Capítulo 6 RAQUEL, UNA NIÑA PREDILECTA DE JESÚS

DEJAD que los niños vengan a Mí, no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el reino de Dios. Os aseguro que el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él. Y tomándolos en brazos, los bendecía imponiéndoles las manos.

(Mc 10, 14-15)

No son palabras mías, querido lector, sino de Jesús. Y con el paso de los años, la llegada inevitable de las primeras canas y algún que otro sufrimiento padecido, he comprobado que esto es absolutamente cierto. Ya lo digo en mis conferencias: «Cuanto más metamos por medio la inteligencia, la razón, los conocimientos culturales, la vanidad, nuestros estudios académicos y la adulación de los demás, más se nos ocultará la verdad de las verdades». Porque Cristo solo irrumpe en los corazones humildes, siendo la soberbia lo que le impide su entrada. Es imposible analizar a través del razonamiento humano y de los grandes conocimientos científicos los milagros con los que Él está deseando colmarnos, porque Dios escapa a toda ciencia y a toda razón. Solo la fe es capaz de abrirnos la puerta hacia su amor, y si aprendiéramos a soltar las riendas de nuestra vida en sus manos, se apreciaría su presencia en nuestro camino de forma palpable.

Quizá uno de los casos que más me ha conmovido con respecto a la actuación de Jesús vivo con los niños, sucedió en una pequeña parroquia humilde de la provincia de Salamanca durante un fin de semana, en el que los feligreses se quisieron preparar para recibir con fe y amor el Adviento. El grupo de orantes no era demasiado importante y entre ellos había mucha gente de edad avanzada. No es extraño ver que nuestras iglesias estén poco concurridas en nuestros días, amigo mío, pues vivimos una era de poca fe, de falta de esperanza y de confianza en Dios, a causa del aturdimiento al que el mundo somete hoy a la sociedad. ¡Pocos conocen a Cristo y casi nadie cree que existe verdaderamente en un trozo de pan consagrado! Sin embargo, dentro del grupo de asistentes que aquel día en Salamanca celebrarían una misa, se encontraba una niña que sí conocía y amaba mucho a Jesús. La niña se llamaba Raquel, padecía síndrome de Down, tenía nueve años y un organismo intolerante al gluten, por lo que no podía consumir pan normal de trigo, cebada, centeno o avenas (la niña era celiaca) [N. de la A.].

Su madre, Isabel, estaba sentada a su lado. Es una mujer humilde y serena, que vive enamorada de la inocencia de su niña Down. Pero quizá lo que más asombra a esta madre es la profundísima fe que su pequeña profesa por la real existencia de Jesús en un trocito de pan consagrado. ¡Qué gran misterio es la fe de los niños!

—Mamá, mira, que quiero recibir al Niño Jesús —insistía tirando de la falda de su madre.

—Ya lo sé, cariño... Pero no sé si va a poder ser... No hemos avisado al sacerdote, que al no ser nuestro párroco habitual, no sé si tendrá alguna forma sin gluten para ti —contestaba una y otra vez Isabel a su hija.

—¡Mamá!, que quiero que lo sepa el cura... Díselo. Dile que tengo que recibir al Niño Jesús. ¡Mamá, que si no me pondré muy triste...!

—Calla nena, ya no hay tiempo —respondía la madre intentando tranquilizarla. Siempre habían avisado al sacerdote con antelación, pero esta vez se habían despistado. Las personas que padecen este tipo de intolerancia suelen llevar a la iglesia la Forma preparada en una cajita llamada portaviático, que entregan al sacerdote antes de la celebración. Él la consagra junto a las demás y luego es la que se le da a la persona celíaca. ¡Pero esta vez simplemente no habían caído! La niña comenzó a agitarse en el banco.

—Mamá, que no voy a recibir al Niño Jesús y me pondré tristísima... ¡Mamá haz algo!

