Capítulo 11
Al otro lado del río
Faun tampoco había mentido en esta ocasión. La primera vez que lo volvió a encontrar en casa le pareció tener delante a un desconocido. Su expresión era tan hostil que incluso Lilinn frunció el entrecejo. ¿Y si se había enfadado por Martyn? Jade decidió no darle más vueltas y mostrarse igualmente distante. Sin embargo, ese día, acaso por azar o porque se atraían como dos imanes, se vieron varias veces. A pesar de ser un juego peligroso, Jade no pudo más que dirigirle en una ocasión una mirada fría y desafiante.
De pronto, Faun dejó de saber fingir bien su indiferencia hacia ella. Jade se dio cuenta de lo bien que Martyn la conocía. «Tú siempre quieres lo que no puedes tener».
Quería tener a Faun, anhelaba su olor y sus labios y, contra todo dictado del sentido común, ansiaba volver a verlo.
Horas más tarde, al pasar ella junto al ascensor en la primera planta, se sintió de pronto envuelta en sus brazos y se abandonó a un beso robado.
—¿Qué tienes tú con ese tipo del bote que te manoseaba? —le susurró Faun en tono poco cordial.
—No es «ese tipo». Es mi mejor amigo. Y tampoco me ha «manoseado».
Los ojos de Faun despedían un destello frío y su abrazo apenas le permitía respirar.
—Pues no lo parecía…
—¿Acaso estás celoso?
—Tremendamente —respondió él con una sinceridad apasionada.
Entonces se oyó un portazo y ambos se separaron de inmediato y, sin decirse nada más, regresaron a sus mundos y se perdieron durante el resto del día.
Aquel era un tiempo de secretos. Incluso los espíritus del Larimar se habían arrinconado y permanecían callados. El propio ascensor estaba en silencio desde que Tam recorría la ciudad cada vez más a menudo. A menudo, había unos cazadores que aguardaban frente al hotel para recogerlo. Moira encabezaba la escolta.
Faun le había devuelto la casaca moteada y Jade se sentía mal cada vez que recordaba cómo él la había empleado para mantener en jaque a las urracas azules. Lo que no habría admitido jamás era que también se sentía mal cada vez que observaba desde la ventana la familiaridad con que Faun y Moira se sonreían en cuanto él abandonaba el edificio.
Jade recorrió varias veces el puerto y la orilla del río con la esperanza de ver a Martyn, aunque sabía que no tenía ningún sentido hablarle de Faun. Por lo menos, no por el momento.
A pesar de que había creído que le iba a costar mucho fingir indiferencia durante todo el día, resultó, para su propio asombro, que le resultaba mucho más fácil que a Faun. A menudo, si se encontraban en la cocina, ella no podía resistir la tentación de ladear la cabeza y apartarse como de paso la cabellera de la nuca. Y tenía que esforzarse mucho para disimular una sonrisa maliciosa al observar por el rabillo del ojo que, al ver aquel gesto tan familiar, Faun se atribulaba y se ponía nervioso hasta el punto que en una ocasión se le cayó un cuchillo de las manos.
En la misma medida en que durante el día fingía arrogancia e indiferencia, ella se sentía dichosa durante las horas y minutos que robaban a la noche. En sus encuentros con él —a veces de algunas horas, a menudo apenas un beso furtivo en la escalera— se sentía como si estuviera entre las llamas sin notar dolor alguno.
El eco no había vuelto a aparecer frente a la ventana, y Jade logró por lo menos no dar un respingo al menor ruido.
Buscaba con preocupación creciente a la otra Jade entre las aguas, pero siempre se encontraba con un reflejo vacío que ejecutaba como una marioneta todos sus gestos.
—¿Qué? ¿Estás lo bastante guapa? —le preguntó una vez Lilinn entre risas al descubrir a Jade comprobando por enésima vez su reflejo en el río.
Lilinn y Jakub no admitían abiertamente su relación, pero sus miradas y las caricias disimuladas los delataban mucho más que las palabras. Cualquiera se habría dado cuenta del modo en que el rostro de Jakub se iluminaba cuando Lilinn entraba en la sala. Y Lilinn había dejado de hablar de Yorrik y canturreaba en la cocina melodías que Jade no conocía. «Solo es una aventura y nada más —se decía Jade—. Se consuelan mutuamente, ¿qué hay de malo en ello? Lilinn intenta superar lo de Yorrik, y Jakub, por primera vez desde hace años, está menos solo». En cualquier caso, ¿quién era ella para echarles algo en cara? ¿Acaso no era la que más cosas ocultaba?
