Capítulo 6
Un tributo sangriento
Los forasteros parecían haber traído consigo el cielo nublado tan propio de las Tierras del Norte. Un vapor nuboso cubría la ciudad como un velo de viuda. Las elevadas murallas del palacio de Invierno se desvanecían en el, como si el edificio fuera a desaparecer en dirección al tejado.
—Y… ¿dices que ese Faun dejó suelto al animal? —preguntó Martyn.
—No estoy segura —repuso Jade—. La puerta se cerró de golpe. Imagino que Faun salió con el animal. Cuando por fin me atreví a volver a entrar en casa, en el salón de banquetes todo estaba tranquilo.
Miró a su alrededor por precaución, aunque no había nadie pendiente de ella. Se dirigían juntos a la Casa de Diezmo, que se encontraba en el mercado del castillo. Martyn llevaba al hombro una saca de cuero con la morena de río más grande que Jade había visto en su vida. Había poca gente en la calle y, cuanto más se aproximaban a las murallas del palacio, mas ventanas cerradas se veían.
—¿Y el otro tipo? Tam.
Jade se encogió de hombros.
—Alguien bajó anoche por el ascensor. Tal vez fue el. Y Faun…
—Te gusta ese nombre, ¿verdad?
—¿Qué?
Martyn le dirigió una sonrisa torcida.
—Bueno, parece que ves algo en ese tipo, porque hablas de él a todas horas.
—¿Estás loco? —exclamó Jade—. ¿Es que no sabes hablar en serio? ¡Tu comentario no tiene ninguna gracia! Tuvimos a los cazadores en casa, y Faun guarda algo en la caja que ni si quiera la Lady quiere tener cerca.
—Tampoco pretendía bromear al respecto. Pero tienes cara de necesitar un poco de alegría. En fin, lo admito, yo en tu lugar tampoco me sentiría bien.
Jade pensó en su sueño del eco encerrado y en las sombras del salón de banquetes, y se estremeció. Anduvieron un rato el uno al lado del otro en silencio.
Notó que su amigo la miraba de reojo. Tras pasar la noche en vela, ella tenía el humor igual que el cielo, y la preocupación de Martyn no le resultaba precisamente tranquilizadora.
—Escucha —empezó a decir el al cabo de un rato—. Tal vez sería mejor que durante un tiempo te quedaras con nosotros en el barco. Solo hasta que estos huéspedes se marchen.
—Empiezas a hablar como Jakub. Déjalo, ¿vale? No necesito a nadie que me proteja.
Iba a decir algo más, pero cuando avistó al grupo de cazadores se calló. Era toda una patrulla, y parecía tener prisa. El nerviosismo recorrió el mercado. Los escasos comerciantes que ofrecían mercancías se agitaron nerviosos sobre sus pies y cuchichearon entre sí. Martyn contempló a los cazadores mientras desaparecían a paso de carrera por una bocacalle.
—Últimamente comprueban todos y cada uno de los amarres del puerto —murmuró.
—Debe ser por los ecos —se le escapó a Jade.
Martyn le dirigió una mirada misteriosa.
—¿Qué pasa? —inquirió Jade, irritada. Martyn ya no parecía tener ganas de risas.
—¡Lo sabia! Tú has venido al mercado por los ecos. ¿Me equivoco? ¿Qué pretendes averiguar aquí?
—Busco a Ben. Eso es todo.
—¿A Ben, el viejo loco?
—Puede que este loco, pero es el más anciano de la ciudad. Ha sobrevivido a cinco soberanos… Puede que sepa algo de… antes,
—Ben no sabe siquiera que significa. Su memoria es como una red de pesca rota… hace varios decenios que no ahí nada que pescar en ella.
Jade paró en seco.
—¿Por qué me molesto en contarte cosas? —refunfuñó. Martyn levantó la mano para tranquilizarla, pero no pudo reprimir una sonrisa.
