Capítulo 1 ¿EXISTE EL CIELO?
ALEGRAOS y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en el cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas de antes de vosotros.
(Palabras de Jesús en Mt 5, 12)
Si ha superado el prólogo, es que es usted una persona con inquietudes espirituales y se ha preguntado alguna vez cómo será el cielo. La fe católica afirma su existencia y está fielmente convencida de que sus puertas se abrieron de par en par gracias al inmenso sacrificio de amor que hizo Cristo muriendo en la cruz. Claro que existe el cielo, querido lector: es dogma de fe. ¿Pero cómo podemos conocer sus secretos? En primer lugar tenemos los escritos de los santos de nuestra historia católica que han hablado largamente de él: Santo Tomás de Aquino, Santa Faustina Kowalska, Padre Pío, Santa Catalina de Emmerich, Santa Teresa de Ávila, San Juan de la Cruz, etc. Pero el libro que rebosa sabiduría e información al respecto es la Sagrada Biblia: el más leído en la historia de la humanidad. Ningún otro ha sido más copiado, publicado y traducido a lo largo de los siglos debido a su imponente poder ético y transformador, que responde a todas aquellas preguntas que se plantea el hombre desde el momento que comienza a razonar:
—¿Quién soy y hacia qué o hacia quién se dirige mi vida?
—¿De dónde venimos y a dónde vamos?
—¿Existimos por casualidad o hay un ser superior que nos creó?
—¿Hay vida después de la muerte?
—¿Tenemos alma?
—¿Qué es la vida?
—¿Vale la pena vivir?
Y un largo etcétera.
Y eso que los autores y personajes de los setenta y tres libros que componen la Biblia son desconocidos, gentes de un pasado lejanísimo (s. XVIII a. C - s.II d. C.), de los que jamás tendremos una biografía seria. Muchos de estos autores no se conocieron entre sí, pertenecían a épocas y lugares distintos e incluso hablaban lenguas diferentes. Entre estos autores había mentes de todo tipo: unas eran formadas y eruditas como el rey David, el rey Salomón, San Pablo, San Lucas, algunos profetas, etc. Otras eran vulgares, como los apóstoles, que fueron escogidos directamente por Jesús sabiendo que eran unos humildes pescadores que entendían más de redes que de espiritualidad.
También los géneros de la Biblia son variadísimos. Hay en ella escritos históricos, poéticos, morales, filosóficos, sapienciales, jurídicos... La Biblia ha sido traducida cientos o quizá miles de veces a lo largo de los siglos y hoy se puede leer en 2.287 idiomas, lo que significa que el noventa por ciento de la humanidad puede entenderla. Lo cierto es que, sea quien sea el que la haya escrito, desde sus primeras líneas ya el Espíritu Santo se hace notar utilizando la intervención de personas, explicando cómo Dios se revela al hombre por el simple hecho de que le ama infinitamente. En ella se analiza cómo el hombre falla a Dios de forma desastrosa y constante mientras que Dios, como Padre amoroso, por sus hijos, responde a la ofensa rescatando una y otra vez al hombre rebelde con su gran misericordia. Por eso los setenta y tres libros que componen la Biblia no forman un compendio cualquiera de una determinada doctrina religiosa, sino que son una historia de indudable carácter teológico cuyos protagonistas son esencialmente Dios y el pueblo escogido por Él para llevarle a la salvación.
No hace falta demasiado esfuerzo para darse cuenta de que la sociedad del siglo XXI (que se considera muy desarrollada según su apabullante vanidad), sigue pecando exactamente igual que en las épocas en las que se escribió la Biblia. Solo hay que encender el televisor y ver los informativos para enterarnos de que nos seguimos haciendo daño entre nosotros, que continúan los genocidios, el odio, las injusticias, los abusos a la naturaleza... Seguimos rechazando voluntariamente a Dios, incluso más empecinados que nunca, pues habiendo conocido el hombre los pecados y errores de tantos siglos pasados, digo yo que debería haber aprendido de ellos y haberlos corregido. Desgraciadamente es fácil darse cuenta de que no hemos aprendido demasiado con el paso de los siglos en materia de violencia. Seguimos evitando el amor gratuito de Dios y rechazando su protección, y así los gobiernos siguen engrescando a la población en un montón de reyertas que han hecho peligrar y hasta perder la vida a miles de inocentes.
