuta y un poco más rápida que la familia de su esposo. Vendió el taller al oficial más antiguo, y su gran Cadillac de dieciséis cilindros a un rico árabe saudí por mucho dinero, y se partió de risa ante los indignados hermanos de su marido, que se fueron con las manos vacías.
Dalia nunca habló de su tercer marido. Incluso cuando, poco antes de su despedida y después de casi tres años, Nura le preguntó por él, la modista hizo un gesto negativo. Parecía haber una herida, y era una herida profunda, como Nura llegó a saber más adelante por una vecina.
Dalia conoció a su tercer marido en el hospital, adonde fue a visitar a una amiga enferma. Él era joven, pero estaba incurablemente enfermo de cáncer. Dalia se enamoró de aquel hombre pálido. La esposa del médico jefe era una entusiasta clienta suya, así que Dalia pudo ver a su enamorado siempre que quiso. Decidió casarse con aquel joven enfermo, cuyo nombre jamás mencionaba. Todos sus parientes y amigos se lo desaconsejaron, pero Dalia siempre había tenido una cabeza que no temía la comparación con el granito. Se casó con el joven, se lo llevó a casa y lo cuidó con amor hasta que él pudo volver a levantarse, la palidez de la muerte huyó de su rostro y recuperó el color. Dalia vivió en el paraíso al lado de un hombre ingenioso y bello. Nunca le molestó que estuviera ocioso. Ella se lo permitía y replicaba a las lenguas viperinas:
—Dejadlo disfrutar de la vida, ambiciosos y envidiosos. Ha sufrido durante muchos años.
Gastaba dinero en él a manos llenas, y trabajaba como una posesa para no contraer deudas. Su marido era encantador y al principio también muy cariñoso con ella, pero luego empezó a engañarla. Todo el mundo lo sabía, tan sólo Dalia no quería saberlo.
Una hermosa tarde de verano, Dalia estaba esperándolo con la comida porque era el tercer aniversario de su boda y esperaba dicha del número tres. Entonces sonó el teléfono y una voz de mujer dijo, fría y escuetamente, que debía pasar a recoger el cadáver de su marido. Estaba en la escalera, donde había sufrido un infarto.
La mujer que había llamado era una conocida prostituta del barrio nuevo. De hecho, Dalia encontró a su marido tirado en la escalera. Su rostro estaba crispado en una fea mueca. Dalia llamó a la policía, y esa misma noche se enteró de que su esposo era cliente habitual de aquel prostíbulo, y de que las mujeres y criados de la casa lo conocían como un hombre rico y derrochador que sólo quería putas muy jóvenes. Un infarto se lo había llevado.
Después de ese golpe, Dalia amó a otros hombres, pero jamás quiso convivir con ninguno. Nura estaba segura de que Dalia tenía un amante, porque a veces veía una mancha azulada en su cuello. Pero jamás pudo averiguar quién era.
Como mujer experimentada, Dalia aconsejaba a colaboradoras y clientas cuando se quejaban de sus hombres. A menudo, Nura tenía la impresión de que algunas mujeres no necesitaban vestidos, sino únicamente los consejos de la modista.
Desde su puesto de trabajo, Nura podía oír todo lo que se dijera en la terraza mientras la máquina de coser estuviese parada. De ese modo se enteró de las cuitas de la refinada señora Abbani, una mujer joven y rica que no había sido precisamente agraciada con la belleza, pero sí con una encantadora voz. Nura observó una cualidad notable en aquella dama. Mientras estaba callada, inspiraba más bien compasión, pero en cuanto hablaba, se transformaba en una mujer extraordinariamente atractiva. Era muy instruida y sabía mucho sobre astrología, poesía y en especial arquitectura. Pero de hombres no tenía ni idea, y era mortalmente desdichada con su esposo.
La señora Abbani se hacía doce vestidos al año en casa de Dalia; de ese modo podía acudir todas las semanas y desahogar su corazón mientras tomaba un café. La jefa tenía permiso para llamarla Nasime, pero las trabajadoras debían dirigirse a ella, con absoluto respeto, como madame Abbani.
Nasime Abbani había sido la mejor estudiante de su clase, y nunca había querido saber nada de los hombres. Soñaba con una carrera de arquitecta, y siendo una muchacha ya dibujaba grandiosos diseños de casas del futuro, las cuales tenían en cuenta el ardiente clima y en invierno se las arreglaban casi sin calefacción. Un refinado sistema de ventilación, que Nasime había visto durante unas vacaciones en Yemen, era el secreto de esas casas.
