Capítulo 20
La fiesta
Cuando jade, acompañada de Jakub, recorrió la plaza de la Iglesia en dirección a palacio, se dio cuenta de que la situación de los presos había empeorado. Al menos, la nubes de lluvia, suspendidas sobre la ciudad bajo el cielo vespertino de color celeste, aliviaban un poco de calor. Con todo, muchos gritaban de sed y otros yacían, inmóviles, en las jaulas. Jade y Jakub aminoraron el paso de modo involuntario, y ella observó que su padre intentara encontrar la jaula de Lilinn. Ella no lo vio, pero se dijo que tal vez fuera porque estaba demasiado lejos.
—Venga, sigamos —le ordenó con energía. Jakub tragó saliva y se apresuró.
Las calles frente al recinto palaciego parecían barridas de gente. Jade echó un vistazo de soslayo a los postigos dispuestos en barricada de las ventanas y se preguntó si los rebeldes la estarían observando. El vestido de color azul grisáceo que había desempolvado crujía a cada paso. Llevaba recogido el cabello, atado a la nuca con una cinta de seda. Ninguno de los cinturones que tenía le había parecido adecuado para una ocasión festiva, así que había cortado sin más un ribete de color lila de una cortina. Sintió de nuevo un cosquilleo incómodo en la nuca al imaginarse los cañones de fusil siguiéndolos a cada paso como perros guardianes. Por favor, ahora no —rogó en silencio—. Por favor, que no sea en las próximas horas. Que los rebeldes aguarden el tiempo suficiente para atacar.
Había además otra cosa que la preocupaba: en las pocas horas de sueño inquieto que había tenido, no había recibido ninguna llamada del príncipe.
—Pon una cara más alegre —le advirtió Jakub—. No vamos al patíbulo, sino que nos sentimos honrados por poder traicionar a nuestra cocinera y a sus secuaces, ¿o acaso lo has olvidado?
Jade sonrió con nerviosismo y asintió. Su aplomo era un consuelo para ella. Tenía que admitir que se sentía infinitamente orgullosa de Jakub. Se había afeitado e iba vestido con su casaca de terciopelo azul y pantalones claros. A los ojos de Jade, tenía la apariencia de un rey, y manifestaba una confianza en sí mismo que la tenía asombrada.
El muro liso del palacio surgió amenazador ante ellos. Una hilera de centinelas les cerraba el paso al interior. Jakub, sin vacilar, se acercó al primer soldado de la puerta y le mostró su autorización con el sello de lirio.
—Jakub Livonius —dijo tranquilamente—. A mi hija y a mí nos esperan en el palacio.
El centinela rompió el sello y escrutó durante tanto tiempo el rostro de Jade que a ella le pareció que su sonrisa amable pasaba a ser una mascara rígida.
—¡Registrarlos! —atronó el centinela.
Dos hombres dieron un paso al frente y palparon a Jade y a Jakub en busca de armas. Llegaron a registrar la falda de jade, hurgando incluso en el dobladillo por si llevaba algún objeto cosido en él. Jade contaba con todo aquello, pero cuando un centinela le manoseó el pelo, se tuvo que dominar para permanecer quieta y con la boca cerrada. Se estremeció al pensar que había llegado a considerar la posibilidad de llevar un fragmento de cristal consigo.
—¡Adelante! —gritó el centinela.
La primera sorpresa fue la Puerta Dorada. Vista de cerca, no era dorada, sino de un color amarillo deslucido. Parecía esperarlos con una sonrisa de barrotes muy apretados, y Jade se sintió sobrecogida cuando pasó por ella y entró en el pequeño y sombreado patio interior, escalera, salas de audiencia… mientras avanzaba junto a Jakub, iba repitiendo mentalmente la letanía que se había aprendido de memoria horas antes.
Había también otra cosa que le preocupaba, a pesar de que hasta el momento había conseguido alejarla de su cabeza: ojalá Faun estuviera en el palacio. La idea de que le pudiera ocurrir algo le hacia sentir inquieta y nerviosa. ¡El príncipe! se amonestó. Piensa sólo en el príncipe. Se concentró en aguzar el oído, percibir su llamada, y al momento se tranquilizó.