—¡Calla Raquel, no escandalices! Tomarás solo la Sangre de Jesús. Yo le explicaré al padre la situación para que te deje beber del cáliz. ¿Vale?

Raquel sonrió de tal manera que sus ojillos achinados casi desaparecieron de su rostro en una línea perfecta.

—¡Sí, qué bien, mami! Ahora recibiré la Sangre del Niño Jesús y eso valdrá.

—¡Shhhh, calla Raquel!

Y la niña al fin calló, pero no paró de menear su cuerpecillo sobre el banco, empujada por la enorme ilusión de haber logrado al menos convencer a su madre de que le permitieran dar un sorbo al cáliz sagrado. Sin embargo ni el sacerdote (llamado don Isidro), ni el diácono que ese día ayudaban en la celebración de la misa, se percataron de que Isabel intentaba hacerles señas para que dejaran unas gotitas sobrantes de vino consagrado para su hija. ¡Y ante el disgusto de la niña lo consumieron todo!

—¡Mamá que se lo beben! ¡Que se han bebido toda la Sangre de Jesús y no quedará nada para mí! —protestó Raquel angustiada—. ¡Haz algo, mamá!

—¡Calla nena!

Pero ya no había remedio. Estaba claro que ambos celebrantes no se habían percatado de la situación, ni de los intentos de Isabel de llamarles la atención. Fue entonces cuando Toñi (una señora sentada junto a Raquel y a su mamá), observando lo que estaba sucediendo, aprovechó el momento de su comunión personal para susurrarle al oído al sacerdote:

—Verá don Isidro, es que esa nena de ahí es celíaca y no puede tomar la Forma... Se llama Raquel y solo puede beber unas gotas de vino del cáliz... ¿Puede solucionarlo?

—¡Pues claro, hija! —contestó el sacerdote. E interrumpiendo la cola de las comuniones se acercó al altar, en donde aún estaba el cáliz cuyo vino, ya convertido en Sangre de Cristo, acababa de ser consumido por él y por el diácono (don Paco). ¡Pero vaya disgusto! La copa estaba totalmente vacía y no quedaba ni la más mínima gota de la sangre del Señor...

—¡Está vacía, Toñi, mira! —susurró a la feligresa. Toñi estiró el cuello y comprobó cómo don Isidro volteaba hacia abajo el cáliz. ¡No quedaba ni siquiera una pequeña gota! Habían consumido todo el contenido del vino.

—Pero Toñi, ¿cómo no me ha avisado la mamá de la niña antes?

La anciana se encogió de hombros.

—No sé, señor cura. —Dirigió la mirada a Raquel y con un gesto de la mano indicó que nada quedaba en el cáliz para la niña. ¡Qué carita se le puso a Raquel entonces! Estaba muy disgustada. Don Isidro la miró y notó cómo un nudo se le formaba en la entrada del estómago. ¡Raquel era una niña Down preciosa! Entonces, siguiendo un impulso impropio en él, dijo contundente:

—¡No pasa nada, bonita! Vamos a orar para que Jesús solucione esto: le pediremos que te dé un pequeño consuelo.

La niña le clavó sus ojillos achinados, sonrió y juntó las palmas de las manos para orar. ¡Y cómo oró! «Niño Dios, que quiero recibirte, quiero tenerte...», decía en alto. El sacerdote, conmovido, colocó una mano sobre el cáliz vacío mientras que con la otra sujetó la base. Toñi, a su lado, comenzó a orar diciendo: «Señor, la niña quiere recibirte... Actúa, Jesús... Confío en ti, Jesús».

