Capítulo 5
Huéspedes intrusos
Los invitados de la Lady no esperaron una semana y se presentaron al día siguiente. Jade se encontraba retirando telarañas de los doseles de la gran y suntuosa habitación de la cuarta planta cuando por las paredes retumbó el chasquido metálico del ascensor.
—¡Estoy aquí, Jakub! —gritó al oír pasos.
Un pie abrió de repente la puerta y un porteador con el rostro enrojecido entró en la habitación llevando una saca enorme.
—¿Esto es el salón rojo? —preguntó con la voz ahogada. Jade soltó el dosel de inmediato, saltó de la silla sobre la que estaba y se apresuró a ayudar al porteador. Fuera, en el corredor, se oyó de nuevo el chasquido del ascensor dirigiéndose otra vez a la planta baja.
—¡Por aquí! —ordenó Jade.
Asió también el bulto y ayudó al hombre a ponerlo en la cama. Olía a cuero y también a algo de humo. Estaba demasiado gastado y resultaba demasiado vulgar para ser de un lord.
—¿Por qué traéis hoy el equipaje? No hemos tenido tiempo aún de prepararlo todo.
El hombre se secó el sudor de la frente con la manga.
—En tal caso, apresuraos. Vuestros huéspedes ya han llegado.
—¿Ya están aquí? —preguntó Jade.
Se precipitó hacia la ventana, abrió los postigos y se inclinó hacia fuera. En efecto, en las dos estaquillas que había junto a la escalera que daba al río, había amarrado un pequeño trasbordador. En ese instante, los estibadores se disponían a colocar una plataforma de madera sobre los escalones. Unas sogas bien tensadas atravesaban la puerta de entrada en dirección hacia el antiguo salón de banquetes. Era evidente que se preparaban para arrastrar un objeto pesado y voluminoso hasta el interior de la sala, aunque Jade no podía distinguirlo bien desde su atalaya.
—¡Llegan demasiado pronto! —exclamó a todo pulmón. Se volvió, corrió hacia el pasillo y estuvo a punto de chocar con Lilinn. La cocinera estaba prácticamente sin aliento. Al parecer, había subido a pie hasta la cuarta planta—. ¡Están abajo! —farfulló sin aliento—. Los huéspedes… y al menos veinte cazadores. Han descolgado el espejo de bronce de Jakub y lo han confiscado. Tu padre está furioso. Es mejor que bajes, o perderé los nervios y diré algo que luego todos lamentaremos.
¡Cazadores en el Larimar! Aquella idea la incomodaba incluso más que la llegada intempestiva de los huéspedes.
El ascensor ya estaba en marcha, así que decidió ir por la escalera de madera. Jamás había bajado tan rápidamente por ella. Ya en la primera planta se oían las voces. Jakub discutía con alguien, e incluso a esa altura Jade se dio cuenta de lo mucho que le costaba contenerse. - No es que yo no quiera respetar vuestros deseos —decía—. Pero ¿no sería mejor alojar a estas… bestias… en algún otro lugar? En la ciudad hay un buen número de casas de fieras y…
—¡Bestias!
El huésped se echó a reír como si acabara de oír una ocurrencia especialmente graciosa.
Jade se detuvo y apretó la mano en la barandilla de latón. ¿Era posible que fuera de veras esa voz?
—Evidentemente, no pretendo causaros ninguna molestia. Pero insisto en que mis animales se queden aquí, en el hotel. Tienen que estar cerca de mí, pues solo así me obedecen.
Jade abrió la boca sin apenas darse cuenta. ¡No había duda! ¡Era Tam, el nórdico!
—Bueno, ¿y qué pasa si ustedes no se encuentran cerca? —Replicó Jakub—. Parece que son criaturas peligrosas. A mí se me habló de huéspedes, no de animales. Las habitaciones no son adecuadas para una cosa así y…
—¡Se quedan aquí y punto! —Masculló otra voz, más dura—. Y tú, Livonius, no tienes nada que decir al respecto.
El que hablaba parecía un cazador. Jade bajó la escalera de tres en tres. Cuando llegó con un salto al suelo, levantó una nube de polvo de la alfombra de la planta baja.
Nerviosa, se apartó el pelo de la frente y entró en la recepción por el lado del ascensor.
Lilinn estaba en lo cierto. Había muchos cazadores.