El recinto palaciego era otro mundo. Dentro del patio pequeño que atravesaban entonces, incluso los ruidos parecían distintos. Fuera, en el mercado, todas las palabras resonaban con claridad, mientras que allí, en cambio, todo se oía suave y apagado. Tras las ventanas tapadas con cortinas, Jade solo podía adivinar movimientos. Se veían arcadas y galerías de piedra que conducían a los salones de fiesta.
—Así era antes todo el palacio —musitó Jakub—. Detrás de las arcadas del gran patio interior están los salones antiguos.
Jade inclinó la cabeza hacia atrás y contó cinco plantas. En algún lugar detrás de aquellos muros estaba el príncipe, aunque, al ver las enormes dimensiones del edificio, se desanimó. ¿Habrá agua suficiente? ¿Y si Martyn y Arif no lo consiguen?
Jakub mostró de nuevo su autorización ante una puerta estrecha; allí les permitieron pasar y les hicieron esperar. Al fin asomó un criado anciano que les invitó a seguirlo.
Jade creía que oiría música o voces, pero en el palacio reinaba un silencio sepulcral. No había ascensores, y los pasos retumbaban por la escalera. Los pasadizos eran largos y grises, y no había nada fastuoso. Todo era mate y sin brillo; las paredes y suelos, en otros tiempos resplandecientes, estaban deslustrados; los techos habían sido pintados de negro, y los visillos que cubrían las ventanas eran de color blanquecino.
—Esperad aquí —dijo el criado señalando una gran puerta de dos hojas.
Jakub asintió, y el hombre desapareció apresuradamente. Las paredes absorbieron con rapidez el ruido de sus pasos. Jade cerró los ojos. Ninguna señal. No oía ni sentía nada. Mentalmente vio avanzar su reloj y se puso nerviosa. Además, aquel silencio espeso a su alrededor agravaba su desazón. Como si hubiera esperado a que tuviera un momento de tranquilidad, sus temores asomaron de pronto entonando una letanía desacompasada de todas las catástrofes posibles.
—¿Y si nos llaman a consulta a los dos? —musitó Jade.
—Sería la primera vez —repuso Jakub—. Como me conocen, seguro que me dejan entrar. Intentaré entretenerlos al menos durante media hora. Pero no tenemos más tiempo. Solo podemos rezar para que Arif y Martyn lo consigan. —Su voz trasmitió a Jade su inquietud. Él miró con cautela a su alrededor y se inclinó tanto hacia Jade que ella notó su aliento en la oreja—. Atiende bien. ¿De verdad está aquí? ¿Te llama?
Jade se mordió los labios.
—No lo sé —respondió con vaguedad.
Iba a decirle más cosas, pero Jakub le hizo un gesto de advertencia y posó el dedo índice en sus labios. Ella entonces oyó algo: pisadas firmes de botas dando rítmicamente contra el suelo.
Eran cuatro lores seguidos por un grupo de cazadores. Avanzaban por el pasadizo como un cortejo fúnebre, aunque su ritmo era demasiado rápido para serlo. Sus vestimentas negras apenas destacaban de las paredes; únicamente sus caras eran tan luminosas que parecían antifaces. Con todo, la Lady, que iba en el centro, era la única que llevaba máscara de verdad.
Jade sintió de pronto que las piernas le flaqueaban.
Había visto en innumerables ocasiones a la lady en sus pesadillas y también, de lejos, en su nave dorada. Su apariencia entonces había sido majestuosa y temible; por eso la sorprendió encontrase con una mujer esbelta con el paso flexible y rápido de una cazadora. La cabellera rojiza le caía sobre su ropaje negro enmarcando así su antifaz de hierro.
—Media hora —le dijo Jakub con un murmullo.
Se estrecharon las manos un segundo para darse ánimos y luego se soltaron. Jakub se inclinó, y Jade hizo la reverencia que aquella misma tarde había practicado con Jakub. Entre su escolta de lores, la soberana pasó como una exhalación ante ellos sin siquiera dirigirles una mirada. Cuando jade bajó la cabeza en actitud de humildad, observó que la Lady llevaba incluso guantes negros. Su vestidura no permitía entrever ni una pizca de su piel. La mano negra levantó de pronto en alto, y el sequito se detuvo al instante.