—Tranquila, mi ninfa. ¡Yo no soy tu enemigo! Sabes tengo razón sobre Ben. ¡Una bronca mas y vas a arrastrar tú la morena hasta la Casa de Diezmo! ¿Está claro?
Jade se mordió el labio. ¡Fantástico! Ahora además estaba enfadada con ella misma.
Por mucho que ella y Martyn hubieran discutido durante semanas y las heridas les dolieran todavía hoy, el no dejaba de ser su mejor amigo. Y si, tenía razón sobre Ben. Ni siquiera ella sabía si merecía la pena preguntar al anciano.
—Perdona —musitó compungida asiendo a Martyn del brazo—. Realmente, ha pasado una noche horrible.
—En realidad, deberías decir una semana.
De nuevo estaba allí: la amplia sonrisa de Martyn, tan cálida y directa. El gesto, como siempre, la hizo sonreír también. Dos mujeres que pasaban por la plaza del mercado volvieron la vista para mirar a Martyn, pero él, como siempre, no se dio por enterado.
—Vale —dijo él en tono conciliador—. Mira, voy a llevar el tributo a la Casa del Diezmo, recojo el sello de confirmación, y luego vengo y buscamos a Ben. ¿Quién sabe?, igual ocurre un milagro y logras algo de él.
Jade vaciló. Nada le habría gustado más que aceptar la oferta de Martyn, pero negó con la cabeza. Los ecos eran asunto suyo.
—No, tranquilo. Ya nos veremos mañana. Prometido.
La cara de Martyn era como un cielo nublado, no podía simular lo que sentía a cada momento. Y Jade lamentó ver en ella su decepción.
—Está bien —murmuro él.
Entretanto, habían llegado cerca del edificio de forma cuadrada que se hallaba junto a la puerta sur de palacio: la Casa del Diezmo, ahí donde incluso las gentes del río pagaban el tributo a la Lady.
—Bien, entonces —dijo Martyn—; hasta mañana.
Jade se detuvo y lo vio marcharse. El viento le mecía el cabello y los extremos de la banda roja que llevaba atada a la frente. Como siempre, el se volvió de nuevo a medio camino y se despidió con un gesto. Al instante, Jade se recriminó con remordimiento haber comparado un instante el balanceo de su andar marinero con el paso flexible y felino de Faun.
El mercado ese día estaba prácticamente vacío. El mes anterior, la Lady había aumentado los tributos. Había comerciantes con tan poca mercancía que la exhibían para la venta sobre pañuelos. Unos perros callejeros hambrientos rondaban la zona con la esperanza de aprovechar el descuido de algún comerciante y hacerse con un trozo de tocino o pescado seco. Normalmente, Ben se sentaba en algún rincón sobre una manta de lana sucia y pedía limosna hasta que algún centinela lo expulsaba. Jamás lo habían apresado ni azotado por holgazanería.
Curiosamente, el gozaba de mas libertad de movimiento que los perros, algo que seguramente te debía a que, con sus cien años, venía a ser como un muerto viviente y nadie veía en el peligro alguno. Quienes acudían al mercado y los comerciantes siempre le daban algunas que otra cosa. Cualquier perro habría muerto solo con eso, pero parecía que las limosnas bastaban para mantener a Ben con vida. Jade también había previsto un trozo de pan para él. Escudriñó por todos los rincones y esquinas, pero no logró dar con aquel personaje harapiento y enjuto. En cambio, le llamó la atención otra persona, Manu, del Mercado Negro. Aquel día llevaba su cabellera larga y oscura recogida en una trenza y atravesaba la plaza a pasó rápido y con los hombros tensos. Parecía como si quisiera encogerse, un gesto muy poco habitual en un hombre de su altura.
—¡Eh, Manu! —le gritó Jade—. ¿Has visto a Ben?
Manu se sobresaltó y se dio la vuelta.