«Señor, haz algo por Raquel. Bendícela», musitaba por su parte el sacerdote con toda la fe que era capaz de encontrar en su corazón. El cáliz no había abandonado un solo segundo su mano desde que lo había volcado para comprobar que, efectivamente, nada quedaba del contenido del vino. Todo su interior brillaba con los destellos dorados propios de un cáliz sagrado... En la iglesia se respiraba de pronto una atmósfera de profunda y sobrenatural paz que conmovió a los fieles. Algunos miraban asombrados la escena preguntándose qué ocurriría a continuación. Comprobaban atónitos que una niña Down, enamorada de Jesús, pedía recibirle, mientras que un pobre cura de barrio y una mujer de edad avanzada suplicaban a Dios que actuara y solucionara la situación. ¿Pero cómo lo lograría? Los feligreses comenzaron a rezar también... ¡Y al minuto todos los fieles pedían algo extraordinario para Raquel! La niña mantenía las palmas de las manos unidas y oraba con gran confianza: «Niño Jesús, ven a mi corazón». Toñi abrió un segundo los ojos: nada fuera de lo común había sucedido. El cáliz permanecía vacío. «Vaya», pensó con tristeza. «No hay nada que hacer... Hemos orado y no sucede nada... Qué inocentes somos... ¿Qué esperábamos? ¡Ni que pudiera caer un rayo del cielo por unos humildes orantes de barrio!».

Estaba ya a punto de dejar de orar cuando captó por el rabillo del ojo que algo se movía en el fondo dorado del cáliz.

—¡Padre, mire! —Tiraba de la manga de la casulla del sacerdote. —¡Hay algo ahí que no estaba antes!

Don Isidro abrió los ojos y con absoluto estupor descubrió que efectivamente, algo se movía suavemente en el interior del cáliz.

—¡Dios mío! ¡Parece vino otra vez!

Pero lo que ni el sacerdote ni ninguno de los feligreses que ese día habían acudido a la celebración de la misa pudieron imaginar jamás, era que la cantidad de vino que al fondo del cáliz yacía podría cubrir la cabeza de una pequeña cuchara. ¡Lo justo para que alguien pudiera recibir la comunión con el vino consagrado! Don Isidro casi perdió el equilibrio y Toñi rompió a llorar... ¡Ella había dudado del poder de Cristo porque había sido testigo ocular de que un minuto antes el cáliz estaba vacío! ¿Qué era aquello? ¿Qué estaba sucediendo ese día durante la celebración de la misa?

—¡Padre, que es vino! —insistió Toñi.

Don Isidro a duras penas podía recuperar el habla.

—Sí, hija, ya veo... ¡Esto es increíble! ¡Gloria a Jesús! Estoy conmovido... Me parece que Jesús ama mucho a esta niña. Es una señal que nos ha enviado para que nunca olvidemos lo que Él ama a los niños.

Toñi temblaba. Llorando ahora a mares, bajó los tres escalones que la separaban de los primeros bancos y se dirigió a la pequeña Raquel, quien seguía ensimismada en su oración ajena a lo que acababa de suceder por su causa.

—Raquel, hija —le dijo—, deja de rezar y sube al altar que ya puedes comulgar.

—¡Ah, qué bien! —contestó Raquel, quien, en su inocencia, no se sorprendió un ápice. De un brinco se subió al altar, se acercó a don Isidro y le dijo:— Hale, deme ya mi comunión.

¡Y vaya chupada que dio al cáliz!

Cuando al finalizar la Eucaristía la gente se arremolinó para abrumar a preguntas al sacerdote, al diácono, a Toñi y a la niña, todos se mostraron conmovidos... Toñi se secaba las lágrimas mientras oía cómo don Isidro y don Paco explicaban atolondrados que habían apurado hasta el fondo los restos del vino una vez consagrados, asegurando que no dejaron una gota. ¡Toñi sabía que era cierto porque había sido testigo ocular de ello! El padre intentaba explicar que nunca esperó tal intervención de Jesús.

—Mientras oraba con la mano sobre el cáliz solo pedía a Dios que hiciera un regalo especial a Raquel, como consolarla o hacerla sentir la comunión espiritualmente, dado que no quedaba vino en el cáliz y no teníamos una forma consagrada para una niña celíaca —afirmaba—. No entiendo... No tiene explicación lo que ha ocurrido hoy aquí.