Pero pesar de todo, lo increíble e inaudito es que Dios sigue vivo en pleno siglo XXI, amándonos como al pueblo elegido del que tanto habla el Antiguo Testamento, y perdonándonos una y otra vez tras cada caída. Es precisamente este hecho el que hace de la Biblia un manuscrito muy actual, siendo sus enseñanzas morales absolutamente válidas para el hombre de nuestro tiempo. ¿Pero nos habla la Biblia de lo que nos sucederá tras la muerte? ¿Revela información sobre el cielo, el purgatorio y el infierno? Claro que sí, querido lector. Pero vayamos por partes, no sea que nos armemos un soberano lío.
* * *
Me gustaría empezar por una definición aclaratoria sobre qué es el cielo, que me place mucho:
«El cielo es Dios por dentro».
No es mía, sino de una niña de diez años con síndrome de Down que contestó así cuando se le preguntó sobre el tema. Parece mentira que los adultos (especialmente los que van de intelectuales) se armen tantos líos para entender las cosas más esenciales. ¡Ah, la sabiduría inocente de los niños! Ya lo dijo Jesús (Mt 18, 1-3; Mc 10, 14-15): «Si no os convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el reino de los cielos». Está claro que si les escucháramos un poquito más nos iría mejor...
Veamos también la definición «adulta» que propone la Iglesia, que no es otra que la del Catecismo de la Iglesia católica, en cuyos artículos del 1023-1029, define muchos misterios celestiales:
-Epígrafe 1023: «Los que mueren en la gracia y la amistad con Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven “tal cual es” cara a cara». (1 Jn 3,2) (1 Co 13, 12) (Ap 22, 4).
- Epígrafe 1024: Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y amor con ella, con la Virgen María, los Ángeles y todos los bienaventurados se llama "el Cielo". El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, es estado supremo y definitivo de dicha».
- Epígrafe 1025: «Vivir en el cielo es “estar con Cristo” (cf. Jn 14, 3; Flp1, 23: 1 Ts 4, 17). Los elegidos viven “en Él”, aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre» (cf. Ap 2, 17).
- Epígrafe 1026: «Por su muerte y su Resurrección Jesucristo nos “ha abierto” el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, quien asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en Él y que han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad de todos los que están perfectamente incorporados a Él».
- Epígrafe 1027: «Este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están en Cristo sobrepasa toda comprensión y toda representación. La Escritura nos habla de ella en imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del reino, casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso: “Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman”» (1 Co 2, 9).
- Epígrafe 1028: «A causa de su trascendencia, Dios no puede ser visto tal cual es más que cuando Él mismo abre su Misterio a la contemplación del hombre y de la capacidad para ello. Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es llamada por la Iglesia “la visión beatífica”».
- Epígrafe 1029: «En la gloria del cielo, los bienaventurados continúan cumpliendo con alegría la voluntad de Dios con relación a los demás hombres y a la creación entera. Ya reinan con Cristo; con Él “ellos reinarán por los siglos de los siglos”» (Ap 22,5; cf. Mt 25, 21-23).
¿Ve, querido lector? ¡Debe entonces ser muy hermoso! El papa Benedicto XVI añade algo más:
Las almas de los bienaventurados vieron y ven la divina esencia con visión intuitiva y facial, sin mediación de ninguna criatura, por manifestárseles la divina esencia de manera inmediata y desnuda, clara y abiertamente, y gozan la misma esencia. Y por tal visión y fruición, las almas de los que salieron de este mundo son verdaderamente bienaventuradas y tienen vida y descanso eternos.