—¡Ah, eres tú! —dijo, y después escupió. Aquel día no se había afeitado y su mirada era especialmente ansiosa—. ¿Es que no tienes nada mejor que hacer que buscar a ese viejo cuervo?
—¿Lo has visto o no?
Manu miró a su alrededor.
—Búscalo tú —dijo con tono desabrido—. Debe de estar dónde hay más cosas que ver.
—Señaló con el pulgar a su espalda.
Jade tuvo una sensación desagradable en su estómago.
—¿Hay problemas? —preguntó—. ¿Es por eso que las patrullas han salido?
—Puedes estar segura. A partir de hoy, habrá guerra. —Al advertir la expresión de desconcierto de la chica, bajó el tono de voz—. Detrás del palacio, junto a la villa de Necheron, en el patio trasero, ha aparecido otro cadáver. Y, desde luego, no ha sido un accidente. —Manu hizo una pausa elocuente—. Esta vez la Lady hará rodar cabezas, te lo puedo asegurar.
Jade no tuvo que buscar mucho. Los curiosos se arremolinaban en la calle que daba a la pequeña plaza con fuente situada detrás de uno de los palacios de los lores. Se aproximó con cautela al grupo de mirones. Aunque estar en un corillo podía ser peligroso, aquel día parecía seguro. La gente, entre ella funcionarios bien vestidos y muchos criados, guardaban un silencio mortal. Jade se quedo junto a la pared de la casa y miro a su alrededor con nerviosismo, convencida de que en cualquier momento vería al eco oculto en una hornacina o bajo el arco de una puerta.
Sin embargo, lo único extraño que descubrió fue una urraca azul con el pecho manchado de rojo posada en un canalón y limpiándose. ¿Tal vez sangre?
—¿Han retirado ya el cadáver? —susurró a una vendedora del mercado que se encontraba cerca.
—Lo acaban de hacer —le respondió la mujer en voz baja—. Lo han tenido que sacar de la fuente. Nadie se abría percatado tan pronto si la fuente no hubiera estado en marcha. El cadáver… bueno… estaba decapitado.
Jade se estremeció.
—¿Se sabe ya quién es? ¿Otro centinela?
La vendedora se limito a encogerse de hombros y alargó el cuello. Jade quiso ir adelante, pero el gentío que tenia ante ella se hizo atrás con un traspié y la pisaron. Sin apenas darse cuenta, retrocedió con lo demás.
—¿Ves algo? —susurró un hombre a otro. Este negó con la cabeza. Jade miro alrededor y avisto una tubería bastante estable que iba del canalón de un tejado hasta el suelo. Apoyo el pie en la abrazadera metálica. Esto le permitió elevarse lo suficiente para, por lo menos, echar un breve vistazo a la fuente por encima de las cabezas. Lo que vio estuvo a punto de hacerle vomitar. El pilar blanco del centro de la fuente estaba cubierto de un unto de color rojo y agua era un mar de color escarlata. Los cazadores habían formado un anillo entorno a la fuente y apartaban al gentío de la plaza. A su espalda, ahí donde se habría depositado el cadáver durante un rato, brillaba la sangre oscura y ya seca. Jade saltó de nuevo al suelo.
—¡Atrás! —atronaron algunos cazadores. Se oyeron unos gritos de espanto y la gente se movió—. ¡Vamos! ¡Largaos de aquí! Los perros se echaron a ladrar. Cuando se empezó a ahuyentar a los curiosos, se produjeron empujones y gestos de nerviosismo. Jade ya había visto suficiente. Se volvió y se dejo llevar. Notó entonces algo duro en la espinilla. Una mano escuálida apretaba el bastón con el que ella había estado a punto de tropezar. Unos harapos le rozaron el codo. Ella entonces extendió los brazos y agarró aquellos hombros frágiles, evitando así que Ben, el centenario, diera contra el suelo.
—¡Ben! ¡Te buscaba!
