Capítulo 11 DI DE COMER A JESÚS

YO me enfurecí contra ellos por haber cometido tantos asesinatos.

(Palabras de Dios Padre a Ezequiel: 36, 18)

Ana visitaba los Balcanes tras la guerra de Bosnia. ¡Cuánta desolación encontró y qué terriblemente doloroso fue escuchar historias traumáticas de boca de sus protagonistas! La preciosa ciudad de Mostar había sido arrasada bajo las balas y las granadas, su magnífico puente volado y aún se respiraban aires de inmensa tristeza por sus calles. Los parques públicos rebosaban de tumbas con cualquier inscripción apresurada sobre ellos, y mientras Ana se santiguaba frente a cada una de ellas tropezó contra una tablilla en el suelo. El golpe de su pie provocó que se desprendiera de la tierra. La tomó en sus manos y con un dedo barrió suavemente el pequeño rastro de hierba seca sobre su superficie. Entonces pudo leer la inscripción que con tinta de bolígrafo alguien había escrito con premura: «Aquí yace un soldado inglés; no sé el nombre». Ana notó un latigazo en el corazón. «En algún lugar hay una madre, una novia o quizá una esposa con hijos llorando una ausencia», pensó mientras notaba cómo las lágrimas se le agolpaban sobre las pestañas. «Ni siquiera han podido saber dónde yace y jamás será enterrado junto al resto de su familia... ¡Dios mío! ¿Por qué los hombres nos hacemos tanto daño? ¿Para qué sirve una guerra si no es para matar y destrozar vidas inocentes?».

Dejó cuidadosamente la tablilla en el suelo y apretó con los pulgares los extremos para dejarla clavada de nuevo en la tierra. Una pequeña cruz elaborada torpemente con un par de lápices unidos con una goma había sido colocada junto a la placa. «Supongo que quien le enterró pensó que era anglicano y tuvo la delicadeza de ponerle una cruz».

—¡Ana, no te entretengas! —Era su amigo Mathew quien gritaba desde el fondo del parque—. ¡Tenemos que apresurarnos o se nos irá la luz!

Mathew era uno de esos tesoros brillantes que raramente se pueden encontrar entre las cenizas de una guerra. Inglés menudillo de pelo rojizo, había ido acudido a Bosnia en misión de ayuda durante los peores momentos de la contienda militar, allá por el año 1994. Y lo que en un principio había comenzado como «una pequeña temporada en los Balcanes para salvar vidas», se había convertido en un hogar para él por tiempo indefinido. Porque Mathew no solo había padecido la guerra, sino que había decidido no marchar de las tierras desoladas al lograr acoger a cuatro muchachitos de entre seis y ocho años, que había encontrado escondidos tras unos contenedores de basura en el corazón de Mostar durante una noche de feroces bombardeos.

Mathew es uno de esos pocos hombres cuya fe inquebrantable mueve montañas. Había rezado mucho y sacrificado todo para adquirir un piso de dimensiones diminutas en donde poder vivir con los cuatro niños, a quienes quiso como si fueran hijos suyos desde la misma noche de la acogida. Su familia, desde Inglaterra, sufría su ausencia y oraba sin cesar por su bienestar. Deseaba ardientemente que volviera y dejara aquella desolación en el pasado, pero no había vuelta atrás: Mathew no regresaría. Sin duda había logrado salvar la vida a esos niños y ahora, acabada la guerra, jamás les abandonaría.

* * *

Mathew había enseñado mucho a Ana sobre la realidad de la vida durante los pocos días que llevaba en Bosnia, y en ese escasísimo espacio de tiempo se habían convertido en grandes amigos. Todo lo que veía Ana en él era bueno. Mathew no solo había arriesgado su vida por cientos de inocentes, sino que pudiendo escoger escapar mil veces del infierno, había decidido quedarse en él para luchar hasta el final. Su único deseo era sacar adelante a los cuatro huérfanos de guerra que Dios le había puesto en su camino. ¡Pero qué difícil fue! En un principio ni siquiera podían comunicarse, dado que los chavalillos no hablaban inglés y Mathew tampoco hablaba serbocroata.

—Es un idioma endiablado, Ana —le decía esbozando una gran sonrisa—. Pero si gesticulas mucho, los gestos se acaban acoplando a las palabras. ¡Llevo más de nueve años aquí y sigo apañándomelas como un mimo con mis muchachos!

No importa, porque el lenguaje que entienden es el del amor. Por eso solo interesa que sepan que les quiero mucho y que mientras viva, intentaré cuidarles lo mejor que pueda.

