–Esa pequeña es una personita muy importante, ¿verdad? – comentó después de transcurridos unos minutos.
–Más de lo que ella cree -respondió Serafina Pekkala. – ¿Quiere esto decir que nos espera otra persecución armada? Comprenderá que hablo como un hombre práctico que se gana la vida. No puedo permitirme el lujo de pelear ni de que me hagan pedazos sin acordar por adelantado alguna compensación a cambio. No quisiera rebajar la categoría de esta expedición, señora, pero John Faa y los giptanos me han pagado una cantidad que basta únicamente para cubrir el tiempo de trabajo y el desgaste normal del globo. Nada más. No cubre el seguro de guerra. Y permítame que le diga otra cosa, señora: cuando desembarquemos a Iorek Byrnison en Svalbard será como una declaración de guerra.
Escupió con la mayor delicadeza posible un trozo de hoja de tabaco por encima del borde de la barquilla.
–O sea que me gustaría saber con qué puedo contar si hubiera mutilaciones y peleas -concluyó.
–Es posible que haya lucha -admitió Serafina Pekkala-, pero usted ya tiene experiencia en estas lides.
–Sí, en el caso de que me paguen, pero resulta que yo me figuraba que esto no era más que un contrato de transporte y la factura que presenté obedecía a este criterio, pero resulta que ahora, después de toda esta pelea, no puedo por menos de preguntarme hasta qué punto se extiende mi responsabilidad en la cuestión de los transportes. Y me digo, por ejemplo, si tengo que arriesgar mi vida y mi equipo en una guerra entre osos o si esta niña tiene enemigos en Svalbard de genio tan vivo como los de Bolvangar. Y si lo menciono es sólo como tema de conversación.
–Señor Scoresby-replicó la bruja-, no sabe cuánto me gustaría responder a su pregunta.
Lo único que puedo decirle es que todos, seres humanos, brujas, osos y demás ya estamos enrolados en una guerra, aun cuando no todos lo sabemos. Tanto si corre peligros en Svalbard como si sale incólume, usted es un recluta, alguien que anda metido en las armas, un soldado.
–Bueno, a mí esto me parece un poco precipitado. Creo que un hombre debe tener la opción de empuñar o no las armas.
–Mire, tiene en esto la misma capacidad de elección que en el hecho de haber nacido.
–Pero a mí me gusta decidir -repuso él-. Me gusta escoger los trabajos que hago y los sitios a donde voy, las cosas que como y los compañeros que elijo y con los que me entretengo a hablar. ¿No desearía tener la posibilidad de elegir, aunque sólo fuera para variar?
Serafina Pekkala se quedó pensativa y después respondió:
–Quizá no hablamos de lo mismo cuando hablamos de elegir, señor Scoresby. Las brujas no tienen nada propio, razón por la cual no tenemos interés alguno en conservar cosas de valor ni en hacer beneficios y, en lo que se refiere a elegir entre dos cosas, cuando la vida de una dura varios centenares de años sabes que todas las oportunidades que has tenido volverán a presentarse de nuevo. Tenemos necesidades diferentes. Usted tiene que reparar el globo y mantenerlo en buenas condiciones, lo que requiere tiempo y desvelos, lo comprendo muy bien.
Nosotras, en cambio, sólo necesitamos arrancar una rama de nube pino para poder volar.
Cualquiera de ellas nos sirve para este fin y siempre quedan más. Como no tenemos frío, no necesitamos ropa de abrigo, ni tampoco disponemos de medios de intercambio aparte de la ayuda mutua. Cuando una bruja necesita algo, siempre encuentra a otra que se lo da. Si hay que hacer una guerra, el coste de la misma no será un factor que cuente para decidir si vale o no la pena hacerla. Tampoco tenemos concepto del honor como, por ejemplo, lo tienen los osos. Insultar a un oso equivale a morir. Esto para nosotros es… inconcebible. ¿Cómo ibas a insultar a una bruja? ¿Acaso le importaría mucho que la insultaras?
–Bueno, la verdad es que estoy de acuerdo con usted en este punto. Los palos y las piedras pueden romperte un hueso, pero los insultos no merecen una pelea. Lo que pasa, señora, es que supongo que usted comprende el problema. Yo no soy más que un aeronauta y lo que quiero es terminar los últimos días de mi vida rodeado de tranquilidad. Quiero comprarme una granja, tener unas cuantas reses, unos caballos… Nada del otro mundo, no se vaya usted a figurar. No aspiro a palacios, ni a esclavos, ni a montones de oro. Un poco de viento al atardecer soplando entre la salvia, un purito y un vaso de bourbon. Pero hay un detalle: eso cuesta dinero. O sea que yo vuelo, pero por dinero y, cuando termino un trabajo, envío parte de lo que gano al Wells Fargo Bank y, así que haya reunido una cantidad aceptable, venderé el globo, me compraré un pasaje, tomaré un vapor hacia Port Galveston y ya no pienso despegar los pies del suelo en toda mi vida.
–Entre nosotros existe otra diferencia, señor Scoresby. Una bruja renunciaría antes a respirar que a volar, porque volar forma parte de nuestra naturaleza.
–Ya me doy cuenta, señora, y por esto la envidio, pero a mí no me gustan las mismas cosas. Volar es un trabajo para mí, yo no soy más que un técnico. Igual podría ajustar válvulas en una fábrica de gas o instalar circuitos ambáricos. Sin embargo, he elegido esto, ¿comprende usted? Lo he elegido por propia voluntad. Por esto me preocupa esta guerra acerca de la cual no se me ha notificado nada.
–La pelea de Iorek Byrnison con su rey también forma parte de ella -explicó la bruja-. Y esta niña está destinada a desempeñar un papel en todo este asunto.
–Usted habla del destino como si fuera algo fijado de antemano -declaró Scoresby-. Y esto me gusta tan poco como una guerra en la que me veo metido sin saber cómo ni por qué.
Dígame, por favor, ¿dónde está mi libre albedrío? Tengo la impresión de que esta niña tiene más libre albedrío que todos cuantos he conocido hasta aquí. ¿Quiere darme a entender que es como una especie de juguete mecánico al que uno le da cuerda y se pone en marcha obedeciendo un mecanismo que no puede cambiar?
–Todos estamos sujetos al destino, pero debemos hacer como si no fuera así -afirmó la bruja- o morir de desesperación. Hay una curiosa profecía acerca de esta niña: está destinada a provocar el final del destino. Pero debe hacerlo sin saber que lo hace, como si obrara por propia voluntad, no porque éste sea su destino. Si se le dice lo que hay que hacer, fracasará; la muerte barrerá todos los mundos, será el triunfo definitivo de la desesperación. Todos los universos no serán más que máquinas que se entrelazan, ciegas y vacías de pensamiento, de sentimiento, de vida…
Miraron a Lyra, cuyo rostro soñoliento (lo poco que la capucha dejaba ver de él) mostraba tozudez en su ceño fruncido.
–Supongo que hay en ella una parte que lo sabe -afirmó el aeronauta- o por lo menos que está preparada para lo que haya de ocurrir. ¿Qué me dice del niño? ¿Sabía usted que la niña ha hecho todo este viaje hasta aquí sólo para salvarlo de sus enemigos? Cuando estaban en Oxford o no sé dónde eran compañeros. ¿Lo sabía?
–Sí, lo sabía. Lyra tiene en sí algo de un valor inmenso y parece que el hado se sirve de ella como mensajera para conducirla hasta su padre. Ha recorrido todo este camino para encontrar a su amigo, sin saber que su amigo había sido trasladado al norte por los hados y a fin de que ella pudiera seguirlo y llevar algo a su padre.
–Usted lo ve de esta manera, ¿verdad?
Por vez primera la bruja pareció insegura.
–Eso parece… pero nosotros no podemos leer las tinieblas, señor Scoresby. Es posible que me equivoque. – ¿Y qué la ha metido en todo esto, si puede saberse?
–Fuera lo que fuese lo que hicieran en Bolvangar, sabíamos en el fondo de nuestro corazón que estaba mal. Lyra es la enemiga de Bolvangar, lo que quiere decir que nosotras somos amigas suyas. Esto lo vemos con claridad meridiana. Pero, además, está la amistad de mi clan con el pueblo giptano, que se remonta a los tiempos en que Farder Coram me salvó la vida. Hacemos esto porque ellos nos lo han pedido. Y ellos, por otra parte, tienen vínculos de obligación con lord Asriel.
–Ya comprendo. Eso quiere decir que si ustedes remolcan el globo a Svalbard es por los giptanos. ¿Se extiende esta amistad a remolcarnos también en el viaje de vuelta? ¿O tendré que esperar a que soplen vientos favorables y me quedaré entretanto a merced de la indulgencia de los osos? Le repito una vez más, señora, que lo pregunto simplemente porque la amistad me mueve a ello.
–Si podemos ayudarlo a regresar a Trollesund, señor Scoresby, lo haremos con mucho gusto. Lo que pasa es que no sabemos qué encontraremos en Svalbard. El nuevo rey de los osos ha hecho muchos cambios, los antiguos caminos no están transitables, el aterrizaje puede ser difícil. No sé cómo se las arreglará Lyra para encontrar el camino hasta donde está su padre. Tampoco conozco los proyectos de Iorek Byrnison, salvo que su destino está involucrado en el de Lyra.
–Yo tampoco lo sé, señora. Diría que lo que lo une a la niña es un sentimiento de protección. Ella lo ayudó a recuperar su coraza, ¿comprende? ¿Sabe alguien lo que sienten los osos? De todos modos, si en el mundo hay algún oso que ame a un ser humano, hay que admitir que ése ama a Lyra. En cuanto al aterrizaje en Svalbard, nunca ha sido fácil. De todos modos, si puedo contar con usted para que me remolque en la dirección adecuada, para mí será mucho más fácil y, si puedo hacer algo por usted a cambio, no tiene más que decirlo. Pero sólo para información personal, ¿quiere decirme en qué bando me encuentro en esta guerra invisible?
–Los dos estamos en el bando de Lyra. – ¡Ah, en cuanto a eso no tenía la más mínima duda!
Siguieron volando. Eran tantas las nubes que había bajo el globo que resultaba imposible calcular la velocidad que llevaban. Por supuesto que, en condiciones normales, un globo flotaba a la misma velocidad que el aire. Ahora, sin embargo, arrastrado por las brujas, el globo se movía a través del aire y no con el aire, y además se resistía debido a que la pesada bolsa de gas carecía de la estabilidad aerodinámica de un zepelín. En consecuencia, la barquilla oscilaba de un lado a otro, balanceándose mucho más y con más sacudidas que en un vuelo normal.
A Lee Scoresby no le preocupaba tanto su comodidad como sus instrumentos y dedicaba mucho tiempo a asegurarse de que estaban bien afianzados a los principales puntales. Según el altímetro, se encontraban a casi tres mil metros de altura. La temperatura era de veinte grados bajo cero. Lee Scoresby había experimentado fríos más intensos, por lo que desenrolló la lona que utilizaba para algún vivac improvisado y la tendió delante de los niños, entonces dormidos, para resguardarlos del viento, antes de tumbarse espalda contra espalda junto a su viejo compañero de armas, Iorek Byrnison, y sumirse en un profundo sueño.
Cuando Lyra se despertó, la luna se encontraba muy alta en el cielo y todo cuanto se ofrecía a su vista estaba como niquelado, desde la redondeada superficie de las nubes que se divisaban más abajo hasta los lagrimones de hielo y los carámbanos que colgaban de las jarcias del globo.
Roger, Lee Scoresby y el oso estaban dormidos. Sin embargo, junto a la barquilla, la reina bruja seguía volando a velocidad sostenida. – ¿Cuánto falta para llegar? – preguntó Lyra.
–Si no encontramos vientos de cara estaremos sobre Svalbard aproximadamente dentro de unas doce horas. – ¿Dónde aterrizaremos?
–Depende del tiempo que haga. Procuraremos evitar los acantilados. En ellos viven unos seres que atacan todo cuanto se mueve. Si podemos, os dejaremos tierra adentro, lejos del palacio de Iofur Raknison. – ¿Qué pasará cuando encontremos a lord Asriel? ¿Querrá volver a Oxford? Tampoco sé si debo decirle o no que sé que es mi padre. A lo mejor quiere seguir simulando que es mi tío.
Apenas lo conozco.
–Él no deseará volver a Oxford, Lyra. Parece que se puede hacer algo en otro mundo y lord Asriel es la única persona capaz de salvar el abismo que existe entre este mundo y el otro.
Pero necesita ayuda. – ¡El aletiómetro! – exclamó Lyra-. Me lo dio el rector del Jordan y me pareció que quería decirme algo sobre lord Asriel, lo que pasa es que no llegó a presentarse la ocasión. Yo sabía que en realidad no quería envenenarlo. ¿Si lo lee verá la manera de tender este puente? »Estoy segura de que yo podría ayudarlo. Ahora probablemente lo sé leer igual de bien que cualquiera.
–No sé -dijo Serafina Pekkala-. No sabemos cómo lo hará ni cuál será su trabajo. Hay potencias que hablan con nosotras y otras que están situadas por encima de ellas… y hasta para el más excelso hay cosas secretas. – ¡El aletiómetro me lo diría! Y si lo leyera ahora…
Pero hacía demasiado frío y no habría podido ni sostenerlo siquiera. Se arropó y se ciñó la capucha para protegerse del viento glacial, dejando tan sólo una pequeña abertura para mirar.
A lo lejos y un poco más abajo, la larga cuerda se extendía desde la anilla de suspensión del globo, tirada por seis o siete brujas sentadas en sus ramas de nube pino. Las estrellas centelleaban brillantes y frías, duras como diamantes. – ¿Por qué no tiene frío, Serafina Pekkala?
–Nosotras también tenemos frío, pero no le damos importancia, porque no queremos dañarnos. Si nos abrigásemos para protegernos contra el frío, no sentiríamos otras cosas, como el rutilante titilar de las estrellas o la música de la Aurora o, lo que todavía es mejor, la sedosa sensación de la luz de la luna en nuestra piel. Para disfrutar de todo esto vale la pena pasar frío. – ¿Y yo también podría sentir esas cosas?
–No, si tú te quitases las pieles, te morirías. Tú tienes que taparte. – ¿Cuánto tiempo viven las brujas, Serafina Pekkala? Farder Coram dice que viven centenares de años. Pero a mí usted no me parece tan vieja como eso.
–Tengo trescientos años o más. Nuestra madre bruja más vieja tiene casi mil años. Un día, Yambe-Akka vendrá a buscarla y también llegará un día en que me llevará a mí. Es la diosa de los muertos. Cuando se te acerca con su sonrisa y sus palabras zalameras sabes que ha llegado tu hora. – ¿También hay hombres brujos? ¿O sólo mujeres?
–Tenemos algunos hombres que nos sirven, como el cónsul de Trollesund. Y también hay hombres que son nuestros amantes o nuestros maridos. Tú eres muy pequeña, Lyra, demasiado pequeña para entender estas cosas, pero a pesar de todo te lo explicaré y llegará el día en que lo entenderás: los hombres pasan delante de nuestros ojos como mariposas, como criaturas de una estación efímera. Los amamos, son valientes, orgullosos, guapos, inteligentes, y se mueren casi en seguida. Se mueren tan pronto que tenemos los corazones continuamente atormentados por la pena. Alumbramos a sus hijos, que si nacen hembras son brujas, y si no se convierten en seres humanos. Y después, en un abrir y cerrar de ojos, desaparecen, caen abatidos, mueren, los perdemos. Y lo mismo sucede con nuestros hijos. Cuando un niño va creciendo se figura que es inmortal. Pero su madre sabe que no lo es. Cada vez se hace más doloroso, hasta que finalmente se te parte el corazón. Puede ser que entonces Yambe-Akka venga a por ti. Yambe-Akka es más vieja que la tundra. Tal vez para ella las vidas de las brujas sean tan breves como lo son para nosotros las vidas de los hombres. – ¿Usted amaba a Farder Coram?
–Sí. ¿Lo sabe él?
–No sé si él lo sabe, pero lo que sí sé es que él la ama a usted.
–Cuando me rescató él era joven y fuerte, guapo y orgulloso. Me enamoré de él al momento. Por él habría cambiado mi naturaleza, me habría olvidado del titilar de las estrellas y de la música de la Aurora, no habría vuelto a volar en mi vida. Todo lo habría dado al momento, sin pensármelo un segundo, a cambio de ser su esposa, una giptana, y vivir en un bote, cocinar para él, compartir su lecho, darle hijos. Pero uno no puede cambiar lo que es, lo único que puede cambiar es lo que hace. Yo soy una bruja y él un ser humano, aunque estuve con Farder Coran el tiempo suficiente para darle un hijo… -¡Pues él no me lo dijo! ¿Fue una niña? ¿Una bruja?
–No, fue un niño y murió en la gran epidemia que hubo hace cuarenta años, una enfermedad que vino de Oriente. ¡Pobre pequeño, entró y salió de la vida tan rápidamente como una mosquita de mayo! Me hizo pedazos el corazón y aún sigue destrozado. También el de Coram. »Después sentí la llamada de mi gente y volví con los míos, porque Yambe-Akka se había llevado a mi madre y yo había pasado a ser la reina del clan. O sea que tuve que marcharme porque era mi deber. – ¿Y ya no volvió a ver a Farder Coram?
–No, nunca más, aunque oí hablar de él, supe qué hacía, me enteré de que los skraelings lo habían herido con una flecha envenenada y le envié hierbas y conjuros para ayudarlo a recuperarse, pero no me sentía con fuerza suficiente para volverlo a ver. Me enteré de que, después de este suceso, se había desmoronado completamente, pero que había crecido en sabiduría, estudiado y leído mucho, y por eso me sentí orgullosa de él y de su bondad. Pese a todo, me mantuve a distancia, porque eran tiempos peligrosos para mi clan y existía la amenaza de una guerra de brujas y, además, pensaba que él ya me habría olvidado y habría encontrado una esposa humana…
–Eso jamás -exclamó Lyra con firmeza-. Tendría que ir a visitarlo. Sigue amándola, de eso estoy segura.
–Pero se avergonzará de su edad y no quiero verlo avergonzado.
–Eso es posible, pero por lo menos hágale llegar una misiva. Bueno, es un consejo.
Serafina Pekkala se quedó callada largo rato. Pantalaimon se convirtió en golondrina de mar, se posó un breve instante en la rama de la que Serafina era jinete, como queriendo disculparse porque quizás habían estado insolentes con ella.
Y entonces Lyra preguntó: -¿Por qué las personas tienen daimonions, Serafina Pekkala?
–Todo el mundo se lo pregunta y nadie sabe la respuesta. Desde que existen los seres humanos, siempre ha habido daimonions. Es lo que os diferencia de los animales. – ¡Sí! La verdad es que somos muy diferentes… Tomemos, por ejemplo, los osos. ¡Qué extraños son los osos!, ¿no le parece? Dirías que son como las personas y de pronto hacen algo tan extraño o tan agresivo que te das cuenta de que es imposible llegar a entenderlos… ¿Sabe qué me contó Iorek? Pues que su coraza era para él lo que un daimonion para una persona. Me dijo que es su alma. Pero también en esto son diferentes, porque fue él quien se la hizo. »Cuando lo desterraron le quitaron la coraza y después él encontró algo de hierro celeste y se fabricó otra nueva, como quien se hace un alma nueva. Nosotros, en cambio, no podemos crear a nuestros daimonions. Después, la gente de Trollesund lo emborrachó con licores y le robó la coraza, pero yo descubrí dónde estaba y la pudo recuperar. Pero lo que yo me pregunto es esto: ¿por qué viene Iorek a Svalbard? Le darán una paliza, a lo mejor lo matan… Yo a Iorek lo quiero mucho, lo quiero tanto que preferiría que no viniera con nosotros. – ¿Te ha explicado quién es?
–No, sólo me dijo cómo se llamaba. Bueno, quien lo hizo fue el cónsul de Trollesund.
–Iorek es de noble linaje, es un príncipe. En realidad, si no hubiera cometido aquel gran crimen, ahora sería el rey de los osos.
–Él me dijo que su rey se llamaba Iofur Raknison.
–Iofur Raknison se convirtió en rey cuando desterraron a Iorek Byrnison. Iofur es príncipe, eso por descontado, ya que de lo contrario no podría gobernar, pero tiene una inteligencia parecida a la humana, hace alianzas y tratados, no vive a la manera de los osos, en fortalezas de hielo, sino en un palacio de construcción reciente, y habla de intercambiar embajadores con las naciones humanas y de desarrollar minas de fuego con ayuda de ingenieros humanos… Es hábil y sutil. Dicen que incitó a Iorek a hacer lo que provocó su destierro y algunos aseguran que, aunque no fuera así, hace creer que ocurrió de este modo para hacerse valer y aumentar la fama de inteligente que ya tiene. – ¿Qué hizo Iorek? Mire, una razón de que quiera a Iorek es que a mi padre también lo castigaron por lo que hizo y tengo la impresión de que los dos son iguales. Iorek me dijo que él había matado a otro oso, pero no me contó lo que pasó.
–La pelea fue por una osa. El macho al que mató Iorek no se declaró rendido como requería el caso, pese a que estaba más que claro que Iorek era más fuerte. Por muy grande que sea su orgullo, los osos no dejan nunca de reconocer que un semejante suyo es superior cuando lo es realmente y se rinden ante él, pero, por la razón que fuera, aquel oso no lo hizo. »Hay quien dice que Iofur Raknison lo convenció o le dio unas hierbas para confundirle las ideas. Fuera como fuese, el oso joven siguió a la carga y Iorek Byrnison se dejó llevar por su temperamento. No costó mucho juzgar su caso; habría debido herirlo, no matarlo.
–O sea que, de no haber sido por eso, ahora sería rey -concluyó Lyra-. Oí hablar de Iofur Raknison al profesor Palmerian del Jordan, porque estuvo en el norte y lo conoció. El profesor explicó… me gustaría acordarme de lo que explicó… creo que aseguró que había hecho trampas para llegar al trono… o cosa parecida. Pero a mí Iorek me dijo una vez que no es posible engañar a un oso y me demostró que yo era totalmente incapaz de hacerlo. Parece, por lo que usted dice, que los engañaron a los dos, a él y al otro oso. A lo mejor es que los únicos que pueden engañar a los osos son los osos, no las personas. Salvo en el caso… los de Trollesund lo engañaron, ¿no es verdad? Lo emborracharon y le robaron la coraza.
–Cuando los osos se comportan como los humanos, quizá sea posible engañarlos -respondió Serafina Pekkala-, pero si se comportan como osos ya no es posible. En situación normal, no hay ningún oso que tome alcohol. Si Iorek Byrnison lo tomó fue para olvidar la vergüenza que le producía el destierro y gracias a eso los de Trollesund pudieron engañarlo.
–Es verdad -afirmó Lyra, acompañando las palabras con un movimiento de la cabeza.
Aquella idea la satisfacía. Admiraba a Iorek de forma prácticamente ilimitada y estaba contenta de que alguien le corroborara su nobleza.
–Es usted muy lista -dijo con admiración-. De no ser porque usted me lo ha explicado, nunca se me habría ocurrido. Debe de ser incluso más inteligente que la señora Coulter.
