UN ENCUENTRO INESPERADO
Al amanecer, una ligera corriente de aire despertó a Meliat. Se había quedado dormido poco tiempo después de relevar a Édargas. El cansancio acumulado en los últimos días había sido superior a él.
Miró a su izquierda: Hadrain y Édargas dormían todavía. Se levantó, estirándose lentamente, y avanzó hacia la salida de la gruta, dudando entre despertarles o dejarles descansar algo más de tiempo.
De repente, al otro lado, se escuchó un fuerte grito, no muy lejano. Sobresaltados, Édargas y Hadrain se despertaron y se pusieron en pie.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó el hechicero, nervioso.
Antes de que obtuviera alguna respuesta, volvieron a escucharse más voces en el exterior.
Los tres se quedaron atemorizados, inmóviles.
—¿Qué hacemos? —preguntó Hadrain, sacando su hacha.
—¡Los caballos! —exclamó el mago.
Nada más oír aquellas palabras, Meliat salió corriendo al exterior de la cueva para asegurarse de que no había nadie. Desató a los caballos, los condujo hacia el interior y los amarró a una gran piedra, detrás de él.
—¿Has visto algo? —le preguntó Hadrain.
—No me he detenido para contemplar los alrededores, pero cerca de los caballos no había nadie.
Una nueva voz volvió a romper el estremecedor silencio que se había creado. Esta vez el grito se escuchaba más cercano. Le siguieron varias voces, también próximas a la cueva. Eran como gruñidos que se expandían por el exterior. Con mirada vigilante, los hombres y el mago aguardaron expectantes el acercamiento de las voces. Meliat sacó sus dos espadas, mientras Hadrain acariciaba su enorme hacha y Édargas alzaba su vara, sujetándola con ambas manos.
—Vienen hacia la cueva —dijo el mago en voz baja—. Preparaos para atacar. Todo hombre que habita por estas tierras es siervo del príncipe Thandor.
—Silencio —ordenó Meliat—. Escuchad.
Había un sonido más que les alertó: unas pisadas que cada vez parecían más cercanas y que se confundían entre las voces.
—Alguien está corriendo hacia aquí —afirmó Meliat.
Los pasos se percibían cada vez con más claridad. Era el sonido de unas pisadas que avanzaban con rapidez. Se escuchó también una respiración. Como había afirmado Meliat, alguien se acercaba.
Los pasos se detuvieron, prácticamente a la entrada y dejaron ver una sombra voluminosa, sin que pudiera saberse a quién pertenecía.
—¿Atacamos ya? —preguntó Hadrain, impaciente.
Édargas le detuvo, sujetándole del brazo antes de que pudiera terminar de dar un paso.
—Esperad un momento.
Lentamente, la sombra se acercó. Los pasos empezaban a retumbar cerca del interior. Finalmente, pudieron distinguir una figura que caminaba hacia ellos mirando hacia atrás.
—¡Es un enano! —exclamó Édargas.
El enano Handric se dio la vuelta, sobresaltado al escuchar la voz del mago. Quedó asustado al ver a los dos capitanes empuñando sus grandes armas. En un primer instante, hizo un amago de salir de nuevo, pero, al escuchar una nueva voz, se dirigió rápidamente hacia los hombres y el mago.
—Por favor, no me hagáis daño —dijo, asustado.
—¡Un enano! —exclamó Hadrain, mientras sonreía y se dirigía hacia él, observándole de arriba abajo—. Creí que no vería uno en mi vida. Mi abuelo me habló una vez de ellos: los señores de las minas. Siempre creí que eran fantasías de un viejo chiflado.
Handric se extrañó de la alegría del capitán del Este. Pronto comprendió que no le harían ningún daño.
—¡Ayudadme, por favor! —dijo mientras miraba al exterior de la cueva.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Édargas, aturdido por la precipitada entrada del enano.
—Me persiguen. Llevan varios días buscándome.
—¿Quién te persigue? —preguntó Meliat, mientras las voces se escuchaban a pocos metros de allí.
—Los soldados del mago.
Édargas le miró fijamente, intentando averiguar qué es lo que quería decirles. Antes de poder hacer nada más, se escucharon unas pisadas, y en unos segundos varias figuras bloquearon la salida.
El mago se fijó en sus rostros. Aquellos seres no eran del todo humanos. Tenían la cara de un color grisáceo, con numerosas arrugas que dejaban ver unos ojos amarillentos.
—¿Qué son esas cosas? —gritó Hadrain, dando un paso atrás.
—Son carpatios —respondió el mago al recordar haber visto muchos de aquellos seres en otros tiempos—. Medio hombres, medio muertos.
—¡Ha llegado tu hora, enano! —gritó uno de aquellos seres, hablando con una siniestra voz que retumbaba en el interior de la cueva.
Avanzaron lentamente, bloqueando la salida, hasta que se percataron de la presencia de los hombres y el mago.
—Haceos a un lado, vamos a aniquilar al último enano que queda en el Sur.
Hadrain se apresuró a contestarle.
—Volved por donde habéis venido y podréis vivir.
El monstruo se echó a reír, desenvainando su espada, pero antes de que pudiera atacar a sus adversarios, una intensa luz de la vara de Édargas le hizo caer al suelo a él y a dos de sus acompañantes. Debilitados por aquella energía que emanaba del hechicero, atacaron casi a ciegas, para caer pronto bajo las armas de los capitanes. En unos segundos, todas las criaturas que habían entrado en la cueva fueron abatidas. Eran un total de diez.