Mathew se desvivía y aun así no lograba llegar a fin de mes. A veces pasaban hambre y la nevera solo alcanzaba para guardar una docena de huevos. ¡Y vaya que lo agradecían!

—Cuando pasamos penurias me sostiene la oración —decía mientras Ana escuchaba boquiabierta—. Sé que Dios nunca me abandonará porque nunca lo ha hecho. Cuando rezo sé que la Virgen me escucha. ¡Y cuántas veces le he pedido que me sacara de apuros en momentos críticos! Cuantas más penurias hemos sufrido, más regalos nos han caído de golpe. A veces llegan en forma de comida que alguien nos regala, o en la de un sobre con dinero que los peregrinos de Medjugorje dejan a su paso al saber de mi escasez. Hemos sobrevivido, los niños están escolarizados y sanos, y hoy puedo decir que Dios jamás ha permitido que no les pudiera dar, al menos, una básica comida al día.

Aquellos comentarios, la alegría y el amor que Ana observaba en esos chavalillos, o el mínimo espacio del pisito de Mostar, calaban tan profundamente en su corazón... «Mathew es verdaderamente alguien especial», pensaba asombrada.

* * *

—Quiero ser como tú —le soltó un día de sopetón.

Mathew abrió muchos los ojos.

—¡Anda ya! ¡Pero si soy un gran pecador y no sirvo para nada! Si vieras la cantidad de veces que me entran ganas de salir corriendo y regresar a la casa de mis padres en Inglaterra... ¡Soy un cobardón! Cuando silbaban las balas contra mi furgoneta en el camino, tenía tanto miedo que no sabía si estaba muerto o vivo... ¡Aunque nunca atinaron en el blanco, je, je! Yo creo que eran las oraciones de mi amiga Susan, quien cada vez que teníamos que atravesar la franja de francotiradores rezaba frenéticamente el rosario desde la parte de atrás. ¡Y como yo la oía rezar en voz alta, sabía que no estábamos muertos! Pero sentir miedo... ¡Todo el del mundo! ¡Bah! Soy un inútil... Ya me gustaría haber ayudado más a las pobres gentes de estos campos de refugiados.

Ana le escuchaba avergonzada y, sonrojándose, desviaba la mirada.

* * *

Si Mathew consideraba que nada había hecho en la vida por los demás, ¿dónde quedaba ella entonces? Mimada por la vida y por una familia pudiente que le había colmado de cuidados desde niña, y casada ahora con un hombre bueno que la adoraba, ¿se había parado a pensar alguna vez en hacer algo verdaderamente especial por los demás? Sabía que tenía que regresar a España muy pronto y que se llevaría consigo recuerdos de los rastros que había dejado una horrible guerra en un país lejano. ¿Y qué había hecho durante su corta estancia? Nada. Solo escuchar a Mathew, visitar su pequeño mundo de sacrificios y comprender que era egoísta, mimada y vacía. Miró nuevamente la tablilla sobre la tumba del soldado inglés desconocido y sintió una punzada de dolor en la boca del estómago.

—Mathew, ya te lo dije el otro día: quiero ser un poco como tú y cambiar las cosas.

Mathew la observó de reojo.

—¿Ya empiezas otra vez? ¡Pero si la guerra ya finalizó! Es cierto que el rastro de devastación que ha dejado es espantoso, pero poco puedes hacer ya para parar las balas.

—Me da igual. —Ana clavó los ojos en la cruz hecha con lápices—. Es que quiero hacer algo por él.

—¿Por este pobre soldado? —Mathew enarcó las cejas y señaló la tumba con un dedo—. ¡Pero si está muerto!

Ana se encogió de hombros.

—Ya sé que está muerto, bobo... Pero perdió la vida defendiendo una paz que tardó en llegar. Yo en cambio nada he hecho... Ni aquí, ni en mi mundo de paz en España... ¡He vivido toda mi vida anestesiada ante la realidad de la miseria humana, Mathew! Ha llegado el momento de que despierte.

Ana se agachó, acarició la tablilla con la inscripción y se santiguó.

—Tú ya no estás aquí, pequeño soldado inglés. Pero lo que tú empezaste, yo lo puedo intentar acabar. Ayúdame desde el cielo a aportar un mísero grano de arena a la misión de paz por la que peleaste hasta encontrar la muerte.

Mathew sintió lástima de su amiga.

—Está bien —dijo suspirando—. Ya no hay niños que recoger por las calles, pues todos están en orfanatos o campos de refugiados. Pero en el de las afueras de Mostar conozco a alguien de catorce años a quien tal vez...