Demasiados. Jamás se había sentido amenazada en el hotel, pero esta vez el miedo la sobrecogió. Armas, galgos, cajas de Tam por todas partes… y una frialdad en la sala que casi podía palparse. El hombre que acababa de reprender a Jakub era corpulento y tenía unas espaldas anchas como un armario. Una cicatriz le partía las cejas. No apartaba la vista de Jakub. Su padre estaba en medio de aquel mar de cajas, con los puños apretados en los costados. El modo en que las venas se le destacaban en la frente hizo notar a Jade lo tenso que estaba.
Tenía a los dos nórdicos de espaldas a ella, pero ya entonces Jade notó que algo había cambiado. Ese día, Tam no llevaba ni abrigo ni sombrero, y vestía completamente de negro, como un noble. El día anterior su apariencia era amigable, en cambio ahora transmitía una severidad que infundió respeto a Jade. A su lado tenía sus dos perros, peligrosamente tranquilos y dispuestos a atacar al menor gesto por su parte. El hombre rubio, en cambio, era ahora la imagen luminosa de su señor. Llevaba un chaleco que le dejaba los brazos al descubierto. No tenía la piel morena, sino blanca, y tenía un algo extraño, aunque Jade no habría sabido decir qué le llamaba la atención. El hombre, como si hubiera percibido su mirada, se volvió de pronto hacia ella. Tenía los ojos abiertos de asombro. También Jade se sorprendió. El día anterior, aquel muchacho le había parecido de una belleza rara y austera mientras que ahora, en cambio, relucía. Sin embargo, al verla, el rostro se le ensombreció como si en la sala acabara de entrar una sombra.
Para entonces, Tam la había visto también.
—Menuda sorpresa —dijo tranquilamente—. La muchacha de las gentes del río.
Jakub apretó los ojos con enojo mientras que uno de los cazadores, apostado junto a la ventana con el arma sin el seguro, escrutó a Jade de forma desagradable.
Jade no habría podido decir si Tam verdaderamente se alegraba de volver a verla. Su amabilidad ahora carecía de toda cordialidad: era fría y perfectamente medida. El vestido negro de cuello alto que llevaba mostraba lo enjuto que Tam era en realidad.
—Ella no es de las gentes del río —dijo Jakub—. Es mi hija. Jade.
—¡Buenos días, Tam! —Saludó Jade con voz firme—. Me alegra que nos volvamos a ver.
—También yo estoy contento por ello —respondió Tam—. Tienes una hija muy trabajadora.
—Y volviéndose hacia Jakub dijo: —Ayer nos ayudó a descargar. Faun, ¿se te ha comido la lengua el gato? ¿Faun?— Jade necesitó un segundo para saber a quién se había dirigido Tam. Un nombre curioso. El hombre rubio cruzó los brazos.
No dijo nada. Por vez primera, Jade vio cómo algo parecido a la rabia centelleaba en los ojos marrones de Tam. —¡Faun!
Aquello era más que una orden. Los perros de los cazadores empezaron a gruñir y erizaron los pelos. Los porteadores, incómodos, oscilaban el peso de una pierna a otra. Por el rabillo del ojo, Jade vio que Lilinn asomaba junto al muro de cajas.
Faun dio un paso al frente y se inclinó de forma afectada ante Jade.
—Os deseo un buen día —dijo con una sonrisa irónica que no le llegó a los ojos—. ¿Suficientemente cortés, Tam?
Jade se sintió hervir la sangre. Apretó los puños hasta que las uñas se le clavaron dolorosamente en las palmas de las manos.
Jakub carraspeó.
—¿Podéis asegurarme que realmente estos animales son inofensivos? —preguntó a Tam.
—Livonius, te lo advierto por última vez —masculló el cazador de la cicatriz.
«Está demasiado enfadado», pensó Jade con un nudo de aprensión en el estómago. Si ella no iba con cuidado, habría problemas.
—Podríamos dejar las cajas en el salón de banquetes —se apresuró a decir—. Se encuentra justo al lado de la cocina y de la despensa. Resultaría práctico porque así no sería preciso llevar la comida hasta arriba. Y además se puede cerrar con llave.
De este modo, los animales no estarían junto a los dormitorios y, a la vez, estarían a buen recaudo. Mi padre os cederá gustoso las llaves.
Jakub la miró con rabia, pero Tam parecía considerar la propuesta.
—No parece una mala idea —dijo.
Jade empezó a sentirse algo aliviada, pero entonces Faun negó con la cabeza de forma enérgica.
—¡De ningún modo! —exclamó.
Su voz resonó por toda la sala. Jade abrió la boca con asombro. ¡Los criados no hablaban así!
