Escena II
MAESE SANTIAGO.— (Al fondo de la escena, volviéndose hacia el lado por donde ha salido). Ahora vuelvo. Que lo degüellen en seguida, que le tuesten los pies, que lo pongan en agua hirviendo y que lo cuelguen del techo.
HARPAGÓN.— (A Maese Santiago). ¿A quién? ¿Al que me ha robado?
MAESE SANTIAGO.— Hablo de un lechoncillo que acaba de enviarme vuestro intendente y que voy a aderezar a mi manera.
HARPAGÓN.— No se trata de eso, y aquí está el señor con quien hay que hablar de otra cosa.
COMISARIO.— (A Maese Santiago). No os asustéis. No soy hombre que os difame, y las cosas marcharán sin tropiezos.
MAESE SANTIAGO.— ¿El señor está invitado a cenar?
COMISARIO.— Es preciso, mi querido amigo, no ocultar nada a vuestro amo.
MAESE SANTIAGO.— A fe mía, señor, mostraré todo cuanto sé hacer y os trataré lo mejor que sea posible.
HARPAGÓN.— No se trata de eso.
MAESE SANTIAGO.— Si no os obsequio como quisiera, es culpa del señor intendente, que me ha recortado las alas con las tijeras de su economía.
HARPAGÓN.— ¡Traidor! No se trata ahora de la cena, y quiero que me des noticias del dinero que me han quitado.
MAESE SANTIAGO.— ¿Os han quitado dinero?
HARPAGÓN.— Sí, truhán; y voy a hacer que te ahorquen si no me lo devuelves.
COMISARIO.— (A Harpagón). ¡Dios mío! No le maltratéis. Veo por su cara que es un hombre honrado, y que, sin necesidad de meterlo en la cárcel, os descubrirá lo que queréis saber. Sí, amigo mío; si nos confesáis la cosa, no se os hará ningún daño y seréis recompensado como es debido por vuestro amo. Le han quitado hoy su dinero, y tenéis que saber alguna noticia de ese asunto.
MAESE SANTIAGO.— Aparte: He aquí justamente lo que necesito para vengarme de nuestro intendente. Desde que ha entrado aquí es el favorito; sólo se escuchan sus consejos, y tengo también contra él el agravio de los palos recientes.
HARPAGÓN.— ¿Qué estás rumiando?
COMISARIO.— (A Harpagón). Dejadme hacer. Se dispone a complaceros, y ya os he dicho que era un hombre honrado.
MAESE SANTIAGO.— Señor, si queréis que os diga las cosas, creo que es vuestro querido intendente quien ha dado el golpe.
HARPAGÓN.— ¿Valerio?
MAESE SANTIAGO.— Sí.
HARPAGÓN.— ¡Él que me parecía tan fiel!
MAESE SANTIAGO.— Sí; él mismo. Creo que ha sido quien os ha robado.
HARPAGÓN.— ¿Y por qué lo crees?
MAESE SANTIAGO.— ¿Por qué?
HARPAGÓN.— Sí…
MAESE SANTIAGO.— Lo creo… porque lo creo.
COMISARIO.— Mas es preciso decir los indicios que tenéis.
HARPAGÓN.— ¿Le has visto merodear alrededor del sitio dónde había yo puesto mi dinero?
MAESE SANTIAGO.— Sí, en verdad. ¿Dónde estaba vuestro dinero?
HARPAGÓN.— En el jardín.
MAESE SANTIAGO.— Justamente; le he visto merodear por el jardín. ¿Y dónde estaba guardado ese dinero?
HARPAGÓN.— En una arquilla.
MAESE SANTIAGO.— Ahí está el asunto. Le he visto con una arquilla.
HARPAGÓN.— ¿Y cómo era esa arquilla? Veré si es la mía.
MAESE SANTIAGO.— ¿Cómo es?
HARPAGÓN.— Sí.
MAESE SANTIAGO.— Es… es como una arquilla.
COMISARIO.— Por supuesto. Mas describidla un poco para que veamos…
MAESE SANTIAGO.— Es una arquilla grande.
HARPAGÓN.— La que me han robado es pequeña.
MAESE SANTIAGO.— ¡Ah, sí! Es pequeña si se quiere tomarlo por ahí; mas yo la llamo grande por lo que contiene.
COMISARIO.— ¿Y de qué color es?
MAESE SANTIAGO.— ¿De qué color?
COMISARIO.— Sí.
MAESE SANTIAGO.— Es de color…; eso es, de cierto color… ¿No podríais ayudarme a hablar?
HARPAGÓN.— ¡Chisss!
MAESE SANTIAGO.— ¿No es roja?
HARPAGÓN.— No; gris.
MAESE SANTIAGO.— ¡Ah, sí! Roja-gris, eso es lo que quería decir.
HARPAGÓN.— No hay duda alguna; es ella evidentemente. Escribid, señor, escribid su declaración. ¡Cielos! ¿De quién fiarse en lo sucesivo? No hay que decir nunca de esta agua no beberé; creo, después de esto, que acabaré por robarme a mí mismo.
MAESE SANTIAGO.— (A Harpagón). Señor, aquí vuelve. No vayáis a decirle, por lo menos, que soy yo quien os ha descubierto eso.