Ana pegó un respingo y se levantó clavándole la mirada.

—¿Crees que puedo serle de ayuda?

—Bueno, quizá sí. No sé...

* * *

—Mira Ana: te presento a Igor. —Ana extendió la mano y el muchachito se la estrechó con timidez. Mathew comenzó a reír—. ¡Venga, Igor! Dale un abrazo, no seas tímido.

Igor sonrió y marcó dos hoyuelos en sus mejillas. Tenía quemada la parte derecha del cuerpo desde el hombro hasta el pie. Las quemaduras eran muy graves, aunque los doctores de Mostar habían asegurado a su preocupada familia que saldría triunfante con muchos cuidados y curas. Pero mientras tanto, ¡cuánto sufría! Los dolores eran terribles en las curas y desde que Ana presenció una de ellas, los gritos de Igor no le dejaron conciliar el sueño con facilidad... Su familia era musulmana y muy pobre: lo habían perdido todo en la guerra y vivían en una caseta en el campo de refugiados de las afueras de Mostar. Los padres pasaban atroces penurias para sacar adelante a Igor y a su hermanito pequeño. Además tenían que cuidar del abuelo, enfermo de Alzheimer. La abuela, los tíos y los primos habían muerto en los bombardeos y la casa familiar había quedado totalmente arrasada.

Ana contuvo el aliento mientras escuchaba horrorizada los sollozos del niño durante una de las temibles curas en el hospital de Mostar.

—¿Crees que morirá a causa de las quemaduras?

Mathew se encogió de hombros.

—No... Aquí los doctores insisten en que sobrevivirá, pero afirman que nada pueden hacer por él, más allá de untarle unas cremas cicatrizantes. La piel le quedará deformada de por vida.

A Ana se le iluminó de pronto el rostro.

—¡Pero en España hay médicos magníficos! —Agarró a Mathew de una manga—. Llévame a ver a mi cónsul ahora mismo. Vamos a lograr los papeles necesarios para que me lo pueda llevar a España una temporada.

Mathew se había quedado callado.

—¡Vamos, bobo! ¿A qué esperas? ¡Venga, no te quedes ahí parado como un pasmarote! Me llevo a Igor cueste lo que cueste. En Madrid encontraré al médico adecuado, le curará las heridas y no quedará rastro de las quemaduras. Será un niño feliz el resto de su vida.

* * *

¡Pero la aventura de sanación de este muchachito musulmán de Mostar no fue un camino de rosas, querido lector! ¡Porque cuánto padecieron Ana y su familia, y cómo entorpeció las cosas el demonio! Primero sufrieron un verdadero jaleo burocrático para sacar a Igor de Bosnia, pues al ser menor de edad la ley obligaba a uno de los padres a acompañarle. Pero éstos, traumatizados por los acontecimientos vividos durante la guerra, se negaron a separarse del campo de refugiados y de su hijo de cinco años. ¡Aun así deseaban ardientemente que su hijo hiciera ese viaje a España! La madre del muchachito no paraba de llorar de alegría con las noticias, y Ana se sintió profundamente conmovida cuando le entregó un pequeño tapetito de ganchillo que ella misma había tejido.

—Es para ti. No tengo otra forma de agradecerte lo que estás haciendo por mi hijo —dijo llenándosele la cara de lágrimas.

Tras aburridísimas semanas de espera, al fin llegaron los papeles de mano del cónsul español, quien desde Zagreb aceleró todo lo que pudo el complicado proceso.

—Por esta vez que pase, Ana —le dijo esbozando una gran sonrisa mientras le entregaba el pasaporte con el visado—. Pero has de saber que hemos tenido que saltar muchos obstáculos para conseguir los permisos necesarios para que Igor pudiera abandonar el país sin la compañía de uno de sus progenitores. Al fin y al cabo, ni Mathew ni tú sois miembros de su familia y ni siquiera podéis comunicaros con el muchacho.

—Le enseñaré español en un periquete —contestó Ana llena de alborozo.