Sin molestarse ni siquiera en mirarla, Faun se dirigió hacia Tam y le susurró algo al oído. Jade no pudo oír nada, porque en ese instante el ascensor se abrió y la reja de latón se corrió para un lado. En todo caso, era evidente que ese Faun estaba haciendo todo lo posible para desestimar su propuesta.
«Qué tipo tan arrogante y asqueroso», se dijo Jade. Pero, para su enojo, Tam no reprendió a su acompañante, sino que se limitó a encogerse de hombros.
—Como quieras —dijo—. Eso lo arreglaría todo. Encárgate de ello tú mismo.
Sin aviso previo por parte de su amo, los dos perros se dirigieron y entraron en el ascensor. Obedientes, hicieron sitio para Tam. Antes de que la cabina se pusiera en marcha, el nórdico se volvió una vez más hacia Jakub. - No nos veréis ni oiréis —afirmó—. Pero me gustaría no ser molestado por nada. En ningún momento. Jamás. Nada de cortesías, preguntas ni visitas.
Se oyó un chasquido metálico y la cabina partió hacia arriba. —¡Llevad las cajas a la cuarta planta!— ordenó Faun al servicio. Jade lo miró con rabia. Pero a ella le pareció que él apartaba la vista expresamente.
—¡Hasta aquí podíamos llegar! —Gritó Jakub—. Arriba no va a ir jaula alguna hasta que yo no sepa lo que…
Jade ya sabía lo que iba a ocurrir antes incluso de advertir el gesto. El cazador no apartaba la vista de Jakub desde hacía rato, fue hacia él y, sin avisarle, con un gesto terriblemente rutinario, le hundió la culata del arma en un costado. Lilinn dejó escapar un chillido y luego se tapó la boca con las manos. Jakub se dobló de dolor, pero no cayó al suelo. A Jade le pareció que incluso ella sentía el dolor. Apartó a un porteador con brusquedad para abrirse paso y corrió hacia su padre.
—¡Atrás! —ordenó el cazador.
Jade se detuvo, horrorizada, al ver a donde apuntaba el arma. El cañón reposaba exactamente en la sien de Jakub. «Oh, no», rogó Jade para sí reprimiendo un sollozo. Al volver la vista hacia Lilinn en busca de ayuda, captó la mirada de Faun. Estaba pálido y, al querer dar un paso al frente, se había encontrado con el paso disimuladamente barrado por un cazador. El galgo que este llevaba atado gimoteaba e intentaba mantener la máxima separación posible entre él y Faun.
Jakub apenas podía respirar, pero se quedó quieto.
El cazador escupió en la alfombra con un gesto de desdén.
—Te lo he advertido, Livonius. Por última vez: este hombre es un invitado de la Lady, ¿entendido? Y tú harás lo que él diga, y si no algún otro lo hará por ti. Si lo has comprendido, asiente con la cabeza. Y cuidado al hacerlo, no vaya a ser que el dedo se me deslice sobre el gatillo. En la sala se hizo el silencio. Nadie se atrevía a moverse. El rostro de Jakub era de un color rojo intenso. Y el modo en que se movían los músculos de sus mandíbulas no gustaba nada a Jade.
—¡Ya lo ha comprendido! —Se apresuró a decir ella al cazador—. Los dos lo hemos comprendido.
—Yo a ti no te he preguntado nada —repuso el cazador con una calma fría—. ¿Y bien, Livonius?
«Déjalo ya —suplicaba Jade en silencio—. ¡Sé prudente!». Aunque apretando los labios de rabia, Jakub al fin asintió. El cazador sostuvo todavía unos segundos el arma sin seguro en la sien del hombre y, finalmente, la apartó. Jade observó con intranquilidad que ahora pasaba a apuntar su propia rodilla.
—Muy bien —dijo el hombre sonriendo al ver que ella daba un paso al lado—. Ahora todo el mundo sabe el sitio que le corresponde. Los demás se echaron a reír.
—¡Vamos! —Atronó el cazador a los criados—. ¡Llevad las cajas al ascensor!
El personal retomó la actividad, y la recepción se convirtió en un mar agitado lleno de cajas en movimiento. Los cazadores se veían forzados a sujetar muy bien a los galgos porque los perros jadeaban e intentaban apartarse de las cajas.
Lilinn se acercó deprisa y ayudó a Jade a poner de pie a Jakub. Ayudado por las dos, pasó junto a los criados. Los porteadores se apartaron un poco de los tres, como si de pronto se hubieran vuelto intocables, y se apresuraron, cabizbajos, a llevar la carga al ascensor.