—¡Alzaos! —ordenó un lord.
Jade se incorporó titubeante y se quedó petrificaba. La Lady la miraba de hito en hito, lúgubre como el cuarzo ahumado, y con una mirada tan penetrante y nítida como una piedra preciosa. Jade sintió un escalofrío que le recorría la espalda.
—¡Jakub! —dijo la Lady—. De todos mis delatores, el más entretenido.
Tenía una voz melodiosa y sonora, y casi parecía que sonreía detrás de la máscara. En el aire pareció que retumbaba un tono sordo; a Jade se le erizaron todos los pelos. De pronto tuvo la impresión de que la Lady se alzaba ente ellos, y que un aura de oscuridad cegadora atraía hacia sí toda palabra y ruido. ¿Por qué detrás de la máscara su voz no suena más sorda y menos nítida?, se preguntó Jade, intrigada.
Si Jakub sentía algún miedo, no lo dejó entrever.
—Milady —dijo volviéndose a inclinar—. Os agradezco el honor de poder hablaros.
La Lady volvió la cabeza de golpe. Sus ojos fríos y grises se volvieron a clavar en Jade. A ella, el corazón le dio un vuelco. Durante un segundo tuvo la certeza de que primero la convocarían a ella a la Sala de Audiencias. Pero entonces la Lady apartó la vista. La mano negra hizo una indicación, apenas perceptible, a un lord.
—Síguenos —ordenó él y, volviéndose a Jade añadió—: Solo él; tú no.
Jakub le dirigió una mirada autoritaria, y Jade, obediente, hizo de nuevo una reverencia y murmuró: - Encantada, milord.
Tal como Jakub la había recomendado encarecidamente, se quedó quieta en esa posición y con la cabeza agachada. Aguantar tanto rato inmóvil puso a prueba el temple de Jade, puesto que la inquietud la hacía temblar. Las puertas de doble hoja tardaron una eternidad en cerrarse. Apenas se oyó el cerrojo, se incorporó y corrió hasta el final del corredor. Se detuvo en aquel cruce de pasadizos y aguzó el oído. El silencio la exasperaba. ¿Y si, pese a todo, se había equivocado? Al cabo de otros cinco minutos no pudo aguantar más. ¿Dónde me ocultaría yo?, se preguntó. ¿Tal vez en la antigua sala del trono? En cualquier caso, tenía que ser en alguna sala en la que hubiera vivido antes. Dibujó en su mente el plano que había memorizado y visualizó rápidamente el recorrido. Todavía quedaban cuatros pasillos para llegar al edificio del patio interior de mármol que constituía el núcleo del palacio. Ver los pasadizos esbozados en el plano de Jakub era una cosa, pero tener que recorrerlos era otra muy distinta. Al llegar al segundo, estaba jadeando. Se detuvo y empleó todos sus sentidos para intentar captar cualquier vibración, pero la llamada del príncipe había enmudecido, como si nunca hubiera existido.
¿Por dónde andas?, susurró. A pesar de que no había topado aun con nadie, oyó voces y risas, e incluso música. El vocerío aumentó y notó que algo vibraba cerca de ella. ¡Eran los invitados de una fiesta! Buscó frenéticamente otras alternativa, se recogió la falda y dobló la esquina corriendo. Cuando la puerta que tenía al lado se abrió, supo que la acústica de aquel extraño edifico le había gastado una mala pasada. Las risas se colaron en el silencio del pasillo, y un grupo de personas enmascaradas salió atropelladamente de una sala. La seda mate y deslustrada crujió. Una dama noble gritó cuando chocó contra Jade y dio un traspié. Jade retrocedió y quiso huir, pero era demasiado tarde. Un brazo la tenía firmemente agarrada por la cintura.
—¿A quién tenemos aquí? ¡Pero si es la flor azul de mis deseos!
Un aliento que apestaba a ceniza y a vino le dio en la cara mientras el enmascarado se reía a carcajadas de su propia gracia. Al ver el modo en que su acompañante secundaba su gracia, Jade supo que aquel era el señor.
—¿Por qué no estás aun en la fiesta?
El hombre hizo girar a Jade cómo si estuvieran bailando, y la soltó en medio del impulso. Otro hombre la agarró.