* * *

Pero, ¡ay!, Igor no solo no aprendió ni una sola palabra de español durante su larga estancia en Madrid, sino que enseñó a los hijos de Ana cómo expresarse en serbocroata, ¡y cómo decir tacos y palabrotas en su endiablado idioma! La casa de alquiler en la que habitaban Ana, su esposo y sus hijos, no era muy grande. Vieja y con solo dos baños, se hizo algo incómoda para la convivencia de ocho personas. Mathew e Igor compartieron baño con los más pequeños de la casa, mientras que Ana, su esposo y las niñas, compartieron el otro. ¡Pero nadie había caído en la cuenta de que el pobre Igor era un niño cuya infancia había transcurrido en un campo de refugiados! Y por ello tiraba las toallas por cualquier lado, se pasaba horas fascinado dentro de la bañera, impidiendo la entrada a los demás, se acababa las pastillas de jabón como si fueran golosinas y se negaba a cepillarse los dientes. Entre el pésimo vocabulario croata de Mathew, y las señas y gestos que entre todos hacían para entenderse, descubrían que Igor se las apañaba divinamente para hacer lo que le viniera en gana y salirse siempre con la suya.

¡Y todo le fascinaba!: los electrodomésticos, el microondas, la secadora, ver correr el agua del grifo durante largo rato (tenían que vigilar sus juegos con los grifos por razones obvias), lo caliente que salía el agua de la ducha, ¡y los videojuegos de los niños de la familia!

Ana era una madre estricta: las normas de convivencia, de educación y modales se fomentaban y establecían con seriedad. No es que fuera una madre violenta o difícil, simplemente se volvía una cascarrabias cuando todo quedaba tirado por cualquier lado, o cuando los niños pasaban demasiadas horas con los videojuegos, y abandonando los deberes. Mathew tuvo que regresar a Bosnia, pero dejó a Igor al cuidado de Ana. ¡Y a ver quién podía controlar a Igor! El muchachito, enclenque y lleno de quemaduras, despertaba una enorme compasión y simpatía en todos los miembros de la familia, ¡y no dejaban que Ana le regañase! Ella se desesperaba cuando salía disparado por el pasillo con los patines puestos, destrozando el parqué o dándose golpazos contra los muebles. Se preocupaba mucho por sus heridas y le amonestaba, ¡pero Igor entonces se echaba a reír, la abrazaba y sin entender una palabra salía patinando hacia el fondo del pasillo rayando el suelo otra vez!

Un día el benjamín de la familia (Mateo, de tres años) se metió en la cocina mientras Ana preparaba la cena junto a una empleada de hogar.

—Mamá, me parece que Igor se está bebiendo esa Fanta roja que tienes en el lavabo.

—¡Dios mío, el elixir bucal! —Ana corrió llevándose las manos a la cabeza. Salió pasillo abajo dando voces hasta que llegó al baño, donde, efectivamente, Igor daba una última chupada al bote del líquido rosado que utilizaban para enjuagues dentales—. ¡No, Igor, noooooo...!

Le arrancó el bote de un zarpazo. Igor sonrió, aspiró fuertemente, ¡y le echó todo el aliento sobre el rostro! Ana recibió un soplo de menta tan fuerte que casi le brotaron las lágrimas. Gracias a Dios quedaba poco elixir bucal en el bote y no pasó nada... ¡Pero el muchacho era un verdadero trasto! La empleada de hogar se quejaba, Ana se desesperaba y los niños dejaron de obedecerla para atender siempre y en todo momento las payasadas de su nuevo invitado.

A pesar de todo, Ana le tomó un cariño extraordinario. Era demoledor presenciar las sesiones de rayos láser sanadores y cicatrizantes a los que tuvo que someterle un doctor de prestigio, quien con monumental generosidad, se negaba a cobrar sus servicios médicos. ¡Pero cuánto le dolían! Cada día acudían a la consulta con más preocupación, ya que Igor, dando un verdadero ejemplo de tenacidad y valentía, no lloraba ni se quejaba. Simplemente palidecía cuando veía cómo el doctor y su equipo preparaban el instrumental eléctrico para comenzar la cura. Las heridas habían ido cerrando muy poco a poco, y piel nueva iba naciendo, pero eso sí, con grandes arrugas y superposiciones que producían a primera vista una sensación de grima y rechazo. Por pura gracia de Dios la cara nunca se vio afectada por el fuego; sin embargo era doloroso observar cómo había quedado la parte derecha del hombro, del brazo, de la pierna y de un pie. Igor incluso cojeaba por el estiramiento ficticio de la piel mal regenerada del pie. Y entonces comenzaban las sesiones de láser e Igor apretaba el mentón, cerraba los ojos y dejaba derramar lágrimas sin apenas dejar escapar un tejido.

—Sabemos que le está doliendo muchísimo ahora —decía el doctor—. Las descargas del láser son importantes. Desgraciadamente no podemos hacer nada por aliviárselo, y créame si le digo que todo mi equipo realiza las sesiones lo más rápidamente posible para evitarle al máximo las molestias.