El único que no bajó la vista fue Faun. Aunque la arrogancia se le había borrado del rostro, Jade habría abofeteado de buena gana aquel rostro perfecto. «¡Todo por culpa tuya!», pensó con rabia.
—A la cocina —susurró Lilinn al llegar al pasillo—. Todavía tengo tintura de árnica. Va muy bien para las inflamaciones. Espero que no le haya roto nada.
—Lo sabía —mascullaba Jakub apretando los dientes—. ¡Maldita cuadrilla de…!
—Chissst —susurraron Jade y Lilinn a la vez, y se apresuraron a llevárselo de allí.
Bajo la luz eléctrica, la inflamación del costado de Jakub tenía un aspecto todavía peor. Para entonces, ya había adquirido un tono amoratado, y cuando Lilinn, con gesto experto, le palpó las costillas, Jakub hizo una mueca de dolor y masculló un reniego.
—Malas noticias —musitó Lilinn—. Lo que suponía: hay una costilla rota. ¿Te duele mucho aquí?
—Ni la mitad que un corazón roto —murmuró Jakub. Lilinn se detuvo un instante con asombro. Luego, cohibida, bajó la vista y continuó con la cura de la inflamación.
—Ayer me viniste con el sermón de que no teníamos que hacer enfadar a nadie, y ahora eres tú el que riñe con los huéspedes —reprendió Jade a su padre—. Este arrebato de cólera te habría podido costar la vida.
Jakub negó con la cabeza.
—Puede que solo seamos unos súbditos, pero, mientras el certificado de la Lady cuelgue en nuestra pared, este sigue siendo nuestro hotel.
Jade se contuvo para no hacer ningún comentario. Ella y Lilinn se intercambiaron una mirada sin decir nada, y Jade supo lo que la cocinera pensaba de la autorización: aquel trozo de papel no significaba gran cosa. Por muy buenos contactos que Jakub tuviera con las gentes de la Lady, ellos no eran más que personas carentes de derechos, que existían en tanto que los lores y la Lady así lo querían. Si a un lord le venía en gana expulsarlos de la casa, esta dejaría de ser su hotel. En momentos así, las Tierras Remotas a Jade le parecían más atractivas que nunca. «Un día me iré», se dijo con ira. —Hay algo raro en estos huéspedes— prosiguió Jakub. —¿Qué hay en las jaulas, Jade? ¿Has mirado dentro?
—Solo animales. Martas, tal vez. —Con todo, el recuerdo de aquel ojo negro no le hacía ninguna gracia—. Puede que sean para una actuación o una exhibición.
—Tal vez sí —masculló Jakub—, o tal vez no. Y en la caja grande, esa que solo pasa por la entrada principal, en esa lo único que hay es una oca gigante que pone huevos de oro para la Lady, ¿no? Este nórdico no es de fiar.
Jade resopló y cruzó los brazos. - Seguro que Tam no hubiera consentido que te tratase así. Debe de ser alguien importante, si no, seguro que la Lady no le habría concedido el deseo de alojarse fuera del palacio.
Jakub sonrió con desdén. - Piensa mejor qué es lo que puede haber en la caja, que ni siquiera la Lady lo quiere cerca.
Lilinn se detuvo asustada, y Jade de pronto sintió todavía más aprensión. Eso no se le había pasado por la cabeza.
—A mí lo que diga ese nórdico me trae sin cuidado —prosiguió Jakub—. Las palabras se las lleva el viento. Es cierto que parece amable, pero ¿has visto sus perros? Están mejor adiestrados y son más peligrosos que los galgos. El tipo además tiene callos en las manos, causados, por supuesto, por el uso habitual de un arma. Y esas cicatrices en las muñecas… No es un viajero que viene a entretener a los lores y a la Lady con espectáculos de adiestramiento. Yo reconozco a un cazador cuando lo veo.
Cazador. Bastaba decir la palabra para intranquilizar a Jade.
—El caso es que están aquí —apuntó Lilinn con sequedad—. Y nosotros somos sus anfitriones. Todo lo demás no nos incumbe.
—Así es —afirmó Jakub con un suspiro—. Ya me imaginaba que este regalo de la Lady no podía ser otra cosa que un regalo envenenado. En fin, nos ceñiremos a la orden: ni visitas, ni favores, ni preguntas. Nos mantendremos alejados de ellos hasta que finalmente se marchen. Será mejor que nos alojemos en la primera planta, en las habitaciones con los baños de mármol, que disponen de buenas cerraduras.