—¡Déjala, Davan! —dijo en tono desabrido.
¡Davan! El enmascarado era un lord. Jade lo había visto a menudo de lejos, sentado en su carroza. Entonces, a pesar de la máscara, reconoció su figura achaparrada y el pelo corto, oscuro y suntuoso como la piel de una nutria.
Como ella no había respondido, la amabilidad del lord se desvaneció de inmediato.
—¡Exijo una respuesta! —rezongó.
—No he sido invitada, milord —respondió Jade tan sumisa como pudo—. Espero a mi padre, que tiene audiencia…
—En tal caso, ahora será tu padre el que te espere a ti —exclamó el lord—. Traedla. Quiero verla bailar.
Jade estuvo a punto de soltar una maldición, pero no tenía otra opción. Al instante se vio rodeada y jalada por el grupo. Unas manos la asieron y la empujaron sin delicadeza alguna, mientras las damas nobles se burlaban de su vestido y le tiraban del cinturón. Jade miró al hombre que la había agarrado y, para su sorpresa, reconoció en él a otro lord. Recordó que se llamaba Lomar. Apenas se dejaba ver en la ciudad, pero, como había perdido un ojo en una lucha de espadas contra la Lady, todo el mundo lo conocía. En aquel grupo embriagado y divertido, era el único que se mantenía circunspecto y prudente.
Jade era conducida en la dirección equivocada y, por lo menos, a dos pasillos de los salones antiguos. Su pensamiento bullía. Tenía que buscar el momento oportuno y huir. La música sonaba: unas flautas agudas y casi estridentes, y unos timbales sordos. Al instante siguiente, Jade se vio empujada al interior de una sala muy iluminada. Las velas estaban encendidas, pero en las largas mesas del banquete había también lámparas de vidrio mateado. El ambiente olía a azafrán, miel y carne asada, y, con todo, el banquete resultaba extraño. Las bandejas eran de plata, esmeradamente deslustradas, no brillaban, y ninguna copa de vino refulgía bajo la luz de las velas.
—Bueno, florecilla —atronó lord Davan riéndose—. Aquí es donde vas a bailar.
Jade miró a su alrededor. Notó que la brisa de la tarde le refrescaba las mejillas ardientes y entrevió unas ventanas altas y unas puertas de doble hoja sin cristal. Aquello explicaba por qué la sala parecía tan vacía a primera vista: los invitados se encontraban fuera, en el pasadizo de la galería. En medio de todo aquel caos, vislumbró una posibilidad.
—¡Eh! —gritó lord Davan a uno de los criados—. ¡Más vino!
El líquido oscuro se derramó fresco sobre la piel de Jade cuando uno de los nobles le puso en la mano una copa sin ninguna delicadeza. El lord se la quedó mirando muy fijamente, y a ella no le quedó más remedio que obedecer. ¿Cuánto tiempo le quedaba hasta que Martyn lograra abrir las esclusas? ¿Quince minutos? ¿Veinte, acaso? El temor por Martyn le hizo un nudo en el estomago; rápidamente se puso la copa en los labios y tomó un trago. El poso de ceniza tenía un sabor seco y algo amargo, y el vino se le quedó prendido en la lengua como un aceite pesado y dulce. El aroma a incienso y frambuesas trepó hasta su nariz.
—¿Qué fiesta es ésta, milord? —preguntó en voz alta.
Todos la miraron asombrados, y el lord se atragantó. Entonces recordó la advertencia de Jakub. Tuvo la certeza de que, a continuación, el lord la haría arrestar, pero este se echó a reír a carcajadas, como si aquello fuera una ocurrencia muy buena.
—¡Y encima, indiscreta! Ven, echa un vistazo a la fiesta que estamos celebrando.
Jade pasó ante el lord al pasadizo de la galería e, inmediatamente, buscó una vía de escape. El lugar estaba abarrotado de gente que se agolpaba en la balaustrada de piedra mirando el patio interior. Eran demasiados para abrirse paso sin llamar la atención.
Lord Davan agarró a Jade por la muñeca y la llevó hasta la barandilla. Los nobles le abrieron paso con respeto.
—Ahí abajo —dijo entonces él con los ojos encendidos— se celebra la Fiesta de la Venganza.