Ana tuvo que salirse de la sala de tratamiento en algunas ocasiones. No soportaba ver cómo su muchachito sufría en silencio ese tormento necesario, ni comprendía por qué alguien había quemado de aquella manera a un niño inocente. Entonces, desde el pasillo, derramaba lágrimas y tomaba su rosario entre las manos. «Jesús, ya sé que Igor es musulmán y que por tanto no te conoce y venera, pero sé que Tú eres también su Dios y su Salvador. Sé que le amas con todo tu corazón y que padeciste en la cruz por él tanto como padeciste por mí. Y por eso Señor, te ruego que, dado que no fue tu voluntad que muriera bajo el fuego, que sea ahora tu voluntad que sane pronto».

* * *

Pero pasaban los meses e Igor no sanaba tan rápidamente como Ana, Mathew, el doctor o sus padres deseaban. El equipo médico insistía en el tratamiento a pesar de no estar cobrando los carísimos servicios demostrando así una enorme generosidad. Estaban seguros de que con un poco de más de paciencia la mejoría sería espectacular.

—¿Y cuánto tiempo cree que hará falta para la sanación total, doctor? — preguntó Ana.

—Quizá unos tres o cuatro meses más.

—¡Qué! —Ana dio un respingo sobre la silla de la consulta—. No, no, no... ¡Eso es muchísimo tiempo, doctor! Igor no puede seguir viviendo en casa tantos meses.

—¿Pero por qué?

—Pues... porque me revoluciona a los niños, no hacen los deberes, quieren jugar a todas horas con él. Se niega a aprender español y se empeña en enseñarles croata (sobre todo las palabrotas), y me pide constantemente que le lleve al Zoo o al Parque de Atracciones... ¡Y ya le he llevado cuatro veces a ambos! Además no cabemos. ¡Estamos apretadísimos!

—Pues si no puede ocuparse de él en su casa, búsquele otro hogar, porque le aseguro que Igor necesitará más meses para salir triunfante de esto —insistió el médico.

—¡De ninguna manera, doctor! —Ana protestaba enérgicamente—. Igor vino a vivir conmigo y conmigo se queda.

—Pues entonces no se queje, señora... Nosotros hacemos todo lo que podemos.

Ana se ruborizó... Se había dejado llevar por la preocupación y su comodidad personal, antes que pensar en el bien de un muchacho muy herido que necesitaba todo su cariño y protección. Miró a Igor y éste le regaló una de sus mágicas sonrisas enseñándole unos blanquísimos dientes.

—Qué voy a hacer contigo, pequeño musulmán de Bosnia —le susurró mientras le acariciaba el pelo.

—Ana, tú linda... —Al oír a Igor se prometió a sí misma que no volvería a quejarse, ni a dejarse llevar por la desesperación. Igor tenía un hogar en Madrid y seguiría teniéndolo hasta que se curara completamente. Ni ella ni su familia tirarían la toalla.

* * *

¡Ay! ¡Pero la situación de convivencia empeoraba a velocidad de vértigo, querido lector! Una noche Ana llegó tarde a casa por un problema en el trabajo y se encontró a la empleada de hogar esperándola despierta y muy enfadada.

—Señora, tenemos que hablar —dijo en cuanto la vio atravesar la puerta de entrada.

—¿Qué ha pasado?

—Pues que Igor es tan guarrete que, o se vuelve a Bosnia, o me voy yo a mi casa y no vuelvo por aquí.

Ana se llevó un susto de muerte.

—¡No por favor! Ya sabe que la necesitamos muchísimo... Seguro que puedo hablar con él... Ya no queda demasiado tiempo para que finalice su tratamiento, tiene la piel casi cicatrizada del todo y...

—No, si a mí me da mucha pena, señora —interrumpió la empleada—, pero tiene que hacer algo... El chavalín ha tirado tanto papel dentro del retrete que se ha atascado. Se ha vuelto a tragar el elixir bucal y se niega a salir del baño en pijama, quiere hacerlo en calzoncillos. Y le da igual que le vean las niñas, ¡y encima tiene un slip negro horroroso! Durante la cena ha enseñado a los dos pequeños a eructar, y si les reñía me sacaban la lengua. ¡Sus hijos nunca habían sido desobedientes! Cuando está usted se comporta mejor en la mesa; pero cuando no está, ¡aprovechan su ausencia y la mesa se convierte en una guerra campal!