Continuaron volando. Lyra se puso a masticar un trozo de carne de foca que había encontrado en el bolsillo.
–Serafina Pekkala -continuó un momento después-, ¿qué es eso del Polvo? A mí me parece que todos estos problemas son a, causa del Polvo, pero todavía no hay nadie que me haya contado qué clase de Polvo es ése.
–Yo no lo sé -le confesó Serafina Pekkala-. Las brujas no se han preocupado nunca del Polvo. Lo único que te puedo decir es que allí donde hay curas, hay miedo al Polvo. La señora Coulter no es ningún cura, por supuesto, pero sí que es un poderoso agente del Magisterio.
Fue ella quien fundó la junta de Oblación y quien convenció a la Iglesia de que costeara Bolvangar debido a que estaba muy interesada en el Polvo. Nosotras no entendemos sus ideas con respecto al mismo. Pero hay muchas otras cosas que no hemos entendido nunca. Vemos que los tártaros se hacen agujeros en el cráneo y es un hecho que no puede dejar de sorprendernos. »Así pues, esto del Polvo debe de ser algo extraño y lo único que podemos hacer es interrogarnos al respecto, lo que en modo alguno nos impele a cortar ni a desgarrar nada para tratar de averiguarlo. Lo dejamos en manos de la Iglesia. – ¿La Iglesia? – preguntó Lyra.
De pronto se había acordado de algo: una conversación con Pantalaimon, en los Fens, sobre qué podía ser lo que movía la aguja del aletiómetro. Entonces habían pensado en la máquina lumínica del altar mayor del Gabriel College y en cómo las partículas elementales hacían girar las pequeñas aspas. El intercesor se había mostrado claro con respecto al vínculo existente entre las partículas elementales y la religión.
–Es muy posible -declaró, al tiempo que asentía con un gesto-. Después de todo, mantienen en secreto la mayor parte de las cosas, pero la mayor parte de las cosas de la Iglesia son antiguas y el Polvo no lo es, que yo sepa. No sé si lord Asriel podría explicármelo…
Volvió a bostezar.
–Será mejor que me eche un rato -le dijo a Serafina Pekkala-, de lo contrario me quedaré congelada. En el suelo también paso frío, pero no tanto. Como coja más frío, creo que me moriré.
–Entonces échate en el suelo y cúbrete con las pieles.
–Sí, lo haré. Si tengo que morir, prefiero morir aquí arriba que abajo un día cualquiera.
Cuando nos pusieron debajo de aquella cuchilla creí que me había llegado la hora… Nos lo figuramos los dos. ¡Qué crueldad! Pero ahora nos tumbaremos. Despiértenos cuando lleguemos -le pidió mientras se echaba sobre el montón de pieles con gesto torpe y todo el cuerpo dolorido a causa de la intensidad del frío y acercándose todo lo posible a Roger, que dormía profundamente.
Así pues, los cuatro viajeros prosiguieron el camino, dormidos en el globo cubierto de incrustaciones de hielo, en dirección a las peñas y glaciares, las minas de fuego y las fortalezas de hielo de Svalbard.
Serafina Pekkala llamó al aeronauta y éste se despertó en seguida, medio aturdido a causa del frío, pero consciente de que algo fallaba a juzgar por el movimiento de la barquilla. Se balanceaba terriblemente a merced de los fuertes vientos que agitaban la bolsa del gas, mientras las brujas a duras penas conseguían sujetarlo tirando de la cuerda.
De haberla soltado, el globo habría perdido el rumbo al momento y, a juzgar por la ojeada que echó a la brújula, se habría visto arrastrado hacia Nueva Zembla a una velocidad de casi ciento cincuenta kilómetros por hora. – ¿Dónde nos encontramos? – oyó Lyra que preguntaba el aeronauta.
Tampoco ella estaba del todo despierta, el cuerpo vacilante a causa del movimiento y con tanto frío que tenía entumecidos todos los miembros.
No pudo oír la respuesta de la bruja, pero a través de la pequeña rendija que dejaba libre la capucha vio, a la luz de una linterna ambárica, que Lee Scoresby estaba agarrado a un puntal, agarrando una cuerda que se introducía en la misma bolsa del gas. Dio un fuerte tirón, como si quisiera vencer alguna obstrucción y levantó los ojos hacia la agobiante oscuridad antes de atar la cuerda en torno a una abrazadera de la anilla de suspensión.
–Voy a soltar un poco de gas -gritó a Serafina Pekkala-. Así bajaremos. Volamos demasiado alto.
La bruja respondió asimismo a voces, pero Lyra no entendió lo que decía. Roger también se estaba despertando en aquel momento, ya que los crujidos de la barquilla eran suficientes para despejar al más profundo de los dormilones, por no hablar además del balanceo ni de las sacudidas a que estaba sometida.
El daimonion de Roger y Pantalaimon permanecían juntitos como dos titís y Lyra procuraba mantenerse inmóvil en el suelo en lugar de pegar un salto, que era lo que el miedo le habría impulsado a hacer.
–Todo funciona a las mil maravillas -afirmó Roger, que parecía mucho más animado que ella-. Tan pronto como bajemos, haremos fuego y nos calentaremos. Llevo cerillas en el bolsillo. Las birlé de la cocina de Bolvangar.
Era evidente que el globo estaba descendiendo, ya que un segundo después se vieron envueltos en una nube densa y helada. Hilachas y jirones de nube se introdujeron en la barquilla y de pronto todo quedó a oscuras. Lyra no había visto nunca una niebla tan densa como aquélla.
Un momento después se oyó otro grito de Serafina Pekkala, mientras el aeronauta desataba la cuerda de la abrazadera y la soltaba. La cuerda salió proyectada hacia arriba escapándosele de las manos y, a pesar de los crujidos, la embestida y el aullido del viento a través de las jarcias, Lyra oyó o notó un fuerte golpe procedente de algún punto situado muy arriba.
Lee Scoresby se dio cuenta de que tenía los ojos abiertos como platos.
–Es la válvula del gas -le gritó-. Funciona con un resorte e impide que se escape.
Cuando tiro hacia abajo, se escapa algo de gas por arriba y entonces perdemos fuerza ascensional y bajamos.
–Estamos casi…
Pero no pudo terminar, porque en aquel momento ocurrió una cosa terrible. Un ser con una talla equivalente a la mitad de la propia de un ser humano, con alas de cuero y zarpas ganchudas, estaba trepando por el costado de la barquilla en dirección a Lee Scoresby. Tenía la cabeza plana, ojos saltones y una boca ancha como la de una rana. Además, despedía vaharadas de un hedor abominable.
Lyra ni siquiera tuvo tiempo de gritar antes de que Iorek Byrnison se levantara y lo apartara de un manotazo. Aquella criatura se desprendió de la barquilla y desapareció con un grito.
–Un espectro de los acantilados -dijo Iorek a modo de escueta explicación.
Un momento después apareció Serafina Pekkala, que se agarró a un lado de la barquilla y habló, alarmada.
–Los espectros de los acantilados atacan. Bajaremos a tierra con el globo y tendremos que defendernos. Son…
Pero Lyra no pudo oír el resto de la frase, porque algo se rasgó y, con el ruido que produjo el desgarramiento, todo quedó ladeado. Seguidamente un golpe terrible arrojó a los tres seres humanos a un lado del globo, donde estaban amontonadas las piezas de la coraza desmontada de Iorek Byrnison.
Iorek, con su enorme pata, las sujetó, ya que la barquilla traqueteaba con extraordinaria violencia. Serafina Pekkala había desaparecido. El estruendo era aterrador. Cubriendo todos los demás ruidos circundantes se oía el producido por los espectros de los acantilados, a los que Lyra vio pasar precipitadamente al tiempo que percibía su repugnante hedor.
Otra sacudida repentina volvió a arrojarlos al suelo y la barquilla bajó a aterradora velocidad, sin dejar de girar un solo momento en el espacio.
Era como si se hubiera desprendido del globo y se precipitara en el vacío sin que nada la sujetara.
Después hubo de nuevo una serie de sacudidas y de golpes, acompañados de rápidos cimbreos a uno y otro lado, que les produjeron la impresión de que acabarían por estrellarse contra las paredes rocosas entre las que bajaban.
Lo último que vio Lyra fue a Lee Scoresby disparando su pistola de cañón largo directamente a la cara de un espectro de los acantilados, antes de cerrar los ojos con fuerza y agarrarse a los pelos de Iorek Byrnison presa de un terror incontrolable. Aullidos, gritos, las arremetidas y el silbido del viento, el crujido de la barquilla, que parecía un animal torturado, todo contribuía a poblar de espantosos ruidos el aire inhóspito.
Ya al fin se produjo la sacudida más fuerte, que la proyectó totalmente fuera de la barquilla.
De nada le sirvió mantenerse agarrada y pareció como si sus pulmones se hubieran vaciado completamente de aire cuando fue a parar sobre una maraña tal que le habría sido imposible decir qué estaba arriba y qué abajo, al tiempo que la cara, cubierta por la apretada capucha, se le quedaba sembrada de polvo, sequedad, frío y cristales…
Era nieve, había ido a parar a tierra en medio de una ventisca de nieve. Se encontraba tan magullada que apenas podía pensar. Se quedó tendida y quieta unos segundos antes de ponerse a escupir la nieve que le había entrado en la boca y después expulsó algo de aire con gran cautela hasta que dispuso de un poco de espacio para inspirar.
No le dolía nada en particular, se sentía simplemente sin aliento. Con grandes precauciones intentó mover manos, pies, brazos y piernas, así como levantar la cabeza.
Apenas veía nada, se le había llenado la capucha de nieve. Con un esfuerzo, como si cada mano le pesara una tonelada, se la sacudió y atisbó a través de ella.
El mundo que contempló era gris, tonalidades pálidas y oscuras del gris y negrura, un ambiente en el que vagaban jirones de niebla que parecían fantasmas.
Los únicos ruidos que percibía eran los lejanos alaridos de los espectros de los acantilados, situados muy arriba, y el estallido de las olas contra las rocas, a cierta distancia. – ¡Iorek! – gritó, aunque su voz era débil y temblorosa. Probó de nuevo, pero no respondió nadie. – ¡Roger! – gritó entonces, aunque con igual resultado.
Le parecía estar sola en el mundo, aunque por supuesto no era así, ya que Pantalaimon salió de su anorak, ahora un ratón dispuesto a hacerle compañía.
–He examinado el aletiómetro -dijo Pantalaimon- y está en perfecto estado. No se ha roto nada. – ¡Estamos perdidos, Pan! – repuso Lyra-. ¿Has visto a los espectros de los acantilados? ¿Y al señor Scoresby disparando contra ellos? ¡Que Dios nos ayude si les da por venir hasta aquí…!
–Mejor será que busquemos la barquilla -indicó Pantalaimon-, quizá…
–Mejor que no los llamemos -aconsejó Lyra-. Sé que lo acabo de hacer, pero me parece que lo más conveniente es no gritar porque pueden oírnos. Me gustaría saber dónde hemos ido a parar.
–Puede que prefiramos no saberlo -apuntó él-. Tal vez estemos en el fondo de una sima sin posibilidad de subir y a lo mejor los espectros de los acantilados están arriba esperando descubrirnos cuando se aclare la niebla.
Después de descansar unos minutos más, Lyra tentó con las manos a su alrededor y descubrió que había ido a parar al interior de una hendidura entre dos rocas cubiertas de hielo.
Una nieve helada lo cubría todo; a un lado se oía el fragor de las olas y, por el ruido, podía deducirse que debían de estar a unos cincuenta metros de distancia, mientras que desde las alturas seguían llegando los alaridos de los espectros de los acantilados, aunque ya se iban debilitando.
En medio de tanta lobreguez apenas si conseguía ver a dos o tres metros de distancia, y tampoco los ojos de lechuza de Pantalaimon le servían de gran cosa.
Con grandes trabajos consiguió echar a andar, aunque resbalando y deslizándose por las ásperas rocas, lejos de las olas y a una cierta altura de la playa, si bien no encontró otra cosa que rocas y nieve y ni el menor rastro del globo ni de sus ocupantes.
–No es posible que hayan desaparecido todos -murmuró Lyra.
Pantalaimon merodeó en forma de gato por otro sector de la zona y se encontró con cuatro pesados sacos de arena despanzurrados y toda la arena desparramada alrededor y en fase de congelación.
–Es el lastre -explicó Lyra-. Se habrán desprendido de él para elevarse de nuevo…
Lyra tragó saliva para ver si así conseguía engullirse aquel nudo que notaba en la garganta o el miedo que sentía en el pecho o tal vez las dos cosas. – ¡Oh, Dios mío, qué asustada estoy! – exclamó-. ¡Ojalá nos salvemos!
Pantalaimon volvió a saltar a sus brazos y, en forma de ratón, se arrastró dentro de la capucha de Lyra, donde se hizo invisible. De pronto Lyra oyó un ruido, algo que arañaba la roca, y se volvió para ver qué era. – ¡Iorek!
Pero se tragó la palabra antes de pronunciarla del todo, ya que no era Iorek Byrnison, sino un oso desconocido, cubierto por una bruñida coraza en la que el rocío había quedado helado y convertido en escarcha y que llevaba una pluma en el casco.
El oso se quedó inmóvil, a unos dos metros de distancia. Lyra pensó en aquel momento que había llegado el fin de sus días.
El oso abrió la boca y lanzó un gruñido que arrancó un eco de los acantilados y toda una serie de gritos en las alturas. De la niebla salió otro oso y después otro más.
Lyra permanecía de pie inmóvil, con sus pequeñas manos humanas entrelazadas.
Los osos no se movieron hasta que habló el primero: -¿Cómo te llamas? – dijo.
–Lyra. – ¿De dónde vienes?
–Del cielo. – ¿En globo?
–Sí.
–Pues síguenos. Estás prisionera. ¡Venga, vamos, andando!
Tan cansada como asustada, Lyra avanzó a trompicones por las ásperas y resbaladizas rocas, siguiendo al oso y preguntándose cómo saldría del atolladero en que estaba metida.
El oso-sargento no dijo esta boca es mía hasta que se encontraron en terreno llano, momento en que se detuvieron. Por el sonido de las olas, Lyra juzgó que habían llegado a lo alto de los acantilados; no se atrevía a huir corriendo por miedo a caer por el barranco. – ¡Mira arriba! – le ordenó el oso justo cuando un soplo de brisa apartaba a un lado la pesada cortina de niebla.
En cualquier caso, la luz era escasa, pese a lo cual Lyra forzó la vista y se dio cuenta de que estaba delante de un gran edificio de piedra. Era como mínimo tan alto como la parte más alta del Jordan College, aunque mucho más macizo y totalmente cubierto de relieves que representaban escenas de guerra, osos victoriosos y skraelings en el momento de rendirse, tártaros encadenados sometidos a trabajos forzados en las minas de fuego, zeppelines volando desde todos los rincones del mundo, cargados de regalos y tributos para el rey de los osos, lofur Raknison.
Por lo menos ésa fue la explicación que el oso-sargento le dio acerca de los relieves. Ella la tomó por buena, ya que todas las salientes de la fachada cubierta de relieves estaban ocupadas por alcatraces y gaviotas que no cesaban un momento de graznar, chillar y volar en círculo sobre sus cabezas y con cuyas deyecciones habían formado una gruesa capa de porquería blancuzca sobre el edificio.
Los osos, sin embargo, parecían ignorar aquella inmundicia y se abrieron camino a través del monumental arco que se tendía sobre el terreno helado, sembrado de residuos dejados por los pájaros. Había un patio, escalinatas y puertas, lugares donde osos acorazados paraban a los recién llegados obligándoles a dar el santo y seña. Llevaban una coraza resplandeciente y bruñida y todos lucían plumas en el casco. Lyra no podía evitar la comparación con Iorek Byrnison de todos los osos que encontraba, siempre con ventaja para él. Iorek era más fuerte y más agraciado y su coraza era una coraza de verdad, de color de óxido, con manchas de sangre y mellada por el combate, no elegante como la mayoría de las que veía ahora, adornadas con esmaltes y otros ornamentos.
A medida que iban adentrándose en el edificio, aumentaba la temperatura y otra cosa: el hedor del palacio de lofur era repugnante, un tufillo que era una mezcla de grasa rancia de foca, excrementos, sangre y desechos de todo tipo. Lyra se quitó la capucha porque sentía calor, pero no pudo evitar arrugar la nariz. Esperaba que los osos no supieran leer las expresiones humanas. A cada pocos metros encontraban repisas de hierro en las que había lámparas que funcionaban con grasa de ballena y a Lyra no siempre le resultaba fácil ver dónde pisaba.
Por fin se detuvieron ante de una pesada puerta de hierro. El oso que montaba la guardia ante ella corrió un macizo cerrojo y repentinamente el sargento golpeó a Lyra con la cabeza para empujarla a través de la entrada. Antes de que le diera tiempo a devolver golpe por golpe oyó que corrían de nuevo el cerrojo detrás de ella.
Era un lugar profundamente oscuro, pero Pantalaimon se convirtió en luciérnaga y proyectó un tenue resplandor a su alrededor. Estaban en una celda exigua cuyos muros rezumaban humedad y donde disponían de un banco de piedra como único mueble. En el rincón más apartado había un montón de trapos que Lyra adoptó como yacija. No vio otra cosa.
Lyra se sentó con Pantalaimon posado en su hombro y lo primero que hizo fue palparse las ropas para comprobar si tenía el aletiómetro.
–Ha sufrido muchos achuchones, Pan -murmuró-, espero que todavía funcione.
Pantalaimon se trasladó volando a su muñeca y se posó en ella, fulgurante, mientras Lyra se iba tranquilizando. Una parte de ella juzgaba extraño poder estar allí sentada, corriendo terribles peligros y, pese a todo, con la calma necesaria para leer el aletiómetro. Sin embargo, aquel artilugio había pasado a ser un elemento tan integrante de su persona que las preguntas más complicadas se descomponían en los símbolos que las constituían de la misma manera natural que sus músculos movían sus miembros. Ahora apenas tenía que pensar.
Hizo girar las manecillas y pensó la pregunta: -¿Dónde está Iorek?
La respuesta surgió en seguida:
–A un día de distancia, transportado por el globo después de tu caída, pero se acerca rápidamente hacia aquí. – ¿Y Roger?
–Con Iorek. – ¿Qué hará Iorek?
–Su intención es introducirse en el palacio para rescatarte, pese a todas las dificultades.
Dejó el aletiómetro, todavía más angustiada que antes.
–Se lo impedirán, ¿no te parece? – preguntó Lyra-. Son demasiados para él. Me gustaría ser una bruja, Pan, así tú podrías salir y buscarlo, llevarle misivas y establecer un plan apropiado…
En aquel momento se llevó el susto más grande de su vida.
A pocos pasos de distancia oyó la voz de un hombre que salía de la oscuridad y le decía: -¿Quién eres?
Dio un salto acompañado de un grito de alarma, Pantalaimon se convirtió al momento en murciélago y comenzó a chillar y a volar alrededor de su cabeza mientras ella se arrimaba contra la pared. – ¡Eh! ¡Eh! – insistió el hombre-. ¿Y éste quién es? ¡Habla! ¡Habla!
–Conviértete otra vez en luciérnaga, Pan -indicó Lyra con voz trémula-, pero no te acerques demasiado.
Aquel punto vacilante de luz bailó a través del aire y parpadeó en torno a la cabeza de quien había hablado. Después de todo, no era un montón de andrajos, sino un hombre de barba grisácea encadenado al muro cuyos ojos centelleaban ante el fulgor que emitía Pantalaimon y cuya descuidada cabellera le caía sobre la espalda. Su daimonion, una serpiente de aspecto cansado, reposaba en su regazo y de vez en cuando hacía flamear su lengua bífida cuando veía a Pantalaimon volando por los alrededores. – ¿Cómo se llama usted? – le preguntó Lyra.
Jotham Santelia -replicó él-. Soy profesor regio de cosmología de la universidad de Gloucester. ¿Y tú, quién eres?
–Lyra Belacqua. ¿Y a usted por qué le tienen encerrado?
–Por malevolencia y envidia… ¿Tú de dónde vienes?
–Del Jordan College -respondió Lyra. – ¿Cómo? ¿De Oxford?
–Sí. – ¿Sigue allí aquel bergante de Trelawney? – ¿El profesor Palmerian? Sí, claro -respondió ella. – ¿Conque sí, eh? ¡Vaya! Hace mucho tiempo que habrían debido obligarlo a dimitir. ¡Menudo plagiario embustero! ¡El mayor fanfarrón que he visto en mi vida!
Lyra profirió un sonido que no significaba ni fu ni fa. – ¿Ya ha publicado su trabajo sobre los fotones de los rayos gama? – preguntó el profesor, acercando la cara a Lyra.
Ésta retrocedió.
–Pues no lo sé -respondió, para después, como corrigiéndose por puro hábito, proseguir diciendo-: no, ahora que me acuerdo, le oí decir que tenía que comprobar algunas cifras. Y… también dijo que quería escribir acerca del Polvo. Sí, eso dijo. – ¡Vaya bribón! ¡Menudo ladrón! ¿Será tunante? ¡Un pillo es lo que es! – gritó el hombre con tal violencia que Lyra temió que le diera un ataque.
Su daimonion bajó deslizándose letárgicamente de su regazo mientras el profesor se golpeaba las espinillas con los puños y unos regueros de saliva le resbalaban de la boca.
–Sí -afirmó Lyra-, siempre he pensado que era un ladrón, un tunante y todo eso que usted dice.
Si era inverosímil que de pronto apareciese en su celda una niña zarrapastrosa que resultaba conocer al hombre en quien se concentraban todas sus obsesiones, el regio profesor no demostró advertirlo. Estaba loco, el pobre, y la verdad es que no resultaba nada extraño, pero por otra parte quizá disponía de datos que podían ser útiles para Lyra.
Se sentó cautelosamente junto a él, no al alcance de su mano, aunque sí lo bastante cerca para que Pantalaimon lo iluminase con su tenue luz.
–Una de las cosas de las que solía alardear el profesor Trelawney era de lo bien que conocía al rey de los osos -comenzó Lyra. – ¡Alardear! ¡Vaya, vaya! ¡No me extraña que alardee! ¡No hace más que farolear! ¡Y además, es un pirata! No se le puede atribuir ninguna investigación original. Todo lo suyo proviene de otros mejores que él.
–Sí, en eso lleva usted razón -confirmó Lyra, muy seria-. Y cuando dice algo de su cosecha, mete siempre la pata. – ¡Sí, sí, en efecto! No tiene talento ni imaginación, un fantasmón de pies a cabeza.
–Estoy segura, por ejemplo -añadió Lyra-, de que usted sabe más de osos que él. – ¿De osos? – respondió el viejo-. ¡Ja, ja! Yo podría escribir un tratado sobre osos. Por eso me encerraron, ¿entiendes? – ¿Cómo fue?
–Sé demasiadas cosas acerca de los osos y por eso no se atreven a quitarme de en medio. No se atreven a eliminarme, por mucho que quieran. Yo sé cosas, ¿comprendes? Y tengo amigos, sí, tengo amigos poderosos.
–Sí, claro -exclamó Lyra-, y estoy segura de que es usted un profesor maravilloso -prosiguió-. Por algo tiene los conocimientos y la experiencia que tiene.