Handric contempló con repugnancia la amarillenta sangre de aquellos seres, que llevaban varios días persiguiéndole desde la antigua entrada a las minas. Su temor se desvaneció al contemplar a sus enemigos sin vida, en el suelo de la gruta. Sin tiempo para decir nada, fue agarrado por el hechicero.
—¿Éstos eran los soldados del mago? ¿Qué mago?
—El hechicero que atacó las minas…, que asesinó al rey…
Édargas intentó calmar al enano, que hablaba frases sueltas, casi sin saber lo que decía.
—Empieza desde el principio —le instó Édargas, en un tono suave—. ¿Qué fue lo que ocurrió en las minas?
Handric, un poco más sosegado, empezó a contarle el motivo de su huida de las montañas.
—Estaba en el bosque y fui incapaz de hacer nada, salvo contemplar el ejército que se dirigía hacia mi reino. Cuando llegué a la mina, sólo pude descubrir el rastro de sangre que los hombres del Sur habían dejado allí: hombres y enanos yacían por doquier en las escaleras y galerías. Oí unos pasos que provenían de las cámaras interiores y me oculté. Fue entonces cuando apareció el mago.
—¿Te fijaste en cómo era? —preguntó Édargas, creyendo que sus sospechas estaban a punto de confirmarse.
—Tenía largos cabellos y una pequeña barba de un color oscuro. No parecía excesivamente mayor, comparado con el resto de hechiceros que he visto.
—¡Gérodas! —exclamó Édargas, en voz baja.
—¿Le conoces? —preguntó el enano.
—Sí. Hace tiempo era uno de los guardianes de estas tierras, después de que se crearan los reinos y los hechiceros decidiéramos guardarlos y velar por sus habitantes. Gérodas realizaba numerosos viajes al Sur. Conoce todas estas tierras mejor que nadie. Dime, ¿él te vio?
—No. Pasó cerca de mí, pero estaba demasiado ocupado contemplando el objeto que llevaba entre sus manos: un libro.
—¿Un libro?
—Sí. Un extraño objeto de color plateado que habíamos encontrado en las profundidades de las minas días atrás. Mi rey había decidido entregarlo a los hechiceros, pues temía que algún tipo de maldición sobreviniera al reino. Por desgracia, así ha sido, y antes de poder alejarla de nuestra tierra, hemos sufrido sus terribles consecuencias. Mi reino ha caído, y mis semejantes han muerto.
El rostro de Édargas denotaba una intensa preocupación, al tiempo que observaba cómo de los pequeños ojos del enano surgían unas lágrimas que pronto empaparon sus mejillas hasta perderse en su pequeña barba.
El hechicero se sintió atemorizado. La traición de Gérodas y el hallazgo del ‘Libro del dragón’ eran los peores acontecimientos que podrían tener lugar. Sus temores se habían cumplido, como si de una maléfica profecía se tratara.
«El Libro del dragón», pensó el anciano. Un intenso sentimiento de culpabilidad se apoderó de su conciencia. La traición de su viejo amigo y el hallazgo del libro por parte del enemigo podrían haberse evitado. Si durante todos aquellos años él y sus compañeros hubieran prestado más atención a los sucesos que estaban transformando las tierras del Sur, podrían haber acabado con la maldad antes de que emergiera desde las profundidades de Surtham y se extendiera por todas sus fronteras.
El enano continuó hablando.
—Cuando el mago se marchó, me encaminé a las salas más alejadas. Allí fue donde encontré a mi rey, en el suelo, moribundo. Intenté hablar con él, pero fue imposible. Su corazón dejó de latir. Al salir de la mina, no vi a nadie. No sabía a dónde dirigirme ni qué hacer. Así que decidí buscar refugio en el Norte. Durante los últimos días he estado recorriendo caminos y valles. No sé cuánto tiempo llevaban persiguiéndome estas criaturas, pero de no ser por vosotros hubieran acabado conmigo. Así que… permitidme acompañaros. Me da igual cuál sea vuestro camino, pues todo aquello que quería ha desaparecido, mi familia y amigos están muertos.
Hadrain miró al enano, y aunque sintió lástima por lo sucedido con el reino de Hortum, muy pronto pensó que el lugar al que se dirigían no era el más adecuado para alguien como él.
—No creo que debas compartir nuestro destino, señor enano. Harías mejor en seguir avanzando hacia el Norte, si es que deseas seguir con vida.
Acompañándonos, lo único que encontrarás es una muerte segura.
—No subestimes la destreza de los enanos —le interrumpió Édargas—. Muchos de ellos han librado grandes batallas en el pasado, luchando al lado de los hombres. Además, si no logramos detener a Gérodas, tarde o temprano todas las criaturas sucumbirán ante nuestro enemigo.
El mago se acercó al enano.
—¿Cómo te llamas?
—Mi nombre es Handric. Soy descendiente de los Señores Enanos que un día habitaron estas tierras, y estoy en deuda con vosotros. Permitid que una mi hacha a vuestra causa y os acompañe en vuestro camino.
—Nuestro destino es peligroso —respondió Édargas, poniendo a prueba la valentía de su nuevo compañero—. El enemigo al que nos enfrentamos es el mismo que ha aniquilado a tus compañeros. Viajamos al paso de las Acadias, donde lucharemos contra los hombres del Sur… y contra Gérodas.
—Entonces, con mayor motivo os ruego que me dejéis ir con vosotros y tomar parte en vuestra guerra.
—Bien, si insistes…, será mejor que nos pongamos en marcha lo antes posible. Ya llevamos bastante retraso con respecto a los centauros. Es posible que estén a punto de llegar al paso.