El anciano alzó su rostro astuto y desdentado de espantapájaros y sonrío:
—La muerte es lo que estas buscando, chiquilla —graznó—. ¿Te conozco?
De habar servido de algo, Jade le habría explicado que se veían cada día, pero, en lugar de ello.
Le posó un brazo alrededor, y se abrió paso a codazos sin atender a los insultos. Logró llevar a Ben hasta la entrada de la calle, donde todo estaba mas tranquilo. El anciano temblaba y se apoyaba en su bastón con la respiración entrecortada. De joven, seguramente sus ojos habrían sido azul claro, y su cabellara habría sido rubia; entonces, en cambio, tenía un aspecto ceniciento y sus ojos eran como dos guijarros de color azul amarillento.
De pronto, empezó a sonreír como una calavera.
—¿Pan? —preguntó tendiendo su mano de mendigo.
Algo era algo: señal de que algún rincón de su memoria había localizado su imagen., se dijo Jade mientras sacaba en pan.
El anciano lo agarró y lo escondió entre los harapos con agilidad.
—¡Sinabe! —le susurró—. Un eco me dijo esto. ¿Conoces ese idioma, Ben? ¿Y esta palabra?
El viejo quedó paralizado. Alzó lentamente la vista y la miro a los ojos. Tenía la boca abierta en una mueca de asombro estúpido. Jade se humedeció los labios con nerviosismo. ¿Se acordaría de alguna cosa?
—Eres tan mayor… Has oído tantas lenguas… —le musitó—. Intenta acordarte, Ben. Sinabe… ¿Qué significa? Sinabe…
La mano enjuta se movió tan rápido que ella no supo reaccionar. Con una fuerza sorprendente, se la apretó contra los labios. La piel le olía a polvo y cuero rancio. Ben negó con la cabeza.
—¡Tandraj! —respondió.
La miró como si esperara una reacción por parte de ella, un reconocimiento. Ella sacudió la cabeza negativamente, y el apartó la mano de la boca.
—¿Qué es Tandraj? —preguntó.
—No pronuncies estas palabras. Jamás. ¿Entendido? —le ordenó él—. Las calaveras se guarecen solas. Su palacio es de mármol. Las campanas mudas llaman a la lucha.
Pese a no decir nada coherente, el parecía totalmente lucido. Jade vio en el al hombre que había sido antaño.
—El primer lord ha muerto. Las aves carroñeras beben su sangre.
Jade dio un respingo.
—¿El muerto era un lord? —susurró.
—Uno de doce. Ha perdido la cabeza. —Ben soltó de pronto una risa y asintió con vehemencia, como un loco—. Ahora quedan sólo once, ¿verdad?
Jade sintió la boca totalmente seca.
—¿Han sido los ecos? —le murmuro con tono confidencia—. Asesinos antiguos, sangre nueva.
—¿Qué significa todo esto? ¿Ben? Ben, ¿me oyes?
Pero el anciano se tapo los oídos y empezó a tararear una melodía rápida. Jade iba a tomarlo por las muñecas y apartarles las manos de los oídos cuando alguien le propino un golpe por detrás. Ella perdió el equilibrio y se hizo a un lado. Sin poder darse cuenta, se encontró de nuevo sumida en el tumulto. La gente tropezaba y caía, se ponía en pie y huía por las bocacalles. Jade vio entonces por que la gente había echado a correr tan rápidamente: había llegado un grupo de centinelas. Se produjo una refriega. Jade renegó. Se había distraído un momento y no había visto venir el peligro. Parecía que iba a haber detenciones. A través de una abertura fortuita entre el gentío vio que, a pesar que la vendedora del mercado se defendía con todas sus fuerzas, un centinela le retorcía el brazo sin mas por detrás de la espalda. En la calle lateral se formo una cadena de cazadores que cerraba el paso a quienes huían.
—¡Todo el mundo quieto! —grito una voz de hombre. Jade se abrió paso hasta Ben y le coloco el brazo sobre los hombros.