De las profundidades de su locura saltó una chispa de sentido común y el hombre la miró intensamente, como si vislumbrara la sombra de un sarcasmo en su observación. Pero Lyra se había pasado la vida entre profesores desconfiados y chiflados y lo miraba con una admiración tan franca que el hombre se tragó lo que había dicho. – ¡Profesor, sí, profesor…! – repitió el hombre-. Sí, yo podría enseñar. Como me den el alumno adecuado, puedo hacer prender una chispa en su cerebro.
–Por eso no pueden perderse sus conocimientos -prosiguió Lyra en tono alentador-, deben pasar a los demás a fin de que perdure su recuerdo.
–Sí -confirmó el hombre con un movimiento afirmativo de la cabeza-. En esto demuestras poseer unas grandes dotes de percepción, niña. ¿Cómo te llamas?
–Lyra- le repitió-. ¿Y usted no podría instruirme en relación con los osos?
–Los osos… -comenzó el hombre en tono dubitativo.
–Me gustaría saber de cosmología, del Polvo y de todas estas cosas, pero no tengo la inteligencia suficiente para comprenderlas. Lo que usted necesita son discípulos inteligentes de verdad. De todos modos, podría enseñarme algo sobre los osos. Algunas cosas por lo menos, ya que no todas. Y a lo mejor hasta podríamos hacer prácticas y trabajar con el Polvo.
El hombre volvió a asentir con un gesto.
–Sí -respondió-, creo que tienes razón. Hay una correspondencia entre el microcosmos y el macrocosmos. Las estrellas están vivas, niña. ¿Lo sabías? Todo lo exterior está vivo y existen grandes proyectos. En el universo todo son proyectos, ¿no lo sabías? Todo lo que ocurre obedece a una finalidad. Y seguro que tu finalidad es recordármelo. ¡Bien, bien! Estaba tan desesperado que lo había olvidado todo. ¡Bien! ¡Excelente, niña mía! – ¿O sea que usted ha visto al rey? ¿A Iofur Raknison?
–Sí, claro. Yo vine aquí porque él me invitó, ¿sabes? Él quería fundar una universidad y pensaba nombrarme vicecanciller. ¡Eso sí que hubiera sido darle en las narices al Real Instituto Ártico!, ¿no te parece? Y también al tunante de Trelawney. ¡Ja, ja! – ¿Y qué pasó?
–Pues que hubo hombres insignificantes que me traicionaron. Entre ellos, Trelawney, por supuesto. Trelawney estuvo aquí, en Svalbard. Y el hombrecillo propagó mentiras y calumnias en relación con mis méritos. ¡Calumnias! ¡Libelos! ¿Quién descubrió la prueba final de la hipótesis Barnard-Stokes? ¿Quieres decírmelo? Sí, naturalmente, fue Santelia. Esto Trelawney no lo podía aceptar y por eso mintió a boca llena. Y ahora Iofur Raknison me tiene aquí encerrado. Pero un día saldré, ya lo verás. Y entonces seré vicecanciller, ¡pues no faltaría más! Ya me gustará ver entonces a Trelawney pidiéndome perdón. ¡Que venga el Real Instituto Ártico a pisarme mis investigaciones! ¡Ja, ja! ¡Ya se enterarán de quién soy!
–Espero que Iorek Byrnison crea en usted cuando vuelva -añadió Lyra. – ¿Iorek Byrnison? A ése es inútil esperarlo, no volverá nunca más.
–Pues ya está viniendo.
–En ese caso lo matarán. Iorek no es un oso, sino un desterrado. Igual que yo. Yo también he sido degradado, ¿comprendes? Ha perdido todos los privilegios de un oso.
–Suponga, sin embargo, que Iorek Byrnison regresase -insistió Lyra-. Suponga que desafiase a Iofur Raknison a un combate… -¡No, eso no lo permitirían! – exclamó el profesor con decisión-. Iofur no se rebajaría nunca a reconocer en Iorek Byrnison el derecho a luchar con él. No tiene ningún derecho.
Ahora Iorek es como una foca o una morsa, no un oso. O peor aún: como un tártaro o un skraeling. Con él no lucharían de forma honorable, lo matarían con lanzallamas antes de que pudiera acercarse. No hay esperanza para él. Ni piedad tampoco. – ¡Oh! – exclamó Lyra sintiendo una profunda desesperación en el pecho-. ¿Y los demás prisioneros de los osos? ¿Sabe dónde los tienen encerrados? – ¿Los demás prisioneros?
–Sí… como lord Asriel, por ejemplo.
De pronto las maneras del profesor cambiaron por completo. Se encogió y se retiró hacia la pared mientras meneaba la cabeza a manera de advertencia. – ¡Sssss! ¡Silencio! ¡Pueden oírte! – susurró. – ¿Se puede saber por qué no podemos mencionar el nombre de lord Asriel? – ¡Está prohibido! ¡Es muy peligroso! ¡Iofur Raknison no permite que lo pronunciemos! – ¿Por qué? – preguntó Lyra acercándose un poco más y bajando la voz para no asustarlo.
–La Junta de Oblación ha encargado específicamente a Iofur que tenga prisionero a lord Asriel -respondió el viejo hablando también en un murmullo-. La propia señora Coulter vino aquí a ver a Iofur y le ofreció todo tipo de recompensas a cambio de mantener encerrado a lord Asriel. Lo sé porque yo entonces gozaba del favor de Iofur. ¡También yo conocí a la señora Coulter! Sí, y sostuve una larga conversación con ella. Iofur estaba fascinado con aquella mujer. No paraba de hablar de ella un momento. Habría hecho lo que le hubiera pedido.
Aunque hubiese sido que tuviera encerrado a lord Asriel a doscientos kilómetros de distancia, Iofur la habría complacido. Lo que quisiera la señora Coulter, ¡lo que quisiera! Si hasta piensa poner el nombre de esta mujer a la capital del país, ¿no te habías enterado? – ¿O sea que no deja que nadie vea a lord Asriel? – ¡No, eso nunca! Además, lofur también tiene miedo de lord Asriel, ¿sabes? Iofur está haciendo un papel difícil, pero es inteligente. De momento ha hecho lo que querían los dos. Ha mantenido aislado a lord Asriel para complacer a la señora Coulter y ha dejado que lord Asriel dispusiera de todo el equipo que necesita para complacerlo a él. Pero este equilibrio no puede durar, porque es inestable. Es imposible estar bien con los dos bandos. Esta posición fluctuante no tardará en venirse abajo. Lo sé de buena tinta. – ¿En serio? – exclamó Lyra, cuyos pensamientos vagaban por otros caminos y estaba centrada sobre todo en lo que él acababa de decirle.
–Sí, la lengua de mi daimonion capta la probabilidad, ¿sabes?
–La del mío también. ¿Cuándo nos darán de comer, profesor? – ¿De comer?
–Sí, algo de comer tienen que darnos, de lo contrario nos moriremos de hambre. Veo huesos por el suelo y espero que sean huesos de foca, ¿o no lo son? – ¿De foca?… No sé, quizá…
Lyra se levantó y se dirigió a la puerta. Como era lógico, no había pomo para abrirla, ni tampoco cerradura, y estaba tan encajada tanto por arriba como por abajo que no dejaba penetrar luz ninguna. Acercó el oído, pero no distinguió sonido alguno. Lo único que percibió fue el ruido de la cadena del profesor cuando el hombre, cansado, se tumbó del otro lado y empezó a roncar.
Lyra volvió al banco. Pantalaimon, cansado de hacer de luciérnaga para iluminar el ambiente, se había convertido en murciélago, forma que le agradaba más. Mientras Lyra se sentaba y se mordisqueaba las uñas, Pantalaimon revoloteó a su alrededor lanzando chillidos.
De pronto, de forma totalmente inesperada, se acordó de lo que había dicho el profesor Palmerian hacía muchísimo tiempo en el salón reservado. Desde que Iorek Byrnison había mencionado el nombre de lofur, había algo que la irritaba, algo que de pronto volvía a hacérsele presente. El profesor Trelawney había dicho que lo que lofur Raknison deseaba por encima de todo era tener un daimonion como los seres humanos.
Naturalmente, ella entonces no había entendido qué quería decir, puesto que había dicho panserbjyrne en lugar de utilizar la palabra inglesa y entonces no sabía que estaba hablando de osos ni podía imaginar que Iofur Raknison no era un hombre. Dado que, si hubiera sido un hombre ya habría nacido con un daimonion, el comentario no había tenido sentido para ella.
Ahora, sin embargo, la cosa estaba clara y a ello todavía se añadía lo que había oído decir sobre el rey de los osos: el poderoso lofur Raknison no quería otra cosa que convertirse en ser humano y contar con un daimonion.
Y mientras iba pensándolo, se le ocurrió un plan: cómo conseguir que Iofur Raknison hiciera lo que normalmente no habría hecho nunca, cómo devolver a Iorek Byrnison el trono que por derecho le correspondía y, finalmente, cómo llegar hasta el sitio donde estaba encerrado lord Asriel y entregarle el aletiómetro.
Aquella idea quedó latente dentro de ella, persistió delicadamente, igual que una pompa de jabón. Ni siquiera se atrevía a mirarla directamente por miedo a que estallase. Pero Lyra estaba familiarizada con el mundo de las ideas y se quedó empollándola mientras dejaba que su mirada se perdiera por otros derroteros y pensaba en otra cosa.
Estaba casi dormida cuando se oyó ruido de cerrojos y se abrió la puerta. La luz entró a raudales y Lyra se puso en seguida de pie, mientras Pantalaimon se escondía rápidamente en su bolsillo.
Cuando el oso guardián inclinó la cabeza para levantar el anca de foca y arrojarla al interior, Lyra se colocó a su lado y le dijo:
–Llévame a ver a Iofur Raknison. Como no lo hagas, te verás metido en un lío. ¡Es muy urgente!
Soltó la carne que tenía agarrada con las quijadas y levantó los ojos. No era fácil interpretar la expresión de los osos, pero parecía sulfurado.
–Se trata de Iorek Byrnison -explicó Lyra precipitadamente-. Es una cosa relacionada con él que el rey debe saber.
–Dime qué es y yo se lo diré -replicó el oso.
–No, eso no estaría bien, nadie puede enterarse de nada antes que el rey -dijo Lyra-. No quisiera ser grosera contigo, pero una de las normas es que el rey debe ser el primero en enterarse de todo lo que ocurre.
Tal vez fuera corto de alcances, pero el caso es que hizo una pausa y después arrojó la carne en la celda antes de responder:
–Muy bien, ven conmigo.
La sacó de la celda y sólo por eso Lyra ya se sintió agradecida. Se había levantado la niebla y sobre el patio rodeado de altas tapias centelleaban las estrellas. El guardián conferenció con otro oso, que se acercó a hablar con ella.
–No puedes hablar con Iofur Raknison cuando a ti se te antoje -le advirtió-. Tienes que aguardar audencia hasta que él acceda a verte.
–Lo que pasa es que lo que tengo que comunicarle es urgente -insistió Lyra-, es sobre Iorek Byrnison. Estoy segura de que a Su Majestad le gustaría saberlo, pero yo no puedo decírselo a cualquiera, ¿no lo comprendes? No estaría bien. El rey se molestaría si supiera que no hemos tenido esta deferencia con él.
Al parecer el argumento tenía cierto peso o por lo menos era suficientemente contundente para obligarlo a pensar. Lyra estaba segura de que su interpretación era acertada: Iofur Raknison estaba introduciendo tantas novedades que ningún oso sabía cómo comportarse, por lo que ella podía aprovecharse de esta incertidumbre para llegar hasta Iofur.
Así pues, aquel oso se retiró para consultar con su superior y poco tiempo después Lyra volvió a ser conducida al palacio, aunque esta vez hasta la misma sede del gobierno. Allí no había nadie que se encargase de la limpieza y, en realidad, el aire todavía era más irrespirable que en la celda, debido a que todos los hedores naturales estaban enmascarados por una espesa capa de mareantes aromas. Primero ordenaron a Lyra que esperase en el pasillo, después en una antesala y a continuación ante una gran puerta, mientras los osos discutían, se peleaban y se escabullían a uno y otro lado y, entretanto, Lyra tenía tiempo de observar la disparatada decoración que la rodeaba: paredes con yesos dorados, algunos ya descascarillándose o desintegrándose a causa de la humedad, mientras que las ornamentadas alfombras estaban cubiertas de una capa de porquería.
Por fin, la enorme puerta se abrió desde dentro. Hubo un fogonazo de luz procedente de media docena de arañas de cristal, vio una alfombra carmesí y percibió de nuevo aquel olor que impregnaba el aire, aunque ahora más intenso, aparte de que observó las caras de una docena o más de osos, todos con la vista clavada en ella, ninguno con coraza pero cada uno con algún tipo de adorno: un collar de oro, un tocado a base de plumas púrpura, una banda carmesí. Aunque resultara curioso, la sala también estaba ocupada por los pájaros, golondrinas de mar y gaviotas pardas posadas en la cornisa de yeso, que se lanzaban en picado para cazar al vuelo trozos de pescado que caían de uno a otro nido de los instalados en las arañas de cristal.
En un estrado del extremo más alejado de la habitación se elevaba un trono a gran altura.
Era un trono de granito, lo cual le prestaba fuerza y solidez pero, como tantas otras cosas del palacio de Iofur, estaba decorado con guirnaldas y festones dorados que parecían oropeles colgados de la falda una montaña. Sentado en el trono se encontraba el oso más grande que Lyra había visto en su vida. Iofur Raknison era más alto y corpulento que Iorek y su rostro mucho más móvil y expresivo, con una especie de cualidad humana que Lyra jamás había visto en el de Iorek. Cuando Iofur miró a Lyra, a ella le pareció que en los ojos de aquel oso veía la mirada de un hombre, un hombre parecido a los que había conocido en casa de la señora Coulter, un político avisado y acostumbrado a mandar. Llevaba una gruesa cadena de oro colgada del cuello, con una joya recargada que pendía de ella y tenía unas zarpas de unos quince centímetros de largo, cubiertas de una lámina de oro. El efecto resultante era de enorme fuerza, energía y destreza, un ser capaz de soportar toda aquella absurda y excesiva decoración, que en él no resultaba disparatada sino más bien bárbara y grandilocuente.
Lyra se sintió acobardada. De pronto tuvo la impresión de que la idea que llevaba en la cabeza era demasiado endeble para expresarla con palabras.
Pero se acercó un poco más porque no tenía más remedio y entonces vio que Iofur tenía algo en su regazo, igual que un ser humano habría podido tener un gato acurrucado en las rodillas… un gato o un daimonion.
Era una muñeca rellena, un maniquí de rostro humano y mirada estúpida y hueca. Iba vestida como se habría podido vestir la señora Coulter y tenía un vago parecido con ella. Iofur jugaba que también él tenía su daimonion. Lyra supo en aquel momento que estaba a salvo.
Se acercó al trono e hizo una profunda reverencia. Tenía a Pantalaimon, muy quieto y silencioso, metido en el bolsillo.
–Te saludamos, gran rey -comenzó Lyra con voz tranquila-. Mejor dicho, te saludo yo, no él. – ¿A quién te refieres? – inquirió él, con voz más fina de lo que Lyra había imaginado, aunque plagada de matices y sutilezas en lo tocante a expresión.
Al hablar, agitaba la pata delante de la boca para ahuyentar las moscas que se le arracimaban en ella.
–A Iorek Byrnison, Majestad -respondió Lyra-. Tengo una cosa muy importante y secreta que comunicarte y la verdad es que quisiera decírtela en privado. – ¿Se trata de algo sobre Iorek Byrnison?
Lyra se le acercó, pisando cuidadosamente el suelo cubierto de deyecciones de pájaro y apartándose las moscas que le zumbaban delante de la cara.
–De algo sobre daimonions -declaró Lyra, aunque no lo oyó más que él.
La expresión de Iofur cambió. Lyra no podía captar su sentido, aunque era indudable que aquello había despertado su interés. De pronto él avanzó en el trono y obligó a que Lyra se hiciera a un lado al tiempo que, con un rugido, daba órdenes a los demás osos. Todos bajaron la cabeza y retrocedieron hacia la puerta. Los pájaros, que habían levantado el vuelo ante su rugido, ahora graznaban y se lanzaban en vuelo antes de volver a instalarse en sus nidos.
En cuanto hubo salido todo el mundo, excepto Iofur Raknison y Lyra, el primero se dirigió a ella muy interesado.
–Y bien -le dijo-. ¿Quién eres tú? ¿Qué es eso de los daimonions?
–Pues yo soy un daimonion, Majestad -respondió Lyra.
Iofur se quedó de una pieza. – ¿De quién? – preguntó.
–De Iorek Byrnison -fue su respuesta.
Aquello era lo más peligroso que Lyra había dicho en su vida. Se dio perfecta cuenta de que lo único que le impedía matarla en aquel mismo momento fue la sorpresa que le produjo lo que acababa de decirle. Lyra prosiguió:
–Permíteme, Majestad, que te lo explique antes de que me hagas ningún daño. He llegado hasta aquí por mi cuenta y riesgo, como verás, y no llevo nada encima que pueda resultar peligroso para ti. La verdad es que quiero ayudarte y a eso he venido precisamente. Iorek Byrnison es el primer oso que ha obtenido un daimonion, aunque ése habrías debido ser tú. Yo preferiría ser tu daimonion y no el suyo. Por eso estoy aquí. – ¿Cómo? – preguntó Iofur, sin aliento-. ¿Se puede saber por qué hay un oso que tiene un daimonion? ¿Y por qué ha de ser Iorek? Y otra cosa, ¿cómo es posible que puedas estar lejos de él?
De su boca salían las moscas como si fueran palabras minúsculas.
–Es fácil de explicar. Si puedo estar apartada de él es porque soy como el daimonion de una bruja. ¿Sabes que pueden estar a centenares de kilómetros de ellas? Pues así es. Y en cuanto a cómo consiguió hacerse conmigo, te diré que fue en Bolvangar. Ya has oído hablar de Bolvangar, porque la señora Coulter seguramente te hablaría del sitio, aunque seguramente no te contó todo lo que hacen en él.
–Hacen unos cortes… -respondió él.
–Sí, los cortes son una de las cosas que hacen, la intercisión. Pero, además, hacen otras cosas, como por ejemplo daimonions artificiales. Y experimentan con animales. Cuando Iorek Byrnison se enteró, se ofreció para que experimentaran con él y vieran si podían adjudicarle un daimonion. Y resulta que lo consiguieron: soy yo. Me llamo Lyra. Así como los seres humanos los tienen en forma de animal, cuando un oso posee un daimonion, éste adopta forma humana.
Yo soy el de Iorek. Puedo saber lo que piensa, qué hace exactamente, dónde está y… -¿Dónde está ahora?
–En Svalbard. Viene hacia acá con toda la rapidez de que es capaz. – ¿Por qué? ¿Qué quiere? ¡Debe de estar loco! ¡Lo haremos pedazos!
–Me busca a mí, desea recuperarme. Pero yo ya no quiero ser su daimonion, Iofur Raknison, sino el tuyo. Porque has de saber que cuando los de Bolvangar vieron lo poderoso que podía ser un oso con un daimonion, decidieron que no volverían a hacer nunca más el experimento. Iorek Byrnison será el único oso del mundo que tenga un daimonion. Y si yo le ayudara, hasta podría levantar a todos los osos contra ti. Esa es la razón por la que fue a Svalbard.
El rey de los osos lanzó un rugido de rabia, un rugido tan fuerte que hasta tintinearon las arañas de cristal y comenzaron a graznar todos los pájaros del gran salón. Lyra notó entonces un silbido en los oídos.
Pero a ella le importó poco.
–Por eso te prefiero a ti -continuó Lyra-, porque eres apasionado y fuerte a la vez que inteligente. Así que lo he abandonado y he venido a decírtelo, pues no deseo que sea él quien gobierne a los osos. Tú eres quien ha de hacerlo. Hay una manera de apartarme de él y de convertirme en tu daimonion, pero tú no la conocerás a menos que yo te dé todos los detalles sobre ella. Puede que tú hagas lo habitual para acabar con osos como él, que han sido desterrados. Me refiero a que no lucharás con él de manera honorable, sino que lo matarás con un lanzallamas o algo parecido. Pero en ese caso, yo me apagaría como una lucecita y moriría con él.
–Pero tú… cómo puedes…
–Yo puedo convertirme en tu daimonion -le interrumpió ella-, pero sólo si derrotas a Iorek Byrnison en un combate cuerpo a cuerpo. Entonces toda su fuerza pasará a ti, mi mente entrará en la tuya, seremos una sola persona, cada uno pensará lo que el otro piense y me puedes enviar a kilómetros de distancia para que espíe por ti o mantenerme a tu lado, como prefieras. Yo, si tú quisieras, te ayudaría a organizar a los osos para que ocuparan Bolvangar; así podrían obligarles a que crearan más daimonions para tus osos favoritos o, si prefieres ser el único oso que tenga uno, podríamos destruir Bolvangar por siempre jamás. Si estuviéramos juntos, conseguiríamos todo lo que tú quisieras, Iofur Raknison.
Durante todo ese rato Pantalaimon permaneció metido en su bolsillo mientras ella lo sujetaba con mano temblorosa. Él se mantenía tan inmóvil como era posible, bajo la forma más pequeña de ratón que había asumido en su vida.
Iofur Raknison se paseaba arriba y abajo con explosivo nerviosismo. – ¿Un combate de igual a igual, dices? – comentó-. ¿Yo? ¿Tendría que luchar con Iorek Byrnison? ¡Esto es imposible! ¡Está desterrado! ¿Cómo se podría conseguir? ¿No hay otro procedimiento?
–Es el único -ratificó Lyra, aunque pensando que ojalá se le ocurriera otro, ya que Iofur Raknison parecía más grande y más fiero tras cada minuto que pasaba.
Pese a lo mucho que amaba a Iorek y a la mucha fe que tenía en él, lo cierto es que, en su fuero interno, Lyra estaba dándose cuenta de que difícilmente podría derrotar a aquel gigante entre los gigantes. Sin embargo, era la única esperanza que les quedaba. Como fuera abatido a distancia con un lanzallamas, allí se acababa la historia.
De pronto Iofur Raknison se volvió. – ¡Demuéstralo! – exclamó Iofur-. ¡Demuéstrame que eres un daimonion!
–De acuerdo -accedió Lyra-, nada más fácil. Puedo descubrir una cosa que sólo sabes tú y nadie más que tú, algo que sólo un daimonion puede adivinar.
–Dime, entonces, cuál fue la primera criatura que maté.
–Para averiguarlo, tengo que encerrarme a solas en una habitación -respondió Lyra-.
Cuando sea tu daimonion podrás ver cómo lo hago, pero hasta ese momento actúo en privado.
–Hay una antesala contigua a esta estancia. Métete en ella y sal cuando tengas la respuesta.
Lyra abrió la puerta y se encontró en una habitación iluminada por una antorcha, totalmente desprovista de muebles salvo un armario de caoba dentro del cual había unos cuantos objetos ornamentales de plata deslucida. Lyra sacó el aletiómetro y le preguntó: -¿Dónde está Iorek en este momento?
