EL PASO DE LAS ACADIAS
Tras la derrota de Thandor, todos aquellos que le habían seguido en la batalla y habían quedado con vida fueron enviados de nuevo al Sur, y allí fueron condenados a permanecer cautivos en su reino, sin nadie que los gobernara. Aprovechando el único camino seguro que conducía a Surtham, los hombres del Este levantaron un conjunto de murallas, hecho con rocas y minerales de las montañas cercanas.
Las murallas se extendían de un lado a otro de lo que constituía una extensa llanura en el extremo sur del paso, que en su lado norte serpenteaba entre las montañas por un camino extremadamente estrecho y pedregoso. Su mayor peligro era el desprendimiento de alguna de las rocas de la cima de las montañas, a las que era imposible acceder, ya que sus paredes eran totalmente verticales. En la parte alta de las mismas, se encontraban las Acadias, rocas de origen desconocido con una extraña forma redondeada de varios metros de altura, que amenazaban con caer sobre los que se atrevieran a cruzar el paso.
En aquel siniestro lugar, las nubes cubrían el cielo casi de forma permanente, al igual que sucedía en el resto del camino hacia el Sur, que en la mayor parte del día se encontraba sumido en las tinieblas.
Los caballos se detuvieron a un kilómetro de la muralla norte, cuyos alrededores se encontraban repletos de soldados que se movían continuamente, preparando las defensas. Édargas observó a algunos de ellos, que transportaban piedras en pequeños carros.
—Hemos llegado a tiempo. Los hombres están fortaleciendo las defensas.
—¿Qué es lo que transportan en los carros? —preguntó Meliat.
—Deben de ser rocas que conducen al interior para crear resguardos entre las murallas.
—¡Mirad! ¡Hombres del Este! —gritó Hadrain, señalando a varios soldados que vestían los colores Estham con su emblema, el león.
A paso lento, llegaron hasta la puerta de la muralla norte, que ahora, vista desde cerca, parecía más alta de lo que habían creído en un principio. Esta muralla, al igual que las otras dos que se encontraban detrás, tenía almenas en todo su recorrido y constituía un buen refugio para los arqueros. Hadrain contemplaba extasiado el grosor del muro, que se alzaba majestuoso entre los árboles y rocas cercanas.
—Siul me había hablado en varias ocasiones de la fortaleza que nos separaba del reino de las tinieblas, como él decía. Pero nunca llegué a creer que la realidad superaría a sus palabras. El rey Edmont afrontó varias batallas en este lugar, que los hombres de Estham nombran con un respeto casi excesivo.
Édargas le dio la razón.
—Ciertamente, tu rey ha llevado a cabo gloriosas gestas que le han hecho ganar prestigio. ¿Cómo se encuentra? Hace mucho que no viajo a Estham. En otros tiempos, Edmont y yo paseábamos por su palacio, disfrutando de largas conversaciones sobre antiguos tratados y viejas historias. Echo de menos aquellos encuentros. ¿Sigue con esa voluntad de hierro?
Hadrain se entristeció ante las palabras de Édargas y el recuerdo del rey, que ahora había caído en una profunda depresión, olvidando lo que fue un día y expulsando de su memoria los tiempos en los que había gobernado a su pueblo con sabiduría y decisión. Ahora, Edmont se había convertido en un hombre débil. Sus habilidades para gobernar se habían desvanecido.
—El rey de Estham ya no es ni la sombra de lo que fue en los tiempos más esplendorosos de nuestra ciudad —dijo finalmente Hadrain, perdiendo su mirada en el suelo. Su voluntad se ha ido hundiendo con el devenir de los años y la prematura muerte de su mujer ha acabado sumiéndole en las tinieblas, cegando sus dotes como rey.
Édargas escuchó con atención las palabras del capitán de Estham. Al parecer, las cosas no marchaban muy bien en el Este.
Muy pronto, los guerreros de Crótida se percataron de la inesperada llegada de Hadrain y sus acompañantes. A su paso por las cercanías de la muralla, los hombres se les quedaron mirando, hasta que reconocieron al capitán del Este. Uno de los soldados corrió hacia él.
—Mi capitán. No esperábamos vuestra llegada a este lugar.
Al oírle, el resto de soldados dejaron lo que estaban haciendo y se fueron hacia él para saludarle. Hadrain, estremecido, no sabía qué contestar ante aquel recibimiento. Llevaba mucho tiempo sin ver a algunos de aquellos hombres, con los que en alguna ocasión había tenido que hacer frente a los bandidos.