Todo hace pensar que, atados a nuestras limitaciones corporales, no podemos imaginar siquiera cómo debe ser la hermosura del cielo. Lo sabremos cuando lleguemos... Seremos entonces bienaventurados porque veremos a Dios tal como es, cara a cara, sin la torpeza de nuestro cuerpo actual. Seremos capaces de captar la realidad suprema con los ojos del alma, que estarán más vivos que nunca y que permanecerán así por siempre. La verdad que se desprende de esta sublime realidad es que veremos también cómo nos ha visto siempre Dios en su infinita sabiduría... ¡Y vaya susto nos vamos a llevar, querido lector! Porque ante Dios no habrá mentiras, ni máscaras... Nos daremos cuenta por fin de que a Dios no podemos engañarle. En el cielo viviremos dentro de una luz de verdad superior a todo razonamiento, en un abrazo de amor infinito. Veremos a nuestros amigos fallecidos y a nuestros familiares que antes que nosotros llegaron a tal destino de paz y amor. Viviremos bajo el prisma de una serenidad y felicidad que nunca se marchitan... Al entrar se nos caerán las escamas de los ojos como a San Pablo y nos daremos cuenta de los defectos que no nos dio la gana de reconocer en vida por soberbia, y entenderemos quizá que no debemos estar ahí, frente a todo un Dios y en el cielo. Quizá entonces sabremos que merecemos un purgatorio (que no es eterno sino pasajero), y lo pediremos a Dios por caridad, ya que lo que desearemos más profundamente es gozar sin impedimentos de todo el amor de Dios.
Reconozco que me da miedo mi juicio final, querido lector... Aunque pensándolo bien, ¡qué gozada saber que voy a ser juzgado por mi mejor amigo! Menos mal que sé que podré contar con su infinita Misericordia. No me salvaría sin ella.
* * *
Dicen los santos y los videntes que han tenido la suerte de vislumbrar el cielo en vida durante un éxtasis sobrenatural, que es tan imponente la belleza de Dios y del cielo que no existen palabras humanas suficientes, en idioma alguno, como para poder definirlo. Decía Santa Teresa de Ávila, al haber sido privilegiada con una de sus visiones celestiales, que «había oído lo que nunca nadie antes había podido oír, y había visto lo que nunca antes nadie había podido ver...» (Santa Teresa de Jesús, Las moradas o el castillo interior). Nos refiere con sencillez que a los que primero vio en el cielo fue a sus padres, y otras cosas tan maravillosas, que quedó fuera de sí largo rato. Tan impresionada quedó que aconsejó no cesar jamás de trabajar aquí en la tierra para alcanzar los bienes eternos, por mucho que cuesten. Catalina de Siena escribe que «en el cielo se siente la alegría del que está satisfecho y el gozo del que come con apetito». O sea que el que llegue al cielo no sentirá privación alguna, no tendrá frío ni calor y no sufrirá dolor alguno, porque el que llega al cielo halla la satisfacción a todas sus necesidades y anhelos (Ex 33, 18) (Is 49, 10). El encuentro final con Dios es además el gran descanso (Sal 62,2), y Jesús lo compara con «un gran banquete» (Mt 22,2; Ap 19,9).
A modo de aperitivo y para introducirle en todo lo que le espera en este libro a partir de ahora mismo, creo que no sobra transcribirle la visión que tuvo del cielo mi santa favorita, una de las mayores místicas del siglo XX y la mujer cuyos escritos más me han acercado a Dios. Se trata de Santa Faustina Kowalska, canonizada por Juan Pablo II el 30 de abril del año 2000. No pierdan detalle porque es hermosísimo lo que relata al respecto en los apéndices 777-781 en su Diario de la Divina Misericordia (Ed. Padres Marianos de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, Massachusetts, 1997).
"Hoy en espíritu estuve en el cielo y vi estas inconcebibles bellezas y la felicidad que nos esperan después de la muerte. Vi cómo todas las criaturas dan incesantemente honor y gloria a Dios; vi lo grande que es la felicidad en Dios, que se derrama sobre todas las criaturas, haciéndolas felices; y todo honor y gloria que las hizo felices vuelve a la Fuente y ellas entran en la profundidad de Dios, contemplan la vida interior de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo que nunca entenderán ni penetrarán.
Esta fuente de felicidad es invariable en su esencia, pero siempre nueva, brotando para hacer felices a todas las criaturas. Ahora comprendo a San Pablo que dijo: «Ni el ojo vio, ni oído oyó, ni entró al corazón del hombre, lo que Dios preparó para los que le aman».
