Escena V
ARGAN (Llevándose la mano al gorro, pero sin quitárselo).— Perdonad, pero tengo prohibido descubrirme. Vos, que sois del oficio, conoceréis las razones.
DIAFOIRUS.— Nuestra presencia debe proporcionar alivio y no incomodidad al enfermo.
ARGAN.— Acepto… (Hablan los dos a un tiempo, interrumpiéndose el uno al otro a cada palabra, lo que ocasiona un verdadero galimatías).
DIAFOIRUS.— Venimos…
ARGAN.— Con regocijo…
DIAFOIRUS.— Mi hijo Tomás y yo…
ARGAN.— El honor que me hacéis…
DIAFOIRUS.— A testimoniaros…
ARGAN.— Y hubiera deseado…
DIAFOIRUS.— El regocijo que experimentamos…
ARGAN.— Ir a visitaros…
DIAFOIRUS.— Por la merced que nos habéis hecho…
ARGAN.— Para expresaros mi reconocimiento…
DIAFOIRUS.— Accediendo a recibirnos…
ARGAN.— Pero ya sabéis vos…
DIAFOIRUS.— Y honrándonos…
ARGAN.— Lo que es un pobre enfermo…
DIAFOIRUS.— Con esta unión…
ARGAN.— Y que ha de conformarse…
DIAFOIRUS.— Queremos hacer constar de igual modo…
ARGAN.— Con deciros ahora…
DIAFOIRUS.— Que en aquello que dependa de nuestro oficio…
ARGAN.— Que no perderá ocasión…
DIAFOIRUS.— Como en todo momento…
ARGAN.— De daros a conocer…
DIAFOIRUS.— Estaremos solícitos…
ARGAN.— Su adhesión…
DIAFOIRUS.— A expresaros nuestro celo. (Se vuelve a su hijo y le dice). Avanza tú ahora, Tomás, y presenta tus homenajes.
TOMÁS (Es un grandísimo necio, patarroso[11], que lo hace todo a destiempo).— ¿No es por el padre por quién debo empezar?
DIAFOIRUS.— Sí.
TOMÁS.— Señor: Aquí llego a saludar, reconocer, amar y reverenciar a un segundo padre. Pero a un segundo padre al cual, me atrevo a declararlo, soy más deudor que al primero. El primero me ha engendrado; vos me habéis elegido. Aquél me acogió por obligación; vos me adoptáis graciosamente. Lo que recibí del primero fué obra de la materia; lo que de vos recibo es acto de la voluntad; y tanto más las facultades espirituales son superiores a las materiales, tanto más os debo y tanto más aprecio esta futura unión, por la cual vengo ahora a expresaros anticipadamente mis más humildes y rendidos respetos.
ANTONIA.— ¡Bendito sea el colegio de dónde salen estos hombres!
TOMÁS.— ¿He estado bien, padre?
DIAFOIRUS.— ¡Óptimo!
ARGAN (A Angélica).— Vamos, saluda al señor.
TOMÁS (A Diafoirus).— ¿Debo besarle la mano?
DIAFOIRUS.— Sí, Sí.
TOMÁS (A Angélica).— Señora: Con justicia os ha concedido el cielo el título de madre, puesto que…
ARGAN.— Ésa no es mi mujer, es mi hija.
TOMÁS.— Pues ¿dónde está?
ARGAN.— Vendrá ahora.
TOMÁS (A Diafoirus).— ¿Aguardo a que venga?
DIAFOIRUS.— Saluda a la hija.
TOMÁS.— Señorita: Así como de la estatua de Memnón salían sonidos armoniosos al ser iluminada por los rayos del sol, de igual manera me siento yo animado de un dulce transporte al recibir los resplandores de vuestra belleza. Y del mismo modo que, según observan los naturalistas, la flor llamada heliotropo gira sin cesar hacia el astro del día, así mi corazón desde ahora girará de continuo atraído por el fulgor de vuestros ojos adorables, que son mi único polo… Permitid, señorita, que deposite en el altar de vuestros encantos la ofrenda de este corazón, que ni alienta ni ambiciona otra gloria que la de ser mientras viva, vuestro muy humilde, muy obediente y muy fiel servidor y marido.
ANTONIA (En chanza).— ¡Bien vale la pena quemarse las pestañas estudiando para poder decir luego cosas tan lindas!
ARGAN (A Cleonte).— ¿Qué decís vos de esto?
CLEONTE.— Que estoy maravillado de oír al señor, y que si es tan buen médico como orador notable, dará gusto enfermar para ser asistido por él.
ANTONIA.— Seguramente. Si sus curaciones son como sus discursos, será cosa de pasmo.
ARGAN.— Vaya, acérquenme mi butaca, y sentémonos todos. Tú aquí, hija mía. (A Diafoirus). Os doy la enhorabuena por tener tal hijo; ya veis cómo todos le admiran.