–A cuatro horas de distancia y acercándose más velozmente que nunca. – ¿Cómo puedo comunicarle lo que he hecho?
–Confía en él.
Le angustiaba pensar lo cansado que debía de estar, pero entonces reflexionó y consideró que no hacía lo que el aletiómetro acababa de decirle que hiciera: no confiaba en el oso.
Descartó, sin embargo, la idea e hizo la pregunta cuya respuesta le había pedido lofur Raknison. ¿Cuál era la primera criatura que había matado?
Apareció la respuesta: Iofur había matado a su propio padre.
Siguió preguntando y así se enteró de que, cuando era joven, Iofur se había encontrado solo en los hielos en su primera expedición de caza, durante la cual se había tropezado con un oso solitario. Se habían enfrentado, se habían peleado y Iofur lo había matado. Cuando se enteró más tarde de que aquel oso era su propio padre (ya que a los osos los criaban sus madres y rara vez veían a sus padres) ocultó la verdad. Nadie lo sabía, pues, salvo el propio Iofur.
Lyra dejó a un lado el aletiómetro y se preguntó cómo se lo diría. – ¡Halágalo! – murmuró Pantalaimon-. No desea otra cosa. Cuando Lyra abrió la puerta se encontró con que Iofur Raknison ya la estaba esperando con una expresión en la que andaban mezclados la sensación de triunfo, la astucia, el recelo y la avidez. – ¿Y bien?
Lyra se arrodilló delante de él e inclinó la cabeza hasta tocar con ella su pata delantera izquierda, la más fuerte de los osos, puesto que son zurdos. – ¡Te pido perdón, Iofur Raknison! – exclamó Lyra-. ¡No sabía que fueras tan fuerte ni tan grande! – ¿Qué quieres decir? ¡Responde a mi pregunta!
–La primera criatura que mataste fue tu propio padre. Eres como un nuevo dios, Iofur Raknison. ¡Eso eres! Sólo un dios tendría valor suficiente para hacer tal cosa. – ¡Lo sabes! ¡Lo has visto!
–Sí, porque, como ya te he dicho, soy un daimonion.
–Quiero saber otra cosa: ¿qué me prometió la señora Coulter cuando estuvo aquí?
Lyra volvió de nuevo a la habitación vacía y consultó el aletiómetro antes de regresar con la respuesta.
–Te prometió que se pondría en contacto con el Magisterio de Ginebra para conseguir que te bautizaran como cristiano, pese a que entonces tú no tenías daimonion. Lamento decirte, Iofur Raknison, que no lo ha hecho y, si quieres que te hable con toda franqueza, no creo que accedan a concederte este privilegio a menos que poseas un daimonion. En mi opinión ella lo sabía y no te dijo la verdad. De todos modos, cuando yo me convierta en tu daimonion, podrás conseguir que te bauticen tal como deseas, ya que entonces nadie tendría nada que objetar. Si lo solicitaras, no podrían negártelo.
–Sí… es verdad. Fue lo que me dijo ella. Es verdad palabra por palabra. ¿O sea que me engañó? ¿Yo confié en ella y ella me engañó?
–Así es, pero ahora ya no tiene ninguna importancia. Perdóname, Iofur Raknison, pero supongo que me crees si te digo que Iorek Byrnison está sólo a cuatro horas de aquí y sería mejor que les ordenaras a tus guardianes que no lo atacasen como harían normalmente. Si vas a luchar con él para conseguirme tendrás que dejar que Iorek entre en palacio.
–Sí…
–Y cuando llegue, lo más conveniente será que yo haga ver que todavía estoy con él y le cuente que me he perdido o cualquier cosa por el estilo. El no lo sabrá, pero yo fingiré. ¿Vas a contarles a los demás osos que yo soy el daimonion de Iorek y que después seré el tuyo, una vez que lo hayas derrotado?
–No sé… ¿Qué te parece que haga?
–No creo que sea aconsejable que se lo digas de momento. Cuando tú y yo estemos juntos, podemos decidir qué es mejor y obrar en consecuencia. Lo que debes hacer ahora es explicar a todos los osos por qué quieres luchar con Iorek como si fuera un oso normal pese a estar desterrado. Como ellos no lo entenderán, tendremos que buscar una razón que lo justifique. Me refiero a que ellos harán lo que tú les ordenes pero, si hay un motivo que lo justifique, todavía te admirarán más que antes.
–Muy bien. ¿Qué explicación debo darles entonces?
–Pues diles… diles que, con miras a que tu reino sea absolutamente seguro, has llamado a Iorek Byrnison para luchar personalmente con él en singular combate y que el vencedor del mismo gobernará a los osos hasta el fin de sus días. Mira, si les haces creer que la idea de que venga ha partido de ti y no de Iorek, como es el caso, se quedarán muy impresionados.
Pensarán que puedes hacer que venga siempre, esté donde esté, pensarán que lo puedes todo.
–Sí…
El gran oso se encontraba totalmente inerme ante Lyra, y a ésta le pareció que la influencia que tenía sobre él era casi embriagadora y, si Pantalaimon no le hubiera mordisqueado la mano para recordarle el peligro en que se habían metido, a lo mejor hasta habría llegado a perder el sentido de las proporciones.
Pero Lyra acabó por volver a la realidad y retrocedió modestamente, dispuesta a vigilar y esperar mientras los osos, bajo el mando desaforado de Iofur, ya estaban preparando el terreno donde se desarrollaría el combate con Iorek Byrnison. Entretanto, Iorek se apresuraba a acercarse cada vez más y Lyra, puesto que él estaba ignorante de todo, ansiaba tener tiempo de explicarle que se trataba de una lucha por su vida.
Sin embargo, en algunas circunstancias la única manera de zanjar una disputa era la lucha a muerte. En ese caso, tenían prescrito todo un ceremonial que había que seguir.
Tan pronto como Iofur anunció que Iorek Byrnison estaba en camino y que habría una lucha entre los dos, se barrió y aplanó el terreno donde debía tener lugar el combate y se aprestaron a acudir algunos acorazadores de las minas de fuego para dar un repaso a la coraza de Iofur.
Examinaron todos los remaches, comprobaron todos los engarces y bruñeron las planchas con arena de la más fina. También prestaron mucha atención a las zarpas. Restregaron la capa de oro, afilaron cada uno de los garfios, de unos quince centímetros de longitud, y los limaron hasta conseguir que tuvieran una punta mortal. Lyra observaba con náusea creciente todos aquellos manejos, ya que sabía que Iorek Byrnison no sería objeto de atención alguna. Había caminado a través del hielo durante casi veinticuatro horas sin descansar ni comer y quizá había sufrido alguna lesión como consecuencia de la caída. Además, Lyra lo había metido en aquella pelea sin que él supiera nada al respecto. Un momento después, una vez que Raknison hubo puesto a prueba lo afilado de sus zarpas sirviéndose de una morsa que acababan de matar y cuya piel desgarró igual que si fuera papel, así como la fuerza de sus golpes asestando unos cuantos sucesivos en el cráneo del animal (bastaron dos para machacárselo como un huevo), Lyra tuvo que pedir permiso a Iofur para retirarse a solas y, dejándose llevar por el miedo, se echó a llorar.
Ni el mismo Pantalaimon, que normalmente conseguía levantarle el ánimo, logró decirle nada esperanzador. El único recurso que tenía Lyra era consultar el aletiómetro, que le comunicó que Iorek se encontraba a una hora de distancia y, una vez más, que confiase en él.
Y aunque aquello le costó un poco más de leer, a Lyra le pareció que el aletiómetro la reprendía por haberle hecho dos veces la misma pregunta.
Ya se había difundido entre los osos la noticia del combate y todo el terreno destinado al mismo estaba lleno a rebosar. Los osos de rango más elevado ocupaban los mejores sitios y había un recinto especial para las osas, entre ellas las esposas de Iofur. Lyra se sentía profundamente curiosa acerca de las osas, porque sabía muy poco de ellas, aunque aquél no era momento oportuno para andarse haciendo preguntas. En lugar de esto, se mantuvo cerca de Iofur Raknison, observando a los cortesanos que tenía a su alrededor, los cuales procuraban afirmar su rango por encima de los osos comunes y forasteros, y trató de desentrañar el significado de las diferentes plumas, insignias y distintivos que, al parecer, llevaban todos. Lyra se dio cuenta de que algunos de los que ostentaban un rango más alto llevaban pequeños maniquíes, como aquel daimonion en forma de muñeca de trapo que tenía Iofur, quizá tratando de ganarse sus favores o imitando la moda que él había iniciado. A Lyra le complació observar sardónicamente que cuando descubrieron que Iofur había prescindido del suyo, no supieron qué hacer con el que ellos habían adoptado. ¿Debían desprenderse de él? ¿Habían caído en desgracia? ¿Cómo debían comportarse?
Dado que aquélla era la actitud que predominaba en la corte de Iofur, a Lyra le pareció que empezaba a ver claro. No estaban seguros de lo que eran. Ellos no eran como Iorek Byrnison, puros, seguros, absolutos, sino que sobre ellos se cernía un constante manto de incertidumbre, al tiempo que no sólo se vigilaban mutuamente sino que también vigilaban a Iofur.
También la vigilaban a ella con curiosidad manifiesta. Lyra se mantenía pudorosamente próxima a Iofur y no decía nada, aparte de que bajaba los ojos cada vez que un oso la miraba.
Al final la niebla se había levantado y el ambiente estaba despejado y, como si fuera resultado de la suerte, el breve momento en que se disipó la oscuridad alrededor del mediodía coincidió con aquél en que Lyra pensó que Iorek iba a llegar de un momento a otro. Mientras esperaba en un pequeño altozano de nieve fuertemente amazacotada en el borde del terreno de combate, levantó los ojos hacia la débil claridad que se divisaba en el cielo y deseó con toda el alma poder contemplar un vuelo de elegantes y picudas formas negras bajando desde lo alto y que se la llevaran a divisar aquella oculta ciudad de la Aurora, donde podría pasear sin estorbos a lo largo de amplias avenidas a la luz del sol o ver los gruesos brazos de Ma Costa y oler aquellos agradables aromas de carne y guisado en los que una se sentía envuelta cada vez que estaba en su presencia…
Se dio cuenta de que estaba llorando y de que las lágrimas se le helaban en cuanto se formaban, por lo que debía secárselas, lo que le producía un gran dolor. Estaba terriblemente asustada. Los osos, que no lloran, no entendían lo que le pasaba. Para ellos era un proceso humano carente de sentido. Pantalaimon no podía consolarla como habría hecho normalmente, pese a que ella lo tenía agarrado con fuerza en la mano, dentro del bolsillo, envolviendo con ella su cálida forma de ratoncito, mientras él le acariciaba los dedos con el hocico.
Junto a Lyra, los herreros estaban dando los últimos toques a la coraza de Iofur Raknison.
Éste se erguía igual que una gran torre metálica que brillase como si fuera de acero pulimentado, con las finas planchas incrustadas de hilos de oro. El casco le cubría la parte superior de la cabeza con un rutilante caparazón de color gris plateado en el que había profundas rendijas para los ojos, mientras que la parte interior de su cuerpo estaba protegida por una camisa hecha de espesa cota de malla. Cuando Lyra lo vio tuvo la impresión de haber traicionado a Iorek Byrnison, ya que éste no disponía de ninguno de aquellos artilugios y la coraza sólo le protegía la espalda y los costados. Lyra miró a Iofur Raknison, tan brillante y protegido, y se sintió invadida por un profundo malestar, una mezcla de remordimiento y de miedo.
–Perdona, Majestad -comenzó Lyra-, si recuerdas lo que te he comentado antes…
Su voz temblorosa sonaba débil y tenue en el aire. Iofur Raknison volvió su poderosa cabeza, apartándola del blanco que tres osos sostenían delante de él para que lo atacara con sus zarpas perfectas. – ¿Sí? ¿Sí?
–Te he dicho que sería mejor que yo hablara primero con Iorek Byrnison e hiciera ver que…
No había terminado la frase cuando se oyó un rugido de osos desde la torre de vigía. Todos conocían el significado de aquella señal y la acogieron con triunfante excitación. Habían visto a Iorek.
–Por favor -insistió Lyra con ademán perentorio-. Lo engañaré, ya lo verás.
–Sí, sí. ¡Anda, ve! ¡Ve a animarlo!
Iofur Raknison casi no podía hablar a causa de la rabia y de la excitación.
Lyra se apartó de él y atravesó el terreno de combate, ahora despejado, dejando impresas en la nieve las pequeñas huellas de sus zapatos. Los osos situados en el extremo opuesto se separaron para dejarla pasar. Mientras sus descomunales cuerpos se apartaban para abrirle camino, se hizo visible el horizonte, lóbrego debido a la palidez de la luz. ¿Dónde estaba Iorek Byrnison? Lyra no veía nada, pero la torre de vigía era alta y ellos alcanzaban a distinguir lo que quedaba oculto a ojos de ella. Lo único que Lyra podía hacer era seguir avanzando en la nieve.
Iorek la descubrió antes de que ella lo viera a él. Hubo un salto y un fuerte ruido metálico y, tras una ráfaga de nieve, Iorek Byrnison se plantó junto a ella. – ¡Oh, Iorek! – exclamó-. ¡Qué cosa tan terrible la que he hecho! Mira, querido Iorek, resulta que ahora tendrás que combatir con Iofur Raknison, sin estar preparado, precisamente ahora que estás tan cansado y tienes hambre y que tu coraza… -¿Qué es lo terrible?
–Pues que yo le he dicho que estabas a punto de llegar porque lo había leído en el lector de símbolos y él se muere de ganas de ser como los seres humanos y de tener un daimonion.
Se muere de ganas, así, tal como te lo digo. Yo lo he engañado y le he hecho creer que yo era tu daimonion, que pensaba abandonarte y convertirme en el suyo, pero le he convencido de que para ello tendría que pelearse contigo. De no ser así, Iorek, no te permitirían pelear, te abrasarían antes de que consiguieses acercarte… -¿Has engañado a Iofur Raknison?
–Sí, le he convencido de que debía luchar contigo en lugar de matarte como desterrado que eres y hemos quedado en que el que saliese vencedor del combate sería el rey de los osos. He tenido que hacerlo así porque…
–Tú no eres una Belacqua, no, tú eres Lyra Lenguadeplata -exclamó Iorek-. ¡Si yo no quiero otra cosa que pelear con él! ¡Ven aquí, daimonion mío!
Lyra contempló a Iorek Byrnison cubierto con su deteriorada coraza, flaco pero feroz, y sintió que el corazón le reventaba de orgullo dentro del pecho.
Se encaminaron juntos a la maciza mole del palacio de Iofur, donde el terreno de combate estaba aplanado y despejado al pie de los muros.
En las almenas se apelotonaban los osos, todas las ventanas se encontraban ocupadas por rostros blancos y sus pesadas formas eran como una densa muralla de blanca niebla en la que sólo destacaban los puntos negros de ojos y narices. Los más próximos se hicieron a un lado y formaron dos hileras entre las cuales pasaron Iorek Byrnison y su daimonion. Los ojos de todos los osos permanecían clavados en ellos.
Iorek se detuvo en medio del terreno de combate. El rey bajó desde lo alto de la nieve apisonada y los dos osos se enfrentaron a pocos metros de distancia uno de otro.
Lyra estaba tan cerca de Iorek que notaba su temblor. Era como una gran dinamo que generase poderosas fuerzas ambáricas. La niña lo tocó levemente en el cuello, en el borde mismo del casco y le dijo:
–Lucha con denuedo, Iorek, querido amigo. El rey de verdad eres tú, no él. Él no es nada.
Tras estas palabras, Lyra se retiró. – ¡Osos! – rugió Iorek Byrnison, arrancando ecos de los muros del palacio y asustando a los pájaros, que abandonaron sus nidos-. Las condiciones de este combate son las siguientes. Si Iofur Raknison me mata, él se convertirá en vuestro rey para siempre, pero si mato a Iofur Raknison, yo seré el rey. La primera orden que os daré en este caso será que derribéis el palacio, esta hedionda casa de mentirijillas y de relumbrón, y que arrojéis todo el oro y todo el mármol al mar. El metal de los osos es el hierro, no el oro. Iofur Raknison ha contaminado Svalbard y yo he venido aquí a limpiarlo. ¡Iofur Raknison, te desafío!
Iofur, entonces, se adelantó dos pasos, como si ya nada fuera incapaz de retenerlo. – ¡Osos! – gritó a su vez-. Iorek Byrnison ha venido aquí a instancias mías. Soy yo quien lo ha traído aquí y soy yo quien debe establecer las condiciones del combate, que son las siguientes: si mato a Iorek Byrnison, será despedazado y su carne arrojada a los espectros de los acantilados. Su cabeza será expuesta en lo alto de mi palacio y su recuerdo quedará borrado para siempre. La sola mención de su nombre supondrá la pena capital para quien lo pronuncie…
Prosiguió su perorata y luego habló cada oso. Era una fórmula, un rito que había que seguir con absoluta fidelidad. Lyra los miró a los dos y se percató de la diferencia que existía entre ambos: Iofur tan elegante y tan poderoso, rebosante de fuerza y salud, espléndidamente acorazado, orgulloso y regio; Iorek más pequeño, aunque Lyra no había pensado nunca que pudiera parecer tan insignificante ni estar tan exiguamente armado, con la coraza oxidada y mellada. Sin embargo, su coraza era su alma, se la había hecho él y encajaba perfectamente en su cuerpo. Eran una sola cosa. Iofur no se sentía satisfecho con su coraza, él quería tener un alma diferente. Estaba inquieto. Iorek, en cambio, estaba tranquilo.
Lyra se daba cuenta de que todos los osos hacían la comparación entre los dos. Iorek y Iofur eran algo más que dos osos. Allí se ponían en juego dos clases de oso, dos futuros, dos destinos. Iofur los había llevado en una dirección y Iorek los llevaría en otra y justo en aquel momento se cerraría para siempre un futuro al tiempo que se abriría otro.
Mientras el ritual del combate procedía a iniciar su segunda fase, los dos osos comenzaron a vagar incansablemente en la nieve, avanzando y moviendo la cabeza de un lado a otro. No había ni el más ligero movimiento por parte de los espectadores, pero todos los ojos estaban fijos en ellos.
Por fin los guerreros quedaron quietos y en silencio, mirándose fijamente desde uno y otro lado del terreno de combate.
Después, con un rugido y en medio de una oleada de nieve, los dos osos se movieron simultáneamente. Como dos grandes rocas que se mantuvieran en equilibrio sobre picos adyacentes y a las que un terremoto amenazara con desprender de sus bases y hacer rodar por las laderas de la montaña a velocidad creciente, saltando sobre las grietas y abatiendo árboles y reduciéndolos a astillas, hasta chocar con tal fuerza que quedaran reducidas a polvo y a esquirlas de piedra, así se enfrentaron los dos osos. El choque al encontrarse fue tan violento que resonó en el aire tranquilo y arrancó ecos de los muros del palacio. Ellos, sin embargo, no se destruyeron como las rocas. Los dos se separaron y el primero en levantarse fue Iorek. Se desplegó como un ágil muelle y agarró a Iofur, cuya coraza había sufrido con la colisión y que a duras penas pudo levantarse. Iorek atacó en seguida aquella rendija vulnerable que tenía en el cuello. Peinó su blanco pelaje con las zarpas y después las hundió debajo del borde del casco de Iofur y penetró en la piel.
Al percibir el peligro, Iofur gruñó y se sacudió como Lyra había visto que se sacudía Iorek junto a la orilla, proyectando sábanas de agua a su alrededor. Después Iorek se desplomó, mientras que, con un chirrido de metal retorcido, Iofur se quedaba de pie, alto, enderezando el acero de las planchas que le cubrían la espalda a base de pura fuerza. Finalmente, se abalanzó sobre Iorek, que aún porfiaba por levantarse.
Lyra sintió que la fuerza de aquella demoledora caída la dejaba sin aliento. Hasta el suelo le pareció que temblaba bajo sus pies. ¿Cómo podía sobrevivir Iorek a todo aquello? Porfiaba por tenerse en pie y encontrar un punto de apoyo, pero tenía los pies arriba y Iofur había hundido los dientes en la garganta de Iorek. Por el aire volaban gotas de sangre caliente: una fue a parar a las pieles con que se cubría Lyra y ésta puso la mano sobre ella como prenda de amor.
Después las zarpas traseras de Iorek se hundieron en la cota de malla que cubría a Iofur y la desgarraron. Se quedó sin toda la parte delantera y Iofur se ladeó para juzgar los daños, dando tiempo a Iorek para volver a ponerse de pie.
Por espacio de un momento los dos osos se mantuvieron separados tratando de recuperar el aliento. Iofur se encontraba trabado por la cota de malla, ya que había pasado de ser una protección a convertirse en estorbo. Seguía teniéndola unida por abajo y se le enredaba en las patas traseras.
Iorek, de todos modos, se encontraba en peores condiciones. Sangraba abundantemente a través de la herida del cuello y jadeaba trabajosamente.
Pese a ello, se abalanzó sobre Iofur antes de que el rey consiguiera librarse de aquella cota de malla que llevaba arrastrando y seguidamente lo derribó, siguiendo con una arremetida en la parte desnuda del cuello de Iofur, donde el borde del casco formaba una curva. Iofur se lo sacó de encima y los dos osos volvieron a encontrarse frente a frente, arrojándose puñados de nieve que se dispersaban en todas direcciones y hacían difícil ver de qué lado estaba la ventaja.
Lyra no se perdía detalle, atreviéndose apenas a respirar y frotándose las manos con tal fuerza que hasta le dolían. Le parecía haber visto a Iofur en el momento de abrir una herida en el vientre de Iorek, pero no podía ser verdad porque, un momento después, tras otra explosión convulsiva de nieve, los dos osos volvían a encontrarse de pie y colocados frente a frente igual que dos boxeadores y Iorek, con sus poderosas zarpas, desgarraba la cara de Iofur, a lo que éste respondía con parecida ferocidad.
Lyra temblaba ante la contundencia de aquellos golpes. Era como si un gigante arremetiese con un mazo de hierro provisto de cinco púas de acero…
Hierro contra hierro, dientes contra dientes, aliento transformado en feroz rugido, pateos que atronaban contra el suelo convertido en masa de hielo. La blancura de la nieve estaba salpicada de rojo y el barro teñido de carmesí se extendía sobre metros de tierra pisoteada.
La coraza de Iofur estaba en lamentable estado, con todas las planchas rotas y retorcidas, las incrustaciones de oro arrancadas o manchadas de sangre y el casco totalmente desaparecido. Iorek estaba en condiciones mucho mejores pese a su horrible situación: mellado, pero intacto, manteniéndose mucho mejor ante los golpes del gran mazo del oso rey y esquivando aquellas brutales zarpas de quince centímetros de longitud.
Sin embargo, Iofur era más corpulento y más fuerte que Iorek y éste estaba agotado y hambriento y había perdido mucha sangre. Tenía una herida en la barriga, en ambos brazos y en el cuello, mientras que Iofur sangraba únicamente por la quijada inferior. Lyra se moría de ganas de ayudar a su amigo del alma, pero ¿qué podía hacer?