Una paz engañosa se había aposentado en la ciudad. Los lores habían levantado barricadas en los palacios y ante las puertas había, si cabe, más centinelas aún.
Se rumoreaba sobre la celebración de fiestas en el palacio de Invierno, aunque la ciudad se había vuelto tan silenciosa que el rugido de los animales de presa de las casas de las fieras retumbaba inquietante en las calles. Los perros callejeros erizaban entonces el pelo y se apretaban contra los muros de los edificios. Jade solo se atrevía a regresar a la ciudad con un cuchillo oculto bajo su abrigo, temerosa y con miedo a que el eco la siguiera. El mercado principal estaba desierto y Ben, por lo tanto, también había desaparecido.
Jade aguardó toda una tarde oculta bajo un seto en el osario, con el cuchillo en la mano y el miedo continuo de que las urracas azules de Tam la pudieran descubrir. Sin embargo, no aparecieron, y la puerta que daba a la cripta permaneció cerrada. Buscaba cascotes con la vista, pero había tantos por las calles y las plazas que al poco empezó a preguntarse si aquella señal de reconocimiento no habría sido fruto de la mente confusa de Ben.
Fue durante su tercer intento por localizar al anciano cuando se dio cuenta de que alguien la espiaba. Se encontraba en un edificio que en otros tiempos había sido empleado como matadero y que no distaba mucho del osario. Había muchas personas apretujadas en sus salas estrechas. Se trataba de familias del servicio y de los porteadores que malvivían allí. Una ventana se cerró demasiado rápido cuando ella levantó la cabeza. Luego, apostada en un pasadizo cubierto por un arco de piedra, una mujer enjuta de pelo gris parecía estar esperándola.
Por lo que Jade podía recordar, la mujer se llamaba Leja y pertenecía al Mercado Negro. Tanto en invierno como en verano, siempre llevaba una larga túnica verde. Todo el mundo sabía que en el forro de aquel abrigo llevaba cosidos un sinnúmero de bolsillos. Su aspecto no era precisamente agradable.
Jade miró disimuladamente la calle por si había espías de Tam y luego se acercó con cautela a la mujer del pasadizo.
—¿Ben os ha hecho llegar mi mensaje? —preguntó al azar.
Leja la miró como sopesando si Jade era un billete auténtico o falso.
—De no ser así, ¿qué pintaría yo parada en este pasadizo? —repuso la mujer con desdén.
El corazón de Jade empezó a latir con mucha fuerza. ¡Uno de ellos! Por fin.
—Ya hemos abatido tres urracas azules —añadió Leja—. Pero resulta muy difícil mantenerse alejado de ellas. —Sonrió—. Solo nos queda el subsuelo. Eso a menos que vuestros huéspedes dispongan también de ratas capaces de espiarnos.
Aquello parecía más una pregunta que un comentario jocoso.
—Una respuesta a cambio de otra —espetó Jade a la mujer—. ¿Quién es vuestro líder? Tengo que hablar con él.
El rostro de Leja se ensombreció. Jade se dio cuenta de que no se fiaba en absoluto de ella.
—«Once lores» —susurró a la mujer de pelo cano—. Es vuestro santo y seña.
—Mal —repuso ella secamente.
A continuación alzó el puño y propinó un golpe rápido a una piedra de la pared. Jade entonces aprendió otra lección sobre su ciudad. El suelo se abrió de pronto bajo sus pies, haciéndose a los lados. Sus piernas se quedaron sin apoyo. Durante la caída, en un gesto reflejo, logró agarrarse a una trampilla de madera, pero no se pudo sostener en ella. Mientras se precipitaba, vio que el rectángulo de luz se cerraba sobre su cabeza y a continuación notó un impacto repentino. Algo frío y húmedo salpicó hacia lo alto. El aire hedía a putrefacción y madera podrida. ¡Era lodo! Con la respiración entrecortada y entre gemidos, se dio la vuelta y se incorporó. En su cabeza estalló entonces una tormenta de ideas: ¡aquello era una emboscada! ¡Una trampa! A su lado oyó un cuchicheo. Sin más sacó el cuchillo que llevaba escondido debajo de la chaqueta. Al instante siguiente se vio arrodillada en el barro, retenida en esa posición por varias manos. Tenía un brazo doblado en la espalda, y estaba inmovilizada por una mano que le agarraba firmemente de la cabellera. Fue presa del pánico cuando oyó que alguien renegaba.