—Me alegro de volver a veros —dijo el capitán, algo nervioso. ¿Cuántos estáis aquí?
—Unos novecientos, señor. La mayoría están en el primer nivel, fortaleciendo la muralla sur, pero en las últimas horas siguen llegando hombres. E incluso ha acudido un ejército de centauros para ayudarnos.
—¿Dónde se encuentran los centauros? —preguntó Édargas.
—Todos en el primer nivel. Están con el capitán Yancartias.
—¿Yancartias?
—Es quien dirige a los arqueros —contestó Hadrain—, y el que me sigue en rango en nuestro ejército. Estará colocando a los centauros. Ha estado durante mucho tiempo destinado a este lugar.
—Bien, entonces… olvidándonos de los rangos, él será quien se encargue de dar las órdenes. Supongo que tendrá experiencia en los ataques a esta construcción.
—Mucha experiencia —afirmó Hadrain ante las palabras del mago. Aunque no estaba muy convencido de ponerse a las órdenes de un mando inferior al suyo, aceptó la propuesta de Édargas.
—¿Quién es éste? —preguntó uno de los hombres al ver al enano, que se limitaba, igual que hacía Meliat, a seguir a sus compañeros sin decir palabra alguna.
Hadrain, sonriente, respondió al soldado.
—Es nuestro aliado. Acude a la batalla en representación de los señores enanos, que también se están viendo atacados por los hombres del Sur, y os exijo el mismo respeto para él que para el resto de los que nos encontramos aquí.
Los soldados asintieron sin contestar. La contundente orden de Hadrain les había quedado clara.
El capitán del Este, acercándose a otro de los soldados, le dio una nueva orden.
—Busca al capitán Yancartias. Dile que Hadrain y sus acompañantes ya han llegado.
—Sí, señor.
En unos minutos, se abrió la puerta de la muralla, donde los capitanes, el mago y el enano aguardaban apoyados, comiendo algo de pan que les habían traído los soldados del Este. Lentamente, apareció la figura de un hombre corpulento, más alto que Hadrain, vestido con cota de mallas bajo el uniforme anaranjado propio de los capitanes de Estham, con una voluminosa espada y un hacha a su espalda. Miró alrededor, y cuando vio a Hadrain, su rostro cambió de expresión.
—¡Esperábamos refuerzos!
Hadrain reconoció aquel tono de voz. Apuró su pedazo de pan y se dirigió hacia Yancartias, extendiendo sus brazos.
—Lo que no sabíamos es que Siul nos mandaría a su más fiel servidor para ayudarnos en la batalla. ¿Cómo estás, amigo mío?
—Me alegro mucho de volver a verte y poder luchar a tu lado. ¿Qué tal están las cosas por aquí?
Yancartias, borrando su sonrisa, miró en torno, fijándose sobre todo en la muralla, mientras respondía a la pregunta de su capitán.
—Cada vez peor. Durante los dos últimos años no he hecho más que contener a los bandidos del Sur. Al principio venían por decenas, pero en los últimos tiempos nos han atacado varios centenares de ellos. De repente, hace unos meses cesaron los ataques. Creímos que habían encontrado otra ruta, algún camino entre las montañas. Envié varios exploradores para vigilar más de cerca sus movimientos. Pronto comprendimos lo que había sucedido. Estaban preparando un ejército. Creo que nuestra reacción se ha producido demasiado tarde. Aunque, por fortuna, en estos días han estado llegando más hombres. Incluso hemos recibido la ayuda de un pequeño ejército de centauros, que dicen haber venido en vuestro nombre. Pero me temo que no habrá tiempo para mucho más. Los últimos exploradores que han regresado hablan de una multitud de hombres que se dirigen hacia aquí. Son casi cinco mil.
—¿Traen máquinas de asedio? —preguntó Édargas.
—Por suerte, no.
El mago no quedó muy satisfecho con la respuesta. Si no traían catapultas, difícilmente conseguirían abrir las murallas. Conociendo a Gérodas, estaba seguro de que el mago había pensado en alguna forma de derruir las rocas.
—Muéstranos las murallas.
El capitán miró al mago, asintiendo con la cabeza.
—Seguidme.
Atravesaron la puerta, contemplando la amplia superficie que se extendía hasta la muralla central que, al igual que sucedía con la primera, tenía dos grandes escaleras de piedra en su parte norte, las cuales subían desde el centro hacia los lados. En aquella área, de planta casi rectangular, otros dos muros de unos cinco metros de altura colocados a izquierda y derecha cerraban toda aquella extensión, uniendo la muralla norte con la central. El perímetro quedaba así rodeado por los numerosos arqueros apostados a lo largo de muralla y muro, a una distancia suficiente como para no ser alcanzados por los adversarios que portaran espadas o hachas.
