Escena VIII

LUISA.— ¿Qué queréis, papá?

ARGAN.— Ven acá. Acércate. Levanta los ojos y mírame a la cara. ¿A ver?

LUISA.— ¿Qué, papá?

ARGAN.— ¿No tienes nada que contarme?

LUISA.— Os contaré, para entreteneros, el cuento de la piel del burro o la fábula del cuervo y la zorra, que he aprendido hace poco.

ARGAN.— No es eso lo que quiero.

LUISA.— ¿Qué es entonces?

ARGAN.— De sobra sabes tú, granuja, a lo que me refiero.

LUISA.— No sé.

ARGAN.— ¿Es esta tu manera de obedecerme?

LUISA.— ¿En qué?

ARGAN.— ¿No te encargué que vinieras inmediatamente a contarme todo lo que vieras?

LUISA.— Sí, papá.

ARGAN.— ¿Y lo has hecho?

LUISA.— Sí, papá. Cuando he visto algo, he venido a contároslo.

ARGAN.— Y hoy, ¿no has visto nada?

LUISA.— No, papá.

ARGAN.— ¿No?

LUISA.— No, papá.

ARGAN.— ¿Seguro?

LUISA.— Seguro.

ARGAN.— Está bien; yo te haré que veas algo. (Coge unas disciplinas).

LUISA.— ¡Papá, papá!

ARGAN.— ¡Farsante.…! ¿No quieres decirme que has visto a un hombre en la alcoba de tu hermana?

LUISA.— ¡Papá!

ARGAN.— Yo te enseñaré a mentir.

LUISA.— (Echándose a los pies de su padre). Perdón, papá, perdón. Mi hermana me rogó que no os dijera nada; pero yo os lo contaré todo.

ARGAN.— Primero te tengo que azotar por haberme mentido; después, ya veremos.

LUISA.— ¡Perdón, papá!

ARGAN.— No.

LUISA.— ¡No me azotes, papaíto!

ARGAN.— Ahora lo verás.

LUISA.— ¡Por Dios, papá!

ARGAN.— (Sujetándola para zurrarle). ¡Vamos, vamos!

LUISA.— ¡Me habéis herido.…! ¡Me muero! (Cae, haciéndose la muerta).

ARGAN.— ¿Qué es esto.…? ¡Luisa.…! ¡Luisa.…! ¡Dios mío! ¡Luisa, hija mía…! ¡Ah, desventurado, que acabas de matar a tu hija! ¿Qué has hecho, miserable? ¡Malditas disciplinas.…! ¡Hija mía, Luisa!

LUISA.— No lloréis, papá, que no estoy muerta del todo.

ARGAN.— ¡Hay mayor trapacería.…! Te perdono por esta vez, pero me has de contar lo que has visto.

LUISA.— Sí, papá.

ARGAN.— Mucho ojo conmigo, porque este meñique lo sabe todo, y si mientes me lo advertirá.

LUISA.— Pero no le digáis a mi hermana que yo os he contado.

ARGAN.— No.

LUISA.— Pues estando yo en el cuarto de Angélica ha llegado un hombre.

ARGAN.— ¿Y qué?

LUISA.— Le pregunté qué deseaba y me dijo que era el maestro de canto.

ARGAN.— ¡Huy, huy, huy! ¡Ya hemos cogido la hebra.…! ¿Qué más?

LUISA.— A poco ha venido mi hermana.

ARGAN.— ¿Y qué?

LUISA.— Angélica le ha dicho: «¡Salid, salid, salid de aquí! ¡Por Dios, salid, salid o causaréis mi desesperación!».

ARGAN.— Sigue.

LUISA.— Él no quería marcharse.

ARGAN.— ¿Qué le decía?

LUISA.— ¡Yo no sé cuántas cosas!

ARGAN.— ¿Y qué más?

LUISA.— Seguía hablando: que por aquí, que por allá; que la amaba y que era la criatura más bella del mundo.

ARGAN.— ¿Y qué más?

LUISA.— Que se puso de rodillas.

ARGAN.— ¿Y después?

LUISA.— Que le besó las manos.

ARGAN.— ¿Y después?

LUISA.— Que viendo llegar a mi madrastra, huyó.

ARGAN.— ¿Y nada más?

LUISA.— Nada más, papá.

ARGAN.— Mi meñique quiere decirme algo. (Se mete el dedo en el oído). Aguarda.… ¡Sí, sí! Lo ves: dice que has visto algo más y no quieres contármelo.

LUISA.— ¡Pues es un embustero vuestro meñique!

ARGAN.— ¡Cuidado!

LUISA.— No le hagáis caso, que miente; os lo aseguro.

ARGAN.— Bien, bien; ya veremos. Márchate y ten mucho ojo.… ¡Cuántos quebraderos de cabeza! No le dejan a uno tiempo ni para pensar en sus enfermedades.… ¡No puedo más! (Se deja caer en su sillón).