Sus palabras se mezclaban con la algarabía, las preguntas y los abrazos de los asistentes. ¡Todos atosigaban a la niña! Raquel les miraba atónita sin entender a qué venía tanto aspaviento... La madre de Raquel la agarraba fuertemente de la mano derramando abundantes lágrimas.

—Es la primera vez que todo un Dios me demuestra su amor por mi hija de forma tangible —decía entre sollozos.

¡Raquel, una simple niñita Down había sido el foco del amor de Jesús ante un montón de testigos!

Y ahora se preguntará qué sentiría Raquel entre tanto alboroto, querido lector... La gente la rodeaba, le daba besos, le acariciaba el pelo mientras ella les miraba como si fueran de Marte.

—Raquel, preciosa —le dijo un viejecillo cogiéndole la barbilla entre sus nudosas manos—. ¿Has visto qué cosa más extraordinaria ha hecho hoy Jesús por ti? ¿No estás contenta?

—Pues qué quiere que le diga...

—¡Lo que sea, nena! ¡Di lo que pienses!

La niña se encogió de hombros.

—Bueno... Pues digo que no sé por qué no lo entienden... ¿No ven que era lo que precisamente yo le había pedido? Jesús me escuchó porque no está sordo. ¡Pero si es muy fácil de entender! Qué raros y qué tontos son ustedes.

Sin palabras, querido lector... Absolutamente sin palabras.

* * *

Ya sé que ahora estará pensando: «Bueno, pero solo esa niñita Down ha tenido la suerte de experimentar un regalo del cielo semejante, que pudiera además ser visto por los presentes». ¡Se equivoca, querido lector! ¿Acaso ya ha olvidado la pequeña y preciosa imagen de la Virgen del Olvido, Triunfo y Misericordias de la que tanto le hablé en el capítulo cuatro? ¡Qué mala memoria tiene! ¿Y qué me dice de la tilma de la Guadalupana que se exhibe en la Basílica de México? ¡Y hay muchos casos más!

Uno de los más hermosos y espectaculares vuelve a estar aquí, en España, en el Convento del Corpus Christi de Zamora. En ese pacífico hogar de oración, en donde habita un grupo de clarisas descalzas en rutina de profunda oración y silencio, es donde se vela, cuida y venera una de las piezas celestiales más curiosas del mundo. Se trata de una imagen muy elaborada de gran tamaño y ricamente ataviada, que representa a la Virgen en su dormición o «sueño celestial». Es conocida como Nuestra Señora del Tránsito, mide metro y medio, yace recostada sobre un gran almohadón y su cara es de un material parecido a la loza pintada. Sus rasgos faciales, coloreados con gran esmero, hacen ver que la Virgen duerme en un sueño eterno. A simple vista no tendría mayor importancia de la que se le podría dar a cualquier pieza de orfebrería o de arte religioso. Sin embargo la tiene por una razón puramente sobrenatural: su creación fue producto de un gran milagro del cielo y hasta el día de hoy no se le ha encontrado explicación lógica.

Todo comenzó a forjarse cuando, en un arrebato de generosidad, dos nobles zamoranos llamados doña Ana de Osorio y don Juan de Carvajal (siglo XVI), decidieron regalar su hacienda privada a la Orden de las Carmelitas Descalzas de Santa Clara. Las monjas habían vivido en Gandía hasta entonces, bajo unas condiciones de pobreza monumental, padeciendo hambre y penurias de todo tipo. Fue por ello por lo que su obispo aceptó gustoso el gran regalo y organizó el traslado inmediato de sus clarisas a Zamora para hacerles la vida más plácida en un convento en condiciones. No obstante siguieron padeciendo penurias, pues hubo que hacer reformas para las que nunca tenían dinero, y necesitaban adquirir objetos religiosos que les facilitaran los actos piadosos de oración diaria, para los que tenían menos dinero todavía. En especial echaban mucho de menos una imagen de la Virgen, acostumbradas como habían estado a orar frente a una preciosa representación de la misma en su antiguo convento de Gandía. ¡Pero no había un real con qué pagar al artesano que se ofreciera a realizarla!

