Capítulo 6 SE ME SENTÓ EN LA CAMA

APARTAOS de mí, malditos, id al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles.

(Palabras de Jesús en Mt 25, 41)

Caramba, María... ¿Que si creo en el diablo? Vaya pregunta. Por supuesto que sí. Y si te lo digo no es solo porque así me lo explicaron mis padres, sino porque lo he leído en los libros de Santa Teresa de Ávila. Desde que los investigué en mi adolescencia, no pude olvidarme de ciertos datos que... ¡Caray! Vaya miedo me dieron. Todos los católicos deberían leerse las definiciones que esta mujer descomunal da sobre el infierno, y entonces ya no pareceríamos raros los que defendemos la idea de la existencia del cielo, purgatorio e infierno. ¡Además es dogma de fe, qué narices! Solo por esa razón debería bastar, ¿no?

Rondando los treinta años, acudí a sacerdotes formados a quienes pregunté y quienes me aclararon la veracidad sobre la existencia del infierno y del demonio. Me explicaron que a causa de que desde el Concilio Vaticano II se decidiera hablar muy poco de ambos, hoy ya nadie cree en ellos... ¡Cuánto daño ha hecho esto, María! Ahora la gente se arma un lío morrocotudo y caen en la trampa más burda: dicen que hasta la Iglesia niega esa realidad. Nunca comprenderé por qué el Vaticano adoptó esa postura tras el concilio, aunque confío en que alguna razón de importancia habrá... Hoy solo soy capaz de darme cuenta de que a raíz de esa decisión, la mayoría de los católicos no tenemos la más mínima idea sobre escatología, ¡a pesar de que todo viene bien masticadito en el Catecismo! Pero como apenas es leído... Te reconozco que hasta yo lo cojo poquísimo, ¡y todo por pereza, hija! Por eso cuando alguien me dice que el demonio no existe me dan ganas de pedirle a voces que espabile. ¡No podemos seguir ignorando esa realidad!

No vayas a pensar que soy un violento o un fanático, ¿eh? En serio: me considero un hombre tranquilo... No me gusta meterme en líos ni enredar con cosas que no entiendo, y por eso busqué y no paré hasta encontrar a un sacerdote de confianza a quien relatar aquello tan espantoso que me sucedió una noche con el Patas... Eso que me ha dejado marcado para siempre. ¡Tenía tanto miedo a las burlas que tardé un par de años en contárselo a mis amistades! Solo me atreví a compartirlo con mi mujer y con ese santo sacerdote, que mucho me ayudó... Y es que las cosas sobrenaturales son delicadas: ¡vaya miedo que pasamos! Me bendijo la casa y todo se tranquilizó. Desde entonces que no me digan que no existe el demonio, porque sé lo que digo. Aunque debo reconocerte que antes que a él, acudí a varios sacerdotes que no me creyeron, o incluso que me miraron de reojo... Eso me dolió mucho, porque implicaba que me tomaron por chalado o por farsante. ¡Y yo no soy una persona embustera ni necesito un psiquiatra! Menos mal que mi mujer siempre me creyó, al ser testigo ocular de las cosas tan raras que nos pasaban en casa, como aquel día en el que se movieron solos los muebles. Solo recordarlo me estremece. ¡Cuánto daño hacen los sacerdotes no enterados de estas cosas! Pobres, no les culpo. Son cosas raras que no todos los días encuentra uno por ahí. Pero creo sinceramente que los curas deberían formarse mucho más a fondo sobre los temas escatológicos, porque te aseguro que los Novísimos son verdades como templos.

* * *

Mi desastrosa aventura con ese piso comenzó aproximadamente un mes después de haberlo alquilado. Era espacioso y luminoso y a Ana, mi mujer, le gustó enseguida. Es cierto que nos extrañó un precio tan asequible para una vivienda de tres dormitorios amplios, y como dos jóvenes inocentones recién casados que éramos entonces, nos pareció el Palacio de Dueñas. A ver, hija... Si es que éramos dos pichones. ¡Si hubiéramos sabido lo que nos esperaba entre esas paredes! ¡Ja! Ni locos nos hubiéramos lanzado.