Para Iorek las cosas no iban demasiado bien: cojeaba, cada vez que apoyaba la pata delantera izquierda en el suelo todos se daban cuenta de que a duras penas conseguía soportar el peso de su cuerpo. No la utilizaba nunca para pegar y los golpes de la pata derecha eran más débiles, apenas pequeñas palmadas comparadas con los tremendos porrazos que había asestado pocos minutos antes.
Iofur se había dado cuenta. Comenzó a ridiculizar a Iorek, le llamó torpe de manos, cachorro llorón comido por la herrumbre, moribundo, y otros insultos del mismo jaez, mientras le iba asestando golpes a diestro y siniestro sin que Iorek se sintiera capaz de pararlos. Iorek tenía que retroceder, un paso cada vez, y agacharse hasta el suelo ante aquella lluvia de golpes que le propinaba el fanfarrón rey de los osos.
Lyra estaba deshecha en llanto. El amado de su corazón, su valiente valedor se encontraba a las puertas de la muerte y ella no pensaba hacerle la traición de mirar para otro lado porque, si a él se le ocurría mirarla, Lyra quería que viera sus ojos refulgentes, su amor, su fe en él, no un rostro que se ocultaba por cobardía ni un hombro que, por miedo, se escabullía.
Así pues, Lyra lo miró, pero las lágrimas le impidieron ver lo que ocurría en realidad, aunque tal vez tampoco habría podido verlo. Es evidente que Iofur no lo vio.
Porque Iorek se movía hacia atrás con el único fin de encontrar un sitio seco donde hacer pie y una roca segura desde la cual poder saltar, mientras que el brazo izquierdo e inútil era en realidad fuerte y lleno de energía. No es posible engañar a un oso pero, como Lyra le había demostrado, Iofur no quería ser un oso, sino un hombre, por eso Iorek lo engañaba.
Por fin encontró lo que quería: una roca sólida profundamente afianzada en las nieves perpetuas. Se apoyó de espaldas contra ella y tensó las piernas dispuesto a aguardar el momento oportuno.
Se produjo cuando Iofur retrocedió y subió hasta el punto más alto, proclamando a gritos su triunfo y volviendo la cabeza burlonamente hacia el costado izquierdo de Iorek, aparentemente el débil.
Fue entonces cuando Iorek se puso en marcha. Como una ola que ha ido acumulando su fuerza después de recorrer millares de kilómetros a través del océano y que apenas ha agitado la superficie cuando estaba en aguas profundas, pero que cuando llega a aguas someras se levanta tan alto como si pretendiera tocar el cielo, provocando el terror de los habitantes de la costa antes de estrellarse en la tierra con fuerza irresistible, así Iorek Byrnison se levantó contra Iofur, estallando hacia lo alto desde su sólido afianzamiento en la roca seca y descargando un feroz golpe con la izquierda a la mandíbula que Iofur Raknison tenía expuesta en aquel momento.
Fue un golpe espantoso que le partió la parte inferior de la quijada y que, recorriendo el aire, salpicó la nieve de gotas de sangre a muchos metros de distancia.
La lengua roja de Iofur le colgaba de la boca goteando sangre sobre su abierta garganta. De pronto el rey de los osos se quedó sin voz, incapaz de morder ni de actuar. A Iorek no le hacía falta otra cosa. Se abalanzó sobre Iofur y un momento después ya le había hundido los dientes en la garganta y lo balanceaba repetidamente de aquí para allá, levantando del suelo su enorme corpachón y golpeándolo como si no fuera otra cosa que una foca que hubiera encontrado en la orilla del agua.
Después desgarró la carne hendiéndola desde abajo y la vida de Iofur Raknison se le fue entre los dientes.
Todavía le quedaba un ritual que cumplir. Iorek abrió en canal el pecho desprotegido del rey muerto y le arrancó la piel para dejar al descubierto el estrecho costillar blanco y rojo que recordaba las cuadernas de un barco boca abajo. Después introdujo la pata en la caja torácica y le arrancó el corazón, rojo y humeante, y se lo comió delante de los súbditos de Iofur.
Seguidamente hubo una aclamación, un pandemónium, una aglomeración de osos que surgían dispuestos a rendir homenaje al vencedor de Iofur.
La voz de Iorek Byrnison se levantó por encima del clamor. – ¡Osos! – les gritó-. ¿Quién es vuestro rey?
Y el grito que respondió a la pregunta fue un rugido tan atronador como si una tormenta azotara todos los guijarros del fondo de los océanos: -¡Iorek Byrnison!
Los osos sabían qué debían hacer. Se arrancaron todas las insignias, bandas y coronas y, tras arrojarlas al suelo, las pisotearon con desdén y se olvidaron de ellas al instante. Ahora eran osos de Iorek, osos de verdad, no seres medio humanos conscientes de una lacerante inferioridad. Se agolparon en el palacio y se pusieron en seguida a arrancar grandes bloques de mármol de las torres más altas, sacudieron con sus poderosos puños los muros coronados de almenas hasta que comenzaron a desprenderse las piedras, que arrojaron desde lo alto de los peñascales y fueron a estrellarse en el malecón, situado a centenares de metros más abajo.
Iorek no les hizo caso alguno, ocupado como estaba en desmontar su coraza para curarse las heridas, pero Lyra ya estaba a su lado y golpeaba con el pie la nieve escarlata y gritaba a los osos que no destruyesen el palacio porque dentro de él había prisioneros encerrados. Pero no la oyeron. Iorek sí la oyó y lanzó un rugido que los dejó instantáneamente en suspenso. – ¿Prisioneros humanos? – preguntó Iorek.
–Sí… Iofur Raknison los encerró en los calabozos… primero hay que sacarlos y darles cobijo en alguna parte, de lo contrario perecerán sepultados por las piedras…
Iorek dio unas órdenes rápidas y algunos osos se apresuraron a entrar en el palacio para liberar a los prisioneros. Lyra se volvió a Iorek.
–Déjame que te ayude… quiero asegurarme de que no estás muy mal herido, querido Iorek… ¡Me gustaría tener vendajes o alguna cosa! ¡Qué herida horrible la que tienes en el vientre!
Un oso dejó a los pies de Iorek unas hierbas verdes, completamente heladas, que llevaba en la boca.
–Es el musgo de la sangre -dijo Iorek-. Pónmelo sobre las heridas y aprieta con fuerza, Lyra. Que mi piel cubra el musgo y pon encima algo de nieve hasta que se hiele.
A pesar de la solicitud que mostraban los osos, Iorek no quería que ninguno lo atendiese.
Lyra, además, tenía manos más diestras y se moría de ganas de ayudarlo; así pues, la niña se agachó sobre el gran rey de los osos, le aplicó el musgo de la sangre y esperó que se le helara la carne viva hasta que dejó de sangrar. Cuando terminó de curarlo, tenía los mitones empapados de sangre de Iorek, pero las heridas del oso estaban restañadas.
Entretanto habían salido los prisioneros, aproximadamente una docena de hombres, temblorosos, deslumbrados por la luz y agrupados formando una masa compacta. Lyra decidió que habría sido inútil hablar con el profesor, ya que el pobre desgraciado estaba loco y, aunque le habría gustado saber quiénes eran los demás hombres, tenía otras cosas más urgentes en perspectiva. No quería distraer a Iorek, que daba órdenes rápidas y enviaba a los osos a hacer diferentes cosas, aunque estaba angustiada por Roger, por Lee Scoresby y por las brujas, aparte de que tenía hambre y estaba cansada… Pensó que lo mejor que podía hacer era mantenerse apartada.
Así pues, se acurrucó en un rincón tranquilo del terreno de combate en compañía de Pantalaimon, convertido en glotón para dar calor a Lyra, se cubrió de nieve como hacen los osos y se dispuso a dormir.
Notó que algo le tocaba el pie y oyó una voz desconocida que le decía:
–Lyra Lenguadeplata, el rey te llama.
Se había despertado aterida de frío y casi ni podía abrir los ojos porque se le habían quedado los párpados helados, pero Pantalaimon se los lamió para fundir el hielo de sus pestañas y Lyra no tardó en ver a aquel joven oso que, iluminado por la luz de la luna, le estaba hablando.
Intentó ponerse de pie pero cayó dos veces.
El oso le indicó:
–Súbete sobre mí.
Y se agachó ofreciéndole sus anchas espaldas, mientras Lyra, ahora agarrándose precariamente, ahora resbalando, consiguió subirse sobre él. El oso la llevó a un hoyo escarpado en el que se encontraban reunidos varios osos. Entre ellos se encontraba una pequeña figura que corrió hacia ella y cuyo daimonion se levantó de un salto para saludar a Pantalaimon. – ¡Roger! – exclamó Lyra.
–Iorek Byrnison me dejó en la nieve para ir a buscarte. ¡Nos caímos del globo, Lyra!
Después de caer tú, nos vimos arrastrados kilómetros y más kilómetros hasta que el señor Scoresby soltó más gas y nos estrellamos contra una montaña. ¡Nos caímos por una pendiente como no la has visto en tu vida! Y ahora no sé dónde está el señor Scoresby, ni tampoco las brujas. Los únicos que quedamos somos yo y Iorek Byrnison. Volvió aquí para salvarte. Ya me han contado lo de la pelea…
Lyra miró a su alrededor. Siguiendo las instrucciones de un oso más viejo, los prisioneros humanos estaban entregados a la construcción de un refugio a base de desechos de madera y de trozos de lona. Parecían contentos por el simple hecho de tener algo que hacer. Uno de ellos estaba ocupado restregando dos trozos de pedernal para encender una hoguera.
–Tenemos comida -comunicó a Lyra el oso más joven, el que la había despertado.
Había una foca fresca tumbada en la nieve. El oso la destripó con las zarpas y enseñó a Lyra dónde estaban los riñones. Lyra se comió uno crudo. Estaba caliente y suave, tenía una delicadeza extraordinaria.
–Cómete también la grasa -le aconsejó el oso, arrancando un trozo de la misma para que la probara.
Sabía a crema y olía a avellanas. Roger titubeaba, pero al final siguió el ejemplo de Lyra.
Comieron a placer y a los pocos minutos Lyra ya estaba completamente despierta y comenzaba a notar cierto calorcito.
Se secó los labios y miró a su alrededor, pero no vio a Iorek.
–Iorek Byrnison está hablando con sus consejeros -le explicó el oso joven-. Quiere veros después de que hayáis comido. Seguidme.
Los condujo a través de un promontorio de nieve y los llevó a un lugar donde los osos habían empezado a construir una pared de bloques de hielo. Iorek estaba sentado en el centro de un grupo de osos más viejos y se levantó para saludarla.
–Lyra Lenguadeplata -la saludó-. Ven a escuchar lo que quiero decirte.
No dio a los demás osos ninguna explicación acerca de la presencia de Lyra, tal vez porque ya sabían de ella. En seguida le hicieron sitio entre ellos y la trataron con exquisita cortesía, como si fuera una reina. Se sentía extremadamente orgullosa de estar sentada junto a su amigo Iorek Byrnison, debajo de aquella Aurora que fluctuaba grácilmente en el cielo polar, y de sumarse a la conversación de los osos. Resultó que el dominio de Iofur Raknison sobre ellos había sido como un hechizo. Algunos lo atribuían a la influencia de la señora Coulter, que lo había visitado antes del exilio de Iorek sin que éste se enterara y le había hecho varios regalos.
–La señora Coulter le dio una droga -explicó uno de los osos-, que él administraba secretamente a Hjalmur Hjalmurson y le hacía perder la memoria.
Lyra dedujo que Hjalmur Hjalmurson era el oso que Iorek había matado y cuya muerte causó su destierro. ¡O sea que la señora Coulter estaba detrás de aquel suceso! Y aún había más.
–Hay leyes humanas que prohíben ciertas cosas que ella planeaba hacer, pero las leyes humanas no rigen en Svalbard. Lo que ella quería era inaugurar otra estación aquí como la de Bolvangar, sólo que peor, y Iofur pensaba permitírselo, pese a que iba en contra de las costumbres de los osos. Aquí los seres humanos han estado de visita o encarcelados, pero no han vivido ni trabajado nunca en este sitio. Poco a poco fue aumentando el poder que ejercía sobre Iofur Raknison y el de éste sobre nosotros hasta convertirnos en unas criaturas a su merced sin propósitos ni dirección y cuyo único deber consistía en custodiar aquella cosa abominable que ella pensaba crear…
El que había hablado era un oso viejo. Se llamaba Syren Eisarson y era consejero, un hombre que había sufrido bajo el régimen de Iofur Raknison. – ¿Y ahora qué hace, Lyra? – preguntó Iorek Byrnison-. Cuando se entere de la muerte de Iofur, ¿cuáles serán sus planes?
Lyra cogió el aletiómetro. Había poca luz, por lo que Iorek pidió que trajesen una antorcha. – ¿Qué le ha pasado al señor Scoresby? – preguntó Lyra mientras los demás esperaban-. ¿Y a las brujas?
–Las brujas fueron atacadas por otro clan de brujas. No sé si las otras estaban aliadas a los cortadores de niños, pero patrullaban nuestros cielos en gran número y atacaron en plena tempestad. No llegué á ver qué le ocurrió a Serafina Pekkala. En cuanto a Lee Scoresby, continuaba en el interior del globo cuando éste volvió a elevarse después de que el niño y yo cayéramos. Pero tu lector de símbolos te dirá cuál ha sido su destino.
Un oso acercó un trineo en el que ardía a fuego lento un caldero de carbón y arrojó en él una rama cubierta de resina. La rama prendió al momento y, aprovechando su resplandor, Lyra hizo girar las manecillas del aletiómetro y preguntó por Lee Scoresby.
Resultó que seguía en el aire, arrastrado por vientos que lo llevaban a Nueva Zembla, y que había salido incólume de su enfrentamiento con los espectros de los acantilados y de su pelea con el otro clan de brujas.
Lyra se lo comunicó a Iorek y el oso asintió, satisfecho.
–Si sigue en el aire, se salvará --declaró-. ¿Y la señora Coulter?
La respuesta era complicada y la manecilla iba oscilando de un símbolo a otro siguiendo una secuencia que dejó a Lyra largo tiempo sumida en la confusión. Los osos estaban muertos de curiosidad, pero se refrenaban por respeto a Iorek Byrnison y por el que veían que éste mostraba a Lyra. Esta los apartó de sus pensamientos y volvió a sumirse en el trance aletiométrico.
La combinación de símbolos, una vez descubierta la pauta que seguían, resultaba descorazonadora.
–Dice que ella… se ha enterado de que estamos aquí y que ha conseguido un zepelín de transporte, armado con ametralladoras… según parece… y que ahora mismo están volando hacia Svalbard. No sabe que Iofur Raknison ha sido vencido, eso por supuesto, aunque no tardará en enterarse porque… sí, claro, porque ciertas brujas se lo dirán, ya que lo saben a través de los espectros de los acantilados. O sea que calculo que hay espías en el aire, Iorek.
Ella viene para… fingir que quiere ayudar a Iofur Raknison, pero lo que pretende de verdad es arrebatarle el poder contando con la ayuda de un regimiento de tártaros que se dirigen hacia aquí por mar y que tardarán un par de días en llegar. »Y así que pueda, irá al sitio donde está prisionero lord Asriel y lo mandará matar. Porque… ¡oh, ahora lo veo claro!, hasta ahora no había conseguido entenderlo, Iorek. Me refiero a su intención de matar a lord Asriel: el motivo es que ella sabe lo que él piensa hacer y eso le da miedo, quiere ser ella quien lo haga… quiere hacerse con el poder antes que él… ¡Debe de ser lo de la ciudad del cielo, tiene que ser eso! ¡Desea ser ella la primera en llegar a esa ciudad! Y ahora me dice otra cosa…
Se agachó sobre el instrumento concentrándose profundamente en la manecilla que se movía de un lado a otro. Se desplazaba con tal rapidez que casi era imposible seguirla. Roger, que miraba por encima del hombro de Lyra, no veía cuándo se paraba y sólo se daba cuenta de un rápido y vacilante diálogo entre los dedos de Lyra al hacer girar las manecillas y la aguja que daba las respuestas, un diálogo tan desconcertante y misterioso como la propia Aurora.
–Sí -concluyó, dejando el instrumento sobre su regazo, parpadeando y suspirando mientras iba abandonando aquella concentración tan profunda-, sí, ahora veo lo que dice.
Vuelve a perseguirme. Busca algo que yo tengo porque sabe que lord Asriel también lo quiere.
Lo necesitan para ese… ese experimento, sea el que sea.
Se calló tras pronunciar la frase e hizo una inspiración profunda. Algo la preocupaba, aunque no sabía qué. Estaba convencida de que aquello tan importante era el aletiómetro porque había quedado claro que la señora Coulter iba tras él. ¿Qué otra cosa podía ser? Sin embargo, no se trataba del aletiómetro, pues éste tenía otro medio de referirse a sí mismo.
–Supongo que se trata del aletiómetro -afirmó Lyra con aire desconsolado-. Hasta ahora siempre he creído que era eso. Tengo que llevárselo a lord Asriel antes de que ella lo consiga.
Si se hace con él, moriremos todos.
Mientras explicaba esto, se sentía tan agotada, tan triste y fatigada que hasta la muerte habría resultado un alivio para ella. Sin embargo, el ejemplo de Iorek le impedía admitirlo. Dejó aparte el aletiómetro y se sentó muy erguida. – ¿A qué distancia se encuentra? – preguntó Iorek.
–A pocas horas. Me parece que cuanto antes entregue el aletiómetro a lord Asriel, mejor.
–Iré contigo -declaró Iorek.
Lyra no se lo discutió. Mientras Iorek daba órdenes y organizaba un escuadrón armado para que los escoltase en la parte final del viaje hacia el norte, Lyra se quedó sentada y muy quieta procurando hacer acopio de energía. Tuvo la impresión de que algo la había abandonado durante aquella última lectura. Después cerró los ojos y se echó a dormir hasta que la despertaron para emprender el camino.
El camino era largo y pesado. El interior de Svalbard era muy accidentado, con toda una mezcolanza de picos y agudas crestas profundamente hendidos por quebradas y valles abruptos en los que reinaba un intensísimo frío. Lyra volvió a pensar en los trineos de los giptanos que se deslizaban suavemente camino de Bolvangar. ¡Qué rápido y cómodo le parecía ahora aquel avance! El aire aquí era de una frialdad tan penetrante como no la había experimentado nunca o tal vez se trataba de que el oso que cabalgaba no tenía los pies tan ligeros como Iorek o que el cansancio que sentía le penetraba hasta el alma. En cualquier caso, el avance resultaba desesperadamente difícil.
Le habría costado mucho decir hacia dónde se dirigían o a qué distancia se encontraban de su objetivo. Lo único que sabía era lo que le había contado aquel oso más viejo, Syren Eisarson, mientras preparaban el lanzallamas. Se había visto involucrado en las negociaciones con lord Asriel acerca de las condiciones de su encarcelamiento y lo recordaba muy bien.
Explicó que, al principio, los osos de Svalbard veían a lord Asriel como a una persona que no se diferenciaba en nada de ninguno de los demás políticos, reyes o alborotadores desterrados a su desolada isla. Los prisioneros habían de ser importantes, ya que en caso contrario su propia gente los habría eliminado. Tal vez un día fueran valiosos para los osos, si cambiaba su destino político y volvían a conseguir el favor de los gobiernos de sus países. Por consiguiente, podía resultar beneficioso para los osos no tratarlos con crueldad ni falta de respeto.
Lord Asriel, pues, había encontrado en Svalbard unas condiciones que no eran mejores ni peores que las de tantos centenares de exiliados. Había ciertas cosas, sin embargo, que habían hecho que sus carceleros tuvieran con él más precauciones que con otros prisioneros.
Subsistía aquel aire de misterio y de peligro espiritual que rodeaba todo cuanto tenía que ver con el Polvo; existía el pánico evidente que sentían aquellos que lo habían llevado hasta allí y también aquellos contactos personales de la señora Coulter con Iofur Raknison.
Por otra parte, los osos no habían encontrado nunca a una persona tan altanera y de carácter tan imperativo como lord Asriel. Llegó a dominar incluso a Iofur Raknison, discutía con él con energía y elocuencia, e incluso convenció al rey de los osos de que le dejara escoger el lugar donde moraría.
Según explicó, el primer sitio que le fue asignado estaba situado a un nivel excesivamente bajo. El necesitaba un lugar alto, por encima del humo y del ajetreo de las minas de fuego y de las herrerías. Facilitó a los osos un dibujo del alojamiento que quería y les explicó dónde deseaba estar y hasta intentó sobornarlos dándoles oro y halagando e intimidando a Iofur Raknison y, con una voluntad un tanto confusa, los osos pusieron manos a la obra. No pasó mucho tiempo antes de que surgiera una casa en un promontorio orientado hacia el norte: un lugar amplio y sólido, provisto de chimeneas en las que ardían enormes bloques de carbón extraído de las minas, transportado por osos, y con grandes ventanales que tenían vidrios de verdad. Allí moraba un prisionero que actuaba como un rey.
Después se dispuso a reunir los materiales para poner en marcha un laboratorio.
Con obstinado empeño encargó libros, instrumentos, productos químicos y todo tipo de aparatos y equipo. En cualquier caso, los consiguió, algunos de manera abierta, otros pasados de contrabando por los visitantes a los que convencía de su derecho a disponer de ellos. Fuera como fuese, por mar, tierra o aire, lord Asriel había logrado reunir los materiales y, transcurridos seis meses de confinamiento, tenía a su disposición todo el equipo que necesitaba.
Esto le permitió trabajar, pensar, planificar, calcular, esperando hacerse con la única cosa que le faltaba para coronar aquella labor que aterraba hasta tal punto a la junta de Oblación.
Cada minuto que pasaba estaba más cerca de su objetivo.
La primera vez que Lyra vio la prisión donde estaba encerrado su padre fue cuando Iorek Byrnison se detuvo al pie de una loma para que los niños se movieran e hicieran un poco de ejercicio, ya que habían llegado a un límite peligroso de frío y entumecimiento.
–Mira hacia arriba -le señaló él.
Una amplia y escarpada peña hecha de rocas y hielo desmoronados, a través de los cuales se había abierto laboriosamente un camino, conducía a un despeñadero que se perfilaba contra el cielo. No se veía la Aurora, pero brillaban las estrellas. El despeñadero era negro y sombrío, pero en la cima se levantaba un edificio espacioso del que irradiaba en todas direcciones luz abundante, no el fulgor inestable y humeante de las lámparas de grasa, ni tampoco la áspera blancura de los focos ambáricos, sino el suave y tenue resplandor de la nafta.
Los ventanales a través de los cuales se filtraba la luz demostraban también el extraordinario poder de lord Asriel. El vidrio era caro y los grandes paneles del mismo prodigaban el calor en aquellas latitudes extremas. Verlo allí, pues, testimoniaba una riqueza y una influencia muy por encima del vulgar palacio de Iofur Raknison.
Montaron en los osos por última vez y Iorek abrió la marcha cuesta arriba en dirección a la casa. Había un patio sepultado bajo la nieve, rodeado de una pared baja y, en el momento en que Iorek empujó la puerta para abrirla, se oyó sonar un timbre en algún lugar del edificio.