—¡La muy bestia ha estado a punto de darme! —Aquella voz quebradiza le recordó el crujido de la madera.
—¡No le hagáis daño! —Esta vez era una voz temblorosa y nasal de mujer.
—¿Nell? —exclamó Jade—. Nell, ¿eres tú?
—¡Silencio! —rezongó alguien junto a su oído—. ¿Vas a cerrar tú misma el pico por voluntad propia o prefieres que te amordace?
Un tejido áspero le arañó la nariz y los párpados. Le taparon los ojos con una venda bien anudada. A continuación, alguien la tomó por los brazos.
—¡Acompáñanos!
—Pero ¿qué es esto? ¿Adónde me lleváis?
—Has sido tú la que has querido conocernos —repuso la voz quebradiza.
Oyó entonces el chasquido da una cerilla al encenderse y la luz atravesó levemente la venda que le cubría los ojos.
—No temas —le susurró Nell—. No van a hacerte nada.
A Jade no le quedó más remedio que ceder, y asintió con los labios firmemente apretados. Flanqueada por los dos rebeldes que la sostenían, le costaba avanzar. El barro se le metía en los zapatos hasta que dio con algo duro.
—Una escalera —musitó Nell.
Había cinco escalones. Por el olor a cal y argamasa, seguramente atravesaron el pasillo de un sótano. Por las pisadas, Jade calculó que había con ella unas diez personas. En algunos pasadizos tuvo que avanzar agachada, e incluso hubo una parte en la que se vio obligada a arrastrarse por la grava. De vez en cuando, oía el chirrido de rejas de hierro al abrirse e intentó en vano hacerse una composición mental de la ruta que llevaban. En poco tiempo, se sintió totalmente desorientada.
Al cabo de una eternidad, el grupo se detuvo. Uno de los hombres la empujó sobre algo que parecía ser un banco de hierro.
—Dejadle la venda puesta —advirtió.
Finalmente la soltaron. El aire olía a polvo seco, y Jade notó bajo los dedos unos ladrillos. Unas paredes lisas intensificaban cualquier ruido.
—¿Ben? —preguntó en voz baja.
—Podemos confiar en ella —musitó Nell—. Ya lo hemos hablado antes. Quitadle la venda de los ojos.
—Yo decido quién confía en quién. —Otra voz de mujer, muy clara y asombrosamente joven—. A fin de cuentas, no deja de ser la hija de Livonius, el fiel criado de la Lady.
Jade creyó haber oído mal.
—Aguarda un momento… —protestó.
Pero la mujer continuó hablando, como si Jade no estuviera allí presente.
—Ese par no vive nada mal gracias a los privilegios del palacio. Por otra parte, ella se codea con las gentes del río que, como todos sabemos, no son más que los perritos falderos de la Lady. Jade soltó un bufido.
—¡Oye, bocazas! —exclamó—. De mí puedes decir lo que quieras, pero a mi padre lo dejas de lado. No es, como tú dices, un fiel criado de la Lady. Vive en esta ciudad, tan bien o tan mal como es posible, como todos los demás.
Si realmente vuestros espías fueran tan listos como se creen, ya sabrías la de veces que la gente ha hallado refugio en el Larimar.
—Eso es cierto —confirmó Nell—. Además, ella nos facilitó la información sobre los pájaros.
—¿Estáis en contacto con los ecos? —quiso saber Jade—. ¡Cuidado! —advirtió la voz de mujer. Jade tuvo que hacer un esfuerzo para no mostrar la rabia e impaciencia que sentía.
—Por otra parte, tienes buenos contactos con el buscador de la Lady. ¿Por qué quieres ayudarnos? Vives muy bien en el hotel.
—¡Qué pregunta más tonta! —repuso Jade impertérrita—. No recuerdo haber pasado jamás por el mercado sin tener miedo a ser detenida. Y en mi vida he tenido que huir a toda carrera más veces que un perro de caza. —Carraspeó antes de continuar—. No somos tan leales a la Lady como te imaginas. De hecho, para serlo, le tuvimos que perdonar la muerte de mi madre.