Y Dios me dio a conocer una sola y única cosa que a sus ojos tiene el valor infinito, y éste es el amor de Dios, amor, amor y una vez más amor, y con un acto de amor puro de Dios, nada puede compararse. ¡Oh!, qué inefables favores Dios concede al alma que lo ama sinceramente. ¡Oh!, felices las almas que ya aquí en la tierra gozan de sus particulares favores, y éstas son las almas pequeñas y humildes.
Esta gran majestad de Dios que conocí más profundamente, que los espíritus celestes adoran según el grado y la gracia y la jerarquía en que se dividen; al ver esta potencia y esta grandeza de Dios, mi alma no fue conmovida por espanto ni temor, no, no absolutamente no. Mi alma fue llenada de paz y amor, y cuanto más conozco a Dios, tanto más me alegro de que Él sea así. Y gozo inmensamente de su grandeza y me alegro de ser tan pequeña, porque por ser yo tan pequeña, me lleva en sus brazos y me tiene junto a su corazón. ¡Oh, Dios! ¡Qué lástima me dan los hombres que no creen en la vida eterna; cuánto ruego por ellos para que los envuelva el rayo de la misericordia y para que Dios los abrace a su seno paterno. ¡Oh amor! ¡Oh, rey!
El amor no conoce temor; pasa por todos los coros angélicos que hacen guardia delante de su trono. No tiene miedo de nadie, alcanza a Dios y se sumerge en Él como en su único tesoro. El querubín con la espada de fuego que vigila el paraíso, no tiene poder sobre él. ¡Oh puro amor de Dios! Qué inmenso e incomparable eres. ¡Oh, si las almas conocieran tu fuerza!"
Y como conversa que soy gracias a una peregrinación que realicé a Medjugorje, la pequeña aldeíta de Bosnia-Herzegovina en donde actualmente el Vaticano investiga a seis videntes que afirman ver a la Santísima Virgen, también aquí le transcribo la impresionante descripción que da de su visita al cielo una de las videntes (Vicka).Le recuerdo que estas apariciones marianas llevan supuestamente sucediendo treinta años seguidos, continúan a día de hoy y el Vaticano aún no se ha pronunciado sobre su carácter sobrenatural. La entrevista fue realizada por uno de los sacerdotes franciscanos que investigó los hechos en 1987, Fray Janko Bubalo, seis años después de que comenzaran las visiones de seis niños de dicha aldea:
Fray Janko: Vicka, ahora quiero preguntarte algo que me interesa particularmente. Algo que me dijiste y que también he podido leer en alguna de las investigaciones que os han hecho. Decía que el Día de Difuntos del año 1981 a vosotros, los seis videntes (al parecer estabais todos menos Iván), la Santísima Virgen os enseñó el cielo. Está aceptado en la Iglesia católica que el cielo es extraordinariamente bello; que no se puede describir su inmensa belleza, y que los santos que lo han visto lo han descrito lleno de ángeles y almas felices. Y que cuando preguntaste a la Virgen por qué os enseñaba el cielo, consta en los documentos de la investigación que os contestó que veríais lo que sería el cielo para aquellos que se mantuvieran fieles a Dios. También dijisteis que Ivanka vio a su madre fallecida ahí y a otra mujer conocida de su familia.
Vicka: Efectivamente. Pero, ¿qué intenta decirme con eso?
Fray Janko: Nada en concreto... Solo quería saber si al ver el cielo tú reconociste también a alguien en especial...
Vicka: ¡No, no! Yo no reconocí a nadie. Fue Ivanka la que vio a su madre y a esa señora que conocía.
(Los videntes de Medjugorje son seis jóvenes: Ivanka, Vicka, Mirjana, Marija, Jakov e Iván. Todos ellos gentes humildes, de campo, sin demasiada preparación académica) [N. de la A.].
Fray Janko: Vale. Pero déjame recordarte algo importante que pasó. Tan solo cuatro días después, está escrito en la investigación que la Virgen desapareció como de repente, y que entonces apareció de golpe el infierno ante vosotros. Eso solo lo visteis Jackov, Marija y tú. Describisteis que la visión era espantosa. Que se asemejaba a un mar de llamas en las que gritaban un enorme grupo de personas. Declarasteis que en mitad de ese cúmulo de llamas visteis a una mujer muy bella, con una melena larga, con cuernos y que los demonios saltaban sobre ella desde todas partes. O algo parecido, ¿no?