El primer mes transcurrió más veloz que una tos. Trabajábamos y llegábamos al piso por la noche con esa ilusión tremenda y la energía que solo tienen los recién casados. Así que, a pesar de todas las horas que pasábamos en la oficina, nos arremangábamos y ¡hala!, nos poníamos a pintar, a empapelar, a colgar cuadros; en definitiva, a poner precioso nuestro nidito de amor. Estaba quedando tan bonito que hasta mi madre me felicitaba. «¡Con lo desastre y desordenado que eras en casa, mira qué piso tienes ahora!», decía más hinchada que un pavo. Y es que nos dejábamos llevar por una ilusión inmensa, ansiosos por dejar nuestro nido lo más acogedor posible.

Durante el día el piso permanecía solitario, dado que trabajábamos en la oficina desde las ocho de la mañana y no llegábamos hasta que se había puesto el sol. Pero los fines de semana disfrutábamos de nuestro hogar que no veas... Era entonces cuando avanzábamos en la decoración y en el orden. ¡Fueron semanas tan especiales para nosotros! Ya sabes: los recién casados enamorados suelen dormir hasta tarde, salen por ahí a pasear y luego se acuestan pronto... Quizá fue el atolondramiento de esas primeras semanas de casados y la ilusión tan grande que a todas horas sentíamos, lo que no nos permitió percatarnos de que algo extraño pasaba a nuestro alrededor. Algo feo nos observaba entre esas paredes impregnadas de pintura fresca, pero nosotros no nos dábamos cuenta. ¡Qué poco podía imaginar entonces lo que me iba a suceder muy pronto, durante una noche de inverno cualquiera! Hoy sé que esa fue, sin duda, la peor de mi vida.

* * *

La primera vez que me mosqueé en el piso fue un martes en la mañana. Era enero, en Huesca hacía un frío pelón y ambos habíamos pillado un gripazo de aúpa que nos había impedido acudir al trabajo. Y como nos aburríamos de estar pachuchos en la cama, decidimos enredar un poco: yo terminando de pintar un trozo del techo del comedor y Ana preparando un buen cocido de los que me gustan a mí en los días de nieve. Recuerdo que pintaba tronchado de risa con las historias disparatadas que escuchaba contar en la radio a mi periodista favorito, Federico Jiménez Losantos. Había dejado el transistor sobre el suelo, y como yo estaba subido a lo alto de la escalera y no oía demasiado bien, puse el volumen algo fuerte. Ana refunfuñó desde el fondo del pasillo. «¡Eh, baja esa escandalera que te quedarás sordo!», dijo. Así que bajé los peldaños de mi escalera de pintor y me apresuré a bajar el volumen. Quizá tardé medio minuto en hacer esa nimia tarea, hija... Y cuando me di la vuelta para volver a subir los peldaños. ¡Zas! ¡La brocha gorda que había dejado dentro del bote de pintura para bajar de la escalera, se había estampado contra el suelo poniéndolo perdido de salpicones de pintura! Vaya susto me pegué... Maldije. Ana vino corriendo pasillo abajo, entró en la sala y me echó una regañina.

—¡Antonio! ¿Estás tonto? ¡Mira cómo has puesto el parqué!

Pero ya no había remedio, chica... Aquello me extrañó mucho porque sabía, con absoluto convencimiento, que había dejado la brocha perfectamente colocada dentro del bote...

—Mira que eres torpe —siguió Ana—. ¿Y ahora cómo vamos a limpiar el parqué? Nos cobrará el dueño los desperfectos. —¡Ay, no te preocupes, que no es para tanto! —Estaba fastidiado—. Ahora arreglo este lío.

Y ahí quedó la cosa. Recogí la pintura como pude y no le di más importancia, aunque no te puedo negar que en el fondo de mi mente una campanita sonó. Y es que estaba requeteseguro de que la maldita brocha no había caído por mi culpa.

Transcurrieron unos diez días desde aquello durante los cuales no sucedió ningún hecho extraño que pudiera ser significante. Ya no teníamos gripe, ni siquiera mocos. Así que sé positivamente que lo que me ocurrió durante esa noche nada tuvo que ver con los fármacos que habíamos ingerido días antes, ni mi sueño se vio afectado por la enfermedad pasada. ¡Te aseguro que estábamos los dos perfectamente sanos! Recuerdo que tras la cena (que fue ligera) nos acostamos. Desde la cama vimos una película en la tele y como era de tiros, Ana se dio la vuelta y se quedó frita. Bajé el volumen del televisor para no molestarla y cuando finalizó, apagué la luz. Ana dormía profundamente a mi lado, acurrucada sobre sí misma en posición fetal, tal y como tiene costumbre, con las piernas y los brazos encogidos. Le di un beso en la nuca y la abracé. Por fin caí rendido al sueño.