Dejó de hablar y oyó que alguien murmuraba asintiendo.
—¿Y qué esperas para ti?
Jade tragó saliva.
—No mucho. Poder ir a donde quiera. En una ciudad que no esté en ruinas. Y quiero saber también si es cierto que los ecos son de verdad unos monstruos. No me lo acabo de creer. Por otra parte, estoy convencida de que el príncipe está en la ciudad y que tenemos que encontrarlo.
El ambiente cambió de inmediato en cuanto mencionó al príncipe. Fue como un respingo, como una paralización llena de tensión.
—¿Sabes algo más sobre él?
—Solo que la Lady ha ordenado su búsqueda —repuso Jade—. Uno de los nórdicos me lo ha confirmado. Por lo menos, yo creo que el rastro que siguen es el suyo. Los cazadores van detrás de un hombre capaz de invocar a los ecos. Si sois listos, es mejor que abandonéis la caza de las urracas azules. Tam todavía tiene otra bestia. Y me imagino que si matáis a sus espías, él la sacará de la jaula más rápido de lo que a vosotros os gustaría.
Se sobresaltó al notar de pronto una mano en el pelo. Alguien le retiró la venda de la cabeza de una sacudida. Primero lo vio todo borroso, pero al cabo de un instante la imagen se volvió más nítida. Se encontraba sentada en un túnel estrecho, sobre una traviesa de obra. El túnel parecía ser muy largo y se perdía en la oscuridad.
Las siluetas que la rodeaban tenían que andar agachadas para no darse contra el techo bajo y abovedado. Se asustó al ver tantos rostros tapados, y al instante le vino el recuerdo de los ecos de la Ciudad Muerta. Sin embargo, delante de ella había seres humanos y, mirándolos atentamente, era capaz incluso de reconocer a algunos por su porte o su mirada.
Nell se quitó su embozo de la cara y sonrió.
—Bienvenida a la clandestinidad, Jade.
Como respondiendo a una señal secreta, los demás descubrieron también su rostro. Jade estaba asombrada: un tendero de la plaza del mercado, dos mujeres que trabajaban en la casa de fieras de un lord… El hombre de la voz quebradiza era de constitución corpulenta y fuerte, y también le resultó familiar. Tal vez lo había visto alguna vez en el Mercado Negro. La cabecilla del grupo era una mujer con cara de ratón, de pelo castaño y con unos ojos brillantes e inteligentes. Jade calculó que rondaba los veinticinco años. Al observar que tenía dos perforaciones en cada lóbulo de las orejas, Jade pensó que seguramente era un orfebre.
—A Nell ya la conoces. Al resto de nosotros lo conocerás cuando sea el momento. Jade asintió.
—¿Dónde estamos?
—Dentro del sistema de alcantarillado, muy cerca del palacio de Invierno. Lleva seco desde hace años.
—¿Cuántos sois?
—Muchos —respondió Nell—. Más de trescientos.
—¿Y los ecos?
De nuevo se produjo un intercambio de miradas.
—Son cada vez más, pero nos resulta difícil encontrarlos. Tenemos que aguardar a que ellos nos encuentren a nosotros.
—¿De dónde vienen? —quiso saber Jade.
Lamentablemente, solo obtuvo un encogimiento de hombros como respuesta.
—Hay quien dice que vienen del bosque. Puede que de la Ciudad Muerta. No lo sabemos. Y tampoco nos lo pueden decir, porque no hablan nuestro idioma y ni siquiera saben si somos amigos o enemigos.
Jade recordó los dientes y la sed de sangre de los ojos del eco que había visto en la ventana y se le heló la sangre. Sin embargo, sintió también algo así como un triunfo sordo.
—¡Lo sabía! —exclamó—. Tienen un idioma. ¿Y ellos son aliados vuestros?
—El príncipe ha vuelto para reclamar su trono y ha pedido ayuda a los ecos. Por lo tanto, ellos también son nuestros aliados.
—Los nórdicos dicen que siguen a los humanos para matarlos —objetó Jade.
La mujer se encogió de hombros.
—Es posible. Muchos de ellos aborrecen a los seres humanos. Únicamente obedecen a los reyes. —Rebuscó entonces por debajo de su abrigo y sacó algo que ocultó en el puño. Dibujó en el rostro una rápida sonrisa—. A menos que vean que alguien les muestra el Tandraj.