Cuando Lyra se apeó apenas podía tenerse en pie. Ayudó también a Roger a bajar y, sosteniéndose mutuamente, los niños avanzaron con dificultades a través de aquella nieve que les llegaba a las rodillas hasta llegar a los escalones que conducían a la puerta. ¡Oh, el calor de aquella casa! ¡Oh, la tranquilidad del descanso!
Lyra trató de alcanzar el timbre, pero antes de llegar a él se abrió la puerta. Se encontró ante un vestíbulo débilmente iluminado y de reducidas dimensiones con el fin de mantener el calor y, de pie bajo la lámpara, vislumbró una figura que reconoció: el criado de lord Asriel, Thorold, junto a su daimonion, el perro faldero Anfang.
Lyra se bajó cautelosamente la capucha. – ¿Quién es? – preguntó Thorold, y después, al reconocerla, prosiguió-: ¿No eres Lyra? ¿La pequeña Lyra? ¿No estaré soñando?
Se volvió para abrir la puerta que daba al interior.
Lo que vio fue un salón, una chimenea encendida y que tenía una base de piedra; una luz cálida de nafta que se proyectaba en las alfombras, en las butacas de cuero, en el suelo de madera bruñida… Lyra no había visto nada igual desde que abandonara el Jordan College, lo que le produjo una especie de sensación de sofoco.
El daimonion de lord Asriel, un irbis, rugió por lo bajo.
Allí estaba el padre de Lyra, con sus ojos oscuros antes orgullosos, triunfantes y ávidos y ahora descoloridos, unos ojos que el horror de reconocer a su hija agrandó aún más. – ¡No, no! – exclamó.
Se tambaleó y tuvo que agarrarse a la repisa de la chimenea. Lyra se sentía incapaz de moverse. – ¡Vete ahora mismo! – le gritó lord Asriel-. ¡Da media vuelta y sal de aquí en seguida! ¡Yo no te he llamado!
A Lyra le resultaba imposible hablar. Abrió la boca dos veces, tres veces y al final consiguió articular unas palabras:
–No, no, he venido porque…
Lord Asriel parecía aterrado y no cesaba de mover la cabeza y de levantar las manos como queriendo prevenirla. Lyra no comprendía su angustia.
Dio un paso hacia él dispuesta a tranquilizarlo y Roger se puso al lado de Lyra como haciéndose eco de su inquietud. Los daimonions de ambos se agitaban con el calor y, un momento después, lord Asriel se pasó una mano por la frente y pareció recobrarse ligeramente.
Dio la impresión de que el color había vuelto a sus mejillas al contemplar a los dos niños.
–Lyra… -murmuró-. ¿Eres Lyra?
–Sí, tío Asriel -respondió ella, considerando que aquél no era el momento adecuado para hablar del parentesco auténtico que existía entre los dos-. He venido a entregarte el aletiómetro de parte del rector del Jordan. – ¡Claro, claro! – exclamó él-. ¿Y quién es éste?
–Es Roger Parslow -explicó ella-, el pinche de la cocina del Jordan, pero… -¿Cómo has venido hasta aquí?
–Ahora iba a explicártelo. Ahí fuera está Iorek Byrnison, que nos ha traído hasta aquí. Ha venido conmigo desde Trollesund, tendimos una trampa a Iofur… -¿Quién es Iorek Byrnison?
–Un oso acorazado. Él nos ha traído hasta aquí. – ¡Thorold! – llamó a su criado-, prepara un baño caliente para estos niños y algo de comida. Después tendrán que dormir. Llevan la ropa muy sucia, quiero que les encuentres alguna cosa decente para ponerse encima. Hazlo en seguida y entretanto hablaré con el oso.
Lyra tenía la impresión de que la cabeza le daba vueltas. No sabía si era a causa del calor o del alivio que sentía. Vio que el criado hacía una reverencia y que salía de la estancia. Lord Asriel se dirigió al vestíbulo, cerró la puerta tras él y después se desplomó prácticamente en la butaca más próxima.
Le pareció que apenas había transcurrido un segundo cuando Thorold volvió y dijo a Lyra:
–Sígame, señorita.
Lyra se levantó y, acompañada de Roger, se dispuso a tomar un baño caliente en un lugar con suaves toallas colgadas de una barandilla calentada y una bañera llena de agua que humeaba bajo la luz de nafta.
–Pasa tú primero -indicó Lyra-. Yo esperaré fuera y entretanto hablaremos.
Roger, pues, dando un respingo y jadeando debido al intenso calor, entró y se lavó. Muchas veces habían nadado desnudos, retozando en el Isis o en el Cherwell junto a otros compañeros, pero en un cuarto de baño la cosa era diferente.
–A mí tu tío me da miedo -dijo Roger entreabriendo la puerta-. Quiero decir tu padre.
–Mejor que sigas llamándolo mi tío. También a mí me da miedo a veces.
–Cuando llegamos, a mí ni me vio siquiera, sólo te miraba a ti. Y estaba aterrado… hasta que me vio a mí. Después se calmó en seguida.
–No, es que se llevó un susto, nada más -explicó Lyra-; a cualquiera que no esperase ver a una determinada persona le habría ocurrido lo mismo. La última vez que me vio fue en el salón reservado. Es lógico que haya tenido una impresión mayúscula.
–No -puntualizó Roger-, es más que esto. A mí me miraba como un lobo o como quien hace sus cálculos. – ¡Bah, imaginaciones tuyas!
–No lo son. Si quieres que te diga la verdad, me da más miedo él que la señora Coulter.
Se sumergió en el agua y Lyra sacó el aletiómetro. – ¿Quieres que consulte el lector de símbolos y vea qué responde? – preguntó Lyra.
–Pues no sé qué decirte. Hay cosas de las que prefiero no enterarme. Tengo la impresión de que todo lo que he sabido desde que los zampones vinieron a Oxford es malo. Lo que se encuentra a más de cinco minutos de distancia no me interesa. Tal como están las cosas, este baño es estupendo y tengo a mano una toalla suave y caliente a menos de cinco minutos de distancia. Cuando me haya secado, quizá tendré ganas de comer algo, pero no miro más lejos.
Y cuando haya comido, quizá me plantearé echar un sueñecito en una cama confortable. Pero después ya no sé, Lyra. Hemos visto cosas terribles, ¿no te parece? Y es probable que nos esperen otras. O sea que me parece que lo mejor es no contemplar el futuro y ceñirse al presente.
–Sí -asintió Lyra con voz cansada-. Yo a veces también me siento así.
Aunque retuvo el aletiómetro unos momentos más en sus manos, sólo lo hizo como consuelo. No giró las manecillas y la aguja osciló ante ella. Pantalaimon la observaba en silencio.
Así que hubieron terminado de lavarse, comido un poco de pan y queso y bebido algo de vino y agua caliente, el criado Thorold dijo:
–Ahora el niño tiene que ir a la cama. Le enseñaré dónde está. Su Señoría ha dicho que usted se reúna con él en la biblioteca, señorita Lyra.
Lyra encontró a lord Asriel en una habitación cuyos espléndidos ventanales daban al mar helado que se extendía abajo. En una amplia chimenea ardía un fuego de carbón y la estancia estaba iluminada por una lámpara de nafta de escasa intensidad, por lo que eran pocas las cosas que distraían a los ocupantes del salón del desolado panorama que, bajo la luz de las estrellas, se extendía al otro lado de las ventanas. Lord Asriel, recostado en una gran butaca a un lado de la chimenea, hizo un ademán a Lyra, que se sentó en la otra butaca situada frente a él.
–Tu amigo Iorek Byrnison está descansando fuera -la informó lord Asriel-. Él prefiere el frío. – ¿Te ha hablado de su pelea con Iofur Raknison?
–No me ha dado detalles, pero tengo entendido que ahora el rey de Svalbard es él. ¿No es así?
–Por supuesto que es así. Iorek no miente nunca.
–Parece que se ha adjudicado la función de guardián tuyo.
–No, John Faa le encargó que cuidara de mí y por esto lo hace. Sigue órdenes de John Faa. – ¿Cómo es que John Faa se ha metido en este asunto?
–Te lo diré si tú me dices una cosa -respondió Lyra-. Tú eres mi padre, ¿no es verdad?
–Sí, ¿qué pasa?
–Pues pasa que habrías debido contármelo antes. Son cosas que no se deben ocultar porque después, cuando una se entera, se siente como una tonta. Y esto es muy cruel. ¿Qué habría importado que yo hubiera sabido que era hija tuya? Me lo podrías haber dicho hace años. Podrías habérmelo explicado encargándome que guardara el secreto y, pese a ser una niña, yo lo habría hecho por el simple hecho de que me lo habías pedido tú. Si me hubieras pedido que guardara el secreto, me habría sentido tan orgullosa de la confianza que no habría hablado por nada del mundo. Pero tú no me dijiste nada. Lo sabían todos, menos yo. – ¿Quién te lo reveló?
–John Faa. – ¿Y te informó también de quién es tu madre?
–Sí.
–Entonces ya me queda poco que decirte. No me gusta que una niña insolente me interrogue y me condene. Lo único que quiero saber es qué has visto y qué has hecho durante el viaje hasta aquí.
–Te he traído el maldito aletiómetro, ¿no? – le espetó Lyra, a punto de romper en llanto-.
Me he ocupado de él desde que salí del Jordan, lo he tenido escondido, lo he guardado como un tesoro, a pesar de todo lo que nos ha sucedido, y he aprendido a servirme de él y lo he llevado encima a lo largo de todo este condenado viaje cuando lo fácil habría sido desprenderme de él y quedarme tan fresca; y que yo sepa, no me has dado las gracias siquiera, ni tampoco has demostrado que estuvieras contento de volver a verme. No sé ni por qué lo he hecho, pero lo he hecho y basta, lo guardé incluso cuando estaba en el apestoso palacio de Iofur Raknison, con todos aquellos osos a mí alrededor… y a él lo engañé para que luchara con Iorek y así poder encontrarte… Y en cambio tú, al verme, poco ha faltado para que te desmayaras, como si yo fuera un ser horrible al que no quisieras volver a ver nunca más. No eres humano, lord Asriel. Tú no eres mi padre. Mi padre no me trataría como me tratas tú. Se da por sentado que los padres aman a sus hijos, ¿no es así? Tú a mí no me quieres, de la misma manera que yo tampoco te quiero, no hay que darle más vueltas. A quien quiero yo es a Farder Coram, a Iorek Byrnison, quiero más a un oso acorazado que a mi propio padre. Y me juego lo que quieras a que Iorek Byrnison me quiere más que tú.
–Tú misma me has dicho que él no había hecho otra cosa que obedecer las órdenes de John Faa. Si piensas ponerte sentimental, no quiero perder más tiempo hablando contigo.
–Pues mira, aquí tienes tu maldito aletiómetro, yo me voy con Iorek. – ¿Adónde?
–Al palacio. Iorek es capaz de luchar con la señora Coulter y con la junta de Oblación en cuanto aparezcan. Si pierde, moriré con él. No me importa. Y si gana, buscaremos a Lee Scoresby, me embarcaré en su globo y… -¿Quién es Lee Scoresby?
–Un aeronauta. Nos trajo hasta aquí y nos estrellamos. Aquí tienes, quédate con el aletiómetro. Está en perfectas condiciones.
Pero lord Asriel no hizo movimiento alguno para cogerlo, por lo que Lyra lo dejó sobre el guardafuego de bronce que protegía la chimenea.
–Supongo que debo decirte que la señora Coulter viene hacia Svalbard, y cuando se entere de lo que le ha ocurrido a Iofur Raknison se presentará aquí. Viaja en un zepelín y lleva un cortejo completo de soldados que nos matarán a todos por orden del Magisterio.
–No podrán llegar hasta aquí -repuso él con calma.
Lo vio tan tranquilo y con un talante tan despreocupado que a Lyra se le pasó parte de la rabia. – ¿Y tú cómo lo sabes? – le espetó Lyra, desconfiada.
–Lo sé. – ¿Acaso tienes otro aletiómetro?
–No necesito aletiómetro para saberlo. Y ahora quiero que me cuentes tu viaje hasta aquí, Lyra, pero empezando desde el principio. Cuéntamelo todo.
Así pues, Lyra lo hizo. Comenzó hablando del día en que se había escondido en el salón reservado, después explicó lo de los zampones que habían secuestrado a Roger, la temporada que había pasado con la señora Coulter y todo cuanto había ocurrido después.
Fueron unas explicaciones muy largas y, cuando terminó, Lyra añadió:
–Hay algo que quiero saber y que supongo que tengo el derecho de saber, de la misma manera que tenía el derecho de saber quién era yo en realidad. Ya que no me lo dijiste cuando correspondía, ahora, para compensar, deberás contestarme. La pregunta es ésta: ¿qué es el Polvo?, ¿por qué la gente le tiene tanto miedo?
Lord Asriel la miró como si estuviese tratando de adivinar si comprendería lo que le iba a explicar. Lyra pensó que nunca la había mirado con tanta seriedad como en aquel momento; hasta entonces siempre la había tratado como la persona mayor que perdona una travesura a una niña, pero ahora tuvo la impresión de que ya la veía como una persona preparada para comprender lo que le quería decir.
–El Polvo es lo que hace funcionar el aletiómetro -le explicó. – ¡Ah… ya me lo figuraba! Pero ¿qué más? ¿Cómo lo descubrieron?
–En cierto modo, la Iglesia lo ha sabido siempre. Hace siglos que hace sermones sobre el Polvo, aunque le da otro nombre. »Hace unos años, un moscovita llamado Boris Mijailovitch Rusakov descubrió una nueva clase de partícula elemental. ¿Has oído hablar de electrones, fotones, neutrinos y de cosas parecidas? Se llaman partículas elementales porque no se pueden descomponer. No se componen de nada más que de sí mismas. »Pues bien, este nuevo tipo de partícula también era elemental, aunque resultaba muy difícil de medir porque no reaccionaba de la manera habitual. Lo que más le costó entender a Rusakov era por qué la nueva partícula parecía acumularse allí donde había seres humanos, como si se sintiera atraída por ellos. Y la atracción se producía especialmente con las personas adultas. Los niños también la atraían, pero no tanto, o hasta que sus daimonions habían adoptado una forma fija. Durante los años de la pubertad comienzan a atraer el Polvo con más fuerza, que se instala en ellos igual que se instala en los adultos. »Ahora bien, todos los descubrimientos de esta clase, como tienen que ver con las doctrinas de la Iglesia, deben ser anunciados a través del Magisterio de Ginebra. Este descubrimiento de Rusakov era tan curioso y tan extraño que el Inspector del Tribunal Consistorial de Disciplina sospechó que Rusakov podía estar afectado de posesión diabólica. Realizó un exorcismo en el laboratorio, interrogó a Rusakov de acuerdo con las normas de la Inquisición, pero al final tuvieron que aceptar el hecho de que Rusakov no mentía ni pretendía engañarlos, sino que el Polvo existía realmente. »Esto les dejó el problema de decidir qué era y, dada la naturaleza de la Iglesia, tan sólo pudieron optar por una cosa. El Magisterio decidió que el Polvo era la evidencia física del pecado original. ¿Sabes qué es el pecado original?
Lyra hizo un mohín con los labios. Le parecía estar de nuevo en el Jordan y que le preguntaban algo que sólo sabía por encima.
–Más o menos -respondió.
–No, no lo sabes. Ve al estante que está detrás del escritorio y tráeme la Biblia.
Lyra así lo hizo y llevó el libro grande y negro a su padre. – ¿Recuerdas la historia de Adán y Eva?
–Por supuesto que sí -repuso ella-. Resulta que ella no podía comer una fruta y la serpiente la tentó y ella se la comió. – ¿Y entonces qué ocurrió? – ¡Huy…! ¡Ah, sí, que los echaron! Dios echó del jardín a Adán y Eva.
–Dios les había dicho que no comieran la fruta, porque de lo contrario morirían.
Recuérdalo, estaban desnudos en el jardín, eran como niños, sus daimonions adoptaban la forma que querían. Pero esto fue lo que ocurrió.
Pasó al capítulo tres del Génesis y leyó:
Y la mujer respondió a la serpiente: Del fruto de los árboles del huerto comemos.
Más del fruto del árbol que está en medio del huerto dijo Dios: No comeréis de él, ni le tocaréis, porque no muráis. Entonces la serpiente dijo a la mujer. No moriréis. Mas sabe Dios que el día que comiereis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como dioses sabiendo el bien y el mal.
Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría; y tomó de su fruto, y comió; y dio también a su marido, el cual comió así como ella.
Y fueron abiertos los ojos de entrambos y vieron la verdadera forma de sus daimonions y hablaron con ellos.
Pero cuando el hombre y la mujer conocieron a sus daimonions, supieron que ellos habían sufrido un gran cambio, ya que hasta aquel momento parecía que iban al unísono con todas las criaturas de la tierra y del aire, y no había diferencia entre ellos:
Y vieron la diferencia y supieron del bien y del mal; y sintieron vergüenza y cosieron hojas de higuera para cubrir su desnudez…
Cerró el libro.
–Y así fue como el pecado entró en el mundo -explicó él-, el pecado, la vergüenza y la muerte. Llegó en el momento en que sus daimonions adoptaron una forma fija.
–Pero…
–Lyra porfiaba para encontrar las palabras que quería decir-, pero esto no es verdad… me refiero a que no es una verdad como las de la química o la ingeniería, no es ese tipo de verdad.
Adán y Eva no han existido de verdad. El licenciado Cassington me dijo que esto era como una especie de cuento de hadas.
–La cátedra de Cassington se da tradicionalmente a los librepensadores y tiene como finalidad desafiar la fe de los licenciados. ¡Claro que te dijo lo que te dijo! Pero tienes que pensar en Adán y Eva como un número imaginario, como la raíz cuadrada de menos uno. No hay ninguna prueba concreta de que exista pero, si la incluyes en tus ecuaciones, puedes calcular todo tipo de cosas y este cálculo no lo podrías hacer sin ella. »De todos modos, es lo que viene enseñando la Iglesia desde hace miles de años. Y cuando Rusakov descubrió el Polvo, hubo por fin una prueba física de que algo cambiaba cuando la inocencia se transformaba en experiencia. »Dicho sea de paso, la Biblia también nos dio a nosotros el nombre de Polvo. Al principio lo llamaban Partículas Rusakov, pero al cabo de un tiempo alguien indicó un curioso versículo hacia el final del tercer Capítulo del Génesis, donde Dios maldice a Adán por haber comido el fruto.
Abrió la Biblia de nuevo e indicó a Lyra algo que ésta leyó:
En el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado, pues polvo eres y al polvo serás tornado…
Lord Asriel comentó:
–Los eruditos de la Iglesia siempre se han sentido muy confundidos a la hora de traducir este versículo. Hay quien dice que no debe entenderse como «al polvo serás tornado», sino «serás sujeto al polvo» y hay quien dice que todo el versículo es una especie de juego verbal con las palabras «tierra» y «polvo», y que lo que significa realmente es que Dios admite que su propia naturaleza es en parte pecaminosa. En esto nadie ha llegado a un acuerdo. No es posible estarlo, porque el texto está corrompido, pero es una palabra demasiado buena para desperdiciarla y ésta es la razón de que se diera a aquellas partículas el nombre de Polvo. – ¿Y en cuanto a los zampones? – preguntó Lyra.
–Es la Junta General de Oblación… la banda de tu madre. Ha sido inteligente al detectar la posibilidad de establecer sus propias bases de poder, pero me atrevería a asegurar que ya te habrás dado cuenta de que es una mujer inteligente. Conviene al Magisterio que florezcan todo tipo de organismos diferentes. Así pueden hacer que se enfrenten. Si uno sale triunfador, hacen como que ellos ya lo han estado apoyando; si fracasa, los presentan como un equipo de renegados que no dispuso nunca de las licencias adecuadas. »Ya sabes que tu madre siempre ha ambicionado el poder. Al principio quiso conseguirlo a través de métodos normales, por ejemplo el matrimonio, pero la cosa no funcionó, como supongo que ya te habrás enterado. Así pues, tuvo que dirigirse a la Iglesia. Por supuesto que no podía emprender el mismo camino que un hombre, como el sacerdocio o cosa parecida, había de ser un camino no ortodoxo, tenía que fundar su propia orden, disponer de sus propios canales de influencia y trabajar en este sentido. Constituyó una buena iniciativa especializarse en el Polvo. Todos se asustaron, nadie sabía qué hacer y, cuando se ofreció a dirigir una investigación, el Magisterio se sintió tan aliviado que le proporcionó dinero y recursos de todo tipo.
–Pero es que ellos practicaban unos cortes…
–Lyra se sentía incapaz de pronunciar las palabras, se le quedaban ahogadas en la garganta-. ¡Tú sabes lo que hacían! ¿Cómo es que la Iglesia permitía tal cosa?
–Existía un precedente. Ya había ocurrido algo parecido con anterioridad. ¿Sabes qué significa la palabra «castración»? Quiere decir amputar los órganos sexuales de un niño para que así no llegue a desarrollar los rasgos propios de un hombre. El castrato conserva la voz atiplada toda su vida. Hubo castrati que fueron grandes cantantes y maravillosos artistas, aunque muchos no pasaron de ser unos medio hombres, gordos e impotentes. También los hubo que murieron a consecuencia de la operación. Comprenderás que la Iglesia no iba a oponerse a la idea de un pequeño corte. Ya existía un precedente. Y además, sería mucho más higiénico que los antiguos métodos, cuando no se usaba anestesia ni vendajes esterilizados ni se contaba con enfermeras experimentadas. Comparado con lo antiguo esto era coser y cantar. – ¡Pues no es así! – protestó Lyra con rabia-. ¡En absoluto!
–No, por supuesto que no. Por eso tuvieron que esconderse en el lejano norte y ampararse en la oscuridad y las tinieblas. ¿Sabes por qué a la Iglesia le gusta contar con una persona como tu madre que se encargue de este cometido? Pues porque nadie va a dudar de una mujer tan encantadora como ella, tan bien relacionada, tan agradable y sensata. Pero como se trataba de un tipo de operación tan poco clara y nada oficial, ella era alguien que el Magisterio podía repudiar en caso necesario.
–Pero ¿de quién fue, en principio, la idea de realizar este corte?
–La idea fue de tu madre. Según ella, en la adolescencia ocurren dos cosas que pueden estar relacionadas: el cambio que puede experimentar el daimonion que tiene todo ser humano y el hecho de que el Polvo comience a fijarse. Tal vez, si el daimonion estuviera separado del cuerpo, no estaríamos nunca sujetos al Polvo, al pecado original. Se trataba de averiguar si era posible separar el daimonion del cuerpo del ser humano sin matar a éste último. Pero ella ha viajado a muchos sitios y ha visto todo tipo de cosas. Ha estado en África, para citar un ejemplo. Los africanos conocen un procedimiento para hacer de un hombre un esclavo al que llaman zombi. Es un ser sin voluntad propia, que trabaja de día y de noche y que no se escapa ni se queja nunca. Su aspecto es el de un cadáver… -¡O sea una persona que no tiene daimonion!
–Exactamente. Así pues, ella descubrió que existía la posibilidad de separar al ser humano de su daimonion.
–Tony Costa me habló de horribles fantasmas que tienen en los bosques árticos. Supongo que podrían ser algo parecido.
