Escena VI

ARGAN.— Amor mío, te presento al hijo del señor Diafoirus.

TOMAS (Comienza una salutación que traía aprendida; pero se le va la memoria y se corta).— Señora: Con justicia os han concedido los cielos el nombre que tan claramente luce en vuestro rostro y que…

BELISA.— Encantada de conoceros.

TOMÁS.— Que tan claramente puede leerse en vuestro rostro… puede leerse en vuestro rostro… Vuestra interrupción, señora, me ha hecho perder el hilo.

DIAFOIRUS (A su hijo).— Reserva el discurso para otra ocasión.

ARGAN.— Hubiéramos deseado verte antes.

ANTONIA.— ¡Lo que os habéis perdido, señora…! ¡El segundo padre, la estatua de Memnón, la flor llamada heliotropo…!

ARGAN.— Vamos, hija mía. Enlaza tu mano a la del señor y dale tu palabra de esposa.

ANGÉLICA.— ¡Padre!

ARGAN.— ¡Padre! ¿Qué quiere decir eso?

ANGÉLICA.— Os ruego, por favor, que no precipitéis las cosas. Concedednos el tiempo necesario para que nos lleguemos a conocer y para que nazca entre nosotros la inclinación indispensable en toda unión.

TOMÁS.— En mí ya nació, señorita, y por mi parte no hay nada que aguardar.

ANGÉLICA.— Si vos sois tan súbito, a mi no me sucede lo mismo; y os confieso que vuestros méritos aún no han logrado hacer una gran impresión en mi alma.

ARGAN.— ¡Bah, bah! Todo esto vendrá con el matrimonio.

ANGÉLICA.— Dadme tiempo, padre mío, os lo ruego. El matrimonio es una cadena a la cual no se debe ligar nadie violentamente; y si el señor es un hombre honrado, no debe aceptar por esposa a una mujer que se uniría a él por la fuerza.

TOMÁS.— Nego consequentiam. Señorita, yo puedo ser un hombre honrado y aceptaros de manos de vuestro padre.

ANGÉLICA.— Mal camino para hacerse amar el de la violencia.

TOMÁS.— Señorita, las antiguas historias nos cuentan que era costumbre raptar de la casa paterna a la joven con la cual se iba a contraer matrimonio, precisamente para que no pareciera que se entregaba voluntariamente en brazos de un hombre.

ANGÉLICA.— Los antiguos, señor, eran los antiguos, y nosotros somos gentes de ahora; de una época en que no son necesarios esos subterfugios, porque cuando un marido nos agrada sabemos aproximarnos a él sin que se nos obligue. Tened, pues, paciencia, y si me amáis, mis deseos deben ser también vuestros.

TOMÁS.— Siempre que no se opongan a las intenciones de mi amor.

ANGÉLICA.— Y ¿qué mayor prueba de amor que la de someterse a la voluntad de quién se ama?

TOMÁS.— Distingo, señorita: en aquello que no se refiera a la posesión, concedo; pero en lo que le concierne, niego.

ANTONIA.— ¡Así se razona! (A Angélica). El señor, sale ahora, vivito y coleando, de la escuela, y siempre tendrá una réplica para quedar encima. ¿A qué viene, esa resistencia y por qué renunciáis a la gloria de uniros con el cuerpo facultativo?

BELISA.— Acaso haya por medio otra inclinación.

ANGÉLICA.— Si la hubiera, sería de tal naturaleza que la razón y la honestidad podrían autorizarla.

ARGAN.— ¡Por lo visto, yo no soy más que un monigote!

BELISA.— Yo, en tu caso, hijo mío, no la obligaría a casarse, y… ya sabría yo lo que hacer con ella.

ANGÉLICA.— Comprendo lo que queréis decir, señora, y conozco vuestras caritativas intenciones respecto a mí; pero acaso vuestros deseos no se realicen.

BELISA.— Lo creo; las jovencitas de hoy, muy juiciosas y recatadas, se burlan de la sumisión y obediencia que se debe a los padres. Eso estaba bien en otros tiempos.

