CAPÍTULO XII

—Hay que hacer algo antes de que sea demasiado tarde —apremió Marlo.

—Sí, no podemos permitir que arrojen a Elizabeth al mar dentro de un ataúd como ocurrió con Annie —musitó Gigliola.

—Yo iré.

—¿Adónde? —preguntó Byron a Peter, que había decidido marchar.

—Abajo. Buscaré a Elizabeth antes de que ocurra la tragedia. Veremos si usted, aquí arriba, es capaz de cuidar de las chicas.

—¿Yo? Si se presentan con esos machetes malayos, ¿qué defensa voy a oponer contra ellos?

—Utilice los dientes si hace falta. Si cuando vuelva, si es que lo consigo, le ha ocurrido algo a otra chica, seré yo quien le parta el cráneo.

—No es momento para bravuconadas —gruñó Byron, que se sentía mal.

Peter pidió:

—¿Alguien tiene un alambre duro y un poco largo?

—¿Para qué? —preguntó la profesora Rebekka.

—Para utilizarlo como ganzúa.

La rubia Marlo inquirió:

—¿Piensas libertar al hombre de la jaula?

—Sí, si es que puedo. Creo que él estará de nuestro lado y no del de ellos.

—¿Le sirve esto? —interrogó la profesora, sacándose una dura y artística horquilla que había mantenido su cabello recogido en la nuca.

Peter lo tomó, desdoblándola y asintió:

—Con un poco de suerte, puede servir.

Marlo, recordando al hombre que intentara apresarla por los pies, quién sabe qué destino repugnante y trágico, se estremeció. No obstante, se ofreció:

—Te acompañaré, Peter.

—No —denegó Darwin, decidido—. Esta vez iré solo.

—Quiere jugar a héroes, ¿eh, rebelde? —le preguntó Byron, ansioso de minimizarlo, pues el joven estaba demostrando un valor que él, siendo un oficial de la marina, estaba muy lejos de poseer.

—Cuide de ellas y no gruña. Recuerde lo que le he dicho. Deben faltar pocas horas para el amanecer; quizá tengamos suerte y luzca el sol. El buque se ha puesto en marcha y ello indica que quien lo gobierna ha tomado una decisión, una decisión que puede perjudicarnos.

Le desearon suerte. Byron y las chicas nada podían hacer. Bajar por las escaleras normales en busca de la sala de máquinas y de los hombres que manejaban el barco era perderse en un laberinto de corredores y bodegas, de peligros y trampas.

Peter Darwin decidió utilizar el sistema que descubriera junto a Marlo.

Tanteando, se dirigió a popa. Ahora iba solo y más libre. Sólo tenía que preocuparse de sí mismo y ello le daba más facilidad de movimientos y mayor capacidad para adentrarse en el riesgo, en el misterio de lo desconocido.

Sabía ya que lo primero que encontraría era la maldita jaula donde un hombre enloquecía torturado.

Recogió la soga utilizada con anterioridad y escuchó atentamente por si oía algo sospechoso, mas no había señales de movimiento y soltó la cuerda.

Se deslizó por ella, agarrándose con las manos y demostrando la fuerza de sus bíceps, de sus muñecas, de cada uno de sus dedos, que se cerraban como garfios en torno a la soga para no caer al fondo.

Consiguió llegar a la estancia en que estuviera anteriormente. Seguía la escasa luz y también la jaula con su prisionero, un hombre convertido casi en esqueleto, de piel rugosa y sucia, pegada a los huesos.

Su rostro era una verdadera calavera, pero esta vez no se movía, pese a tener los ojos abiertos. Era extraño ver cómo todo un cuerpo podía adelgazar enormemente, perder casi toda su carne, y, sin embargo, los ojos continuaban con su tamaño normal, pareciendo ahora más grandes en proporción al resto del cuerpo.

El suelo, aparte de la suciedad lógica, estaba manchado de sangre.

Miró a aquella víctima enjaulada y vio que tenía heridas en su cuerpo. Había sido torturado sádicamente después de huir ellos por lo alto.

Recordó los fortísimos gruñidos, expresión de dolor, que oyera al sacar a Marlo del respiradero.

«Eres ya un cadáver —pensó—. No tienes escapatoria; sin embargo, no sería humano que murieras dentro de esa jaula infernal».

Introdujo parte de la horquilla en el grueso candado y comenzó a hurgar en su mecanismo con paciencia y habilidad. Varios minutos y retoques en la horquilla que se había torcido en distintas ocasiones, le costaron abrir el candado, pero finalmente la jaula se abrió.

—Ya eres libre, amigo. Se terminó el hombre pájaro.

Aquel desgraciado le miró sin moverse. Seguía como medio sentado y arrodillado dentro de la jaula, una postura nada cómoda para ningún músculo, hueso o articulación.

Había agradecimiento en el fondo de aquellos ojos casi apagados, cargados de dolor, miedo y locura. La puerta estaba abierta, pero el hombre se hallaba herido y no hizo ningún movimiento para salir de su prisión.

—Ya eres libre, sal cuando quieras. Yo tengo que hacer —le dijo, dándose cuenta de que si quería salvar a Elizabeth no podía perder más tiempo con aquel hombre destinado ya a la muerte.