Dio un paso al frente y sostuvo el puño delante de ella. Jade, vacilante, abrió la mano. Se estremeció al notar en la palma de la mano algo pequeño y frío que refulgía bajo la luz de la lámpara de aceite.
Jade frunció el ceño con sorpresa.
—¿Un trozo de espejo?
—Un trozo de un espejo de los reyes Tandraj —le explicó la mujer con una sonrisa triunfante—. Es la única señal que los ecos reconocen. Quien posee un fragmento es su aliado.
Jade encerró el fragmento en su mano.
—Así que si encuentro un eco…
—… no te hará nada si ve que tienes este trozo —terminó de decir Nell—. Por lo tanto, debes llevarlo siempre contigo y no perderlo por nada del mundo.
¡Eso era lo que Ben había querido decir! Jade miró aquel cascote roto de espejo. Tenía forma de rombo, y su superficie estaba cubierta por una telaraña de resquebrajaduras.
Era lo bastante grande como para que su ojo se reflejara en ella.
—¿De dónde lo habéis sacado?
—Estuvimos buscándolo durante mucho tiempo —explicó la mujer—. La Lady en su momento quitó del palacio todos los espejos y todos los objetos de plata y oro.
Mandó fundir los metales preciosos y los repartió entre los lores a modo de botines de guerra. Pero los espejos los rompieron y los echaron al río. Ben fue testigo de aquello y nos explicó lo ocurrido esa noche. Incluso fue capaz de indicarnos el lugar en el río.
—Así pues, vosotros recogisteis los fragmentos del barro —constató Jade—. Tenéis que tener unos buzos muy buenos.
De inmediato, los presentes dirigieron miradas furtivas al hombre corpulento que había llevado a Jade por el túnel. No formaba parte de las gentes del río. Jade conocía los cuatro transbordadores y sus familias, y a él no lo había visto nunca.
—¿Sois vosotros los que estropeáis las turbinas? —preguntó.
Los rebeldes asintieron.
Una nueva y alarmante posibilidad inquietó a Jade.
—Pero, no pretendéis atacar a las gentes del río, ¿verdad?
El hombre de la voz quebradiza negó con la cabeza.
—Necesitamos a las gentes del río, también después del ataque. Solo ellos conocen todas las corrientes. Lo hacemos solo por ganar tiempo, para desconcertar a la Lady y a su séquito y provocar altercados. Se trata de causar todos los problemas posibles hasta agrupar a nuestro alrededor a todos los aliados, y esperar que el príncipe nos llame.
—Tenemos seis almacenes de armamento llenos —añadió Nell—. Pero aún no está todo listo para el asalto.
Jade tenía la boca seca. «Lo que ocurre es de verdad», se dijo Aunque hasta entonces se había sentido decidida por completo apoyar a los rebeldes, de pronto sintió miedo.
—¿De verdad queréis atacar el palacio? —murmuró—. ¿Cuándo?
La mujer con cara de ratón la miró de hito en hito, como si no estuviera segura de si debía darle esa información.
—En cuanto encontremos al príncipe —dijo despacio—, o él nos encuentre a nosotros. Sin él y los ecos, no tenemos ninguna opción.
Jade tragó saliva. El trozo de espejo en la mano parecía que ardía.
—¿Y qué hay de los lores? ¿Los queréis matar a todos?
—A todos, no. En todo caso, lord Minem era importante estratégicamente —explicó Nell—.
El era el que organizaba a los cazadores. El nuevo comandante es más joven y no tiene su experiencia. Esto provoca inquietud en el séquito de la Lady. Es preciso sacudir los cimientos para que un edificio se desplome.
—Habláis como si se tratara de un juego de estrategia —objetó Jade en voz baja—. ¿Por qué matáis? ¿Por qué no tomáis rehenes?
—¡Porque esta guerra no puede ganarse de otro modo! —exclamó la cabecilla con los ojos brillantes—. Pero tú, ¿dónde crees que vives, princesita? —se mofó—: ¿En una casa de muñecas? ¿Prefieres que te maten?
“Moira no me mató —se dijo Jade—. De hecho, incluso me ayudó”.
—¡Han apresado a más de veinte personas inocentes! Las horcas ya están dispuestas para la ejecución. Todos nosotros tenemos muertos que lamentar, o miembros de su familia que han desaparecido sin más en los calabozos.