–Eso mismo. De todos modos, la Junta General de Oblación surgió de ideas como ésta y de la obsesión de la Iglesia por el pecado original.
El daimonion de lord Asriel agachó las orejas y él dejó descansar la mano sobre su hermosa cabeza.
–Pero cuando practicaban el corte ocurría algo más -prosiguió-, algo que ellos no veían.
La energía que une el cuerpo con el daimonion es inmensamente poderosa y, cuando se lleva a cabo el corte, toda esta energía se disipa en una fracción de segundo. Ellos no lo advertían, imaginaban que era resultado de la conmoción, de una sensación de repugnancia, de afrenta moral y procuraban mostrarse indiferentes frente a aquel hecho. O sea que se les escapaba lo que podían hacer y no se les ocurría sacarle partido…
Lyra no podía seguir sentada tranquilamente. Se levantó y se acercó a la ventana, contempló la inmensa y desolada oscuridad con ojos incapaces de penetrarla. ¡Qué espantosa crueldad! Por muy importante que fuera descubrir algo relacionado con el pecado original, lo que habían hecho con Tony Makarios y con los demás era de una crueldad que superaba todos los límites y no tenía justificación posible. – ¿Y qué hacías tú? – preguntó Lyra-. ¿También tú te encargabas de realizar esos cortes?
–Mi interés se centra en algo completamente diferente. En mi opinión, la junta de Oblación no llega hasta dónde debe llegar. Yo quiero ir hasta la fuente misma del Polvo. – ¿La fuente? ¿El sitio de dónde sale, quieres decir?
–Sí, ese otro universo que podemos ver a través de la Aurora.
Lyra dio media vuelta. Su padre estaba recostado en la butaca, indolente pero poderoso, sus ojos eran tan fieros como los de su daimonion. Lyra no lo amaba, no podía confiar en él, pero no podía por menos de admirarlo, como admiraba también todo aquel lujo extravagante que había reunido en aquellas tierras desoladas y admiraba igualmente la fuerza de su ambición. – ¿Qué es ese otro universo? – le preguntó ella.
–Uno más de los innumerables billones de mundos paralelos. Hace siglos que las brujas tienen noticia de ellos, pero los primeros teólogos que demostraron su existencia de forma matemática fueron excomulgados hace cincuenta años o más. Pese a todo, es verdad; no hay forma posible de negarlo. »Pero nadie había considerado jamás la posibilidad de transitar de un universo a otro. Nos figurábamos que era una violación de las leyes fundamentales. Pues bien, estábamos equivocados; aprendimos a ver el mundo de arriba. Si la luz puede atravesarlo, ¿por qué no hemos de poder hacerlo nosotros? Pero tuvimos que aprenderlo, Lyra, de la misma manera que también tú has aprendido a usar el aletiómetro. »Ahora bien, este mundo, como otro universo cualquiera, es resultado de la posibilidad.
Tomemos el ejemplo de una moneda: la arrojamos al vuelo y el resultado puede ser cara o cruz. Antes de que toque el suelo ignoramos de qué lado caerá. Si el lado es cara, significa que la posibilidad de que fuera cruz ha quedado eliminada. Pero hasta ese momento las posibilidades eran las mismas. »Sin embargo, en otro mundo podría ser cruz. Cuando ocurre tal cosa, los dos mundos se separan. Utilizo el ejemplo de arrojar una moneda para que resulte más claro. En realidad, estos fallos de lo posible ocurren al nivel de las partículas elementales, pero se producen de la misma manera: en un momento determinado son posibles varias cosas, un momento después ocurre una sola y las restantes dejan de ser posibles… salvo que hayan surgido otros mundos donde podrían serlo. »Yo iré a ese mundo que está más allá de la Aurora-prosiguió lord Asriel-, porque creo que es de allí de donde procede todo el Polvo de este universo. Tú viste las filminas que mostré a los licenciados del salón reservado. Viste el Polvo que caía sobre este mundo desde la Aurora. También viste aquella ciudad. Si la luz puede atravesar la barrera entre los universos, si el Polvo puede hacerlo, si podemos ver esa ciudad, entonces significa que podemos tender un puente que salve esa distancia. Para eso se precisa una explosión fenomenal de energía.
Sin embargo, yo puedo conseguirla. En algún punto está el origen de todo el Polvo, toda la muerte, el pecado, la desgracia, la destrucción del mundo. El ser humano no es capaz de ver nada sin sentir la necesidad de destruirlo, Lyra. Esto es el pecado original. Y yo voy a destruirlo. Voy a matar la muerte. – ¿Por eso te han metido aquí?
–Sí, porque están aterrados… y no les falta razón.
Lord Asriel se levantó y también se levantó su daimonion, lleno de orgullo, hermoso y mortífero. Pero Lyra se quedó sentada. Su padre, al que admiraba profundamente, le dio miedo, pensó que estaba loco de remate. Pero ¿quién era ella para juzgarlo?
–Ve a la cama -le aconsejó su padre-. Thorold te dirá donde puedes dormir.
Lord Asriel se dispuso a abandonar la sala.
–Te olvidas del aletiómetro -le dijo Lyra.
–Sí, claro, pero la verdad es que no me hace falta -respondió-. Sin los libros no me sirve de nada. ¿Quieres que te diga una cosa? Creo que a quien se lo dio el rector del Jordan fue a ti. ¿En serio que te pidió que me lo entregaras? – ¡Claro que sí! – respondió ella.
Pero un momento después, al pensarlo mejor, recordó que el rector no se lo había pedido y que ella se había limitado a darlo por sentado. Pero ¿por qué iba a entregárselo a ella?
–No -rectificó Lyra-, la verdad es que no lo sé. Me había figurado…
–Pues bien, yo no lo quiero. Tuyo es, Lyra.
–Pero…
–Buenas noches, nena.
Sin habla, demasiado confundida para expresar de viva voz una sola de la docena de preguntas urgentes que se le agolpaban en la cabeza, cogió el aletiómetro y lo envolvió en el terciopelo negro.
Acto seguido se sentó junto al fuego y miró a lord Asriel que salía de la habitación.
–Señorita… señorita… levántese en seguida. No sé qué hacer. No ha dejado ninguna orden. Me parece que se ha vuelto loco, señorita. – ¿Qué pasa? ¿Qué ha sucedido?
–Lord Asriel, señorita. Así que usted se acostó, le dio como una especie de delirio. En mi vida lo había visto tan desquiciado. Cogió toda una serie de instrumentos y aparatos, los cargó en un trineo, puso los arneses a los perros y desapareció. Pero es que se ha llevado al chico, señorita. – ¿A Roger? ¿Que se ha llevado a Roger?
–Me ha dicho que lo despertara y que lo vistiera y a mí ni me ha pasado por la cabeza discutir con él, aunque la verdad es que no lo he hecho en mi vida. El chico no dejaba de preguntar por usted, señorita, pero lord Asriel lo quería a él solo. ¿Recuerda cuando usted llegó la primera a la puerta, señorita? Él la vio a usted y no podía dar crédito a sus ojos, quería que usted se marchara.
La cabeza de Lyra había empezado a darle vueltas, era un torbellino de cansancio y de miedo que casi le impedía pensar, pese a lo cual dijo: -¿Sí? ¿Sí?
–La razón es que necesitaba a un niño para terminar su experimento, señorita. Y lord Asriel tiene una manera muy suya de conseguir lo que quiere, sólo tiene que pedir una cosa y…
Ahora Lyra sentía un zumbido en la cabeza, como si en ella se hiciera presente la voluntad de borrar algo de su conciencia.
Había salido de la cama y buscaba su ropa cuando de pronto se desplomó y un grito rabioso de desesperación la envolvió toda. Fue ella quien lo profirió, pero es que era más fuerte que ella; era fruto de la desesperación. Recordaba las palabras de lord Asriel: La energía que une el cuerpo y el daimonion es inmensamente poderosa y para salvar la distancia entre los mundos se necesitaba una fenomenal explosión de energía…
Lyra acababa de darse cuenta de lo que había hecho.
Había hecho todo aquel viaje para llevar algo a lord Asriel creyendo saber lo que quería, pero no era el aletiómetro ni muchísimo menos, lo que quería era un niño.
Ella le había traído a Roger.
Por eso Lord Asriel, al verla, le había gritado: -¡No te quería a ti!
El quería a un niño cualquiera y el destino le había deparado a su propia hija. O por lo menos eso creyó al principio hasta que ella se hizo a un lado y apareció Roger. ¡Oh, qué amarga angustia! ¡Pensar que ella creía que había salvado a Roger y lo único que había hecho era esforzarse en actuar diligentemente para traicionarlo…!
Lyra sollozó convulsivamente, sentía una frenética emoción. ¡No, no era posible!
Thorold intentó consolarla, pero él ignoraba la razón de la desesperación de Lyra y lo único que podía hacer era darle unas cuantas palmaditas nerviosas en la espalda.
–Iorek… -dijo Lyra entre sollozos, apartando al criado a un lado-. ¿Dónde está Iorek Byrnison? ¿El oso? ¿Sigue ahí fuera?
El viejo se encogió de hombros sin saber qué responder. – ¡Ayúdame! – le imploró Lyra temblando a causa de la debilidad y del miedo-. Ayúdame a vestirme. Tengo que marcharme. ¡Ahora! ¡Rápido!
Thorold dejó la lámpara en el suelo e hizo lo que Lyra le pedía. Cuando aquella niña daba órdenes de aquella manera tan imperiosa se parecía mucho a su padre, aunque ella tenía la cara mojada de lágrimas y le temblaban los labios. Mientras Pantalaimon se movía de un lado a otro agitando el rabo y casi echando chispas por los pelos, Thorold se ocupó de procurar a Lyra sus pieles tiesas y hediondas y la ayudó a cubrirse con ellas. Así que se hubo abrochado todos los botones y subido todos los dobleces, se dirigió a la puerta y, apenas la había cruzado, sintió que el frío le atravesaba la garganta como una espada y congelaba inmediatamente las lágrimas que le rodaban por las mejillas. – ¡Iorek! – gritó-. ¡Iorek Byrnison! ¡Ven, te necesito!
Hubo una sacudida en la nieve, se oyó ruido de metal y al momento vio al oso. Había estado durmiendo tranquilamente bajo la nevada. A la luz que irradiaba la lámpara que Thorold sostenía junto a la ventana, Lyra distinguió aquella cabeza larga sin rostro, aquellos agujeros oscuros que tenía por ojos, el brillo del blanco pelaje bajo el metal rojo y negro y sintió que lo que deseaba era abrazarlo y encontrar algún consuelo en aquel casco de hierro y en aquella piel salpicada de hielo. – ¿Qué pasa? – preguntó Iorek.
–Tenemos que perseguir a lord Asriel. Se ha llevado a Roger y va a… ¡oh, no me atrevo ni a pensarlo! ¡Oh, Iorek, te lo pido por favor, ve rápido, cariño! – ¡Sube en seguida! – respondió Iorek mientras ella se montaba de un salto en su lomo.
No había necesidad de preguntar qué camino emprenderían porque era perfectamente visible el rastro del trineo en el patio y su continuación en la llanura, por lo que Iorek se dispuso en seguida a seguirlo. Lyra ya conocía tan bien los movimientos del oso que conservar el equilibrio montada en su lomo se había transformado en algo automático. Iorek corría a través de la espesa capa de nieve que cubría las rocas más deprisa que nunca, mientras las planchas de la coraza se desplazaban bajo el cuerpo de Lyra siguiendo un balanceo rítmico y regular.
Tras ellos los demás osos seguían su marcha con facilidad arrastrando los lanzallamas. El camino estaba iluminado, porque la luna se encontraba muy alta y la luz que irradiaba sobre aquel mundo de nieve era tan refulgente como cuando volaban en globo. Era un mundo de brillante plata y profunda negrura. El rastro del trineo de lord Asriel se dirigía recto hacia una cadena de colinas dentadas, de extrañas formas puntiagudas que se proyectaban hacia un cielo tan negro como el terciopelo que envolvía el aletiómetro. No se veía ningún indicio del trineo propiamente dicho. ¿O sería acaso aquel leve aleteo que se distinguía en el flanco del pico más alto? Lyra miró forzando la vista y Pantalaimon voló todo lo alto que pudo y oteó el paisaje con la mirada certera de un mochuelo.
–Sí -confirmó, posándose en la muñeca de Lyra un momento después-, es lord Asriel, está azotando furiosamente a los perros y lleva a un niño detrás…
Lyra notó que Iorek Byrnison variaba la marcha. Algo le había llamado la atención. Redujo la velocidad y levantó la cabeza para mirar a derecha e izquierda. – ¿Qué pasa? – preguntó Lyra.
No respondió nada, sólo se quedó escuchando atentamente, pese a que ella no oía nada.
De pronto Lyra oyó algo, una especie de crujido misterioso y distante, algo así como un leve chasquido. Era un ruido que ya había oído en otra ocasión, el sonido de la Aurora. Como surgido de la nada, un velo radiante se había desplegado y colgaba, tembloroso, en el cielo boreal. Todos aquellos billones y trillones invisibles de partículas quizá cargadas de Polvo, pensó Lyra, conjuraron un deslumbrante fulgor en la atmósfera superior. Era el despliegue más brillante y extraordinario que Lyra había visto en su vida, como si la Aurora conociera el drama que se estaba desarrollando más abajo y quisiera iluminarlo con sus más impresionantes efectos.
Sin embargo, ninguno de los osos levantó los ojos hacia arriba, puesto que su atención estaba centrada en la tierra. Después de todo, no era la Aurora la que había captado la atención de Iorek. Éste en aquel momento estaba más quieto que un poste y Lyra se dejó resbalar por su espalda, sabiendo que los sentidos de Iorek debían estar plenamente centrados en el ambiente que lo rodeaba. Había algo que lo perturbaba.
Lyra miró a su alrededor, volvió la vista hacia la inmensa llanura que se extendía hasta la casa de lord Asriel, miró de nuevo las montañas desordenadamente dispuestas que habían cruzado anteriormente y no vio nada. La Aurora estaba adquiriendo mayor intensidad. Los primeros velos se agitaban y se corrieron a un lado, mientras las cortinas deshilachadas se plegaban y desplegaban más arriba, aumentando sus dimensiones y acentuando su brillo a cada minuto que pasaba; de uno a otro horizonte se tendían en forma de remolinos arcos y lazos, que llegaban hasta el mismo cenit con sus cintas de luz. Con más claridad que nunca, Lyra oyó el inmenso y cantarino siseo, el sonido sibilante de vastas fuerzas intangibles. – ¡Brujas! – gritó una voz de oso, mientras Lyra se volvía, alegre y aliviada.
Pero de pronto un poderoso hocico la derribó boca abajo y, sin aliento para respirar, sólo pudo jadear y estremecerse, ya que en el sitio donde estaba hacía un instante sólo había la pluma verde de una flecha, ya que la punta y el fuste de la misma habían quedado enterrados en la nieve. ¡Imposible!, apenas si logró decirse, pero era verdad, ya que otra flecha rebotó en la coraza de Iorek, situado a más altura que ella. No se trataba de las brujas de Serafina Pekkala, aquéllas pertenecían a otro clan. Eran una docena o más y formaron un círculo en lo alto, que se abalanzaba en picado hacia abajo al disparar y se remontaba de nuevo después. Lyra soltó todos los tacos que sabía.
Iorek Byrnison dio en seguida las órdenes oportunas. Era evidente que los osos tenían práctica en la lucha contra los brujas, puesto que formaron de inmediato una alineación defensiva y, con igual sigilo, las brujas se precipitaron al ataque. Sólo podían disparar con precisión a corta distancia y, para no desperdiciar flechas, se lanzaban en picado, disparaban cuando se encontraban en el punto más bajo del descenso e inmediatamente remontaban el vuelo. Sin embargo, cuando llegaban al punto más bajo y tenían las manos ocupadas con el arco y las flechas, se hacían vulnerables, por lo que los osos se proyectaban de un salto hacia arriba con las zarpas abiertas para arrastrarlas hacia abajo. Caía más de una, que era rápidamente liquidada.
Lyra se acurrucó junto a una roca, desde donde podía observar las evoluciones de las brujas. Pocas disparaban contra ella, pero lanzaban flechas por todas partes. Lyra de pronto, levantando los ojos al cielo, vio que el mayor contingente de brujas se quitaba rápidamente de en medio y emprendía la retirada.
Pero si la visión le produjo un gran alivio, la verdad es que no duró demasiado, ya que vio que, de aquella misma dirección en la que habían huido, llegaban muchas otras para unirse a ellas. Y, a media altura, acompañándolas, se distinguía un grupo de luces refulgentes al tiempo que, desde el otro lado de la extensa llanura de Svalbard, bajo la irradiación de la Aurora, se oía un sonido temible: el desapacible latido de un motor de gasolina. Llegaba el zepelín con la señora Coulter y sus soldados a bordo.
Iorek emitió una orden en forma de gruñido y los osos se pusieron inmediatamente en movimiento para constituir otra formación. En medio del misterioso parpadeo del firmamento Lyra pudo ver que preparaban sus lanzallamas. La avanzadilla del regimiento de brujas también los había descubierto, por lo que todas se lanzaron en bloque hacia abajo y arremetieron contra ellos con una lluvia de flechas, pero los osos confiaban en su coraza y se pusieron a trabajar para poner en pie el aparato: un largo brazo extendido hacia arriba en ángulo, un cuenco de un metro de anchura y un gran tanque de hierro envuelto en humo y vapor.
Lyra pudo contemplar cómo vomitaba una llamarada fulgurante y que un equipo de osos se entregaba a la acción práctica. Dos de ellos abatieron el largo brazo del lanzallamas, otro arrojó unas paletadas de fuego en el cuenco y, obedeciendo una orden, proyectaron el azufre llameante hacia lo alto de la oscuridad del cielo.
Las brujas estaban bajando sobre ellos en un grupo tan compacto que, tras el primer disparo, tres cayeron envueltas en llamas, pese a que no tardó en quedar claro que el verdadero objetivo era el zepelín. O bien el piloto no había visto nunca un ingenio como aquél o subvaloró su potencia, ya que voló directamente hacia los osos sin intentar remontar el vuelo ni desviarse en lo más mínimo hacia uno u otro lado.
Al poco rato se percataron de que el zepelín disponía también de un arma poderosa: un fusil-metralleta montado en la proa de la góndola. Lyra todavía no había oído los disparos cuando vio que de la coraza de algunos osos saltaban chispas y gritó, asustada.
–Están a salvo -dijo Iorek Byrnison-. Esas balas pequeñas no atraviesan la coraza.
El lanzallamas actuó de nuevo; esta vez toda una masa de azufre salió proyectada hacia arriba y alcanzó la góndola, para caer después en forma de cascada de fragmentos llameantes que se desparramaron por todos lados. El zepelín se ladeó hacia la izquierda y salió zumbando y describiendo un amplio arco antes de dirigirse hacia el grupo de osos que se movían activamente junto al aparato. Al aproximarse, el brazo del lanzallamas emitió un crujido al tiempo que se inclinaba hacia abajo, mientras el fusil-metralleta profería toses y escupitajos y dos osos se derrumbaban, acompañados de un gruñido sordo de Iorek Byrnison. Cuando la nave aérea estaba casi sobre sus cabezas uno de los osos emitió una orden, mientras el brazo accionado con un muelle volvía a disparar hacia arriba.
Esta vez el azufre chocó con el envoltorio de la bolsa de gas del zepelín. La rígida estructura tenía un recubrimiento de seda lubrificada que contenía hidrógeno y, pese a ser lo bastante resistente para soportar pequeños rasguños, un quintal de roca incandescente era excesivo para ella. Se desgarró pues la seda y, como resultado del accidente, el azufre y el hidrógeno se mezclaron y produjeron una catástrofe en llamas.
La seda se volvió transparente al momento y todo el esqueleto del zepelín se hizo visible, oscura su silueta al recortarse sobre un infierno de naranjas, rojos y amarillos, suspendido en el aire durante un período de tiempo que parecía interminable y derivando, renuente, hacia la tierra como si actuase en contra de su voluntad. Unas figuras pequeñas y negras destacaban sobre la nieve y el fuego, bamboleándose o escapando, mientras las brujas volaban hacia abajo para ayudarlas a huir de las llamas. No había transcurrido un minuto desde que el zepelín se hubo estrellado contra el suelo cuando ya se había convertido en una masa de metal retorcido, una cortina de humo, unos cuantos fragmentos de chatarra calcinada y de fuego humeante.
Sin embargo, los soldados que iban a bordo y también las demás personas (aunque Lyra todavía estaba demasiado lejos para distinguir a la señora Coulter, sabía que estaba allí) no perdieron más tiempo. Con la ayuda de las brujas, sacaron a rastras la ametralladora y, tras instalarla en el suelo, se dispusieron a luchar en serio desde aquel terreno. – ¡Adelante! – gritó Iorek-. Resistirán mucho tiempo.
Iorek profirió un rugido y un grupo de osos se destacó del grupo principal y atacó el flanco derecho de los tártaros. Lyra sentía el deseo de Iorek de estar entre ellos, aunque sus nervios la hacían desgañitarse todo el tiempo: «¡Adelante! ¡Adelante!» Tenía la cabeza poblada de imágenes de Roger y lord Asriel. Como Iorek Byrnison lo sabía, se apartó de la montaña y de la contienda y dejó a sus osos con la misión de hacer frente a los tártaros.
Siguieron trepando. Lyra forzaba la vista para intentar descubrir alguna cosa, pero ni siquiera los ojos de lechuza de Pantalaimon eran capaces de distinguir ningún movimiento en el flanco de la montaña por donde trepaban. Sin embargo, el rastro del trineo de lord Asriel era claro y Iorek lo seguía a toda velocidad, avanzando a través de la nieve y proyectándola tras ellos hacia arriba a medida que proseguían adelante. Lo que pudiera ocurrir detrás de ellos no era más que eso: algo que ocurría detrás, algo que Lyra había abandonado. Tenía hasta la sensación de dejar el mundo, hasta tal punto se sentía distante y empeñada, tal era la altura a la que subían, tan desconocida y misteriosa era la luz en la que estaban inmersos.
–Iorek -le espetó Lyra-, ¿encontrarás a Lee Scoresby?
–Vivo o muerto, daré con él.
–Y si ves a Serafina Pekkala…
–Le contaré lo que has hecho.
–Gracias, Iorek -respondió Lyra.
Estuvieron un buen rato sin decir palabra. Lyra sintió que entraba en un trance más allá del sueño y del despertar, algo así como un soñar consciente en el curso del cual se vio trasladada por los osos a una ciudad que estaba en las estrellas.
Ya iba a comentarle algo al respecto a Iorek Byrnison cuando éste redujo la marcha y acabó por detenerse.
–El rastro continúa -dijo Iorek Byrnison-, pero yo ya no puedo seguir.
Lyra bajó de un salto del lomo de Iorek, se quedó a su lado y observó a su alrededor.
Estaba al borde de un desfiladero. Habría sido difícil decir si era una grieta del hielo o una fisura de la roca, aunque de todos modos la cosa tenía poca importancia, ya que se hundía en las profundidades de una insondable oscuridad.