ANGÉLICA.— Los deberes de hija tienen un límite, señora, y no hay razón ni ley alguna que obligue a obedecer en todo ciegamente.

BELISA.— Eso quiere decir que no es que desdeñes el matrimonio, sino que quieres elegir un marido a tu gusto.

ANGÉLICA.— Y si mi padre no quiere dármelo, al menos que no me obligue a casarme con quien no puedo amar.

ARGAN.— Perdonad esta escena, señores.

ANGÉLICA.— Cada cual lleva sus intenciones al casarse. Yo, que no quiero un marido sino para amarle de veras y hacer de él el objeto de mi vida, tengo que tomar mis precauciones. Hay quien se casa para libertarse de la tutela paterna y campar a su gusto; hay también, señora, quien hace del matrimonio un comercio, y quien se casa únicamente por los beneficios, enriqueciéndose a la muerte del marido y pasando, sin escrúpulos, de uno a otro sin más fin que expoliarlos. Quienes así actúan en verdad se fijan poco en las cualidades de la otra persona.

BELISA.— Estás muy habladora… ¿Qué es lo que quieres decir con todo ese discurso?

ANGÉLICA.— ¿Qué he de querer decir más de lo que he dicho?

BELISA.— ¡Eres de una estupidez insoportable!

ANGÉLICA.— Si lo que pretendéis es obligarme a que os conteste una insolencia, os advierto que no lo vais a lograr.

BELISA.— ¡Hay mayor impertinente!

ANGÉLICA.— Favor que me hacéis.

BELISA.— Tienes una presunción y un orgullo tan ridículos que da lástima.

ANGÉLICA.— Todo cuanto digáis será inútil, porque no he de abandonar mi discreción; y para que no os quede la esperanza de lograrlo, me voy.

ARGAN (A Angélica, que va a salir).— Escúchame bien: o te casas con el señor dentro de cuatro días o entras en un convento. (A Belisa). No te sofoques, que ya le ajustaré las cuentas.

BELISA.— Siendo mucho dejarte, hijo mío, pero tengo que salir a un asunto que no admite excusa. Volveré corriendo.

ARGAN.— Anda, amor mío; y de camino pásate por casa del notario y dale prisa para que haga lo que ya sabes.

BELISA.— Adiós, queridito.

ARGAN.— Adiós, mi pequeña… He aquí una mujer que me adora hasta lo increíble.

DIAFOIRUS.— Con vuestro permiso nos retiramos.

ARGAN.— Antes os ruego que me digáis cómo estoy.

DIAFOIRUS (Tomándole el pulso).— Vamos, Tomás, tómale la otra mano y veamos si sabes hacer un diagnóstico por el pulso. ¿Quid dicis?

TOMÁS.— Dico que el pulso del señor es el pulso de un hombre que no está bueno.

DIAFOIRUS.— Así es.

TOMÁS.— Que está duriúsculo[12], por no decir duro.

DIAFOIRUS.— Muy bien.

TOMÁS.— Agitado.

DIAFOIRUS.— Bien.

TOMÁS.— Un poco desigual.

DIAFOIRUS.— Óptimo.

TOMÁS.— Lo cual produce una intemperancia en el parénquima esplénico; es decir, en el bazo.

DIAFOIRUS.— Muy bien.

ARGAN.— No. Purgon dice que mi enfermedad está en el hígado.

DIAFOIRUS.— ¡Claro! Quien dice parénquima, lo mismo dice hígado que bazo, a causa de la estrecha simpatía que los une, ya por el vaso breve, por el píloro y, frecuentemente, por los conductos colidocos. Os habrá prescripto, sin duda, que comáis mucho asado.

ARGAN.— No; nada más que cocido.

DIAFOIRUS.— Sí…, asado y cocido vienen a ser lo mismo. Todas las prescripciones están muy atinadas. No podíais haber caído en mejores manos.

ARGAN.— Y decidme, señor: ¿cuántos gramos de sal deben echarse en un huevo?

DIAFOIRUS.— Seis, ocho, diez…; siempre números pares; al revés que en los medicamentos, que siempre son impares.

ARGAN.— Hasta la vista, señor.