Con la mano izquierda, se sacó trabajosamente del bolsillo la anilla de las llaves y la arrojó sobre la mesa. - Mantengámonos apartados de ellos. Y tú, Jade, cierra aquí abajo con llave los sitios cuyo acceso no sea imprescindible.
Jade asintió y tomó las llaves. No era el momento apropiado para discutir con Jakub, pero no estaba para nada dispuesta a mantenerse alejada de Tam.
En algún lugar del hotel, empezó a oírse un gran traqueteo. Se levantaron algunos gritos y finalmente se oyó un portazo que hizo que Lilinn diera un respingo.
—Ha sido en el salón de banquetes —gimió Jakub—. Ahora encima me destrozarán las puertas de dos hojas.
El rostro se le contrajo de dolor cuando intentó incorporarse. Lilinn se le adelantó.
—Ni lo sueñes —le ordenó empujándolo de nuevo al asiento con fuerza—. Solo faltaría que ahora te rompieses otra costilla. —Jade se puso de pie—. Ya me encargo yo. Salió por la puerta antes de que Jakub pudiera objetar algo. El traqueteo, en efecto, procedía del salón de banquetes y a él se unió también el ruido de un objeto al ser arrastrado, como si un bulto pesado se deslizara por encima de unos maderos. Al llegar a la puerta titubeó un instante. La perspectiva de tener que enfrentarse a los cazadores la puso tan nerviosa que agarró con fuerza la anilla de las llaves. La luz de las primeras horas de la tarde iluminaba el gran salón de banquetes. Las amplias puertas de doble hoja que había en la entrada principal se encontraban totalmente abiertas, y los maderos lisos que estaban colocados por encima de la escalera desde el trasbordador llegaban al interior de la estancia. En el mármol del suelo, en los puntos donde unos decenios antes habían habido mesas pesadas, se veían mellas y arañazos. El dibujo del suelo mostraba unas flores de loto blancas y negras; sin duda en otros tiempos, cuando el blanco no estaba cubierto de polvo ni desgastado, su aspecto tenía que haber sido suntuoso. Jade miró a su alrededor y suspiró con alivio. No había cazadores en la sala. Solo estaban un par de estibadores que no conocía y… ¡Faun! En aquel instante había emergido de detrás de la caja y estaba comprobando la soga con aspecto concentrado. En el momento en que la caja se deslizó sobre los maderos, se volvió a oír el ruido de fricción.
Faun apretó entonces las manos sobre la madera y opuso resistencia en el momento en que la caja alcanzó el vértice, se inclinó y se deslizó hacia delante como si estuviera en un balancín. La silueta de su sombra se desplomó sobre las flores de piedra como si de un monolito deforme se tratase.
—¡Cuidado! —Faun regañó a los hombres que estaban soltando la soga—. No tan rápido.
—¡Tened cuidado también con las puertas! —gritó Jade. Observó con satisfacción cómo Faun se volvía hacia ella con un gesto de fastidio. Le pareció incluso que palidecía.
Jade observó con los brazos cruzados cómo la caja era colocada en la posición adecuada hasta que quedaba por fin bien afianzada en el suelo. Faun suspiró visiblemente aliviado. Los estibadores arrojaron una última mirada de horror a aquel trozo de madera, se tocaron las gorras a modo de saludo y se apresuraron a regresar a su barcaza. Jade fue hacia la puerta, cerró cuidadosamente los batientes y buscó la llave que cerraba la entrada principal. En aquel silencio repentino, el tintineo de la anilla de las llaves sonó con una intensidad incómoda. Por el momento, en la caja no se movía nada y no salía ningún ruido de ella. Un hormigueo en la nuca hizo sospechar a Jade que Faun la observaba sin decir nada. La llave giró sin más en la cerradura, y el chasquido metálico retumbó en la sala vacía. - Tengo ganas de ver cómo vais a subir la caja a la cuarta planta —dijo Jade sin volverse—. A fin de cuentas, no cabe por el ascensor.
Le respondió un carraspeo; luego, con cierta vacilación, Faun dijo: - Se queda… aquí abajo.
Jade entonces se giró.
Faun dibujaba una mueca con la comisura izquierda de la boca. —¿Te disgusta? Ha sido idea tuya—. Aunque la hostilidad casi se podía palpar con las manos, Jade contuvo su rabia. Nada de preguntas, ni de visitas. Sabía que tenía que hacer caso a Jakub y marcharse, pero, en lugar de ello, sintió en su interior una especie de obstinación.
«Puede que no sea nuestro hotel —se dijo—. Pero no deja de ser mi casa».