Jade siguió su mirada y se quedó petrificada. Unas antorchas iluminaban el patio. Los papagayos estaban posados en unos postes de un metro de altura, como si fueran flores decorativas de colores, y erizaban nerviosos el plumaje. Allí, los rugidos de los leones y los gruñidos y bufidos de las panteras de las nieves sonaban con tal intensidad que Jade sintió nauseas. Con todo, lo peor eran las jaulas. Había cinco. Y en su interior, los presos se apretaban contra las rejas. Fue entonces cuando Jade se dio cuenta de por qué no había visto la jaula de Lilinn en la iglesia. Su cabellera rubia brillaba bajo la luz de las antorchas.
—Esto es la arena. —Lord Davan señaló con un gesto todo el patio—. Y ahí abajo los asesinos van a recibir lo que merecen. Morir de sed habría sido demasiado poco para ellos. Quien mata como una bestia, merece morir a manos de otra.
Jade tuvo que apartar la vista de las jaulas. Entonces reparó en los nobles que había de pie en la galería del lado opuesto.
Solo había uno que no llevaba mascara. Y no miraba la arena sino que, incrédulo, tenía la vista clavada en Jade. De pronto tuvo la impresión de estar precipitándose sin remedio en la boca de un abismo.
¡Faun!
Había perdido peso, estaba más delgado, y eso no hacía más que destacar su sobria belleza. Durante un largo y mágico instante, sus miradas se encontraron por encima del patio. Jade notó como si tocara a la vez fuego y hielo: desesperación, amor, preocupación… y la decisión estratégica y controlada de actuar a toda costa.
La voz del lord Davan la devolvió súbitamente a la realidad:
—¡Ya podéis rezar, asesinos! —vociferó él hacia el patio—. ¡Estos son vuestros últimos minutos de vida!
Jade retrocedió, vacilante, y tomó aire. Lord Davan se inclinó por encima de la balaustrada buscando con la vista los animales de presa. Jade aprovechó la distracción, se giró y se precipitó de nuevo hacia el interior del salón. Mientras corría, agarró un cuchillo de la mesa y se dirigió hacia la puerta. Primero pensó que el grito que acababa de oír a su espalda era por las bestias, pero entonces sonó el primer disparo.
Jade iba ya a cruzar la puerta a toda prisa cuando una escolta de cazadores entró precipitadamente en la sala. Las manchas de hollín en la piel de aquella tropa les daban una apariencia demoníaca. El olor a cuero quemado recorrió la estancia. Jade tragó saliva. Tania había atacado. Cuando Moira la vio, sus ojos grises se abrieron de asombro; sin embargo, la cazadora no vaciló ni un instante y atravesó la sala pasando por delante de ella.
—¡Un traidor en las propias filas! —gritó a los lores—. Los rebeldes penetraron en el palacio por la casa de las fieras. ¡Apartaos de la galería!
En aquel instante se oyó el segundo disparo. El grupo de invitados enmudeció y retrocedió. Solo uno de los nobles, que llevaba una máscara de zorro, permaneció en su sitio. Se volvió lentamente hacia Moira y entonces se agarró el pecho. La sangre tiñó los dedos. Abrió la boca como si fuera a decir algo, luego cayó al suelo. Desde la arena, un grito se elevó por encima de los rugidos de los leones. Entonces se hizo el caos. Los nobles retrocedieron hacia el interior de la sala, y los cazadores y los centinelas fueron desde el pasillo a la galería.
—¡Al suelo!
Moira propinó un golpe a Jade. Esta se puso a cubierto, se arrastró hasta una de las mesas del festín y desde allí se dirigió hacia una de las puertas laterales más estrechas que daban a la galería.
Su mano entonces tocó algo húmedo y se sobresaltó. ¿Vino derramado? Jade se miró la mano y estuvo a punto de gritar de alivio. ¡Martyn lo había conseguido! Levantó la cabeza. En efecto: al agua brotaba por una de las paredes y se deslizaba por el suelo. Aunque las otras tres paredes todavía estaban secas, también allí el liquido estaba empezando a llegar, dibujando primero un borde dentado oscuro, una mancha en la piedra, como si unos dedos negros atravesaran los resquicios entre el techo y la pared para palpar la sala. Los dedos se fueron alargando cada vez más hasta que se convirtieron en chorros. Así que aquellas habían sido las fuentes de los reyes: unas paredes echas de agua donde ellos se podían reflejar. Estuvo a punto de echarse a reír de lo simple que era la solución.