La priora estaba triste...

* * *

Pasaron los meses y las hermanas se quejaban. Echaban de menos una imagen o estatua de la Virgen. Entonces la priora oró, ¡y con qué fe! «Soluciónalo Tú, Madre», decía a la Virgen con insistencia. Y fue así cómo decidió proponer a la comunidad que se uniera a su oración diaria y que lograran seguir juntas un ayuno estricto durante algunas semanas, con el propósito de forzar a Dios a que se la «regalara». «¡Jesús oirá nuestros ruegos!», animó a las monjas. «Se las apañará para que alguien nos proporcione una imagen de su Madre». Así que, movidas por esa fe ejemplar que tienen las clarisas y que asombra a creyentes y a ateos por igual, hincaron rodilla al suelo y oraron con gran fervor.

Ya empezaban a flaquear las fuerzas cuando un día sonó la campanilla de la puerta principal del convento, y al acudir la priora se encontró a dos piadosos caminantes que regresaban de realizar un peregrinaje por el Camino de Santiago. Agotados, hambrientos y sedientos, pidieron cobijo a las monjas, que con muy buen amor cristiano se lo ofrecieron de inmediato. Durante el almuerzo los dicharacheros peregrinos les relataron sus peripecias y las aventuras vividas durante su peregrinación, mientras las monjas compartían con ellos el poco alimento que tenían. Tras el almuerzo quedaron los peregrinos saciados de pan y profundamente agradecidos, confesando avergonzados que no tenían bienes ni monedas con los que compensar tanta caridad. Fue entonces cuando la priora compartió con ellos su tristeza por el gran deseo que tenía la comunidad de obtener la estatua soñada de la Virgen, y que como ellos, nunca podrían pagar a artesano alguno al no tener bienes con qué hacerlo.

Los misteriosos visitantes se miraron con complicidad...

—Madre priora —dijeron tras un pequeño silencio—, nosotros somos orfebres. Con mucho gusto les haremos estos días la estatua tan deseada por ustedes. Se la regalamos a cambio de la caridad mostrada hacia nosotros.

¡Las monjas no daban crédito! Enseguida aceptaron su ofrecimiento no sin antes asegurarles que no podrían pagar ni las herramientas ni los materiales necesarios para la creación artística.

—Nada necesitamos de ustedes más que una cosa: que no entren ni de día ni de noche en la celda en la que nos dejen trabajar. Esculpiremos en silencio y en total soledad, pues es la única forma en la que sabemos hacerlo. Si no lo respetan, no nos saldrá bien la obra... Y en cuanto a los materiales, ya traemos todo lo necesario en nuestro zurrón. Pero recuérdenlo: ¡no pueden entrar! Trancaremos la puerta por dentro y... ¡No entren!

La priora y las hermanas clarisas no sabían qué pensar... ¡Los zurrones eran muy pequeños y no cabían en ellos ni sacos de arcilla, ni metales y pinceles! No obstante, y siempre fiándose del amor y de la protección de Dios, oraron y aceptaron su generosa oferta.

Pasaron un par de días. Las hermanas se morían de curiosidad, y se preguntaban cuándo dejaría la pareja de artesanos de hacer ruido con sus herramientas, pues día y noche el tintineo de los instrumentos no dejaba de sonar. Obedientes, no les molestaban más allá de dejar a los pies de la puerta trancada una bandeja con un trozo de pan y una sopa. Cuando al cabo de un rato regresaban para recogerla, la bandeja siempre aparecía con los alimentos consumidos.