No sé cuánto tiempo transcurrió desde ese momento, hasta que comencé a despertarme inquieto. Quizá dos o tres horas, aunque no lo puedo asegurar... Sé que la noche estaba ya muy entrada, pues en la calle ni siquiera se oían coches, y el centro de Huesca es bullicioso. Cuando varios meses después le conté lo sucedido a un sacerdote, me preguntó insistente si eran las tres. Es posible (los exorcistas me han explicado que la hora del diablo son las tres de la madrugada, al igual que se considera que las tres de la tarde es una hora llena de misericordia, ya que fue la hora en la que Cristo murió y salvó al mundo subido a la cruz) [N. de la A.]. Sé que soñaba algo bonito y agradable, y que disfrutaba de mi descanso plácidamente. Era uno de esos sueños que uno luego no recuerda, pero que sabe que era amable... Entonces noté que alguien me intentaba despertar cogiéndome de los hombros por detrás (yo estaba durmiendo boca abajo y ya había soltado a Ana debido a los movimientos de descanso nocturno). Me costaba despertarme... Era molesto aquello... No sé cómo explicarlo. ¡Estaba tan a gustito con el sueño que tenía! Al cerebro le estaba costando desperezarse, como si no quisiera desprenderse de ese sueño tranquilo. Pero esos meneos seguían incordiándome y el razonamiento comenzó a espabilarse. Abrí un ojo y refunfuñe.

—Um... ¿Qué te pasa, Ana? ¿Qué quieres? —Y en ese instante, en cuanto hablé, aquel movimiento sobre mi espalda cesó. Regresé instantáneamente al sopor de ese dulce sueño. Creo recordar que hasta recuperé el hilo de la historia que soñaba. Lástima que no sé de qué se trataba.

Al cabo de lo que me pareció un par de minutos volví a notar cómo alguien me intentaba zarandear los hombros con una suave tenacidad. La sensación era como si dos manos me hubieran agarrado con dedos firmes y fuertes, que desearan despertarme a base de tímidos movimientos. Entonces ya sí que mi razonamiento regresó de sopetón, y la lucidez de los sentidos y de la inteligencia al fin despertó. Obviamente pensé que era Ana quien me tocaba, y por ello me giré hacia su lado de la cama. ¡Pero me llevé un buen chasco al verla dormir plácidamente en la misma postura fetal de siempre! Ni siquiera tenía su rostro colocado sobre su almohada hacia mí. ¡Lo tenía hacia la pared! Fue entonces cuando los acontecimientos se sucedieron tan rápido que... Dios mío, me da miedo hasta contártelo... Pero si crees que le va a servir al lector para entender que verdaderamente el demonio existe, pues entonces valdrá la pena que te lo cuente. Pero luego no me digas que ha dado miedo a la gente, ¿vale?

¿Qué cuanto tiempo transcurrió hasta que me di cuenta de que no era Ana quien me despertaba? Quizá un segundo. ¡No me dio tiempo ni a reaccionar! Noté que todo el cuarto, en un instante se impregnaba de algo oscuro. ¡Se plagó de maldad! No sé cómo describirlo. Obviamente era difícil ver algo en la oscuridad de la estancia, dado que la única iluminación provenía de la luz verde fosforito que proyectaban nuestros dos despertadores. Esa leve luz que se irradiaba desde ambas mesillas fue lo que me permitió ver que Ana dormía a mi lado y que, a primera vista, no había nadie más en la habitación. ¡Pero vaya presencia fea que se palpaba en el ambiente!