Sin embargo, en ese mismo instante, un ruido estridente y metálico le atravesó los oídos. ¡Es la llamada!, se dijo. Un movimiento la sobresaltó y no pudo más que sonreír. Era Amber que, con el aspecto de Jade, sonreía y le señalaba los salones antiguos.
—¡Gracias! —susurró Jade.
Al momento, una detonación sorda sacudió el suelo. En algún lugar del palacio se había producido una explosión. El polvo se coló por debajo de la puerta. Jade se incorporó y corrió agachada hacia la galería. Aunque posiblemente tendría que encaramarse, aquella era su única salida.
En la galería nadie había reparado en la explosión, y la lucha era enconada. Jade dio un paso atrás cuando un rebelde se encaramó por la barandilla y disparó de cerca a un cazador. El hombre cayó contra la balaustrada amarrándose el costado. En un segundo, el color abandonó su rostro contrito, pero, aun así, consiguió mantenerse en pie. Al momento siguiente, el rebelde gritó y levantó los brazos. La pistola le cayó de las manos y se deslizó por el suelo hasta caer en frente a los pies de Jade. Acto seguido, el rebelde se precipitó de nuevo a la arena. Moira bajó el arma. Jade tomó con decisión la pistola y se abalanzó hacia la balaustrada. Vio que en ese momento Moira se lanzaba hacia delante para apartar el cazador herido de la línea de tiro; sin embargo, lord Davan se le adelantó y, riéndose, empujó sin más al cazador por la barandilla ante la mirada atónita de Moira. El gritó de estupor del hombre el caer estremeció a Jade. Súbitamente calló.
—¡Nada de perdedores! —masculló lord Davan—. Lucharemos hasta el último cazador.
Los disparos resonaron en los oídos de Jade cuando se encaramó a la barandilla y trepó hasta la sala siguiente. Debajo de ella, la arena era un hervidero. Jade contempló los anclajes hechos con ganchos de carne que sostenían las cuerdas de las galerías. Los rebeldes, como piratas al abordaje, trepaban con agilidad siniestra. Tania estaba en lo cierto. Tal vez eran poco más de trescientos, pero luchaban con todo lo que tenían: cuchillos, armas, espadas e incluso flechas. Sin embargo, por numerosos y resueltos que fueran, estaban en franca desventaja respecto a las patrullas que avanzaban.
De pronto, cerca de Jade asomó un rostro conocido. La rebelde rezongó mientras saltaba por la barandilla con expresión resuelta. No se daba cuenta de que un cazador la había descubierto. Luego todo ocurrió muy rápidamente. Jade apoyó la pierna derecha entre las columnas de la balaustrada de piedra. Con la mano que le quedaba desocupada, sacó el cuchillo del cinturón, lo lanzó con todas sus fuerzas y afortunadamente dio en el blanco. El cazador se dobló hacia un lado con el filo clavado en el brazo. El disparo retumbó.
—¡Nell! —bramó jade—. ¡Aquí!
La rebelde abrió la boca de asombro al ver a Jade, pero reaccionó con agilidad sorprendente y le agarró de la mano. Con todas sus fuerzas, ayudó a Jade a pasar por encima de la balaustrada y juntas corrieron los últimos metros hasta llegar a la siguiente sala.
—¡Es una de ellos! —oyó que gritaba lord Davan.
Las balas silbaron cerca de la oreja, les cayeron encima varios cascotes, y una bala desgarró la falda de Jade, un dolor intenso la atravesó el hombro entonces se arrojó al suelo con Nell y ambas se arrastraron fuera de la línea de tiro pasando por encima de un charco.
—¿Te ha dado? —gritó Nell.
Aunque a Jade le ardía el hombro, apretó los dientes y negó con la cabeza.
—¡Vamos, ven conmigo! —rezongó Jade poniéndose en pie. Nell calló y obedeció.