Unas manchas rojas le teñían las mejillas por la rabia con la que había hablado.
Subrayaba cada una de sus palabras con gestos vehementes, y su voz había dejado de ser la de una mujer insignificante y recelosa para ser la de una luchadora.
Jade tuvo que admitir, muy a su pesar, que aquella rebelde la impresionaba.
—Mi hermana está en la isla de la Prisión —terminó diciendo—. En realidad, nadie sabe si sigue allí con vida. ¿Por qué? Porque a un lord le pareció que ella le había estafado con el oro. De este modo, claro está, él no tuvo que pagar el precio de su trabajo a un desaparecido. ¿Tú sabes lo que vale la vida de una persona en esta ciudad?
«No más que lo que vale apretar sin más el gatillo», se dijo Jade.
—¿Entonces qué, princesa Larimar? —exclamó la mujer—. ¿Estás con nosotros? ¿O prefieres que te vendemos los ojos y te devolvamos a tu pequeño y seguro mundo junto al río?
Jade se sorprendió de lo tranquila que estaba. La cabecilla parecía acalorada y descontrolada, pero ella defendía su causa de un modo que Jade no podía más que respetar. «Al menos —se dijo—, es directa. Y cree realmente lo que dice».
—¿Y qué pinta Ben en todo esto? —pregunté—. ¿Puedo confiar en él?
—Ben es nuestra memoria —le explicó Nell—. Lo sabe todo sobre los reyes, aunque solo lo recuerda de forma fragmentaria. Y además, es nuestro correo.
La mayoría de los centinelas lo toman por loco y le dejan hacer; nadie le pregunta adonde va ni por qué.
Sin saber por qué, el pensar en Ben le hacía sentir que su decisión era más correcta.
—No soy una asesina —declaró con voz firme—. Y no pienso llevar ningún arma. Pero estoy dispuesta a ayudaros a encontrar al príncipe y a averiguar más cosas sobre los ecos.
Ella esperaba que el ambiente cambiase, pero los rebeldes se echaron a reír.
—Bueno, a mí, si para ti los ecos son más importantes que las personas, me da lo mismo —repuso la mujer con los ojos brillantes—. No somos el ejército de un lord. Nadie tiene que ser guerrero. Cada uno hace lo que quiere y puede.
—¿Y qué hay de los nórdicos? —exclamó un hombre desde las filas de atrás—. Con la ayuda de ella, podríamos dejarlos fuera de combate con facilidad.
Al instante, Jade empezó a sudar. Los pensamientos se le agolpaban en la mente.
Aunque ya lo había presentido, notar tan directamente el peligro que se cernía sobre la vida de Faun la sacó de quicio por completo.
—¡No! —exclamó con voz dura—. ¡A los nórdicos dejadlos tranquilos!
Se hizo un silencio peligroso. Nell la miraba atónita. Jade tragó saliva e intentó respirar con tranquilidad mientras los pensamientos surcaban a toda velocidad por su cabeza.
—¿A qué viene esto? —preguntó el buzo—. ¿Ahora nos das órdenes?
«O todo o nada», pensó Jade. Intentó reprimir el temblor de voz y dijo:
—Confiad en mí. Los nórdicos tienen acceso al palacio. Yo obtengo información… también sobre la Lady y los cazadores. Pase lo que pase, a los nórdicos no les debe pasar nada; de lo contrario, no os podré ayudar. ¿Entendido?
Durante un instante reinó el silencio; luego la cabecilla echó la cabeza atrás y lanzó una carcajada.
—Así que ahora la princesita toma el mando, ¿no? —exclamó con sorna— ¡Muy bien! ¡De acuerdo! A las delicadas plantitas del norte nadie les tocará un pelo.
Jade confió en que nadie se diera cuenta de que el alivio la había hecho palidecer.
—Me llamo Tañía —dijo la mujer tendiéndole la mano—. Y ahora: o todo o nada, Jade Livonius.
—Todo —respondió Jade. Y, al tomar la mano de Tañía y sellar el pacto por la vida de Faun, sintió como si empezara a caminar por una cresta de montaña con precipicios a ambos lados.