Su madre quedó viuda muy pronto, pero era riquísima. Toda su ambición residía en no perder las posesiones de su difunto marido a causa de un buscavidas. Así que decidió encontrar tan sólo buenos partidos para sus dos hijos y su única hija, cosa que consiguió. Los tres se casaron con personas de familias aún más ricas.
En el caso de Nasime, fue el hijo de una amiga de su madre. Al parecer, el hecho de ser la tercera esposa de aquel hombre sólo molestó a Nasime. Dalia conocía al marido. Poseía muchas casas y terrenos, y era un hombre poderoso en la ciudad.
El gran problema de Nasime era tener que actuar como una esposa cariñosa uno de cada tres días. Luego se odiaba durante dos. Nunca lograba pronunciar una palabra sincera ante Abbani, sino que se limitaba a decir que sí a cuanto él decía. Eso la dejaba rendida de cansancio, porque la mentira agota cuando el corazón no la soporta, y el corazón de Nasime era puro como el de una niña de cinco años. Siempre debía fingir alegría y masajearlo, besarlo y excitarlo hasta que él se animaba, pero no le gustaba el cuerpo de su marido. Era blanco como la nieve, blando y, como sudaba mucho, resbaladizo como una rana. Antes del juego amoroso, Abbani siempre bebía mucho aguardiente, de manera que pronto Nasime no aguantó el olor del anís. Además, Abbani estaba en posesión de un aparato único en Damasco, y cuanta más suavidad le pedía ella, tanto más bruto se volvía él. Era una tortura tener que yacer bajo su peso. Pero al menos tenía tres hijos a los que amaba, y gozaba de la vida con ellos como descanso entre asedio y asedio de su esposo.
Un día, Dalia le recomendó fumar tres cigarrillos de hachís antes del acto, como hacían algunas clientas que, de ese modo, hallaban más soportables a sus maridos. Pero Nasime pensó que no aguantaría el hachís, porque al ver a Abbani vomitaría.
Dalia trató de consolarla diciéndole que estaba claro que su marido producía demasiado semen y, quisiera o no, tenía que librarse de él. Nasime rió amargamente:
—Creo que en el caso de mi esposo todo el cerebro está hecho de semen.
Ambas mujeres rieron, y por primera vez a Nura le llamó la atención la encantadora risa de Nasime, como el agua al caer en una fuente. «Si fuera un hombre —pensó la muchacha—, me enamoraría en el acto de madame Abbani.» No sospechaba lo cerca que estaba de la verdad. También Nassri Abbani se había decidido por Nasime al oírla reír en casa de sus padres. En aquella ocasión no pudo verla, pero siguió el consejo de su madre y se casó con ella.
Y en algún momento, poco antes de terminar su período de aprendizaje, Nura oyó cómo la modista le daba el siguiente consejo a su amiga Nasime Abbani:
—Sólo te queda una opción: ¡el divorcio! Luego, busca exactamente al hombre al que puedas amar.
Hacia el final del tercer año, Nura podía coser por sí misma incluso las telas más caras, como el terciopelo y la seda. Cuando acababa un encargo completamente sola, Dalia le demostraba con claridad su aprecio, lo que a su vez provocaba los celos de su antigua colaboradora Fátima.
Nura habría podido concluir su aprendizaje feliz y contenta si un día no hubiera aparecido la tía de un famoso calígrafo.
La mañana en que iba a conocer a esa mujer, observó de camino a la modista a dos policías que estaban matando a un perro. Desde hacía semanas corría el rumor de que una banda estaba cazando perros para escribirles en el lomo el nombre del presidente Shishakli con peróxido de hidrógeno y soltarlos por la ciudad. El perro que fue abatido a la vista de Nura tenía un pelaje castaño claro sobre el que brillaban níveas las letras escritas.
Cuando Nura le contó a Dalia lo que había visto, la forma miserable en que había muerto aquel perro —porque el disparo no lo mató en el acto—, la modista se puso tensa.
—Eso trae mala suerte, que Dios nos proteja de lo que está por venir.
Sin embargo, a lo largo del día Dalia y Nura olvidaron al perro y al presidente.
El coronel Shishakli, que había llegado al poder por medio de un golpe de Estado, fue derrocado en la primavera de 1954 por una sublevación. Pero pasarían años hasta que Nura se diera cuenta de que aquella mañana Dalia no había sucumbido a superstición alguna, sino que había pronunciado una profecía.