Las piedras que transportaban en los carros se dejaban allí, en la parte más cercana a la muralla, dentro de la superficie, que ellos denominaban segundo nivel. En los extremos este y oeste, cerca de los muros, se habían construido unos barracones donde vivían los guardias que vigilaban el paso. Era un conjunto de pequeños edificios de piedra que, originariamente, tenían el tejado de paja. Sin embargo, para evitar que se incendiaran fácilmente, posteriormente se había cambiado por uno de piedras colocadas sobre grandes troncos de madera que quedaban ocultos bajo las rocas. Estos barracones estaban repletos de ventanas, y tenían pequeñas puertas de madera que se cerraban desde el interior. Si el enemigo alcanzaba el segundo nivel, mientras intentaba abrir las puertas para atacar a los arqueros que dispararan desde el interior de los barracones, sería abatido fácilmente por los situados en lo alto de los muros.
Al terminar de cruzar el segundo nivel llegaron a la muralla central, más gruesa que la anterior, mientras Yancartias les explicaba algunas de las órdenes que había dado.
—Colocaremos un buen número de arqueros en las murallas, aunque también he ordenado a algunos de mis hombres situarse en los muros laterales. Si consiguen llegar al segundo nivel, le espera una lluvia de flechas desde los cuatro extremos. Además, muchos hombres a espada aguardarán en el interior de los barracones. Si arqueros enemigos logran llegar a este nivel, ordenaré que salgan y acaben con ellos. Mientras tanto, los centauros que porten espadas aguardarán entre las rocas que hemos colocado cerca de la muralla norte. Si algunos de los sureños consiguen acercarse hasta la última muralla, serán abatidos por Rahut y sus guerreros.
Édargas, los capitanes y el enano escuchaban atentamente la estrategia de Yancartias, mientras subían por las escaleras que conducían a lo alto de la muralla central. Su grosor les permitía caminar entre las almenas y cruzarse con algunos de los hombres que allí aguardaban y que observaban con atención a los visitantes, especialmente al enano.
El hechicero, acariciando sus rojizas barbas, contempló desde lo alto de la muralla el terreno que se extendía al otro lado. Su mente se encontraba dividida. La idea de que el ejército del Sur no dispusiera de armas de asedio le hacía sospechar que Gérodas utilizaría alguno de sus poderes para destruir las rocas. Desde allí observó lo que constituía el primer nivel de la construcción, de ‘la fortaleza de las Acadias’, como decían algunos. El suelo del primer nivel, al igual que el del segundo, estaba hecho de piedra y se evitaba que fuera cubierto por cualquier sustancia que pudiera arder.
En lo alto de la muralla, entre las almenas, se habían colocado muchas piedras de gran tamaño.
—Las rocas que hay junto a las almenas son para arrojarlas contra aquellos que se acerquen demasiado. Como podéis comprobar, la única forma de acceder del primer nivel a otro es a través de los dos pasos bajo la muralla, colocados uno a cada lado.
Mientras hablaba, Yancartias señalaba los agujeros que comunicaban una superficie con otra a través del suelo bajo las murallas.
—En su interior, tienen unas pequeñas puertas que serán cerradas desde su extremo norte y que ahora permanecen abiertas para que los hombres puedan colocarse y llevar las armas de un lado a otro.
—Y, finalmente —concluyó el capitán—, la muralla sur. Algo más alta que las demás, con las escaleras en el extremo norte. A diferencia de las otras, ésta tiene un buen número de ventanas en su altura media, a la que se accede por otra escalera, y además es más gruesa. Esto hace que podamos disparar nuestras flechas desde varios lugares al mismo tiempo. También contamos con dos altas torres, donde podemos colocar más hombres con un riesgo mínimo de ser abatidos. Y eso es todo. Ahora ya sólo queda terminar de colocar a nuestros soldados ante la inminente llegada del enemigo.
No había terminado de hablar, cuando se oyó una voz desde lo alto de una de las torres.
—¡Exploradores!
Miraron hacia lo profundo de la llanura que se encontraba tras la muralla sur. Tres pequeñas figuras avanzaban rápidamente entre los pocos árboles que había allí.
—Si me disculpáis, tengo que ir a recibirles. Nos informarán del lugar en el que se encuentran las tropas del Sur.