—¿Y cómo lo haréis? —preguntó—. Alguien tendrá que vigilar la jaula, ¿no? ¿O acaso pretendéis dejar al animal encerrado todo el tiempo?
—Eso es asunto mío —respondió Faun con frialdad. Señaló entonces un montón de mantas revueltas destinado claramente a servirle de cama—. Me quedaré aquí y me ocuparé de él. De él. Eso, por lo menos, era alguna cosa.
—Tienes un nombre poco habitual —se atrevió a decir Jade.
—Tú también.
Esa afirmación solo la podía hacer un forastero. Jade era un nombre muy habitual en la ciudad.
Silencio.
—¿Te llamas Faun a secas? —Preguntó Jade—. ¿No tienes apellidos?
Los ojos del nórdico se empequeñecieron un poco, todo el cuerpo se le tensó y, a pesar de que los reflejos del Wila se deslizaban sobre su cara, no parpadeó ni un solo instante. Parecía como si le resultase muy difícil decidir si debía hablar más con ella.
«¿Por qué no me soporta? —pensó ella—. ¿Qué le da derecho a mirarme como si me fuera a abofetear?».
—No me gustan mucho los nombres —dijo él al cabo de un rato a la vez que apartaba la mirada de nuevo, como si no pudiera tolerar verla.
—¿Acaso la Lady no ha aceptado vuestro regalo? —preguntó Jade con sorna señalando con la barbilla la caja.
—Hay regalos que no pueden ser tratados de otro modo —repuso Faun en voz baja.
Por algún motivo, eso la hizo estremecer. En la estancia se levantaba una sombra; dentro de la caja había algo que respiraba, que ella notaba más que oía. Sin saber por qué, tenía la sensación de que el animal de la caja la acechaba. «Odia a los humanos», recordó que Martyn le había dicho.
Faun bajó la mirada.
—Dame la llave —dijo.
Jade cruzó los brazos de forma ostensiva.
—Por favor —añadió él subrayando las palabras; con todo, no dejó de sonar como una amenaza. Jade vaciló, pero al final decidió que se sentiría mucho más segura si por la noche la sala permanecía cerrada con llave. En cualquier caso, no tenía elección. Si ella no le daba las llaves a Faun, un cazador se encargaría de que las recibiera. Tras titubear, sacó la llave de la anilla. Faun le tendió la mano.
Ya te gustaría a ti, pensó Jade con rabia. No pienso dar ni un paso hacia ti.
La mano de él quedó suspendida en el aire. Era una mano nervuda y delgada, y tenía una forma bonita. El dedo índice y el anular eran igual de largos. Y en el antebrazo, precisamente en el punto donde la piel es más sensible, brillaba un tatuaje de un fuego negro.
Unas llamaradas se levantaban por los tendones y las finas ondulaciones de las venas. Casi hacía casi daño ver aquella marca negra en la piel inmaculada. De pronto, Jade se percató de lo que antes le había llamado tanto la atención. Faun carecía de lunares, pecas o cicatrices.
—¿Qué es esa marca? —quiso saber.
Él le dirigió una mirada que para ella fue como una bofetada y apartó la mano.
Pese a su enojo por el acceso de cólera de Jakub, en ese instante, a Jade la sangre le encendió las mejillas. - Oye, ¿a ti qué te pasa? —le espetó—. ¿Tanto te cuesta responder a una simple pregunta? ¿Te hecho algo malo yo a ti? Yo soy quien tiene más motivos para estar enfadada contigo. ¡Por tu culpa mi padre ha estado a punto de recibir un disparo!
Él arqueó las cejas y dibujó una sonrisa burlona con los labios.
—Tu padre es un hombre irascible —repuso tranquilamente—. Y eso, sin duda, no es culpa mía. Al oír aquello, Jade se quedó sin argumentos. Por desgracia, él tenía razón.
—¿Y por qué has convencido a Tam para que llevara las cajas arriba? ¿No hay espacio suficiente aquí?
—Sí, lo hay.
—Entonces, ¿has rechazado la propuesta sólo por mí?
—Sí —respondió él sorprendiéndola por segunda vez.
Se hizo un silencio incómodo. Jade se esforzaba por encontrar palabras, una nueva pregunta para poderle sonsacar alguna respuesta; pero, de pronto, su cabeza parecía hueca.
«¿Qué hago aquí? —se recriminó—. No quiere hablar conmigo, no puede ni verme». Aquello, curiosamente, la entristeció.
Él se humedeció los labios con nerviosismo.
—¡La llave! —insistió.