—¡Vamos! —le ordenó y lo arrastró siguiendo la pared. Iba lo mas agachada posible para no entrar en el campo de visión. La cadena humana se abrió por un punto. Era el momento de que ella y Ben se aprovecharan de ello, sin embargo un cazador dio un paso atrás y les impidió el pasar.
El aire estaba como antes de una tormenta. En cualquier momento, el ambiente podría desbordarse. Jade se puso de puntillas. La cadena todavía no estaba completa. Una cascada adamerada destacaba tras la primera línea de cazadores. ¡Moira estaba al otro extremo de la fila! Jade calculo rápidamente sus posibilidades.
No tenía muchas, pero era su única opción.
—¡Quédate aquí, Ben! —le siseo ala anciano—. Ahora te recojo.
No fue fácil abrirse paso hacia delante. Jade recibió un codazo en el costado que la dejo sin aire, y las botas le arañaron los tobillos.
—¡Moira! —gritó entre dos cazadores de la cadena.
La joven reaccionó con una precisión pavorosa. No se sobresaltó, no buscó con la mirada. Se limitó a volver la cabeza y a mirar a Jade con una precisión glacial. La reconoció de inmediato porque, su rostro se ensombreció.
Jade se quedo paralizada. ¡Estoy pedida! ¡Hará que me arresten! Moira se acercó a los cazadores; entonces estos abrieron la cadena y la dejaron pasar. Se acercó a Jade con dos zancadas, al tomó con rudeza por el cuello y la llevó contra la pared de edificio.
—De nuevo te encuentro en el lugar más peligroso —espetó—. ¿Qué demonios haces aquí?
—No es por mí —replicó Jade—. Ahí, al otro lado, hay un anciano, Ben. Tú ya lo conoces. Es el loco del mercado. Deja que se marche. Podría caer en el tumulto y hacerse daño.
Moira frunció el ceño.
—¿Y qué me importa a mí un mendigo harapiento?
—¿De qué os sirve apresarlo o que muera en el alboroto?
Moira resopló con desdén. Su palidez llamó la atención a Jade, así como sus profundas ojeras, se dijo.
—Te lo ruego —le suplicó en voz baja—. El no tiene nada que ver con todo esto.
—¿Dónde está? —pregunto Moira desabrida. La impaciencia estaba en el aire.
Jade busco con la mirada por toda la pared, pero Ben había desaparecido, perdido entre el gentío como una botella con un mensaje en una ola de espuma.
—¡No está! —exclamó desesperada—. Debe haber caído. Tengo que volver y…
Moira la asió con rudeza por el brazo, e hizo una señal a los cazadores.
Jade tensó todos los músculos, dispuesta a defenderse con todas sus fuerzas cuando oyó la orden seca de Moira.
—¡Vosotros! ¡Soltad a esta!
—¿Por qué? —repuso un cazador con un tono desagradable.
—La conozco —dijo Moira—. Es Jade Livonius. Colaboró en la caza del eco. Así que, vamos.
Sin que Jade pudiera decir absolutamente nada, Moira la hizo pasar por la línea con un empujón.
De pronto se encontró en el otro lado, observada con desconfianza por los galgos y por los cazadores que iban avanzando. La parte del brazo por donde Moira la había asido le ardía de dolor.
Se volvió, impresionada.
—Moira —le dijo—. ¿Al lord lo ha matado un eco?
La mirada de Moira centelleó por un instante; puede que fuera incluso miedo lo que en ella refulgía. Luego aquel relampagueo desapareció de nuevo.
—¿Y quien habría sido si no? —repuso con voz dura—. Están por todas partes. Esta misma noche hemos cazado cuatro. Vamos, lárgate de una vez y quédate en casa si no quieres que también te atrapen a ti.