—¡Llamad al buscador! —ordenó una voz siniestra de mujer que recorrió como un escalofrío la espalda de Jade. ¡Era la Lady!
Mientras corría, intercambió una mirada nerviosa con Nell. Luego, ambas redoblaron sus esfuerzos. El agua les salpicaba conforme avanzaban a toda velocidad por los pasillos inundados. Jade oyó disparos, gritos y el ruido de cristales rotos.
Detrás de los visillos relampagueaban luces, acaso el fogueo de armas. O… tal vez era el chisporroteo de las llamas. ¿Acaso los rebeldes habían prendido fuego al palacio?
—¡Están allí! —bramó lord Davan.
Jade agarró por la muñeca a Nell, que jadeaba, y la atrajo hacia sí. A una velocidad de vértigo, doblaron la esquina y entraron en el pasillo siguiente. ¡Por lo menos, una pausa breve para tomar aire! A continuación, otra explosión hizo trastabillar a Jade. La onda expansiva rizó las aguas.
—Dime, ¿qué demonios pretendéis? —masculló a Nell.
La rebelde la miró con espanto.
—El maestro artillero está de nuestro lado. Tania quería acceder por las murallas. La casa de las fieras solo ha sido una maniobra de distracción.
¿Y tú eres la cabeza de turco de Tania?, estuvo a punto de añadir Jade con enfado.
El pasillo estaba vacío y solo de oía un chapoteo. Agua contra la piedra tosca. Creció, se aproximó, prosiguió por las paredes y finalmente ocupó toda la sala.
—¡Por allí! —musitó Nell señalando una puerta amplia. Jade repasó mentalmente el plano del palacio y asintió. ¡Era la antigua Sala del Trono!
Las dos echaron a correr. Llegaron justo a tiempo. Lo ultimo que logró entrever por la rendija de la puerta, antes de que ella y Nell la cerraran con un estruendo atronador y la bloquearan con una aldaba de madera, fue un grupo de cazadores y lores corriendo. La puerta eran tan gruesa que apenas vibraba bajo las patadas de rabia de recibía.
Jade se dio la vuelta y miró a su alrededor. El agua brotaba de la pared y se extendía por el suelo como una superficie reflectante. Las cortinas se henchían por la presencia del líquido frío en aquel aire calido de verano.
Sin embargo, había algo que no encajaba. El agua del Wila fluía por las salas, pero seguía sin ocurrir nada. Jade miró al suelo sin saber que hacer y no encontró ninguna imagen, ningún eco, ningún reflejo. Ni siquiera Amber estaba allí; en su lugar, solo vio una Jade pálida que le resultaba terriblemente desconocida.
La puerta se sacudía con más fuerza.
—¿Dónde estás? —gritó Jade.
El hombro le dolía y de pronto se sintió tan débil y desanimada que cayó de rodillas al suelo. Cerró los ojos y aguzó el oído. En aquella sala, los tiros sonaban amortiguados.
—Van a entrar —dijo Nell con voz aguda a causa del espanto—. Vamos, sigamos. Allí delante hay otra puerta.
—Chissst —susurró Jade.
Percibió bajo las aguas apenas un murmullo. Notó también una sacudida en el pecho, aunque supo que no era una llamada. Jade torció el rostro, se puso en pie y avanzó a tientas hacia un lado con los ojos cerrados. Allí, la sacudida era más intensa, como una punzada de aguja en la sien; gimió y apartó la cabeza. Luego notó un suave zarandeo en los hombros y en las piernas, como si estuviera nadando en el Wila y se dejara llevar por la corriente. Jade se resistió, aturdida, pero al fin cedió y se dejó guiar por esa sensación. ¡Tenía que salir de la Sala del Trono!
Jade dio un traspillé y estuvo a punto estuvo de perder el equilibrio. Apenas oyó cómo Nell cerraba la segunda puerta detrás de ellas y la intentaba persuadir de alguna cosa. Avanzaba con los párpados firmemente apretados, cada vez más rápido, y de golpe estuvo situada en el centro de un remolino invisible. Esperaba encontrarse con un eco y abrió los ojos, pero tuvo una decepción. No había más que un pasillo amplio, y resultaba evidente que había dejado de utilizarse. A sus lados se apilaban columnas doradas, postes de madera y restos de muebles cortados para ser quemados. En un rincón había un montón desordenado de hurgones y pinzas ricamente forjados. Con todo, del Príncipe no había ni rastro.
