CAPÍTULO XIII
Peter Darwin no tenía el tiempo a su favor, no podía ni quería esperar. Estaba seguro de que las dos jóvenes se hallaban bajo aquellas sábanas, en las mesas quirófano, y penetró en tromba, con su cortante y pesada arma firmemente empuñada, dispuesto a utilizarla.
—¡Quietos todos! —ordenó, con voz tajante.
Uno de aquellos seres deshumanizados se revolvió contra él desenfundando su arma, dispuesto a hacerle correr la misma suerte que al bueno de Soames.
Ante la mirada penetrante de aquel ser de aspecto insignificante, pero diabólico, vestido de oficial de las SS germánica, desaparecida hacía tantos lustros, esquivó el filo del sable que trató de cercenarle la cabeza de un solo tajo.
La pelea a machetazos duró poco. El ser de las cicatrices en el cráneo lanzó un raro y horripilante gruñido y cayó al suelo boca abajo, desnucado.
—¡Quieto!
Darwin, con su arma ligeramente manchada de sangre, quedó inmóvil. Otros dos autómatas, con sus machetes malayos en la mano, le observaban con aquellas miradas extrañamente perdidas, miradas sin odio ni amistad, miradas de máquinas dispuestas a matar si así se les ordenaba.
El alemán tenía una «Luger» en la mano. El cañón largo y cilíndrico destacaba ante el muñón del percutor, todo ello pavonado.
Encañonado por la pistola que había sacado aquel diabólico representante de la extinta SS, no se amilanó y preguntó:
—¿Quién es usted?
—Soy el teniente coronel Von Srider, del glorioso Tercer Reich.
—Usted está loco. La guerra mundial acabó hace más de cinco lustros.
—Para un buen nazi, la guerra no terminará nunca —le dijo, con su fuerte acento alemán, sin dejar de apuntarle.
Darwin comenzó a darse cuenta de que se hallaba frente a un diabólico demente, que controlaba a otros dementes. La situación era sumamente peligrosa, resultaba casi imposible escapar con bien de ella, mientras los dos cuerpos femeninos seguía respirando bajo las sábanas.
—La guerra acabó, debe aceptarlo. El Tercer Reich desapareció, todo quedó olvidado. Hoy en día, Alemania son dos naciones que se van unificando poco a poco y son fuertes, viven en paz. No atacan ni son atacadas por nadie. No hay guerras en Europa.
—Ya lo sé, pero es un compás de espera.
—No hay compás de espera, se terminó y todos han olvidado.
—Tú no puedes saber nada, tú eres americano y muy joven.
Darwin pensó que debía seguirle la corriente en parte a aquel loco y observó:
—¿Es que acaso considera guerra esto? —señaló a los dos hombres que presentaban las cicatrices en sus cráneos y también en el rostro. Su aspecto era terrorífico.
—Ellos ya han sido probados.
—¿Probados? ¿Qué significa probados?
—Soy teniente coronel médico, adscrito a las SS.
—¿Médico? —El joven norteamericano frunció el ceño—. ¿Usted era uno de esos médicos aberrantes y fanáticos que utilizaron a seres humanos como cobayas?
—La ciencia debía dar un paso de gigante. Nosotros, la raza aria, debíamos darlo.
—¿Qué les ha hecho a estos hombres? ¡Dígame! ¿Qué les ha hecho?
—Pruebas científicas. Todo hubiera ido mejor de no haberse producido la invasión de Normandía, maldito el día en que el general Eisenhower hizo desembarcar las tropas aliadas. Mi hospital tuvo que ser evacuado y se hubiera disuelto de no insistir yo en que debía proseguir mis investigaciones, por eso pedía trasladarme a un barco camuflado. —Hizo un gesto de enfado y resignación—. Me respondieron que todos los buques estaban siendo empleados para la guerra, pero averigüé que había un barco anclado que nadie utilizaba, un carguero de madera, un viejo buque de rotores sin tripulación ni comandante. Pedí ser trasladado con mi equipo científico a bordo.
—Con sus cobayas humanos también, ¿verdad?
—Mis cobayas humanos no eran seres normales, mi joven americano. Eran locos, sí, locos. Mi especialidad era el estudio de la cirugía cerebral. Yo quería estudiar el porqué de su comportamiento.
—Ahora entiendo las horrorosas cicatrices de sus cráneos.
—No era momento para hacer cirugía estética. Había que intervenir, hurgar e investigar en los cerebros. Algunos, muchos, murieron pronto. Mientras el buque se sumergía en las nieblas atlánticas, en sus brumas espesas, yo seguía trabajando, pero la guerra terminó y algunos decidieron entregarse.
—Usted no quiso, claro.
—A los que se manifestaron, los ejecuté. Hay que ser drásticos para atajar los motines a bordo de un buque, mi joven americano.
—¿Y nunca le han descubierto en tantos años?