—Gracias —masculló Jade con dificultad. La cazadora, sin embargo, ya le había dado la espalda. Intento por última vez encontrar al pobre Ben; luego regreso corriendo al mercado tan rápido como le fue posible.
Aunque hubieran muerto decapitados tres lores, las labores en la Casa del Diezmo proseguirían. De todos modos, resultaba evidente que la noticia aún no había llegado hasta ella. Como cada día, los comerciantes con sus mercancías aguardaban allí obtener el permiso de venta. Jade se detuvo con la respiración entrecortada y se levanto de puntilla junto a la ventana enrejada. Junto a las paredes había unas largas mesas dispuestas, y en algunas de ella las balanzas y los pesos aguardaban para pesar las mercancías. Por suerte, Martyn todavía estaba allí. El funcionario, un gigante con nariz roja ataviado con un mandil de cuero, examinaba en ese momento la morena que Martyn había sacado de la bolsa y que había colocado sobre la mesa. Como si perlas de adorno se tratara, unas manchas blancas redondas brillaban sobre la piel de color azul oscuro del pez.
—No está mal —rezongo el hombre. Tomo entonces el cuchillo y corto el pescado en dos partes desiguales. El trozo más grande lo echó a un cubo; el menor; que era la cabeza y dos palmos del cuerpo se lo dio a Martyn.
—¿Sólo eso? ¡Si apenas es la cabeza! —se quejó Martyn. El funcionario le dio una mirada de indiferencia y limpio el cuchillo con un trapo empapado en sangre.
—Nueve décimas partes para la Lady. Es la ley.
—¡Pero esto no es una décima parte de carne! —exclamó Martyn con enojo—. A fin de cuentas, ha pagado más tributos en cobre de lo que marca la ley.
El funcionario lanzó un bufido desdeñoso.
—La Lady es la ley. Si tienes alguna queja, puedes discutirlas tranquilamente con el jefe de los calabozos. Y todavía puedes darte por contento de que la chusma del río como tu siga teniendo permiso para pescar.
Jade observó como Martyn apretaba los puños. Se apresuró hacia la puerta de entrada, pero dos comerciante que con una carretilla le bloquearon el acceso. Medio minuto más tarde, Martyn salió por la puerta con un lastimoso trozo de morena al hombro y el sello de tributo de madrera en la mano. Apenas llegó a la puerta, empezó a proferir todo tipo de imprecaciones.
Entonces vio a Jade y calló.
—¡Han matado a un lord! —exclamó ella.
Martyn abrió los ojos con sorpresa.
—¿Dónde?
—Luego te lo cuento. Ha habido arrestos. Vamos, lo mejor es irse da aquí cuanto antes.
Martyn no hizo más preguntas y tomó la mano de ella le tendía. Atravesaron el mercado juntos; por instinto, procuraron andar a buen paso, pero sin ir rápido para levantar sospechas.
Fue como un atisbo del pasado: Jade se vio a ella misma y a Martyn años atrás.
Dos niños cogidos de la mano corriendo hacia el puerto. Aunque también entonces era peligroso cruzarse en el camino de los cazadores y los centinelas, ellos se sentían invencibles e inmortales.
Tragó saliva y deseó con una desesperación inusitada poder dejar un día todo aquello atrás y marcharse por mar a cualquier lugar en el que no hubiera ni permisos, ni leyes injustas ni armas. En ese momento, además, le preocupaba otra cosa: hasta entonces, los ecos solo habían sido intrusos, como animales de presa que, espeluznantes, no eran invencibles. Sin embargo, uno de ellos había logrado penetrar en los muros bien custodiados de una villa noble. Jade reflexionó: las fuentes se vaciaban de noche y solo volvían a ponerse en marcha por la mañana. El asesinato, por lo tanto, tenía que haber sido perpetrado de noche.
La siguiente idea vino sin más y no le encajaba del todo. Si sus sospechas eran ciertas, la noche anterior Faun había estado merodeando por la ciudad.