Ana no daba crédito... Sus hijos habían sido esmeradamente educados en lo que respecta a los modales en la mesa y estaban acostumbrados a respetar las normas de conducta exigidas por ella. La mujer comenzaba a cansarse tanto física como psicológicamente... Cuando se ofreció para traer a Igor a España y proceder con el tratamiento, no entraba en sus planes que pudiera alargarse tanto la estancia. La convivencia empezaba a costarle un verdadero esfuerzo y comprendió que no aguantaría mucho más con el muchachito bosnio en la casa familiar. Entonces decidió que desde esa noche hasta que llegara el momento de su marcha, ella misma se esforzaría para enseñarle a comportarse incluso amonestándole si era preciso. Si Igor deseaba curarse, debería acostumbrarse a obedecer las normas de conducta de la familia; en caso contrario, debería marchar. Y estando segura de que triunfaría su lado más pedagógico, tranquilizó a la empleada de hogar y se fue a dormir.

* * *

¡Pero al día siguiente parecía como si un gitanillo loco se hubiera sentado a la mesa! Igor se estaba comportando peor que nunca: metió la manga en la sopa y luego se la chupó y derramó el vaso de agua en el proceso. ¡Y todo esto antes de llegar al segundo plato! Los hijos de Ana reían como locos y callaban cuando su madre les exigía silencio. Ana riñó severamente a Igor y le señaló la cuchara.

—Igor, esto es cu-cha-ra... A ver: Igor tomar la cu-cha-ra... Igor no sorber, así shuuuu —decía imitando el ruido que había hecho el muchacho. Los niños se alborotaban cada vez y cuanto más reían, más se enfadaba su madre—. ¡A callar todo el mundo! El próximo que se ría o burle de la situación, se irá a comer solo a la cocina.

Igor la miró y sonrió. Luego cogió la cuchara y comenzó a sorber otra vez la sopa. Cuanto más intentaba hacerlo bien, más sorbía y más ruido hacía. Los niños aguantaban la risa y se ponían colorados... Pero Ana no sonreía. Intentaba hacerle entender una y otra vez cómo debía coger la cuchara y tomar la sopa en condiciones. Al cabo de unos minutos se rindió... Simplemente parecía que Igor no tenía interés en aprender modales en la mesa, y en cuanto Ana dejó de prestarle atención, ¡tomó el plato con ambas manos, se lo acercó a los labios y se bebió la sopa! —¡Igor, se acabó!

Ana reaccionó zarandeándole el brazo. Entonces Igor pegó un tremendo alarido... Los niños callaron de golpe y la madre se sobresaltó. ¡Le había arañado sin desearlo y el muchacho había sufrido un dolor punzante en la herida del brazo! En un arranque de rabieta, tiró el plato al suelo derramando así la sopa sobrante sobre la alfombra. Ana y sus hijos miraban asustados... La situación había dejado de ser agradable: en su angustia, Ana había cogido con demasiada fuerza el brazo herido de Igor, ese brazo por el que, con tanto mimo y cuidado, habían luchado. Miró horrorizada a Igor y le intentó tocar, pero el niño pegó un brinco y le apartó la mano.

—Lo siento mucho, Igor... No quería hacerte daño... Yo... —El tenso silencio se hizo aún más espeso. Igor no la miró, apretó el mentón, se levantó de la silla y silenciosamente recogió el plato. Fideos y garbanzos mojados rociaban un buen trozo de la alfombra... ¡E Igor comenzó a cogerlos con los dedos, y para el espanto de Ana, los metió uno a uno de nuevo en el plato!—. No, Igor, no hace falta... —murmuró Ana.

Pero Igor no escuchaba. Recogió los fideos y garbanzos esparcidos hasta no dejar restos en la alfombra, los colocó uno a uno dentro del plato y se volvió a sentar. Entonces Ana miró el plato y notó cómo una náusea le trepaba hasta la garganta. El plato estaba sucio, con fideos y garbanzos mezclados con pelusa de la alfombra. Todos en la mesa permanecían tensos y los niños se miraban unos a otros sin saber muy bien qué hacer... De pronto una de las niñas dijo:

—Mamá, no me gusta ver el plato de Igor con pelos.

Pero Ana no contestó enseguida. Se sentía abatida, triste. De pronto todo se le vino encima: el retrete atrancado, las carreras en patines sobre el parqué, el horroroso y apretado slip negro, la manga metida en la sopa, aquellos fideos y garbanzos mezclados con pelusa y pelillos de la alfombra en el plato...

—Acabad de comer —ordenó al fin sin levantar la mirada.