DIAFOIRUS.— Señor: No es porque sea mi hijo, pero tengo motivos sobrados para estar orgulloso. Todo el que le conoce habla de él como de un joven que no tiene pero. Nunca tuvo la imaginación viva, ni esa fogosidad que se echa de ver en algunos; pero por eso mismo auguré siempre que sería juicioso, cualidad indispensable para el ejercicio de nuestra profesión. De pequeño, jamás se le tuvo por un muchacho listo y despejado, como suele decirse: de carácter dulce, apacible y taciturno, no se le vio nunca entretenido en esas múltiples distracciones que se llaman juegos infantiles. A los nueve años aún no conocía las letras, y costó Dios y ayuda enseñarle a leer… «¡Bien! —me decía yo— los árboles tardíos son los que dan mejores frutos. Por costar más trabajo grabar en el mármol que escribir en la arena, son más duraderos los caracteres. Esta lentitud de comprensión, esta escasez imaginativa son síntomas de buen juicio en el porvenir». Sus primeros años de colegio fueron muy duros; pero su obstinación supo vencer todas las dificultades, haciéndose lenguas sus profesores en elogio de su constancia y asiduidad en el trabajo… Al fin, a fuerza de batir en el yunque, ganó brillantemente su licenciatura; y puedo decir, sin envanecerme, que en las controversias suscitadas en nuestro colegio, desde hace dos años, ninguno armó tanto ruido como él. Es un discutidor formidable, que no deja pasar proposición sin llevar la contraria; y conservando su frialdad en la disputa, aferrado como un turco a sus principios, no cede jamás en sus opiniones y lleva el razonamiento hasta los límites más recónditos de la lógica. Pero sobre todas sus cualidades la que más me agrada es que, guiándose de mi ejemplo, sigue ciegamente los principios de la escuela antigua, sin que haya querido discutir ni prestar atención a esos pretendidos adelantos y experiencias de nuestro siglo, tales como la circulación de la sangre y otras divagaciones de igual calibre.
TOMÁS (Sacando un enorme mamotreto que ofrece a Angélica).— He aquí la tesis sostenida por mí contra los partidarios de la circulación. Con la venia de vuestro padre, os la ofrezco como primicia de mi ingenio.
ANGÉLICA.— ¿Para qué quiero yo eso si no entiendo jota?
ANTONIA.— Dádmelo, dádmelo a mí, que recortaré la orla y la pondré en mi cuarto.
TOMÁS.— Igualmente con permiso de vuestro padre, os invito a que asistáis uno de estos días a la disección de una mujer. Es un espectáculo muy entretenido y en el que tengo que actuar.
ANTONIA.— Debe ser divertidísimo. Hay quien lleva al teatro a su dama; pero invitarla a una disección es mucho más galante.
DIAFOIRUS.— Por lo demás, en lo que respecta a las cualidades que se requieren para el matrimonio y la propagación de la especie, puedo aseguraros que, según las reglas del arte, está a pedir de boca; posee en un grado loable la virtud prolífica, y su temperamento es justamente el que se requiere para engendrar y procrear hijos fuertes.
ARGAN.— ¿Y no entra en vuestros cálculos el irlo introduciendo en la corte y obtenerle una plaza de medico?
DIAFOIRUS.— Si he de deciros la verdad, nuestra profesión al lado de esa gente grande es muy desairada. Yo he preferido siempre vivir del público. Es más cómodo, más independiente y de menos responsabilidad, porque nadie viene a pedirnos cuentas; y con tal que se observen las reglas del arte, no hay que inquietarse por los resultados. En cambio, asistiendo a esos señorones, siempre se está en vilo, porque apenas caen enfermos quieren decididamente que el médico los cure.
ANTONIA.— ¡Vaya una gracia! ¡Se necesita ser impertinente para pretender que lo cure el médico! Los médicos no son para eso; los médicos no tienen más misión que la de recetar y cobrar; el curarse o no, es cuenta del enfermo.
DIAFOIRUS.— ¡Claro está! Uno no tiene más obligación que la de seguir el formulario.
ARGAN (A Cleonte).— Haced un poco de música para que los señores oigan a mi hija.
CLEONTE.— Aguardaba vuestro mandato; pero ya había yo pensado, para hacer más agradable esta reunión, que cantáramos algunos pasajes de una obra nueva, recientísima. (Dando unos papeles a Angélica). Tomad vuestro papel.
ANGÉLICA.— ¿Yo?
CLEONTE (Bajo, a Angélica).— Os ruego que accedáis y que me dejéis explicaros la escena que va os arepresentar. Yo tengo poca voz, pero la suficiente para que me escuchen y acompañaros sin desentonar.
ARGAN.— ¿Son bonitos los versos?
CLEONTE.— Se trata de una improvisación hecha en prosa rimada a modo de verso libre, con objeto de que los personajes expresen más espontáneamente su pasión.
ARGAN.— Está bien. Ya escuchamos.