—Sí, sí, nos han descubierto, pero siempre de noche, y he utilizado distintas banderas que llevo a bordo para el camuflaje, tal como estaba previsto. Este buque debía de pasar por un simple carguero centroamericano. Por radio pedía los suministros que necesitábamos en puntos alejados de Europa y lejos de puertos importantes. Anclábamos en el mar, pagábamos con oro y nos subían a bordo la harina y lo que pedíamos, aunque la mayor parte del alimento ha sido pescado que nosotros mismos nos hemos procurado. Había que supervivir al máximo posible por nuestros propios medios.
—¿De modo que tiene una radio?
—Sí, aquí abajo.
—¿Y la ha utilizado mucho?
—Sí, la empleo para recoger los partes meteorológicos. De este modo sé exactamente dónde hay nieblas espesas y hacia allí se pone rumbo.
—¿Como ahora, por ejemplo?
—Sí. He recibido el último parte meteorológico; éste era británico. He averiguado el punto de nieblas y hacia él nos dirigimos. Así seguiremos siempre. Hubo un tiempo en que desesperé: se había terminado mi material de experimentación.
—Querrá decir sus cobayas humanos.
—Como tú quieras, joven americano, necesitaba material y ahora ya lo tengo.
—Pero ese material que usted dice, en esta ocasión no son locos.
—Sí, es un problema para mí. Yo intervengo los cerebros dementes y torno sus espíritus pacíficos y obedientes, hundiendo mi bisturí en su hipotálamo.
—¿Y los deja deshumanizados como a ellos? —Peter señaló a los dos seres.
—Sí, ahora son obedientes y pacíficos, servidores perfectos. Con cientos de miles como ellos, se lograrán ejércitos invencibles, soldados que no piensan y que obedecen las órdenes sin temor a la muerte; claro que ahora comenzaré a tratar a mis nuevos cobayas humanos como tú los llamas. En principio, secciono sus cuerdas vocales. Luego, impregno su cráneo con una solución fuertemente cáustica que mata sus cabellos hasta las mismísimas raíces y los deja preparados para las intervenciones.
—¡Pero no están locas! —insistió Darwin.
—Primero las volveré locas. A ellas, a ti y también a los que capture con vida. Mi plan era aterrorizarlos, causarles histeria.
—¿Con los ataúdes?
—Sí, os provocaba terror. Ahora, estas chicas, después de intervenirlas, despertarán sin cabellos ni cuerdas vocales. Para el ser humano, comunicarse es vital para no abocarse a una psicopatía crónica. Después, estarán un tiempo en jaulas y así enloquecerán. Sus cerebros se perturbarán y podré estudiar en ellos.
—¡Es infame, horroroso!
—Ahórrate imprecaciones, joven americano. Tú también pasarás por ese trabajo, yo mando a bordo y no hay escapatoria. Hice tirar al mar los botes salvavidas y también los salvavidas. No hay forma de escapar con vida de este buque, hay que someterse, es la única solución para sobrevivir.
—Pero, el que manda es el capitán del buque. Él lo gobierna.
—¿El capitán del buque? —Soltó una diabólica carcajada—. Él fue un estúpido al insistir en que entregáramos la nave. Después, lo descubrí tratando de llevar el barco a Southampton y le di su justo castigo.
—¿Lo asesinó?
—No, le convertí también en cobayo. Él es quien está en la jaula, creo que tú ya le conoces, joven americano.
—No tiene piedad con nadie, teniente coronel Von… ¿Cómo ha dicho que se llama?
—Von Sri…
No pudo terminar. Peter Darwin había dado una patada a una de las mesas quirófanos provistas con ruedas y que en aquellos momentos no se hallaban sujetas a los topes que había en el piso.
El canto de la mesa golpeó en la boca del estómago a Von Srider, que jaló el gatillo. La bala pasó rozando a Darwin.
El joven hizo gala de su poder físico y saltó por encima del cuerpo de una de las muchachas, sin saber cuál, ya que estaban ocultas bajo las sábanas. Golpeó a Von Srider quitándole la pistola y empujándola hacia otro lado.
Darwin se vio atacado por aquellos seres monstruosos, sin personalidad, despojos humanos, pero verdugos en potencia y hubo de hacerles frente.
—¡Matadlo! —chilló Von Srider.
El nazi corrió hacia la puerta de la sala de máquinas, pero se encontró con la más desagradable sorpresa de su vida. Allí estaba el anteriormente enjaulado capitán del buque.
Aquel hombre torturado de forma infernal, con ojos encendidos y fuera de sí, atrapó a Von Srider, mientras éste chillaba como un cerdo tratando de librarse de él.
Mientras luchaba contra aquellos hombres y se deshacía de uno de ellos con un certero tajo, Peter pudo ver a lo lejos, cómo, entre chillidos, Von Srider hallaba una muerte horrible.
El capitán demente lo lanzó como un pellejo al interior de la caldera que se hallaba al rojo vivo.
Von Srider se retorció dantescamente sobre los carbones ígneos, mientras el hombre de la jaula cerraba la puerta de la caldera y también las válvulas de vapor.