Los niños, aún en silencio, reanudaron la comida. Ana notó cómo una lágrima se le agolpaba sobre las pestañas. ¡Lo único que le faltaba era que los niños e Igor la vieran llorar! Se sentía muy cansada psicológicamente... No paraba de trabajar, y cuando regresaba a casa, se tenía que encargar de los niños, de Igor y de todas las necesidades de la casa. La empleada de hogar, tan necesaria en su vida, amenazaba a cada momento con marcharse si el muchachito no cambiaba sus modales, y ella sabía que sin su ayuda no podría ir al trabajo. ¡Y su marido viajaba sin parar! Todo había cambiado tanto en casa desde la llegada de Igor...

Entonces, en el silencio de su corazón, comenzó a orar descargando en Jesús toda su tristeza. «Señor Jesús», le dijo, «no puedo más... Tú sabes que lo he intentado. Quiero mucho a este muchachito, pero la convivencia con él se ha convertido en un suplicio. ¡Lleva ya tres meses en casa y desde su llegada la armonía de la familia se ha roto! No he logrado que se adapte a nuestras costumbres... ¡Solo pensar que aún quedan tres meses de tratamiento me abruma de preocupación! Y le he hecho daño en el brazo... No soporto la idea de haberle hecho daño. ¡Después de todo lo que hemos luchado! Estoy cansada, Señor... No sirvo, Señor... No puedo cuidar de tus hijos heridos... No soy nadie. ¡Soy mísera y egoísta! Ayúdame, Jesús... Quiero llorar... Me encuentro mal». Entonces, justo en el momento en el que Ana notaba que ya no podría controlar el llanto y la náusea, oyó una voz en su corazón. Era una voz de varón, tierna, dulce, templada y masculina. La voz retumbó fuertemente desde lo más profundo de su alma: «No pasa nada, querida hija. A Mí no me pareces inútil. Yo te amo y Yo te puse en el corazón esta gran misión. Te concedo ahora el don de la alegría de darme de comer a Mí en él. No te aflijas: no es a Igor a quien estás dando de comer, sino a Mí. Si piensas esto, si eres capaz de verme en él, será siempre a Mí a quien alimentes, cures y cuides. Yo soy desde ahora tu pequeño Igor».

Ana se quedó un instante sin aliento. ¿Quién le había hablado? ¿Qué era aquello? Abrió los ojos y miró a su alrededor... Los niños seguían comiendo en silencio e Igor miraba aún su plato lleno de pequeños fideos, pelusas y garbanzos sucios. Pero algo había cambiado... Todo el asco y la repulsión del momento habían pasado en una milésima de segundo a otro plano: el plano de lo sobrenatural. De pronto se vio envuelta en una paz inexplicable que hasta el día de hoy no ha vuelto a sentir. Todo a su alrededor parecía impregnado de una luz nueva: el comedor brillaba, los muebles lucían de una manera especial y una inmensa alegría le invadió el alma. Su cabeza le gritaba: «¡No puede ser!». Pero su corazón no le engañaba: tenía la absoluta certeza de que Jesús le había hablado y le había hecho saber que su labor valía a sus ojos, porque lo que Dios busca en nosotros es el amor con el que hacemos las cosas por los demás, no nuestros triunfos. Nosotros no podemos triunfar en nada. El triunfo siempre es solo el de Él.

Y así, envuelta en un extraño halo de paz inconmensurable, Ana acabó la sopa. Sabía que Jesús les había visitado esa tarde durante una pequeña batalla de garbanzos, fideos e incomprensiones. Ya no sentía náuseas ni rechazos; solo un amor infinito hacia Igor, hacia todos los dañados de las guerras, y hacia toda víctima de la maldad humana. ¿Qué importaba la falta de modales de Igor?

¡Le quedaban aún tres meses por delante para enseñarle a ser un verdadero caballero!

Hoy Ana afirma que ése fue quizá el almuerzo más feliz de su vida, pues Jesús la visitó. Y lo hizo utilizando el pequeño cuerpo de un niño de catorce años musulmán, herido. Jamás lo olvidará; como jamás olvidará que ese día comprendió que Cristo ama a todos los hombres por igual, sin mirar modales, ni razas, color o religión.

* * *

Se preguntará qué fue de Mathew, querido lector. Y le diré que sigue siendo hoy uno de los amigos más queridos y admirados por Ana. Sigue viviendo en Mostar y está levantando, con la ayuda de una ONG inglesa, viviendas para las víctimas que la pasada guerra dejó sin hogares ni familias. Los cuatro huérfanos que acogió son hoy unos hombretones de provecho: dos de ellos se han casado y los otros dos trabajan como mecánicos, y tienen un montón de novias en el barrio. Mathew sigue soltero (¡dice que no encuentra novia que aguante su ritmo de trabajo!), y su labor de laico misionero es tan monumental como el primer día. Ana le estima profundamente y le visita cada vez que peregrina a Medjugorje, en donde comprueba que los logros de Mathew son extraordinarios. Ha salvado más vidas de las que Ana pueda enumerar.