Vicka: Bueno, más o menos está descrito así lo que vimos, pero realmente es muy difícil describir la escena que presenciamos.
Fray Janko: ¿Os explicó la Virgen porqué os dejó ver aquello?
Vicka: ¡Sí, sí, por supuesto! Nos dijo que nos lo enseñaba para que pudiéramos saber lo que sucede con las personas que van a parar allí. Pero padre, usted, yo..., todos, nos olvidamos fácilmente de lo que pasa en el infierno...
Fray Janko: ¡No te aceleres, Vicka! Vayamos por orden. Quiero que me expliques ahora algo sobre otra visión que tuvisteis del cielo y del infierno.
Vicka: ¿Cuál?
Fray Janko: Aquella en la que la Virgen os tomó a Jackov y a ti de la mano y os llevó a visitar el cielo y el infierno.
Vicka: [...] Eso sucedió quince días después de la visión del infierno que le acabo de relatar. Jackov y yo estábamos en Citluk por algún recado que no recuerdo. Regresamos a eso de las tres de la tarde. Paramos en mi casa un ratito, y luego acompañé a casa a Jackov. Cuando llegamos a su casa descubrimos que su madre había salido, y la Virgen se nos apareció inmediatamente. Nos saludó diciendo: «Sea Jesús alabado», y nos anunció que nos llevaría al cielo.
Fray Janko: ¿Y vosotros cómo reaccionasteis?
Vicka: Nos asustamos muchísimo. Jackov comenzó a llorar. Dijo que él no quería ir, ya que era hijo único y que por ello (como yo tengo un montón de hermanos), me llevara a mí sola.
Fray Janko: ¿Y qué hacía o dijo la Virgen?
Vicka: No decía nada... Estábamos todavía de rodillas. Me tomó de la mano derecha y a Jackov de la izquierda. Ella quedó entre los dos, con su rostro hacia nosotros y entonces, casi de inmediato, notamos que flotábamos... Que subíamos como hacia arriba...
Fray Janko: ¿Ahí, en la misma casa?
Vicka: ¿Dónde, si no? ¡Sí! Ahí mismo, como atravesando el techo de la casa. La casa desapareció de nuestros ojos. ¡Nos fuimos!
Fray Janko: ¿Pero a dónde?
Vicka: Parecía como que subíamos y subíamos...
Fray Janko: ¿Estabais asustados?
Vicka: ¡Claro! Pero no nos daba tiempo ni a pensar en ello. De pronto estábamos en el cielo.
Fray Janko: ¿Veíais la tierra?
Vicka: ¿Qué tierra? ¡No, qué va! Todo desapareció en cuanto comenzamos a subir hacia arriba.
Fray Janko: ¿Y quién te dijo que estabais en el cielo?
Vicka: Nos lo dijo la Virgen.
Fray Janko: Bien, Vicka. Dices que la Virgen os miraba mientras os llevaba al cielo. ¿Y qué hacía después?
Vicka: Ella nos enseñó entonces el cielo y el infierno, y al igual que nosotros, dirigió la mirada hacia lo que nos mostraba.
Fray Janko: Bien. Ahora relátame lo que puedas describir que viste como «cielo».
Vicka: ¡Cómo puedo hacerlo! Ya has leído sobre él y has oído la descripción. Ya puedes describirlo tú mismo hasta mejor que yo... Después de lo que ocurrió ese día, leí las Sagradas Escrituras y por pura casualidad me topé con lo que dice San Pablo: «Que ni el ojo vio, ni oyó nunca cómo es...». ¡Bueno, ya ves! San Pablo lo ha explicado.
Fray Janko: Ya. Pero yo quiero que tú me lo describas tal y como puedas según lo que viste y sentiste. ¿Por qué crees que la Virgen te enseñó esa visión?
Vicka: Bueno... Es súper difícil describir... Puedo intentarlo diciendo que está lleno de luz, de gente, de flores, de ángeles... Y todo está como impregnado de una felicidad inmensa, indescriptible. El corazón se para mientras se observa...