Aquella noche, ella obedeció al murmullo contenido de los espíritus y se retiró a la pequeña habitación del ala sur con las paredes de color marrón dorado. Estuvo un buen rato contemplando el trozo de espejo, dándole vueltas antes de metérselo por fin en el bolsillo interior de su chaqueta. Resultaba reconfortante saber que el eco no la podría volver a amenazar. «La clandestinidad —se dijo con una inquietud en el pecho que fluctuaba entre la sensación de triunfo y la duda—. Ahora soy una de ellos. De los que se oponen. O de los asesinos».
Pensó en Faun y de nuevo tuvo dudas. «Todo irá bien —se repetía como una letanía—. Puedo protegerle. No le ocurrirá nada».
Faun y ella no tenían citas, no había certezas, solo aquella silueta oscura que de pronto se le aparecía delante por la noche y las horas robadas antes del amanecer.
Cuando aquella noche se levantó con un sobresalto de una pesadilla confusa de fuego y pisadas ardientes en la nieve, oyó la respiración de Faun a su lado. Los ojos de medianoche brillaban en la penumbra del alba, y unos dedos delicados jugaban con su pelo.
—Cuando te vi por primera vez, me pareció imposible que fueras humana —dijo Faun—. Eres como una ninfa. Tu piel es tan clara que casi brilla. Y tienes unos ojos que me recuerdan las aguas del mar del Norte. Jamás había visto unos ojos como los tuyos.
—En cambio, cuando yo te vi, solo pensé: «Qué tipo tan maleducado y rudo» —murmuró
Jade, somnolienta.
—Y, aun así, me has besado —repuso él con una sonrisa.
—Es bueno que hayas dejado de lado toda aquella arrogancia.
Faun se echó a reír. Aquella risa, en la que no había ni asomo de tenebrosidad ni altanería, era lo que más le gustaba a Jade. Igual que siempre, era como si los dos estuvieran juntos en tierra de nadie. Todas las preocupaciones y las dudas se disolvían en un mar de oscuridad, y solo quedaba el brillo precioso de los minutos presentes.
—Somos como Jostan Larimar y su ninfa —dijo él—. De viaje todas las noches, de habitación en habitación.
—¡No digas eso! ¡A Jostan lo asesinaron!
—¿Supersticiosa?
Jade negó con la cabeza. Notó de pronto un nudo en la garganta y nada le hubiera gustado más entonces que dejarlo todo atrás.
Se acordó que poco antes había soñado precisamente con eso: navegar con Faun por el mar, lejos del peligro. Sentía tan a flor de piel su ansia por recorrer tierras desconocidas que le bastaba con cerrar los ojos para notarla al alcance de la mano.
—A veces me imagino que estamos viajando —dijo ella—. En barco. A las islas.
—¿Adonde quieres ir? ¿A las ciudadelas de mármol de las islas Orientales? —repuso Faun—. ¿O a las ciudades flotantes de la costa meridional?
Aquello era un juego entre ellos, y ninguno decía la verdad: en aquel presente, los sueños de futuro no tenían fundamento alguno.
—Faun, ¿cuándo os marcharéis de la ciudad?
—¿Tanta prisa tienes por librarte de mí? —Al ver que ella no sonreía con la broma, gimió y asintió—. Creo que pronto. En cuanto la Lady deje de requerir nuestros servicios.
—Cuéntame cosas de las Tierras del Norte —le rogó ella.
—Entre nosotros no hay humanos con cabeza de lobo —le susurró Faun al oído—, pero tenemos árboles milenarios, tan grandes que ni veinte hombres a su alrededor los pueden abarcar. Los espíritus habitan en ellos. Su voz es como el siseo de las ascuas y el agua, y te murmuran sus historias.
Las copas de estos árboles están habitadas por pueblos enteros. La gente duerme en cavidades que abren en los troncos y cazan serpientes de árbol y pájaros. Muchos llevan varias generaciones sin pisar el suelo.
—¿Tú eres de uno de esos pueblos? —El brillo de sus ojos se apagó de inmediato.
—Oh, no. Yo pertenezco a los clanes cazadores. Pero era muy pequeño cuando me marché. Apenas me acuerdo de nada.
—¿Ni de tus padres? Faun se encogió de hombros.
—Cuando sueño oigo sus canciones. Y cuando estoy en el bosque es como si hubiera regresado a mi hogar. ¿Te gusta estar en el bosque?
Jade se quedó perpleja.
—¿Yo? ¿En el bosque?