Le dio la espalda y se dirigió a la trampilla. Se oía más fuerte el ruido de la maquinaria que movía la hélice para impulsar el barco, ya que el viento no era suficiente para imprimir al buque a través de los cinco grandes rotores.

Levantó la trampilla con cuidado. El ruido del motor amortiguaba cualquier otro que él pudiera hacer.

Descubrió uno de aquellos autómatas, fuertes, llenos de cicatrices y totalmente deshumanizados que, sin embargo, iban armados y podían matar con sus cortantes y a la vez pesados machetes.

Con sigilo, terminó de abrir la trampilla.

Se cogió al borde y se dejó caer sin soltarse de las manos ni utilizar la escalera. Con las piernas, asió el cuello de su enemigo, sorprendiéndole.

Notó la fuerza que poseía aquel ser que intentó liberarse de la presión que en su garganta ejercían las piernas de Peter Darwin, mas no pudo lograrlo.

En su desesperación, mientras todo se tornaba rojo a su alrededor, trató de empuñar el machete para arremeter contra las piernas de Darwin, amputándoselas si hacía falta, pero no lo consiguió.

Peter no sólo le había cortado la respiración, sino que le había presionado las carótidas en aquella presa mezcla de judo e improvisación, anulando el riego sanguíneo del cerebro de aquella especie de monstruos deshumanizado que, al fin, cayó pesadamente, sin vida.

Sudoroso, fatigado, el joven se descolgó, cayendo al lado del cadáver que yacía junto a la maquinaria. Lo primero que hizo fue tomar el machete malayo por su empuñadura; ya no estaba desarmado.

La maquinaria, en proporción al buque, era pequeña, muy pequeña, lo lógico para ser sólo un motor auxiliar. Aquel motor, accionado por el vapor que producía la caldera, no impulsaría la nave a más de cinco nudos hora, velocidad que si se unía a un buen viento de popa que hiciera girar los rotores, podría llegar a un máximo de diez nudos, ya que la cantidad de algas e incrustaciones adheridas a los fondos del barco lo frenarían grandemente al aumentar su roce contra el agua.

Pasó junto a la maquinaria y descubrió la caldera, de tipo antiguo y horizontal. Por una boca amplia se cargaba el carbón, madera o cualquier material que pudiera quemarse.

La boca de la caldera estaba abierta y se veía el rojo, casi blanco, del fuego del carbón que iba produciendo el vapor que daba vida al buque, proporcionándole electricidad y movimiento.

Cerca de la caldera se abría una puerta que conducía a un lugar todavía desconocido para Peter Darwin.

Precavidamente, abrió la puerta y pasó a una estancia umbría, tenebrosa. Hasta ella apenas llegaba la luz que brotaba por la boca de la caldera abierta. En el suelo aparecía un tosco ataúd ya terminado.

Peter lo observó durante unos instantes. Pensó en Elizabeth y saltó junto al féretro, inclinándose sobre él.

La tosca caja de madera sin cepillar ni pintar estaba claveteada. Peter introdujo la hoja del machete por la ranura de la tapa y comenzó a forzarla. Era obvio que el ataúd pesaba.

Forzó la tapa hasta conseguir levantarla. Buscó en su interior, llevándose una sorpresa.

—Hierros, lastre —gruñó para sí, perplejo, con voz opaca.

El ataúd tenía unos agujeros y Peter razonó:

—Un ataúd lastrado con hierros y agujereado para que se llene con agua, aunque sea de madera, debe hundirse forzosamente con mucha facilidad; pero ¿por qué, por qué?

Allí no estaba Elizabeth.

Buscó la salida de aquella estancia, que semejaba la antesala de la caldera y cuarto de máquinas, todo ellos muy pegado a popa para dar mayor capacidad a las bodegas centrales.

Abrió lentamente la puerta. Al otro lado había bastante luz, una luz desacostumbrada en comparación con la que iluminaba el resto del navío.

Allí había varios hombres.

Uno de ellos portaba gorra y vestía guerrera militar. Era pequeño, magro, casi un alfeñique. Sin embargo, había un poder demoníaco en sus ojos.

Quedó desconcertado al descubrir una cruz de hierro en el cuello de aquel sujeto. Peter no comprendía… Aquel hombre vestía como un nazi de la casi olvidada Segunda Guerra Mundial.

No tuvo tiempo para pensar demasiado en aquel individuo pequeño, pero dominante en su mirar y en sus gestos. Había allí dos mesas de quirófano, ocupadas ambas por sendos cuerpos que yacían cubiertos por sábanas blancas.

Darwin comprendió que no eran hombres. Los pechos alzados y ondulados, rompiendo una horizontalidad, daban a entender que eran mujeres. Pensó de inmediato en Annie y Elizabeth.

Aquel militar que gobernaba a los deshumanizados autómatas se disponía a hacer algo que, aun ignorándolo, repugnó a Peter Darwin.

Las víctimas serían las dos muchachas que, quién sabe lo que ya habían tenido que soportar, pues permanecían quietas bajo las sábanas, quietas pero vivas, ya que la respiración era rítmica, regular, aunque intranquila.

Aquello era un quirófano siniestro y maligno… Debía intervenir rápidamente pese a que había allí varios hombres que tratarían de matarlo partiéndole el cráneo en dos como le había ocurrido a Soames, brutalmente asesinado con aquellas cortas, pesadas y contundentes armas blancas.