Fray Janko: ¿Lo ves? Ya lo has descrito un poco... A ver, ahora dime: ¿puedes describir el tamaño del cielo? ¿Era grande o pequeño?
Vicka: ¿Cómo puedo explicar algo así?
Fray Janko: Bueno, intenta expresar si viste como límites o algo así; o cómo era la gente que veíais...
Vicka: ¿Límites? Bueno, tiene y no tiene... A ver: es como cuando ves el mar. Uno no ve límites desde la orilla, pero sabes, intuyes que hay muchísimo más de lo que el ojo percibe. Pues es algo así.
Fray Janko: Ya, pero alguna vez has contado que viste como puertas... ¿Qué me puedes decir sobre eso ahora?
Vicka: ¡Pues lo mismo que dije entonces! Que ahí donde estábamos con la Virgen viendo todo había como un túnel con una especie de puerta al final, o salida... Y al lado de tal puerta, o salida, había un hombre de pie. La Virgen nos dijo que «no todo el mundo puede entrar». Se necesita algo especial para entrar. Es como un pasillo o túnel por el que todos deberemos pasar.
Fray Janko: Vale Vicka. Veo que la Virgen solo pudo enseñaros el cielo de una manera en la que pudierais enteraros o asimilar lo que veíais. Pero dime, ¿os enseñó la Virgen algo más?
Vicka: ¡Pero si ya te lo he dicho! Nos enseñó el purgatorio y el infierno.
Fray Janko: ¿Primero os enseñó el purgatorio y luego el infierno, o viceversa?
Vicka: A ver, mira: el purgatorio es como una especie de espacio oscuro, como una especie de agujero oscuro y separa cielo e infierno. Estaba lleno como de ceniza y no me gustó nada...
Fray Janko: ¿Y quién te dijo que era el purgatorio?
Vicka: Me lo dijo la Virgen.
Fray Janko: ¿Y qué os dijo al respecto?
Vicka: Dijo aquello que ya deberíamos saber... Que es el lugar en donde las almas deben purificarse y que deberíamos orar muchísimo por ellas.
Fray Janko: ¿Y viste a alguien en él?
Vicka: No, no vimos a nadie. Tampoco oímos ningún sonido proveniente de él.
Fray Janko: ¿Como sucede en los cementerios?
Vicka: Más o menos... Me pareció algo feo, desagradable. ¡Eso es todo lo que puedo decirte!
* * *
Jesús nos anima a luchar mucho por ir al cielo, querido lector (Mt 22, 114). Nos habla de su recompensa (Mt 5, 12), y exhorta a amontonar tesoros ahí (Mt 6, 20; 19,21). El Nuevo Testamento profundiza la idea del cielo en relación con el misterio de Cristo. La Carta a los Hebreos afirma que Jesús «penetró los cielos», (Hb 4, 14), y «no penetró en un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo», (Hb 9,24). Luego podemos concluir que los creyentes, en cuanto amados de modo especial por el Padre, son resucitados con Cristo y hechos ciudadanos del cielo. Dice el apóstol Pablo: «Dios rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros pecados, nos vivificó juntamente con Cristo —por gracia habéis sido salvados—y con Él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Ef 2, 4-7).
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Bueno, querido lector...Ya tiene usted toda la teoría leída... No sé si se habrá podido aclarar un poco. Quizá le sirva la propuesta que yo, después de toda esta información, he elaborado. Hela aquí: El cielo es vivir eternamente en presencia de Dios, disfrutando de su amor infinito en plenitud.
Ya le advertí que el tema es extensísimo, difícil e impenetrable desde la razón humana. Pero la sabiduría de la Iglesia, con su experiencia sobrenatural y sobre todo con el testimonio del mismo Cristo, implica muy buenas noticias: el cielo existe y es alcanzable.
Es cierto que ser santo es muy, pero que muy difícil, y no podemos olvidar que solo los santos entrarán en el cielo de golpe... Pero fíjese si Dios es bueno, que aun en el caso de que vayamos a parar al purgatorio, ya estaremos salvados. Porque el alma que va al purgatorio tiene una meta: llegar al cielo tras su purificación. No se desanime entonces, querido lector, porque ese momento llegará, algún día, en algún momento. Y no vea lo felices que usted y yo seremos entonces.