—Bueno, delante de la ciudad hay bosques. ¿Vas a decirme que no has estado nunca allí?
—Jamás. La Lady caza en ellos y es peligroso. Lo primero que aprende un niño en esta ciudad es que estar en ella significa seguridad.
—¡Seguridad! —exclamó Faun con sorna—. La libertad nunca es segura. Yo, en tu lugar, me marcharía hoy mismo de la ciudad.
—Y yo, en tu lugar, mandaría al diablo a Tam —repuso ella, mordaz.
Faun no repuso nada. Permanecieron un rato en silencio.
—¿Adonde iréis cuando la Lady ya no os necesite? —preguntó ella al fin.
El suspiró.
—No sé dónde reclamarán a Tam. Muchos reyes, señores y gobernantes le pagan verdaderas fortunas por su trabajo. Es un buscador. No abandona jamás hasta lograr su presa. Siempre hay algo que buscar.
—También a ti te encontró —dijo Jade con cautela—. En el barranco. Te salvó la vida.
¿Es por eso por lo que estás en deuda con él?
La mano con que Faun le acariciaba el hombro se detuvo. Ella había intentado en vano muchas veces obtener una respuesta a esa pregunta, y esa vez tampoco iba a conseguirlo.
El se limitó a sonreír e intentó besarla, pero esta vez Jade lo esquivó y lo apartó.
—¡Te ruego que me contestes!
Faun se apartó de ella y suspiró. Entrelazó a continuación las manos por detrás de la cabeza y adoptó una postura reflexiva.
—¿En deuda? Sí, tal vez —dijo al cabo de un rato—. Apenas me acuerdo de ese tiempo. Apenas unas pocas cosas… recuerdo un ritual de cuando estaba con el clan de los cazadores.
Jade se incorporó.
—¿Qué tipo de ritual? —preguntó conteniendo el aliento.
—Cuando un hombre del bosque boreal ama a una mujer —explicó Faun en tono serio— caza para ella y le regala el corazón de un felino. Pero si la mujer no quiere besarle también puede regalarle la piel resbaladiza y cruda de un pez.
Tenía los ojos brillantes, pero al ver la expresión de asombro en Jade tuvo que morderse los labios para no echarse a reír a carcajadas.
—¿Me tomas el pelo? —masculló ella. Le propinó un golpe que él logró detener en el último momento y luego intentó salir de la cama. Pero Faun la tomó por la muñeca y la retuvo.
—No te enfades conmigo —le rogó—. Este ritual existe, por lo menos hay algo parecido.
—O me sueltas o vas a tener unas cuantas cicatrices más. ¡Y esta vez en la cara!
Pretendía parecer enfadada, pero era demasiado tarde porque Faun ya le había contagiado su risa. Aquello era lo más desconcertante de esas noches: los momentos despreocupados en que Jade se olvidaba de todo, se reía y solo se sentía feliz.
Él la soltó de mala gana y levantó las manos.
—¡Me rindo! —dijo en tono conciliador—. A partir de ahora solo diré verdades que quieras oír. ¡Pregúntame algo!
Jade tragó saliva. «Déjalo —se dijo—. No te dirá nada. Por otra parte, está en su derecho de no confiar en una espía. Aunque esta haga todo lo posible para proteger su vida».
—Me dijiste que Tam busca a alguien que permanece oculto en la ciudad —empezó a decir con cautela—. Y en el mercado se habla… de un príncipe. ¿Todavía lo buscáis?
La respiración de Faun apenas se oía. Entonces él cerró los ojos y calló. Ella jamás lo había visto tan tranquilo.
—Tam me mataría por lo que voy a decirte ahora —dijo al cabo de un largo rato—. Los rumores son ciertos. Existe, en efecto, un príncipe. La Lady supone que durante la guerra de Invierno fue sacado de la ciudad y que ahora ha regresado. Pero se esconde muy bien. Había indicios de que se encontraba en la Ciudad Muerta porque los ecos procedían de allí. Pero logró huir de los cazadores.
Al ver que ella no decía nada, él se apoyó la cabeza en la mano y la miró con gravedad.
—La Lady lo seguirá buscando en los próximos días.
—Lo sé —repuso Jade.
—No te interpongas en su camino —le rogó él en voz baja—. Yo… no podría soportar la idea de que te ocurriera algo.
Jade desvió la mirada y asintió sin decir nada.