Jade tragó saliva. La decepción le había sentado como una ráfaga de viento glacial se había quedado helada. De todos modos, ¿qué otra cosa podía esperar?
—Aquí la tienes —respondió tendiéndole la llave. Durante unos segundos permanecieron de pie, a cinco pasos de distancia; al final, Faun abandonó aquel desafío silencioso y se acercó a ella. Por un instante, Jade no supo qué deseo era mayor: si salir huyendo a toda prisa o aproximarse a él.
Cuando dejó caer la llave en la palma de la mano, sus dedos se tocaron. En aquel segundo inquietante, ambos se miraron fijamente y ella sintió un leve y cálido estremecimiento en su interior. Y notó además otra cosa, una vibración, un vínculo. Faun entonces se apartó con un respingo, como si se hubiera quemado con el roce a la vez que apretaba con fuerza la mano en el puño. Atravesó la habitación a grandes zancadas, asió el picaporte y abrió la puerta. El gesto no podía ser más elocuente. A Jade no le quedó más remedio que abandonar el salón. Al salir al pasillo las piernas le temblaban.
—¿Jade?
Ella dio un respingo y se volvió otra vez hacia él. Faun no la miraba, tenía la vista clavada en el suelo.
—Mantente alejada de la cuarta planta —le advirtió. Luego, le cerró la puerta en las narices y giró la llave en la cerradura.
Los otros huéspedes siempre habían sido intrusos provisionales, personajes interesantes, agradables o desagradables, que iban y venían sin afectar para nada la vida en el hotel. Personas desconocidas cuya presencia se toleraba porque ayudaban a pagar la comida y los tributos y porque, gracias a ellos, ella y Jakub podían continuar viviendo en el Larimar. Aquella noche, sin embargo, Jade presintió que algo había cambiado. Al girar el grifo en la habitación estrecha en el ala oeste del Larimar y contemplar cómo un chorro de agua algo turbia daba contra el lavamanos, le pareció que veía su propio hotel con los ojos y los sentidos de un desconocido: las muchas habitaciones desocupadas, el abandono, los muebles desgastados, el olor constante a agua y a río. En la habitación contigua oyó rechinar los muelles de la cama cuando Jakub se revolvió en ella entre gemidos de dolor y, antes de sumirse en un sueño intranquilo, farfulló también alguna cosa.
Jade se sentó en la cama y contempló las nubes de la noche por la ventana. Repasó, punto por punto, su plan. No le costaría mucho, máximo la cabeza, si Jakub llegaba enterarse. Pero todavía era temprano, así que Jade se apoyó en la estructura metálica de la cama y cerró los ojos.
En algún momento tuvo que adormecerse un poco, ya que soñó con el ojo negro que la miraba por el orificio de la caja grande. En su sueño, Faun sacudía la cabeza reprendiéndola. Pero Jade alargaba la mano y acariciaba la caja. Lo que provocó con eso la asustó: las paredes de madera se abrieron como pétalos de una flor gigantesca y cayeron a un lado. Jade apenas tuvo tiempo de apartarse. El agua se derramaba por el suelo y le mojaba los pies desnudos. Era más fría que el hielo. «Te lo dije: mantente alejada de nosotros», le reprochaba Faun.
Y él se inclinaba y daba vueltas alrededor la criatura que yacía agazapada en el suelo de la caja. Los ojos negros y huecos del eco abatido se clavaban en Jade. De la boca le colgaba una lengua extremadamente larga y afilada como un puñal, mientras que de la herida de la frente le brotaba sangre de agua.
Se incorporó con un jadeo. Todavía atrapada en el sueño, le pareció haber percibido un chasquido metálico. ¿De verdad había oído el ascensor, o esto también formaba parte del sueño?
Las cortinas se mecían con el viento ante al cristal roto. Por el ángulo de los rayos de la luna, supo que había dormido más de una hora. Por lo tanto, tenía que ser más de medianoche. Por encima del murmullo y el chapoteo del Wila se impuso otro ruido: el aleteo de unas alas. Seguramente era una pequeña bandada de pájaros nocturnos que pasaba junto a la ventana, aunque Jade solo vio unas sombras que se deslizaban por las cortinas. Inspiró profundamente hasta que los latidos de su corazón se aquietaron. «Yo reconozco a un cazador cuando lo veo».