Por observar lo que hacía el capitán del buque, Darwin estuvo a punto de caer bajo la afilada arma del otro autómata, mas lo abatió de un certero golpe entre el cuello y la clavícula.
Quiso correr hacia el hombre de la jaula que, herido, iba de un lado a otro cerrando todo lo que pudiera dar libertad al vapor que se producía en la caldera.
Darwin comprendió que lo que pretendía era hacer volar el buque y cuando quiso impedirlo, era tarde. El hombre de la jaula cerró la puerta y la atrancó dispuesto a morir allí dentro cuando reventara.
No había tiempo que perder.
Darwin levantó las sábanas. Bajo ellas, todavía vivas, aunque inconscientes, estaban Annie y Elizabeth, inmovilizadas con correas.
Sabía que no tardaría en estallar la caldera, por eso liberó a las muchachas apresuradamente y cogiendo agua de un grifo que había allí, les mojó los rostros para que fueran despertando.
Descubrió la radio y comenzó a lanzar al aire un dramático S.O.S. internacional. Ignoraba el punto en que se hallaban, pero confiaba que con los radares y por mediación de la captación de las ondas de radio cruzadas, los buques acusaran la llamada de socorro pudieran averiguar su situación.
Annie fue la primera en despertar, medio atontada.
—¡Vamos, hay que salir de aquí! —le apremió.
Cargó con Elizabeth sobre los hombros y buscó una salida que halló en una bodega cargada de maderas. Annie, torpemente, sin comprender, le seguía sollozante. Así consiguieron llegar a cubierta.
En el corredor de los camarotes estaban todos expectantes. Hubo alegría al reconocer a Annie y Elizabeth.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Byron.
—¡El barco va a estallar!
—¿Estallar el barco? ¿Está loco, Darwin?
—Usted haga lo que quiera, pero hay que huir de aquí cuanto antes.
—Huir de aquí significa la muerte. Tirarse al agua es suicidarse.
—He lanzado un S.O.S.
—Nadie llegará a tiempo —rebatió agrio.
—¡Por todos los diablos, cuando menos ayúdeme a hacer algo!
—¿Algo como qué?
—Una de las tapas de la bodega puede servir como balsa de supervivencia.
—Es una locura. A las pocas horas se hundirá, no resistirá.
—Vamos, hay que levantarla —pidió Darwin, enérgico.
Byron, escéptico, no quiso colaborar. Rehuía obedecer órdenes de un joven inexperto en el mar como Darwin. Era un auténtico suicidio lo que intentaba.
Las mujeres sí obedecieron y le ayudaron a levantar una de las tapas de la bodega tras soltar sus garfios. Luego, la pusieron en vertical, junto a la baranda de cubierta y Darwin indicó:
—¡Ahora!
Empujaron la madera, que cayó a las negras aguas por encima de la baranda.
—¡Todos abajo, rápido!
—¡No le hagan caso, es un suicidio, no vivirán ni unas horas! —gruñó Byron.
Marlo fue la primera en seguir las instrucciones de Darwin, lanzándose al mar.
Darwin cogió a Annie y a la inconsciente Elizabeth y se arrojó al océano. Gigliola y Justine también le siguieron. La profesora Rebekka dudó, pero al ver que se quedaba sola con Byron, saltó por la borda, hundiendo todo su cuerpo en las negras aguas y sin saber nadar.
—¡Socorro! —aulló mientras tragaba agua.
En medio de las tinieblas, Darwin fue nadando de un lado a otro según oían voces para ayudar a las mujeres, hasta que consiguió que todas estuvieran sobre aquella improvisada balsa de madera recubierta de lona embreada ajada, una madera podrida que, como Byron había dicho no podría resistir muchas horas.
La tabla con los náufragos se alejó y Byron corrió a popa chillando:
—¡Están locos, van a morir!
Cuando estaban distanciados algo más de cien yardas, y ya no veían la nave, ocurrió el gran estallido. Hasta ellos llegaron pequeños trozos de madera y el cuerpo de Byron debió de volar hecho pedazos.
La caldera de vapor, puesta al máximo de presión había explotado. Después, sobrevino el incendio y el buque de madera ardió ya de madrugada.
Desde la balsa lo vieron convertido en una gran pira que tardó largo rato en hundirse debido al cargamento de madera que transportaba.
Los dientes de Elizabeth, que había recuperado el sentido, castañeteaban de frío y temor.
Amanecía cuando tres buques que había cambiado señales entre sí y habían descubierto el incendio, ya que el buque incendiado se había convertido en un auténtico faro, acudían al salvamento.
—Creo que les costará creer la historia que vamos a explicarles —suspiró Peter Darwin, rodeando la cintura de Marlo, mientras la profesora Rebekka y Gigliola, ambas tambaleantes, se ponían en pie sobre la balsa y agitaban sus manos gritando:
—¡Aquííí, aquííí!
F I N