¡Ah, e Igor! Ya se me olvidaba hablarle de él... Pues alégrese, querido lector: hoy Igor es un muchacho corpulento de veintiséis años, ha terminado sus estudios de informático y vive en Mostar en un pisito junto a sus padres y su hermano. Su abuelo ya falleció. Su pequeño cuerpo herido quedó curado gracias al amor, el cariño y la dedicación de Ana, de su familia y del equipo de dermatólogos de la clínica madrileña que con enorme generosidad le trató. Ana e Igor se adoran y cada vez que ella o su familia viajan a Medjugorje en peregrinación, se acercan a Mostar a visitarle. Durante su última estancia, Igor le presentó a su preciosa novia.

—Ésta es Karina y es musulmana como yo. Nos casamos el verano que viene y quiero que vengas a mi boda. ¿Vendrás verdad?

¡Créame si le digo que Ana casi se desmayó de la emoción!

* * *

Nos acercamos al final de esta preciosa historia, querido lector. Y tal y como he hecho en algunos capítulos anteriores, no le quiero dejar sin un regalo especial que la Iglesia propone para casos como el de Igor. Él necesitó en su día una curación física y fueron muchas las personas que oraron por él con todo el corazón. Quizá usted conozca a algún enfermo que también necesite oración y por ello aquí le entrego una muy hermosa. Debe saber que fue elaborada pensando que podría aliviar el sufrimiento de cualquier enfermo, o incluso para usted mismo si está padeciendo alguna enfermedad. Como todas las que le presento es poderosa y muy profunda. ¿Acaso hay mejor médico que Él?

ORACIÓN PARA LA SANACIÓN FÍSICA (TAMBIÉN SE PUEDE UTILIZAR PARA ENFERMEDADES MENTALES)

Jesús, Dios de ternura y de misericordia: Tú que nos has prometido que cuando dos o tres estuvieran reunidos en tu Nombre, estarías presente. Aquí estamos reunidos en torno a (se dice en alto el nombre el enfermo), imploramos tu compasión hacia él y te pedimos que pongas tu mirada sobre él, para que reciba de ti la fuerza, la paz en su alma y en su cuerpo.

Te gustaba pasear en medio de la muchedumbre, pararte junto a los enfermos y tocarlos para manifestar tu inmensa compasión hacia ellos. Muy a menudo, los curabas para que fuera confirmada tu Palabra, tu buena nueva de salvación propuesta para todos. Señor Jesús, te suplicamos que vengas Tú mismo a tocar a nuestro hermano (se repite el nombre del enfermo). A él, a quien Tú amas, está enfermo. Tócale en el lugar de su enfermedad. Visítalo a raíz de su mal. Jesús: Tú que abriste los ojos del ciego de Jericó, cúralo. Tú que enderezaste al paralítico de Betseda, cúralo. Tú que resucitaste a la hija de Jairo, cúralo. Tú eres el mismo ayer, hoy y siempre. Lo que realizaste hace dos mil años, también puedes realizarlo ahora. Por eso te suplicamos que nos escuches y vengas en ayuda de nuestro hermano.

Gracias, Señor, por lo que estás haciendo en (se nombra al enfermo). Sabemos que tienes compasión de él, y confiamos en tu intercesión, pues lo que inicias, lo llevas a término. Dale la gracia de acoger sin miedo la obra de tu amor en su cuerpo enfermo. Concédele atreverse a creer que Tú actúas en él como hiciste con el paralítico de la Puerta Hermosa a petición de Pedro.

Te alabamos, Señor nuestro, por cada una de tus obras. Te bendecimos por dar testimonio del amor de nuestro Padre, en el poder del Espíritu Santo. Tú siempre eres fiel a tus promesas. Tú que nos has prometido estar con nosotros hasta el fin de los tiempos.

Gracias por mirar y bendecir a (se dice el nombre del enfermo). Gracias por todo lo que vas a hacer por él en las horas y los días que se avecinan. Gracias porque no solamente has visitado su cuerpo, sino sobre todo su corazón, a fin de que te conozca mejor y dé gracias a tu Nombre.

Gracias por tu misericordia; nunca falla. Déjanos gritar como el salmista: «Un pobre ha gritado; Dios ha escuchado» (Sal 33, 7) Amén.