Había muchas posibilidades: a la Lady le encantaba la caza. Se decía que le encantaba cabalgar por los bosques sombríos de las afueras de la ciudad, en los que habitaban criaturas que era preferible que un humano no viera jamás. Pero la lista de trofeos de caza incluía humanos. Y, ahora… ¡los ecos! ¿Y si Tam hubiera sido llamado precisamente por eso? Aguzó el oído hacía la habitación contigua; al parecer, Jakub estaba profundamente dormido. Jade se deslizó en silencio de la cama y se encaminó de puntillas y descalza hacia la puerta. La alfombra del pasillo era mullida y fresca al tacto. En la oscuridad del corredor, las puertas estaban dispuestas como los dientes de una calavera, una junto a otra. Los ruidos de la casa, como el golpeteo lejano de unas puertas entornadas, eran tan siniestros como siempre, y también en esa ocasión los fantasmas parecían seguir a Jade a cada paso, dejándole notar su aliento gélido en la nuca. Pero, con todo, aquel día era distinto. Jade se detuvo junto a la escalera y escuchó los nuevos ruidos: unos crujidos y unos murmullos en las tuberías que antes no se oían. La casa gemía bajo el peso de las numerosas cajas, y un latido extraño parecía retumbar por todas las habitaciones. En algún lugar por encima de su cabeza, los animales se removían en las jaulas, y mucho más cerca de ella, unos pocos escalones por debajo, Faun dormía. Eso, claro, si efectivamente dormía.
Miró a su alrededor con cautela y luego se puso en marcha. La escalera parecía absorber sus pasos. Jade conocía cada escalón y todas las mellas de la piedra.
La cabina del ascensor estaba en la planta baja; por lo tanto, alguien, en efecto, había bajado. De hecho, incluso la reja de latón estaba abierta.
Sigilosamente, Jade se escabulló a toda prisa por delante del ascensor y recorrió el pasillo, dispuesta a encontrarse con Tam en cualquier momento. Pero no encontró a nadie. Vaciló un poco al pasar frente a la puerta del salón de banquetes. Allí todo estaba en silencio, aunque la estrecha franja de luz pálida que asomaba debajo de la puerta revelaba que Faun no había corrido las cortinas, y que la luz de la luna bañaba la estancia. Bien. Minutos más tarde, Jade se encaramó por la ventana de la cocina para acceder a la cornisa de piedra. Cuando alcanzó trepando la escalera del agua, las aguas, negras como la noche, murmuraban bajo sus pies. La luz de la luna arrojaba una telaraña brillante de reflejos sobre las olas y los remolinos. Como las ventanas estaban un poco más elevadas, tuvo que servirse de toda su habilidad para alcanzar el alféizar de la ventana sin hacer ruido. Cuando lo consiguió, apoyó lateralmente el pie descalzo sobre el borde de piedra del marco de la puerta, y se aupó con los brazos hasta alcanzar el alféizar de la ventana para mirar dentro del salón.
La caja se erigía como un peñasco negro en el suelo de mármol. El montículo que había a su lado tenía que ser el montón de mantas sobre el que dormía Faun. Ella contaba con verlo allí, pero no parecía estar. ¿Se habría ocultado bajo las mantas para que ella no pudiera reconocer silueta? A pesar de que a Jade le temblaban los brazos por el esfuerzo, se aproximó un poco más a la ventana hasta que su aliento empañó el cristal.
Algo había cambiado allí desde la tarde. La caja parecía más amplia. Aunque también podía ser que fuera solo el efecto del cambio de ángulo de visión. Entonces un movimiento asustó a Jade, que a duras penas logró conservar el equilibrio. ¡Una sombra! Muy cerca de la puerta. Una figura. ¿Faun, tal vez? Y otro movimiento. Un bulto de forma extraña y de color negro. Notó que la boca se le secaba. Eso, ciertamente, no era un oso. Sin apenas poder respirar, Jade se quedó mirando esa cosa deslizante y flexible —¿acaso reptaba?— cuando, de pronto, la puerta se abrió. Ese extraño ser se detuvo y volvió la cabeza hacia la ventana. Sus ojos reflejaban la luz de la luna. Jade se agachó con rapidez y se descolgó hasta alcanzar la escalera del agua. En cuanto llegó al escalón superior, se agazapó, presintiendo la catástrofe que se avecinaba: pronto los batientes de la puerta o de la ventana se abrirían, y aquella bestia la atacaría. Ella huiría echándose al río, y la corriente la atraería hacia el fondo y los niños malos del Wila se regocijarían con su sangre.
Durante diez o veinte largos segundos se mantuvo inmóvil sin que nada ocurriera. Luego oyó con alivio que la puerta del salón de banquetes se cerraba con llave.