El rastro dejado por el trineo de lord Asriel llegaba hasta el borde del precipicio… al otro lado había nieve compacta a la que se accedía a través de un puente.
Era evidente que dicho puente había sufrido los efectos del peso del trineo, ya que estaba recorrido por una grieta que llegaba al otro borde del precipicio, mientras que la superficie del lado más próximo a la grieta se había hundido algo más de un palmo. Aunque habría podido soportar el peso de un niño, es evidente que no hubiera resistido el de un oso acorazado.
El rastro que había dejado lord Asriel iba más allá del puente y continuaba montaña arriba.
Si quería proseguir el camino, tendría que hacerlo por cuenta propia.
Lyra se volvió hacia Iorek Byrnison.
–Tengo que cruzar el puente -declaró Lyra-. Gracias por todo lo que me has ayudado.
No sé qué ocurrirá cuando me encuentre con él. A lo mejor morimos todos, tanto si consigo llegar hasta él como en caso contrario. Pero, si vuelvo, iré a buscarte y te daré las gracias como te mereces, rey Iorek Byrnison.
Lyra posó una mano en la cabeza del oso y él se dejó hacer moviendo afirmativamente la cabeza con aire sumiso.
–Adiós, Lyra Lenguadeplata -le respondió.
Sintiendo unas dolorosas palpitaciones en el corazón rebosante de amor, Lyra dio media vuelta y puso la planta del pie en el puente. La nieve crujió debajo de ella, mientras Pantalaimon echaba a volar sobre el puente para ir a posarse al lado opuesto y alentarla desde allí a que lo cruzara. Lyra lo hizo paso a paso, preguntándose a cada momento si no sería mejor echar a correr en sentido opuesto y saltar hacia el lado de donde venía. O si no era mejor proceder lentamente hacia delante tal como hacía, procurando pisar el suelo con la mayor ligereza posible. Cuando se encontraba a medio camino, oyó un fuerte crujido de la nieve, notó que debajo de sus pies se desprendía un fragmento que se hundía en el abismo y advirtió que el puente cedía unos centímetros más en la grieta.
Se quedó absolutamente inmóvil. Pantalaimon, en forma de leopardo, se había agazapado pronto a saltar y a ir a por ella.
El puente cedió. Dio otro paso, un paso más después y, finalmente, notó que algo se hundía bajo sus pies y, con todas sus fuerzas, saltó al lado opuesto. Aterrizó boca abajo en la nieve justo en el momento en que toda la longitud del puente se hundía en el abismo dejando detrás un suave rumor de agua.
Pantalaimon tenía hundidas las zarpas en las pieles que cubrían a Lyra y estaba fuertemente agarrado a ellas.
Pasado un minuto Lyra abrió los ojos y, a rastras, se alejó del borde del precipicio. No había forma de retroceder. Se incorporó y levantó la mano hacia el oso, que la estaba observando.
Iorek Byrnison le devolvió el saludo poniéndose de pie sobre sus patas traseras después dio media vuelta y se precipitó montaña abajo en rápida carrera para prestar auxilio a sus súbditos, enzarzados en una batalla con la señora Coulter y los soldados del zepelín.
Lyra estaba sola.
Pero su daimonion, convertido en gato, le acarició el cuello con el hocico, cálido y reconfortante.
–No sé cómo lo conseguiremos -sollozó Lyra-. ¡Es demasiado para nosotros, Pan, de veras que no podemos…!
Lyra estaba agarrada ciegamente a Pantalaimon, su cuerpo se balanceaba hacia delante y hacia atrás mientras sus sollozos resonaban terriblemente a través de aquella desolación cubierta de nieve.
–Y aunque… la señora Coulter hubiera apresado primero a Roger no habría habido forma de salvarlo, porque lo habría llevado a Bolvangar… o algo peor, y a mí me habrían matado por venganza… ¿Por qué hacen estas cosas a los niños, Pan? ¿Tanto odian a los niños para despedazarlos de esa manera? ¿Por qué lo hacen?
Pero Pantalaimon no tenía una respuesta para aquella pregunta y lo único que pudo hacer fue abrazarla muy fuerte. Poco a poco, a medida que fue aminorando el acceso de miedo, Lyra fue recuperándose. Ella era Lyra y, aunque helada y asustada en todos los aspectos, no por eso dejaba de ser ella misma.
–Me gustaría… -dijo Lyra y se calló.
No se conseguía nada con sólo buenos deseos. Hizo una profunda inspiración final y ya se sintió en condiciones de seguir adelante.
La luna ya se había escondido y por la parte sur el cielo estaba profundamente oscuro, aunque los billones de estrellas que lucían en él brillaban como diamantes prendidos en terciopelo. Sin embargo, quedaban eclipsados por la Aurora, cien veces eclipsados por la Aurora. Lyra no la había visto nunca tan esplendorosa ni espectacular. Cada estremecimiento, cada temblor hacía oscilar en el cielo nuevos milagros de luz. Y detrás de aquel tul luminoso constantemente cambiante estaba el otro mundo, aquella ciudad iluminada por el sol, tan precisa y tan definida.
Cuanto más subían, más se extendía a sus pies aquella tierra desolada. Hacia el norte se prolongaba el mar helado, en el que se plegaban de cuando en cuando cadenas formadas por dos capas de hielo que se presionaban y juntaban, pero por lo demás plano, blanco e interminable, prolongándose hasta el mismo polo y más lejos aún, sin ningún rasgo destacable, sin vida, sin color, una desolación tal que superaba la imaginación de Lyra. Por la parte este y oeste había otras montañas, grandes picos dentados que apuntaban hacia arriba, declives recubiertos de una gruesa capa de nieve, barridos por un viento que los aguzaba como el filo de una cimitarra. Por la parte sur se extendía el camino a través del cual habían venido. Lyra miraba con nostalgia hacia atrás para ver si distinguía a su querido amigo Iorek Byrnison y a sus soldados. Sin embargo, no había nada que se moviera en la amplia llanura. Ni siquiera estaba segura de distinguir los restos quemados del zepelín ni la nieve manchada de color carmesí en torno a los cadáveres de los guerreros.
Pantalaimon se elevó en el aire y después se posó en su muñeca en forma de búho. – ¡Están al otro lado mismo del pico! – dijo a Lyra-. Lord Asriel ha sacado todos sus instrumentos y Roger no puede escapar…
Y al decir esto, la Aurora se estremeció y oscureció igual que una bombilla ambárica que estuviera agotándose hasta que se apagó del todo. Pese a ello, sumida en la oscuridad, Lyra notaba la presencia del Polvo, como si el aire estuviera lleno de aviesas intenciones, semejantes a formas de pensamientos aún no nacidos.
En medio de la envolvente oscuridad oyó el grito de un niño: -¡Lyra! ¡Lyra! – ¡Ya voy! – le respondió ella, retrocediendo a trompicones, trepando, tumbándose en el suelo, porfiando hasta el límite de sus fuerzas, aunque levantándose siempre y avanzando a través de una nieve de fulgores fantasmales. – ¡Lyra! ¡Lyra!
–Ya casi estoy allí -consiguió decir, jadeante-. ¡Casi estoy a tu lado, Roger!
Pantalaimon estaba tan agitado que no paraba un momento de transformarse: león, armiño, águila, gato montés, liebre, salamandra, lechuza, leopardo… todas las formas que había adoptado en su vida, un calidoscopio de formas entre el Polvo… -¡Lyra!
Al llegar a la cumbre, Lyra vio lo que ocurría.
A cincuenta metros de distancia, iluminado por la luz de las estrellas, lord Asriel estaba retorciendo los cabos de dos cables unidos a su trineo volcado boca abajo, sobre el cual había todo un conjunto de baterías, tarros y aparatos que ya estaban empezando a helarse y a cubrirse de cristales de hielo. Iba cubierto de gruesas pieles y su rostro se iluminaba con el fulgor de una lámpara de nafta. A su lado, agazapado como la Esfinge, estaba su daimonion, con su hermoso pelaje moteado y lustroso, rebosante de poder y agitando perezosamente la cola sobre la nieve.
Tenía en la boca el daimonion de Roger.
Aquel pequeño ser luchaba, se agitaba y se debatía, tan pronto pájaro como perro, gato, rata, pájaro otra vez y siempre, a cada momento, llamando a Roger, que estaba a pocos metros de él y que porfiaba por desasirse de aquella mordedura que le llegaba al corazón al tiempo que sollozaba a causa del dolor y del frío. Llamaba a su daimonion por su nombre y también llamaba a Lyra. Fue corriendo hasta donde estaba lord Asriel y le tiró del brazo, pero lord Asriel lo apartó de un manotazo. Volvió a intentarlo, llorando, suplicando, pero lord Asriel no le hizo el menor caso como no fuera para darle un golpe que lo dejó abatido en el suelo.
Estaban en el borde de un desfiladero, más allá del cual sólo se extendía una enorme e ilimitada oscuridad. Se encontraban a más de trescientos metros por encima del mar helado.
Lyra veía todo esto merced a la luz de las estrellas pero, así que lord Asriel consiguió establecer la conexión de los cables, la Aurora recuperó de pronto todo el brillo de su luz, como el largo dedo de fuerza cegadora que actúa entre dos terminales, salvo que éste tenía mil quinientos kilómetros de altura y ciento cincuenta mil kilómetros de longitud. Era penetrante, altísima, ondulante, resplandeciente, una catarata de gloria.
Lord Asriel lo controlaba todo…
O quizá sacaba de allí la energía, puesto que uno de los cables salía de un enorme carrete del trineo, mientras que otro subía hacia lo alto para dirigirse al cielo. Salido de las tinieblas llegó volando un cuervo, y Lyra reconoció en él al daimonion de una bruja. Una bruja ayudaba a lord Asriel y era ella quien había conectado aquel cable a las alturas.
La Aurora volvía a resplandecer.
Lord Asriel le hizo una seña a Roger. El niño, sintiéndose incapaz de resistir, se acercó a él, moviendo la cabeza, implorando, llorando, pero yendo hacia él a pesar de todo. – ¡No! – le gritó Lyra-. ¡Huye!
Al mismo tiempo se lanzó cuesta abajo en dirección a Roger.
Pantalaimon saltó sobre el irbis y arrebató al daimonion de Roger de sus mandíbulas. Un momento después, el irbis se abalanzó sobre los dos jóvenes daimonions, que se volvieron y batallaron con la gran bestia moteada.
El irbis a derecha e izquierda con zarpas finas como agujas y su rugido ahogó incluso los gritos de Lyra. Los dos niños también lo atacaron o se limitaron a luchar con las formas que entreveían en el aire enrarecido, oscuras intenciones que se materializaban, densas y en tropel, por las corrientes del Polvo…
Entretanto la Aurora oscilaba en lo alto, mientras su continuo y vacilante parpadeo revelaba tan pronto un edificio como un lago o una hilera de palmeras, todo tan próximo que uno llegaba a pensar que podía ir de un mundo a otro con sólo dar un paso.
Lyra dio un salto y cogió la mano de Roger.
Tiró con fuerza y, apartándose de lord Asriel, echaron a correr cogidos de la mano, aunque Roger gritó y se retorció, porque el leopardo había vuelto a apresar a su daimonion. Como Lyra conocía aquel convulsivo dolor que oprimía el corazón, intentó detenerse… Pero no lo consiguieron.
Debajo de ellos, el promontorio había comenzado a deslizarse.
Era un bancal de nieve que descendía inexorablemente…
El mar helado estaba trescientos metros más abajo… -¡Lyra!
Palpitaciones…
Manos que se agarran con fuerza…
Y en lo más alto, la mayor de las maravillas.
La bóveda del cielo, tachonada de estrellas, profunda, parecía de pronto atravesada por una lanza.
Un haz de luz, un chorro de energía pura, disparado cual una flecha por un gran arco, salió proyectado hacia arriba. Los lienzos de luz y color que formaban la Aurora se escindieron y, desde un extremo al otro del universo, hubo una especie de enorme desgarrón, un estruendo como de magullamiento, un crujido que demostraba que allí en el espacio había tierra seca… ¡La luz del sol! La luz del sol resplandecía en la pelambre de un mono dorado…
La caída del bancal de nieve se había interrumpido, tal vez un saliente invisible había parado su descenso. Lyra pudo ver, por encima de la nieve pisoteada de la cima, al mono dorado saltando hacia el irbis y se dio cuenta de que a los dos daimonions, cautos pero también poderosos, se les erizaban los pelos. El mono tenía el rabo enhiesto, pero el irbis se balanceaba con fuerza de un lado a otro. Después el mono avanzó con prudencia una pata, el irbis bajó la cabeza con grácil y sensual reconocimiento y se tocaron…
Cuando Lyra apartó la vista de ellos, descubrió que la señora Coulter estaba allí de pie, entre los brazos de lord Asriel. La luz evolucionaba alrededor de ellos en forma de chispas y de rayos de intensa fuerza ambárica. Lyra, indefensa, no podía hacer otra cosa que imaginar lo que había ocurrido: la señora Coulter debía de haber cruzado aquel precipicio y la había seguido hasta allí… ¡Ahora sus padres estaban juntos! Y además, se abrazaban apasionadamente, algo que no habría podido soñar siquiera.
Lyra permanecía con los ojos muy abiertos y, en sus brazos, descansaba el cuerpo de Roger, inmóvil y tranquilo. Oyó que sus padres hablaban y que su madre decía:
–No lo permitirán…
Y que su padre respondía: -¿Que no lo permitirán? Nosotros hemos ido más allá de lo permitido, como niños. He hecho posible que todo aquel que quiera pueda atravesarlo. – ¡Lo impedirán! ¡Lo clausurarán y excomulgarán a cualquiera que lo intente!
–Son demasiados los que querrán intentarlo. No podrán impedírselo a todos. Esto significa el final de la Iglesia, Marisa, el final del Magisterio, el final de tantos siglos de oscurantismo.
Mira aquella luz de allí arriba, es el sol de otro mundo. ¿No notas el calor en tu piel?
–Son más fuertes que nadie, Asriel. Tú no sabes… -¿Que no sé? ¿Yo? Nadie sabe mejor que yo lo fuerte que es la Iglesia. Pero no es lo bastante fuerte para eso. De todos modos, el Polvo lo cambiará todo. No vamos a detenernos aquí. – ¿Eso es lo que quieres? ¿Que nos ahoguemos todos, que nos muramos en el pecado y la oscuridad? – ¡Quiero escapar, Marisa! Y ya lo he hecho. Mira, mira esas palmeras que se agitan junto a la orilla. ¿No notas el viento? ¡Viene de otro mundo! Que disfruten de él tus cabellos, tu rostro…
Lord Asriel retiró de la cabeza de la señora Coulter la capucha que la cubría y volvió su cabeza hacia el cielo mientras le peinaba los cabellos con los dedos. Lyra los observaba conteniendo la respiración, sin atreverse a mover un músculo.
La mujer se aferró a lord Asriel como si sintiera vértigo y sacudió la cabeza angustiada.
–No… no… están a punto de llegar, Asriel… saben hasta dónde he llegado yo…
–Entonces vente conmigo, vayámonos de este mundo.
–No me atrevo… -¿Cómo? ¿Que no te atreves? Tu hija vendría, tu hija es capaz de cualquier cosa, se avergonzaría de su madre.
–Entonces vete con ella y que os vaya bien. Es más tuya que mía, Asriel.
–No es verdad. Tú la llevaste dentro de ti, tú quisiste moldearla, tú entonces la querías.
–Pero era demasiado tosca, excesivamente testaruda. La dejé abandonada durante demasiado tiempo… ¿Dónde está ahora? Yo le seguía los pasos… -¿Todavía la quieres? Has querido retenerla dos veces y se te ha escapado las dos veces.
Yo, en su lugar, huiría corriendo y no pararía un momento de correr. Antes eso que darte una tercera oportunidad.
Las manos de él, que seguían aferrando su cabeza, se tensaron de pronto y la atrajeron para darle un beso apasionado. A Lyra le pareció que en aquel acto había más crueldad que amor y, al mirar a sus respectivos daimonions, lo que vio le pareció extraño: el irbis estaba tenso, acurrucado y con las zarpas hundidas en la carne del mono dorado, mientras el mono parecía distendido, feliz, como si se hubiera desmayado sobre la nieve.
La señora Coulter retrocedió orgullosamente, dio la impresión de que rechazaba el beso y dijo:
–No, Asriel… mi sitio está en este mundo, no en el otro… -¡Vente conmigo! – le dijo él en tono perentorio y apremiante-. ¡Ven y trabaja conmigo!
–Tú y yo no podríamos trabajar juntos. – ¿No? Tú y yo podríamos desmontar el universo, dejarlo reducido a piezas y volverlo a montar de nuevo, Marisa. Podríamos encontrar la fuente del Polvo y sofocarla para siempre. Y a ti te gustaría participar en esta gran obra, no me mientas. Miente sobre lo que quieras, miente sobre la junta de Oblación, miente sobre tus amantes… sí, estoy enterado de lo de Boreal y me importa un bledo… miente sobre la Iglesia, miente incluso sobre nuestra hija, pero no me mientas sobre lo que quieres de verdad…
Sus bocas se unieron con poderosa avidez. Sus daimonions entretanto jugaban a placer; el irbis se revolvió sobre el lomo y el mono hundió sus zarpas en el suave pelo de su cuello y el irbis profirió un profundo rugido de placer.
–Si no voy contigo, procurarás destruirme -dijo la señora Coulter, tratando de apartarse. – ¿Y por qué voy a destruirte? – respondió él con una carcajada, mientras la luz del otro mundo ya resplandecía en torno a su cabeza-. Ven conmigo, trabaja conmigo y yo me ocuparé de ti tanto si vives como si mueres. Si te quedas aquí, dejarás en seguida de interesarme. No te hagas ilusiones porque no pensaré en ti ni un solo momento. Quédate aquí y sigue haciendo maldades en este mundo o vente conmigo.
La señora Coulter titubeó un momento, cerró los ojos y se balanceó como si estuviera a punto de desmayarse, pero mantuvo el equilibrio y volvió a abrir los ojos. En ellos había una tristeza tan hermosa como infinita.
–No -respondió-, no.
Sus daimonions se habían vuelto a separar. Lord Asriel se agachó y hundió sus fuertes dedos en el espeso pelaje del irbis. Después se volvió y se alejó sin decir palabra. El mono dorado saltó en brazos de la señora Coulter al tiempo que profería leves ayes de tristeza mientras contemplaba al irbis que se alejaba. El rostro de la señora Coulter se había convertido en una máscara de lágrimas. Lyra las vio brillar y se dio cuenta de que eran de verdad.
A continuación su madre dio media vuelta y unos silenciosos sollozos sacudieron su cuerpo; después bajó la ladera de la montaña hasta que Lyra la perdió de vista.
Lyra la observó fríamente y después levantó los ojos al cielo.
Jamás en la vida había visto una bóveda tan maravillosa.
Aquella ciudad suspendida en el espacio estaba tan vacía y silenciosa que parecía acabada de crear, como a la espera de que alguien la ocupase. O quizás estaba dormida, esperando que alguien la despertase. El sol de aquel mundo se proyectaba en éste, haciendo que las manos de Lyra parecieran doradas, derritiendo el hielo de la capucha de piel de lobo que llevaba Roger, haciendo que sus pálidas mejillas se hicieran transparentes, brillando en sus ojos abiertos y sin vista.
Lyra se sentía desgarrada por la angustia. Y también por la rabia. De haber podido, habría matado a su padre. Le habría arrancado el corazón en aquel mismo instante por lo que le había hecho a Roger. Y también por lo que le había hecho a ella. La había engañado. ¿Cómo se había atrevido a hacer tal cosa?
Seguía agarrada al cuerpo de Roger. Pantalaimon le decía algo, pero ella estaba que echaba chispas y no le prestó atención hasta que él hundió sus zarpas de gato montés en el dorso de su mano. Entonces, parpadeando, Lyra le preguntó: -¿Qué pasa? ¿Qué pasa? – ¡El Polvo! – respondió él.
–Pero ¿se puede saber de qué estás hablando?
–Del Polvo. Quiere encontrar la fuente de donde sale el Polvo y destruirla, ¿no es verdad?
–Eso ha dicho.
–También la junta de Oblación y la Iglesia y Bolvangar y la señora Coulter y todos… todos quieren destruir el Polvo, ¿no es verdad?
–Sí… o por lo menos quieren impedir que afecte a las personas… ¿Por qué?
–Pues porque si ellos piensan que el Polvo es malo es porque debe de ser bueno.
Lyra no dijo nada. Notó una especie de hipo, que la excitación le hacía subir en el pecho.
Pantalaimon prosiguió:
–Todos les hemos oído hablar del Polvo, pero les da mucho miedo. ¿Sabes una cosa?
Nosotros creímos lo que nos decían, aunque veíamos que hacían algo reprobable, malo, erróneo… Creímos que el Polvo era malo porque ellos eran personas adultas y nos dijeron que así era. Pero ¿y si no fuera así? ¿Qué pasaría si…?
Lyra, sin aliento, acabó la frase:
–Sí. ¿Y si fuera bueno?
Lyra lo miró y vio sus verdes ojos de gato montés encendidos por el fuego de su propia excitación que sentía ella. Estaba como mareada, como si debajo de sus pies girara el mundo entero. ¿Y si el Polvo fuera algo bueno…? Si fuera una cosa que mereciera la pena buscar, poseer, apreciar… -¡Pues entonces también nosotros tendríamos que buscarlo, Pan! – exclamó Lyra.
Pantalaimon no deseaba oír otra cosa.
–Podríamos encontrarlo antes que ella -prosiguió él- y… La enormidad de aquella tarea los hizo callar. Lyra levantó los ojos al cielo encendido. Se dio cuenta entonces de lo pequeños que eran, ella y su daimonion, comparados con la majestad y la inmensidad del universo, así como de lo poco que sabían si lo comparaban con los profundos misterios que planeaban sobre ellos.
–Nosotros podríamos… -siguió insistiendo Pantalaimon-. Por algo hemos venido hasta aquí, ¿no te parece?
Nosotros conseguiríamos hacerlo.
–Pero estaríamos solos. Iorek Byrnison no podría seguirnos ni ayudarnos. Ni tampoco Farder Coram ni Serafina Pekkala ni Lee Scoresby, ¡nadie!
–Tú y yo solos. ¡No importa! De todos modos, no estamos solos. No como…
Lyra sabía qué quería decir: no como Tony Makarios, no como aquellos desgraciados daimonions de Bolvangar, porque nosotros seguimos siendo un solo ser, los dos formamos una sola criatura.
–Y además tenemos el aletiómetro -dijo Lyra-. Sí, ahora me doy cuenta de cuál es el camino que debemos seguir Pan. Subiremos allá arriba y buscaremos el Polvo y, cuando lo encontremos, sabremos qué tenemos que hacer.
Seguía sosteniendo entre sus brazos el cuerpo de Roger, que depositó con sumo cuidado en el suelo.
–Y entonces lo haremos -concluyó.
Dio media vuelta. Detrás de ellos había dolor, muerte, miedo; delante estaba la duda, el peligro, insondables misterios. Pero no estaban solos. Así pues, Lyra y su daimonion se apartaron del mundo donde habían nacido, miraron hacia el sol y echaron a andar en dirección al cielo.
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20/06/2008
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