Pero transcurrió un día más, y la priora (¡mujer al fin y al cabo y por tanto cotilla!) desfallecía de nervios y curiosidad. Por ello decidió acudir ella misma con la bandeja y los alimentos para el desayuno en vez de enviar a una de las legas. Pero cuando llegó se percató de que extrañamente ningún ruido se oía. Ni siquiera un susurro o tintineo de los instrumentos de trabajo... Todo estaba en absoluto silencio. Tocó tímidamente con los nudillos, pero no obtuvo respuesta. ¿Se habrían ido los artesanos en plena noche sin decir nada?, pensó. O peor, ¿se habrían desmayado a causa del cansancio acumulado? Presa de preocupación y sin recordar su promesa de no molestar a los orfebres, intentó abrir la puerta tirando del pomo. ¡Pero estaba cerrada por dentro tal y como se lo habían advertido!

—¿Están bien, hermanos? —Gritaba aporreando la puerta—. ¿Me oyen, hijos de Dios?

Entonces, asustada y sospechando que habrían desfallecido, salió dando voces, corriendo pasillo abajo para que las hermanas avisaran al jardinero, quien con unos alicates tendría que romper la cerradura y derribar la puerta. Unas hermanas, por su parte, decidieron arrastrar a través del jardín una escalera, apoyarla contra la pared exterior del convento y obligar a trepar por ella a la lega más jovencita, que por eso de ser menor que las demás, tendría que ser también más ágil... ¡Pero cuando logró llegar arriba y mirar a través del cristal de la ventana descubrió que no había nadie! ¿Estarían los artesanos acaso desvanecidos por un rincón escondido a su ojo? La ventana estaba enrejada y era del todo imposible que hubieran logrado saltar desde ella. ¡Además, aunque no hubiera tenido rejas, estaba situada a tan elevada altura que se hubieran roto el cuello en el intento!

Cuando por fin encontraron al viejo jardinero, corrieron todas junto a él hacia la celda. Al hombre le costó un buen rato romper el pestillo de la puerta, pero lograron derribarla y pudieron entrar todas las hermanas en tropel para socorrer a los orfebres supuestamente desvanecidos. ¡Pero ahí no había nadie, querido lector! Lo único que encontraron fue una preciosísima estatuilla de la Virgen en dormición, extraordinariamente vestida, con una corona ornamentada y una expresión angelical en la cara. De los peregrinos artesanos no quedaba rastro... La ventana de la celda permanecía intacta, con sus barrotes de hierro forjado bien apretados contra el muro de la pared, y ya sabemos que la puerta había permanecido cerrada desde dentro hasta ese momento.

Hoy la imagen milagrosa de la Señora Del Tránsito es venerada y expuesta en el convento de las Clarisas Descalzas de Zamora (las Clarisas Descalzas de Zamora se pueden visitar y se puede venerar la imagen. Convento del Corpus Christi, C/. Rúa de los Francos, 31, Zamora, teléfono: 980531290) [N. de la A.], y los zamoranos le tienen una enorme devoción, siendo considerada la bienhechora de la ciudad, y habiendo concedido miles de milagros a sus devotos orantes. Las clarisas atribuyeron el increíble milagro de su creación a estos curiosos y misteriosos artesanos que, según ellas, no eran sino dos ángeles enviados por la misma Madre de Dios para ayudarles conseguir la ansiada imagen. Pero eso sí: ¡a la Virgen le faltaban dos dedos! Todas las hermanas miraron con enfado a la priora... Claro, si no hubiera propiciado la entrada a la celda con tanto aspaviento, a lo mejor les hubiera dado tiempo a acabarla...

¿Ve, querido lector, la cantidad de regalos físicos celestiales que hay en España? No debemos envidiar nada a los mexicanos por su preciosa tilma. Y si no ha creído mi relato, corra y visite Zamora; podrá entonces comprobarlo por sí mismo. Y cuando tenga la celestial estatua frente a sus ojos venérela. Descubrirá que no he inventado nada.