Los zarandeos sobre mis hombros habían cesado, y yo elevé un poco el torso apoyándome sobre un codo. Y entonces, ¡pum! Algo o «alguien» me agarró bruscamente y me lanzó sobre el colchón de forma que todo mi cuerpo quedó rígido y boca arriba. Intenté gritar, avisar a Ana de alguna manera, pero no pude. Una fuerza maligna en forma de una presión inmensa brincó sobre mi pecho. Noté que mil manos salían como garras desde debajo de la cama y se lanzaban sobre mi torso, piernas y brazos. ¡Me estaban sujetando infinitas manos invisibles al ojo! La sensación de ser una presa atada a la cama era absolutamente aterradora y real. Cada segundo que transcurría se cargaba de una omnipresente maldad. No podía ver claramente lo que estaba sobre mí... Era una figura oscura, enorme, peluda. ¡Y emitía sonidos o gruñidos muy desagradables! Notaba su odio. Le miré a los ojos y entonces, con gran dificultad, pude verlos. ¡Y lo que vi en ellos me llenó de espanto! Eran expresivos, grandes, muy negros... ¿Cómo describir aquello? No existen palabras adecuadas para descifrar esa perversidad latente.

Ese ser extraño me quería poseer... Estaba rabioso, furioso... Un entendimiento muy claro me hizo captar su pensamiento hacia mí: «¡Eres mío y siempre lo serás! ¡Me perteneces!». ¿Que cómo estaba yo? Pues imagínatelo: absolutamente aterrorizado, cargado de pánico hasta las cejas. Intenté moverme y controlar la respiración, ¡pero no podía porque me tapó la boca! «¿Qué está pasando», pensé frenético. Me percaté de que la mano que me aplastaba la boca era peluda y negra, ¡y tenía garras! Deseaba ardientemente gritar un «socorro» bien sonoro, pero esa mano o garra me lo impedía. Sé que es muy difícil creerme... Te aseguro que la sensación era de absoluta realidad física. La figura que tenía claramente sobre mí estaba en el cuarto y no dentro de un sueño... ¡Ya te he dicho que no te miento! ¿Qué ganaría con ello? ¿Fama? ¡Pero si hasta te he pedido que cambies nuestros nombres y la ciudad en donde sucedió para que nadie me identifique con esta historia! Me da tanto apuro compartirla. Creerán que soy un mentiroso, o que estoy loco. Pero lo que sentía era que mi vida pendía de un hilo, y que un ser venido de no sé donde, me quería aniquilar. Mi cabeza comenzaba a dar vueltas... ¿Qué estaba pasándome y quien era esa figura horrible? Entonces, de golpe recordé los escritos que de Santa Teresa de Jesús sobre el demonio y el infierno. Y supe, con toda seguridad, que estaba siendo víctima de un ataque espiritual y diabólico.

Miré a Ana con total desesperación y envidié su descanso. Deseaba despertarla como fuera, dado que ya todo mi intelecto captaba la gravedad de la situación. No sé por qué, pero sabía a ciencia cierta que estaba librando una batalla en mi alma pasada al plano físico. ¡Porque te aseguro que el miedo, el pánico, el dolor, era totalmente real! Me ahogaba... Notaba la presión sobre mi garganta de esa horrible mano negra y peluda, tan fuerte como la de un Titán, que deseaba matarme. Pensé en la pobre Ana. ¿Qué sentiría mi esposa al despertar en la mañana y descubrir que su marido había fallecido a su lado? Con toda seguridad el médico, el forense o quien viniera al día siguiente para descubrir lo que me había pasado, concluiría que había fallecido a causa de un derrame raro, o de un ataque al corazón... ¡Y era mentira! ¡Me estaba asfixiando el diablo! Ese pensamiento me atormentó mucho más que el horrible peso de aquella bestia sobre mi pecho. ¡Me estaba aplastando! Comencé a perder los sentidos a causa del miedo y de la presión de aquel horrible demonio... Las manos «invisibles» que salían desde debajo del colchón me seguían amarrando a la cama con gran fuerza. Ya no podía mover ni un milímetro de mi cuerpo, ni agitar las piernas o los brazos. Me ahogaba...

* * *

Debo aclararte que por aquel entonces mi fe no era demasiado ferviente. Es cierto que desde niño había sido educado en la religión católica, y había leído, como ya te he explicado, los libros de Santa Teresa y sus explicaciones sobre el demonio o el infierno. Pero de ahí a ser un gran devoto... Ni siquiera llevaba una cadena con una cruz, o una medalla escapulario. Es más: me burlaba de la pobre Ana porque ella sí que la llevaba.