Jade levantó la mirada con estupor. Una gota gélida fue a caerle en la frente. Y luego otra. Parpadeó y miró con atención. En el techo había un arco de ropa que colgaba. El tejido se había empapado. Era evidente que el techo había sido cubierto con una tela oscura.
Tras comprobar la sujeción de las cortinas, Jade se ajustó el dobladillo de la falda en el cinturón para liberar las piernas, agarró la tela de las cortinas, la retorció y formó un bulto a modo de cuerda.
—¡Pero ¿qué pretendes?! —gritó Nell.
—¡Vigila la puerta! —exclamó Jade quitándose la pistola del cinturón y lanzándosela a la rebelde.
Entonces empezó a trepar. Tomó aire: el hombro le dolía endiabladamente, eso no la detuvo y fue arpándose hacia arriba hasta llegar cerca del techo. Se agarró fuertemente con las piernas a aquella cuerda improvisada y extendió la mano hacia la tela del techo, que se le escapó entre los dedos. Jade renegó. Los golpes contra la puerta al final del pasillo cada vez eran más fuertes y la madera oscilaba y crujía.
—¡Jade! —gritó Nell—. ¡Sea lo que sea que estés haciendo, apresúrate!
Jade tragó saliva. Se dejó resbalar un poco hacia abajo y luego tomó impulso para apartarse tanto como pudo de la pared. A continuación, se agarró con las manos al tejido con toda la fuerza de la que fue capaz. Dos uñas se le rompieron y luego su propio peso la llevó hacia abajo. La cuerda de tela osciló atrás sin ella, volteó sobre sí misma y se abrió como una bailarina graciosa. Por unos instantes, Jade quedó suspendida, debatiéndose desesperada mientras la tela se extendía y sus dedos amenazaban con soltarse. Apretó los dientes con fuerza e, impulsándose aún con las piernas, el tejido por fin se rasgó con un chasquido. El agua gélida del Wila la empapó, penetró en su nariz y su sabor amargo le empapó la lengua. Agarrada al jirón roto, descendió con tal rapidez al suelo que tuvo que gritar. Oyó el gemido de espanto de Nell, y al final el impacto la dejó sin aliento. Llegó al suelo dolorida, se dio la vuelta y se quedó de espaldas, justo al lado de un montón de leña. Unas olas le lamían los hombros y le acariciaban el pelo.
Sobre ella oscilaba un cielo de piedra que refulgía a través de la amplia hendidura de ropa. Sonrió sin ganas. Los reyes Tandraj eran unos soberanos vanidosos. Lo que aquel pedazo de ropa ocultaba era un fresco en el techo. En él se veían unas nubes henchidas y brillantes de color plata. La cinta verde del Wila atravesaba longitudinalmente toda la escena. Y en el centro de la corriente, sentados en unos tronos hechos de flores de loto y madera flotante, había dos hombres coronados.
No. En realidad no eran hombres, sino unas siluetas semejantes a los humanos y muy luminosas. Ecos.
—Tandraj —susurró Jade.
En otro trono, los futuros reyes se cogían de las manos: eran unos gemelos de apenas un año de edad. El artista había dado a todos los personajes unos ojos de oro brillante y pulido. El tiempo había desgastado la pintura. La imagen del príncipe de la derecha estaba ajada y solo parecía una copia sin vida. En cambio, a Jade le pareció que el príncipe de la izquierda la miraba con sus ojos dorados.
Aturdida, se puso en pie. El agua le resbalaba por el cabello como un torrente. La imagen reflejada de la pintura osciló en el suelo hasta quedar quieta. En ocasiones, los gemelos ecos parecían sonreír con el vaivén del agua mientras que en otras miraban furiosos. Entonces el reflejo se detuvo. No pasó nada, pero todo cambió. El aire se volvió más blando y más espeso. Ocurrió una especie de inhalación invertida, que de pronto parecía aspirarlo todo y vaciarse el pecho. El agua se detuvo como si estuviera helada. Por un instante, todo quedó en calma. Hubo un suspiro de alivio.
Y empezó.