—Me temo que eso no será necesario —dijo Édargas, señalando el lugar del que momentos antes habían aparecido los exploradores a caballo.
El grito del vigía tampoco se hizo esperar.
—¡Antorchas!
Yancartias reaccionó bajando rápidamente las escaleras. Aun no había terminado de colocar a sus hombres ni había dispuesto todas las defensas. Pero ya no había tiempo que perder.
El sol declinaba, y la oscuridad estaba a punto de precipitarse sobre ellos. Las llamas encendidas en las partes interiores de las murallas eran la única luz que iluminaba el paso entre las montañas.
Ante la atenta mirada de hombres, centauros y el enano, las primeras antorchas dieron paso a otro gran número de ellas. Se hizo un silencio estremecedor entre las murallas. Todos aquellos que se encontraban en su parte más elevada contemplaron, casi horrorizados, las luces que nacían a lo lejos. A continuación, pudieron escuchar el estruendo que, todavía a kilómetros de allí, formaba el caminar del numeroso ejército del Sur.
En poco tiempo, un millar de luces iluminaron el horizonte, lo que provocó el temor en las tropas de Yancartias y sus aliados, que desde lo alto de la muralla contemplaban el despliegue de los hombres de Surtham.
Los exploradores llegaron en poco tiempo. Se acercaron a una de las paredes de la montaña, cerca de la muralla. Removiendo una gran piedra desde el interior, les fue permitido el paso por aquella entrada abierta en la roca. Estaban exhaustos. Uno de ellos presentaba heridas en su cuerpo provocadas por el roce de las flechas que les habían disparado al verles.
El capitán se dirigió hacia la entrada mientras daba las últimas instrucciones a los soldados que encontraba por el camino.
—Traed agua y limpiad las heridas de este hombre —ordenó al ver la sangre que brotaba de los cortes del último explorador en llegar.
Después se situó frente al primero de ellos, que parecía el menos fatigado.
—Decidme, ¿qué habéis visto?
—Son varios miles, todos ellos hombres de las tribus salvajes del Sur, armados con espadas y broqueles. No tienen armaduras ni visten uniformes.
—¿No habéis visto los emblemas del dragón?
—Ni uno solo, señor. Sus estandartes son los de los pueblos situados en las montañas al sur de Tarsios.
—¿Qué armamento traen? ¿Habéis visto catapultas?
—Tampoco. Lo que sí hemos podido descubrir es que traen un gran número de escalas. Pero no había catapultas ni torres de asedio.
—De acuerdo. Descansad y reponed fuerzas.
Édargas, bajó las escaleras de la muralla y se acercó al capitán para revelarle sus temores.
—Este ejército ha sido enviado por el hechicero Gérodas. Dudo mucho que no traiga algo con lo que derribar estos muros.
—Tampoco han venido sus soldados más aguerridos. En lugar de eso, nos envían varios miles de hombres salvajes de las colinas, con pequeños escudos y sin armaduras. Si cree que puede atravesar estos muros fácilmente, está muy equivocado.
El capitán estaba herido en su orgullo. La presencia de aquellos hombres salvajes, que poco o nada conocían de estrategias de batalla, era un insulto para sus largos años de experiencia al mando de las Acadias. En compañía de Édargas, continuó recorriendo los niveles de la fortaleza, aconsejado por el mago mientras situaba a los hombres en sus puestos. Repartió a la mayoría de los arqueros entre la muralla central y la sur, mientras que los centauros aguardarían en el segundo nivel: pegados a la muralla norte los que empuñaran espadas, y sobre los muros los que tuvieran arco. Los hombres con armadura pesada y espada aguardaban en el interior de los barracones.
—Colocaos donde gustéis, maestro Édargas. Antes del amanecer, entraremos en combate. Aguardad si queréis en el segundo nivel. Estaréis algo más seguros.
—Si me lo permites, prefiero quedarme en la muralla sur, con mis compañeros.
—¿En primera línea?
—Gérodas nos ha preparado una sorpresa, y quiero descubrirla. Durante mucho tiempo ha recorrido estas tierras y las conoce bien. Créeme, lo que vas a encontrar esta noche no creo que lo hayas visto nunca. Estoy seguro de que no será sólo un ejército de hombres salvajes. La unión de los poderes de Gérodas con la voluntad del príncipe Thandor puede tener devastadores consecuencias.
—Aunque envíe a todos los hombres del Sur, les contendremos. Aquí no hemos conocido la derrota y continuará siendo así. Situémonos en lo alto de la muralla sur. Esperaremos el siguiente movimiento de nuestros enemigos.