—Eso son cuentos de viejas pías, Anita —le decía burlón cada vez que se la veía colgada al cuello.

—Pues yo tengo bastante fe en la Virgen y llevar la medalla escapulario me da gran paz —me contestaba siempre. ¡Qué ignorante había sido y cuanto añoré en ese momento tener una colgando del cuello!

* * *

Me dolía la garganta; aquella presión me mataba despacito mientras fallecía lentamente. Noté que el pijama comenzaba a pegárseme al cuerpo debido a una profusa sudoración. Ana suspiró a mi lado... ¡Pero no despertaba! Me sentí absolutamente indefenso. Aquello estaba superando todas las pesadillas del mundo. Jamás había tenido una experiencia semejante, y espero de corazón no volver a pasar por otra. Me preguntaba angustiado por qué me sucedía aquello tan horroroso, cuando no había enredado con juegos sobrenaturales como la güija, los horóscopos o ese tipo de cosas. Tampoco había acudido a los médiums esos que te leen la mano o te interpretan los posos del café. Siempre he huido de todo lo esotérico porque la religión católica advierte claramente sobre los peligros que acarrean. Entonces, ¿qué pasaba? No comprendía qué había podido hacer para merecer un ataque semejante. No hay palabras para describir el terror, el pánico que me consumía. La sensación de absoluta maldad de ese ser que oprimía mi cuerpo, me estaba matando. Deseaba quitármelo de encima de una patada, echarle de la cama, pero era del todo imposible. Entonces pensé que podría rezar, ¡y para mi asombro no pude! Era como si algo lo impidiese o me incapacitase para ello. Todas las oraciones que había aprendido de niño se habían evaporado de mi memoria. ¡Aquel ser repugnante me estaba impidiendo también recordar mis oraciones! ¿Cómo era posible que tuviera tal poder sobre mí? Y entonces, notando que fallecería en cualquier instante, reaccioné por fin de la única manera que fui capaz: emitiendo un leve gemido. ¡Y Dios escuchó mi lamento! Porque mi esposa, de sueño ligero, se dio la vuelta, me miró y susurró:

—¿Estás bien?

La miré con ojos suplicantes, desesperados y muy abiertos. Intenté repetir el gruñido pero ya no pude emitir ningún sonido... ¡Simplemente me estaba asfixiando! Entonces Ana, al ver que no respondía, encendió la luz de la mesilla. Me miró asustada, se elevó sobre un codo y acercó su cara a la mía. Una mano suavecita comenzó a acariciarme la frente.

—¿Qué te pasa? —preguntó—.Antonio estás temblando.

Entonces me besó dulcemente y con inmenso alivio vi que la cadenita con la medalla escapulario que siempre lleva colgando al cuello le escapó del escote del camisón. ¡Y ese escapulario bendito me rozó la cara! Y en ese momento: ¡patapún! Todas las manos que, desde debajo del colchón me agarraban cual garfios, me liberaron de golpe; y aquella asquerosa y potentísima bestia espeluznante que me estaba intentando matar se evaporó en menos de una milésima de segundo. ¡La maldad se desvaneció en un soplo! Me senté sobresaltado sobre la cama, tosiendo angustiado, mientras me acariciaba el cuello. ¡Cómo tosí! Tragaba bocanadas de aire como si me fuera la vida en ello.

—¡Antonio, que te pasa! —Ana me daba golpecitos en la espalda.

—A...Abreee la ventana... ¡Me asfixio...! —logré susurrar con voz ahogada.

Ana se levantó de un brinco y corrió hacia la ventana. La abrió de par de par y un viento helado de enero, limpio y puro, irrumpió en el dormitorio. Entonces respiré, ¡y cómo! Con el corazón latiéndome aún aterrorizado en el pecho y soltando lágrimas, relaté a mi esposa lo sucedido.

* * *

Desde ese día y hasta cuatro meses después, en la casa sucedían cosas que nos ponían los pelos de punta. Se movían los cacharros de la cocina solos, se caían los cuadros y se respiraba maldad en los momentos más inesperados. Algunas veces oíamos gruñidos por el pasillo, e incluso una vez notamos una ráfaga de aire helado en la cocina en plena primavera. Ana me suplicaba acudir a un sacerdote para relatarle lo sucedido. ¡Pero aquellos a quienes acudí no me hacían caso! Creo que me tomaban por un chalado.