CLEONTE.— (Bajo el nombre de un pastor explica a su adorada todo el proceso de su amor, desde el instante en que se conocieron; luego ambos, haciendo la situación suya, se replican cantando). He aquí el asunto. A un pastor que asiste al espectáculo vienen a distraerle de su atención unas palabras violentas que escucha a su lado. Se vuelve, y viendo a un bárbaro que insulta brutalmente a una pastora, toma la defensa del sexo al que todos los hombres deben homenaje. Primeramente aplica al grosero él castigo que merece su insolencia; después, acudiendo al lado de la pastora, descubre los ojos más lindos que jamás se hayan visto, vertiendo las lágrimas más bellas del mundo. «Pero ¿es posible —se dice— que haya alguien capaz de ofender a semejante criatura…? ¿Qué inhumano salvaje no se estremecería ante estas lágrimas?». El pastor procura contenerlas, y de tal modo la amable pastora agradece su solicitud; con tal encanto, tan tierna y apasionadamente, que el pastor no puede resistir, y cada palabra, cada mirada es un dardo inflamado que penetra en su corazón. «¿Hay algo que pueda merecer tal reconocimiento? —dice él—. ¿Y qué no haría yo…, qué servicios y a qué peligros no me arrojara por merecer un solo instante la atención de alma tan generosa…?». El espectáculo transcurre sin que él le preste la menor atención, y sólo al terminar encuentra que ha sido demasiado breve, pues ha de separarse de ella… Esta primera entrevista, estos solos momentos, producen en su corazón la violencia de un amor alimentado por los años. Hace los imposibles por volver a verla; pero como la vigilancia en que ella vive se lo impide, se resuelve a pedir su mano y obtiene de ella el consentimiento para hacerlo, a la par que le advierte de que su padre ha concertado su matrimonio con otro, y que todo está ya dispuesto para la ceremonia. ¡Juzgad qué golpe tan cruel para el corazón de aquel triste pastor…! Un sufrimiento moral le aniquila, y no pudiendo soportar la idea de ver a la que ama en brazos de otro, su amor desesperado le hace imaginar una trama con que introducirse en casa de la pastora para conocer sus sentimientos y escuchar de sus labios cuál es el destino que le aguarda. Al llegar, ve los temidos preparativos y conoce al indigno rival que el capricho de un padre opone a las ternezas de su amor. Ve a ese rival ridículo, triunfante al lado de su amable pastora y poseído como el que ha hecho una conquista. Esta presencia le llena de tal cólera que apenas puede dominarse; mira dolorosamente a la que ama, y por respeto a ella y a la presencia del padre, guarda silencio, expresándose sólo con los ojos, hasta que, al fin, no pudiendo contener los transportes de su pasión, habla así:
(Canta).
Mi sufrir, bella Filis,
es excesivo sufrir.
Este duro silencio rompamos
y nuestro pecho abramos.
Mi destino mostradme:
¿vivir debo o morir?
ANGÉLICA (Le responde cantando).
Ya me veis, Tirsis, triste y melancólica
ante los desposorios
que tanto os acongojan.
Levanto al cielo los ojos,
os miro,
suspiro…
¿qué más puedo decir?
ARGAN.— ¡Demonio! ¿Quién podía sospechar tales habilidades en mi hija?
CLEONTE:
¡Oh, bella Filis!
¿Sería tan dichoso,
Tirsis enamorado,
que hueco hubiera hallado
en vuestro corazón?
ANGÉLICA:
A tal punto llegados,
defenderme no puedo,
Tirsis, os idolatro.
CLEONTE:
¡Oh, frases de esperanza suma!
¿Las he oído bien?
Repetidlas y cesen ya mis dudas.
ANGÉLICA:
Te adoro.
CLEONTE:
Otra vez, por favor.
ANGÉLICA:
Te adoro.
CLEONTE:
Repetidlo cien veces, no os canséis.
ANGÉLICA:
Te adoro, sí, te adoro, te adoro,
Tirsis, te adoro.
CLEONTE:
Dioses y reyes que contempláis
a vuestros pies la tierra,
¿podríais comparar
con mi dicha la vuestra?
Mas, ¡oh, Filis!, este éxtasis,
la idea de un rival
viene a turbar.
ANGÉLICA:
Más que a la muerte mi alma lo detesta
y, lo mismo que a vos,
su vista me atormenta.
CLEONTE:
Pero una promesa paternal
os obliga.
ANGÉLICA:
Antes morir que consentir,
antes morir.
ARGAN.— Y ¿qué dice a todo esto el padre?
CLEONTE.— Nada.
ARGAN.— ¡Valiente majadero, soportar tantas pertinencias sin decir palabra!
CLEONTE.— ¡Ay, amor mío!
ARGAN.— ¡Basta, basta ya…! ¡La tal comedia es escandalosa! Ese pastor Tirsis es un impertinente, y la pastora Filis, que habla de ese modo delante de su padre, es una impúdica. A ver esos papeles… ¡Ya, ya! ¿Dónde está aquí la letra que habéis cantado? Aquí no hay más que música.
CLEONTE.— Pero ¿no sabéis, señor, que se ha inventado hace poco el medio de escribir letras con los mismos signos de la música?
ARGAN.— Está bien… Para serviros, señor mío. Hasta la vista. Y maldita la falta que nos hacía conocer una obra tan impertinente.
CLEONTE.— Creí que os divertiría.
ARGAN.— Las majaderías no divierten nunca… Aquí está ya mi esposa.