Por fin, seis meses después, un amigo de mi pueblo me aconsejó visitar a un exorcista. ¡Vaya repelús me dio aquello! Pero cuando fui a conocerle y le relaté lo sucedido, me procuró gran consuelo. Acudió a casa, bendijo todos los cuartos y la liberación de aquel hogar fue una realidad. Antes de marcharse nos aconsejó llevar siempre algo bendecido sobre nuestros cuerpos, y tener sobre la mesilla o en algún lugar de la casa un crucifijo bendecido. ¡A él no le entró la risa floja como a otros sacerdotes a quienes relaté mi experiencia! Doy gracias a Dios por habérmelo puesto en mi camino. ¡Ah! Y tampoco yo me he vuelto a burlar de la medalla escapulario de mi mujer. Es más: me compré una a los pocos días de sucederme aquello y la llevo siempre colgada en un cordel al cuello. Me importa un pimiento que se burlen mis amigos en la oficina o en el gimnasio. ¡Allá ellos y su incredulidad!

Desde aquella noche mi fe ha ido aumentando día tras día. He comenzado a ir de nuevo a misa diariamente, tal y como tenía costumbre de hacer durante unos años adolescentes tras la lectura de aquellos escritos de Santa Teresa. Digamos que si de algo ha servido esa experiencia, ha sido para saber que el demonio verdaderamente existe y que me odia. Supongo que nos odia a todos.

Yo sé lo que me sucedió aquella noche. No fue un sueño, sino un ataque del diablo. Desconozco la razón de su ataque, ni el por qué aquella horrible noche decidió hacer precisamente de mí su víctima, aunque sospecho que los inquilinos previos debieron estar enredando con cosas malignas. Quién sabe si pertenecían a una secta satánica y jugaron con lo prohibido. El sacerdote intuía que ese hogar estaba maldito desde mucho antes de nuestra llegada, y quizá por eso el alquiler era bajo... Pero lo importante es que sé que si sucedió todo aquello, fue con el permiso de Dios, y eso me basta y consuela. Él sabrá... Quizá por ello hoy tengo el valor de contarlo y compartirlo, pensando que en algún lugar, alguien leerá este escrito y podrá sentirse protegido con los sacramentales ante la espantosa, horripilante y asquerosa realidad, que es la existencia del demonio.

* * *

Bueno, querido lector. ¿Cómo va? Supongo que está muertito de miedo. Hombre, yo un poco también lo estoy. Pero como bien dice mi amigo Antonio: «Si Dios lo ha permitido, será por un bien mayor». Así es. Debemos agradecer a Dios todo lo que nos pasa, y esto incluye lo malo. ¡Piense en el aprendizaje que podemos sacar de esta historia!: ya conocemos mucho sobre la verdadera existencia del demonio, y ahora Antonio nos ha hablado de las casas malditas, del poder brutal de una bendición sacerdotal y de los sacramentales. Todo es ganancia. Así que no se asuste y siga leyendo: verá cómo esta oración le calma el latido alarmado de su corazón.

ORACIÓN DE LIBERACIÓN (DE MONSEÑOR MORALES)

Señor Nuestro Jesucristo: te adoro, te alabo, te bendigo, gracias por tu infinito amor por el que te has hecho uno de nosotros naciendo de la Virgen María y por el que subiste a la cruz para dar tu vida por nosotros.

Gracias por tu sangre preciosísima con la que nos has redimido.

Con tu preciosa sangre, brotada de tu sagrada sien traspasada por espinas: cúbrenos, séllanos, lávanos, purifícanos, libéranos, destruye en nosotros todo pecado, toda iniquidad, todo poder maligno, todo poder satánico.

Con tu sangre preciosa brotada de tu costado abierto por la lanza: cúbrenos, séllanos, lávanos, purifícanos, libéranos, destruye en nosotros todo pecado, toda iniquidad, todo poder maligno, todo poder satánico.

Con tu sangre preciosa brotada de todo tu cuerpo llagado por los azotes: cúbrenos, séllanos, lávanos, purifícanos, libéranos, destruye en nosotros todo pecado, toda iniquidad, todo poder maligno, todo poder satánico».

Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, como era en un principio, ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amén (Se repite esta oración de gloria tres veces).